ANTES
DEL EDEN
ARTHUR C. CLARKE
* * *
–Me parece –dijo Jerry Garfield parando los motores – que éste es el final de la línea.
Con un leve suspiro, la eyección del chorro cesó gradualmente. Privado de su colchón de aire, el vehículo explorador Pecio Vagabundo se posó sobre las retorcidas rocas de la Meseta Hesperiana.
Delante no había camino alguno; ni con sus eyectores a chorro ni con su tractor podía el S-5 –para dar al Pecio su nombre oficial – escalar la escarpadura que tenía enfrente. El Polo Sur de Venus estaba sólo a treinta millas, pero igual podría haber estado en otro planeta. No quedaba otra solución que volver atrás y desandar el camino de cuatrocientas millas hecho a través de aquel paisaje de pesadilla.
La atmósfera era fantásticamente clara, con una visibilidad de casi mil metros. No había necesidad alguna de radar para mostrar los riscos que tenían delante; por una vez, la simple vista bastaba. La verde luminosidad de la aurora, filtrándose a través de nubes que habían rodado compactas por un millón de años, prestaba a la escena un aspecto submarino, al que se añadía la sorprendente manera con que todos los objetos se empañaban en la calina, A veces era fácil para uno creer que se estaban moviendo a través de un insustancial lecho marino, y en más de una ocasión imaginó Jerry haber visto peces flotando sobre su cabeza.
–¿Llamo a la astronave para comunicar que volvemos? –preguntó.
–Aún no –respondió el doctor Hutchins –. Quiero pensar.
Jerry lanzó una suplicante mirada al tercer miembro de la tripulación, pero no encontró allí apoyo moral ninguno. Coleman era tan testarudo como su compañero; aunque los dos hombres discutían furiosamente la mitad de su tiempo, ambos eran científicos y, por ello, en la opinión de un no menos testarudo maquinista navegante, ciudadanos no cabalmente responsables. Si Cole y Huth tenían alguna brillante idea para seguir, no habría nada que hacer excepto registrar una protesta.
Hutchins estaba dando vueltas en la exigua cabina, examinando mapas e instrumentos. Dirigió ahora el proyector del vehículo hacia los riscos y comenzó a observarlos detenidamente con los gemelos. ¡Seguramente, pensó Jerry, no esperará conducir este trasto por ahí! El S-5 era un revoloteador de carril y no una cabra montés...
Bruscamente, Hutchins encontró algo. Lanzó un suspiro que era más bien una súbita y explosiva boqueada, y se volvió a Coleman.
–¡Mira! –gritó con voz sumamente excitada -. ¡Justamente a la izquierda de aquella marca negra! ¿Qué es lo que ves?
Le tendió los gemelos, y ahora fue Coleman quien escrutó los riscos.
–¡Que me condenen si no tenias razón! –dijo al fin –. Hay ríos en Venus. Ésa es una cascada seca.
–Así, pues, me debes una cena en el Bel Gourmet cuando volvamos a Cambridge. Con champán.
–No necesitas recordármelo. De todos modos, es barato por el precio. Pero eso deja aún tus otras teorías a la altura del barro.
–¡Hey, un minuto! –interpeló Jerry –. ¿Qué es todo eso de ríos y cascadas? Todo el mundo sabe que no pueden existir en Venus: nunca se produce en este vaporoso planeta el suficiente frío como para que se condensen las nubes.
–¿Has mirado el termómetro recientemente? –preguntó Hutchins con engañosa suavidad.
–He estado ligeramente demasiado ocupado conduciendo.
–Pues entonces tengo noticias para ti. Está por debajo de los 230, y descendiendo todavía. No olvides que estamos en el polo, que es invierno y que nos encontramos a 18.000 metros sobre las tierras bajas. Todo esto se nota en el aire. Si baja un poco más la temperatura tendremos lluvia. El agua hervirá, desde luego..., pero será agua. Y aunque Jorge no lo admita aún, esto presenta a Venus con una fisonomía totalmente distinta.
–¿Por qué? –preguntó Jerry, aunque ya lo había supuesto.
–Porque donde hay agua debe haber vida. Nos hemos apresurado demasiado en conjeturar que Venus era estéril, simplemente debido a que el promedio de su temperatura es de más de quinientos grados. Aquí en las montañas hay lagos y quiero echarles un vistazo.
–¡Pero es agua hirviente! –protestó Coleman –. ¡Nada puede vivir en eso!
–Hay algas que lo logran en la Tierra. Y si hemos aprendido algo desde que comenzamos a explorar los planetas es esto..., que en cualquier lugar donde la vida tenga la más ligera probabilidad de supervivencia se la encontrará. Ésta es la única posibilidad que jamás se haya presentado sobre Venus.
–Desearía que pudiéramos comprobar tu teoría. Pero, ya lo puedes ver por ti mismo, es imposible escalar ese risco.
–Quizá lo sea en el vehículo, pero no será demasiado difícil hacerlo a pie, con los trajes térmicos. Todo lo que necesitamos es andar unas cuantas millas en dirección al polo; según los mapas del radar, todo es muy llano una vez alcanzado el borde. Podemos apañárnoslas allá dentro... oh, durante doce horas o más. Cada uno de nosotros ha estado fuera más tiempo que ese, y en mucho peores condiciones.
Aquello era enteramente cierto. La ropa protectora que había sido diseñada para mantener con vida al hombre en las tierras bajas venusianas tendría una tarea más fácil aquí, donde la temperatura era sólo cien grados más calurosa que en el Valle de la Muerte en plena canícula.
–Bien –dijo Coleman –. Ya conoces las ordenanzas: no se puede ir solo, y alguien ha de quedarse aquí para mantener contacto con la nave. ¿Cómo lo zanjaremos esta vez: ajedrez o cartas?
–El ajedrez lleva demasiado tiempo –dijo Hutchins –, especialmente cuando lo jugáis vosotros dos. –Tendió la mano a la mesa de juego y tomó un naipe muy usado. Córtalo, Jerry.
–Diez de picas –dijo Jerry –. Espero que puedas derrotarlo, Jorge.
–Así lo haré... ¡Maldita sea, sólo un cinco de tréboles! Bueno, dad mis recuerdos a los venusianos...
A pesar de la seguridad de Hutchins, resultaba tarea ardua el escalar la escarpadura. El declive no era muy pronunciado, pero el peso del aparato de oxígeno, el traje térmico refrigerado y el equipo científico alcanzaban un peso de más de cien libras por hombre. La menor gravedad –un trece por ciento más débil que la de la Tierra –proporcionaba una ligera ayuda, pero no mucha, cuando se afanaban por pedregales en declive, descansaban brevemente en los bordes para recuperar aliento y volvían a trepar a través del crepúsculo submarino. El esmeraldino fulgor que se derramaba en torno a ellos era más brillante que el de la luna llena en la Tierra. Una luna se habría disipado en Venus, se dijo Jerry; jamás hubiese podido ser vista desde la superficie, no había allí mar alguno cuyas mareas regir... y la incesante aurora era un manantial de luz mucho más constante. Habían escalado más de seiscientos metros antes de que el terreno se nivelara en un suave declive, surcado aquí y allá por costurones que eran canales claramente tajados por el correr del agua. Al cabo de una breve búsqueda llegaron a una hondonada lo suficientemente ancha y profunda como para merecer el nombre de lecho de río, y echaron a andar por ella.
–Acabo de pensar en algo –dijo Jerry cuando hubieron caminado unos cientos de metros –. ¿Y suponiendo que haya una tormenta ante nosotros? No me hace ni pizca de gracia el tener que soportar un flujo de agua hirviendo.
–Si hay una tormenta la oiremos –replicó Hutchins con cierta impaciencia –. Tendremos tiempo de sobra para llegar a terreno elevado.
Tenía indudablemente razón, pero Jerry no se sintió más satisfecho por ello mientras continuaban remontando el suavemente inclinado lecho del curso del agua. Su inquietud había estado aumentando desde que pasaran sobre la cresta del risco, perdiendo así contacto por radio con el vehículo explorador. El hallarse desconectado con sus compañeros resultaba para él una experiencia única y turbadora. Nunca le había ocurrido antes en toda su vida; hasta a bordo de la Estrella de la Mañana, aun hallándose a cientos de millones de millas de la Tierra, pudo siempre enviar un mensaje a su familia y obtener una respuesta en el lapso de breves minutos. Pero ahora, apenas unos cuantos metros de roca acababan de aislarles del resto de la humanidad; si algo les sucedía, nadie jamás lo sabría... a menos que alguna expedición posterior hallara sus cadáveres. Jorge esperaría el número de horas convenido y luego marcharía de regreso a la nave... solo. Se dijo a sí mismo que él no era ciertamente el tipo ideal de explorador, que lo que le gustaba era manipular complicadas máquinas, y que así fue como se vio mezclado en el vuelo espacial. Nunca llegó a pensar hasta dónde le conduciría aquello... y ahora era ya demasiado tarde para cambiar.
Habían cubierto quizá tres millas en dirección al polo, siguiendo los meandros del lecho del río, cuando Hutchins se detuvo para hacer observaciones y recoger muestras.
–¡Sigue descendiendo la temperatura!
– Ha bajado ya de los 199; es, con mucho, la menor registrada jamás en Venus. Quisiera poder llamar a Jorge y comunicárselo.
Jerry probó todas las bandas de ondas y hasta intentó captar a la astronave –los impredecibles altibajos de la ionosfera del planeta hacían a veces posible la recepción a larga distancia –, pero no se produjo ni un susurro portador de onda sobre el rugido y el crepitar de las fragorosas tormentas venusianas.
–Eso es aún mejor –dijo Hutchins, ahora con auténtica excitación en su voz–. La concentración de oxigeno ha aumentado... quince partes en un millón. En el vehículo era sólo de cinco, y en las tierras bajas apenas se podía detectarlo.
–¡Pero quince en un millón! –protestó Jerry –. ¡Nada podría respirar eso!
–Inviertes la cuestión –manifestó Hutchins –. Nadie ni nada lo respira: algo lo hace. ¿De dónde crees que proviene el oxígeno de la Tierra? Todo él está producido por la vida..., por las plantas en desarrollo. Antes de que hubiese plantas en la Tierra, nuestra atmósfera era semejante a esta..., una mezcla de anhídrido carbónico y amoníaco y metano. Luego evolucionó la vegetación y lentamente convirtió nuestra atmósfera en algo que los animales podían respirar.
–Ya –dijo Jerry –. Y tú piensas que el mismo proceso ha comenzado aquí...
–Así parece. Algo no lejos de aquí, se halla produciendo oxígeno..., y la vida vegetal es la explicación más simple.
–Y donde hay plantas –reflexionó Jerry – es de suponer que más pronto o más tarde haya animales.
–Eso es –dijo Hutchins, recogiendo sus cosas y comenzando a remontar la hondonada –, aunque el proceso lleva unos cuantos millones de años. Puede ser que hayamos llegado aún demasiado pronto..., aunque espero que no.
–Todo esto está muy bien –respondió Jerry –. Pero ¿y suponiendo que topemos con alguien que no nos quiera? No tenemos armas.
–Ni las necesitamos. ¿Te has detenido a pensar en el aspecto que tenemos? No cabe duda de que cualquier animal echaría a correr apenas nos viera desde lejos.
Había algo de verdad en sus palabras. La envoltura metálica de los trajes térmicos, que les cubría de pies a cabeza, reverberaba como una flexible y destellante armadura. Insecto alguno tenía antenas más primorosas que las encajadas en sus cascos y mochilas, y los anchos lentes a través de los cuales miraban al mundo que los rodeaba semejaban unos ojos vacíos y monstruosos. Sí, pocos habrían sido los animales terrestres que quisieran enfrentarse a una tal aparición, pero los venusianos podían sustentar diferentes ideas.
Jerry estaba aún rumiando la cuestión cuando llegaron al lago. La primera ojeada le hizo pensar ya no en la vida que estaban buscando, sino en la muerte. Semejante a un negro espejo, yacía en medio de un pliegue de los cerros; su orilla extrema se hallaba oculta en la bruma eterna, y fantasmales columnas de vapor remolineaban y danzaban sobre su superficie. Todo lo que necesitaban, se dijo a sí mismo Jerry, era la barca de Caronte en espera de llevarlos a ellos a la otra orilla... o el cisne de Tuonela surcando mayestáticamente las aguas, en guardia de la entrada del averno...
Sin embargo, a pesar de todo, era un milagro... la primera agua libre que el hombre hallara jamás en Venus. Hutchins estaba ya de rodillas, casi en una actitud de rezo. Pero lo único que hacía era recoger gotas del preciado líquido para examinarlas a través de su microscopio de bolsillo.
–¿Hay algo en ellas? –preguntó ansiosamente Jerry.
–Si lo hay es demasiado pequeño para verlo con este instrumento. Te diré algo más cuando volvamos a la nave.
Taponó y precintó una probeta y la puso en su estuche de muestras con tanta ternura como un buscador que acabara de hallar su primera pepita de oro. Pudiera ser –y probablemente lo era –nada más que pura y simple agua. Pero también cabría la posibilidad de que fuese un universo de criaturas ignotas y vivientes en la primera fase de un recorrido de billones de años hasta la plasmación de la inteligencia.
No había caminado Hutchins más de una docena de metros a lo largo de la orilla del lago cuando volvió a detenerse, tan súbitamente que Garfield estuvo a punto de tropezar con él.
–¿Qué sucede? preguntó Jerry –. ¿Has visto algo?
–Aquella mancha oscura de allí. La advertí antes de que nos detuviéramos en el lago.
–¿Y qué pasa con ella? A mí me parece bastante corriente.
–Creo que se ha hecho más grande.
En toda su vida recordaría Jerry aquel momento. De todos modos, nunca dudó de la afirmación de Hutchins; en aquellos momentos podía creer cualquier cosa, hasta que las rocas crecían. La sensación de misterio y aislamiento, la presencia de aquel oscuro y melancólico lago, el sordo ruido de las lejanas tormentas y el verde titilar de la aurora..., todo aquello había causado un fuerte impacto en su mente, disponiéndole para creer aun lo increíble. Sin embargo, no sentía miedo alguno: eso vendría después.
Miró a la roca. Estaba a unos ciento cincuenta metros, creyó calcular, aunque en aquella difusa luz esmeraldina resultaba enormemente difícil estimar distancias y dimensiones. La roca o lo que fuese parecía una losa horizontal de un material casi negro, situada cerca de la cresta de un risco bajo. Había una segunda mancha, mucho más pequeña, de material semejante, cerca de ella. Jerry intentó medir y registrar en la memoria el espacio que existía entre ambas a fin de poder tener una referencia que le permitiera descubrir cualquier cambio.
Aun cuando vio que aquel espacio iba estrechándose, no sintió ninguna alarma..., sólo una perpleja excitación. No fue hasta que hubo desaparecido totalmente que experimentó en su corazón una espantosa sensación de desamparado terror. No había allí rocas crecientes o movientes: lo que contemplaban era una oscura marea, una alfombra serpeante que iba extendiéndose inexorablemente hacia ellos sobre la cresta del risco
El momento de pánico total, irrazonable, no duró por fortuna más allá de unos pocos segundos. El primer terror de Garfield comenzó a desvanecerse tan pronto como reconoció su causa..., es decir, que aquella marea que avanzaba le había recordado en los primeros momentos, muy vívidamente, una historia que había leído hacía muchos años sobre el ejército de hormigas del Amazonas y la manera como destruían todo cuanto encontraban a su paso...
Pero, fuera lo que fuese aquella marea, se estaba moviendo demasiado lentamente como para suponer un peligro real, a menos que cortase su línea de retirada. Hutchins la estaba observando intensamente a través de sus gemelos; él era biólogo y estaba manteniendo su terreno. No voy a hacer el ridículo, pensó Jerry, huyendo como un gato escaldado si no es necesario.
–Por el amor del cielo –dijo al fin, cuando aquella alfombra viviente se halló a sólo cien metros, y Hutchins no había pronunciado aún una palabra ni movido un solo músculo –. ¿Qué es eso?
Hutchins se desheló lentamente como una estatua cobrando vida.
–Lo siento, te olvidé por completo. Es una planta, desde luego. Cuando menos, me parece que deberíamos darle este nombre.
–¡Pero se está moviendo!
–¿Y por qué habría de sorprenderte eso? Así lo hacen también las plantas terrestres. ¿ Es que no has visto películas aceleradas de la hiedra en acción?
–Pero la hiedra permanece en su sitio..., no se extiende por todo el paisaje.
–¿Y qué hay de las plantas de plancton en el mar? Ellas pueden nadar cuando lo necesitan.
Jerry cedió; de todos modos, el prodigio que se aproximaba le había privado de palabras.
Siguió pensando en aquella cosa como una alfombra espesa, orlada en los bordes. Variaba de espesor al moverse; en algunas partes era tenue como una película, y en otras tenía treinta y más centímetros de grosor. Al aproximarse más, Jerry pudo comprobar su tejido, y lo comparó al terciopelo negro. Se preguntó cómo sería al tacto..., recordando luego que como menos quemaría sus dedos, aun cuando no les hiciera nada más. Otro pensamiento vino en persecución de éste, movido por la delirante reacción nerviosa que a menudo sigue a una repentina conmoción: «Si existen venusianos, jamás podremos estrechar nuestras manos con las de ellos; nos las quemarían, y nosotros se las helaríamos. »
Hasta entonces aquella cosa no había dado muestra alguna de haberse percatado de su presencia. Había efectuado su flujo hacia adelante como la inconsciente marea que casi seguramente era. Aparte el hecho de que trepaba sobre pequeños obstáculos, bien podría haber sido una progresiva corriente de agua.
De pronto, cuando estuvo sólo a diez metros, la marea aterciopelada se detuvo en su frente, aunque siguió extendiéndose a los lados.
–Estamos siendo rodeados –dijo Jerry ansiosamente –. Será mejor retroceder hasta asegurarnos de que es inofensiva.
Para su alivio, Hutchins retrocedió al instante. Tras una breve vacilación, la cosa prosiguió su avance estirando su línea frontal.
Entonces Hutchins se adelantó de nuevo... y la cosa se retiró lentamente. El biólogo avanzó media docena de veces, para retroceder otras tantas, y a cada una de ellas la marea viviente verificó un flujo y reflujo acorde por completo con sus movimientos. Nunca me imaginé, se dijo Jerry, ver á un hombre bailando un vals con una planta...
–Termofobia –dijo Hutchins –. Una reacción puramente automática. No le gusta nuestro calor.
–¡Nuestro calor! –protestó Jerry –. ¡Pero si somos témpanos en comparación con ella!
–Desde luego..., pero nuestros trajes no lo son, y eso es todo cuanto ella nota.
¡Estúpido de mí!, pensó Jerry. Hallándose uno abrigado y fresco en el interior del traje térmico, resultaba fácil olvidar que el aparato refrigerador, a su espalda, bombeaba constantemente ráfagas de calor al aire circundante. No era extraño que la planta venusiana retrocediera ante ellos.
–Vamos a ver ahora cómo reacciona a la luz –dijo Hutchins.
Encendió su lámpara pectoral, y el verde resplandor boreal fue ahuyentado al instante por el blanco y puro destello. Hasta que el hombre llegara a aquel planeta, ninguna luz blanca había brillado ni siquiera de día sobre la superficie de Venus. Como en el fondo de los mares de la Tierra, sólo había en ella un verdoso crepúsculo, intensificándose lentamente hasta una profunda oscuridad.
La transformación fue tan pasmosa, que ningún hombre hubiera podido reprimir una exclamación de asombro. Como en un chispazo, la negrura de la espesa alfombra aterciopelada desapareció a sus pies, dejando en su lugar un satinado tejido de brillantes y vivos rojos con áureas estrías. Ningún príncipe persa hubiera podido jamás encargar a sus tejedores una tapicería tan suntuosa y que sin embargo no era más que el producto accidental de fuerzas biológicas, una gama de colores que hasta el momento de producirse el destello no habían existido... y que se desvanecería nuevamente en cuanto la luz extraña de la Tierra dejara de conjurarlos a esa existencia.
–Tijov tenía razón –dijo Hutchins –. Me hubiera gustado que lo viera.
–¿Razón sobre qué? –preguntó Jerry, aunque parecía casi un sacrilegio hablar en presencia de aquella maravilla.
–Allá en Rusia, hace cincuenta años, observó que las plantas que viven en climas muy fríos tienden a ser azules o violetas, mientras que las de los cálidos son rojas o naranja. Predijo que la vegetación marciana sería violeta y que, si había plantas en Venus, su color sería encarnado. Pues bien, estaba en lo cierto en ambas conjeturas. Pero no podemos permanecer todo el día aquí; tenemos trabajo que hacer.
–¿Estás seguro de que esto... no es peligroso? –preguntó Jerry, volviendo a reafirmarse en él algo de su precaución.
–Absolutamente. No puede tocar nuestros trajes aunque lo quisiera. Y de todos modos, se mueve pasando ante nosotros.
Así era. Podían ver ahora que toda aquella cosa –si era una simple planta y no una colonia – cubría una superficie circular de unos cien metros de diámetro aproximadamente. Iba barriendo el suelo igual que lo hace la sombra de una nube impelida por el viento..., y allá donde se había detenido, las rocas estaban punteadas de innumerables pequeños agujeros, tenues como quemaduras de ácido.
–Sí –dijo Hutchins en respuesta a la observación de Jerry sobre el particular –. Así es cómo se nutren los líquenes: segregan ácidos que disuelven la roca. Pero nada de preguntas, por favor, hasta que estemos de vuelta a la nave. Tengo aquí trabajo para varios días, y disponemos solamente de un par de horas para hacerlo.
Aquello fue casi botánica a la carrera... El borde sensitivo de la inmensa planta podía moverse con sorprendente velocidad cuando intentaba evadirlos. Era como si estuviese contendiendo con una hojuela animada de unos cuatro mil metros cuadrados de extensión. No se producía en ella reacción alguna –aparte la automática evitación del calor despedido por sus trajes – cuando Hutchins cortaba muestras o tomaba pruebas. Aquel objeto fluía constantemente, progresando sobre cerros y valles, guiado por algún singular instinto vegetal. Quizás estaba siguiendo alguna vena de mineral; los geólogos lo decidirían cuando analizaran las muestras de roca que Hutchins había recogido antes y después del paso del tapiz viviente.
Apenas había tiempo para pensar o incluso para enmarcar las innumerables cuestiones que había planteado su descubrimiento. Probablemente aquellas criaturas debían ser bastante numerosas, o no se hubieran topado tan pronto con una de ellas. ¿Cómo se reproducían? ¿Mediante retoños, esporas, escisión o cuál otro medio? Aquélla podía no ser la única forma de vida en Venus... La misma idea era absurda, pues indudablemente, habiendo una especie, ha de haber al mismo tiempo miles de ellas...
Un hambre canina y la fatiga les obligó finalmente a efectuar un alto. La criatura que estaban estudiando podía seguir, si lo deseaba, su camino nutritivo en torno a Venus –aunque Hutchins creía que no iba nunca mucho más allá del lago, aproximándose de cuando en cuando al agua e introduciendo en ella un largo zarcillo tubular–; los animales de la Tierra necesitaban descansar.
Supuso un gran alivio hinchar la tienda sobrecomprimida, meterse en ella a través de la cámara intermedia y despojarse de los trajes térmicos. Por primera vez, mientras se relajaban en el interior de su diminuto hemisferio de plástico, ocupó sus mentes la verdadera maravilla e importancia del descubrimiento. Aquel mundo que los rodeaba no era ya el mismo: Venus no era más un planeta muerto, sino que se había unido a la Tierra y a Marte.
Pues la vida llama a la vida, a través de las simas del espacio. Todo cuanto se desarrollaba o se movía sobre la superficie de un planeta era un portento, una promesa de que el hombre no estaba solo en aquel universo de brillantes soles y remolineantes nebulosas. Si hasta entonces no había encontrado compañeros con quienes poder hablar, aquello era de esperar, pues los años y las eras se extendían aún inmensas ante él, en espera de ser explorados. Mientras tanto debía preservar y fomentar la vida que hallara en su camino, bien fuera sobre la Tierra, sobre Marte o sobre Venus...
Así se dijo Graham Hutchins, el biólogo mas afortunado del sistema solar, mientras ayudaba a Gaffield a recoger los residuos y meterlos en un hermético estuche de plástico. Cuando deshincharon la tienda e iniciaron el viaje de retorno no había señal alguna de la criatura que habían estado examinando. Era mejor así, pues de lo contrario podían haberse sentido tentados a demorarse para efectuar más experimentos, y estaba muy próximo el plazo de que disponían.
No importaba; dentro de pocos meses volverían con un equipo de ayudantes, mucho mejor dotados con todo lo necesario para la investigación y con los ojos del mundo posados sobre ellos. La evolución había seguido su curso operando durante un billón de años para hacer posible aquel encuentro; podía muy bien esperar un poco más.
Durante un rato nada se movió en la verdosidad titilante del paisaje envuelto en bruma, desierto a la vez de seres humanos y tapiz carmesí Luego, discurriendo sobre los cerros tallados por el viento, reapareció la extraña criatura. O tal vez era otra de la misma extraña especie y nadie lo sabría jamás.
Pasó ante el pequeño montón de piedras donde habían enterrado sus desechos Hutchins y Garfield. Y luego se detuvo.
No estaba perpleja, pues no tenía mente alguna. Pero el impulso químico que la conducía inexorablemente sobre la meseta polar estaba gritando: ¡Aquí, aquí! En alguna parte próxima se encontraba el más precioso de todos los alimentos que necesitaba, el fósforo, el elemento sin el cual no podía jamás producirse la chispa de vida Comenzó a hozar las rocas, a escurrirse entre las grietas y hendiduras, a arañar y raspar con sus tanteantes zarcillos. Nada de cuanto hizo superaba la capacidad de cualquier planta o árbol terrestre..., pero se movía mil veces más rápidamente, y necesitó tan sólo unos minutos para alcanzar su meta y atravesar la película de plástico.
Y luego se regaló con el alimento, de manera más concentrada que en cualquier otra forma de vida que conociera jamás. Absorbía los carbohidratos, y las proteínas y los fosfatos, la nicotina de las colillas, y la celulosa de los vasos de papel, y la celulosa de los vasos y las cucharas de cartón. Lo trituraba todo y lo asimilaba en su extraño cuerpo sin dificultad ni perjuicio.
Y asimismo absorbía todo un microcosmos de criaturas vivientes..., bacterias y virus que, sobre otros planetas, habían evolucionado de mil mortales linajes. Aun cuando tan sólo muy pocos podían sobrevivir en aquella atmósfera y temperatura, eran suficientes. Cuando la alfombra se arrastró de nuevo al lago, llevaba el contagio a todo su mundo.
Y cuando la Estrella de la Mañana puso rumbo a su lejana patria, Venus estaba muriéndose. Las películas y fotografías y muestras de que era portador triunfal Hutchins eran aún más preciosas de lo que pensaba, pues eran el único archivo que jamás existiría del tercer intento de asentamiento de la Vida en el sistema solar.DEL EDEN
ARTHUR C. CLARKE
* * *
–Me parece –dijo Jerry Garfield parando los motores – que éste es el final de la línea.
Con un leve suspiro, la eyección del chorro cesó gradualmente. Privado de su colchón de aire, el vehículo explorador Pecio Vagabundo se posó sobre las retorcidas rocas de la Meseta Hesperiana.
Delante no había camino alguno; ni con sus eyectores a chorro ni con su tractor podía el S-5 –para dar al Pecio su nombre oficial – escalar la escarpadura que tenía enfrente. El Polo Sur de Venus estaba sólo a treinta millas, pero igual podría haber estado en otro planeta. No quedaba otra solución que volver atrás y desandar el camino de cuatrocientas millas hecho a través de aquel paisaje de pesadilla.
La atmósfera era fantásticamente clara, con una visibilidad de casi mil metros. No había necesidad alguna de radar para mostrar los riscos que tenían delante; por una vez, la simple vista bastaba. La verde luminosidad de la aurora, filtrándose a través de nubes que habían rodado compactas por un millón de años, prestaba a la escena un aspecto submarino, al que se añadía la sorprendente manera con que todos los objetos se empañaban en la calina, A veces era fácil para uno creer que se estaban moviendo a través de un insustancial lecho marino, y en más de una ocasión imaginó Jerry haber visto peces flotando sobre su cabeza.
–¿Llamo a la astronave para comunicar que volvemos? –preguntó.
–Aún no –respondió el doctor Hutchins –. Quiero pensar.
Jerry lanzó una suplicante mirada al tercer miembro de la tripulación, pero no encontró allí apoyo moral ninguno. Coleman era tan testarudo como su compañero; aunque los dos hombres discutían furiosamente la mitad de su tiempo, ambos eran científicos y, por ello, en la opinión de un no menos testarudo maquinista navegante, ciudadanos no cabalmente responsables. Si Cole y Huth tenían alguna brillante idea para seguir, no habría nada que hacer excepto registrar una protesta.
Hutchins estaba dando vueltas en la exigua cabina, examinando mapas e instrumentos. Dirigió ahora el proyector del vehículo hacia los riscos y comenzó a observarlos detenidamente con los gemelos. ¡Seguramente, pensó Jerry, no esperará conducir este trasto por ahí! El S-5 era un revoloteador de carril y no una cabra montés...
Bruscamente, Hutchins encontró algo. Lanzó un suspiro que era más bien una súbita y explosiva boqueada, y se volvió a Coleman.
–¡Mira! –gritó con voz sumamente excitada -. ¡Justamente a la izquierda de aquella marca negra! ¿Qué es lo que ves?
Le tendió los gemelos, y ahora fue Coleman quien escrutó los riscos.
–¡Que me condenen si no tenias razón! –dijo al fin –. Hay ríos en Venus. Ésa es una cascada seca.
–Así, pues, me debes una cena en el Bel Gourmet cuando volvamos a Cambridge. Con champán.
–No necesitas recordármelo. De todos modos, es barato por el precio. Pero eso deja aún tus otras teorías a la altura del barro.
–¡Hey, un minuto! –interpeló Jerry –. ¿Qué es todo eso de ríos y cascadas? Todo el mundo sabe que no pueden existir en Venus: nunca se produce en este vaporoso planeta el suficiente frío como para que se condensen las nubes.
–¿Has mirado el termómetro recientemente? –preguntó Hutchins con engañosa suavidad.
–He estado ligeramente demasiado ocupado conduciendo.
–Pues entonces tengo noticias para ti. Está por debajo de los 230, y descendiendo todavía. No olvides que estamos en el polo, que es invierno y que nos encontramos a 18.000 metros sobre las tierras bajas. Todo esto se nota en el aire. Si baja un poco más la temperatura tendremos lluvia. El agua hervirá, desde luego..., pero será agua. Y aunque Jorge no lo admita aún, esto presenta a Venus con una fisonomía totalmente distinta.
–¿Por qué? –preguntó Jerry, aunque ya lo había supuesto.
–Porque donde hay agua debe haber vida. Nos hemos apresurado demasiado en conjeturar que Venus era estéril, simplemente debido a que el promedio de su temperatura es de más de quinientos grados. Aquí en las montañas hay lagos y quiero echarles un vistazo.
–¡Pero es agua hirviente! –protestó Coleman –. ¡Nada puede vivir en eso!
–Hay algas que lo logran en la Tierra. Y si hemos aprendido algo desde que comenzamos a explorar los planetas es esto..., que en cualquier lugar donde la vida tenga la más ligera probabilidad de supervivencia se la encontrará. Ésta es la única posibilidad que jamás se haya presentado sobre Venus.
–Desearía que pudiéramos comprobar tu teoría. Pero, ya lo puedes ver por ti mismo, es imposible escalar ese risco.
–Quizá lo sea en el vehículo, pero no será demasiado difícil hacerlo a pie, con los trajes térmicos. Todo lo que necesitamos es andar unas cuantas millas en dirección al polo; según los mapas del radar, todo es muy llano una vez alcanzado el borde. Podemos apañárnoslas allá dentro... oh, durante doce horas o más. Cada uno de nosotros ha estado fuera más tiempo que ese, y en mucho peores condiciones.
Aquello era enteramente cierto. La ropa protectora que había sido diseñada para mantener con vida al hombre en las tierras bajas venusianas tendría una tarea más fácil aquí, donde la temperatura era sólo cien grados más calurosa que en el Valle de la Muerte en plena canícula.
–Bien –dijo Coleman –. Ya conoces las ordenanzas: no se puede ir solo, y alguien ha de quedarse aquí para mantener contacto con la nave. ¿Cómo lo zanjaremos esta vez: ajedrez o cartas?
–El ajedrez lleva demasiado tiempo –dijo Hutchins –, especialmente cuando lo jugáis vosotros dos. –Tendió la mano a la mesa de juego y tomó un naipe muy usado. Córtalo, Jerry.
–Diez de picas –dijo Jerry –. Espero que puedas derrotarlo, Jorge.
–Así lo haré... ¡Maldita sea, sólo un cinco de tréboles! Bueno, dad mis recuerdos a los venusianos...
A pesar de la seguridad de Hutchins, resultaba tarea ardua el escalar la escarpadura. El declive no era muy pronunciado, pero el peso del aparato de oxígeno, el traje térmico refrigerado y el equipo científico alcanzaban un peso de más de cien libras por hombre. La menor gravedad –un trece por ciento más débil que la de la Tierra –proporcionaba una ligera ayuda, pero no mucha, cuando se afanaban por pedregales en declive, descansaban brevemente en los bordes para recuperar aliento y volvían a trepar a través del crepúsculo submarino. El esmeraldino fulgor que se derramaba en torno a ellos era más brillante que el de la luna llena en la Tierra. Una luna se habría disipado en Venus, se dijo Jerry; jamás hubiese podido ser vista desde la superficie, no había allí mar alguno cuyas mareas regir... y la incesante aurora era un manantial de luz mucho más constante. Habían escalado más de seiscientos metros antes de que el terreno se nivelara en un suave declive, surcado aquí y allá por costurones que eran canales claramente tajados por el correr del agua. Al cabo de una breve búsqueda llegaron a una hondonada lo suficientemente ancha y profunda como para merecer el nombre de lecho de río, y echaron a andar por ella.
–Acabo de pensar en algo –dijo Jerry cuando hubieron caminado unos cientos de metros –. ¿Y suponiendo que haya una tormenta ante nosotros? No me hace ni pizca de gracia el tener que soportar un flujo de agua hirviendo.
–Si hay una tormenta la oiremos –replicó Hutchins con cierta impaciencia –. Tendremos tiempo de sobra para llegar a terreno elevado.
Tenía indudablemente razón, pero Jerry no se sintió más satisfecho por ello mientras continuaban remontando el suavemente inclinado lecho del curso del agua. Su inquietud había estado aumentando desde que pasaran sobre la cresta del risco, perdiendo así contacto por radio con el vehículo explorador. El hallarse desconectado con sus compañeros resultaba para él una experiencia única y turbadora. Nunca le había ocurrido antes en toda su vida; hasta a bordo de la Estrella de la Mañana, aun hallándose a cientos de millones de millas de la Tierra, pudo siempre enviar un mensaje a su familia y obtener una respuesta en el lapso de breves minutos. Pero ahora, apenas unos cuantos metros de roca acababan de aislarles del resto de la humanidad; si algo les sucedía, nadie jamás lo sabría... a menos que alguna expedición posterior hallara sus cadáveres. Jorge esperaría el número de horas convenido y luego marcharía de regreso a la nave... solo. Se dijo a sí mismo que él no era ciertamente el tipo ideal de explorador, que lo que le gustaba era manipular complicadas máquinas, y que así fue como se vio mezclado en el vuelo espacial. Nunca llegó a pensar hasta dónde le conduciría aquello... y ahora era ya demasiado tarde para cambiar.
Habían cubierto quizá tres millas en dirección al polo, siguiendo los meandros del lecho del río, cuando Hutchins se detuvo para hacer observaciones y recoger muestras.
–¡Sigue descendiendo la temperatura!
– Ha bajado ya de los 199; es, con mucho, la menor registrada jamás en Venus. Quisiera poder llamar a Jorge y comunicárselo.
Jerry probó todas las bandas de ondas y hasta intentó captar a la astronave –los impredecibles altibajos de la ionosfera del planeta hacían a veces posible la recepción a larga distancia –, pero no se produjo ni un susurro portador de onda sobre el rugido y el crepitar de las fragorosas tormentas venusianas.
–Eso es aún mejor –dijo Hutchins, ahora con auténtica excitación en su voz–. La concentración de oxigeno ha aumentado... quince partes en un millón. En el vehículo era sólo de cinco, y en las tierras bajas apenas se podía detectarlo.
–¡Pero quince en un millón! –protestó Jerry –. ¡Nada podría respirar eso!
–Inviertes la cuestión –manifestó Hutchins –. Nadie ni nada lo respira: algo lo hace. ¿De dónde crees que proviene el oxígeno de la Tierra? Todo él está producido por la vida..., por las plantas en desarrollo. Antes de que hubiese plantas en la Tierra, nuestra atmósfera era semejante a esta..., una mezcla de anhídrido carbónico y amoníaco y metano. Luego evolucionó la vegetación y lentamente convirtió nuestra atmósfera en algo que los animales podían respirar.
–Ya –dijo Jerry –. Y tú piensas que el mismo proceso ha comenzado aquí...
–Así parece. Algo no lejos de aquí, se halla produciendo oxígeno..., y la vida vegetal es la explicación más simple.
–Y donde hay plantas –reflexionó Jerry – es de suponer que más pronto o más tarde haya animales.
–Eso es –dijo Hutchins, recogiendo sus cosas y comenzando a remontar la hondonada –, aunque el proceso lleva unos cuantos millones de años. Puede ser que hayamos llegado aún demasiado pronto..., aunque espero que no.
–Todo esto está muy bien –respondió Jerry –. Pero ¿y suponiendo que topemos con alguien que no nos quiera? No tenemos armas.
–Ni las necesitamos. ¿Te has detenido a pensar en el aspecto que tenemos? No cabe duda de que cualquier animal echaría a correr apenas nos viera desde lejos.
Había algo de verdad en sus palabras. La envoltura metálica de los trajes térmicos, que les cubría de pies a cabeza, reverberaba como una flexible y destellante armadura. Insecto alguno tenía antenas más primorosas que las encajadas en sus cascos y mochilas, y los anchos lentes a través de los cuales miraban al mundo que los rodeaba semejaban unos ojos vacíos y monstruosos. Sí, pocos habrían sido los animales terrestres que quisieran enfrentarse a una tal aparición, pero los venusianos podían sustentar diferentes ideas.
Jerry estaba aún rumiando la cuestión cuando llegaron al lago. La primera ojeada le hizo pensar ya no en la vida que estaban buscando, sino en la muerte. Semejante a un negro espejo, yacía en medio de un pliegue de los cerros; su orilla extrema se hallaba oculta en la bruma eterna, y fantasmales columnas de vapor remolineaban y danzaban sobre su superficie. Todo lo que necesitaban, se dijo a sí mismo Jerry, era la barca de Caronte en espera de llevarlos a ellos a la otra orilla... o el cisne de Tuonela surcando mayestáticamente las aguas, en guardia de la entrada del averno...
Sin embargo, a pesar de todo, era un milagro... la primera agua libre que el hombre hallara jamás en Venus. Hutchins estaba ya de rodillas, casi en una actitud de rezo. Pero lo único que hacía era recoger gotas del preciado líquido para examinarlas a través de su microscopio de bolsillo.
–¿Hay algo en ellas? –preguntó ansiosamente Jerry.
–Si lo hay es demasiado pequeño para verlo con este instrumento. Te diré algo más cuando volvamos a la nave.
Taponó y precintó una probeta y la puso en su estuche de muestras con tanta ternura como un buscador que acabara de hallar su primera pepita de oro. Pudiera ser –y probablemente lo era –nada más que pura y simple agua. Pero también cabría la posibilidad de que fuese un universo de criaturas ignotas y vivientes en la primera fase de un recorrido de billones de años hasta la plasmación de la inteligencia.
No había caminado Hutchins más de una docena de metros a lo largo de la orilla del lago cuando volvió a detenerse, tan súbitamente que Garfield estuvo a punto de tropezar con él.
–¿Qué sucede? preguntó Jerry –. ¿Has visto algo?
–Aquella mancha oscura de allí. La advertí antes de que nos detuviéramos en el lago.
–¿Y qué pasa con ella? A mí me parece bastante corriente.
–Creo que se ha hecho más grande.
En toda su vida recordaría Jerry aquel momento. De todos modos, nunca dudó de la afirmación de Hutchins; en aquellos momentos podía creer cualquier cosa, hasta que las rocas crecían. La sensación de misterio y aislamiento, la presencia de aquel oscuro y melancólico lago, el sordo ruido de las lejanas tormentas y el verde titilar de la aurora..., todo aquello había causado un fuerte impacto en su mente, disponiéndole para creer aun lo increíble. Sin embargo, no sentía miedo alguno: eso vendría después.
Miró a la roca. Estaba a unos ciento cincuenta metros, creyó calcular, aunque en aquella difusa luz esmeraldina resultaba enormemente difícil estimar distancias y dimensiones. La roca o lo que fuese parecía una losa horizontal de un material casi negro, situada cerca de la cresta de un risco bajo. Había una segunda mancha, mucho más pequeña, de material semejante, cerca de ella. Jerry intentó medir y registrar en la memoria el espacio que existía entre ambas a fin de poder tener una referencia que le permitiera descubrir cualquier cambio.
Aun cuando vio que aquel espacio iba estrechándose, no sintió ninguna alarma..., sólo una perpleja excitación. No fue hasta que hubo desaparecido totalmente que experimentó en su corazón una espantosa sensación de desamparado terror. No había allí rocas crecientes o movientes: lo que contemplaban era una oscura marea, una alfombra serpeante que iba extendiéndose inexorablemente hacia ellos sobre la cresta del risco
El momento de pánico total, irrazonable, no duró por fortuna más allá de unos pocos segundos. El primer terror de Garfield comenzó a desvanecerse tan pronto como reconoció su causa..., es decir, que aquella marea que avanzaba le había recordado en los primeros momentos, muy vívidamente, una historia que había leído hacía muchos años sobre el ejército de hormigas del Amazonas y la manera como destruían todo cuanto encontraban a su paso...
Pero, fuera lo que fuese aquella marea, se estaba moviendo demasiado lentamente como para suponer un peligro real, a menos que cortase su línea de retirada. Hutchins la estaba observando intensamente a través de sus gemelos; él era biólogo y estaba manteniendo su terreno. No voy a hacer el ridículo, pensó Jerry, huyendo como un gato escaldado si no es necesario.
–Por el amor del cielo –dijo al fin, cuando aquella alfombra viviente se halló a sólo cien metros, y Hutchins no había pronunciado aún una palabra ni movido un solo músculo –. ¿Qué es eso?
Hutchins se desheló lentamente como una estatua cobrando vida.
–Lo siento, te olvidé por completo. Es una planta, desde luego. Cuando menos, me parece que deberíamos darle este nombre.
–¡Pero se está moviendo!
–¿Y por qué habría de sorprenderte eso? Así lo hacen también las plantas terrestres. ¿ Es que no has visto películas aceleradas de la hiedra en acción?
–Pero la hiedra permanece en su sitio..., no se extiende por todo el paisaje.
–¿Y qué hay de las plantas de plancton en el mar? Ellas pueden nadar cuando lo necesitan.
Jerry cedió; de todos modos, el prodigio que se aproximaba le había privado de palabras.
Siguió pensando en aquella cosa como una alfombra espesa, orlada en los bordes. Variaba de espesor al moverse; en algunas partes era tenue como una película, y en otras tenía treinta y más centímetros de grosor. Al aproximarse más, Jerry pudo comprobar su tejido, y lo comparó al terciopelo negro. Se preguntó cómo sería al tacto..., recordando luego que como menos quemaría sus dedos, aun cuando no les hiciera nada más. Otro pensamiento vino en persecución de éste, movido por la delirante reacción nerviosa que a menudo sigue a una repentina conmoción: «Si existen venusianos, jamás podremos estrechar nuestras manos con las de ellos; nos las quemarían, y nosotros se las helaríamos. »
Hasta entonces aquella cosa no había dado muestra alguna de haberse percatado de su presencia. Había efectuado su flujo hacia adelante como la inconsciente marea que casi seguramente era. Aparte el hecho de que trepaba sobre pequeños obstáculos, bien podría haber sido una progresiva corriente de agua.
De pronto, cuando estuvo sólo a diez metros, la marea aterciopelada se detuvo en su frente, aunque siguió extendiéndose a los lados.
–Estamos siendo rodeados –dijo Jerry ansiosamente –. Será mejor retroceder hasta asegurarnos de que es inofensiva.
Para su alivio, Hutchins retrocedió al instante. Tras una breve vacilación, la cosa prosiguió su avance estirando su línea frontal.
Entonces Hutchins se adelantó de nuevo... y la cosa se retiró lentamente. El biólogo avanzó media docena de veces, para retroceder otras tantas, y a cada una de ellas la marea viviente verificó un flujo y reflujo acorde por completo con sus movimientos. Nunca me imaginé, se dijo Jerry, ver á un hombre bailando un vals con una planta...
–Termofobia –dijo Hutchins –. Una reacción puramente automática. No le gusta nuestro calor.
–¡Nuestro calor! –protestó Jerry –. ¡Pero si somos témpanos en comparación con ella!
–Desde luego..., pero nuestros trajes no lo son, y eso es todo cuanto ella nota.
¡Estúpido de mí!, pensó Jerry. Hallándose uno abrigado y fresco en el interior del traje térmico, resultaba fácil olvidar que el aparato refrigerador, a su espalda, bombeaba constantemente ráfagas de calor al aire circundante. No era extraño que la planta venusiana retrocediera ante ellos.
–Vamos a ver ahora cómo reacciona a la luz –dijo Hutchins.
Encendió su lámpara pectoral, y el verde resplandor boreal fue ahuyentado al instante por el blanco y puro destello. Hasta que el hombre llegara a aquel planeta, ninguna luz blanca había brillado ni siquiera de día sobre la superficie de Venus. Como en el fondo de los mares de la Tierra, sólo había en ella un verdoso crepúsculo, intensificándose lentamente hasta una profunda oscuridad.
La transformación fue tan pasmosa, que ningún hombre hubiera podido reprimir una exclamación de asombro. Como en un chispazo, la negrura de la espesa alfombra aterciopelada desapareció a sus pies, dejando en su lugar un satinado tejido de brillantes y vivos rojos con áureas estrías. Ningún príncipe persa hubiera podido jamás encargar a sus tejedores una tapicería tan suntuosa y que sin embargo no era más que el producto accidental de fuerzas biológicas, una gama de colores que hasta el momento de producirse el destello no habían existido... y que se desvanecería nuevamente en cuanto la luz extraña de la Tierra dejara de conjurarlos a esa existencia.
–Tijov tenía razón –dijo Hutchins –. Me hubiera gustado que lo viera.
–¿Razón sobre qué? –preguntó Jerry, aunque parecía casi un sacrilegio hablar en presencia de aquella maravilla.
–Allá en Rusia, hace cincuenta años, observó que las plantas que viven en climas muy fríos tienden a ser azules o violetas, mientras que las de los cálidos son rojas o naranja. Predijo que la vegetación marciana sería violeta y que, si había plantas en Venus, su color sería encarnado. Pues bien, estaba en lo cierto en ambas conjeturas. Pero no podemos permanecer todo el día aquí; tenemos trabajo que hacer.
–¿Estás seguro de que esto... no es peligroso? –preguntó Jerry, volviendo a reafirmarse en él algo de su precaución.
–Absolutamente. No puede tocar nuestros trajes aunque lo quisiera. Y de todos modos, se mueve pasando ante nosotros.
Así era. Podían ver ahora que toda aquella cosa –si era una simple planta y no una colonia – cubría una superficie circular de unos cien metros de diámetro aproximadamente. Iba barriendo el suelo igual que lo hace la sombra de una nube impelida por el viento..., y allá donde se había detenido, las rocas estaban punteadas de innumerables pequeños agujeros, tenues como quemaduras de ácido.
–Sí –dijo Hutchins en respuesta a la observación de Jerry sobre el particular –. Así es cómo se nutren los líquenes: segregan ácidos que disuelven la roca. Pero nada de preguntas, por favor, hasta que estemos de vuelta a la nave. Tengo aquí trabajo para varios días, y disponemos solamente de un par de horas para hacerlo.
Aquello fue casi botánica a la carrera... El borde sensitivo de la inmensa planta podía moverse con sorprendente velocidad cuando intentaba evadirlos. Era como si estuviese contendiendo con una hojuela animada de unos cuatro mil metros cuadrados de extensión. No se producía en ella reacción alguna –aparte la automática evitación del calor despedido por sus trajes – cuando Hutchins cortaba muestras o tomaba pruebas. Aquel objeto fluía constantemente, progresando sobre cerros y valles, guiado por algún singular instinto vegetal. Quizás estaba siguiendo alguna vena de mineral; los geólogos lo decidirían cuando analizaran las muestras de roca que Hutchins había recogido antes y después del paso del tapiz viviente.
Apenas había tiempo para pensar o incluso para enmarcar las innumerables cuestiones que había planteado su descubrimiento. Probablemente aquellas criaturas debían ser bastante numerosas, o no se hubieran topado tan pronto con una de ellas. ¿Cómo se reproducían? ¿Mediante retoños, esporas, escisión o cuál otro medio? Aquélla podía no ser la única forma de vida en Venus... La misma idea era absurda, pues indudablemente, habiendo una especie, ha de haber al mismo tiempo miles de ellas...
Un hambre canina y la fatiga les obligó finalmente a efectuar un alto. La criatura que estaban estudiando podía seguir, si lo deseaba, su camino nutritivo en torno a Venus –aunque Hutchins creía que no iba nunca mucho más allá del lago, aproximándose de cuando en cuando al agua e introduciendo en ella un largo zarcillo tubular–; los animales de la Tierra necesitaban descansar.
Supuso un gran alivio hinchar la tienda sobrecomprimida, meterse en ella a través de la cámara intermedia y despojarse de los trajes térmicos. Por primera vez, mientras se relajaban en el interior de su diminuto hemisferio de plástico, ocupó sus mentes la verdadera maravilla e importancia del descubrimiento. Aquel mundo que los rodeaba no era ya el mismo: Venus no era más un planeta muerto, sino que se había unido a la Tierra y a Marte.
Pues la vida llama a la vida, a través de las simas del espacio. Todo cuanto se desarrollaba o se movía sobre la superficie de un planeta era un portento, una promesa de que el hombre no estaba solo en aquel universo de brillantes soles y remolineantes nebulosas. Si hasta entonces no había encontrado compañeros con quienes poder hablar, aquello era de esperar, pues los años y las eras se extendían aún inmensas ante él, en espera de ser explorados. Mientras tanto debía preservar y fomentar la vida que hallara en su camino, bien fuera sobre la Tierra, sobre Marte o sobre Venus...
Así se dijo Graham Hutchins, el biólogo mas afortunado del sistema solar, mientras ayudaba a Gaffield a recoger los residuos y meterlos en un hermético estuche de plástico. Cuando deshincharon la tienda e iniciaron el viaje de retorno no había señal alguna de la criatura que habían estado examinando. Era mejor así, pues de lo contrario podían haberse sentido tentados a demorarse para efectuar más experimentos, y estaba muy próximo el plazo de que disponían.
No importaba; dentro de pocos meses volverían con un equipo de ayudantes, mucho mejor dotados con todo lo necesario para la investigación y con los ojos del mundo posados sobre ellos. La evolución había seguido su curso operando durante un billón de años para hacer posible aquel encuentro; podía muy bien esperar un poco más.
Durante un rato nada se movió en la verdosidad titilante del paisaje envuelto en bruma, desierto a la vez de seres humanos y tapiz carmesí Luego, discurriendo sobre los cerros tallados por el viento, reapareció la extraña criatura. O tal vez era otra de la misma extraña especie y nadie lo sabría jamás.
Pasó ante el pequeño montón de piedras donde habían enterrado sus desechos Hutchins y Garfield. Y luego se detuvo.
No estaba perpleja, pues no tenía mente alguna. Pero el impulso químico que la conducía inexorablemente sobre la meseta polar estaba gritando: ¡Aquí, aquí! En alguna parte próxima se encontraba el más precioso de todos los alimentos que necesitaba, el fósforo, el elemento sin el cual no podía jamás producirse la chispa de vida Comenzó a hozar las rocas, a escurrirse entre las grietas y hendiduras, a arañar y raspar con sus tanteantes zarcillos. Nada de cuanto hizo superaba la capacidad de cualquier planta o árbol terrestre..., pero se movía mil veces más rápidamente, y necesitó tan sólo unos minutos para alcanzar su meta y atravesar la película de plástico.
Y luego se regaló con el alimento, de manera más concentrada que en cualquier otra forma de vida que conociera jamás. Absorbía los carbohidratos, y las proteínas y los fosfatos, la nicotina de las colillas, y la celulosa de los vasos de papel, y la celulosa de los vasos y las cucharas de cartón. Lo trituraba todo y lo asimilaba en su extraño cuerpo sin dificultad ni perjuicio.
Y asimismo absorbía todo un microcosmos de criaturas vivientes..., bacterias y virus que, sobre otros planetas, habían evolucionado de mil mortales linajes. Aun cuando tan sólo muy pocos podían sobrevivir en aquella atmósfera y temperatura, eran suficientes. Cuando la alfombra se arrastró de nuevo al lago, llevaba el contagio a todo su mundo.
Bajo las nubes de Venus, la historia de la Creación había terminado.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario