Robert Heinlein
COLÓN FUE UN CRETINO
Columbus Was a Dope
COLÓN FUE UN CRETINO
Columbus Was a Dope
_
—Me gusta tomar un trago cuando hago un trato —dijo el gordo alegremente
alzando la voz por encima del silbido del acondicionador de aire—. Beba, profesor, yo
ya llevo dos más que usted.
Alzó la vista de la mesa mientras la puerta del ascensor del otro lado se abría.
Un hombre salió y penetró en la fresca penumbra del bar; parpadeó un momento
corno si viniera del cegador desierto exterior.
—Eh, Fred, Fred Nolan —gritó el gordo—. ¡Ven aquí! —Se volvió a su invitado—.
Un tipo que me encontré en el avión cuando venía de Nueva York. Siéntate, Fred.
Saluda al profesor Appleby, ingeniero jefe de la nave espacial Pegasus... cuando se
construya. Acabo de venderle al profesor una partida de acero para su carraca.
Celébralo con nosotros.
—Encantado, Mr. Barnes —dijo Nolan—. Ya conozco al doctor Appleby. A
propósito de... la Compañía de Instrumentos de Clímax.
—La Clímax nos suministra equipos de precisión —explicó Appleby.
Barnes pareció sorprendido, luego sonrió.
—Eso me coge de sorpresa. Al principio tomé a Fred por un tipo del gobierno o
uno de sus científicos novatos. ¿Qué va a ser, Fred? ¿Un old fashion? ¿Lo mismo, profesor?
—De acuerdo. Pero, por favor, no me llame «profesor». No lo soy y me hace
más viejo. Todavía soy joven.
—Le llamaré, este... Doc. ¡Pete! ¡Dos old fashion y otro Manhattan doble!
¿Sabe? Yo esperaba encontrarme con un científico de tebeo, con barba blanca y larga.
Pero ahora que nos conocemos, hay algo que no puedo encajar.
— ¿Qué es?
—Bueno, a su edad, venir a enterrarse en este sitio olvidado de Dios...
—No podemos construir el Pegasus en Long Island —apuntó Appleby— y éste es
el sitio ideal para ello.
—Sí, claro, pero no es eso. Es... bueno, mire, yo vendo acero. Usted quiere
aleaciones especiales para una nave espacial; yo se las vendo. Pero por eso mismo,
ahora que el negocio ya no tiene nada que ver con esto, ¿por qué quiere usted
hacerlo? ¿Por qué intentar ir a la Próxima de Centauro o a cualquier otra estrella?
Appleby pareció divertido.
—Eso no puede explicarse. ¿Por qué los hombres intentan escalar el Everest?
¿Qué se le perdió a Peary en el polo norte? ¿Por qué Colón consiguió que la reina
Isabel empeñara sus joyas? Nadie ha estado jamás en la Próxima de Centauro... de
modo que nosotros vamos a ir.
Barnes se volvió a Nolan.
— ¿Tú lo entiendes, Fred?
Nolan se encogió de hombros.
—Yo vendo instrumentos de precisión. Algunas personas plantan crisantemos;
otras construyen naves espaciales. Yo vendo instrumentos.
La amable cara de Barnes pareció no comprender.
--Bien... —El camarero trajo las bebidas—. Eh, Pete, dime una cosa. ¿Te
largarías en la expedición Pegasus si pudieras?
—Ni hablar.
— ¿Por qué no?
__Me gusta estar aquí.
El Dr. Appleby asintió.
--Esa es su respuesta, Barnes, al revés. Unos tienen el espíritu de Colón y otros
no.
—Está muy bien todo eso de Colón —insistió Barnes—, pero Colón esperaba y
deseaba regresar. Ustedes no. Sesenta años... usted me dijo que les llevaría sesenta
años. Vaya, tal vez ni siquiera llegue vivo allí.
—Tal vez nosotros no pero sí nuestros hijos. Y nuestros nietos podrán regresar.
—Pero... Oiga, ¿está usted casado?
—Por supuesto que sí. La expedición está compuesta sólo por familias. Es una
tarea para dos o tres generaciones. —Sacó una cartera de bolsillo—. Esta es la señora
Appleby, con Diana. Diana tiene tres años y medio.
—Es una chica muy mona —dijo Barnes sobriamente pasándole la foto a Nolan,
que sonrió y se la devolvió a Appleby—. ¿Qué pasará con ella? —prosiguió Barnes.
—Irá con nosotros, naturalmente. No querrá usted que la meta en un orfanato,
¿verdad?
—No, pero... —Barnes apuró el resto de su bebida—. No lo entiendo —admitió—
. ¿Quién toma otro trago?
—Yo no, gracias —declinó Appleby, acabándose el suyo y poniéndose en pie—.
Tengo que irme a casa. La familia, ya sabe —sonrió.
Barnes no hizo nada por detenerlo. Le dio las buenas noches y le contempló
mientras se iba.
—Mi ronda —dijo Nolan—. ¿Lo mismo?
— ¿Eh? Sí, claro. —Barnes se levantó—. Vayamos a la barra, Fred. Allí
podremos beber decentemente. Necesito lo menos seis.
—De acuerdo —aceptó Nolan, levantándose—. ¿Cuál es su problema?
— ¿Problema? ¿No viste la foto?
— ¿Y?
— ¿Y? ¿No sentiste nada? Yo también soy un vendedor, Fred, Vende acero. No
me importa lo que los clientes quieran hacer con él. Se lo vendo y se acabó. Vendería
a cualquiera una cuerda para ahorcarse con ella. Pero me gustan los críos. No puedo
quedarme igual al pensar que esa monada de criatura va a ir en esa... ¡esa expedición
de chiflados!
— ¿Por qué no? Lo mejor es que esté con sus padres Se aficionará a las
planchas de acero lo mismo que los demás críos se aficionan a estar en las aceras.
—Escucha, Fred. ¿No se te ha ocurrido ninguna idea de cómo lo harán?
—Creo que pueden.
—Pues yo te digo que no. No tienen ninguna probabilidad. Lo sé. Hablé al
respecto con nuestro personal técnico antes de abandonar la casa central. Nueve
probabilidades sobre diez de que se achicharren en el despegue. Y eso es lo mejor que
puede ocurrirles. Si consiguen salir del sistema solar, lo que no es probable, nunca
podrán conseguirlo. Jamás alcanzarán las estrellas.
Pete colocó otro vaso lleno delante de Barnes. Este se lo echó al coleto y dijo:
—Ponme otro, Pete. No pueden. Es teóricamente imposible. Se congelarán, se
achicharrarán, o se morirán de hambre. Pero no lo conseguirán nunca.
—Quizá sí.
—No hay quizás que valgan. Están locos. Date prisa con ese trago, Pete.
Tómate uno a mi cuenta.
—Voy. Gracias, es igual.
Pete preparó el cóctel, cogió una jarra con cerveza y los combinó.
—Aquí Pete es un tipo sabio —dijo Barnes confidencialmente—. A él no le toman
el pelo con esos viajes a las estrellas. Colón... ¡Puf! Colón fue un cretino. Debería
haberse quedado en la cama.
El camarero negó con la cabeza.
—Usted me confunde, Mr, Barnes. Si no hubiera sido por hombres como Colón,
nosotros no estaríamos aquí hoy... ahora. No tengo exactamente espíritu de explorador.
Pero tengo fe. La expedición Pegasus no me parece descabellada.
— ¿No te indigna el saber que irán niños?
—Bueno... también había niños en el Mayflower, según
--No es lo mismo —Barnes miró a Nolan y luego al camarero--, Si el Señor
deseara que fuéramos a las estrellas nos habría equipado con propulsión a chorro.
Ponme otro, Pete.
--Ya ha bebido lo suyo, Mr. Barnes.
El atribulado gordo estuvo a punto de replicar, pero se lo pensó mejor.
—Me voy a la Sky Room a ver si encuentro pareja para bailar —anunció—.
Buenas noches.
Se dirigió hacia el ascensor tambaleándose ligeramente.
Nolan contempló su salida.
--Pobre Barnes —dijo, encogiéndose de hombros—. Creo que somos poco
cariñosos con él, Pete.
--No. Yo creo en el progreso, eso es todo. Recuerdo que mi viejo deseaba que
la ley prohibiera las máquinas voladoras para que no rompieran a nadie el cuello. Proclamaba
que nadie volaría jamás y que el gobierno debería tomar cartas en el asunto.
Se equivocó. Yo no tengo espíritu de aventurero, pero hay gente que sí y creo que
llegarán a alguna parte. Así es como se hace el progreso.
—No pareces tan viejo como para recordar que antes la gente no podía volar,
—He recorrido mundo mucho tiempo. Aquí sólo llevo diez años.
—Diez años, ¿eh? ¿Y nunca sentiste ganas de conseguir un empleo que te
permitiera respirar un poco de aire fresco?
—No. Ni ahora ni cuando servía bebidas en la calle Cuarenta y dos respiraba
ningún aire fresco. Pero me gusta estar aquí porque siempre ocurre algo nuevo;
primero los laboratorios atómicos, luego el gran observatorio y ahora la nave espacial.
Aunque no sea ésta la verdadera razón de mi prolongada permanencia. Me gusta estar
aquí. Esta es mi casa. Observe esto.
Cogió un inhalador de brandy, un gran globo de frágil cristal, lo sopesó y lo
lanzó hacia lo alto, hacia el techo. Se elevó suave y grácilmente, deteniéndose durante
un fugaz momento en la cúspide de su ascenso, para caer luego con ligereza, con
mucha ligereza, como un buzo en una película en ralenti. Pete lo contempló caer frente
a su nariz y luego lo cogió con el pulgar y el índice, lo acarició por la parte del cañón y
lo devolvió al estante
— ¿Lo ve? —dijo—. Un sexto de gravedad. Cuando atendía el bar allá en la
Tierra, mis juanetes me fastidiaban todo el tiempo. Aquí peso tan sólo treinta y cinco
libras. Me gusta estar en la Luna.
—Me gusta tomar un trago cuando hago un trato —dijo el gordo alegremente
alzando la voz por encima del silbido del acondicionador de aire—. Beba, profesor, yo
ya llevo dos más que usted.
Alzó la vista de la mesa mientras la puerta del ascensor del otro lado se abría.
Un hombre salió y penetró en la fresca penumbra del bar; parpadeó un momento
corno si viniera del cegador desierto exterior.
—Eh, Fred, Fred Nolan —gritó el gordo—. ¡Ven aquí! —Se volvió a su invitado—.
Un tipo que me encontré en el avión cuando venía de Nueva York. Siéntate, Fred.
Saluda al profesor Appleby, ingeniero jefe de la nave espacial Pegasus... cuando se
construya. Acabo de venderle al profesor una partida de acero para su carraca.
Celébralo con nosotros.
—Encantado, Mr. Barnes —dijo Nolan—. Ya conozco al doctor Appleby. A
propósito de... la Compañía de Instrumentos de Clímax.
—La Clímax nos suministra equipos de precisión —explicó Appleby.
Barnes pareció sorprendido, luego sonrió.
—Eso me coge de sorpresa. Al principio tomé a Fred por un tipo del gobierno o
uno de sus científicos novatos. ¿Qué va a ser, Fred? ¿Un old fashion? ¿Lo mismo, profesor?
—De acuerdo. Pero, por favor, no me llame «profesor». No lo soy y me hace
más viejo. Todavía soy joven.
—Le llamaré, este... Doc. ¡Pete! ¡Dos old fashion y otro Manhattan doble!
¿Sabe? Yo esperaba encontrarme con un científico de tebeo, con barba blanca y larga.
Pero ahora que nos conocemos, hay algo que no puedo encajar.
— ¿Qué es?
—Bueno, a su edad, venir a enterrarse en este sitio olvidado de Dios...
—No podemos construir el Pegasus en Long Island —apuntó Appleby— y éste es
el sitio ideal para ello.
—Sí, claro, pero no es eso. Es... bueno, mire, yo vendo acero. Usted quiere
aleaciones especiales para una nave espacial; yo se las vendo. Pero por eso mismo,
ahora que el negocio ya no tiene nada que ver con esto, ¿por qué quiere usted
hacerlo? ¿Por qué intentar ir a la Próxima de Centauro o a cualquier otra estrella?
Appleby pareció divertido.
—Eso no puede explicarse. ¿Por qué los hombres intentan escalar el Everest?
¿Qué se le perdió a Peary en el polo norte? ¿Por qué Colón consiguió que la reina
Isabel empeñara sus joyas? Nadie ha estado jamás en la Próxima de Centauro... de
modo que nosotros vamos a ir.
Barnes se volvió a Nolan.
— ¿Tú lo entiendes, Fred?
Nolan se encogió de hombros.
—Yo vendo instrumentos de precisión. Algunas personas plantan crisantemos;
otras construyen naves espaciales. Yo vendo instrumentos.
La amable cara de Barnes pareció no comprender.
--Bien... —El camarero trajo las bebidas—. Eh, Pete, dime una cosa. ¿Te
largarías en la expedición Pegasus si pudieras?
—Ni hablar.
— ¿Por qué no?
__Me gusta estar aquí.
El Dr. Appleby asintió.
--Esa es su respuesta, Barnes, al revés. Unos tienen el espíritu de Colón y otros
no.
—Está muy bien todo eso de Colón —insistió Barnes—, pero Colón esperaba y
deseaba regresar. Ustedes no. Sesenta años... usted me dijo que les llevaría sesenta
años. Vaya, tal vez ni siquiera llegue vivo allí.
—Tal vez nosotros no pero sí nuestros hijos. Y nuestros nietos podrán regresar.
—Pero... Oiga, ¿está usted casado?
—Por supuesto que sí. La expedición está compuesta sólo por familias. Es una
tarea para dos o tres generaciones. —Sacó una cartera de bolsillo—. Esta es la señora
Appleby, con Diana. Diana tiene tres años y medio.
—Es una chica muy mona —dijo Barnes sobriamente pasándole la foto a Nolan,
que sonrió y se la devolvió a Appleby—. ¿Qué pasará con ella? —prosiguió Barnes.
—Irá con nosotros, naturalmente. No querrá usted que la meta en un orfanato,
¿verdad?
—No, pero... —Barnes apuró el resto de su bebida—. No lo entiendo —admitió—
. ¿Quién toma otro trago?
—Yo no, gracias —declinó Appleby, acabándose el suyo y poniéndose en pie—.
Tengo que irme a casa. La familia, ya sabe —sonrió.
Barnes no hizo nada por detenerlo. Le dio las buenas noches y le contempló
mientras se iba.
—Mi ronda —dijo Nolan—. ¿Lo mismo?
— ¿Eh? Sí, claro. —Barnes se levantó—. Vayamos a la barra, Fred. Allí
podremos beber decentemente. Necesito lo menos seis.
—De acuerdo —aceptó Nolan, levantándose—. ¿Cuál es su problema?
— ¿Problema? ¿No viste la foto?
— ¿Y?
— ¿Y? ¿No sentiste nada? Yo también soy un vendedor, Fred, Vende acero. No
me importa lo que los clientes quieran hacer con él. Se lo vendo y se acabó. Vendería
a cualquiera una cuerda para ahorcarse con ella. Pero me gustan los críos. No puedo
quedarme igual al pensar que esa monada de criatura va a ir en esa... ¡esa expedición
de chiflados!
— ¿Por qué no? Lo mejor es que esté con sus padres Se aficionará a las
planchas de acero lo mismo que los demás críos se aficionan a estar en las aceras.
—Escucha, Fred. ¿No se te ha ocurrido ninguna idea de cómo lo harán?
—Creo que pueden.
—Pues yo te digo que no. No tienen ninguna probabilidad. Lo sé. Hablé al
respecto con nuestro personal técnico antes de abandonar la casa central. Nueve
probabilidades sobre diez de que se achicharren en el despegue. Y eso es lo mejor que
puede ocurrirles. Si consiguen salir del sistema solar, lo que no es probable, nunca
podrán conseguirlo. Jamás alcanzarán las estrellas.
Pete colocó otro vaso lleno delante de Barnes. Este se lo echó al coleto y dijo:
—Ponme otro, Pete. No pueden. Es teóricamente imposible. Se congelarán, se
achicharrarán, o se morirán de hambre. Pero no lo conseguirán nunca.
—Quizá sí.
—No hay quizás que valgan. Están locos. Date prisa con ese trago, Pete.
Tómate uno a mi cuenta.
—Voy. Gracias, es igual.
Pete preparó el cóctel, cogió una jarra con cerveza y los combinó.
—Aquí Pete es un tipo sabio —dijo Barnes confidencialmente—. A él no le toman
el pelo con esos viajes a las estrellas. Colón... ¡Puf! Colón fue un cretino. Debería
haberse quedado en la cama.
El camarero negó con la cabeza.
—Usted me confunde, Mr, Barnes. Si no hubiera sido por hombres como Colón,
nosotros no estaríamos aquí hoy... ahora. No tengo exactamente espíritu de explorador.
Pero tengo fe. La expedición Pegasus no me parece descabellada.
— ¿No te indigna el saber que irán niños?
—Bueno... también había niños en el Mayflower, según
--No es lo mismo —Barnes miró a Nolan y luego al camarero--, Si el Señor
deseara que fuéramos a las estrellas nos habría equipado con propulsión a chorro.
Ponme otro, Pete.
--Ya ha bebido lo suyo, Mr. Barnes.
El atribulado gordo estuvo a punto de replicar, pero se lo pensó mejor.
—Me voy a la Sky Room a ver si encuentro pareja para bailar —anunció—.
Buenas noches.
Se dirigió hacia el ascensor tambaleándose ligeramente.
Nolan contempló su salida.
--Pobre Barnes —dijo, encogiéndose de hombros—. Creo que somos poco
cariñosos con él, Pete.
--No. Yo creo en el progreso, eso es todo. Recuerdo que mi viejo deseaba que
la ley prohibiera las máquinas voladoras para que no rompieran a nadie el cuello. Proclamaba
que nadie volaría jamás y que el gobierno debería tomar cartas en el asunto.
Se equivocó. Yo no tengo espíritu de aventurero, pero hay gente que sí y creo que
llegarán a alguna parte. Así es como se hace el progreso.
—No pareces tan viejo como para recordar que antes la gente no podía volar,
—He recorrido mundo mucho tiempo. Aquí sólo llevo diez años.
—Diez años, ¿eh? ¿Y nunca sentiste ganas de conseguir un empleo que te
permitiera respirar un poco de aire fresco?
—No. Ni ahora ni cuando servía bebidas en la calle Cuarenta y dos respiraba
ningún aire fresco. Pero me gusta estar aquí porque siempre ocurre algo nuevo;
primero los laboratorios atómicos, luego el gran observatorio y ahora la nave espacial.
Aunque no sea ésta la verdadera razón de mi prolongada permanencia. Me gusta estar
aquí. Esta es mi casa. Observe esto.
Cogió un inhalador de brandy, un gran globo de frágil cristal, lo sopesó y lo
lanzó hacia lo alto, hacia el techo. Se elevó suave y grácilmente, deteniéndose durante
un fugaz momento en la cúspide de su ascenso, para caer luego con ligereza, con
mucha ligereza, como un buzo en una película en ralenti. Pete lo contempló caer frente
a su nariz y luego lo cogió con el pulgar y el índice, lo acarició por la parte del cañón y
lo devolvió al estante
— ¿Lo ve? —dijo—. Un sexto de gravedad. Cuando atendía el bar allá en la
Tierra, mis juanetes me fastidiaban todo el tiempo. Aquí peso tan sólo treinta y cinco
libras. Me gusta estar en la Luna.
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