Herbert George Wells.
El Nuevo Acelerador
El Nuevo Acelerador
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En verdad que si alguna vez un hombre encontró una guinea buscando un
alfiler, ese fue mi buen amigo el profesor Gibberne. Yo había oído hablar ya de
investigadores que sobrepasaban su objeto; pero nunca hasta el extremo que él
lo ha conseguido. Esta vez, al menos, y sin exageración, Gibberne ha hecho un
descubrimiento que revolucionará la vida humana.
Y esto le sucedió sencillamente buscando un estimulante nervioso de efecto
general para hacer recobrar a las personas debilitadas las energías necesarias en
nuestros agitados días.
Yo he probado ya varias veces la droga, y lo único que puedo hacer es
describir el efecto que me ha producido. Pronto resultará evidente que a todos
aquellos que andan al acecho de nuevas sensaciones les están reservados
experimentos sorprendentes.
El profesor Gibberne, como es sabido, es convecino mío en Folkestone. Si la
memoria no me engaña, han aparecido retratos suyos, de diferentes edades, en
el Strand .Magazine, creo que a fines del año 1899; pero no puedo comprobarlo,
porque he prestado el libro a alguien que no me lo ha devuelto. Quizá recuerde
el lector la alta frente y las negras cejas, singularmente tupidas que dan a su
rostro un aire tan mefistofélico.Ocupa una de esas pequeñas y agradables casas
aisladas, de estilo mixto, que dan un aspecto tan interesante al extremo
occidental del camino alto de Sandgate. Su casa es la que tiene el tejado
Flamenco y el pórtico árabe, y en la pequeña habitación del mirador es donde
trabaja cuando se encuentra aquí, y donde nos hemos reunido tantas tardes a
fumar y conversar. Su conversación es animadísima; pero también le gusta
hablarme acerca de sus trabajos. Es uno de esos hombres que encuentran una
ayuda y un estrmulante en la conversación, por lo que a mí me ha sido posible
seguir la concepción del Nuevo Acelerador desde su origen. Desde luego, la
mayor parte de sus trabajos experimentales no se verifican en Folkestone, sino
en Gower Street, en el magnífico y flamante laboratorio continuo al hospital,
laboratorio que él ha sido el primero en usar.
Como todo el mundo sabe o por lo menos todas las personas inteligentes, la
especialidad en que Gibberne ha ganado una reputación tan grande como
merece entre los fisiólogos ha sido en la acción de las medicinas sobre el
sistema nervioso. Según me han dicho, no tiene rival en sus conocimientos
sobre medicamentos soporíferos, sedantes y anestésicos. También es un
químico bastante eminente, y creo que en la sutil y completa selva de los
enigmas que se concentran en las células de los ganglios y en las fibras
nerviosas ha abierto pequeños claros, ha logrado ciertas elucidaciones que, hasta
que él juzgue oportuno publicar sus resultados, seguirán siendo inaccesibles
para los demás mortales. Y en estos últimos años se ha consagrado con especial
asiduidad a la cuestión de los estimulantes nerviosos, en los que ya había
obtenido grandes éxitos antes del descubrimiento del Nuevo Acelerador. La
ciencia médica tiene que agradecerle, por lo menos, tres reconstituyentes
distintos y absolutamente eficaces, de incomparable utilidad práctica. En los
casos de agotamiento, la preparación conocida con el nombre de Jarabe B de
Gibberne ha salvado ya más vidas, creo yo, que cualquier bote de salvamento de
la costa.
- Pero ninguna de estas pequeñas cosas me deja todavía satisfecho - me dijo
hace cerca de un año -. O bien aumentan la energía central sin afectar a los
nervios, o simplemente aumentan la energía disponible, aminorando la
conductividad nerviosa, y todas ellas causan un efecto local y desigual. Una
vivifica el corazón y las vísceras, y entorpece el cerebro; otra, obra sobre el
cerebro a la manera del champaña, y no hace nada bueno para el plexo solar, y
lo que yo quiero, y pretendo obtener, si es humanamente posible, es un estimulante
que afecte todos los órganos, que vivifique durante cierto tiempo desde
la coronilla hasta la punta de los pies, y que haga a uno dos o tres veces superior
a los demás hombres. ¿Eh? Eso es lo que yo busco.
- Pero esa actividad fatigaría al hombre.
- No cabe duda. Y comería doble o triple, y así sucesivamente. Pero piense
usted lo que eso significaría. Imagínese usted en posesión de un frasquito como
éste - y alzó una botellita de cristal verde, con la que subrayó sus frases -, y que
en este precioso frasquito se encuentra el poder de pensar con el doble de
rapidez, de moverse con el doble de celeridad, de realizar un trabajo doble en un
tiempo dado de lo que sería posible de cualquier otro modo.
-¿Pero es posible conseguir una cosa así?
- Yo creo que sí. Si no lo es, he perdido el tiempo durante un año. Estas
diversas preparaciones de los hipofosfitos, por ejemplo, parecen demostrar algo
como eso. Aun si sólo se tratara de acelerar la vitalidad con un ciento por ciento
esto lo conseguiría.
- Puede que sí- dije yo.
- Si usted fuera por ejemplo, un gobernante que se encontrara ante una grave
situación y tuviera que tomar una decisión urgente, con los minutos contados.
¿qué le parece...?
- Se podría suministrar una dosis al secretario particular- dije yo.
- Ganaría usted... la mitad del tiempo. O suponga usted, por ejemplo, que
quiere acabar un libro.
- Por regla general - dije yo- suelo desear no haberlos empezado nunca.
- O un médico que quiere reflexionar rápidamente ante un caso mortal. O un
abogado... o un hombre que quiere ser aprobado en un examen.
- Para esos hombres valdría una guinea cada gota, o más- dije yo.
- También en un duelo- dijo Gibberne -, en donde todo depende de la rapidez
en oprimir el gatillo.
- O en manejar la espada- añadí yo.
- Mire usted -dijo Gibberne -: si lo consigo gracias a una droga de efecto
general, esto no causará ningún daño, salvo que puede hacerlo envejecer más
pronto en un grado infinitesimal. Y habrá vivido el doble que los demás.
- Oiga - dije yo, reflexionando -: ¿sería eso leal en un duelo? - Esa es una
cuestión que deberán resolver los padrinos - repuso Gibberne.
-¿Y realmente cree usted que eso es posible? - repetí, volviendo a preguntas
específicas.
- Tan posible - repuso Gibberne, lanzando una mirada a algo que pasaba
vibrando por delante de la ventana- como un autobús. A decir verdad...
Se detuvo, sonrió sagazmente y dio unos golpecitos en el borde de la mesa
con el frasquito verde.
- Creo que conozco la droga... He obtenido ya algo prometedor, terminó.
La nerviosa sonrisa de su semblante traicionaba la verdad de su revelación.
Gibberne hablaba raramente de sus trabajos experimentales a no ser que se
hallara muy cerca del triunfo.
- Y puede ser..., puede ser..., no me sorprendería..., que la vitalidad resultara
más que duplicada.
- Eso será una cosa enorme - aventuré yo. - Será, en efecto, una cosa enormerepitió
él.
Pero, a pesar de todo, no creo que supiera por completo lo enorme que iba a
ser aquello.
Recuerdo que después hablamos varias veces acerca de la droga. Gibberne la
llamaba el Nuevo Acelerador, y cada vez hablaba de ella con más confianza. A
veces hablaba nerviosamente de los resultados fisiológicos inesperados que
podría producir su uso, y entonces se mostraba francamente mercantil, y
teníamos largas y apasionadas discusiones sobre la manera de dar a la
preparación un giro comercial.
- Es una cosa buena - decía Gibberne -, una cosa estupenda. Yo sé que voy a
dotar al mundo de algo valioso, y creo que no deja de ser razonable esperar que
el mundo la pague. La dignidad de la ciencia es una cosa muy bonita; pero de
todos modos, me parece que debo reservarme el monopolio de la droga durante
unos diez años, por ejemplo. No veo la razón de que todos los goces de la vida
les estén reservados a los tratantes de jamones.
El interés que yo mismo sentía por la droga esperada no decayó, en verdad,
con el tiempo. Siempre he tenido una rara propensión a la metafísica. Siempre
ha sido aficionado a las paradojas sobre el espacio y el tiempo, y me parecía
que, en realidad, Gibberne preparaba nada menos que la aceleración absoluta de
la vida. Supóngase un hombre que se dosificara repetidamente con semejante
preparación: este hombre viviría, en efecto, una vida activa y única; pero sería
adulto a los once años, de edad madura a los veinticinco, y a los treinta
emprendería el camino de la decrepitud senil.
Hasta este punto se me figuraba que Gibberne sólo iba a procurar a todo el
mundo el que tomara su droga exactamente lo mismo que lo que la Naturaleza
ha procurado a los judíos y a los orientales, que son hombres a los quince años y
ancianos a los cincuenta, y siempre más rápidos que nosotros en el pensar y en
obrar. Siempre me ha maravillado la acción de las drogas; por medio de ellas se
puede enloquecer a un hombre, calmarle, darle una fortaleza y una vivacidad
increíbles, o convertirle en un leño impotente, activar esta pasión o moderar
aquella; y ¡ahora venía a añadirse un nuevo milagro a este extraño arsenal de
frascos que utilizan los médicos! Pero Gibberne estaba demasiado atento a los
puntos técnicos para que penetrara mucho en mi aspecto de la cuestión.
Fue el siete o el ocho de agosto cuando me dijo que la destilación que
decidiría su fracaso o su éxito temporal se estaba verificando mientras nosotros
hablábamos, y el día diez cuando me dijo que la operación estaba terminada y
que el Nuevo Acelerador era una realidad palpable. Este día lo encontré cuando
subía la cuesta de Sandgate, en dirección de Folkestone (creo que iba a cortarme
el pelo); Gibberne vino a mi encuentro apresuradamente, y supongo que se dirigía
a mi casa para comunicarme en el acto su éxito. Recuerdo que los ojos le
brillaban de una manera insólita en la cara acalorada, y hasta noté la rápida
celeridad de sus pasos.
- Es cosa hecha - gritó, agarrándome la mano y hablando muy de prisa -. Más
que hecha. Venga a mi casa a verlo.
- ¿De verdad? - ¡De verdad! - gritó -. ¡Es increíble. Venga a verlo. - ¿Pero
produce... el doble:?
- Más, mucho más. Me he espantado. Venga a ver la droga. ¡Pruébela!
¡Ensáyela! Es la droga más asombrosa del mundo. Me aferró el brazo, y
marchando a un paso tal que me obligaba a
ir corriendo, subió conmigo la cuesta, gritando sin cesar. Todo un ómnibus de
excursionistas se volvió a mirarnos al unísono, a la manera que lo hacen los
ocupantes de estos vehículos. Era uno de esos días calurosos y claros que tanto
abundan en Folkestone; todos los colores brillaban de manera increíble, y todos
los contornos se recortaban con rudeza. Hacía algo de aire, desde luego; pero no
tanto como el que necesitaría para refrescarme y calmarme el sudor en aquellas
condiciones. Jadeando, pedí misericordia.
- No andaré muy de prisa, ¿verdad? - exclamó Gibberne, reduciendo su paso
a una marcha todavía rápida.
-¿Ha probado usted ya esa droga? - dije yo, soplando.
- No. A lo sumo una gota de agua que quedaba en un vaso que enjuagué para
quitar las últimas huellas de la droga. Anoche sí la tomé, ¿sabe usted? Pero eso
ya es cosa pasada.
-¿Y duplica la actividad? - pregunté yo al acercarme a la entrada de su casa,
sudando de una manera lamentable.
-¡La multiplica mil veces, muchos miles de veces! - exclamó Gibberne con
un gesto dramático, abriendo violentamente la ancha cancela de viejo roble
tallado.
-¿Eh?- dije yo, siguiéndole hacia la puerta.
- Ni siquiera sé cuántas veces la multiplica - dijo Gibberne con el llavín en la
mano.
- ¿Y usted...?
- Esto arroja toda clase de luces sobre la fisiología nerviosa; da a la teoría de
la visión una forma enteramente nueva... ¿Sabe Dios cuántos miles de veces?
Ya lo veremos después. Lo importante ahora es ensayarla droga.
- ¿Ensayar la droga?- exclamé yo mientras seguíamos el corredor.
- ¡Claro! - dijo Gibberne, volviéndose hacia mí en su despacho -. ¡Ahí está,
en ese frasco verde! ¡A no ser que tenga usted miedo!
Yo soy, por naturaleza, un hombre prudente, sólo intrépido en teoría. Tenía
miedo; pero, por otra parte, me dominaba el amor propio.
- Hombre - dije, cavilando -, ¿dice usted que la ha probado? - Sí; la he
probado - repuso -, y no parece que me haya hecho dañe, ¿verdad? Ni siquiera
tengo mal color, y, por el contrario, siento...
- Venga la poción - dije yo, sentándome -. Si la cosa sale mal, me ahorraré el
cortarme el pelo, que es, a mi juicio, uno de los deberes más odiosos del hombre
civilizado. ¿Cómo toma usted la mezcla:'
- Con agua - repuso Gibberne, poniendo de golpe una botella encima de la
mesa.
Se hallaba en pie, delante de su mesa, y me miraba a mí, que estaba sentado
en el sillón; sus modales adquirieron de pronto cierta afectación de especialista.
- Es una droga singular, ¿sabe usted?- dijo. Yo hice un gesto con la mano, y
él continuó:
- Debo advertirle, en primer lugar, que en cuanto la haya usted bebido, cierre
los ojos y no los abra hasta pasado un minuto o algo así, y eso con mucha
precaución. Se sigue viendo. El sentido de la vista depende de la duración de las
vibraciones, y no de una multitud de choques; pero si se tienen los ojos abiertos,
la retina recibe una especie de sacudida, una desagradable confusión
vertiginosa. Así que téngalos cerrados.
- Bueno; los cerraré.
- La segunda advertencia es que no se mueva. No empiece usted a andar de
un lado para otro, puede darse algún golpe. Recuerde que irá usted varios miles
de veces más de prisa que nunca; el corazón, los pulmones, los músculos, el
cerebro, todo funcionará con esa rapidez, y puede usted darse un buen golpe sin
saber cómo. Usted no notará nada, ¿sabe usted? Se sentirá lo mismo que ahora.
Lo único que le pasará es que parecerá que todo se mueve muchos miles de
veces más despacio que antes. Por eso resulta la cosa tan rara.
-¡Dios mío! - dije yo -. ¿Y pretende usted...? - Ya verá usted - dijo él, alzando
un cuentagotas. Echó una mirada al material de la mesa, y añadió:
- Vasos, agua, todo está listo. No hay que tomar demasiado en el primer
ensayo.
El cuentagotas absorbió el precioso contenido del frasco.
- No se olvide de lo que le he dicho - dijo Gibberne, vertiendo las gotas en un
vaso de una manera misteriosa -. Permanezca sentado con los ojos
herméticamente cerrados y en una inmovilidad absoluta durante dos minutos.
Luego me oirá usted hablar.
Añadió un dedo de agua a la pequeña dosis de cada vaso.
- A propósito - dijo -: no deje usted el vaso en la mesa. Téngalo en la mano,
descansando ésta en la rodilla. Sí; eso es, Y ahora... Gibberne alzó su vaso.
- ¡Por el Nuevo Acelerador! - dije yo. - ¡Por el Nuevo Acelerador! - repitió él.
Chocamos los vasos y bebimos, e instantáneamente cerré los ojos. Durante un
intervalo indefinido permanecí en una especie de nirvana. Luego oí decir a
Gibberne que me despertara, me estremecí, y abrí los ojos. Gilbberne seguía en
pie en el mismo sitio, y todavía tenía el vaso en la mano. La única diferencia era
que éste estaba vacío. - ¿Qué?- dije yo.
-¿No nota nada de particular?
- Nada. Si acaso, una ligera sensación de alborozo. Nada más. -¿Y ruidos?
- Todo está tranquilo - dijo yo -. ¡Por Júpiter, sí! Todo está tranquilo, salvo
este tenue Pat-pat, pat-,bat, como el ruido de la lluvia al caer sobre objetos
diferentes. ¿Qué es eso?
- Sonidos analizados- creo que me respondió; pero no estoy seguro.
Lanzó una mirada a la ventana y exclamó:
-¿Ha visto usted alguna vez delante de una ventana una cortina tan inmóvil
como esa?
Seguí la dirección de su mirada y vi el extremo de la cortina, como si se
hubiera quedado petrificada con una punta en el aire en el momento de ser
agitada vivamente por el viento.
- No - dije yo -; es extraño.
-¿Y esto?- dijo Gibberne, abriendo la mano que tenía el vaso. Como es
natural, yo me sobrecogí, esperando que el vaso se rompería contra el suelo.
Pero. lejos de romperse, ni siquiera pareció moverse; se mantenía inmóvil en el
aire
- En nuestras latitudes- dijo Gibberne-, un objeto que cae recorre, hablando
en general, cinco metros en el primer segundo de su caída. Este vaso está
cayendo ahora a razón de cinco metros por segundo. Lo que sucede, ¿sabe
usted?, es que todavía no ha transcurrido una centésima de segundo. Esto puede
darle una idea de la actividad vital que nos ha dado mi Acelerador.
Y empezó a pasar la mano por encima, por debajo y alrededor del vaso, que
caía lentamente. Por último, lo cogió por el fondo, lo atrajo hacia sí y lo colocó
con mucho cuidado sobre la mesa.
-¿Eh?- dijo riéndose.
- Esto me parece magnífico- dije yo, y empecé a levantarme del sillón con
gran cautela.
Yo me encontraba perfectamente, muy ligero y a gusto y lleno de absoluta
confianza en mí mismo. Todo mi ser funcionaba muy de prisa.
Mi corazón, por ejemplo, latía mil veces por segundo; pero esto no me
causaba el menor malestar. Miré por la ventana: un ciclista inmóvil con la
cabeza inclinada sobre los manubrios y una nube inerte de polvo tras la rueda
posterior trataba de alcanzar a un ómnibus lanzado al galope, que no se movía.
Yo me quedé con la boca abierta ante este espectáculo increíble.
- Gibberne - exclamé -, ¿cuánto tiempo durará esta maldita droga ~ - ¡Dios
sabe! - repuso él -. La última vez que la tomé me acosté, y se me pasó
durmiendo. Le aseguro que estaba asustado. En realidad, debió de durarme unos
minutos, que me parecíeron horas. Pero en poco rato creo que el efecto
disminuye de una manera bastante súbita.
Yo estaba orgulloso de observar que no estaba asustado, debido, tal vez, a
que éramos dos los expuestos.
-¿Por qué no salir a la calle? - pregunté yo. -¿Por qué no:'
- La gente se fijará en nosotros. .
- De ningún modo. ¡Gracias a Dios! Fíjese usted en que iremos mil veces más
de prisa que el juego de manos más rápido que se haya hecho nunca. ¡Vamos!
¿Por dónde salimos? ¿Por la ventana o por la puerta?
Salimos por la ventana.
Seguramente, de todos los experimentos extraños que yo he hecho o
imaginado nunca, o que he leído que habían hecho o imaginado otros, esta
pequeña incursión que hice con Gibberne por el parque de Folkestone ha sido el
más extraño y el más loco de todos.
Por la puerta del jardín salimos a la carretera, y allí hicimos un minuciosos
examen del tráfico inmovilizado. El remate de las ruedas y algunas de las patas
de los caballos del ómnibus, así como la punta del látigo y la mandíbula inferior
del cochero, que en ese preciso instante se puso a bostezar, se movían
perceptiblemente; pero el resto del pesado vehículo parecía inmóvil y
absolutamente silencioso, excepto un tenue ruido que salía de la garganta de un
hombre. ¡Y este edificio petrificado estaba ocupado por un cochero, un guía y
once viajeros! El efecto de esta inmovilidad mientras nosotros caminábamos,
empezó por parecernos locamente extraño y acabó por ser desagradable.
Veíamos a personas como nosotros, y, sin embargo, diferentes, petrificadas
en actitudes descuidadas, sorprendidas a la mitad de un gesto. Una joven y un
hombre se sonreían mutuamente, con una sonrisa oblicua que amenazaba
hacerse eterna; una mujer con una pamela de amplias alas apoyaba el brazo en
la barandilla del coche y contemplaba la casa de Gibberne con la impávida
mirada de la eternidad; un hombre se acariciaba el bigote como una figura de
cera, y otro extendía una mano lenta y rígida, con los dedos abiertos, hacia el
sombrero, que se le escapaba. Nosotros los mirábamos, nos reíamos de ellos y
les hacíamos muecas; luego nos inspiraron cierto desagrado, y dando media
vuelta, atravesamos el camino por delante del ciclista dirigiéndonos al parque.
- ¡Cielo santo! - exclamó de pronto Gibberne-. ¡Mire!
Delante de la punta de su dedo extendido, una abeja se deslizaba por el aire
batiendo lentamente las alas y a la velocidad de un caracol excepcionalmente
lento.
A poco llegamos al parque. Allí, el fenómeno resultaba todavía más absurdo.
La banda estaba tocando en el quiosco, aunque el ruido que hacía era para
nosotros como el de una quejumbrosa carraca, algo así como un prolongado
suspiro, que tantas veces se convertía en un sonido análogo al del lento y
apagado tic tac de un reloj monstruoso. Personas petrificadas, rígidas, se
hallaban en pie, y maniquíes extraños, silenciosos, de aire fatuo, permanecían
en actitudes inestables, sorprendidos en la mitad de un paso durante su paseo
por el césped. Yo pasé junto a un perrito de lanas suspendido en el aire al saltar,
y contemplé el lento movimiento de sus patas al caer a tierra.
-¡Oh, mire usted! - exclamó Gibberne. Y nos detuvimos un instante ante un
magnífico personaje vestido con un traje de franela blanca y rayas tenues, con
zapatos blancos y sombrero panamá, que se volvía a guiñar el ojo a dos damas
con vestidos claros que habían pasado a su lado. Un guiño, estudiado con el
detenimiento que nosotros podíamos permitirnos, es una cosa muy poco
atrayente. Pierde todo carácter de viva alegría, y se observa que el ojo que se
guiña no se cierra por completo, y que bajo el párpado aparece el borde inferior
del globo del ojo como una tenue línea blanca.
- ¡Como el Cielo me conceda memoria - dije yo - nunca volveré a guiñar el
ojo!
- Ni a sonreír - añadió Gibberne con la mirada fija en los dientes de las
damas.
- Hace un calor infernal - dije yo -. Vayamos más despacio. - ¡Bah!
¡Sigamos! - dijo Gibberne.
Nos abrimos camino por entre las sillas de la avenida. Muchas de las
personas sentadas en las sillas parecían bastante naturales en sus actitudes
pasivas; pero la faz contorsionada de los músicos no era un espectáculo
tranquilizador. Un hombre pequeño, de cara purpúrea, estaba petrificado a la
mitad de una lucha violenta por doblar un periódico, a pesar del viento.
Encontrábamos muchas pruebas de que todas las gentes desocupadas estaban
expuestas a una brisa considerable, que, sin embargo, no existía por lo que a
nuestras sensaciones se refería. Nos apartamos un poco de la muchedumbre y
nos volvimos a contemplarla.
El espectáculo de toda aquella multitud convertida en un cuadro, con la rígida
inmovilidad de figuras de cera, era una maravilla inconcebible. Era absurdo,
desde luego; pero me llenaba de un sentimiento exaltado, irracional, de
superioridad. ¡lmaginaos qué portento! Todo lo que yo había dicho, pensado y
hecho desde que la droga había empezado a actuar en mi organismo había
sucedido, en relación con aquellas gentes y con todo el mundo en general, en un
abrir y cerrar de ojos.
- El Nuevo Acelerador... - empecé yo; pero Gibberne me interrumpió.
- Ahí está esa vieja infernal. -¿Qué vieja?
- Una que vive junto a mi casa. Tiene un perro faldero que no hace más que
ladrar. ¡Cielos! ¡La tentación es irresistible!
Gibberne tiene a veces arranques infantiles, impulsivos. Antes que yo pudiera
discutir con él, arrancaba al infortunado animal de la existencia visible y corría
velozmente con él hacia el barranco del parque. Era la cosa más extraordinaria.
El pequeño animal no ladró, no se debatió ni dio la más ligera muestra de
vitalidad. Se quedó completamente rígido, en una actitud de reposo soñoliento,
mientras Gibberne lo llevaba cogido por el cuello. Era como si fuera corriendo
con un perro de madera.
- ¡Gibberne! - grité yo -. ¡Suéltelo!
Luego dije alguna otra cosa y volví a gritarle: -Gibberne, si sigue usted
corriendo así, se le va a prender fuego la ropa- ya se le empezaba a chamuscar
el pantalón.
Gibberne dejó caer su mano en el muslo y se quedó vacilando al borde del
barranco.
- Gibberne - grité yo, corriendo tras él -. Suéltelo. ¡Este calor es excesivo! ¡Es
debido a nuestra velocidad! ¡Corremos a tres o cuatro kilómetros por segundo!
... ¡Y el frotamiento del aire! ...
- ¿Qué? - dijo Gibberne, mirando al perro.
- El frotamiento del aire! - grité yo -. El frotamiento del aire. Vamos
demasido aprisa. Parecemos aerolitos. Es demasiado calor. ¡Gibberne!
¡Gibberne! Siento muchos pinchazos y estoy cubierto de sudor. Se ve que la
gente se mueve ligeramente. ¡Creo que la droga se disipa! Suelte ese perro.
- ¿Eh? - dijo él.
- La droga se disipa - repetí yo -. Nos estamos abrasando, y la droga se disipa.
Yo estoy empapado de sudor.
Gibberne se quedó mirándome. Luego miró a la banda, cuyo lento carraspeo
empezaba en verdad a acelerarse. Luego, describiendo con el brazo una curva
tremenda, arrojó a lo lejos al perro que se elevó dando vueltas, inanimado aún, y
cayó, al fin, sobre las sombríllas de un grupo de damas que conversaban
animadamente. Gibberne me cogió del codo.
- ¡Por Júpiter! - exclamó -. Me parece que sí se disipa. Una especie de picor
abrasador. . sí. Ese hombre está moviendo el pañuelo de una manera
perceptible. Debemos marcharnos de aquí rápidamente.
Pero no pudimos marcharnos con bastante rapidez. ¡Y quizá fuera una suerte!
Pues, de lo contrario, hubiéramos corrido, y si hubiéramos corrido, creo que nos
hubiésemos incendiado. ¡Es casi seguro que nos hubiésemos prendido fuego! Ni
Gibberne ni yo habíamos pensado en eso, ¿sabe usted?... Pero antes que
hubiéramos echado a correr, la acción de la droga había cesado. Fue cuestión de
una ínfima fracción de segundo. El efecto del Nuevo Acelerador cesó como
quien corre una cortina, se desvaneció durante el movimiento de una mano. Oí
la voz de Gibberne muy alarmada: - Siéntese - exclamó.
- Yo me dejé caer en el césped, al borde del prado, abrasando el suelo.
Todavía hay un trozo de hierba quemada en el sitio en que me senté. Al mismo
tiempo, la paralización general pareció cesar; las vibraciones desarticuladas de
la banda se unieron precipitadamente en una ráfaga de música; los paseantes
pusieron el pie en el suelo y continuaron su camino; los papeles y las banderas
empezaron a agitarse; las sonrisas se convirtieron en palabras; el personaje que
había empezado el guiño lo terminó y prosiguió su camino satisfecho, y todas
las personas sentadas se movieron y hablaron.
El mundo entero había vuelto a la vida y empezaba a marchar tan de prisa
como nosotros, o, mejor dicho, nosotros no íbamos ya más de prisa que el resto
del mundo.
Era como la reducción de la velocidad de un tren al entrar en una estación.
Durante uno o dos segundos, todo me pareció que daba vueltas, sentí una
ligerísima náusea, y eso fue todo. ¡Y el perrito, que parecía haber quedado
suspendido un momento en el aire cuando el brazo de Gibberne le imprimió su
velocidad, cayó con súbita celeridad a través de la sombrilla de una dama.
Esto fue nuestra salvación. Excepto un anciano corpulento, que estaba
sentado en una silla y que ciertamente se estremeció al vernos, luego nos miró
varias veces con gran desconfianza y me parece que acabé por decir algo a su
enfermera acerca de nosotros, no creo que ni una sola persona se diera cuenta de
nuestra súbita aparición. ¡Plop! Debimos de llegar allí bruscamente. Casi en el
acto dejamos de chamuscarnos, aunque la hierba que había debajo de mí
desprendía un calor desagradable. La atención de todo el mundo (incluso la de
la banda de la .Asociación de Recreos, que por primera vez tocó desafinadamente)
había sido atraída por el hecho pasmoso, y por el ruido todavía más
pasmoso de los ladridos y la gritería que se originó de que un perro faldero
gordo y respetable, que dormía tranquilamente del lado Este del quiosco de la
música, había caído súbitamente a través de la sombrilla de una dama que se
encontraba en el lado opuesto, llevando los pelos ligeramente chamuscados a
causa de la extrema velocidad de su viaje a través del aire. ¡Y en estos días
absurdos, en que todos tratamos de ser todo lo psíquicos, lo cándidos y lo
supersticiosos que sea posible! La gente se levantó atropelladamente, tirando las
sillas, y el guardia del parque acudió. Ignoro cómo se arreglaría la cuestión;
estábamos demasiado deseosos de desligarnos del asunto y de rehuir las miradas
del anciano de la silla para entretenernos en hacer minuciosas investigaciones.
En cuanto estuvimos lo suficientemente fríos y nos recobramos de nuestro
vértigo, nuestras náuseas y nuestra confusión de espíritu, nos levantamos, y
bordeando la muchedumbre, dirigimos nuestros pasos por el camino del hotel de
la metrópoli hacia la casa de Gibberne. Pero entre el tumulto oí muy distintamente
al caballero que estaba sentado junto a la dama de la sombrilla rota,
que dirigía amenazas e insultos injustificados a uno de los inspectores de las
sillas.
- Si usted no ha tirado el perro - le decía -, ¿quién ha sido?
El súbito retorno del movimiento y del ruido familiar, y nuestra natural
ansiedad acerca de nosotros mismos (nuestras ropas estaban todavía
terriblemente calientes, y la parte delantera de los pantalones blancos de
Gibberne estaba chamuscada y ennegrecida), me impidieron hacer sobre todas
estas cosas las minuciosas observaciones que hubiera querido. En realidad no
hice ninguna observación de algún valor científico sobre este retorno. La abeja,
desde luego, se había marchado. Busqué al ciclista con la mirada; pero ya se
había perdido de vista cuando nosotros llegamos al camino alto de Sandgate, o
quizá nos lo ocultaban los carruajes; sin embargo, el ómnibus de los viajeros,
con todos sus ocupantes vivos y agitados ya, marchaba a buen paso cerca de la
iglesia próxima.
A1 entrar en la casa observamos que el antepecho de la ventana por donde
habíamos saltado al salir estaba ligeramente chamuscado, que las huellas de
nuestros pies en la grava del sendero eran de una profundidad insólita.
Este fue mi primer experimento del Nuevo Acelerador. Prácticamente
habíamos estado corriendo de un lado a otro, y diciendo y haciendo toda clase
de cosas, en el espacio de uno o dos segundos de tiempo. Habíamos vivido
media hora mientras la banda había tocado dos compases. Pero el efecto
causado en nosotros fue que el mundo entero se había detenido, para que
nosotros lo examináramos a gusto. Teniendo en cuenta todas las cosas, y
particularmente nuestra temeridad al aventurarnos fuera de la casa, el
experimento pudo muy bien haber sido mucho más desagradable de lo que fue.
Demostró, sin duda, que Gibberne tiene mucho que aprender aún antes que su
preparación sea de fácil manejo; pero su viabilidad quedó demostrada
ciertamente de una manera indiscutible.
Después de esta aventura, Gibberne ha ido sometiendo constantemente a
control el uso de la droga, y varias veces, y sin ningún mal resultado, he tomado
yo bajo su dirección dosis medidas, aunque he de confesar que no me he vuelto
a aventurar a salir a 1a calle mientras me encuentro bajo su efecto. Puedo
mencionar, por ejemplo, que esta historia ha sido escrita bajo su influencia, de
un tirón y sin otra interrupción que la necesaria para tomar un poco de
chocolate. La empecé a las seis y veinticinco, y en este momento mi reloj marca
la media y un minuto. La comodidad de asegurarse una larga e ininterrumpida
cantidad de trabajo en medio de un día lleno de compromisos, nunca podría
elogiarse demasiado.
Gibberne está trabajando ahora en el manejo cuantitativo de su preparación,
teniendo siempre en cuenta sus distintos efectos en tipos de diferente
constitución. Luego espera descubrir un Retardador para diluir la potencia
actual, más bien excesiva, de su droga. El Retardador, como es natural, causará
el efecto contrario al Acelerador. Empleado solo, permitirá al paciente convertir
en unos segundos muchas horas de tiempo ordinario, y conservar así una
inacción apática, una fría ausencia de vivacidad, en un ambiente muy agitado o
irritante. Juntos los dos descubrimientos, han de originar necesariamente una
completa revolución en la vida civilizada, éste será el principio de nuestra
liberación del Vestido del Tiempo, de que habla Garlyle. Mientras, este
Acelerador nos permitirá concentrarnos con formidable potencia en un
momento u ocasión que exija el máximo rendimiento de nuestro vigor y
nuestros sentidos, el Retardador nos permitirá pasar en tranquilidad pasiva las
horas de penalidad o de tedio. Quizá pecaré de optimista respecto al Retardador,
que en realidad. no ha sido descubierto aún; pero en cuanto al Acelerador, no
hay ninguna duda posible. Su aparición en el mercado en forma cómoda,
controlable y asimilable es cosa de unos meses. Se le podrá adquirir en todas las
farmacias y droguerías, en pequeños frascos verdes, a un precio elevado, pero
de ningún modo excesivo si se consideran sus extraordinarias cualidades. Se
llamará Acelerador Nervioso de Gibberne, y éste espera hallarse en condiciones
de facilitará en tres distintas potencias: una de doscientos, otra de novecientos y
otra de mil grados, y se distinguirán por etiquetas amarilla, rosa y blanca, respectivamente.
No hay duda de que su uso hace posible un gran número de cosas
extraordinarias, pues, desde luego, pueden efectuarse impunemente los actos
más notables y hasta quizá los más criminales, escurriéndose de este modo, por
decirlo así, a través de los intersticios del tiempo. Como todas las preparaciones
potentes, ésta sería susceptible de abuso.
No obstante, nosotros hemos discutido a fondo este aspecto de la cuestión, y
hemos decidido que eso es puramente un problema de jurisprudencia médica
completamente al margen de nuestra jurisdicción. Nosotros fabricaremos y
venderemos el Acelerador, y en cuanto a las consecuencias..., ya veremos.
En verdad que si alguna vez un hombre encontró una guinea buscando un
alfiler, ese fue mi buen amigo el profesor Gibberne. Yo había oído hablar ya de
investigadores que sobrepasaban su objeto; pero nunca hasta el extremo que él
lo ha conseguido. Esta vez, al menos, y sin exageración, Gibberne ha hecho un
descubrimiento que revolucionará la vida humana.
Y esto le sucedió sencillamente buscando un estimulante nervioso de efecto
general para hacer recobrar a las personas debilitadas las energías necesarias en
nuestros agitados días.
Yo he probado ya varias veces la droga, y lo único que puedo hacer es
describir el efecto que me ha producido. Pronto resultará evidente que a todos
aquellos que andan al acecho de nuevas sensaciones les están reservados
experimentos sorprendentes.
El profesor Gibberne, como es sabido, es convecino mío en Folkestone. Si la
memoria no me engaña, han aparecido retratos suyos, de diferentes edades, en
el Strand .Magazine, creo que a fines del año 1899; pero no puedo comprobarlo,
porque he prestado el libro a alguien que no me lo ha devuelto. Quizá recuerde
el lector la alta frente y las negras cejas, singularmente tupidas que dan a su
rostro un aire tan mefistofélico.Ocupa una de esas pequeñas y agradables casas
aisladas, de estilo mixto, que dan un aspecto tan interesante al extremo
occidental del camino alto de Sandgate. Su casa es la que tiene el tejado
Flamenco y el pórtico árabe, y en la pequeña habitación del mirador es donde
trabaja cuando se encuentra aquí, y donde nos hemos reunido tantas tardes a
fumar y conversar. Su conversación es animadísima; pero también le gusta
hablarme acerca de sus trabajos. Es uno de esos hombres que encuentran una
ayuda y un estrmulante en la conversación, por lo que a mí me ha sido posible
seguir la concepción del Nuevo Acelerador desde su origen. Desde luego, la
mayor parte de sus trabajos experimentales no se verifican en Folkestone, sino
en Gower Street, en el magnífico y flamante laboratorio continuo al hospital,
laboratorio que él ha sido el primero en usar.
Como todo el mundo sabe o por lo menos todas las personas inteligentes, la
especialidad en que Gibberne ha ganado una reputación tan grande como
merece entre los fisiólogos ha sido en la acción de las medicinas sobre el
sistema nervioso. Según me han dicho, no tiene rival en sus conocimientos
sobre medicamentos soporíferos, sedantes y anestésicos. También es un
químico bastante eminente, y creo que en la sutil y completa selva de los
enigmas que se concentran en las células de los ganglios y en las fibras
nerviosas ha abierto pequeños claros, ha logrado ciertas elucidaciones que, hasta
que él juzgue oportuno publicar sus resultados, seguirán siendo inaccesibles
para los demás mortales. Y en estos últimos años se ha consagrado con especial
asiduidad a la cuestión de los estimulantes nerviosos, en los que ya había
obtenido grandes éxitos antes del descubrimiento del Nuevo Acelerador. La
ciencia médica tiene que agradecerle, por lo menos, tres reconstituyentes
distintos y absolutamente eficaces, de incomparable utilidad práctica. En los
casos de agotamiento, la preparación conocida con el nombre de Jarabe B de
Gibberne ha salvado ya más vidas, creo yo, que cualquier bote de salvamento de
la costa.
- Pero ninguna de estas pequeñas cosas me deja todavía satisfecho - me dijo
hace cerca de un año -. O bien aumentan la energía central sin afectar a los
nervios, o simplemente aumentan la energía disponible, aminorando la
conductividad nerviosa, y todas ellas causan un efecto local y desigual. Una
vivifica el corazón y las vísceras, y entorpece el cerebro; otra, obra sobre el
cerebro a la manera del champaña, y no hace nada bueno para el plexo solar, y
lo que yo quiero, y pretendo obtener, si es humanamente posible, es un estimulante
que afecte todos los órganos, que vivifique durante cierto tiempo desde
la coronilla hasta la punta de los pies, y que haga a uno dos o tres veces superior
a los demás hombres. ¿Eh? Eso es lo que yo busco.
- Pero esa actividad fatigaría al hombre.
- No cabe duda. Y comería doble o triple, y así sucesivamente. Pero piense
usted lo que eso significaría. Imagínese usted en posesión de un frasquito como
éste - y alzó una botellita de cristal verde, con la que subrayó sus frases -, y que
en este precioso frasquito se encuentra el poder de pensar con el doble de
rapidez, de moverse con el doble de celeridad, de realizar un trabajo doble en un
tiempo dado de lo que sería posible de cualquier otro modo.
-¿Pero es posible conseguir una cosa así?
- Yo creo que sí. Si no lo es, he perdido el tiempo durante un año. Estas
diversas preparaciones de los hipofosfitos, por ejemplo, parecen demostrar algo
como eso. Aun si sólo se tratara de acelerar la vitalidad con un ciento por ciento
esto lo conseguiría.
- Puede que sí- dije yo.
- Si usted fuera por ejemplo, un gobernante que se encontrara ante una grave
situación y tuviera que tomar una decisión urgente, con los minutos contados.
¿qué le parece...?
- Se podría suministrar una dosis al secretario particular- dije yo.
- Ganaría usted... la mitad del tiempo. O suponga usted, por ejemplo, que
quiere acabar un libro.
- Por regla general - dije yo- suelo desear no haberlos empezado nunca.
- O un médico que quiere reflexionar rápidamente ante un caso mortal. O un
abogado... o un hombre que quiere ser aprobado en un examen.
- Para esos hombres valdría una guinea cada gota, o más- dije yo.
- También en un duelo- dijo Gibberne -, en donde todo depende de la rapidez
en oprimir el gatillo.
- O en manejar la espada- añadí yo.
- Mire usted -dijo Gibberne -: si lo consigo gracias a una droga de efecto
general, esto no causará ningún daño, salvo que puede hacerlo envejecer más
pronto en un grado infinitesimal. Y habrá vivido el doble que los demás.
- Oiga - dije yo, reflexionando -: ¿sería eso leal en un duelo? - Esa es una
cuestión que deberán resolver los padrinos - repuso Gibberne.
-¿Y realmente cree usted que eso es posible? - repetí, volviendo a preguntas
específicas.
- Tan posible - repuso Gibberne, lanzando una mirada a algo que pasaba
vibrando por delante de la ventana- como un autobús. A decir verdad...
Se detuvo, sonrió sagazmente y dio unos golpecitos en el borde de la mesa
con el frasquito verde.
- Creo que conozco la droga... He obtenido ya algo prometedor, terminó.
La nerviosa sonrisa de su semblante traicionaba la verdad de su revelación.
Gibberne hablaba raramente de sus trabajos experimentales a no ser que se
hallara muy cerca del triunfo.
- Y puede ser..., puede ser..., no me sorprendería..., que la vitalidad resultara
más que duplicada.
- Eso será una cosa enorme - aventuré yo. - Será, en efecto, una cosa enormerepitió
él.
Pero, a pesar de todo, no creo que supiera por completo lo enorme que iba a
ser aquello.
Recuerdo que después hablamos varias veces acerca de la droga. Gibberne la
llamaba el Nuevo Acelerador, y cada vez hablaba de ella con más confianza. A
veces hablaba nerviosamente de los resultados fisiológicos inesperados que
podría producir su uso, y entonces se mostraba francamente mercantil, y
teníamos largas y apasionadas discusiones sobre la manera de dar a la
preparación un giro comercial.
- Es una cosa buena - decía Gibberne -, una cosa estupenda. Yo sé que voy a
dotar al mundo de algo valioso, y creo que no deja de ser razonable esperar que
el mundo la pague. La dignidad de la ciencia es una cosa muy bonita; pero de
todos modos, me parece que debo reservarme el monopolio de la droga durante
unos diez años, por ejemplo. No veo la razón de que todos los goces de la vida
les estén reservados a los tratantes de jamones.
El interés que yo mismo sentía por la droga esperada no decayó, en verdad,
con el tiempo. Siempre he tenido una rara propensión a la metafísica. Siempre
ha sido aficionado a las paradojas sobre el espacio y el tiempo, y me parecía
que, en realidad, Gibberne preparaba nada menos que la aceleración absoluta de
la vida. Supóngase un hombre que se dosificara repetidamente con semejante
preparación: este hombre viviría, en efecto, una vida activa y única; pero sería
adulto a los once años, de edad madura a los veinticinco, y a los treinta
emprendería el camino de la decrepitud senil.
Hasta este punto se me figuraba que Gibberne sólo iba a procurar a todo el
mundo el que tomara su droga exactamente lo mismo que lo que la Naturaleza
ha procurado a los judíos y a los orientales, que son hombres a los quince años y
ancianos a los cincuenta, y siempre más rápidos que nosotros en el pensar y en
obrar. Siempre me ha maravillado la acción de las drogas; por medio de ellas se
puede enloquecer a un hombre, calmarle, darle una fortaleza y una vivacidad
increíbles, o convertirle en un leño impotente, activar esta pasión o moderar
aquella; y ¡ahora venía a añadirse un nuevo milagro a este extraño arsenal de
frascos que utilizan los médicos! Pero Gibberne estaba demasiado atento a los
puntos técnicos para que penetrara mucho en mi aspecto de la cuestión.
Fue el siete o el ocho de agosto cuando me dijo que la destilación que
decidiría su fracaso o su éxito temporal se estaba verificando mientras nosotros
hablábamos, y el día diez cuando me dijo que la operación estaba terminada y
que el Nuevo Acelerador era una realidad palpable. Este día lo encontré cuando
subía la cuesta de Sandgate, en dirección de Folkestone (creo que iba a cortarme
el pelo); Gibberne vino a mi encuentro apresuradamente, y supongo que se dirigía
a mi casa para comunicarme en el acto su éxito. Recuerdo que los ojos le
brillaban de una manera insólita en la cara acalorada, y hasta noté la rápida
celeridad de sus pasos.
- Es cosa hecha - gritó, agarrándome la mano y hablando muy de prisa -. Más
que hecha. Venga a mi casa a verlo.
- ¿De verdad? - ¡De verdad! - gritó -. ¡Es increíble. Venga a verlo. - ¿Pero
produce... el doble:?
- Más, mucho más. Me he espantado. Venga a ver la droga. ¡Pruébela!
¡Ensáyela! Es la droga más asombrosa del mundo. Me aferró el brazo, y
marchando a un paso tal que me obligaba a
ir corriendo, subió conmigo la cuesta, gritando sin cesar. Todo un ómnibus de
excursionistas se volvió a mirarnos al unísono, a la manera que lo hacen los
ocupantes de estos vehículos. Era uno de esos días calurosos y claros que tanto
abundan en Folkestone; todos los colores brillaban de manera increíble, y todos
los contornos se recortaban con rudeza. Hacía algo de aire, desde luego; pero no
tanto como el que necesitaría para refrescarme y calmarme el sudor en aquellas
condiciones. Jadeando, pedí misericordia.
- No andaré muy de prisa, ¿verdad? - exclamó Gibberne, reduciendo su paso
a una marcha todavía rápida.
-¿Ha probado usted ya esa droga? - dije yo, soplando.
- No. A lo sumo una gota de agua que quedaba en un vaso que enjuagué para
quitar las últimas huellas de la droga. Anoche sí la tomé, ¿sabe usted? Pero eso
ya es cosa pasada.
-¿Y duplica la actividad? - pregunté yo al acercarme a la entrada de su casa,
sudando de una manera lamentable.
-¡La multiplica mil veces, muchos miles de veces! - exclamó Gibberne con
un gesto dramático, abriendo violentamente la ancha cancela de viejo roble
tallado.
-¿Eh?- dije yo, siguiéndole hacia la puerta.
- Ni siquiera sé cuántas veces la multiplica - dijo Gibberne con el llavín en la
mano.
- ¿Y usted...?
- Esto arroja toda clase de luces sobre la fisiología nerviosa; da a la teoría de
la visión una forma enteramente nueva... ¿Sabe Dios cuántos miles de veces?
Ya lo veremos después. Lo importante ahora es ensayarla droga.
- ¿Ensayar la droga?- exclamé yo mientras seguíamos el corredor.
- ¡Claro! - dijo Gibberne, volviéndose hacia mí en su despacho -. ¡Ahí está,
en ese frasco verde! ¡A no ser que tenga usted miedo!
Yo soy, por naturaleza, un hombre prudente, sólo intrépido en teoría. Tenía
miedo; pero, por otra parte, me dominaba el amor propio.
- Hombre - dije, cavilando -, ¿dice usted que la ha probado? - Sí; la he
probado - repuso -, y no parece que me haya hecho dañe, ¿verdad? Ni siquiera
tengo mal color, y, por el contrario, siento...
- Venga la poción - dije yo, sentándome -. Si la cosa sale mal, me ahorraré el
cortarme el pelo, que es, a mi juicio, uno de los deberes más odiosos del hombre
civilizado. ¿Cómo toma usted la mezcla:'
- Con agua - repuso Gibberne, poniendo de golpe una botella encima de la
mesa.
Se hallaba en pie, delante de su mesa, y me miraba a mí, que estaba sentado
en el sillón; sus modales adquirieron de pronto cierta afectación de especialista.
- Es una droga singular, ¿sabe usted?- dijo. Yo hice un gesto con la mano, y
él continuó:
- Debo advertirle, en primer lugar, que en cuanto la haya usted bebido, cierre
los ojos y no los abra hasta pasado un minuto o algo así, y eso con mucha
precaución. Se sigue viendo. El sentido de la vista depende de la duración de las
vibraciones, y no de una multitud de choques; pero si se tienen los ojos abiertos,
la retina recibe una especie de sacudida, una desagradable confusión
vertiginosa. Así que téngalos cerrados.
- Bueno; los cerraré.
- La segunda advertencia es que no se mueva. No empiece usted a andar de
un lado para otro, puede darse algún golpe. Recuerde que irá usted varios miles
de veces más de prisa que nunca; el corazón, los pulmones, los músculos, el
cerebro, todo funcionará con esa rapidez, y puede usted darse un buen golpe sin
saber cómo. Usted no notará nada, ¿sabe usted? Se sentirá lo mismo que ahora.
Lo único que le pasará es que parecerá que todo se mueve muchos miles de
veces más despacio que antes. Por eso resulta la cosa tan rara.
-¡Dios mío! - dije yo -. ¿Y pretende usted...? - Ya verá usted - dijo él, alzando
un cuentagotas. Echó una mirada al material de la mesa, y añadió:
- Vasos, agua, todo está listo. No hay que tomar demasiado en el primer
ensayo.
El cuentagotas absorbió el precioso contenido del frasco.
- No se olvide de lo que le he dicho - dijo Gibberne, vertiendo las gotas en un
vaso de una manera misteriosa -. Permanezca sentado con los ojos
herméticamente cerrados y en una inmovilidad absoluta durante dos minutos.
Luego me oirá usted hablar.
Añadió un dedo de agua a la pequeña dosis de cada vaso.
- A propósito - dijo -: no deje usted el vaso en la mesa. Téngalo en la mano,
descansando ésta en la rodilla. Sí; eso es, Y ahora... Gibberne alzó su vaso.
- ¡Por el Nuevo Acelerador! - dije yo. - ¡Por el Nuevo Acelerador! - repitió él.
Chocamos los vasos y bebimos, e instantáneamente cerré los ojos. Durante un
intervalo indefinido permanecí en una especie de nirvana. Luego oí decir a
Gibberne que me despertara, me estremecí, y abrí los ojos. Gilbberne seguía en
pie en el mismo sitio, y todavía tenía el vaso en la mano. La única diferencia era
que éste estaba vacío. - ¿Qué?- dije yo.
-¿No nota nada de particular?
- Nada. Si acaso, una ligera sensación de alborozo. Nada más. -¿Y ruidos?
- Todo está tranquilo - dijo yo -. ¡Por Júpiter, sí! Todo está tranquilo, salvo
este tenue Pat-pat, pat-,bat, como el ruido de la lluvia al caer sobre objetos
diferentes. ¿Qué es eso?
- Sonidos analizados- creo que me respondió; pero no estoy seguro.
Lanzó una mirada a la ventana y exclamó:
-¿Ha visto usted alguna vez delante de una ventana una cortina tan inmóvil
como esa?
Seguí la dirección de su mirada y vi el extremo de la cortina, como si se
hubiera quedado petrificada con una punta en el aire en el momento de ser
agitada vivamente por el viento.
- No - dije yo -; es extraño.
-¿Y esto?- dijo Gibberne, abriendo la mano que tenía el vaso. Como es
natural, yo me sobrecogí, esperando que el vaso se rompería contra el suelo.
Pero. lejos de romperse, ni siquiera pareció moverse; se mantenía inmóvil en el
aire
- En nuestras latitudes- dijo Gibberne-, un objeto que cae recorre, hablando
en general, cinco metros en el primer segundo de su caída. Este vaso está
cayendo ahora a razón de cinco metros por segundo. Lo que sucede, ¿sabe
usted?, es que todavía no ha transcurrido una centésima de segundo. Esto puede
darle una idea de la actividad vital que nos ha dado mi Acelerador.
Y empezó a pasar la mano por encima, por debajo y alrededor del vaso, que
caía lentamente. Por último, lo cogió por el fondo, lo atrajo hacia sí y lo colocó
con mucho cuidado sobre la mesa.
-¿Eh?- dijo riéndose.
- Esto me parece magnífico- dije yo, y empecé a levantarme del sillón con
gran cautela.
Yo me encontraba perfectamente, muy ligero y a gusto y lleno de absoluta
confianza en mí mismo. Todo mi ser funcionaba muy de prisa.
Mi corazón, por ejemplo, latía mil veces por segundo; pero esto no me
causaba el menor malestar. Miré por la ventana: un ciclista inmóvil con la
cabeza inclinada sobre los manubrios y una nube inerte de polvo tras la rueda
posterior trataba de alcanzar a un ómnibus lanzado al galope, que no se movía.
Yo me quedé con la boca abierta ante este espectáculo increíble.
- Gibberne - exclamé -, ¿cuánto tiempo durará esta maldita droga ~ - ¡Dios
sabe! - repuso él -. La última vez que la tomé me acosté, y se me pasó
durmiendo. Le aseguro que estaba asustado. En realidad, debió de durarme unos
minutos, que me parecíeron horas. Pero en poco rato creo que el efecto
disminuye de una manera bastante súbita.
Yo estaba orgulloso de observar que no estaba asustado, debido, tal vez, a
que éramos dos los expuestos.
-¿Por qué no salir a la calle? - pregunté yo. -¿Por qué no:'
- La gente se fijará en nosotros. .
- De ningún modo. ¡Gracias a Dios! Fíjese usted en que iremos mil veces más
de prisa que el juego de manos más rápido que se haya hecho nunca. ¡Vamos!
¿Por dónde salimos? ¿Por la ventana o por la puerta?
Salimos por la ventana.
Seguramente, de todos los experimentos extraños que yo he hecho o
imaginado nunca, o que he leído que habían hecho o imaginado otros, esta
pequeña incursión que hice con Gibberne por el parque de Folkestone ha sido el
más extraño y el más loco de todos.
Por la puerta del jardín salimos a la carretera, y allí hicimos un minuciosos
examen del tráfico inmovilizado. El remate de las ruedas y algunas de las patas
de los caballos del ómnibus, así como la punta del látigo y la mandíbula inferior
del cochero, que en ese preciso instante se puso a bostezar, se movían
perceptiblemente; pero el resto del pesado vehículo parecía inmóvil y
absolutamente silencioso, excepto un tenue ruido que salía de la garganta de un
hombre. ¡Y este edificio petrificado estaba ocupado por un cochero, un guía y
once viajeros! El efecto de esta inmovilidad mientras nosotros caminábamos,
empezó por parecernos locamente extraño y acabó por ser desagradable.
Veíamos a personas como nosotros, y, sin embargo, diferentes, petrificadas
en actitudes descuidadas, sorprendidas a la mitad de un gesto. Una joven y un
hombre se sonreían mutuamente, con una sonrisa oblicua que amenazaba
hacerse eterna; una mujer con una pamela de amplias alas apoyaba el brazo en
la barandilla del coche y contemplaba la casa de Gibberne con la impávida
mirada de la eternidad; un hombre se acariciaba el bigote como una figura de
cera, y otro extendía una mano lenta y rígida, con los dedos abiertos, hacia el
sombrero, que se le escapaba. Nosotros los mirábamos, nos reíamos de ellos y
les hacíamos muecas; luego nos inspiraron cierto desagrado, y dando media
vuelta, atravesamos el camino por delante del ciclista dirigiéndonos al parque.
- ¡Cielo santo! - exclamó de pronto Gibberne-. ¡Mire!
Delante de la punta de su dedo extendido, una abeja se deslizaba por el aire
batiendo lentamente las alas y a la velocidad de un caracol excepcionalmente
lento.
A poco llegamos al parque. Allí, el fenómeno resultaba todavía más absurdo.
La banda estaba tocando en el quiosco, aunque el ruido que hacía era para
nosotros como el de una quejumbrosa carraca, algo así como un prolongado
suspiro, que tantas veces se convertía en un sonido análogo al del lento y
apagado tic tac de un reloj monstruoso. Personas petrificadas, rígidas, se
hallaban en pie, y maniquíes extraños, silenciosos, de aire fatuo, permanecían
en actitudes inestables, sorprendidos en la mitad de un paso durante su paseo
por el césped. Yo pasé junto a un perrito de lanas suspendido en el aire al saltar,
y contemplé el lento movimiento de sus patas al caer a tierra.
-¡Oh, mire usted! - exclamó Gibberne. Y nos detuvimos un instante ante un
magnífico personaje vestido con un traje de franela blanca y rayas tenues, con
zapatos blancos y sombrero panamá, que se volvía a guiñar el ojo a dos damas
con vestidos claros que habían pasado a su lado. Un guiño, estudiado con el
detenimiento que nosotros podíamos permitirnos, es una cosa muy poco
atrayente. Pierde todo carácter de viva alegría, y se observa que el ojo que se
guiña no se cierra por completo, y que bajo el párpado aparece el borde inferior
del globo del ojo como una tenue línea blanca.
- ¡Como el Cielo me conceda memoria - dije yo - nunca volveré a guiñar el
ojo!
- Ni a sonreír - añadió Gibberne con la mirada fija en los dientes de las
damas.
- Hace un calor infernal - dije yo -. Vayamos más despacio. - ¡Bah!
¡Sigamos! - dijo Gibberne.
Nos abrimos camino por entre las sillas de la avenida. Muchas de las
personas sentadas en las sillas parecían bastante naturales en sus actitudes
pasivas; pero la faz contorsionada de los músicos no era un espectáculo
tranquilizador. Un hombre pequeño, de cara purpúrea, estaba petrificado a la
mitad de una lucha violenta por doblar un periódico, a pesar del viento.
Encontrábamos muchas pruebas de que todas las gentes desocupadas estaban
expuestas a una brisa considerable, que, sin embargo, no existía por lo que a
nuestras sensaciones se refería. Nos apartamos un poco de la muchedumbre y
nos volvimos a contemplarla.
El espectáculo de toda aquella multitud convertida en un cuadro, con la rígida
inmovilidad de figuras de cera, era una maravilla inconcebible. Era absurdo,
desde luego; pero me llenaba de un sentimiento exaltado, irracional, de
superioridad. ¡lmaginaos qué portento! Todo lo que yo había dicho, pensado y
hecho desde que la droga había empezado a actuar en mi organismo había
sucedido, en relación con aquellas gentes y con todo el mundo en general, en un
abrir y cerrar de ojos.
- El Nuevo Acelerador... - empecé yo; pero Gibberne me interrumpió.
- Ahí está esa vieja infernal. -¿Qué vieja?
- Una que vive junto a mi casa. Tiene un perro faldero que no hace más que
ladrar. ¡Cielos! ¡La tentación es irresistible!
Gibberne tiene a veces arranques infantiles, impulsivos. Antes que yo pudiera
discutir con él, arrancaba al infortunado animal de la existencia visible y corría
velozmente con él hacia el barranco del parque. Era la cosa más extraordinaria.
El pequeño animal no ladró, no se debatió ni dio la más ligera muestra de
vitalidad. Se quedó completamente rígido, en una actitud de reposo soñoliento,
mientras Gibberne lo llevaba cogido por el cuello. Era como si fuera corriendo
con un perro de madera.
- ¡Gibberne! - grité yo -. ¡Suéltelo!
Luego dije alguna otra cosa y volví a gritarle: -Gibberne, si sigue usted
corriendo así, se le va a prender fuego la ropa- ya se le empezaba a chamuscar
el pantalón.
Gibberne dejó caer su mano en el muslo y se quedó vacilando al borde del
barranco.
- Gibberne - grité yo, corriendo tras él -. Suéltelo. ¡Este calor es excesivo! ¡Es
debido a nuestra velocidad! ¡Corremos a tres o cuatro kilómetros por segundo!
... ¡Y el frotamiento del aire! ...
- ¿Qué? - dijo Gibberne, mirando al perro.
- El frotamiento del aire! - grité yo -. El frotamiento del aire. Vamos
demasido aprisa. Parecemos aerolitos. Es demasiado calor. ¡Gibberne!
¡Gibberne! Siento muchos pinchazos y estoy cubierto de sudor. Se ve que la
gente se mueve ligeramente. ¡Creo que la droga se disipa! Suelte ese perro.
- ¿Eh? - dijo él.
- La droga se disipa - repetí yo -. Nos estamos abrasando, y la droga se disipa.
Yo estoy empapado de sudor.
Gibberne se quedó mirándome. Luego miró a la banda, cuyo lento carraspeo
empezaba en verdad a acelerarse. Luego, describiendo con el brazo una curva
tremenda, arrojó a lo lejos al perro que se elevó dando vueltas, inanimado aún, y
cayó, al fin, sobre las sombríllas de un grupo de damas que conversaban
animadamente. Gibberne me cogió del codo.
- ¡Por Júpiter! - exclamó -. Me parece que sí se disipa. Una especie de picor
abrasador. . sí. Ese hombre está moviendo el pañuelo de una manera
perceptible. Debemos marcharnos de aquí rápidamente.
Pero no pudimos marcharnos con bastante rapidez. ¡Y quizá fuera una suerte!
Pues, de lo contrario, hubiéramos corrido, y si hubiéramos corrido, creo que nos
hubiésemos incendiado. ¡Es casi seguro que nos hubiésemos prendido fuego! Ni
Gibberne ni yo habíamos pensado en eso, ¿sabe usted?... Pero antes que
hubiéramos echado a correr, la acción de la droga había cesado. Fue cuestión de
una ínfima fracción de segundo. El efecto del Nuevo Acelerador cesó como
quien corre una cortina, se desvaneció durante el movimiento de una mano. Oí
la voz de Gibberne muy alarmada: - Siéntese - exclamó.
- Yo me dejé caer en el césped, al borde del prado, abrasando el suelo.
Todavía hay un trozo de hierba quemada en el sitio en que me senté. Al mismo
tiempo, la paralización general pareció cesar; las vibraciones desarticuladas de
la banda se unieron precipitadamente en una ráfaga de música; los paseantes
pusieron el pie en el suelo y continuaron su camino; los papeles y las banderas
empezaron a agitarse; las sonrisas se convirtieron en palabras; el personaje que
había empezado el guiño lo terminó y prosiguió su camino satisfecho, y todas
las personas sentadas se movieron y hablaron.
El mundo entero había vuelto a la vida y empezaba a marchar tan de prisa
como nosotros, o, mejor dicho, nosotros no íbamos ya más de prisa que el resto
del mundo.
Era como la reducción de la velocidad de un tren al entrar en una estación.
Durante uno o dos segundos, todo me pareció que daba vueltas, sentí una
ligerísima náusea, y eso fue todo. ¡Y el perrito, que parecía haber quedado
suspendido un momento en el aire cuando el brazo de Gibberne le imprimió su
velocidad, cayó con súbita celeridad a través de la sombrilla de una dama.
Esto fue nuestra salvación. Excepto un anciano corpulento, que estaba
sentado en una silla y que ciertamente se estremeció al vernos, luego nos miró
varias veces con gran desconfianza y me parece que acabé por decir algo a su
enfermera acerca de nosotros, no creo que ni una sola persona se diera cuenta de
nuestra súbita aparición. ¡Plop! Debimos de llegar allí bruscamente. Casi en el
acto dejamos de chamuscarnos, aunque la hierba que había debajo de mí
desprendía un calor desagradable. La atención de todo el mundo (incluso la de
la banda de la .Asociación de Recreos, que por primera vez tocó desafinadamente)
había sido atraída por el hecho pasmoso, y por el ruido todavía más
pasmoso de los ladridos y la gritería que se originó de que un perro faldero
gordo y respetable, que dormía tranquilamente del lado Este del quiosco de la
música, había caído súbitamente a través de la sombrilla de una dama que se
encontraba en el lado opuesto, llevando los pelos ligeramente chamuscados a
causa de la extrema velocidad de su viaje a través del aire. ¡Y en estos días
absurdos, en que todos tratamos de ser todo lo psíquicos, lo cándidos y lo
supersticiosos que sea posible! La gente se levantó atropelladamente, tirando las
sillas, y el guardia del parque acudió. Ignoro cómo se arreglaría la cuestión;
estábamos demasiado deseosos de desligarnos del asunto y de rehuir las miradas
del anciano de la silla para entretenernos en hacer minuciosas investigaciones.
En cuanto estuvimos lo suficientemente fríos y nos recobramos de nuestro
vértigo, nuestras náuseas y nuestra confusión de espíritu, nos levantamos, y
bordeando la muchedumbre, dirigimos nuestros pasos por el camino del hotel de
la metrópoli hacia la casa de Gibberne. Pero entre el tumulto oí muy distintamente
al caballero que estaba sentado junto a la dama de la sombrilla rota,
que dirigía amenazas e insultos injustificados a uno de los inspectores de las
sillas.
- Si usted no ha tirado el perro - le decía -, ¿quién ha sido?
El súbito retorno del movimiento y del ruido familiar, y nuestra natural
ansiedad acerca de nosotros mismos (nuestras ropas estaban todavía
terriblemente calientes, y la parte delantera de los pantalones blancos de
Gibberne estaba chamuscada y ennegrecida), me impidieron hacer sobre todas
estas cosas las minuciosas observaciones que hubiera querido. En realidad no
hice ninguna observación de algún valor científico sobre este retorno. La abeja,
desde luego, se había marchado. Busqué al ciclista con la mirada; pero ya se
había perdido de vista cuando nosotros llegamos al camino alto de Sandgate, o
quizá nos lo ocultaban los carruajes; sin embargo, el ómnibus de los viajeros,
con todos sus ocupantes vivos y agitados ya, marchaba a buen paso cerca de la
iglesia próxima.
A1 entrar en la casa observamos que el antepecho de la ventana por donde
habíamos saltado al salir estaba ligeramente chamuscado, que las huellas de
nuestros pies en la grava del sendero eran de una profundidad insólita.
Este fue mi primer experimento del Nuevo Acelerador. Prácticamente
habíamos estado corriendo de un lado a otro, y diciendo y haciendo toda clase
de cosas, en el espacio de uno o dos segundos de tiempo. Habíamos vivido
media hora mientras la banda había tocado dos compases. Pero el efecto
causado en nosotros fue que el mundo entero se había detenido, para que
nosotros lo examináramos a gusto. Teniendo en cuenta todas las cosas, y
particularmente nuestra temeridad al aventurarnos fuera de la casa, el
experimento pudo muy bien haber sido mucho más desagradable de lo que fue.
Demostró, sin duda, que Gibberne tiene mucho que aprender aún antes que su
preparación sea de fácil manejo; pero su viabilidad quedó demostrada
ciertamente de una manera indiscutible.
Después de esta aventura, Gibberne ha ido sometiendo constantemente a
control el uso de la droga, y varias veces, y sin ningún mal resultado, he tomado
yo bajo su dirección dosis medidas, aunque he de confesar que no me he vuelto
a aventurar a salir a 1a calle mientras me encuentro bajo su efecto. Puedo
mencionar, por ejemplo, que esta historia ha sido escrita bajo su influencia, de
un tirón y sin otra interrupción que la necesaria para tomar un poco de
chocolate. La empecé a las seis y veinticinco, y en este momento mi reloj marca
la media y un minuto. La comodidad de asegurarse una larga e ininterrumpida
cantidad de trabajo en medio de un día lleno de compromisos, nunca podría
elogiarse demasiado.
Gibberne está trabajando ahora en el manejo cuantitativo de su preparación,
teniendo siempre en cuenta sus distintos efectos en tipos de diferente
constitución. Luego espera descubrir un Retardador para diluir la potencia
actual, más bien excesiva, de su droga. El Retardador, como es natural, causará
el efecto contrario al Acelerador. Empleado solo, permitirá al paciente convertir
en unos segundos muchas horas de tiempo ordinario, y conservar así una
inacción apática, una fría ausencia de vivacidad, en un ambiente muy agitado o
irritante. Juntos los dos descubrimientos, han de originar necesariamente una
completa revolución en la vida civilizada, éste será el principio de nuestra
liberación del Vestido del Tiempo, de que habla Garlyle. Mientras, este
Acelerador nos permitirá concentrarnos con formidable potencia en un
momento u ocasión que exija el máximo rendimiento de nuestro vigor y
nuestros sentidos, el Retardador nos permitirá pasar en tranquilidad pasiva las
horas de penalidad o de tedio. Quizá pecaré de optimista respecto al Retardador,
que en realidad. no ha sido descubierto aún; pero en cuanto al Acelerador, no
hay ninguna duda posible. Su aparición en el mercado en forma cómoda,
controlable y asimilable es cosa de unos meses. Se le podrá adquirir en todas las
farmacias y droguerías, en pequeños frascos verdes, a un precio elevado, pero
de ningún modo excesivo si se consideran sus extraordinarias cualidades. Se
llamará Acelerador Nervioso de Gibberne, y éste espera hallarse en condiciones
de facilitará en tres distintas potencias: una de doscientos, otra de novecientos y
otra de mil grados, y se distinguirán por etiquetas amarilla, rosa y blanca, respectivamente.
No hay duda de que su uso hace posible un gran número de cosas
extraordinarias, pues, desde luego, pueden efectuarse impunemente los actos
más notables y hasta quizá los más criminales, escurriéndose de este modo, por
decirlo así, a través de los intersticios del tiempo. Como todas las preparaciones
potentes, ésta sería susceptible de abuso.
No obstante, nosotros hemos discutido a fondo este aspecto de la cuestión, y
hemos decidido que eso es puramente un problema de jurisprudencia médica
completamente al margen de nuestra jurisdicción. Nosotros fabricaremos y
venderemos el Acelerador, y en cuanto a las consecuencias..., ya veremos.
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