¿LE IMPORTA A UNA ABEJA?
ISAAC ASIMOV
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La nave comenzó por ser un esqueleto mecánico. Poco a poco, se le fue cubriendo con una piel brillante
por encima y con unas interioridades de extraña forma instaladas dentro.
Thornton Hammer era entre todos los individuos (menos uno) involucrados en el crecimiento, el que hacía físicamente menos. Quizá por este motivo era por lo que estaba tan bien considerado. Manejaba los
símbolos matemáticos sobre los que se basaban las líneas trazadas sobre papel milimetrado y sobre las
que, a su vez, se basaba el ensamblaje de las masas y formas de energía que entraban en la nave.
Hammer observaba ahora por medio de ceñidas y oscuras gafas. Sus lentes captaban la luz de los tubos
fluorescentes del techo y la devolvían como reflectores. Theodore Lengyel, representante local de la
corporación que financiaba el proyecto, estaba a su lado y señalando con el dedo extendido, dijo:
—Allí está. Ése es el hombre.
—¿Se refiere a Kane? —se fijó Hammer.
—El individuo del mono verde con una llave inglesa.
—Es Kane. ¿Qué es lo que tiene en contra de él?
—Quiero saber lo que hace. Es un idiota.
Lengyel tenía la cara redonda, gordezuela y con un leve temblor en la mandíbula.
Hammer se volvió a mirarle, reflejando en su flaco cuerpo un aire de absoluto desagrado.
—¿Ha estado usted molestándole?
—¿Molestarle yo? He estado hablando con él. Mi obligación es hablar con los hombres, averiguar sus puntos de vista, recoger información con la que organizar campañas para mejorar la moral.
—¿Y en qué sentido le molesta Kane?
—Es insolente. Le pregunté qué efecto le hacía trabajar en una nave que pronto llegaría a la Luna.
Comenté que la nave era un camino hacia las estrellas. Quizá me pasé un poco con el discurso, exageré algo, pero él se marchó de la forma más grosera. Le llamé y le pregunté:
—¿Por qué se marcha?
—Porque estoy harto de este tipo de discursos —dijo—. Me voy a mirar las estrellas.
—Bien —asintió Hammer—. A Kane le gusta mirar las estrellas.
—Era de día. Es un idiota. Desde entonces vengo observándole, y no trabaja nada.
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué lo conservan?
Hammer contestó con inesperada violencia:
—Porque lo quiero por aquí. Porque es mi suerte.
—¿Su suerte? —barbotó Lengyel—. ¿Qué demonios quiere decir?
—Quiero decir que cuando le tengo cerca, pienso mejor. Cuando pasa por mi lado, con su maldita llave inglesa en la mano, se me ocurren ideas. Lo he notado ya tres veces. No me lo explico: ni me interesa explicármelo. Ha ocurrido. Se queda.
—Está bromeando.
—En absoluto. Ahora déjeme en paz.
Kane estaba con su mono verde y su llave inglesa en la mano.
Se daba cuenta vagamente que la nave estaba casi lista. No estaba diseñada para transportar a un
hombre, pero había sitio para él. Sabía esto como sabía muchas cosas más: cómo apartarse de la gente la
mayor parte del tiempo; cómo llevar una llave inglesa hasta que la gente se acostumbró a verle con ella y
dejaron de fijarse en él. La atmósfera protectora consistía en pequeñas cosas como esa..., llevar la llave inglesa.
Tenía deseos que no entendía del todo, como mirar a las estrellas. Después, poco a poco, su atención
se limitó a mirar las estrellas con un vago anhelo. Luego, a cierto punto determinado. Ignoraba por qué precisamente aquel punto. Allí no había estrellas. No había nada que ver.
El punto se encontraba en lo más alto del cielo nocturno a final de primavera y en los meses de verano.
A veces se pasaba la mayor parte de la noche mirando el punto hasta que se hundía en el horizonte al sudoeste. En otras épocas del año se quedaba mirando el punto durante el día.
Había algo en su pensamiento en relación con ese punto que no acababa de cristalizar del todo. Algo
cada vez más fuerte y, a medida que pasaban los años, más tangible y ahora casi estallaba en busca de expresión. Pero aún no estaba del todo claro.
Kane se revolvió inquieto y se acercó a la nave. Estaba casi completa, casi entera. Casi todo encajaba perfectamente.
Porque en su interior, bien entrada la proa, había un hueco algo mayor que un hombre. Mañana, el camino estaría bloqueado por los últimos instrumentos y antes de eso había que llenar el hueco. Pero no con algo que ellos hubieran planeado.
Kane se acercó más. Nadie se fijó en él. Estaban acostumbrados a verle.
Había que subir por una escalerilla metálica y una maroma que había que arrastrar hasta llegar a la última abertura. Sabía dónde estaba, como si hubiera construido la nave con sus propias manos. Subió la escalerilla y trepó por la maroma. De momento no había nadie allí, na...
Estaba equivocado. Un hombre.
Éste le preguntó vivamente:
—¿Qué estás haciendo aquí?
Kane se incorporó y sus ojos vagos se quedaron mirándole. Levantó la llave inglesa y la dejó caer sobre la cabeza del que le había hablado. El hombre (que no había hecho ningún esfuerzo para esquivar el golpe) se desplomó.
Kane le dejó en el suelo, despreocupado. El hombre no estaría inconsciente por mucho tiempo, pero lo bastante para permitir a Kane meterse en el hueco. Cuando el hombre despertara no se acordaría para nada de Kane, ni por qué había perdido el sentido. Habría simplemente cinco minutos borrados de su vida, cinco minutos que nunca encontraría, ni echaría en falta.
En el oscuro hueco no había, naturalmente, ninguna ventilación, pero Kane no le dio la menor
importancia. Con la seguridad del instinto, trepó hacia arriba en dirección al hueco que iba a recibirle, y se quedó allí, jadeando, perfectamente encajado en la cavidad, como si fuera un vientre.
Dentro de dos horas empezarían a introducir el último de los instrumentos, cerrarían las compuertas y
dejarían allí a Kane, sin saberlo. Kane sería el único pedazo de carne y sangre dentro de una cosa de metal, cerámica y combustible.
Kane no temía ser descubierto antes de ser lanzada la nave. Nadie del proyecto sabía que existía esa cavidad. En el diseño no estaba previsto. Los mecánicos y constructores ignoraban haberlo puesto.
Kane se lo había arreglado solo.
Ni sabía cómo se las había arreglado, pero sabía que lo había hecho.
Podía contemplar su propia influencia sin saberlo, sin saber cómo la ejercía. Tomen por ejemplo a un hombre llamado Hammer, jefe del proyecto y el hombre más claramente influenciable. De todas las figuras vagas que rodeaban a Kane, él era el menos vago. A veces Kane se daba cuenta de él cuando se le acercaba con su andar lento y sin ruido por el terreno. Era lo único que necesitaba..., pasar junto a él.
Kane recordaba que le había ocurrido antes, especialmente con los teóricos. Cuando Lise Meitner decidió hacer la prueba con bario entre los productos del bombardeo del uranio por neutrones, Kane estuvo en un corredor cercano como un caminante en el que nadie se fija.
Estuvo recogiendo hojas secas y maleza en un parque en 1904, cuando el joven Einstein pasó junto a él reflexionando. Los pasos de Einstein se hicieron más vivos por el impacto de la súbita idea que se le ocurrió. Kane lo sintió como un shock eléctrico.
No sabía cómo lo había hecho. ¿Acaso la araña conoce la teoría arquitectónica cuando comienza a tejer su primera tela?
Pero podía ir aún más lejos. El día en que el joven Newton miró hacia la luna con el principio de una cierta idea, Kane estuvo allí. Y todavía antes.
El paisaje de Nuevo México, generalmente desierto, estaba repleto de hormigas humanas, arracimadas junto a la rampa de lanzamiento. Esta nave era diferente a todas las estructuras similares que la habían precedido.
Ésta se desprendería libremente de la Tierra, más que cualquier otra. Llegaría alrededor de la Luna antes de volver a caer. Iría abarrotada de instrumentos que fotografiarían la Luna y medirían sus emisiones de calor, buscarían radioactividad y probarían las estructuras químicas mediante microondas. Haría, por automatización, casi todo lo que podía esperarse de una nave tripulada por el hombre y enseñaría lo bastante para asegurarse que la próxima nave enviada sí estaría tripulada.
Claro que, en realidad, la primera nave, después de todo, era una nave tripulada.
Había representantes de varios gobiernos, de varias industrias, de varios grupos sociales, de varios organismos económicos. Había cámaras de televisión y periodistas.
Aquellos que no habían podido estar allí, lo veían desde sus casas y oían los números de la cuenta
regresiva, en un tono monótono, en el que se ha hecho proverbial durante las tres últimas décadas.
Al llegar a cero, los reactores entraban en funcionamiento y la nave, imponentemente, se elevaba. Kane percibió el ruido de los gases, como a distancia, y sintió la presión ejercida por la aceleración.
Desconectó su mente, elevándola hacia delante, liberándola de la conexión directa con su cuerpo a fin de evitar el sentir dolor e incomodidad.
Medio mareado, se dio cuenta que su largo viaje casi había terminado. Ya no tendría que maniobrar
cuidadosamente para evitar que la gente se diera cuenta que era inmortal. Ya no tendría que fundirse en lo que le rodeaba, ni vagar eternamente de un lugar a otro, ni cambiar de nombre y de personalidad, ni manipular mentes.
No había sido perfecto, claro. Cuando se dieron los mitos del judío errante y del holandés errante, él estaba allí. Nadie le había molestado.
Podía ver su punto en el cielo. Podía verlo a través de la masa sólida de la nave. O no lo «veía»
realmente. No encontraba la palabra adecuada.
Pero sabía que dicha palabra existía. Desconocía cómo estaba enterado de muchas de las cosas que
sabía, pero era consciente que, a medida que pasaban los siglos, iba conociéndolas gradualmente con una seguridad que no requería razones.
Había comenzado como un ovum (o algo que la palabra ovum lo definía bien) depositado en la Tierra
antes que fueran edificadas las primeras ciudades por criaturas cazadoras y nómadas llamadas, desde
entonces, «hombres». La Tierra había sido cuidadosamente elegida por su progenitor. No todos los mundos servían.
¿Qué mundo era el que servía? ¿Cuál era el criterio? Eso no lo sabía aún.
¿Conoce una avispa icneumona suficiente ornitología para poder encontrar la especie de araña que cuidará sus huevos, y pincharla lo suficiente a fin que ésta siga con vida?
El ovum lo soltó por fin y adoptó la forma de hombre y vivió entre los hombres y se protegió de los hombres. Y su único propósito fue organizar que los hombres viajaran a lo largo de un camino que terminaría en una nave y dentro de la nave una cavidad y dentro de la cavidad, él.
Había tardado en conseguirlo ocho mil años con una lenta y continua lucha.
El punto en el cielo se hizo más visible ahora que la nave salía de la atmósfera. Ésta era la llave que abría su mente. Ésta era la pieza que completaba el rompecabezas.
Las estrellas parpadeaban dentro de aquel punto que no podía ser visto por el hombre a simple vista.
Una en particular brillaba más que las otras y Kane anhelaba llegar a ella. La expresión que había ido creciendo en su interior durante tanto tiempo, estalló ahora.
—Hogar —murmuró.
¿Lo sabía? ¿Acaso el salmón estudia cartografía para descubrir el manantial de donde surgió el arroyo de agua clara en el que, años antes, nació?
El paso final se dio en el lento madurar que había tardado ocho mil años, y Kane había dejado ser larva y era adulto.
El adulto Kane salió de la carne humana que había protegido la larva y también se desprendió de la nave. Corrió adelante, a velocidades inconcebibles, hacia su hogar, del que algún día saldría de nuevo paseando por el espacio para fertilizar algún planeta.
Y surcó el espacio, sin volver a pensar en la nave que llevaba su crisálida vacía. No pensó en que había
empujado a todo un mundo hacia la tecnología y los viajes espaciales, sólo para que la cosa que había sido Kane pudiera madurar y conseguir su culminación.
¿Le importa a una abeja lo que le ocurre a una flor cuando ella ha terminado de libar y se aleja?
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F I N
ISAAC ASIMOV
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La nave comenzó por ser un esqueleto mecánico. Poco a poco, se le fue cubriendo con una piel brillante
por encima y con unas interioridades de extraña forma instaladas dentro.
Thornton Hammer era entre todos los individuos (menos uno) involucrados en el crecimiento, el que hacía físicamente menos. Quizá por este motivo era por lo que estaba tan bien considerado. Manejaba los
símbolos matemáticos sobre los que se basaban las líneas trazadas sobre papel milimetrado y sobre las
que, a su vez, se basaba el ensamblaje de las masas y formas de energía que entraban en la nave.
Hammer observaba ahora por medio de ceñidas y oscuras gafas. Sus lentes captaban la luz de los tubos
fluorescentes del techo y la devolvían como reflectores. Theodore Lengyel, representante local de la
corporación que financiaba el proyecto, estaba a su lado y señalando con el dedo extendido, dijo:
—Allí está. Ése es el hombre.
—¿Se refiere a Kane? —se fijó Hammer.
—El individuo del mono verde con una llave inglesa.
—Es Kane. ¿Qué es lo que tiene en contra de él?
—Quiero saber lo que hace. Es un idiota.
Lengyel tenía la cara redonda, gordezuela y con un leve temblor en la mandíbula.
Hammer se volvió a mirarle, reflejando en su flaco cuerpo un aire de absoluto desagrado.
—¿Ha estado usted molestándole?
—¿Molestarle yo? He estado hablando con él. Mi obligación es hablar con los hombres, averiguar sus puntos de vista, recoger información con la que organizar campañas para mejorar la moral.
—¿Y en qué sentido le molesta Kane?
—Es insolente. Le pregunté qué efecto le hacía trabajar en una nave que pronto llegaría a la Luna.
Comenté que la nave era un camino hacia las estrellas. Quizá me pasé un poco con el discurso, exageré algo, pero él se marchó de la forma más grosera. Le llamé y le pregunté:
—¿Por qué se marcha?
—Porque estoy harto de este tipo de discursos —dijo—. Me voy a mirar las estrellas.
—Bien —asintió Hammer—. A Kane le gusta mirar las estrellas.
—Era de día. Es un idiota. Desde entonces vengo observándole, y no trabaja nada.
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué lo conservan?
Hammer contestó con inesperada violencia:
—Porque lo quiero por aquí. Porque es mi suerte.
—¿Su suerte? —barbotó Lengyel—. ¿Qué demonios quiere decir?
—Quiero decir que cuando le tengo cerca, pienso mejor. Cuando pasa por mi lado, con su maldita llave inglesa en la mano, se me ocurren ideas. Lo he notado ya tres veces. No me lo explico: ni me interesa explicármelo. Ha ocurrido. Se queda.
—Está bromeando.
—En absoluto. Ahora déjeme en paz.
Kane estaba con su mono verde y su llave inglesa en la mano.
Se daba cuenta vagamente que la nave estaba casi lista. No estaba diseñada para transportar a un
hombre, pero había sitio para él. Sabía esto como sabía muchas cosas más: cómo apartarse de la gente la
mayor parte del tiempo; cómo llevar una llave inglesa hasta que la gente se acostumbró a verle con ella y
dejaron de fijarse en él. La atmósfera protectora consistía en pequeñas cosas como esa..., llevar la llave inglesa.
Tenía deseos que no entendía del todo, como mirar a las estrellas. Después, poco a poco, su atención
se limitó a mirar las estrellas con un vago anhelo. Luego, a cierto punto determinado. Ignoraba por qué precisamente aquel punto. Allí no había estrellas. No había nada que ver.
El punto se encontraba en lo más alto del cielo nocturno a final de primavera y en los meses de verano.
A veces se pasaba la mayor parte de la noche mirando el punto hasta que se hundía en el horizonte al sudoeste. En otras épocas del año se quedaba mirando el punto durante el día.
Había algo en su pensamiento en relación con ese punto que no acababa de cristalizar del todo. Algo
cada vez más fuerte y, a medida que pasaban los años, más tangible y ahora casi estallaba en busca de expresión. Pero aún no estaba del todo claro.
Kane se revolvió inquieto y se acercó a la nave. Estaba casi completa, casi entera. Casi todo encajaba perfectamente.
Porque en su interior, bien entrada la proa, había un hueco algo mayor que un hombre. Mañana, el camino estaría bloqueado por los últimos instrumentos y antes de eso había que llenar el hueco. Pero no con algo que ellos hubieran planeado.
Kane se acercó más. Nadie se fijó en él. Estaban acostumbrados a verle.
Había que subir por una escalerilla metálica y una maroma que había que arrastrar hasta llegar a la última abertura. Sabía dónde estaba, como si hubiera construido la nave con sus propias manos. Subió la escalerilla y trepó por la maroma. De momento no había nadie allí, na...
Estaba equivocado. Un hombre.
Éste le preguntó vivamente:
—¿Qué estás haciendo aquí?
Kane se incorporó y sus ojos vagos se quedaron mirándole. Levantó la llave inglesa y la dejó caer sobre la cabeza del que le había hablado. El hombre (que no había hecho ningún esfuerzo para esquivar el golpe) se desplomó.
Kane le dejó en el suelo, despreocupado. El hombre no estaría inconsciente por mucho tiempo, pero lo bastante para permitir a Kane meterse en el hueco. Cuando el hombre despertara no se acordaría para nada de Kane, ni por qué había perdido el sentido. Habría simplemente cinco minutos borrados de su vida, cinco minutos que nunca encontraría, ni echaría en falta.
En el oscuro hueco no había, naturalmente, ninguna ventilación, pero Kane no le dio la menor
importancia. Con la seguridad del instinto, trepó hacia arriba en dirección al hueco que iba a recibirle, y se quedó allí, jadeando, perfectamente encajado en la cavidad, como si fuera un vientre.
Dentro de dos horas empezarían a introducir el último de los instrumentos, cerrarían las compuertas y
dejarían allí a Kane, sin saberlo. Kane sería el único pedazo de carne y sangre dentro de una cosa de metal, cerámica y combustible.
Kane no temía ser descubierto antes de ser lanzada la nave. Nadie del proyecto sabía que existía esa cavidad. En el diseño no estaba previsto. Los mecánicos y constructores ignoraban haberlo puesto.
Kane se lo había arreglado solo.
Ni sabía cómo se las había arreglado, pero sabía que lo había hecho.
Podía contemplar su propia influencia sin saberlo, sin saber cómo la ejercía. Tomen por ejemplo a un hombre llamado Hammer, jefe del proyecto y el hombre más claramente influenciable. De todas las figuras vagas que rodeaban a Kane, él era el menos vago. A veces Kane se daba cuenta de él cuando se le acercaba con su andar lento y sin ruido por el terreno. Era lo único que necesitaba..., pasar junto a él.
Kane recordaba que le había ocurrido antes, especialmente con los teóricos. Cuando Lise Meitner decidió hacer la prueba con bario entre los productos del bombardeo del uranio por neutrones, Kane estuvo en un corredor cercano como un caminante en el que nadie se fija.
Estuvo recogiendo hojas secas y maleza en un parque en 1904, cuando el joven Einstein pasó junto a él reflexionando. Los pasos de Einstein se hicieron más vivos por el impacto de la súbita idea que se le ocurrió. Kane lo sintió como un shock eléctrico.
No sabía cómo lo había hecho. ¿Acaso la araña conoce la teoría arquitectónica cuando comienza a tejer su primera tela?
Pero podía ir aún más lejos. El día en que el joven Newton miró hacia la luna con el principio de una cierta idea, Kane estuvo allí. Y todavía antes.
El paisaje de Nuevo México, generalmente desierto, estaba repleto de hormigas humanas, arracimadas junto a la rampa de lanzamiento. Esta nave era diferente a todas las estructuras similares que la habían precedido.
Ésta se desprendería libremente de la Tierra, más que cualquier otra. Llegaría alrededor de la Luna antes de volver a caer. Iría abarrotada de instrumentos que fotografiarían la Luna y medirían sus emisiones de calor, buscarían radioactividad y probarían las estructuras químicas mediante microondas. Haría, por automatización, casi todo lo que podía esperarse de una nave tripulada por el hombre y enseñaría lo bastante para asegurarse que la próxima nave enviada sí estaría tripulada.
Claro que, en realidad, la primera nave, después de todo, era una nave tripulada.
Había representantes de varios gobiernos, de varias industrias, de varios grupos sociales, de varios organismos económicos. Había cámaras de televisión y periodistas.
Aquellos que no habían podido estar allí, lo veían desde sus casas y oían los números de la cuenta
regresiva, en un tono monótono, en el que se ha hecho proverbial durante las tres últimas décadas.
Al llegar a cero, los reactores entraban en funcionamiento y la nave, imponentemente, se elevaba. Kane percibió el ruido de los gases, como a distancia, y sintió la presión ejercida por la aceleración.
Desconectó su mente, elevándola hacia delante, liberándola de la conexión directa con su cuerpo a fin de evitar el sentir dolor e incomodidad.
Medio mareado, se dio cuenta que su largo viaje casi había terminado. Ya no tendría que maniobrar
cuidadosamente para evitar que la gente se diera cuenta que era inmortal. Ya no tendría que fundirse en lo que le rodeaba, ni vagar eternamente de un lugar a otro, ni cambiar de nombre y de personalidad, ni manipular mentes.
No había sido perfecto, claro. Cuando se dieron los mitos del judío errante y del holandés errante, él estaba allí. Nadie le había molestado.
Podía ver su punto en el cielo. Podía verlo a través de la masa sólida de la nave. O no lo «veía»
realmente. No encontraba la palabra adecuada.
Pero sabía que dicha palabra existía. Desconocía cómo estaba enterado de muchas de las cosas que
sabía, pero era consciente que, a medida que pasaban los siglos, iba conociéndolas gradualmente con una seguridad que no requería razones.
Había comenzado como un ovum (o algo que la palabra ovum lo definía bien) depositado en la Tierra
antes que fueran edificadas las primeras ciudades por criaturas cazadoras y nómadas llamadas, desde
entonces, «hombres». La Tierra había sido cuidadosamente elegida por su progenitor. No todos los mundos servían.
¿Qué mundo era el que servía? ¿Cuál era el criterio? Eso no lo sabía aún.
¿Conoce una avispa icneumona suficiente ornitología para poder encontrar la especie de araña que cuidará sus huevos, y pincharla lo suficiente a fin que ésta siga con vida?
El ovum lo soltó por fin y adoptó la forma de hombre y vivió entre los hombres y se protegió de los hombres. Y su único propósito fue organizar que los hombres viajaran a lo largo de un camino que terminaría en una nave y dentro de la nave una cavidad y dentro de la cavidad, él.
Había tardado en conseguirlo ocho mil años con una lenta y continua lucha.
El punto en el cielo se hizo más visible ahora que la nave salía de la atmósfera. Ésta era la llave que abría su mente. Ésta era la pieza que completaba el rompecabezas.
Las estrellas parpadeaban dentro de aquel punto que no podía ser visto por el hombre a simple vista.
Una en particular brillaba más que las otras y Kane anhelaba llegar a ella. La expresión que había ido creciendo en su interior durante tanto tiempo, estalló ahora.
—Hogar —murmuró.
¿Lo sabía? ¿Acaso el salmón estudia cartografía para descubrir el manantial de donde surgió el arroyo de agua clara en el que, años antes, nació?
El paso final se dio en el lento madurar que había tardado ocho mil años, y Kane había dejado ser larva y era adulto.
El adulto Kane salió de la carne humana que había protegido la larva y también se desprendió de la nave. Corrió adelante, a velocidades inconcebibles, hacia su hogar, del que algún día saldría de nuevo paseando por el espacio para fertilizar algún planeta.
Y surcó el espacio, sin volver a pensar en la nave que llevaba su crisálida vacía. No pensó en que había
empujado a todo un mundo hacia la tecnología y los viajes espaciales, sólo para que la cosa que había sido Kane pudiera madurar y conseguir su culminación.
¿Le importa a una abeja lo que le ocurre a una flor cuando ella ha terminado de libar y se aleja?
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