La voz del lobo
Francis Carsac
***
I
El intermitente rojo parpadeó, se apagó, volvió a encenderse definitivamente. Arrancado de la duermevela en que le había sumido la monótona vigilancia de la pantalla del hiperradar, Jean Michaud sacudió la cabeza, ahuyentando las últimas brumas de su entumecimiento. Sobre el fondo fluorescente, entre unas pequeñas manchas, reflejos de polvos cósmicos, acababa de aparecer un punto más claro. Con un gesto rápido, Michaud bajó la manecilla del comunicador.
—¡Contacto, comandante!
—¡De acuerdo!
Un minuto después, el comandante Olivarez estaba allí. Pequeño, moreno, el rostro enjuto y alargado partido en dos por la sombra de un poblado bigote que la navaja no conseguía borrar, contrastaba notablemente con el joven alférez de navío, que con su corpulencia y su elevada estatura —un metro noventa— aplastaba el asiento de metal.
—¿Desde cuándo tiene usted ese contacto?
—Le he llamado inmediatamente, comandante. Estamos al máximo alcance.
—¡Cien millones de kilómetros! Eso nos concede algún tiempo, si se trata de algo que no sea un asteroide o un cometa. A esa distancia, el telescopio no nos servirá de nada. Ninguna idea acerca de su trayectoria, ¿verdad?
—El Fijascope no indica nada, por ahora.
—Bien. No lo pierda de vista.
Michaud vaciló un segundo.
—¿Vamos a su encuentro, comandante?
Olivarez no acostumbraba a discutir sus decisiones con sus subordinados. Esta vez hizo una excepción.
—Todavía no lo sé. En el sector en que nos encontramos no hay colonias ni razas no humanas conocidas. ¿Un explorador? Nos aseguraríamos fácilmente de ello emitiendo un mensaje, pero prefiero abstenerme, si se trata de una nueva raza. Si sus radares no son tan buenos como los nuestros, podríamos acercarnos lo suficiente como para utilizar el telescopio antes de que nos localicen a nosotros...
—En ese caso, ¿por qué no ensayar la longitud de onda del código del Servicio? Si no son de los nuestros, hay pocas posibilidades de que estén en esa frecuencia.
—¡Vamos, Michaud! Nosotros tenemos un monitor, que escucha en todas las longitudes prácticas. Ellos pueden hacer lo mismo.
—Bien, comandante. ¿Cuántas de nuestras expediciones han encontrado razas no humanas, hasta ahora?
Olivarez era un xenólogo de renombre al mismo tiempo que comandante del explorador La Fulgurante.
—Diecisiete. Pero ninguna en ese cuadrante.
Al quedarse sólo, el joven alférez fijó su atención en los aparatos. El punto luminoso parecía inmóvil. Michaud activó la pantalla de visión. No esperaba ver la astronave extranjera, suponiendo que se tratara de una astronave: estaba demasiado lejos. Abajo, a la izquierda, velada por el fotocompensador automático, centelleaba la estrella cuyo sistema acababan de explorar, y, en el centro, el cuarto planeta, su objetivo, nadaba majestuosamente en el espacio, pequeña mancha redonda y verdácea.
—¿Qué diablos hacen en el continuum, tan cerca de un mundo? Si son de los nuestros, podemos despedirnos de la mitad de la prima de descubrimiento... Y si son extranjeros... ¿Vienen también en calidad de exploradores, o están ya en su casa?
La aguja del Fijascope osciló, avanzó ligeramente hacia la derecha.
—¡Caramba! ¡En línea recta hacia nosotros, me parece! ¡Comandante, es una astronave!
El sonido metálico del timbre «todos a sus puestos» desgarró el ruido de fondo producido por el zumbido de las máquinas. Unos instantes después, un joven pelirrojo y delgado se dejó caer sobre el asiento de la izquierda: Jerry Dahl, el telemetrista-radar al que Michaud había revelado. Diez segundos más tarde, el oficial de tiro, Boris Ivanov, se sentaba a la derecha, tras haber cerrado la puerta con compartimiento estanco. El equipo del puesto I estaba completo.
—¿Qué has localizado, Jean? ¿Un extranjero, o un compañero que nos quiere birlar la prima?
Las largas manos delgadas y cubiertas de manchas rojizas se movían sobre las manecillas con una destreza que Michaud no hubiese podido igualar.
—¡Eso es lo que me gustaría saber!
Metalizada por el comunicador, la voz de Olivarez interrumpió la conversación:
—Acabamos de emitir la señal de reconocimiento. Es casi seguro que hemos sido localizados. Sin embargo, no podemos esperar una respuesta antes de diez minutos. La probabilidad de que se trate de una astronave extranjera es elevada. Acabo de releer las instrucciones que nos dieron en el momento de salir de la base: nuestro camarada más próximo, el Antares, se encuentra a unos cien años luz de nosotros.
»Pocos de ustedes han participado ya en un primer contacto. Debo recordarles que la sangre fría y la disciplina son las cualidades más indispensables. Todo el futuro de las relaciones entre los hombres y los otros puede depender de los minutos que van a seguir. Nadie debe disparar sin orden formal, aunque estemos bajo el fuego, aunque seamos tocados. A partir del momento en que suene la alerta roja y el zafarrancho de combate, quiero a todo el mundo en espaciandra interior. Que nadie lo olvide. ¡Nada de tonterías a ese respecto! No son molestas, han sido concebidas especialmente, y les darán tiempo para endosarse las verdaderas espadañaras, si por desgracia las necesitan. Nada más. ¡Telemetrista, su informe!
—Dirección 000, distancia 98 millones. Velocidad 5.000 kilómetros por segundo, composición radial. Velocidad tangencial desconocida —cantó Jerry Dahl.
—¡Oficiales de tiro, su informe!
—Tubos 1 y 2 cargados, cabezas termonucleares, tubos 3 y 1 cargados, cabezas atómicas, tubos 5 y 6 cargados, cabezas químicas —respondió Ivanov.
—Tubos 7 y 8 cargados, cabezas termonucleares, tubos 9 y 10 cargados...
Sucesivamente, los seis puestos de tiro desgranaron su letanía de muerte.
—Dirección 000, distancia 97 millones 900 millas, velocidad radial 6.000 km/seg...
—No cabe duda, nos han visto —murmuró Michaud.
—¿Tú primer combate? —interrogó el ruso.
—Sí. ¿Y tú?
—Tres contra los Kzlils...
Con un gesto de enojo, Dahl les impuso silencio. Una brusca presión les pegó a los respaldos de sus asientos: La Fulgurante aceleraba, a 2 g. Transcurrieron los minutos, silenciosos; luego, unos timbrazos entrecortados les hicieron sobresaltar. La alerta roja, que precedía al timbre de zafarrancho de combate.
Michaud saltó, pero Ivanov le había precedido ya. Sacó del armario metálico las tres combinaciones ligeras que les permitirían soportar la descompresión, si no era demasiado brutal, durante el tiempo que necesitarían para colocarse las espaciandras. Fijaron sobre sus rostros la máscara de oxígeno y volvieron a ocupar sus puestos, mientras Dahl se vestía a su vez.
El altavoz clamó:
—Respuesta recibida. El idioma es completamente desconocido. ¡Hijos míos, vamos a tener el honor de un primer contacto! Alférez Michaud, el teniente Caccini va a reemplazarle. Preséntese inmediatamente en el puesto de mando...
—¡Granuja, vas a poder verlo todo!
—...y tráigase su espaciandra.
Un coro de risas saludó, en toda la astronave, aquella última recomendación. Michaud no habría podido endosarse otra espaciandra que no fuera la suya.
—Dirección 3 grados. Este. Distancia 95 millones. Velocidad 7.000 km/seg.
A media voz, Dahl añadió:
—Está maniobrando. ¿Para abordarnos, o para evitarnos? Buena suerte, y hasta pronto. ¡Eso espero!
Cuando Michaud entró en el puesto de mando, Olivarez le esperaba allí rodeado de su estado mayor: el primer teniente Ali Kemal, el segundo teniente Terai, cuya indolencia polinésica no ocultaba del todo su energía, Horqarnaq, el mecánico jefe, esquimal tripudo y risueño, y de dos paisanos, Herr Doktor Müller, el lingüista, y Oumbopa, el astrónomo cafre, el único que por su estatura, ya que no por su corpulencia, podía rivalizar con el alférez de navío a bordo de La Fulgurante.
—Le he enviado a buscar, Michaud, porque según su ficha ha escogido usted la lingüística como especialidad. A partir de este momento, y por el tiempo que sea necesario, queda usted a las órdenes del doctor Müller.
—Ach, mi joven amigo, ¿dónde ha estudiado, y con quién?
—En la academia astronáutica de Reganne, con el profesor Vandenberg.
—¡Perfecto, perfecto! Vandenberg es uno de mis antiguos condiscípulos, y le aprecio mucho, aunque a veces no estemos de acuerdo en la traducción de los rollos de las ciudades muertas de Alpha-Polaris III. Venga conmigo, oirá usted el registro del mensaje que hemos recibido como respuesta al nuestro.
Pasaron a la salita que era el dominio del Herr Doktor.
—¡Siéntese, siéntese! ¡Los alumnos de mis amigos son mis amigos! He aquí el mensaje.
Del magnetófono surgió una voz cantarina:
—Anéo'iditélékrantchaboetélé ansitélékranchatéoutélalou hinéto betéoersiteriskaridoro.
—Tres palabras, o quizás tres frases que no llegamos a descomponer. No entiendo nada.
—¡Yo tampoco, querido, yo tampoco! Teufel, su comandante nos toma por brujos. Si tuviéramos más palabras, y unas imágenes, tal vez conseguiríamos algo. Mein Gott! ¡Cuando pienso en todas las burradas que pueden oírse y leerse sobre el descifrado de idiomas desconocidos! Mire, tengo aquí una novela de un autor cuyo nombre no le daré, porque es demasiado conocido. Pues bien, en esa historia, una de nuestras astronaves llega a un planeta, la tripulación encuentra unas inscripciones, y ¡hop!, en tres páginas, el lingüista de a bordo lee correctamente los textos. ¡Hay que ver! Tome esos famosos rollos de Alpha-Polaris: estamos seguros de que el lenguaje es del tipo del de los Klens montañeses. Pues bien, donde su maestro, mi amigo Vandenberg, lee: Yo, Akka, Rey, hice un sacrificio a los dioses, yo leo: Yo, Akka, Rey tomé una nueva concubina. ¡Ja, ja, ja! Tiene gracia, ¿verdad? Y yo estoy seguro de que tengo razón. Según sus bajorrelieves, los protoklens eran una pandilla de sátiros. Y Vandenberg es demasiado puritano. Volvamos al puesto de mando, volen sie? Tal vez haya alguna novedad.
Oumbopa reguló minuciosamente el gran telescopio. Situado en la parte delantera de la astronave, y destinado a estudiar de lejos los sistemas visitados antes de acercarse a ellos, el aparato, provisto de un amplificador electrónico, permitía unas ampliaciones fantásticas. Pero sobre su pantalla sólo se veía una pequeña mancha luminosa, sin forma definida.
—Hay que esperar, comandante —dijo el astrónomo negro, con su voz de bajo africana, vibrando más sordamente que una voz europea.
Esperaron, el silencio interrumpido únicamente por los informes de los telemetristas y el «sin novedad, comandante» de los radios que trataban inútilmente de restablecer el contacto con «los otros»
Todo estaba silencioso a bordo de La Fulgurante. Encerrados en los compartimentos estancos, los hombres esperaban la orden que desencadenaría los proyectiles a fusión, o, por el contrario, terminaría con el zafarrancho de combate. Fuera, detrás del delgado casco, ¡oh!, tan delgado ahora, las estrellas taladraban la oscuridad del espacio con su luz sin destellos, y, lejos debajo de la astronave, giraba el planeta desconocido que habían venido a reconocer en nombre de la humanidad y que «los otros» iban tal vez a disputarles. Hasta ahora, la expansión humana en el Cosmos había sido pacífica, con la breve interrupción, diez años antes, de la guerra kzililiana.
Un comunicador zumbó. Olivarez empuñó el receptor.
—Comandante, ahora estamos seguros de que el planeta no emite ninguna forma de energía, aparte de las energías naturales. Ni radio, ni ondas de Kolback, ni radioactividad, salvo lo que es normal.
—Ese mundo, por tanto, carece de vida inteligente, o al menos de civilización industrial.
—A no ser, comandante, que nos hayan localizado y que se hagan el muerto...
—Una civilización no se hace el muerto, como una foca, Horqanaq. Además, en el momento de acercarnos, tampoco nosotros hemos emitido nada. Lo malo es que si esa Tierra del cielo es virgen para nosotros, lo es también para ellos.
Con un gesto, señaló la pequeña mancha luminosa en la pantalla. Se había agrandado, evidentemente. Oumbopa reguló el telescopio.
—¡Ahora se ve una forma!
—Si a eso se le puede llamar forma...
—No es de los nuestros, ni de los Krens, ni de los Hopolpops, ni de los Sinerios, ni de los...
—No hace falta que recite toda la serie, Kemal —interrumpió Terai—. Es algo nuevo, en efecto.
—Probablemente son menos tradicionalistas que nosotros, o que cualquiera otra raza que conozcamos...
—¡Efectivamente! En tanto que nosotros hemos conservado para nuestras astronaves el aspecto exterior de los modelos primitivos, ahusado o esférico...
—Algo de ese tipo había sido propuesto en otros tiempos, cuando nuestros antepasados pensaban poder conquistar el espacio con unos cohetes atómicos...
—¡Era menos complicado!
El aparato desconocido se dibujaba ahora claramente sobre la pantalla. De una parte central en forma de globo partían unas estructuras radiales, como las espinas de un erizo, cada una de ellas terminada en una especie de pala. No era ningún medio de propulsión.
—Deben utilizar el cosmomagnetismo, como nosotros...
—¡Comandante, comandante! ¡Contacto televisivo!
El grito del oficial de comunicación interrumpió los comentarios. La pantalla de televisión se había encendido, recorrida de vivas irisaciones. Tensos, los hombres se limitaron a mirar. Las irisaciones se ordenaban y, durante una fracción de segundo, hubo una imagen.
—¿Ha visto?
—Sí, serían...
—¡Los primeros humanoides localizados!
—¡Imposible! Sobre una imagen tan fugitiva, nuestros ojos...
—En todo caso, buscan el contacto...
—Una emisión equivocada...
—¿Con su nivel técnico? ¿Y hacia quién...?
—¡Ya vuelve!
La imagen se fijó sobre la pantalla. ¡Surgido de las profundidades del espacio, un rostro les miraba, un rostro humano! Desde luego, no podía pertenecer a ninguna raza terrestre. Bajo unos largos cabellos de oro verde, la frente alta, lisa, estrecha, dominaba a unos ojos extraños, de color violeta, almendrados, unos ojos oblicuos, hiperasiáticos. La nariz recta y fina, la boca mediana, sin prognatismo, la piel de un moreno claro, cálido, cobrizo. El cuello era largo y gracioso, las orejas pequeñas pero carnosas, el rostro triangular, y las comisuras de la boca, ligeramente vuelta hacia arriba, le daban un aire de amable ironía.
—¡Dios mío, qué hermosa es! —El grito se le escapó a Michaud.
—Pero, ¿es una mujer?
—¡Mire! ¡Además, ahí está un hombre!
Un segundo personaje acababa de aparecer, algo más alto, de facciones más duras, pero con las mismas características raciales.
—Transmitan a su vez —ordenó Olivarez—. Que vean que también nosotros somos humanos.
—¿No vamos a luchar contra ellos, comandante?
—¡No, si puedo evitarlo! ¡Fotografíen todo lo que se ve de su puesto de mando!
Detrás de los desconocidos, todo un tablero hormigueaba de aparatos, familiares en su rareza. El hombre manipuló en unos mandos y se encendió una pantalla, en la cual apareció la imagen de los oficiales de La Fulgurante.
Olivarez se situó delante del transmisor y, con las manos extendidas hacia adelante, declaró lentamente:
—¡Saludamos a nuestros hermanos del espacio! ¡Venimos en son de paz!
II
—Ilia olenga aritsuno teb irig'no ...no, me equivoco, irieg'no...
El idioma extranjero, el idioma de los «otros» acudía casi naturalmente a sus labios. Desde hacía tres meses, La Fulgurante orbitaba alrededor del planeta y la astronave extranjera hacia otro tanto. Con un acuerdo al principio tácito, luego claramente definido, los dos comandantes habían decidido esperar a que la barrera lingüística quedara eliminada antes de aterrizar y de establecer contacto. En La Fulgurante, Müller y Michaud debían actuar como intérpretes. Entre los «otros», la joven y su hermano desempeñarían el mismo papel.
Las cosas habían progresado lentamente. A pesar de la ayuda de las imágenes transmitidas por televisión, no resultaba fácil para dos razas, dos civilizaciones completamente extrañas, entenderse. Las palabras concretas, relacionadas con los actos simples, habían sido rápidamente asimiladas por las dos partes. Pero, si bien resulta fácil decir: «Me siento en la silla», es más delicado expresar unas abstracciones, unos sentimientos. Por fortuna, la «humanidad» de los extranjeros parecía extenderse a su psicología, y no cabía duda de que se escribirían muchas tesis sobre los dos mundos, a propósito de la inverosímil coincidencia que había producido unas evoluciones tan paralelas en la Tierra y en Elalouhin. La evolución se extendía al número de los cromosomas y probablemente a los genes y a la bioquímica, lo cual indujo a Brian O'Hara, uno de los biólogos de La Fulgurante, a expresar la opinión de que un matrimonio mixto sería sin duda fecundo.
El estudio del idioma elalouhini había sido difícil e ingrato, y sin la poderosa ayuda del anciano filólogo alemán, Michaud no hubiese conseguido hablarlo en tan poco tiempo. Ilia, la joven extranjera, había tenido menos trabajo para dominar el espacial, voluntariamente simplificado en su sintaxis, si no en su vocabulario.
—Ilia, me siento feliz al pensar que pronto podré saludarla personalmente —dijo Michaud—. Estoy seguro de que ese encuentro beneficiará inmensamente a nuestras dos razas, tan lejanas y tan próximas a la vez.
—Yo también me siento feliz. ¿Recuerda sus temores, Jean?
Michaud rió de buena gana. En cuanto pudieron intercambiar algunas frases, se había interesado por la estatura de Ilia, temiendo que fuera una gigante de diez metros de altura, o una enana de treinta centímetros. Nada permitía establecer a priori la escala de los objetos o de los seres que aparecían en la pantalla del televisor. Pero, de una medida de la astronave extranjera, y de una indicación de las relaciones de magnitud, había deducido, con una sensación de alivio, que los Elalouhinis se adaptaban a las normas terrestres: Ilia medía alrededor de 1,73 m. y su hermano 1,80 m.
Toda amenaza de conflicto parecía descartada. Los Elalouhinis efectuaban un viaje de exploración, mucho más allá del límite normal de su expansión, y no tenían la intención de colonizar aquel planeta demasiado lejano. Formaban, a más de 600 años luz de la zona terráquea, una vasta confederación pacífica de pueblos, de los cuales ningún otro era humanoide.
—Aterrizaremos mañana, Ilia. ¿Lo sabía?
—Sí. Nosotros haremos lo mismo, a quince eltons... es decir, a unos diez kilómetros, según las medidas de ustedes. Y pasado mañana...
—¡Pasado mañana, el gran encuentro! ¡Las dos razas humanas de la galaxia finalmente reunidas, entre tantos no-humanos!
—Entre nosotros hay una antigua profecía que dice que un día encontraremos a nuestros hermanos «en el camino de las estrellas». ¿Anticipación de un vidente, o pura coincidencia? Tendremos muchas enseñanzas que intercambiar. Nosotros hemos aprendido mucho. El paralelismo de nuestro desarrollo cultural, al mismo tiempo que físico, proyectará, sin duda, una gran claridad sobre las causas profundas de la evolución...
—Sólo me entristece una cosa, Ilia. Después de esa reunión, tendremos que volver a separarnos. ¿Quién sabe cuándo nos veremos de nuevo? Soy oficial, y tengo que obedecer órdenes...
—No olvide que ahora habla usted nuestro idioma, y que le reclamaremos como oficial de enlace.
El rostro de Michaud se iluminó.
—¿Le agradará volver a verme?
—Tal vez. Pero, ¿no estamos demasiado lejos de ustedes, con nuestras costumbres distintas, nuestro hábito de comer la carne cruda...?
—Nuestra raza incluye a numerosas civilizaciones, como ustedes las tuvieron en el pasado. A bordo de La Fulgurante están representados once pueblos, y hemos aprendido a respetarnos mutuamente, aunque no siempre nos comprendamos del todo. Y, después de tres meses de vernos y de hablarnos diariamente, de vencer juntos las dificultades idiomáticas, me siento tan cerca de usted como de la mayoría de mis carneradas de a bordo, quizás más cerca que de la inmensa mayoría de ellos.
Ilia enrojeció ligeramente.
—A biltuerenga, e ten, erenga knou bilto etil. La amistad nace de las palabras amables, y la amistad hace pronunciar la palabra. Hasta mañana, Jean, y esta vez cara a cara...
Una vez cortada la comunicación, Michaud se quedó pensativo. ¿Qué había querido expresar Ilia con aquel refrán? Consultó sus numerosas notas. Bilto etil: pronunciar la palabra. La Palabra, con P mayúscula. La que, pronunciada públicamente, comprometía. El equivalente elalouhini del «sí» sacramental. ¿Estaba enamorada de él, se proponía pasar por encima de la barrera de centenares de años luz? O'Hara afirmaba... ¡Al diablo! Él no estaba enamorado de Ilia. ¿O sí? Hablaba de ella lo suficiente como para haberse convertido en objetivo de las bromas de los tripulantes de La Fulgurante. Bueno, a fin de cuentas, ¿qué tenía de malo la cosa? Si las dos razas eran tan similares como parecía, los matrimonios mixtos serían inevitables. Él sería el primero, sencillamente...
Apenas tuvo tiempo de pensar en su problema, el día siguiente. Olivarez le encargó de dirigir la expedición que aterrizaría en «Encuentro», nombre que se había dado al planeta. Los informes de los equipos de ecólogos y de biólogos enviados en vanguardia cuando se supo que el contacto de las dos razas sería pacífico, eran todos favorables: medio muy semejante al medio terrestre, ninguna bacteria o virus que la multivacuna no pudiera combatir.
Establecieron su campamento al pie de una colina, cerca de un lago alargado y estrecho, cuyas orillas eran frecuentadas por millares de seudoaves acuáticas. Por todos los otros lados se extendía hasta el infinito una llanura ondulada, cubierta de altas gramíneas y cortadas por cortinas de árboles. A media tarde, la esfera de los Elalouhinis descendió al otro extremo del lago. Un breve contacto telefótico confirmó la presencia de Ilia y de su hermano.
Los barracones provisionales fueron montados rápidamente. Se había acordado que el encuentro tendría lugar al día siguiente, en el campamento terrestre, a las nueve de la mañana, hora local, en presencia de los dirigentes de las dos partes. Todo parecía marchar sobre ruedas.
El drama estalló a las cinco de la tarde. Media hora antes, tres jóvenes astronautas se habían presentado a Michaud pidiéndole autorización para tomar un vehículo ligero y dirigirse al lago para comprobar si contenía aquellos peces que los biólogos habían localizado y que, después de una serie de pruebas, habían hecho las delicias de la tripulación y de los oficiales. El campamento estaba casi instalado, y no existía ningún motivo para denegar el permiso. Michaud se limitó a recordarles que no debían tratar de encontrar a los Elalouhinis.
Los tres jóvenes partieron.
A las cinco, exactamente, el chasquido lejano de una pistola lanzacohetes hizo sobresaltar al alférez de navío. Luego se encogió de hombros: un cohete explosivo en el agua era el mejor sistema de pesca, cuando no había reglamentos en contra, ni guardas encargados de aplicarlos. Sin embargo, como había oído casi simultáneamente un silbido particular, penetrante, tomó sus gemelos y escudriñó las orillas del lago. Lejos, detrás de un bosquecillo, en la dirección de la esfera, el vehículo regresaba.
«¡Imbéciles! Han ido a espiar a los Elalouhinis, a pesar de mi prohibición —pensó Michaud—. ¡Un mes de calabozo aclarará sus ideas acerca de la obediencia! Lo menos que puedo aplicarles son tres días, y con el viejo "Diez veces más" Olivarez, nadie les quitará un mes...»
El vehículo se acercaba, zigzagueando. Inquieto, lo enfocó con sus gemelos. ¡Un hombre al volante, uno solo! Los otros asientos estaban vacíos.
—¡Maldición! —exclamó Michaud—. ¿Qué ha pasado? Temía ya lo peor.
—¡Bengson! ¡Craig! ¡Carrere! ¡Un vehículo, y conmigo, armados!
Allá abajo, el auto había girado brutalmente a la derecha, clavándose en un matorral. Los cuatro hombres subieron rápidamente al vehículo y rodaron a la velocidad máxima.
Un hombre estaba caído de bruces sobre el volante, mejor dicho, una piltrafa con forma humana. La carne de la cara aparecía desgarrada, particularmente alrededor de los ojos, como si se hubieran encarnizado con él o arañazos. Otros profundos rasguños desaparecían debajo de las ropas destrozadas, y la sangre fluía abundantemente de una herida en la garganta.
—¡Dios mío! ¿Se ha peleado con unos gatos?
Michaud levantó la cabeza del herido.
—¿Y los otros? ¿Dónde están los otros, Abdul?
Un ojo se abrió penosamente.
—Muertos... atacados... los monos... Alá...
Una contracción espasmódica, y Abdul murió.
—Craig, lléveselo. El vehículo no tiene nada. Los otros me acompañarán.
Siguieron, en sentido contrario, la pista que el vehículo había dejado en las hierbas.
«Ya estamos en el baile —pensó Michaud, desesperado—. ¡La guerra! ¿Por qué aberración han llegado a las manos? Atacados, ha dicho Abdul, ¿Habrían representado los "otros" la comedia del pacifismo para mejor aplastarlos? En tal caso, ¿por qué esta ridícula y trágica escaramuza, que sólo había servido para provocar la alarma?»
Michaud frenó brutalmente y descolgó el comunicador.
—BX3 a FC4. BX3 a FC4. Urgente. Urgente. Urgente. Habla Michaud. Llamando a La Fulgurante. Llamando a La Fulgurante. ¡Alerta roja! ¡Alerta roja! Abdul, Hermann, Kemp, asesinados por los Otros (de un modo completamente natural acudía a sus labios la antigua denominación, abandonada en favor de Elalouhinis). Voy a investigar sobre el terreno.
—Aquí, Olivarez. ¿Qué sucede, Michaud? No pierda la sangre fría. No tenemos aún ninguna prueba de hostilidad. La astronave elalouhini no se ha movido. Debe tratarse de un error. No establezca contacto directo. Envío la chalupa número dos como refuerzo. Vuelva a llamarme en cuanto sepa algo.
Desfilaban entre las altas hierbas que se acostaban bajo el vehículo con un suave crujido. Llegaron al lugar de la lucha.
Nada, o casi nada, quedaba de Hermann: un cadáver literalmente destrozado, sin cabeza, y cuya mano empuñaba todavía la pistola lanzacohetes. Mucho menos quedaba de dos elalouhinis, que habían recibido el proyectil a quemarropa. Un tercero yacía boca arriba con la garganta abierta, en medio de un charco de sangre roja, de sangre humana. Un cuarto cadáver reposaba medio hundido la hierba, con una extraña arma en la mano, una parte del rostro arrancada y un largo cuchillo de reglamento plantado en el vientre. Kemp, hecho una bola, no se movía ya.
—¡Tres hombres, cuatro Elalouhinis! ¡Siete cadáveres! Tan muertos los unos como los otros. Vamos, regresemos.
—¿No nos llevamos a los nuestros, comandante? —preguntó Carrere.
—No. Si se trata de un trágico error, es preferible dejarlo todo tal como está para la encuesta común. Si es la guerra...
Dejó la frase sin terminar.
—El comandante ha encargado que le llame usted urgentemente —dijo el tripulante que Michaud había dejado a la escucha.
—¿Es usted, Michaud? Acabamos de recibir un mensaje de los Elalouhinis. Solicitan que se ponga usted inmediatamente en contacto con su base avanzada. Hágalo, pero a canal abierto, de modo que yo pueda seguir la conversación. ¡Hable en espacial!
—Comprendido.
En la pantalla se dibujó el rostro pálido y triste de Ilia. Detrás de ella, su hermano Ehiho permanecía en pie, los brazos cruzados sobre el pecho, el rostro duro y cerrado.
—Jean, ¿cómo es posible que sus hombres hayan atacado a los nuestros? Veníamos en son de paz, y usted lo sabe. ¡Qué salvajismo! ¡Nuestros hombres, destrozados!
—¡No ha visto usted los míos! ¿Han tenido supervivientes? Me gustaría oír su historia. Entre nosotros no ha habido ninguno.
—Entonces, nadie sabrá lo que ha pasado. Pero yo le aseguro que nuestras órdenes eran concretas. En caso de encuentro fortuito, mantener una actitud distante, pero amistosa.
—También entre nosotros eran concretas las órdenes. ¿Entonces?
—Entonces, hay algo que no comprendemos.
—Tampoco yo lo comprendo. ¿Qué propone usted?
Ehiho se adelantó.
—En tanto no sepamos lo que ha sucedido, considero imprudente seguir nuestros antiguos planes. No habrá entrevista mañana en el campamento de ustedes. Pero, ¿está usted dispuesto a encontrarse conmigo, a solas, a medio camino? Queden todavía dos de sus horas de plena luz.
Michaud lanzó una ojeada a la pantalla que recibía las emisiones de La Fulgurante. Olivarez inclinó la cabeza afirmativamente.
—De acuerdo. Pero comprenderá que desee tomar precauciones. No llevaré ninguna arma, ni visible, ni oculta. Sugiero que haga usted lo mismo, y que reduzcamos nuestros vestidos al mínimo. Dejaremos nuestros vehículos a una distancia de cien metros del lugar de reunión. La zona despejada que se encuentra casi a medio camino, cerca del lago, podría convenir, en mi opinión.
—Acepto. Voy a prepararme.
Ehiho desapareció de la pantalla.
—Jean, le aseguro que tiene que existir un terrible malentendido. ¡Nosotros no deseamos la guerra!
—Nosotros tampoco, Ilia —dijo Michaud, en tono más grave—. Le prometo que haremos todo lo que esté a nuestro alcance para que el malentendido se disipe. Hasta la vista...
Se interrumpió antes de decir: querida.
III
Michaud detuvo su vehículo y saltó a tierra. La zona estéril se extendía delante de él, y, a unos 400 metros, aproximadamente, se detuvo el panzudo vehículo que transportaba a Ehiho.
Michaud ando lentamente a su encuentro. El viento del atardecer bañaba de frescor la piel desnuda de su torso y de sus piernas. Allá abajo, el Elalouhini no era más que una silueta, cuya agilidad admiró. Ehiho iba también casi desnudo, y Michaud pudo ver que si bien era menos alto y menos macizo que él mismo, poseía una musculatura que muchos atletas hubiesen envidiado Llegaron a treinta metros de distancia uno de otro y, simultáneamente, se detuvieron. Sorprendido, Michaud notó que sus pelos se erizaban.
«¡Absurdo! —pensó—. Se trata de Ehiho, con el cual he hablado un centenar de veces por televisión y que, por muchos conceptos, está más cerca de mí que muchos de mis camaradas. Es el hermano de Ilia...»
Pero volvió a emprender la marcha con una extraña repugnancia, y se dio cuenta con espanto de que su paso se había transformado en un paso de fiera al acecho, de cazador paleolítico. A pesar suyo, sus músculos se tensaron, sus ojos adquirieron la movilidad de los de una fiera. Se encontraron cara a cara.
Michaud tuvo tiempo de entrever una sonrisa crispada en los labios de Ehiho, y luego el odio se apoderó de él, en el instante en que el rostro del otro quedaba desfigurado por un espantoso rictus de combate. Michaud saltó, con las manos abiertas para estrangular.
El Elalouhini le esperó a pie firme, lanzando su puño que se estrelló contra el pecho del alférez de navío, arrancándole una exclamación de sorpresa y de dolor. Al mismo tiempo, su propio puño salía disparado. Con una alegría feroz, percibió el ruido sordo sobre la carne. Todo en el otro le resultaba odioso ahora, su color, su voz, su aliento que le llegaba, rudo, entre dos golpes, su olor a carne cruda y viviente. Una sola idea, un solo deseo le poseía: matar, desgarrar, aplastar, matar, matar, matar...
Y mientras luchaba así, con todos sus instintos tendiendo a la destrucción, una parte de su conciencia permanecía despierta en él, como un espectador impotente, diciéndole que trataba de destruir a Ehiho, su amigo Ehiho, el hermano de Ilia, Ehiho, que había venido a su encuentro para aclarar el trágico malentendido.
Sangraba ahora por la nariz y por la boca, los labios aplastados. El Elalouhini, menos fuerte, estaba probablemente mejor adiestrado en la lucha. Sin embargo, un formidable golpe en pleno rostro le hizo tambalear y Michaud aprovechó la ocasión, lanzándose al cuerpo a cuerpo. Su mano derecha agarró la garganta del otro, en tanto que la izquierda protegía su propio cuello. Ehiho había conseguido aferrar su muñeca, disminuyendo así la fuerza de su ataque. Rápidamente, Michaud soltó la garganta de Ehiho y, aprovechándose de la sorpresa, aplastó el brazo de su adversario de un rodillazo. Luego volvió a engarfiar el cuello del Elalouhini. Una serie de violentos golpes en la cabeza, que alguien le propinaba por detrás, no le hicieron desistir de su siniestro designio.
Ehiho oponía cada vez menos resistencia. Una voz gritaba al oído de Michaud unas palabras que el alférez no oía.
—¡Muerte a los monos! —aulló, triunfante.
¿Muerte a los monos? Súbitamente, recobró la conciencia. ¿Qué había dicho Abdul antes de morir? Unos monos... La voz era ahora clara.
—¡Jean! ¡Jean! ¡No me obligue a disparar!
Levantó la cabeza, apartando los ojos del enemigo, medio ahogado. Ilia estaba delante de él, con el rostro surcado de lágrimas, apuntándole con una extraña pistola. Michaud se incorporó, tambaleándose. ¿Ilia? ¿Qué estaba haciendo allí? ¿No podía dejar que un hombre suprimiera a un mono?
Ehiho se irguió lentamente, atacó. De un puñetazo bien dirigiendo envió a Michaud rodando por el suelo, donde no se movió.
—¡Márchese, Jean, márchese en seguida! ¡Lo comprendo todo! ¡Márchese, antes de que experimente demasiados deseos de matarle! ¡Márchese, por lo que sea más sagrado para usted! ¡Oh! ¡Habíamos esperado tanto de este encuentro!
Michaud la contempló, estupefacto. Era Ilia, tal como la había visto tantas veces en la pantalla, tal como había esperado estrecharla un día entre sus brazos. Y, sin embargo, toda una parte de su inteligencia sopesaba la posibilidad de hacerla víctima de una treta que la desarmara, convirtiéndola en una presa fácil de eliminar...
—¡Jean, Jean, por favor!
Con un terrible esfuerzo de voluntad dio media vuelta, echó a andar hacia su vehículo.
—¡Adiós, Ilia! —murmuró.
Antes de emprender la marcha, dirigió una última mirada hacia atrás: Ilia arrastraba a su tambaleante hermano hacia su propio vehículo, el cual se puso en movimiento y desapareció en el crepúsculo.
Cuando llegó al campamento, sus hombres profirieron un grito al verle.
—¡Rápido! Regresemos a La Fulgurante. ¡No habrá entrevista, no, nunca, nunca! No desmonten los barracones, no queda tiempo, limítense a recoger el material más valioso. No, ya me atenderán después, tengo que presentar mi informe lo antes posible.
—...Y eso es todo, comandante —concluyó—. Acudí a la cita con la idea de aclarar el misterio, lleno de sentimientos amistosos hacia Ehiho, y en cuanto le vi me sentí poseído por la idea de matarle. Si Ilia no llega a intervenir, uno de nosotros se hubiera quedado allí, tal vez los dos.
—Regresen inmediatamente. La esfera de los Elalouhinis ha llegado a su astronave, y si ha de haber lucha necesitaré a todos mis hombres. Si es preciso, abandonen el material.
—De acuerdo, comandante.
—Pero, haga que le curen. Su aspecto no resulta nada agradable.
Cuando Michaud entró en el puesto de mando, el estado mayor y los científicos estaban reunidos en él.
—Todos hemos oído su informe, alférez. No tengo ningún motivo para dudar de su palabra. Si alguien de a bordo estaba bien predispuesto hacia los Elalouhinis, era usted. Eso hace más incomprensible su conducta, y la de Ehiho...
—Yo la comprendo, comandante —afirmó una voz grave.
Todos se volvieron hacia Fedorov, el biólogo.
—¿Qué es lo que comprende usted? ¿Ese odio súbito e inextinguible, esa rabia asesina hacia unos seres tan parecidos a nosotros, y que nadie ha experimentado nunca hacia los Kzlils?
—¡Precisamente, comandante! ¡Son parecidos a nosotros, pero no son nosotros! Yo he vivido en la taiga siberiana, donde mi padre y mi madre eran etnólogos. Tuve un lobo domesticado... Timour... Vivíamos en una cabaña aislada, en los bosques...
Se interrumpió unos instantes. Nadie trató de apremiarle. Fedorov hablaba como quería y cuando quería.
—Abdul comprendió antes de morir, Michaud. ¿Recuerda sus últimas palabras? Monos, y Alá. ¿No le dice nada eso? ¿Y su propio grito: muerte a los monos? ¿Nada? De acuerdo. Yo tuve un lobo domesticado, allá abajo, hace mucho tiempo, al norte de lakutsk. Se llamaba Timour. Lo había recogido muy joven, y herido, y se había encariñado conmigo, acompañándome a todas partes, como un perro. No se metía nunca con los perros normales. Luego, un día, vino un Inspector de Vladivostok con un magnífico perro-lobo. ¡Timour lo degolló! Al ver aquel otro animal parecido a él, pero que no era de su raza, la voz del lobo se despertó, el grito del salvajismo, la llamada al asesinato, a la destrucción de lo que es extraño a nosotros y sin embargo, suprema injuria, se nos parece. La destrucción del mono, alférez, el mono que es la criatura del diablo, formada a imitación de la criatura de Dios, el hombre. De Dios, o de Alá, si es usted musulmán.
»¡La voz del lobo se despertó en usted! Mientras había visto a los Elalouhinis, a los Otros, únicamente por televisión, sin ningún contacto real, no pasó nada. Pero al encontrarse con ellos, el olor, quizás, extraño...
Michaud no le escuchaba. Con los ojos clavados en la pantalla del telescopio, contemplaba la astronave de los Elalouhinis que se alejaba, llevándose un sueño imposible.
FIN
Francis Carsac
***
I
El intermitente rojo parpadeó, se apagó, volvió a encenderse definitivamente. Arrancado de la duermevela en que le había sumido la monótona vigilancia de la pantalla del hiperradar, Jean Michaud sacudió la cabeza, ahuyentando las últimas brumas de su entumecimiento. Sobre el fondo fluorescente, entre unas pequeñas manchas, reflejos de polvos cósmicos, acababa de aparecer un punto más claro. Con un gesto rápido, Michaud bajó la manecilla del comunicador.
—¡Contacto, comandante!
—¡De acuerdo!
Un minuto después, el comandante Olivarez estaba allí. Pequeño, moreno, el rostro enjuto y alargado partido en dos por la sombra de un poblado bigote que la navaja no conseguía borrar, contrastaba notablemente con el joven alférez de navío, que con su corpulencia y su elevada estatura —un metro noventa— aplastaba el asiento de metal.
—¿Desde cuándo tiene usted ese contacto?
—Le he llamado inmediatamente, comandante. Estamos al máximo alcance.
—¡Cien millones de kilómetros! Eso nos concede algún tiempo, si se trata de algo que no sea un asteroide o un cometa. A esa distancia, el telescopio no nos servirá de nada. Ninguna idea acerca de su trayectoria, ¿verdad?
—El Fijascope no indica nada, por ahora.
—Bien. No lo pierda de vista.
Michaud vaciló un segundo.
—¿Vamos a su encuentro, comandante?
Olivarez no acostumbraba a discutir sus decisiones con sus subordinados. Esta vez hizo una excepción.
—Todavía no lo sé. En el sector en que nos encontramos no hay colonias ni razas no humanas conocidas. ¿Un explorador? Nos aseguraríamos fácilmente de ello emitiendo un mensaje, pero prefiero abstenerme, si se trata de una nueva raza. Si sus radares no son tan buenos como los nuestros, podríamos acercarnos lo suficiente como para utilizar el telescopio antes de que nos localicen a nosotros...
—En ese caso, ¿por qué no ensayar la longitud de onda del código del Servicio? Si no son de los nuestros, hay pocas posibilidades de que estén en esa frecuencia.
—¡Vamos, Michaud! Nosotros tenemos un monitor, que escucha en todas las longitudes prácticas. Ellos pueden hacer lo mismo.
—Bien, comandante. ¿Cuántas de nuestras expediciones han encontrado razas no humanas, hasta ahora?
Olivarez era un xenólogo de renombre al mismo tiempo que comandante del explorador La Fulgurante.
—Diecisiete. Pero ninguna en ese cuadrante.
Al quedarse sólo, el joven alférez fijó su atención en los aparatos. El punto luminoso parecía inmóvil. Michaud activó la pantalla de visión. No esperaba ver la astronave extranjera, suponiendo que se tratara de una astronave: estaba demasiado lejos. Abajo, a la izquierda, velada por el fotocompensador automático, centelleaba la estrella cuyo sistema acababan de explorar, y, en el centro, el cuarto planeta, su objetivo, nadaba majestuosamente en el espacio, pequeña mancha redonda y verdácea.
—¿Qué diablos hacen en el continuum, tan cerca de un mundo? Si son de los nuestros, podemos despedirnos de la mitad de la prima de descubrimiento... Y si son extranjeros... ¿Vienen también en calidad de exploradores, o están ya en su casa?
La aguja del Fijascope osciló, avanzó ligeramente hacia la derecha.
—¡Caramba! ¡En línea recta hacia nosotros, me parece! ¡Comandante, es una astronave!
El sonido metálico del timbre «todos a sus puestos» desgarró el ruido de fondo producido por el zumbido de las máquinas. Unos instantes después, un joven pelirrojo y delgado se dejó caer sobre el asiento de la izquierda: Jerry Dahl, el telemetrista-radar al que Michaud había revelado. Diez segundos más tarde, el oficial de tiro, Boris Ivanov, se sentaba a la derecha, tras haber cerrado la puerta con compartimiento estanco. El equipo del puesto I estaba completo.
—¿Qué has localizado, Jean? ¿Un extranjero, o un compañero que nos quiere birlar la prima?
Las largas manos delgadas y cubiertas de manchas rojizas se movían sobre las manecillas con una destreza que Michaud no hubiese podido igualar.
—¡Eso es lo que me gustaría saber!
Metalizada por el comunicador, la voz de Olivarez interrumpió la conversación:
—Acabamos de emitir la señal de reconocimiento. Es casi seguro que hemos sido localizados. Sin embargo, no podemos esperar una respuesta antes de diez minutos. La probabilidad de que se trate de una astronave extranjera es elevada. Acabo de releer las instrucciones que nos dieron en el momento de salir de la base: nuestro camarada más próximo, el Antares, se encuentra a unos cien años luz de nosotros.
»Pocos de ustedes han participado ya en un primer contacto. Debo recordarles que la sangre fría y la disciplina son las cualidades más indispensables. Todo el futuro de las relaciones entre los hombres y los otros puede depender de los minutos que van a seguir. Nadie debe disparar sin orden formal, aunque estemos bajo el fuego, aunque seamos tocados. A partir del momento en que suene la alerta roja y el zafarrancho de combate, quiero a todo el mundo en espaciandra interior. Que nadie lo olvide. ¡Nada de tonterías a ese respecto! No son molestas, han sido concebidas especialmente, y les darán tiempo para endosarse las verdaderas espadañaras, si por desgracia las necesitan. Nada más. ¡Telemetrista, su informe!
—Dirección 000, distancia 98 millones. Velocidad 5.000 kilómetros por segundo, composición radial. Velocidad tangencial desconocida —cantó Jerry Dahl.
—¡Oficiales de tiro, su informe!
—Tubos 1 y 2 cargados, cabezas termonucleares, tubos 3 y 1 cargados, cabezas atómicas, tubos 5 y 6 cargados, cabezas químicas —respondió Ivanov.
—Tubos 7 y 8 cargados, cabezas termonucleares, tubos 9 y 10 cargados...
Sucesivamente, los seis puestos de tiro desgranaron su letanía de muerte.
—Dirección 000, distancia 97 millones 900 millas, velocidad radial 6.000 km/seg...
—No cabe duda, nos han visto —murmuró Michaud.
—¿Tú primer combate? —interrogó el ruso.
—Sí. ¿Y tú?
—Tres contra los Kzlils...
Con un gesto de enojo, Dahl les impuso silencio. Una brusca presión les pegó a los respaldos de sus asientos: La Fulgurante aceleraba, a 2 g. Transcurrieron los minutos, silenciosos; luego, unos timbrazos entrecortados les hicieron sobresaltar. La alerta roja, que precedía al timbre de zafarrancho de combate.
Michaud saltó, pero Ivanov le había precedido ya. Sacó del armario metálico las tres combinaciones ligeras que les permitirían soportar la descompresión, si no era demasiado brutal, durante el tiempo que necesitarían para colocarse las espaciandras. Fijaron sobre sus rostros la máscara de oxígeno y volvieron a ocupar sus puestos, mientras Dahl se vestía a su vez.
El altavoz clamó:
—Respuesta recibida. El idioma es completamente desconocido. ¡Hijos míos, vamos a tener el honor de un primer contacto! Alférez Michaud, el teniente Caccini va a reemplazarle. Preséntese inmediatamente en el puesto de mando...
—¡Granuja, vas a poder verlo todo!
—...y tráigase su espaciandra.
Un coro de risas saludó, en toda la astronave, aquella última recomendación. Michaud no habría podido endosarse otra espaciandra que no fuera la suya.
—Dirección 3 grados. Este. Distancia 95 millones. Velocidad 7.000 km/seg.
A media voz, Dahl añadió:
—Está maniobrando. ¿Para abordarnos, o para evitarnos? Buena suerte, y hasta pronto. ¡Eso espero!
Cuando Michaud entró en el puesto de mando, Olivarez le esperaba allí rodeado de su estado mayor: el primer teniente Ali Kemal, el segundo teniente Terai, cuya indolencia polinésica no ocultaba del todo su energía, Horqarnaq, el mecánico jefe, esquimal tripudo y risueño, y de dos paisanos, Herr Doktor Müller, el lingüista, y Oumbopa, el astrónomo cafre, el único que por su estatura, ya que no por su corpulencia, podía rivalizar con el alférez de navío a bordo de La Fulgurante.
—Le he enviado a buscar, Michaud, porque según su ficha ha escogido usted la lingüística como especialidad. A partir de este momento, y por el tiempo que sea necesario, queda usted a las órdenes del doctor Müller.
—Ach, mi joven amigo, ¿dónde ha estudiado, y con quién?
—En la academia astronáutica de Reganne, con el profesor Vandenberg.
—¡Perfecto, perfecto! Vandenberg es uno de mis antiguos condiscípulos, y le aprecio mucho, aunque a veces no estemos de acuerdo en la traducción de los rollos de las ciudades muertas de Alpha-Polaris III. Venga conmigo, oirá usted el registro del mensaje que hemos recibido como respuesta al nuestro.
Pasaron a la salita que era el dominio del Herr Doktor.
—¡Siéntese, siéntese! ¡Los alumnos de mis amigos son mis amigos! He aquí el mensaje.
Del magnetófono surgió una voz cantarina:
—Anéo'iditélékrantchaboetélé ansitélékranchatéoutélalou hinéto betéoersiteriskaridoro.
—Tres palabras, o quizás tres frases que no llegamos a descomponer. No entiendo nada.
—¡Yo tampoco, querido, yo tampoco! Teufel, su comandante nos toma por brujos. Si tuviéramos más palabras, y unas imágenes, tal vez conseguiríamos algo. Mein Gott! ¡Cuando pienso en todas las burradas que pueden oírse y leerse sobre el descifrado de idiomas desconocidos! Mire, tengo aquí una novela de un autor cuyo nombre no le daré, porque es demasiado conocido. Pues bien, en esa historia, una de nuestras astronaves llega a un planeta, la tripulación encuentra unas inscripciones, y ¡hop!, en tres páginas, el lingüista de a bordo lee correctamente los textos. ¡Hay que ver! Tome esos famosos rollos de Alpha-Polaris: estamos seguros de que el lenguaje es del tipo del de los Klens montañeses. Pues bien, donde su maestro, mi amigo Vandenberg, lee: Yo, Akka, Rey, hice un sacrificio a los dioses, yo leo: Yo, Akka, Rey tomé una nueva concubina. ¡Ja, ja, ja! Tiene gracia, ¿verdad? Y yo estoy seguro de que tengo razón. Según sus bajorrelieves, los protoklens eran una pandilla de sátiros. Y Vandenberg es demasiado puritano. Volvamos al puesto de mando, volen sie? Tal vez haya alguna novedad.
Oumbopa reguló minuciosamente el gran telescopio. Situado en la parte delantera de la astronave, y destinado a estudiar de lejos los sistemas visitados antes de acercarse a ellos, el aparato, provisto de un amplificador electrónico, permitía unas ampliaciones fantásticas. Pero sobre su pantalla sólo se veía una pequeña mancha luminosa, sin forma definida.
—Hay que esperar, comandante —dijo el astrónomo negro, con su voz de bajo africana, vibrando más sordamente que una voz europea.
Esperaron, el silencio interrumpido únicamente por los informes de los telemetristas y el «sin novedad, comandante» de los radios que trataban inútilmente de restablecer el contacto con «los otros»
Todo estaba silencioso a bordo de La Fulgurante. Encerrados en los compartimentos estancos, los hombres esperaban la orden que desencadenaría los proyectiles a fusión, o, por el contrario, terminaría con el zafarrancho de combate. Fuera, detrás del delgado casco, ¡oh!, tan delgado ahora, las estrellas taladraban la oscuridad del espacio con su luz sin destellos, y, lejos debajo de la astronave, giraba el planeta desconocido que habían venido a reconocer en nombre de la humanidad y que «los otros» iban tal vez a disputarles. Hasta ahora, la expansión humana en el Cosmos había sido pacífica, con la breve interrupción, diez años antes, de la guerra kzililiana.
Un comunicador zumbó. Olivarez empuñó el receptor.
—Comandante, ahora estamos seguros de que el planeta no emite ninguna forma de energía, aparte de las energías naturales. Ni radio, ni ondas de Kolback, ni radioactividad, salvo lo que es normal.
—Ese mundo, por tanto, carece de vida inteligente, o al menos de civilización industrial.
—A no ser, comandante, que nos hayan localizado y que se hagan el muerto...
—Una civilización no se hace el muerto, como una foca, Horqanaq. Además, en el momento de acercarnos, tampoco nosotros hemos emitido nada. Lo malo es que si esa Tierra del cielo es virgen para nosotros, lo es también para ellos.
Con un gesto, señaló la pequeña mancha luminosa en la pantalla. Se había agrandado, evidentemente. Oumbopa reguló el telescopio.
—¡Ahora se ve una forma!
—Si a eso se le puede llamar forma...
—No es de los nuestros, ni de los Krens, ni de los Hopolpops, ni de los Sinerios, ni de los...
—No hace falta que recite toda la serie, Kemal —interrumpió Terai—. Es algo nuevo, en efecto.
—Probablemente son menos tradicionalistas que nosotros, o que cualquiera otra raza que conozcamos...
—¡Efectivamente! En tanto que nosotros hemos conservado para nuestras astronaves el aspecto exterior de los modelos primitivos, ahusado o esférico...
—Algo de ese tipo había sido propuesto en otros tiempos, cuando nuestros antepasados pensaban poder conquistar el espacio con unos cohetes atómicos...
—¡Era menos complicado!
El aparato desconocido se dibujaba ahora claramente sobre la pantalla. De una parte central en forma de globo partían unas estructuras radiales, como las espinas de un erizo, cada una de ellas terminada en una especie de pala. No era ningún medio de propulsión.
—Deben utilizar el cosmomagnetismo, como nosotros...
—¡Comandante, comandante! ¡Contacto televisivo!
El grito del oficial de comunicación interrumpió los comentarios. La pantalla de televisión se había encendido, recorrida de vivas irisaciones. Tensos, los hombres se limitaron a mirar. Las irisaciones se ordenaban y, durante una fracción de segundo, hubo una imagen.
—¿Ha visto?
—Sí, serían...
—¡Los primeros humanoides localizados!
—¡Imposible! Sobre una imagen tan fugitiva, nuestros ojos...
—En todo caso, buscan el contacto...
—Una emisión equivocada...
—¿Con su nivel técnico? ¿Y hacia quién...?
—¡Ya vuelve!
La imagen se fijó sobre la pantalla. ¡Surgido de las profundidades del espacio, un rostro les miraba, un rostro humano! Desde luego, no podía pertenecer a ninguna raza terrestre. Bajo unos largos cabellos de oro verde, la frente alta, lisa, estrecha, dominaba a unos ojos extraños, de color violeta, almendrados, unos ojos oblicuos, hiperasiáticos. La nariz recta y fina, la boca mediana, sin prognatismo, la piel de un moreno claro, cálido, cobrizo. El cuello era largo y gracioso, las orejas pequeñas pero carnosas, el rostro triangular, y las comisuras de la boca, ligeramente vuelta hacia arriba, le daban un aire de amable ironía.
—¡Dios mío, qué hermosa es! —El grito se le escapó a Michaud.
—Pero, ¿es una mujer?
—¡Mire! ¡Además, ahí está un hombre!
Un segundo personaje acababa de aparecer, algo más alto, de facciones más duras, pero con las mismas características raciales.
—Transmitan a su vez —ordenó Olivarez—. Que vean que también nosotros somos humanos.
—¿No vamos a luchar contra ellos, comandante?
—¡No, si puedo evitarlo! ¡Fotografíen todo lo que se ve de su puesto de mando!
Detrás de los desconocidos, todo un tablero hormigueaba de aparatos, familiares en su rareza. El hombre manipuló en unos mandos y se encendió una pantalla, en la cual apareció la imagen de los oficiales de La Fulgurante.
Olivarez se situó delante del transmisor y, con las manos extendidas hacia adelante, declaró lentamente:
—¡Saludamos a nuestros hermanos del espacio! ¡Venimos en son de paz!
II
—Ilia olenga aritsuno teb irig'no ...no, me equivoco, irieg'no...
El idioma extranjero, el idioma de los «otros» acudía casi naturalmente a sus labios. Desde hacía tres meses, La Fulgurante orbitaba alrededor del planeta y la astronave extranjera hacia otro tanto. Con un acuerdo al principio tácito, luego claramente definido, los dos comandantes habían decidido esperar a que la barrera lingüística quedara eliminada antes de aterrizar y de establecer contacto. En La Fulgurante, Müller y Michaud debían actuar como intérpretes. Entre los «otros», la joven y su hermano desempeñarían el mismo papel.
Las cosas habían progresado lentamente. A pesar de la ayuda de las imágenes transmitidas por televisión, no resultaba fácil para dos razas, dos civilizaciones completamente extrañas, entenderse. Las palabras concretas, relacionadas con los actos simples, habían sido rápidamente asimiladas por las dos partes. Pero, si bien resulta fácil decir: «Me siento en la silla», es más delicado expresar unas abstracciones, unos sentimientos. Por fortuna, la «humanidad» de los extranjeros parecía extenderse a su psicología, y no cabía duda de que se escribirían muchas tesis sobre los dos mundos, a propósito de la inverosímil coincidencia que había producido unas evoluciones tan paralelas en la Tierra y en Elalouhin. La evolución se extendía al número de los cromosomas y probablemente a los genes y a la bioquímica, lo cual indujo a Brian O'Hara, uno de los biólogos de La Fulgurante, a expresar la opinión de que un matrimonio mixto sería sin duda fecundo.
El estudio del idioma elalouhini había sido difícil e ingrato, y sin la poderosa ayuda del anciano filólogo alemán, Michaud no hubiese conseguido hablarlo en tan poco tiempo. Ilia, la joven extranjera, había tenido menos trabajo para dominar el espacial, voluntariamente simplificado en su sintaxis, si no en su vocabulario.
—Ilia, me siento feliz al pensar que pronto podré saludarla personalmente —dijo Michaud—. Estoy seguro de que ese encuentro beneficiará inmensamente a nuestras dos razas, tan lejanas y tan próximas a la vez.
—Yo también me siento feliz. ¿Recuerda sus temores, Jean?
Michaud rió de buena gana. En cuanto pudieron intercambiar algunas frases, se había interesado por la estatura de Ilia, temiendo que fuera una gigante de diez metros de altura, o una enana de treinta centímetros. Nada permitía establecer a priori la escala de los objetos o de los seres que aparecían en la pantalla del televisor. Pero, de una medida de la astronave extranjera, y de una indicación de las relaciones de magnitud, había deducido, con una sensación de alivio, que los Elalouhinis se adaptaban a las normas terrestres: Ilia medía alrededor de 1,73 m. y su hermano 1,80 m.
Toda amenaza de conflicto parecía descartada. Los Elalouhinis efectuaban un viaje de exploración, mucho más allá del límite normal de su expansión, y no tenían la intención de colonizar aquel planeta demasiado lejano. Formaban, a más de 600 años luz de la zona terráquea, una vasta confederación pacífica de pueblos, de los cuales ningún otro era humanoide.
—Aterrizaremos mañana, Ilia. ¿Lo sabía?
—Sí. Nosotros haremos lo mismo, a quince eltons... es decir, a unos diez kilómetros, según las medidas de ustedes. Y pasado mañana...
—¡Pasado mañana, el gran encuentro! ¡Las dos razas humanas de la galaxia finalmente reunidas, entre tantos no-humanos!
—Entre nosotros hay una antigua profecía que dice que un día encontraremos a nuestros hermanos «en el camino de las estrellas». ¿Anticipación de un vidente, o pura coincidencia? Tendremos muchas enseñanzas que intercambiar. Nosotros hemos aprendido mucho. El paralelismo de nuestro desarrollo cultural, al mismo tiempo que físico, proyectará, sin duda, una gran claridad sobre las causas profundas de la evolución...
—Sólo me entristece una cosa, Ilia. Después de esa reunión, tendremos que volver a separarnos. ¿Quién sabe cuándo nos veremos de nuevo? Soy oficial, y tengo que obedecer órdenes...
—No olvide que ahora habla usted nuestro idioma, y que le reclamaremos como oficial de enlace.
El rostro de Michaud se iluminó.
—¿Le agradará volver a verme?
—Tal vez. Pero, ¿no estamos demasiado lejos de ustedes, con nuestras costumbres distintas, nuestro hábito de comer la carne cruda...?
—Nuestra raza incluye a numerosas civilizaciones, como ustedes las tuvieron en el pasado. A bordo de La Fulgurante están representados once pueblos, y hemos aprendido a respetarnos mutuamente, aunque no siempre nos comprendamos del todo. Y, después de tres meses de vernos y de hablarnos diariamente, de vencer juntos las dificultades idiomáticas, me siento tan cerca de usted como de la mayoría de mis carneradas de a bordo, quizás más cerca que de la inmensa mayoría de ellos.
Ilia enrojeció ligeramente.
—A biltuerenga, e ten, erenga knou bilto etil. La amistad nace de las palabras amables, y la amistad hace pronunciar la palabra. Hasta mañana, Jean, y esta vez cara a cara...
Una vez cortada la comunicación, Michaud se quedó pensativo. ¿Qué había querido expresar Ilia con aquel refrán? Consultó sus numerosas notas. Bilto etil: pronunciar la palabra. La Palabra, con P mayúscula. La que, pronunciada públicamente, comprometía. El equivalente elalouhini del «sí» sacramental. ¿Estaba enamorada de él, se proponía pasar por encima de la barrera de centenares de años luz? O'Hara afirmaba... ¡Al diablo! Él no estaba enamorado de Ilia. ¿O sí? Hablaba de ella lo suficiente como para haberse convertido en objetivo de las bromas de los tripulantes de La Fulgurante. Bueno, a fin de cuentas, ¿qué tenía de malo la cosa? Si las dos razas eran tan similares como parecía, los matrimonios mixtos serían inevitables. Él sería el primero, sencillamente...
Apenas tuvo tiempo de pensar en su problema, el día siguiente. Olivarez le encargó de dirigir la expedición que aterrizaría en «Encuentro», nombre que se había dado al planeta. Los informes de los equipos de ecólogos y de biólogos enviados en vanguardia cuando se supo que el contacto de las dos razas sería pacífico, eran todos favorables: medio muy semejante al medio terrestre, ninguna bacteria o virus que la multivacuna no pudiera combatir.
Establecieron su campamento al pie de una colina, cerca de un lago alargado y estrecho, cuyas orillas eran frecuentadas por millares de seudoaves acuáticas. Por todos los otros lados se extendía hasta el infinito una llanura ondulada, cubierta de altas gramíneas y cortadas por cortinas de árboles. A media tarde, la esfera de los Elalouhinis descendió al otro extremo del lago. Un breve contacto telefótico confirmó la presencia de Ilia y de su hermano.
Los barracones provisionales fueron montados rápidamente. Se había acordado que el encuentro tendría lugar al día siguiente, en el campamento terrestre, a las nueve de la mañana, hora local, en presencia de los dirigentes de las dos partes. Todo parecía marchar sobre ruedas.
El drama estalló a las cinco de la tarde. Media hora antes, tres jóvenes astronautas se habían presentado a Michaud pidiéndole autorización para tomar un vehículo ligero y dirigirse al lago para comprobar si contenía aquellos peces que los biólogos habían localizado y que, después de una serie de pruebas, habían hecho las delicias de la tripulación y de los oficiales. El campamento estaba casi instalado, y no existía ningún motivo para denegar el permiso. Michaud se limitó a recordarles que no debían tratar de encontrar a los Elalouhinis.
Los tres jóvenes partieron.
A las cinco, exactamente, el chasquido lejano de una pistola lanzacohetes hizo sobresaltar al alférez de navío. Luego se encogió de hombros: un cohete explosivo en el agua era el mejor sistema de pesca, cuando no había reglamentos en contra, ni guardas encargados de aplicarlos. Sin embargo, como había oído casi simultáneamente un silbido particular, penetrante, tomó sus gemelos y escudriñó las orillas del lago. Lejos, detrás de un bosquecillo, en la dirección de la esfera, el vehículo regresaba.
«¡Imbéciles! Han ido a espiar a los Elalouhinis, a pesar de mi prohibición —pensó Michaud—. ¡Un mes de calabozo aclarará sus ideas acerca de la obediencia! Lo menos que puedo aplicarles son tres días, y con el viejo "Diez veces más" Olivarez, nadie les quitará un mes...»
El vehículo se acercaba, zigzagueando. Inquieto, lo enfocó con sus gemelos. ¡Un hombre al volante, uno solo! Los otros asientos estaban vacíos.
—¡Maldición! —exclamó Michaud—. ¿Qué ha pasado? Temía ya lo peor.
—¡Bengson! ¡Craig! ¡Carrere! ¡Un vehículo, y conmigo, armados!
Allá abajo, el auto había girado brutalmente a la derecha, clavándose en un matorral. Los cuatro hombres subieron rápidamente al vehículo y rodaron a la velocidad máxima.
Un hombre estaba caído de bruces sobre el volante, mejor dicho, una piltrafa con forma humana. La carne de la cara aparecía desgarrada, particularmente alrededor de los ojos, como si se hubieran encarnizado con él o arañazos. Otros profundos rasguños desaparecían debajo de las ropas destrozadas, y la sangre fluía abundantemente de una herida en la garganta.
—¡Dios mío! ¿Se ha peleado con unos gatos?
Michaud levantó la cabeza del herido.
—¿Y los otros? ¿Dónde están los otros, Abdul?
Un ojo se abrió penosamente.
—Muertos... atacados... los monos... Alá...
Una contracción espasmódica, y Abdul murió.
—Craig, lléveselo. El vehículo no tiene nada. Los otros me acompañarán.
Siguieron, en sentido contrario, la pista que el vehículo había dejado en las hierbas.
«Ya estamos en el baile —pensó Michaud, desesperado—. ¡La guerra! ¿Por qué aberración han llegado a las manos? Atacados, ha dicho Abdul, ¿Habrían representado los "otros" la comedia del pacifismo para mejor aplastarlos? En tal caso, ¿por qué esta ridícula y trágica escaramuza, que sólo había servido para provocar la alarma?»
Michaud frenó brutalmente y descolgó el comunicador.
—BX3 a FC4. BX3 a FC4. Urgente. Urgente. Urgente. Habla Michaud. Llamando a La Fulgurante. Llamando a La Fulgurante. ¡Alerta roja! ¡Alerta roja! Abdul, Hermann, Kemp, asesinados por los Otros (de un modo completamente natural acudía a sus labios la antigua denominación, abandonada en favor de Elalouhinis). Voy a investigar sobre el terreno.
—Aquí, Olivarez. ¿Qué sucede, Michaud? No pierda la sangre fría. No tenemos aún ninguna prueba de hostilidad. La astronave elalouhini no se ha movido. Debe tratarse de un error. No establezca contacto directo. Envío la chalupa número dos como refuerzo. Vuelva a llamarme en cuanto sepa algo.
Desfilaban entre las altas hierbas que se acostaban bajo el vehículo con un suave crujido. Llegaron al lugar de la lucha.
Nada, o casi nada, quedaba de Hermann: un cadáver literalmente destrozado, sin cabeza, y cuya mano empuñaba todavía la pistola lanzacohetes. Mucho menos quedaba de dos elalouhinis, que habían recibido el proyectil a quemarropa. Un tercero yacía boca arriba con la garganta abierta, en medio de un charco de sangre roja, de sangre humana. Un cuarto cadáver reposaba medio hundido la hierba, con una extraña arma en la mano, una parte del rostro arrancada y un largo cuchillo de reglamento plantado en el vientre. Kemp, hecho una bola, no se movía ya.
—¡Tres hombres, cuatro Elalouhinis! ¡Siete cadáveres! Tan muertos los unos como los otros. Vamos, regresemos.
—¿No nos llevamos a los nuestros, comandante? —preguntó Carrere.
—No. Si se trata de un trágico error, es preferible dejarlo todo tal como está para la encuesta común. Si es la guerra...
Dejó la frase sin terminar.
—El comandante ha encargado que le llame usted urgentemente —dijo el tripulante que Michaud había dejado a la escucha.
—¿Es usted, Michaud? Acabamos de recibir un mensaje de los Elalouhinis. Solicitan que se ponga usted inmediatamente en contacto con su base avanzada. Hágalo, pero a canal abierto, de modo que yo pueda seguir la conversación. ¡Hable en espacial!
—Comprendido.
En la pantalla se dibujó el rostro pálido y triste de Ilia. Detrás de ella, su hermano Ehiho permanecía en pie, los brazos cruzados sobre el pecho, el rostro duro y cerrado.
—Jean, ¿cómo es posible que sus hombres hayan atacado a los nuestros? Veníamos en son de paz, y usted lo sabe. ¡Qué salvajismo! ¡Nuestros hombres, destrozados!
—¡No ha visto usted los míos! ¿Han tenido supervivientes? Me gustaría oír su historia. Entre nosotros no ha habido ninguno.
—Entonces, nadie sabrá lo que ha pasado. Pero yo le aseguro que nuestras órdenes eran concretas. En caso de encuentro fortuito, mantener una actitud distante, pero amistosa.
—También entre nosotros eran concretas las órdenes. ¿Entonces?
—Entonces, hay algo que no comprendemos.
—Tampoco yo lo comprendo. ¿Qué propone usted?
Ehiho se adelantó.
—En tanto no sepamos lo que ha sucedido, considero imprudente seguir nuestros antiguos planes. No habrá entrevista mañana en el campamento de ustedes. Pero, ¿está usted dispuesto a encontrarse conmigo, a solas, a medio camino? Queden todavía dos de sus horas de plena luz.
Michaud lanzó una ojeada a la pantalla que recibía las emisiones de La Fulgurante. Olivarez inclinó la cabeza afirmativamente.
—De acuerdo. Pero comprenderá que desee tomar precauciones. No llevaré ninguna arma, ni visible, ni oculta. Sugiero que haga usted lo mismo, y que reduzcamos nuestros vestidos al mínimo. Dejaremos nuestros vehículos a una distancia de cien metros del lugar de reunión. La zona despejada que se encuentra casi a medio camino, cerca del lago, podría convenir, en mi opinión.
—Acepto. Voy a prepararme.
Ehiho desapareció de la pantalla.
—Jean, le aseguro que tiene que existir un terrible malentendido. ¡Nosotros no deseamos la guerra!
—Nosotros tampoco, Ilia —dijo Michaud, en tono más grave—. Le prometo que haremos todo lo que esté a nuestro alcance para que el malentendido se disipe. Hasta la vista...
Se interrumpió antes de decir: querida.
III
Michaud detuvo su vehículo y saltó a tierra. La zona estéril se extendía delante de él, y, a unos 400 metros, aproximadamente, se detuvo el panzudo vehículo que transportaba a Ehiho.
Michaud ando lentamente a su encuentro. El viento del atardecer bañaba de frescor la piel desnuda de su torso y de sus piernas. Allá abajo, el Elalouhini no era más que una silueta, cuya agilidad admiró. Ehiho iba también casi desnudo, y Michaud pudo ver que si bien era menos alto y menos macizo que él mismo, poseía una musculatura que muchos atletas hubiesen envidiado Llegaron a treinta metros de distancia uno de otro y, simultáneamente, se detuvieron. Sorprendido, Michaud notó que sus pelos se erizaban.
«¡Absurdo! —pensó—. Se trata de Ehiho, con el cual he hablado un centenar de veces por televisión y que, por muchos conceptos, está más cerca de mí que muchos de mis camaradas. Es el hermano de Ilia...»
Pero volvió a emprender la marcha con una extraña repugnancia, y se dio cuenta con espanto de que su paso se había transformado en un paso de fiera al acecho, de cazador paleolítico. A pesar suyo, sus músculos se tensaron, sus ojos adquirieron la movilidad de los de una fiera. Se encontraron cara a cara.
Michaud tuvo tiempo de entrever una sonrisa crispada en los labios de Ehiho, y luego el odio se apoderó de él, en el instante en que el rostro del otro quedaba desfigurado por un espantoso rictus de combate. Michaud saltó, con las manos abiertas para estrangular.
El Elalouhini le esperó a pie firme, lanzando su puño que se estrelló contra el pecho del alférez de navío, arrancándole una exclamación de sorpresa y de dolor. Al mismo tiempo, su propio puño salía disparado. Con una alegría feroz, percibió el ruido sordo sobre la carne. Todo en el otro le resultaba odioso ahora, su color, su voz, su aliento que le llegaba, rudo, entre dos golpes, su olor a carne cruda y viviente. Una sola idea, un solo deseo le poseía: matar, desgarrar, aplastar, matar, matar, matar...
Y mientras luchaba así, con todos sus instintos tendiendo a la destrucción, una parte de su conciencia permanecía despierta en él, como un espectador impotente, diciéndole que trataba de destruir a Ehiho, su amigo Ehiho, el hermano de Ilia, Ehiho, que había venido a su encuentro para aclarar el trágico malentendido.
Sangraba ahora por la nariz y por la boca, los labios aplastados. El Elalouhini, menos fuerte, estaba probablemente mejor adiestrado en la lucha. Sin embargo, un formidable golpe en pleno rostro le hizo tambalear y Michaud aprovechó la ocasión, lanzándose al cuerpo a cuerpo. Su mano derecha agarró la garganta del otro, en tanto que la izquierda protegía su propio cuello. Ehiho había conseguido aferrar su muñeca, disminuyendo así la fuerza de su ataque. Rápidamente, Michaud soltó la garganta de Ehiho y, aprovechándose de la sorpresa, aplastó el brazo de su adversario de un rodillazo. Luego volvió a engarfiar el cuello del Elalouhini. Una serie de violentos golpes en la cabeza, que alguien le propinaba por detrás, no le hicieron desistir de su siniestro designio.
Ehiho oponía cada vez menos resistencia. Una voz gritaba al oído de Michaud unas palabras que el alférez no oía.
—¡Muerte a los monos! —aulló, triunfante.
¿Muerte a los monos? Súbitamente, recobró la conciencia. ¿Qué había dicho Abdul antes de morir? Unos monos... La voz era ahora clara.
—¡Jean! ¡Jean! ¡No me obligue a disparar!
Levantó la cabeza, apartando los ojos del enemigo, medio ahogado. Ilia estaba delante de él, con el rostro surcado de lágrimas, apuntándole con una extraña pistola. Michaud se incorporó, tambaleándose. ¿Ilia? ¿Qué estaba haciendo allí? ¿No podía dejar que un hombre suprimiera a un mono?
Ehiho se irguió lentamente, atacó. De un puñetazo bien dirigiendo envió a Michaud rodando por el suelo, donde no se movió.
—¡Márchese, Jean, márchese en seguida! ¡Lo comprendo todo! ¡Márchese, antes de que experimente demasiados deseos de matarle! ¡Márchese, por lo que sea más sagrado para usted! ¡Oh! ¡Habíamos esperado tanto de este encuentro!
Michaud la contempló, estupefacto. Era Ilia, tal como la había visto tantas veces en la pantalla, tal como había esperado estrecharla un día entre sus brazos. Y, sin embargo, toda una parte de su inteligencia sopesaba la posibilidad de hacerla víctima de una treta que la desarmara, convirtiéndola en una presa fácil de eliminar...
—¡Jean, Jean, por favor!
Con un terrible esfuerzo de voluntad dio media vuelta, echó a andar hacia su vehículo.
—¡Adiós, Ilia! —murmuró.
Antes de emprender la marcha, dirigió una última mirada hacia atrás: Ilia arrastraba a su tambaleante hermano hacia su propio vehículo, el cual se puso en movimiento y desapareció en el crepúsculo.
Cuando llegó al campamento, sus hombres profirieron un grito al verle.
—¡Rápido! Regresemos a La Fulgurante. ¡No habrá entrevista, no, nunca, nunca! No desmonten los barracones, no queda tiempo, limítense a recoger el material más valioso. No, ya me atenderán después, tengo que presentar mi informe lo antes posible.
—...Y eso es todo, comandante —concluyó—. Acudí a la cita con la idea de aclarar el misterio, lleno de sentimientos amistosos hacia Ehiho, y en cuanto le vi me sentí poseído por la idea de matarle. Si Ilia no llega a intervenir, uno de nosotros se hubiera quedado allí, tal vez los dos.
—Regresen inmediatamente. La esfera de los Elalouhinis ha llegado a su astronave, y si ha de haber lucha necesitaré a todos mis hombres. Si es preciso, abandonen el material.
—De acuerdo, comandante.
—Pero, haga que le curen. Su aspecto no resulta nada agradable.
Cuando Michaud entró en el puesto de mando, el estado mayor y los científicos estaban reunidos en él.
—Todos hemos oído su informe, alférez. No tengo ningún motivo para dudar de su palabra. Si alguien de a bordo estaba bien predispuesto hacia los Elalouhinis, era usted. Eso hace más incomprensible su conducta, y la de Ehiho...
—Yo la comprendo, comandante —afirmó una voz grave.
Todos se volvieron hacia Fedorov, el biólogo.
—¿Qué es lo que comprende usted? ¿Ese odio súbito e inextinguible, esa rabia asesina hacia unos seres tan parecidos a nosotros, y que nadie ha experimentado nunca hacia los Kzlils?
—¡Precisamente, comandante! ¡Son parecidos a nosotros, pero no son nosotros! Yo he vivido en la taiga siberiana, donde mi padre y mi madre eran etnólogos. Tuve un lobo domesticado... Timour... Vivíamos en una cabaña aislada, en los bosques...
Se interrumpió unos instantes. Nadie trató de apremiarle. Fedorov hablaba como quería y cuando quería.
—Abdul comprendió antes de morir, Michaud. ¿Recuerda sus últimas palabras? Monos, y Alá. ¿No le dice nada eso? ¿Y su propio grito: muerte a los monos? ¿Nada? De acuerdo. Yo tuve un lobo domesticado, allá abajo, hace mucho tiempo, al norte de lakutsk. Se llamaba Timour. Lo había recogido muy joven, y herido, y se había encariñado conmigo, acompañándome a todas partes, como un perro. No se metía nunca con los perros normales. Luego, un día, vino un Inspector de Vladivostok con un magnífico perro-lobo. ¡Timour lo degolló! Al ver aquel otro animal parecido a él, pero que no era de su raza, la voz del lobo se despertó, el grito del salvajismo, la llamada al asesinato, a la destrucción de lo que es extraño a nosotros y sin embargo, suprema injuria, se nos parece. La destrucción del mono, alférez, el mono que es la criatura del diablo, formada a imitación de la criatura de Dios, el hombre. De Dios, o de Alá, si es usted musulmán.
»¡La voz del lobo se despertó en usted! Mientras había visto a los Elalouhinis, a los Otros, únicamente por televisión, sin ningún contacto real, no pasó nada. Pero al encontrarse con ellos, el olor, quizás, extraño...
Michaud no le escuchaba. Con los ojos clavados en la pantalla del telescopio, contemplaba la astronave de los Elalouhinis que se alejaba, llevándose un sueño imposible.
FIN
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