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lunes, 31 de marzo de 2008

UN REGALO DE LA TIERRA


UN REGALO DE LA TIERRA
Frederic Brown



Dhar Ry meditaba a solas, sentado en su habitación.

Desde el exterior le llegó una onda de pensamiento equivalente a una llamada. Dirigió una simple mirada a la puerta y la hizo abrirse.

- Entra, amigo mío - dijo - Podría haberle hecho esta invitación por telepatía, pero, estando a solas, las palabras resultaban mas afectuosas.

Ejon Khee entro.

- Estas levantado todavía y es tarde.

- Si, Khee, dentro de una hora debe aterrizar el cohete de la Tierra y deseo verlo.

Ya se que aterrizara a unas mil millas de distancia, si los cálculos terrestres son correctos. Pero aún cuando fuese dos veces mas lejos, el resplandor de la explosión atómica seguiria siendo visible.

He esperado mucho este primer contacto. Aunque no venga ningún terrícola en ese cohete, para ellos será el primer contacto con nosotros. Es cierto que nuestros equipos de telepatía han estado leyendo sus pensamientos durante muchos siglos, pero este ser el primer contacto físico entre Marte y la Tierra.

Khee se acomodó en el escabel.

- En efecto - dijo -. Ultimamente no he seguido las informaciones con detalle. ¿Porque utilizan una cabeza atómica? Se que suponen que nuestro planeta esta deshabitado, pero aun así...

- Observan el resplandor a través de sus telescopios para obtener... ¿Como lo llaman? un análisis espectroscópico. Eso les dirá mas de lo que saben ahora (o creen saber, ya que mucho es erróneo) sobre la atmósfera de nuestro planeta y de la composición de su superficie. Es como una prueba de puntería, Khee. Estarán aquí en persona dentro de unas conjunciones de nuestros planetas. Y entonces...

Marte se mantenía a la espera de la Tierra. Es decir, lo que quedaba: Una pequeña ciudad de unos novecientos habitantes. La civilización marciana era mas antigua que la de la Tierra, pero había llegado a su ocaso y esa ciudad y sus pobladores eran sus últimos vestigios. Deseaban que la Tierra entrara en contacto con ellos por razones interesadas y desinteresadas al mismo tiempo.

La civilización de Marte se había desarrollado en una dirección totalmente diferente a la terrestre. No había alcanzado ningún conocimiento importante en ciencias físicas ni en tecnología.
En cambio, las ciencias sociales se perfeccionaron hasta tal punto que en cincuenta mil años no se había registrado un solo crimen ni producido mas de una guerra. Habían también experimentado un gran desarrollo en las ciencias parasicológicas, que la Tierra apenas empezaba a descubrir.

Marte podía enseñar mucho a la Tierra. Para empezar, la manera de evitar el crimen y la guerra.
Después de estas cosas tan sencillas, seguían la telepatía, la telekinesis, la empatía...

Los marcianos confiaban que la tierra les enseñara algo de mas valor entre ellos: restaurar y rehabilitar un planeta agonizante, de modo que una raza a punto de desaparecer pudiera revivir y multiplicarse de nuevo.

Los dos planetas ganarían mucho y no perderían nada.

Y esa noche era cuando la Tierra haría su primera diana en Marte. Su próximo disparo, un cohete con uno o varios tripulantes, tendría lugar en la próxima conjunción, es decir, a dos años terrestres o cuatro marcianos. Los marcianos lo sabían, porque sus equipos telepáticos podían captar los suficientes pensamientos de los terrícolas como para conocer sus planes.

Desgraciadamente a tal distancia la comunicación era unilateral. Marte no podía pedir de la Tierra que acelerase su programa, ni informar a sus científicos acerca de la composición de la atmósfera de Marte, objetivo de ese primer lanzamiento.

Aquella noche, Ry, el jefe (traducción mas cercana de la palabra marciana), y Khee, su ayudante administrativo y amigo mas íntimo, se hallaban sentados y meditando hasta que se acerco la hora. Brindaron entonces por el futuro con una bebida mentolada, que producía a los marcianos el mismo efecto que el alcohol a los terrícolas y subieron a la terraza.

Dirigieron su vista al norte, en la dirección donde debía aterrizar el cohete. Las estrellas brillaban en la atmósfera.

En el observatorio numero 1 de la luna terrestre, Rog Everett, mirando por el ocular del telescopio de servicio, exclamo triunfante:

- ¡Exploto Willie! Cuando se revelen las películas, sabremos el resultado de nuestro impacto en este viejo planeta Marte.

Se incorporo, pues de momento no hacía mas que observar y estrechó la mano de Willie Sanger.
Era un momento histórico.

- Espero que el cohete no haya matado a nadie. A ningún marciano, quiero decir, Rog. ¿Habrá hecho impacto en el centro inerte de la Gran Syrte?

- Muy cerca, en todo caso. Yo diría que a unas mil millas al sur. Y eso es puntería para un disparo a cincuenta millones de millas de distancia... ¿Willie crees que habrá marcianos?

Willie lo penso un segundo y respondió:
- No.

Tenia razón.

FIN

El Nuevo Acelerador ** H. G. WELLS

El Nuevo Acelerador
Herbert George Wells.

En verdad que si alguna vez un hombre encontró una guinea buscando un alfiler, ese fue mi buen amigo el profesor Gibberne. Yo había oído hablar ya de investigadores que sobrepasaban su objeto; pero nunca hasta el extremo que él lo ha conseguido. Esta vez, al menos, y sin exageración, Gibberne ha hecho un descubrimiento que revolucionará la vida humana.
Y esto le sucedió sencillamente buscando un estimulante nervioso de efecto general para hacer recobrar a las personas debilitadas las energías necesarias en nuestros agitados días.
Yo he probado ya varias veces la droga, y lo único que puedo hacer es describir el efecto que me ha producido. Pronto resultará evidente que a todos aquellos que andan al acecho de nuevas sensaciones les están reservados experimentos sorprendentes.
El profesor Gibberne, como es sabido, es convecino mío en Folkestone. Si la memoria no me engaña, han aparecido retratos suyos, de diferentes edades, en el Strand .Magazine, creo que a fines del año 1899; pero no puedo comprobarlo, porque he prestado el libro a alguien que no me lo ha devuelto. Quizá recuerde el lector la alta frente y las negras cejas, singularmente tupidas que dan a su rostro un aire tan mefistofélico.Ocupa una de esas pequeñas y agradables casas aisladas, de estilo mixto, que dan un aspecto tan interesante al extremo occidental del camino alto de Sandgate. Su casa es la que tiene el tejado Flamenco y el pórtico árabe, y en la pequeña habitación del mirador es donde trabaja cuando se encuentra aquí, y donde nos hemos reunido tantas tardes a fumar y conversar. Su conversación es animadísima; pero también le gusta hablarme acerca de sus trabajos. Es uno de esos hombres que encuentran una ayuda y un estrmulante en la conversación, por lo que a mí me ha sido posible seguir la concepción del Nuevo Acelerador desde su origen. Desde luego, la mayor parte de sus trabajos experimentales no se verifican en Folkestone, sino en Gower Street, en el magnífico y flamante laboratorio continuo al hospital, laboratorio que él ha sido el primero en usar.
Como todo el mundo sabe o por lo menos todas las personas inteligentes, la especialidad en que Gibberne ha ganado una reputación tan grande como merece entre los fisiólogos ha sido en la acción de las medicinas sobre el sistema nervioso. Según me han dicho, no tiene rival en sus conocimientos sobre medicamentos soporíferos, sedantes y anestésicos. También es un químico bastante eminente, y creo que en la sutil y completa selva de los enigmas que se concentran en las células de los ganglios y en las fibras nerviosas ha abierto pequeños claros, ha logrado ciertas elucidaciones que, hasta que él juzgue oportuno publicar sus resultados, seguirán siendo inaccesibles para los demás mortales. Y en estos últimos años se ha consagrado con especial asiduidad a la cuestión de los estimulantes nerviosos, en los que ya había obtenido grandes éxitos antes del descubrimiento del Nuevo Acelerador. La ciencia médica tiene que agradecerle, por lo menos, tres reconstituyentes distintos y absolutamente eficaces, de incomparable utilidad práctica. En los casos de agotamiento, la preparación conocida con el nombre de Jarabe B de Gibberne ha salvado ya más vidas, creo yo, que cualquier bote de salvamento de la costa.
- Pero ninguna de estas pequeñas cosas me deja todavía satisfecho - me dijo hace cerca de un año -. O bien aumentan la energía central sin afectar a los nervios, o simplemente aumentan la energía disponible, aminorando la conductividad nerviosa, y todas ellas causan un efecto local y desigual. Una vivifica el corazón y las vísceras, y entorpece el cerebro; otra, obra sobre el cerebro a la manera del champaña, y no hace nada bueno para el plexo solar, y lo que yo quiero, y pretendo obtener, si es humanamente posible, es un estimulante que afecte todos los órganos, que vivifique durante cierto tiempo desde la coronilla hasta la punta de los pies, y que haga a uno dos o tres veces superior a los demás hombres. ¿Eh? Eso es lo que yo busco.
- Pero esa actividad fatigaría al hombre.
- No cabe duda. Y comería doble o triple, y así sucesivamente. Pero piense usted lo que eso significaría. Imagínese usted en posesión de un frasquito como éste - y alzó una botellita de cristal verde, con la que subrayó sus frases -, y que en este precioso frasquito se encuentra el poder de pensar con el doble de rapidez, de moverse con el doble de celeridad, de realizar un trabajo doble en un tiempo dado de lo que sería posible de cualquier otro modo.
-¿Pero es posible conseguir una cosa así?
- Yo creo que sí. Si no lo es, he perdido el tiempo durante un año. Estas diversas preparaciones de los hipofosfitos, por ejemplo, parecen demostrar algo como eso. Aun si sólo se tratara de acelerar la vitalidad con un ciento por ciento esto lo conseguiría.
- Puede que sí- dije yo.
- Si usted fuera por ejemplo, un gobernante que se encontrara ante una grave situación y tuviera que tomar una decisión urgente, con los minutos contados. ¿qué le parece...?
- Se podría suministrar una dosis al secretario particular- dije yo.
- Ganaría usted... la mitad del tiempo. O suponga usted, por ejemplo, que quiere acabar un libro.
- Por regla general - dije yo- suelo desear no haberlos empezado nunca.
- O un médico que quiere reflexionar rápidamente ante un caso mortal. O un abogado... o un hombre que quiere ser aprobado en un examen.
- Para esos hombres valdría una guinea cada gota, o más- dije yo.
- También en un duelo- dijo Gibberne -, en donde todo depende de la rapidez en oprimir el gatillo.
- O en manejar la espada- añadí yo.
- Mire usted -dijo Gibberne -: si lo consigo gracias a una droga de efecto general, esto no causará ningún daño, salvo que puede hacerlo envejecer más pronto en un grado infinitesimal. Y habrá vivido el doble que los demás.
- Oiga - dije yo, reflexionando -: ¿sería eso leal en un duelo? - Esa es una cuestión que deberán resolver los padrinos - repuso Gibberne.
-¿Y realmente cree usted que eso es posible? - repetí, volviendo a preguntas específicas.
- Tan posible - repuso Gibberne, lanzando una mirada a algo que pasaba vibrando por delante de la ventana- como un autobús. A decir verdad...
Se detuvo, sonrió sagazmente y dio unos golpecitos en el borde de la mesa con el frasquito verde.
- Creo que conozco la droga... He obtenido ya algo prometedor, terminó.
La nerviosa sonrisa de su semblante traicionaba la verdad de su revelación. Gibberne hablaba raramente de sus trabajos experimentales a no ser que se hallara muy cerca del triunfo.
- Y puede ser..., puede ser..., no me sorprendería..., que la vitalidad resultara más que duplicada.
- Eso será una cosa enorme - aventuré yo. - Será, en efecto, una cosa enorme- repitió él.
Pero, a pesar de todo, no creo que supiera por completo lo enorme que iba a ser aquello.
Recuerdo que después hablamos varias veces acerca de la droga. Gibberne la llamaba el Nuevo Acelerador, y cada vez hablaba de ella con más confianza. A veces hablaba nerviosamente de los resultados fisiológicos inesperados que podría producir su uso, y entonces se mostraba francamente mercantil, y teníamos largas y apasionadas discusiones sobre la manera de dar a la preparación un giro comercial.
- Es una cosa buena - decía Gibberne -, una cosa estupenda. Yo sé que voy a dotar al mundo de algo valioso, y creo que no deja de ser razonable esperar que el mundo la pague. La dignidad de la ciencia es una cosa muy bonita; pero de todos modos, me parece que debo reservarme el monopolio de la droga durante unos diez años, por ejemplo. No veo la razón de que todos los goces de la vida les estén reservados a los tratantes de jamones.
El interés que yo mismo sentía por la droga esperada no decayó, en verdad, con el tiempo. Siempre he tenido una rara propensión a la metafísica. Siempre ha sido aficionado a las paradojas sobre el espacio y el tiempo, y me parecía que, en realidad, Gibberne preparaba nada menos que la aceleración absoluta de la vida. Supóngase un hombre que se dosificara repetidamente con semejante preparación: este hombre viviría, en efecto, una vida activa y única; pero sería adulto a los once años, de edad madura a los veinticinco, y a los treinta emprendería el camino de la decrepitud senil.
Hasta este punto se me figuraba que Gibberne sólo iba a procurar a todo el mundo el que tomara su droga exactamente lo mismo que lo que la Naturaleza ha procurado a los judíos y a los orientales, que son hombres a los quince años y ancianos a los cincuenta, y siempre más rápidos que nosotros en el pensar y en obrar. Siempre me ha maravillado la acción de las drogas; por medio de ellas se puede enloquecer a un hombre, calmarle, darle una fortaleza y una vivacidad increíbles, o convertirle en un leño impotente, activar esta pasión o moderar aquella; y ¡ahora venía a añadirse un nuevo milagro a este extraño arsenal de frascos que utilizan los médicos! Pero Gibberne estaba demasiado atento a los puntos técnicos para que penetrara mucho en mi aspecto de la cuestión.
Fue el siete o el ocho de agosto cuando me dijo que la destilación que decidiría su fracaso o su éxito temporal se estaba verificando mientras nosotros hablábamos, y el día diez cuando me dijo que la operación estaba terminada y que el Nuevo Acelerador era una realidad palpable. Este día lo encontré cuando subía la cuesta de Sandgate, en dirección de Folkestone (creo que iba a cortarme el pelo); Gibberne vino a mi encuentro apresuradamente, y supongo que se dirigía a mi casa para comunicarme en el acto su éxito. Recuerdo que los ojos le brillaban de una manera insólita en la cara acalorada, y hasta noté la rápida celeridad de sus pasos.
- Es cosa hecha - gritó, agarrándome la mano y hablando muy de prisa -. Más que hecha. Venga a mi casa a verlo.
- ¿De verdad? - ¡De verdad! - gritó -. ¡Es increíble. Venga a verlo. - ¿Pero produce... el doble:?
- Más, mucho más. Me he espantado. Venga a ver la droga. ¡Pruébela! ¡Ensáyela! Es la droga más asombrosa del mundo. Me aferró el brazo, y marchando a un paso tal que me obligaba a
ir corriendo, subió conmigo la cuesta, gritando sin cesar. Todo un ómnibus de excursionistas se volvió a mirarnos al unísono, a la manera que lo hacen los ocupantes de estos vehículos. Era uno de esos días calurosos y claros que tanto abundan en Folkestone; todos los colores brillaban de manera increíble, y todos los contornos se recortaban con rudeza. Hacía algo de aire, desde luego; pero no tanto como el que necesitaría para refrescarme y calmarme el sudor en aquellas condiciones. Jadeando, pedí misericordia.
- No andaré muy de prisa, ¿verdad? - exclamó Gibberne, reduciendo su paso a una marcha todavía rápida.
-¿Ha probado usted ya esa droga? - dije yo, soplando.
- No. A lo sumo una gota de agua que quedaba en un vaso que enjuagué para quitar las últimas huellas de la droga. Anoche sí la tomé, ¿sabe usted? Pero eso ya es cosa pasada.
-¿Y duplica la actividad? - pregunté yo al acercarme a la entrada de su casa, sudando de una manera lamentable.
-¡La multiplica mil veces, muchos miles de veces! - exclamó Gibberne con un gesto dramático, abriendo violentamente la ancha cancela de viejo roble tallado.
-¿Eh?- dije yo, siguiéndole hacia la puerta.
- Ni siquiera sé cuántas veces la multiplica - dijo Gibberne con el llavín en la mano.
- ¿Y usted...?
- Esto arroja toda clase de luces sobre la fisiología nerviosa; da a la teoría de la visión una forma enteramente nueva... ¿Sabe Dios cuántos miles de veces? Ya lo veremos después. Lo importante ahora es ensayarla droga.
- ¿Ensayar la droga?- exclamé yo mientras seguíamos el corredor.
- ¡Claro! - dijo Gibberne, volviéndose hacia mí en su despacho -. ¡Ahí está, en ese frasco verde! ¡A no ser que tenga usted miedo!
Yo soy, por naturaleza, un hombre prudente, sólo intrépido en teoría. Tenía miedo; pero, por otra parte, me dominaba el amor propio.
- Hombre - dije, cavilando -, ¿dice usted que la ha probado? - Sí; la he probado - repuso -, y no parece que me haya hecho dañe, ¿verdad? Ni siquiera tengo mal color, y, por el contrario, siento...
- Venga la poción - dije yo, sentándome -. Si la cosa sale mal, me ahorraré el cortarme el pelo, que es, a mi juicio, uno de los deberes más odiosos del hombre civilizado. ¿Cómo toma usted la mezcla:'
- Con agua - repuso Gibberne, poniendo de golpe una botella encima de la mesa.
Se hallaba en pie, delante de su mesa, y me miraba a mí, que estaba sentado en el sillón; sus modales adquirieron de pronto cierta afectación de especialista.
- Es una droga singular, ¿sabe usted?- dijo. Yo hice un gesto con la mano, y él continuó:
- Debo advertirle, en primer lugar, que en cuanto la haya usted bebido, cierre los ojos y no los abra hasta pasado un minuto o algo así, y eso con mucha precaución. Se sigue viendo. El sentido de la vista depende de la duración de las vibraciones, y no de una multitud de choques; pero si se tienen los ojos abiertos, la retina recibe una especie de sacudida, una desagradable confusión vertiginosa. Así que téngalos cerrados.
- Bueno; los cerraré.
- La segunda advertencia es que no se mueva. No empiece usted a andar de un lado para otro, puede darse algún golpe. Recuerde que irá usted varios miles de veces más de prisa que nunca; el corazón, los pulmones, los músculos, el cerebro, todo funcionará con esa rapidez, y puede usted darse un buen golpe sin saber cómo. Usted no notará nada, ¿sabe usted? Se sentirá lo mismo que ahora. Lo único que le pasará es que parecerá que todo se mueve muchos miles de veces más despacio que antes. Por eso resulta la cosa tan rara.
-¡Dios mío! - dije yo -. ¿Y pretende usted...? - Ya verá usted - dijo él, alzando un cuentagotas. Echó una mirada al material de la mesa, y añadió:
- Vasos, agua, todo está listo. No hay que tomar demasiado en el primer ensayo.
El cuentagotas absorbió el precioso contenido del frasco.
- No se olvide de lo que le he dicho - dijo Gibberne, vertiendo las gotas en un vaso de una manera misteriosa -. Permanezca sentado con los ojos herméticamente cerrados y en una inmovilidad absoluta durante dos minutos. Luego me oirá usted hablar.
Añadió un dedo de agua a la pequeña dosis de cada vaso.
- A propósito - dijo -: no deje usted el vaso en la mesa. Téngalo en la mano, descansando ésta en la rodilla. Sí; eso es, Y ahora... Gibberne alzó su vaso.
- ¡Por el Nuevo Acelerador! - dije yo. - ¡Por el Nuevo Acelerador! - repitió él.
Chocamos los vasos y bebimos, e instantáneamente cerré los ojos. Durante un intervalo indefinido permanecí en una especie de nirvana. Luego oí decir a Gibberne que me despertara, me estremecí, y abrí los ojos. Gilbberne seguía en pie en el mismo sitio, y todavía tenía el vaso en la mano. La única diferencia era que éste estaba vacío. - ¿Qué?- dije yo.
-¿No nota nada de particular?
- Nada. Si acaso, una ligera sensación de alborozo. Nada más. -¿Y ruidos?
- Todo está tranquilo - dijo yo -. ¡Por Júpiter, sí! Todo está tranquilo, salvo este tenue Pat-pat, pat-,bat, como el ruido de la lluvia al caer sobre objetos diferentes. ¿Qué es eso?
- Sonidos analizados- creo que me respondió; pero no estoy seguro.
Lanzó una mirada a la ventana y exclamó:
-¿Ha visto usted alguna vez delante de una ventana una cortina tan inmóvil como esa?
Seguí la dirección de su mirada y vi el extremo de la cortina, como si se hubiera quedado petrificada con una punta en el aire en el momento de ser agitada vivamente por el viento.
- No - dije yo -; es extraño.
-¿Y esto?- dijo Gibberne, abriendo la mano que tenía el vaso. Como es natural, yo me sobrecogí, esperando que el vaso se rompería contra el suelo. Pero. lejos de romperse, ni siquiera pareció moverse; se mantenía inmóvil en el aire
- En nuestras latitudes- dijo Gibberne-, un objeto que cae recorre, hablando en general, cinco metros en el primer segundo de su caída. Este vaso está cayendo ahora a razón de cinco metros por segundo. Lo que sucede, ¿sabe usted?, es que todavía no ha transcurrido una centésima de segundo. Esto puede darle una idea de la actividad vital que nos ha dado mi Acelerador.
Y empezó a pasar la mano por encima, por debajo y alrededor del vaso, que caía lentamente. Por último, lo cogió por el fondo, lo atrajo hacia sí y lo colocó con mucho cuidado sobre la mesa.
-¿Eh?- dijo riéndose.
- Esto me parece magnífico- dije yo, y empecé a levantarme del sillón con gran cautela.
Yo me encontraba perfectamente, muy ligero y a gusto y lleno de absoluta confianza en mí mismo. Todo mi ser funcionaba muy de prisa.
Mi corazón, por ejemplo, latía mil veces por segundo; pero esto no me causaba el menor malestar. Miré por la ventana: un ciclista inmóvil con la cabeza inclinada sobre los manubrios y una nube inerte de polvo tras la rueda posterior trataba de alcanzar a un ómnibus lanzado al galope, que no se movía. Yo me quedé con la boca abierta ante este espectáculo increíble.
- Gibberne - exclamé -, ¿cuánto tiempo durará esta maldita droga ~ - ¡Dios sabe! - repuso él -. La última vez que la tomé me acosté, y se me pasó durmiendo. Le aseguro que estaba asustado. En realidad, debió de durarme unos minutos, que me parecíeron horas. Pero en poco rato creo que el efecto disminuye de una manera bastante súbita.
Yo estaba orgulloso de observar que no estaba asustado, debido, tal vez, a que éramos dos los expuestos.
-¿Por qué no salir a la calle? - pregunté yo. -¿Por qué no:'
- La gente se fijará en nosotros. .
- De ningún modo. ¡Gracias a Dios! Fíjese usted en que iremos mil veces más de prisa que el juego de manos más rápido que se haya hecho nunca. ¡Vamos! ¿Por dónde salimos? ¿Por la ventana o por la puerta?
Salimos por la ventana.
Seguramente, de todos los experimentos extraños que yo he hecho o imaginado nunca, o que he leído que habían hecho o imaginado otros, esta pequeña incursión que hice con Gibberne por el parque de Folkestone ha sido el más extraño y el más loco de todos.
Por la puerta del jardín salimos a la carretera, y allí hicimos un minuciosos examen del tráfico inmovilizado. El remate de las ruedas y algunas de las patas de los caballos del ómnibus, así como la punta del látigo y la mandíbula inferior del cochero, que en ese preciso instante se puso a bostezar, se movían perceptiblemente; pero el resto del pesado vehículo parecía inmóvil y absolutamente silencioso, excepto un tenue ruido que salía de la garganta de un hombre. ¡Y este edificio petrificado estaba ocupado por un cochero, un guía y once viajeros! El efecto de esta inmovilidad mientras nosotros caminábamos, empezó por parecernos locamente extraño y acabó por ser desagradable.
Veíamos a personas como nosotros, y, sin embargo, diferentes, petrificadas en actitudes descuidadas, sorprendidas a la mitad de un gesto. Una joven y un hombre se sonreían mutuamente, con una sonrisa oblicua que amenazaba hacerse eterna; una mujer con una pamela de amplias alas apoyaba el brazo en la barandilla del coche y contemplaba la casa de Gibberne con la impávida mirada de la eternidad; un hombre se acariciaba el bigote como una figura de cera, y otro extendía una mano lenta y rígida, con los dedos abiertos, hacia el sombrero, que se le escapaba. Nosotros los mirábamos, nos reíamos de ellos y les hacíamos muecas; luego nos inspiraron cierto desagrado, y dando media vuelta, atravesamos el camino por delante del ciclista dirigiéndonos al parque.
- ¡Cielo santo! - exclamó de pronto Gibberne-. ¡Mire!
Delante de la punta de su dedo extendido, una abeja se deslizaba por el aire batiendo lentamente las alas y a la velocidad de un caracol excepcionalmente lento.
A poco llegamos al parque. Allí, el fenómeno resultaba todavía más absurdo. La banda estaba tocando en el quiosco, aunque el ruido que hacía era para nosotros como el de una quejumbrosa carraca, algo así como un prolongado suspiro, que tantas veces se convertía en un sonido análogo al del lento y apagado tic tac de un reloj monstruoso. Personas petrificadas, rígidas, se hallaban en pie, y maniquíes extraños, silenciosos, de aire fatuo, permanecían en actitudes inestables, sorprendidos en la mitad de un paso durante su paseo por el césped. Yo pasé junto a un perrito de lanas suspendido en el aire al saltar, y contemplé el lento movimiento de sus patas al caer a tierra.
-¡Oh, mire usted! - exclamó Gibberne. Y nos detuvimos un instante ante un magnífico personaje vestido con un traje de franela blanca y rayas tenues, con zapatos blancos y sombrero panamá, que se volvía a guiñar el ojo a dos damas con vestidos claros que habían pasado a su lado. Un guiño, estudiado con el detenimiento que nosotros podíamos permitirnos, es una cosa muy poco atrayente. Pierde todo carácter de viva alegría, y se observa que el ojo que se guiña no se cierra por completo, y que bajo el párpado aparece el borde inferior del globo del ojo como una tenue línea blanca.
- ¡Como el Cielo me conceda memoria - dije yo - nunca volveré a guiñar el ojo!
- Ni a sonreír - añadió Gibberne con la mirada fija en los dientes de las damas.
- Hace un calor infernal - dije yo -. Vayamos más despacio. - ¡Bah! ¡Sigamos! - dijo Gibberne.
Nos abrimos camino por entre las sillas de la avenida. Muchas de las personas sentadas en las sillas parecían bastante naturales en sus actitudes pasivas; pero la faz contorsionada de los músicos no era un espectáculo tranquilizador. Un hombre pequeño, de cara purpúrea, estaba petrificado a la mitad de una lucha violenta por doblar un periódico, a pesar del viento. Encontrábamos muchas pruebas de que todas las gentes desocupadas estaban expuestas a una brisa considerable, que, sin embargo, no existía por lo que a nuestras sensaciones se refería. Nos apartamos un poco de la muchedumbre y nos volvimos a contemplarla.
El espectáculo de toda aquella multitud convertida en un cuadro, con la rígida inmovilidad de figuras de cera, era una maravilla inconcebible. Era absurdo, desde luego; pero me llenaba de un sentimiento exaltado, irracional, de superioridad. ¡lmaginaos qué portento! Todo lo que yo había dicho, pensado y hecho desde que la droga había empezado a actuar en mi organismo había sucedido, en relación con aquellas gentes y con todo el mundo en general, en un abrir y cerrar de ojos.
- El Nuevo Acelerador... - empecé yo; pero Gibberne me interrumpió.
- Ahí está esa vieja infernal. -¿Qué vieja?
- Una que vive junto a mi casa. Tiene un perro faldero que no hace más que ladrar. ¡Cielos! ¡La tentación es irresistible!
Gibberne tiene a veces arranques infantiles, impulsivos. Antes que yo pudiera discutir con él, arrancaba al infortunado animal de la existencia visible y corría velozmente con él hacia el barranco del parque. Era la cosa más extraordinaria. El pequeño animal no ladró, no se debatió ni dio la más ligera muestra de vitalidad. Se quedó completamente rígido, en una actitud de reposo soñoliento, mientras Gibberne lo llevaba cogido por el cuello. Era como si fuera corriendo con un perro de madera.
- ¡Gibberne! - grité yo -. ¡Suéltelo!
Luego dije alguna otra cosa y volví a gritarle: -Gibberne, si sigue usted corriendo así, se le va a prender fuego la ropa- ya se le empezaba a chamuscar el pantalón.
Gibberne dejó caer su mano en el muslo y se quedó vacilando al borde del barranco.
- Gibberne - grité yo, corriendo tras él -. Suéltelo. ¡Este calor es excesivo! ¡Es debido a nuestra velocidad! ¡Corremos a tres o cuatro kilómetros por segundo! ... ¡Y el frotamiento del aire! ...
- ¿Qué? - dijo Gibberne, mirando al perro.
- El frotamiento del aire! - grité yo -. El frotamiento del aire. Vamos demasido aprisa. Parecemos aerolitos. Es demasiado calor. ¡Gibberne! ¡Gibberne! Siento muchos pinchazos y estoy cubierto de sudor. Se ve que la gente se mueve ligeramente. ¡Creo que la droga se disipa! Suelte ese perro.
- ¿Eh? - dijo él.
- La droga se disipa - repetí yo -. Nos estamos abrasando, y la droga se disipa. Yo estoy empapado de sudor.
Gibberne se quedó mirándome. Luego miró a la banda, cuyo lento carraspeo empezaba en verdad a acelerarse. Luego, describiendo con el brazo una curva tremenda, arrojó a lo lejos al perro que se elevó dando vueltas, inanimado aún, y cayó, al fin, sobre las sombríllas de un grupo de damas que conversaban animadamente. Gibberne me cogió del codo.
- ¡Por Júpiter! - exclamó -. Me parece que sí se disipa. Una especie de picor abrasador. . sí. Ese hombre está moviendo el pañuelo de una manera perceptible. Debemos marcharnos de aquí rápidamente.
Pero no pudimos marcharnos con bastante rapidez. ¡Y quizá fuera una suerte! Pues, de lo contrario, hubiéramos corrido, y si hubiéramos corrido, creo que nos hubiésemos incendiado. ¡Es casi seguro que nos hubiésemos prendido fuego! Ni Gibberne ni yo habíamos pensado en eso, ¿sabe usted?... Pero antes que hubiéramos echado a correr, la acción de la droga había cesado. Fue cuestión de una ínfima fracción de segundo. El efecto del Nuevo Acelerador cesó como quien corre una cortina, se desvaneció durante el movimiento de una mano. Oí la voz de Gibberne muy alarmada: - Siéntese - exclamó.
- Yo me dejé caer en el césped, al borde del prado, abrasando el suelo. Todavía hay un trozo de hierba quemada en el sitio en que me senté. Al mismo tiempo, la paralización general pareció cesar; las vibraciones desarticuladas de la banda se unieron precipitadamente en una ráfaga de música; los paseantes pusieron el pie en el suelo y continuaron su camino; los papeles y las banderas empezaron a agitarse; las sonrisas se convirtieron en palabras; el personaje que había empezado el guiño lo terminó y prosiguió su camino satisfecho, y todas las personas sentadas se movieron y hablaron.
El mundo entero había vuelto a la vida y empezaba a marchar tan de prisa como nosotros, o, mejor dicho, nosotros no íbamos ya más de prisa que el resto del mundo.
Era como la reducción de la velocidad de un tren al entrar en una estación. Durante uno o dos segundos, todo me pareció que daba vueltas, sentí una ligerísima náusea, y eso fue todo. ¡Y el perrito, que parecía haber quedado suspendido un momento en el aire cuando el brazo de Gibberne le imprimió su velocidad, cayó con súbita celeridad a través de la sombrilla de una dama.
Esto fue nuestra salvación. Excepto un anciano corpulento, que estaba sentado en una silla y que ciertamente se estremeció al vernos, luego nos miró varias veces con gran desconfianza y me parece que acabé por decir algo a su enfermera acerca de nosotros, no creo que ni una sola persona se diera cuenta de nuestra súbita aparición. ¡Plop! Debimos de llegar allí bruscamente. Casi en el acto dejamos de chamuscarnos, aunque la hierba que había debajo de mí desprendía un calor desagradable. La atención de todo el mundo (incluso la de la banda de la .Asociación de Recreos, que por primera vez tocó desafinadamente) había sido atraída por el hecho pasmoso, y por el ruido todavía más pasmoso de los ladridos y la gritería que se originó de que un perro faldero gordo y respetable, que dormía tranquilamente del lado Este del quiosco de la música, había caído súbitamente a través de la sombrilla de una dama que se encontraba en el lado opuesto, llevando los pelos ligeramente chamuscados a causa de la extrema velocidad de su viaje a través del aire. ¡Y en estos días absurdos, en que todos tratamos de ser todo lo psíquicos, lo cándidos y lo supersticiosos que sea posible! La gente se levantó atropelladamente, tirando las sillas, y el guardia del parque acudió. Ignoro cómo se arreglaría la cuestión; estábamos demasiado deseosos de desligarnos del asunto y de rehuir las miradas del anciano de la silla para entretenernos en hacer minuciosas investigaciones. En cuanto estuvimos lo suficientemente fríos y nos recobramos de nuestro vértigo, nuestras náuseas y nuestra confusión de espíritu, nos levantamos, y bordeando la muchedumbre, dirigimos nuestros pasos por el camino del hotel de la metrópoli hacia la casa de Gibberne. Pero entre el tumulto oí muy distintamente al caballero que estaba sentado junto a la dama de la sombrilla rota, que dirigía amenazas e insultos injustificados a uno de los inspectores de las sillas.
- Si usted no ha tirado el perro - le decía -, ¿quién ha sido?
El súbito retorno del movimiento y del ruido familiar, y nuestra natural ansiedad acerca de nosotros mismos (nuestras ropas estaban todavía terriblemente calientes, y la parte delantera de los pantalones blancos de Gibberne estaba chamuscada y ennegrecida), me impidieron hacer sobre todas estas cosas las minuciosas observaciones que hubiera querido. En realidad no hice ninguna observación de algún valor científico sobre este retorno. La abeja, desde luego, se había marchado. Busqué al ciclista con la mirada; pero ya se había perdido de vista cuando nosotros llegamos al camino alto de Sandgate, o quizá nos lo ocultaban los carruajes; sin embargo, el ómnibus de los viajeros, con todos sus ocupantes vivos y agitados ya, marchaba a buen paso cerca de la iglesia próxima.
A1 entrar en la casa observamos que el antepecho de la ventana por donde habíamos saltado al salir estaba ligeramente chamuscado, que las huellas de nuestros pies en la grava del sendero eran de una profundidad insólita.
Este fue mi primer experimento del Nuevo Acelerador. Prácticamente habíamos estado corriendo de un lado a otro, y diciendo y haciendo toda clase de cosas, en el espacio de uno o dos segundos de tiempo. Habíamos vivido media hora mientras la banda había tocado dos compases. Pero el efecto causado en nosotros fue que el mundo entero se había detenido, para que nosotros lo examináramos a gusto. Teniendo en cuenta todas las cosas, y particularmente nuestra temeridad al aventurarnos fuera de la casa, el experimento pudo muy bien haber sido mucho más desagradable de lo que fue. Demostró, sin duda, que Gibberne tiene mucho que aprender aún antes que su preparación sea de fácil manejo; pero su viabilidad quedó demostrada ciertamente de una manera indiscutible.
Después de esta aventura, Gibberne ha ido sometiendo constantemente a control el uso de la droga, y varias veces, y sin ningún mal resultado, he tomado yo bajo su dirección dosis medidas, aunque he de confesar que no me he vuelto a aventurar a salir a 1a calle mientras me encuentro bajo su efecto. Puedo mencionar, por ejemplo, que esta historia ha sido escrita bajo su influencia, de un tirón y sin otra interrupción que la necesaria para tomar un poco de chocolate. La empecé a las seis y veinticinco, y en este momento mi reloj marca la media y un minuto. La comodidad de asegurarse una larga e ininterrumpida cantidad de trabajo en medio de un día lleno de compromisos, nunca podría elogiarse demasiado.
Gibberne está trabajando ahora en el manejo cuantitativo de su preparación, teniendo siempre en cuenta sus distintos efectos en tipos de diferente constitución. Luego espera descubrir un Retardador para diluir la potencia actual, más bien excesiva, de su droga. El Retardador, como es natural, causará el efecto contrario al Acelerador. Empleado solo, permitirá al paciente convertir en unos segundos muchas horas de tiempo ordinario, y conservar así una inacción apática, una fría ausencia de vivacidad, en un ambiente muy agitado o irritante. Juntos los dos descubrimientos, han de originar necesariamente una completa revolución en la vida civilizada, éste será el principio de nuestra liberación del Vestido del Tiempo, de que habla Garlyle. Mientras, este Acelerador nos permitirá concentrarnos con formidable potencia en un momento u ocasión que exija el máximo rendimiento de nuestro vigor y nuestros sentidos, el Retardador nos permitirá pasar en tranquilidad pasiva las horas de penalidad o de tedio. Quizá pecaré de optimista respecto al Retardador, que en realidad. no ha sido descubierto aún; pero en cuanto al Acelerador, no hay ninguna duda posible. Su aparición en el mercado en forma cómoda, controlable y asimilable es cosa de unos meses. Se le podrá adquirir en todas las farmacias y droguerías, en pequeños frascos verdes, a un precio elevado, pero de ningún modo excesivo si se consideran sus extraordinarias cualidades. Se llamará Acelerador Nervioso de Gibberne, y éste espera hallarse en condiciones de facilitará en tres distintas potencias: una de doscientos, otra de novecientos y otra de mil grados, y se distinguirán por etiquetas amarilla, rosa y blanca, respectivamente.
No hay duda de que su uso hace posible un gran número de cosas extraordinarias, pues, desde luego, pueden efectuarse impunemente los actos más notables y hasta quizá los más criminales, escurriéndose de este modo, por decirlo así, a través de los intersticios del tiempo. Como todas las preparaciones potentes, ésta sería susceptible de abuso.
No obstante, nosotros hemos discutido a fondo este aspecto de la cuestión, y hemos decidido que eso es puramente un problema de jurisprudencia médica completamente al margen de nuestra jurisdicción. Nosotros fabricaremos y venderemos el Acelerador, y en cuanto a las consecuencias..., ya veremos.


domingo, 30 de marzo de 2008

EL CENTINELA -- ARTHUR C. CLARKE

nunca tan pocas letras, han dado para tanto, rsta es la historia del Sentinel, de hace ya muchos años, de donde salo la idea del centinela de multitud de comics,relatos, y peliculas de ciencia ficcion.SENTINEL

El Centinela
Arthur C. Clarke


La próxima vez que veáis la Luna llena allá en lo alto, por el Sur, mirad
cuidadosamente al borde derecho, y dejad que vuestra mirada se deslice a lo
largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un
óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo
fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas
de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos
kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas
montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del
verano de 1966.
Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían
llevado volando nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de
Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres
pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no
podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la
mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas
tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas
de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores
oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.
Yo era geólogo - o selenólogo, si queremos ser pedantes - al mando de un grupo
que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado
cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes
sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba
sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de
aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna
Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en
otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de
humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la
ardiente luz del sol no penetraba nunca.
Habíamos comenzado' nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos
quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos
nuestro vehículo media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes
espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para gula
de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni
siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir
cómodamente durante un mes en nuestros tractores a presión, y si nos
encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y
esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso
ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre el malgasto de combustible para el
cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera
necesidad.
Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero,
naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas
increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra.
Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no
sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del
Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del
océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido
las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de
aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras
altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y
no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros
deberían escalar.
A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22,00
enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera,
las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche
hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros
preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y
alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad,
cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no
creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y
casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que
caían los objetos.
Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía
de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante,
pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés,
«David de la Roca Blanca». Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje
espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett,
estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del
día anterior.
Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa
terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease
distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte
meridional, extendíéndose hasta perderse de vista hacia el Este y el Oeste, por
debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor,
pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la
Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella
neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.
Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente
desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las
hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso
la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la
superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba
a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.
Alcé los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado aún, picos que,
antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en
retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la
esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos
baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por
encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de
una noche de invierno en la Tierra.
Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de
un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros
hacia el Oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese
sido arrancada al cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que
alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba
directamente hacia mis ojos Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el
segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las
grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azulblanca,
al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la
curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla
de observación e hice girar hacia el Este nuestro telescopio de Díez centímetros.
Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual,
los picos de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que
fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto. Y
sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se
elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente
enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado
procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían
hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.
Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare
Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo.
Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales,
continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros mantenían que era
absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente
en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían jamás existido allí, eran unas
cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía
tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe
temer hacer el ridículo.
- Escuchadme - dije al fin -, voy a subir allá aunque solamente sea para
tranquilidad de conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de
altura - es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra - y puedo
hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido
ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa.
- Si no te rompes la cabeza - dijo Garnett -, serás el hazmerreír de la expedición
cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña
probablemente se llamará «La Locura de Wilson».
- No me romperé la cabeza - dije firmemente -. ¿Quién fue el primero en ascender
a Pico y a Helicon?
- ¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? - preguntó suavemente
Louis.
- Eso. - dije con gran dignidad - es otra razón más para ir.
Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un
kilómetro del promontorio: Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era
un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas.
Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la
máquina.
A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero
para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde
todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro
del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros
en la Luna puede, matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra.
Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano.
La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos
por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía
ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del
acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión
antes de partir de nuevo.
De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez
mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta
kilómetros a través del Mare, incluso los picos de las montañas de la costa
opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan
planas como el Mare Crísium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de
agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo
de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.
Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos
por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al Este de
nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su
primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo
y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin
moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban
pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días seria un disco cegador que
bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces mas
brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes
de la noche, o nos quedaríamos en ellas para Siempre.
En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las
unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de
nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos
instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé
lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más
descabellada en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con
él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes
por allí y le sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me
proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.
No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la
pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una
distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre
nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través
de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no seria sino una roca
astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión
nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.
No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón.
Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre
mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas.
La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la
cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos
arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.
Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí
desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin
apresurarme, comencé la ascensión final.
Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de
modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al
borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé,
mirando enfrente de mí.
Debéis comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido de
que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del
todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había
impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas
había comenzado.
Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de
ancho. Había sido lisa en un tiempo - demasiado lisa para ser natural - pero los
meteoros en su caída habían marcado y perforado su superficie en el transcurso
de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una
estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre,
engastada en la roca.
Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros
segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable.
Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y
Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y
desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo,
había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho de
que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me
perturbaba; era suficiente haber llegado.
Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas.
¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de
palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan
inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los
adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen,
mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en
vano!
Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un
cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabia algo de
arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado
aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que
deslumbraban aún mis ojos.
Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído
los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían
empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto no se me ocurrió pensar
que quizá estaba contemplando la obra de una raza mas adelantada que la mía.
La idea de que la Luna había poseído alguna inteligencia era aun demasiado
inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante
salto.
Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la
espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen
notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros: estaba
también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre
filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo
perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban
abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una
barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante
bombardeo del espacio.
Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado
llamando desde hacia algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del
acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar.
Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Cogí un fragmento de roca y lo
arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido Si el
guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero parecía tocar una
superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.
Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la
antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se
protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas,
cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya
demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y
dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan
irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y
mortífera de una pila atómica sin protección.
Recuerdo que entonces me volví hacia Garrett, quien se me había reunido y
estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mi, de modo que
no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por
ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso
para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí.
Levanté los ojos hacia la media Tierra, yacente en su cuna de estrellas, y me
pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos
constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del
Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios
para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada
de la vida?
No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece
tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin
titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza
perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora
fuerza, se hizo en mí la certeza de que era tan extranjera a la Luna como yo
mismo.
En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas
plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su
fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.
Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo
que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una
risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues
me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: «Lo siento,
pero yo tampoco soy de aquí. »
Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la
máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos
comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y
ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que
encontré en la montaña.
Carecen de sentido. Los mecanismos - si es que en realidad son mecanismos - de
la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de
nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido
alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida
inteligente. Ni tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo
nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico
sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su
montaña, antes de que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.
Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las
estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y
prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo
la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo
presumo:
Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el circulo de la Vía Láctea, y hace
mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber
alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Pensad en tales
civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la
Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado solamente a
un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos
imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no
encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.
Debieron de haber estado buscando por los racimes de estrellas del modo que
nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía de haber mundos por todas
partes, pero debían de estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente.
Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que
manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora
llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos
externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus
destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y
esperando que comenzasen sus historias.
Aquellos vagabundos debieron de haber contemplado la Tierra, que giraba en la
estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron de adivinar que era el favorito
entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas
delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.
Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por
todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro
que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que
nadie lo había descubierto.
Quizá comprenderéis por qué colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna
en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no los interesaban las razas que
estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra
civilización si demostramos nuestra aptitud para sobrevivir al espacio y
escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ese es el reto con que todas las
razas inteligentes tienen que enfrentarse, mas tarde o más temprano. Es un reto
doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la ultima
elección entre la vida y la muerte.
Una vez hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo
el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus
señales y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la
Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben de ser muy,
muy viejos, y los viejos tienen can frecuencia una envidia loca de los jóvenes.
No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas
compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un símil tan
prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda
más que hacer sino esperar.
Y no creo que tengamos que esperar mucho.

EL GUARDAVIAS -- CHARLES DICKENS


Charles Dickens
El guardavías


__________
-¡Hola, el de ahí abajo!
Cuando escuchó una voz que le llamaba de esa manera estaba de pie en la puerta de la caseta, con una
bandera en la mano enrollada alrededor de un palo corto. Teniendo en cuenta la naturaleza del terreno,
cualquiera hubiera pensado que no podía dudar con respecto al lugar del que procedía la voz; pero en lugar
de mirar hacia arriba, donde estaba yo, de pie sobre un empinado desmonte situado justo encima de su
cabeza, se dio la vuelta y miró hacia la vía. Había algo especial en la forma en que lo hizo, aunque yo no
pudiera captar de que se trataba exactamente. Lo que sí se es que fue lo bastante notable como para llamar
mi atención, a pesar de que su figura, situada abajo, en la profunda zanja, se encontraba un tanto lejana y
ensombrecida, y yo me hallaba muy por encima de él, tan de cara al resplandor de un furioso ocaso que
tuve que protegerme los ojos con la mano antes de poder verlo.
-¡Hola, ahí abajo!
Él seguía mirando la vía, pero volvió a darse la vuelta y, al levantar la vista, me vio allí arriba.
-¿Hay algún camino por el que pueda bajar para hablar con usted?
Miró hacia arriba sin responder y yo le contemplé sin querer presionarle repitiendo mi tonta pre gunta. En
ese preciso momento se produjo una vaga vibración en la tierra y el aire, que se convirtió rápidamente en
una pulsación violenta y en una embestida que me obligó a retroceder para no caer abajo. Cuando se
deshizo el vapor que se había elevado hasta mi altura desde el tren que pasó velozmente, y empezó a
desvanecerse en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y pude verle enrollar en el Palo la bandera que había
extendido durante el paso del tren.
Repetí la pregunta. Tras una pausa durante la cual pareció contemplarme con gran atención, señaló con la
bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unos doscientos o trescientos metros de distancia.
-¡Entendido! -le grité dirigiéndome hacia ese lugar.
Allí, a fuerza de examinar cuidadosamente la zona, encontré un tosco camino que descendía en zigzag,
en el que habían excavado una especie de escalones, y bajé por él.
La zanja era extremadamente profunda e inu sualmente inclinada. Había sido excavada en una piedra
viscosa que se iba volviendo más rezumante y húmeda conforme bajaba. Por ese motivo el camino se me
hizo lo bastante largo para recordar la sensación singular de desgana y obligación con la que me había
indicado donde estaba.
Cuando bajé por el camino en zigzag lo suficien te, vi que estaba de pie entre los raíles por los que
acababa de pasar el tren, en actitud de estar aguardando mi aparición. Con la mano izquierda se tocaba la
barbilla y descansaba el codo de ese brazo sobre su mano derecha, cruzada junto al pecho. Su actitud me
pareció tan expectante y vigilante que me detuve un momento, extrañado.
Reanudé mi avance, llegué a la altura de la vía y al acercarme más a él vi que era un hombre de tez pálida
y pelo oscuro, de barba negra y cejas bastante pobladas. Su puesto se encontraba en el lugar más solitario y
triste que yo hubiera contemplado nunca. A ambos lados, un muro hecho de piedra mellada que goteaba
humedad, impedía toda vista salvo la de una franja de cielo; por un lado, la perspectiva sólo era una
prolongación curva de aquel calabozo enorme; la perspectiva por la otra dirección, mas corta, terminaba en
una sombría luz rojiza y en la entrada, todavía más sombría, de un túnel negro, cuya arquitectura maciza
creaba una atmósfera bárbara, deprimente y repulsiva. Era tan escasa la luz del sol que llegaba hasta allí
que producía un olor terroso y letal, y tanto el frío viento que corría por la zanja que llegué a estremecerme,
como si hubiera abandonado el mundo natural.
Me acerqué hasta él lo suficiente para tocarle antes de que se moviera. Ni siquiera entonces apartó su
vista de la mía, pero dio un paso atrás y levantó una mano.
Le dije que ocupaba un puesto bastante solitario, y que había llamado mi atención cuando le vi desde allá
arriba. Añadí que suponía que le resultaría raro tener visitantes, pero esperaba no obstante ser bienvenido.
Que en mí debía ver simplemente a un hombre que habiendo estado toda su vida encerrado en unos límites
estrechos, y sintiéndose libre por fin, se le había despertado recientemente el interés por las grandes obras.
Le hablé en ese sentido, aunque estoy lejos de encontrarme seguro de que fueran ésos los términos
utilizados; pues aparte de que no se me da muy bien iniciar una conversación, había en aquel hombre algo
que me intimidaba.
Dirigió una curiosísima mirada hacia la luz roja situada cerca de la boca del túnel, permaneció con la
vista fija en ella durante un rato, como si le faltara algo, y después volvió a mirarme.
Le pregunté que si la luz formaba parte de sus obligaciones.
-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja.
Contemplando su mirada fija y aquel rostro me lancólico pasó por mi mente el pensamiento monstruoso
de que se trataba de un espíritu, y no de un hombre. Desde entonces he pensado muchas veces si no habría
algún problema en su mente.
En ese momento fui yo el que retrocedió, pero al hacerlo detecté en su mirada un miedo latente hacia mí
y con él desapareció mi pensamiento monstruoso.
-Me está mirando como si me tuviera miedo -le dije, obligándome a sonreír.
-Estaba pensando si lo había visto antes -replicó él.
-¿Dónde?
Señaló hacia la luz roja que había estado mirando.
-¿Allí? -volví a preguntar yo.
Respondió afirmativamente (aunque sin emitir sonido alguno) mientras me miraba con intensidad.
-Mi buen amigo, ¿qué podía hacer yo allí? No obstante, puedo jurarle en cualquier caso que nunca he
estado en ese lugar.
-Así lo creo -replicó él. - Sí, estoy seguro.
Su actitud se volvió entonces más tranquila, lo mismo que la mía. Contestó a mis observaciones con
prontitud y con palabras bien elegidas. ¿Tenía mucho trabajo allí? Sí; bueno, era una forma de decirlo, tenía
desde luego una gran responsabilidad; pero lo que se requería de él era exactitud y vigilancia, mientras que
trabajo de verdad, es decir, trabajo manual, apenas existía. Lo único que tenía que hacer era cambiar la
señal, arreglar las luces y girar la manivela de hierro de vez en cuando. Con respecto a las largas y solitarias
horas que tan pesadas me parecían a mí sólo podía decirme que se había adaptado a la rutina de esa vida y
se había acostumbrado a ella. Allí abajo había aprendido una lengua, aunque sólo a leerla, haciéndose
alguna idea aproximada de su pronunciación, si es que a eso podía llamarse aprender lenguas. Había
trabajado también en fracciones y decimales y probado un poco con el álgebra, pero era, igual que había
sido de niño, bastante torpe para las cifras. Cuando estaba de servicio era necesario que permaneciera
siempre en aquel canal de aire húmedo y no podía subir nunca hasta donde lucía el sol, por encima de
aquellos elevados muros de piedra? Bueno, eso dependía de los momentos y las circunstancias. En ciertas
ocasiones había menos movimiento en la vía que en otras, y lo mismo podía decirse de ciertas horas del día
y de la noche. Cuando el tiempo era bueno, elegía esos momentos para elevarse un poco por encima de las
sombras inferiores, pero como en cualquier momento podían llamarle con la campana eléctrica, y en esas
ocasiones prestaba atención para escucharla con renovada ansiedad, el alivio que obtenía era menor del que
yo podía suponer.
Me condujo hasta su caseta, donde había una chimenea, una mesa para un libro oficial en el que tenía que
anotar determinadas entradas, un instrumento telegráfico con su dial, cristal y ag ujas, y la pequeña campana
de la que había hablado. Al confiarle yo, rogándole que me excusara el comentario, que me había parecido
muy bien educado, y quizás (y esperaba decirlo sin ofenderle), educado por encima de su posición, observó
que no era raro encontrar ejemplos de ligeras incongruencias en ese aspecto dentro de los grandes grupos
humanos; que había oído que así sucedía en los talleres, en las fuerzas de policía, a incluso en el último
recurso de los desesperados, el ejército; y que sabía que también sucedía así, en mayor o menor medida, en
cualquier importante estación de ferrocarril. De joven había sido estudiante de filosofía natural y había
asistido a conferencias (si podía yo creerle al verlo sentado en aquella cabaña, pues él apenas podía); pero
se había desencadenado, había utilizado mal sus oportunidades, y había caído para no volverse a levantar
de nuevo. No tenía queja alguna al respecto. Él mismo había hecho la cama sobre la que se había acostado,
y era ya demasiado tarde para hacer otra.
Todo lo que acabo de condensar lo explicó de una manera tranquila, repartiendo por igual entre el fuego
y mi persona unas miradas oscuras y graves. De vez en cuando dejaba caer la palabra «señor», y
especialmente cuando se refería a su juventud, como si me pidiera que entendiera que él no reivindicaba ser
otra cosa que el hombre al que encontré en aquella cabaña. En varias ocasiones le interrumpió la
campanilla y tuvo que leer mensajes y enviar respuestas. En una ocasión tuvo que salir para mostrar una
bandera a un tren que pasaba y comunicar algo verbalmente al maquinista. Observé que en el cumplimiento
de sus deberes era especialmente exacto y vigilante, interrumpiendo su discurso en una sílaba si era preciso
y manteniendo silencio hasta que hubiera cumplido su deber.
En resumen, habría considerado que era el hombre que con mayor seguridad podía ejercitar ese cargo de
no ser por la circunstancia de que en dos ocasiones, mientras me estaba hablando, perdió el color, volvió el
rostro hacia la camp anilla cuando ésta NO había sonado, abrió la puerta de la cabaña (que estaba cerrada
para que no penetrara la insalubre humedad) y miró hacia la luz roja cercana a la boca del túnel. En ambas
ocasiones regresó con la actitud inexplicable que ya había observado yo, sin ser capaz de definirla, cuando
nos vimos por prime ra vez desde lejos.
-Casi me hace pensar que he encontrado a un hombre feliz -le dije cuando me levantaba para despedirme.
(Me temo que he de reconocer que se lo dije para impulsarle a que siguiera hablando).
-Creo que solía serlo -replicó con la voz baja con la que me habló por primera vez.. -Pero me siento
atribulado, señor, me siento atribulado.
Habría borrado esas Palabras de haber podido hacerlo. Pero ya estaban dichas y me referí a ellas inmediatamente.
-¿Por qué? ¿Cuál es su problema?
-Es muy difícil de explicar, señor. Es verdaderamente difícil hablar de ello. Pero si vuelve a visitarme,
intentaré contárselo.
-Me comprometo expresamente a visitarle de nuevo. ¿Cuándo podré hacerlo?
-Salgo de servicio por la mañana y volveré a en trar mañana por la noche a las diez, señor.
-Vendré entonces a las once.
Me dio las gracias y salió de la cabaña conmigo.
-Le iluminaré con mi linterna, señor, hasta que haya encontrado el camino de ascenso -me dijo con su
peculiar voz baja. -Pero cuando lo haya encontrado, ¡no grite para decírmelo! Y cuando esté ya arriba, ¡no
me llame!
Aquella actitud me pareció bastante fría, pero me limité a responderle un «de acuerdo».
-Y cuando venga mañana por la noche, ¡no me llame! Permítame una pregunta antes de partir: ¿por que
esta noche gritó «¡hola, ahí abajo!»?
-Quién sabe -respondí yo. -Debí gritar algo parecido...
-No algo parecido, señor. Exactamente esas mis mas palabras. Las conozco muy bien.
-Admito que fueran esas mismas palabras. Sin duda las dije porque le vi a usted aquí abajo.
-¿Por ningún otro motivo?
-¿Qué otra razón podría haber tenido?
-¿No tuvo la sensación de que le eran transmitidas de una manera sobrenatural?
-En absoluto.
Me deseó buenas noches y mantuvo en alto su linterna. Caminé junto a la vía del ferrocarril (con la
sensación muy desagradable de que venía un tren a mis espaldas) hasta que encontré el camino. La subida
fue más fácil que la bajada, y llegué a mi posada sin mayores aventuras.
Puntual a mi cita, cuando unos relojes distantes daban las once a la noche siguiente puse el pie en el
primer escalón de la bajada en zigzag. Él me aguardaba abajo con la linterna blanca encendida.
-No he llamado -le dije en cuanto estuvimos juntos. -¿Puedo hablar ahora?
-Por supuesto que sí, señor. Buenas noches, y aquí está mi mano.
-Buenas noches, señor, y aquí está la mía.
Tras esa introducción caminamos uno junto a otro hasta su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos
sentamos junto al fuego.
-Señor, he decidido que no tenga que preguntarme dos veces que es lo que me preocupa –dijo nada más
sentarse, inclinándose hacia delante y hablándome en un tono que apenas era más elevado que un susurro.
-Ayer por la noche le confundí con otro. Eso es lo que me conturba.
-¿Ese error?
-No. Ese Otro.
-¿De quién se trata?
-No lo sé.
-¿Se parece a mí?
-Tampoco sé eso. Nunca le vi el rostro. Se cubre la cara con el brazo izquierdo y mueve el derecho... lo
agita violentamente, así.
Seguí sus movimientos con atención y me pare ció la gesticulación de un brazo con el máximo de pasión
y vehemencia, queriendo expresar este significado: ¡en nombre de Dios, despeje el camino!
-Una noche estaba sentado aquí, bajo la luz de la luna, cuando oí una voz que gritaba: « ¡Hola, ahí
abajo!» Me levanté, miré desde la puerta y vi a ese Otro de pie junto a la luz roja que hay cerca del túnel,
moviendo el brazo de la manera que le acabo de explicar. La voz parecía áspera pero sin estridencias, y
gritaba: «¡Cuidado! ¡Cuidado!» Cogí la lámpara, la puse en luz roja y corrí hacia la figura preguntándole
que qué pasaba, qué había sucedido, dónde. Estaba ligeramente fuera del túnel. Avancé hasta acercarme
tanto que pensé que iba a chocar con la manga de su brazo. Corrí hasta allí y ya había extendido mi mano
Para apartarle el brazo cuando desapareció.
-¿Se metió en el túnel? -pregunté.
-No. Fui yo el que entró corriendo en el túnel, hasta casi quinientos metros. Me detuve, levanté la
lámpara por encima de la cabeza pero sólo vi las cifras que indican la distancia y las manchas de humedad
que se deslizaban por las paredes y goteaban desde el arco. Salí corriendo a mayor velocidad de la que
había entrado (pues me sentía sobrecogido por un horror mortal) y miré por todas partes junto a la luz roja
con mi propia lámpara, subí por la escalera de hierro hasta la galería que hay encima, volví a bajar y
regrese aquí corriendo. Telegrafié en ambas direcciones: «He recibido una alarma. ¿Hay algún problema?»
Desde ambas llegó la misma respuesta: «Todo está bien».
Venciendo la sensación de que un dedo helado estaba recorriendo lentamente mi columna vertebral, le
dije que aquella figura debió de ser un engaño de su vista; y que es bien sabido que esas figuras, cuyo
origen está en la enfermedad de los delicados nervios que rigen el funcionamiento de los ojos, a menudo
han inquietado a los pacientes, algunos de los cuales han tomado conciencia de la naturaleza de su aflicción
a incluso se lo han demostrado a sí mismos por medio de experimentos.
-En cuanto a lo del grito imaginario -seguí diciéndole, -escuche por un momento el viento en este valle
artificial mientras hablamos en voz tan baja, y el sonido que provocan los cables del telé grafo.
Me contestó que todo aquello estaba muy bien, después de que hubiéramos estado sentados un tiempo en
silencio y escuchando, pero que él debía saber algo sobre el viento y los cables, pues con fre cuencia había
pasado allí largas noches de invierno a solas y vigilante. Añadió que me rogaba que tuviera en cuenta que
no había terminado su historia.
Le pedí excusas y lentamente, tocándome el bra zo, añadió estas palabras:
-Seis horas después de la Aparición sucedió el conocido accidente de esta vía, y diez horas más tarde
sacaban los muertos y los heridos a través del túnel por el lugar en donde había estado la figura.
Me recorrió un desagradable estremecimiento, pero hice los mayores esfuerzos para sobreponerme.
Repliqué que no podía negar que se trataba de una coincidencia notable, bien calculada para impresionarme.
Pero era incuestionable que continuamente se producen notables coincidencias y que deben tenerse
en cuenta al tratar temas semejantes. Aunque debía admitir a buen seguro, añadí (pues creí ver que iba a
oponerme esa objeción), que los hombres con sentido común no tienen en cuenta esas coincidencias al
analizar de manera ordinaria la vida.
De nuevo me hizo cortésmente la observación de que no había terminado.
Por segunda vez le supliqué que me perdonara por la interrupción.
-Esto sucedió hace exactamente un año -dijo poniendo de nuevo la mano en mi brazo, y mirando por
encima de su hombro con ojos huecos. -Pasaron seis o siete meses, y ya me había recuperado de la sorpresa
y el shock cuando una mañana, al despuntar el día, me encontraba de pie en la puerta mirando hacia la luz
roja y vi de nuevo al espectro.
Se detuvo ahí y permaneció mirándome fijamente.
-¿Gritó algo?
-No. Guardaba silencio.
-¿Movía el brazo?
-No. Estaba apoyado sobre el haz de luz, con las dos manos ante el rostro, puestas así.
Seguí sus movimientos con la mirada y vi una acción de dolor. Ya había visto esa actitud en las esculturas
que hay sobre las tumbas.
-¿Subió hasta allí?
-Entré y me senté, en parte para pensar en ello, pero también en parte porque me sentía débil. Cuando
volví a salir, la luz del día lo iluminaba todo y el fantasma había desaparecido.
-¿Y no pasó nada? ¿La aparición no tuvo consecuencias?
Me tocó el brazo con el dedo índice dos o tres veces asintiendo fúnebremente cada vez:
-Aquel mismo día, cuando un tren salía del túnel me di cuenta al mirar hacia una ventanilla que en el
interior había una confusión de manos y cabezas, y que algo se movía. Lo vi durante el tiempo necesario
para pedir al maquinista que se detuviera. Puso el freno, pero el tren se deslizó hasta unos ciento cincuenta
metros de aquí, o más. Corrí hasta allí y al llegar escuché terribles gritos y lamentos. Una mujer joven y
hermosa había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos y la trajeron hasta aquí, colocándola
en este suelo que hay ahora entre nosotros.
Involuntariamente, eché hacia atrás mi silla y miré las tablas que él me señalaba.
-Así fue, señor. Ciertamente. Sucedió exactamente tal como se lo cuento.
No se me ocurría nada que decir, en ningún sentido, y tenía la boca muy seca. El viento y los cables
siguieron la historia con un gemido prolongado.
-Y ahora, señor, -siguió diciéndome -medite en ello y juzgue hasta qué punto está conturbada mi mente.
El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha aparecido allí, una y otra vez, sin seguir pauta
alguna.
-¿Junto a la luz?
-Junto a la luz de peligro.
-¿Y qué es lo que parece hacer?
Repitió, si ello es posible con mayor pasión y vehemencia, la misma gesticulación cuyo significado había
interpretado como: «¡por Dios, des pejen el camino!» Y luego siguió hablando.
-Por eso no tengo ni paz ni descanso. Durante muchos minutos seguidos, y de una manera dolorosa, me
grita: «¡cuidado ahí abajo!» Y sigue haciéndome señas. Hace que suene la campanilla...
Esa última frase me hizo pensar algo.
-¿Sonó la campanilla ayer por la noche cuando yo estaba aquí y usted salió hasta la puerta?
-Por dos veces.
-Bien, ya veo que su imaginación le está desorientando. Yo tenía la vista fija en la campanilla, y los oídos
bien abiertos a su sonido, y tan seguro como de que estoy vivo que NO sonó en esas ocasiones. No, ni en
ningún otro momento, salvo dentro del curso natural de las cosas físicas, cuando la estación comunicaba
con usted.
-Todavía no he cometido nunca un error, señor, -añadió agitando la cabeza -jamás he confundido la
llamada del espectro con la del hombre. La llamada del fantasma es una extraña vibración en la campana
que no viene de parte alguna, y no he afirmado que la campana se mueva delante de los ojos. No me extraña que usted no la oyera. Pero yo sí la escuché.
-¿Y estaba el espectro allí cuando miró?
-Allí estaba.
-¿Las dos veces?
-Las dos -repitió con firmeza.
-¿Querría venir conmigo hasta la puerta y mirar ahora?
Se mordió el labio inferior, como si lo que yo le había propuesto le desagradara, pero se levantó. Abrí la
puerta y salí hasta el primer escalón, mientras él permanecía en el umbral. Estaba allí la luz de peligro.
También la boca tenebrosa del túnel. Los altos muros de piedra húmeda de la zanja. Y por encima, las estrellas.
-¿Lo ve? -le pregunte fijándome especialmente en su rostro. Sus ojos estaban tensos, pero no mu cho más,
quizá, de lo que habrían estado los míos de haberlos dirigido tan ansiosamente hacia ese lugar.
-No –respondió -No está allí.
-Estamos de acuerdo -repliqué yo.
Volvimos a entrar, cerré la puerta y ocupamos nuestros asientos. Me concentré en encontrar el mejor
modo de aprovechar aquella ventaja, si así podía llamársele, cuando él reanudó la conversación de una
manera casual, como suponiendo que no podía existir entre nosotros ninguna cuestión seria, hasta el punto de que me sentí en la posición más débil.
-Ahora ya habrá entendido plenamente, señor, que lo que me turba de un modo tan terrible es la cuestión de cuál es el significado del espectro.
Le contesté que no estaba seguro de entenderle plenamente.
-¿Contra qué advierte? -dijo él pensativamente, con la mirada puesta en el fuego, y mirándome sólo de
vez en cuando. -¿Cuál es el peligro? ¿Dónde está? Sé que hay peligro en algún lugar de la vía. Que va a
suceder alguna calamidad terrible. No puedo dudar de ello en esta tercera ocasión, después de lo que ha
sucedido con anterioridad. Pero seguramente se tra ta de algún cruel aviso dirigido a mí. ¿Qué puedo hacer?
Sacó su pañuelo de bolsillo y se limpió las gotas de sudor que cubrían su frente.
-Si telegrafío diciendo que hay peligro en alguna de las direcciones, o en ambas, no puedo explicar el
motivo -siguió diciendo al tiempo que se secaba las palmas de las manos. -Tendría problemas y no serviría
de nada. Las cosas sucederían así: Mensaje: «¡Peligro! ¡Tengan cuidado!» Respuesta: «¿Qué peligro?
¿Dónde?» Mensaje: « No lo sé, pero por el amor de Dios, ¡tengan cuidado!» Me despedirían. ¿Qué otra
cosa podrían hacer?
Sentí una enorme piedad ante su dolor. Era la tortura mental de un hombre consciente oprimido más allá
de lo que era capaz de soportar por una responsabilidad ininteligible que significaba riesgo para alguna vida.
-Cuando apareció por primera vez bajo la luz de peligro -siguió diciendo al tiempo que se echaba hacia atrás los cabellos oscuros y se frotaba las sienes con las manos, con la agitación del dolor enfebrecido
-:¿por qué no me dijo dónde iba a producirse ese accidente... si iba a producirse? ¿Por qué no me dijo cómo
podía evitarse... si es que podía evitarse? Cuando en la segunda ocasión ocultó el rostro, ¿por qué en lugar
de hacer eso no me dijo que ella iba a morir y que les dejáramos llevarla a casa? Si en aquellas dos
ocasiones sólo vino para mostrarme que sus advertencias eran ciertas, y prepararme así para la tercera, ¿por
qué no me advierte ahora claramente? ¡Que el Señor me ayude! ¡Sólo soy un pobre guardavías en este
puesto solitario! ¿Por qué no advierte a alguien que pueda ser creído y tenga capacidad de actuar?
Cuando le vi en aquel estado entendí que por su propio bien, y por la seguridad pública, estaba obligado
por el momento a tranquilizarle. Por ello, dejando a un lado toda cuestión de realidad o irrealidad que hubiera entre nosotros, le manifesté que cualquiera que cumpliera plenamente con su deber tenía que
hacerlo bien por fuerza, y que al menos tenía el consuelo de que entendía cuál era su deber, aunque no
pudiera entender aquellas confusas apariciones. En este sentido tuve más éxito que en el in tento de razonar
con él para que abandonara sus convicciones. Se tranquilizó; las ocupaciones de su cargo empezaron a
exigir más su atención conforme avanzaba la noche, y lo abandoné a las dos de la mañana. Me había ofrecido a permanecer con él la noche entera, pero no quiso ni oír hablar de ello.
No veo razón alguna para ocultar que en más de una ocasión me volví para mirar la luz roja mientras
subía las escaleras, que no me gustaba esa luz roja, y que habría dormido muy mal de haber tenido mi cama
debajo de ella. Tampoco me gustaban las dos secuencias del accidente y de la joven muerta. No veo razón tampoco para ocultar ese hecho.
Pero lo que más ocupaba mi pensamiento era la consideración de cómo debería actuar una vez que había recibido tales revelaciones. Tenía pruebas de que aquel hombre era inteligente, vigilante, laborioso y
exacto, pero ¿cuánto tiempo seguiría siéndolo en aquel estado mental? Aunque su posición fuera
subordinada, seguía confiándosele una importantísima responsabilidad, ¿y me gustaría a mí, por ejemplo,
que mi vida estuviera sometida a la posibilidad de que siguiera cumpliendo su deber con precisión? Incapaz de superar la sensación de que habría algo de traición si comunicaba a sus superiores de la
compañía ferroviaria lo que el guardavías me había dicho, sin habérselo aclarado a él primero, proponiéndole otra salida, finalmente decidí ofrecerme a acompañarle (guardando el secreto por el momento) al
médico que supiéramos de mejor reputación que ejercía en aquella zona para conocer su opinión. A la noche siguiente iba a terminar su guardia, tal como me había dicho, y estaría libre una o dos horas después del amanecer, teniendo que reanudarla poco después del ocaso. Decidí por ello regresar en ese momento.
A la noche siguiente el tiempo era muy bueno y salí a pasear temprano para disfrutarlo. El sol no estaba
todavía demasiado bajo cuando crucé el campo cercano a la parte superior de la profunda zanja. Decidí
ampliar el paseo durante una hora, media hora en una dirección y otra media de regreso, para llegar a tiempo a la caseta del guardavías.
Antes de proseguir el paseo, me apoyé en el borde y miré mecánicamente hacia abajo situado en el mismo lugar desde el que lo había visto por primera vez. No puedo describir la conmoción que sentí
cuando vi que cerca de la boca del túnel aparecía un hombre que se tapaba los ojos con la manga izquierda y agitaba vehementemente el brazo derecho.
El horror inexpresable que me oprimió pasó en un momento, pues enseguida vi que se trataba realmente
de un hombre y que a su alrededor había un pequeño grupo de personas, a escasa distancia, a las que el primero estaba haciendo aquel gesto. Todavía no se había encendido la luz de peligro. Junto al palo que la
sujetaba había como una cabaña pequeña y baja, que no había visto antes, hecha con soportes de madera y lienzo encerado. No era más grande que una cama.
Con una sensación irresistible de que algo iba mal, acusándome y reprochándome por un mo mento que había cometido una acción fatal al dejar solo allí a aquel hombre, sin enviar a nadie que vigilara o corrigiera lo que él hacía, bajé por la escalera a toda la velocidad de la que fui capaz.
-¿Qué sucede? -pregunté a los hombres.
-El guardavías murió esta mañana, señor.
-¿No será el hombre que vivía en esa caseta?
-Así es, señor.
-¿Pero no el hombre al que yo conozco?
-Podrá reconocerlo si lo ha visto antes, señor, -dijo el hombre que hablaba en nombre de los demás,
quitándose con solemnidad el sombrero y levantando un extremo del lienzo - pues su rostro está entero.
-¡Ay! ¿Y como sucedió esto? -pregunté cambiando mi mirada de uno a otro mientras volvían a cubrirlo.
-Fue atropellado por una máquina, señor. Ningún hombre en Inglaterra conocía mejor su trabajo. Pero, aunque no sabemos por qué, no se apartó del raíl exterior. Era a plena luz del día. Había apagado la lámpara
y la llevaba en la mano. Cuando la máquina salió del túnel, le estaba dando la espalda, y la máquina le atropelló. Aquel hombre la conducía y podrá decirle cómo sucedió. Cuéntaselo al caballero, Tom.
El hombre, vestido con un arrugado traje oscuro, se acercó al lugar que ocupaba anteriormente junto a la boca del túnel.
-A1 coger la curva del túnel, señor, le vi al final, como a través de unas gafas para ver de lejos. No tenía
tiempo para cambiar la velocidad, pero sabía que él era muy cuidadoso. Como no parecía prestar atención al silbato, dejé de pitar cuando nos abalanzábamos sobre él y grité tan fuerte como pude.
-¿Y qué le dijo?
-Le dije: «¡El de ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Por Dios, despeje el camino!»
Me sobresalté.
-¡Ay! Fue un momento terrible, señor. No dejé de gritarle. Me llevé el brazo ante los ojos para no verlo y agite el otro hasta el final, pero no sirvió de nada.
Sin prolongar la narración en ninguna de sus curiosas circunstancias más que en otra, antes de terminar debo sin embargo señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor de la máquina no sólo incluía
las palabras que el desafortunado guardavías me había repetido que le acosaban, sino también las palabras que yo mismo, no sólo él, había asociado, y eso en mi propia mente, a los gestos que el guardavías había imitado.



[De All the Year Round]

sábado, 29 de marzo de 2008

EL GRABADO EN LA CASA -- HOWARD P. LOVECRAFT

EL GRABADO EN LA CASA
HOWARD P. LOVECRAFT




Los aficionados al horror suelen buscar los sitios llenos de misterio pero lejanos, como las
catacumbas de Ptolomeo o los magníficos mausoleos de tantas partes. Preferentemente a la luz de la luna, se entregan a trepar a las ruinosas torres de los castillos del Rhin o a transitar tambaleantes
entre las lóbregas escaleras repletas de telarañas que aún subsisten entre los restos de algunas
ciudades asiáticas. Sus templos son los bosques encantados o las montañas inaccesibles y sus
reliquias están dadas por los horribles monolitos que se levantan en islas despobladas. Sin embargo,
para el verdadero sensual del horror, aquél que ante un estremecimiento nuevo puede llegar a sentir
justificada toda una existencia, las viejas y solitarias granjas de Nueva Inglaterra son particularmente
atractivas, puesto que es allí donde se produce la combinación precisa de elementos tales como la
fantasía, la soledad, lo ignorado y la presencia de fuerzas sombrías que en conjunto pueden producir
altas cumbres de lo tenebroso.
Los paisajes más interesantes, en este sentido, son necesariamente aquellos que se encuentran a
gran distancia de los caminos más transitados, donde se levantan pequeñas casas sin pintar, casi
siempre recubiertas de hiedra y ocultas bajo alguna ladera agreste o algún peñasco gigantesco. Han
estado allí a veces por más de doscientos años viendo sucesivas generaciones de árboles inmensos o
de viboreantes enredaderas. Actualmente ha triunfado la vegetación, que casi las ha devorado
amortajándolas con su verdosa sombra; sin embargo, sobreviven pequeñas ventanas, por lo general
de guillotina, como si fueran ojos que parpadean agobiados por la imposibilidad de expresar todo lo
que saben. En esas casas han vivido decenas de gentes de las más diversas layas y de las más
variadas procedencias. Fanatizados en oscuras creencias que los obligaron a apartarse de sus
congéneres, ellos y sus descendientes buscaron en esos páramos cierta libertad para entregarse a sus
raras actividades. Los hijos encontraron ciertamente las facilidades que buscaban y se desarrollaron
al margen de cualquiera de las compunciones que les habría impuesto la sociedad, pero en cambio
debieron soportar un lamentable servilismo impuesto por el siniestro culto que se había posesionado
de su imaginación. Marginados completamente de los avances de la civilización, toda la tecnología
de estos curiosos puritanos provenía de desarrollos autóctonos. El aislamiento, su patológica
autorrepresión y la implacable lucha contra un medio inhóspito, dibujaron rasgos sombríos sobre los
ya de por sí oscuros trazos de su ancestral ascendencia septentrional. Esencialmente prácticos y
necesariamente austeros, éstos no eran hombres que se solazaran en el pecado. Expuestos al error,
como cualquier mortal, su peculiar código moral los obligaba a encubrirlo y así llegó el momento en
que fueron completamente incapaces de identificar lo que encubrían. Sólo las deshabitadas casas,
insomnes y majestuosas, en apartadas y frondosas regiones, albergan lo que desde tiempos
inmemoriales permanece oculto. Pero habitualmente se muestran poco dispuestas a sacudir su
letargo y tornarse comunicativas. Ciertas veces, al contemplarlas, uno siente que lo que mejor podría
hacerse con ellas es demolerlas de una buena vez.
Una tarde de noviembre de 1896, mientras paseaba por la zona, se desató un aguacero tan furioso
que me vi obligado a buscar refugio en una de estas casas semiderruidas por el tiempo. En verdad,
hacía ya algún tiempo que recorría la región aledaña al valle de Miskatonic en procura de cierta
información genealógica y en virtud de la geografía del lugar y de la propia índole de mis
movimientos, pese a la época del año, había decidido servirme de una bicicleta. De este modo, la
tarde en cuestión me había encontrado en un camino de aspecto abandonado, por el que me había
aventurado creyéndolo el atajo más conveniente para ir hasta Arkham. En este tránsito, cuando me
encontraba en el punto más alejado de cualquier pueblo, el cielo pareció derrumbarse en un violento
diluvio y no tuve otra alternativa que correr hacia un ruinoso edificio de madera que surgió en mi
reducido campo visual. Flanqueada por dos enormes olmos ya casi sin hojas y recostada contra un
cerro rocoso, desde un primer momento la casa no me inspiró ninguna confianza. Las empañadas
ventanas, como taimados ojos entrecerrados, los cimientos aún con la mayor solidez y las paredes
exteriores bastante enteras, significaban elementos básicos que se correspondían con otros tantos que
aparecían en leyendas que había recogido en mis investigaciones y que me predisponían contra
lugares como al que entonces debía recurrir. En efecto, la fuerza de la tempestad era tal que no tuve
más que desechar mis aprensiones, lanzar la bicicleta por la pendiente enmarañada de malezas que
llevaba hasta la casa y así pronto me encontré ante la puerta que, de cerca, mostraba una gran
sugerencia.
Llegué con la convicción que no podía tratarse sino de una casa abandonada, pero al estar frente a
ella, algunos indicios, por ejemplo los senderos cubiertos de maleza pero no desdibujados, me
hicieron pensar que el lugar no se encontraba totalmente abandonado. Por eso, en vez de abrir la
puerta sin más, opté por golpear cautelosamente; mientras tanto se iba apoderando de mí una
ansiedad cuyas fuentes no sabría explicar. De pie sobre la roca que hacía las veces de escalón de
entrada, me dediqué a examinar las ventanas que tan mal me habían impresionado desde lejos y pude
comprobar que, pese al deterioro del tiempo y a la mugre que las cubría, ni los marcos ni los vidrios
estaban rotos. Evidencia adicional para mi sospecha que pese al abandono y al aislamiento, la casa
debía estar habitada. Sin embargo, los golpes en la puerta no tenían la menor respuesta. Volví a
golpear en la puerta y tras una prudente espera, que también resultó infructuosa, me decidí a hacer
girar el oxidado picaporte; sin demasiada sorpresa advertí que la puerta estaba destrabada. Ingresé a
un vestíbulo pequeño, de cuyas paredes se desprendía el yeso. A través de la puerta se deslizaba un
olor especialmente desagradable. Aún con la bicicleta en la mano, ya en el interior, cerré la puerta
tras de mí. Descubrí una escalera angosta que terminaba en una también estrecha puerta y que, sin
duda, debía llevar al sótano. A la izquierda y a la derecha se veían otras tantas puertas que debían
comunicar con las otras habitaciones de la planta baja.
Apoyé la bicicleta contra la pared, abrí la puerta de la izquierda e ingresé a una habitación
pequeña, de techo muy bajo, iluminada por dos ventanas con vidrios casi opacos por el polvo y las
telarañas, y prácticamente sin muebles. Parecía haber sido una sala de estar, si se tenía en cuenta el
mobiliario constituido por una mesa, algunas sillas y una gran chimenea sobre cuya repisa se veía un
antiguo reloj del que aún se oía el tic-tac. Había algunos libros, aunque la difusa luz que llegaba
hasta aquel lugar me impedía leer sus títulos. Me resultaba interesante lo arcaico que se respiraba en
cualquiera de los detalles de aquel lugar. Estaba acostumbrado a encontrar abundantes reliquias del
pasado en las casas de la región, pero aquí era impresionante la presencia de lo antiguo; por ejemplo,
en la habitación donde me encontraba no había un solo objeto que correspondiera a una fecha
posterior a la Revolución. Pese a la modestia del mobiliario, aquella casa hubiese sido el paraíso de
un coleccionista.
La animadversión que había concebido hacia la casa al verla desde lejos no hizo más que crecer a
medida que iba recorriendo con la mirada el panorama que se me presentaba. Fue imposible
determinar cuál era la fuente que me inspiraba temor o desagrado; baste con decir que había algo
vago en la atmósfera que me hacía pensar en reminiscencias de tiempos licenciosos, en la más crasa
brutalidad, en situaciones que más valía sepultar en el olvido. Nada me invitaba a sentarme
tranquilamente a esperar que cesara la lluvia, así que continué dando vueltas y examinando los
objetos que había descubierto al entrar. Me llamó la atención un libro de formato mediano que
estaba sobre la mesa; su aspecto era tan gutemberiano que sorprendía verlo fuera de un museo. Tenía
encuadernación en cuero guarnecido en metal y su estado de conservación era excelente. Por cierto
que no era cosa de todos los días encontrar semejante volumen en una casa tan modesta. Lo abrí y
con sorpresa descubrí que se trataba de la descripción del Congo que hace Pigafetta a partir de las
observaciones del marinero Lope; estaba escrito en latín y había sido impreso en Frankfurt en 1598.
Muchas veces había oído hablar de aquella obra, curiosamente ilustrada por los hermanos de Bry, así
que absorto en su examen terminé por olvidar el malestar que me producía el lugar. Las ilustraciones
eran verdaderamente singulares, decididamente inclinadas hacia la imaginación, con relativa
fidelidad a las descripciones del texto: una presencia recurrente en ellos era la de los negros de piel
blanca y rasgos caucásicos. Estuve un largo rato hojeando el precioso volumen y habría seguido así
mucho más si una trivialidad no hubiese venido a fastidiarme y a revivir mi desasosiego. Me irritaba
el hecho que, lo quisiera o no, el libro se abría siempre en la Lámina XII, una estremecedora
representación en las caníbales Anziques. No dejé de avergonzarme por semejante exceso de
susceptibilidad, pero en verdad subsistía la circunstancia que aquel grabado no me gustaba en lo más
mínimo, especialmente en los detalles que referían la gastronomía anziqueña.
Lo dejé sobre la mesa y me volví hacia el estante que había advertido al comienzo. Había pocos
libros, una Biblia del siglo XVIII, un Pilgrim’s Progress del mismo siglo ilustrado con burdos
grabados de madera e impreso por el autor de almanaques Isaiah Thomas, un lamentable Magnalia
Christi Americana de Cotton Mather y unos pocos volúmenes más de la misma época. De pronto
todo mi cuerpo se tensó al escuchar el inconfundible sonido de pasos en la habitación de arriba. La
sorpresa se debía a la falta de respuesta a mis reiterados llamados a la puerta, pero no tardé en
calmarme pensando que fuera quien fuese seguramente acababa de despertarse de una profunda
siesta y, ya con mucha mayor tranquilidad, recibí el sonido chirriante de la escalera acusando a
alguien que descendía por ella. Eran pasos firmes, aunque parecían trasmitir algo de cautela. Por mi
parte había tenido la precaución de cerrar tras de mí la puerta de la habitación en la que ahora me
encontraba. Se produjo un silencio al otro lado de la puerta, tiempo en el que seguramente quien
fuese se dedicaba a examinar la bicicleta que había dejado apoyada contra la pared. Luego escuché
un familiar movimiento en el picaporte y vi como la puerta se abría.
Por ella apareció alguien con una apariencia tan peculiar que si no la recibí con un grito de
asombro fue debido a mi muy esmerada y controlada educación. Se trataba de un anciano de barba
canosa, vestido sólo con andrajos, pero con un rostro y un porte que inspiraban admiración y respeto.
Medía no menos de un metro noventa y pese a su aspecto general y a la clara miseria en que se
encontraba, era de complexión fuerte y casi deportiva. Oculta por una barba que le cubría totalmente
las mejillas, la piel de su cara mostraba un tinte extraordinariamente rosado y casi no tenía arrugas.
Los ojos azules, ligeramente empañados en sangre, eran de una notable vivacidad y proyectaban
miradas de honda intensidad. De no ser por su apariencia bizarra, el hombre hubiese impuesto su
porte distinguido y su excepcional contextura física. Precisamente, el aspecto estrafalario era el que
lo contaminaba irremediablemente con un aire repulsivo. No es posible describir lo que en otro
tiempo había constituido su vestimenta, ahora reducida a un montón de jirones que caían sobre un
par de botas de caña. Tampoco es posible dar cuenta del grado de suciedad de toda su persona.
Todo ello, más el miedo instintivo que me poseía desde antes de su llegada, produjo en mí un
sentimiento de hostilidad hacia el anciano. Sin embargo, fue una gran sorpresa verlo, en abierta
contradicción con su aspecto y con los sentimientos que experimentaba, como me invitaba con un
elegante gesto a que tomara asiento y dirigirse en voz débil, pero muy agradable, para expresarme su
respetuosa hospitalidad. Manejaba un idioma particular, una especie de variante del dialecto yanqui
a la que suponía extinguida hacía mucho tiempo y que ahora encontraba ocasión de estudiar,
mientras conversábamos tranquilamente frente a frente.
¿Lo sorprendió la lluvia? ¾inició la conversación¾. Afortunadamente se hallaba cerca de la
casa. Supongo que debí haber estado dormido... De lo contrario, lo habría escuchado... No soy joven
y necesito dormir muchas horas todos los días. ¿Va muy lejos? No es mucha la gente que pasa por ese camino desde que suprimieron la diligencia de Arkham.
Le dije que efectivamente me dirigía a Arkham y me disculpé por haber irrumpido de aquel modo en su casa. El anciano volvió a hablar.
Me alegra verlo, caballero. Son muy pocas las caras nuevas que suelen verse por aquí y no hay
mucho con qué entretenerse. Supongo que usted es de Boston. Nunca estuve allí, pero soy capaz de distinguir a alguien de esa ciudad con sólo verle. En el 84 tuvimos un maestro para todo el distrito, pero un día se fue y nadie volvió a saber de él.
El anciano soltó una especie de risa contenida y no me respondió sobre la causa de la misma al
preguntarle yo. Parecía de muy buen humor, pero evidenciaba las excentricidades propias de alguien
con su apariencia. Durante un rato siguió hablando solo, como si encontrara un señalado placer en ello, hasta que se me ocurrió preguntarle cómo había llegado hasta sus manos un libro tan raro como el Regnum Congo de Pigafetta. Aún no me había recobrado del asombro que me produjo encontrar
aquel volumen allí y por algunos momentos había contenido mis deseos de hablar acerca de ello,
pero finalmente mi curiosidad triunfó por encima de todas las demás aprensiones. Afortunadamente,
la pregunta no supuso el ingreso a algún tema embarazoso para mi anfitrión, quien se entregó a una locuaz explicación.
¿El libro africano? Se lo cambié al capitán Ebenezer Holt, creo que en el año 68, antes que él
muriera en la guerra, por algún objeto que ahora no recuerdo.
El nombre Ebenezer Holt hizo que prestara atención de inmediato. Durante mis pesquisas
genealógicas me había topado con aquel nombre, pero no había podido encontrar datos preciso
acerca de él desde los tiempos de la Revolución. Se me ocurrió que aquel hombre podría ayudarme
en la ubicación de esos datos, pero decidí aplazar la pregunta para después. Mientras tanto, él
continuaba con su relato:
Ebenezer navegó durante muchos años en una nave mercante de Salem y no había puerto
donde anclara en el que no se encaprichara con alguna bendita rareza. Me parece que este libro lo había adquirido en Londres. Le gustaba mucho visitar las tiendas para comprar estas cosas. Cierta vez visité su casa en las montañas, donde había ido a vender caballos, y vi este libro. Me gustaron
mucho los grabados y le propuse cambiárselo. Es un libro muy raro. Veámoslo... Necesito mis
lentes...
El anciano introdujo una mano entre sus harapos y de allí sacó un par de lentes mugrientos e
increíblemente antiguos, de aquellos con pequeñas lentes octogonales y patillas de acero. Se las caló, tomó con sumo cuidado el libro y se puso a pasar las páginas.
¾Ebenezer podía leer este libro. Está en latín. ¿Lo sabía? Dos o tres maestros me leyeron algunas
partes, el reverendo Clark, de quien se rumorea que murió ahogado en la laguna, también me leyó
algo... ¿Usted entiende lo que dice?
Le dije que sí y para corroborarlo le traduje un fragmento del principio. Tal vez cometí algunos
errores, pero el anciano no era ningún latinista que pudiera corregirme. Además, parecía encantado
con mi versión. Su cercanía se iba intensificando y, al mismo tiempo, haciéndoseme cada vez más
insoportable, pero no se me ocurría modo alguno de recuperar la distancia sin que se sintiera
ofendido. Me regocijaba el infantil entusiasmo de aquel anciano ignorante ante los grabados de un
libro que no podía leer; me preguntaba si acaso sabría leer los libros en inglés que estaban sobre el estante. Reparé en esa sencillez y de pronto sentí como ridículos todos los temores que había estado alentando.
Es curioso como los grabados pueden hacerlo pensar a uno. Veamos, por ejemplo, éste que está
al comienzo. ¿Ha visto usted alguna vez árboles más grandes que éstos, con hojas tan enormes
colgando de las ramas? Y estos hombres..., no pueden ser negros..., da la impresión que fueran
indios, a pesar que están en África. Algunos de estos seres que están aquí miran como si fuesen
monos, o medio monos y medio hombres. Nunca oí de nada parecido a esto ¾dijo señalando una
extraña criatura que semejaba un dragón con cabeza de lagarto.
Sin embargo, todavía no hemos visto el mejor de todos. Veamos, está por aquí, en la mitad del
libro... ¾su hablar se volvió más pastoso y sus ojos se encendieron con un extraño brillo. El libro se
abrió inevitablemente en la página que contenía la Lámina XII. Me volvió a asaltar la sensación de
intranquilidad, aunque traté que ella no se reflejara en mi rostro. Volví a mirarla y comprobé que lo
realmente curioso era que el artista había dibujado a los africanos como si se tratase de hombres
blancos. De las paredes del establecimiento colgaban piernas y brazos, en un espectáculo
ciertamente repugnante, mientras que el carnicero, hacha en mano contribuía al clímax. No obstante,
mientras a mí aquel cuadro me horrorizaba, al anciano, en cambio, le encantaba.
¿Qué le parece? ¿A que nunca ha visto nada parecido? Apenas lo vi, le dije a Eb Holt que era
algo como para calentarle la sangre a uno. Cuando leo en las Escrituras acerca de matanzas ¾la de
los medianitas, por ejemplo¾ me imagino escenas así. Aquí está todo lo que se precisa para
imaginárselo. Tal vez sea pecado, pero, ¿acaso no vivimos todos en pecado? Cada vez que veo a este
hombre cortado en pedazos siento como un hormigueo que me recorre todo el cuerpo. No puedo
apartar la vista del grabado. ¿Ve cómo el carnicero cortó los pies de un solo hachazo? Sobre el
banco está la cabeza y un brazo; el otro está más lejos...
En su peculiar lengua, el anciano era poseído por un siniestro éxtasis, su velluda cara cobró una
intensa expresividad, pero curiosamente el tono de su voz iba desvaneciéndose. Por mi parte, era un
mar de sensaciones encontradas. Había vuelto a sentir todo el terror que difusa e intermitentemente
me había rondado desde que vi la casa, produciéndome un fuerte rechazo hacia aquella abominable
criatura que tenía a mi lado. No podía comprender la locura y la perversión de la que hacía
ostentación, pero lo que más me estremecía era su voz, que ahora no pasaba de ser un ronco susurro mucho más horrible que cualquier aullido.
¾Realmente, es muy curiosa la capacidad de los grabados para hacerlo pensar a uno. Me refiero
a éste, joven. Cuando Eb me dio el libro solía entregarme a mirarlo muy a menudo, especialmente
después que el empelucado reverendo Clark despotricaba todos los domingos. Si no se asusta, joven,
me permitiré contarle una travesura que se me ocurrió cierta vez. Antes de sacrificar las ovejas para
venderlas en el mercado, acostumbraba mirar el grabado. Era mucho más agradable matar las ovejas luego de mirarlo...
La voz del anciano continuaba adelgazándose; por momentos no podía oír algunas de sus palabras que eran tapadas por el ruido de la lluvia o por el golpeteo de algunas maderas sueltas. Súbitamente
se descargó el ruido de un rayo, fenómeno ciertamente extraño para la época del año en que nos
encontrábamos. El resplandor primero y el ruido a continuación produjo el estremecimiento hasta de
los cimientos de la casa. Sin embargo, el anciano, totalmente abstraído en su relato, parecía no
haberlo advertido.
¾Matar ovejas era muy agradable..., ¿sabe usted?..., pero no era tan agradable. Es
verdaderamente extraño como uno llega a entusiasmarse con un grabado. Confío en que usted no
revelará lo que voy a decirle. Le juro por Dios que veía el grabado y se me desataba un hambre de
alimentos que no podía comprar ni cultivar..., no se ponga nervioso..., ¿le sucede algo? Después de
todo no hice nada... Sólo me preguntaba qué habría sucedido de haberlo hecho... Se dice que la carne
es buena para el cuerpo humano, que renueva la vida, así que me preguntaba si el hombre no podría
prolongar mucho más su vida si se diese a consumir una carne más parecida a la suya...
En este punto el susurro del anciano se extinguió completamente. La interrupción no se debió al
terror que evidentemente yo no podía disimular, ni a la tempestad cada vez más furiosa. La razón
estuvo dada por un hecho mucho más sencillo, aunque extraordinario.
Frente a nosotros se hallaba el libro abierto, naturalmente con el abominable grabado mirando
hacia arriba. Al pronunciar el anciano la frase más parecida a la suya, se oyó un sutil goteo sobre el
papel amarillento del grabado. En un principio pensé que se trataría de una gotera que se había
filtrado por alguna de las tantas grietas del techo, pero la lluvia no es roja. Sobre la carnicería de los
caníbales de Anzique refulgía una pequeña gota de color rojo que agregaba una intensidad adicional
al ya de por sí espantoso detalle. Fue al ver esa gota que el anciano dejó de hablar; de inmediato alzó
la cabeza dirigiendo la mirada al piso de la habitación de la que había bajado un rato antes.
Acompañé la trayectoria de su mirada y exactamente encima de nosotros vi una gran mancha
irregular de una sustancia húmeda y carmesí que parecía ir expandiéndose a medida que la mirada
continuaba posada sobre ella. Permanecí inmóvil y en silencio donde me encontraba, pero sin poder
aguantar el espectáculo cerré los ojos. Instantes después oí cómo se descargaba otro descomunal
rayo, que esta vez acertó de lleno en la casa haciéndola saltar por los aires y disipando para siempre
sus inextricables secretos. También derramó el olvido, que permitió la salvación de mi mente.

F I N

Título Original: The Picture in the House ( 1919 )

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