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martes, 11 de agosto de 2009

ELOGIO DE LA LOCURA


Erasmo de Rotterdam

Elogio de la locura


Habla la estulticia


Capítulo I

Diga lo que quiera de mí el común de los mortales, pues no ignoro
cuán mal hablan de la Estulticia incluso los más estultos, soy, empero,
aquélla, y precisamente la única que tiene poder para divertir a los
dioses y a los hombres. Y de ello es prueba poderosa, y lo representa
bien, el que apenas he comparecido ante esta copiosa reunión para
dirigiros la palabra, todos los semblantes han reflejado de súbito nueva e
insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido con
carcajadas alegres y cordiales, por modo que, en verdad, todos los
presentes me parecéis ebrios de néctar no exento de nepente, como los
dioses homéricos, mientras antes estabais sentados con cara triste y
apurada, como recién salidos del antro de Trofonio.
Al modo que, cuando el bello sol naciente muestra a las tierras su
áureo rostro, o después de un áspero invierno el céfiro blando trae nueva
primavera, parece que todas las cosas adquieran diversa faz, color
distinto y les retorne la juventud, así apenas he aparecido yo,
habéis mudado el gesto. Mi sola presencia ha podido conseguir, pues, lo
que apenas logran los grandes oradores con un discurso lato y meditado
que, a pesar de ello, no logra disipar el malhumor de los ánimos.



Capítulo II

En cuanto al motivo de que me presente hoy con tan raro atavío, vais
a escucharlo si no os molesta prestarme oídos, pero no los oídos con que
atendéis a los predicadores, sino los que acostumbráis a dar en el mercado
a los charlatanes, juglares y bufones, o aquellas orejas que levantaba
antaño nuestro insigne Midas para escuchar a Pan.
Me ha dado hoy por hacer un poco de sofista ante vosotros, pero no de
esos de ahora que inculcan penosas tonterías en los niños y los enseñan a
discutir con más terquedad que las mujeres. Imitaré, en cambio, a los
antiguos, que para evitar el vergonzoso dictado de sabios prefirieron ser
llamados sofistas. Se dedicaban éstos a celebrar las glorias de los dioses
y los héroes. Por ello, vais a oír también un encomio, pero no el de
Hércules ni el de Solón, sino el de mí misma, el de la Estulticia.



Capítulo III

No tengo por sabios a esos que consideran que el alabarse a sí mismo
sea la mayor de las tonterías y de las inconveniencias. Podrá ser necio si
así lo quieren, pero habrán de confesar que es también oportuno. ¿Hay cosa
que más cuadre sino que la misma Estulticia sea trompetera de sus
alabanzas y cantora de sí? ¿Quién podrá describirme mejor que yo? A
no ser que por acaso me conozca alguien mejor que yo misma. Sin embargo,
me creo mucho más modesta que esta tropa de magnates y sabios que,
trastrocado el pudor, suelen sobornar a un retórico halagador o a un poeta
vanilocuo y le ponen sueldo para escucharle recitar sus alabanzas, que no
son sino mentiras. El elogiado, aun fingiendo rubor, hace la rueda y
yergue la cresta, como el pavo real, mientras el desvergonzado adulador
equipara con los dioses a aquel hombre de nada y le presenta como absoluto
ejemplar de toda virtud, aun sabiendo que dista mucho de cualquiera de
ellas, que está vistiendo a la corneja de ajenas plumas, blanqueando a un
etíope o haciendo de una mosca elefante. En resumen, me atengo a aquel
viejo proverbio del vulgo que dice que «hace bien en alabarse a sí mismo
quien no encuentra a otro que lo haga».
Sin embargo, declaro que me asombra la ingratitud o la indiferencia
de los mortales, pues aunque todos me festejen celosamente y reconozcan de
buen grado mi bondad, jamás ha habido ninguno en tantos siglos que haya
celebrado las glorias de la Estulticia en un agradable discurso, al paso
que no han faltado quienes, a costa del aceite y del sueño, hayan
importunado con relamidos elogios a los Busiris, a los Falaris, las
fiebres cuartanas, las moscas, la calvicie y otras pestes semejantes.
Vais, pues, a escuchar de mí un discurso que será tanto más sincero
cuanto es improvisado y repentino.



Capítulo IV

No querría que creyeseis que lo he compuesto para exhibición del
ingenio a la manera que lo hace la cáfila de los oradores. Pues éstos,
según ya sabéis, cuando pronuncian un discurso que les ha costado
treinta años elaborar, y que más de una vez es incluso ajeno, juran que lo
han escrito, y aun que lo han dictado, en tres días, como por juego.
A mí siempre me ha sido sobremanera grato decir lo que me venga a la
boca. Que nadie espere de mí, pues, que comience con una definición de mí
misma, según es costumbre de los retóricos vulgares, y mucho menos que
formule divisiones, pues constituiría tan mal presagio el poner límites a
mi poder, que tan vasto se manifiesta, como separar las partes de aquello
en que confluye el culto de todo linaje de gentes. Y, en fin, ¿a qué
conduciría el convertirme con una definición en imagen o fantasma, cuando
me tenéis presente ante vosotros mirándome con los ojos? Según veis yo soy
verdaderamente aquella dispensadora de bienes llamada por los latinos
«Stultitia», y por los griegos, «Moria».



Capítulo V

Sin embargo, ¿qué necesidad había de decíroslo? ¡Como si no
expresasen bastante quién soy el semblante y la frente; como si alguno que
me tomase por Minerva o por la Sabiduría no pudiese desengañarse con una
sola mirada aun sin mediar la palabra, pues la cara es sincero espejo del
alma! En mí no hay lugar para el engaño, ni simulo con el rostro una cosa
cuando abrigo otra en el pecho. Soy en todas partes absolutamente igual a
mí misma, de suerte que no pueden encubrirme esos que reclaman título y
apariencias de sabios y se pasean como monas revestidas de púrpura o asnos
con piel de león. Por esmerado que sea su disfraz, les asoman por
algún sitio las empinadas orejazas de Midas. ¡Ingratos son conmigo, por
Hércules, esos hombres que, aun perteneciendo en cuerpo y alma a mi tropa,
se avergüenzan tanto de nuestro nombre ante el vulgo, que llegan a
lanzarlo contra los demás como grave oprobio! Por ser estultísimos, aunque
pretendan ser tenidos por sabios y por unos Tales, ¿no merecerían con el
mejor derecho que les calificásemos de sabios-tontos?.



Capítulo VI

He querido de esta manera imitar a algunos de los retóricos de
nuestro tiempo que se tienen por unos dioses en cuanto lucen dos lenguas,
como la sanguijuela, y creen ejecutar una acción preclara al intercalar en
sus discursos latinos, a modo de mosaico, algunas palabritas griegas,
aunque no vengan a cuento. Si les faltan palabras de lenguas extranjeras,
arrancan de podridos pergaminos cuatro o cinco palabras anticuadas con las
cuales derramen las tinieblas sobre el lector, de suerte que los que las
entiendan se complazcan más con ellas, y los que no, se admiren tanto más
cuanto menos se enteren. Efectivamente, mi gente se complace más en una
cosa a medida que de más lejos viene. Y si en ella los hay que sean un
poco más ambiciosos, ríanse, aplaudan y, según el ejemplo de los asnos,
muevan las orejas a fin de que parezca a los demás que lo comprenden todo.
Y basta de este asunto. Vuelvo ahora a mi tema.



Capítulo VII

Ya conocéis mi nombre, varones... ¿Qué adjetivo añadiré? Ningún otro
que estultísimos, porque ¿puede llamar de modo más honroso a sus devotos
la diosa Estulticia? Como mi genealogía no es conocida de muchos, voy a
tratar de exponerla, con el favor de las musas. No fue mi padre ni el
Caos, ni el Oreo, ni Saturno, ni Júpiter, ni otro alguno de esta anticuada
y podrida familia de dioses, sino Pluto, aquel que a pesar de Hesíodo y
Homero y hasta del mismo Júpiter, es el verdadero padre de los dioses y de
los hombres. Según su antojo se agitaban y se agitan las cosas sacras y
las profanas, y a tenor de su arbitrio se rigen guerras, paces, mandatos,
consejos, juicios, comicios, matrimonios, pactos, alianzas, leyes, artes,
lo cómico, lo serio y -me falta el aliento- las cosas públicas y privadas
de los mortales. Sin su favor, toda esta turba de dioses de que hablan los
poetas, y diré más, ni los mismos dioses mayores, o no existirían en
absoluto o no podrían comer caliente en sus propios altares. Si alguien
tuviese a Pluto airado contra él, no le valdría ni el auxilio de Palas.
Por el contrario, quien le tenga propicio, puede permitirse mandar a paseo
al Sumo Júpiter y su rayo. Éste es el padre de quien me enorgullezco y
éste fue quien me engendró, no sacándome de la cabeza, como lo hizo
Júpiter con la aburrida y ceñuda Palas, sino en la ninfa Neotete, que es
la más bella y la más alegre de todas. Tampoco soy fruto de un triste
deber conyugal, como lo fue aquel herrero cojo, sino lo que es mucho más
deleitoso, «de un amor furtivo», como dice nuestro Homero. No caigáis en
el error de creer que me engendró aquel Pluto aristofánico, que
tenía un pie en el ataúd y la vista perdida, sino un Pluto vigoroso,
embriagado por la juventud, y no sólo por la juventud, sino aún mucho más
por el néctar que gustaba beber puro y largo en el banquete de los dioses.



Capítulo VIII

Si me preguntáis también el lugar donde nací -puesto que en el día se
juzga trascendental para la nobleza el sitio donde uno dio los primeros
vagidos-, diré que no provengo de la errática Delos ni del undoso mar,
ni de las profundas cavernas, sino de las mismas islas Afortunadas, donde
todo crece espontáneamente y sin labor. Allí no hay ni trabajo, ni
vejez, ni enfermedad, ni se ve en el campo el gamón, ni la malva, la
cebolla, el altramuz, el haba u otro estilo de bagatelas, sino que por
doquier los ojos y la nariz se deleitan con el ajo áureo, la pance, la
nepente, la mejorana, la artemisa, el loto, la rosa, la violeta y el
jacinto, cual otro jardín de Adonis.
Nací en medio de estas delicias y no amanecí llorando a la vida, sino
que sonreí amorosamente a mi madre. Así no envidio al altísimo Júpiter la
cabra que le amamantó, puesto que a mí me criaron a sus pechos dos
graciosísimas ninfas, la Ebriedad, hija de Baco, y la Ignorancia, hija de
Pan, a las cuales podéis ver entre mis acompañantes y seguidores. Si
queréis conocer sus nombres, os los diré, pero, ¡por Hércules!, no sera
sino en griego.



Capítulo IX

Ésta que veis con las cejas arrogantemente erguidas es el Amor
Propio. Allí esta la Adulación, con ojos risueños y manos aplaudidoras.
Ésta que veis en duermevela y que parece soñolienta, es el Olvido, Ésta,
apoyada en los codos y cruzada de manos, se llama Pereza. Ésta, coronada
de rosas y ungida de perfumes de pies a cabeza, es la Voluptuosidad. Ésta
de ojos torpes y extraviados de un lado para otro, es la Demencia. Ésta
otra de nítido cutis y cuerpo bellamente modelado, es la Molicie. Veis
también dos dioses, mezclados con esas doncellas, de los cuales a uno
llaman Como y al otro «Sublime modorra». Con los fieles auxilios de esta
familia, todas las cosas permanecen bajo mi potestad y ejerzo autoridad
incluso sobre las autoridades.



Capítulo X

Ya habéis oído mi origen, mi educación y séquito. Ahora, para que no
parezca que uso sin motivo del título de diosa, poned las orejas derechas
para escuchar cuántos beneficios proporciono así a los dioses como a los
hombres y cuán dilatadamente campea mi numen. Pues si alguien escribió
con acierto que un dios se caracteriza por ayudar a los mortales y si
merecidamente entraron en el Senado divino quienes descubrieron a los
mortales el vino, el trigo o cualquier otro beneficio, ¿por qué yo,
por derecho propio, no me llamaré y seré tenida por «alfa» de todos los
dioses, cuando soy más generosa que todos en cualquier especie de bienes?



Capítulo XI

Primeramente, ¿qué podrá ser más dulce y más precioso que la misma
vida? Y en el principio de ésta, ¿quién tiene más intervención que yo?
Pues ni la temida lanza de Palas ni el escudo del sublime Júpiter que mora
en las nubes, tienen parte en engendrar o propagar la especie humana.
El mismo padre de los dioses y rey de los hombres, que con un ademán
estremece a todo el Olimpo, tiene que dejar el triple rayo y deponer el
rostro de titán, con el que cuando quiere aterroriza a todos los dioses,
para encarnarse miserablemente en persona ajena, al modo de los cómicos,
si quiere hacer niños, cosa que no es rara en él.
Los estoicos se creen casi dioses; pues bien dadme uno de ellos que
sea tres, o cuatro y hasta seiscientas veces más estoico que los demás, e
incluso a éste le haré abandonar si no la barba, signo de sabiduría, común
por cierto con los machos cabríos, por lo menos el entrecejo fruncido; le
haré desarrugar la frente, dejar a un lado sus dogmas diamantinos y hasta
tontear y delirar un poquito. En suma, a mí, a mí sola, repito, tendrá que
acudir el sabio en cuanto quiera ser padre. Mas ¿por qué no os hablaré con
mayor franqueza, según es mi costumbre? Decid si son la cabeza, el pecho,
la mano, la oreja, partes del cuerpo consideradas honestas, las que
engendran a los dioses y a los hombres. Creo que no, antes bien es aquella
otra parte tan estulta y ridícula, que no puede nombrarse sin
suscitar la risa, la que propaga el género humano.
Tal es el manantial sagrado de donde todas las cosas reciben la vida,
mucho más ciertamente que del «número cuartenario» de Pitágoras. Pues
decidme: ¿qué hombre ofrecería la cabeza al yugo del matrimonio si, como
suelen esos sabios, meditase los inconvenientes que le traerá esta vida?
O, ¿qué mujer permitiría el acceso de un varón si conociese o considerase
los peligrosos trabajos del parto o la molestia de la educación de los
hijos? Pues si debéis la vida a los matrimonios y el matrimonio a la
Demencia, mi acompañante, comprended cuán obligados me estáis. Además,
¿qué mujer que haya sufrido estas incomodidades una vez querría
repetirlas, si no interviniese el poder del Olvido? Ni la misma Venus,
diga lo que diga Lucrecio, podría esparcir su veneno, y sin el auxilio
de nuestro poder sus facultades quedarían inválidas y nulas.
De esta suerte, de nuestro juego desatinado y ridículo proceden
también los arrogantes filósofos, a quienes han sucedido en nuestro tiempo
esos a los que el vulgo llama monjes, y los purpurados reyes, y los
sacerdotes piadosos, y los pontífices tres veces santísimos, y, en fin,
toda esa turba de dioses mencionados por los poetas, tan copiosa, que
apenas cabe en el Olimpo, con ser éste espaciosísimo.



Capítulo XII

Sin embargo, poco sería el que me debieseis el principio y fuente de
la vida, si no os demostrase también que todo cuanto hay en ella de
deleitoso procede asimismo de mi munificencia. ¿Qué sería, pues, esta
vida, si vida pudiese entonces llamarse, cuando quitaseis de ella el
placer? Veo que habéis aplaudido. Ya sabía yo que ninguno de vosotros era
bastante sensato, quiero decir bastante insensato, mas vuelvo a decir
bastante sensato, para no adherirse a mi parecer.
Aun cuando los mismos estoicos no desprecien el placer, lo disimulan
habilidosamente y lo censuran con mil injurias cuando están delante del
vulgo, sin otro objeto que poder gozar de él más generosamente cuando
hayan apartado a los demás. Díganme, si no, por Júpiter: ¿Qué día de la
vida no vendrá a ser triste, aburrido, feo, insípido, molesto, si no le
añadís el placer, es decir, el condimento de la Estulticia? De tal aserto
puede valer de testigo idóneo aquel nunca bastante loado Sófocles, de
quien se conserva un hermosísimo elogio nuestro: «La existencia más
placentera consiste en no reflexionar nada».
Pero prosigamos para probar por menor esta doctrina.



Capítulo XIII

En principio, ¿quién ignora que la edad más alegre del hombre es con
mucho la primera, y que es la más grata a todos? ¿Qué tienen los niños
para que les besemos, les abracemos, les acariciemos y hasta de los
enemigos merezcan cuidados, si no es el atractivo de la estulticia que la
prudente naturaleza ha procurado proporcionarles al nacer para que con el
halago de este deleite puedan satisfacer los trabajos de los maestros y
los beneficios de sus protectores? Luego, la juventud, que sucede a
esta edad, ¡cuán placentera es para todos, con cuánta solicitud la ayudan
todos, cuán afanosamente la miran y con cuánto desvelo se tiende una mano
en su auxilio! Y, pregunto yo, ¿de dónde procede este encanto de la
juventud sino de mí, a cuya virtud se debe que los que menos sensatez
tienen sean, por lo mismo, los que menos se disgusten.
Mentiré si no añado que a medida que crecen y empiezan a cobrar
prudencia por obra de la experiencia y del estudio, descaece la perfección
de la hermosura, languidece su alegría, se hiela su donaire y les
disminuye el vigor. Cuanto más se alejan de mí, menos y menos van
viviendo, hasta que llegan a la vejez molesta que no sólo lo es para los
demás, sino para sí mismos. Tanto es así que ningún mortal podría
tolerarla si yo, compadecida nuevamente de tan grandes trabajos, no les
echase una mano, y al modo como los dioses de que hablan los poetas suelen
socorrer con alguna metamorfosis a los que están apurados, así yo, cuando
les veo próximos al sepulcro, les devuelvo a la infancia dentro de la
medida de lo posible. De aquí viene que la gente suela considerar como
niños a los viejos.
Si alguien se interesa en saber el medio de que me valgo para la
transformación, no se lo ocultaré: Les llevo a las fuentes de nuestro río
Leteo, que nace en las islas Afortunadas (pues que por el infierno sólo
discurre un tenue riachuelo), para que allí, al tiempo que van trasegando
el agua del Olvido, se enniñezcan y se les disuelvan las
preocupaciones del alma. Se dirá que no todo queda en esto, sino que,
además, pasan a divagar y bobear. Concedo que sea así, pero el
infantilizarse no consiste en otra cosa. ¿No es propio de los niños
el divagar y el tontear? ¿Y acaso no es lo más deleitable de tal edad el
hecho de que carezcan de sensatez? ¿Quién no aborrecerá y execrará como
cosa monstruosa a un niño dotado de viril sapiencia? De ello es fiador el
proverbio conocido por el vulgo: «Odio al niño de precoz sabiduría.»
¿Quién podría soportar la relación y el trato con un viejo que a su
enorme experiencia de las cosas uniese semejante vigor mental y acritud de
juicio? Por esta razón he favorecido al viejo haciendole delirar, y esta
divagación le liberta, mientras tanto, de aquellas miserables
preocupaciones que atormentan al sabio, y le hace ser un agradable
compañero de bebida y librarse del tedio de la vida, el cual apenas puede
sobrellevar la edad más vigorosa. No es raro aún que, al modo del anciano
de Plauto, vuelva los ojos a aquellas tres letras de A. M. O. Sería
desgraciadísimo si conservase la noción de las cosas, pero mientras tanto,
gracias a mi favor, el viejo es feliz, grato a los amigos y no tiene nada
de bobalicón ni de inepto para las fiestas. Abunda en mi favor que en
Homero se vea cómo de la boca de Néstor fluía una «palabra más dulce que
la miel», mientras la de Aquiles era amarga y los ancianos que él mismo
nos describe sentados en las murallas dejaban escuchar apacibles
palabras.
Según este criterio, los viejos superan a la misma infancia, edad
ciertamente placentera, pero inmatura y desprovista del principal halago
de la vida, es decir, la locuacidad. Observar, además, que los ancianos
disfrutan locamente de la compañía de los niños y éstos a su vez se
deleitan con los viejos, «pues Dios se complace en reunir a cada cosa
con su semejante».
¿En qué difieren unos de otros, a no ser en que éstos están más
arrugados y cuentan más años? Por lo demás, en el cabello incoloro, la
boca desdendata, las pocas fuerzas corporales, la apetencia de la leche,
el balbuceo, la garrulería, la falta de seso, el olvido, la irreflexión,
y, en suma, en todas las demás cosas, se armonizan. Cuanto más se acerca
el hombre a la senectud, tanto más se va asemejando a la infancia, hasta
que, al modo de ésta, el viejo emigra sin tedio de ella ni sensación de
morir.



Capítulo XIV

Pase quien lo desee a comparar este beneficio que dispenso con las
metamorfosis operadas por los demás dioses. Y no es del caso recordar las
que efectúan cuando están airados, sino las ejecutadas en aquellos a
quienes son más propicios: Suelen transformarles en árbol, en ave, en
cigarra y hasta en serpiente, como si no fuese lo mismo transformarse
que perecer. Yo, en cambio, devuelvo a la misma persona la parte mejor y
más feliz de su vida, que si los mortales se contuviesen de toda relación
con la sabiduría y orientasen la vida de acuerdo conmigo, no envejecerían
y gozarían dichosos de perpetua juventud.
¿No veis acaso a estos hombres severos dedicados a estudios de
filosofía, o a graves y arduos asuntos, que han envejecido antes de llegar
a la plena juventud, por obra de las preocupaciones y la constante y
agria agitación de las ideas, que agota el espíritu y la savia vital? Por
el contrario, mis necios están regordetes, lucidos, con piel
brillante, a modo, según dicen, «de cerdos acarnanienses»; en verdad
que no sentirán nunca molestia alguna de la vejez, a menos que, según a
veces acontece, no se envenenen con la compañía de los sabios. Hasta tal
punto se conserva íntegra la existencia humana cuando se es feliz por
todos conceptos.
Viene en apoyo de ello el valioso testimonio del adagio vulgar que
dice: «La estulticia es la única cosa que frena el paso de la juventud
fugacísima y mantiene alejada la molesta vejez.» De esta suerte ha dicho
acertadamente la voz vulgar acerca de los de Brabante, que mientras a los
demás hombres la edad suele redundarles en prudencia, ellos, cuanto más se
acercan a la vejez, más y más se entontecen. Y no hay otra gente que, de
modo general, tome la vida más en broma y que menos sienta la tristeza de
la vejez. De éstos son vecinos, tanto por el lugar como por el modo de
vivir, mis holandeses. Y no sólo les llamo míos, sino aun tan entusiastas
devotos, que merecieron del vulgo un apodo que más que avergonzarles les
llena de orgullo.
Vayan, pues, los estultísimos mortales en busca de Medeas, de Circes,
Venus, Auroras y no sé qué fuente, que les restituyan la juventud, la cual
soy yo la única que puede y acostumbra proporcionar. En mi poder está
aquel elixir mirífico con que la hija de Memnón prolongó la juventud de su
abuelo Titón. Yo soy aquella Venus por cuya merced volvió Faón a la
mocedad y así fue amado por Safo con tanto extremo. Mías son las
hierbas, si las hay; míos los conjuros; mía aquella fuente que no sólo
hace volver la pasada juventud, sino lo que es mejor, la conserva
perpetuamente. Así, si estáis de acuerdo en que nada hay mejor que la
adolescencia y más detestable que la vejez, creo que os daréis cuenta de
cuánto me debéis por prolongar tan gran bien y evitar mal tan grave.



Capítulo XV

Pero ¿por qué hablo tanto de los mortales? Examinad el cielo todo e
insúlteme quienquiera si encuentra en alguno de los dioses, fuera de lo
que deben a mi poder, algo que no sea áspero y desdeñable. ¿Por qué Baco
ha sido siempre efebo y le ha adornado poblada cabellera? Porque,
insensato y borracho, se ha pasado la vida entera en banquetes, danzas,
cantos y diversiones, sin tener nunca el menor trato con Palas. Por ello
está tan lejos de querer ser tenido por sabio, que goza con que se le
honre por medio de burlas y farsas y no se ofende por aquel dicho que le
atribuye el dictado de necio cuando afirma que «tiene aún más de necio que
de pintarrajeado». Precisamente le dieron este último título por la
licencia que acostumbraban a tomarse los vendimiadores de embadurnar con
mosto e higos nuevos la estatua sedente del dios colocada en la puerta de
su templo. Y la antigua comedia, ¿acaso dice algo de él que no suene a
vituperio? «¡Oh estúpido dios -dicen- y digno de nacer del muslo de
Júpiter!»
Pero ¿quién no preferiría ser necio e insulso como éste y estar
siempre de fiestas, siempre joven, siempre pródigo en diversiones y
placeres para todo el mundo, a ser como ese taimado Júpiter, que infunde
temor a todos, o como Pan, que con sus tumultos pánicos todo lo
confunde, o como el tiznado Vulcano, siempre sucio del trabajo de su
taller, o como la misma Palas, a la que hacen terrible su lanza y el
escudo con la Gorgona, y cuya mirada siempre es hiriente?
¿Por qué es siempre niño Cupido? ¿Por qué, sino por ser un bromista y
no hacer ni pensar nada a derechas? ¿Por qué la áurea Venus conserva
constantemente la belleza? Sin duda porque tiene conmigo parentesco, de lo
que viene que su rostro tenga color parecido al de mi padre y por tal
razón Homero la llama «dorada Afrodita». Además está sonriendo de
continuo, si hemos de creer sólo en esto a los poetas y a sus émulos los
estatuarios. ¿A qué dios dieron culto con mayor piedad los romanos que a
Flora, madre de todas las voluptuosidades?
Sin embargo, si alguien consulta atentamente en Homero y en los demás
poetas la vida de los dioses severos, la encontrará llena de estulticia
por entero. ¿Vale la pena recordar las hazañas de los restantes, cuando
tan bien conocéis los amores y frivolidades del mismo Júpiter fulminador,
o como la severa Diana, olvidada del pudor del sexo, no iba a la caza de
otra cosa que de Endimión, por quién se moría? Prefiero, empero, que los
dioses oigan a Momo reprochar sus bellaquerías, ya que de él es de quien
antaño las oían con frecuencia.
De ahí viene que, indignados, le precipitasen a la Tierra, junto con
Até, porque con su sabiduría resultaba importuno para la felicidad de
aquéllos. Ningún mortal ha querido desde entonces dar hospitalidad al
desterrado, y nada sería más difícil que encontrársela en los palacios de
los príncipes. En éstos, precisamente, está en el candelero mi compañera
la Adulación, la cual no convive mejor con Momo que el cordero con el
lobo. Así los dioses, libres de él, se divirtieron con mayor licencia
y placer, y, carentes de censor, hicieron realmente, según dice Homero,
«lo que les pareció mejor».
¿Qué entretenimientos no ofrece aquel Príapo de higuera? ¿Qué
diversión no producen los hurtos y mixtificaciones de Mercurio? Y el
propio Vulcano acostumbra hacer de bufón en los convivios de los dioses,
no sólo con su cojera, sino también con sus ocurrencias y sus ridículos
dichos que desternillan de risa a la partida de bebedores. Y también
Sileno, aquel viejo enamorado que suele bailar el «córdax» con Polifemo al
son de la lira, mientras las ninfas danzan la «gymnopaidía»; los sátiros
semicaprinos representan las «atelanas»; Pan, con alguna estúpida
cancioncilla, hace reír a todo el mundo, puesto que la prefieren a
escuchar el canto de las musas, sobre todo cuando el vino ha empezado a
empaparles. ¿Hará falta que recuerde las cosas que hacen los dioses cuando
están bien bebidos? Son, por Hércules, tan estúpidas que, yo misma a veces
no puedo contener la risa. Pero mejor será acordarse de Harpócrates a
este propósito, no sea que nos escuche algún Dios fisgón explicar estas
mismas cosas que no le fueron permitidas a Momo.



Capítulo XVI

Pero ya es hora de que, a ejemplo de Homero, dejemos el cielo y
volvamos a la Tierra para ver en ella que nada hay alegre ni feliz que no
se deba a mi favor. Observar primeramente con cuánta solicitud ha
cuidado la naturaleza, madre y artífice del género humano, de que nunca
falte en él el condimento de la estulticia.
En efecto, según la definición de los estoicos, si la sabiduría no es
sino guiarse por la razón y, por el contrario, la estulticia dejarse
llevar por el arbitrio de las pasiones, Júpiter, para que la vida humana
no fuese irremediablemente triste y severa, nos dio más inclinación a las
pasiones que a la razón, en tanta medida como lo que difiere medía onza de
una libra. Además relegó a la razón a un angosto rincón de la cabeza,
mientras dejaba el resto del cuerpo al imperio de los desórdenes y de dos
tiranos violentísimos y contrarios: la ira, que domina en el castillo de
las entrañas y hasta en el corazón, fuente de la vida; y la
concupiscencia, que ejerce dilatado imperio hasta lo más bajo del pubis.
La vida que llevan corrientemente los hombres ya evidencia bastante
cuánto vale la razón contra estas dos fuerzas gemelas, pues cuando ella
clama hasta enronquecer indicando el único camino lícito y dictando normas
de honestidad, éstas mandan a paseo a su soberana y gritan más fuerte que
ella, hasta que, cansada, cede y se rinde.



Capítulo XVII

Por lo demás, dado que el varón está destinado a gobernar las cosas
de la vida, tenía que otorgársele algo más del adarme de razón concedido,
a fin de que tomase resoluciones dignas de él. Se me llamó a consejo junto
con los demás y lo di al punto, y digno de mí: Que se le juntase con una
mujer, animal ciertamente estulto y necio, pero gracioso y placentero, de
modo que su compañía en el hogar sazone y endulce con su estupidez la
tristeza del carácter varonil. Y así Platón, al parecer dudar en qué
género colocar a la mujer, si entre los animales racionales o entre los
brutos, no quiso otra cosa que significar la insigne estupidez de este
sexo.
Si, por casualidad, alguna mujer quisiese ser tenida por sabia, no
conseguiría sino ser doblemente necia, al modo de aquel que, pese a
Minerva, se empeñase en hacer entrar a un buey en la palestra, según dice
el proverbio. Efectivamente, duplica su defecto aquel que en contra de la
naturaleza desvía su inclinación y remeda el aspecto de la aptitud. Del
mismo modo que, conforme al proverbio griego, «aunque la mona se vista de
púrpura, mona se queda», así la mujer será siempre mujer; es decir,
estúpida, sea cual fuere el disfraz que adopte.
Sin embargo, no creo que el género femenino llegue a ser tan estúpido
que me censure por el hecho de que otra mujer, la Estulticia en persona,
les reproche la estupidez. Pues si consideran juiciosamente la cuestión,
verán que deben a la Estulticia el tener más suerte que los hombres en
muchos casos.
Tienen, primeramente, el encanto de la hermosura, que,
justificadamente, anteponen a todas las cosas, puesto que, por su virtud,
tiranizan hasta a los mismos tiranos. ¿De dónde proceden lo desgraciado
del aspecto, el cutis híspido y la espesura de la barba, que dan al varón
aspecto de viejo, sino del vicio de la prudencia, mientras que la mujer
conserva las mejillas tersas, la voz fina, el cutis delicado, remedo de
perpetua juventud?
En segundo lugar, ¿qué otra cosa desean en esta vida más que
complacer a los hombres en grado máximo? ¿A qué miran, si no, tantos
adornos, tintes, baños, afeites, ungüentos, perfumes, tanto arte en
componerse, pintarse y disfrazar el rostro, los ojos y el cutis? Así,
pues, ¿qué las recomienda a los hombres más que la necedad? ¿Hay algo que
éstos no les toleren? ¿Y a cambio de qué halago, sino de la voluptuosidad?
Se deleitan, por consiguiente, sólo en la estulticia y de ello son
argumento, piense cada cual lo que quiera, las tonterías que le dice el
hombre a la mujer y las ridiculeces que hace cada vez que se propone
disfrutar de ella.
Ya sabéis, por tanto, el primero y principal placer de la vida y la
fuente de que mana.



Capítulo XVIII

Pero algunos hay, y en primera fila los viejos, que son más bebedores
que mujeriegos y sitúan la suma voluptuosidad en la mesa. Juzguen otros de
si habrá banquete completo sin mujeres; lo que sí consta es que ninguno
resulta agradable sin el condimento de la estulticia. Tanto es así, que si
falta uno que mueva a la risa con necedad verdadera o simulada, se pagará
a algún bufón o se invitará a algún gorrón ridículo que con dicharachos
risibles, es decir, estultos, ahuyente de la reunión el silencio y la
tristeza. Porque, ¿a qué conduce cargar el vientre de toda clase de
confituras, manjares y golosinas, si los ojos y los oídos, si no todo el
ánimo, han de apacentarse también con risas, bromas y chistes?
De esta manera, yo soy artífice insustituible de las sobremesas,
porque aquellas ceremonias de los banquetes, como elegir rey a suertes,
jugar a los dados, los brindis recíprocos, el establecer rondas,
cantar coronados de mirto, bailar y hacer pantomimas, no fueron
inventadas por los siete sabios de Grecia, sino por mí, para bien del
género humano.
De este modo, se ve que la naturaleza de todas las cosas es tal, que
cuanto más tienen de estúpidas, tanto más favorecen la vida de los
mortales, la cual, cuando es triste, no parece digna de ser llamada vida.
Y triste discurrirá la vida, por fuerza, si no os libráis con estos
deleites del tedio, hermano de la tristeza.



Capítulo XIX

Quizá habrá quienes desprecien este género de placeres y se
complazcan en el afecto y trato de los amigos, repitiendo que la amistad
es cosa que hay que anteponer a todas las demás y aun que es necesaria
hasta el punto de que ni el aire, ni el fuego ni el agua lo sean en mayor
grado. Añaden, incluso, que es tan agradable, que quitarla sería como
quitar el Sol, y que es tan honesta, si es que ello viene al caso, que ni
los mismos filósofos vacilan en tenerla entre los bienes principales. Pero
¿qué, si demuestro que yo también soy la proa y la popa de tanto bien? Y
lo probaré no con crocosilites, ni sorites, ni ceratinas, o cualquier otra
especie de argucias dialécticas, sino de modo vulgar y mostrándolo como
con el dedo.
Decid, el condescender, el dejarse llevar, cegarse, alucinarse con
los defectos de los amigos y el sentir afición y admirarse por alguno
de sus vicios manifiestos como si fuesen virtudes, ¿no es cosa parecida a
la estulticia? Hay quien besa un lunar de su amante, quien se deleita con
una verruga de su cordera, el padre que no encuentra sino una ligera
desviación de la vista en su hijo bizco, ¿qué es todo esto -pregunto- sino
pura necedad? Proclámese una y mil veces que es necedad, pero también que
ésta es la sola que une y conserva unidos a los amigos.
Me refiero al común de los mortales, de los cuales nadie nace sin
defecto y aquél es el mejor que menos cohibido está por ellos, pues entre
esos sabios endiosados o no llega a cuajar la amistad o viene a ser triste
y desagradable, y aun la traban sólo con poquísimos, por no atreverme a
decir que con ninguno, ya que la mayoría de los hombres desbarra -es
decir, que no hay quien no delire por muchos modos- y la amistad sólo cabe
entre semejantes. Así, si por acaso en esos severos tipos se engendra
mutua benevolencia, no podrá nunca ser constante ni duradera, por ser
gente gruñona y que vigila los defectos de los amigos con vista más fina
que el águila, o la serpiente de Epidauro. En cambio, ¡qué legañosos
ojos tiene para los defectos propios y cuán poco ve el fardo que lleva a
la espalda! Además, puesto que es propio de la naturaleza humana, que no
haya ingenio alguno sin grandes defectos, y que además existe tanta
desemejanza de edades y de estudios, tantas flaquezas, tantos errores,
tantas caídas graves, ¿cómo podría subsistir entre estos Argos,
ni siquiera durante una hora, la alegría de la amistad sin el auxilio de
la candidez, es decir, de la estulticia, o, si queréis, de la blandura de
carácter?
¿Pues qué? Cupido, padre y autor de todo afecto, que, por obra de su
ceguera, toma lo feo por hermoso, hace que entre vosotros cada cual
encuentre hermoso lo que ama, de suerte que el viejo quiera a la vieja
como el mozo a la moza. Estas cosas suceden y son reídas en todo el mundo,
pero tales ridiculeces son las que aglutinan y unen la placentera sociedad
en la vida.



Capítulo XX

Cuanto queda dicho de la amistad debe aplicarse con mucho mayor
motivo al matrimonio, ya que no es éste otra cosa que la conjunción
indivisa de las vidas. Júpiter inmortal, ¡cuántos divorcios y aun
accidentes peores que los divorcios ocurrirían si el trato doméstico del
varón y la esposa no se viese afianzado y sostenido por la adulación,
la broma, la indulgencia, el engaño y el disimulo, que forman como mi
cortejo! ¡Ah, qué pocos matrimonios llegarían a cuajar si el novio
investigase prudentemente a qué juegos se había dedicado aquella
doncellita delicada, al parecer, y pudorosa, mucho antes de casarse! ¡Y
cuántos menos permanecerían unidos si muchos de los actos de las esposas
no quedasen ocultos gracias a la negligencia y estupidez de los maridos!
Todas estas cosas se atribuyen justificadamente a la estulticia y a
ella se debe aún que la esposa sea agradable al marido y éste a su mujer,
a fin de que la casa permanezca tranquila, a fin de que en ella perviva la
concordia. Inspira risa y se hace llamar cornudo, consentido y qué sé yo
qué, el infeliz que enjuga con sus besos las lágrimas de la adúltera. Pero
¡cuánto mejor es equivocarse así que no consumirse con el afán de los
celos y echarlo todo por lo trágico!



Capítulo XXI

Añadiré, en fin, que sin mí no habría ni sociedad, ni relaciones
agradables y sólidas, ni el pueblo soportaría largo tiempo al príncipe, ni
el amo al criado, ni la doncella a su señora, ni el maestro al discípulo,
ni el amigo al amigo, ni la esposa al marido, ni el arrendador al
arrendatario, ni el camarada al camarada, ni los comensales entre ellos,
de no estar entre sí engañándose unas veces, adulándose otras,
condescendiendo sabiamente entre ellos, o untándose recíprocamente con la
miel de la estulticia. Ya me doy cuenta de que esto os parecerá afirmación
de mucho bulto, pero aún las oiréis mayores.



Capítulo XXII

Decidme: ¿A quién amará aquel que se odie a sí mismo? ¿Con quién
concordará aquel que discuerde de sí mismo? ¿Podrá complacer a alguno
aquel que sea pesado y molesto para sí? Creo que nadie lo afirmará, a
menos que sea más estulto que la misma Estulticia.
Si prescindieseis de mí, además de no poder nadie soportar a nadie,
todo el mundo sentiría hedor de sí, asco de sus propias cosas y repulsión
de su misma persona. Tanto más cuanto que la naturaleza, en no pocas
ocasiones más madrastra que madre, ha dispuesto el espíritu de los
mortales, sobre todo de los pocos sensatos, de suerte que cada cual se
duela de lo suyo y admire lo ajeno, de lo cual viene que todas las
prendas, toda la elegancia y todo el atractivo de la vida se echan a
perder y se desvanecen. ¿Qué vale la hermosura, principal don de los
dioses inmortales, cuando se corrompe con el morbo de la melancolía?
¿Qué la juventud si la envenena el agror de una senil tristeza?
En fin, ¿qué podría realizar el hombre con belleza (y así conviene
que lo haga todo, pues ésta no sólo es fundamento del arte, sino de
cualquier obra) en cualquier función de la vida, sea en beneficio propio o
en el de los demás, si no le tendiese la mano el Amor Propio, con quien me
une fraternal lazo? Y añadiré que se esfuerza en sustituirme en todas
partes. ¿Y qué tan necio como satisfacerse y admirarse de uno mismo? Por
el contrario, si se está descontento de uno mismo, ¿podrá hacerse algo
gentil, gracioso y digno? Suprimid este condimento en la vida y en el acto
se helará el orador en la defensa de su causa, el músico no dará placer a
nadie con sus ritmos, el histrión, a pesar de sus gestos todos, será
silbado, el poeta y sus musas serán objeto de risas, el pintor y su arte
serán diseñados y el médico y sus fármacos caerán en la miseria. En fin,
tendremos a Tersites en vez de Niceo, a Néstor en vez de Faón; en vez de
Minerva a un cerdo, en lugar del locuaz al balbuciente y en el del cortés
al patán. Tan necesario es que cada cual se lisonjee a sí mismo y se
procure una pequeña estimación propia antes de que se la otorguen los
demás.
En suma, comoquiera que la principal parte de la felicidad radica en
que uno quiera ser lo que es, contribuye a ello grandemente mi querido
Amor Propio, haciendo que nadie se duela de su figura, del talento de la
estirpe, del estado en que se halla, de la educación ni de la patria, de
suerte que ni el irlandés ansía cambiarse por el italiano, ni el tracio
con el ateniense, ni el escita con los de las islas Afortunadas. ¡Oh
singular solicitud de la naturaleza que en tan grande variedad de cosas
todas las iguala! Dondequiera que se retrae en algo de otorgar sus dones,
allá acude el Amor Propio a añadir un tanto de los suyos. Aunque esto que
acabo de decir ha resultado una necedad, porque estos últimos son los más
copiosos.
No necesito declarar, mientras tanto, que no podréis encontrar
empresa ilustre alguna sin mi impulso, ni nobles artes que yo no haya
inventado.



Capítulo XXIII

¿Acaso no es la guerra germen y fuente de todos los actos plausibles?
Y, sin embargo, ¿hay cosa más estulta que entablar lucha por no sé qué
causas, de la cual ambas partes salen siempre más perjudicadas que
beneficiadas? Y de los que sucumben, no hay ni que hablar, como se dijo de
los megarenses.
Cuando se forman en batalla las acorazadas filas de ambos ejércitos y
suenan los cuernos con ronco clamor, ¿de qué servirían esos sabios,
exhaustos por el estudio, cuya sangre aguada y fría apenas puede
sostenerles el alma? Hacen falta entonces hombres gruesos y vigorosos, en
los que haya un máximo de audacia y un mínimo de reflexión, a menos
que se prefiera como tipo de soldado a Demóstenes, quien siguiendo el
consejo de Arquíloco, apenas divisó al enemigo arrojó el escudo y huyó,
mostrándose tan cobarde soldado cuanto experto orador.
Pero el talento, se dirá, es de grande importancia en las guerras.
Convengo en ello en lo referente al caudillo, y aun éste debe tenerlo
militar y no filosófico. Por lo demás, son los bribones, los alcahuetes,
los criminales, los villanos, los estúpidos y los insolventes y, en fin,
la hez del género humano quienes ejecutan hazañas tan ilustres, y no los
luminares de la filosofía.



Capítulo XXIV

De cuán inútiles sean éstos en cualquier empleo de la vida puede ser
testimonio el mismo Sócrates, calificado, y sin sabiduría alguna, por el
oráculo de Apolo como único sabio, el cual trató de defender en público no
sé qué asunto y tuvo que retirarse en medio de las mayores carcajadas de
todo el mundo. Sin embargo, este hombre no desbarraba completamente,
porque no quiso aceptar el título de sabio y lo reservó sólo para Dios, y
porque consideró que el sabio debía abstenerse de tratar de los negocios
públicos, aun cuando debiera haber aconsejado más bien que se abstenga
de la sabiduría quien desee contarse en el número de los hombres. ¿Qué fue
si no la sabiduría lo que le llevó a ser acusado y a tener que beber la
cicuta? Pues mientras filosofaba sobre las nubes y las ideas, y medía
las patas de una pulga e investigaba el zumbido de un mosquito, no
aprendía aquellas cosas que tocan a la vida normal. Acudió a defender al
maestro en el juicio cuando le peligraba la cabeza, su discípulo Platón,
abogado tan ilustre que, desconcertado por el estrépito de la plebe,
apenas si pudo concluir con el primer párrafo. ¿Qué diré ahora de
Teosfrato? Al empezar una arenga, enmudeció repentinamente como si hubiese
visto al lobo. Aquel que animaba al soldado en la batalla, Isócrates,
no se atrevió nunca, por lo tímido del genio, ni a despegar los labios.
Marco Tulio Cicerón, padre de la elocuencia romana, comenzaba sus
discursos con temblor poco gallardo, como niño balbuciente, lo cual
interpretaba Fabio Quintiliano ser propio de orador sensato y conocedor
del peligro. Al exponer esto, ¿puede dejar de reconocerse paladinamente
que la sabiduría obsta a la brillante gestión de los asuntos? ¿Qué habrían
hecho los sabios si éstos se despachasen con las armas cuando se desmayan
de miedo al combatir sólo con palabras desnudas?
Después de todo esto se celebra aún, ¡alabado sea Dios!, aquella
famosa frase de Platón: «Las repúblicas serían felices si gobernasen los
filósofos o filosofasen los gobernantes». Sin embargo, si consultáis a
los historiadores, veréis que no ha habido príncipes más pestíferos para
el Estado que cuando el poder cayó en manos de algún filosofastro o
aficionado a las letras. Creo que de ello ofrecen bastante prueba los
Catones, de quienes el uno alborotó la tranquilidad del Estado con sus
insensatas denuncias, y el otro reivindicó con sabiduría tan desmesurada
la libertad del pueblo romano, que la arruinó hasta los cimientos.
Añadidles los Brutos, los Casios, los Gracos y el mismo Cicerón, que
no fue menos dañoso al Estado romano que Demóstenes el ateniense. Marco
Antonino, aunque otorguemos que fue buen emperador, y cabría discutirlo,
se hizo pesado y antipático a los ciudadanos por esta misma razón; es
decir, por ser tan filósofo. Pero aunque fuese bueno, según concedemos,
tuvo más de funesto, por haber dejado tal hijo, de lo que pudo haber
de saludable en su administración. Precisamente esta especie de hombres
que se da al afán de la sabiduría, aun siendo desgraciadísimos en todo, lo
son por modo especial en la procreación de los hijos, lo cual me parece
obedecer a la providencia de la naturaleza para que el daño de la
sabiduría no se extienda más entre los hombres.
Así consta que el hijo de Cicerón fue un degenerado y que aquel gran
sabio Sócrates tuvo hijos más semejantes a la madre que al padre, según
escribió acertadamente uno; es decir, que fueron tontos.



Capítulo XXV

Podría tolerarse que en los asuntos públicos sean como asnos tocando
la lira, si no fuese que en todas las demás funciones de la vida no
acreditan ser más diestros. Llevad un sabio a un banquete y lo
perturbará o con lúgubre silencio o con preguntitas fastidiosas.
Introducidle en un baile y os parecerá, danzando, un camello. Conducidle a
un espectáculo y con su solo semblante disipará toda diversión y se le
obligará a salir del teatro, como al sabio Catón, si no logra desarrugar
el entrecejo. Si mete cucharada en una conversación, caerá de improviso
como el lobo en la fábula. Si algo hay que comprar o que convenir, en
suma, cuando se trate de estas cosas sin las cuales esta vida cotidiana no
puede pasar, dirás que este sabio es un leño y no un hombre.
Añadiré que no puede ser útil en nada ni a sí, ni a la patria, ni a
los suyos, porque es inexperto en las cosas corrientes y discrepa
largamente de la opinión pública y de los estilos normales de vida, de lo
cual, por cierto, preciso es que siga el odio contra él, por ser tanta la
disparidad de conducta y sentimientos. Pues ¿qué se trata entre los
hombres que no sea necio del todo y que no esté hecho por los necios y
para los necios? Por ello, si alguien a solas quisiese contrariar la
corriente general, yo le aconsejaría que, imitando a Timón, emigre a
algún desierto y allí, a solas, disfrute de su sabiduría.



Capítulo XXVI

Retornaré, empero, a lo que había dejado sentado antes: ¿qué fuerza
ha podido reunir en ciudad a hombres berroqueños, acorchados y
salvajes sino la adulación? No significa otra cosa la famosa cítara
de Anfión y de Orfeo? ¿Qué otra cosa llamó a la concordia ciudadana a
la plebe de Roma, cuando estaba en el extremo de la confusión? ¿Acaso
algún discurso filosófico? En absoluto: El risible y pueril apólogo del
vientre y las demás partes del cuerpo. Igualmente útil fue para
Temístocles el apólogo semejante de la zorra y el erizo. ¿Qué discurso de
sabio habría tenido tanto poder cuanto aquella superchería de la cierva de
Sertorio, o aquello de los dos perros de Licurgo, o la risible fábula
sobre la manera de arrancar los pelos de la cola del caballo? Y no diré
nada de Minos y de Numa, cada uno de los cuales gobernó a la estulta
muchedumbre con fabulosas invenciones. Con semejantes tonterías se mueve
esa bestia enorme y vigorosa, el pueblo.



Capítulo XXVII

Y, por el contrario, ¿qué Estado adoptó nunca las leyes de Platón o
Aristóteles o las tesis de Sócrates? Por otra parte, ¿qué fue lo que
persuadió a los Decios a sacrificarse espontáneamente a los dioses manes?
¿Qué fue lo que arrastró al abismo a Quinto Curcio sino la vanagloria, la
más seductora de las sirenas, pero también la más condenada por estos
sabios? Dicen ellos: «¿Habrá cosa más necia que el que un candidato servil
halague al pueblo y compre su favor con propinas, soborne la adhesión de
la masa, se deleite con sus aclamaciones, sea llevado en triunfo como
una bandera venerable Y se haga levantar una estatua de bronce en el foro?
Agregad los nombres y sobrenombres que adoptan, los honores divinos
otorgados a esos hombrecillos; agregad que tiranos criminales por demás
sean comparados a los dioses en el curso de ceremonias públicas. Todas
estas cosas no pueden ser más estultas y para reírse de ellas no bastaría
con un solo Demócrito»
¿Quién lo niega?. Pero de esta misma fuente nacieron las hazañas de
los vigorosos héroes, exaltadas hasta las nubes en los escritos de los
varones elocuentes. De tal estulticia nacieron los Estados, merced a ella
subsisten imperios, autoridades, religión, consejos y tribunales, pues la
vida humana no es sino una especie de juego de despropósitos.



Capítulo XXVIII

Ahora hablaré de las ciencias. ¿Qué impulsa, sino la sed de gloria,
al ingenio de los mortales a elaborar y cultivar para la posteridad
disciplinas tenidas por tan excelsas?
Ciertos hombres estultísimos, sin duda, se creyeron pagados de tantas
vigilias y tantos sudores con no sé qué fama, vana a más no poder. En
contraste, vosotros debéis a la Estulticia ilustres deleites en la vida y,
sobre todo, el supremo de disfrutar de la insensatez ajena.



Capítulo XXIX

Así, tras haber reivindicado el mérito del valor y el ingenio, ¿qué
os parecería que pretendiese también el de la prudencia? Aunque alguno
dirá que esto equivale a mezclar el agua y el fuego, yo espero
triunfar en mi propósito si, como antes, me seguís favoreciendo con
vuestra atención y vuestra aprobación.
En primer lugar, si la prudencia se acredita en el uso de las cosas,
¿a quién procede aplicar mejor tal dictado y tal honor, al sabio que, en
parte por pudor y en parte por cortedad de ánimo, no se atreve a emprender
cosa, o al estulto que no retrocede ante nada ni por vergüenza, de que
carece, ni por temor al peligro, que no se para a considerar?
El sabio se refugia en los libros de los antiguos, de donde no extrae
sino meros artificios de palabras, mientras que el estúpido, arrimándose a
las cosas que hay que experimentar, adquiere la verdadera prudencia, si no
me equivoco. Parece que esto lo vio con claridad Homero, a pesar de ser
ciego, cuando dijo: «El necio sólo conoce los hechos».
A la consecución del conocimiento de los hechos se oponen dos
obstáculos principales: la vergüenza que ensombrece con sus nieblas al
ánimo, y el miedo que, una vez evidenciado el peligro, disuade de
emprender las hazañas. De ambos libra estupendamente la Estulticia. Pocos
son los mortales que se dan cuenta de las ventajas múltiples que
proporciona el no sentir nunca vergüenza y el atreverse a todo. Y si
alguno prefiere adquirir la prudencia que consiste en el examen de las
cosas, os ruego que me oigáis cuán lejos están de ella los que se
adjudican este título.
Es, ante todo, manifiesto que todas las cosas humanas, como los
silenos de Alcibíades, tienen dos caras que difieren sobremanera entre sí,
de modo que lo que exteriormente es la muerte, viene a ser la vida, según
reza el dicho, si miras adentro; y, por el contrario, lo que parece vida
es muerte; lo que hermoso feo; lo opulento, paupérrimo; lo infame,
glorioso; lo docto, indocto; lo robusto, flaco; lo gallardo, innoble; lo
alegre, triste; lo próspero, adverso; lo amigable, enemigo; lo saludable,
nocivo; y, en suma, veréis invertidas de súbito todas las cosas si abrís
el sileno.
Si esto parece quizá dicho demasiado filosóficamente, me guiaré según
una Minerva más vulgar, como suele decirse, y lo pondré más claro. ¿Quién
no convendrá en que un rey sea hombre opulento y poderoso? Pero si no está
propicio a ninguna cualidad espiritual y nada sacia su codicia, resultará
paupérrimo, y si tiene el alma entregada a numerosos vicios, permanecerá
torpemente esclavizada. Del mismo modo podría discurrirse también acerca
de otras cosas, pero me basta con el anterior ejemplo. Alguno preguntará:
«¿A qué viene esto?» Escuchadme para que extraigamos la moraleja.
Si alguien se propusiese despojar de las máscaras a los actores
cuando están en escena representando alguna invención, y mostrase a los
espectadores sus rostros verdaderos y naturales, ¿no desbarataría la
acción y se haría merecedor de que todos le echasen del teatro a pedradas
como a un loco? Repentinamente se habría presentado una nueva faz de las
cosas, de suerte que quien era mujer antes resultase hombre; el que era
joven, viejo; quien poco antes era rey, se trocase en esclavo; y el dios
apareciese de pronto como hombrecillo. El suprimir aquel error equivale a
trastornar la acción, porque son precisamente el engaño y el afeite los
que atraen la mirada de los espectadores.
Ahora bien: ¿Qué es toda la vida mortal sino una especie de comedia
donde unos aparecen en escena con las máscaras de los otros y representan
su papel hasta que el director del coro les hace salir de las tablas?
Éste ordena frecuentemente a la misma persona que dé vida a diversos
papeles, de suerte que quien acababa de salir como rey con su púrpura,
interpreta luego a un triste esclavo andrajoso. Todo el mecanismo
permanece oculto en la sombra, pero esta comedia no se representa de otro
modo.
Si un sabio caído del cielo apareciese de súbito y clamase que aquel
a quien todos toman por rey y señor ni siquiera es hombre, porque se deja
llevar como un cordero por las pasiones y es un esclavo despreciable, ya
que sirve de grado a tantos y tan infames dueños; que ordenase a estotro
que llora la muerte de su padre, que ría, porque por fin ha empezado la
vida para aquél, ya que esta vida no es sino una especie de muerte; que
llamase plebeyo y bastardo a aquel otro que se pavonea de su escudo,
porque está apartado de la virtud, que es la única fuente de nobleza; y si
del mismo modo fuese hablando de todos los demás, decídme: ¿qué
conseguiría sino que cualquiera le tomase por loco furioso?
Porque nada más estulto que la sabiduría inoportuna ni nada más
imprudente que la prudencia descaminada, y descaminado anda quien no se
acomoda al estado presente de las cosas, quien va contra la corriente y no
recuerda el precepto de aquel comensal de «O bebe, o vete», pretendiendo,
en suma, que la comedia no sea comedia.
Por el contrario, será en verdad prudente, quien, sabiéndose mortal,
no quiere conocer más que lo que le ofrece su condición, se presta gustoso
a contemporizar con la muchedumbre humana y no tiene asco a andar errado
junto con ella. Pero en esto, dirán, radica precisamente la Estulticia. No
negaré que así sea, a condición de que se convenga en que tal es el modo
de representar la comedia de la vida.



Capítulo XXX

Lo que resta, ¡oh dioses inmortales!, ¿lo diré o lo callaré? Por lo
demás, ¿por qué he de callarlo si es de toda veracidad? Mas en cosa de tan
gran importancia quizá convendría invocar a las Musas del Helicón, a las
que suelen acudir los poetas con más frecuencia por verdaderas bagatelas.
Acorredme, pues, un momento, hijas de Júpiter, para que demuestre que sin
contar con la Estulticia como guía no habrá quien llegue a la excelsa
sabiduría ni a la llamada fortaleza de la felicidad. Es manifiesto,
primeramente, que todas las pasiones humanas corresponden a la Estulticia,
puesto que el sabio se distingue precisamente del estulto en que aquél se
gobierna por la razón y éste por las pasiones.
Por tal razón los estoicos apartan del sabio todos los desórdenes,
como si fuesen enfermedades; sin embargo, las pasiones hacen las veces de
orientadores de quienes se dirigen hacia el puerto de la sabiduría, sino
que también en cualquier ejercicio de la virtud suelen ayudar como espuela
y acicate en exhortación a obrar bien.
Aunque el estoicísimo Séneca protesta enérgicamente contra esto y
libera, por el contrario, al sabio de toda pasión, al hacerlo así no deja
en él nada humano, sino más bien a un nuevo dios o a una especie de
demiurgo, que ni ha existido hasta ahora, ni existe ni existirá; es más,
para decirlo más claro, labró una estatua marmórea de hombre, impasible y
ajeno a toda sensación humana. Por tanto, si les place, gocen de este
sabio suyo, ámenle por encima de cualquier rival y convivan con él en la
república de Platón o, si lo prefieren, en la región de las ideas, o en
los jardines de Tántalo. ¿Habrá quien no huya o se horrorice de tal tipo
de hombre, como de un monstruo o un espectro que se ha querido
ensordecer a todas las sensaciones de la naturaleza, que carece de
pasiones y no se conmueve por el amor ni por la misericordia más «que si
de duro pedernal fuese o de mármol marpesio»; de un hombre de quien
nada escapa, que nunca yerra, sino que, como Linceo, todo lo descubre,
que nada deja de juzgar escrupulosamente y nada ignora; que sólo está
contento de sí mismo y se tiene por el único opulento, el único sano, el
único rey, el único libre y, en suma, el único en todo, aunque ello no
acontezca sino en su opinión; que no se entretiene con amigo alguno,
porque no sabe lo que es un amigo

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