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domingo, 18 de julio de 2010

LA MAQUINA DEL SONIDO -- Roald Dahl

LA MAQUINA DEL SONIDO

Roald Dahl



En el atardecer de un caluroso día de verano, Klausner salió a toda prisa de su casa y, tras recorrer el pasillo lateral que la circundaba, atravesó el jardín del fondo, dirigiéndose a un cobertizo de madera que había allí. Entró y cerró la puerta a sus espaldas.

La única habitación que constituía la cabaña estaba sin pintar. Adosada a una de las paredes, en el lado izquierdo, había una larga mesa de trabajo y sobre ella, entre un revoltijo de cables, baterías y pequeñas herramientas de precisión, había una caja negra, de casi un metro de largo, parecida al ataúd de un niño. Klausner se dirigió a la caja, que tenía la tapa levantada, y empezó a hurgar en su interior, entre una masa de tubos plateados y cables de diferentes colores. Cogió una hoja de papel que había sobre la mesa y la revisó con meticulosidad; miró de nuevo el interior de la caja y empezó a maniobrar por encima de los cables, tirando con suavidad de ellos a fin de comprobar las conexiones. De vez en cuando consultaba .el papel, y de nuevo manipulaba en la caja para comprobar cada cable. De ese modo transcurrió aproximadamente una hora.

Entonces dirigió la mano al exterior de la caja, en cuyo frente había tres diales, que comenzó a hacer girar, sin dejar de observar al mismo tiempo el mecanismo del interior. Mientras lo hacía, hablaba para sí, moviendo la cabeza, a veces incluso sonriendo; sus manos se movían sin cesar; los dedos recorrían ágiles el interior de la caja. Cuando algo era delicado o difícil, su boca adquiría las más curiosas y retorcidas formas, y murmuraba:

Sí..., sí... Y ahora éste... Sí, sí... Pero ¿es correcto? Es..., ¿dónde diablos está mi diagrama?... Ah..., sí... Desde luego... Sí, sí, eso es... Y ahora... Bien... Sí... Sí, sí, sí...

Su concentración era intensa, y sus movimientos rápidos. Trabajaba con urgencia, con intensidad y excitación contenidas.

De pronto oyó ruido de pasos sobre la grava del sendero, se enderezó y se volvió con rapidez hacia la puerta, que se abría en aquel momento para dar paso a un hombre alto. Era Scott. Simplemente Scott, su médico.

Bien, bien –comentó al entrar–. Conque es aquí donde pasa oculto las veladas.

Hola, Scott –saludó Klausner.

Pasaba por aquí y he decidido entrar para ver cómo sigue. No he encontrado a nadie en la casa, y me he acercado hasta aquí. ¿ Cómo está su garganta ?

Bien, muy bien.

Ya que estoy aquí, le echaré un vistazo.

No se moleste, estoy bien, estoy perfectamente.

El doctor empezó a percibir cierta tensión en el lugar. Miró la caja negra y después observó al hombre.

Lleva puesto el sombrero.

Oh..., es verdad. Klausner se lo quitó y lo dejó sobre la mesa. El médico se acercó más, inclinándose para mirar el interior de alta la caja.

¿Qué es? –dijo–. ¿Una radio?

No, un pequeño experimento.

Parece muy complicado.

Lo es.

Klausner parecía tenso y distraído.

¿De qué se trata? –preguntó el médico–. Es un artefacto bastante impresionante, ¿no?

Es tan sólo una idea.

¿Sí?

Tiene que ver con el sonido, eso es todo.

¡En el nombre del cielo! ¿No tiene ya suficiente durante todo el día con su trabajo?

Me gusta el sonido.

No lo dudo.

El médico fue hacia la puerta, se volvió y dijo:

Bien, no le entretendré más. Me alegro de que su garganta ya no le cause molestias.

Pero no salió; se quedó allí mirando la caja, intrigado por la complejidad de su interior, curioso por descubrir lo que se proponía su extraño paciente.

¿Para qué sirve? –preguntó–. Me ha intrigado usted.

Klausner miró primero la caja y después al médico. Se enderezó y empezó a rascarse el lóbulo de la oreja derecha. Hubo una pausa. El médico, de pie junto a la puerta, aguardaba sonriente.

Bien, si le interesa se lo diré.

Se produjo una nueva pausa y el médico se dio cuenta de que a Klausner no sabía cómo empezar.

Empezó a mover los pies, a estirarse el lóbulo de la oreja, mirando al suelo. Lentamente, explicó:

Bueno, el caso es..., en realidad se trata de una teoría muy simple. Como usted sabe, el oído humano no puede oírlo todo; hay sonidos que son tan bajos o tan altos que no podemos captarlos.

Sí –asintió el médico–, lo sé.

Bueno, hablando en términos generales, no podemos oír ninguna nota que tenga más de quince mil vibraciones por segundo. Los perros tienen mejor oído que nosotros y, como sabrá, en el comercio existen unos silbatos cuya nota es tan aguda que nosotros no podemos oírla, pero los perros sí.

Sí, he visto uno –dijo el médico.

Por supuesto que sí. Subiendo en la escala, hay otra nota más alta que la de ese silbato..., una vibración si lo prefiere, pero yo la considero una nota. Tampoco podemos oírla. Sobre ella hay otra, y otra más, elevándose en la escala; una sucesión sin fin de notas..., una infinidad de notas... Por ejemplo, existe una, ojalá pudiésemos oírla, tan aguda que vibra un millón de veces por segundo, y otra un millón de veces más alta que ésa..., y así sucesivamente, hasta el límite de los números, es decir hasta el infinito, eternamente..., más allá de las estrellas.

Poco a poco Klausner se iba animando. Era un hombrecillo frágil y nervioso, siempre en movimiento. Su inmensa cabeza se inclinaba sobre el hombro izquierdo, como si el cuello no fuese lo suficientemente fuerte para soportarla. Su cara era suave y pálida, casi blanca; los ojos, de un gris muy claro, lo observaban todo, parpadeando tras unas gafas con montura de acero. Eran unos ojos desconcertantes, descentrados y remotos. Se trataba de un hombrecillo frágil, nervioso, siempre en movimiento, minúsculo, soñador y distraído. Y ahora, el médico, mirando aquella extraña cara pálida, y aquellos ojos grises, pensó que, en cierto modo, en aquella diminuta persona había una calidad de lejanía, de inmensidad, de distancia inconmensurable, como si la mente estuviese muy lejos del cuerpo.

El doctor esperó a que continuase. Klausner suspiró y unió las manos con fuerza.

Creo que a nuestro alrededor existe todo un mundo de sonidos que no podemos oír –prosiguió ahora, con más calma–. Es posible que allí arriba, en las elevadas regiones inaudibles, se esté creando una excitante música nueva, con armonías sutiles y violentas, y agudas discordancias. Una música tan poderosa que nos volvería locos si nuestros oídos estuviesen sintonizados para captarla...

Allí puede haber algo..., por lo que sabemos, puede haberlo.

Sí –admitió el médico–, pero no es muy probable.

¿Por qué no? ¿Por qué no? –Klausner señaló una mosca posada sobre un pequeño rollo de alambre de cobre que había sobre la mesa–. ¿Ve aquella mosca? ¿Qué clase de ruido produce ahora? Ninguno..., que nosotros podamos oír. Pero tal vez esté silbando en una nota muy aguda, ladrando, graznando o bien cantando una canción. Tiene boca, ¿verdad? ¡Tiene garganta!.

El médico miró al insecto y sonrió. Aún estaba junto a la puerta, con la mano en el pomo.

Vaya –dijo–. ¿Así que eso es lo que pretende averiguar?

Hace algún tiempo creé un sencillo aparato que me probó la existencia de una serie de sonidos inaudibles. Muchas veces me he sentado a observar cómo la aguja de mi aparato grababa la presencia .de vibraciones sonoras en el aire sin que yo pudiera oírlas. Quiero oír sonidos, quiero saber de dónde proceden o que los produce.

¿Y esa máquina que tiene sobre la mesa se lo permitirá?

Puede que sí..., aunque ¿cómo saberlo? Hasta ahora no he tenido suerte, pero he hecho algunos cambios, y esta noche pienso probarla de nuevo. Esta máquina –exclamó Klausner, tocándola con ambas manos– tiene la misión de captar las vibraciones sonoras que son demasiado agudas para poder ser oídas por los humanos, y llevarlas a la escala de tonos audibles. He conseguido sintonizar la máquina casi como una radio.

¿Qué quiere decir?

No es complicado. Digamos que deseo oír el chillido de un murciélago. Es un sonido muy agudo, unas treinta mil vibraciones por segundo. La mayoría de nosotros no podemos captarlo. Pero si hubiese un murciélago revoloteando alrededor de este cuarto y yo sintonizase mi máquina a treinta mil, oiría el chillido con claridad. Podría oír la nota correcta, fa sostenido mayor, si bemol, la que fuese. Pero en un tono mucho más bajo, ¿comprende? El médico miró la larga caja negra en forma de ataúd.

¿Y la probará esta noche?

Sí.

Bien, le deseo suerte –miró su reloj–. ¡Dios mío! Debo irme en seguida. Adiós, y gracias por contármelo. Ya volveré en otro momento para que me diga el resultado.

El médico salió, cerrando la puerta tras de sí.

Klausner siguió trabajando durante un rato con los cables de la caja negra, después levantó la cabeza y, con un susurro bajo y excitado, dijo:

Ahora a probarla de nuevo. Esta vez hay que sacarla al jardín..., así quizá..., quizá... la recepción será más clara... Ahora la levanto un poco..., cuidadosamente... ¡Dios mío, cómo pesa!

Al llegar con la caja hasta la puerta, se dio cuenta de que no podría abrir con las manos ocupadas. Depositó de nuevo la caja a sobre la mesa, abrió la puerta y después, con gran esfuerzo, la llevó hasta el jardín, colocándola con sumo cuidado sobre una pequeña mesa de madera que había en el césped. Volvió al cobertizo para coger unos auriculares, los conectó a la máquina y se los colocó. Los movimientos de sus manos eran veloces y precisos. Estaba excitado, y respiraba rápida y pesadamente por la boca. Siguió hablando consigo mismo, con pequeñas palabras reconfortantes y animosas, como si tuviese algún temor... de que la máquina no funcionase o de lo que podía suceder en caso de hacerlo.

Permaneció en el jardín, junto a la mesa de madera, tan pálido, diminuto y delgado como un niño prematuramente envejecido, tísico y con gafas. El sol se había puesto, no hacía viento y el silencio era absoluto. Desde donde estaba podía ver, al otro lado del muro que separaba su jardín del de la casa vecina, a una mujer que caminaba con una cesta llena de flores colgada del brazo. La miró durante un rato, aunque sin pensar para nada en ella. Después se volvió hacia la caja que reposaba sobre la mesa y presionó un botón de la parte delantera. Puso la mano izquierda sobre el control de volumen y la derecha sobre el dial que hacía correr la aguja por el disco central, parecido al de longitudes de onda de una radio. El disco estaba graduado en muchos números en series de bandas, empezando con el 15.000 y subiendo hasta 1.000.000.

Se inclinó sobre la máquina, la cabeza torcida hacia un lado en una tensa actitud de escucha. Su mano derecha empezó a hacer girar el dial; la aguja recorría lentamente el disco, tan lentamente que casi no la veía moverse. A través de los auriculares pudo oír un débil y espasmódico chasquido. Por debajo de este ruido, oyó un zumbido distante producido por la misma máquina, pero eso era todo. Mientras escuchaba, tuvo una curiosa sensación; sintió como si sus orejas se fuesen alejando de la cabeza y cada apéndice estuviera conectado a la misma por un delgado cable, rígido como un tentáculo, que se iba alargando y elevándose hacia una zona secreta y prohibida, una peligrosa región ultrasónica donde los oídos jamás habían penetrado y tampoco tenían derecho a hacerlo.

La pequeña aguja se deslizaba lentamente por el disco, y de pronto oyó un grito, un impresionante grito agudo; se sobresaltó y se agarró con fuerza a la mesa. Miró a su alrededor como si esperase ver a la persona que había gritado. No había nadie a la vista excepto la vecina en el jardín, y ella no lo había hecho. Estaba inclinada sobre unas rosas amarillas, que cortaba y ponía en su cesta.

Lo oyó de nuevo, un grito sin voz, inhumano, agudo y corto, claro y helado. La nota poseía en sí misma una calidad metálica menor, como jamás había escuchado. Klausner miró a su alrededor buscando instintivamente la causa de aquel ruido. La vecina era el único ser vivo a la vista. La vio inclinarse, apoderarse del tallo de una rosa con los dedos de una mano y cortarlo con unas tijeras. Oyó nuevamente el grito.

Llegó en el preciso instante en que el tallo de la rosa era cortado.

La mujer se enderezó, dejó las tijeras de poda en la cesta, al lado de las rosas, y se dio la vuelta para marcharse.

¡Señora Saunders! –gritó Klausner, la voz temblorosa por la excitación–. ¡Señora Saunders!

Mirando a su alrededor, la mujer vio a su vecino inmóvil sobre el césped; una persona pequeña y fantástica con un par de auriculares en la cabeza, haciéndole señas con el brazo y llamándola con voz tan aguda y potente que la alarmó.

¡Corte otra! ¡Por favor, corte otra en seguida! Ella se le quedó mirando.

Pero, señor Klausner –preguntó–, ¿qué ocurre?

Por favor, haga lo que le pido. ¡Corte otra rosa!

La señora Saunders siempre había pensado que su vecino era una persona un tanto especial. Pero ahora, al parecer, se había vuelto completamente loco. Se preguntó si no sería mejor echar a correr hacia la casa y llamar a su esposo, pero decidió que Klausner no era peligroso y le siguió la corriente.

Con mucho gusto, señor Klausner.

Sacó las tijeras de la cesta, se inclinó y cortó otra rosa.

De nuevo Klausner oyó aquel terrible grito sin voz; le llegó otra vez en el momento exacto en que el tallo de la rosa era cortado. Se quitó los auriculares y corrió hacia el muro que separaba los dos jardines.

Muy bien –dijo–. Es suficiente, no corte más, por favor, no corte más.

La mujer se le quedó mirando, con una rosa amarilla en una mano y las tijeras en la otra.

Le diré algo, señora Saunders, algo que usted no creerá –puso las manos sobre el muro y la miró fijamente a través del grueso cristal de sus gafas–. Acaba de cortar un ramo de flores; y con unas afiladas tijeras ha cortado los tallos de cosas vivas, y cada se rosa que usted ha cortado ha gritado de un modo terrible. ¿Lo sabía, señora Saunders?

No –respondió ella–, la verdad es que no lo sabía.

Pues es cierto, las oí gritar. Cada vez que usted cortó una, oí su grito de dolor. Un sonido muy fuerte, aproximadamente unas ciento treinta mil vibraciones por segundo. Usted no puede oírlas, pero yo sí.

¿De veras, señor Klausner? –murmuró la mujer, dispuesta a huir hacia la casa al cabo de cinco segundos.

Quizás objete usted que un rosal no tiene sistema nervioso con el que sentir, ni garganta con la que gritar, y tendrá toda la razón. No dispone de ellos, por lo menos no iguales a los nuestros. Pero –se inclinó más sobre el muro y habló en un violento susurro– ¿cómo sabe, señora Saunders, que un rosal no siente el mismo dolor cuando alguien corta su tallo en dos que usted sentiría si alguien le cortase la muñeca con unas tijeras?

Sí, señor Klausner, sí... Buenas noches.

Dio media vuelta y corrió velozmente hacia el interior de su casa.

Klausner volvió a la mesa, se colocó los auriculares y se quedó un rato escuchando. Aún se oía el suave chasquido y el zumbido de la máquina, pero nada más. Se inclinó y arrancó una pequeña margarita. La cogió entre el pulgar y el índice y suavemente la fue doblando en todas direcciones hasta que el tallo se partió.

Desde el momento en que empezó a tirar de ella hasta la rotura del tallo, pudo oír –muy claramente a través de los auriculares– un suave y agudo quejido, curiosamente inanimado. Repitió el mismo proceso con otra margarita. Escuchó nuevamente el grito, pero ahora ya no estaba seguro de que expresase dolor. No, no era dolor, era sorpresa. ¿O no lo era? En realidad no expresaba ninguno de los sentimientos o emociones conocidos por los seres humanos. Era un grito neutro, sin emoción, que no expresaba nada. Con las rosas había oído lo mismo, se había equivocado al decir que era un grito de dolor. Probablemente una flor no lo sentía. Sus sensaciones eran un completo misterio. Se levantó y se quitó los auriculares. Estaba ya muy obscuro, y podía ver puntos de luz brillando ventanas de las casas que le rodeaban. Levantó la caja negra con cuidado y la llevó de nuevo al interior del cobertizo, dejándola sobre la mesa. Después salió, cerró la puerta y se fue hacia la casa.

A la mañana siguiente Klausner se levantó al amanecer, se vistió y fue directamente al cobertizo. Cogió la máquina y la sacó al exterior, llevándola con ambas manos y caminando inseguro bajo su peso. Cruzó el jardín, la verja de entrada y la calle en dirección al parque. Allí se detuvo, miró a su alrededor y dejó la máquina en el suelo, cerca del tronco de un árbol. Rápidamente regresó a su casa, sacó el hacha de la carbonera y, volviendo al parque, la dejó en el suelo junto al árbol.

Miró de nuevo a su alrededor, escrutando nerviosamente en todas direcciones a través de los gruesos cristales de sus gafas. No había nadie. Eran las seis de la mañana.

Se colocó los auriculares y conectó la máquina. Durante un momento escuchó el débil y familiar zumbido; después levantó el hacha, tomó impulso con las piernas abiertas, y la clavó con tanta fuerza como le fue posible en la base del tronco del árbol. La hoja penetró profundamente en la madera y se quedó allí. En el momento mismo del impacto, a través de los auriculares oyó un ruido extraordinario. Era un ruido nuevo, distinto –un bronco, inarmónico e intenso ruido, un sonido sordo, grave, quejumbroso; no corto y rápido como el de las rosas, sino prolongado durante casi un minuto, más fuerte en el instante en que clavó el hacha, y debilitándose gradualmente hasta desaparecer.

Al hundirse el hacha en la carne del tronco, Klausner se quedó horrorizado; después, suavemente, asió el mango del hacha, la desprendió y la dejó caer al suelo. Pasó los dedos por la herida y trató de cerrarla, mientras decía:

Árbol..., amigo árbol... Lo siento, lo siento mucho... pero cicatrizará, cicatrizará perfectamente...

Por un momento se quedó allí, con las manos sobre el inmenso tronco; de pronto se dio la vuelta y salió corriendo del parque, cruzó la calle y entró en su casa. Fue hacia el teléfono, consultó la guía, marcó un número y esperó. Oprimía con fuerza el auricular con la mano izquierda y daba con la derecha golpes impacientes sobre la mesa. Oyó el zumbido del teléfono y después su chasquido al ser descolgado el auricular al otro extremo del hilo. La voz soñolienta de un hombre dijo:

Diga.

¿El doctor Scott?

El mismo.

Doctor, tiene que venir inmediatamente. Dése prisa, por favor.

¿Quién llama?

Klausner. ¿Recuerda lo que le conté ayer por la tarde acerca de mis experimentos con el sonido y cómo esperé que podría...?

Sí, sí, claro, pero ¿qué ocurre? ¿Está usted enfermo?

No, no lo estoy, pero...

Son las seis y media de la mañana, y me llama sin estar enfermo...

Por favor, venga, venga en seguida, quiero que alguien más lo oiga. ¡Me estoy volviendo loco! No puedo creerlo...

El doctor captó en la voz del hombre la nota frenética y casi histérica que solía oír en las voces de la gente que le llamaba para decir: «Ha ocurrido un accidente, venga en seguida». Lentamente, dijo:

¿Quiere que me levante y vaya inmediatamente?

Sí, en seguida, por favor.

Está bien, ahora voy.

Klausner se sentó junto al teléfono y esperó. Trató de recordar el grito del árbol, pero no lo logró. Pudo recordar únicamente que había sido enorme y espantoso y que le había hecho sentirse enfermo de horror. Trató de imaginar el ruido que produciría un ser humano anclado en tierra si alguien le clavaba deliberadamente una pequeña hoja puntiaguda en una pierna, de tal modo que le cortase profundamente y le quedara clavada. ¿El mismo ruido quizá? No, muy distinto. El ruido del árbol era peor que cualquiera de los sonidos humanos conocidos, debido a su terrorífica y obscura calidad atonal. Empezó a pensar en otras cosas vivas y se imaginó un campo de trigo, un campo de trigo de semillas erguidas, amarillo y vivo, y una segadora que lo cruzaba, cortando los tallos, quinientos por segundo, un segundo tras otro. ¡Oh, Dios! ¿Cómo sería aquel ruido? Quinientas plantas de trigo gritando a la vez, y un segundo después otras quinientas cortadas y gritando, y... «No –pensó–, no iré con mi máquina a un campo de trigo, no volvería a probar el pan.» Pero ¿y las patatas, las coles, las zanahorias, las cebollas? ¿Y las manzanas? No, con las manzanas no hay problema; cuando están maduras caen solas. Si a las manzanas se las deja caer en vez de arrancarlas de la rama no ocurre nada. Pero con las verduras es distinto. Las patatas, por ejemplo, debían de gritar, lo mismo que las zanahorias, las cebollas o las coles...

Oyó el pestillo de la puerta del jardín, se levantó de un salto, salió y vio al médico acercarse por el sendero, con el pequeño maletín negro en la mano.

Bien –dijo este–, que ocurre.

Venga conmigo, doctor, quiero que lo oiga. Le llamé a usted ya que es el único a quien se lo he contado. Está al otro lado de la calle, en el parque. ¿Quiere venir?

El doctor le miró; Klausner parecía más calmado. No había signos de locura o de histeria, estaba únicamente excitado.

Cruzaron la calle, se adentraron en el parque y Klausner le acompañó hasta el pie de la gran haya donde había dejado el hacha y la caja negra de la máquina.

¿Para qué la ha traído aquí? –preguntó el médico.

Necesitaba un árbol, y en el jardín no hay.

¿Y el hacha?

Ya lo verá usted. Ahora, por favor, póngase los auriculares y escuche con atención. Luego explíqueme claramente lo que haya oído. Quiero estar seguro...

El médico sonrió y se puso los auriculares.

Klausner se inclinó y encendió con un gesto el interruptor del tablero de la máquina; después asió el hacha y tomó impulso con las piernas abiertas, dispuesto a golpear. Se detuvo y le dijo al médico:

¿Puede oír algo?

¿Si puedo qué?

Oír algo.

Un zumbido.

Klausner permaneció inmóvil, con el hacha en la mano, esforzándose en golpear, pero el pensamiento del ruido que emitiría el árbol le hizo detenerse de nuevo...

¿Qué espera? –dijo el médico.

Nada –contestó Klausner.

Levantó el hacha y la clavó en el árbol. Antes de hacerlo, hubiera podido jurar que había notado un movimiento en el suelo, justo donde se hallaba. Sintió un ligero temblor en la tierra bajo sus pies, como si las raíces del árbol estuviesen en movimiento bajo la superficie. Sin embargo, era demasiado tarde para corregir el impulso; la hoja golpeó el árbol y se hundió profundamente en la madera. En aquel momento, en lo alto, sobre sus cabezas, el chasquido de la madera al astillarse y el sonido susurrante de las hojas al rozar entre sí les hizo mirar hacia arriba.

¡Cuidado! ¡Corra, hombre, corra! ¡Aprisa! –gritó el médico.

Se había quitado los auriculares y se alejaba a toda velocidad, pero Klausner se quedó allí, fascinado, mirando la gran rama, de casi dos metros de largo, que se inclinaba lentamente, partiéndose por su punto más grueso, donde se unía al tronco del árbol.

La rama se vino abajo con un crujido y Klausner saltó hacia un lado en el momento preciso en que aquélla llegaba al suelo, cayendo sobre la máquina, haciéndola pedazos.

¡Cielos! –gritó el médico–. ¡Sí que la tuvo cerca, creí que le caía encima!

Klausner miraba al árbol, con la cabeza ladeada y una expresión tensa y horrorizada en su cara pálida. Lentamente, fue hacia el tronco y arrancó el hacha con suavidad.

¿Lo ha oído? –dijo con voz casi inaudible, volviéndose hacia el médico.

Éste, que aún estaba sin aliento por la carrera y el sobresalto, preguntó.

¿El qué?

Por los auriculares. ¿Oyó usted algo cuando el hacha golpeó?

El médico empezó a rascarse la nuca.

Pues –dijo–, de hecho... –se calló y frunció ligeramente el labio superior–. No, no estoy seguro, no puedo estar seguro. No creo que llevase puestos los auriculares más de un segundo después que usted clavó el hacha.

Sí, pero ¿qué oyó usted?

No lo sé. No sé lo que oí. Probablemente el ruido de la rama al partirse –añadió rápidamente, casi con irritación.

¿Qué le pareció que era? –Klausner se inclinó ligeramente y miró con fijeza a su interlocutor–. Exactamente, ¿qué le pareció que era?

Al demonio –repuso el médico–. No lo sé. Estaba más interesado en quitarme de en medio. Dejémoslo, ¿quiere?

Doctor Scott, ¿qué-le-pareció-que-era?

Por el amor de Dios, ¿cómo puedo saberlo, con medio árbol viniéndoseme encima y teniendo que correr para salvarme?

El médico parecía nervioso, y Klausner se daba cuenta de ello. Se quedó muy quieto, mirándolo fijamente, y durante casi medio minuto no dijo nada.

El otro movió los pies e hizo un gesto como para irse.

Bueno –dijo–, es mejor que nos marchemos.

Oiga –dijo el hombrecillo, y su cara pálida se cubrió de rubor–. Oiga –repitió–, hágale una sutura –señaló la última herida que el hacha había abierto en el tronco–. Hágasela en seguida.

No sea absurdo –dijo el médico.

Haga lo que le digo. Una sutura.

Klausner sostenía con fuerza el hacha, y hablaba en voz baja, con tono extraño, casi amenazador.

No sea absurdo –dijo tajante el médico–, no puedo hacer suturas en la madera. Vamos, será mejor que nos vayamos.

¿No se pueden hacer suturas en la madera?

No, claro que no.

¿Trae yodo en el maletín?

Sí, ¿por qué?

Pinte el corte con yodo. Escocerá, pero no puede evitarse.

Vamos –dijo el médico, y de nuevo trató de marcharse–, no seamos ridículos. Volvamos a su casa y...

Pinte-el-corte-con-yodo...

El médico dudó. Observó como las manos de Klausner se crispaban en tomo al mango del hacha. Decidió que su única alternativa era alejarse a toda prisa, pero desde luego no iba a hacer una cosa así.

Está bien –dijo–, lo pintaré con yodo.

Recogió su maletín negro, que se hallaba más allá, a unos diez metros, apoyado en un árbol; lo abrió, y extrajo la botella de yodo y una bola de algodón. Fue hacia el tronco, destapó la botella y empapó el algodón con el yodo. Se inclinó sobre la herida y empezó a pintarla. Miraba de reojo a Klausner, que permanecía inmóvil con el hacha en la mano, observándole.

Asegúrese de que penetre bien.

Sí –asintió el médico.

Ahora pinte la otra herida, la que está encima.

El médico hizo lo que Klausner le decía.

Bueno –dijo–, ya está –se levantó y examinó con expresión grave su obra–. Esto le hará bien.

Klausner se acercó y examinó detenidamente las dos heridas.

Sí –dijo, asintiendo despacio con la enorme cabeza–, sí, quedará bien –dio un paso atrás–. ¿Vendrá mañana a darle una ojeada?

Oh, sí –dijo el médico–, desde luego.

¿Y le aplicará más yodo?

Si veo que hace falta sí.

Gracias, doctor –dijo Klausner, entusiasmado.

Asintió de nuevo con la cabeza, y soltó el hacha y, de pronto sonrió. Era una sonrisa extraña y excitada. De inmediato, el médico fue hacia él y, cogiéndole amablemente por el brazo, le dijo:

Vamos, debemos irnos ahora.

Se pusieron a caminar en silencio, juntos, con cierta rapidez, a través del parque, cruzando la calle, de regreso a casa.

jueves, 1 de julio de 2010

LA LOTERÍA DE BABILONIA -- Jorge Luis Borges

LA LOTERÍA DE BABILONIA

Jorge Luis Borges

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Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo; es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches sin luna deben obediencia a los de Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites, el pánico. Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aún a la impostura.

Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado su historia; sé que los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber de la luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún asombro en la lotería y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.

Mi padre refería que antiguamente ¿cuestión de siglos, de años? la lotería en Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoro si con verdad) que los barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de hueso o de pergamino adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes.

Naturalmente, esas «loterías» fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales, comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables había un número aciago) despertó, como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todo poder de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico.

Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primera aparición en la lotería de «elementos no pecuniarios». El éxito fue grande. Instada por los jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos.

Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas monedas y los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas.

Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con envidia razonable o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual en la lotería, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria... Un esclavo robó un billete carmesí, que en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma pena para el que robaba un billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el hierro candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía aplicárselo porque así lo había determinado el azar... Hubo disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer término, logró que la Compañía aceptara la suma del poder público. (Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho -el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B- era la solución genial de treinta o cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar, hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.

Increíblemente, no faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual, no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo. Observaba asimismo que esos leones y ese recipiente sagrado, aunque no desautorizados por la Compañía (que no renunciaba al derecho de consultarlos), funcionaban sin garantía oficial.

Esa declaración apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros efectos, acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré de explicarlo.

Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de los juegos. El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que he mencionado inspiró muchas discusiones de carácter jurídico-matemático. De alguna de ellas nació la conjetura siguiente: Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte -la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo- no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no entienden sino algunos especialistas; pero que intentaré resumir, siquiera de modo simbólico.

Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos números del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos... Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber: Ello Lampridio, en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este emperador escribía en conchas las suertes que destinaba a los convidados, de manera que uno recibía diez libras de oro y otro diez moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó en el Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo.

También hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las aguas del Eufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre se suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un gramo de arena de los innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles.

Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa monotonía... Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía... Un documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar. También se ejerce la mentira indirecta.

La Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares.

FIN



EL MILAGRO SECRETO -- JORGE LUIS BORGES

EL MILAGRO SECRETO

JORGE LUIS BORGES

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Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego
lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261.

La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich
entraban en Praga.
El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el
lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar
que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio-primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt.
Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis Padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quito las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados-alguno de uniforme desabrochado-revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
El universo físico se detuvo.
Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el
mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.

1943



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