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martes, 27 de octubre de 2009

S.K. / CERRADURAS


STEPHEN
KING
Cerraduras
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El primer y repentino juicio de Conklin fue que este hombre, Michael Briggs, no era la clase de
persona que normalmente solicitara ayuda psiquiátrica. Iba vestido con unos pantalones negros
de pana1 (sic), una pulcra camisa azul y una chaqueta deportiva que combinaba más o menos
con ambas prendas. Su pelo era largo, casi hasta los hombros. Su cara estaba bronceada. Sus
largas manos estaban agrietadas, con costras en algunos lugares y cuando la alzó sobre el
escritorio para estrechársela, sintió la aspereza de sus callos.
––Hola, Sr. Briggs.
––Hola ––Briggs dibujó una enfermiza y cómoda sonrisa. Sus ojos recorrieron la
habitación y se centraron en el sofá, todo en una sola ojeada. Conklin había visto a ese hombre
antes, pero no lo asociaba con alguien que hubiera estado en su terapia anteriormente. Ellos
sabían que el sofá estaría allí. Este Briggs de manos desgastadas estaba buscando el símbolo
más conocido de aquella profesión... el que veían en las películas y series de televisión.
––¿Es usted empleado de la construcción? –– preguntó Conklin.
––Sí ––Briggs se sentó atentamente frente al escritorio.
––¿Quiere hablarme de su hijo?
––Sí.
––Jeremy.
––Sí.
Hubo un pequeño silencio. Conklin, que usaba el silencio como una herramienta, estaba
obviamente menos incómodo que Briggs. La Sra. Adrian, su enfermera y recepcionista, recogió
la llamada cinco días antes, y dijo que Briggs parecía sonado... un hombre que se controlaba,
dijo, pero por muy poco. La especialidad de Conklin no era sicología infantil y su agenda
estaba atestada, pero la evaluación del formulario mecanografiado de Nancy Adrian sobre aquel
hombre que tenía ahora enfrente lo había intrigado. Michael Briggs tenían cuarenta y cinco
años, un empleado de la construcción que vivía en Lovinger, Nueva York, una localidad a 40
millas de la ciudad de Nueva York. Era viudo. Él quería hablar con Conklin sobre su hijo,
Jeremy, que tenía siete años. Nancy le había prometido que le devolverían la llamada al final
del día.
––Dígale que llame a Milton Abrams de Albany ––había dicho Conklin, deslizándole a
Nancy el formulario sobre el escritorio.
––¿Podría aconsejarle que lo viera en una cita y después decidiera al respecto? ––
preguntó (sic) Nancy Adrian.
Conklin la miró, luego se apoyó sobre el respaldo de la silla y sacó su paquete de
tabaco. Cada mañana lo llenaba exactamente con diez Winston 100’s al salir de casa., y no
fumaba nada más hasta el día siguiente. No era tan bueno como dejarlo, eso lo sabía; solo era la
única tregua que había podido alcanzar. Ahora estaban al final del día ––no más pacientes, en
cualquier caso–– y se merecía un cigarrillo. Y la reacción de Nancy hacia Briggs lo intrigaba.
Sugerencias como aquellas no eran oídas normalmente... pero eran raras. Y las intuiciones de la
mujer eran buenas.
––¿Por qué? ––preguntó, prendiendo el cigarrillo.
––Bueno, le sugerí que visitara a Milton Abrams (vive cerca de Briggs, y le gustan los
niños), pero Briggs ya lo conocía un poco. Trabajó en un equipo de construcción que construyó
una piscina en la casa de campo de Abrams hace dos años. Él dijo que lo visitaría si usted aún
lo recomendaba después de oír lo que tenía que decirle. Él quería contárselo a un total
desconocido antes primero y obtener una opinión. Él dijo “Se lo contaría a un sacerdote si fuera
católico”.
––Uhm.
––Él dijo, “quiero saber qué le pasará a mi hijo... si soy por mí o qué” Sonaba agresivo
en esto, pero también sonaba muy, muy asustado.
––El niño tiene...
––Siete años.
––Y usted quiere que lo vea.
Ella se encogió de hombros, luego sonrió. Tenía cuarenta y cinco años, pero cuando
sonreía parecía que todavía tenía veinte.
1 Courderoy en el original.
––Sonaba... concreto. Como si pudiera contar una historia clara y sin sombras.
Fenómenos, no efímeros.
––Expóngame todo lo que quiera... todavía no voy a subirle el sueldo.
Ella arrugó la nariz, y luego sonrió. A su modo, él quería a Nancy Adrian (sic). Una
vez, tomando unas copas, la llamó la Della Street de la Psiquiatría, y ella casi le pega. Él
valoraba su perspicacia, y ahora estaba ahí, clara y simple:
––Él sonaba como un hombre que piensa que hay algo estropeado en la psique de su
hijo. Y ha llamado a la oficina de un psiquiatra neoyorquino. Un caro psiquiatra neoyorquino.
Y parecía muy asustado.
––Está bien. Suficiente ––aplastó el cigarrillo, no sin pesar–– . Cítelo la semana que
viene, el Martes o el Miércoles, a las cuatro en punto.
Y ahí estaban, Miércoles por la tarde, no a las cuatro en punto, pero sí a las 4:03
exactamente... y ahí estaba el Sr. Briggs sentado delante de él con sus desgastadas manos
entrelazadas en el regazo y mirando preocupadamente a Conklin.

lunes, 5 de octubre de 2009

CATASTROFE AEREA


Catastrofe Aerea
J. G. Ballard

La noticia de que el avión más grande del mundo se había hundido en el mar cerca
de Mesina, con mil pasajeros a bordo, me llegó a Nápoles, donde estaba cubriendo el
festival de cine. Apenas unos pocos minutos más tarde de que las primeras
informaciones de la catástrofe fueran transmitidas por la radio (el mayor desastre de la
historia de la aviación mundial, una tragedia similar a la aniquilación de toda una
ciudad), mi redactor jefe me telefoneó al hotel.
-Si aún no lo has hecho, alquila un coche. Baja hasta allí y ve lo que puedes
conseguir. Y, esta vez, no olvides tu cámara.
-No habrá nada fotografiable -hice notar-. Un montón de maletas flotando en el
agua.
-No importa. Es el primer avión de este tipo que se estrella. ¡Pobres diablos! Eso
tenía que ocurrir algún día.
No me atreví a contradecirle, puesto que mi redactor jefe tenía razón. Abandoné‚
Nápoles media hora más tarde y me dirigí al sur, hacia Reggio Calabria, recordando la
puesta en servicio de aquellos aviones gigantes. No representaban ningún progreso en
la tecnología de la aviación: de hecho, no eran más que versiones de dos pisos de un
modelo ya existente; pero había algo en la cifra mil que excitaba la imaginación,
provocaba todo tipo de malos presagios, que ninguna publicidad tranquilizadora
conseguía alejar. Mil pasajeros; los contaba ya mentalmente, mientras me dirigía a la
escena trágica. Veía las fantasmales falanges: hombres de negocios, monjas de edad
avanzada, niños regresando a ver a sus padres, amantes en fuga, diplomáticos, incluso
un traficante de hierba. Eran una porción de humanidad casi perfecta, un poco como
las muestras representativas de un sondeo de opinión, que hacía que la catástrofe
estuviera próxima a todo el mundo. Faltaban aún unos ciento sesenta kilómetros hasta
Reggio, y me puse a observar involuntariamente el mar, como si esperara ver los
primeros maletines y chalecos salvavidas varados en las vacías playas.
Cuanto más aprisa pudiera fotografiar unos cuantos restos flotando en el mar para
satisfacer a mi redactor jefe y volver a Nápoles, incluso a las mundanidades del festival
de cine, más feliz me sentiría. Por desgracia, había grandes embotellamientos en la
carretera que conducía al sur. Evidentemente, todos los demás periodistas del festival,
tanto italianos como extranjeros, habían sido enviados al lugar del desastre. Camiones
de la televisión, coches de la policía y vehículos de turistas curiosos... pronto nos
encontramos parachoques contra parachoques. Irritado por aquella macabra atracción
hacia la tragedia, empecé a desear que no hubiera ni el menor rastro del avión cuando
llegásemos a Reggio, aún a riesgo de decepcionar de nuevo a mi redactor jefe.
De hecho, escuchando los boletines de la radio, apenas había nuevas noticias
sobre el accidente. Los comentaristas que habían llegado ya al lugar recorrían las
calmadas aguas del estrecho de Mesina en fuera bordas de alquiler, sin hallar aún el
menor rastro de la catástrofe.
Y sin embargo no había la menor duda de que el avión se había estrellado en
alguna parte. La tripulación de otro avión había visto al enorme aparato estallar entre
cielo y tierra, probablemente víctima de un sabotaje. De hecho, la única información
precisa que se transmitía una y otra vez por la radio era la grabación de los últimos
instantes del piloto del gigantesco avión, declarando que había un incendio en la
bodega de equipajes.
El avión se había estrellado, por supuesto, pero ¿dónde exactamente? Pese a la
falta de noticias, la circulación proseguía hacia Reggio y el sur. Detrás de mí, un equipo
italiano de reportajes televisados decidió adelantar a la hilera de vehículos que se
arrastraba penosamente y se pasó al arcén; los primeros altercados se iniciaron
inmediatamente. La policía regulaba un cruce importante y, con su flema habitual,
conseguía frenar aún más la circulación. Una hora más tarde mi radiador empezó a
hervir, y me vi obligado a entrar con mi coche dando tirones en una estación de servicio
al borde de la carretera.
Sentado de mal humor en el patio de la estación, me daba cuenta de que no iba a
alcanzar Reggio hasta media tarde. Observaba la inmóvil serpiente de la circulación,
que desaparecía en las montañas unos pocos kilómetros más adelante. Las
ondulaciones de la cadena de montañas de Calabria surgían bruscamente de la llanura
marítima, con sus agudos picos iluminados por el sol.
Pensando en ello, nadie había sido testigo de la caída del gigantesco avión al mar.
La explosión se había producido en alguna parte sobre las montañas de Calabria, y la
probable trayectoria del desgraciado aparato conducía hasta el estrecho de Mesina.
Pero, de hecho, un error de observación de apenas unos pocos kilómetros, un error de
cálculo de algunos segundos por parte de la tripulación que había visto la explosión,
podían situar el punto del impacto muy al interior.
Por coincidencia, un par de periodistas en un coche cercano discutían esta
posibilidad mientras el encargado de la estación les llenaba el depósito. El más joven
de los dos señalaba con un dedo la montaña, e imitaba una explosión.
El otro parecía escéptico, ya que el joven encargado de la estación parecía querer
confirmar la teoría y no ofrecía grandes muestras de inteligencia. Una vez le hubieron
pagado, se dirigieron de nuevo a la carretera para incorporarse a la lenta caravana que
conducía a Reggio.
El hombre les observó marcharse, indiferente. Cuando hubo llenado mi radiador, le
pregunté:
-¿Ha visto alguna explosión en las montañas?
-Quizá sí. Es difícil de decir. Puede que se tratara de un relámpago, o de una
avalancha.
-¿No vio usted el avión?
-No, de veras.
Se alzó de hombros, más interesado en su trabajo que en la conversación. Poco
después, otro le reemplazó, y él se montó en la moto de un compañero y, como todo el
mundo, se dirigió hacia Reggio.
Eché una ojeada a la carretera que conducía hasta el valle. Por suerte, un caminito
detrás de la estación de servicio conducía hasta ella unos quinientos metros más
adelante, al otro lado de un campo.
Diez minutos más tarde conducía hacia el valle, alejándome de la llanura del litoral.
¿Por qué suponía que el avión se había estrellado en las montañas? Quizá la
esperanza de confundir a mis colegas y de impresionar por primera vez a mi redactor
jefe. Ante mí surgió un pueblecito, un decrépito grupo de edificios alineados a ambos
lados de una plaza formando pendiente. Media docena de campesinos estaban
sentados al exterior de una taberna... no mucho más que una ventana en una pared de
piedra. La carretera del litoral quedaba ya muy lejos detrás, como si formara parte de
otro mundo. A aquella altura, seguro que alguien tenia que haber visto la explosión del
aparato si el avión se había estrellado por allí. Había que interrogar a algunas
personas; si nadie había visto nada, daría media vuelta y seguiría a los demás hasta
Reggio.
Al entrar en el pueblo recordé hasta qué punto era pobre aquella región de
Calabria... la más pobre de Italia, irónicamente situada debajo de la bota desde un
punto de vista geográfico y casi sin ningún cambio desde el siglo XIX. La mayor parte
de las miserables casas de piedra aún no tenían electricidad. No había más que una
única y solitaria antena de televisión y algunos automóviles viejos, verdaderas piezas
de museo ambulantes, aparcados a ambos lados de la carretera junto con oxidadas
piezas de utensilios agrícolas. Las deterioradas curvas de la carretera que conducían
hacia el valle parecían ahogarse en un suelo secularmente árido.
Sin embargo había una débil esperanza de que los lugareños hubieran visto algo,
un resplandor quizá o incluso la visión fugitiva del aparato en llamas hundiéndose hacia
el mar.
Detuve mi coche en la empedrada plaza y me dirigí hacia los campesinos en el
exterior de la taberna.
-Estoy buscando el avión que se ha estrellado -les dije-.
Puede que haya caído por aquí. ¿Alguno de vosotros ha visto algo?
Miraban fijamente mi coche, evidentemente un vehículo mucho más llamativo que
todo lo que podía caer del cielo. Agitaron la cabeza, moviendo las manos de una forma
extrañamente secreta. Ahora sabía que había perdido mi tiempo acudiendo allí. Las
montañas se elevaban por todos lados a mi alrededor, dividiendo los valles como si
fueran las entradas de un inmenso laberinto.
Mientras me giraba para regresar al coche, uno de los viejos campesinos me tocó
del brazo. Señaló negligentemente con el dedo hacia un estrecho valle encajonado
entre dos picos adyacentes, muy arriba por encima de nosotros.
-¿El avión? -pregunté.
-Está ahí arriba.
-¿Qué? ¿Está seguro? -Intenté controlar mi excitación, con
miedo a ponerme demasiado en evidencia.
El viejo hizo un gesto afirmativo con la cabeza. No parecía
estar ya interesado.
-Sí. Al final del valle. Es muy lejos.
Seguí mi camino unos instantes más tarde, intentando con dificultad no apurar
demasiado el motor del coche. Las vagas indicaciones del viejo me habían convencido
de que estaba sobre la buena pista y a punto de conseguir el golpe maestro de mi
carrera periodística. Pese a su indiferencia, el viejo había dicho la verdad.
Seguí la estrecha carretera, evitando los socavones y otros agujeros en el suelo. A
cada curva esperaba ver las alas destrozadas del avión en equilibrio sobre un distante
pico, y centenares de cuerpos esparcidos por la ladera de la montaña como un ejército
diezmado por un adversario sin piedad. Mentalmente redactaba ya los primeros
párrafos de mi información, y me veía remitiéndosela a mi asombrado redactor jefe,
mientras mis rivales contemplaban el mar vacío cerca de Mesina. Era importante hallar
el equilibrio justo entre el sensacionalismo y la piedad, una irresistible combinación de
realismo furioso e invocación melancólica. Pensaba describir el descubrimiento inicial
de un asiento arrancado del avión sobre la ladera de la colina, una estremecedora pista
de equipajes reventados, el juguete de peluche de un niño, y luego... el alfombrado
valle cubierto de cuerpos desgarrados.
Seguí por aquella carretera durante casi una hora, deteniendo me de tanto en tanto
para apartar las piedras que bloqueaban el camino. Aquella región árida y remota
estaba casi desierta. De tanto en tanto aparecía alguna casa aislada, pegada a la
ladera de la montaña, una sección de cable telefónico siguiendo mi mismo camino
durante unos seiscientos metros antes de interrumpirse bruscamente, como si la
compañía telefónica se hubiera dado cuenta hacía años que no había nadie allí para
llamar o recibir llamadas.
Empecé a dudar una vez más. El viejo lugareño... ¿me habría engañado? Si
hubiera visto realmente estrellarse el avión, ¿no se hubiera mostrado preocupado?
La llanura litoral y el mar estaban ahora a kilómetros a mis espaldas, visibles de
tanto en tanto mientras proseguía la irregular carretera a través del valle. Observando
la soleada costa por mi retrovisor, no me di cuenta del enorme montón de pedruscos
sembrados por la carretera. Tras el primer choque, me di cuenta por el distinto sonido
del tubo de escape que me había cargado el silenciador.
Maldiciendo sordamente por haberme embarcado en aquella loca aventura, me di
cuenta de que estaba a punto de perderme en aquellas montañas. La claridad de la
tarde estaba empezando a disminuir. Afortunadamente, llevaba bastante gasolina, pero
en aquella estrecha carretera me resultaba imposible dar media vuelta.
Obligado a continuar, me aproximé a un segundo pueblo, un amasijo de viviendas
miserables edificadas hacía más de un siglo alrededor de una iglesia hoy en ruinas. El
único lugar donde podía dar la vuelta estaba temporalmente bloqueado por dos
lugareños cargando madera en una carreta. Mientras aguardaba a que se fueran, me di
cuenta de que la gente de aquel lugar era aún más pobre que la del primer pueblo. Sus
ropas estaban hechas o de cuero o de pieles de animales, y todos llevaban fusiles de
caza al hombro; y sabía, viéndoles observarme, que no vacilarían en utilizar aquellas
armas contra mí si me quedaba hasta la noche.
Me observaron con atención mientras daba la media vuelta, con sus miradas fijas
en mi lujoso coche deportivo, las cámaras en el asiento trasero, e incluso mis ropas,
que debían parecerles increíblemente exóticas.
A fin de explicar mi presencia y proporcionarme una especie de status oficial que
les refrenara de vaciar su s escopetas contra mi espalda unos instantes más tarde, dije
:
-Me han pedido que busque el avión; cayó en algún lugar por aquí.
Iba a cambiar de marcha, dispuesto a salir a toda prisa, cuando uno de los
hombres hizo un gesto afirmativo con la cabeza como respuesta. Apoyó una mano
sobre mi parabrisas, y con la otra me indicó un estrecho valle que se abría entre dos
picos cercanos, en una montaña a unos trescientos cincuenta metros por encima
nuestro.
Mientras seguía con el coche el camino de montaña, todas mis dudas habían
desaparecido. Ahora, de una vez por todas, iba a dar pruebas de mi valía al escéptico
redactor jefe. Dos testigos independientes habían confirmado la presencia del avión.
Cuidando de no reventar mi coche en aquel camino primitivo, continué dirigiéndome
hacia el valle que lo dominaba.
Durante otras dos horas seguí subiendo incansablemente, siempre hacia arriba en
medio de las desoladas montañas. Ahora ya no eran visibles ni la llanura del litoral ni el
mar. Durante un breve instante tuve un atisbo del primer pueblo por el que había
pasado, lejos a mis pies, como una pequeña mancha en una alfombra.
Afortunadamente, el camino seguía siendo practicable. Apenas un sendero de tierra y
guijarros, pero lo suficientemente ancho como para que mis ruedas se aferraran a los
bordes en las cerradas curvas.
En dos ocasiones me detuve para hacer algunas preguntas a los escasos
montañeses que me contemplaban desde las puertas de sus cabañas. Pese a su
reticencia, me confirmaron que los restos del avión se hallaban allá arriba.
A las cuatro de la tarde, alcancé finalmente el remoto valle que se hallaba entre los
dos picos montañosos, y me acerqué al último de los pueblos construidos al final del
largo camino. Este terminaba allí, en una plaza cuadrada pavimentada con piedras y
rodeada por un grupo de viejas construcciones, que parecían haber sido erigidas hacía
más de dos siglos y haber pasado todo aquel tiempo hundiéndose lentamente en el
flanco de la montaña.
Una gran parte del pueblo estaba deshabitado, pero, ante mi sorpresa, algunas
personas salieron de sus casas para observarme y contemplar con estupor mi
polvoriento coche. Me sentí inmediatamente impresionado por lo profundo de su
pobreza. Aquella gente no poseía nada. Estaba desprovista de todo, de bienes
terrenales, de religión, de esperanza, eran ignorados por el resto de la humanidad.
Mientras salía de mi coche y encendía un cigarrillo, esperando a que se agruparan en
torno mío a una respetuosa distancia, me pareció de una extrema ironía que el
gigantesco avión, el fruto de un siglo de tecnología aeronáutica, se hubiera estrellado
entre aquellos montañeses primitivos.
Observando sus rostros pasivos y carentes de inteligencia, me sentí como rodeado
por un extraño grupo de anormales, un poblado de enfermos mentales que hubiera sido
abandonado a su suerte en las alturas de aquel perdido valle. Quizá existiera algún
mineral en el suelo que afectara a los sistemas nerviosos y los redujera a un estado
casi animal.
-El avión... ¿habéis visto el avión? -pregunté.
Me rodeaban una docena de hombres y mujeres, hipnotizados por el coche, por mi
encendedor, por mis gafas, o incluso quizá por el tono de mi piel, demasiado rosado.
-¿Avión? ¿Aquí? -Simplificando mi lenguaje, apunté con el dedo a las rocosas
laderas y los barrancos que dominaban el poblado, pero ninguno de ellos parecía
comprenderme. Quizá fueran mudos, o sordos. Parecían más bien inofensivos, pero se
me ocurrió la idea de que no querían revelar lo que sabían del accidente. Con toda la
riqueza que podrían recoger de los mil cuerpos destrozados, se harían dueños de un
tesoro lo suficientemente grande como para transformar sus vidas durante todo un
siglo. Aquel pequeño cuadrado de la plaza podría llenarse con asientos de avión,
maletas, cuerpos apilados como madera para ser quemada en las chimeneas.
-Avión...
Su jefe, un hombre pequeño cuyo amarillento rostro no sería más grande que mi
puño, repitió vacilante la palabra. Entonces me di cuenta de que ninguno de ellos me
comprendía. Su dialecto debía ser más bien un subdialecto, en las fronteras mismas
del lenguaje inteligente.
Buscando un modo de comunicarme con ellos, reparé en mi bolsa de viaje llena
con todo el equipo fotográfico. La etiqueta identificadora de la compañía aérea llevaba
un dibujo a todo color de un gran avión. La arranqué, hice circular la imagen entre
aquella gente.
Inmediatamente, todos se pusieron a asentir con la cabeza. Murmuraban sin cesar,
señalando hacia un estrecho barranco que formaba una corta prolongación del valle, al
otro lado del pueblo. Un lodoso camino, apenas adecuado para las carretas, conducía
hacia allá.
¿El avión? ¿Allá arriba? ¡Bien!
Satisfecho, saqué mi billetera y les mostré un fajo de billetes, mi cuenta de gastos
para el festival cinematográfico. Agitando los billetes para animarle, me giré hacia el
jefe:
-Vosotros llevarme allí. Ahora. Muchos cuerpos, ¿eh? ¿Cadáveres por todas partes
?
Asintieron todos con la cabeza, contemplando con ojos ávidos el abanico de
billetes de banco.
Tomamos el coche para atravesar el pueblo y seguir por el camino que flanqueaba
la colina. A ochocientos metros del pueblo, nos vimos obligados a detenernos, pues la
pendiente era demasiado pronunciada. El jefe señaló la embocadura del barranco, y
bajamos del coche para seguir a pie. Con mis ropas festivaleras, la tarea era difícil. El
suelo de la garganta estaba cubierto de aceradas piedras que se me clavaban a través
de las suelas de mis zapatos. Me fui rezagando de mi guía, que saltaba por encima de
las piedras con la agilidad de una cabra.
Estaba sorprendido de no ver todavía huellas del gigantesco avión, o de los restos
de los centenares de cuerpos. Había esperado encontrar la montaña inundada de
cadáveres.
Habíamos alcanzado el extremo de la garganta. Los últimos trescientos metros de
la montaña se erguían ante nosotros, hasta el pico, separado de su gemelo por el valle
y el pueblo más abajo. El jefe se había detenido y me señalaba la pared rocosa. Una
mirada de orgullo cruzaba su pequeño rostro.
-¿ Dónde ? -Controlando mi respiración, seguí con los ojos la dirección que
señalaba-. ¡Aquí no hay nada!
Y entonces vi lo que me estaba indicando, lo que todos los lugareños desde la
costa del litoral me habían estado describiendo. En el suelo del barranco yacían los
restos de una avioneta militar de tres plazas, el morro hundido, la cabina medio
sepultada entre las rocas. El cuerpo del aparato había sido barrido hacía ya mucho
tiempo por los vientos, .y el avión era apenas un amasijo de trozos de metal oxidado y
restos de fuselaje. Evidentemente hacía más de treinta años que se encontraba allá,
presidiendo como un dios andrajoso aquella abandonada montaña. Y su presencia en
aquel lugar se había extendido hasta abajo, de poblado en poblado.
El jefe señaló el esqueleto del avión. Me sonreía, pero su mirada estaba clavada en
mi pecho, allá donde había metido la billetera en el bolsillo interior de mi chaqueta. Su
mano estaba tendida. Pese a su corta estatura, tenía un aspecto tan peligroso como un
pequeño perro.
Saqué mi billetera y le alargué un solitario billete, más de lo que debía ganar en un
mes. Quizá porque no se daba cuenta de su valor, señaló agresivamente hacia los
otros billetes.
Aparté su mano.
-Escucha... Este avión no me interesa. ¡No es el bueno, idiota!
Me miró sin comprender cuando tomé la etiqueta de mi bolsillo y le señalé con el
dedo la imagen del enorme avión.
-¡Ese quiero! ¡Muy grande! ¡Centenares de cadáveres!
Mi decepción estaba dando paso a la cólera, y me puse a gritar:
-¡No es el bueno! ¿Acaso no comprendes? ¡Tendría que haber cadáveres por
todas partes, muchos cadáveres, centenares de cadáveres...!
Me dejó allí, gritando, frente a las paredes de piedra del desierto barranco, en las
alturas de la montañas y junto al incompleto esqueleto del avión de reconocimiento.
Diez minutos más tarde, de regreso al coche, descubrí que el pinchazo que antes
había supuesto había deshinchado uno de los neumáticos delanteros. Y a
completamente agotado, con los zapatos destrozados por las rocas, mis ropas sucias,
me derrumbé tras el volante, dándome cuenta de la futilidad de aquella absurda
expedición. ¡Podría sentirme feliz si conseguía volver a la carretera del litoral antes de
la noche! Muy pronto, todos los periodistas estarían en Reggio y enviarían sus
reportajes sobre los restos del avión esparcidos por el estrecho de Mesina. Mi redactor
jefe aguar daría impaciente a que yo me pusiera en contacto con él para la edición de
la tarde. Y yo estaba allí en aquellas montañas abandonadas, con un automóvil
inmovilizado y mi vida probablemente amenazada por aquellos campesinos idiotas.
Tras descansar un poco, me decidí a actuar. Necesité media hora para cambiar el
neumático. Cuando me puse en marcha para iniciar el largo viaje de vuelta hacia la
llanura del litoral, el día empezaba a desaparecer ya por el pico.
El pueblo estaba aún a trescientos metros más abajo cuando divisé la primera casa
cerca de una curva del camino. Uno de los lugareños estaba de pie cerca de un murito
pequeño, con lo que parecía ser un arma en los brazos. Disminuí inmediatamente la
velocidad, puesto que sabía que, si me atacaban, tenía pocas posibilidades de
escapar. Recordando la billetera en mi bolsillo, la saqué y coloqué los billetes sobre el
asiento. Quizá aquello financiara mi paso a través de ellos.
Mientras me acercaba, el hombre dio un paso adelante hacia la carretera. El arma
que llevaba en la mano era una vieja pala. Era un hombrecillo exactamente igual a
todos los demás. Su postura no tenía nada de amenazador. Parecía más bien querer
pedirme algo, casi mendigar.
Había un montón de ropas viejas al borde de la carretera, cerca del muro. ¿Quería
que los comprara? Casi frené para darle un billete, y entonces vi que en realidad se
trataba de una mujer vieja, parecida a un mono envuelto en un chal, que me miraba
fijamente. Luego vi que aquel rostro esquelético era realmente un cráneo, y que las
ropas hechas andrajos eran su sudario.
-Cadáver... -el hombre hablaba nerviosamente, aferrando su pala en la
semioscuridad. Le di el dinero y proseguí mi marcha, siguiendo el camino que conducía
al pueblo.
Otro hombre, este más joven, estaba de pie una cincuentena de metros más
adelante, sosteniendo también una pala. El cuerpo de un niño, recién desenterrado,
permanecía sentado contra la tapa del abierto ataúd.
-Cadáver...
Por todo el pueblo, la gente permanecía en las puertas, algunos solos, aquellos
que no tenían a nadie que exhumar para mí, otros con sus palas. Recién sacados de
sus tumbas, los cadáveres permanecían sentados en la penumbra, ante las casas,
apoyados contra las paredes de piedra como padres olvidados por fin en condiciones
de alimentar a los suyos.
Los pasé a toda velocidad, arrojándoles lo que me quedaba del dinero, pero a todo
lo largo de mi descenso de la montaña las voces y los murmullos de los lugareños no
dejaron de perseguirme ni un solo momento.
FIN

sábado, 3 de octubre de 2009

EL PANTANO DE LA LUNA

EL PANTANO DE LA LUNA
H. P. Lovecraft



Denys Barry se ha esfumado en alguna parte, en alguna región espantosa y remota de la que nada sé. Estaba con él la última noche que pasó entre los hombres, y escuché sus gritos cuando el ser le atacó; pero ni todos los campesinos y policías del condado de Meath pudieron encontrarlo, ni a él ni a los otros, aunque los buscaron por todas partes. Y ahora me estre­mezco cuando oigo croar a las ranas en los pantanos o veo la luna en lugares solitarios.
Había intimado con Denys Barry en América, donde éste se había hecho rico, y le felicité cuando recompró el viejo castillo junto al pantano, en el somnoliento Kilderry. De Kilderry pro­cedía su padre, y allí era donde quería disfrutar de su riqueza, entre parajes ancestrales. Los de su estirpe antaño se enseñorea­ban sobre Kilderry, y habían construido y habitado el castillo; pero aquellos días ya resultaban remotos, así que durante gene­raciones el castillo había permanecido vacío y arruinado. Tras volver a Irlanda, Barry me escribía a menudo contándome cómo, mediante sus cuidados, el castillo gris veía alzarse una torre tras otra sobre sus restaurados muros, tal como se alzaran ya tantos siglos antes, y cómo los campesinos lo bendecían por devolver los antiguos días con su oro de ultramar. Pero después surgieron problemas y los campesinos dejaron de bendecirlo y lo rehuyeron como a una maldición. Y entonces me envió una carta pidiéndome que le visitase, ya que se había quedado solo en el castillo, sin nadie con quien hablar fuera de los nuevos criados y peones contratados en el norte.
La fuente de todos los problemas era la ciénaga, según me contó Barry la noche de mi llegada al castillo. Alcancé Kilderry en el ocaso veraniego, mientras el oro de los cielos iluminaba el verde de las colinas y arboledas y el azul de la ciénaga, donde, sobre un lejano islote, unas extrañas ruinas antiguas resplande­cían de forma espectral. El crepúsculo resultaba verdaderamente grato, pero los campesinos de Ballylough me habían puesto en guardia y decía que Kilderry estaba maldita, por lo que casi me estremecí al ver los altos torreones dorados por el resplandor. El coche de Barry me había recogido en la estación de Ballylough, ya que el tren no pasa por Kilderry. Los aldeanos habían esqui­vado al coche y su conductor, que procedía del norte, pero a mí me habían susurrado cosas, empalideciendo al saber que iba a Kilderry. Y esa noche, tras nuestro encuentro, Barry me contó por qué.
Los campesinos habían abandonado Kilderry porque Denys Barry iba a desecar la gran ciénaga. A pesar de su gran amor por Irlanda, América no lo había dejado intacto y odiaba ver aban­donada la amplia y hermosa extensión de la que podía extraer turba y desecar las tierras. Las leyendas y supersticiones de Kil­derry no lograron conmoverlo y se burló cuando los aldeanos primero rehusaron ayudarle y más tarde, viéndolo decidido, lo maldijeron marchándose a Ballylough con sus escasas pertenencias. En su lugar contrató trabajadores del norte y cuando los criados le abandonaron también los reemplazó. Pero Barry se encontraba solo entre forasteros, así que me pidió que lo vi­sitara.
Cuando supe qué temores habían expulsado a la gente de Kilderry, me reí tanto como mi amigo, ya que tales miedos eran de la clase más indeterminada, estrafalaria y absurda. Tenían que ver con alguna absurda leyenda tocante a la ciénaga, y con un espantoso espíritu guardián que habitaba las extrañas ruinas antiguas del lejano islote que divisara al ocaso. Cuentos de luces danzantes en la penumbra lunar y vientos helados que soplaban cuando la noche era cálida; de fantasmas blancos merodeando sobre las aguas y de una supuesta ciudad de piedra sumergida bajo la superficie pantanosa. Pero descollando sobre todas esas locas fantasías, única en ser unánimemente repetida, estaba el que la maldición caería sobre quien osase tocar o drenar el inmenso pantano rojizo. Había secretos, decían los campesinos, que no debían desvelarse; secretos que permanecían ocultos desde que la plaga exterminase a los hijos de Partholan, en los fabulosos años previos a la historia. En el Libro de los invasores se cuenta que esos retoños de los griegos fueron todos enterrados en Tallaght, pero los viejos de Kilderry hablan de una ciudad protegida por su diosa de la luna tutelar, así como de los montes boscosos que la ampararon cuando los hombres de Nemed lle­garon de Escitia con sus treinta barcos.
Tales eran los absurdos cuentos que habían conducido a los aldeanos al abandono de Kilderry, y al oírlos no me resultó extraño que Denys Barry no hubiera querido prestarles aten­ción. Sentía, no obstante, gran interés por las antigüedades, y estaba dispuesto a explorar a fondo el pantano en cuanto lo desecasen. Había ido con frecuencia a las ruinas blancas del islote pero, aunque evidentemente muy antiguas y su estilo guardaba muy poca relación con la mayoría de las ruinas irlandesas, se encontraba demasiado deteriorado para ofrecer una idea de su época de gloria. Ahora se estaba a punto de comenzar los trabajos de drenaje, y los trabajadores del norte pronto des­pojarían a la ciénaga prohibida del musgo verde y del brezo rojo, y aniquilarían los pequeños regatos sembrados de conchas y los tranquilos estanques azules bordeados de juncos.
Me sentí muy somnoliento cuando Barry me hubo contado todo aquello, ya que el viaje durante el día había resultado fati­goso y mi anfitrión había estado hablando hasta bien entrada la noche. Un criado me condujo a mi alcoba, que se hallaba en una torre lejana, dominando la aldea y la llanura que había al pie del pantano, así como la propia ciénaga, por lo que, a la luz lunar, pude ver desde la ventana las silenciosas moradas abando­nadas por los campesinos, y que ahora alojaban a los trabajado­res del norte, y también columbré la iglesia parroquial con su antiguo chapitel, y a lo lejos, en la ciénaga que parecía al acecho, las remotas' ruinas antiguas, resplandeciendo de forma blanca y espectral sobre el islote. Al tumbarme, creí escuchar débiles sonidos en la distancia, sones extraños y medio musicales que me provocaron una rara excitación que tiñeron mis sueños. Pero la mañana siguiente, al despertar, sentí que todo había sido un sueño, ya que las visiones que tuve resultaban mas maravillosas que cualquier sonido de flautas salvajes en la noche. Influida por la leyenda que me había contado Barry, mi mente había mero­deado en sueños en torno a una imponente ciudad, ubicada en un valle verde, cuyas calles y estatuas de mármol, villas y tem­plos, frisos e inscripciones evocaban de diversas maneras la glo­ria de Grecia. Cuando compartí ese sueño con Barry, nos echa­mos a reír juntos; pero yo me reía más, porque él se sentía per­plejo ante la actitud de sus trabajadores norteños. Por sexta vez se habían quedado dormidos, despertando de una forma muy lenta y aturdidos, actuando como si no hubieran descansado, aun cuando se habían acostado temprano la noche antes.
Esa mañana y tarde deambulé a solas por la aldea bañada por el sol, hablando aquí y allá con los fatigados trabajadores, ya que Barry estaba ocupado con los planes finales para comenzar su trabajo de desecación. Los peones no estaban tan contentos como debieran, ya que la mayoría parecía desasosegada por culpa de algún sueño, aunque intentaban en vano recordarlo. Les conté el mío, pero no se interesaron por él hasta que no mencioné los extraños sonidos que creí oír. Entonces me mira­ron de forma rara y dijeron que ellos también creían recordar sonidos extraños.
Al anochecer, Barry cenó conmigo y me comunicó que comenzaría el drenaje en dos días. Me alegré, ya que aunque me disgustaba ver el musgo y el brezo y los pequeños regatos y lagos desaparecer, sentía un creciente deseo de posar los ojos sobre los arcaicos secretos que la prieta turba pudiera ocultar. Y esa noche el sonido de resonantes flautas y peristilos de mármol tuvo un final brusco e inquietante, ya que vi caer sobre la ciudad del valle una pestilencia, y luego la espantosa avalancha de las lade­ras boscosas que cubrieron los cuerpos muertos en las calles y dejaron expuesto tan sólo el templo de Artemisa en lo alto, donde Cleis, la anciana sacerdotisa de la luna, yacía fría y silen­ciosa con una corona de marfil sobre sus sienes de plata.
He dicho que desperté de repente y alarmado. Por un ins­tante no fui capaz de determinar si me encontraba despierto o dormido; pero cuando vi sobre el suelo el helado resplandor lunar y los perfiles de una ventana gótica enrejada, decidí que debía estar despierto y en el castillo de Kilderry. Entonces escu­ché un reloj en algún lejano descansillo de abajo tocando las dos y supe que estaba despierto. Pero aún me llegaba el monótono toque de flauta a lo lejos; aires extraños, salvajes, que me hacían pensar en alguna danza de faunos en el remoto Menalo. No me dejaba dormir y me levanté impaciente, recorriendo la estancia. Sólo por casualidad llegué a la ventana norte y oteé la silenciosa aldea, así como la llanura al pie de la ciénaga. No quería mirar, ya que lo que deseaba era dormir; pero las flautas me atormenta­ban y tenía que hacer o mirar algo. ¿Cómo sospechar lo que estaba a punto de contemplar?
Allí, a la luz de la luna que fluía sobre el espacioso llano, se desarrollaba un espectáculo que ningún mortal, habiéndolo pre­senciado, podría nunca olvidar. Al son de flautas de caña que despertaban ecos sobre la ciénaga se deslizaba silenciosa y espe­luznantemente una multitud entremezclada de oscilantes figu­ras, acometiendo una danza circular como las que los sicilianos debían ejecutar en honor a Deméter en los viejos días, bajo la luna de cosecha, junto a Ciane. La amplia llanura, la dorada luz lunar, las siluetas bailando entre las sombras y, ante todo, el estridente y monótono son de flautas producían un efecto que casi me paralizó, aunque a pesar de mi miedo noté que la mitad de aquellos danzarines incansables y maquinales eran los peones que yo había creído dormidos, mientras que la otra mitad eran extraños seres blancos y aéreos, de naturaleza medio indetermi­nada, que sin embargo sugerían meditabundas y pálidas náyades de las amenazadas fuentes de la ciénaga. No sé cuánto estuve contemplando esa visión desde la ventana del solitario torreón antes de derrumbarme bruscamente en un desmayo sin sueños del que me sacó el sol de la mañana, ya alto.
Mi primera intención al despertar fue comunicar a Denys Barry todos mis temores y observaciones, pero en cuanto vi el resplandor del sol a través de la enrejada ventana oriental me convencí de que lo que creía haber visto no era algo real. Soy propenso a extrañas fantasías, aunque no lo bastante débil como para creérmelas, por lo que en esta ocasión me limité a pregun­tar a los peones, que habían dormido hasta muy tarde y no recordaban nada de la noche anterior salvo brumosos sueños de sones estridentes. Este asunto del espectral toque de flauta me atormentaba de veras y me pregunté si los grillos de otoño habrían llegado antes de tiempo para fastidiar las noches y aco­sar las visiones de los hombres. Más tarde encontré a Barry en la librería, absorto en los planos para la gran faena que iba a aco­meter al día siguiente, y por primera vez sentí el roce del mismo miedo que había ahuyentado a los campesinos. Por alguna des­conocida razón sentía miedo ante la idea de turbar la antigua ciénaga y sus tenebrosos secretos, e imaginé terribles visiones yaciendo en la negrura bajo las insondables profundidades de la vieja turba. Me parecía locura que se sacase tales secretos a la luz y comencé a desear tener una excusa para abandonar el castillo y la aldea. Fui tan lejos como para mencionar de pasada el tema a Barry, pero no me atreví a proseguir cuando soltó una de sus resonantes risotadas. Así que guardé silencio cuando el sol se hundió llameante sobre las lejanas colinas y Kilderry se cubrió de rojo y oro en medio de un resplandor semejante a un pro­digio.
Nunca sabré a ciencia cierta si los sucesos de esa noche fue­ron realidad o ilusión. En verdad trascienden a cualquier cosa que podamos suponer obra de la naturaleza o el universo, aun­ que no es posible dar una explicación natural a esas desaparicio­nes que fueron conocidas tras su consumación. Me retiré tem­prano y lleno de temores, y durante largo tiempo me fue impo­sible conciliar el sueño en el extraordinario silencio de la noche. Estaba verdaderamente oscuro, ya que a pesar de que el cielo estaba despejado, la luna estaba casi en fase de nueva y no sal­dría hasta la madrugada. Mientras estaba tumbado pensé en Denys Barry, y en lo que podía ocurrir en esa ciénaga al llegar el alba, y me descubrí casi frenético por el impulso de correr en la oscuridad, coger el coche de Barry y conducir enloquecido hacia Ballylough, fuera de las tierras amenazadas. Pero antes de que mis temores pudieran concretarse en acciones, me había dor­mido y atisbaba sueños sobre la ciudad del valle, fría y muerta bajo un sudario de sombras espantosas.
Probablemente fue el agudo son de flautas el que me des­pertó, aunque no fue eso lo primero que noté al abrir los ojos. Me encontraba tumbado de espaldas a la ventana este, desde la que se divisaba la ciénaga y por donde la luna menguante se alzaría, y por tanto yo esperaba ver incidir la luz sobre el muro opuesto, frente a mí; pero no había esperado ver lo que apare­ció. La luz, efectivamente, iluminaba los cristales del frente, pero no se trataba del resplandor que da la luna. Terrible y penetrante resultaba el raudal de roja refulgencia que fluía a tra­vés de la ventana gótica, y la estancia entera brillaba envuelta en un fulgor intenso y ultraterreno. Mis acciones inmediatas resul­tan peculiares para tal situación, pero tan sólo en las fábulas los hombres hacen las cosas de forma dramática y previsible. En vez de mirar hacia la ciénaga, en busca de la fuente de esa nueva luz, aparté los ojos de la ventana, lleno de terror, y me vestí desma­ñadamente con la aturdida idea de huir. Me recuerdo tomando sombrero y revólver, pero antes de acabar había perdido ambos sin disparar el uno ni calarme el otro. Pasado un tiempo, la fas­cinación de la roja radiación venció en mí el miedo y me arras­tré hasta la ventana oeste, mirando mientras el incesante y enlo­quecedor toque de flauta gemía y reverberaba a través del casti­llo y sobre la aldea.
Sobre la ciénaga caía un diluvio de luz ardiente, escarlata y siniestra, que surgía de la extraña y arcaica ruina del lejano islote. No puedo describir el aspecto de esas ruinas... debí estar loco, ya que parecía alzarse majestuosa y pletórica, espléndida y circundada de columnas, y el reflejo de llamas sobre el mármol de la construcción hendía el cielo como la cúspide de un templo en la cima de una montaña. Las flautas chirriaban y los tambo­res comenzaron a doblar, y mientras yo observaba lleno de espanto y terror creí ver oscuras formas saltarinas que se siluetea­ban grotescamente contra esa visión de mármol y resplandores. El efecto resultaba titánico –completamente inimaginable– y podría haber estado mirando eternamente de no ser que el sonido de flautas parecía crecer hacia la izquierda. Trémulo por un terror que se entremezclaba de forma extraña con el éxtasis, crucé la sala circular hacia la ventana norte, desde la que podía verse la aldea y el llano que se abría al pie de la ciénaga. Enton­ces mis ojos se desorbitaron ante un extraordinario prodigio aún más grande, como si no acabase de dar la espalda a una escena que desbordaba la naturaleza, ya que por la llanura espectral­mente iluminada de rojo se desplazaba una procesión de seres con formas tales que no podían proceder sino de pesadillas.
Medio deslizándose, medio flotando por los aires, los fantas­mas de la ciénaga, ataviados de blanco, iban retirándose lenta­mente hacia las aguas tranquilas y las ruinas de la isla en fantás­ticas formaciones que sugerían alguna danza ceremonial y anti­gua. Sus brazos ondeantes y traslúcidos, al son de los detestables toques de aquellas flautas invisibles, reclamaban con extraordi­nario ritmo a una multitud de tambaleantes trabajadores que les seguían perrunamente con pasos ciegos e involuntarios, trastabi­llando como arrastrados por una voluntad demoníaca, torpe pero irresistible. Cuando las náyades llegaban a la ciénaga sin desviarse, una nueva fila de rezagados zigzagueaba tropezando como borrachos, abandonando el castillo por alguna puerta apartada de mi ventana; fueron dando tumbos de ciego por el patio y a través de la parte interpuesta de aldea, y se unieron a la titubeante columna de peones en la llanura. A pesar de la altura, pude reconocerlos como los criados traídos del norte, ya que reconocí la silueta fea y gruesa del cocinero, cuyo absurdo aspecto ahora resultaba sumamente trágico. Las flautas sonaban de forma horrible y volví a escuchar el batir de tambores proce­dente de las ruinas de la isla. Entonces, silenciosa y graciosa­mente, las náyades llegaron al agua y se fundieron una tras otra con la antigua ciénaga, mientras la línea de seguidores, sin medir sus pasos, chapoteaba desmañadamente tras ellas para acabar desapareciendo en un leve remolino de insalubres burbu­jas que apenas pude distinguir en la luz escarlata. Y mientras el último y patético rezagado, el obeso cocinero, desaparecía pesa­damente de la vista en el sombrío estanque, las flautas y tambo­res enmudecieron, y los cegadores rayos de las ruinas se esfuma­ron al instante, dejando la aldea de la maldición desolada y soli­taria bajo los tenues rayos de una luna recién acabada de salir.
Mi estado era ahora el de un indescriptible caos. No sabiendo si estaba loco o cuerdo, dormido o despierto, me salvé sólo mer­ced a un piadoso embotamiento. Creo haber hecho cosas tan ridículas como rezar a Artemisa, Latona, Deméter, Perséfona y Plutón. Todo cuando podía recordar de mis días de estudios clá­sicos de juventud me acudió a los labios mientras los horrores de la situación despertaban mis supersticiones más arraigadas. Sentía que había presenciado la muerte de toda una aldea y sabía que estaba a solas en el castillo con Denys Barry, cuya audacia había desatado la maldición. Al pensar en él me acome­tieron nuevos terrores y me desplomé en el suelo, no incons­ciente, pero sí físicamente incapacitado. Entonces sentí el helado soplo desde la ventana este, por donde se había alzado la luna, y comencé a escuchar los gritos en el castillo, abajo. Pronto tales gritos habían alcanzado una magnitud y cualidad que no quiero transcribir, y que me hacen enfermar al recordar­los. Todo cuanto puedo decir es que provenían de algo que yo conocí como amigo mío.
En cierto instante, durante ese periodo estremecedor, el viento frío y los gritos debieron hacerme levantar, ya que mi siguiente impresión es la de una enloquecida carrera por la estancia y a través de corredores negros como la tinta y, fuera, cruzando el patio para sumergirme en la espantosa noche. Al alba me descubrieron errando trastornado cerca de Ballylough, pero lo que me enloqueció por completo no fue ninguno de los terrores vistos u oídos antes. Lo que yo musitaba cuando volví lentamente de las sombras eran un par de incidentes acaecidos durante mi huida, incidente de poca monta, pero que me reco­men sin cesar cuando estoy solo en ciertos lugares pantanosos o a la luz de la luna.
Mientras huía de ese castillo maldito por el borde de la cié­naga, escuché un nuevo sonido; algo común, aunque no lo había oído antes en Kilderry. Las aguas estancadas, últimamente bastante despobladas de vida animal, ahora hervían de enormes ranas viscosas que croaban aguda e incesantemente en tonos que desentonaban de forma extraña con su tamaño. Relucían verdes e hinchadas bajo los rayos de luna, y parecían contemplar fija­mente la fuente de luz. Yo seguí la mirada de una rana muy gorda y fea, y vi la segunda de las cosas que me hizo perder el tino.
Tendido entre las extrañas ruinas antiguas y la luna men­guante, mis ojos creyeron descubrir un rayo de débil y trémulo resplandor que no se reflejaba en las aguas de la ciénaga. Y ascendiendo por ese pálido camino mi mente febril imaginó una sombra leve que se debatía lentamente; una sombra vaga­mente perfilada que se retorcía como arrastrada por monstruos invisibles. Enloquecido como estaba, encontré en esa espantosa sombra un monstruoso parecido, una caricatura nauseabunda e increíble, una imagen blasfema del que fuera Denys Barry.

viernes, 2 de octubre de 2009

VELA POR LOS VIVOS

VELA POR LOS VIVOS
Ray Bradbury



Durante bastante días, en los que estuvo recibiendo partes metálicas y otros trastos, que Charles Braling llevaba con ansiedad febril a su pequeño taller, se estuvo oyendo continuamente martillear y golpetear. Era un hombre moribundo, casi agonizante, y parecía tener mucha prisa, entre accesos de tos y escupitajos, en montar un último invento.
- ¿Qué es lo que estás haciendo? - inquirió su hermano menor Richard Braling. Había escuchado con creciente dificultad y mucha curiosidad todo aquel trastear y martillear, y ahora metió la cabeza por la puerta del taller.
- Vete muy lejos, y déjame tranquilo - dijo Charles Braling, que tenía setenta años y se pasaba temblando y babeando la mayor parte del tiempo. Temblequeando, colocaba clavos en su lugar, y temblequeando los martilleaba con débiles golpes sobre un gran madero, colocando luego una pequeña tira de metal dentro de una intrincada máquina. Estaba trabajando como un loco.
Richard continuó mirando, con ojos amargos, durante largo tiempo. Se odiaban. Llevaban haciéndolo durante bastantes años, y ahora, el que Charlie se estuviera muriendo no alteraba la situación. Richard estaba muy contento al conocer que se le acercaba la muerte, cuando pensaba en ello. Pero todo este dedicado fervor de su hermano le preocupaba.
- Dímelo, por favor - dijo, sin moverse de la puerta.
- Si es que quieres saberlo - gruñó el viejo Charles, metiendo algo en la caja colocada frente a él -, estaré muerto dentro de una semana, así que estoy... ¡estoy fabricando mi propio féretro!
- ¿Un féretro, mi querido Charlie?; eso no «parece un» féretro. Un féretro no es tan complejo. Venga ya, ¿qué es lo que estás haciendo?
- ¡Te digo que es un féretro! Un féretro raro, pero sin embargo... - el viejo movió los dedos por dentro de la gran caja -, sin embargo, un féretro.
- Pero sería más fácil comprar uno.
- ¡No uno como éste! No se podría comprar uno como éste en ninguna parte, nunca. Oh, desde luego, será un féretro verdaderamente bueno.
- Obviamente estás mintiendo - Richard se movió hacia delante -. ¡Pero si ese féretro tiene más de tres metros y medio de largo! ¡Tiene un metro y medio más largo del tamaño normal!
- ¿Y? - el viejo rió silenciosamente.
- Y una tapa transparente. ¿Quién ha oído hablar de un ataúd a través del cual se puede mirar? ¿Para qué le sirve a un cadáver una tapa transparente?
- Bah, simplemente, no te preocupes - cantó alegremente el viejo -. ¡Laaa! - y continuó canturreando y martilleando por el taller.
- ¡Este ataúd es terriblemente grueso! - gritó el hermano menor por encima del ruido -. ¡Pero si debe tener un metro y medio de espesor! ¡Es totalmente innecesario!
- Tan sólo desearía poder vivir para patentar este asombroso féretro - dijo el viejo Charlie -. Sería un regalo del cielo para todas las gentes pobres del mundo. Piensa en cómo eliminaría los gastos en la mayor parte de los funerales. Ah, pero naturalmente, tú no sabes cómo haría esto, ¿no es así? ¡Qué tonto soy! Bueno, no te lo diré. Si este ataúd fuera producido en serie, naturalmente al principio saldría caro, pero cuando uno lograse producirlo en grandes cantidades, ah, la cantidad de dinero que se ahorraría la gente.
- ¡Al infierno con ello! - y el hermano menor salió echando chispas del taller.
Había sido una vida desagradable. El joven Richard siempre había sido tan inepto que nunca había logrado juntar dos monedas al mismo tiempo. Todo su dinero le había venido de su hermano mayor Charlie, que había tenido la indecencia de recordárselo a cada momento. Richard pasaba muchas horas con sus diversiones: le gustaba mucho el amontonar las botellas de vino francés en el jardín.
- Me gusta la forma en que «brillan» - decía a menudo, sentado y dando un trago, dando un trago y estando sentado. Era el hombre del país que podía mantener la mayor cantidad de ceniza de un cigarro de cincuenta centavos durante más tiempo. Y sabía cómo poner la mano de forma en que sus diamantes brillasen a la luz. Pero ni había comprado el vino ni los diamantes ni los cigarros. ¡No! Todo era regalos. Nunca le permitía comprar nada. Siempre se lo compraba todo y se lo daba. Tenía que pedírselo todo, incluso el papel de escribir. Se consideraba casi un mártir por haber aceptado el recibir cosas de aquel pesado hermano suyo durante tanto tiempo. Todo en lo que Charlie ponía la mano se convertía en dinero. Todo lo que Richard había intentado para lograr una vida de placeres había fracasado.
Y ahora ahí estaba el vejestorio ese, trabajando en un nuevo invento que probablemente le daría un buen capital adicional aun después de que sus huesos se estuviesen pudriendo en la tierra.
Bueno, pasaron dos semanas.
Una mañana, el hermano mayor subió arriba y robó las tripas del fonógrafo eléctrico. Otra mañana, invadió el invernadero del jardinero. Y en otra ocasión, recibió una entrega de una compañía médica. Todo lo que podía hacer el joven Richard era sentarse y sostener su larga ceniza gris de cigarro quieta mientras las murmurantes excursiones tenían lugar.
- ¡He terminado! - gritó el viejo Charlie a la catorceava mañana. Y cayó muerto.
Richard terminó su cigarrillo y, sin demostrar la más mínima excitación, lo dejó en el cenicero, con su hermosa y larga ceniza de al menos cinco centímetros de largo - un verdadero récord - para levantarse luego.
Caminó hasta la ventana y contempló como la luz del sol jugueteaba alegremente entre las gruesas botellas de champaña en el jardín.
Miró hacia arriba, al final de las escaleras, en donde el querido viejo hermano Charlie yacía apaciblemente derrumbado sobre la baranda. Luego, se dirigió al teléfono y descuidadamente marcó un número.
- ¿Oiga? ¿La funeraria Verde Pradera? Aquí es la residencia Braling. ¿Tendrán la bondad de enviar a alguien? Sí. Para mi hermano Charlie. Sí. Gracias. Gracias.
Mientras la gente de las pompas fúnebres estaban metiendo al hermano Charlie en un baúl de mimbre, recibieron sus instrucciones:
- Un ataúd ordinario - dijo el joven Richard -. No quiero servicio funerario. Póngalo en un féretro de pino. Él lo habría preferido así: simple. Adiós.
- ¡Ahora! - dijo Richard, frotándose las manos -. ¡Ahora veremos ese «ataúd» fabricado por el querido Charlie! No creo que se dé cuenta de que no lo están enterrando en su caja especial. Ja.
Entró en el taller del piso alto.
El ataúd se hallaba frente a unas ventanas de estilo francés abiertas; con su tapa cerrada, completo y bien acabado, montado con la precisión de un reloj suizo. Era amplio, y descansaba sobre una muy larga mesa con rodillos por debajo para su fácil manejo.
El interior del ataúd, como vio mientras curioseaba por la tapa acristalada, tenía un metro ochenta de largo. Debían de haber noventa centímetros de doble fondo tanto a los pies como en la cabeza del féretro. Noventa centímetros a cada lado que tal vez revelasen, cubierto por paneles secretos que en alguna forma debería abrir... ¿exactamente el qué?
Dinero, naturalmente. Sería muy propio de Charlie el llevarse consigo a la tumba su dinero, dejando a Richard sin un solo centavo con el que comprar una simple botella. ¡El viejo tacaño!
Alzó la tapa transparente y palpó el interior, no encontrando ningún botón escondido. Había un pequeño cartelito escrito cuidadosamente en papel blanco, y colocado con chinchetas a un lado de la caja forrada de satén. Decía:
«EL ATAÚD ECONÓMICO BRALING. De fácil manejo. Puede ser usado una y otra vez por las funerarias y las familias previsoras.»
Richard dio un débil bufido. ¿A quién creía estar engañando Charlie?
Había algo más escrito:
«INSTRUCCIONES: SIMPLEMENTE COLOQUEN EL CUERPO EN EL ATAÚD.»
Qué cosa más tonta. ¡Colocar el cuerpo en el ataúd! ¡Naturalmente! ¿Para qué iba a servir si no? Siguió leyendo cuidadosamente, terminando con las instrucciones:
«SIMPLEMENTE COLOQUEN EL CUERPO EN EL ATAÚD, Y COMENZARÁ A SONAR LA MUSICA.»
- «¡No puede ser¡» - Richard se quedó con la boca abierta, mirando el cartel -. Que no me digan que todo este trabajo ha sido para... - se dirigió a la abierta puerta del taller, atravesó la terraza y llamó al jardinero, que se hallaba en su invernadero -: ¡Rogers! - el jardinero sacó la cabeza -. ¿Qué hora es? - preguntó Richard.
- Las doce en punto, señor - replicó Rogers.
- Bueno, a las doce y cuarto sube aquí arriba y mira si todo va bien.
- Sí, señor - contestó el jardinero. Richard se dio la vuelta y volvió de nuevo al taller.
- Ahora veremos... - dijo tranquilamente.
No pasaría nada por meterse en la caja para probarla.
Había visto pequeños agujeros de ventilación en los costados. Aunque estuviese la tapa cerrada, no le faltaría aire. Rogers subiría en un momento o dos. Simplemente coloquen el cuerpo en el ataúd, y comenzará a sonar la música. Realmente, qué simple había sido su hermano. Richard se subió a la caja.
Era como un hombre metiéndose dentro de una bañera. Se sintió desnudo y observado. Introdujo un brillante zapato dentro del ataúd, e inclinó su rodilla, apoyándose confortablemente, e hizo una pequeña observación no dirigida a nadie en particular; luego, subió su otra rodilla y pie, y se quedó allí acurrucado, como si estuviese inseguro acerca de la temperatura del agua del baño. Removiéndose, riéndose suavemente, se tendió, bromeando consigo mismo; pues era divertido el hacer ver que estaba muerto, que la gente estaba llorando por él, que humeaban velas que lo iluminaban, y que el mundo se había quedado detenido a causa de su muerte. Puso una cara de circunstancias, cerró los ojos, y contuvo su risa tras unos labios cerrados. Cruzó los brazos y decidió que se sentía inerte y frío.
«Brrr... ¡clang!» Algo susurró dentro de la pared de la caja. «¡Clang!»
¡La tapa se había cerrado sobre él!
Desde fuera, si alguien hubiera llegado a la habitación, se hubiera imaginado que un loco estaba dando patadas, golpeando, chillando y agitándose dentro de un armario. Se oía un atronar de carne y puños. Se oyó el sonido de un cuerpo bailando y retorciéndose. Se oyó un chillido y un soplido producido por los pulmones de un hombre atemorizado. Se oyó un crujido como el del papel, y el quejido de numerosas gaitas tocadas a la vez. Entonces se oyó un alarido verdaderamente hermoso. Luego... silencio.
Richard Braling yacía en el ataúd, y se relajaba. Distendió todos sus músculos. Comenzó a reír. El perfume de la caja no era molesto. A través de las pequeñas perforaciones obtenía aire más que suficiente para vivir confortablemente. Tan sólo tenía que empujar suavemente hacia arriba con las manos, sin molestarse en patalear y gritar, y la tapa se abriría. Uno tenía que mantener la calma. Flexionó los brazos.
La tapa estaba firme.
Bueno, todavía no había peligro. Rogers subiría dentro de un momento o dos. No había nada que temer.
La música comenzó a sonar.
Parecía venir de alguna parte del interior de la cabeza del ataúd. Era música buena. Música de órgano, muy lenta y melancólica, que recordaba a los arcos góticos y largas velas negras. Olía a tierra y a susurros. Producía ecos hacia lo alto entre paredes de piedra. Era tan triste que uno casi se echaba a llorar escuchándola. Era música de plantas en macetas y ventanas con cristales azules y carmesíes. Era el sol del atardecer y un frío viento soplando. Era una mañana con niebla y la lejana sirena de un faro sonando.
- Charlie, Charlie, Charlie, ¡viejo tonto! ¡Así que este es tu raro ataúd! - lágrimas de risa inundaron los ojos de Richard -. Nada más que un féretro que suena su propia música fúnebre. ¡Oh, por mi santa abuela!
Yació, y escuchó críticamente, pues era una hermosa música, y no podía hacer nada hasta que subiese Rogers y lo dejase salir. Sus ojos erraban sin rumbo. Sus dedos tamborileaban suaves cancioncillas en los cojines de satén. Cruzó las piernas indolente. A través de la tapa acristalada vio la luz penetrando por las ventanas de estilo francés, y observó las partículas de polvo bailando. Era un bello día azul con jirones de nubes en lo alto.
Comenzó el sermón.
Se acalló la música de órgano, y una suave voz dijo:
- Estamos aquí reunidos, aquellos que conocíamos y amábamos al finado, para rendirle nuestro homenaje.
- ¡Charlie, bendito seas! ¡Esa es «tu» voz! - Richard estaba encantado. Un funeral transcrito mecánicamente, ¡por Dios! ¡Música de órgano, y un sermón en discos! ¡y el propio Charlie rezando su responso por sí mismo!
La suave voz continuó diciendo:
- Aquellos que lo conocimos y que lo amamos estamos apenados por el fallecimiento de...
- ¿Qué fue «eso»? - Richard se semiincorporó, asombrado. No podía creer lo que había oído. Lo repitió para sí mismo, tal y como lo había oído -: Aquellos que lo conocimos y que lo amamos estamos apenados por el fallecimiento de Richard Braling.
Esto era lo que había dicho la voz.
- Richard Braling - dijo el hombre del ataúd -. ¡Pero si yo «soy» Richard Braling!
Un desliz, naturalmente. Simplemente, un desliz. Charlie había querido decir «Charles» Braling. Seguro. Sí. Naturalmente. Sí. Seguro. Sí. Naturalmente. Sí.
- Richard era una buena persona - dijo la voz, continuando -. No conoceremos a nadie mejor en nuestros días.
- ¡«De nuevo» mi nombre!
Richard comenzó a agitarse inquieto en el interior del féretro.
¿Por qué no subía Rogers?
Era muy difícil que fuera una equivocación el usar dos veces un nombre. Richard Braling. Richard Braling. Estamos aquí reunidos. Te echaremos de menos... Nos apena... No habrá un hombre mejor... No encontraremos uno mejor en nuestros días... Estamos aquí reunidos... El fallecido... Richard Braling... «Richard» Braling.
«¡Trrrrr! ¡Caplum!»
¡Flores! ¡Seis docenas de brillantes flores azules, rojas y amarillas saltaron de dentro del ataúd impelidas por ocultos muelles!
El dulce olor de flores recién cortadas llenó el féretro. Las flores se balanceaban suavemente ante su asombrada vista, golpeando silenciosamente la tapa transparente. Otras saltaron, y otras, hasta que el ataúd estuvo recubierto por pétalos y color y dulces aromas. Gardenias y dalias y petunias y narcisos, temblando y brillando.
- ¡Rogers!
El sermón continuaba:
-...Richard Braling, en su vida, fue un conocedor de las cosas grandes y buenas...
La música suspiró, se hizo más fuerte y disminuyó de nuevo en la distancia.
-...Richard Braling saboreó la vida como lo hace uno con un vino de vieja cosecha, paladeando...
Se abrió un pequeño panel en el costado de la caja. Una rápida palanca metálica saltó. Una aguja se clavó en el tórax de Richard, no muy profundamente. Gritó. La aguja le inyectó una buena dosis de líquido coloreado antes de que pudiera agarrarla. Luego se volvió a introducir en su receptáculo y el panel se cerró de golpe.
- ¡Rogers!
Un creciente abotargamiento. Repentinamente, no podía mover sus dedos o sus brazos, o girar la cabeza. Sus piernas estaban inertes y frías.
- Richard Braling amaba las cosas bellas. La música. Las flores - dijo la voz.
- ¡Rogers!
Esta vez no logró gritarlo. Tan sólo pudo pensarlo. Su lengua estaba inerte en su boca anestesiada.
Se abrió otro panel. De él surgieron fórceps metálicos, en el extremo de brazos de acero. Su muñeca izquierda fue traspasada por una gran aguja absorbente.
Su sangre estaba siendo extraída de su cuerpo.
Oyó una pequeña bomba funcionando en alguna parte.
-...echaremos a faltar a Richard Braling de entre nosotros...
El órgano sollozaba y murmuraba.
Las flores lo contemplaban, agitando sus cabezas cubiertas de brillantes pétalos. Seis cirios, negros y esbeltos, se alzaron de receptáculos ocultos y quedaron entre las flores, parpadeando y luciendo.
Otra bomba comenzó a funcionar. Mientras su sangre era vertida por un extremo de su cuerpo, su muñeca derecha fue también traspasada, aferrada y clavada por una aguja, mientras la segunda bomba comenzaba a introducirle formaldehído en sus venas.
«Chup», pausa, «chup», pausa, «chup», pausa, «chup», pausa.
El ataúd se movía.
Un pequeño motor traqueteaba y vibraba. La habitación se deslizó por ambos lados. Pequeñas ruedas giraban. No eran necesarios portadores. Las flores se agitaban a medida que el ataúd salía a la terraza bajo un claro cielo azul.
«Chup», pausa, «chup», pausa.
- Richard Braling será echado a faltar por todos sus...
Dulce y suave música.
«Chup», pausa.
- Ah, dulce misterio de la vida, al fin... - cantos.
- Braling, el gourmet...
- Ah, conozco al fin el secreto de todas...
Contemplando, contemplando, con sus ojos ciegos, el pequeño letrero con el rabillo de sus ojos. «EL ATAUD ECONOMICO BRALING.»
«Instrucciones: Simplemente coloquen el cuerpo en el ataúd, y comenzará a sonar la música.»
Un árbol pasó por encima. El ataúd rodaba suavemente a través del jardín, por detrás de unos matorrales, llevando consigo la voz y la música.
- Y es ya la hora en que debemos confiar esta parte de este hombre a la tierra...
De los costados del féretro surgieron pequeñas palas brillantes.
Comenzaron a cavar.
Vio como las palas lanzaban la tierra hacia arriba. El ataúd se hundía. Golpeaba, se hundía. Paletada, golpe, hundimiento; paletada, golpe y hundimiento de nuevo.
«Chup», pausa. «Chup», pausa. «Chup», pausa. «Chup», pausa.
- Las cenizas con las cenizas, el polvo con el polvo...
Las flores brillaban y se mecían. La caja estaba ya profunda. La música sonaba.
La última cosa que Richard Braling vio fue los brazos de las palas del Ataúd Económico Braling extendiéndose y cubriendo el agujero con tierra.
- Richard Braling, Richard Braling, Richard Braling, Richard Braling, Richard Braling...
El disco se había rayado.
Pero a nadie le importaba. Nadie lo escuchaba.

FIN

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