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lunes, 14 de julio de 2008

LA GRAVEDAD HA DESAPARECIDO

LA GRAVEDAD HA DESAPARECIDO
Alexander Beliaev

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I - Una misteriosa quinta de verano
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Durante mis paseos por las afueras de Simeiz, en Crimea, la solitaria quinta de verano
que se erguía en la falda de una montaña llamó mi atención. Ningún camino conducía
hasta ella y estaba muy bien vallada por todos los lados, con su única verja siempre
cerrada. Por encima de la valla no asomaba ningún arbusto ni la copa de un solo árbol,
y en torno a ella todo eran rocas amarillentas, con algún ocasional enebro de aspecto
enfermizo o un retorcido pino aquí y allá.
¿A quién podía habérsele ocurrido vivir en aquel desierto? Suponiendo que viviera
alguien allí... Solía preguntármelo mientras merodeaba alrededor de la misteriosa quinta
de verano.
Nunca vi salir a nadie del lugar. Mi curiosidad fue en aumento, y debo confesar que
traté de echar una mirada al interior de la valla trepando a las rocas más altas del
contorno. Pero la quinta estaba situada de modo que, cualquiera que fuese mi
observatorio, sólo podía divisar un rincón del patio.
Sin embargo, al cabo de unos cuantos días de observación, conseguí ver a una anciana
vestida de negro que cruzaba el patio.
Aquello fue un nuevo estímulo para mi curiosidad.
Las personas que vivían allí debían tener alguna conexión con el mundo exterior.
¿Dónde efectuaban sus compras?
Realicé indagaciones entre la gente que conocía, y finalmente capté el rumor de que la
quinta estaba habitada por el profesor Wagner.
¡El profesor Wagner!
Aquel nombre acrecentó todavía más la atención que dedicaba a la quinta de verano.
Hubiese dado cualquier cosa por conocer al hombre cuyos inventos habían causado
tanta sensación. A partir de entonces asedié el lugar. En mi fuero íntimo sabía que
estaba haciendo algo que no debía, pero continué espiando el lugar durante horas
enteras, de día y de noche, desde mi puesto de observación detrás de unas matas de
enebros.
Dicen que quien la sigue la consigue.
Bien, una mañana, poco después del amanecer, oí chirriar la verja. Todo mi cuerpo se
puso en tensión y, con el corazón palpitante, aguardé el desarrollo de los
acontecimientos.
La verja se abrió. Un hombre alto, de mejillas sonrosadas, con una barba rubia y un
bigote caído, cruzó la verja y dirigió una cautelosa mirada a su alrededor. ¡No cabía
duda: era el profesor Wagner!
Tras asegurarse de que no había nadie a la vista, el profesor trepó lentamente por la
colina hasta un espacio llano donde empezó a realizar lo que me pareció un ejercicio
muy raro. En el suelo había varios pedruscos de diversos tamaños. Wagner trató de
levantarlos uno por uno, pero eran tan grandes y pesados que ni siquiera un campeón
de levantamiento de pesos hubiera podido moverlos.
«¡Qué extraño pasatiempo!», pensé. Pero inmediatamente quedé tan asombrado que
no pude contener una exclamación de sorpresa. Era algo completamente irreal: el
profesor Wagner se acercó a una enorme roca, más alta que un hombre, la agarró por
un borde saliente y la levantó con el mismo esfuerzo aparente que habría empleado si
la roca hubiese sido de cartón. Luego, extendiendo el brazo, empezó a balancear la
roca de un lado a otro.
Yo estaba desconcertado, sin saber qué pensar. Una de dos, o el profesor Wagner
poseía una fuerza sobrehumana - en cuyo caso, ¿por qué no había podido levantar
otras rocas de menor tamaño? -, o...
No había completado mi pensamiento cuando un nuevo truco del profesor me privó
incluso de la facultad de pensar: hasta tal punto me impresionó.
Wagner lanzó la roca hacia arriba como si fuera un guijarro, proyectándola a una altura
de casi veinte metros. Muy nervioso, cerré los ojos esperando oír el estrépito que habría
de producirse cuando la roca se estrellara contra el suelo. Pero, transcurridos unos
segundos sin oír nada, volví a abrir los ojos. La roca descendía lentamente. Y, antes de
que llegara al suelo, Wagner extendió su mano y la recogió, sin que su brazo acusara
en lo más mínimo los efectos del impacto.
- ¡Ja, ja! - rió Wagner con una voz profunda, al tiempo que volvía a lanzar la roca, esta
vez paralelamente al suelo.
La roca recorrió medio centenar de metros y de pronto pareció perder impulso y cayó,
haciéndose añicos.
- ¡Ja, ja! - rió de nuevo, y dio un salto extraordinario.
Habiendo alcanzado una altura de unos cuatro metros, empezó a volar paralelamente al
suelo en dirección a donde yo estaba; luego, posiblemente debido a un error de cálculo,
inició una rápida caída. Se estrelló contra el suelo cerca de mí, al otro lado del enebro,
gruñó, profirió una maldición y se frotó la rodilla. Luego trató de levantarse y volvió a
gruñir.
Tras alguna vacilación decidí revelar mi presencia y prestar los primeros auxilios al
profesor.
- ¿Está usted herido? ¿Puedo ayudarle? - inquirí, saliendo de detrás del arbusto.
Mi aparición no pareció sorprender lo más mínimo al profesor. En cualquier caso, si le
sorprendió no lo dio a entender.
- No, gracias - dijo con voz tranquila -. Puedo valerme por mí mismo.
Efectuó otra tentativa para levantarse, pero tuvo que renunciar, con el rostro contraído
por el dolor. Su rodilla se estaba hinchando a ojos vista. Era evidente que no podría
arreglárselas sin ayuda.
La situación requería una acción inmediata.
- Permítame que le ayude a salir de aquí antes de que el dolor le deje sin fuerzas - dije,
y le ayudé a levantarse.
No formuló ninguna objeción, a pesar de que cada movimiento tenía que representar
una tortura para él. Echamos a andar lentamente hacia la casa. Yo cargaba casi con
todo su peso, y al final el que se estaba quedando sin fuerzas era yo. Pero me sentía
feliz, ya que no sólo había visto al profesor Wagner, sino que incluso había trabado
conocimiento con él. ¿Me permitiría entrar en su casa? ¿O me despediría al llegar a la
verja, después de darme las gracias? Esto era lo que me preocupaba mientras nos
acercábamos a la quinta. Sin embargo, el profesor no dijo nada y cruzamos la línea
mágica. De hecho, no creo que el profesor pudiera decir nada. Sus sufrimientos
parecían ser muy intensos. Yo también estaba mortalmente cansado, pero antes de
entrar en la quinta conseguí echar una inquisitiva mirada en torno al patio.
Era muy espacioso, y en el centro había una especie de máquina parecida a un aparato
de Maurain. En uno de los rincones había un agujero circular en el suelo, cubierto con
un grueso cristal. Alrededor del agujero, unos arcos metálicos se extendían a intervalos
hacia la casa y en otras varias direcciones.
No tuve tiempo de ver nada más, ya que la mujer vestida de negro - el ama de llaves
del profesor, según supe más tarde -, salió alarmada de la casa y corrió a nuestro
encuentro.

_II - El círculo mágico

_
Wagner se encontraba en muy mal estado. Su respiración era dificultosa y deliraba.
Deseé con todas mis fuerzas que el cerebro del profesor Wagner, aquel maravilloso
mecanismo, no resultara lastimado a consecuencia del golpe.
En su delirio, recitaba fórmulas matemáticas y gemía de cuando en cuando. El ama de
llaves estaba completamente aturdida y no sabía qué hacer. Repetía sin cesar:
- ¿Qué va a pasar? ¡Dios mío! ¿Qué va a pasar?
Tuve que prestarle al profesor los primeros auxilios y me quedé a cuidarle.
A la mañana siguiente Wagner recobró el conocimiento. Abrió los ojos y me miró.
- Gracias - murmuró débilmente.
Le di unos sorbos de agua y él hizo un gesto de reconocimiento y me pidió que le dejara
solo. Fatigado por la ansiedad del día anterior y por una noche de insomnio, decidí dejar
solo al paciente unos instantes y salir a tomar un poco el aire. El aparato instalado en el
centro del patio volvió a atraer mi atención. Me acerqué a él y alargué la mano.
- ¡No se acerque más! ¡Cuidado! - gritó la voz asustada del ama de llaves detrás de mí.
Y mientras oía aquella voz, noté que mi mano se hacía de pronto extraordinariamente
pesada, como si soportara una enorme carga, hasta el punto de que tiró de mí hacia
abajo con tal violencia que caí al suelo. Mi mano quedó pegada al suelo por aquel
invisible peso. Con un supremo esfuerzo conseguí liberarla. Estaba amoratada y me
dolía mucho.
El ama de llaves permanecía a mi lado, sacudiendo la cabeza con desaliento.
- ¡Oh, querido, querido! Ha sido una torpeza por su parte. Será mejor que se mantenga
alejado del patio, si no quiere que le suceda una desgracia, Dios me perdone.
Sin comprender nada, entré en la casa y me apliqué una compresa de agua fría a la
mano.
Al despertar por segunda vez, el profesor parecía estar completamente despejado. Por
lo visto, su organismo era excepcionalmente vigoroso.
- ¿Qué es eso? - inquirió, señalando mi mano.
Se lo expliqué.
- Se ha librado usted por muy poco - dijo.
Ardía en deseos de obtener una explicación de Wagner, pero me abstuve de formularle
preguntas para no fatigarle.
Aquella noche, después de que su lecho fue adosado a la ventana, de acuerdo con sus
instrucciones, el propio Wagner sacó a relucir el tema que tanto me interesaba.
- La ciencia estudia las fuerzas elementales - empezó - y establece toda clase de leyes,
pero en realidad sabe muy poco acerca de la naturaleza de esas fuerzas. Tomemos la
electricidad o la gravedad. Estudiamos sus propiedades y las utilizamos. Pero no nos
revelan el íntimo misterio de su naturaleza. Por lo tanto, no podemos utilizarlas
plenamente. La electricidad resulta más asequible, desde luego. La hemos
domesticado, por así decirlo. La almacenamos, la transmitimos de un lugar a otro, la
utilizamos cuando y cómo la necesitamos. Pero la gravedad es más intratable.
Tenemos que transigir con ella, adaptarnos a sus caprichos, en vez de adaptarla a
nuestras necesidades. Si pudiéramos regular su poder a nuestra voluntad, acumularlo
como la electricidad, dispondríamos de una fuerza maravillosa. Siempre he soñado en
domesticar a la gravedad.
- ¡Y lo ha conseguido usted! - exclamé, con repentina comprensión.
- Sí, lo he conseguido. He descubierto una técnica por medio de la cual podemos
regular la fuerza de gravedad. Ha sido usted testigo de mis primeros éxitos. Y de lo que
me han costado - añadió Wagner, frotándose la rodilla lastimada -. Como experimento,
he reducido la fuerza de gravedad en una pequeña zona alrededor de esta quinta. Ya
vio usted con qué facilidad levanté aquella roca. Lo conseguí a cambio de un aumento
de la fuerza de gravedad en una zona de dimensiones equivalentes en el interior de mi
patio. Su curiosidad ha estado a punto de costarle la vida cuando se acercó a mi
«círculo mágico».
» - Mire - continuó, señalando a través de la ventana -. ¿Ve aquellos pájaros que vuelan
por allí? Tal vez uno de ellos penetrará en la zona de gravedad incrementada...
Se quedó silencioso contemplando con aire excitado los pájaros que se acercaban a la
quinta. Ahora estaban encima del patio...
De repente, uno de ellos cayó como una piedra. No se limitó a estrellarse contra el
suelo, de un modo normal, sino que quedó aplastado y reducido al grosor de un papel
de fumar, como si lo hubiese chafado una apisonadora.
- ¿Ha visto?
Me estremecí al pensar que podía haberme ocurrido lo mismo a mí.
- Sí - Wagner adivinó mi pensamiento -, hubiera usted quedado reducido a papilla por el
peso de su propia cabeza - Y con una sonrisa continuó: - Fima, mi ama de llaves, dice
que mi invento es una maravilla para mantener a los gatos alejados de la despensa.
Pero hay otras bestias mucho más peligrosas, que no están armadas con garras y
colmillos, sino con cañones y bombas.
» - ¡Imagine lo que podría hacer un arma defensiva que controlara la gravedad! Una
barrera a lo largo de las fronteras del país impediría que el enemigo pudiera cruzarlas.
Los aviones caerían como ha caído ese pájaro. Ni siquiera los proyectiles de artillería
pasarían más allá. O podría aplicarse en sentido contrario: reducir la fuerza de
gravedad en la zona enemiga, de modo que los soldados flotaran indefensos en el
aire... Pero todo eso es un juego de niños comparado con lo que he conseguido. He
descubierto un sistema para reducir la atracción de la gravedad en toda la superficie de
la Tierra, a excepción de los polos.
- ¿Cómo es posible eso?
- Haciendo que el globo gire con más rapidez, sencillamente.
- ¿Cómo? ¿Hacer que el globo gire más aprisa?
- Sí. A medida que aumente su velocidad, la fuerza centrífuga será mayor y todos los
objetos situados sobre la superficie de la Tierra se harán más ligeros. Si no le importa
quedarse conmigo unos cuantos días...
- ¡Me encantará!
- Entonces, iniciaré el experimento en cuanto pueda levantarme. Creo que le interesará.

_
III - «Está rodando»

_
Al cabo de unos días el profesor Wagner abandonó el lecho, aunque cojeaba
ligeramente. Se pasaba muchas horas en su laboratorio subterráneo, situado en un
rincón del patio. Me abrió las puertas de su biblioteca pero nunca me invitó a bajar al
laboratorio.
Un día, me encontraba sentado en la biblioteca cuando se presentó Wagner, muy
excitado, gritando desde el umbral:
- ¡Está rodando! He puesto el aparato en movimiento. Ahora veremos qué pasa.
Yo esperaba algo extraordinario. Pero transcurrieron las horas sin que sucediera nada.
- Paciencia - dijo el profesor, sonriendo -. La fuerza centrífuga es directamente
proporcional al cuadro de la velocidad angular, ¿sabe? Y la Tierra tiene un tamaño
descomunal: no resulta fácil acelerarla.
A la mañana siguiente, al levantarme, experimenté la sensación de que era más ligero
que de costumbre. Hice una prueba, levantando una silla: me pareció también mucho
más ligera. De modo que la fuerza centrífuga estaba funcionando... Salí a la veranda y
me senté a leer a la sombra. Pero no tardé en darme cuenta de que la sombra se movía
con desusada rapidez. ¿Acaso se movía el sol más aprisa que antes?
- Se ha dado cuenta, ¿eh? - oí que decía Wagner, desde el lugar donde había estado
observándome -. La Tierra gira más aprisa, y el día y la noche se están acortando.
- Pero, ¿a dónde nos llevará todo esto? - inquirí.
- Vivir para ver - se limitó a decir el profesor.
Aquel día, el sol se ocultó dos horas antes que de costumbre.
- Imagino la conmoción que el acontecimiento habrá producido en todo el mundo - le
dije al profesor -. Pero, me gustaría saber...
- Vaya a mi estudio y lo sabrá - dijo Wagner -. Allí hay un aparato de radio.
Me dirigí apresuradamente al estudio y me enteré de que la población mundial se
encontraba efectivamente bajo los efectos de una gran conmoción.
Pero aquello era sólo el comienzo. La Tierra continuó acelerando su movimiento, y los
días se hacían cada vez más cortos.
- Todos los objetos que están sobre el ecuador han perdido ahora una cuadragésima
parte de su peso - me dijo Wagner cuando el día y la noche duraban solamente cuatro
horas.
- ¿Por qué sobre el ecuador?
- Porque la atracción de la Tierra es más débil allí, en tanto que el radio de rotación es
más largo: en consecuencia, la fuerza centrífuga es mayor.
Los científicos se habían dado cuenta ya del peligro que esto implicaba. Se había
iniciado un éxodo desde las regiones ecuatoriales a latitudes más altas, donde la fuerza
centrífuga era menor. La reducción estaba resultando beneficiosa: las locomotoras
podían arrastrar enormes trenes, el motor de una motocicleta proporcionaba suficiente
energía para un avión... y a una mayor velocidad. La gente era cada vez más ligera y
más fuerte. Por mi parte, cada día que pasaba me encontraba más liviano. ¡Una
sensación sumamente agradable!
Sin embargo, la radio no tardó en informar de los primeros desastres. Los
descarrilamientos eran cada vez más frecuentes, aunque con escasas víctimas, ya que
los vagones quedaban intactos aunque cayeran desde alturas considerables. Los
vientos adquirían la fuerza de huracanes, levantando nubes de polvo que ya no volvían
a posarse nunca más en el suelo.
Cuando la velocidad angular hubo aumentado setenta veces, los objetos y las personas
del ecuador perdieron todo su peso.
Aquella noche, la radio difundió la terrible noticia: en el África ecuatorial y en América
aumentaban los casos de personas que andaban cabeza abajo debido a la atracción de
la fuerza centrífuga, siempre en aumento. Y no tardó en llegar otra noticia más
aterradora del ecuador: la amenaza de asfixia.
- La fuerza centrífuga está desgarrando la envoltura de aire del globo terráqueo -
explicó el profesor tranquilamente -. La atracción de la Tierra no puede seguir
manteniéndola en su lugar.
- Pero... ¿significa eso que también nosotros nos asfixiaremos? - pregunté, en tono
preocupado.
Wagner se encogió de hombros.
- Nosotros estamos preparados contra cualquier eventualidad - dijo.
- ¿Por qué empezó todo esto? - inquirí -. Representará una verdadera catástrofe
mundial, la destrucción de la civilización...
Wagner se quedó impasible.
- Más tarde sabrá por qué lo he empezado.
- No habrá sido por el simple placer de experimentar...
- No comprendo su excitación - dijo Wagner -. ¿Y qué, si se tratara de un simple
experimento? No razonemos en un círculo vicioso. Cuando un huracán o un volcán en
erupción mata a las personas por millares, a nadie se le ocurre formular reproches al
huracán o al volcán. Considere esto como otro desastre natural.
No quedé satisfecho por la respuesta. Además, una sensación de mala voluntad hacia
el hombre despertó en mi ánimo por primera vez.
Había que ser un monstruo, desprovisto de todo sentimiento, para sacrificar las vidas de
millones de personas por un experimento científico, pensé.
Mi mala voluntad hacia Wagner se hizo más intensa a medida que yo mismo me sentía
peor, y no era de extrañar: aquellos terribles informes acerca de la destrucción paulatina
del mundo, la rápida sucesión de los días y las noches, bastaban para enloquecer a
cualquiera. Apenas dormía, y era un manojo de nervios. Para moverme, tenía que
adoptar infinitas precauciones. La más leve contracción muscular me haría salir
despedido contra el techo. Las cosas perdían rápidamente peso y no había modo de
manejarlas. Los muebles más pesados se desplazaban al menor contacto.
Fima, el ama de llaves, estaba tan exasperada como yo. El cocinar se había convertido
en un espectáculo circense: las ollas y las cacerolas volaban por el aire, y la propia
cocinera flotaba cómicamente tratando de alcanzarlas.
Wagner era el único que conservaba el buen humor, e incluso se burlaba de nosotros.
No me aventuraba a salir al exterior sin haber llenado previamente mis bolsillos de
piedras, para no «caer en el cielo». El nivel del mar era cada vez más bajo, ya que el
agua era arrastrada hacia el oeste, donde al parecer inundaba la costa... Además,
padecía frecuentes ataques de vértigo y de asfixia. El aire era cada vez más enrarecido.
El viento huracanado que había estado soplando del este parecía amainar. Pero al
mismo tiempo descendía la temperatura del aire.
Intuía que se acercaba el final... Me sentía tan angustiado que empecé a pensar qué
clase de muerte escogería: caer en el cielo, o esperar a quedar asfixiado. La asfixia era
lo peor, pero me permitiría ver lo que ocurría en la Tierra hasta el último momento.
No, era preferible terminar de una vez, pensé, y empecé a descargar mis bolsillos.
- Un momento - oí que decía la voz de Wagner, apenas audible en aquella atmósfera
enrarecida -. Vamos a bajar al laboratorio subterráneo.
Deslizó su brazo debajo del mío, hizo una seña al ama de llaves, que estaba en la
veranda, jadeando, y los tres nos encaminamos a la gran «ventana» redonda practicada
en el suelo del patio. Yo andaba como en un trance, perdida toda voluntad. Wagner
abrió la pesada puerta que conducía al laboratorio subterráneo y me empujó a través de
ella. Perdí el sentido y caí sobre el suelo de piedra.
IV - Cabeza abajo
No sé cuanto tiempo permanecí inconsciente. Mi primera sensación fue la de que
estaba respirando aire fresco. Abrí los ojos y quedé sorprendido al ver una bombilla
enroscada al suelo, no lejos del lugar donde yo estaba tendido.
- No le extrañe - oí que decía el profesor Wagner -. El suelo no tardará en convertirse
en techo. ¿Cómo se encuentra?
- Mucho mejor, gracias.
- Arriba, entonces - dijo, cogiéndome de la mano.
Volé hasta la claraboya y luego descendí, muy lentamente.
- Vamos, le enseñaré mi cuartel general subterráneo - dijo Wagner.
Había tres habitaciones juntas: dos de ellas con luz artificial, y una tercera, de mayor
tamaño, con un encristalado techo o suelo: no estoy seguro. Lo malo era que
estábamos sometidos al estado de ingravidez.
Esto convertía nuestro recorrido en un paseo agotador. Girábamos y remolineábamos,
agarrando y desplazando los muebles, saltando por encima de las mesas o chocando
contra ellas, suspendidos a veces en el aire y extendiendo nuestras manos para
cogernos. Sólo nos separaban unos centímetros, pero éramos completamente
incapaces de franquearlos hasta que algún ingenioso truco rompía el equilibrio. Los
objetos que tocábamos flotaban alrededor de nosotros. Una silla estaba colgada en el
aire en el centro de la habitación. Unos vasos llenos de agua aparecían volcados sin
que se derramara el líquido...
Luego vi una puerta que conducía a la cuarta habitación, de la cual surgía un sonido
chirriante. Pero Wagner no me permitió entrar en ella. Al parecer, albergaba el
mecanismo que aceleraba la rotación de la Tierra.
Sin embargo, nuestro «vuelo espacial» no tardó en acabar, y descendimos al techo
encristalado, que a partir de entonces sería nuestro suelo. No tuvimos que mover las
cosas porque ya se habían movido por sí mismas, y la bombilla eléctrica estaba ahora
sobre nuestras cabezas, iluminando la habitación durante las brevísimas noches.
Wagner lo había previsto todo, desde luego. Disponíamos de una abundante provisión
de botellas de oxígeno, de alimentos en conserva y de agua. Esto explica que el ama
de llaves no salga a comprar, pensé.
Ahora que estábamos en el techo, descubrí que el andar resultaba bastante fácil, a
pesar de que, en términos relativos, andábamos cabeza abajo. Pero el hombre se
acostumbra a todo. Yo me estaba adaptando rápidamente a la nueva situación. Cuando
incliné la mirada hacia mis pies y vi el cielo debajo de mí a través del grueso cristal
transparente, tuve la impresión de que estaba de pie sobre un espejo redondo que
reflejaba el cielo.
Pero a veces reflejaba cosas anormales o espantosas.
El ama de llaves dijo que tenia que ir a la casa a buscar la mantequilla, que había
olvidado allí.
- No podrá llegar - le dije -. Se caerá usted hacia abajo... quiero decir hacia arriba.
- Me agarraré a las anillas del suelo: el profesor me enseñó a hacerlo. Cuando todo era
normal, aprendí a andar sobre mis manos en una habitación en la que había anillas en
el techo.
Desde luego, el profesor Wagner había pensado en todo.
Me sorprendió que una mujer se mostrara tan valiente. ¡Arriesgar su vida, «andando
sobre las manos» encima del espacio infinito, para que no nos faltara la mantequilla!
- De todos modos, es muy arriesgado - dije.
- Mucho menos de lo que imagina - declaró el profesor Wagner -. Nuestro peso es
insignificante y se requiere muy poca fuerza muscular para esa maniobra. Además, voy
a acompañarla: me he dejado arriba mi cuaderno de notas.
- Pero, en el exterior no hay aire...
- Tenemos cascos con aire comprimido.
Y así, vestidos como buzos, se alejaron. La doble puerta se cerró detrás de ellos. Luego
oí el golpazo de la puerta exterior.
Tendido en el suelo, con el rostro pegado al grueso cristal, contemplé a la pareja con
inquietud: dos figuras con la cabeza embutida en un globo que andaban rápidamente
sobre sus manos, agarrándose a las anillas del suelo, con las piernas agitándose en el
aire. ¡Resultaba difícil imaginar un espectáculo más fantástico!
Wagner y el ama de llaves desaparecieron en el interior de la casa.
No tardaron en salir de nuevo.
Se encontraban ya a medio camino del laboratorio cuando ocurrió algo que me dejó
helado de espanto: el ama de llaves había dejado caer la jarra de la mantequilla y, en
su esfuerzo por alcanzarla, se soltó de la anilla y empezó a caer al abismo...
Wagner intentó salvarla: desenrolló una cuerda que llevaba a la cintura, la ató a una de
las anillas y descendió por ella detrás del ama de llaves. La desdichada mujer caía
lentamente, y como Wagner había conseguido acelerar su caída por medio de un
vigoroso impulso, no tardó en llegar a su altura. Extendió su brazo hacia ella, pero la
fuerza centrífuga había hecho que la mujer se desviara un poco. Wagner no consiguió
alcanzarla. Y la cuerda estaba ahora completamente desenrollada... Lentamente, el
profesor trepó por la cuerda, iniciando el regreso a la tierra desde los abismos del cielo...
Vi que la desgraciada mujer agitaba sus brazos. Luego, la noche cayó como un telón
sobre aquella escena de muerte.
Me estremecí al imaginar lo que ella sentía. ¿Qué sería de ella? Su cadáver, sin
descomponerse en la frialdad del espacio, caería eternamente a menos de que un
planeta lo atrajera al pasar junto a él.
Estaba tan absorto en mis pensamientos que no me di cuenta de que Wagner había
entrado y estaba a mi lado.
- Una hermosa muerte - dijo tranquilamente.
El odio me cegó.
- ¡Usted la ha matado! - escupí -. ¡Es usted un asesino! ¡Y tendrá que responder de esa
muerte, y de la vida que ha destruido en la Tierra! Reduzca inmediatamente la
velocidad de la Tierra, o...
Pero el profesor se limitó a sacudir la cabeza.
- ¡Hable! - grité, apretando los puños.
- No puedo hacer nada. Probablemente, existe un error en mis cálculos.
- ¡Entonces, pagará usted por ese error!
Me lancé contra él, enrosqué mis manos alrededor de su garganta y empecé a apretar...
Y en aquel preciso instante noté que el suelo cedía bajo mis pies. Luego se rompió el
cristal y me hundí en el abismo, con las manos cerradas sobre la garganta de Wagner...
V - Un nuevo auxiliar docente
Delante de mí, el rostro sonriente del profesor Wagner. Aturdido, le miré. Luego miré a
mi alrededor.
El sol, bajo aún en el dosel azulado del cielo. A lo lejos, el mar. Dos mariposas blancas
revoloteando cerca de la veranda. El ama de llaves, con un plato que contenía un gran
trozo de mantequilla en las manos...
- ¿Dónde estoy? ¿Qué significa todo esto? - le pregunté al profesor.
Wagner sonrió por debajo de sus largos bigotes.
- Debo disculparme - dijo - por haberle utilizado para un experimento, sin su permiso y
sin haber tenido el placer de conocerle hasta ahora. Si sabe quién soy, estará enterado
de que por espacio de muchos años he estado trabajando en la solución del problema
que le plantea al hombre la necesidad de asimilar la inmensidad de los conocimientos
modernos. Personalmente, por ejemplo, he logrado que cada una de las dos mitades de
mi cerebro trabaje independientemente.
- Leí algo acerca de eso - dije.
- Entonces, ya sabe de qué va. Pero no todo el mundo puede hacer eso. De modo que
decidí utilizar la hipnosis como auxiliar docente. Después de todo, la enseñanza
convencional comporta también cierta cantidad de hipnosis. Esta mañana, cuando salí a
dar mi acostumbrado paseo, le vi a usted oculto detrás del enebro. No era la primera
vez que se apostaba usted allí, ¿verdad? - inquirió, con un brillo humorístico en los ojos.
Quedé confundido.
- Bueno, decidí castigarle un poco por su curiosidad, sometiéndole a la hipnosis.
- ¿Qué? ¿Todo lo que he visto...?
- Pura hipnosis. Sin embargo, para usted fue muy real, ¿no es cierto? Y seguramente
no olvidará la experiencia. Nada menos que una lección práctica sobre las leyes de la
gravedad y de la fuerza centrifuga. Se comportó usted como un estudiante
aprovechado, aunque al final de la sesión se excitó un poco...
- ¿Cuanto tiempo ha durado?
El profesor Wagner consultó su reloj.
- Un par de minutos, aproximadamente. Una técnica muy productiva, ¿no le parece?
- ¡Un momento! - exclamé -. ¿Y la ventana encristalada? ¿Y las anillas en el suelo? -
Miré hacia el patio que se extendía delante de nosotros, completamente vacío -.
¿Fueron también producto de la hipnosis?
- Exactamente. Pero, con sinceridad, ¿encontró usted aburrida mi lección de física? No,
¿verdad? Fima - llamó -. ¿Está preparado el café? Vamos a desayunar...

FIN

AL ABISMO DE CHICAGO -- RAY BRADBURY

AL ABISMO DE CHICAGO

Ray Bradbury

_
Bajo un pálido cielo de abril, con un leve viento que disipaba el recuerdo invernal, el anciano entró en el parque casi vacío a mediodía. Sus lentos pies estaban envueltos en vendas manchadas de nicotina, y tenía los cabellos enmarañados, largos y grises, lo mismo que su barba, rodeando una boca que parecía temblar continuamente llena de revelaciones.

El anciano miró hacia atrás como si hubiera perdido más cosas de las que podía empezar a recordar allí, en el montón de ruinas, ante la desdentada silueta de la ciudad. Al no encontrar nada, siguió arrastrando los pies hasta que localizó un banco ocupado por una mujer solitaria. La contempló, asintió con la cabeza, se sentó al otro extremo del banco y no volvió a mirarla.

Permaneció con los ojos cerrados y la boca ocupada durante tres minutos, moviendo la cabeza como si su nariz estuviera escribiendo una palabra en el aire. Hecho esto, abrió la boca para pronunciar la palabra con voz clara y aguda:

- Café.

La mujer dio un respingo e irguió el cuerpo.

Los nudosos dedos del anciano voltearon en pantomima sobre su regazo, sin mirar.

- ¡Gira el abrelatas! ¡Envase rojo brillante de letras amarillas! Aire comprimido. ¡Pufff! Envasado al vacío. ¡Ssst! ¡Como una serpiente!

La mujer volvió la cabeza como si la hubiesen golpeado, para contemplar con horrorizada fascinación la lengua en movimiento del anciano.

- Qué perfume, qué aroma, qué olor. ¡Exquisitos, oscuros, maravillosos granos brasileños, recién molidos!

La mujer se puso en pie de un salto, tambaleándose como si acabase de recibir un tiro, y se agarró al respaldo del banco.

El anciano abrió los ojos de par en par.

- ¡No! Yo...

Pero ella echó a correr, y desapareció.

El anciano suspiró y reanudó su deambular por el parque hasta encontrar un banco donde estaba sentado un joven completamente absorto en la tarea de envolver hierba seca en un pequeño rectángulo de papel fino. Sus delgados dedos moldearon la hierba tiernamente, en un rito casi sagrado, temblando mientras enrollaba el tubo; luego lo colocó entre sus labios e, hipnóticamente, lo encendió. Se reclinó hacia atrás, bizqueando de placer, comulgando con el fétido aire que invadía su boca y sus pulmones. El anciano contempló el humo exhalado disolviéndose en el viento de mediodía, y dijo:

- Chesterfield.

El joven se cogió las rodillas con fuerza.

- Raleighs - dijo el anciano -. Lucky Strike.

El joven le miró fijamente.

- Kent. Kools. Marlboro - dijo el anciano, sin mirar al joven -. Así se llamaban. Paquetes blancos, rojo, ámbar, verde hierba, azul celeste, dorado, con la tirilla roja en la parte superior para quitar el crujiente celofán, y la etiqueta azul del impuesto del Gobierno...

- ¡Cállese! - dijo el joven.

- Se compraban en las droguerías, en los quioscos de refrescos, en las estaciones del Metro...

- ¡Cállese!

- Calma - dijo el anciano -. Ese humo me ha hecho pensar...

- ¡No piense! - El joven hizo un gesto tan violento que su cigarrillo liado a mano cayó deshecho sobre sus piernas -. ¡Mire lo que ha conseguido!

- Lo siento. Era un día tan agradable y amistoso...

- ¡Yo no soy amigo de nadie!

- Todos somos amigos ahora; si no ¿para qué vivimos?

- ¿Amigos? - refunfuñó el joven, sacudiéndose del regazo la hierba y el papel -. Tal vez hubieran «amigos» en los años setenta, pero ahora...

- Mil novecientos setenta. Tú debías ser un niño entonces. Todavía se encontraban caramelos Butterfingers envueltos en papel de color amarillo canario. Baby Ruths, Clark Bars en papel naranja; Milky Ways... tómese un universo de estrellas, cometas, meteoros. Qué bonito...

- Nunca fue bonito. - El joven se puso en pie súbitamente -. ¿Qué le pasa a usted?

- Recuerdo las limas y los limones, eso es lo que me pasa. ¿Te acuerdas de las naranjas?

¡Maldita sea! Naranjas, un cuerno. ¿Me está llamando embustero? ¿Quiere ponerme enfermo? ¿Está usted chiflado? ¿No conoce la ley? ¿No sabe que puedo denunciarle?

- Lo sé, lo sé - dijo el anciano, encogiéndose de hombros -. El tiempo que hace me ha engañado. Me ha hecho comparar...

- Comparar rumores. Es como dicen ellos, la Policía, los Agentes Especiales. Ellos lo dicen. Son rumores, maldito agitador. Usted...

Cogió al anciano por las solapas, que se desgarraron, por lo que hubo de agarrarle otra vez, gritándole a la cara:

- Le voy a romper la crisma... Hace mucho tiempo que no le parto la cara a nadie...

Empujó al anciano. Del empujón pasó a las bofetadas, y de las bofetadas a los puñetazos: una verdadera lluvia de golpes cayó sobre el anciano, que la soportaba como alguien sorprendido por una terrible tormenta. Con sólo los dedos intentaba protegerse de los puños que magullaban sus mejillas, sus hombros, su frente, su barbilla, mientras el joven gritaba cigarrillos, gemía caramelos, aullaba tabacos, chillaba golosinas, y cuando el anciano cayó le atacó a puntapiés. De pronto, el joven dejó de golpearle y empezó a llorar. Al oír aquel ruido, el anciano, caído en el suelo, retorciéndose de dolor, apartó sus dedos de su boca lastimada y abrió los ojos para mirar con asombro a su agresor. El joven sollozaba.

- Por favor... - suplicó el anciano.

Los sollozos del joven se hicieron más ruidosos, y le brotaron lágrimas de los ojos.

- No llores - dijo el anciano -. No estaremos siempre hambrientos. Reconstruiremos las ciudades. Oye, no quise hacerte llorar, sólo quería que pensaras a dónde vamos, lo que estamos haciendo, lo que hemos hecho... No me pegabas a mí. Querías golpear otra cosa, pero yo estaba más a mano. Mira, no me has hecho nada. Estoy bien.

El joven dejó de llorar y bajó los ojos para mirar al anciano, quien forzó una sonrisa bañada en sangre.

- Usted... no puede andar por el mundo - dijo el joven - molestando a la gente. ¡Voy a buscar a alguien para que le ajuste las cuentas!

- ¡Espera! - El anciano hizo un esfuerzo por incorporarse -. ¡No!

Pero el joven, dando voces, echó a correr hacia la salida del parque.

Semiincorporado, el anciano se tentó los huesos, encontró uno de sus dientes caído entre la gravilla, lleno de sangre, y lo cogió tristemente.

- Estúpido - dijo una voz.

El anciano miró a su alrededor y hacia arriba.

Un hombre delgado, de unos cuarenta años, se apoyaba en un árbol cercano, con una expresión de cansancio y de curiosidad en su alargado rostro.

- Estúpido - repitió.

El anciano le miró con aire asombrado.

- ¿Ha estado usted ahí todo el tiempo, y no ha hecho nada?

- ¿Qué debía hacer? ¿Luchar con un tonto para salvar a otro? No. - El desconocido le ayudó a levantarse y sacudió el polvo de sus ropas -. Sólo peleo cuando vale la pena hacerlo. Vamos, le llevaré a mi casa.

El anciano volvió a mirarle con asombro.

- ¿Por qué?

- Ese muchacho regresará con la policía de un momento a otro. No quiero que le encierren; es usted un producto muy valioso. Había oído hablar de usted y le buscaba desde hace varios días. Y he tenido que encontrarle representando uno de sus famosos números... ¿Qué le dijo al muchacho para que se enfadase tanto?

- Le hablé de naranjas y de limones, de caramelos y cigarrillos. Estaba a punto de recordarle con todo detalle los juguetes de cuerda, las pipas de brezo y los cepillos de cerda cuando hizo caer el cielo sobre mí.

- Casi no se lo reprocho. A mí mismo me están entrando ganas. ¡Vámonos ya, oigo una sirena!

Y salieron rápidamente del parque.



Bebió primero el vino hecho en casa, porque resultaba más fácil. La comida tendría que esperar hasta que su hambre venciera al dolor en su boca lastimada. Sorbió, asintiendo con la cabeza.

- Excelente, muchas gracias. Excelente.

El desconocido que le había sacado rápidamente del parque estaba sentado frente a él en la endeble mesa del comedor, mientras la esposa del desconocido colocaba unos platos rajados y desconchados sobre el raído mantel.

- La paliza - dijo el marido, finalmente -. ¿Cómo ocurrió?

Al oír esto, la esposa casi dejó caer un plato.

- Tranquilízate - dijo el marido -. Nadie nos ha seguido. Adelante, viejo. Cuéntenos por qué se comportaba usted como un santo aspirante al martirio. Es usted famoso, ¿no lo sabía? Todo el mundo ha oído hablar de usted. A muchos les gustaría conocerle. Pero yo deseo conocer en primer lugar las razones de su conducta. ¿Bien?

Pero el anciano estaba absorto en la contemplación del plato desconchado que tenía ante sí. ¡Veintiséis! ¡No: veintiocho guisantes! Contó la suma increíble, se inclinó sobre tan insólitas legumbres como un hombre que reza se inclina sobre las cuentas de su rosario. Veintiocho gloriosos guisantes verdes, y unas cuantas hilachas de fideos medio rancios anunciando que hoy las cosas iban mejor. Pero debajo del montoncito de pasta, el plato rajado demostraba que las cosas habían ido peor desde hacía muchos años. El anciano se quedó como suspendido sobre el plato, semejante a un enorme e inexplicable pajarraco caído por azar en aquel frío apartamento. Sus samaritanos anfitriones le contemplaron hasta que finalmente dijo:

- Estos veintiocho guisantes me recuerdan una película que vi cuando era niño. Un cómico... ¿Entienden ustedes esa palabra? Un hombre que hacía reír se encontraba con un loco en un asilo nocturno, y...

El marido y la esposa rieron en voz baja.

- No, no es ese todavía el chiste, lo siento - se disculpó el anciano -. El loco invitaba al cómico a sentarse ante una mesa vacía, sin cuchillos, ni tenedores, ni comida. «La cena está servida», anunciaba. Temiendo ser asesinado, el cómico le seguía la corriente. «¡Excelente!», exclamaba, fingiendo masticar la verdura, el filete y el postre, aunque no mordía nada. «¡Estupendo! ¡Maravilloso!», y tragaba aire. Ahora pueden reír.

Pero el marido y la esposa, completamente inmóviles, se quedaron mirando los platos y su mísero contenido

El anciano meneó la cabeza y continuó:

- El cómico, creyendo convencer al loco, exclamaba: «¡Y estos melocotones regados con coñac! ¡Soberbios!» «¿Melocotones?», gritó el loco, sacando un revólver. «¡Yo no he servido melocotones! ¡Está loco!» Y mataba al cómico por la espalda.

Durante el silencio que siguió, el anciano, cogió el primer guisante y lo sopesó amorosamente en la punta de su tenedor de estaño. Estaba a punto de llevárselo a la boca cuando...

Resonó una imperiosa llamada en la puerta.

- ¡Policía especial! - gritó una voz.

En silencio, pero temblando, la esposa ocultó el plato extraordinario.

El marido se levantó con serenidad para conducir al anciano hacia una pared, en la cual se abrió un entrepaño. El anciano pasó al otro lado, el entrepaño volvió a cerrarse y el anciano permaneció oculto allí, a oscuras, mientras al otro lado, invisible, se abría la puerta del apartamento. Se oyeron murmullos de voces excitadas. El anciano podía imaginar al Agente Especial con su uniforme azul oscuro, con el revólver en el puño, entrando para no ver sino los escasos muebles, las paredes desnudas, el resonante suelo de linóleo, las ventanas con hojas de cartón sustituyendo a los cristales: toda una delgada y grasienta película de civilización dejada sobre la playa vacía cuando se retiró la marea de la guerra.

- Estoy buscando a un viejo - dijo la cansada voz de la autoridad al otro lado de la pared. Qué extraño, pensó el anciano, incluso la ley suena cansada ahora -. Usa ropas remendadas... - Pero ahora todo el mundo llevaba ropas remendadas -. Sucio. De unos ochenta años de edad...

Pero, ¿acaso no va todo el mundo sucio? ¿No somos todos viejos?, se gritó el anciano en su fuero interno.

- Si le entregan, la recompensa son raciones para una semana - dijo la voz del policía -, más diez latas de verduras y cinco latas de sopa como gratificación especial.

Envases de hojalata con sus etiquetas de brillantes colores, pensó el anciano. Las latas aparecieron como meteoros deslizándose sobre sus párpados en la oscuridad. ¡Una atractiva recompensa! No DIEZ MIL DOLARES, ni VEINTE MIL DOLARES, no, no, sino... cinco maravillosas latas de sopa auténtica, no de sucedáneo, y diez, cuéntalas, diez hermosas y brillantes latas de verduras exóticas tales como habichuelas verdes y maíz tierno... ¡Piensa en ello! ¡Piensa!

Siguió un largo silencio, durante el cual el anciano creyó oí, leves murmullos de estómagos revolviéndose intranquilos, amodorrados pero capaces de evocar cenas más opíparas que los residuos de la antigua ilusión convertida en pesadilla durante el largo crepúsculo que había seguido al D. A.: Día del Aniquilamiento.

- Sopa, verduras - repitió la voz del policía -. ¡Quince hermosas latas!

La puerta se cerró de golpe.

Las pesadas botas resonaron a través del destartalado inmueble, y se oyeron nuevas llamadas a las tapaderas de ataúd de las puertas, para volver a otros Lázaros a la vida hablándoles en voz alta de latas brillantes y sopas auténticas. Finalmente, los golpes cesaron y resonó un último portazo.

El entrepaño volvió a abrirse. Marido y mujer evitaban mirar al anciano cuando salió. Él sabía por qué, e hizo gesto de tocarles el brazo.

- Hasta yo mismo - dijo, suspirando -. Hasta yo estuve a punto de entregarme para reclamar la recompensa, para comer la sopa...

Pero ellos continuaban sin mirarle.

- ¿Por qué? - inquirió -. ¿Por qué no me han entregado? ¿Por qué?

El marido, como si hubiera recordado algo de pronto, hizo una seña a su esposa. Ella se dirigió hacia la puerta, vaciló; su marido asintió con la cabeza, impaciente, y ella salió, silenciosa como un soplo sobre una telaraña. La oyeron deslizarse a lo largo del vestíbulo, llamando suavemente a las puertas, las cuales se abrían a susurros y murmullos.

- ¿Qué está haciendo? ¿Qué se propone hacer usted? - preguntó el anciano.

- Ya lo verá. Siéntese y termine de cenar - dijo el marido -. Dígame por qué es usted tan loco que ha llegado a enloquecernos a nosotros hasta el punto de ir a buscarle y traerle aquí.

- ¿Por qué soy tan loco? - El anciano se sentó y se puso a masticar lentamente, tomando uno a uno los guisantes del plato que le había sido devuelto -. Sí, soy un loco. ¿Cómo empezó mi locura? Hace años contemplé el mundo en ruinas, las dictaduras, los estados y naciones esquilmadas, y me dije: «¿Qué puedo hacer yo, un débil anciano? ¿Qué? ¿Reparar el desastre? ¡Bah!» Pero una noche, medio dormido, un antiguo disco de fonógrafo resonó en mi cabeza. Dos hermanas, llamadas Duncan, famosas cuando yo era un niño, cantaban una canción llamada RECORDANDO. «Recordar es lo único que hago, querido, conque inténtalo y recuerda tú conmigo.» Repetí la canción y no era una canción, sino un sistema de vida. ¿Qué podía ofrecer a un mundo que empezaba a olvidar? ¡Mi memoria! ¿Para qué iba a servir eso? Para ofrecer un nivel de comparación; decirles a los jóvenes lo que fue en otro tiempo, poner en evidencia nuestras pérdidas. Descubrí que, cuanto más recordaba, más lograba recordar. Según con quién me sentaba, recordaba las flores de imitación, los teléfonos, las neveras, las chicharras (¿ha hecho usted sonar alguna vez una chicharra?), los dedales, y los clips de bicicleta; no las bicicletas, no, sino los clips de bicicleta... ¿Verdad que resulta curioso? En cierta ocasión un hombre me pidió que recordara los instrumentos de a bordo de un Cadillac. Los recordé y se los descubrí detalladamente. Mientras me escuchaba unas gruesas lágrimas se deslizaron por sus mejillas. ¿Lágrimas de felicidad... o de tristeza? No puedo saberlo. Sólo puedo recordar. No hago literatura, no; nunca he tenido memoria para las comedias o los poemas. Son algo que se pierde, que muere. En realidad, no soy más que un evocador de lo vulgar, que al fin y al cabo es algo que también forma parte de la civilización. Lo único que ofrezco realmente son los restos y cacharros cromados de tercera mano de una civilización que acabó por correr hacia el precipicio. Pero, de un modo u otro, la civilización debe ponerse de nuevo en marcha. Los que sepan ofrecer delicada poesía, que la recuerden, que la ofrezcan. Los que sepan tejer y fabricar hermosas redes, que las tejan, que las fabriquen. Mi talento es menos importante que el de ellos, y tal vez desdeñable en el largo trecho a recorrer hacia la antigua cumbre. Pero yo debo soñar que vale la pena. Porque, insignificantes o no, las cosas que la gente recuerde son las que tratará de recuperar. En consecuencia, me dedico a ulcerar sus deseos medio muertos con el ácido de mis recuerdos. Tal vez así se decidan a reconstruir la ciudad, el Estado y luego el mundo. Hagamos que un hombre desee el vino, otro un cómodo sillón; un tercero querrá un planeador con alas para remontarse sobre los vientos de marzo y construirá pterodáctilos electrónicos de mayor tamaño para dominar vientos todavía más fuertes, con un mayor número de pasajeros. Algún tonto deseará tener un árbol de Navidad, y un listo sabrá buscarlo. Juntemos todos esos deseos, y yo estaré allí para inducir a esos hombres a realizarlos. Sí, en otro tiempo hubiera gritado: «¡Sólo lo mejor de lo mejor, sólo la calidad verdadera!» Pero las rosas pueden florecer sobre el estiércol. Lo vulgar debe existir para que pueda florecer lo más excelente. Yo seré el más vulgar que exista y combatiré a todos los que dicen déjalo correr, húndete, revuélcate en el polvo, deja que las razas cubran el sepulcro donde estás enterrado vivo. Protestaré contra las tribus de hombres - mono vagabundos, contra los hombres - oveja que mastican la hierba de los campos despreciados por los lobos feudales que se hacen fuertes en las cumbres de los escasos rascacielos restantes y acaparan los alimentos olvidados. Mataré a esos villanos con un abrelatas y un sacacorchos. Los pondré en fuga con fantasmas de Buick, Kissel-Kar y Moon, les azotaré con látigos de regaliz hasta que griten pidiendo misericordia. ¿Si será posible conseguirlo? Ha de intentarse.

Con las últimas palabras, el anciano revolvió el último guisante en su boca, mientras su samaritano anfitrión se limitaba a mirarle con expresión de amable asombro. En toda la casa la gente se removía, se abrían y cerraban puertas, y los rumores crecían en intensidad por los corredores. El desconocido dijo:

- ¿Y usted me pregunta por qué no le hemos entregado? ¿Oye esos rumores al otro lado de la puerta?

- Parece como si todos los habitantes del inmueble...

- Todos. Viejo loco, ¿recuerda los cinematógrafos? Mejor aún, ¿los cinematógrafos al aire libre donde se podía entrar en automóvil?

El anciano sonrió.

- ¿Los recuerda usted?

- Casi.

- Mire, si va a seguir siendo un loco, si quiere correr riesgos, hágalo ahora y de una sola vez, ante un auditorio numeroso. ¿Por qué desperdiciar su aliento con una persona, o con dos o incluso tres, si...

El marido abrió la puerta e hizo un gesto con la cabeza hacia fuera. En silencio, uno a uno o por parejas, entraban los habitantes del inmueble. Entraban en aquella habitación como si fuese una sinagoga, o una iglesia, o ese otro tipo de templo llamado cinematógrafo, o el tipo de cinematógrafo llamado cine al aire libre. Y la tarde iba cayendo; el sol se hundía en el horizonte y muy pronto, en las primeras horas de la noche, al caer la oscuridad, la habitación quedaría envuelta en sombras y una sola luz iluminaría al anciano y éste hablaría y ellos escucharían y se cogerían de la mano y sería como en los viejos tiempos en las salas a oscuras, o en el interior de los coches, y sería sólo un recuerdo: palabras por palomitas, y palabras por goma de mascar, y refrescos, y bombones; pero las palabras, de todos modos, las palabras...

Y mientras la gente entraba y se sentaba en el suelo, y el anciano les contemplaba, negándose a creer que hubieran acudido sin conocerle siquiera, el marido dijo:

- ¿No es mucho mejor esto que correr un riesgo al aire libre?

- Sí. Es extraño... Odio el dolor, odio ser golpeado y perseguido. Pero mi lengua se mueve. Debo escuchar lo que dice. Pero esto es mejor.

- Bien. - El marido metió un billete rojo en la palma de la mano del anciano -. Cuando esto haya terminado, dentro de una hora, aquí hay un billete de un amigo mío que trabaja en Transportes. Un tren cruza el país cada semana. Cada semana consigo un billete para algún idiota al que deseo ayudar. Esta semana le toca a usted.

El anciano leyó el punto de destino en el doblado papel rojo:

- ABISMO DE CHICAGO. - Y añadió -: ¿Todavía está allí el Abismo?

- El año que viene, por estas fechas, el lago Michigan puede irrumpir a través de la última corteza y formar un nuevo lago en el pozo donde en otro tiempo estuvo la ciudad. Hay vida de todas clases en los bordes del cráter, y una vez al mes sale hacia el oeste un tren secundario. Cuando llegue allí, siga viaje y olvide que nos ha conocido. Le daré una pequeña lista de personas como nosotros. Cuando haya pasado algún tiempo, procure localizarlas: viven en lugares desérticos. Pero, por el amor de Dios, quédese al aire libre, durante un año y tómese unas vacaciones. Mantenga cerrada su maravillosa boca. - El marido le entregó una tarjeta amarilla -. Este es un dentista amigo mío. Dígale que le haga una dentadura nueva que sólo se abra a las horas de comer.

Al oír esto, algunos de los presentes se echaron a reír, y el anciano también rió silenciosamente. Los vecinos, docenas de ellos, habían acabado de entrar y era tarde. Marido y esposa cerraron la puerta y se quedaron de pie junto a ella, y se volvieron para presenciar la última ocasión especial en que el anciano podría abrir su boca.

El anciano se puso en pie.

Su auditorio permaneció inmóvil y silencioso.

El tren entró a medianoche, oxidado y ruidoso, en una estación súbitamente llena de nieve. Bajo la cruel ventisca, gentes mal lavadas subieron a los anticuados vagones empujando al anciano por el pasillo hasta un compartimiento vacío que en otro tiempo había sido un lavabo. El suelo no tardó en quedar convertido en un lecho rodante sobre el cual dieciséis personas se retorcían y daban vueltas en la oscuridad, tratando de conciliar el sueño.

El tren se precipitó a través de la blancura desierta.

El anciano se repetía: «Silencio, cállate, no hables, no digas nada, quédate quieto, ¡piensa!, ¡cuidado!, ¡no te muevas!», mientras se veía mecido, traqueteado, sacudido de acá para allá. Permanecía medio recostado contra una pared. Sólo había otro pasajero de pie en aquel horrible compartimiento: a unos pies de distancia, también recostado contra la pared, estaba un muchacho de ocho años cuya palidez enfermiza cubría sus mejillas. Completamente despierto, con los ojos brillantes, parecía contemplar, contemplaba, la boca del anciano. El muchacho miraba porque no tenía más remedio. El tren pitaba, rugía, traqueteaba, aullaba y corría.

Transcurrió media hora de estruendosa carrera nocturna bajo la luna velada por la nieve, y la boca del anciano permaneció herméticamente cerrada. Otra hora, y continuó cerrada. Una hora más y empezaron a aflojarse los músculos alrededor de sus mejillas. Otra, y sus labios se entreabrieron para desentumecerse. El muchacho permanecía despierto. El muchacho miraba, esperaba. Inmensos velos de silencio cernían el aire nocturno exterior, hendido por el avance del tren. Los viajeros, sumidos en un inconfesado terror, entumecidos por la velocidad, dormían cada uno su sueño, pero el muchacho no apartaba los ojos, y al fin el anciano se inclinó hacia delante, muy despacio.

- Eh..., muchacho. ¿Cómo te llamas?

- Joseph.

El tren traqueteaba y gruñía como un monstruo avanzando a través de una oscuridad intemporal hacia una mañana inimaginable.

Joseph... - El anciano saboreó la palabra y se adelantó un poco más, con los ojos risueños y brillantes. Su rostro se llenó de pálida belleza. Sus ojos se dilataron hasta que parecieron no ver. Miraban algo distante y oculto. Se aclaró la garganta, procurando no hacer ruido.

- Ejem...

El tren rugió al tomar una curva. La gente osciló de un lado a otro en sueños.

- Bueno, Joseph - susurró el anciano, alzando suavemente los dedos al aire -. Érase una vez...



FIN

ABOMINABLE -- FREDRIC BROWN

ABOMINABLE

Fredric Brown




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Sir Chauncey Atherton se despidió de los guías sherpas, que iban a acampar allí y dejarle continuar solo. Estaban en tierras del Abominable Hombre de las Nieves, varios centenares de kilómetros al norte del monte Everest, en el Himalaya. Los Abominables Hombres de las Nieves se habían dejado ver ocasionalmente en el Everest y en otras montañas tibetanas o nepalesas; pero el monte Oblimov, al pie del cual dejaba ahora a sus guías nativos, estaba tan lleno de ellos que ni siquiera los sherpas se atrevían a escalarlo; aunque le aseguraron que esperarían allí su regreso, en el caso de que regresara. Había que ser muy valiente para aventurarse más allá de aquel punto, Sir Chauncey era muy valiente.

Además, era un verdadero perito en cuestión de mujeres, razón por la que se encontraba allí y a punto de intentar, en solitario, no sólo una peligrosa ascensión sino también un rescate aún más peligroso. Si Lola Grabaldi aún vivía, se hallaba en poder de un Abominable Hombre de las Nieves.

Sir Chauncey nunca había visto a Lola Grabaldi en persona. En realidad, hacía menos de un mes que se había enterado de su existencia, al ver la única película cinematográfica que ella había protagonizado, y gracias a la cual se convirtió súbitamente en un personaje legendario, en la mujer más hermosa de la Tierra, en la estrella cinematográfica más encantadora que Italia había engendrado jamás; y sir Chauncey no lograba comprender que siquiera Italia lo hubiera hecho. En una sola película remplazó a la Bardot, la Lollobrigida y la Ekberg como la imagen de la perfección femenina en la mente de todos los peritos del mundo, y sir Chauncey era el mejor perito del mundo. En cuanto la vio en la pantalla, comprendió que debía verla en persona, o morir en el intento.

Pero, entonces, Lola Gabraldi ya había desaparecido. A fin de tomarse unas vacaciones después de su primera película, hizo un viaje a la India y se unió a un grupo de escaladores que pensaban conquistar el monte Oblimov. El resto del grupo había regresado, pero Lola no. Uno de ellos testificó haberla visto, a demasiada distancia para alcanzarla a tiempo, secuestrada, arrastrada a la fuerza por una peluda criatura, más o menos humana, de casi tres metros de estatura. Un Abominable Hombre de las Nieves. El grupo la había buscado varios días antes de darse por vencidos y regresar a la civilización. Todo el mundo coincidía en afirmar que, ahora, ya no había ninguna posibilidad de encontrarla con vida.

Todo el mundo menos sir Chauncey, que inmediatamente había volado de Inglaterra a la India.

Nada pudo detenerle, y ahora ascendía hacia la región de las nieves eternas. Y, además del equipo de alpinismo, llevaba el pesado rifle con el que, sólo un año antes, había cazado tigres en Bengala. Si el arma podía matar tigres, razonaba, también podía matar Hombres de las Nieves.

La nieve se arremolinaba en torno suyo mientras avanzaba hacia la línea de nubes. De repente, a unos doce metros de él, que era hasta donde su vista alcanzaba, divisó una monstruosa figura que no era totalmente humana. Alzó el rifle y disparó. La figura cayó, y siguió cayendo; se hallaba al borde de un precipicio de varios miles de metros de altura.

Y, en el mismo momento del disparo, unos brazos se cerraron en torno a sir Chauncey. Unos brazos gruesos y peludos. Y después, mientras una mano le inmovilizaba fácilmente, la otra le arrebató el rifle y lo dobló en forma de L con la misma facilidad que si se tratara de un palillo, tirándolo después.

Se oyó una voz procedente de un punto situado a unos sesenta centímetros por encima de su cabeza.

- Estate quieto y no te pasará nada.

Sir Chauncey era un hombre valiente, pero una especie de gemido fue todo lo que pudo articular, pese a la aparente garantía de las palabras. La criatura situada a su espalada le mantenía tan fuertemente apretado contra sí, que no pudo alzar ni volver la mirada para ver que cara tenía.

- Te lo explicaré - dijo la voz a sus espaldas -. Nosotros, a los que llamáis Abominables Hombres de las Nieves, somos humanos, pero transmutados. Hace muchos siglos formábamos una tribu, igual que los sherpas. Por casualidad descubrimos una droga que nos permitió cambiar físicamente y adaptarnos, gracias a un aumento de estatura, pilosidad y otros cambios fisiológicos, a un frío y una altitud extremos, así como trasladarnos a las montañas, a regiones donde otros no pueden sobrevivir, excepto los pocos días que dura una expedición de alpinismo. ¿Lo entiendes?.

- S-s-sí - consiguió articular sir Chauncey. Comenzaba a entrever un rayo de esperanza. ¿Acaso la criatura iba a explicarle estas cosas, si pensara matarle?

- En este caso, continuaré. Nuestro número es reducido, y cada día lo es más. Por esta razón ocasionalmente capturamos, tal como te hemos capturado a ti, a un alpinista. Le damos la droga transmutadora, sufre los cambios fisiológicos y se convierte en uno de nosotros. De este modo mantenemos nuestro número relativamente constante.

- P-pero - balbució sir Chauncey - ¿acaso es eso lo que le ha sucedido a la mujer que estoy buscando, Lola Grabaldi? ¿Acaso es ahora... peluda, de casi tres metros de estatura, y...?

- Lo era. Acabas de matarla. Un miembro de nuestra tribu la había tomado como compañera. No nos vengaremos de ti por haberla matado; pero ahora debes ocupar su lugar.

- ¿Ocupar su lugar? Pero... yo soy un hombre.

- Me alegro de que lo seas - dijo la voz a sus espaldas. Se vio obligado a girar bruscamente, y se encontró frente a un enorme cuerpo peludo, con la cara al mismo nivel de dos montañosos senos peludos -. Me alegro de que lo seas... porque yo soy una Abominable Mujer de la Nieves.

Sir Chauncey se desmayó, siendo inmediatamente recogido y alzado en brazos, con la misma facilidad que si de un osito de juguete se tratara, por su nueva compañera.





FIN

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