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viernes, 27 de noviembre de 2009

Las Gusanas

Las Gusanas
Alfonso Martínez Garrido

El viejo mestizo ya había separado, con la delicadeza de una manicura, las dos piezas de la cápsula medicinal, y vertido su contenido en un cenicero lleno de residuos de cigarros que apestaban a droga.
¾Vea el señorito el volcán. ¾El mestizo aproximó al señorito Mauricio hacia la ventana y le señaló la inmensa mole de piedra que presidía el paisaje, altazonada y temible, como un mítico dragón¾. Aquí le llamamos el Volcán de las Gusanas. Está muerto ya, bendito sea Dios. Hace muchos años que las gusanas dejaron de enfurecerle. Ya quedan pocas gusanas. A cada paridera se las destruye y sólo se conservan una o dos parejas. Sería terrible lo contrario: se reproducen por millones y son devoradoras de carne. Cuando les falta la carne, la llamada del demonio las dirige hacia el volcán. Y, entonces...
El rostro del viejo mestizo se demudó, como si un recuerdo ancestral, de siglos, le aterrorizara. Con manos temblorosas encendió otro de sus cigarros apestosos y se dirigió, renqueante, hacia la mesa de camilla, ante la que tomó asiento, invitando a su acompañante a que le imitase. El viejo mestizo sirvió dos vasos de vino no más aromático que los cigarros, apurando el suyo con excitada avidez, dejando que algunos chorretones se deslizaran como sanguijuelas por su barbilla, que enjuagó con un moquero pringoso que luego pasó por su sudorosa frente.
¾Esto relaja, señorito ¾dijo el mestizo¾. Sobre todo, cuando se habla de las gusanas.
Mauricio cató, más por cortesía que por apetencia, un buche de aquel líquido pegajoso, no pudiendo evitar, a continuación, que una náusea aversiva le hollara la garganta. Depositó con cautela su vaso sobre la mesa y, con la voz aún pringada de ascos, le preguntó al mestizo:
¾Pero, ¿no fallarán las gusanas?
¾¡Las gusanas nunca fallan! ¾pareció indignarse el mestizo, por cuanto se ponía en duda la eficacia de las milenarias y endemoniadas bestias devoradoras¾. Son certeras y rápidas, como una guadaña. Sólo bajo tierra, como los muertos, son inofensivas. Porque bajo tierra se abrasan, se ahogan. Bajo toda esa tierra ¾el mestizo señaló de nuevo hacia la ventana¾ hay millones y millones de gusanas muertas. Se las entierra al instante de la paridera, pero antes las enterraba el volcán. Son tan demoníacas que, cuando ya no les queda carne por devorar, se dirigen hacia el volcán para sumergirse en los infiernos. Pero hasta el volcán ha renegado de ellas, y es entonces cuando el volcán se encorajina, y su corazón de fuego las escupe entre las llamas, las arrasa. Y, en consecuencia, arrasa asimismo las cosechas desde sus irritadas fauces hasta los cuatro ríos. Nada queda con vida, incluso las moscas mueren. Y es entonces también cuando la cólera del volcán se hace tanto o más dañina que la carnívora gula de las gusanas.
La vehemencia con que hablaba el viejo mestizo le hizo a éste sudar aún más sobre su propio sudor, por lo que se sirvió un nuevo trago de su fétido brebaje, que consumió no menos vehementemente. Mauricio observaba al viejo mestizo con prudencia. Ya estaba deseoso de contemplar a la pareja de gusanas que iba a adquirir de su interlocutor, el cual volvía a pasarse su mugroso pañuelo por la frente.
¾¿Y bien...? ¾dijo al fin Mauricio, sintiendo un ligero alivio en la pegajosidad de su voz.
El viejo mestizo alzó la cabeza y sonrió. Un diente de plata, el único aseado de entre todos sus dientes, relampagueó un momento, como si se tratase de una luna en el interior de una lobera.
No respondió el mestizo; simplemente, se incorporó en su silla y, arrastrado por su renquera, se dirigió hacia una alacena que había empotrada en un rincón de la covacha. Abrió sus puertas con una llave temblorosa y extrajo de su interior dos pequeñas arcas, construidas en hierro oxidado. Con ellas entre sus manos, como si se tratase de reliquias, regresó junto al visitante, depositándolas mimosamente encima de la mesa.
¾No las encontrará en ninguna otra parte, señorito. Le han informado bien. Pero...
Los ojos del viejo fulguraban, mientras su lengua le relamía los labios. Y Mauricio comprendió.
¾No es el dinero lo que importa ¾le replicó Mauricio. Se buscó la cartera en los bolsillos de su atildada americana colonial y empezó a arrojar billete tras billete sobre la mesa, junto a las cajitas de hierro oxidado, hasta que el llameo avaricioso de los ojos del mestizo le hicieron detenerse¾. ¿Es éste su precio? ¾El mestizo abalanzó sus garfiosos dedos hacia los billetes, mas Mauricio le detuvo con un gesto enérgico, custodiando el dinero bajo la palma de sus manos¾. Primero, las gusanas.
¾Está bien, está bien...
El viejo mestizo sonrió, condescendiente, y tomó uno de los cofrecillos que, al pronto, Mauricio lo asemejó mentalmente con un diminuto féretro.
Y, en efecto: cuando, con gran cuidado, el viejo entreabrió la arquita, Mauricio observó en su interior multitud de pequeños huesecillos, como de cabezas de gorriones y de rabos de ratas. Por un momento, se estremeció. Mas se rehizo al instante y le preguntó al viejo:
¾¿Qué broma es ésta? ¾Y agregó¾: ¿Dónde están las gusanas?
El diente de plata del mestizo volvió a relampaguear, igual que un cuchillo nocheador y furtivo.
¾Aquí está la gusana macho. ¡Un extraordinario ejemplar! Esto es su rancho de media semana. Estará devorando la poca carne que aún haya quedado pegada a esos huesos. ¾Los dedos del mestizo removieron, no sin temblorosas precauciones, la carroña pestífera contenida en el cofre. De pronto, su índice señaló una bola negra, no mayor que un grano de pimienta, que se deslizaba entre aquellas putrefacciones, apoyada la bestia en una multitud de patas como de mosca que le surgían de toda su redonda barriga¾. ¡Aquí está, señorito! ¡Dándose el festín!
Así era: el minúsculo monstruo, tras haber sido observado un momento, recomenzó a mondar con una ligereza sorprendente los restos de la sanguinolenta carne adherida a los huesecillos por los que se entremovía, excrementándolos al instante en forma de hilillos blancos, finos como la seda, pero no más largos cada uno que el estambre de una pequeña flor. Mauricio sentía los arañazos rojizos de una garra de oso en la oquedad de su estómago. Sí; si aquel animal se encontrara dentro de su cuerpo, si muchos de aquellos animales se agruparan en el interior de un cuerpo humano...
Y ya no lo dudó Mauricio. Empujó los billetes hacia el mestizo, al tiempo que le inquiría:
¾Sí, pero..., ¿y la gusana hembra?
El viejo recogió los billetes, guardándolos entre la camisa y su pecho, y respondió, tomando con sus manos la segunda de las arcas:
¾Aquí la tengo, señorito. Otro magnífico ejemplar. No se las puede tener juntas, porque, ya sabe usted, en seguida viene la paridera, y... Ahora mismo le preparo la medicina.
¾Está bien, vamos a verla ¾apresuró Mauricio al viejo.
La gusana hembra era gris, y ligeramente más pequeña que su congénere macho. La preparación de la medicina consistió en introducir a las dos gusanas en la cápsula vacía, la cual fue cerrada y engomada nuevamente con unos roces de la lengua. El mestizo, mientras realizaba tan delicada operación, no dejaba de recomendar insistentemente a Mauricio:
¾No lo olvide usted, señorito. Hay que enterrar lo más pronto posible el cadáver. Recuerde la capacidad de reproducción de las gusanas; recuerde el volcán, sus terribles vómitos.
Mauricio volvió a mirar por la ventana hacia el Volcán de las Gusanas, hacia su arrogancia muda que parecía hallarse aguardando una oportunidad para lanzar de nuevo su trágico grito.
¾No se preocupe ¾tranquilizó Mauricio al mestizo¾. Todo saldrá como está previsto.
Estaba previsto, y ya nada podría detenerle. La muerte del tío Jorge le era imprescindible, no sólo para heredar la hacienda, sino también para liberarse de aquel tormento constante que constituía su presencia enferma, arruinada en una silla de ruedas, y tal vez por ello cada día más dominante e insoportable. Los nervios de Mauricio se habían convertido en un manojo de pingajos y lo decidió cuando alguien le habló de las gusanas.
No sin cierta repulsión, pero ya incapaz de echarse atrás, Mauricio depositó el recipiente que contenía las gusanas en el frasco de donde anteriormente lo había extraído, junto a otra media docena de cápsulas, de las cuales el tío Jorge debía ingerir dos, a lo menos, diariamente. Pronto, muy pronto, posiblemente en la primera ocasión en que el tío Jorge engullera la medicina, su cuerpo sería tomado por aquellos pequeños devoradores de carne y entonces, entonces...
La voz del tío Jorge, requiriendo su presencia ante él, le hizo cerrar el frasco apresuradamente, con manos temblorosas. Mauricio se presentó, pálido, ante el hacendado.
¾Tendrás que ir hoy mismo a la ciudad ¾le dijo entonces el tío Jorge¾. Debieras de haber salido esta mañana, pero nadie ha sido capaz de decirme dónde te habías metido. ¾Observó el rostro entre descompuesto y medroso de su sobrino¾. No tienes muy buena cara, pero es imprescindible que vayas a la ciudad. Ya te deben tener un buen caballo y los avíos preparados. ¿Quieres traerme mis cápsulas?
La palidez se acentuó en el rostro de Mauricio, pero no lo dudó. Tampoco quería discutir con su tío a propósito de su inmediata partida hacia la ciudad, pues sabía muy bien de la inflexibilidad de las órdenes del viejo y de la intolerancia con que respondía cuando éstas le eran cuestionadas. De modo que unos instantes más tarde le entregó al tío Jorge, ahora con el pulso más firme, el frasco de las medicinas y le sirvió un vaso de agua. Mauricio observó, con una tranquilidad que a él mismo llegó a pasmarle, cómo el anciano introducía en su boca un par de cápsulas y las tragaba ayudado por un sorbo de agua. Inmediatamente después, el hacendado le tendió una carpeta llena de papeles.
¾Aquí está todo lo que tienes que hacer ¾le dijo¾. Espero que no te lleve mucho tiempo.
Y Mauricio pensó para sí que él también así lo esperaba: ahora más que nunca no quería perderse la muerte del tío Jorge.
El trote del caballo no quería hacerse más ligero pese al espoleo a que le sometía Mauricio. El paisaje de la hacienda, aún tratándose del de siempre, no parecía el mismo, acaso ¾pensó Mauricio¾ a consecuencia de su propio cansancio, que le hacía respirar el polvo más fatigosamente, que le entornaba los párpados. Hacía ya tres días que había partido hacia la ciudad, y tal vez también el caballo acusaba el esfuerzo de la larga caminata de regreso.
Hasta que al fin divisó la casa.
Le sorprendió que Juan, el mozo de las caballerizas, no le saliera al encuentro, como era su costumbre. También el olor en el soportal era distinto al habitual, posiblemente porque no olía a nada. Mauricio penetró en el interior de la mansión y llamó con un grito a algún criado. Mas nadie le respondió. Con paso desconcertado se dirigió entonces hacia el gabinete del tío Jorge, y allí vio la silla de ruedas, de espaldas a él, con las melenas del viejo asomando tras el almohadón en que el enfermo solía hacer reposar su cansada cabeza. Más decidido, Mauricio se aproximó al sillón, mientras comentaba entre dientes
¾En fin... Ya estoy de regreso, tío. Y todas las gestiones...
Pero la voz se le heló, cuando volteó la silla de ruedas, y los cabellos se le erizaron. Sí, allí estaba el tío Jorge, su tío Jorge, pero sólo en esqueleto, con la calavera monda como si hubiese muerto hacía más de cien años. Solamente el penacho de la canosa melena, igual que un macabro plumero, podía determinar que, en efecto, aquel montón de huesos vestidos en pijama y arropados con una manta eran los del cadáver del hacendado.
No supo cómo, pero Mauricio se encontró de nuevo a caballo y, sin saber tampoco por qué, lo dirigió hacia el poblado. Ya estaba todo claro, muy claro: ¡las gusanas habían realizado la paridera en las entrañas del tío Jorge! Incluso aquella infinidad de larvas blancas que parecían nevar la tierra, los excrementos de las gusanas, confirmaban el maleficio.
En la aldea, Mauricio sólo encontró esqueletos, de gentes y de animales. Identificó en su covacha el del viejo mestizo por el diente de plata que relucía en una calavera. Había dejado el caballo en la puerta y de pronto se le ocurrió mirar por la ventana hacia el Volcán de las Gusanas. Las temibles orillas de su cráter se hallaban ensabanadas, y de éste surgía una pequeña humareda titilante, como un mal presagio.
Y sucedió de improviso, igual que llega el dolor por el costado de un ataque al corazón. El estrépito del volcán enmudeció el relincho del caballo que, ahora sí, escapó enloquecido hacia nunca se supo dónde. Mauricio quiso correr tras él, pero ya todo era inútil. De repente sintió el calor bajo sus pies, aquel terrible calor que en seguida le trepó por los tobillos, por las pantorrillas, hacia los muslos.
Cuando intentó moverse, sólo dejó en el humo de su carne quemada un grito espantoso, mientras se desplomaba de bruces sobre la lava que se deslizaba arrasándolo todo hacia los cuatro ríos.
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