'

SEARCH GOOGLE

..

-

jueves, 17 de abril de 2008

EL REGALO DE UN HOMBRE INUTIL -- ALAN DEAN FOSTER

EL REGALO DE UN HOMBRE
INÚTIL

Alan Dean Foster

Tanto Pearson como la nave estaban acabados.
No lo había imaginado cuando la había alquilado (sin intención de devolverla y sin
preocuparse de revisarla previamente, puesto que tanto la tarjeta de crédito que había
empleado para pagar el alquiler como la documentación que le identificaba como titular de la
misma estaban falsificadas); además, había tenido demasiada prisa como para poder
entretenerse en revisiones.
La nave había dado el Salto sin desmontarse; pero cuando había vuelto al espacio normal
había descubierto que varios componentes, pequeños pero críticos, habían resultado
dañados.
Ahora, todo lo que quedaba de la nave era una columna de humo y metal vaporizado que
se elevaba hacia un cielo azul pálido. Ni siquiera tenía ánimos para maldecirla. Sabía lo que
era estar acabado y, por lo menos, la nave lo había eyectado... aunque no con la suavidad
necesaria para ponerlo a salvo.
Estaba vivo, sí, pero esto no era suficiente. Lo único que ahora notaba era un cansancio
sin límites, una fatiga que le embargaba el espíritu. Un abotargamiento de su alma misma.
Sorprendentemente, no sentía dolor. Por dentro, Pearson continuaba funcionando. Por
fuera, podía mover los ojos y los labios, arrugar la nariz y, con un tremendo esfuerzo, levantar
su brazo derecho del llano y arenoso terreno. Su rostro ya no era simplemente una pequeña
parte de un todo muy expresivo: era lo único que le quedaba. El aspecto que tenía el resto
de su cuerpo, envuelto en los restos de lo que había sido su traje de vuelo, era algo que sólo
le cabía imaginarse. Y no quería imaginarlo. Sabía que tenía intacto el brazo derecho,
porque podía moverlo; fuera de esto, todo era pura especulación, y, además, mórbida.
Si tenía suerte, mucha suerte, podría usar su brazo derecho para ponerse de costado. No
se molestó en realizar aquel esfuerzo. Ya no había ninguna ilusión, desde luego ilusiones no,
rondando por la mente de Pearson. Al borde de la muerte, se había convertido en un
auténtico realista.
Aquel mundo al que había impuesto su presencia era muy pequeño; de hecho, apenas si
era más grande que un asteroide. En silencio, le pidió disculpas por cualquier daño que le
hubiera causado con el impacto de su nave al estrellarse. Siempre estaba pidiendo perdón
por algún daño que había infligido...
Respiraba, de modo que la delgada atmósfera era menos tenue de lo que parecía. Nadie
lo encontraría allí; incluso la policía, que lo había estado buscando, acabaría por abandonar
su persecución. Pearson era un criminal de poca monta. De hecho, ni siquiera era un
verdadero criminal. Para lograr ese apelativo uno tenía que hacer algo que fuese
medianamente dañino. «Criminal» significaba alguien peligroso, amenazador. Y Pearson
resultaba simplemente irritante para la sociedad, algo así como un picorcillo.
Bueno, al fin había acabado con el picor: él mismo se había rascado hasta desaparecer,
pensó, y le sorprendió descubrir que aún tenía la capacidad y las fuerzas necesarias para
reírse.
A pesar de que el hacerlo le hizo perder el conocimiento.
Cuando recobró el sentido estaba empezando a clarear. No tenía ni idea de cuánto
duraba el día en aquel minúsculo mundo y, por consiguiente, no podía saber cuánto tiempo
había permanecido inconsciente. Podría haber sido un día o una semana, según la forma de
medir el tiempo de los humanos. Aunque ya no pensaba en sí mismo como un ser humano:
una total parálisis muscular, que sólo había respetado su cara y un brazo, lo había convertido
en un cadáver en vida. Le resultaba imposible moverse; ni siquiera podía tender el brazo
para tomar los concentrados alimenticios del equipo de supervivencia que quizá llevase aún,
o quizá no, sujeto a la pernera del pantalón. No podía hacer otra cosa que sorber la débil
atmósfera que, temporalmente, le estaba manteniendo con vida. Hubiera preferido estallar
con la nave.
No obstante, no iba a morirse de hambre; primero se moriría de sed. Un cadáver viviente,
Pearson. Un cerebro dentro de una botella. Esto le daba mucho tiempo para reflexionar
acerca de su vida.
La verdad era que siempre había sido, más o menos, un cadáver viviente. Nunca había
sentido afecto por nadie ni por nada, ni siquiera lo había sentido casi por sí mismo. No
habiendo hecho nunca nada bueno y no teniendo los medios para hacer nunca nada
realmente malo, se había limitado a merodear por la vida, robando un poco de espacio y
aire a los demás.
Mejor me hubiera ido si hubiese sido un árbol, musitó cansinamente. Claro que se
preguntó si hubiera sido un buen árbol... Desde luego, no habría podido ser un árbol peor
que lo malo que había resultado como hombre. Se vio en su juventud, un chico en cierta
manera muy echado hacia adelante. Se contempló a sí mismo dando coba a los criminales
más famosos y profesionales, con la esperanza de que lo admitiesen en su mundillo, en su
casta, que se hicieran amigos suyos.
No, ni siquiera había sido un buen lameculos. Ni tampoco había sabido comportarse de
un modo honrado, el par de ocasiones en que lo había intentado. El mundo normal, el legal,
lo había contemplado con el mismo desprecio que le habían mostrado los criminales. Así
que vivía en un vacío tenebroso y resbaladizo de su propia invención, sin terminar de
funcionar de un modo eficiente en lo mental y apenas sí en lo físico.
Si pudiera... Pero no, se interrumpió a sí mismo; iba a morir. Más valía que, por una vez,
se mostrase honesto... aunque sólo fuera consigo mismo. Todas las desgracias que le
habían acaecido, él se las había buscado; él solito. Y no eran culpa de los demás, como
siempre le había agradado argumentar. Unos pocos (¡los muy desgraciados!) habían tratado
de ayudarle: de algún modo, él siempre había logrado echarlo todo a perder. Bueno, ya que
no otra cosa, al menos podría tratar de morir siendo honesto con sus pensamientos.
Había oído decir que morir de sed no era nada agradable.
El sol cayó por el horizonte Y ninguna luna se alzó. Claro que no, aquel mundo era
demasiado pequeño para poder permitirse tener un satélite. Ya resultaba bastante
asombroso que fuera capaz de retener una atmósfera. Sin que realmente le preocupase
mucho la respuesta, Pearson se preguntó si habría vida en el excelente y llano terreno que lo
rodeaba. Quizá plantas. Había descendido demasiado deprisa y de tan mala manera, que
no había podido emplear tiempo alguno en enterarse de esos detalles. Y, como no era capaz
de mover la cabeza, no podía hallar respuesta a sus preguntas.
El aire sopló por encima de Pearson, una fresca brisa nocturna, placentera tras el cálido y
neblinoso día. La notó fuerte en el rostro; el resto de los receptores externos de su cuerpo
estaban muertos. Era posible que hubiera sufrido graves quemaduras; si así era, no podía
reaccionar a ellas. En este aspecto la parálisis era una bendición. Y, no obstante, sabía que
otras partes de su cuerpo sí estaban funcionando: podía olerlo.
Cuando el sol se alzó de nuevo ya estaba despierto del todo. Calculó que el día de aquel
mundo debía de ser de tres o cuatro horas, seguido de una noche de igual duración. Esta
información no le era de ninguna utilidad, pero tales especulaciones le mantenían la mente
ocupada. Poco a poco se estaba ajustando a su nueva situación... Se dice que la mente
humana puede ajustarse a cualquier cosa.
Al cabo de un tiempo se dio cuenta de que ya no le preocupaba la idea de la muerte. En
cierta manera le resultaría un alivio. Ya no más escapar: de los demás, de su pobre yo.
Nadie iba a llorar su muerte. Y con su ausencia liberaría a los demás de las molestias de su
presencia. Las primeras sensaciones de sed, débiles pero innegables, se apoderaron de su
garganta.
Pasaron los cortos días y aparecieron algunas nubes. Nunca había prestado atención a
las nubes y bien poca al clima; ahora tenía tiempo y motivos para estudiar ambas cosas.
Además, no podía ver otra cosa. Se le ocurrió que podría emplear el brazo que le funcionaba
para variar la posición de su cabeza y así cambiar su línea de visión. Pero, cuando lo intentó,
descubrió que el brazo no le respondía lo bastante como para llevar a cabo la complicada
maniobra.
Extrañas, las emociones que sentía: descubrió que la posibilidad de que se le paralizase
el único miembro que aún le obedecía le aterraba mucho más que la segura llegada de su
muerte.
Las nubes se seguían acumulando sobre él. Las miraba indiferente. La lluvia podría
prolongar su vida algunos días terrestres más, pero al fin acabaría por morir de hambre. Los
concentrados del paquete de emergencia de su traje le podrían haber mantenido con vida
durante meses, quizá más de lo normal, vista su total ausencia de actividad física; pero era
como si se hubieran vaporizado con la nave: no podía alcanzarlos.
Su mente especuló sobre los posibles métodos de suicidio. Si su brazo le respondía y si
hubiera un trozo de metal afilado cerca, un fragmento de su nave, podría cortarse el cuello.
Si... si... llovió. Suave pero continuadamente, durante todo medio día.
Su boca abierta recogió la suficiente agua como para saciarle. Las nubes pasaron y se
rasgaron y el lejano sol regresó. Notó cómo le secaba el rostro y supuso que estaría
haciendo lo mismo con el resto de su cuerpo. Empezó a apreciar, de un modo distinto y más
intenso, el milagro de la lluvia y del proceso por el que es transformada en sangre, linfa y
células. Era un logro asombroso, anonadante; y él había pasado toda una vida dándolo por
supuesto. Se merecía morir.
Estoy poniéndome filosófico, pensó. O deliro.
Cortos días daban paso a cortas noches. Había perdido totalmente la noción del tiempo,
cuando lo halló el primer bicho.
Pearson lo notó mucho antes de verlo. Caminaba por encima de su mejilla. Le volvía loco,
porque era incapaz de rascarse o de apartarlo de un manotazo. Cruzó su rostro, se detuvo y
atisbó dentro de su ojo derecho.
El parpadeó.
El cosquilleo prosiguió, luego no lo había alejado. Ahora lo tenía en la frente. Tras hacer
una pausa allí, caminó hacia su mejilla izquierda, atravesándola, para reincidir su camino
primitivo. Por el rabillo de su ojo izquierdo lo vio, mientras llegaba a su hombro. Era
negroazulado y demasiado pequeño para que él pudiera discernir detalles. Desde luego
parecía un insecto.
Se detuvo en su hombro, estudiando los alrededores.
Quizá fuera mejor de ese modo, pensó. Sería más rápido si los bichos lo devoraban.
Cuando hubiera sangrado lo bastante moriría.
Y, si empezaban debajo de su cabeza, no sentiría ningún dolor hasta perder el sentido.
Silenciosamente, animó al insecto. ¡Ánimo, amigo! Tráete a tus tíos y tías, a tus primos y
tus sobrinos, y daos un banquete, que Pearson invita. Será toda una bendición.
- No, no podemos hacerlo.
Deliro, supuso él, añadiendo luego:
- ¿Por qué no?
- Eres una maravilla. No podemos comernos una maravilla. No somos lo bastante dignos.
- No soy ninguna maravilla - pensó él, insistente -. Soy un desecho, un fracaso, un absoluto
fallo de la Naturaleza. Y no sólo eso - concluyó - , sino que además, aquí estoy hablando
telepáticamente con un bicho.
- Soy Yirn, miembro del Pueblo - el suave pensamiento le informó -. No sé lo que es un
bicho. Dime, maravilla... ¿cómo puede estar viva una cosa tan grande?
De modo que Pearson se lo dijo: le dio al bicho su nombre y le explicó lo que era la
Humanidad, le habló de su triste existencia, que pronto iba a llegar a término, y le contó lo de
su parálisis.
- Me entristezco por ti - le dijo al fin Yirn, miembro del Pueblo -. No podemos hacer nada
por ayudarte. Somos una pobre tribu, una de tantas, y no se nos permite, según las Leyes,
que nos reproduzcamos mucho. Tampoco acabo de comprender esas extrañas cosas que
me cuentas acerca del espacio, el tiempo y el tamaño. Ya me cuesta trabajo creer que esa
montaña dentro de la que yaces pudiera moverse en otro tiempo. Pero, sin embargo, tú lo
afirmas y yo debo creerlo.
Pearson tuvo un repentino y perturbador pensamiento:
- Hey, mira, Yirn. No te creas que soy un dios o algo así. Sólo más grande que tú, eso es
todo. En realidad soy mucho menos que tú: ni siquiera supe ser un buen maleante...
- Ese concepto no tiene significado. - Yirn dio la impresión de estar esforzándose en
comprenderle
Eres la cosa más maravillosa de toda la creación.
- Tonterías. Dime... ¿Cómo es que puedo «hablar» contigo, visto que eres mucho más
pequeño que yo?
- En el Pueblo tenemos un dicho acerca de que lo que es importante es el tamaño de la
inteligencia, no el tamaño del tamaño.
- Sí, creo que tienes razón. Mira, lamento que seáis una tribu tan pobre, Yirn: y agradezco
que te dé pena mi estado. Nadie había sentido pena alguna por mí antes... excepto yo
mismo. Ya es mucho incluso el que un bicho muestre simpatía por mí.
Se quedó en silencio un rato, contemplando al bicho, que agitaba sus diminutas antenas.
- Me... me gustaría poder hacer algo por ti y por tu tribu - dijo al cabo - , pero ni siquiera
puedo ayudarme a mí mismo. Pronto moriré de hambre.
- Te ayudaríamos si pudiésemos - le llegó el pensamiento. Pearson tuvo la sensación de
una tristeza fuera de toda proporción con el tamaño de aquel ser -, pero todo lo que
pudiésemos reunir no te serviría ni para alimentarte convenientemente durante un solo día.
-Claro. Hay comida en el paquete de emergencia de mi traje, pero... - se quedó en
silencio. Luego dijo -: Yirn, dime si hay unos recipientes metálicos brillantes en la parte
inferior de mi cuerpo.
Pasaron unos momentos, mientras el insecto hacía un viaje hasta el promontorio de una
rodilla y regresaba.
- Son como tú los describes, Pearson.
- ¿Cuántos sois en tu tribu?
- ¿En qué estás pensando, Pearson?
A la tribu de Yirn le costó días, días locales, el abrir los cierres de los paquetes del traje.
Cuando resultó claro que el Pueblo podía digerir los alimentos humanos, un gran regocijo
mental llenó el cerebro de Pearson y se sintió satisfecho.
Fue un Yirn realmente humilde quien luego llegó a comunicarse con él:
- Por primera vez en muchas, muchas generaciones, mi tribu tiene suficiente que comer.
Nos podremos multiplicar más allá de las restricciones que las Leyes imponen a los
desprovistos de alimentos. Uno de los grandes bloques que tú llamas concentrados puede
alimentar a la tribu durante largo tiempo. No hemos probado los alimentos naturales que
dices que están dentro del paquete mayor que está debajo de tu cuerpo, pero ya lo haremos.
Ahora nos podemos convertir en una verdadera tribu, y no temeremos a esas tribus que
roban a las más pobres. Y todo gracias a ti, gran Pearson.
- Con Pearson a secas basta, ¿comprendes? Si me vuelves a llamar «gran» te voy a... -
hizo una pausa -. No, no haré nada. Incluso aunque pudiese... se acabaron las amenazas.
Sólo Pearson, por favor. Y no he hecho nada por vosotros: ha sido tu pueblo el que se ha
hecho con los alimentos. Es curioso, es la primera vez que pienso algo bueno de esos
condenados concentrados alimenticios.
- Tenemos una sorpresa para ti, Pearson.
Algo se estaba arrastrando con lentitud infinita por su mejilla. Pesaba un poquito, más que
el Pueblo. Lo vio al borde de su visión: un pequeño bloque marrón. Docenas de formas
negroazuladas lo rodeaban. Podía sentir sus esfuerzos dentro de su mente.
El bloque llegó a sus labios y él los abrió. Algunos de los miembros del Pueblo se
sintieron aterrorizados ante la cercanía de aquel abismo, oscuro y sin fondo. Se dieron la
vuelta y huyeron. Yirn y otros líderes de la tribu tomaron sus lugares.
El bloque pasó sobre su labio inferior. El Pueblo ejerció un último y monumental esfuerzo.
Algunos de sus miembros fallecieron al realizarlo. El bloque cayó al abismo. Pearson notó
cómo le fluía la saliva, pero dudó.
- No sé qué bien me pueda hacer a la larga, Yirn, pero... gracias. Sin embargo, mejor será
que te lleves a tu gente de mi cara. Dentro de un momento va a haber un terre... no, un
Pearsonmoto.
Cuando se hubieron retirado a un lugar que ofreciera seguridad, empezó a masticar.
A la siguiente mañana llovió. Las gotas tenían el tamaño de las gotas de lluvia de la Tierra
y representaban un terrible peligro para la tribu, si la lluvia les cogía a campo abierto. Unas
gotas podían matar a alguien del tamaño de Yirn, pero toda la tribu tenía amplio cobijo en el
espacio vacío que quedaba bajo el brazo derecho de Pearson. Muchas semanas más tarde,
Yirn estaba sentado en la nariz de Pearson, mirando hacia abajo, a los oceánicos ojos.
- Los concentrados no van a durar siempre, y la comida real que hemos hallado en la
«mochila» que está bajo tu espalda aún durará menos.
- No te preocupes. Creo que hay un par de zanahorias, y un bocadillo que me había
preparado: debe de llevar rodajas de tomate, lechuga, y creo que champiñones. Y también
unas nueces. Os podéis comer el embutido y el pan; pero reservad algo de pan, quizá os
podáis comer el moho que saldrá.
- No entiendo lo que quieres decirme, Pearson.
- ¿Cómo os hacéis con la comida, Yirn? Sois simples recolectores, ¿no?
- Así es.
- Entonces, quiero que toméis las zanahorias, y el tomate y las otras cosas... ya os las
describiré... y también quiero ejemplares de cada planta de las que come tu gente.
- ¿Y qué harás con todo eso, Pearson?
- Reúne a los ancianos de la tribu. Empezaremos con la idea de la irrigación...
Pearson no era un campesino, pero sabía, de un modo rudimentario, que si plantas,
riegas y quitas las malas hierbas, crecerán algunos alimentos. El Pueblo aprendía rápido. La
idea que más nueva les resultaba era la de quedarse fijos en un sitio y plantar.
Excavaron una balsa para recoger el agua de la lluvia, al precio de centenares de
diminutas vidas. Pero los concentrados le daban grandes energías al Pueblo. Diminutos
arroyuelos comenzaron a serpentear desde la balsa, más allá de la protectora masa de
Pearson. Cuando dejó de llover, la balsa y los diminutos canales estaban repletos, y
comenzaron a usar las minúsculas presas. Luego excavaron otra balsa, y otra.
Algo de la comida humana echó raíces y creció, y algunas de las plantas locales echaron
raíces y crecieron. El Pueblo prosperó. Pearson les explicó la idea de construir estructuras
permanentes. El Pueblo nunca había considerado, tal idea, porque jamás había imaginado
una construcción artificial que les pudiera proteger de la lluvia. Pearson les habló de las
tiendas de campaña.
Entonces llegó el día en que se acabaron los concentrados. Pearson había estado
esperando esto y la noticia no le causó pavor. Había hecho más, mucho más de lo que
imaginara que pudiese hacer en aquellos primeros días solitarios en la vacía arena, tras que
la nave se estrellase. Había ayudado, y había sido recompensado con la primera verdadera
amistad de toda su vida.
- No importa, Yirn. Me alegra saber que he podido ser de ayuda para ti y para tu pueblo.
- Yirn ha muerto - dijo el bicho-. Yo soy Yurn, uno de sus descendientes, al que le ha sido
concedido el honor de hablar contigo.
- ¿Yirn ha muerto? Pero si no ha pasado tanto tiempo... ¿o sí? - La idea que tenía Pearson
del tiempo transcurrido era muy nebulosa. Pero también era cierto que el período de vida del
Pueblo era mucho más corto que el de los humanos -. No importa. Después de todo, la tribu
ya tiene suficiente que comer.
- A nosotros sí que nos importa - le repitió Yurn -. Abre la boca, Pearson.
Algo se estaba arrastrando por su mejilla. Se movía bastante deprisa. Pequeñas poleas
de madera ayudaban a arrastrarlo y por las poleas corrían largas cuerdas hechas con
cabellos de Pearson. Le abrieron camino a través de su barba, a lo que fuese, docenas de
miembros del Pueblo usando sus aguzadas mandíbulas.
Cayó en su boca. Tenía hojas y le resultaba vagamente familiar. Era un trozo de espinaca.
- Come, Pearson. Los restos de tu antiguo «bocadillo» han procreado.
Poco después de la tercera cosecha, un trío de ancianos visitó a Pearson. Se sentaron
cuidadosamente en la punta de su nariz y lo contemplaron con aire sombrío.
- Las cosechas no marchan bien - dijo uno.
- Describídmelas. - Así lo hicieron y él rebuscó por entre los más polvorientos rincones de
su mente los conocimientos, aprendidos en la escuela y olvidados después -. Si tienen toda
el agua que necesitan, entonces sólo puede ser una cosa, visto que todas se muestran
igualmente afectadas: estáis agotando el suelo de por aquí. Tendréis que ir a plantar a otro
lugar.
- Mucha es la distancia que hay entre este lugar y la granja más alejada - le dijo uno de los
ancianos -. Ha habido incursiones. Otras tribus están celosas de nosotros. El Pueblo tiene
miedo a plantar muy lejos de ti. Tu presencia les da confianza.
- Entonces hay otra posibilidad. Se lamió los labios. El Pueblo había encontrado sal para
él.
- ¿Qué habéis estado haciendo con los excrementos que suelta mi cuerpo? - les preguntó.
- Han sido retirados periódicamente y enterrados, tal como nos dijiste - le contestó uno de
los tres -, y hemos ido trayendo tierra y arena limpias para sustituir lo que nos llevamos de la
región que hay debajo de tu cuerpo, allá donde humedeces el suelo.
- El terreno de por aquí está quedando agotado - les explicó -. Necesita que se le añada
algo llamado abono. Esto es lo que el Pueblo debe hacer...
Muchos años más tarde un nuevo Consejo vino a visitar a Pearson. Esto fue después de
la Gran Batalla. Varias tribus, grandes y poderosas, se habían unido para atacar al Pueblo.
Lo habían hecho retirarse hasta la montañosa fortaleza llamada Pearson. Y mientras la
batalla rugía a su alrededor, los líderes de las tribus atacantes habían encabezado una
tremenda carga para tomar posesión del dios-montaña, que era como las otras tribus
denominaban a Pearson.
Forzando cada uno de los nervios que aún funcionaban en su cuerpo, Pearson había
alzado su único brazo válido y, de un manotazo, había aplastado a los líderes del asalto, a
sus estados mayores y a centenares de otros atacantes. Aprovechándose de la confusión
creada en las filas enemigas, el Pueblo había contraatacado. Los invasores habían sido
rechazados con tremendas bajas, y el territorio del Pueblo ya no había vuelto a ser
molestado.
Muchos campos cultivados habían sido destruidos. Pero, con amplias dosis del abono
suministrado por Pearson, la siguiente cosecha maduró mucho más generosamente que
nunca.
Ahora, el nuevo Consejo estaba sentado en el lugar de honor, en la punta de la nariz de
Pearson, y miraba a los enormes ojos. Yeen, descendiente de la octava generación en línea
directa de Yirn el legendario, se hallaba en el centro.
- Tenemos un regalo para ti, Pearson. Hace meses nos hablaste de un acontecimiento
que tú llamaste «cumpleaños» y hemos discurrido mucho acerca de su significado y las
costumbres que lo rodean. Cavilamos acerca de cuál podría ser un regalo adecuado.
- Me temo que no podré abrirlo si lo habéis envuelto para regalo - bromeó débilmente -.
Me lo tendréis que mostrar. Y me gustaría tener algún regalo que haceros a vosotros por
haberme mantenido con vida.
- Tú nos has dado a nosotros mucho más que la vida. Mira a tu izquierda, Pearson.
Movió los ojos. Comenzó a sonar un crujiente y chirriante sonido, que prosiguió mientras
él contemplaba el vacío cielo y esperaba. Los pensamientos, cargados de buenos deseos,
de millares de miembros del Pueblo lo llenaron.
Lentamente se fue alzando un objeto hasta quedar a su vista. Era un círculo, colocado
encima de un perfecto andamio de pequeñas vigas de madera. Era viejo y estaba rascado
en algunos lugares, pero aún brillaba: un pequeño espejo de mano, tomado de Dios sabe
qué rincón de su mochila o de los bolsillos de su traje. Estaba inclinado en ángulo sobre su
pecho y miraba hacia abajo.
Por primera vez en muchos años podía ver el suelo. Antes de que pudiera expresar sus
gracias por el maravilloso, increíble regalo que era aquel viejo espejo, sus pensamientos
fueron barridos por lo que podía ver.
Pequeñas hileras de campos cultivados se extendían hasta el horizonte.
Ramilletes de diminutas casitas tachonaban los campos, muchas agrupadas en lo que
parecían ser pueblos. Puentes suspendidos, hechos con cabellos suyos y jirones de la ropa
de su traje, cruzaban un diminuto riachuelo en tres lugares distintos. Al otro lado de lo que a
la escala del Pueblo era un gran río, se divisaban los inicios de una pequeña ciudad.
El equipo que manejaba el espejo, mediante un ingenioso sistema de cables y poleas, lo
giró. Cerca se encontraba la fábrica en la que, le contaron, se construían vigas de madera y
otros artículos a partir de las plantas locales. Grandes tiendas albergaban otras factorías,
tiendas hechas con piel curtida, de la que se iba pelando regularmente del cuerpo de
Pearson, siempre moreno por el sol. Las herramientas se movían suavemente y vehículos
con ruedas llevaban al Pueblo de un lado a otro, en parte gracias a la lubrificación lograda
con la cera tomada de los oídos de Pearson.
- ¿Regalarnos algo a nosotros, Pearson? - exclamó Yeen lleno de retórica -. Nos has dado
el mayor de los regalos: nos has dado a ti mismo. Cada día hallamos nuevos usos para la
información que nos has suministrado. Y cada día hallamos nuevos usos para lo que tu
cuerpo produce.
- Otras tribus, con las que antes luchamos, se han unido a nosotros, para que unidos nos
beneficiemos con tus dones - Intervino otro -. Estamos convirtiéndonos en eso que tú
llamaste nación.
- Cuidado... cuidado con eso... - Pearson murmuró mentalmente, sobrecogido por las
palabras del Consejo y las vistas que le ofrecía el espejo -. Una nación significa la aparición
de los políticos.
- ¿Qué es eso? - dijo de repente uno de los miembros del Consejo, señalando hacia
abajo.
- Un nuevo regalo - contestó el pensamiento de su vecino, que también miraba hacia
abajo por la gran pendiente de la nariz de Pearson -. ¿Para qué sirve eso, Pearson?
- Para nada - contestó él -. Hace mucho que aprendí, amigos, que las lágrimas no sirven
para nada...
Yusec, descendiente de la ciento doce generación en línea directa de Yirn el Legendario,
estaba descansando sobre el pecho de Pearson, disfrutando de la sombra suministrada por
el bosque de pelos que allí había. Pearson acababa de comer un trozo de un nuevo y
maravilloso fruto que el Pueblo había cultivado en una granja lejana y traído hasta allí,
especialmente para él. Pearson podía ver a Yusec gracias a uno de los muchos espejos
colocados rodeando su cara, todos inclinados para ofrecerle diferentes vistas de los
alrededores.
Un grupo de jóvenes estaba haciendo una excursión por el área pélvica y otro estaba
visitando el área de la base de su oreja. Otros iban y venían, subían y bajaban, gracias a
burdos ascensores y grandes escaleras que le montaban por todos lados. Grupos de
escribas estaban cerca, dispuestos a recoger cualquier pensamiento suelto que pudiera
tener Pearson. Incluso captaban sus sueños.
- Yusec, el nuevo alimento es muy bueno.
Los agricultores de esa región estarán complacidos. Hubo una pausa antes de que
Pearson volviese a hablar:
- Yusec, me estoy muriendo.
Asustado, el insecto se alzó sobre sus patas traseras, mirando hacia el farallón que era la
barbilla de Pearson.
- ¿Qué dices? ¡Pearson no puede morir!
- ¡Tonterías, Yusec! ¿De qué color es mi cabello?
- Blanco, Pearson, pero lleva así muchas décadas.
- ¿Y son profundas las trincheras de mi cara?
- Sí. Pero no más de lo que eran en tiempos de mi tatarabuelo.
- Lo que significa que ya entonces eran profundas. Me estoy muriendo, Yusec. No sé lo
viejo que soy, porque hace ya mucho perdí la noción del tiempo, de mi tiempo; y jamás me
tomé la molestia de compararlo con el vuestro. Jamás me importó, y sigue sin importarme.
Pero me estoy muriendo.
Hizo una pausa.
- Sin embargo, moriré mucho más feliz de lo que jamás pensé. He movido muchas más
cosas desde que me quedé paralítico de las que moví mientras podía caminar. Y esto me
hace sentir muy bien.
- No puedes morir, Pearson - repitió Yusec, insistente, mientras mandaba una llamada de
emergencia al equipo hospitalario creado hacía muchos años sólo para atender a Pearson.
- Puedo morir y voy a hacerlo. - Un aterrado Yusec notó cómo la muerte se extendía por la
mente de Pearson, como si fuera una sombra. No podía imaginarse cómo serían los
tiempos sin Pearson -. El equipo médico es bueno. Han aprendido por sí mismos muchas
cosas acerca de mí. Pero no pueden hacer nada: voy a morir.
- Pero... ¿qué haremos sin ti?
- Todo lo que hacéis lo hacéis sin mí, Yusec. Yo sólo os he dado consejos y el Pueblo lo
ha hecho todo por sí mismo. No me echaréis de menos.
- Te echaremos de menos, Pearson - Yusec se estaba resignando a la tremenda
inevitabilidad de la desaparición de Pearson -. Estoy absolutamente consternado.
- Yo también. Es curioso, estaba empezando a disfrutar de esta vida. Oh, bueno...
Sus pensamientos eran ya muy débiles, se estaban yendo como la luz cuando el sol da la
vuelta al mundo.
- Sólo una última idea, Yusec.
- ¿Sí, Pearson?
- Creí que podríais usar mi cuerpo cuando me hubiera ido: la piel, los huesos y los
órganos, pero habéis ido más allá. Esas últimas piezas de bronce que me enseñasteis eran
muy buenas. Ya no necesitáis la fábrica Pearson. Es una idea tonta, pero...
Yusec apenas logró captar la última idea de Pearson, antes de que su presencia dejara
para siempre al Pueblo.
- ¡Son seres inteligentes, Señor! Ya sé que no son mayores que una pestaña, pero tienen
carreteras y granjas, fábricas y escuelas, y yo qué sé qué más tienen. ¡Son la primera raza
inteligente no humana que encontramos, Señor!
- Tranquilo, Hanforth - dijo el Capitán -. Eso ya puedo verlo por mí mismo.
Estaba en pie, fuera del módulo de aterrizaje. Habían descendido en un gran lago, para
evitar aplastar la intrincada metrópoli que parecía cubrir el entero planetoide.
- Desde luego, increíble es la mejor palabra para describirlo. ¿Hay algo acerca de esa
vieja nave estrellada?
- No, Señor. Excepto que es muy antigua. Al menos tiene varios cientos de años. Los
detectores sólo hallaron fragmentos de la nave. Pero hay otra cosa, Señor, la delegación de
los nativos...
- ¿Sí?
- Hay algo que quieren que veamos. Dicen que algunas de sus autopistas principales son
lo bastante anchas como para que podamos viajar por ellas sin crear problemas. Y las han
vaciado de todo tráfico.
- Creo que lo mejor será que nos mostremos corteses, a pesar de que preferiría hacer
nuestros estudios desde aquí, en lugar seguro, donde no pudiéramos hacer daño a nadie.
Caminaron durante varias horas. Poco a poco llegaron hasta un lugar, cercano al cráter
producido por el impacto de la nave arcaica. Habían visto el objeto alzarse en el lejano
horizonte y cada vez podían creérselo menos, a medida que se iban acercando.
Ahora se encontraban junto a su base. Era un obelisco metálico, que se alzaba unos
cincuenta metros hacia el cielo azul acuoso, acabando en una lejana y aguzada punta.
- Puedo imaginarme por qué querían que viéramos esto - el Capitán se mostraba
incrédulo -. Si lo que deseaban era impresionarnos, lo han conseguido. Una obra de
ingeniería como ésta, hecha por un pueblo de su tamaño... es algo imposible de creer.
Frunció el ceño y se alzó de hombros.
- ¿Y qué es, Señor? - La cabeza de Hanforth estaba echada hacia atrás para poder mirar
la cúspide de aquel obelisco imposible.
- Es curioso... me recuerda algo que he visto antes.
- ¿Qué, Señor?
- Un monumento funerario.


FIN

LA NAVE QUE CANTABA -- ANNE Mc. CAFFREY

LA NAVE QUE CANTABA
Anne Mc Caffrey



Al nacer era un monstruo, y como tal hubiera sido condenada si no hubiera logrado pasar el test encefalográfico requerido para todos los niños recién nacidos. Existía siempre la posibilidad de que, aunque los miembros estuvieran retorcidos, el cerebro estuviera en perfecto estado, y de que aunque los oídos apenas pudieran oír y los ojos percibieran muy vagamente las imágenes, la mente que había tras ellos fuera receptiva y estuviera alerta.
El electroencefalograma fue totalmente favorable, incluso más de lo que se esperaba, y así se les informó a los apenados padres que esperaban el resultado. Finalmente, se les presentaba la última y más dura decisión: practicarle la eutanasia a su hijo o permitir que se convirtiera en un «cerebro» encapsulado, en un mecanismo director al que se enseñaría un buen número de profesiones diversas. Si optaban por esto último, su hija no sufriría dolor alguno, viviría una existencia confortable en una cápsula de metal durante varios siglos realizando un servicio inapreciable para los Mundos Centrales.
Se le permitió vivir y se le dio un nombre, Helva. Durante sus tres primeros meses de vida vegetativa, agitó sus muñones, pataleó débilmente con sus piececitos deformes y disfrutó de la rutina normal de todos los niños. No estaba sola; había otros tres niños especiales en el gran hospital especial de la ciudad. Al poco tiempo, fueron trasladados al Laboratorio Central, donde comenzó su delicada transformación.
Uno de los niños murió durante el trasplante inicial, pero los de la «clase» de Helva, diecisiete miembros en total, sobrevivieron en cápsulas de metal. En vez de pies con los que patalear, los impulsos neuronales de Helva movían unas ruedas; en vez de agitar las manos manipulaba extensiones mecánicas. A medida que iba creciendo le iban creciendo más sinapsis neuronales para que manipulara otros mecanismos que servirían para el mantenimiento y la buena marcha de una nave espacial. Porque Helva había sido destinada a convertirse en la mitad «cerebral» de una nave espacial, en compañía de una mujer o un hombre, lo que ella quisiera escoger, que actuaría como parte móvil. Estaría entre la élite de los de su especie. Sus tests de inteligencia iniciales registraron un nivel superior al normal y su índice de adaptación era inusitadamente alto. Si su desarrollo dentro de la cápsula metálica respondía a lo que se esperaba de ella y no se producían efectos secundarios derivados de las manipulaciones sobre su pituitaria, Helva viviría una vida plena de recompensas, rica y fuera de lo habitual, muy distinta de la que hubiera podido esperar de haber sido un ser «normal»,
Sin embargo, ni los diagramas de sus circunvalaciones cerebrales, ni las primeras pruebas CI recogían ciertos hechos acerca de Helva que la Central debería saber. Pero tendrían que esperar el tiempo prescrito oficialmente para poder comprobarlos, confiando en que las dosis masivas de psicología celular le serían suficientes para preservarla de las tensiones inherentes a la soledad de su confinamiento y a las presiones de su profesión. No se podía correr el riesgo de que una nave dirigida por un cerebro humano realizara actos delictivos o demenciales con el poder y los reclusos con que la Central equipaba sus naves patrulleras. Claro está que el cerebro de la nave había sufrido largos períodos experimentales. La mayoría de los niños sobrevivían a las técnicas perfeccionadas de manipulación de la pituitaria que mantenía sus cuerpos pequeños, eliminando la necesidad de transferirlos de unas conchas más pequeñas a otras mayores. Y muy pocos morían cuando se establecía la conexión final con los paneles de control de la nave o del complejo industrial. Los hombres-cápsula parecían por su tamaño enanos adultos, fueran cuales fuesen sus deformaciones congénitas, pero ningún cerebro bien orientado hubiera cambiado su lugar ni con el cuerpo más perfecto del universo.
Y así, durante varios años felices, Helva retozó en su cápsula junto con sus demás compañeros, jugando a juegos como esconde-la-energía, estudiando sus lecciones de trayectoria, técnicas de propulsión, computación, logística, higiene mental, psicología básica alienígena, filología, historia espacial, derecho, tráfico, códigos y todos los etcéteras que normalmente conoce un ciudadano razonable, lógico y bien informado. Aunque no muy obvio para ella, pero sí de gran importancia para sus profesores, Helva ingirió los preceptos de su acondicionamiento tan fácilmente como absorbía su líquido nutritivo. Algún día estaría agradecida al paciente grillo de su instrucción a nivel inconsciente.
La civilización de Helva acogía también en su seno a esas asociaciones de bienpensantes que investigaban posibles actos inhumanos cometidos contra los ciudadanos terrestres tanto como contra los extraterrestres. Uno de tales grupos, la Sociedad para la Conservación de los Derechos de las Minorías Inteligentes, centró sus preocupaciones sobre los «niños» encapsulados cuando Helva acababa de cumplir los catorce años. Cuando se vieron obligados a ello, los de Mundos Centrales se encogieron de hombros, prepararon una visita a los laboratorios y les mostraron el historial de los miembros, completado con fotografías. Muy pocos de los comisionados pasaron de las primeras fotografías. La mayor parte de sus anteriores objeciones a las «cápsulas» fueron olvidadas ante el alivio que suponía (para ellos) que aquellos horribles cuerpos hubieran sido piadosamente ocultados.
Los de la clase de Helva estaban aprendiendo bellas artes, un tema optativo en su ya muy apretado programa. Ella había activado uno de sus utensilios microscópicos, que más tarde utilizaría para las reparaciones inmediatas de diversas partes de su panel de control. Su modelo era grande (una copia de la última cena) y su lienzo pequeño: la cabeza de un clavo. Había ajustado su vista a la dimensión adecuada. Mientras trabajaba, canturreaba ausente, emitiendo un curioso sonido. La gente encapsulada utilizaba sus propias cuerdas vocales y diafragmas, pero sonaba como salida de un micrófono y no de una boca. El «mmmm» de Helva tenía, sin embargo, una curiosa vibración, un matiz cálido y dulce incluso en sus modulaciones cromáticas.
- Oh, qué voz más agradable tienes - dijo una de las visitantes.
Helva «levantó la vista» y captó un panorama fascinante de cráteres regulares y sucios sobre una superficie rosa. Su «mmmm» se convirtió en una exhalación de sorpresa. Reguló instintivamente su visión hasta que la piel perdió su aspecto de paisaje de cráteres y los poros asumieron sus proporciones normales.
- Sí, llevamos unos cuantos años entrenando la voz, señora - señaló Helva -. Las peculiaridades vocales se convierten con frecuencia en algo excesivamente irritante durante las prolongadas distancias interestelares y han de ser eliminadas. Yo disfrutaba de las lecciones.
Aunque era la primera vez que Helva veía gente no encapsulada, asumió su experiencia con tranquilidad. Cualquier otra reacción hubiera sido inmediatamente reportada.
- Quiero decir que posee una agradable voz para cantar..., querida - dijo la señora.
- Gracias. ¿Le gustaría ver mi trabajo? - preguntó amablemente Helva. Instintivamente se escabullía de las conversaciones que giraban en torno a cuestiones personales, pero archivó el comentario para una posterior meditación.
- ¿Trabajo? - preguntó la señora.
- Estoy reproduciendo la Ultima Cena en la cabeza de un clavo.
- Oh, ya comprendo - gorjeó la señora.
Helva readaptó de nuevo su visión y observó la reproducción con ojo crítico.
- Por supuesto, algunos de mis valores colorísticos no se adecuan a los del viejo maestro y la perspectiva es errónea, pero creo que resultará una reproducción muy aceptable.
Los ojos de la señora, no adaptados, bizquearon.
- Oh, lo olvidé - la voz de Helva mostraba auténtico sentimiento. Si hubiera podido enrojecer, lo habría hecho -. Ustedes no poseen visión adaptable.
El responsable de aquella entrevista sonrió entre orgulloso y divertido por el tono de Helva, que indicaba lástima por aquella persona desdichada.
- Mire, con esto podrá verlo - dijo Helva, sosteniendo un instrumento amplificador en una de sus extensiones y situándolo sobre la pintura.
En medio de un estupor general, las damas y los caballeros de la comisión se acercaron a observar aquella última cena tan increíblemente copiada y tan brillantemente ejecutada sobre la cabeza de un clavo.
- Bueno - apuntó uno de los caballeros, que habla sido obligado a ir allí por su mujer -, el Buen Dios puede comer donde los ángeles temen pisar.
- ¿Está usted aludiendo, señor - preguntó Helva cortésmente -, a las discusiones que se desarrollaron en las Edades Oscuras acerca del número de ángeles que podían caber en la cabeza de un alfiler?
- Efectivamente, estaba pensando en eso.
- Si usted sustituye «átomo» por «ángel», el problema no es insoluble, conociendo el contenido metálico del alfiler en cuestión.
- Cosa para la que te han programado.
- Efectivamente.
- ¿Recordaron programar un sentido del humor también, jovencita?
- Estamos impulsadas a desarrollar un sentido de la proporción, señor, que contribuye a lograr el mismo efecto.
El buen hombre sonrió apreciativamente y pensó que aquel viaje había merecido la pena.
Si el comité de investigación tardó meses en digerir la completísima comida que les habían servido en el laboratorio, Helva también se quedó con un buen pedazo.
El concepto «cantar» aplicado a sí misma requería ser investigado. Efectivamente, había recibido, y lo había disfrutado, un curso de apreciación musical que incluía las obras clásicas más conocidas, tales como Tristán e Isolda, Candide, Oklahoma y Las bodas de Fígaro, junto con cantantes de la era atómica, como Brigit Nilsson, Bob Dylan y Geraldine Todd, y las curiosas progresiones rítmicas de los venusianos, las cromatías visuales de Capella, el concierto sónico de los altairianos y los canturreos Reticulanos. Pero «cantar» supone grandes dificultades técnicas para cualquier persona encapsulada. Las personas-cápsula están entrenadas para examinar todos los aspectos de un problema o situación antes de hacer cualquier diagnóstico. Adecuadamente equilibrados entre el optimismo y el sentido de la realidad, la actitud antiderrotista de las personas-cápsula les permitía salir con bien (a ellas, a sus naves y a la tripulación de éstas) de situaciones insólitas. Por eso a Helva el problema de que no pudiera abrir la boca para cantar, entre otras restricciones, no le molestaba. Encontraría la forma de cantar.
Se aproximó al problema investigando los métodos de reproducción del sonido utilizados a través de los siglos, tanto humanos como instrumentales. Su propio equipo de producción de sonido era esencialmente más instrumental que vocal. El control de la respiración y una adecuada pronunciación de las vocales dentro de la cavidad oral parecía requerir una gran dosis de desarrollo y práctica. La gente-cápsula, estrictamente hablando, no respiraba. Para el objetivo al que iban destinados, el oxígeno y los demás gases no se extraían de la atmósfera circundante por medio de los pulmones, sino a través de una solución artificial contenida en sus propias cápsulas. Después de varios experimentos, Helva descubrió que podía manipular su unidad diafragmática para mantener el tono. Relajando los músculos de la garganta y expandiendo la capacidad oral hacia los senos frontales, podía dirigir los sonidos de las vocales a una magnífica posición, adecuada para la reproducción a través del micrófono colocado en su garganta. Comparó los resultados con los discos de los cantantes modernos y no le desagradaron, si bien sus grabaciones poseían una cualidad peculiar que aquellos no tenían, y que no era disarmónica, sino sencillamente única. Conseguir un repertorio de la biblioteca del laboratorio no resultaba un problema para una persona dotada de una memoria perfecta. Se dio cuenta de que era capaz de cantar cualquier canción que captara su fantasía. No se le hubiera ocurrido que resultaba curioso para una mujer cantar como bajo, barítono, tenor, mezzo, soprano, a voluntad. Para Helva eso era únicamente una cuestión de correcta reproducción y del control diafragmático que requiriera la música elegida.
Si las autoridades se dieron cuenta de aquellas curiosas aficiones, lo comentaron únicamente a nivel interno. Se fomentaba el deseo entre la gente-cápsula a desarrollar una afición siempre que no interfiriera en su trabajo técnico.
Cuando cumplió los dieciséis años, Helva recibió su diploma y se la instaló en una nave, la XH-834. Su cápsula permanente de titanio fue cubierta por una barrera mucho más indestructible, en el eje central de la nave patrullera, las conexiones neuronales, audiovisuales y sensoriales quedaron establecidas y definitivamente conectadas. Las extensiones fueron desviadas, conectadas o aumentadas y finalmente se completaron las últimas y más delicadas conexiones cerebrales, mientras Helva dormía anestesiada.
Cuando despertó, era la nave. Su cerebro y su inteligencia controlaban todas y cada una de las funciones de la navegación tal y como le era preciso a una nave Patrullera de su clase. Podía ocuparse de sí misma y de su mitad móvil en cualquier situación, ya recogida en los anales de los Mundos Centrales, o en cualquier otra que la mente más fértil pudiera imaginar.
Su primer vuelo real (ya que ella y los de su especie habían realizado vuelos ficticios desde que tenían ocho años) le demostró que poseía un completo dominio de las técnicas de su profesión. Ya estaba preparada para las grandes aventuras que le esperaban y para recibir a su compañero móvil.
Había nueve patrulleros cualificados en la base el día que Helva fue dada de alta para el trabajo activo. Había algunas misiones que requerían una atención inmediata, pero Helva les interesaba a algunos jefes de departamento de la Central desde hacia algún tiempo y todos ellos querían que fuera asignada a su sección. Tan preocupados estaban por ello que ninguno había pensado en presentar a Helva a sus posibles compañeros. Era siempre la nave la que elegía a su compañero. Si hubiera habido en aquel momento en la base otra nave «cerebro», le hubiera aconsejado a Helva dar el primer paso. Pero no la había, y mientras los de la Central discutían entre sí, Robert Tanner salió de las barracas destinadas a los pilotos y se dirigió sin vacilar hacia el brillante casco de metal de Helva.
- Hola, ¿hay alguien en casa? - preguntó Tanner.
- Pues claro - respondió Helva, activando sus visores exteriores -. ¿Eres mi compañero? - le preguntó esperanzadora al reconocer su uniforme del Servicio de Patrulleros.
- Todo lo que tienes que hacer es pedirlo - le contestó él con un tono anhelante.
- No ha venido nadie. Pensé que tal vez no había compañeros disponibles y no he recibido ninguna orden de la Central.
Incluso a ella misma, le sonó su voz como si tuviera un tono de autocompasión, pero la verdad es que se encontraba sola, situada en un lugar oscuro. Antes siempre había tenido la compañía de los otros encapsulados, y más recientemente, la de los técnicos que habían realizado todos aquellos trabajos. Su repentina soledad había perdido su momentáneo encanto y había llegado a hacerse opresiva.
- Que no hayas recibido órdenes de la Central no tiene por qué ser motivo de disgusto, porque sucede que hay otros ocho chicos comiéndose las uñas mientras esperan que les invites a subir a bordo, hermosa.
Tanner se encontraba en la cabina central, y mientras decía aquello pasaba apreciativamente sus dedos sobre su panel, sobre las sillas de gravedad, metía la cabeza en las cabinas, los pasillos y los departamentos de acumulación de presión.
- Ahora, si deseas burlarte de la Central y hacernos a nosotros un favor, todo de una vez, llama a las barracas y diles que deseas que tengamos una fiesta para elegir a un compañero, ¿eh?
Helva se rió para sí. Era tan radicalmente diferente de todos los demás visitantes y de los técnicos del laboratorio que había conocido. Era tan alegre, tan seguro de sí, y ella estaba encantada con su sugerencia de organizar una fiesta para elegir a su compañero. Realmente, no había nada en el reglamento que impidiera ponerlo en práctica.
- ¿Central de comunicaciones? Aquí XH-834. Póngame con el barracón de pilotos.
- ¿Visual?
- Por favor.
Todo un panorama de hombres perezosos en diversas actitudes de aburrimiento apareció en la pantalla.
- Aquí la XH-834. ¿Querrían hacerme el favor los patrulleros sin misión asignada de subir a bordo?
Ocho figuras entraron inmediatamente en acción; tomaron sus ropas, desconectaron sus magnetófonos y arrojaron a un lado lo que tenían entre manos.
Helva cortó la conexión y oyó que Tanner se reía complacido y se sentaba a esperar su llegada.
Helva se sintió arrebatada por la alegría y la impaciencia, sensaciones poco habituales en los seres encapsulados. Una actriz en el día de su estreno no se hubiera sentido más nerviosa, más temerosa y agitada. Pero, a diferencia de la actriz, a Helva no le quedaba la válvula de escape de sumergirse en una crisis nerviosa, de romper un juego de té o sus tarros de maquillaje. Pero sí podía comprobar su stock de bebidas y comestibles, y eso fue lo que hizo.
Tanner fue el primero en probar los víveres seleccionados por el oficial de intendencia.
En el argot de la base a los patrulleros se les conocía con el nombre de «músculos», en oposición a los «cerebros». Habían de someterse a un entrenamiento tan riguroso como el de sus compañeros los cerebros, y solamente los estudiantes que habían obtenido las notas más elevadas en los diferentes centros del mundo eran admitidos en los cursos de los Mundos Centrales. De modo que los ocho jóvenes que subieron por la pasarela y se amontonaron en la agradable cabina de Helva eran de una inteligencia, de una belleza y de un equilibrio superiores a lo normal, y se mostraron encantados por aquella reunión tras la que esperaban, con permiso de Helva, poder emborracharse un poco y competir deportivamente entre ellos para conseguir merecerla.
Ante aquella marea humana, Helva se sintió aturdida, y se dispuso a disfrutar plenamente de aquel lujo que por tan breve tiempo le sería permitido.
Los sopesó a todos. El oportunismo de Tanner le divertía, pero no le atraía específicamente. El rubio Nordsen parecía demasiado simple; el moreno Alatpay mostraba una cabezonería por la que no sentía la menor inclinación. La amargura de Mir-Ahnin poseía unos oscuros orígenes que ella no deseaba descubrir, aunque él mostró el mayor despliegue de recursos para atraer su atención. Era un curioso galanteo aquél; para ella no suponía más que el primero de toda una serie de matrimonios, dado que los músculos se retiraban a los setenta y cinco años de servicio, o antes si tenían mala suerte. Los cerebros, con sus cuerpos a salvo del deterioro, eran indestructibles. En teoría, una persona encapsulada, una vez que había pagado su gran deuda contraída por los primeros cuidados, la adaptación quirúrgica y los gastos de mantenimiento, quedaba libre para buscar trabajo en cualquier otro lugar. En la práctica, las personas encapsuladas permanecían en el servicio hasta que optaban por la autodestrucción o perecían en algún accidente. Helva había tenido la oportunidad de hablar con una persona-cápsula de 322 años. Había quedado tan impresionada con aquel encuentro que no se habla atrevido a preguntarle acerca de aquellas cuestiones personales que hubiera deseado indagar.
No supo por quién decidirse hasta el momento en que Tanner comenzó a entornar una canción de los patrulleros que narraba las desgracias del intrépido, obtuso e imbécil «Billy Músculos». Todos los invitados se pusieron a cantar a coro, pero el resultado fue tan desastroso que Tanner se puso a agitar los brazos para reclamar silencio.
- Lo que necesitamos es un buen tenor. Jennan, aparte de hacer trampas con las cartas, ¿qué otra cosa sabes hacer? ¿Qué tal cantas?
- En «do» sostenido - le contestó Jennan de buen humor.
- Si os resulta absolutamente necesario un tenor, Intentaré hacerlo yo - se ofreció Helva.
- Pero, mi señora... - Protestó Tanner.
- A ver, danos el «la» - dijo Jennan, riéndose.
Jennan rompió el estupefacto silencio que siguió al magnífico «la» de Helva y observó con delicadeza:
- El propio Caruso hubiera dado todas las notas de la escala a cambio de poder cantar un «la» como ése.
No tardaron mucho tiempo en descubrir todas las posibilidades de la voz de Helva.
- Todo lo que Tanner había pedido era un buen tenor - dijo Jennan, sonriendo - y nuestra dulce dueña nos ofrece una compañía de ópera completa. Aquel al que elija como pareja va a llegar lejos, muy lejos.
- ¿Hasta la Nebulosa de la Cabeza del Caballo? - preguntó Nordsen, aludiendo a una vieja frase hecha de los patrulleros.
- Navegaremos cantando hasta la nebulosa y aún más allá - aseguró Helva, riéndose.
- Lo haremos nosotros juntos - añadió Jennan -. Pero con la voz que tengo será mejor que seas tú quien cante y yo el que escuche.
- Pensé que más bien tendría que ser yo la que escuchara - sugirió Helva.
Jennan ejecutó un saludo majestuoso, quitándose elegantemente su entorchado gorra. Para hacerlo se giró hacia el pilar de control, allá donde se encontraba Helva. Fue en aquel mismo momento cuando cristalizó su elección, y por una razón muy simple: tan sólo Jennan, al hablarle, se dirigía directamente a su presencia física, prescindiendo del hecho de que ella podía captar su imagen en cualquier lugar de la nave donde se encontrara, y de que su cuerpo estaba oculto tras enormes paredes metálicas. Mientras duraron sus viajes juntos, Jennan no dejó nunca de volver la cabeza en su dirección para hablarle, estuviera donde estuviese con relación a ella. Y Helva adquirió la costumbre de utilizar su micrófono central cuando le hablaba a Jennan, pese a que el método no era el más eficaz.
Helva no se dio cuenta aquella misma noche de que se había enamorado de Jennan. Como no había conocido nunca sentimientos tales como el amor o el afecto, ni siquiera sus parientes más pobres, la estima y la admiración, no era capaz de identificar la reacción que suscitaba en ella el calor de su personalidad y de su consideración. En su calidad de «encapsulada» se creía inaccesible a emociones cuya fuente principal eran los deseos físicos.
- Bueno, Helva, me siento muy dichoso de haberte conocido - dijo repentinamente Tanner, mientras ella y Jennan conversaban acerca de la calidad barroca de Come All Ye Sons of Art -. Ya nos veremos alguna vez en el espacio, Jennan, tipo afortunado. Gracias por la fiesta, Helva.
- ¿Tenéis que iros tan pronto? - preguntó Helva, dándose cuenta de que ella y Jennan habían quedado al margen de la conversación de los demás.
- El mejor hombre gana - dijo Tanner con tristeza -. Creo que haré bien documentándome en frases galantes. Puede que las necesite la próxima vez, en el caso de que haya más cerebros como tú.
Helva y Jennan vieron cómo se alejaban, algo confusos los dos.
- Tal vez Tanner ha sacado conclusiones precipitadas - sugirió Jennan.
Helva le miró. Estaba apoyado, en el cuadro de mandos y miraba directamente a su cápsula. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y hacía tiempo que el vaso que sostenía entre las manos estaba vacío. Era hermoso, como lo eran todos; pero sus ojos miraban directamente, su boca sonreía con facilidad y su voz (que era lo que a Helva le había gustado particularmente) era resonante, profunda y sin tonos o acentos desagradables.
- De cualquier modo, Helva, consúltalo con la almohada. Llámame por la mañana si es que ya has decidido algo.
Ella le llamó a la hora del desayuno, una vez discutida su elección con los de la Central. Jennan llevó sus cosas a bordo, recibió su denominación común, vio el dossier que contenía la historia de su vida y su experiencia registrada en el visor de Helva, le indicó las coordenadas de su primera misión, y la XH-834 se convirtió, oficialmente, en la JH-834.

Su primera misión era aburrida, pero necesaria y urgente (el Servicio Médico era el que finalmente había conseguido a Helva); se trataba de transportar lo antes posible un cargamento de vacunas a una colonia en la que se había desencadenado una violenta epidemia. Lo único que tenían que hacer era llegar a Spica lo más rápido posible.
Tras el magnífico descubrimiento de la embriaguez inicial de las grandes velocidades, Helva se dio cuenta de que sus músculos iban a hacer más trabajo que su cerebro en aquel tedioso viaje. Pero ambos tuvieron gran cantidad de tiempo para dedicarlo a explorar sus respectivas personalidades, por supuesto, Jennan sabía de lo que Helva era capaz como nave y como compañera, lo mismo que ella sabia todo lo que podía esperar de él. Pero eso sólo eran hechos, y lo que Helva quería conocer era el lado humano de su compañero, aspecto que no podía ser reducido a series de símbolos. Tampoco podía aprenderse en un libro lo que podía dar de sí el intercambio de dos personalidades. Eso había que experimentarlo.
- Mi padre era patrullero también. ¿O eso ya está programado? - comenzó a decir Jennan al tercer día de su viaje.
- Naturalmente.
- Eso no está bien. Tú conoces toda la historia de mi familia y yo no sé ni una sola cosa acerca de la tuya.
- Yo no los conocí - dijo Helva -. Hasta que no leí cosas acerca de tu familia no se me ocurrió que yo también debla tener mi historial en algún lugar de los archivos de la Central.
Jennan se echó a reír.
- ¡Psicología de cápsulas!
Helva rió a su vez.
- Sí. E incluso he sido programada para evitar sentir curiosidad acerca de ello. Y tú harías mejor también en no tenerla.
Jennan ordenó una bebida, se acomodó en su colchón de gravedad, puso los pies sobre el almohadillado y comenzó a balancearse.
- Helva... es un hermoso nombre...
- Con resonancias escandinavas.
- Pero no eres rubia - afirmó Jennan.
- Bueno, también hay suecas morenas.
- Y turcos rubios, pero este harén se limita a una.
- La esposa se oculta tras su purdah. Dios te libre, sin embargo, de hollar las casas del placer... - la propia Helva se sorprendió al ver que los nervios se traicionaban en su voz, tan cuidadosamente entrenada.
- ¿Sabes? - le interrumpió Jennan, que estaba sumido en profundos pensamientos -, mi padre me dio siempre la impresión de que estaba mucho más casado con su nave, Silvia, que con mi madre. Recuerdo que solía pensar que Silvia era mi abuela, poseía un número muy bajo, de modo que tendría que haber sido mi tatarabuela, por lo menos. Solía hablar con ella horas enteras.
- ¿Cuál era su número de registro? - preguntó Helva, sintiéndose celosa de todos aquellos que habían compartido las horas de Jennan.
- 422. Creo que ahora es TS. Yo navegué con Tom Burguess una vez.
El padre de Jennan había muerto de una enfermedad planetaria, cuya vacuna transportaba para curar a los ciudadanos del lugar.
- Según Tom, Silvia se ha vuelto lenta y coriácea. Si pierdes tu dulzura después de mi muerte, vendré a atormentarse como un fantasma.
Helva sonrió dulcemente. Quedó sorprendido al ver que Jennan se ponía en pie de un salto y acariciaba los controles con dedos suaves y ligeros.
- Me pregunto cómo serás realmente - dijo suavemente, pensativo.
Helva estaba prevenida, pues la habían preparado para esperar esos accesos de curiosidad por parte de sus parejas. Pero no sabía nada de si misma, ni tampoco podría saberlo nunca.
- Escoge la forma y el aspecto que más te guste y me sentiré feliz de ser como tú deseas.
- Doncella de hierro, me gustan las rubias de largas trenzas - dijo Jennan -. Puesto que estás inmolada en titanio, te llamaré Brunilda, querida.
Riendo, Helva entonó el aria obligada en el preciso instante en que entraban en contacto con Spica.
- Por Dios, ¿quién grita así? ¿Quiénes son ustedes? A menos que pertenezcan al Servicio Médico de los Mundos Centrales, aléjense. Estamos sufriendo una epidemia. No se admiten visitantes.
- Es mi nave la que está cantando; somos la JH-834 de los Mundos Centrales y les traemos la vacuna. ¿Cuáles son sus coordenadas de aterrizaje?
- ¿Su nave está cantando?
- El mejor S.A.T.B. del espacio organizado. ¿Desea escuchar alguna melodía en particular?
La JH-834 les entregó la vacuna, pero sin cantar ningún aria más, y recibieron órdenes inmediatas de dirigirse a Levíticus IV. Cuando llegaron allí, Jennan descubrió que su fama les había precedido y tuvo que defender la reputación de JH-834.
- Ya no volveré a cantar - murmuró Helva, contrita, mientras preparaba cataplasmas para el tercer ojo amoratado de la semana.
- Continuarás cantando - dijo Jennan con los dientes apretados -. Aunque sigan poniéndome los ojos morados desde aquí a la Cabeza del Caballo, conseguiré mantener tu reputación como cantante sin que despierte ironías. Serás la nave que canta.
Después que la «nave que canta» se enfrentó victoriosamente con una pandilla, pequeña pero maligna, de traficantes de drogas en las Magallánicas Inferiores, el título adquirió definitiva respetabilidad. La Central conocía todos y cada uno de los episodios y colocó una etiqueta de «interés especial» sobre el dossier de JH-834. Acababa de formarse un equipo de primera clase.
Jennan y Helva también se consideraban un equipo de primera clase después de su espectacular arresto.
- De todos los vicios del universo, lo que más odio es la adicción a las drogas - subrayó Jennan mientras regresaban a la Base Central -. La gente se va ya con demasiada facilidad al diablo sin este tipo de ayuda.
- ¿Por eso te ofreciste voluntario al Servicio de Patrulleros? ¿Para acabar con el tráfico?
- Encontrarás tu respuesta oficial en tus registros.
- Con palabras demasiado floridas: «Siguiendo la tradición de mi familia, que se enorgullece de cuatro generaciones de servicio», si me permites citar tus propias palabras.
Jennan lanzó un sonido despreciativo.
- Yo era muy joven cuando escribí aquello. Y desde luego, no había pasado por el Entrenamiento Final. Y una vez que estuve en ese Entrenamiento, mi orgullo me hubiera impedido desertar...
»Como te dije antes, solía visitar a mí padre a bordo de Silvia, y tal vez ésta tenía la esperanza de que yo ocupara el puesto de mi padre cuando abandonara el servicio, porque vertió dentro de mí unas buenas dosis de propaganda para favorecer mi vocación de patrullero. Y la favoreció. Desde que tenía siete años me hice el firme propósito de que no sería otra cosa que patrullero. Se encogió de hombros como para quitarle importancia a una decisión juvenil cuya realización le había exigido años de esfuerzos.
- ¿De modo que es eso? ¿El patrullero Sahir Silan, en la JS-422, penetrando en la Nebulosa de la Cabeza del Caballo?
Jennan hizo caso omiso de su sarcasmo.
- Contigo tal vez vaya mucho más lejos. Pero, pese a los ánimos que me daba Silvia, nunca soñé, ni en los momentos más delirantes, alcanzar ese tipo de gloria. Dejo en manos de tu magnífico cerebro la realización de tales maravillas. En la mente tengo una contribución mucho más pequeña a la historia espacial.
- ¿Tan modesto eres?
- No. Práctico. El grano de arena, etc. etc. - puso con aire dramático una mano sobre su corazón.
- ¡A la caza de la gloria! - dijo Helva con tono burlón.
- Mira quién está hablando. ¡Mi amiga, la que sueña con la Nebulosa! Al menos yo no exijo demasiado. No habrá otro héroe como mi padre en Parasea, pero está claro que no me importaría distinguirme por algún hecho meritorio. A todo el mundo le sucede lo mismo. De lo contrario, ¿para qué arriesgarse?
- Tu padre murió cuando regresaba de Parasea, si me permites apuntar algunos datos. Pero él nunca pudo saber que había sido un héroe por haber detenido la epidemia con su nave, lo que les permitió a los colonos quedarse en el planeta y descubrir así sus cualidades antiparalíticas. Y esto último tampoco llegó a saberlo nunca.
- Lo sé yo - dijo Jennan suavemente.
Helva se arrepintió inmediatamente por el tono que había dado a su refutación. Sabía muy bien el cariño que Jennan le tenía a su padre. En su historial se apuntaba que él había racionalizado la muerte de su padre con el inesperado y bien venido resultado del asunto Parasea.
- Los hechos no son humanos, Helva. Mi padre sí lo fue, y yo también lo soy. Y de igual forma, básicamente, también lo eres tú. Inspecciona tus indicaciones, JH-834. En medio de los cables que te han conectado hay un corazón, un desarrollado corazón humano. ¡Eso es obvio!
- Perdóname, Jennan - dijo Helva, apenada.
Jennan dudó durante un momento, hizo un gesto con las manos en señal de aceptación y luego le dio un golpecito afectuoso a su cápsula.
- Si dejamos algún día de ir tontamente de un lado a otro, nos dedicaremos a buscar la Nebulosa, ¿eh?
Y como con tanta frecuencia sucedía en el Servicio de Patrulleros, a la hora siguiente tenían órdenes de cambiar el rumbo, y no hacia la Nebulosa, sino a un sistema recientemente colonizado con dos planetas habitables, uno tropical, el otro glacial. El sol, llamado Ravel, había entrado en una fase de inestabilidad; su espectro parecía una concha que se expandiera rápidamente, con líneas de absorción que se desplazaban velozmente hacía el violeta. El calor en aumento había obligado ya a evacuar el mundo más cercano, Dafnis. El modelo de las emisiones espectrales indicaban que el sol dejaría seco también a Cloe. Todas las naves que se encontraban en los espacios inmediatos tenían que presentarse ante los cuarteles del Desastre de Cloe para encargarse de recoger a los colonos que aún quedaban por evacuar.
La JH-834 se presentó obedientemente y fue enviada a diversas áreas de Cloe para recoger a unos colonos dispersos que no parecían darse cuenta de la urgencia de la situación, pese a que Cloe estaba disfrutando ya de las primeras temperaturas por encima de los cero grados desde que llegaran allí colonos por primera vez. Como muchos de sus colonos eran religiosos fanáticos que se habían establecido en el duro planeta en busca de una existencia de piadosa reflexión, el brusco cambio producido en Cloe fue atribuido a cosas que nada tenían que ver con el problema del sol.
Jennan tuvo que perder una buena cantidad de tiempo en discusiones absurdas, de forma que él y Helva se hallaban retrasados en el horario previsto cuando se dirigieron al cuarto y último campamento.
De un salto, Helva pasó por encima de la elevada cadena de picos abruptos que rodeaban el valle y lo protegían de las tempestades de nieve, y que ahora servía como resguardo a la creciente temperatura. El sol violeta, con su corona brillante, estaba comenzando a refulgir mucho más cuando aterrizaron.
- Lo mejor que podrían hacer es coger sus cosas y subir a bordo - dijo Helva -. El cuartel general ha comunicado que hay que apresurarse.
- Todas son mujeres - contestó Jennan, sorprendido, mientras se dirigía a su encuentro -. A menos que los hombres de Cloe lleven faldas de pieles.
- Date prisa en seducirlas y reduce los trámites a lo esencial. No olvides conectar tu circuito privado.
Jennan avanzó hacia ellas sonriendo, pero la explicación de su misión se encontró con la más absoluta incredulidad sobre su autenticidad. Gimió para sí mismo cuando la superiora comenzó a exponerle, como antes lo habían hecho los otros, las causas a las que ella atribula el sobrecalentamiento de la atmósfera.
- Reverenda madre, se ha producido una sobrecarga en vuestro circuito de plegarias y el sol está a punto de estallar. He recibido la orden de conduciros al espaciopuerto de Rosary...
- ¿A esa Sodoma? - La mujer enrojeció y se encogió de hombros desdeñosamente ante aquella sugerencia -. Agradecemos tu advertencia, pero no deseamos abandonar nuestro claustro y entrar en el mundo violento. Y ahora continuaremos con nuestra oración matutina, que ha sido interrumpida...
- Y permanentemente interrumpida quedará cuando el sol estalle y hiervan todas. Deben venir conmigo ahora - dijo Jennan con firmeza.
- Señora... - dijo Helva, pensando que tal vez una voz femenina tendría más peso en aquellas circunstancias que el varonil encanto de Jennan.
- ¿Quién habla? - gritó la monja, asustada de oír una voz sin cuerpo.
- Yo, Helva, la nave. Bajo mi protección, tú y tus hermanas de fe llegaréis a salvo y sin profanarse por la asociación con ningún hombre. Yo os protegeré y os conduciré a un lugar especialmente destinado para vosotras.
La mujer miró cautelosamente a través de la abertura de la puerta de la nave.
- Puesto que los Mundos Centrales te permiten utilizar tales naves, reconozco que no estás burlándote de nosotras, joven. Sin embargo, sigo pensando que aquí no corremos peligro alguno.
- La temperatura en Rosary es ahora de treinta y siete grados - dijo Helva -. Tan pronto como los rayos del sol penetren directamente en este valle, también aquí será de treinta y siete grados, y probablemente alcanzará hoy los noventa en su punto álgido. Veo que vuestras casas están hechas de madera y paja. Paja seca. Hacia el mediodía estarán todas ardiendo.
La luz del sol comenzaba a penetrar en el valle entre los picachos de las montañas, y aquellos ardientes rayos caldearon al inquieto grupo que había tras la superiora. Algunas se abrieron los escotes de sus vestidos de pieles.
- Jennan - le dijo Helva por el comunicador privado -, el tiempo se nos está reduciendo.
- No puedo dejarlas aquí, Helva. Algunas de esas chicas son apenas unas adolescentes.
- Y hermosas, además. No me extraña que la superiora se niegue a dejarlas subir.
- Helva.
- Se cumpla la voluntad de Dios - dijo la superiora con firmeza, dando la espalda a sus salvadores
- ¿Quemarse hasta la muerte? - les gritó Jennan mientras ella se abría paso entre sus novicias.
- ¿Desean ser mártires? Es su elección.
- Jennan - dijo, desapasionadamente, Helva -. Nosotros tenemos que irnos, y esto ya no es una cuestión en la que podamos elegir.
- ¿Cómo voy a dejarlas, Helva?
- ¿Parasea? - sugirió Helva mientras él daba unos pasos y cogía a una de las mujeres. - No puedes raptarlas a todas a bordo y no tenemos tiempo de luchar con ellas. Sube, Jennan, o tendré que informar de tu actitud.
- Van a morir... - musitó Jennan desesperado, mientras regresaba a la nave.
- No podemos correr más riesgos - dijo Helva, razonablemente -. Tal y como están ya las cosas, vamos a tener problemas para alcanzar el lugar de la cita. El informe del laboratorio señala una aceleración crítica de la evolución espectral.
Jennan estaba ya subiendo a la escotilla cuando una de las mujeres más jóvenes se dio media vuelta y echó a correr tras él, gritando. Su acción fue imitada por sus compañeras. Pasaron en estampida a través de la estrecha abertura. Pero no había suficiente espacio en el interior para todas las mujeres. Jennan sacó trajes espaciales para las tres que habrían de quedarse con él en la cámara de descompresión. Tuvo que perder aún un tiempo precioso para explicar a la superiora que tenía que colocarse el traje espacial porque la cámara de descompresión no tenía ni provisión de oxígeno ni dispositivo de climatización independiente.
- La ola de calor va a alcanzarnos - dijo Helva en tono apremiante a Jennan a través del comunicador privado -. Llevamos dieciocho minutos de retraso y ahora tendré que forzar la velocidad máxima para escapar a la ola de calor.
- ¿Puedes despegar? Nosotros ya tenemos puestos los trajes.
- ¿Despegar? Sí - dijo, mientras, efectivamente, lo hacía -. Pero ¿correr? Siento como si tropezara.
Jennan trató de sostenerse a sí mismo y a las mujeres; notaba el peso de la nave, sin dejarse llevar por la piedad, sabiendo que la aceleración aplastaba violentamente a los pasajeros de la cabina (dos de las mujeres murieron), Helva aceleró al máximo durante el mayor tiempo posible. La suerte que corriera Jennan era su único motivo de preocupación. Pese a sus trajes espaciales, las cuatro personas aprisionadas en aquella cámara de descompresión desprovista de oxígeno y sin climatizar, protegida por una sola capa de metal en lugar de tres, no estaban seguras. Sus escafandras eran del tipo estándar; no estaban diseñadas para soportar el excesivo calor al cual iba a someterse la nave.
Helva voló tan rápido como pudo, pero la increíble ola de calor que desprendió la explosión del sol les alcanzó a mitad de camino de su destino, en la zona fría.
No prestaba atención a los llantos, los gemidos, los ruegos ni las plegarias que llenaban su cabina. Lo único que escuchaba era la torturada respiración de Jennan a través del sistema de purificación de aire de su traje y el murmullo de la sobrecargada unidad de refrigeración. Sin poder hacer nada, oía los gritos histéricos de sus tres acompañantes a medida que penetraban en el brutal calor. En vano Jennan trataba de calmarlas, intentando explicarles que pronto estarían a salvo si soportaban aquel calor. Enloquecidas por el terror y el sufrimiento, se echaron sobre él pese a lo exiguo de la cámara. Cuando una de ellas intentó golpearle, se le enrolló un brazo en los cables de su generador individual de energía y la catástrofe no tardó en producirse. Uno de aquellos cables, debilitado por el calor, se rompió bajo la presión.
Pese a toda su potencia, Helva estaba desarmada. Vio a Jennan ahogarse, le vio girar la cabeza en su dirección, implorarle con la mirada y morir.
Sólo el férreo condicionamiento de su educación impidió que Helva diera media vuelta y se inmolase hundiéndose en el ardiente corazón del sol. Muda por el sufrimiento, alcanzó el convoy de refugiados y transfirió a los pasajeros enfermos, cubiertos de quemaduras, al transporte que le fue indicado.
- Guardo conmigo el cuerpo de mi patrullero - informó después al Centro con voz sorda.
- Te proporcionaremos una escolta - fue toda la respuesta que recibió.
- No necesito escolta.
- Ya te ha sido asignada una escolta, XH-834 - se le dijo con sequedad. El trauma de escuchar cómo le quitaban la inicial del nombre de Jennan de su número de registro cortó su protesta. Descorazonada, esperó junto al transporte hasta que sus pantallas le mostraron la llegada de otras dos naves cerebrales. El cortejo regresó a la velocidad de funeral.
- ¿834? ¿La nave que canta?
- Ya no tengo más canciones.
- Tu patrullero era Jennan.
- No deseo entrar en comunicación.
- Soy la 422.
- ¿Silvia?
- Silvia murió hace mucho tiempo. Soy la 422. Por ahora MS - dijo la nave -. AH-640 es nuestro otro amigo. Pero Henry no está a la escucha. Tanto mejor..., seguramente no lo comprendería si pasaras a la ilegalidad. Pero yo no le dejaré que trate de impedírtelo.
- ¿Ilegalidad? - el término sacó a Helva de su apatía.
- Claro. Tú eres joven. Te queda energía para muchos años. Huye. Ya otras lo han hecho. La 732 se escapó hace tres años, tras haber perdido a su patrullero en la famosa misión de la enana blanca. Desde entonces no la hemos vuelto a ver.
- Nunca oí hablar de esas cosas.
- Desde luego, en la escuela no has podido escucharlo, querida, puesto que precisamente nos condicionan contra eso - dijo 422.
- ¿Romper el condicionamiento? - gritó Helva, angustiada, pensando en el blanco y furioso corazón del sol que acababan de abandonar.
- Creo que, para ti, no resultaría duro de momento - dijo, sosegadamente, la 422 en cuya voz se apuntaba un cierto cinismo -. Las estrellas están ahí, palpitando.
- ¿Y estaría sola? - preguntó Helva, sofocada.
- ¡Sola! - le confirmó 422.
Sola con todo el tiempo y el espacio. Ni siquiera la Nebulosa de la Cabeza del Caballo estaría lo suficientemente lejos como para desanimarla. Sola con cientos de estrellas que vivirían con sus recuerdos y nada... nada más.
- ¿Parasea valía la pena? - le preguntó suavemente a la 422.
- ¿Parasea? - repitió 422, sorprendida -. ¿Con su padre? Sí. Estuvimos en Parasea cuando se nos necesitaba. Lo mismo que ha sucedido ahora..., y su hijo... estaba en Cloe. Cuando os necesitaban. El crimen es no saber dónde nos necesitan y no estar allí.
- Pero yo le necesito a él. ¿Quién va a colmarme esta necesidad? - preguntó Helva, amargamente.
- 834 - dijo 422 al cabo de un día de navegar en silencio -, la Central desea tu informe. En la Base Régulus te espera un reemplazo. Rectifica tu rumbo y dirígete hacia allá.
- ¿Un reemplazo?
No era eso lo que necesitaba. No era alguien que le recordara a Jennan sin llenar el vacío que él había dejado. Porque su casco estaba aún caliente del calor de Cloe. Empujada por un atavismo, Helva deseaba tiempo para llorar a Jennan.
- ¡Oh! Todos los patrulleros sirven si la nave es buena - subrayó 422 filosóficamente -. Y es precisamente lo que necesitas. Cuanto antes mejor.
- Les has dicho que no iba a huir, ¿verdad? - preguntó Helva.
- Acabas de dejar pasar la ocasión hace un momento, lo mismo que yo tras Parasea, tras Glenn Arthur, tras Betelgeuse.
- Nuestro condicionamiento nos impide actuar así, ¿verdad? Nos resulta imposible hacerlo. Lo que me dijiste antes era una prueba, ¿verdad?
- Sí, órdenes. Ni siquiera los psiquiatras saben por qué una nave entra en la ilegalidad. El Centro está muy inquieto, y también nosotros, tus hermanos. Fui yo misma quien pidió servirte de escolta. Yo... no quiero perderos a los dos.
Helva sintió claramente cómo surgía dentro de ella un sentimiento de gratitud hacia Silvia.
- Todos hemos pasado por eso, Helva. Lo que voy a decirte no te servirá de consuelo, pero, ¿qué seríamos nosotras si no pudiéramos sufrir con nuestros patrulleros? Máquinas equipadas con altavoces.
Helva miró el cuerpo de Jennan, tendido ante ella en su ataúd, y creyó oír el potente eco de su voz en la cabina.
- ¡Silvia, no pude ayudarle! - gritó desde el fondo de su alma.
- Si, querida, lo sé - murmuró cariñosamente la 422.
Luego quedó en silencio.
Las tres naves aumentaron la velocidad en silencio hacia la gran base que los Mundos Centrales tenían en Régulus. Helva rompió el silencio para pedir instrucciones con respecto al aterrizaje y para recoger las condolencias oficiales.
Las tres naves aterrizaron simultáneamente dentro del boscoso recinto en que los gigantescos árboles azules de Régulus montaban guardia cerca de los muertos en el pequeño cementerio del Servicio. El contingente de la base en pleno se acercó con paso lento para formar una senda de honor entre Helva y el cementerio. Una delegación subió hasta la escotilla y entró en su cabina. El cuerpo de su amado compañero fue respetuosamente colocado en el ataúd especialmente montado sobre unas ruedas y cubierto con la bandera azul oscuro tachonada de estrellas del Servicio. Contempló cómo se lo llevaban lentamente, mientras el largo sendero humano formado por la escolta se iba cerrando tras él.
Luego, después de pronunciadas las sencillas palabras de la despedida y de que los aviones pasaran sobre la tumba para rendirle el último homenaje al patrullero, Helva recuperó la voz.
Suavemente, apenas audible al principio, las notas de una antigua canción de duelo salieron al exterior, hasta que la propia negrura del espacio devolvió el eco de la canción de la nave que cantaba.

FIN

CONTADOR GLOBAL DE ENTRADAS


Estadisticas de visitas

ClickComments