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jueves, 17 de abril de 2008

EL REGALO DE UN HOMBRE INUTIL -- ALAN DEAN FOSTER

EL REGALO DE UN HOMBRE
INÚTIL

Alan Dean Foster

Tanto Pearson como la nave estaban acabados.
No lo había imaginado cuando la había alquilado (sin intención de devolverla y sin
preocuparse de revisarla previamente, puesto que tanto la tarjeta de crédito que había
empleado para pagar el alquiler como la documentación que le identificaba como titular de la
misma estaban falsificadas); además, había tenido demasiada prisa como para poder
entretenerse en revisiones.
La nave había dado el Salto sin desmontarse; pero cuando había vuelto al espacio normal
había descubierto que varios componentes, pequeños pero críticos, habían resultado
dañados.
Ahora, todo lo que quedaba de la nave era una columna de humo y metal vaporizado que
se elevaba hacia un cielo azul pálido. Ni siquiera tenía ánimos para maldecirla. Sabía lo que
era estar acabado y, por lo menos, la nave lo había eyectado... aunque no con la suavidad
necesaria para ponerlo a salvo.
Estaba vivo, sí, pero esto no era suficiente. Lo único que ahora notaba era un cansancio
sin límites, una fatiga que le embargaba el espíritu. Un abotargamiento de su alma misma.
Sorprendentemente, no sentía dolor. Por dentro, Pearson continuaba funcionando. Por
fuera, podía mover los ojos y los labios, arrugar la nariz y, con un tremendo esfuerzo, levantar
su brazo derecho del llano y arenoso terreno. Su rostro ya no era simplemente una pequeña
parte de un todo muy expresivo: era lo único que le quedaba. El aspecto que tenía el resto
de su cuerpo, envuelto en los restos de lo que había sido su traje de vuelo, era algo que sólo
le cabía imaginarse. Y no quería imaginarlo. Sabía que tenía intacto el brazo derecho,
porque podía moverlo; fuera de esto, todo era pura especulación, y, además, mórbida.
Si tenía suerte, mucha suerte, podría usar su brazo derecho para ponerse de costado. No
se molestó en realizar aquel esfuerzo. Ya no había ninguna ilusión, desde luego ilusiones no,
rondando por la mente de Pearson. Al borde de la muerte, se había convertido en un
auténtico realista.
Aquel mundo al que había impuesto su presencia era muy pequeño; de hecho, apenas si
era más grande que un asteroide. En silencio, le pidió disculpas por cualquier daño que le
hubiera causado con el impacto de su nave al estrellarse. Siempre estaba pidiendo perdón
por algún daño que había infligido...
Respiraba, de modo que la delgada atmósfera era menos tenue de lo que parecía. Nadie
lo encontraría allí; incluso la policía, que lo había estado buscando, acabaría por abandonar
su persecución. Pearson era un criminal de poca monta. De hecho, ni siquiera era un
verdadero criminal. Para lograr ese apelativo uno tenía que hacer algo que fuese
medianamente dañino. «Criminal» significaba alguien peligroso, amenazador. Y Pearson
resultaba simplemente irritante para la sociedad, algo así como un picorcillo.
Bueno, al fin había acabado con el picor: él mismo se había rascado hasta desaparecer,
pensó, y le sorprendió descubrir que aún tenía la capacidad y las fuerzas necesarias para
reírse.
A pesar de que el hacerlo le hizo perder el conocimiento.
Cuando recobró el sentido estaba empezando a clarear. No tenía ni idea de cuánto
duraba el día en aquel minúsculo mundo y, por consiguiente, no podía saber cuánto tiempo
había permanecido inconsciente. Podría haber sido un día o una semana, según la forma de
medir el tiempo de los humanos. Aunque ya no pensaba en sí mismo como un ser humano:
una total parálisis muscular, que sólo había respetado su cara y un brazo, lo había convertido
en un cadáver en vida. Le resultaba imposible moverse; ni siquiera podía tender el brazo
para tomar los concentrados alimenticios del equipo de supervivencia que quizá llevase aún,
o quizá no, sujeto a la pernera del pantalón. No podía hacer otra cosa que sorber la débil
atmósfera que, temporalmente, le estaba manteniendo con vida. Hubiera preferido estallar
con la nave.
No obstante, no iba a morirse de hambre; primero se moriría de sed. Un cadáver viviente,
Pearson. Un cerebro dentro de una botella. Esto le daba mucho tiempo para reflexionar
acerca de su vida.
La verdad era que siempre había sido, más o menos, un cadáver viviente. Nunca había
sentido afecto por nadie ni por nada, ni siquiera lo había sentido casi por sí mismo. No
habiendo hecho nunca nada bueno y no teniendo los medios para hacer nunca nada
realmente malo, se había limitado a merodear por la vida, robando un poco de espacio y
aire a los demás.
Mejor me hubiera ido si hubiese sido un árbol, musitó cansinamente. Claro que se
preguntó si hubiera sido un buen árbol... Desde luego, no habría podido ser un árbol peor
que lo malo que había resultado como hombre. Se vio en su juventud, un chico en cierta
manera muy echado hacia adelante. Se contempló a sí mismo dando coba a los criminales
más famosos y profesionales, con la esperanza de que lo admitiesen en su mundillo, en su
casta, que se hicieran amigos suyos.
No, ni siquiera había sido un buen lameculos. Ni tampoco había sabido comportarse de
un modo honrado, el par de ocasiones en que lo había intentado. El mundo normal, el legal,
lo había contemplado con el mismo desprecio que le habían mostrado los criminales. Así
que vivía en un vacío tenebroso y resbaladizo de su propia invención, sin terminar de
funcionar de un modo eficiente en lo mental y apenas sí en lo físico.
Si pudiera... Pero no, se interrumpió a sí mismo; iba a morir. Más valía que, por una vez,
se mostrase honesto... aunque sólo fuera consigo mismo. Todas las desgracias que le
habían acaecido, él se las había buscado; él solito. Y no eran culpa de los demás, como
siempre le había agradado argumentar. Unos pocos (¡los muy desgraciados!) habían tratado
de ayudarle: de algún modo, él siempre había logrado echarlo todo a perder. Bueno, ya que
no otra cosa, al menos podría tratar de morir siendo honesto con sus pensamientos.
Había oído decir que morir de sed no era nada agradable.
El sol cayó por el horizonte Y ninguna luna se alzó. Claro que no, aquel mundo era
demasiado pequeño para poder permitirse tener un satélite. Ya resultaba bastante
asombroso que fuera capaz de retener una atmósfera. Sin que realmente le preocupase
mucho la respuesta, Pearson se preguntó si habría vida en el excelente y llano terreno que lo
rodeaba. Quizá plantas. Había descendido demasiado deprisa y de tan mala manera, que
no había podido emplear tiempo alguno en enterarse de esos detalles. Y, como no era capaz
de mover la cabeza, no podía hallar respuesta a sus preguntas.
El aire sopló por encima de Pearson, una fresca brisa nocturna, placentera tras el cálido y
neblinoso día. La notó fuerte en el rostro; el resto de los receptores externos de su cuerpo
estaban muertos. Era posible que hubiera sufrido graves quemaduras; si así era, no podía
reaccionar a ellas. En este aspecto la parálisis era una bendición. Y, no obstante, sabía que
otras partes de su cuerpo sí estaban funcionando: podía olerlo.
Cuando el sol se alzó de nuevo ya estaba despierto del todo. Calculó que el día de aquel
mundo debía de ser de tres o cuatro horas, seguido de una noche de igual duración. Esta
información no le era de ninguna utilidad, pero tales especulaciones le mantenían la mente
ocupada. Poco a poco se estaba ajustando a su nueva situación... Se dice que la mente
humana puede ajustarse a cualquier cosa.
Al cabo de un tiempo se dio cuenta de que ya no le preocupaba la idea de la muerte. En
cierta manera le resultaría un alivio. Ya no más escapar: de los demás, de su pobre yo.
Nadie iba a llorar su muerte. Y con su ausencia liberaría a los demás de las molestias de su
presencia. Las primeras sensaciones de sed, débiles pero innegables, se apoderaron de su
garganta.
Pasaron los cortos días y aparecieron algunas nubes. Nunca había prestado atención a
las nubes y bien poca al clima; ahora tenía tiempo y motivos para estudiar ambas cosas.
Además, no podía ver otra cosa. Se le ocurrió que podría emplear el brazo que le funcionaba
para variar la posición de su cabeza y así cambiar su línea de visión. Pero, cuando lo intentó,
descubrió que el brazo no le respondía lo bastante como para llevar a cabo la complicada
maniobra.
Extrañas, las emociones que sentía: descubrió que la posibilidad de que se le paralizase
el único miembro que aún le obedecía le aterraba mucho más que la segura llegada de su
muerte.
Las nubes se seguían acumulando sobre él. Las miraba indiferente. La lluvia podría
prolongar su vida algunos días terrestres más, pero al fin acabaría por morir de hambre. Los
concentrados del paquete de emergencia de su traje le podrían haber mantenido con vida
durante meses, quizá más de lo normal, vista su total ausencia de actividad física; pero era
como si se hubieran vaporizado con la nave: no podía alcanzarlos.
Su mente especuló sobre los posibles métodos de suicidio. Si su brazo le respondía y si
hubiera un trozo de metal afilado cerca, un fragmento de su nave, podría cortarse el cuello.
Si... si... llovió. Suave pero continuadamente, durante todo medio día.
Su boca abierta recogió la suficiente agua como para saciarle. Las nubes pasaron y se
rasgaron y el lejano sol regresó. Notó cómo le secaba el rostro y supuso que estaría
haciendo lo mismo con el resto de su cuerpo. Empezó a apreciar, de un modo distinto y más
intenso, el milagro de la lluvia y del proceso por el que es transformada en sangre, linfa y
células. Era un logro asombroso, anonadante; y él había pasado toda una vida dándolo por
supuesto. Se merecía morir.
Estoy poniéndome filosófico, pensó. O deliro.
Cortos días daban paso a cortas noches. Había perdido totalmente la noción del tiempo,
cuando lo halló el primer bicho.
Pearson lo notó mucho antes de verlo. Caminaba por encima de su mejilla. Le volvía loco,
porque era incapaz de rascarse o de apartarlo de un manotazo. Cruzó su rostro, se detuvo y
atisbó dentro de su ojo derecho.
El parpadeó.
El cosquilleo prosiguió, luego no lo había alejado. Ahora lo tenía en la frente. Tras hacer
una pausa allí, caminó hacia su mejilla izquierda, atravesándola, para reincidir su camino
primitivo. Por el rabillo de su ojo izquierdo lo vio, mientras llegaba a su hombro. Era
negroazulado y demasiado pequeño para que él pudiera discernir detalles. Desde luego
parecía un insecto.
Se detuvo en su hombro, estudiando los alrededores.
Quizá fuera mejor de ese modo, pensó. Sería más rápido si los bichos lo devoraban.
Cuando hubiera sangrado lo bastante moriría.
Y, si empezaban debajo de su cabeza, no sentiría ningún dolor hasta perder el sentido.
Silenciosamente, animó al insecto. ¡Ánimo, amigo! Tráete a tus tíos y tías, a tus primos y
tus sobrinos, y daos un banquete, que Pearson invita. Será toda una bendición.
- No, no podemos hacerlo.
Deliro, supuso él, añadiendo luego:
- ¿Por qué no?
- Eres una maravilla. No podemos comernos una maravilla. No somos lo bastante dignos.
- No soy ninguna maravilla - pensó él, insistente -. Soy un desecho, un fracaso, un absoluto
fallo de la Naturaleza. Y no sólo eso - concluyó - , sino que además, aquí estoy hablando
telepáticamente con un bicho.
- Soy Yirn, miembro del Pueblo - el suave pensamiento le informó -. No sé lo que es un
bicho. Dime, maravilla... ¿cómo puede estar viva una cosa tan grande?
De modo que Pearson se lo dijo: le dio al bicho su nombre y le explicó lo que era la
Humanidad, le habló de su triste existencia, que pronto iba a llegar a término, y le contó lo de
su parálisis.
- Me entristezco por ti - le dijo al fin Yirn, miembro del Pueblo -. No podemos hacer nada
por ayudarte. Somos una pobre tribu, una de tantas, y no se nos permite, según las Leyes,
que nos reproduzcamos mucho. Tampoco acabo de comprender esas extrañas cosas que
me cuentas acerca del espacio, el tiempo y el tamaño. Ya me cuesta trabajo creer que esa
montaña dentro de la que yaces pudiera moverse en otro tiempo. Pero, sin embargo, tú lo
afirmas y yo debo creerlo.
Pearson tuvo un repentino y perturbador pensamiento:
- Hey, mira, Yirn. No te creas que soy un dios o algo así. Sólo más grande que tú, eso es
todo. En realidad soy mucho menos que tú: ni siquiera supe ser un buen maleante...
- Ese concepto no tiene significado. - Yirn dio la impresión de estar esforzándose en
comprenderle
Eres la cosa más maravillosa de toda la creación.
- Tonterías. Dime... ¿Cómo es que puedo «hablar» contigo, visto que eres mucho más
pequeño que yo?
- En el Pueblo tenemos un dicho acerca de que lo que es importante es el tamaño de la
inteligencia, no el tamaño del tamaño.
- Sí, creo que tienes razón. Mira, lamento que seáis una tribu tan pobre, Yirn: y agradezco
que te dé pena mi estado. Nadie había sentido pena alguna por mí antes... excepto yo
mismo. Ya es mucho incluso el que un bicho muestre simpatía por mí.
Se quedó en silencio un rato, contemplando al bicho, que agitaba sus diminutas antenas.
- Me... me gustaría poder hacer algo por ti y por tu tribu - dijo al cabo - , pero ni siquiera
puedo ayudarme a mí mismo. Pronto moriré de hambre.
- Te ayudaríamos si pudiésemos - le llegó el pensamiento. Pearson tuvo la sensación de
una tristeza fuera de toda proporción con el tamaño de aquel ser -, pero todo lo que
pudiésemos reunir no te serviría ni para alimentarte convenientemente durante un solo día.
-Claro. Hay comida en el paquete de emergencia de mi traje, pero... - se quedó en
silencio. Luego dijo -: Yirn, dime si hay unos recipientes metálicos brillantes en la parte
inferior de mi cuerpo.
Pasaron unos momentos, mientras el insecto hacía un viaje hasta el promontorio de una
rodilla y regresaba.
- Son como tú los describes, Pearson.
- ¿Cuántos sois en tu tribu?
- ¿En qué estás pensando, Pearson?
A la tribu de Yirn le costó días, días locales, el abrir los cierres de los paquetes del traje.
Cuando resultó claro que el Pueblo podía digerir los alimentos humanos, un gran regocijo
mental llenó el cerebro de Pearson y se sintió satisfecho.
Fue un Yirn realmente humilde quien luego llegó a comunicarse con él:
- Por primera vez en muchas, muchas generaciones, mi tribu tiene suficiente que comer.
Nos podremos multiplicar más allá de las restricciones que las Leyes imponen a los
desprovistos de alimentos. Uno de los grandes bloques que tú llamas concentrados puede
alimentar a la tribu durante largo tiempo. No hemos probado los alimentos naturales que
dices que están dentro del paquete mayor que está debajo de tu cuerpo, pero ya lo haremos.
Ahora nos podemos convertir en una verdadera tribu, y no temeremos a esas tribus que
roban a las más pobres. Y todo gracias a ti, gran Pearson.
- Con Pearson a secas basta, ¿comprendes? Si me vuelves a llamar «gran» te voy a... -
hizo una pausa -. No, no haré nada. Incluso aunque pudiese... se acabaron las amenazas.
Sólo Pearson, por favor. Y no he hecho nada por vosotros: ha sido tu pueblo el que se ha
hecho con los alimentos. Es curioso, es la primera vez que pienso algo bueno de esos
condenados concentrados alimenticios.
- Tenemos una sorpresa para ti, Pearson.
Algo se estaba arrastrando con lentitud infinita por su mejilla. Pesaba un poquito, más que
el Pueblo. Lo vio al borde de su visión: un pequeño bloque marrón. Docenas de formas
negroazuladas lo rodeaban. Podía sentir sus esfuerzos dentro de su mente.
El bloque llegó a sus labios y él los abrió. Algunos de los miembros del Pueblo se
sintieron aterrorizados ante la cercanía de aquel abismo, oscuro y sin fondo. Se dieron la
vuelta y huyeron. Yirn y otros líderes de la tribu tomaron sus lugares.
El bloque pasó sobre su labio inferior. El Pueblo ejerció un último y monumental esfuerzo.
Algunos de sus miembros fallecieron al realizarlo. El bloque cayó al abismo. Pearson notó
cómo le fluía la saliva, pero dudó.
- No sé qué bien me pueda hacer a la larga, Yirn, pero... gracias. Sin embargo, mejor será
que te lleves a tu gente de mi cara. Dentro de un momento va a haber un terre... no, un
Pearsonmoto.
Cuando se hubieron retirado a un lugar que ofreciera seguridad, empezó a masticar.
A la siguiente mañana llovió. Las gotas tenían el tamaño de las gotas de lluvia de la Tierra
y representaban un terrible peligro para la tribu, si la lluvia les cogía a campo abierto. Unas
gotas podían matar a alguien del tamaño de Yirn, pero toda la tribu tenía amplio cobijo en el
espacio vacío que quedaba bajo el brazo derecho de Pearson. Muchas semanas más tarde,
Yirn estaba sentado en la nariz de Pearson, mirando hacia abajo, a los oceánicos ojos.
- Los concentrados no van a durar siempre, y la comida real que hemos hallado en la
«mochila» que está bajo tu espalda aún durará menos.
- No te preocupes. Creo que hay un par de zanahorias, y un bocadillo que me había
preparado: debe de llevar rodajas de tomate, lechuga, y creo que champiñones. Y también
unas nueces. Os podéis comer el embutido y el pan; pero reservad algo de pan, quizá os
podáis comer el moho que saldrá.
- No entiendo lo que quieres decirme, Pearson.
- ¿Cómo os hacéis con la comida, Yirn? Sois simples recolectores, ¿no?
- Así es.
- Entonces, quiero que toméis las zanahorias, y el tomate y las otras cosas... ya os las
describiré... y también quiero ejemplares de cada planta de las que come tu gente.
- ¿Y qué harás con todo eso, Pearson?
- Reúne a los ancianos de la tribu. Empezaremos con la idea de la irrigación...
Pearson no era un campesino, pero sabía, de un modo rudimentario, que si plantas,
riegas y quitas las malas hierbas, crecerán algunos alimentos. El Pueblo aprendía rápido. La
idea que más nueva les resultaba era la de quedarse fijos en un sitio y plantar.
Excavaron una balsa para recoger el agua de la lluvia, al precio de centenares de
diminutas vidas. Pero los concentrados le daban grandes energías al Pueblo. Diminutos
arroyuelos comenzaron a serpentear desde la balsa, más allá de la protectora masa de
Pearson. Cuando dejó de llover, la balsa y los diminutos canales estaban repletos, y
comenzaron a usar las minúsculas presas. Luego excavaron otra balsa, y otra.
Algo de la comida humana echó raíces y creció, y algunas de las plantas locales echaron
raíces y crecieron. El Pueblo prosperó. Pearson les explicó la idea de construir estructuras
permanentes. El Pueblo nunca había considerado, tal idea, porque jamás había imaginado
una construcción artificial que les pudiera proteger de la lluvia. Pearson les habló de las
tiendas de campaña.
Entonces llegó el día en que se acabaron los concentrados. Pearson había estado
esperando esto y la noticia no le causó pavor. Había hecho más, mucho más de lo que
imaginara que pudiese hacer en aquellos primeros días solitarios en la vacía arena, tras que
la nave se estrellase. Había ayudado, y había sido recompensado con la primera verdadera
amistad de toda su vida.
- No importa, Yirn. Me alegra saber que he podido ser de ayuda para ti y para tu pueblo.
- Yirn ha muerto - dijo el bicho-. Yo soy Yurn, uno de sus descendientes, al que le ha sido
concedido el honor de hablar contigo.
- ¿Yirn ha muerto? Pero si no ha pasado tanto tiempo... ¿o sí? - La idea que tenía Pearson
del tiempo transcurrido era muy nebulosa. Pero también era cierto que el período de vida del
Pueblo era mucho más corto que el de los humanos -. No importa. Después de todo, la tribu
ya tiene suficiente que comer.
- A nosotros sí que nos importa - le repitió Yurn -. Abre la boca, Pearson.
Algo se estaba arrastrando por su mejilla. Se movía bastante deprisa. Pequeñas poleas
de madera ayudaban a arrastrarlo y por las poleas corrían largas cuerdas hechas con
cabellos de Pearson. Le abrieron camino a través de su barba, a lo que fuese, docenas de
miembros del Pueblo usando sus aguzadas mandíbulas.
Cayó en su boca. Tenía hojas y le resultaba vagamente familiar. Era un trozo de espinaca.
- Come, Pearson. Los restos de tu antiguo «bocadillo» han procreado.
Poco después de la tercera cosecha, un trío de ancianos visitó a Pearson. Se sentaron
cuidadosamente en la punta de su nariz y lo contemplaron con aire sombrío.
- Las cosechas no marchan bien - dijo uno.
- Describídmelas. - Así lo hicieron y él rebuscó por entre los más polvorientos rincones de
su mente los conocimientos, aprendidos en la escuela y olvidados después -. Si tienen toda
el agua que necesitan, entonces sólo puede ser una cosa, visto que todas se muestran
igualmente afectadas: estáis agotando el suelo de por aquí. Tendréis que ir a plantar a otro
lugar.
- Mucha es la distancia que hay entre este lugar y la granja más alejada - le dijo uno de los
ancianos -. Ha habido incursiones. Otras tribus están celosas de nosotros. El Pueblo tiene
miedo a plantar muy lejos de ti. Tu presencia les da confianza.
- Entonces hay otra posibilidad. Se lamió los labios. El Pueblo había encontrado sal para
él.
- ¿Qué habéis estado haciendo con los excrementos que suelta mi cuerpo? - les preguntó.
- Han sido retirados periódicamente y enterrados, tal como nos dijiste - le contestó uno de
los tres -, y hemos ido trayendo tierra y arena limpias para sustituir lo que nos llevamos de la
región que hay debajo de tu cuerpo, allá donde humedeces el suelo.
- El terreno de por aquí está quedando agotado - les explicó -. Necesita que se le añada
algo llamado abono. Esto es lo que el Pueblo debe hacer...
Muchos años más tarde un nuevo Consejo vino a visitar a Pearson. Esto fue después de
la Gran Batalla. Varias tribus, grandes y poderosas, se habían unido para atacar al Pueblo.
Lo habían hecho retirarse hasta la montañosa fortaleza llamada Pearson. Y mientras la
batalla rugía a su alrededor, los líderes de las tribus atacantes habían encabezado una
tremenda carga para tomar posesión del dios-montaña, que era como las otras tribus
denominaban a Pearson.
Forzando cada uno de los nervios que aún funcionaban en su cuerpo, Pearson había
alzado su único brazo válido y, de un manotazo, había aplastado a los líderes del asalto, a
sus estados mayores y a centenares de otros atacantes. Aprovechándose de la confusión
creada en las filas enemigas, el Pueblo había contraatacado. Los invasores habían sido
rechazados con tremendas bajas, y el territorio del Pueblo ya no había vuelto a ser
molestado.
Muchos campos cultivados habían sido destruidos. Pero, con amplias dosis del abono
suministrado por Pearson, la siguiente cosecha maduró mucho más generosamente que
nunca.
Ahora, el nuevo Consejo estaba sentado en el lugar de honor, en la punta de la nariz de
Pearson, y miraba a los enormes ojos. Yeen, descendiente de la octava generación en línea
directa de Yirn el legendario, se hallaba en el centro.
- Tenemos un regalo para ti, Pearson. Hace meses nos hablaste de un acontecimiento
que tú llamaste «cumpleaños» y hemos discurrido mucho acerca de su significado y las
costumbres que lo rodean. Cavilamos acerca de cuál podría ser un regalo adecuado.
- Me temo que no podré abrirlo si lo habéis envuelto para regalo - bromeó débilmente -.
Me lo tendréis que mostrar. Y me gustaría tener algún regalo que haceros a vosotros por
haberme mantenido con vida.
- Tú nos has dado a nosotros mucho más que la vida. Mira a tu izquierda, Pearson.
Movió los ojos. Comenzó a sonar un crujiente y chirriante sonido, que prosiguió mientras
él contemplaba el vacío cielo y esperaba. Los pensamientos, cargados de buenos deseos,
de millares de miembros del Pueblo lo llenaron.
Lentamente se fue alzando un objeto hasta quedar a su vista. Era un círculo, colocado
encima de un perfecto andamio de pequeñas vigas de madera. Era viejo y estaba rascado
en algunos lugares, pero aún brillaba: un pequeño espejo de mano, tomado de Dios sabe
qué rincón de su mochila o de los bolsillos de su traje. Estaba inclinado en ángulo sobre su
pecho y miraba hacia abajo.
Por primera vez en muchos años podía ver el suelo. Antes de que pudiera expresar sus
gracias por el maravilloso, increíble regalo que era aquel viejo espejo, sus pensamientos
fueron barridos por lo que podía ver.
Pequeñas hileras de campos cultivados se extendían hasta el horizonte.
Ramilletes de diminutas casitas tachonaban los campos, muchas agrupadas en lo que
parecían ser pueblos. Puentes suspendidos, hechos con cabellos suyos y jirones de la ropa
de su traje, cruzaban un diminuto riachuelo en tres lugares distintos. Al otro lado de lo que a
la escala del Pueblo era un gran río, se divisaban los inicios de una pequeña ciudad.
El equipo que manejaba el espejo, mediante un ingenioso sistema de cables y poleas, lo
giró. Cerca se encontraba la fábrica en la que, le contaron, se construían vigas de madera y
otros artículos a partir de las plantas locales. Grandes tiendas albergaban otras factorías,
tiendas hechas con piel curtida, de la que se iba pelando regularmente del cuerpo de
Pearson, siempre moreno por el sol. Las herramientas se movían suavemente y vehículos
con ruedas llevaban al Pueblo de un lado a otro, en parte gracias a la lubrificación lograda
con la cera tomada de los oídos de Pearson.
- ¿Regalarnos algo a nosotros, Pearson? - exclamó Yeen lleno de retórica -. Nos has dado
el mayor de los regalos: nos has dado a ti mismo. Cada día hallamos nuevos usos para la
información que nos has suministrado. Y cada día hallamos nuevos usos para lo que tu
cuerpo produce.
- Otras tribus, con las que antes luchamos, se han unido a nosotros, para que unidos nos
beneficiemos con tus dones - Intervino otro -. Estamos convirtiéndonos en eso que tú
llamaste nación.
- Cuidado... cuidado con eso... - Pearson murmuró mentalmente, sobrecogido por las
palabras del Consejo y las vistas que le ofrecía el espejo -. Una nación significa la aparición
de los políticos.
- ¿Qué es eso? - dijo de repente uno de los miembros del Consejo, señalando hacia
abajo.
- Un nuevo regalo - contestó el pensamiento de su vecino, que también miraba hacia
abajo por la gran pendiente de la nariz de Pearson -. ¿Para qué sirve eso, Pearson?
- Para nada - contestó él -. Hace mucho que aprendí, amigos, que las lágrimas no sirven
para nada...
Yusec, descendiente de la ciento doce generación en línea directa de Yirn el Legendario,
estaba descansando sobre el pecho de Pearson, disfrutando de la sombra suministrada por
el bosque de pelos que allí había. Pearson acababa de comer un trozo de un nuevo y
maravilloso fruto que el Pueblo había cultivado en una granja lejana y traído hasta allí,
especialmente para él. Pearson podía ver a Yusec gracias a uno de los muchos espejos
colocados rodeando su cara, todos inclinados para ofrecerle diferentes vistas de los
alrededores.
Un grupo de jóvenes estaba haciendo una excursión por el área pélvica y otro estaba
visitando el área de la base de su oreja. Otros iban y venían, subían y bajaban, gracias a
burdos ascensores y grandes escaleras que le montaban por todos lados. Grupos de
escribas estaban cerca, dispuestos a recoger cualquier pensamiento suelto que pudiera
tener Pearson. Incluso captaban sus sueños.
- Yusec, el nuevo alimento es muy bueno.
Los agricultores de esa región estarán complacidos. Hubo una pausa antes de que
Pearson volviese a hablar:
- Yusec, me estoy muriendo.
Asustado, el insecto se alzó sobre sus patas traseras, mirando hacia el farallón que era la
barbilla de Pearson.
- ¿Qué dices? ¡Pearson no puede morir!
- ¡Tonterías, Yusec! ¿De qué color es mi cabello?
- Blanco, Pearson, pero lleva así muchas décadas.
- ¿Y son profundas las trincheras de mi cara?
- Sí. Pero no más de lo que eran en tiempos de mi tatarabuelo.
- Lo que significa que ya entonces eran profundas. Me estoy muriendo, Yusec. No sé lo
viejo que soy, porque hace ya mucho perdí la noción del tiempo, de mi tiempo; y jamás me
tomé la molestia de compararlo con el vuestro. Jamás me importó, y sigue sin importarme.
Pero me estoy muriendo.
Hizo una pausa.
- Sin embargo, moriré mucho más feliz de lo que jamás pensé. He movido muchas más
cosas desde que me quedé paralítico de las que moví mientras podía caminar. Y esto me
hace sentir muy bien.
- No puedes morir, Pearson - repitió Yusec, insistente, mientras mandaba una llamada de
emergencia al equipo hospitalario creado hacía muchos años sólo para atender a Pearson.
- Puedo morir y voy a hacerlo. - Un aterrado Yusec notó cómo la muerte se extendía por la
mente de Pearson, como si fuera una sombra. No podía imaginarse cómo serían los
tiempos sin Pearson -. El equipo médico es bueno. Han aprendido por sí mismos muchas
cosas acerca de mí. Pero no pueden hacer nada: voy a morir.
- Pero... ¿qué haremos sin ti?
- Todo lo que hacéis lo hacéis sin mí, Yusec. Yo sólo os he dado consejos y el Pueblo lo
ha hecho todo por sí mismo. No me echaréis de menos.
- Te echaremos de menos, Pearson - Yusec se estaba resignando a la tremenda
inevitabilidad de la desaparición de Pearson -. Estoy absolutamente consternado.
- Yo también. Es curioso, estaba empezando a disfrutar de esta vida. Oh, bueno...
Sus pensamientos eran ya muy débiles, se estaban yendo como la luz cuando el sol da la
vuelta al mundo.
- Sólo una última idea, Yusec.
- ¿Sí, Pearson?
- Creí que podríais usar mi cuerpo cuando me hubiera ido: la piel, los huesos y los
órganos, pero habéis ido más allá. Esas últimas piezas de bronce que me enseñasteis eran
muy buenas. Ya no necesitáis la fábrica Pearson. Es una idea tonta, pero...
Yusec apenas logró captar la última idea de Pearson, antes de que su presencia dejara
para siempre al Pueblo.
- ¡Son seres inteligentes, Señor! Ya sé que no son mayores que una pestaña, pero tienen
carreteras y granjas, fábricas y escuelas, y yo qué sé qué más tienen. ¡Son la primera raza
inteligente no humana que encontramos, Señor!
- Tranquilo, Hanforth - dijo el Capitán -. Eso ya puedo verlo por mí mismo.
Estaba en pie, fuera del módulo de aterrizaje. Habían descendido en un gran lago, para
evitar aplastar la intrincada metrópoli que parecía cubrir el entero planetoide.
- Desde luego, increíble es la mejor palabra para describirlo. ¿Hay algo acerca de esa
vieja nave estrellada?
- No, Señor. Excepto que es muy antigua. Al menos tiene varios cientos de años. Los
detectores sólo hallaron fragmentos de la nave. Pero hay otra cosa, Señor, la delegación de
los nativos...
- ¿Sí?
- Hay algo que quieren que veamos. Dicen que algunas de sus autopistas principales son
lo bastante anchas como para que podamos viajar por ellas sin crear problemas. Y las han
vaciado de todo tráfico.
- Creo que lo mejor será que nos mostremos corteses, a pesar de que preferiría hacer
nuestros estudios desde aquí, en lugar seguro, donde no pudiéramos hacer daño a nadie.
Caminaron durante varias horas. Poco a poco llegaron hasta un lugar, cercano al cráter
producido por el impacto de la nave arcaica. Habían visto el objeto alzarse en el lejano
horizonte y cada vez podían creérselo menos, a medida que se iban acercando.
Ahora se encontraban junto a su base. Era un obelisco metálico, que se alzaba unos
cincuenta metros hacia el cielo azul acuoso, acabando en una lejana y aguzada punta.
- Puedo imaginarme por qué querían que viéramos esto - el Capitán se mostraba
incrédulo -. Si lo que deseaban era impresionarnos, lo han conseguido. Una obra de
ingeniería como ésta, hecha por un pueblo de su tamaño... es algo imposible de creer.
Frunció el ceño y se alzó de hombros.
- ¿Y qué es, Señor? - La cabeza de Hanforth estaba echada hacia atrás para poder mirar
la cúspide de aquel obelisco imposible.
- Es curioso... me recuerda algo que he visto antes.
- ¿Qué, Señor?
- Un monumento funerario.


FIN

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