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lunes, 8 de septiembre de 2008

SCIFI -- EL MURO DE OSCURIDAD -- ARTHUR C. CLARKE

EL MURO DE OSCURIDAD
Arthur C. Clarke

the wall
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Muchos y extraños son los universos que se amontonan como burbujas en la
espuma sobre el Río del Tiempo. Algunos (muy pocos) se mueven a
contracorriente; menos aún son los que yacen siempre fuera de su alcance, al
margen del futuro y el pasado. El pequeño cosmos de Shervane no pertenecía
a estos grupos: su singularidad era de un tipo distinto. Sólo contenía un mundo
(el planeta de la raza de Shervane) y una estrella, el gran sol Trilorne, que le
daba vida y luz.
Shervane nada sabía de la noche, pues Trilorne estaba siempre sobre el
horizonte, acercándose a él sólo en los largos meses de invierno. Pasadas las
fronteras de la Tierra Sombría, había una zona en la que Trilorne desaparecía
bajo el borde del mundo, y descendía una oscuridad en la que nada podía vivir.
Pero incluso entonces la oscuridad no era absoluta, aunque no hubiese
estrellas que la aliviasen.
Solo en su pequeño cosmos, volviendo siempre la misma cara hacia su
solitario sol, el mundo de Shervane era el último y más extraño capricho del
Señor de los Mundos.
Sin embargo, mientras contemplaba las tierras de su Padre, los pensamientos
que llenaban la mente de Shervane eran los mismos que los de cualquier niño
humano. Sentía asombro, curiosidad, un poco de miedo, y sobre todo el anhelo
de salir al gran mundo que había ante él. Ira aún demasiado joven para hacer
estas cosas, pero la vieja casa estaba sobre la máxima elevación que había en
varios kilómetros a la redonda, y podía contemplar toda la tierra que un día
sería suya. Cuando se volvió hacia el Norte, con Trilorne brillando frente a su
cara, pudo ver a varios kilómetros de distancia la larga hilera de montañas que
se curvaban hacia la derecha, elevándose cada vez más, hasta desaparecer
detrás de él en dirección a la Tierra Sombría. Un día, cuando fuese mayor,
cruzaría aquellas montañas por el paso que llevaba a las grandes tierras del
Este.
A su izquierda estaba el océano, a sólo unos kilómetros de distancia, y
Shervane podía oír a veces el atronar de las olas que rodaban sobre las
suaves arenas de la playa. Nadie sabía lo lejos que llegaba el océano. Habían
salido barcos navegando hacia el Norte mientras Trilorne se elevaba cada vez
más en el cielo y el calor de sus rayos se hacía más intenso. Se habían visto
obligados a regresar mucho antes de que el gran sol hubiese llegado al cenit.
Si existían realmente las míticas Tierras del Fuego, ningún hombre podía
esperar alcanzar nunca sus ardientes costas..., a menos que las leyendas
fuesen realmente ciertas. Se decía que en otros tiempos había habido rápidas
naves metálicas que podían cruzar el océano pese al calor de Trilorne, y llegar
así a las tierras del otro lado del mundo. Ahora sólo podía llegarse a esos
países mediante un laborioso viaje por tierra y mar, que sólo podía acortarse un
poco viajando hacia el Norte tanto como uno se atreviese.
Todos los países habitados del mundo de Shervane se encontraban en el
estrecho cinturón que existía entre el calor ardiente y el frío insoportable. El
lejano Norte era siempre una región inasequible batida por la furia de Trilorne, y
el Sur la zona lúgubre e inmensa de la Tierra Sombría, donde Trilorne era sólo
un pálido disco en el horizonte, y a menudo ni siquiera eso.
Shervane aprendió todas estas cosas en los años de su infancia, y en aquellos
años no tenía ningún deseo de dejar las amplias tierras que se extendían entre
las montañas y el mar. Desde el alba de los tiempos, sus antepasa dos y las
razas anteriores a ellos habían trabajado para hacer de aquellas tierras las
mejores del mundo; si habían fracasado, había sido por muy poco. Había
jardines tapizados de extrañas flores, había ríos que se deslizaban suavemente
entre rocas cubiertas de musgo para perderse en las aguas puras de un mar
sin mareas. Había campos de trigo que se ondulaban constantemente
acariciados por las brisas, como si las generaciones de semillas aún no
nacidas se hablasen unas a otras. En los amplios prados y bajo los árboles, el
dócil ganado vagaba libre y tranquilo. Y allí estaba la gran casa, con sus
enormes estancias y sus pasillos interminables, muy grande en la realidad,
pero más inmensa aún en la mente de un niño. Éste era el mundo que él
conocía y amaba. Lo que existía más allá de sus fronteras no le preocupaba.
Pero el universo de Shervane no era de los que están libres del dominio del
tiempo. La cosecha maduraba y se recogía en los graneros. Trilorne recorría
lentamente su pequeño arco de cielo y, con el paso de las estaciones, la mente
y el cuerpo de Shervane crecían. Su tierra parecía más pequeña ahora: las
montañas quedaban más próximas y el mar estaba tan sólo a un breve paseo
de la gran casa. Comenzó a aprender cosas sobre el mundo en que vivía y a
prepararse para el papel que debía desempeñar en su organización.
Aprendió algunas de estas cosas de su padre, Sherval, pero la mayoría se las
enseñó Grayle, que había venido del otro lado de la s montañas en tiempos del
padre de su padre y había sido tutor de tres generaciones de la familia
Shervane. Quería mucho a Grayle, aunque el viejo le enseñaba muchas cosas
que él no deseaba aprender, y los años de su adolescencia los pasó bastante
agradablemente, hasta que le llegó la hora de cruzar las montañas e ir a las
tierras del otro lado. Siglos atrás, su familia había llegado de los grandes
países del Este y, desde entonces, generación tras generación, el hijo mayor
había hecho de nuevo el peregrinaje para pasar un año de su juventud entre
sus primos. Era una sabia tradición, pues al otro lado de las montañas aún se
conservaba gran parte de la sabiduría del pasado y uno podía conocer
hombres de otras tierras y estudiar sus costumbres.
En la primavera anterior a la marcha de su hijo, Sherval, con tres de sus
criados y ciertos animales que por conveniencia llamaremos caballos, llevó a
Shervane a ver las partes de la tierra que nunca había visitado antes.
Cabalgaron en dirección oeste, hacia el mar, y siguieron en esa dirección
durante varios días, hasta que Trilorne apareció situado claramente más cerca
del horizonte. Luego continuaron hacia el sur, sus sombras alargándose ante
ellos, y giraron de nuevo hacia el este sólo cuando los rayos del sol parecieron
perder todo su poder. Estaban ya dentro de los límites de la Tierra Sombría, y
no parecía prudente continuar más al sur hasta que el verano estuviese en su
apogeo.
Shervane cabalgaba junto a su padre, observando el cambiante paisaje con la
ansiosa curiosidad de un muchacho que ve por primera vez un país nuevo. Su
padre le hablaba del suelo, de los cultivos que podían crecer allí y los que no,
pero la atención de Shervane estaba en otra parte. Miraba el horizonte
desolado de la Tierra Sombría y se preguntaba hasta dónde se extendía aquel
país y qué misterios encerraba.
-Padre -dijo-, si uno fuese hacia el sur en línea recta, cruzando la Tierra
Sombría, ¿llegaría al otro lado del mundo?
Su padre sonrió.
-Los hombres se han hecho esa pregunta durante siglos -dijo-, pero hay dos
razones por las que jamás sabrán la respuesta.
-¿Cuáles son?
-La primera, por supuesto, la oscuridad y el frío. Incluso aquí, nada puede vivir
durante el invierno. Pero hay una razón aún más poderosa, aunque ya veo que
Grayle no te ha hablado de ella.
-No creo que lo haya hecho; al menos, no lo recuerdo.
Sherval no contestó por el momento. Se afianzó en los estribos y oteó la tierra
hacia el sur.
-En tiempos, yo conocía bien este lugar -le dijo a Shervane-. Vamos.... he de
enseñarte algo,
Se desviaron del sendero que habían estado siguiendo y durante varias horas
caminaron una vez más dando la espalda al sol. La tierra se elevaba
lentamente ahora, y Shervane vio que estaban ascendiendo por una gran sierra
rocosa que penetraba como una daga en el corazón de la Tierra Sombría. Por
último, llegaron a una colina demasiado escarpada para los caballos, y allí
desmontaron, dejando los animales al cuidado de los siervos.
-Hay un camino que la rodea -dijo Sherval-, pero es más rápido subir por aquí
que llevar a los caballos por el otro lado.
La colina, aunque escarpada, era pequeña, y llegaron a su cima en unos
minutos.
Al principio Shervane no vio nada que le resultase sorprendente; sólo las
mismas extensiones ondulantes y desoladas, que parecían hacerse más
oscuras y lúgubres a medida que aumentaba su distancia de Trilorne.
Se volvió hacia su padre, un poco desconcertado, pero Sherval señaló hacia el
lejano sur y trazó una línea a lo largo del horizonte.
-No es fácil verlo -dijo pausadamente-. Mi padre me lo enseñó desde este
mismo lugar, muchos años antes de que tú nacieras.
Shervane miró fijamente hacia la oscuridad. El cielo del sur era tan oscuro que
parecía casi negro y descendía para unirse al borde del mundo. Pero no del
todo, pues a lo largo del horizonte, en una gran curva que dividía tierra y cielo y
que no parecía, sin embargo, pertenecer a ninguno, había una banda de
oscuridad más profunda, negra como esa noche que Shervane no había
conocido jamás.
La miró fijamente largo rato, y quizá alguna intuición del futuro relampagueó en
su alma, pues la tierra oscura le pareció de pronto viva y expectante. Cuando al
final apartó los ojos, supo que nada volvería a ser igual, aunque aún era
demasiado joven para reconocer aquel reto corno lo que realmente era.
Y así, por primera vez en su vida, Shervane vio el Muro.
A principios de la primavera dijo adiós a su gente y se fue con un siervo a
cruzar las montañas para pasar a las grandes tierras del mundo oriental. Allí
conoció a los hombres que compartían su linaje, y allí estudió la historia de su
raza, las artes que se habían desarrollado desde los tiempos antiguos y las
ciencias que regían las vidas de los hombres. En los centros de aprendizaje se
hizo amigo de muchachos que habían llegado de tierras situadas aún más al
este: era poco probable que volviese a verlos, pero uno de ellos iba a tener un
importante papel en su vida, mayor del que ninguno de los dos pudiera llegar a
imaginar entonces. El padre de Brayldon era un famoso arquitecto, pero su hijo
pretendía eclipsarle. Viajaba de país en país, siempre aprendiendo,
observando, haciendo preguntas. Aunque sólo era unos años mayor que
Shervane, su conocimiento del mundo era infinitamente mayor... o así le
parecía a Shervane.
Entre ellos desmembraban el mundo y lo reconstruían según sus deseos.
Brayldon soñaba con ciudades cuyas grandes avenidas e inmensos edificios
avergonzasen incluso a las maravillas del pasado, pero Shervane sentía más
interés por la gente que había de habitar tales ciudades y por la forma en que
habían de organizar sus vidas.
Hablaban a menudo del Muro, que Brayldon conocía por los relatos de su
propia gente, aunque jamás lo había visto. Al sur de todos los países, lejos, tal
como Shervane había aprendido, el Muro se extendía como una gran barrera
que cruzaba la Tierra Sombría. En el apogeo del verano se podía llegar allí,
aunque con dificultades, pero no había modo de atravesarlo, y nadie sabía qué
podía haber al otro lado. Rodeaba todo un mundo, sin una falla, pese a
alcanzar un centenar de veces la altura de un hombre; rodeaba incluso el mar
invernal que lamía las, costas de la Tierra Sombría. Algunos viajeros habían
llegado hasta aquellas playas solitarias, apenas calentadas por los últimos
débiles rayos de Trilorne, y habían visto cómo la sombra oscura del Muro
penetraba en el mar menospreciando las olas que batían a sus pies. Y en las
costas lejanas, otros viajeros lo habían visto sobre el océano, en su círculo
ininterrumpido alrededor del mundo.
-Uno de mis tíos -dijo Brayldon- llegó hasta el Muro una vez, cuando era joven.
Lo hizo por una apuesta. Y tuvo que cabalgar diez días para llegar. Creo que le
aterró: era tan inmenso y frío.... no pudo determinar si estaba hecho de metal o
de piedra, y cuando gritó no se produjo ningún eco, sino que su voz se apagó
rápidamente, como si el Muro se tragase el sonido. Mi gente cree que es el fin
del mundo y que no hay nada más allá.
-Si eso fuese cierto -replicó Shervane, con lógica irrefutable-, el océano se
hubiese derramado por el borde antes de que construyesen el Muro.
-No si lo construyó Kyrone cuando hizo el mundo.
Shervane no estaba de acuerdo.
-Mi gente cree que es obra del hombre.... quizá de los ingenieros de la Primera
Dinastía, que tantas maravillas hicieron. Si realmente tenían naves que podían
llegar a las Tierras del Fuego, e incluso naves que podían volar, puede que
poseyeran la sabiduría suficiente para construir el Muro.
Brayldon se encogió de hombros.
-Debieron de tener una buena razón -dijo-. Jamás sabremos la respuesta, así
que, ¿para qué molestarse?
Este consejo eminentemente práctico era, según había descubierto Shervane,
todo lo que acababan diciéndole los hombres comunes. Sólo los filósofos se
interesaban por las preguntas sin respuesta: para la mayoría de la gente, el
enigma del Muro, como el problema de la existencia misma, era algo que
apenas ocupaba sus mentes. Y todos los filósofos que había conocido le
habían dado respuestas distintas.
En primer lugar Grayle, al que había preguntado al regresar de la Tierra
Sombría. El anciano le había mirado Plácidamente y le había dicho:
-Sólo hay una cosa detrás del Muro, según me han dicho. Y esa cosa es la
locura.
Luego le había preguntado a Artex, que era tan viejo que apenas si pudo
entender la nerviosa pregunta de Shervane. Miró al muchacho a través de unos
párpado que parecían demasiado cansados para abrirse del todo contestó al
cabo de un rato:
-Kyrone construyó el Muro al tercer día de la creación el mundo. Lo que hay
más allá lo descubriremos al morir, allí es donde van las almas de todos los
muertos.
Sin embargo, Irgan, que vivía en la misma ciudad, había dado una respuesta
que contradecía por completo ésta.
-Sólo el recuerdo puede responder a tu pregunta, hijo mío. Pues detrás del
Muro está la tierra en la que vivimos antes de nuestros nacimientos.
¿A quién debía creer? El hecho era que nadie sabía la verdad. Si alguna vez
se había llegado a poseer aquel conocimiento, hacía siglos que se había
perdido.
Aunque su búsqueda fue infructuosa, Shervane había aprendido muchas cosas
en su año de estudio. Al llegar la primavera dijo adiós a Brayldon y a los otros
amigos que había conocido en aquel breve período y enfiló el antiguo camino
que le llevaría de nuevo a su propio país. Hizo una vez más la peligrosa
travesía por el gran paso entre las montañas, donde colgaban muros de hielo
siempre amenazadores, recortados contra el cielo. Llegó al lugar donde el
camino descendía en curva una vez más hacia el mundo de los hombres,
donde había calor y agua corriente y el aliento no se helaba ya en el aire. Allí,
en la última elevación del camino antes de descender al valle, podía verse una
gran extensión de tierra que llegaba hasta el distante resplandor del océano. Y
allí, casi perdida entre las nieblas del borde del mundo, Shervane pudo ver la
línea de sombra que era su propio país.
Descendió por la gran cordillera de piedra hasta llegar al puente que los
hombres habían construido cruzan do la catarata en los viejos tiempos, cuando
el otro camino había sido destruido por un terremoto. Pero el puente había
desaparecido. Las tormentas y avalanchas de principios de la primavera habían
derribado uno de sus inmensos pilares, y el bello arco iris de metal era una
retorcida ruina entre la espuma de las aguas, unos quinientos metros más
abajo. Tendría que transcurrir el verano antes de que se pudiera reconstruir el
camino: Shervane regresó entristecido, sabiendo que iba a tener que transcurrir
todo un año antes de que pudiese volver a ver su casa. Se detuvo varios
minutos en la última curva del camino, mirando hacia la tierra inasequible
donde estaban todas las cosas que amaba. Pero las nieblas se habían cerrado
sobre ella y ya no la veía. Resueltamente, siguió el camino hasta perder de
vista las tierras abiertas y hasta que las montañas le rodearon de nuevo.
Brayldon aún estaba en la ciudad cuando Shervane regresó. Se mostró
sorprendido y complacido al ver a su amigo, y juntos discutieron sobre lo que
deberían hacer en el año que tenían por delante. Los primos de Shervane, que
habían tomado cariño a su huésped, no lamentaron en absoluto volver a verle,
pero su amable sugerencia de que dedicase otro año al estudio no fue bien
recibida.
El plan de Shervane maduró lentamente, frente a una considerable oposición.
Incluso Brayldon manifestó poco entusiasmo al principio, y fue necesario
discutir mucho para convencerle de que cooperase. A partir de entonces, la
aceptación de todos los demás que le importaban fue sólo cuestión de tiempo.
Cuando se aproximaba ya el verano, los dos muchachos partieron hacia el país
de Brayldon. Caminaron dePrisa, pues el viaje era largo y debían completarlo
antes de que Trilorne iniciase su caída final. Cuando llegaron a las tierras que
Brayldon conocía, realizaron ciertas indagaciones que provocaron muchos
movimientos de cabeza. Pero las respuestas que obtuvieron eran exactas, y
pronto les rodeó la Tierra Sombría, y pronto, por segunda vez en su vida,
Shervane vio el Muro.
No parecía estar muy lejos cuando lo vieron por primera vez alzándose sobre
una lúgubre y solitaria llanura sin embargo, tuvieron que caminar
interminablemente Por la llanura antes de sentirlo más próximo...,, y habían
llegado casi a su base antes de darse cuenta de lo cerca que estaban, pues no
había medio de calcular la distancia hasta que uno lo alcanzaba y lo tocaba.
Cuando Shervane alzó la vista hacia la monstruosa mole de ébano que tanto
había turbado su pensamiento, ésta pareció colgar del cielo y estar a punto de
caer y aplastarle bajo su peso muerto. Apartó con dificultad sus ojos de aquella
visión hipnótica y se acercó más para examinar el material con que estaba
construido el Muro.
Era cierto, como le había dicho Brayldon, que resultaba frío al tacto, más frío de
lo que lógicamente debería resultar incluso en aquella tierra tan escasa de sol.
No parecía ni duro ni blando, pues su textura eludía la mano, de forma que
resultaba difícil de analizar. Shervane tenía la impresión de que algo le impedía
un contacto real con la superficie, aunque no podía ver ningún espacio entre el
Muro y sus dedos cuando los apretaba contra él.
Lo más extraño de todo era aquel pavoroso silencio, del que hablaba el tío de
Brayldon: las palabras se apagaban y los sonidos se desvanecían con innatural
rapidez.
Brayldon había sacado algunos instrumentos y herramientas, y empezó a
examinar la superficie del muro. Descubrió enseguida que ni taladros ni buriles
hacían la menor mella en él, y llegó a la conclusión a la que Shervane había
llegado ya. El Muro no sólo era de una dureza diamantina: era inasequible.
Por último, contrariado, cogió una regla de metal y apretó su borde contra el
Muro. Mientras Shervane sostenía un espejo para reflejar la débil luz de
Trilorne sobre la línea de contacto, Brayldon miró la regla desde el otro lado.
Era tal corno- había pensado: entre las dos superficies aparecía un finísimo
rayo de luz.
Brayldon miró pensativamente a su amigo.
-Shervane -dijo-, no creo que el Muro esté hecho, de materia, de la materia que
nosotros conocemos.
-Entonces quizá sea cierta la leyenda de que no fue construido, sino que fue
creado.
-No sé -dijo Brayldon, pensativo-. Los ingenieros de la Primera Dinastía tenían
grandes poderes. Hay algunos edificios muy antiguos en mi tierra que parecen
hechos en una sola operación, con una sustancia que no muestra signo alguno
de desgaste por el paso del tiempo. Si en vez de ser de color fuese negra,
sería muy parecida al material del Muro.
Recogió sus inútiles herramientas y comenzó a montar un teodolito portátil.
-Ya que no puedo hacer otra cosa -dijo con una mueca-, al menos podré saber
qué altura tiene.
Cuando se volvieron para mirar el Muro por última vez, Shervane se preguntó
si volvería a verlo. Nada más podía aprender de él: en el futuro debería olvidar
aquel estúpido sueño de que algún día pudiera desvelar su secreto. Quizá no
hubiese ningún secreto. Quizá al otro lado del Muro se extendiese la Tierra
Sombría a lo largo de toda la curva del mundo hasta el punto donde se alzaba
otra vez la misma barrera al otro lado. Eso parecía sin duda lo más probable.
Pero, si así era, ¿por qué se había construido el Muro, y qué raza lo había
hecho?
Con un esfuerzo casi colérico de la voluntad, marginó estos pensamientos y
cabalgó hacia delante bajo la luz de Trilorne, pensando en un futuro en el que
el Muro no jugaría en su vida mayor papel que el que jugaba en las vidas de los
demás hombres.
Así pues, tuvieron que pasar dos años para que Shervane pudiera regresar a
casa. En dos años, sobre todo cuando uno es joven, pueden olvidarse muchas
cosas, e incluso las más próximas al corazón pierden su nitidez, de forma que
ya no se las puede recordar claramente. Cuando Shervane cruzó las últimas
estribaciones de las montañas y se vio de nuevo en el país de su niñez, la
alegría del regreso se vio empañada por una extraña tristeza. ¡Había olvidado
tantas cosas que había creído que su mente recordaría siempre!
La noticia de su regreso le había precedido, y pronto vio a lo lejos, ante sí, una
hilera de caballos galopando por el camino. Espoleó al suyo, preguntándose si
vendría Sherval a recibirle, y se sintió un tanto desilusionado cuando vio que
era Grayle quien encabezaba el cortejo.
Shervane se detuvo frente al anciano. Grayle le puso una mano sobre el
hombro, pero durante unos instantes volvió la cabeza y no pudo pronunciar
palabra.
Shervane supo que las tormentas del año anterior habían destruido algo más
que el antiguo puente. Los rayos habían destruido su propia casa. Años antes
del momento previsto, todas las tierras que Sherval había poseído habían
pasado a posesión de su hijo. Y otras tierras además, pues toda la familia
estaba reunida según era costumbre una vez al año en la gran casa cuando el
rayo cayó sobre ella. En un solo instante, todas las tierras que se extendían
entre las montañas y el mar habían pasado a su propiedad. Era el hombre más
rico que el país había conocido desde hacía muchas generaciones; y Shervane
hubiese dado con gusto todo esto por poder mirar una vez más los tranquilos
ojos grises del padre al que nunca volvería a ver.
Tlilorne se había alzado y bajado en el cielo varias veces desde que Shervane
abandonó su infancia en el camino ante las montañas. La tierra había florecido
durante aquellos años, y las posesiones que tan súbitamente heredara habían
aumentado de valor. Las había administrado bien, y ahora tenía tiempo una vez
más para soñar. Más aún: tenía riquezas suficientes para convertir sus sueños
en realidad.
Habían cruzado las montañas muchas historias sobre lo que Brayldon estaba
haciendo en el Este, y aunque los dos amigos no habían vuelto a verse desde
su juventud, intercambiaban mensajes con regularidad. Brayldon había logrado
satisfacer sus ambiciones: no sólo había proyectado los dos mayores edificios
construidos desde los antiguos tiempos, sino que también había proyectado
toda una nueva ciudad, aunque no se terminaría su construcción hasta
después de su muerte. Al oír estas cosas, Shervane recordaba las aspiraciones
de su propia juventud, y su mente regresaba a través de los años hasta el día
en que juntos habían estado bajo la majestad del Muro. Se debatió durante
mucho tiempo con sus pensamientos, temiendo reavivar viejos anhelos que
luego no pudiese sofocar. Pero al fin tomó una decisión y escribió a Brayldon.
¿Para qué servían riqueza y poder si no podía emplearlos en la realización de
sus sueños?
Luego Shervane esperó, preguntándose si Brayldon habría olvidado el pasado
en los años en los que había llegado a la fama. No tuvo que esperar mucho:
Brayldon no iría inmediatamente, pues tenía pendientes de terminar
importantes obras, pero en cuanto las concluyese iría a ver a su viejo amigo.
Shervane le había planteado una empresa digna de su capacidad..., una
empresa que, si lograba llevarla a término, le producirla mayor satisfacción que
todo lo que había hecho en su vida.
Brayldon llegó a principios del verano siguiente, y Shervane salió a recibirle al
camino, junto al puente. Eran muchachos cuando se separaron por última vez,
y ahora estaban casi en la edad madura, aunque, al saludarse, los años
parecieran desvanecerse y ambos sintieran una secreta alegría al ver lo poco
que el tiempo había afectado al amigo que recordaban.
Pasaron varios días conferenciando, considerando los planes trazados por
Brayldon. Era una obra inmensa, y llevarla varios años completarla, pero un
hombre de la riqueza de Shervane podía hacerlo. Antes de dar su aceptación
definitiva, llevó a su amigo a ver a Grayle.
El anciano llevaba algunos años viviendo en la casita que Shervane le había
construido. Llevaba mucho tiempo sin intervenir de un modo activo en la vida
de las grandes haciendas, pero su consejo siempre estaba a punto cuando era
necesario y resultaba invariablemente sabio.
Grayle sabía por qué Brayldon estaba en el país y no manifestó sorpresa
alguna cuando el arquitecto desenrolló sus planos. El dibujo más grande
mostraba toda la altura del Muro, con una gran escalera que se alzaba a su
lado desde la llanura. En seis tramos, con la misma separación, la rampa
ascendente se nivelaba en amplias plataformas, la última de las cuales
quedaba sólo a una corta distancia de la cima del muro. Brotando de la
escalera en una serie de lugares a lo largo de su longitud se dibujaban
contrafuertes que a criterio de Grayle parecían demasiado ágiles y finos para el
trabajo que tenían que hacer. Luego comprendió que la gran rampa se
sustentaría en gran medida a si misma, y por otra parte todo el empuje lateral
se aplicaría sobre el propio Muro.
Miró el dibujo en silencio un rato y luego comentó plácidamente:
-Siempre lograste salirte con la tuya, Shervane. Debía haber imaginado que al
final sucedería esto.
-¿Entonces crees que es una buena idea? -preguntó Shervane. Jamás había
desatendido los consejos del anciano, y estaba ansioso por saber qué consejo
le daría ahora.
Como siempre, Grayle fue directo a la cuestión.
-¿Cuánto costará? -preguntó.
Brayldon se lo dijo, y por un momento se hizo un tenso silencio.
-Eso incluye -dijo rápidamente el arquitecto- la construcción de una buena
carretera que cruce la Tierra Sombría y de una pequeña ciudad para los
trabajadores, La escalera propiamente dicha se hará con aproximadamente un
millón de bloques idénticos que encajarán unos en otros formando una
estructura rígida. Podremos hacerlos, espero, con los minerales que
encontremos en la Tierra Sombría.
Suspiró levemente.
-Me hubiese gustado construirla con barras de metal, pero habría costado aún
más, puesto que hubiera sido necesario traer todo el material desde el otro lado
de las montañas.
Grayle examinó más detenidamente el dibujo.
-¿Por qué te paras antes de la cima?
Brayldon miró a Shervane, que contestó a la pregunta con cierto embarazo.
-Quiero ser el único que haga la ascensión final -contestó-. El último tramo se
superará con una máquina elevadora situada en la plataforma más alta. Quizá
haya peligro: por eso quiero ir solo.
Aunque no era ésta la única razón, era una buena razón. Según le había dicho
Grayle una vez, tras el Muro estaba la locura. Si eso era cierto, no tenía por
qué enfrentarla otro.
Grayle habló una vez más con su voz tranquila y soñolienta.
-En ese caso -dijo-, lo que haces no es ni bueno ni malo, pues sólo te
concierne a ti. Si el Muro se construyó para impedir que algo penetrase en
nuestro mundo, seguirá siendo infranqueable desde el otro lado.
Brayldon asintió.
-Hemos pensado en eso -dijo, con un deje de orgullo-. Si fuese necesario, la
rampa podría destruirse en un instante mediante explosivos colocados en
puntos estratégicos.
-Eso está bien -contestó el anciano-. Aunque no creo esas historias, es bueno
estar preparado. Espero seguir aún aquí cuando la obra se termine. Y ahora
intentaré recordar lo que oí sobre el Muro cuando era tan joven como eras tú,
Shervane, cuando me preguntaste por primera vez sobre él.
Antes de que llegase el invierno, estaba construida la carretera hasta el Muro y
se habían sentado los cimientos de la ciudad provisional. La mayor parte de los
materiales que necesitaba Brayldon resultaron fáciles de hallar, Pues la Tierra
Sombría era rica en minerales. Brayldon había estudiado personalmente el
Muro y había elegido el punto donde iría la escalera. Cuando Trilorne comenzó
a hundirse en el horizonte, Brayldon se sentía muy satisfecho del trabajo
realizado.
En el verano siguiente se hicieron los primeros bloques de hormigón y se
probaron a satisfacción de Brayldon. Y antes de que llegase otra vez el invierno
se habían fabricado ya varios miles y estaban puestos los cimientos. Dejando
al cargo de la producción a un ayudante de.! confianza, Brayldon pudo regresar
a su interrumpido trabajo. Una vez hechos suficientes bloques, volvería para
supervisar la construcción de la escalera, pero hasta entonces no sería
necesaria su guía.
Shervane cabalgaba dos o tres veces al año hasta el Muro para observar el
desarrollo de las obras. Transcurridos cuatro, Brayldon volvió con él. Capa tras
capa, las hileras de piedra comenzaron a ascender por los flancos, del Muro y
los leves contrafuertes comenzaron a arquearse en el espacio. Al principio la
escalera crecía lentamente, pero a medida que su cima se estrechaba, el
incremento iba adquiriendo un ritmo más rápido. Durante, un tercio del año era
necesario abandonar el trabajo, y durante el largo invierno había unos cuantos
meses de ansiedad en los que Shervane se acercaba a las fronteras de la
Tierra Sombría, a escuchar las tormentas que atronaban frente a él en la
reverberante oscuridad. Pero Brayldon había construido bien, y todas las
primaveras la obra aparecía en pie, ilesa, como si fuese capaz de sobrevivir al
propio Muro.
Las últimas piedras se colocaron siete años después, de iniciada la obra.
Situado a más de un kilómetro de distancia, de modo que pudiese ver la
estructura en su totalidad, Shervane pensó con asombro que todo aquello
había surgido de unos cuantos planos que Brayldon le había mostrado años
atrás y conoció parte de la emoción que el artista debe de sentir cuando sus
sueños se hacen realidad.
Y recordó también el día en que, siendo muchacho, con su padre, había visto el
Muro por primera vez, muy, lejos, frente al oscuro cielo de la Tierra Sombría.
Había barandillas en la plataforma superior, pero Shervane no se acercó
siquiera a ellas.. El suelo quedaba a una distancia estremecedora, e intentó
olvidar la altura ayudando a Brayldon y a los obreros a colocar la máquina
elevadora que le alzada a él los restantes seis metros que faltaban hasta la
cumbre. Cuando todo estuvo listo, entró en la máquina y se volvió a su amigo
con toda la seguridad que pudo reunir.
-Sólo tardaré unos minutos -dijo con fingida indiferencia-. Encuentre lo que
encuentre, regresaré enseguida.
Difícilmente podría haber sospechado las pocas alternativas que tenía.
Grayle estaba ya casi ciego y no vería otra primavera. Pero reconoció las
pisadas que se acercaban y saludó a Brayldon por su nombre antes de que el
visitante tuviese tiempo de hablar.
-Me alegro de que viniera --dijo-. He estado pensando en todo lo que me dijo y
creo que al fin sé la verdad. Quizá usted lo sospeche ya.
-No -dijo Brayldon-. Me ha dado miedo pensar en ello.
El anciano sonrió.
-¿Por qué ha de temer uno algo sólo porque sea extraño? El Muro es
asombroso, sí.... pero no tiene nada de terrible, para los que se enfrentan a su
secreto sin vacilar.
» Siendo yo un muchacho, Brayldon, mi viejo maestro me dijo una vez que el
tiempo jamás podría destruir la verdad.... sólo podría ocultarla entre leyendas.
Tenía razón. De todas las fábulas que corren acerca del Muro, yo puedo
seleccionar ahora las que forman parte de la historia.
»Hace mucho tiempo, Brayldon, cuando la Primera Dinastía estaba en su
apogeo, Trilorne era más cálido de lo que es ahora, y la Tierra Sombría era
más fértil y estaba habitada.... como quizá lo estén un día las Tierras del Fuego
cuando Trilorne sea viejo y débil. Los hombres podían ir tan al sur como
quisieran, pues no había ningún Muro que les cortara el paso. Muchos debieron
de hacerlo, buscando nuevas tierras en las que establecerse. Lo que le sucedió
a Shervane les sucedió también a ellos, y eso debió destruir muchas mentes....
tantas que los científicos de la Primera Dinastía construyeron el Muro para
impedir que la locura se extendiese por la tierra. Aunque yo no puedo creer que
sea cierto, la leyenda dice que el Muro se construyó en un solo día, sin ningún
trabajo, con una nube que rodeaba el mundo.
El anciano se sumió en un ensueño, y por un momento Brayldon no le molestó.
Su mente estaba muy lejos, en el pasado, imaginando su mundo como un
globo perfecto que flotaba en el espacio mientras los Antiguos tendían aquella
banda de oscuridad alrededor del ecuador. Aunque la imagen fuese falsa en su
detalle mas importante, jamás podría borrarla por completo de su mente.
Cuando los últimos metros del Muro pasaron ante sus ojos, Shervane necesitó
todo su valor para no gritar que le bajasen de nuevo. Recordaba algunos
relatos terribles que había desechado entre risas, pues procedía de una raza
especialmente libre de supersticiones. ¿Pero y si, después de todo, aquellas
historias eran ciertas, y el Muro había sido construido para mantener fuera del
mundo algún horror?
Intentó olvidar estos pensamientos y no le resultó difícil en cuanto superó el
nivel más alto del Muro. Al principio no pudo interpretar la imagen que sus ojos
le traían: luego vio que estaba mirando a través de una plancha negra sin
suturas, cuya anchura no podía calcular.
La pequeña plataforma se detuvo, y advirtió con una semiconsciente
admiración lo exactos que habían sido los cálculos de Brayldon. Luego, tras
dirigir una última palabra de seguridad al grupo que quedaba abajo, se situó
sobre el Muro y comenzó a caminar con firmeza hacia delante. Al principio
parecía como si la llanura que se extendía ante él fuese infinita, pues ni
siquiera podía decir donde se encontraba con el cielo.
Caminó sin vacilación, dando la espalda a Trilome. Le hubiese gustado poder
utilizar su propia sombra corno guía, pero ésta se difuminaba en la oscuridad
mucho más profunda que había a sus pies.
Algo iba mal. A cada paso que daba la oscuridad crecía. Sorprendido, se volvió
y vio que el disco de Trilorne era ahora pálido y oscuro, como si estuviese
viéndolo a través de un vidrio ahumado. Con creciente miedo, comprendió que
no sólo sucedía esto: Trilorne era más pequeño que el sol que él había
conocido toda su vida.
Agitó la cabeza en un gesto colérico de desafío. Aquello eran imaginaciones,
fantasías. Era algo tan contrario a toda experiencia que dejó de sentir miedo y
caminó resueltamente hacia delante tras echar una última mirada al sol que
quedaba a sus espaldas.
Cuando Trilorne quedó reducido a un punto, y la oscuridad le rodeaba por
completo, llegó el momento de abandonar la empresa. Un hombre más
prudente habría dado la vuelta en aquel instante, y Shervane tuvo una súbita
visión de pesadilla de sí mismo perdido en aquella eterna media luz entre la
tierra y el cielo, incapaz de localizar el camino que pudiese llevarle de nuevo a
la seguridad. Entonces recordó que mientras pudiese ver Trilorne no estaba en
peligro.
Un tanto inseguro, continuó su camino mirando de vez en cuando hacia atrás, a
la desmayada luz que quedaba a sus espaldas. Trilorne se había desvanecido,
pero aún se marcaba un débil resplandor en el cielo que señalaba su
emplazamiento. Y, además, no necesitaba ya su ayuda, pues frente a él iba
apareciendo en el cielo una segunda luz.
Al principio parecía sólo un debilísimo resplandor y, cuando estuvo seguro de
su existencia, advirtió que Trilorne había desaparecido ya. Pero ahora sentía
mayor confianza, y a medida que avanzaba aquella luz aliviaba sus temores.
Cuando vio que estaba realmente aproximándose a otro sol, cuando pudo decir
con seguridad que aquella luz estaba expandiéndose lo mismo que Trilorne se
contraía un momento antes, logró hundir todo su desconcierto y su temor en las
profundidades de su mente. Se limitaría a observar y a registrar. Más tarde ya
tendría tiempo de comprender. No era tan absurdo, después de todo, el que su
mundo pudiese poseer dos soles, uno a cada lado.
Y ahora, al fin, pudo ver difusamente, a través de la oscuridad, la línea de
ébano que marcaba el otro lado del Muro. Muy pronto sería el primer hombre
en miles de años, quizá en toda la eternidad, que contemplase las tierras que el
Muro separaba de su mundo. ¿Serían tan hermosas como las suyas? ¿Y
habría allí gente que se alegrarla de recibirle?
Pero el que le estuviesen esperando, y de aquel modo, era más de lo que
había soñado.
Grayle extendió la mano hacia la vitrina que tenía al lado y hurgó buscando una
gran hoja de papel que había allí. Brayldon le observaba en silencio. El anciano
continuó:
-¡Cuántas veces hemos oído discutir sobre el tamaño del universo y sobre si
tenía límites o no! No podemos imaginar que el espacio termine, pero nuestras
mentes se rebelan ante la idea del infinito. Algunos filósofos han imaginado que
el espacio está limitado por la curvatura en una dimensión superior.. Supongo
que conoce usted la teoría. Quizá esto se cumpla en otros universos, si existen,
pero en cuanto al nuestro, la respuesta es más sutil.
»Nuestro universo, Brayldon, termina en la línea del, Muro.... y sin embargo no
termina, Antes de que se construyera el Muro no había ninguna barrera, nada
que impidiese seguir adelante. El propio Muro no es más una barrera hecha por
el hombre, que comparte las propiedades del espacio en que se encuentra.
Esas propiedades estuvieron siempre allí, y el Muro jamás les añadió nada.
Mostró la hoja de papel a Brayldon y la hizo girar lentamente.
-Aquí hay una simple hoja. Tiene, claro está, dos caras. ¿Puede usted imaginar
una que no las tuviese?
Brayldon le miró desconcertado.
-¡Eso es imposible, es ridículo!
-Pero es -dijo Grayle suavemente. Extendió de nuevo la mano hacia la vitrina y
sus dedos rebuscaron en ella. Finalmente sacó una tira larga y flexible de papel
y giró sus ojos vacíos hacia Brayldon, que aguardaba en silencio.
-Nosotros no podemos equiparamos a los cerebros de la Primera Dinastía,
pero lo que sus mentes pudieron captar directamente nosotros podemos
entenderlo por analogía. Este simple truco, que tan trivial parece, puede
ayudarle a entender la verdad.
Paso sus dedos a lo largo de la tira de papel. Luego unió los dos extremos para
hacer un círculo.
-Aquí tengo una forma que usted conoce perfectamente. La sección de un
cilindro. Paso mi dedo por la parte interior, así... y ahora por la exterior. Las dos
superficies son claramente distintas. Sólo se puede pasar de la una a la otra
atravesando el grosor del papel, ¿está de acuerdo?
-Desde luego --dijo Brayldon, aún desconcertado-. ¿Pero qué prueba eso?
-Nada --dijo Grayle-. Pero, ahora, observe...
Aquel sol, pensaba Shervane, era hermano gemelo de Trilorne. La oscuridad
se había desvanecido por completo, y no tenía ya la sensación, que no
intentaría comprender, de caminar por una llanura infinita. Ahora se movía
lentamente, pues no tenía ningún deseo de llegar demasiado -deprisa a aquel
vertiginoso precipicio. Al cabo de un rato pudo ver un horizonte distante de
colinas bajas, tan desnudo y sin vida como los que había dejado tras él. Esto
no le desilusionó, pues la primera visión de su propia tierra no sería más
atractiva que aquélla. Así que siguió caminando, y cuando una mano helada
estrujó su corazón no se detuvo, como habría hecho un hombre con menos
valor. Sin vacilar, contempló el familiar paisaje que se extendía ante él, hasta
que pudo ver la llanura en la que se había iniciado su viaje y la gran escalera y,
por último, la expectante y ansiosa cara de Brayldon.
Grayle unió de nuevo los dos extremos de la tira de papel, pero ahora
haciéndoles dar un medio giro para que quedase retorcida. Se la mostró a
Brayldon.
-Pase el dedo por ella ahora -dijo pausadamente.
Brayldon no lo hizo: entendía ya lo que el viejo quería decir.
-Comprendo -dijo-. Ya no hay dos superficies separadas. Ahora forma una hoja
continua y única, una superficie de una sola cara. Algo que a primera vista
parece totalmente imposible.
-Sí -contestó Grayle muy suavemente-. Imaginé que lo entendería. Una
superficie de una sola cara. Quizá comprenda ahora por qué este símbolo era
tan común en las antiguas religiones, aunque su significado se haya perdido
por completo. No es, claro está, más que una tosca y simple analogía..., un
ejemplo en dos dimensiones de lo que en realidad debe suceder en tres. Pero,
es lo máximo que nuestras mentes pueden aproximarse a la verdad.
Hubo un largo y meditabundo silencio. Luego Grayle suspiró profundamente y
se volvió a Brayldon como si aún pudiese ver su rostro.
-¿Por qué regresó usted antes que Shervane? -preguntó, aunque conocía de
sobra la respuesta.:
-Tuvimos que hacerlo --dijo Brayldon con tristeza- pero yo no quise ver mi obra
destruida.
Grayle asintió, comprensivo.
-Entiendo -dijo.
Shervane recorrió con la mirada el largo tramo de escaleras que ningún pie
volvería a pisar. No creía tener motivos para lamentarse: se había esforzado y
había hecho todo lo posible. Había triunfado en la medida en que se podía
triunfar.
Lentamente, alzó la mano y dio la señal. El Muro se tragó la explosión lo mismo
que hubiese podido absorber cualquier otro sonido, pero la tranquila gracia con
que contrafuertes y rampas se inclinaron y cayeron fue algo qué recordaría
toda su vida. Por un instante, tuvo una visión súbita e inexplicablemente aguda
de otra escalera, contemplada por otro Shervane, cayendo en ruinas idénticas
al otro lado del Muro.
Pero comprendió que se trataba de un pensamiento estúpido: nadie mejor que
él sabía que el Muro tenía una sola cara.

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