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miércoles, 25 de marzo de 2009

La voz del lobo -- Francis Carsac -- SCIFI

La voz del lobo

Francis Carsac


***

I



El intermitente rojo parpadeó, se apagó, volvió a encenderse definitivamente. Arrancado de la duermevela en que le había sumido la monótona vigilancia de la pantalla del hiperradar, Jean Michaud sacudió la cabeza, ahuyentando las últimas brumas de su entumecimiento. Sobre el fondo fluorescente, entre unas pequeñas manchas, reflejos de polvos cósmicos, acababa de aparecer un punto más claro. Con un gesto rápido, Michaud bajó la manecilla del comunicador.

—¡Contacto, comandante!

—¡De acuerdo!

Un minuto después, el comandante Olivarez estaba allí. Pequeño, moreno, el rostro enjuto y alargado partido en dos por la sombra de un poblado bigote que la navaja no conseguía borrar, contrastaba notablemente con el joven alférez de navío, que con su corpulencia y su elevada estatura —un metro noventa— aplastaba el asiento de metal.

—¿Desde cuándo tiene usted ese contacto?

—Le he llamado inmediatamente, comandante. Estamos al máximo alcance.

—¡Cien millones de kilómetros! Eso nos concede algún tiempo, si se trata de algo que no sea un asteroide o un cometa. A esa distancia, el telescopio no nos servirá de nada. Ninguna idea acerca de su trayectoria, ¿verdad?

—El Fijascope no indica nada, por ahora.

—Bien. No lo pierda de vista.

Michaud vaciló un segundo.

—¿Vamos a su encuentro, comandante?

Olivarez no acostumbraba a discutir sus decisiones con sus subordinados. Esta vez hizo una excepción.

—Todavía no lo sé. En el sector en que nos encontramos no hay colonias ni razas no humanas conocidas. ¿Un explorador? Nos aseguraríamos fácilmente de ello emitiendo un mensaje, pero prefiero abstenerme, si se trata de una nueva raza. Si sus radares no son tan buenos como los nuestros, podríamos acercarnos lo suficiente como para utilizar el telescopio antes de que nos localicen a nosotros...

—En ese caso, ¿por qué no ensayar la longitud de onda del código del Servicio? Si no son de los nuestros, hay pocas posibilidades de que estén en esa frecuencia.

—¡Vamos, Michaud! Nosotros tenemos un monitor, que escucha en todas las longitudes prácticas. Ellos pueden hacer lo mismo.

—Bien, comandante. ¿Cuántas de nuestras expediciones han encontrado razas no humanas, hasta ahora?

Olivarez era un xenólogo de renombre al mismo tiempo que comandante del explorador La Fulgurante.

—Diecisiete. Pero ninguna en ese cuadrante.



Al quedarse sólo, el joven alférez fijó su atención en los aparatos. El punto luminoso parecía inmóvil. Michaud activó la pantalla de visión. No esperaba ver la astronave extranjera, suponiendo que se tratara de una astronave: estaba demasiado lejos. Abajo, a la izquierda, velada por el fotocompensador automático, centelleaba la estrella cuyo sistema acababan de explorar, y, en el centro, el cuarto planeta, su objetivo, nadaba majestuosamente en el espacio, pequeña mancha redonda y verdácea.

—¿Qué diablos hacen en el continuum, tan cerca de un mundo? Si son de los nuestros, podemos despedirnos de la mitad de la prima de descubrimiento... Y si son extranjeros... ¿Vienen también en calidad de exploradores, o están ya en su casa?

La aguja del Fijascope osciló, avanzó ligeramente hacia la derecha.

—¡Caramba! ¡En línea recta hacia nosotros, me parece! ¡Comandante, es una astronave!

El sonido metálico del timbre «todos a sus puestos» desgarró el ruido de fondo producido por el zumbido de las máquinas. Unos instantes después, un joven pelirrojo y delgado se dejó caer sobre el asiento de la izquierda: Jerry Dahl, el telemetrista-radar al que Michaud había revelado. Diez segundos más tarde, el oficial de tiro, Boris Ivanov, se sentaba a la derecha, tras haber cerrado la puerta con compartimiento estanco. El equipo del puesto I estaba completo.

—¿Qué has localizado, Jean? ¿Un extranjero, o un compañero que nos quiere birlar la prima?

Las largas manos delgadas y cubiertas de manchas rojizas se movían sobre las manecillas con una destreza que Michaud no hubiese podido igualar.

—¡Eso es lo que me gustaría saber!

Metalizada por el comunicador, la voz de Olivarez interrumpió la conversación:

—Acabamos de emitir la señal de reconocimiento. Es casi seguro que hemos sido localizados. Sin embargo, no podemos esperar una respuesta antes de diez minutos. La probabilidad de que se trate de una astronave extranjera es elevada. Acabo de releer las instrucciones que nos dieron en el momento de salir de la base: nuestro camarada más próximo, el Antares, se encuentra a unos cien años luz de nosotros.

»Pocos de ustedes han participado ya en un primer contacto. Debo recordarles que la sangre fría y la disciplina son las cualidades más indispensables. Todo el futuro de las relaciones entre los hombres y los otros puede depender de los minutos que van a seguir. Nadie debe disparar sin orden formal, aunque estemos bajo el fuego, aunque seamos tocados. A partir del momento en que suene la alerta roja y el zafarrancho de combate, quiero a todo el mundo en espaciandra interior. Que nadie lo olvide. ¡Nada de tonterías a ese respecto! No son molestas, han sido concebidas especialmente, y les darán tiempo para endosarse las verdaderas espadañaras, si por desgracia las necesitan. Nada más. ¡Telemetrista, su informe!

—Dirección 000, distancia 98 millones. Velocidad 5.000 kilómetros por segundo, composición radial. Velocidad tangencial desconocida —cantó Jerry Dahl.

—¡Oficiales de tiro, su informe!

—Tubos 1 y 2 cargados, cabezas termonucleares, tubos 3 y 1 cargados, cabezas atómicas, tubos 5 y 6 cargados, cabezas químicas —respondió Ivanov.

—Tubos 7 y 8 cargados, cabezas termonucleares, tubos 9 y 10 cargados...

Sucesivamente, los seis puestos de tiro desgranaron su letanía de muerte.

—Dirección 000, distancia 97 millones 900 millas, velocidad radial 6.000 km/seg...

—No cabe duda, nos han visto —murmuró Michaud.

—¿Tú primer combate? —interrogó el ruso.

—Sí. ¿Y tú?

—Tres contra los Kzlils...

Con un gesto de enojo, Dahl les impuso silencio. Una brusca presión les pegó a los respaldos de sus asientos: La Fulgurante aceleraba, a 2 g. Transcurrieron los minutos, silenciosos; luego, unos timbrazos entrecortados les hicieron sobresaltar. La alerta roja, que precedía al timbre de zafarrancho de combate.

Michaud saltó, pero Ivanov le había precedido ya. Sacó del armario metálico las tres combinaciones ligeras que les permitirían soportar la descompresión, si no era demasiado brutal, durante el tiempo que necesitarían para colocarse las espaciandras. Fijaron sobre sus rostros la máscara de oxígeno y volvieron a ocupar sus puestos, mientras Dahl se vestía a su vez.

El altavoz clamó:

—Respuesta recibida. El idioma es completamente desconocido. ¡Hijos míos, vamos a tener el honor de un primer contacto! Alférez Michaud, el teniente Caccini va a reemplazarle. Preséntese inmediatamente en el puesto de mando...

—¡Granuja, vas a poder verlo todo!

—...y tráigase su espaciandra.

Un coro de risas saludó, en toda la astronave, aquella última recomendación. Michaud no habría podido endosarse otra espaciandra que no fuera la suya.

—Dirección 3 grados. Este. Distancia 95 millones. Velocidad 7.000 km/seg.

A media voz, Dahl añadió:

—Está maniobrando. ¿Para abordarnos, o para evitarnos? Buena suerte, y hasta pronto. ¡Eso espero!



Cuando Michaud entró en el puesto de mando, Olivarez le esperaba allí rodeado de su estado mayor: el primer teniente Ali Kemal, el segundo teniente Terai, cuya indolencia polinésica no ocultaba del todo su energía, Horqarnaq, el mecánico jefe, esquimal tripudo y risueño, y de dos paisanos, Herr Doktor Müller, el lingüista, y Oumbopa, el astrónomo cafre, el único que por su estatura, ya que no por su corpulencia, podía rivalizar con el alférez de navío a bordo de La Fulgurante.

—Le he enviado a buscar, Michaud, porque según su ficha ha escogido usted la lingüística como especialidad. A partir de este momento, y por el tiempo que sea necesario, queda usted a las órdenes del doctor Müller.

—Ach, mi joven amigo, ¿dónde ha estudiado, y con quién?

—En la academia astronáutica de Reganne, con el profesor Vandenberg.

—¡Perfecto, perfecto! Vandenberg es uno de mis antiguos condiscípulos, y le aprecio mucho, aunque a veces no estemos de acuerdo en la traducción de los rollos de las ciudades muertas de Alpha-Polaris III. Venga conmigo, oirá usted el registro del mensaje que hemos recibido como respuesta al nuestro.

Pasaron a la salita que era el dominio del Herr Doktor.

—¡Siéntese, siéntese! ¡Los alumnos de mis amigos son mis amigos! He aquí el mensaje.

Del magnetófono surgió una voz cantarina:

—Anéo'iditélékrantchaboetélé ansitélékranchatéoutélalou hinéto betéoersiteriskaridoro.

—Tres palabras, o quizás tres frases que no llegamos a descomponer. No entiendo nada.

—¡Yo tampoco, querido, yo tampoco! Teufel, su comandante nos toma por brujos. Si tuviéramos más palabras, y unas imágenes, tal vez conseguiríamos algo. Mein Gott! ¡Cuando pienso en todas las burradas que pueden oírse y leerse sobre el descifrado de idiomas desconocidos! Mire, tengo aquí una novela de un autor cuyo nombre no le daré, porque es demasiado conocido. Pues bien, en esa historia, una de nuestras astronaves llega a un planeta, la tripulación encuentra unas inscripciones, y ¡hop!, en tres páginas, el lingüista de a bordo lee correctamente los textos. ¡Hay que ver! Tome esos famosos rollos de Alpha-Polaris: estamos seguros de que el lenguaje es del tipo del de los Klens montañeses. Pues bien, donde su maestro, mi amigo Vandenberg, lee: Yo, Akka, Rey, hice un sacrificio a los dioses, yo leo: Yo, Akka, Rey tomé una nueva concubina. ¡Ja, ja, ja! Tiene gracia, ¿verdad? Y yo estoy seguro de que tengo razón. Según sus bajorrelieves, los protoklens eran una pandilla de sátiros. Y Vandenberg es demasiado puritano. Volvamos al puesto de mando, volen sie? Tal vez haya alguna novedad.

Oumbopa reguló minuciosamente el gran telescopio. Situado en la parte delantera de la astronave, y destinado a estudiar de lejos los sistemas visitados antes de acercarse a ellos, el aparato, provisto de un amplificador electrónico, permitía unas ampliaciones fantásticas. Pero sobre su pantalla sólo se veía una pequeña mancha luminosa, sin forma definida.

—Hay que esperar, comandante —dijo el astrónomo negro, con su voz de bajo africana, vibrando más sordamente que una voz europea.

Esperaron, el silencio interrumpido únicamente por los informes de los telemetristas y el «sin novedad, comandante» de los radios que trataban inútilmente de restablecer el contacto con «los otros»

Todo estaba silencioso a bordo de La Fulgurante. Encerrados en los compartimentos estancos, los hombres esperaban la orden que desencadenaría los proyectiles a fusión, o, por el contrario, terminaría con el zafarrancho de combate. Fuera, detrás del delgado casco, ¡oh!, tan delgado ahora, las estrellas taladraban la oscuridad del espacio con su luz sin destellos, y, lejos debajo de la astronave, giraba el planeta desconocido que habían venido a reconocer en nombre de la humanidad y que «los otros» iban tal vez a disputarles. Hasta ahora, la expansión humana en el Cosmos había sido pacífica, con la breve interrupción, diez años antes, de la guerra kzililiana.

Un comunicador zumbó. Olivarez empuñó el receptor.

—Comandante, ahora estamos seguros de que el planeta no emite ninguna forma de energía, aparte de las energías naturales. Ni radio, ni ondas de Kolback, ni radioactividad, salvo lo que es normal.

—Ese mundo, por tanto, carece de vida inteligente, o al menos de civilización industrial.

—A no ser, comandante, que nos hayan localizado y que se hagan el muerto...

—Una civilización no se hace el muerto, como una foca, Horqanaq. Además, en el momento de acercarnos, tampoco nosotros hemos emitido nada. Lo malo es que si esa Tierra del cielo es virgen para nosotros, lo es también para ellos.

Con un gesto, señaló la pequeña mancha luminosa en la pantalla. Se había agrandado, evidentemente. Oumbopa reguló el telescopio.

—¡Ahora se ve una forma!

—Si a eso se le puede llamar forma...

—No es de los nuestros, ni de los Krens, ni de los Hopolpops, ni de los Sinerios, ni de los...

—No hace falta que recite toda la serie, Kemal —interrumpió Terai—. Es algo nuevo, en efecto.

—Probablemente son menos tradicionalistas que nosotros, o que cualquiera otra raza que conozcamos...

—¡Efectivamente! En tanto que nosotros hemos conservado para nuestras astronaves el aspecto exterior de los modelos primitivos, ahusado o esférico...

—Algo de ese tipo había sido propuesto en otros tiempos, cuando nuestros antepasados pensaban poder conquistar el espacio con unos cohetes atómicos...

—¡Era menos complicado!

El aparato desconocido se dibujaba ahora claramente sobre la pantalla. De una parte central en forma de globo partían unas estructuras radiales, como las espinas de un erizo, cada una de ellas terminada en una especie de pala. No era ningún medio de propulsión.

—Deben utilizar el cosmomagnetismo, como nosotros...

—¡Comandante, comandante! ¡Contacto televisivo!

El grito del oficial de comunicación interrumpió los comentarios. La pantalla de televisión se había encendido, recorrida de vivas irisaciones. Tensos, los hombres se limitaron a mirar. Las irisaciones se ordenaban y, durante una fracción de segundo, hubo una imagen.

—¿Ha visto?

—Sí, serían...

—¡Los primeros humanoides localizados!

—¡Imposible! Sobre una imagen tan fugitiva, nuestros ojos...

—En todo caso, buscan el contacto...

—Una emisión equivocada...

—¿Con su nivel técnico? ¿Y hacia quién...?

—¡Ya vuelve!

La imagen se fijó sobre la pantalla. ¡Surgido de las profundidades del espacio, un rostro les miraba, un rostro humano! Desde luego, no podía pertenecer a ninguna raza terrestre. Bajo unos largos cabellos de oro verde, la frente alta, lisa, estrecha, dominaba a unos ojos extraños, de color violeta, almendrados, unos ojos oblicuos, hiperasiáticos. La nariz recta y fina, la boca mediana, sin prognatismo, la piel de un moreno claro, cálido, cobrizo. El cuello era largo y gracioso, las orejas pequeñas pero carnosas, el rostro triangular, y las comisuras de la boca, ligeramente vuelta hacia arriba, le daban un aire de amable ironía.

—¡Dios mío, qué hermosa es! —El grito se le escapó a Michaud.

—Pero, ¿es una mujer?

—¡Mire! ¡Además, ahí está un hombre!

Un segundo personaje acababa de aparecer, algo más alto, de facciones más duras, pero con las mismas características raciales.

—Transmitan a su vez —ordenó Olivarez—. Que vean que también nosotros somos humanos.

—¿No vamos a luchar contra ellos, comandante?

—¡No, si puedo evitarlo! ¡Fotografíen todo lo que se ve de su puesto de mando!

Detrás de los desconocidos, todo un tablero hormigueaba de aparatos, familiares en su rareza. El hombre manipuló en unos mandos y se encendió una pantalla, en la cual apareció la imagen de los oficiales de La Fulgurante.

Olivarez se situó delante del transmisor y, con las manos extendidas hacia adelante, declaró lentamente:

—¡Saludamos a nuestros hermanos del espacio! ¡Venimos en son de paz!



II



—Ilia olenga aritsuno teb irig'no ...no, me equivoco, irieg'no...

El idioma extranjero, el idioma de los «otros» acudía casi naturalmente a sus labios. Desde hacía tres meses, La Fulgurante orbitaba alrededor del planeta y la astronave extranjera hacia otro tanto. Con un acuerdo al principio tácito, luego claramente definido, los dos comandantes habían decidido esperar a que la barrera lingüística quedara eliminada antes de aterrizar y de establecer contacto. En La Fulgurante, Müller y Michaud debían actuar como intérpretes. Entre los «otros», la joven y su hermano desempeñarían el mismo papel.

Las cosas habían progresado lentamente. A pesar de la ayuda de las imágenes transmitidas por televisión, no resultaba fácil para dos razas, dos civilizaciones completamente extrañas, entenderse. Las palabras concretas, relacionadas con los actos simples, habían sido rápidamente asimiladas por las dos partes. Pero, si bien resulta fácil decir: «Me siento en la silla», es más delicado expresar unas abstracciones, unos sentimientos. Por fortuna, la «humanidad» de los extranjeros parecía extenderse a su psicología, y no cabía duda de que se escribirían muchas tesis sobre los dos mundos, a propósito de la inverosímil coincidencia que había producido unas evoluciones tan paralelas en la Tierra y en Elalouhin. La evolución se extendía al número de los cromosomas y probablemente a los genes y a la bioquímica, lo cual indujo a Brian O'Hara, uno de los biólogos de La Fulgurante, a expresar la opinión de que un matrimonio mixto sería sin duda fecundo.

El estudio del idioma elalouhini había sido difícil e ingrato, y sin la poderosa ayuda del anciano filólogo alemán, Michaud no hubiese conseguido hablarlo en tan poco tiempo. Ilia, la joven extranjera, había tenido menos trabajo para dominar el espacial, voluntariamente simplificado en su sintaxis, si no en su vocabulario.

—Ilia, me siento feliz al pensar que pronto podré saludarla personalmente —dijo Michaud—. Estoy seguro de que ese encuentro beneficiará inmensamente a nuestras dos razas, tan lejanas y tan próximas a la vez.

—Yo también me siento feliz. ¿Recuerda sus temores, Jean?

Michaud rió de buena gana. En cuanto pudieron intercambiar algunas frases, se había interesado por la estatura de Ilia, temiendo que fuera una gigante de diez metros de altura, o una enana de treinta centímetros. Nada permitía establecer a priori la escala de los objetos o de los seres que aparecían en la pantalla del televisor. Pero, de una medida de la astronave extranjera, y de una indicación de las relaciones de magnitud, había deducido, con una sensación de alivio, que los Elalouhinis se adaptaban a las normas terrestres: Ilia medía alrededor de 1,73 m. y su hermano 1,80 m.

Toda amenaza de conflicto parecía descartada. Los Elalouhinis efectuaban un viaje de exploración, mucho más allá del límite normal de su expansión, y no tenían la intención de colonizar aquel planeta demasiado lejano. Formaban, a más de 600 años luz de la zona terráquea, una vasta confederación pacífica de pueblos, de los cuales ningún otro era humanoide.

—Aterrizaremos mañana, Ilia. ¿Lo sabía?

—Sí. Nosotros haremos lo mismo, a quince eltons... es decir, a unos diez kilómetros, según las medidas de ustedes. Y pasado mañana...

—¡Pasado mañana, el gran encuentro! ¡Las dos razas humanas de la galaxia finalmente reunidas, entre tantos no-humanos!

—Entre nosotros hay una antigua profecía que dice que un día encontraremos a nuestros hermanos «en el camino de las estrellas». ¿Anticipación de un vidente, o pura coincidencia? Tendremos muchas enseñanzas que intercambiar. Nosotros hemos aprendido mucho. El paralelismo de nuestro desarrollo cultural, al mismo tiempo que físico, proyectará, sin duda, una gran claridad sobre las causas profundas de la evolución...

—Sólo me entristece una cosa, Ilia. Después de esa reunión, tendremos que volver a separarnos. ¿Quién sabe cuándo nos veremos de nuevo? Soy oficial, y tengo que obedecer órdenes...

—No olvide que ahora habla usted nuestro idioma, y que le reclamaremos como oficial de enlace.

El rostro de Michaud se iluminó.

—¿Le agradará volver a verme?

—Tal vez. Pero, ¿no estamos demasiado lejos de ustedes, con nuestras costumbres distintas, nuestro hábito de comer la carne cruda...?

—Nuestra raza incluye a numerosas civilizaciones, como ustedes las tuvieron en el pasado. A bordo de La Fulgurante están representados once pueblos, y hemos aprendido a respetarnos mutuamente, aunque no siempre nos comprendamos del todo. Y, después de tres meses de vernos y de hablarnos diariamente, de vencer juntos las dificultades idiomáticas, me siento tan cerca de usted como de la mayoría de mis carneradas de a bordo, quizás más cerca que de la inmensa mayoría de ellos.

Ilia enrojeció ligeramente.

—A biltuerenga, e ten, erenga knou bilto etil. La amistad nace de las palabras amables, y la amistad hace pronunciar la palabra. Hasta mañana, Jean, y esta vez cara a cara...

Una vez cortada la comunicación, Michaud se quedó pensativo. ¿Qué había querido expresar Ilia con aquel refrán? Consultó sus numerosas notas. Bilto etil: pronunciar la palabra. La Palabra, con P mayúscula. La que, pronunciada públicamente, comprometía. El equivalente elalouhini del «sí» sacramental. ¿Estaba enamorada de él, se proponía pasar por encima de la barrera de centenares de años luz? O'Hara afirmaba... ¡Al diablo! Él no estaba enamorado de Ilia. ¿O sí? Hablaba de ella lo suficiente como para haberse convertido en objetivo de las bromas de los tripulantes de La Fulgurante. Bueno, a fin de cuentas, ¿qué tenía de malo la cosa? Si las dos razas eran tan similares como parecía, los matrimonios mixtos serían inevitables. Él sería el primero, sencillamente...

Apenas tuvo tiempo de pensar en su problema, el día siguiente. Olivarez le encargó de dirigir la expedición que aterrizaría en «Encuentro», nombre que se había dado al planeta. Los informes de los equipos de ecólogos y de biólogos enviados en vanguardia cuando se supo que el contacto de las dos razas sería pacífico, eran todos favorables: medio muy semejante al medio terrestre, ninguna bacteria o virus que la multivacuna no pudiera combatir.

Establecieron su campamento al pie de una colina, cerca de un lago alargado y estrecho, cuyas orillas eran frecuentadas por millares de seudoaves acuáticas. Por todos los otros lados se extendía hasta el infinito una llanura ondulada, cubierta de altas gramíneas y cortadas por cortinas de árboles. A media tarde, la esfera de los Elalouhinis descendió al otro extremo del lago. Un breve contacto telefótico confirmó la presencia de Ilia y de su hermano.

Los barracones provisionales fueron montados rápidamente. Se había acordado que el encuentro tendría lugar al día siguiente, en el campamento terrestre, a las nueve de la mañana, hora local, en presencia de los dirigentes de las dos partes. Todo parecía marchar sobre ruedas.

El drama estalló a las cinco de la tarde. Media hora antes, tres jóvenes astronautas se habían presentado a Michaud pidiéndole autorización para tomar un vehículo ligero y dirigirse al lago para comprobar si contenía aquellos peces que los biólogos habían localizado y que, después de una serie de pruebas, habían hecho las delicias de la tripulación y de los oficiales. El campamento estaba casi instalado, y no existía ningún motivo para denegar el permiso. Michaud se limitó a recordarles que no debían tratar de encontrar a los Elalouhinis.

Los tres jóvenes partieron.

A las cinco, exactamente, el chasquido lejano de una pistola lanzacohetes hizo sobresaltar al alférez de navío. Luego se encogió de hombros: un cohete explosivo en el agua era el mejor sistema de pesca, cuando no había reglamentos en contra, ni guardas encargados de aplicarlos. Sin embargo, como había oído casi simultáneamente un silbido particular, penetrante, tomó sus gemelos y escudriñó las orillas del lago. Lejos, detrás de un bosquecillo, en la dirección de la esfera, el vehículo regresaba.

«¡Imbéciles! Han ido a espiar a los Elalouhinis, a pesar de mi prohibición —pensó Michaud—. ¡Un mes de calabozo aclarará sus ideas acerca de la obediencia! Lo menos que puedo aplicarles son tres días, y con el viejo "Diez veces más" Olivarez, nadie les quitará un mes...»

El vehículo se acercaba, zigzagueando. Inquieto, lo enfocó con sus gemelos. ¡Un hombre al volante, uno solo! Los otros asientos estaban vacíos.

—¡Maldición! —exclamó Michaud—. ¿Qué ha pasado? Temía ya lo peor.

—¡Bengson! ¡Craig! ¡Carrere! ¡Un vehículo, y conmigo, armados!

Allá abajo, el auto había girado brutalmente a la derecha, clavándose en un matorral. Los cuatro hombres subieron rápidamente al vehículo y rodaron a la velocidad máxima.

Un hombre estaba caído de bruces sobre el volante, mejor dicho, una piltrafa con forma humana. La carne de la cara aparecía desgarrada, particularmente alrededor de los ojos, como si se hubieran encarnizado con él o arañazos. Otros profundos rasguños desaparecían debajo de las ropas destrozadas, y la sangre fluía abundantemente de una herida en la garganta.

—¡Dios mío! ¿Se ha peleado con unos gatos?

Michaud levantó la cabeza del herido.

—¿Y los otros? ¿Dónde están los otros, Abdul?

Un ojo se abrió penosamente.

—Muertos... atacados... los monos... Alá...

Una contracción espasmódica, y Abdul murió.

—Craig, lléveselo. El vehículo no tiene nada. Los otros me acompañarán.

Siguieron, en sentido contrario, la pista que el vehículo había dejado en las hierbas.

«Ya estamos en el baile —pensó Michaud, desesperado—. ¡La guerra! ¿Por qué aberración han llegado a las manos? Atacados, ha dicho Abdul, ¿Habrían representado los "otros" la comedia del pacifismo para mejor aplastarlos? En tal caso, ¿por qué esta ridícula y trágica escaramuza, que sólo había servido para provocar la alarma?»

Michaud frenó brutalmente y descolgó el comunicador.

—BX3 a FC4. BX3 a FC4. Urgente. Urgente. Urgente. Habla Michaud. Llamando a La Fulgurante. Llamando a La Fulgurante. ¡Alerta roja! ¡Alerta roja! Abdul, Hermann, Kemp, asesinados por los Otros (de un modo completamente natural acudía a sus labios la antigua denominación, abandonada en favor de Elalouhinis). Voy a investigar sobre el terreno.

—Aquí, Olivarez. ¿Qué sucede, Michaud? No pierda la sangre fría. No tenemos aún ninguna prueba de hostilidad. La astronave elalouhini no se ha movido. Debe tratarse de un error. No establezca contacto directo. Envío la chalupa número dos como refuerzo. Vuelva a llamarme en cuanto sepa algo.

Desfilaban entre las altas hierbas que se acostaban bajo el vehículo con un suave crujido. Llegaron al lugar de la lucha.

Nada, o casi nada, quedaba de Hermann: un cadáver literalmente destrozado, sin cabeza, y cuya mano empuñaba todavía la pistola lanzacohetes. Mucho menos quedaba de dos elalouhinis, que habían recibido el proyectil a quemarropa. Un tercero yacía boca arriba con la garganta abierta, en medio de un charco de sangre roja, de sangre humana. Un cuarto cadáver reposaba medio hundido la hierba, con una extraña arma en la mano, una parte del rostro arrancada y un largo cuchillo de reglamento plantado en el vientre. Kemp, hecho una bola, no se movía ya.

—¡Tres hombres, cuatro Elalouhinis! ¡Siete cadáveres! Tan muertos los unos como los otros. Vamos, regresemos.

—¿No nos llevamos a los nuestros, comandante? —preguntó Carrere.

—No. Si se trata de un trágico error, es preferible dejarlo todo tal como está para la encuesta común. Si es la guerra...

Dejó la frase sin terminar.



—El comandante ha encargado que le llame usted urgentemente —dijo el tripulante que Michaud había dejado a la escucha.

—¿Es usted, Michaud? Acabamos de recibir un mensaje de los Elalouhinis. Solicitan que se ponga usted inmediatamente en contacto con su base avanzada. Hágalo, pero a canal abierto, de modo que yo pueda seguir la conversación. ¡Hable en espacial!

—Comprendido.

En la pantalla se dibujó el rostro pálido y triste de Ilia. Detrás de ella, su hermano Ehiho permanecía en pie, los brazos cruzados sobre el pecho, el rostro duro y cerrado.

—Jean, ¿cómo es posible que sus hombres hayan atacado a los nuestros? Veníamos en son de paz, y usted lo sabe. ¡Qué salvajismo! ¡Nuestros hombres, destrozados!

—¡No ha visto usted los míos! ¿Han tenido supervivientes? Me gustaría oír su historia. Entre nosotros no ha habido ninguno.

—Entonces, nadie sabrá lo que ha pasado. Pero yo le aseguro que nuestras órdenes eran concretas. En caso de encuentro fortuito, mantener una actitud distante, pero amistosa.

—También entre nosotros eran concretas las órdenes. ¿Entonces?

—Entonces, hay algo que no comprendemos.

—Tampoco yo lo comprendo. ¿Qué propone usted?

Ehiho se adelantó.

—En tanto no sepamos lo que ha sucedido, considero imprudente seguir nuestros antiguos planes. No habrá entrevista mañana en el campamento de ustedes. Pero, ¿está usted dispuesto a encontrarse conmigo, a solas, a medio camino? Queden todavía dos de sus horas de plena luz.

Michaud lanzó una ojeada a la pantalla que recibía las emisiones de La Fulgurante. Olivarez inclinó la cabeza afirmativamente.

—De acuerdo. Pero comprenderá que desee tomar precauciones. No llevaré ninguna arma, ni visible, ni oculta. Sugiero que haga usted lo mismo, y que reduzcamos nuestros vestidos al mínimo. Dejaremos nuestros vehículos a una distancia de cien metros del lugar de reunión. La zona despejada que se encuentra casi a medio camino, cerca del lago, podría convenir, en mi opinión.

—Acepto. Voy a prepararme.

Ehiho desapareció de la pantalla.

—Jean, le aseguro que tiene que existir un terrible malentendido. ¡Nosotros no deseamos la guerra!

—Nosotros tampoco, Ilia —dijo Michaud, en tono más grave—. Le prometo que haremos todo lo que esté a nuestro alcance para que el malentendido se disipe. Hasta la vista...

Se interrumpió antes de decir: querida.



III



Michaud detuvo su vehículo y saltó a tierra. La zona estéril se extendía delante de él, y, a unos 400 metros, aproximadamente, se detuvo el panzudo vehículo que transportaba a Ehiho.

Michaud ando lentamente a su encuentro. El viento del atardecer bañaba de frescor la piel desnuda de su torso y de sus piernas. Allá abajo, el Elalouhini no era más que una silueta, cuya agilidad admiró. Ehiho iba también casi desnudo, y Michaud pudo ver que si bien era menos alto y menos macizo que él mismo, poseía una musculatura que muchos atletas hubiesen envidiado Llegaron a treinta metros de distancia uno de otro y, simultáneamente, se detuvieron. Sorprendido, Michaud notó que sus pelos se erizaban.

«¡Absurdo! —pensó—. Se trata de Ehiho, con el cual he hablado un centenar de veces por televisión y que, por muchos conceptos, está más cerca de mí que muchos de mis camaradas. Es el hermano de Ilia...»

Pero volvió a emprender la marcha con una extraña repugnancia, y se dio cuenta con espanto de que su paso se había transformado en un paso de fiera al acecho, de cazador paleolítico. A pesar suyo, sus músculos se tensaron, sus ojos adquirieron la movilidad de los de una fiera. Se encontraron cara a cara.

Michaud tuvo tiempo de entrever una sonrisa crispada en los labios de Ehiho, y luego el odio se apoderó de él, en el instante en que el rostro del otro quedaba desfigurado por un espantoso rictus de combate. Michaud saltó, con las manos abiertas para estrangular.

El Elalouhini le esperó a pie firme, lanzando su puño que se estrelló contra el pecho del alférez de navío, arrancándole una exclamación de sorpresa y de dolor. Al mismo tiempo, su propio puño salía disparado. Con una alegría feroz, percibió el ruido sordo sobre la carne. Todo en el otro le resultaba odioso ahora, su color, su voz, su aliento que le llegaba, rudo, entre dos golpes, su olor a carne cruda y viviente. Una sola idea, un solo deseo le poseía: matar, desgarrar, aplastar, matar, matar, matar...

Y mientras luchaba así, con todos sus instintos tendiendo a la destrucción, una parte de su conciencia permanecía despierta en él, como un espectador impotente, diciéndole que trataba de destruir a Ehiho, su amigo Ehiho, el hermano de Ilia, Ehiho, que había venido a su encuentro para aclarar el trágico malentendido.

Sangraba ahora por la nariz y por la boca, los labios aplastados. El Elalouhini, menos fuerte, estaba probablemente mejor adiestrado en la lucha. Sin embargo, un formidable golpe en pleno rostro le hizo tambalear y Michaud aprovechó la ocasión, lanzándose al cuerpo a cuerpo. Su mano derecha agarró la garganta del otro, en tanto que la izquierda protegía su propio cuello. Ehiho había conseguido aferrar su muñeca, disminuyendo así la fuerza de su ataque. Rápidamente, Michaud soltó la garganta de Ehiho y, aprovechándose de la sorpresa, aplastó el brazo de su adversario de un rodillazo. Luego volvió a engarfiar el cuello del Elalouhini. Una serie de violentos golpes en la cabeza, que alguien le propinaba por detrás, no le hicieron desistir de su siniestro designio.

Ehiho oponía cada vez menos resistencia. Una voz gritaba al oído de Michaud unas palabras que el alférez no oía.

—¡Muerte a los monos! —aulló, triunfante.

¿Muerte a los monos? Súbitamente, recobró la conciencia. ¿Qué había dicho Abdul antes de morir? Unos monos... La voz era ahora clara.

—¡Jean! ¡Jean! ¡No me obligue a disparar!

Levantó la cabeza, apartando los ojos del enemigo, medio ahogado. Ilia estaba delante de él, con el rostro surcado de lágrimas, apuntándole con una extraña pistola. Michaud se incorporó, tambaleándose. ¿Ilia? ¿Qué estaba haciendo allí? ¿No podía dejar que un hombre suprimiera a un mono?

Ehiho se irguió lentamente, atacó. De un puñetazo bien dirigiendo envió a Michaud rodando por el suelo, donde no se movió.

—¡Márchese, Jean, márchese en seguida! ¡Lo comprendo todo! ¡Márchese, antes de que experimente demasiados deseos de matarle! ¡Márchese, por lo que sea más sagrado para usted! ¡Oh! ¡Habíamos esperado tanto de este encuentro!

Michaud la contempló, estupefacto. Era Ilia, tal como la había visto tantas veces en la pantalla, tal como había esperado estrecharla un día entre sus brazos. Y, sin embargo, toda una parte de su inteligencia sopesaba la posibilidad de hacerla víctima de una treta que la desarmara, convirtiéndola en una presa fácil de eliminar...

—¡Jean, Jean, por favor!

Con un terrible esfuerzo de voluntad dio media vuelta, echó a andar hacia su vehículo.

—¡Adiós, Ilia! —murmuró.

Antes de emprender la marcha, dirigió una última mirada hacia atrás: Ilia arrastraba a su tambaleante hermano hacia su propio vehículo, el cual se puso en movimiento y desapareció en el crepúsculo.

Cuando llegó al campamento, sus hombres profirieron un grito al verle.

—¡Rápido! Regresemos a La Fulgurante. ¡No habrá entrevista, no, nunca, nunca! No desmonten los barracones, no queda tiempo, limítense a recoger el material más valioso. No, ya me atenderán después, tengo que presentar mi informe lo antes posible.



—...Y eso es todo, comandante —concluyó—. Acudí a la cita con la idea de aclarar el misterio, lleno de sentimientos amistosos hacia Ehiho, y en cuanto le vi me sentí poseído por la idea de matarle. Si Ilia no llega a intervenir, uno de nosotros se hubiera quedado allí, tal vez los dos.

—Regresen inmediatamente. La esfera de los Elalouhinis ha llegado a su astronave, y si ha de haber lucha necesitaré a todos mis hombres. Si es preciso, abandonen el material.

—De acuerdo, comandante.

—Pero, haga que le curen. Su aspecto no resulta nada agradable.



Cuando Michaud entró en el puesto de mando, el estado mayor y los científicos estaban reunidos en él.

—Todos hemos oído su informe, alférez. No tengo ningún motivo para dudar de su palabra. Si alguien de a bordo estaba bien predispuesto hacia los Elalouhinis, era usted. Eso hace más incomprensible su conducta, y la de Ehiho...

—Yo la comprendo, comandante —afirmó una voz grave.

Todos se volvieron hacia Fedorov, el biólogo.

—¿Qué es lo que comprende usted? ¿Ese odio súbito e inextinguible, esa rabia asesina hacia unos seres tan parecidos a nosotros, y que nadie ha experimentado nunca hacia los Kzlils?

—¡Precisamente, comandante! ¡Son parecidos a nosotros, pero no son nosotros! Yo he vivido en la taiga siberiana, donde mi padre y mi madre eran etnólogos. Tuve un lobo domesticado... Timour... Vivíamos en una cabaña aislada, en los bosques...

Se interrumpió unos instantes. Nadie trató de apremiarle. Fedorov hablaba como quería y cuando quería.

—Abdul comprendió antes de morir, Michaud. ¿Recuerda sus últimas palabras? Monos, y Alá. ¿No le dice nada eso? ¿Y su propio grito: muerte a los monos? ¿Nada? De acuerdo. Yo tuve un lobo domesticado, allá abajo, hace mucho tiempo, al norte de lakutsk. Se llamaba Timour. Lo había recogido muy joven, y herido, y se había encariñado conmigo, acompañándome a todas partes, como un perro. No se metía nunca con los perros normales. Luego, un día, vino un Inspector de Vladivostok con un magnífico perro-lobo. ¡Timour lo degolló! Al ver aquel otro animal parecido a él, pero que no era de su raza, la voz del lobo se despertó, el grito del salvajismo, la llamada al asesinato, a la destrucción de lo que es extraño a nosotros y sin embargo, suprema injuria, se nos parece. La destrucción del mono, alférez, el mono que es la criatura del diablo, formada a imitación de la criatura de Dios, el hombre. De Dios, o de Alá, si es usted musulmán.

»¡La voz del lobo se despertó en usted! Mientras había visto a los Elalouhinis, a los Otros, únicamente por televisión, sin ningún contacto real, no pasó nada. Pero al encontrarse con ellos, el olor, quizás, extraño...

Michaud no le escuchaba. Con los ojos clavados en la pantalla del telescopio, contemplaba la astronave de los Elalouhinis que se alejaba, llevándose un sueño imposible.





FIN

domingo, 22 de marzo de 2009

EL TRAGAESPADAS -- Ron Goulart

EL TRAGAESPADAS

Ron Goulart





El anciano danzó sobre la pared. Se hizo más ancho, osciló, desapareció. La oficina se iluminó, el proyector giró hasta quedar silencioso y el jefe parpadeó.

—Le diré quién era ése —declaró.

Cogió un disco amarillo de una afiligranada caja de píldoras y lo depositó sobre su lengua.

Ben Jolson, inclinándose ligeramente sobre el negro escritorio, dijo:

—Es el hombre al cual desea usted ver personificado.

—Exactamente —dijo el Jefe Mickens, tragándose el disco. Apoyó la punta de un dedo en el hueco que tenía debajo de su ojo izquierdo—. Las presiones inherentes a este trabajo han aumentado mucho últimamente, Ben. Debido a las dificultades en el Departamento de Guerra.

—Las desapariciones.

—En efecto. Primero el general Moosman, luego el almirante Rockisle. Una semana después Bascom Lamar Taffler, el padre del Gas Nervioso 26. Y esta mañana, al amanecer, el propio Dean Swift.

Jolson se irguió en su asiento.

—¿Ha desaparecido el Secretario del Departamento de Guerra?

—La noticia no ha sido difundida aún. Se la comunico confidencialmente, Ben. Swift fue visto por última vez en la esquina norte de su jardín de rosas. Es un gran aficionado al cultivo de las rosas.

—Vi un documental acerca de ello —dijo Jolson—. De modo que la Oficina de Espionaje Político ha pensado en recurrir al Cuerpo Camaleónico a causa de las desapariciones...

—Sí —asintió el Jefe Mickens sacó una pastilla azul de un sobrecito y dejó caer este último en el incinerador situado al lado de su escritorio—. Es una situación explosiva, Ben. No es necesario que le diga que el Sistema Barnum de planetas no puede permitir otro barullo en favor de la paz.

—¿Sospecha usted de los pacifistas?

El Jefe apoyó su dedo pulgar en su oído e hizo girar la palma de la mano.

—Tenemos pocos elementos de juicio, muy pocos. Admito que por parte de la OEP hay una tendencia a ver pacifistas a los métodos utilizados por el Departamento de Guerra para colonizar los planetas terráqueos.

—Que se manifestó de un modo especial cuando destruyeron Carolina del Norte.

—Un pequeño Estado. —El jefe introdujo la pastilla en su boca—. De todos modos, tiene usted que admitir que cuando los personajes clave del Departamento de Guerra, y sus afiliados, empiezan a desvanecerse... bueno, podrían ser los pacifistas.

—¿Quién era el anciano de la película?

—Leonard F. Gabney —dijo el Jefe. Repiqueteó sobre el escritorio con las puntas de los dedos—. Se supone que he de tomar algo para los efectos colaterales.

Jolson se inclinó y recogió un paquete de píldoras de la alfombra.

—¿Éstas? —inquirió, entregándoselas.

—Esperemos que sí. A lo que íbamos. Gabney no es importante en sí mismo, se trata simplemente de un anciano caballero el cual personificará usted. Para ello recibirá la correspondiente información. —El Jefe Mickens sacó una píldora del paquete—. El hombre importante es Wilson A. S. Kimbrough.

Jolson sacudió la cabeza.

—Un momento. Kimbrough es nuestro embajador en el planeta Esperanza, ¿verdad?

—Sí, estará al frente de la Embajada de Barnum en la capital del planeta.

—No quiero ir a Esperanza.

—¿No quiere ir? —inquirió el Jefe—. Tiene que ir. Lo estipula su contrato. Un agente del CC siempre es un agente del CC. Primero es la obligación que la devoción. Y no olvide que podemos sancionarle. Podríamos cancelar su licencia como ceramista en el planeta, por ejemplo...

Cuando no estaba de servicio para el Cuerpo Camaleónico, Jolson regentaba una fábrica de cerámicas en los suburbios de Keystone City. Había sido captado por el CC cuando tenía doce años. Después de una docena de años de adiestramiento y acondicionamiento, se había convertido en un agente Camaleón. De esto hacía diez años. Y no había modo de abandonar el Cuerpo.

—Esperanza es un lugar macabro —dijo Jolson.

—Tienen que enterrar a la gente en alguna parte, Ben.

—Pero todo un planeta en el cual no hay más que cementerios... —objetó Jolson.

—Hay medio millón de habitantes en Esperanza —dijo el Jefe Mickens—. Personas vivas. Sin mencionar a los diez millones de turistas y los casi seis millones de parientes de los difuntos que visitan Esperanza cada año.

—Todo el planeta huele a crisantemos —insistió Jolson.

—Permítame bosquejar el problema —dijo el Jefe—. Existe una leve posibilidad —y me baso en material reunido por agentes de la OEP— de que el embajador Kimbrough esté relacionado con esta ola de secuestros. De hecho, el almirante Rockisle se encontraba en Esperanza cuando desapareció.

—Lo sé —dijo Jolson—. Había ido a depositar una corona de flores en la tumba del Comando Desconocido.

—Si Kimbrough está complicado en el caso, tenemos que demostrarlo. Ésta es una de las muchas pistas que estamos siguiendo —dijo el Jefe Mickens—. A partir de la semana próxima se tomará unas vacaciones en Nepenthe, Inc.. en las afueras de Esperanza City.

—¿Nepenthe. Inc.? ¿El balneario rejuvenecedor para viejos magnates industriales?

—Un refugio para dirigentes políticos e industriales agotados por sus responsabilidades, sí. Usted se convertirá en ese anciano, Gabney, y nosotros le introduciremos en Nepenthe —dijo el Jefe Mickens—. No tendrá dificultades para transformarse en el viejo Gabney, ¿verdad?

El Cuerpo Camaleónico había especializado a Jolson en el arte de la transformación personal. Podía convertirse en cualquier persona, casi sin excepción.

—No —respondió—. ¿Quiere usted que me dedique a escuchar?

—No. Queremos que coja a Kimbrough a solas y le haga tomar una droga de la verdad. Que descubra lo que sabe, con quién está en contacto.

—De acuerdo —suspiró Jolson—. Supongo que tendré que hacerlo. ¿Quién será mi contacto en Esperanza?

—No puedo decírselo ahora, por motivos de seguridad. Lo sabrá allí.

—¿Cómo?

El Jefe Mickens rebuscó entre los papeles que cubrían su escritorio.

—Tenía una frase de identificación especial por aquí, en alguna parte. —Encontró una tarjeta azul—. ¡Aquí está! 15-6-1-24-26-9-6. Alguien le dirá, o más probablemente le susurrará, esto.

—¿Números? ¿Qué pasa con las citas poéticas?

Mickens dijo:

—La Seguridad opina que son demasiado contenciosas. Y no resulta muy varonil que un agente vaya diciendo por ahí: «Con cuan tristes pasos, ¡oh, luna!, recorres los cielos...»

—¿Cuánto va a durar mi estancia en Nepenthe, Inc.?

—Le hemos reservado plaza para una semana —dijo el Jefe Mickens—. Aunque esperamos resultados antes de que transcurra ese plazo. Mucho antes. —Consultó una tarjeta verde—: Cobran diez mil dólares por una semana de estancia, Ben. Tendremos que distraer dinero del fondo recreativo de la Oficina de Espionaje Político para pagar la cuenta.

—Tendrán que renunciar al nuevo frontón.

—Y a nuestro almuerzo anual en honor de los programadores de las computadoras —dijo Mickens—. Pero esto es una crisis. Ahora puede usted informar al Centro de Instrucciones, Ben. Pero antes ayúdeme a buscar un frasco que contiene un líquido de color frambuesa. Tenía que haber tomado una cucharada hace media hora.

Los dos hombres empezaron a moverse de un lado para otro, trasladándose sobre sus manos y rodillas.



Jolson, que ahora parecía tener ochenta y cuatro años, encorvado y pecoso, estaba semitumbado en un sillón articulable en el balcón del saloncito de su suite en el Hotel Plaza de Esperanza. Había exigido, como al parecer hacían muchos ancianos, disfrutar de una vista que no se limitara a los cementerios que proliferaban más allá de la capital. Gabney, el verdadero Gabney, controlaba la telequinesis en todos los planetas Barnum, y su nombre tenía la suficiente influencia para conseguirle una habitación con vistas al barrio comercial. Al atardecer, un crucero procedente de Nepenthe, Inc. vendría en busca de Jolson.

—¿Tarjetas postales con vistas de Esperanza, papi? —preguntó la rejilla de un altavoz debajo de su sillón—. Fotografías artísticas de once famosas criptas. Ilusión de profundidad.

—Tonterías —dijo Jolson con la cascada voz de Gabney—. ¿Dónde está esa bebida que pedí?

—Su tarjeta médica señala que no puede usted tomar bebidas fuertes, abuelo —replicó la rejilla—. Hay que cuidar el hígado.

Jolson repiqueteó con los dedos de una mano pecosa sobre el brazo de su sillón.

—Recuerdo una suite del Ritz de Keystone en la cual podía sobornar a los sirvientes.

—Puede usted dejar caer diez dólares en el orificio de salida de la máquina de limpiar zapatos, abuelo —dijo la rejilla—. Eso puede significar un whisky con hielo.

Jolson utilizó su bastón para ayudarse a levantarse del sillón. Estaba inclinado sobre el orificio de la máquina de limpiar zapatos cuando llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo.

—Bienvenido a Esperanza en nombre de la Embajada de Barnum —dijo una voz femenina—. Le traigo un cesto de fruta reconstruida, Mr. Gabney.

Gabney volvió la cabeza hacia la puerta.

Vio a una joven esbelta y trigueña, de pómulos salientes y cabellos lisos y muy cortos. Llevaba un vestido de color amarillo, un brazal de la Embajada de Barnum, y a través de su frente, escritos con lápiz de labios, había una serie de números: 15-6-1-24-26-9-6. Después de hacerle un guiño a Jolson, la joven se limpió cuidadosamente la frente con un pañuelo.

—Es para nosotros un placer saludar a todos los ciudadanos importantes de Barnum que visitan Esperanza —dijo a continuación—. Soy Jennifer Hark, Mr. Gabney. Este obsequio le servirá mucho.

—Mucho gusto —dijo Jolson. La puerta se cerró y Jolson inquirió—: ¿Y bien?

La joven sacudió negativamente la cabeza y se dirigió hacia el balcón. La brisa de la tarde acarició sus cabellos. Dejando la cesta de fruta sobre el sillón extensible, se acercó a Jolson.

—La cesta es un neutralizador: eliminará cualquier micrófono que pueda haber por aquí.

—¿Quién se molestaría en escuchar mis conversaciones? —dijo Jolson.

—Tenemos que tomar precauciones.

—En el hotel pueden sospechar algo.

—Sólo estaré aquí un momento —dijo la joven, entregándole un albaricoque—. Guarde esto. Si se encuentra en dificultades en Nepenthe, apriételo y yo le ayudaré a salir del apuro.

—Un momento —dijo Jolson—. No necesito que me ayude ninguna dama, por muy osada que sea.

—Son órdenes. No se separe de él.

—Si me ven en el balneario con este albaricoque, dirán que estoy chiflado.

—Dígales que es un fetiche. Los viejos suelen tener esta clase de manías —Jennifer ladeó la cabeza y le estudió atentamente—. Es realmente maravilloso. Parece que tenga usted noventa años.

—Ochenta y cuatro. Y no me llame usted abuelo.

Una mano de dedos muy largos acarició la cara de Jolson.

—Parece usted realmente un anciano. ¿Cómo lo ha conseguido?

—Con doce años de adiestramiento. Es una especialidad.

—El Cuerpo Camaleónico nunca deja de sorprenderme —dijo Jennifer—. Bien, he descubierto algo. Estamos empezando a reunir datos acerca de algo llamado Grupo A.

—¿Cree que está detrás de los secuestros?

—Es posible. Veremos lo que dice Kinbrough.

—¿Trabaja usted realmente para su Embajada?

—Es mi tapadera —dijo la joven—. Bueno, le deseo mucha suerte en su misión. Si todo sale bien, comuníquemelo antes de regresar a Barnum. Vaya a la floristería New Rudolph, en la Avenida de la Soledad, y diga el número. ¿Lo recuerda?

—Desde luego —dijo Jolson.

—Si tropieza con alguna dificultad en el balneario no vacile en pedirme ayuda.

Jolson devolvió a la muchacha su cesta de fruta.

—Gracias por su visita, querida. Ahora, lo siento mucho, pero es la hora de mi siesta.

—Muy convincente —murmuró Jennifer, marchándose.



Jolson se apeó del crucero y cayó en una charca de barro caliente. Se hundió hasta la barbilla, sobrenadó y vio a un hombre de rostro cuadrado y cabellos rubios agachado y sonriente en el borde de la charca.

El hombre extendió una mano.

—En Nepenthe vamos directos al grano. Chóquela. Esta inmersión le ha quitado ya de encima varias semanas, Mr. Gabney. Soy Franklin T. Tripp, Coordinador y Cofundador.

Jolson alargó a Tripp una mano cubierta de barro. El piloto de su crucero le había hecho desvestir a bordo, de modo que el chapuzón no le cogió del todo desprevenido.

—Admiro su eficiencia, Mr. Tripp.

—¿Sabe una cosa, Mr. Gabney? —dijo Tripp en tono confidencial—. Estoy a punto de cumplir los sesenta. ¿Los aparento?

—Ni hablar. Cuarenta, como máximo.

—En cuanto tengo ocasión vengo a revolearme en este barro.

Tripp sacó a Jolson de la charca y le guió a lo largo de un sendero enlosado. La noche era oscura y silenciosa y Nepenthe, un conjunto de edificios bajos de color azul claro, se encontraba en lo alto de una meseta a unas millas de distancia de Esperanza City. El viento era cálido y seco.

—Permítame que le sirva de cicerone —dijo Tripp.

Detrás de ellos, un ayudante que llevaba una especie de chandal azul estaba descargando el equipaje de Jolson. Éste miró de reojo la maleta en la cual había ocultado la droga de la verdad. Luego se dirigió a Tripp:

—Así, desnudo y lleno de barro, me encuentro un poco cohibido.

—Aquí no tenemos convencionalismos —dijo Tripp—. De todos modos, ahora podrá tomar una ducha y ponerse una de nuestras batas universales. Más tarde puede presentarse en la oficina de la salud, en el primer piso. —Frotó un poco de barro que se había pegado a la esfera de su reloj—. Le aconsejo que se acueste temprano. En Nepenthe nos levantamos al amanecer. En realidad, conservo la mente y el cuerpo de un muchacho porque me levanto con el sol, Mr. Gabney.

—Y gracias también a los baños de barro.

—Exactamente.

Tripp le empujó a través de una puerta que ostentaba una placa de bronce: «Ducha de Bienvenida».

La sala de duchas era amplia y verde, con un suelo de un material cálido y blando. Estaba vacía, flanqueada por dos docenas de brazos de ducha.

Junto a la puerta del fondo había un hombre robusto, de cabellos muy cortos, vestido con un mono azul. Estaba sentado en un sillón de mimbre y tenía un libro abierto sobre las rodillas.

—¿Dónde están sus sandalias sanitarias, viejo?

—Acabo de llegar, joven —dijo Jolson.

El hombre se puso en pie, depositó cuidadosamente el libro abierto sobre el asiento del sillón y realizó varias flexiones.

—Me llamo Nat Hockering, viejo. Y le he preguntado dónde tiene sus sandalias sanitarias.

Jolson se encogió de hombros.

—Y yo le he dicho que acabo de llegar. Mr. Tripp me ha acompañado hasta aquí.

—Nadie toma una ducha sin calzar las sandalias especiales. Sería un riesgo para la salud.

—Me gustaría quitarme este barro.

—Seguro que le gustaría, viejo. Pero no va a poder ser. Puede marcharse por donde ha venido.

—Tal vez —dijo Jolson, respirando profundamente—, podría comprar esas sandalias.

No deseaba dar a conocer su verdadera personalidad tan pronto. Y aplastarle las narices a Hockering hubiera conducido a aquel resultado.

—¿Dónde ha ocultado el dinero, abuelo?

—No creo necesario poner de relieve que un hombre que careciera de medios económicos no estaría aquí.

—Me dará veinte pavos mañana por la mañana, a las siete en punto, cuando empiece la carrera de obstáculos. ¿Trato hecho, viejo?

—Palabra de Leonard. F. Gabney.

—Confío en ella —Hockering sacó un par de sandalias de goma de un armario y las envió patinando por el suelo en dirección a Jolson—. A las siete en punto.

Jolson se inclinó y se calzó las sandalias.

—Esperaba encontrar más cordialidad aquí —dijo.

—La encontrará usted. Pero no por parte mía. Yo estoy matando el tiempo aquí, hasta que pueda ingresar en una buena universidad y estudiar arquitectura. Señaló el libro—. ¿Sabe usted algo de balaustradas?

—Absolutamente nada.

Jolson se encaminó hacia una de las duchas. El barro empezaba a secarse. Rascó su vientre e hizo girar la manecilla. No pasó nada.

—¡Oiga! ¿Qué hay que hacer para que salga agua?

—¿Fría o caliente? —preguntó Hockering, que había vuelto a sentarse.

—Caliente.

—Después de la hora oficial de cierre, el agua caliente vale cinco dólares.

—¿A qué hora cierran las duchas?

—Cinco minutos antes de que llegara usted.

—Bien, anótelos en mi cuenta.

—Supongo que puedo confiar en usted —dijo Hockering.

En la oficina de la salud del primer piso, una habitación gris con sillas tubulares y un distribuidor automático de zumos, había tres ancianos.

—Me llamo Leonard F. Gabney —dijo Jolson, dejándose caer sobre una silla y ajustándose su bata gris que le llegaba a las rodillas—. Acabo de llegar. Mi planeta natal es Barnum.

El más joven de los ancianos, sonrosado y rollizo, sonrió y levantó su vaso de zumo en una especie de brindis.

—Soy Phelps H. K. Sulu, de Barafunda. Me dedico al aprovechamiento industrial de los líquenes. ¿Y usted?

—A la telequinesis.

—¿Cuáles son sus opiniones? —preguntó un anciano alto y bronceado.

—¿Sobre qué?

—Empiece por donde quiera. De todos modos tendremos que completar el perfil en días sucesivos.

—Es el Jefe de Escuadrilla Eberhardt —explicó Sulu—. Está obsesionado por la degradación de la política. Lleva aquí cinco años y medio, a costa de su familia.

—Tomemos, por ejemplo, nuestra responsabilidad en la situación de la Tierra —dijo el Jefe de Escuadrilla—. ¿Qué opina usted acerca de eso?

—Lo mismo que usted, probablemente —dijo Jolson.

—¿Y qué opina en relación con el hecho de que hay un pequeño bicho verde paseándose por su nariz?

Jolson se pasó la mano por la nariz.

El Jefe de Escuadrilla Eberhardt, poniéndose en pie, dijo:

—Ya es hora de que me acueste. Si no tienen ustedes inconveniente.

Saludó con un gesto y salió de la habitación.

—Permítame darle la bienvenida —dijo el tercero de los ancianos. Era un hombre delgado y moreno, de cabellos grises—. No he tenido ocasión de hablar hasta ahora. En mi calidad de ciudadano de Barnum, me siento doblemente satisfecho de poder saludarle. Soy Wilson A. S. Kimbrough, y sirvo a mi planeta como embajador en Esperanza. Tendré mucho gusto en ayudarle en lo que esté a mi alcance, Mr. Gabney.

Jolson sonrió.



Mientras corrían, Franklin T. Tripp dijo:

—Correr y saltar es lo más sano que hay, Mr. Gabney. En realidad, creo que a menudo me toman por un joven de veintiocho años debido a lo mucho que corro y salto.

Jolson procuró jadear como lo habría hecho un anciano.

—Imagino que el sudar tiene algo que ver con ello.

Media docena de ancianos estaban haciendo ejercicio sobre un trayecto de media milla salpicado de vallas y de obstáculos acuáticos. Todos ellos llevaban trajes de deporte de color azul celeste.

—Sudar es muy sano —dijo Tripp, que no parecía haber perdido el resuello—. Le he quitado cuatro años de encima sólo sudando y transpirando, Mr. Gabney.

Un anciano que a la hora del desayuno se había presentado a sí mismo como Olden Grise gritó en algún lugar detrás de ellos. Tripp refrenó el paso.

—Otra de las torceduras de tobillo de Grise, seguramente —explicó—. Puede continuar usted solo, voy a atender al viejo.

Una vez solo, Jolson apresuró el paso, tratando de alcanzar a Kinbrough, que se encontraba unos centenares de metros delante de él. Saltó una valla de tres pies de altura, esprintó, saltó otra valla y se encontró a la altura del Jefe de Escuadrilla Eberhardt.

—¿Qué opina usted de los termómetros? —preguntó el Jefe de Escuadrilla.

—Soy neutral.

El Jefe de Escuadrilla levantaba los codos a la altura del mentón mientras trotaba.

—Me han clavado uno al amanecer. Dicen que no pueden confiar en mí si me lo ponen en la boca. Que tiendo a mordisquearlo.

—¿Tiene usted fiebre?

—No. No sabría qué hacer con ella.

Jolson apretó el paso.

No pudo hablar con Kimbrough hasta la tarde, cuando les colocaron en aparatos de vapor contiguos.

—¿Tienen programado todo el día para nosotros? —le preguntó al embajador.

—Después de la siesta obligatoria —respondió el humeante Kimbrough—, disponemos de una hora de absoluta libertad. ¿Es usted por casualidad aficionado al tiro con arco, Gabney?

Jolson dijo:

—No hay nada que me guste más en el mundo, Kimbrough.

—No he podido encontrar a nadie que tirara conmigo. Ayer tuve todo el campo para mí solo.

—¿De veras? —dijo Jolson—. ¿Qué le parece si tiramos un poco esta tarde?

—Estupendo —dijo el embajador Kimbrough.



La densa niebla apenas permitía ver el blanco. Jolson palpó el pequeño frasco plano que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón y dijo:

—No sentaría mal un trago ahora, para calentar los huesos.

El arco de Kimbrough zumbó y una flecha desapareció entre la niebla.

—Cuando haya oído el impacto.

Esperaron unos instantes, pero no oyeron ningún sonido. Jolson sacó el frasco de su bolsillo.

—¿Coñac?

—Bueno —dijo el embajador Kimbrough—. Creo que un trago de coñac no caerá mal. —Tomó el frasco, desenroscó el tapón y bebió—. ¿Y usted?

—Sólo lo llevo para los amigos —dijo Jolson, guardándose el frasco.

Kimbrough carraspeó y colocó otra flecha en su arco.

—¿Sabe una cosa, Gabney? —dijo, inclinando arco y flecha—. Cuando era un muchacho asistí a la Academia John Foster Dulles, en la Tierra. Tenía que decírselo a usted. Aquí está el secreto, Gabney.

—¿Qué me dice del Grupo A? —preguntó Jolson.

Cogió al embajador por debajo del codo y le llevó hacia los árboles.

—Cuando tenía catorce años...

—Grupo A —le interrumpió Jolson—. Dean Swift. General Moosman. Almirante Rockisle.

—Esta es la verdad —dijo Kimbrough, guiñándole un ojo a Jolson—. Necesitaba dinero Y, naturalmente, conocía las idas y venidas de los personajes del Departamento de Guerra.

Jolson se acercó más a él. La OEP estaba en lo cierto.

—¿Qué hizo usted? —inquirió.

—Me limité a pasar la información al suburbio.

—¿Qué suburbio?

—El de Esperanza City. A un joven.

—¿Su nombre?

—Son Brewster, hijo. Es un joven maravilloso. Apenas ha cumplido los veinte años, y es mucho más sincero y honrado que nuestra generación, Gabney. Le pasé la información a Son Brewster, hijo.

—¿Por qué?

Kimbrough respiraba con la boca abierta, tambaleándose.

—La Tierra, Gabney.

—¿Eh?

—La suprema Tierra. Quieren imponer el predominio de la suprema Tierra.

—¿Quién es el jefe? ¿Brewster?

—No, el jefe es A. Grupo A. No hay nombres.

—¿Dónde está el Grupo A?

Kimbrough sacudió la cabeza y parpadeó varias veces.

—Creo que ese coñac se me ha ido a la cabeza —dijo—. No estaba acostumbrado a beber.

Jolson dijo:

—La hora de recreo está a punto de terminar, Kimbrough. Vamos hacia la casa.

—Un momento —dijo el embajador.

—¿Sí?

—Quiero ir a comprobar si la flecha dio en el blanco.

Kimbrough dejó escapar una risita y se alejó entre la niebla.



Nat Hockering empujó el secador de pelo a través de la pequeña celda gris.

—El ejercicio da buenos resultados. Mr. Gabney. Lo mismo que una dieta inteligente. Mas para que el rejuvenecimiento sea total, tenemos que recurrir a la ayuda de los cosméticos.

Jolson estaba reclinado en un sillón extensible, con la cabeza debajo de un grifo y encima de una palangana.

—¿Cuánto va a costarme esto, Hockering?

—No se deje influenciar por mi actitud de anoche, Mr. Gabney. A la luz del día y a primeras horas de la tarde soy amable.

Frotó con champú los blancos cabellos de Jolson, obligándole a echar la cabeza más hacia atrás.

—Desde luego, esto hace hormiguear el cuero cabelludo —dijo Jolson.

Apoyando una mano sobre la garganta de Jolson, Hockering dijo:

—Permítame decirle una cosa.

—¿Sí?

—Huellas dactilares.

Jolson se puso en guardia.

—¿Eh?

—Ha cometido usted un error. No tiene las huellas dactilares del verdadero Leonard P. Gabney. —Sus dedos aumentaron su presión alrededor de la nuez de Adán de Jolson—. Tenemos a un hombre en la oficina central de la OEP. Encontró la copia de una carta pidiendo un agente del Cuerpo Camaleónico para trabajar en el caso del Departamento de Guerra. Y estábamos preparados, por si la OEP sospechaba de nosotros.

—¿Está metido Tripp en esto? —preguntó Jolson.

—Desde luego. Y el viejo Kimbrough —Hockering acercó la otra mano al cuello de Jolson—. Ahora voy a estrangularle, falso Mr. Gabney. Luego le hundiré en la charca de barro. Muy bueno para cubrir las apariencias.

Jolson se concentró. Tensó los músculos del cuello para contrarrestar la presión de los dedos de Hockering. Luego, bruscamente, disparó su mano derecha y clavó dos dedos en los ojos de su adversario.

El haber sido adiestrado por el Cuerpo Camaleónico tenía sus ventajas. Jolson aprovechó el desconcierto de Hockering para ponerse en pie de un salto. Agarrando el secador de pelo por la barra de metal, aplastó el casco sobre el cráneo de su rival. Hockering se desplomó, inconsciente.

Jolson echó a correr por el pasillo, buscando una salida. Se escabulló del edificio principal y salió al aire libre. A poca distancia del suelo vio un crucero suspendido en el aire.

Alguien le gritó unos números. Al mismo tiempo, una escalerilla empezó a descender por uno de los lados del crucero.

—¿Quién es? —aulló Jolson.

—Jennifer Hark. Dése prisa.

—Maldita sea —dijo Jolson, saltando y aferrándose a la escalerilla. Una vez a bordo, dijo—: ¿No le advertí que no se mezclara en esto?

—Usted lo apretó.

—¿Qué?

—El albaricoque. Me envió una señal hace tres horas. Y he venido para sacarle del apuro, tal como le dije.

—Yo no toqué el albaricoque. Seguramente que esta tarde estuvieron registrando mi equipaje y lo apretaron sin saber de qué se trataba.

Jennifer sonrió.

—Pero usted lo conservaba en su poder. Bien, ¿ha podido interrogar al embajador Kimbrough?

Volaban hacia Esperanza City, por encima de las coloreadas luces de los cementerios.

—Desde luego —dijo Jolson.

Le contó a la muchacha todo lo que había sucedido, y las revelaciones que le había hecho Kimbrough.

—He recibido un cable cifrado del Jefe Mickens —explicó Jennifer—. Dice que debe usted seguir cualquier pista que haya encontrado hasta su final lógico. Adoptando las identidades que sean necesarias.

—Lo sé. Siempre lo hago —dijo Jolson—. Informe a la OEP y dígales que vigilen Nepenthe, que sigan a Tripp y a Hockering en el caso de que huyan, que es lo más probable. Pero no quiero que intervengan hasta que descubra algo más acerca del Grupo A.

—Tenemos a dos agentes en una cripta, cerca del balneario, alimentándose a base de bocadillos y vigilando —dijo Jennifer, manipulando en una pequeña emisora de radio—. Voy a informarles de lo que pasa.

Jolson se reclinó en su asiento, con los ojos cerrados, mientras la joven efectuaba la llamada. Luego dijo:

—Quiero que me deje caer en el suburbio.

—Tendría usted que ser joven para encajar allí —dijo Jennifer—. Además, no ha sido usted aleccionado acerca de los usos y costumbres de aquella zona.

—Las asimilaré sobre la marcha —Jolson se cubrió el rostro con las manos unos instantes, respiró a fondo y quedó convertido en un joven veinteañero—. ¿Está bien así?

Jennifer le miró parpadeando.

—No estoy acostumbrada a esto. ¿A ver? El pelo más largo. Normalmente echado hacia el lado izquierdo. ¿Qué pasa con la ropa?

—Puede prestarme usted algo de dinero, y la compraré en el mismo suburbio.

La joven dijo:

—¿Podré verle alguna vez tal como es en realidad? ¿Cómo a Ben Jolson?

Jolson contempló las luces coloreadas.

—Más tarde —dijo.



En el sótano de la Ultimate Chockhouse, cinco pianistas, en otros tantos pianos, interpretaban a la vez una melodía distinta. Jolson encargó otra antihistamina y contempló a la muchacha que estaba colgada del techo hinchando las ruedas de su bicicleta plateada.

—Bendito seas, solitario parroquiano —dijo un hombre que llevaba alzacuello. Se sostenía en pie gracias a que se apoyaba en la silla vacía correspondiente a la mesa verde que ocupaba Jolson—. No te había visto nunca por aquí. ¿Eres nuevo?

—Tú lo has dicho, voceras —respondió Jolson, utilizando una de las palabras que había aprendido en los dos días que llevaba en el suburbio.

—Soy hombre de paz —dijo el desconocido. Era bajito y ancho de espaldas, con una barbilla redondeada—. Me gustaría sentarme y darle a la sinhueso contigo.

—No abuses de la hospitalidad.

—Me llaman el Reverendo Cockspur —dijo el recién llegado. Se instaló en la silla vacía y sacudió unas migajas de huevo duro de su gastado codo—. Con tu permiso.

—¿Qué vas a tomar, Reverendo?

—Para empezar, pediré un bingo.

—No a cuenta mía.

El Reverendo sacudió ambas manos.

—No te preocupes. En esta casa me sirven lo que quiero. Gratis.

Hizo una seña a la camarera.

Cuando llegó su bebida, el Reverendo dijo:

—Supongo que no tendrás ganas de que te conviertan...

—¿Te dedicas a eso? —dijo Jolson, sacudiendo su poblada cabellera.

—En principio —dijo el Reverendo Cockspur, cogiendo su vaso con las dos manos—. Llegué a Esperanza hace tres años. Me envió mi comunidad religiosa para convertir a los jóvenes del suburbio. —Hizo una seña a la camarera para que le sirvieran otro bingo. Luego se pellizcó la nariz dos veces y sacudió la cabeza—. Me gustaría tener un poco de bálsamo. Estaría mucho más despejado.

—¿Eres drogadicto?

Los ojos del Reverendo contemplaron el fondo de su vaso.

—Verás, al principio decidí que no tendría la menor posibilidad de llegar hasta los jóvenes si no me adaptaba a sus maneras. De otro modo me tomarían por un intruso. Así que empecé por adaptarme a su lenguaje. Luego me adapté a sus hábitos en materia de bebidas, para acercarme más a ellos. Y para poder acercarme todavía más, empecé a tomar las mismas drogas que ellos tomaban. Ahora me encuentro en condiciones de hablar con ellos, y soy un alcohólico, un drogadicto, y vivo con dos ninfomaníacas albinas en un ghetto al final de esta calle. Ya conoces algo acerca de mi persona.

Jolson hizo girar la pastilla antihistamínica alrededor de su boca.

—Es una buena coartada, Reverendo.

—Al menos, ha sido una buena experiencia —dijo el Reverendo Cockspur. Volvió la cabeza y rió—. Ahí llega el viejo Son en persona.

En el umbral de la puerta acababa de aparecer un muchacho delgado, con los largos cabellos atados con una cinta de color escarlata. Vestía de un modo muy llamativo y llevaba unas botas de piel de ante. De su espalda colgaba una mandolina, y agitaba un amplificador en su mano izquierda.

—¿Son Brewster? —preguntó Jolson.

—El mismo que viste y calza —dijo el Reverendo Cockspur.

—¡Basura! —dijo Son Brewster, hijo, tirando furiosamente de la mandolina y dejando caer su amplificador en la escalera.

—Va a formular una protesta —dijo el Reverendo, bajando la voz.

Los pianos enmudecieron y Son empezó a rascar la mandolina.

—Estaba sentado en la acera, peinando mis cabellos —cantó—. Y el barbero dejó caer una toalla caliente sobre mi maldita nuca. ¿Qué clase de universo habéis construido, bastardos acumuladores de dinero, para que pueda suceder una cosa así?

—Delicioso —dijo el Reverendo Cockspur.

Son avanzaba hacia su mesa.

—Hola, Reverendo. ¿Necesitas pasta?

—No me vendría mal. Estoy a dos velas.

Son sacó un fajo de billetes del bolsillo de su pantalón y le entregó el dinero al Reverendo Cockspur.

—¿Quién es su menda?

—Un amigo mío.

El Reverendo se guardó los billetes.

Jolson dijo:

—Soy Will Roxbury. ¿Y tú?

—Son Brewster, hijo —dijo el muchacho—. ¿Eres nuevo en el suburbio?

—Sí.

—¿Quieres jugar a zenits conmigo?

Jolson se encogió de hombros.

—¿A cuánto la puesta?

—Diez pavos como mínimo —dijo Son. Descolgó la mandolina de su cuello—. Vigila esto, Reverendo. —Luego se dirigió a la docena de jóvenes que estaban en el sótano—: El amigo del Reverendo y yo vamos a jugar una partida de zenits.

Un muchacho pelirrojo dijo:

—Límpiale, Son.

Los zenits resultaron ser unas cartas cuadradas con fotografías de los cementerios más importantes. El juego consistía en dejar el dinero de la puesta en el suelo, apoyar un zenit en la pared y dejarlo caer: el zenit que caía más cerca del dinero era el ganador. En media hora, Jolson ganó ochenta dólares.

—¿Basta? —le preguntó a Son.

Son se encogió de hombros y regresó al lado de su mandolina. Sentándose en frente del Reverendo Cockspur empezó a cantar.

—Esta mañana, cuando fui a la Biblioteca Popular, me dijeron que me había retrasado tres días en devolver mi libro. ¿Qué clase de asqueroso universo es éste, para que a un hombre puedan ocurrirle cosas semejantes?

Entregó la mandolina al Reverendo y se acercó a Jolson, el cual estaba reclinado contra un silencioso piano.

—¿Haces algo esta noche?

Jolson dijo:

—No, ¿Por qué?

—¿Sabes dónde está el Sprawling Eclectic?

—Desde luego.

—Nos veremos allí a la hora de cenar. Tomaremos unos bingos y unos escoceses. ¿De acuerdo?

Jolson se encogió de hombros.

—Tal vez vaya —dijo, y se encaminó hacia la puerta.

En la calle tropezó con una vieja que vendía guirnaldas usadas.

—Si conoces a algún difunto llamado Axminster, haremos un trato —dijo la mujer.

Jolson cogió a la vieja por el brazo y echó a andar.

—El maquillaje nunca da resultado, Jennifer. Deje de seguirme.

—No debe pronunciar usted mi nombre sin dar primero el número clave.

—Tonterías. La he reconocido inmediatamente. Ahora, lárguese inmediatamente a su embajada, antes de que Brewster y todo el Grupo A caigan sobre usted.

—Tripp, Hockering y el embajador están también en el suburbio.

—Razón de más para que se marche usted.

—¿Ha hecho algún progreso?

—Creo que sí —dijo Jolson. Un autocar de turistas acababa de detenerse en la calle—. Mézclese con la multitud. Rápido.

—Desde luego, ustedes, los del CC, son muy independientes —Jennifer le tendió un clavel—. ¿Cómo supo que era yo?

—Tiene usted unos pómulos encantadores. Y no puede ocultarlos con polvo blanco.

Rechazó la flor y se alejó de la joven.

Dos turistas le llamaron para que posara para una fotografía, pero Jolson continuó andando.



Son Brewster, hijo, se volvió hacia Jolson.

—No está mal la barraca, ¿eh? —dijo.

Jolson echó una ojeada circular a la sala de paredes de madera. Los clientes no llegaban a las dos docenas y eran todos jóvenes.

—Puede pasar —admitió.

—¡Mira quién viene! —dijo Son, guiñándole el ojo a una muchacha alta y morena que avanzaba hacia la mesa.

—¿Quién es éste? —inquirió la muchacha, señalando a Jolson.

—Es nuevo en el suburbio —respondió Son.

—¿Bailamos? —le preguntó la muchacha a Jolson. Apoyó una mano cálida contra su mejilla—. ¿De dónde has venido, pichón?

—De Tarragon.

—Estupendo. Conozco todos los bailes de allí.

Jolson no los conocía. Y pasó un mal rato en la pista de baile en forma de corazón.

Ron Brewster no estaba en la mesa cuando terminó el baile.

—Voy a dar una vuelta por ahí —dijo la muchacha—. Hasta la vista, Will.

—Adiós —dijo Jolson, contemplando cómo se alejaba su pareja.

No tardó en presentarse Son.

—Amigos míos —dijo, señalando la plataforma.

Cuatro jóvenes de cabellos blancos estaban reemplazando al conjunto femenino que había actuado hasta entonces. Los muchachos eran todos altos y anchos de espaldas. Llevaban una especie de uniforme dorado y calzaban bofas blancas.

—Se llaman a sí mismos la Fundación Ford. La mayor parte del material que utilizan es mío: canciones de protesta.

«Hace dos semanas entré en una cafetería y pedí picadillo —cantó el cuarteto—. Y me dijeron que se les había terminado el picadillo. ¿Qué clase de espantoso universo es éste, para que puedan hablarle a un hombre de ese modo?»

Los oyentes aplaudieron. Pero una docena de ellos se pusieron en pie y se marcharon.

Después del segundo número de protesta, quedaron solamente dos venusinos en el Sprawling Eclectic. Y cuando se marcharon, Son inclinó su cabeza en dirección a la plataforma.

Los cuatro jóvenes dejaron caer sus instrumentos y saltaron al piso. Empuñaban unas relucientes navajas.

—Eres un farsante, Will —dijo Son—. Tripp me advirtió que andaba suelto un agente del CC. De modo que he estado pasando revista a todos los forasteros. Tú no tenías ni idea de cómo se jugaba a los zenits: cometí muchas pifias y no me llamaste la atención ni una sola vez. Mimí te dijo que lo que bailabais eran bailes de Tarragon, tu supuesto planeta natal. Pero no lo eran.

Jolson se encaramó de un salto al banco sobre el cual había estado sentado.

—¡Liquidadle! —gritó Son.

Jolson dio otro salto y subió a la plataforma. Agarró un contrabajo y lo lanzó contra el primero de los jóvenes que trató de atacarle.

—¡Liquidadle! —repitió Son, que no intervenía en la pelea.

Otro de los jóvenes avanzó con el brazo derecho extendido. Jolson soltó bruscamente su pierna derecha y golpeó la muñeca de su atacante con la punta del zapato. La navaja salió volando por los aires.

Sin darle tiempo para reponerse de la sorpresa, Jolson se lanzó contra su adversario y le propinó un terrorífico puñetazo en el estómago. El joven se dobló sobre sí mismo, aullando.

Los otros dos miembros del cuarteto avanzaron juntos, precedidos por sus navajas. Jolson dio un rápido salto de costado y golpeó a uno de ellos en el cuello con el filo de la mano. Trastabillando, el joven fue a chocar contra su compañero y los dos cayeron al suelo. Antes de que pudieran levantarse, Jolson les agarró por la pechera de sus blusas e hizo entrechocar sus cabezas.

Echándose los cabellos hacia atrás, Jolson se acercó a Son Brewster.

—Protesto —dijo Son—. Yo no lucho.

Jolson le echó un brazo alrededor del cuello.

—Cuéntame todo lo que sepas del Grupo A, Son.

—No sé nada.

Jolson aumentó la presión de su brazo.

—Vamos, habla.

—No te pongas tonto. Tienen a tu chica.

—¿Qué?

—Sí, a Jenniffer Hark. La sorprendimos husmeando por aquí.

—¿Dónde está.

—No lo sé.

—Dímelo.

—¡Ay! Va camino de la isla.

—¿Qué isla?

—Más allá de los cementerios. A trescientas millas de aquí. Donde guardan a los congelados. La isla.

—¿Quién la atrapó?

—No te pongas tonto, amigo. La congelaron hace más de una hora, y si embrollas las cosas se quedará así para siempre.

Jolson casi ahogó al muchacho Consiguió dominarse y aflojó la presión.

—¿Quién la llevó allí?

—Alguien del Grupo A. La transportan en una furgoneta. No permiten que los cruceros vuelen sobre los principales cementerios: cosas del turismo. Llegará allí a medianoche o a primeras horas de la mañana.

—¿Qué pintas tú en el asunto?

—Cuando los secuestradores se han hecho con la víctima, yo proporciono el transporte. Utilizamos algunos de los coches funerarios que funcionan fuera del suburbio. Y llevamos a los congelados a la isla.

—¿Quién está en la isla?

—No puedo decírtelo.

—Claro que puedes.

—¡Ay! —aulló Son—. Se llama Purviance. Maxwell Purviance. Y cree en la suprema Tierra.

—¿Qué pretende? ¿La paz?

—No lo sé. De veras que no lo sé.

Jolson dejó caer su mano libre sobre la nuca de Son y el muchacho perdió el sentido A continuación sacó un pequeño estuche de uno de sus bolsillos. Contenía una droga adormecedora. Jolson inyectó una dosis a cada uno de los jóvenes y les arrastró hasta una pequeña habitación situada detrás de la plataforma. Así dispondría de unas horas, antes de que pudieran dar la voz de alarma.

Media hora después se alejaba del suburbio en un autobús de los que efectuaban el recorrido de los cementerios.



Las lápidas parpadeaban, rojas, amarillas y verdes, más allá de las ventanillas del autobús. Éste era uno de los cementerios más opulentos, construido medio siglo antes, cuando estaban de moda los monumentos ecuestres. A cada uno de los lados de la oscura avenida se extendían hileras de figuras a caballo, esculpidas en mármol artificial de diversos colores.

La obesa mujer sentada junto a Jolson no cesaba de sollozar.

—¿Va a visitar la tumba de algún pariente cercano? —preguntó Jolson, en un intento de acallar aquellos sollozos.

—No. No conozco a nadie en todo el planeta.

—Como la he visto llorar...

—Me gustan mucho los caballos Y el ver tantos aquí me parte el corazón.

Delante de ellos, un hombre calvo volvió la cabeza.

—¿Van ustedes al Econ? —inquirió.

—No —dijo Jolson.

—Yo formo parte de la expedición Tres Semanas en Tres Planetas —dijo la mujer, secándose los enrojecidos ojos.

—Me llamo Lowenkopf —dijo el hombre. Las luces del exterior ponían reflejos verdes en su cabeza—. Tengo una tienda en Barafunda, y una vez al año vengo a Esperanza a visitar los cementerios. Este año hago químicos.

—¿Químicos? —preguntó Jolson, preguntándose si habría algún asiento libre más atrás.

—Estoy visitando tumbas de químicos famosos. El año pasado hice actores. Arranqué un trozo de la cripta de Hassebad. ¿Recuerda a Hassebad, llamado El Hombre De Las Orejas Resables? En mi juventud era el astro número uno de la TV.

—Yo vengo siempre por las flores —dijo la mujer—. Los caballos y las flores son lo que más me interesa en esta vida.

Un poco más allá de la Tumba del Comando Desconocido, el autobús se salió de la carretera. En un cul-de-sac entre dos cementerios había una rústica posada. Un parpadeante letrero luminoso indicaba que era el Motel del Sueño Eterno.

—Seis horas de descanso —anunció el conductor del autobús, que iba completamente vestido de negro.

Cuando Jolson pasó junto a él, le preguntó:

—¿No hay modo de continuar el viaje?

—El próximo autobús pasará poco antes del amanecer. Pero nosotros saldremos una hora después.

—No me sirve —dijo Jolson.

—Aquí se divertirá —dijo el conductor—. La taberna está abierta toda la noche.



Apoyado contra una pared de la taberna, lo más alejado posible de la vociferante multitud, Jolson bebió su cerveza negra. Desde hacía unos instantes estaba observando a un hombre que permanecía inclinado sobre el mostrador. El hombre en cuestión había llegado unos minutos antes, mencionando su camión lleno de flores estacionado en el exterior. Si no encontraba otro medio de transporte, Jolson se apoderaría del camión y se marcharía.

Alguien le dio unos golpecitos en el costado, Jolson se volvió hacia el grupo instalado en una mesa, a su derecha. Todos iban provistos de cámaras fotográficas y grabadoras.

—¿Sí?

Conservaba aún su forma de veinteañero, y aquí, lejos del suburbio, podían haber personas a las que no les gustara la juventud.

La mujer rubia que le había dado los golpecitos le dijo:

—¿Le importaría recoger ese rollo de película que ha rodado bajo sus pies, joven?

Jolson se inclinó y recuperó la película.

—¿Se dedican ustedes a las comunicaciones? —inquirió.

—Un poco más de respeto para sus mayores —dijo el más obeso de los tres hombres.

—A Bert no le gustan mucho los cementerios —dijo la mujer, sonriéndole a Jolson. Era una rubia de unos cuarenta años, pasablemente atractiva.

Un hombre delgado, embutido en un traje demasiado estrecho, dijo:

—No me importa decirle a usted quién soy. Me llamo Floyd Janeway —Levantó su vaso de cerveza y lo vació—. Y estoy aquí en misión especial. Una más de las que me han hecho universalmente conocido. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo la mujer—. Ahora cállate.

—Vete, muchacho —dijo el hombre obeso.

El tercer hombre era pecoso y zascandil. Pidió más cerveza, incluido un vaso para Jolson.

—Cierre el pico, Floyd. Toma una cerveza con nosotros, muchacho, y luego vete.

—¿A qué viene tanta diplomacia? —preguntó el obeso.

—Has oído hablar de mí, ¿verdad? —dijo Janeway, mientras se ocupaba de la cerveza que acababan de servirle.

—Desde luego —dijo Jolson—. Trabaja para los noticiarios de nueve planetas. ¿Anda usted detrás de algo importante?

—Más importante que Janeway Con Los Insugentes De Barafunda. Más importante que Janeway Explica El Fracaso Del Puerto De Tarragon. Más importante que Janeway Vive Un Mes Con Los Rebeldes Turméricos. Más importante que...

—Cállate, Floyd —dijo la rubia.

—Janeway Entrevista A Purviance. No has oído hablar todavía de él. ¿verdad? No tardará en ser un gran personaje.

El hombre obeso dijo:

—Vete, muchacho.

Janeway apuró su cerveza.

—Cambiemos de tema, Jerry. ¿Qué tal se te da el juego, muchacho?

—Bastante bien.

—Estupendo. ¿Jugáis todavía a los zenits los jóvenes de por aquí?

Jolson sonrió y dijo:

—Desde luego. ¿Me desafía, acaso?

Janeway se puso en pie.

—Vamos. Utilizaremos tarjetas postales de tumbas como zenits.

Mientras cruzaban la sala, Jolson preguntó:

—¿Cuándo va a celebrar su entrevista con Purviance?

—Mañana por la tarde. Iré solo, únicamente Janeway y su mente de oro. Saldremos de este agujero después de almorzar. He de confesar que mis horas matinales no son las más brillantes.

Jolson tropezó, se agarró a Janeway para no caer, alargó sus dedos y extrajo la carta de identidad del hombre del interior de su chaqueta.

—Lo siento —se disculpó—. He resbalado.

—Tendrás que mostrarte un poco más ágil si quieres ganarme a los zenits.

Cuando llevaban media hora jugando, el estuche de las drogas se le cayó de un bolsillo a Jolson y fue a parar a los pies de Janeway.

—Los jóvenes y sus experiencias alucinógenas... —sonrió Janeway.

Recogió el estuche de metal y se lo entregó a Jolson.

Jolson le ganó sesenta y tres dólares a Janeway. Se despidió de él, salió cautelosamente al patio y montó en el camión del turista. Tenía la carta de identificación de Janeway y las huellas dactilares de su mano derecha. Cuando enfiló la carretera que había de conducirle a la isla, era Floyd Janeway hasta la punta de los dedos.



El lago era una extensión lisa y azul. En su centro se erguía una pequeña isla, completamente verde. Había allí helechos, palmeras, retorcidas cepas, hermosas flores, todo límpido y claro a aquella hora tan temprana. En el centro de la isla había un edificio amarillo, con columnas y mármoles.

Unos cisnes blancos navegaban a través del lago. En un embarcadero veíase a un hombre sentado, envuelto en un recio chaquetón. Jolson se acercó a él.

—Supongo que es demasiado temprano —le dijo—, pero de todos modos dígale a Purviance que estoy aquí. Soy Floyd Janeway, el periodista.

El hombre se puso en pie lentamente.

—No se mueva de donde está —dijo—. Saque despacio su carta de identificación y échemela, mister. Le están apuntando tres lasers, de modo que no cometa ninguna imprudencia.

Jolson le tiró la carta de identificación. El hombre la revisó minuciosamente. Luego se acercó más a Jolson.

—Tiéndame el pulgar de su mano derecha, mister —dijo.

Comprobó la huella dactilar con la que figuraba en la carta de identificación y sacó un pequeño transmisor de su bolsillo de su chaquetón.

—Envíen un crucero. Todo en regla.

Del edificio amarillo se elevó un crucero escarlata. Unos instantes después se detenía encima de Jolson.

La mecedora estaba llena de águilas. Talladas en la madera, se enlazaban y entrecruzaban, negras, con las alas extendidas. El hombre que la ocupaba llevaba una especie de pullover, pantalones de tela caqui y un sombrero de ala ancha, de paja. Era un individuo robusto, de ojos penetrantes y voluntarioso mentón.

—¿Me equivoco al suponer que no ha nacido usted en la Tierra? —dijo.

Jolson se removió en el sillón que ocupaba delante de Maxwell Purviance. Janeway había nacido en Barnum.

—No —respondió.

—Mi olfato nunca me engaña —dijo Purviance, distendiendo una vez más sus fosas nasales.

—Tal vez huele usted el gato muerto que hay debajo de su mecedora —sugirió Jolson, señalando el animal con el pie.

—No, es un gato recién muerto —dijo Purviance—. Los utilizo para probar mis comidas. Al parecer, mi desayuno estaba envenenado. El envenenamiento personal organizado. En el depósito del agua, por ejemplo, hay diecinueve venenos independientes. Diez son venenos mortales, cinco inducen a adoptar un sistema de vida decente, y cuatro persuaden para votar a candidatos con un historial socialista. Los venenos mortales liquidan a los que salen de la línea. Yo nunca bebo agua.

—¿Qué bebe, entonces?

Purviance señaló un jarro que reposaba sobre la mesa más próxima.

—Applejack. Una antigua bebida de la Tierra. No como ni bebo alimentos universales. Mr. Janeway. Únicamente alimentos de la Tierra. Habrá observado que le he llamado mister con respeto, a pesar de que se desprende de usted un aura de los planetas exteriores. En mis archivos tengo clasificados todos los planetas, así como los olores de sus habitantes. Naturalmente, los planetas del sistema terráqueo tienen una fragancia más agradable.

—¿Cuáles son sus planes para el resto del universo, Mr. Purviance? —inquirió Jolson.

—¿Antes o después de apoderarme de ellos?

—Para antes, en primer lugar.

Purviance sacó un tallo de hierba del bolsillo de pecho de su camisa y empezó a masticarlo lentamente.

—Verá, los universos tienen que ser gobernados desde la Tierra. Debido a un desdichado retraso intelectual de 20.000 años, la Tierra se vio superada por otros sistemas planetarios. Mi tarea consiste simplemente en apoderarme de todos los planetas y gobernarlos desde la Tierra. Creo en un fuerte poder central terráqueo, Mr. Janeway, así como en los derechos de la Tierra.

—Yo tenía la idea de que era usted una especie de pacifista —dijo Jolson—, un hombre que pretendía terminar con las guerras.

—Estoy interesado en terminar con las guerras que yo no he iniciado, desde luego —dijo Purviance—. Le diré una cosa en plan particular, Mr. Janeway. Estoy reclutando un grupo muy numeroso de consejeros militares.

—¿Cuántas personas viven aquí con usted?

Purviance se encogió de hombros.

—Me bebería un vaso de limonada —dijo—, pero no tengo a nadie para probarla. No creo que usted...

Jolson dijo:

—No. Hábleme de esos consejeros militares.

—Sí —dijo Purviance—. Los tengo aquí. Conservados en hielo.

—¿Congelados?

—Desde luego. Heredé este refrigerador de mi padre. Éste es un lugar seguro y tranquilo.

—¿Podríamos echarle una ojeada? —inquirió Jolson.

—No hay inconveniente en que vea las partes sin clasificar —respondió Purviance, poniéndose en pie—. Pero recuerde que se encuentra usted bajo vigilancia continua. En peligro de quedar desintegrado si hace un falso movimiento.

—¿Cuántos miembros del Grupo A hay aquí?

Purviance avanzó hacia la puerta.

—Ése es un dato reservado, Mr. Janeway. Sólo puedo decirle esto: muchos.

Salió al frío pasillo y Jolson le siguió.



La sala de almacenaje era fría y pastoril. Purviance explicó:

—El decorado de las paredes fue idea de mi padre. Exceptuando los dibujos, todas las salas son muy parecidas. Ésta es la Sala Pastoril: pastores, campos y ovejas. Tenemos una sala desértica, y dos salas selváticas. Escenas famosas de la historia de la Tierra, celebridades, y una de animales peludos.

—¿Por qué?

—Le gustaban a mi padre, supongo. Nunca me lo dijo.

Jolson estudió atentamente la sala.

—¿Dónde están los individuos que nos apuntan con sus armas?

—¡Oh! No puede usted verles. Están bien ocultos.

Súbitamente, Jolson alargó el brazo derecho y agarró a Purviance por el cuello. El ataque fue tan imprevisto, que cuando Purviance quiso reaccionar se encontró sólidamente sujeto por el musculoso brazo de Jolson. Éste, sin soltar su presa, retrocedió hasta apoyar su espalda contra la pared, de modo que Purviance le sirviera de escudo.

—Quiero a la muchacha, Jennifer Hark, y a los hombres del Departamento de Guerra. Ordene que los deshielen y que los traigan aquí, o apretaré el brazo hasta ahogarle.

—Para ser un periodista, utiliza usted unos métodos muy raros, Mr. Janeway —dijo Purviance—. Suélteme inmediatamente, o le desintegrarán a usted.

—Y usted me acompañará.

—Eso está por ver.

Jolson contrajo su brazo.

—Vamos. La muchacha y los otros. Dígales a sus hombres que entren aquí y suelten sus armas.

—¿Todos mis hombres?

—Podemos empezar con los que están detrás de esta pared.

—¿Quién es usted? ¿EOP, CC?

Jolson aumentó la presión.

—¡Vamos!

—Puedo dejar que nos pulvericen a los dos.

—Tiene usted demasiado miedo a la muerte.

Purviance tosió.

—Tal vez deba explicarle algo.

—Dé las órdenes. Aprisa.

—Entre, Rackstraw.

Un trozo de la pared se deslizó a un lado y apareció el hombre del chaquetón, empuñando un rifle desintegrador.

—Tyler se está bañando —dijo.

—¿Quién es Tyler? —preguntó Jolson.

—El piloto del crucero —dijo Purviance, tratando de inclinar su barbilla—. Es mi otro hombre.

—¿Su otro hombre?

—Exacto. Aquí sólo estamos Rackstraw, Tyler, yo y Mrs. Nash, que se encarga de preparar las comidas y de los trabajos caseros.

—No trate de engañarme, Purviance. El Grupo A no está formado por cuatro personas.

—No. Tenemos un número considerable de adeptos. Pero no viven aquí. No dispongo aún del dinero suficiente para mantener a un ejército en pie, eso ya llegará. Cuando tenga mi máquina de guerra a punto, dispondré de millares de soldados.

—¿Cuánto tardará en conseguirlo?

—El tiempo no importa.

—Usted no es un pacifista —dijo Jolson—. No es más que un pobre iluso.

—No voy a molestarme en discutir con usted. Además, no se puede razonar sobre un tema de importancia capital cuando le están estrangulando a uno.

—Rackstraw —ordenó Jolson— entrégueme ese rifle y vaya a reanimar a los prisioneros.

Rackstraw obedeció.

—Tardará una hora —dijo Purviance—. ¿No podríamos ir a sentarnos en las mecedoras?

Jolson empujó a Purviance con el cañón del rifle.

—Siéntese en el suelo. Esperaremos aquí.

Purviance se sentó.



La arena era fina y blanca, el océano una balsa verde. Jennifer Hark apoyó sus manos en sus estrechas caderas.

—¿Se da cuenta? Aquí no se ven cementerios, ciudades y ni siquiera personas.

Jolson echó a andar, descalzo, hasta la orilla del agua.

—Ese maldito Purviance... —dijo.

—Ya no podrá hacer daño a nadie —dijo la muchacha, muy cerca de él—. El Grupo A está desintegrado.

Jolson frunció los párpados, bañados por el sol.

—Yo esperaba que dispusiera realmente de un medio para terminar con las guerras. Creía que lo que pretendía era eso.

—No ocurrirá una cosa así —dijo Jennifer—. Probablemente nunca.

—No era más que otro iluso —dijo Jolson.

—Le agradezco mucho que me salvara —dijo Jennifer—. Y le agradezco que haya decidido quedarse unos días en Esperanza, permitiendo que le enseñe algunas cosas de por aquí.

—Mientras el Jefe Mickens no encuentre inconvenientes...

—Y —dijo la muchacha, cogiendo su mano— me alegro de que sea usted Ben Jolson.

—¿Qué?

—Me refiero a su aspecto. Porque ahora es usted mismo, ¿no?

Jolson alzó una mano hacia el rostro de Jennifer.

—Supongo que sí —dijo.

martes, 10 de marzo de 2009

VALIENTE PARA SER REY -- POUL ANDERSON




VALIENTE PARA SER REY


2ª parte de Guardianes del tiempo


POUL ANDERSON





1




Una noche de mediados del siglo XX, en Nueva York, Manse Everard se había puesto un raído traje de casa y estaba preparando unas bebidas. El timbre de la puerta le interrumpió. Lanzó un juramento. Lo que él quería ahora - después de varios días de fatigoso trabajo - no era compañía, sino seguir leyendo las antiguas narraciones del doctor Watson.

Bueno; quizá pudiera dominar aquel mal humor. Cruzó la estancia y abrió la puerta con expresión hosca.

- ¡Hola! - saludó fríamente.

Pero en el acto se sintió como si estuviera a bordo de una primitiva nave espacial que acabara de entrar en caída libre; ingrávido y desesperanzado bajo el brillo de las estrellas.

- ¡Oh! - exclamó -. No sabía... Entre.

Cynthia Denison se detuvo un momento, mirando al bar, por encima del hombro varonil. Había colgadas dos lanzas cruzadas y un yelmo con crines de caballo, pertenecientes a la Edad Aquea del Bronce. Eran oscuros y brillantes; increíblemente bellos. Trató de hablar con firmeza, pero no pudo.

- ¿Me puede dar un trago? ¿En seguida?

- ¡Claro que sí! - repuso él.

Apretó fuertemente los labios y le ayudó a quitarse el abrigo. Ella cerró la puerta y se sentó sobre una cama sueca, tan limpia y funcional como las armas homéricas. Sus manos revolvieron en el bolso, buscando cigarrillos. Durante unos minutos no cruzaron sus miradas.

- ¿Bebe aún whisky irlandés con hielo? - interrogó él.

Sus palabras parecieron venir de lejos y su cuerpo se movió, desmañado, entre vasos y botellas, olvidando cómo lo había adiestrado la Patrulla del Tiempo.

Sí - respondió ella -. Veo que recuerda.

Y su encendedor sonó; inesperadamente ruidoso en la estancia.

- Solo falto de aquí unos pocos meses - comentó él, a falta de otro tema -. Un tiempo entrópico, intangible; justamente veinticuatro horas por día.

Ella espiró una nube de humo de su cigarrillo y le miró.

- Para mí no ha sido mucho más. Yo he estado ausente casi de continuo desde mi boda. Ocho meses y medio de mi vida personal y biológica desde que Keith y yo... Pero ¿y tú, Everard? ¿Cuánto has estado viajando, en cuántas épocas y lugares diferentes, desde que fuiste nuestro padrino?

La voz de ella siempre fue alta y aguda. Era el solo defecto que Everard encontraba en ella, a menos de considerar como tal su exigua estatura - poco más de metro y medio -. Nunca solía poner mucha expresión en sus palabras. Pero se podía comprender que ahora estaba conteniendo el llanto. Le acercó la bebida.

- ¡Fuera preocupaciones!... ¡Todas! - le intimó. Ella obedeció con voz un tanto estrangulada.

Everard le volvió a llenar el vaso y completó el suyo propio. Luego, acercando una silla, sacó una pipa y tabaco de las profundidades de su apolillada chaqueta. Las manos le temblaron, pero tan levemente, que ella no pudo notarlo.

Había sido prudente, por parte de Cynthia, no decir en seguida las noticias que llevase; Ambos necesitaban tiempo para recobrar su propio control.

Se atrevió a mirarla a la cara. No había cambiado. Su cuerpo era casi perfecto, de una delicadeza que el vestido negro hacía resaltar. Los cabellos, dorados como el sol, caían sobre sus hombros; 105 ojos eran azules e inmensos, bajo las arqueadas cejas; los labios, como siempre, estaban un poco entreabiertos. No llevaba bastante pintura para que él estuviera seguro de sí había llorado o no: pero en aquel momento parecía próxima a ello.

Everard se abstrajo en la tarea de llenar la pipa. Por fin habló:

- Bueno, Cyn. ¿Me lo cuentas todo?...

Ella se estremeció y, luego, dijo:

- Keith... ha desaparecido.

- ¿Eh?.. .- y Everard se sentó de golpe -. ¿En una misión?

- Si. ¿Cómo, si no? Ha sido en el antiguo Irán. Fue allá y nunca volvió. Ocurrió hace una semana.

Dejó el vaso en la cama y se retorció los dedos. Luego añadió:

- La Patrulla lo buscó, desde luego. Hoy supe los resultados. No pueden encontrarlo. Ni siquiera aciertan a descubrir lo que le ha ocurrido.

- Judas... - murmuró Everard.

- Keith siempre, siempre le creyó a usted su mejor amigo. No puede figurarse cuán a menudo hablaba de usted. Sinceramente, sé que le hemos tenido abandonado, pero usted nunca parecía estar en casa, y...

- ¡Claro! - le animó él -. ¿Cree que soy tan pueril? Estuve ocupado. Y, además, ustedes acababan de casarse...


* * *


«Después de haberlos yo presentado mutuamente, aquella noche, junto al Mauna Loa, bajo la luna. La Patrulla del Tiempo no se puede meter en esas cosas. Una jovencita como Cynthia Cunningbam, un simple peón recién salido de la academia y destinado en su propio siglo, es libre de tratar a un veterano, como yo, por ejemplo, tan a menudo como ambos deseen, fuera del tiempo de servicio. No hay razón que le impida usar sus aptitudes para disfrazarse y llevar a una chica a bailar en la Viena de Strauss, o al teatro en el Londres de Shakespeare, o a visitar pequeños bares como el de Tom Lebrer, en Nueva York, o a jugar al tejo, o a esquiar sobre las aguas, en Hawai, mil años antes que llegaran allá las primeras canoas. Y un miembro de la Patrulla es, así mismo, libre de reunirse con ambos. Y de casarse después con la muchacha. »

Everard hizo humear su pipa. Luego, con la cara oculta por el humo, sugirió:

- Empecemos por el principio. He perdido el contacto con ustedes durante dos o tres años. Por eso no estoy muy enterado del trabajo actual de Keith.

- ¡Si nunca pasó usted sus vacaciones en esta época! Nosotros queríamos que viniera a visitamos.

- ¡Perdón! Yo podía haberlo hecho si hubiera querido.

La ingenua cara de Cynthia palideció como si hubiera recibido una bofetada. El rectificó, arrepentido:

- Lo siento; yo quería ir, desde luego; pero nosotros, agentes libres, estamos siempre extremadamente ocupados, saltando de acá para allá como mosquitos en una parrilla. ¡Diablos! Usted me conoce, Cyntbia; carezco de tacto, pero eso no significa nada. Soy responsable de la leyenda griega sobre una quimera, en la Grecia clásica. Me llamaban el «dilaiépodo», curioso monstruo con dos pies izquierdos, ambos en la boca.

Ella hizo un mohín con los labios y recogió el cigarrillo del cenicero.

- Aunque aún soy una estudiante de Ingeniería, estoy en estrecho contacto con todas las otras profesiones, incluso con el Cuartel general. Por ello sé exactamente lo que han hecho por Keitb..., y no es bastante. Se disponen a abandonarlo. ¡Manse, si usted no quiere ayudarle, Keith puede darse por muerto!

Se detuvo, anhelante. Everard no respondió inmediatamente; ambos tenían necesidad de recobrar la calma, en un instante cruzó por su mente la carrera de Keith Dennison.

Nació en Cambridge (Massachusetts) en 1927, de una familia acomodada. Se doctoró en Filosofía y Arqueología, con una notable tesis; había conseguido 4 campeonato escolar de boxeo y cruzado el Atlántico en una embarcación de treinta pies. Combatiente en Corea, en 1950, se batió con tal bravura que habría conquistado la fama si se hubiera tratado de otra guerra más popular. Y había que conocerle íntimamente de larga para conseguir que contara todo aquello. Hablaba con humorismo de temas generales mientras no tenía trabajo que hacer, y cuando se lo daban, lo hacía sin alardes innecesarios.

«De seguro - pensó Everard - que el mejor de los dos conquisté a la chica. Keith también podría haberse hecho agente libre, de haberlo querido. Pero tenía aquí raíces, y yo no. Era más estable, supongo. »

Licenciado al fin, en 1952, lo contrató y adiestró la Patrulla. Había aceptado la realidad de los viajes intertemporales antes que otros muchos, pues su mente era ágil y, al fin y al cabo, era arqueólogo. Una vez adiestrado, descubrió que, por fortuna, sus propios fines coincidían con los de la Patrulla, y se especializó en Oriente y Protohistoria Indoeuropea, llegando a ser, en todo, un hombre más importante que Everard.

El agente libre podía corretear tiempo arriba o tiempo abajo, por los recovecos del destino, socorriendo a los desventurados, arrestando a los delincuentes y guardando el orden en la combinación de los destinos del Universo; pero ¿cómo podía saber lo que estaba haciendo en realidad sin una referencia? En Edades anteriores a los primeros jeroglíficos había habido guerras y expediciones, descubrimientos y hazañas, cuyas consecuencias afectaban a la totalidad del continuo espacio-tiempo. La Patrulla tenía que conocer todo aquello. Y esta era la tarea del especialista.

«Por encima de todo, Keith era amigo mío», pensó Everard. Y apartando la pipa de los labios, dijo:

- Bien, Cynthia; cuénteme lo sucedido.


2


La vocecilla sonaba ahora casi secamente; tanto era lo que la muchacha se dominaba.

- Había estado siguiendo la pista de las migraciones de los diversos clanes arios. Ya sabe que son muy oscuras. Hay que partir de un punto conocido de la Historia y trabajar hacia atrás. Para seguir esta última tarea, Keith tenía que ir al Irán en el año 558 antes de Jesucristo. Era cerca del fin del período medo, según me confié. Tenía que investigar entre la gente, conocer sus peculiares tradiciones, comprobarlas luego con las de otro más primitivo, etcétera. Pero usted debe de saber ya esto, Manse. Usted le ayudó una vez antes que nos conociéramos. El me lo contó.

- ¡Ah, sí! Solo le acompañaba en caso de dificultad - aclaró, en tono indiferente, Everard -. Estaba estudiando la emigración prehistórica de cierto grupo, desde el Don a las montañas del HinduKusch. Dijimos a sus jefes que éramos cazadores nómadas, les pedimos hospitalidad y acompañamos a la expedición varias semanas. Fue divertido. Recordaba estepas, inmensos firmamentos, un vertiginoso galopar tras los antílopes, una fiesta ante las hogueras del campamento y a una muchacha cuyo cabello tenía el olor dulciamargo del humo de leña. Durante un tiempo deseé haber vivido y muerto como uno de los hombres de aquella tribu.

Keith volvió solo aquella vez. Hay siempre muy poca gente de su especialidad en la Patrulla. ¡Son tantos miles de años a vigilar y tan pocas las vidas humanas dedicadas a ello! Ya había ido solo antes.

Yo siempre tuve miedo a dejarlo ir, pero él decía que... vestido como un pastor errante, sin nada que mereciera la pena de exponerse a un robo, estaría aún más seguro en las colinas iranianas que cruzando por Broadway. Pero ¡esta vez no lo estuvo!

- Ya comprendo - dijo rápidamente Everard -. El partió - ¿hace una semana, dice usted? - creyendo que lograría su informe, lo remitiría a su oficina de control y estaría aquí de vuelta el mismo día. Porque solo un tonto rematado dejaría consumirse su vida sin volver al lado de usted.

- Yo me apuré en seguida - comentó ella encendiendo otro pitillo en la colilla del anterior -. Me dirigí al jefe para preguntar por él. Le estoy agradecida porque se ocupé personalmente del asunto durante una semana, hasta hoy. La respuesta fue que Keith no había vuelto. La casa que centraliza los informes dice que nunca les llegó e1 de Keith. Comprobamos los registros de los cuarteles generales intermedios. Respondieron que... Keith no volvió jamás y que nunca se hallaron sus huellas.

Everard asintió, preocupado.

- Entonces - opinó - se ordenaría una búsqueda y el Cuartel General Principal tendría el informe.

Tiempo mudable aquel, hecho de un montón de paradojas, reflexionó por milésima vez. En el caso de un hombre perdido, no se obligaba a otro a buscarle si, en algún registro cualquiera, había un informe en que se afirmaba haberlo hecho ya. Pero ¿cómo, sino insistiendo en la búsqueda, se tenían probabilidades de hallarlo? Era posible retroceder, y así cambiar los hechos de tal modo que acabasen por encontrarle; pero, en ese caso, el informe que se archivaba recogía «siempre» solo el éxito, y únicamente los interesados conocían la primitiva verdad.

Todo podía resultar tan confuso, que no era sorprendente el que la Patrulla fuese minuciosa hasta en los pequeños detalles que no influían en la estructura general del hecho.

- Nuestra oficina notificó a sus agentes en el mundo del Antiguo Irán, y ellos enviaron una expedición investigadora - supuso Everard -. Como no conocían el sitio preciso en que desapareció Keith ni en el que ocultó su vehículo, no pudieron dar las coordenadas precisas.

Cynthia asintió.

- Pero lo que no puedo entender - prosiguió Everard - es por qué no encontraron la máquina después. Sea lo que quiera que aconteciese a Keith, al aparato debió de quedar por aquellos contornos, en alguna cueva o cosa así. La Patrulla tiene aparatos detectores que debían haber podido localizar el saltador, por lo menos, y entonces trabajar partiendo de allí hacia atrás y hallar a Keith.

Ella chupó el cigarrillo con tal violencia que se le contrajeron las mejillas, y replicó:

- Ya lo intentaron. Pero dicen que es una comarca salvaje, montañosa, difícil de explorar. Nada dio resultado. No encontraron sus huellas. Pudieron haberlo conseguido buscando de muy cerca, haciendo la labor kilómetro a kilómetro y hora por hora. Pero no se atrevieron. Aquel ambiente es peligroso. Gordon me enseñó el análisis. No pude comprender todos aquellos símbolos, pero me dijo que era un siglo muy peligroso para husmear en él.

Everard cerró su ancha mano sobre la cazoleta de la pipa. Su calor era reconfortante. A él, las eras peligrosas le inspiraban pavor.

- Ya entiendo - explicó -. No pueden buscar tan completamente como debieran porque ello debilitaría a los jefes locales y determinaría que obrasen desacordes cuando llegara la gran crisis. Pero, y si se hacen investigaciones locales, disfrazados entre la gente?

Varios expertos patrulleros lo han hecho; lo hicieron durante semanas. Pero los indígenas no les facilitaron nunca el menor indicio. Aquellas tribus son muy salvajes y desconfiadas; quizá temieron que nuestros agentes fuesen espías del rey de Media; y comprendo que no quisieran aquel régimen. No; la Patrulla no pudo hallar ni una huella. Y, de todos modos, no hay razón para pensar que aquello afectase en nada al registro. Creen que Keith fue asesinado y que su lanzadora se perdió. ¿Y qué diferencia - y, al decirlo, Cynthia se puso en pie de un salto -, qué diferencia marca un cadáver más en un sumidero como ese?

Everard se levantó también; ella se echó en sus brazos y él permitió que se desahogara. Por su parte, nunca creyó que hubiera mal en ello. Apenas había conseguido olvidarla algo, pero ahora vino a sus brazos y tendría que empezar a olvidarla de nuevo.

- ¿No pueden volver a registrar localmente? ¿No podrán retroceder una semana y advertirle que no vaya por allí? ¿Es eso mucho pedir? ¿Qué clase de monstruos produce su ley?

- Los hombres normales la hicieron. Si uno de nosotros - respondió Everard - volviera la espalda a su pasado, pronto estaríamos todos tan confundidos que ninguno de nosotros tendría una existencia real.

- Pero en un millón de años debe existir alguna excepción.

Everard no respondió. Sabia que existían, pero también que el caso de Keith Dennison no sería una de ellas. La Patrulla no estaba compuesta por santos, pero su gente no se atrevería a violar sus propias leyes para fines particulares. Soportaban sus pérdidas como cualquier agrupación, alzaban los vasos en honor a sus muertos y nadie retrocedía en el tiempo para estudiar cómo habían vivido.

Cynthia se separó de él, volvió a su bebida y la alejó de sí. Los rubios rizos revoloteaban en su cabeza cuando dijo, sacando un pañuelo que se llevó a los ojos:

- Lo siento, no quería criticar.

- Bien - repuso él.

Ella, mirando al suelo, sugirió:

- Podría usted intentar ayudarle, Everard. Los agentes regulares lo han dejado, pero usted podría probar.

Aquella era una apelación sin escape.

- Sí, podría - repuso -. Pero tal vez no triunfe. Los informes que se tienen demuestran que, de intentarlo, fracasaría. Y cualquier alteración del espacio-tiempo es censurada; aun siendo tan trivial como esta.

- Para Keith no ha sido trivial.

- Cynthia, es usted una de las pocas mujeres que se expresan así. La mayoría hubieran dicho: «No ha sido trivial para mí.»

Los ojos de ella captaron la mirada de él, y por un instante Cynthia quedó inmóvil. Luego susurré:

- Lo siento, Manse; no me daba cuenta. Creía que todo habría pasado, para ti, con el tiempo; que me habrías...

- ¿De qué estás hablando?.. - se defendió él.

- ¿No podrían hacer algo por ti los psicólogos de la Patrulla? - preguntó -. Quiero decir que así como nos acondicionan para no revelar a persona no autorizada lo de los viajes a través del tiempo, podrían, así mismo..., transformar a un individuo para...

- ¡Deja eso! - cortó rudamente Everard.

Por un rato mordisqueó la pipa. Al fin, exclamó:

- Bien. Tengo una o dos ideas propias, que no se han ensayado. Si de algún modo se puede rescatar a Keith, le tendrás aquí antes de mañana a mediodía.

- ¿Podrías transportarme ahora en tu saltador a ese momento, Manse?

Ella empezaba a temblar.

- Si - repuso él -, pero no quiero. Suceda lo que suceda, necesitarás estar descansada mañana. Te llevaré ahora a tu casa y te haré tomar un soporífero. Luego, volveré aquí a reflexionar sobre la situación. Vaya, no tiembles. Ya te dije que tenía que pensar.

- ¡Manse! - exclamó ella estrechándole la mano. Y él concibió una súbita esperanza, por la que se maldijo.




3






A fines del año 542 antes de Jesucristo, un hombre solitario bajaba de las montañas y entraba en el valle del Kur. Cabalgaba sobre un hermoso caballo castaño, aún más grande que la mayor parte de los de las tropas de caballería y que en cualquier lugar hubiera incitado al robo; pero el Gran Rey había impuesto el orden de tal manera en sus dominios, que podía afirmarse que una doncella cargada con un saco de oro podía viajar a salvo por toda la Persia. Tal era la razón de que Manse Everard hubiera escogido tal época para su salto en el tiempo; dieciséis años después que Dennison fuera destinado allí.

Otro motivo era el llegar mucho después de haberse calmado cualquier perturbación que el viajero en el tiempo hubiera, hipotéticamente, producido y por cuya causa hubiera muerto. Fuese cualquiera la verdad sobre el destino de Keith, era mejor aproximarse a ella indirectamente, ya que los métodos directos habían fallado.

Por último, según los informes de la Oficina del Medio Ambiente Aqueménide, parecía que el otoño del año 542 era la: primera época relativamente tranquila después de la desaparición. Los años de 558 a 553 habían sido aquellos turbulentos en que el rey persa de Anshan, Kuru-sh (aquel a quien el futuro llamaría Kaikhosru y Ciro), estuvo reñido con su señor Astiajes, rey de Media. Luego vinieron tres años en que la rebelión de Ciro y la guerra civil asolaron el Imperio, y los persas, por último, sometieron a sus vecinos del Norte. Pero Ciro, apenas victorioso, hubo de hacer frente a las contrarrevueltas y a las incursiones de los turanios tardó cuatro años en eliminar aquellos trastornos y extender sus dominios hacia el Este. Ello alarmó a los monarcas, sus colegas; y Egipto, Babilonia, Lidia y Esparta se coligaron para destruirle con el rey Creso, de Lidia, realizando una invasión en el 546. Lidia fue derrotada y anexionada, pero volvió a rebelarse y hubo de ser derrotada de nuevo; las turbulentas colonias griegas de Jonia, Caria y Licia tuvieron que ser pacificadas, y mientras sus generales hacían todo esto en el Oeste, el propio Ciro hubo de combatir en el Este para rechazar a los salvajes jinetes, que de otro modo habrían incendiado sus ciudades.

Ahora había un período de calma. Cilicia se rendiría sin lucha, viendo que las otras conquistas persas eran gobernadas con tal humanidad y tolerancia para las costumbres locales como el mundo no había visto jamás. Ciro dejó a sus nobles el cuidado de las fronteras y se dedicó a consolidar lo conquistado.

Hasta el año 539 no se reanudó la guerra con Babilonia ni se adquirió Mesopotamia, y, luego, Ciro tuvo otra época de paz, hasta que los salvajes de más allá del Aral se fortalecieron y el rey hubo de luchar contra ellos para destruirlos.

Manse Everard entró en Pasargadae con un florecimiento de esperanza. Y no porque la época en que entonces voluntariamente vivía indujese a tan floridas metáforas. Cabalgaba despacio, atravesando kilómetros y kilómetros, viendo a los campesinos armados de guadañas inclinarse cargando viejas carretas tiradas por bueyes, mientras el estiércol humeaba en los barbechos. Harapientos chiquillos se chupaban los dedos a la puerta de chozas de barro sin ventanas, y lo miraban pasar.

Un pollo escarbaba acá y allá, en la carretera, hasta que el veloz mensajero real, que le había alarmado, pasaba y lo mataba. Un escuadrón de lanceros pintorescamente ataviados con pantalones bombachos, armaduras escamosas, yelmos apuntados o empenachados y capas rayadas de alegres colores, galopaban junto a él, también polvorientos, sudorosos y cambiando entre sí sucios chistes. Los aristócratas poseían grandes casas con muros de adobe y hermosísimos jardines, pero eran pocas las que una economía como aquella podía sostener. Pasargadae era, casi en su totalidad, una ciudad oriental, con calles retorcidas y fangosas, formadas por cabañas a cuya puerta se veían grasientas tocas y manchados trajes; chillones mercaderes en los bazares, mendigos exhibiendo sus llagas, comerciantes que conducían filas de astrosos camellos y sobrecargados burros, perros husmeando en montones de basura, música tabernaria que recordaba los maullidos de un gato en una lavadora, hombres que remolineaban los brazos y vomitaban maldiciones... ¿Qué había empujado a toda aquella chusma hacia el inescrutable Oriente?

- ¡Limosna, señor! ¡Limosna por el amor de la Luz! ¡Limosna, y Mithra le sonreirá!

- ¡Fíjese, señor! ¡Juro por la barba de mi padre que nunca hubo labor más hermosa, producto de una mano más hábil, que esta brida que le ofrezco a usted, el más afortunado de los hombres, por la ridícula suma de...

- ¡Por aquí, mi amo; por aquí, solo cuatro casas más abajo, el más hermoso mesón de toda Persia, digo poco, de todo el mundo. Nuestros jergones están rellenos de pluma de cisne; mi padre sirve un vino que gustaría a un Devi, mi madre guisa un pilau cuya fama se extiende hasta los confines de la Tierra y mis hermanas son tres lunas de delicia, que usted puede obtener solamente por una simple...

Everard ignoró los infantiles corredores que clamoreaban a su lado. Uno de ellos le agarró de un tobillo; él, jurando, le asestó un golpe, y el chiquillo gimió sin reparo. Everard esperaba eludir la permanencia en una posada; los persas eran más limpios que la mayoría de la gente en esa época, pero aún habría allí bastantes insectos.

Trató de sobreponerse.

De ordinario, un patrullero siempre tenía un as en la manga, en forma de una pistola tronadora del siglo XXX, bajo la chaqueta, y una diminuta radioemisora para llamar a su lado al saltador antigravitatorio que tripulaba. Everard vestía un traje griego: túnica, sandalias y larga capa de lana; espada al cinto, casco y escudo, este colgado de la grupa del caballo..., y eso era todo; únicamente el acero resultaba anacrónico.

No podía recurrir a ninguna oficina local de los suyos, en caso de dificultad, pues aquella época de transición, relativamente pobre y turbulenta, no atraía la atención de los temporales; la unidad patrullera más próxima, el Cuartel General de aquel medio ambiente, estaba en Persépolis, a un siglo de distancia en el futuro.

Las calles se iban ensanchando según avanzaba; los bazares iban escaseando y las casas aumentando de tamaño. Se podían ver ciruelos, cuyas ramas asomaban sobre las tapias. Por fin, entró en una plaza cuadrada formada por cuatro casas. Había allí unos guardias, ligeramente armados y en cuclillas, pues aún no se había discurrido la posición «en su lugar, descanso». Pero se levantaron y empuñaron cautamente sus armas cuando Everard se aproximé. Este podía simplemente haber cruzado la plaza, pero cambió su rumbo y llamó a uno que parecía el capitán.

- ¡Saludos - señor! ¡Que te ilumine un sol brillante!

La lengua persa, que había aprendido en una hora, bajo la hipnosis, fluía sin dificultad de sus labios.

- Busco hospitalidad en casa de algún grande hombre que guste de escuchar mis pobres relatos de viajero por tierras extrañas.

- ¡Ojalá vivas mil años! - repuso el guardia.

Everard recordó que no debía darle propina; aquellos persas, del mismo clan de Ciro, eran gente orgullosa y brava: cazadores, pastores y guerreros. Todos hablaban con la digna cortesía que fue común a su tipo a través de la Historia.

- Yo sirvo a Creso, el lidio, servidor del Gran Rey. El no rehusará su techo a un...

- Peregrino de Atenas - aclaró Everard.

Aquella procedencia podía explicar su ancha contextura, ágil complexión y corto cabello.

Se había visto forzado a dar a su barbilla una apariencia vandickiana. Herodoto no era el primer griego trotamundos, y, por ello, un ateniense no tenía por qué ser excesivamente exagerado. Al mismo tiempo, medio siglo antes de Maratón, los europeos eran aún lo bastante raros aquí para excitar el interés.

Se llamó a un esclavo para que avisara al mayordomo, quien, a su vez, envió a otro esclavo. Este invitó al extranjero a trasponer la verja. El jardín al que daba acceso era todo lo fresco y verde que cabía desear; no había miedo de que robasen ninguna de sus pertenencias bajo aquel techo. La comida y bebida serían buenas y, en fin, el propio Creso recibiría al huésped. «Estamos de suerte», se dijo Everard, y aceptó un baño caliente, aceites fragantes, vestidos frescos, dátiles y vino que trajeron a su habitación, amueblada austeramente: un jergón y un grato panorama. Solo echó de menos un cigarrillo...

Seguro que si Keith había, irremediablemente, muerto...

- ¡ Diablos y ranas purpúreas! - musitó Everard -. Es peor pensar en ello.


4


Después del crepúsculo, hizo frío. Se encendieron las lámparas con mucha ceremonia (el fuego era sagrado) y se avivaron los braseros. Un esclavo se postró para anunciar que el señor estaba servido. Everard le acompañéóa través de un largo corredor donde vigorosas pinturas murales reproducían el Sol y el Toro de Mithra, y pasando al lado de dos lanceros entraron en un pequeño cuarto, brillantemente iluminado, con olor a incienso y profusión de alfombras. Había preparados dos lechos a la manera helénica junto a una mesa, cubierta de manjares nada griegos, en platos de metales preciosos; esclavos camareros aguardaban al fondo y armoniosa música china salía a través de una puerta interior.

Creso, de Lidia, hizo un gracioso movimiento de cabeza. Antaño había sido hermoso; sus rasgos eran regulares, pero parecía haber envejecido mucho desde pocos años antes, cuando su poder y riqueza eran proverbiales. Tenía grises la barba y el largo cabello; llevaba una clámide griega, pero sus vestiduras eran rojas, al modo persa.

- ¡Alégrate, peregrino de Atenas! - dijo en griego, y levantó la cara.

Everard le besó en la mejilla, como estaba indicado. Era un gesto simpático del anfitrión mostrar así que su huésped apenas le era inferior en categoría, aunque Creso hubiera estado comiendo ajo. Everard respondió:

- Alégrate, señor. Mil gracias por tu bondad.

- Esta solitaria comida no es por despreciarte - aclaró el ex rey -. Solo pensé.. - y al decirlo, dudaba -. Siempre me he considerado próximo pariente de los griegos y podíamos hablar de cosas serias.

- Mi señor me honra más de lo que merezco - respondió Everard.

Se cumplieron varios rituales y, finalmente, llegó la comida. Everard se explayó en la narración que traía preparada sobre sus viajes; de cuando en cuando, Creso hacia una pregunta, sorprendentemente aguda; pero el patrullero pronto aprendió a evadirías.

- En efecto, los tiempos cambian; eres afortunado al vivir en el alba de una nueva Edad - decía Creso.

- Nunca he conocido el mundo con un rey más glorioso..., etcétera, etcétera - respondía Everard para los oídos de los espías reales que, sin duda, figuraban entre los servidores. Lo que resultó ser verdad.

- Los mismos dioses han favorecido a nuestro rey - proseguía Creso -. Si yo hubiera sabido cómo le protegían (porque, en verdad, lo creí una simple fábula), no habría osado oponerme a él. Porque, sin duda alguna, es el Elegido.

Everard sostenía su papel de griego, aguando el vino y deseando haber escogido una nacionalidad menos temperante.

- ¿Qué me cuentas, señor? - preguntó - Sabía solamente que el Gran Rey era hijo de Cambises, el cual gobernó esta provincia como vasallo del medo Astíages. ¿Hay algo más?

Creso se inclinó hacia delante. A la incierta luz, sus ojos tenían una curiosa y brillante mirada, una mezcla dionisíaca de terror y entusiasmo, que el siglo de Everard había olvidado hacía tiempo.

- Óyeme, y da de ello cuenta a tus compatriotas - dijo -: Astiages casó a su hija Mandana con Cambises porque sabia que los persas estaban inquietos bajo su pesado yugo y quería que los jefes estuvieran ligados a su casa. Pero Cambises se debilitó y enfermó. Si llegaba a fallecer y su hijo Ciro, aún niño, le sucedía, pudiera originarse una turbulenta regencia de nobles persas no afectos a Astiages. Además, los sueños le advertían que Ciro había de poner fin a su dominación. Por todo ello, Astiages ordenó a su pariente Ojo Aurvagaush (Creso traducía el nombre de Harpago lo mismo que helenizaba todos los nombres locales) hacer desaparecer al príncipe. Harpago se llevó al niño pese a las protestas de la reina Mandana, pues Cambises estaba demasiado enfermo para evitarlo, y la misma Persia no podía rebelarse sin preparación. Pero Harpago no se decidía a terminar con el niño. Lo cambió por el aborto de la mujer de un pastor de las montañas a quien le hizo jurar el secreto. El niño muerto fue envuelto en regios pañales y abandonado en la falda de una colina; de allí a poco, unos oficiales de la corte de Medio fueron requeridos para dar testimonio de que había sido expuesto, y lo enterraron. Ciro, nuestro señor, se crió como un zagal de una majada. Cambises vivió aún veinte años sin engendrar otros hijos ni ser bastante fuerte para vengar a su primogénito. Por último, murió sin sucesión a la que los persas pudieran sentirse obligados a obedecer, y Astiages temió trastornos. Por esta época apareció Ciro, y, acreditada su identidad por varias señales, Astiages, arrepentido de lo hecho, le dio la bienvenida y le reconoció para heredero de Cambises. Ciro permaneció en vasallaje cinco años, aunque hallando cada vez más odiosa la tiranía de los medos. Harpago, en Ecbatana, también tenía una cosa horrible que vengar: Astiages (en castigo de su desobediencia en el asunto de Ciro) le había hecho comerse a su propio hijo. Por ello, Harpago conspiraba en unión de algunos nobles medos, y eligieron por jefe a Ciro. Persia se rebeló, y, después de tres años de guerra, Ciro se adueñó de ambas naciones. Desde entonces, claro es, se ha adueñado de otras. ¿Cuándo han mostrado los dioses su voluntad más claramente?

Everard siguió por un momento tranquilamente en su lecho, oyendo el ruido de las hojas en el jardín, bajo el frío viento. Y preguntó:

- ¿Es eso verdad o murmuración infundada?

- La he confirmado a menudo desde que frecuento la corte persa. El mismo rey me lo aseguró, así como Harpago y otros directamente relacionados con ello.


El lidio no podía mentir cuando citaba en su apoyo el testimonio de su gobernante; los persas d e alta cuna eran fanáticos adoradores de la verdad. Y, sin embargo, Everard no había oído nada más increíble en toda su carrera de patrullero, pues aquella era la narración recogida por Heródoto que, con pocas variantes, podía leerse en el Shah Nameh y que cualquiera calificaría de mito heroico. Era el mismo cuento inverosímil que se había relatado con referencia a Rómulo, Sigfrido y otros cien grandes hombres. No había razones para creer lo sostenido por los hechos ni para dudar de que Ciro se había criado normalmente en su casa paterna, sucedido a su padre por pleno derecho de nacimiento y que su rebelión obedecía a las razones usuales. Pero la tal fábula se contaba, con juramento, por testigos de vista! Allí había misterio. Ello devolvía a Everard su primer propósito. Después de proferir apropiadas expresiones de estupor, derivó la conversación hasta que pudo insinuar:

- He oído rumores de que hace dieciséis años llegó a Pargadae un extranjero el cual, aunque disfrazado de pobre pastor, era realmente un poderoso mago, que hacía milagros, puede haber muerto aquí. ¿Sabe algo de esto mi generoso anfitrión?

Y esperó, tenso, porque tenía la firme sospecha de que Keith Dennison no había sido asesinado por ningún bandido montañés, ni se había roto la cabeza al caer de una roca, ni recibido daño análogo a estos, ya que, en tal caso, su saltatiempo habría estado aún sobre las colinas cuando lo buscó la patrulla. Y esta podía haber registrado la comarca demasiado a la ligera para encontrar al propio Dennison, pero ¿cómo podían los aparatos detectores perder la pista del saltador?

Por ello, Everard pensaba que lo sucedido fue más complicado. Pues si, al fin, Keith hubiera sobrevivido, habría vuelto a la civilización.

- ¿Hace dieciséis años? - Creso se mesó la barba -. No estaba yo aquí entonces. Y, además, en esa época la tierra estaba llena de portentos - pues fue cuando Ciro abandonó las montañas y ciñó su hereditaria corona del Anshan. No, peregrino; nada sé de ello.

- He estado ansioso de hallar a esta persona - porque un oráculo...

- Puedes preguntar a mis servidores y a la gente del pueblo - sugirió Creso -. Yo preguntaré en la corte para ayudarte. Te quedarás aquí unos días, ¿no? Quizá el rey mismo desee verte; le interesan los extranjeros

La conversación no duró mucho más. Creso explicó con sonrisa un tanto apagada que los persas creían en la bondad de irse a dormir temprano y levantarse con el alba, y que por ello tenían que estar en palacio a la hora del alba.

Un esclavo condujo a Everard a su habitación, donde hallé, esperándole sonriente, a una agraciada muchacha. Dudó un instante, recordando otra ocasión hacía veinticuatro años; pero... al diablo con ello! Un hombre tenía que tomar cuanto los dioses le ofrecieran, y estos solían ser algo tacaños.


5


No mucho después de salir el sol, una tropa de jinetes se detuvo ante el palacio y reclamó a gritos al peregrino de Atenas. Everard salió, interrumpiendo su desayuno, y contempló un garañón gris junto a la dura y pilosa cara de halcón de un capitán de aquella guardia a la que llamaban los «Inmortales». Los hombres formaban un fondo con inquietos caballos, capas, plumas que revoloteaban, metales tintineantes y crujientes cueros, y el sol jugueteaba destellando sobre las pulidas mallas.

- Le requiere el ciliarca - profirió el oficial, usando el título persa equivalente a comandante de la Guardia y gran visir del Imperio.

Everard permaneció silencioso un instante, considerando la situación.

Sus músculos se envararon. La invitación no era muy cordial, pero aquí no cabía excusarse alegando un compromiso previo.

- Escucho y obedezco - repuso -. Pero déjenme recoger un pequeño regalo, en correspondencia al honor que se me hace.

- El ciliarca dijo que acudiese en el acto. Aquí tiene un caballo.

Un arquero centinela le ofreció las manos enlazadas, pero Everard se alzó por si solo sobre la silla, habilidad útil antes de haberse inventado los estribos. El capitán gruñó una áspera aprobación, giró su montura y emprendió el galope por una amplia avenida flanqueada por esfinges y por las casas de los grandes.

Su tráfico no era tan movido como el de las calles comerciales, pero había bastantes jinetes, carretas, literas y peatones, que dificultaban el camino. Pero los «Inmortales» no se detenían ante nadie, trasponiendo veloces las verjas del palacio, abiertas para darles paso. Esparcieron la arena con los cascos de sus monturas, atravesaron un prado donde el agua centelleaba en las fuentes e hicieron un alto en el ala oeste. El palacio, de ladrillo chillonamente pintado, destacaba sobre una ancha plataforma entre varios edificios más bajos. El propio capitán descabalgó ante él, hizo un cortés gesto y subió por una escalera de mármol. Everard lo siguió, rodeado de guerreros que empuñaban ligeras hachas de guerra que habían cogido de los arzones para su defensa. El grupo caminó entre esclavos domésticos, de caras chatas, enturbantados, atravesando una columnata roja y amarilla, que precedía a un vestíbulo cuya belleza no estaba Everard en condiciones de apreciar, y así pasó, ante una fila de guardias, a una habitación en que esbeltas columnas sostenían una cúpula de pavo real y en la que la fragancia de las rosas tardías entraba por artísticos ajimeces.

Allí, los «Inmortales» hicieron homenaje, lo que imitó Everard, pensando: «Lo que es bueno para ellos ha de serlo para ti», mientras besaba la alfombra persa. Un hombre que ocupaba un lecho ordenó:

- Levantaos y esperad. Traed un cojín para el griego.

Los soldados montaron la guardia en torno a él. Un nubio trajo un almohadón, que dejó en el suelo, ante el asiento de su amo.

Everard se sentó allí, con las piernas cruzadas y la boca seca.

El ciliarca, en quien Everard reconoció a Harpago, recordando lo dicho por Creso, se incorporó.

Destacando su delgada armazón de la piel de tigre de su lecho y la chillona túnica roja, el medo presentaba un aspecto envejecido; los largos cabellos color de hierro le llegaban hasta los hombros, y una fea nariz destacaba en su rostro, cubierto de arrugas. Sus ojos penetrantes escudriñaban al recién llegado.

- Bien - exclamó en persa, con un acento que revelaba al iraniano del Norte -. Así que tú eres el hombre de Atenas; el noble Creso habló de tu llegada esta mañana y mencionó las averiguaciones que estás haciendo. Como ello puede afectar a la seguridad del Estado, quisiera conocer exactamente qué es lo que buscas.

Se acarició la barba con enjoyada mano y sonrió heladamente, añadiendo.

- Y puede suceder que si tu búsqueda es inofensiva, te preste mi ayuda en ella.

Tuvo cuidado de no emplear las fórmulas de costumbre para el saludo, de no ofrecer refrescos ni dar, de cualquier otro modo, al peregrino el casi sagrado status de huésped. Aquello era un interrogatorio.

- ¿Qué deseáis saber, mi señor? - preguntó Everard, imaginando ya la respuesta.

- Buscas a un mago extranjero, capaz de hacer milagros, que llegó aquí hace dieciséis veranos. ¿Por qué y qué más sabes del asunto? No te pongas a inventar mentiras; habla.

- Mi señor - repuso Everard -, el oráculo de Delfos me dijo que mejoraría de fortuna si descubría el paradero de un pastor que entró en Persia el..., ¡hum!, el tercer año de la primera tiranía de Pisístrato. Nunca he sabido más, mi señor; vos sabéis cuán oscuras son las palabras del oráculo.

- ¡Hum, hum!

El miedo se manifestaba en la mezquina estatura, y Harpago hizo la señal de la cruz, que era un símbolo mitraico. Dijo ásperamente.

- ¿Qué has descubierto, además?

- Nada, gran señor. Nadie pudo decirme...

- ¡Mientes! - aulló Harpago -. ¡Todos los griegos son embusteros! Ten cuidado; hablas con ligereza de las cosas santas. ¿A quién más le has mencionado esto?

Everard observó un ligero tic nervioso en la boca de Harpago. El, por su parte, sintió como una bola fría en el estómago. Había dado con alguna cosa que el ciliarca creía completamente sepultada; algo ante lo cual el riesgo de chocar con Creso, que tenía el deber de proteger a su huésped, era desdeñable. Y la más sencilla defensa contra tal riesgo eran la risa y la mofa... después que las tenazas y el potro le hubieran sacado al extranjero todo lo que sabía.

«Pero ¿qué demonios coronados sabia?»

El peregrino seguía protestando:

- A nadie, mi señor. Nadie, sino el oráculo y el dios Sol, cuya voz es, y que me ha enviado aquí, ha sabido esto antes de esta noche.

Harpago respiró hondamente, contenido por la invocación. Pero luego añadió, irguiendo visiblemente los hombros:

- Solo tenemos tu palabra; la palabra de un griego, sobre que el oráculo te habló; sobre que no vienes a espiar secretos de Estado. Pero, aun admitiéndolo, el dios puede muy bien haberte hecho llegar aquí para destruirte por tus pecados. Consultaremos sobre esto.

E hizo un signo al capitán.

- ¡Llévalo abajo! ¡En nombre del rey!

¡El rey!

La palabra deslumbró a Everard. Saltó sobre sus pies y gritó:

- ¡Sí, el rey! El oráculo me dijo... que habría una señal y que luego debería llevar su palabra al rey de los persas.

- ¡Agarradle! - vociferó Harpago.

Los guardias se precipitaron a obedecerle. Everard se echó atrás, clamando por el rey Ciro tan alto como pudo. Que le arrestaran... Sus palabras llegarían hasta el trono, y... Dos hombres le arrinconaron contra la pared, levantando sus hachas. Más hombres se apretujaban tras ellos. Por encima de sus yelmos se veía a Harpago, incorporado en su lecho.

- ¡Lleváoslo y degolladle! - ordenó.

- Mi señor - protestó el capitán -, ha invocado al rey.

- ¡Para hechizarlo! Ahora lo reconozco: es el hijo de Zohak y agente de Ahriman. ¡Matadle!

- No; esperad. ¿No comprendéis que este traidor quiere impedirme decir al rey...? ¡Fuera, puercos!

Una mano se cerró sobre su brazo derecho. Había estado dispuesto a permanecer en prisión varias horas, hasta que el gran jefe supiera del asunto y le libertara; pero después de aquello las cosas se precipitaban excesivamente. Lanzó un gancho de izquierda, que terminó aplastando una nariz. El guardia retrocedió. Everard le quitó el hacha de las manos, miró en torno suyo y paró el golpe de otro guerrero, a su izquierda.

Los «Inmortales» atacaron. El hacha que Everard empuñaba sonó contra metal, lo hendió y aplastó un nudillo. En la lucha sobrepasaba a la mayoría. Pero no tenía en aquel combate más probabilidades que una pelota de celofán. Un golpe silbó sobre su cabeza; lo esquivó tras una columna, de la que saltaron astillas. Se abrió un claro y él se abalanzó sobre un guerrero vestido de malla, al que hizo caer, y luego escaló un espacio abierto bajo la cúpula. Harpago echó a correr, escondiendo su sable bajo sus ropas; el viejo miserable era aún bastante valiente. Everard giró sobre sí mismo para enfrentarlo, de modo que el ciliarca quedaba entre él y las tropas. Sable y hacha chocaron. Everard trató de estrechar distancias; un forcejeo entre ambos evitaría que los persas le arrojaran sus lanzas, pero quedaban a retaguardia para cerrarle el paso. ¡Por Judas, aquel podía ser el fin de otro patrullero!

- ¡Alto! ¡Esconded vuestros rostros! ¡El rey llega!

Por tres veces sonó una trompeta. Los guardianes se cuadraron en sus puestos, contemplando al gigante que, vestido de escarlata, aparecía indignado a la puerta, golpeando el tapiz. Harpago bajó su arma. Everard casi lo descabezó; más luego, recordando y oyendo los apresurados pasos de los guerreros en la antesala, dejó caer también el hacha. Por un momento el ciliarca y él se echaron mutuamente el aliento a la cara.

- Así que... oyó mis palabras... y vino... en seguida - resolló Everard.

- Ten cuidado - le susurró el medo, acurrucado como un gato -. Te estoy observando. Si envenenas su mente, también tú probarás el veneno... o el puñal.

- ¡El rey! ¡El rey! - vociferaba el heraldo.

Everard se echó al suelo cerca de Harpago

Un piquete de «Inmortales» entró en la estancia y formó a los lados del lecho.

Luego, el propio Ciro entró ondeando los pliegues de su túnica al movimiento de su ágil andar. Le seguían algunos cortesanos, de piel atezada, que tenían el privilegio de llevar armas ante el rey. Más atrás, un esclavo retorcía sus manos, temeroso por no haber tenido tiempo de extender una alfombra o llamar a los músicos.

La voz del rey resonó en el silencio, preguntando:

- ¿Qué es esto? ¿Dónde está el extranjero que preguntaba por mí?

Everard aventuró una ojeada. Ciro era alto, ancho de hombros y esbelto de cuerpo, y parecía ser mayor de lo que Creso decía, pues aparentaba unos cuarenta y siete años. Tenía la cara estrecha y morena, ojos castaños, una cicatriz de arma blanca en la mejilla izquierda, nariz recta y labios gruesos. Llevaba cepillado hacia atrás su cabello, ya algo gris, y la barba más recortada de lo que era costumbre en Persia. Vestía lo más sencillamente posible, dada su posición.

- ¿Dónde está el extranjero del que el esclavo corrió a hablarme?

- Soy yo, Gran Rey.

Levántate y dime tu nombre.

Everard se puso en pie y dijo en inglés:

- ¡Hola, Keith!




6


Las parras desbordaban en torno a una pérgola de mármol, tanto que casi ocultaban a los arqueros que los rodeaban, guardándolos. Keith Dennison, tendido en un banco, contemplaba la sombra de las hojas en el suelo y decía amargamente:

- Por fin podemos hablar a solas. El idioma inglés no se ha inventado todavía.

Calló un momento y luego prosiguió con voz ronca:

- A veces he pensado que lo más difícil de soportar en mi situación era el no tener nunca un minuto para mí solo. Lo más que puedo hacer es echar a todo el mundo de la habitación en que estoy; pero se clavan en los alrededores, al paso de la puerta, bajo las ventanas, vigilando, escuchando... Espero que se achicharren sus queridas y leales almas.

- El aislamiento tampoco se ha inventado aún - le recordó Everard -. Y, de todos modos, los hombres como tú nunca gozaron mucho de él en el curso de la Historia.

Dennison alzó su rostro fatigado.

- Tengo ganas de preguntarte qué ha sido de Cynthia - manifestó -; pero de seguro que para ella esto ha sido... Quizá no se le haya hecho muy largo..., una semana o dos, tal vez... ¿Has traído, por casualidad, cigarrillos?

- Los dejé en el saltatiempo - repuso Everard -. Me figuré que ya tendría bastantes dificultades sin tener que explicar su uso. Nunca imaginé encontrarte metido en esta aventura.

- Ni yo tampoco - se encogió de hombros Keith -. Ha sido la cosa más rematadamente fantástica. Las paradojas del tiempo...

- Pero ¿qué sucedió?

Dennison se frotó los ojos y lanzó un suspiro.

- Me encontré cogido en el engranaje de los intereses locales. ¿Sabes que, a veces, todo lo sucedido antes de ahora se me antoja irreal, como un sueño? ¿Existieron alguna vez cosas como la cristiandad, la música de contrapunto o la Declaración de los Derechos del Hombre? Y no quiero mencionar a toda la gente que he conocido. Tú mismo, Manse, me pareces no estar aquí, y temo que he de despertar... Bien; déjame que recuerde.

- ¿Sabes cuál era la situación? Los medos y los persas son parientes, bastante próximos por su raza y cultura, pero aquellos iban entonces a la cabeza, y adquirieron una porción de costumbres asirias que no cuadraban al punto de vista persa. Nosotros somos rancheros y granjeros libres y, claro, no es justo que se nos avasalle - Dennison pestañeó -. ¡Vaya! ¡Otra vez! ¿Por qué diré «nosotros»? El caso es que Persia se agitaba. El rey Astiages, de Media, había hecho asesinar, veinte años antes, al joven Ciro, pero ahora lo lamentaba porque el padre de este se moría y su sucesión pudiera desencadenar la guerra civil. Entonces aparecí yo en las montañas. Había explorado un poco el tiempo y el espacio, saltando a través de varios días y algunos kilómetros, en busca de un buen refugio para mi vehículo, y esto explica, en parte, que la Patrulla no me localizara después. Finalmente, lo encerré en una cueva, seguí mi camino a pie, y de ahí vienen mis desventuras. Había un ejército medo acantonado en la región para desalentar las tentativas persas de provocar disturbios. Uno de sus exploradores me vio salir de la cueva, me siguió las huellas, y la primera noticia que tuve de ello fue verme ante un oficial que me asaba a preguntas sobre el trasto que tenía en la cueva. Sus hombres me tomaron por una especie de mago y les infundí miedo, pero estaban más temerosos de mostrarlo que de mí. Naturalmente, la noticia corrió como un reguero de pólvora, primero entre los soldados y luego por el país. Pronto, todo este supo que había aparecido un extranjero en circunstancias notables. Su general era el mismo Harpago, el diablo más caviloso y cruel que haya visto nunca el mundo. Pensé que podía utilizarme. Me ordenó hacer funcionar mi caballo de bronce, como él lo llamaba, aunque sin permitirme subir a él. Tuve entonces ocasión de ponerlo en el camino del tiempo. Eso también influyó para que no lo encontrara la Patrulla. Lo puse en este mismo siglo, a pocas horas de distancia, pero luego, sin duda, retrocedió hasta el principio.

- ¡Buen trabajo! - comentó Everard.

- Yo conocía las órdenes que prohiben tal grado de anacronismo - y Dennison torció la boca -. Pero también esperaba que la Patrulla me rescatase. Si hubiera sabido que no iban a hacerlo, no estoy muy seguro de mi capacidad para seguir siendo un abnegado patrullero. Hubiera suspendido mi saltador y habría secundado los planes de Harpago hasta que se me presentara una ocasión de escapar.

Everard le miró un momento con aire sombrío.

«Keith ha cambiado - pensó - no solo en edad; los años pasados entre aquella gente le han influido más de lo que él mismo cree.» Exclamó:

- Si hubieses alterado el futuro, habrías arriesgado la vida de Cynthia.

- Sí, sí; es verdad. Recuerdo que así lo pensé en aquella ocasión. Cuán lejana parece!

Dennison se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, y contempló la verde pantalla que cubría la pérgola. Luego siguió hablando monótonamente:

- Harpago echó venablos. Por un momento, pensé que me iba a matar. Me hizo salir de su presencia y atar como un pedazo de carne mechada. Pero, como te dije, corrían ya rumores respecto a mí, rumores que no perdían nada con la repetición. Harpago vio en ellos una oportunidad, y me dio a elegir: o me aliaba con él o me cortaba la cabeza. ¿Qué podía yo hacer? Ni tan siquiera alterar nada, pronto vi que estaba desempeñando un papel que la Historia había ya escrito. Ya ves:

Harpago sobornó a un pastor para afirmar su cuento y me presentó como Ciro, hijo de Cambises.

Everard asintió sin sorpresa y preguntó:

- ¿Qué le iba a él en ello?

- Por lo pronto, necesitaba apoyar al gobierno de Media. Un rey del Anshan a quien él tuviera en sus manos tendría que ser leal a Astiages, y por ello, mantener a los persas en la obediencia. Yo me vi arrastrado por él, demasiado atónito para hacer más que seguir sus órdenes, esperando aún, de un minuto a otro, la aparición de una patrulla que me sacara del lío. El culto que a la verdad que tributan estos aristócratas iranianos nos ayudó mucho. Pocos sospecharon que perjuraba al decir que yo era Ciro, aunque imagino que al mismo Astiages le traerían sin cuidado estas sospechas. Además, puso en su sitio a Harpago, castigándole de un modo especialmente horrible por no haber cumplido sus órdenes respecto a Ciro - aunque este resultase útil ahora -. Y la doble ironía era que Harpago las había cumplido, era realidad, aunque dos décadas antes. En cuanto a mí, durante cinco años, cada vez me sentía más y más disgustado de Astiages. Ahora, mirando hacia atrás, comprendo que no era él realmente un perro del infierno, sino solo un soberano oriental típico; pero esto es una cosa difícil de apreciar cuando se juzga al que nos oprime. Por eso Harpago, deseando vengarse, preparó una rebelión cuya jefatura me ofreció y yo la acepté - y Dennison sonrió equívocamente -. Después de todo, yo era Ciro el Grande y tenía un destino que desempeñar. Al principio tuvimos momentos difíciles. Los medos nos derrotaban una y otra vez, pero, ¿sabes, Manse?, yo disfrutaba con todo eso. Esta no era como esas malditas guerras del siglo XX: estar en una madriguera preguntándote si el cerco enemigo se levantará alguna vez. Sí, la guerra es harto miserable aquí, especialmente si solo eres un Juan Lanas, sobre todo cuando estalla la epidemia, como siempre ocurre. Pero cuando luchas, ¡vive Dios!, luchas con tus propias manos. Y yo siempre tuve aptitud para esa clase de cosas. Hemos luchado gallardamente.

Everard veía animarse más y más a Keith, que se sentó, erguido, y riendo, prosiguió:

- Como aquella vez que la caballería lidia nos sobrepasaba en número. Enviamos a nuestros camellos, con la impedimenta, en vanguardia; la infantería, detrás, y la caballería, a lo último. En cuanto los jacos de Creso olieron a camello, salieron de estampía. Creo que aún están corriendo. ¡Los atontamos!

Calló, miró un momento a los ojos de Everard, y se mordió los labios al decir:

- Lo siento. Me dejé llevar. De cuando en cuando, recuerdo que en nuestro mundo no fui un luchador. Después de una batalla, cuando veo los muertos esparcidos en torno mío y, lo que es aún peor, los heridos... Pero no pude evitarlo, Manse, he tenido que luchar. Primero fue la rebelión. Si Harpago no hubiese estado conmigo, ¿cuánto crees que habría durado yo? Y después, el mismo reino. Yo no pedí a los lidios ni a los bárbaros de Oriente que nos invadieran. ¿Has visto alguna vez una ciudad saqueada por los turanios, Manse? Entonces se trata de ellos o nosotros; y cuando nosotros conquistamos, no les encadenamos y conservan sus tierras, sus costumbres... ¡Por amor de Mithra! Manse, ¿podía yo obrar de otra forma?

Everard callaba, escuchando el rumor del jardín bajo la brisa. Por último, declaró:

- No. Comprendo, y espero que no te hayas sentido demasiado solitario.

- Me acostumbré a ello - repuso cuidadosamente Dennison -. Harpago es ya un gusto adquirido, pero interesante; Creso me resultó un camarada excelente; Kobad, el mago, tiene algunas ideas originales y es la única persona que se atreve a ganarme al ajedrez. Y, además, las fiestas, la caza, las mujeres.. - y mirando desafiador al otro -: Sí; ¿qué otra cosa querías que hiciera?

- Nada - contestó Everard -. Dieciséis años es mucho tiempo.

- Cassandane, mi mujer favorita, merece de veras cualquier cosa. Pero ¡Cynthia!... ¡Dios del cielo, Manse!.. - y Dennison se levantó y puso las manos en los hombros de Everard. Los dedos se cerraron con aplastante fuerza; que no en vano había manejado durante década y media el arco, el hacha y las bridas. El rey de Persia gritó con voz sonora:

- ¿Cómo piensas sacarme de aquí?


7


Everard se levantó también; anduvo hasta el límite del pavimento y miró a través de la piedra calada del muro, con los pulgares agarrados al cinturón y la cabeza baja. Al fin, repuso:

- No veo cómo.

Dennison se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra, y dijo:

- Lo temía. Cada año temía más que si la Patrulla me encontraba alguna vez... Pero ¡tú tienes que ayudarme!

- ¡Te digo que no puedo! - y la voz de Everard se quebraba. Sin volverse, siguió -: Piénsalo. Ya debías haberlo hecho. No eres un mísero jefecillo bárbaro, cuyo destino importara un bledo dentro de cien años: eres Ciro, el fundador del Imperio persa, una figura clave en un ambiente clave. Si Ciro se va, con él desaparecerá todo el futuro y no habrá habido siglo XX, ni Cynthia en él.

- ¿Estás seguro? - arguyó Keith a su espalda.

- Me enteré bien de los hechos antes de saltar aquí - respondió Everard con las mandíbulas apretadas -. ¡Deja de engañarte a ti mismo! Tenemos prejuicios contra los persas porque fueron alguna vez enemigos de los griegos, y ocurrió que obtuvimos de estos los rasgos más notables de nuestra cultura. Pero los persas son, por lo menos, tan importantes como ellos.

- Has visto que es así. Claro que son bastante brutales, según tus ideas; toda esta época lo fue, incluso los griegos. Y no son demócratas, pero no se les puede reprochar por no haber hecho una invención europea que cae enteramente fuera de sus horizontes mentales. Lo importante es esto:

Persia fue el primer país conquistador que hizo un esfuerzo para respetar y atraerse a los pueblos que dominaba; el primero que obedeció sus propias leyes; que pacificó el suficiente territorio para abrir contactos con el lejano Oriente; que creó una religión mundialmente viable (el mazdeísmo), no limitada a una cierta raza o localidad. Quizá no sepas que gran parte de la creencia y rito cristianos es de origen mitraico, pero así es. Eso sin hablar del judaísmo, que tú, Ciro, estás llamado a salvar, ¿recuerdas? Conquistarás Babilonia y permitirás a aquellos judíos que hayan conservado su identidad el regreso a la patria; sin ti, habrían sido absorbidos y hubieran desaparecido, como ya ocurrió con las otras diez tribus. Aun cuando ahora sea decadente, el Imperio persa será una matriz de la civilización. ¿De dónde procedieron la mayor parte de las conquistas alejandrinas, sino del territorio persa? Y habrá otros Estados que sucederán a Persia, el Ponto, la Parthia, la misma Persia de Firdusi, Omar y Hofiz, el Irán que hoy conocemos y el Irán del futuro, más allá del siglo XX.

Y Everard se volvió a Keith:

- Si los abandonas, me imagino que seguirán construyendo ziggurats, leyendo en las entrañas de los cadáveres y recorriendo los bosques de Europa, mientras América queda sin descubrir.. a tres mil años de este momento.

Dennison cedió.

- Sí - repuso -; ya lo pensé.

Paseó un momento con las manos a la espalda. Su oscura faz pareció envejecer por minutos.

- Trece años más - murmuró, casi para sí mismo -. Dentro de trece años moriré en una batalla contra los nómadas, no sé exactamente cómo. Por un camino o por otro, las circunstancias me obligarán a ello. ¿Y por qué no? Ya me han forzado a realizar, quieras o no, cuanto hice... Pese a todo lo que yo pueda enseñarle, sé que mi hijo Cambises resultará un incompetente y le tocará a Darío salvar el Imperio. ¡Dios! - y se cubrió el rostro con una de las mangas flotantes de su túnica.

- Perdóname - siguió -. Desprecio la autocompasión, pero no pude remediarlo.

Everard se sentó, evitando mirarle. Oyó el ronquido del aire en los pulmones de Dennison.

Por último, el rey sirvió vino en dos copas, se acercó a Everard en el banco y dijo en tono seco:

- Siento lo de antes. Ya me he recuperado. Y aún no me di por vencido.

- Puedo exponer tu problema al Cuartel general - dijo Everard con un dejo sarcástico. Dennison contestó en el mismo tono:

- Gracias, camarada. Recuerdo bastante bien su actitud. Prohibirán a todos el acceso a la época de Ciro, para que no me tienten, y me enviarán un lindo mensaje, en que se haga resaltar que soy el monarca absoluto de un pueblo civilizado; que tengo palacios, esclavos, viñedos, cocineros, servidumbre, concubinas y terrenos de caza a mi entera disposición en cantidades ilimitadas..., y siendo así, ¿de qué me quejo? No, Manse; esto tenemos que resolverlo entre tú y yo.

Everard apretó las manos hasta clavarse las uñas.

- Me estás atormentando, Keith - declaró.

- Solo te estoy pidiendo que pienses en el problema. Y lo harás, ¡qué diablo!

De nuevo los puños se cerraron hasta sentir las uñas en la carne al oír el imperioso mandato del conquistador de Oriente. «El antiguo Keith jamás habría usado ese tono», pensó Everard, casi colérico. Luego, siguiendo en sus meditaciones, se dijo:

«Si tú no vuelves a casa; a Cynthia le digo que nunca lo harás, capaz será de venir aquí. Una chica extranjera más en el harén del rey no afectará a la Historia. Pero si antes de verla informo en el Cuartel general que el problema es insoluble (como lo es), entonces prohibirán el acceso al reino de Ciro y ella no podrá reunírsete.»

- Yo también he pensado en ello - murmuró Dennison, más calmado -. Conozco las consecuencias igual que tú. Pero mira; puedo enseñarte la cueva donde quedó mi máquina durante aquellas horas. Tú volverías a esos momentos, y cuando yo apareciese me prevendrías.

- No - replicó Everard -. No puede ser eso, por dos razones. Primera, y poderosa: que está prohibido por nuestras reglas. Cabría hacer una excepción, en diferentes circunstancias, pero hay una segunda razón: eres Ciro. No van a suprimir completamente el futuro por complacer a un hombre.

«¿Y a una mujer? - siguió pensando -. ¿Lo haría yo? No estoy seguro. Creo que no. Sería más fácil que Cynthia ignorase los verdaderos hechos. Yo podría, usando mi autoridad de agente libre, mantener la verdad en secreto para los agentes inferiores, y solo decir a Cynthia que Keith había muerto irrevocablemente en circunstancias tales que nos obligaban a prohibir el acceso a esta época. Ella se afligiría cierto tiempo, pero es demasiado joven y sana para guardarle luto perpetuo. Desde luego, es una mala partida, pero... ¿sería más caballeroso a la larga dejar que viniese para permanecer en condición humillante y compartir a su Keith con lo menos media docena de princesas que se ve él obligado a desposar por razones políticas? ¿No resultaría preferible para ella una franca renuncia y una posibilidad de empezar nuevamente?»

- ¡Bien! - dijo Dennison, interrumpiendo las meditaciones -. Solo indiqué la idea para saber si era factible. Pero debe de haber otro camino. Mira, Manse: hace dieciséis años existió una situación de la que ha derivado todo lo que ha seguido, no por capricho, sino por la pura lógica de los hechos. Supongamos que yo no me hubiese dejado ver aquel día. ¿No podía Harpago haber encontrado otro supuesto Ciro? La identidad del rey no importa nada. Otro Ciro habría obrado de modo diferente al mío en mil detalles. Pero si no era tonto rematado o loco, y, por el contrario, fuera razonablemente capaz y honesto - concédeme al menos que yo lo sea -, entonces su carrera hubiera sido igual a la mía en todos los detalles importantes, los que llegan a reflejarse en los libros de Historia. Eso lo sabes tan bien como yo. Excepto en los puntos fundamentales, el tiempo siempre vuelve a su propia forma. Las pequeñas diferencias se borran con los días o los años. Solo puede restablecerse la huella de los momentos claves y su efecto se perpetúa en lugar de desvanecerse. ¡Tú lo sabes!

Permite que me asesore un tanto. Si descubrimos algo, volveré... esta misma noche.

- ¿Dónde está tu saltatiempos?

Everard hizo un vago ademán.

- Colinas arriba.

Dennison se mesó la barba.

- No vas a decirme más, ¿eh? Bueno; es prudente. No estoy seguro de poder contenerme si supiese donde hallar una máquina saltatiempos.

- ¡Yo no he dicho...! - Exclamó Everard.

- No importa. No discutamos por eso - y Dennison suspiró -. Ve; vuelve a la época y mira lo que se puede hacer. ¿Quieres una escolta?

- No. No la creo necesaria. ¿Y tú?

- Tampoco. Hemos dado a este espacio más seguridad que tiene el Central Park.

- Eso no es decir mucho - y Everard le tendió la mano -. Ahora devuélveme mi caballo. Me disgustaría perderlo, es un animal excelentemente adiestrado - Su mirada se encontró con la de Keith y añadió:

- Volveré. En persona. Sea cual fuere la decisión.

- Estoy seguro, Manse.

Salieron juntos, y juntos cumplieron las formalidades de informar a guardias y porteros. Dennison indicó la alcoba de palacio a cuya ventana - dijo - esperaría, noche tras noche, la realización de la cita. Y, por fin, Everard besó los pies al rey; cuando se separó, montó a caballo, y al trote corto salió lentamente del palacio.

Sentía vacío por dentro. En realidad, nada quedaba por hacer; pero había prometido regresar y comunicar la sentencia al soberano.


8


Mas tarde, aquel mismo día, estaba entre las colinas donde se alzaban los oscuros cedros; la carretera que hasta entonces había seguido, orillada por encrespados arroyos, se convirtió en una empinada vereda. Aunque árido, el Irán tenía en aquella época algunas selvas así. El caballo, fatigado, se abatió de cansancio, y Everard pensó en buscar alguna choza de pastor donde pedir alojamiento, para no dejarlo morir. Pero como había luna llena podía caminar hasta encontrar su saltador, antes del alba. Ni pensó en dormir. Sin embargo, una pradera de altas hierbas secas y maduras bayas le invitó a hacerlo. Tenía provisiones en las alforjas, vino en un odre y su estómago vacío desde el amanecer. Rió entre dientes, animó al caballo y se apeó.

Allá abajo, a lo lejos, en la carretera, algo relucía al sol naciente, entre una nube de polvo. Conforme lo observaba, aquello crecía. Eran varios jinetes acercándose con endiablada prisa. ¿Mensajeros del rey? Pero ¿por qué por allí? La inquietud sacudió sus nervios. Se puso la cofia fruncida, se ajustó el casco sobre ella, embrazó el escudo y probó si su corta espada salía bien de la vaina. Sin duda la partida le vitorearía a su paso... Pero...

Ahora pudo ver que eran ocho hombres, montados en buenos caballos y cuya retaguardia conducía una remonta. Sin embargo, las bestias iban casi jadeantes, el sudor trazaba surcos en sus polvorientos flancos y las crines se pegaban a sus cuellos. Debían de haber corrido a rienda suelta. Los jinetes iban decentemente vestidos, con los usuales pantalones blancos, camisa, botas, capa y sombrero de alta copa y sin alas; no eran cortesanos ni soldados profesionales, sino tal vez bandidos. Sus armas eran sables, arcos y hondas.

Súbitamente, Everard reconoció al hombre de la barba gris que iba a la cabeza. ¡Harpago! Y, entre una cegadora niebla, pudo ver también que, aun para ser antiguos iranianos, sus perseguidores eran gente de muy rudo aspecto.

- ¡Vaya! - dijo a media voz -. ¡Bribones!

Puso atención en ello. No era ocasión aquella para temer, sino para pensar. Harpago no tenía para subir a aquellas alturas más motivos que capturar al peregrino griego. Seguramente en el plazo de una hora, valiéndose de espías y de chismosos, Harpago había sabido que el rey habló al desconocido en una lengua extraña, que le trató como a su igual y le permitió marchar hacia el Norte. Seguramente tardó el ciliarca más de una hora en forjar un pretexto para dejar el palacio, reunir a los rufianes adictos y salir a perseguirle. ¿Por qué? Porque Ciro había aparecido en aquellas tierras altas montando un aparato que Harpago codiciaba. No era tonto y nunca quedó satisfecho con la evasiva que oyera de labios de Keith. Parecía razonable que en alguna ocasión apareciera otro mago de la tierra de que procedía el rey, y esta vez Harpago no dejaría que la máquina aquella se le escapara tan fácilmente como la primera. Everard no esperó más. Solo distaban ya de él unos cien metros. Ya podía ver centellear los ojos del ciliarca bajo sus peludas cejas. Espoleó su caballo, haciéndole dejar el camino y lanzándolo a través del prado.

- ¡Alto! - aulló a su espalda una voz que él recordaba -. ¡Alto, griego!

Everard logró de su montura un cansado trote. Los cedros lanzaban amplias sombras en torno suyo.

- ¡Alto o disparamos! ¡Alto! Tirad, pero no lo matéis! ¡Derribad el caballo!

En la linde del bosque, Everard se deslizó de la silla al suelo. Oyó un colérico zumbido y unos veinte impactos. El caballo relinchó. Everard echó una ojeada en torno suyo, el pobre animal estaba tocado. ¡Vive Dios, que alguien pagaría por aquello! Pero, ahora, él era uno y ellos eran ocho. Se apresuró a meterse entre los árboles. Una flecha se clavó en un tronco, sobre su hombro izquierdo, y se enterró en la madera.

Corrió, agachado y en zigzag, y entró en una fría y olorosa penumbra. De cuando en cuando, una rama colgante le azotaba la cara. Podía haber utilizado más la maleza, empleando algunos trucos de los algonquinos pero, por lo menos, la suave tierra era silenciosa bajo sus pies. Los persas le habían perdido de vista. Casi por instinto habían tratado de cabalgar en la misma dirección. Chasquidos, crujidos y groseras interjecciones demostraban su acierto.

A pie le alcanzarían en un minuto. Se estrujó los sesos; percibió el débil rumor de una corriente de agua, y se dirigió a ella, trepando por una empinada cuesta sembrada de cantos, si bien pensé que sus perseguidores no eran inexpertas gentes de ciudad. Algunos de ellos eran, de seguro, montañeses, cuyos ojos podían leer las más oscuras señales de su paso. Había que cortar la pista; entonces podría ocultarse hasta que Harpago se fuera, reclamado por sus obligaciones en la corte.

Sintió enronquecérsele la respiración en la garganta. Tras de él sonaban voces en cuyos tonos pudo advertir la decisión, aunque no comprendía lo que decían. Y su sangre parecía latir en sus oídos...

Si Harpago había disparado contra el huésped del rey era porque en sus cálculos entraba que este no lo supiera nunca. Su propósito era capturarle, martírízarle hasta que revelase dónde dejó la máquina y cómo manejarla, y, por último, otorgarle una merced de acero.

« ¡Judas! - se dijo a sí mismo Everard -. He estropeado esta operación hasta convertirla en compendio de lo que no debe hacer un patrullero. Y lo primero que ha de hacer es no pensar tanto en cierta chica (que no le pertenece) como para descuidar las precauciones más elementales»

Había llegado al borde de la alta y húmeda orilla de un arroyo, que corría a sus pies valle abajo. Sus perseguidores le habían visto de lejos, pero sería un puro azar descubrir en el agua su ruta, que..., ¿cuál sería? Notaba el barro resbaladizo y frío cuando se arrastró por él. Mejor sería ir corriente arriba, pues así, además de acercarse a su aparato, haría creer a Harpago que trataba de volver hacia el rey.

Las piedras le lastimaban los pies y el agua los entumecía. Los altos árboles formaban un muro en la otra orilla y el cielo parecía una franja de techo azul que se oscurecía en ciertos momentos. Allá en lo alto se cernía un águila. El aire era cada vez más frío. Pero él tenía alguna suerte; el arroyo se retorcía como una culebra delirante, por lo que pronto habría borrado su pista.

«Marchará cosa de un kilómetro - pensó -, y quizá encuentre una rama colgante a que agarrarme para no dejar señal de mi paso en la orilla. Luego recogerá el saltador, subirá y pedirá ayuda a mis jefes. Sé perfectamente que no me la darán. ¿Por qué no sacrificar a un hombre para asegurar su propia existencia y todo cuanto les importa? Por tanto, Keith quedará preso aquí, con trece años por delante hasta que lo maten los bárbaros. Pero Cynthia aún será joven dentro de trece años, y tras tan larga pesadilla de destierro y sabiendo de antemano la hora en que su marido ha de morir, se sentirá aislada, extraña en una era prohibida, sola en la atemorizada corte del loco Cambises II. No; he de ocultarle la verdad; retenerla en casa creyendo muerto a Keith. El mismo aprobaría esto. Y dentro de un año o dos volverá a ser feliz. Yo podría enseñarle a serlo.»

Se había detenido, observando cómo se desmoronaban las rocas a su paso, cómo su cuerpo se encorvaba y erguía alternativamente, cuán ruidosa era el agua. Luego llegó a un recodo y vio a los persas.

Dos de ellos vadeaban río abajo. Evidentemente, la captura significaba para ellos algo lo bastante importante para sobreponerse a sus creencias religiosas, que les vedaban profanar un río. Otros dos andaban por la orilla opuesta, ocultándose entre los árboles; uno era Harpago. Sus largas espadas silbaban en sus manos.

- ¡Alto! - clamaba el ciliarca -. ¡Alto, griego! ¡Ríndete!

Everard permaneció quieto y callado, como un muerto. El agua bañaba sus tobillos. La pareja que se echó al río para enfrentársele parecía irreal, como metida en un pozo de sombras, con las oscuras caras como borrones; de forma que él solo veía las blancas vestiduras y el brillo de los sables.

Le dio un golpe el corazón; los perseguidores habían visto su huella en el arroyo. Se separaron, uno en cada dirección, corriendo, más rápidos sobre tierra firme que él podía hacerlo en el río.

Habiendo llegado más allá de su posible alcance, empezaron a retroceder más despacio, sin apartarse de la orilla, pero seguros de alcanzarle.

- ¡Cogedle vivo! - repitió Harpago -. ¡Si es preciso, rompedle las piernas, pero cogedle vivo!

- ¡Muy bien, avutarda, tú te lo has buscado! - exclamó Everard en inglés.

Los dos hombres que estaban en el agua echaron a correr, aullando. Uno de ellos tropezó y cayó de boca. El otro se dejó deslizar por la rampa que tenía a su espalda.

El barro era resbaladizo. Everard clavó allí el borde inferior de su escudo y se sujetó a este. Harpago se aproximaba con frialdad. Cuando lo tuvo a su alcance, la espada del viejo noble zumbó, golpeando de arriba abajo. Everard hurtó la cabeza y recibió el golpe en el casco, que retumbó. El filo del arma resbaló unos centímetros por el borde del escudo y le hirió levemente el hombro derecho. Sintió solo un arañazo, que desdeñó, porque le absorbía entonces la idea de vender cara su vida.

Se movió entre la hierba, alzando el borde del escudo para protegerse los ojos. Harpago se lanzó contra sus rodillas. Everard lo rechazó con su corta espada. El arma del medo silbó. A poca distancia, un asiático ligeramente armado no tenía probabilidad contra el hoplita, como la Historia iba a probarlo dentro de dos generaciones.

«¡Vive Dios! - pensó Everard -. Solo con que tuviese coraza y grebas podría apoderarme de los cuatro.»

Usó con habilidad su gran escudo, parando con él todo golpe y amago y procurando quedar cada vez más cerca del indefenso vientre de Harpago, como a cubierto de su larga espada. El ciliarca reía sardonicamente entre sus grises patillas y brincaba fuera del alcance de Everard. Cuestión de ganar tiempo, desde luego. Y le salió bien.

Los otros tres hombres treparon a la orilla y gritando corrieron hacia ellos. Fue aquel un ataque desordenado. Soberbios luchadores, individualmente, los persas desconocían la táctica del ataque en masas disciplinadas - que les destrozaría en Maratón y Gaugamela. Pero la lucha de cuatro contra uno, y este sin armadura, era insostenible. Everard se resguardó la espalda contra el tronco de un árbol. El primero de sus atacantes se le acercó imprudentemente y su espada chocó en el escudo del griego. La de este alcanzó al otro por encima del oblongo bronce, hallando solo una suave y pesada resistencia que le causó a Everard una sensación ya bien conocida. Retiró su arma y se hizo a un lado rápidamente. El persa cayó al suelo, desangrándose; Everard lo miró, y al verlo exánime levantó los ojos al cielo.

Los persas rodearon al griego por ambos lados; las ramas colgantes les imposibilitaban el uso de los lazos; tenían que combatir. El patrullero empujó con su escudo al adversario que se hallaba a la izquierda, lo que significaba exponer el costado derecho; pero como sus enemigos tenían orden de cogerle vivo, podía arriesgarse. El de la derecha le tiró un tajo a los tobillos. Saltó él en el aire y el arma silbó bajo sus pies. El atacante de la izquierda le amagó bajo. Everard sintió un sordo choque y el acero mordió en su pantorrilla, pero se libró de él. Un rayo de sol cayó sobre la sangre, haciendo resaltar su rojo brillante. Everard sintió que la pierna se le doblaba.

- ¡Así, así! - aplaudió Harpago -. ¡Hacedle pedazos!

Everard gruñó tras de su escudo.

- ¡Una tarea que el chacal de vuestro jefe no tiene el valor de hacer por sí mismo, después que le he hecho morder el polvo!

Aquello era una argucia. El ataque contra él cesó un momento.

Tambaleándose, avanzó:

- Sí; vosotros, persas, sois los canes de un medo. ¿No pudisteis escoger otro que fuera más hombre que esa criatura, que traicionó a su rey y ahora os lanza contra un solo griego?

Aun en aquella lejana comarca y remota época, un oriental no podía quedar humillado de semejante modo. Harpago no había sido nunca cobarde. Everard sabía cuán injustos eran sus ataques. El ciliarca escupió una maldición y se lanzó contra él. Everard tuvo la momentánea visión de unos salvajes ojos hundidos en una faz aquilina. El medo avanzó con sordo e inseguro paso. Los dos persas vacilaron un segundo, lo que bastó para que chocaran Everard y Harpago. El sable de este se alzó y volvió a chocar con el casco de su enemigo; hendió el escudo y trató de herir la otra pierna. Una túnica suelta y blanca ondeó a los ojos de Everard, que inclinó los hombros y clavó la espada en su adversario. Luego la retiró con aquel giro, profesional y cruel, que hace mortales las heridas, y se volvió a tiempo de parar un golpe con su escudo. Por un instante, él y el persa compitieron en furia. De reojo vio que el otro adversario daba vueltas a su alrededor para cogerle por la espalda.

«Bueno - pensó de un modo vago - he matado al hombre peligroso para Cynthia.»

- ¡Teneos! ¡Alto!

La voz era una débil vibración en el aire, menos sonora que las corrientes de la montaña. Pero los guerreros retrocedieron y bajaron las espadas.

Harpago luchaba por incorporarse en el charco de su propia sangre. Su piel aparecía gris.

- ¡No, teneos! ¡Esperad! Hay un designio aquí. Mithra no me habría fulminado a menos que...

Hizo a sus enemigos una señal con la cabeza. Everard bajó la espada, avanzó cojeando y se arrodilló junto a Harpago, el cual se dejó caer en sus brazos.

- Tú eres compatriota del rey - dijo con voz ronca que salía de sus sangrientos labios -. No me lo niegues. Pero sábelo... Harpago, hijo de Khshavavarsha, no es un traidor.

El delgado cuerpo se irguió, imperioso, como ordenando a la muerte que esperara.

- Yo sabia la existencia de fuerzas celestes... o infernales... (no lo sé bien aún), que favorecían la llegada del rey. Las empleé, y también a este, no en mi provecho, sino en beneficio de la lealtad jurada a mi propio soberano, Astiages, el cual necesitaba un Ciro, a menos de consentir que el reino se despedazara. Después, por su crueldad, Astiages perdió el derecho a mi juramento. Pero yo aún era un medo. Vi en Ciro la única esperanza, la mejor esperanza del país de Media, porque ha sido un buen rey para nosotros también, honrándonos en sus dominios casi igual que a los persas. ¿Lo comprendes, paisano del rey?

Unos sombríos ojos buscaron a Everard con vaga mirada.

- Yo quería capturarte, coger tu aparato, aprender su uso y luego matarte, sí; pero no por mi bien, sino por el del reino. Temía que te llevaras al rey a vuestra patria, adonde sé que él anhela ir. Y entonces, ¿qué sería de nosotros? Sé piadoso, puesto que tú también has de esperar merced.

- Lo seré - prometió Everard -; el rey se quedará.

- Está bien - suspiró Harpago -. Creo que dices verdad. No me atrevo a pensar de otro modo. Así, pues, ¿me he redimido - preguntó ansioso - del asesinato que cometí por orden de mi rey, dejando en la montaña a un niño indefenso y viéndole morir? ¿Me he redimido, paisano del rey? Porque fue la muerte de aquel príncipe lo que casi nos llevó a la ruina... pero encontré otro Ciro, y nos salvamos. ¿Me he redimido?

- Te has redimido - contestó Everard, preguntándose hasta qué punto podía él absolver. Harpago cerró los ojos.

- Entonces, déjame - dijo como el débil eco de una orden.

Everard le dejó en tierra y se hizo atrás cojeando. Los dos persas se arrodillaron junto a su jefe, realizando ciertos ritos. El tercer hombre volvió a su contemplación. Everard se sentó bajo un árbol, desgarró una tira de la capa y vendó sus heridas. La de la pierna necesitaría cuidados. Tenía que encontrar su saltatiempos. No sería divertido, pero ya se lo arreglaría, y pronto un médico de la Patrulla podría curarle en pocas horas con una ciencia médica ignorada en su época de origen.

Se dirigiría a cualquier oficina sucursal, de ambiente oscuro, porque en la del siglo XX le harían demasiadas preguntas a las que no podría contestar, pues si los superiores averiguaban sus propósitos, se los prohibirían, casi de seguro.

La solución se le había ocurrido, no como un cegador relámpago, sino como la fatigada conciencia de un conocimiento que, de fijo, estaba ya en su subconsciente hacía tiempo. Se echó hacia atrás conteniendo la respiración. Los otros cuatro persas llegaron y se les contó lo acaecido. Ninguno hizo caso a Everard, salvo en ocasionales miradas, en que luchaban el terror y la dignidad, e hicieron furtivos signos contra el mal. Levantaron a su difunto jefe, así como a los que le habían acompañado en la muerte, y los transportaron a la selva. Cerró la noche. Se oía el graznido de un búho.




9


El Gran Rey se sentó en la cama. Había escuchado un ruido tras las cortinas. Cassandane, la reina, se estremeció entre sueños. Una delgada mano le había rozado la cara. Pregunto:

- ¿Qué pasa, sol de mi cielo?

- No sé - contestó él.

Su mano buscó el arma que siempre ponía bajo la almohada.

La mano de ella se le posó a él en el pecho y murmuré, súbitamente alarmada:

- No, es mucho. Tu corazón bate como un tambor de guerra.

- Quédate ahí - le ordenó él, saltando del lecho. La luz de la luna resplandecía sobre un cielo de púrpura intenso, visible a través de la ventana, rasgada hasta el suelo. Lanzó una confusa mirada a un espejo de bronce pulido, sintiendo el frío aire sobre la piel desnuda.

Un objeto metálico y oscuro, cuyo ocupante agarraba dos manivelas y, ocasionalmente, oprimía los diminutos controles de un cuadro de mandos, se deslizó por la ventana como una sombra. Aterrizó en la alfombra sin un sonido, y su ocupante salió de él. Era un hombre corpulento, que vestía una túnica griega y un casco.

- ¡Manse! ¿Has vuelto?

- ¡Habla más alto! - le reprendió Everard, sarcástico -. ¿Crees que nadie puede oírnos? Espero que no se fijasen en mí. Me posé directamente en el tejado y me dejé deslizar suavemente por antigravitación.

- Hay guardias junto a la puerta - explicó Dennison -, pero no entrarán mientras yo no grite o toque este batintín.

- Bueno. Vístete.

Dennison soltó su espada y quedó inmóvil un instante. Luego preguntó:

- ¿Has encontrado salida?

- Quizá, quizá.

Everard apartó su mirada de Keith y sus dedos tabalearon sobre el cuadro de mandos de la máquina. Por fin dijo:

- Mira, Keith. Tengo una idea que puede resultar o no. Necesitaré tu ayuda para ponerla en práctica. Si resulta, puedes volver a casa. La oficina central de la Patrulla aceptará el hecho consumado y pasará por alto el quebrantamiento de algunas normas. Pero si falla, tendrás que volver a esta misma noche y seguir siendo Ciro toda tu vida. ¿Podrás hacerlo?

Dennison tembló de algo más que de frío. Respondió muy bajo:

- Creo que sí.

- Soy más fuerte que tú - explicó Everard rudamente -, y solo yo llevaré armas. Te volveré aquí por la fuerza. ¿Me obligarás a hacerlo? No; por favor.

- No lo haré - afirmó Dennison con un gran suspiro.

- Entonces, esperemos que las normas nos ayuden. Vamos, vístete. Te explicaré mi plan mientras viajamos. Di adiós a este año y confía en que no haya de ser «Hasta luego», porque si mi plan resulta, ni tú, ni yo, ni nadie volverá a verlo jamás.

Dennison, que se dirigía hacia un montón de ropas arrinconadas, para que un esclavo las retirase por la mañana, se detuvo y preguntó:

- ¿Qué?

- Vamos a volver a escribir la Historia - explicó Everard -. O quizá a restaurarla tal como habría sido antes. No lo sé. Ven; salta a bordo.

- Pero...

- ¡Rápido, hombre, rápido! Comprende que retrocedo al mismo día en que nos separamos, que en este momento me estoy arrastrando por las montañas con una pierna herida, con objeto de ayudarte. ¡Vamos, muévete!

La decisión se pintó en los ojos de Dennison. Sus facciones no eran visibles en la oscuridad, pero se le ovó decir, muy bajo y claro:

- Tengo que dar un adiós personalísimo.

- ¿A quién?

- A Cassandane. Ha sido mi mujer aquí durante, ¡Dios mío!, catorce años, me ha dado tres hijos, me ha cuidado durante dos enfermedades y en un montón de accesos de desesperación, y una vez, con los medos a nuestras puertas, sacó a las mujeres de Pasargadae en nuestro apoyo, ¡y los vencimos! Dame cinco minutos, Manse.

- ¡Conforme, conforme! Aunque temo que se tarde más en enviar a un eunuco a un cuarto y...

- Está aquí.

Everard quedó un momento como fulminado, pensando:

«Me esperabas esta noche y creías que podría llevarte junto a Cynthia. ¡Y ahora piensas en Cassandane!»

Y luego, cuando las yemas de sus dedos empezaron a lastimarse por lo fuertemente que asía el puño de su espada, rectificó.

«¡Oh, cállate, Everard! No seas tan moralista.» Ya volvía Dennison. Sin decir palabra, se vistió y trepó al asiento trasero del vehículo. Everard arrancó; instantáneamente, la habitación se desvaneció a sus ojos, y la luz de la luna les inundó ya sobre las lejanas colinas. Una ráfaga de aire frío los envolvía.

- ¡Y ahora, a Ecbatana!

- Everard encendió el proyector y ajustó los mandos según los rumbos marcados en su mapa.

Dennison preguntó:

- Ec... ¡Ah!, ¿quieres decir Hagmatan, la antigua capital de la Media?

En su voz se advertía el asombro.

- Pero ¡si aquel palacio es sólo una residencia de verano ahora!

- Me refiero a la Ecbatana de hace treinta y seis años.

- ¡Eh!

- Mira; todos los historiadores científicos estarán, en lo futuro, convencidos de que la historia de Ciro, tal como la relatan Herodoto y los persas, es pura fábula. Bien; quizá estén completamente en lo cierto. Quizá tus experiencias en el espacio-tiempo solo hayan sido ligeras desviaciones de aquellas que la Patrulla trata de corregir.

- Comprendo.. - contestó Dennison lentamente.

- Tú has estado bastantes veces en la corte de Astiages, mientras fuiste su vasallo, supongo. Muy bien; guiame. Buscamos al viejo mamarracho, con preferencia solo y de noche.

- Dieciséis años es mucho tiempo - dijo Keith.

- ¿Cómo?

- Si vas, de todos modos, a cambiar el curso de la Historia, ¿por qué utilizarme ahora? Ven a buscarme siendo Ciro el Grande un año, lo bastante para que me sea familiar Ecbatana, pero...

- Lo siento; no. No me atrevo. Así y todo, nos ceñimos demasiado al viento, tal como vamos. Dios sabe a qué secundario recoveco de la historia universal puede afectarle esto. Aunque nos saliera bien lo que tú dices, la Patrulla nos enviaría desterrados a otro planeta por correr tal riesgo.

- Bien; comprendo.

- Y tú - prosiguió Everard - no eres tampoco un tipo suicida. ¿Desearías que tu yo actual no hubiera existido nunca? Piensa un minuto en lo que eso significa.

Accionó sus mandos. Keith se estremeció al exclamar:

- ¡Mithra! ¡Tienes razón! ¡No hablemos más de ello!

- Ya llegamos - afirmó Everard, girando el conmutador principal.

Se hallaban sobre una ciudad amurallada, de extraña disposición. Aunque alumbrada por la luna, la ciudad era a sus ojos un negro montón de edificaciones. Everard buscó en las bolsas. Dijo:

- Aquí están. Ponte éstas ropas. Me las dieron los muchachos de la oficina del Medio Mohenjodaro al conocer mi intento. Su situación es tal que necesitan a menudo este tipo de disfraces.

El aire silbaba apagadamente cuando pusieron proa a tierra.

Dennison pasó una mano sobre los hombros de Everard y señaló:

- Aquello es el palacio. El dormitorio regio está en el ala este.

El edificio era más pesado y menos esbelto que el suyo en Pasargadae. Everard contempló un par de blancos toros alados, en un jardín otoñal, del tiempo de los asirios. Al ver que las ventanas que tenía delante eran harto estrechas para entrar por ellas, lanzó un juramento y se dirigió a la puerta más próxima. Un par de centinelas a caballo vieron lo que se les venía encima y dieron un grito. Las bestias se encabritaron y los jinetes cayeron. La máquina de Everard enfiló la puerta. Un nuevo milagro no iba a modificar la Historia, especialmente porque entonces se creía en ellos tan firmemente como hoy se cree en las píldoras de vitaminas, y, posiblemente, con más razón. Unas lámparas guiaron su paso por un corredor, donde esclavos y guardias chillaron aterrados. A la puerta del regio dormitorio sacó la espada y llamó con el pomo.

- Empieza a hablar, Keith - ordenó -. Tú conoces la versión meda del ario.

- Abre, Astiages - rugió Dennison -. Abre al mensajero de Ahuramazda.

Con cierta sorpresa por parte de Everard, el hombre que estaba dentro obedeció. Astiages era tan valeroso como la mayoría de su pueblo. Pero cuando el rey (de cara gruesa y tosca, como de persona de mediana edad) vio a dos seres vistosamente vestidos, con halos en torno a sus cabezas y alas luminosas, sentados en un trono de hierro que flotaba en el aire, cayó de rodillas.

Everard oyó a Keith tronar en el mejor estilo castrense, usando un dialecto que no pudo seguir, diciendo:

- ¡Oh vasallo inicuo; la cólera del cielo está sobre ti! ¿Crees que tu menor pensamiento, aunque se oculte en la oscuridad que lo engendró, está siempre oculto al Ojo del Día? ¿Piensas que el omnipotente Ahuramazda permitirá un hecho tan vil como el que meditas?...

Everard no escuchaba, absorto en sus propios pensamientos. Harpago estaba, probablemente, en esta misma ciudad, aún no manchado por la culpa y lleno de juventud. Ahora no sufriría jamás el peso de tal crimen; jamás abandonaría a un niño en la montaña ni se apoyaría en su lanza mientras el niño lloraba y temblaba, para acabar inmóvil. Ahora se rebelaría por su propia cuenta, sería el ciliarca de Ciro, pero no moriría en brazos de su enemigo en una selva encantada; y cierto persa, cuyo nombre ignoraba Everard, no caería bajo la espada de un griego ni entraría lentamente en el no ser.

«Aún está impresa en mis células cerebrales la memoria de los dos hombres que maté; hay una cicatriz en mi pierna; Keith Dennison tiene todavía cuarenta y siete años y ha aprendido a pensar como rey.»

- Sabe, Astiages - proseguía Keith - que ese niño, Ciro, es el favorito del cielo. Y el cielo es misericordioso; estás advertido de que si manchas tu alma con su inocente sangre, tu pecado jamás se borrará. ¡Deja que Ciro crezca en el Anshan, o andarás eternamente con Ahriman. ¡Mithra ha hablado!

Astiages se arrastraba con la cara pegada al suelo.

- ¡Vámonos! - concluyó Dennison en inglés.

Everard saltó a las colinas persas en dirección a un futuro treinta y seis años posterior. La luz de la luna caía sobre los cedros, cerca de una carretera y de una corriente de agua. Hacía frío y aullaba un lobo.

Hizo aterrizar al vehículo, saltó de él y empezó a despojarse de sus vestidos. La barbuda faz de Dennison salió de la máscara con gesto de extrañeza.

- Me pregunto.. .- dijo, y su voz casi se perdía en el silencio de la montaña - si no habremos puesto demasiado terror en el alma de Astíages. La Historia dice que, cuando la rebelión persa, él hizo la guerra a Ciro durante tres años.

- Siempre podemos llegar al principio de las hostilidades y darle una visión que le infunda confianza - arguyó Everard tratando de ser realista -. Pero no creo que sea necesario. Apartará sus manos del príncipe; pero cuando un vasallo se rebela, ¡bueno!, será... bastante loco para despreciar lo que entonces parecerá solo un sueño. Además, los intereses de los propios nobles medos, arraigados allí, apenas le permitirían ceder. Pero dejemos eso... ¿No tiene el rey que presidir una procesión en las fiestas del equinoccio de otoño?

- Sí. Vamos de prisa.

- La luz del sol brillaba ardiente sobre Pasargadae. Dejaron su vehículo oculto y anduvieron a pie, como dos viajeros entre muchos que formaban una corriente, celebrando el cumpleaños de Mithra. Por el camino preguntaron qué había ocurrido, pretextando una ausencia de varios años. Las respuestas les satisficieron, concordando con detalles que la memoria de Dennison recordaba, pero que la Historia no ha recogido.

Al fin se detuvieron, bajo un helado cielo azul, rodeados de miles de personas, e hicieron acatamiento a Ciro el Grande cuando pasó a su altura cabalgando entre sus cortesanos Kobad, Creso y Harpago, y seguido del orgullo y la pompa de Persia.

- Es más joven que yo murmuró Dennison -. Ya sospeché que lo sería. Y un poco más bajo... Una cara enteramente distinta, ¿no? Pero servirá.

- ¿Quieres quedarte a la fiesta? - propuso Everard.

- No - respondió Dennison, arrebujándose en la capa, pues el aire era frío y crudo -. Regresemos. Ha pasado mucho tiempo. Como si nunca hubiera sucedido.

- ¡Eso! - pero Everard parecía más sombrío de lo que correspondía a un rescatador.

«Como si nunca hubiera sucedido...»


10


Keith Dennison salió del ascensor de un edificio neoyorquino. Estaba vagamente sorprendido de no haber recordado el aspecto. Ni siquiera hacía memoria del número correspondiente al cuarto, y tuvo que consultar su agenda. Detalles, detalles... Trataba de dominar su temblor.

Cynthia en persona abrió la puerta al acercarse él.

- ¡Keith! - exclamó, casi interrogando.

El no pudo decir sino esto:

- Ya te advirtió Manse que volvería, ¿no? Me dijo que iba a hacerlo.

- Sí. No importa. No creía que tu aspecto pudiese haber cambiado tanto. Pero no importa. ¡Oh, amor mío!

Le hizo pasar, cerró la puerta y cayó en sus brazos.

El miró en torno suyo. Había olvidado el estilo recargado del cuarto. Aunque nunca coincidió con el gusto de su esposa, se había rendido a él.

El hábito de ceder a una mujer, e incluso el de pedirle opinión, era cosa que tenía que reaprender. Y no sería fácil.

Ella levantó su húmeda faz al encuentro del beso. ¿Era aquella como él la imaginaba? No podía recordar, no podía. En todo el tiempo de su separación solo había recordado que era pequeña y rubia. Había vivido con ella pocos meses. Cassandane le había llamado aquella misma mañana su estrella matutina, le había dado tres hijos y había hecho siempre cuanto él quiso durante catorce años.

- ¡Oh, Keith! ¡Bien venido a casa! - dijo la voz aguda y breve de ella.

«¡A casa! - pensó él -. ¡Dios!»


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