'

SEARCH GOOGLE

..

-

sábado, 14 de enero de 2012

Herbert West: Reanimador




H.P. Lovecraft
Herbert West: Reanimador
(Herbert West: Reanimator-1922)



I. De la Oscuridad
De Herbert West, amigo mío durante el tiempo de la universidad y
posteriormente, no puedo hablar sino con extremo terror. Terror que no se debe
totalmente a la forma siniestra en que desapareció recientemente, sino que tuvo
origen en la naturaleza entera del trabajo de su vida, y adquirió gravedad por
primera vez hará más de diecisiete años, cuando estábamos en tercer año de
nuestra carrera, en la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic de
Arkham. Mientras estuvo conmigo, lo prodigioso y diabólico de sus
experimentos me tuvieron completamente fascinado, y fui su más íntimo
compañero. Ahora que ha desaparecido y se ha roto el hechizo, mi miedo es
aún mayor. Los recuerdos y las posibilidades son siempre más terribles que la
realidad.
El primer incidente horrible durante nuestra amistad supuso la mayor
impresión que yo había llevado hasta entonces, y me cuesta tenerlo que repetir.
Ocurrió, como digo, cuando estábamos en la Facultad de Medicina, donde West
se había hecho ya famoso con sus descabelladas teorías sobre la naturaleza de la
muerte y la posibilidad de vencerla artificialmente. Sus opiniones, muy
ridiculizadas por el profesorado y los compañeros, giraban en torno a la
naturaleza esencialmente mecanicista de la vida, y se referían al modo de poner
en funcionamiento la maquinaria orgánica del ser humano mediante una acción
química calculada, después de fallar los procesos naturales. Con el fin de
experimentar diversas soluciones reanimadoras, había matado y sometido a
tratamiento a numerosos conejos, cobayas, gatos, perros y monos, hasta
convertirse en la persona más enojosa de la Facultad. Varias veces había
logrado obtener signos de vida en animales supuestamente muertos; en muchos
casos, signos violentos de vida; pero pronto se dio cuenta de que la perfección,
de ser efectivamente posible, comportaría necesariamente toda una vida
dedicada a la investigación. Así mismo, vio claramente que, puesto que la
misma solución no actuaba del mismo modo en diferentes especies orgánicas,
necesitaba disponer de sujetos humanos si quería lograr nuevos y más
especializados progresos. Y aquí es donde chocó, con las autoridades
universitarias, y le fue retirado el permiso para efectuar experimentos, nada
menos que por el propio decano de la Facultad de Medicina, el sabio y
bondadoso doctor Allan Hales, cuya obra en pro de los enfermos es recordada
por todos los vecinos antiguos de Arkham.
Yo siempre me había mostrado excepcionalmente tolerante con los trabajos de
West, y a menudo hablábamos de sus teorías, cuyas derivaciones y corolarios
eran casi infinitos. Sosteniendo con Haeckel que toda vida es un proceso
químico y físico, y que la supuesta "alma" es un mito, mi amigo creía que la
reanimación artificial de los muertos podía depender sólo del estado de los
tejidos; y que, a menos que se hubiese iniciado una verdadera descomposición,
todo cadáver totalmente dotado de órganos era susceptible de recibir mediante
el adecuado tratamiento, esa condición peculiar que se conoce como vida. West
comprendía perfectamente que el más ligero deterioro de las células cerebrales
ocasionadas por un período letal incluso fugaz podía dañar la vida intelectual y
psíquica.
Al principio, tenia esperanzas de encontrar un reactivo capaz de restituir la
vitalidad antes de la verdadera aparición de la muerte, y solo los repetidos
fracasos en animales le habían revelado que eran incompatibles los
movimientos vitales naturales y los artificiales. Entonces se procuró ejemplares
extremadamente frescos y les inyectó sus soluciones en la sangre,
inmediatamente después de la extinción de la vida. Tal circunstancia volvió
enormemente escépticos a los profesores, ya que entendieron que en ningún
caso se había producido una verdadera muerte. No se pararon a considerar la
cuestión detenida y razonablemente.
Poco después de que el profesorado le prohibiese continuar sus trabajos, West
me confió su decisión de conseguir ejemplares frescos de una manera o de otra,
y reanudar en secreto los experimentos que no podía realizar abiertamente. Era
horrible oírle hablar sobre el medio y manera de conseguirlos; en la Facultad
nunca habíamos tenido que ocuparnos nosotros de allegar ejemplares para las
prácticas de anatomía. Cada vez que mermaba el depósito, dos negros de la
localidad se encargaban de subsanar este déficit sin que se les preguntase jamás
su procedencia. West era por entonces un joven, delgado y con gafas, de
facciones delicadas, pelo amarillo, ojos azul pálido y voz suave; y era extraño
oírle explicar cómo la fosa común era relativamente más interesante que el
cementerio perteneciente a la Iglesia de Cristo dado que casi todos los cuerpos
de la Iglesia de Cristo estaban embalsamados; lo cual, evidentemente, hacía
imposibles las investigaciones de West.
Por entonces era yo su ferviente y cautivado auxiliar, y le ayude en todas sus
decisiones; no sólo en las que se referían a la fuente de abastecimiento de
cadáveres, sino también en las concernientes al lugar adecuado, para nuestro
repugnante trabajo. Fui yo quien pensó en la granja deshabitada de Chapman,
al otro lado de Meadow Hill; allí habilitamos una habitación de la planta baja
para sala de operaciones y otra para laboratorio, dotándolas de gruesas
cortinas, a fin de ocultar nuestras actividades nocturnas. El lugar estaba retirado
de la carretera, y no había casas a la vista; de todos modos, había que extremar
las precauciones, ya que el más leve rumor sobre extrañas luces que cualquier
caminante nocturno hiciese correr podía resultar catastrófico para nuestra
empresa. Si llegaban a descubrirnos, acordamos decir que se trataba de un
laboratorio químico.
Poco a poco equipamos nuestra siniestra guarida científica, con materiales
comprados en Boston o sacados a escondidas de la facultad -- materiales
cuidadosamente camuflados, a fin de hacerlos irreconocibles, salvo para unos
ojos expertos-- , y nos proveímos de palas y picos para los numerosos
enterramientos que tendríamos que efectuar en el sótano. En la facultad había
un incinerador, pero un aparato de ese género era demasiado costoso para un
laboratorio clandestino como el nuestro. Los cuerpos eran siempre un engorro...
incluso los minúsculos cadáveres de cobaya de los experimentos secretos que
West realizaba en su habitación de la pensión donde vivía.
Seguíamos las noticias necrológicas locales como vampiros, ya que nuestros
ejemplares requerían condiciones determinadas. Lo que queríamos eran
cadáveres enterrados poco después de morir y sin preservación artificial
alguna; preferiblemente, exentos de malformaciones morbosas y, desde luego,
con todos los órganos. Nuestras mayores esperanzas estaban en las víctimas de
accidentes. Durante varias semanas no tuvimos noticias de ningún caso
apropiado, aunque hablábamos con las autoridades del depósito y del hospital,
fingiendo representar los intereses de la facultad, si bien con no demasiada
frecuencia en todos los casos, de manera que quizá necesitáramos quedarnos en
Arkham durante las vacaciones, en que sólo se impartían las limitadas clases de
los cursos de verano. Al final nos sonrió la suerte; pues un día nos enteramos de
que iban a enterrar en la fosa común un caso casi ideal: un obrero joven y
fornido que se había ahogado el día anterior en Summer's Pond, al que habían
enterrado sin dilaciones ni embalsamamientos, por cuenta de la ciudad. Esa
tarde localizamos la nueva sepultura, y decidimos empezar a trabajar poco
después de la medianoche.
Fue una labor repugnante la que acometimos en la oscuridad de las primeras
horas de la madrugada, aún cuando en aquella época no teníamos ese horror
especial a los cementerios que nuestras experiencias posteriores nos despertó.
Llevamos palas y lámparas de petróleo porque, si bien ya habían linternas
eléctricas entonces, no eran tan satisfactorias como esos aparatos de tungsteno
de hoy día. El trabajo de exhumación fue lento y sórdido -- podía haber sido
horriblemente poético, si en vez de científicos hubiéramos sido artistas-- ; y
sentimos alivio cuando nuestras palas chocaron con madera. Una vez que la
caja de pino quedó enteramente al descubierto bajo West, quitó la tapa, saco el
contenido y lo dejó apoyado. Me incliné, lo agarré, y entre los dos lo sacamos de
la fosa; a continuación trabajamos denodadamente para dejar el lugar como
antes. La empresa nos había puesto algo nerviosos; sobre todo, el cuerpo tieso y
la cara inexpresiva de nuestro primer trofeo; pero nos las arreglamos para
borrar todas las huellas de nuestra visita. Cuando quedó aplanada la ultima
paletada de tierra, metimos el ejemplar en un saco de lienzo y emprendimos el
regreso hacia la granja del viejo Chapman, al otro lado de Meadow Hill.
En una improvisada mesa de disección instalada en la vieja granja, a la luz de
una potente lámpara de acetileno, el ejemplar no ofrecía un aspecto demasiado
espectral. Había sido un joven robusto y poco imaginativo, al parecer un tipo
saludable, y plebeyo -- constitución ancha, ojos grises y cabello castaño-- ; un
animal sano, sin complejidades psicológicas, y probablemente con unos
procesos vitales de lo más simple y sanos. Ahora bien, con los ojos cerrados,
parecía más dormido que muerto; sin embargo, la prueba experta de mi amigo
disipó en seguida toda duda al respecto. Al fin teníamos lo que West siempre
había deseado: un muerto verdaderamente ideal, apto para la solución que
habíamos preparado con minuciosos cálculos y teorías; a fin de utilizar en el
organismo humano. Nuestra tensión era enorme. Sabíamos que las
posibilidades de lograr un éxito completo eran remotas, y no podíamos
reprimir un miedo horrible a las grotescas consecuencias de una posible
animación parcial. Nos sentíamos especialmente aprensivos en lo que se refiera
a la mente y a los impulsos de la criatura, ya que podía haber sufrido un
deterioro en las delicadas células cerebrales con posterioridad a la muerte. Por
lo que a mí respecta, aún conservaba una curiosa noción tradicional del "alma"
humana, y sentía cierto temor ante los secretos que podía revelar alguien que
regresaba del reino de los muertos. Me preguntaba qué visiones podía haber
presenciado este plácido joven, si volvía plenamente a la vida. Pero mi
expectación no era excesiva, ya que compartía casi en su mayor parte el
materialismo de mi amigo. Él se mostró más tranquilo que yo al inyectar una
buena dosis de su fluido en una vena del brazo del cadáver, y vendar
inmediatamente el pinchazo.
La espera fue espantosa, pero West no perdió el aplomo en ningún momento.
De cuando en cuando, aplicaba su estetoscopio al ejemplar, y soportaba
filosóficamente los resultados negativos. Al cabo de unos tres cuartos de hora,
viendo que no se producía el menor signo de vida, declaró decepcionado que la
solución era inapropiada; sin embargo decidió aprovechar al máximo esta
oportunidad, y probar una modificación de la formula, antes de deshacerse de
su macabra presa. Esa tarde habíamos cavado una sepultura en el sótano, y
tendríamos que llenarla al amanecer, pues aunque habíamos puesto cerradura a
la casa, no queríamos correr el más mínimo riesgo de que se produjera un
desagradable descubrimiento. Además, el cuerpo no estaría ni medianamente
fresco a la noche siguiente. De modo que trasladamos la solitaria lámpara de
acetileno al laboratorio contiguo -- dejando a nuestro mudo huésped a oscuras
sobre la losa-- y nos pusimos a trabajar en la preparación de una nueva
solución, tras comprobar West el peso y las mediciones casi con fanático
cuidado.
El espantoso suceso fue repentino y totalmente inesperado. Yo estaba vertiendo
algo de un tubo de ensayo a otro, y West se encontraba ocupado con la lámpara
de alcohol -- que hacía las veces de mechero Bunsen en ese edificio sin
instalación de gas-- , cuando de la habitación que habíamos dejado a oscuras
brotó la más horrenda y demoníaca sucesión de gritos jamás oída por ninguno
de los dos. No habría sido más espantoso el caos de alaridos si el abismo se
hubiese abierto para liberar la angustia de los condenados, ya que en aquella
cacofonía inconcebible se concentraba el supremo terror y desesperación de la
naturaleza animada. No podían ser humanos -- un hombre no es capaz de
proferir gritos así-- ; y sin pensar en el trabajo que estábamos realizando, ni en
la posibilidad de que lo descubrieran, saltamos los dos por la ventana más
próxima como animales despavoridos, derribando tubos, lámparas y matraces,
y huyendo alocadamente a la estrellada negrura de la noche rural. Creo que
gritamos mientras corríamos frenéticamente hacia la ciudad; aunque al llegar a
las afueras adoptamos una actitud más contenida... lo suficiente como para
pasar por un par de juerguistas trasnochadores que regresaban a casa después
de una francachela.
No nos separamos, sino que nos refugiamos en la habitación de West, y allí
estuvimos hablando, con la luz de gas encendida, hasta que amaneció. A esa
hora nos habíamos serenado un poco discurriendo teorías plausibles y
sugiriendo ideas prácticas para nuestra investigación, de forma que pudimos
dormir todo el día, en lugar de asistir a clase. Pero esa tarde aparecieron dos
artículos en el periódico, sin relación alguna entre sí, que nos quitaron el sueño.
La vieja casa deshabitada de Chapman había ardido inexplicablemente,
quedando reducida a un informe montón de cenizas; eso lo entendíamos, ya
que habíamos volcado la lámpara. El otro, informaba que habían intentado
abrir la reciente sepultura de la fosa común, como si hurgado en la tierra
vanamente y sin herramientas. Esto nos resultaba incomprensible, ya que
habíamos aplanado muy cuidadosamente la tierra húmeda.
Y durante diecisiete años, West anduvo mirando por encima del hombro, y
quejándose de que le parecía oír pasos detrás de él. Ahora ha desaparecido.
II. El Demonio de la Peste
Jamás olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años, en que, como un
demonio maligno de las moradas de Eblis, se propagó el tifus solapadamente
por toda Arkham. Muchos recuerdan ese año por dicho azote satánico, ya que
un auténtico terror se cernió con membranosas alas sobre los ataúdes
amontonados en el cementerio de la Iglesia de Cristo; sin embargo, hay un
horror mayor aún que data de esa época: un horror que sólo yo conozco, ahora
que Herbert West ya no está en este mundo.
West y yo hacíamos trabajo de postgraduación en el curso de verano de la
Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, y mi amigo había
adquirido gran notoriedad debido a sus experimentos encaminados a la
revivificación de los muertos. Tras la matanza científica de innumerables
bestezuelas, la monstruosa labor quedó suspendida aparentemente por orden
de nuestro escéptico decano, el doctor Allan Halsey; pero West había seguido
realizando ciertas pruebas secretas en la sórdida pensión donde vivía, y en una
terrible e inolvidable ocasión se había apoderado de un cuerpo humano de la
fosa común, transportándolo a una granja situada a otro lado de Meadow Hill.
Yo estuve con él en aquella ocasión, y le vi inyectar en las venas exánimes el
elixir que según él, restablecería en cierto modo los procesos químicos y físicos.
El experimento había terminado horriblemente -- en un delirio de terror que
poco a poco llegamos a atribuir a nuestros nervios sobreexcitados-- , West ya no
fue capaz de librarse de la enloquecedora sensación de que le seguían y
perseguían. El cadáver no estaba lo bastante fresco; es evidente que para
restablecer las condiciones mentales normales el cadáver debe ser
verdaderamente fresco; por otra parte, el incendio de la vieja casa nos había
impedido enterrar el ejemplar. Habría sido preferible tener la seguridad de que
estaba bajo tierra.
Después de esa experiencia, West abandonó sus investigaciones durante algún
tiempo: pero lentamente recobró su celo de científico nato, y volvió a
importunar a los profesores de la Facultad pidiéndoles permiso para hacer uso
de la sala de disección y ejemplares humanos frescos para el trabajo que él
consideraba tan tremendamente importante. Pero sus súplicas fueron
completamente inútiles, ya que la decisión del doctor Halsey fue inflexible, y
todos los demás profesores apoyaron el veredicto de su superior. En la teoría
fundamental de la reanimación no veían sino extravagancias inmaduras de un
joven entusiasta cuyo cuerpo delgado, cabello amarillo, ojos azules y miopes, y
suave voz no hacían sospechar el poder supranomal -- casi diabólico-- del
cerebro que albergaba en su interior. Aún le veo como era entonces y me
estremezco. Su cara se volvió más severa, aunque no más vieja. Y ahora Sefton
carga con la desgracia, y West ha desaparecido.
West chocó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de nuestro
ultimo año de carrera, en una disputa que le reportó menos prestigio a él que al
bondadoso decano en lo que a cortesía se refiere. Afirmaba que este hombre se
mostraba innecesariamente e irracionalmente grande; una obra que deseaba
comenzar mientras tenía la oportunidad de disponer de las excepcionales
instalaciones de la facultad. El que los profesores, apegados a la tradición
ignorasen los singulares resultados tenidos en animales, y persistiesen en negar
la posibilidad de reanimación, era indeciblemente indignante, y casi
incomprensibles para un joven del temperamento lógico de West. Sólo una
mayor madurez podía ayudarle a entender las limitaciones mentales crónicas
del tipo "doctor-profesor", producto de generaciones de puritanos mediocres,
bondadosos, conscientes, afables, y corteses, a veces, pero siempre rígidos,
intolerantes, esclavos de las costumbres y carentes de perspectivas. El tiempo es
más caritativo con estas personas incompletas aunque de alma grande, cuyo
defecto fundamental, en realidad, es la timidez, y las cuales reciben finalmente
el castigo de la irrisión general por sus pecados intelectuales: su ptolemismo, su
calvinismo, su antidarwinismo, su antinietzaheísmo, y por toda clase de
sabbatarinanismo y leyes suntuarias que practican. West, joven a pesar de sus
maravillosos conocimientos científicos, tenía escasa paciencia con el buen
doctor Halsey y sus eruditos colegas, y alimentaba un rencor cada vez más
grande, acompañado de un deseo de demostrar la veracidad de sus teorías a
estas obtusas dignidades de alguna forma impresionante y dramática. Y como
la mayoría de los jóvenes, se entregaban a complicados sueños de venganza, de
triunfo y de magnánima indulgencia final.
Y entonces había surgido el azote, sarcástico y letal, de las cavernas
pesadillescas del Tártaro. West y yo nos habíamos graduado cuando empezó,
aunque seguíamos en la Facultad, realizando un trabajo adicional del curso de
verano, de forma que aún estábamos en Arkham cuando se desató con furia
demoníaca en toda la ciudad. Aunque todavía no estábamos autorizados para
ejercer, teníamos nuestro título, y nos vimos frenéticamente requeridos a
incorporarnos al servicio público, al aumentar él numero de los afectados. La
situación se hizo casi incontrolable, y las defunciones se producían con
demasiada frecuencia para que las empresas funerarias de la localidad pudieran
ocuparse satisfactoriamente de ellas. Los entierros se efectuaban en rápida
sucesión, sin preparación alguna, y hasta el cementerio de la Iglesia de Cristo
estaba atestado de ataúdes de muertos sin embalsamar. Esta circunstancia no
dejó de tener su efecto en West, que a menudo pensaba en la ironía de la
situación: tantísimos ejemplares frescos, y sin embargo, ¡ninguno servía para
sus investigaciones!. Estábamos tremendamente abrumados de trabajo, y una
terrible tensión mental y nerviosa sumía a mi amigo en morbosas reflexiones.
Pero los afables enemigos de West no estaban enfrascados en agobiantes
deberes. La facultad había sido cerrada, y todos los doctores adscritos a ella
colaboraban en la lucha contra la epidemia de tifus. El doctor Halsey, sobre
todo, se distinguía por su abnegación, dedicando toda su enorme capacidad,
con sincera energía, a los casos que muchos otros evitaban por el riesgo que
representaban, o por juzgarlos desesperados. Antes de terminar el mes, el
valeroso decano se había convertido en héroe popular aunque el no parecía
tener conciencia de su fama, y se esforzaba en evitar el desmoronamiento por
cansancio físico y agotamiento nervioso. West no podía por menos de admirar
la fortaleza de su enemigo; pero precisamente por esto estaba más decidido aún
a demostrarle la verdad de sus asombrosas teorías. Una noche, aprovechando la
desorganización que reinaba en el trabajo de la Facultad y las normas sanitarias
municipales, se las arregló para introducir camufladamente el cuerpo de un
recién fallecido en la sala de disección, y le inyectó en mi presencia una nueva
variante de su solución. El cadáver abrió efectivamente los ojos, aunque se
limito a fijarlos en el techo con expresión de paralizado horror, antes de caer en
una inercia de la que nada fue capaz de sacarle, West dijo que no era su
suficientemente fresco; el aire caliente del verano no beneficia los cadáveres. Esa
vez estuvieron a punto de sorprendernos antes de incinerar los despojos, y
West no consideró aconsejable repetir esta utilización indebida del laboratorio
de la facultad.
El apogeo de la epidemia tuvo lugar en agosto. West y yo estuvimos a punto de
sucumbir en cuanto al doctor Halsey falleció el día catorce. Todos los
estudiantes asistieron a su precipitado funeral el día quince, y compraron una
impresionante corona, aunque casi la ahogaban los testimonios enviados por los
ciudadanos acomodados de Arkham y las propias autoridades del municipio.
Fue casi un acontecimiento público, dado que el decano había sido un
verdadero benefactor para la ciudad. Después del sepelio, nos quedamos
bastantes deprimidos, y pasamos la tarde en el bar de la Comercial House,
donde West, aunque afectado por la muerte de su principal adversario, nos hizo
estremecer a todos hablándonos de sus notables teorías. Al oscurecerse, la
mayoría de los estudiantes regresaron a sus casas o se incorporaron a sus
diversas publicaciones; pero West me convenció para que le ayudase a "sacar
partida de la noche". La patrona de West nos vio entrar en la habitación
alrededor de las dos de la madrugada, acompañados de un tercer hombre, y le
contó a su marido que se notaba que habíamos cenado y bebido demasiado
bien.
Aparentemente, la avinagrada patrona tenía razón; pues hacia las tres, la casa
entera se despertó con los gritos procedentes de la habitación de West, cuya
puerta tuvieron que echar abajo para encontrarnos a los dos inconscientes,
tendidos en la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y
magullados, con trozos de frascos e instrumentos esparcidos a nuestro
alrededor. Sólo la ventana abierta revelaba que había sido de nuestro asaltante,
y muchos se preguntaron qué le habría ocurrido, después del tremendo salto
que tuvo que dar desde el segundo piso al césped. Encontraron ciertas ropas
extrañas en la habitación, pero cuando West volvió en sí, explicó que no
pertenecían al desconocido, sino que eran muestras recogidas para su análisis
bacteriológico, lo cual formaba parte de sus investigaciones sobre la transmisión
de enfermedades infecciosas. Ordenó que las quemasen inmediatamente en la
amplia chimenea. Ante la policía, declaramos ignorar por completo la identidad
del hombre que había estado con nosotros. West explicó con nerviosismo que se
trataba de un extranjero afable al que habíamos conocido en un bar de la ciudad
que no recordábamos. Habíamos pasado un rato algo alegres y West y yo no
queríamos que detuviesen a nuestro belicoso compañero.
Esa misma noche presenciamos el comienzo del segundo horror de Arkham;
horror que, para mí, iba a eclipsar a la misma epidemia. El cementerio de la
iglesia de Cristo fue escenario de un horrible asesinato; un vigilante había
muerto a arañazos, no sólo de manera indescriptiblemente espantosa, sino que
había dudas de que el agresor fuese un ser humano. La víctima había sido vista
con vida bastante después de la medianoche, descubriéndose el incalificable
hecho al amanecer. Se interrogó al director de un circo instalado en el vecino
pueblo de Bolton, pero este juró que ninguno de sus animales se había escapado
de su jaula. Quienes encontraron el cadáver observaron un rastro de sangre que
conducía a la tumba reciente, en cuyo cemento había un pequeño charco rojo,
justo delante de la entrada. Otro rastro más pequeño se alejaba en dirección al
bosque; pero se perdía enseguida.
A la noche siguiente, los demonios danzaron sobre los tejados de Arkham, y
una desenfrenada locura aulló en el viento. Por la enfebrecida ciudad anduvo
suelta una maldición, de la que unos dijeron que era más grande que la peste, y
otros murmuraban que era el espíritu encarnado del mismo mal. Un ser
abominable penetró en ocho casas sembrando la muerte roja a su paso...
dejando atrás el mudo y sádico monstruo un total de diecisiete cadáveres, y
huyendo después. Algunas personas que llegaron a verle en la oscuridad
dijeron que era blanco y como un mono malformado o monstruo antropomorfo.
No había dejado entero a nadie de cuantos había atacado, ya que a veces había
sentido hambre. El numero de víctimas ascendía a catorce; a las otras tres las
había encontrado ya muertas al irrumpir en sus casas, víctimas de la
enfermedad.
La tercera noche, los frenéticos grupos dirigidos por la policía lograron
capturarle en una casa de Crane Street, cerca del campus universitario. Habían
organizado la batida con toda minuciosidad, manteniéndose en contacto
mediante puestos voluntarios de teléfono; y cuando alguien del distrito de la
universidad informó que había oído arañar en una ventana cerrada,
desplegaron inmediatamente la red. Debido a las precauciones y a la alarma
general, no hubo más que otras dos víctimas, y la captura se efectuó sin más
accidentes. La criatura fue detenida finalmente por una bala; aunque no acabó
con su vida, y fue trasladada al hospital local, en medio del furor y la
abominación generales, porque aquel ser había sido humano. Esto quedó claro,
a pesar de sus ojos repugnantes, su mutismo simiesco, y su salvajismo
demoníaco. Le vendaron la herida y trasladaron al manicomio de Sefton, donde
estuvo golpeándose la cabeza contra las paredes de una celda acolchada
durante dieciséis años, hasta un reciente accidente, a causa del cual escapó en
circunstancias de las cuales a nadie le gusta hablar. Lo que más repugnó a
quienes lo atraparon en Arkham fue que, al limpiarle la cara a la monstruosa
criatura, observaron en ella una semejanza increíble y burlesca con un mártir
sabio y abnegado al que habían enterrado hacia tres días: el difunto doctor
Allan Halsey, benefactor público y decano de la Facultad de Medicina de la
Universidad Miskatonic.
Para el desaparecido Herbert West, y para mí, la repugnancia y el horror fueron
indecibles. Aun me estremezco, esta noche, mientras pienso en todo ello, y
tiemblo más aun de lo que temblé aquella mañana en que West murmuró entre
sus vendajes:
-¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!
III. Seis Disparos a la Luz de la Luna
No es corriente descargar los seis tiros de un revólver con toda precipitación,
cuando uno solo habría sido sin duda suficiente; pero hubo muchas cosas en la
vida de Herbert West que no eran corrientes. No es habitual, por ejemplo, que
un médico recién salido de la universidad se vea obligado a ocultar los motivos
que le impulsan a elegir determinada casa y consulta; sin embargo, ese fue el
caso de Herbert West. Cuando obtuvimos él y yo el título de la Facultad de
Medicina de la Universidad Miskatonic, y tratamos de paliar nuestra penuria
instalándonos como facultativos de medicina general, tuvimos mucho cuidado
en ocultar que habíamos elegido nuestra casa por su aislamiento y su
proximidad al cementerio.
Un deseo de soledad de esta naturaleza rara vez carece de motivos; y como es
natural, nosotros los teníamos también. Nuestras necesidades se debían a un
trabajo claramente impopular. Externamente éramos médicos tan solo; pero por
debajo de esa superficie había objetivos de una importancia mucho más grande
y terrible, ya que lo esencial en la vida de Herbert West era la búsqueda en las
negras y prohibidas regiones de lo desconocido, en las que esperaba descubrir
el secreto de la vida, y de devolver la animación perpetua al barro frío del
cementerio. Una búsqueda de ese género requiere extraños materiales, entre
ellos, cadáveres humanos recientes; y para mantenerse abastecido de tales
elementos indispensables, uno debe vivir discretamente, y no muy lejos de un
lugar de enterramientos anónimos.
West y yo nos habíamos conocido en la universidad, y fui el único que
simpatizó con sus espantosos experimentos. Gradualmente me había
convertido en su ayudante inesperado, y ahora que abandonábamos la
Universidad teníamos que seguir juntos. No era fácil que dos doctores
encontraran salida juntos; pero finalmente, por influencia de la universidad, se
nos proporcionó una consulta en Bolton, pueblo industrial próximo a Arkham,
la sede universitaria. Las fábricas textiles de Bolton son las más grandes del
valle de Miskatonic, y sus operarios políglotas no han sido jamás pacientes
gratos para los médicos de la localidad. Elegimos nuestra casa con el mayor
cuidado, y adoptamos finalmente un edificio ruinoso, próximo al final de Pond
Street, a cinco números de nuestro vecino más cercano. Y separada del
cementerio tan sólo por una extensión de pradera cortada por una estrecha
franja de espeso bosque que hay al norte. Dicha distancia era mayor de lo que
hubiéramos deseado; pero no encontramos una casa más cerca, a menos que
nos hubiésemos instalado en el otro lado del prado, lo que quedaba muy
retirado del distrito industrial. Pero no estábamos demasiado descontentos ya
que no teníamos vecinos, entre nosotros y nuestra siniestra fuente de
abastecimiento. El camino era algo largo, pero podíamos transportar nuestros
mudos ejemplares sin que nadie nos molestase.
Nuestro trabajo fue sorprendentemente abundante desde el principio mismo...
lo bastante abundante como para satisfacer a la mayoría de los jóvenes doctores,
y lo bastante abundante para resultar un aburrimiento y una pesadez para
aquellos estudiosos cuyo verdadero interés residía en otra cosa. Los
trabajadores de las fabricas eran de inclinación algo turbulentas; así que además
de sus numerosas necesidades de asistencia médica, sus frecuentes golpes,
cuchilladas y pendencias nos daban mucho trabajo. Pero lo que
verdaderamente acaparaba nuestro interés era el laboratorio secreto que
habíamos instalado en el sótano: un laboratorio con su mesa larga bajo las luces
eléctricas donde, en las primeras horas de la madrugada, inyectábamos a
menudo las diversas soluciones de West en las venas de los despojos que
sacábamos de la fosa común. West experimentaba, febrilmente, tratando de
encontrar algo que pusiese en marcha de nuevo los movimientos vitales, tras
haberlos interrumpido ese fenómeno que llamamos muerte; pero chocaba con
los más horrorosos obstáculos. La solución debía tener una composición
especial según los distintos tipos: la que servia para los conejillos de Indias no
valía para los seres humanos, y cada clase requería sensibles modificaciones.
Los cuerpos tenían que ser excepcionalmente frescos, dado que una ligera
descomposición del tejido cerebral hacia imposible que la reanimación fuese
perfecta. En efecto, el mayor problema estaba en conseguir cadáveres
suficientemente frescos... West había tenido experiencias horribles durante sus
investigaciones secretas en la universidad, con cadáveres de dudosa calidad.
Las consecuencias de una animación parcial o imperfecta eran mucho más
horrendas que los fracasos totales, y los dos teníamos recuerdos pavorosos de
ese tipo de resultados. Desde nuestra primera sesión demoníaca en la granja
deshabitada de Meadow Hill, Arkham, no habíamos dejado de sentir una
secreta amenaza; y West, aunque en casi todos los sentidos era un autómata
frío, científico, rubio y de ojos azules, confesaba a menudo, con un
estremecimiento, que le parecía que era víctima de una furtiva persecución.
Tenia la impresión de que le seguían; ilusión psíquica debida a sus nervios
trastornados, y aumentada por el hecho innegablemente perturbador de que al
menos uno de nuestros tres ejemplares reanimados aun seguía vivo: se trataba
de un ser espantoso y carnívoro, el cual permanecía encerrado en una celda
acolchada de Sefton. Había otro, además el primero, cuyo exacto destino nunca
llegamos a saber.
Tuvimos bastante suerte con los ejemplares de Bolton; mucha más que con los
de Arkham. Aún no hacia una semana que estábamos instalados, cuando nos
apoderamos de una víctima de accidente la misma noche de su entierro, y
conseguimos que abriese los ojos con una expresión asombrosamente lúcida,
antes de que fallara la solución. Había perdido un brazo... De haber tenido el
cuerpo integro, quizá hubiéramos tenido mas suerte. Entre esa fecha y el
siguiente mes de enero efectuamos tres ensayos más: uno fue un fracaso total;
en otro, conseguimos un claro movimiento muscular; en cuanto al tercero, el
resultado fue estremecedor: se levantó por sí solo y emitió un sonido gutural.
Luego vino un periodo de mala suerte; descendió el número de entierros, y los
que se efectuaban eran de ejemplares demasiado enfermos o mutilados para
poderlos aprovechar nosotros. Seguíamos la pista a todas las defunciones y
circunstancias en que estas ocurrían con un cuidado sistemático.
Una noche de marzo, sin embargo, conseguimos inesperadamente un ejemplar
que no provenía de la fosa común. El puritanismo imperante en Bolton, tenía
prohibida la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener las lógicas
consecuencias. Los combates mal dirigidos entre los obreros eran cosa corriente,
y de vez en cuando traían de fuera algún campeón profesional de escasa
categoría. Esa noche de finales de invierno habían celebrado un combate de este
tipo, evidentemente con desastrosas consecuencias, ya que vinieron a buscarnos
dos polacos asustados, suplicándonos en un lenguaje casi incoherente que
atendiésemos un caso muy secreto y desesperado. Les seguimos hasta un
cobertizo abandonado, donde todavía quedaba un grupo de espectadores
extranjeros, observando asustados un cuerpo negro que yacía exánime en el
suelo.
En el combate se habían enfrentado Kid O'Brien -- un joven torpe y ahora
tembloroso, con una nariz ganchuda muy poco irlandesa-- , y Buck Robinson,
"EI Betún de Harlem". El negro había sido noqueado; y tras un breve examen,
nos dimos cuenta de que no se recuperaría. Era un ser repugnante, con pinta de
gorila, unos brazos anormalmente largos que me parecían de manera inevitable
patas anteriores, y una cara que irremediablemente hacía pensar en los secretos
insondables del Congo las llamadas de tam-tam bajo una luna misteriosa. El
cuerpo debió de tener peor aspecto en vida, pero el mundo contiene muchas
fealdades. Aquella gente despreciable estaba asustada, ya que no sabia que
podía exigirles la ley, si el caso llegaba a conocerse; y se sintieron agradecidos
cuando West, a pesar de mis involuntarios estremecimientos; se ofreció a
librarles del cuerpo en secreto... puesto que conocía muy bien sus intenciones.
Había una luna resplandeciente sobre el paisaje sin nieve; pero vestimos el
cadáver, y lo llevamos a casa entre los dos por las calles desiertas y el campo,
del mismo modo que transportamos un cadáver parecido una horrible noche en
Arkham. Nos dirigimos a casa por el campo de atrás; entramos el ejemplar por
la puerta trasera, lo bajamos al sótano, y lo preparamos para nuestro
experimento habitual. Nuestro miedo a la policía era absurdamente
considerable, aunque habíamos calculado nuestro recorrido de forma que no
nos tropezamos con el guardia que hacía ronda por aquel distrito.
El resultado fue enojosamente decepcionante. Con su aspecto horrendo, nuestra
presa fue totalmente insensible a todas las soluciones que inyectamos en su
negro brazo. De modo que, como se acercaba peligrosamente la hora del
amanecer, hicimos lo mismo que con los demás: lo llevamos a rastras por el
prado hasta la franja de bosque próxima al cementerio de enterramientos
anónimos, y lo enterramos allí en la mejor sepultura que la helada tierra nos
permitió. La fosa no era demasiado honda, pero era tan buena como la del
ejemplar anterior, aquel que se había levantado y había proferido un grito. A la
luz de nuestras linternas oscuras, lo cubrimos cuidadosamente con hojas y
ramas secas, seguros de que la policía no lo descubriría jamás en un bosque tan
oscuro y espeso.
Al día siguiente, me sentí alarmado, ya que un paciente me trajo la noticia de
que se sospechaba que habían celebrado un combate, y que había muerto
alguien. West tenia otro motivo de preocupación: por la tarde le habían llamado
para que atendiese un caso que acabo de forma amenazadora. Una italiana se
había puesto histérica porque se le había extraviado el hijo, un chiquillo de
cinco años, que había desaparecido por la mañana y no había vuelto para
comer-, y presentaba síntomas sumamente alarmantes dado que padecía del
corazón. Era un histerismo estúpido, ya que el chico se había escapado más de
una vez; pero los campesinos italianos son extraordinariamente supersticiosos,
y esta mujer parecía tan angustiada por los presagios como por los hechos.
Hacia las siete de la tarde la mujer falleció, y su frenético marido armó un
escándalo espantoso, empeñado en matar a West, a quien culpaba furiosamente
de no haberle salvado la vida. Los amigos le sujetaron cuando le vieron sacar
un cuchillo; pero West se marchó en medio de inhumanos alaridos, maldiciones
y juramentos de venganza. En su ultimo dolor, el hombre parecía haberse
olvidado de su hijo, que aún no había regresado, entrada ya la noche. Se habló
de buscarle en el bosque; pero la mayoría de los amigos de la familia se
ocuparon de la difunta y del vociferante marido. Total, la tensión nerviosa a que
se vio sometido West fue sin duda tremenda. El pensar en la policía y en el
italiano loco le agobiaba tremendamente.
Nos retiramos a descansar alrededor de las once, pero yo no dormí bien. Bolton
contaba con un cuerpo de policías sorprendentemente eficaz pese a ser un
pueblo pequeño; y yo no paraba de pensar en el escándalo que se provocaría si
llegaba a descubrir lo ocurrido la noche anterior. Podía significar el fin de
nuestro trabajo en la localidad... y quizá la cárcel para los dos. Me inquietaban
los rumores que corrían acerca del combate de boxeo. Pasadas las tres, el
resplandor de la luna me dio en los ojos; pero me volví sin levantarme a cerrar
su persiana. Luego sonaron unos golpes enérgicos en la puerta de atrás.
Permanecí inmóvil, algo aturdido; poco después oí a West llamar a mi puerta.
Estaba en bata y zapatillas, y tenía en las manos un revólver y una linterna
eléctrica. Al ver el revólver, comprendí que pensaba más en el enajenado
italiano que en la policía.
Será mejor que bajemos los dos susurró. No estaría bien no contestar; quizá sea
un paciente... sería muy propio de uno de esos idiotas llamar por la puerta de
atrás.
Así que bajamos los dos sigilosamente, con un temor en parte justificado, y en
parte debido sólo al misterio de las primeras horas le la madrugada. Volvieron
a llamar, un poco más fuerte. Al llegar a la puerta, corrí el cerrojo
cautelosamente y abrí de par en par; y al revelarnos la luz de la luna la figura
que teníamos delante. West hizo algo muy extraño. A pesar del evidente peligro
de atraer sobre nuestras cabezas la temida investigación policial -- cosa que
felizmente evitamos por el relativo aislamiento de nuestra casa-- , mi amigo,
súbita, excitada e innecesariamente, vació las seis recámaras de su revólver
sobre nuestro nocturno visitante.
Porque no se trataba del italiano ni del policía. Recortándose horrendamente
contra la luna espectral, había un ser gigantesco y deforme, inconcebible salvo
en las pesadillas; una aparición de ojos vidriosos, negra, y casi a cuatro patas,
cubierta de hojas y ramas y barro; sucia de sangre coagulada, la cual mostraba
entre sus dientes relucientes una cosa cilíndrica, terrible, blanca como la nieve,
que terminaba en una mano diminuta.
IV. El Grito del Muerto
El grito de un muerto fue lo que me hizo concebir aquel intenso horror hacia el
doctor Herbert West, horror que enturbió los últimos años de nuestra vida en
común. Es natural que una cosa como el grito de un muerto produzca horror,
ya que, evidentemente, no se trata de un suceso agradable ni ordinario. Pero yo
estaba acostumbrado a esta clase de experiencias; por tanto, lo que me afectó en
esa ocasión fue cierta circunstancia especial. Quiero decir, que no fue el muerto
lo que me asustó.
Herbert West, de quien era yo compañero y ayudante, poseía intereses
científicos muy alejados de la rutina habitual de un médico de pueblo. Esa era
la razón por la que, al establecer su consulta en Bolton, había elegido una casa
próxima al cementerio. Dicho brevemente y sin paliativos, el único interés
absorbente de West consistía en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y
de su culminación, encaminados a reanimar a los muertos inyectándoles una
solución estimulante. Para llevar a cabo estos macabros experimentos era
preciso estar constantemente abastecidos de cadáveres humanos muy frescos;
porque aún la más mínima descomposición daña la estructura del cerebro; y
humanos, y descubrimos que el preparado necesitaba una composición
específica, según los diferentes tipos de organismos. Matamos docenas de
conejos y cobayas para tratarlos, pero este camino no nos llevó a ninguna parte.
West nunca había conseguido plenamente su objetivo porque nunca había
podido disponer de un cadáver suficientemente fresco. Necesitaba cuerpos
cuya vitalidad hubiera cesado muy poco antes; cuerpos con todas las células
intactas, capaces de recibir nuevamente el impulso hacia esa forma de
movimiento llamado vida. Había esperanzas de volver perpetua esta segunda
vida artificial mediante repetidas inyecciones; pero habíamos averiguado que
una vida natural ordinaria no respondía a la acción. Para infundir movimiento
artificial, debía quedar extinguida la vida nocturna: los ejemplares debían ser
muy frescos, pero estar auténticamente muertos.
Habíamos empezado West y yo la pavorosa investigación siendo estudiantes de
la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham,
profundamente convencidos desde un principio del carácter absolutamente
mecanicista de la vida. Eso fue siete años antes; sin embargo, él no parecía
haber envejecido ni un día: era bajo, rubio de cara afeitada, voz suave, y con
gafas; a veces había algún destello en sus fríos ojos azules que delataba el duro
y creciente fanatismo de su carácter, efecto de sus terribles investigaciones.
Nuestras experiencias habían sido a menudo espantosas en extremo, debidas a
una reanimación defectuosa, al galvanizar aquellos grumos de barro de
cementerio en un movimiento morboso, insensato y anormal, merced a diversas
modificaciones de la solución vital.
Uno de los ejemplares había proferido un alarido escalofriante; otro, se había
levantado, violentamente, nos había derribado dejándonos inconscientes, y
había huido enloquecido, antes de que lograran cogerle y encerrarlo tras los
barrotes del manicomio; y un tercero, una monstruosidad nauseabunda y
africana, había surgido de su poco profunda sepultura y había cometido una
atrocidad... West había tenido que matarlo a tiros. No podíamos conseguir
cadáveres lo bastante frescos como para que manifestasen algún vestigio de
inteligencia al ser reanimados, de modo que forzosamente creábamos horrores
indecibles. Era inquietante, pensar que uno de nuestros monstruos, o quizá dos,
aun vivían... tal pensamiento nos estuvo atormentando de manera vaga, hasta
que finalmente West desapareció en circunstancias espantosas.
Pero en la época del alarido en el laboratorio del sótano de la aislada casa de
Bolton, nuestros temores estaban subordinados a la ansiedad por conseguir
ejemplares extremadamente frescos. West se mostraba más ávido que yo, de
forma que casi me parecía que miraba con codicia el físico de cualquier persona
viva y saludable. Fue en julio de 1910 cuando empezó a mejorar nuestra suerte
en lo que a ejemplares se refiere. Yo me había ido a Illinois a hacerle una larga
visita a mis padres, y a mi regreso encontré a West en un estado de singular
euforia. Me dijo excitado que casi con toda probabilidad había resuelto el
problema de la frescura de los cadáveres abordándolo desde un ángulo
enteramente distinto: el de la preservación artificial. Yo sabía que trabajaba en
un preparado nuevo sumamente original, así que no me sorprendió que
hubiera dado resultado; pero hasta que me hubo explicado los detalles, me tuvo
un poco perplejo sobre cómo podía ayudarnos dicho preparado en nuestro
trabajo, ya que el enojoso deterioro de los ejemplares se debía ante todo al
tiempo transcurrido hasta que caían en nuestras manos. Esto lo había visto
claramente West, según me daba cuenta ahora, al crear un compuesto
embalsamador para uso futuro, más que inmediato, por si el destino le
proporcionaba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como nos había ocurrido
años antes, con el negro aquel de Bolton, tras el combate de boxeo. Por último,
el destino se nos mostró propicio, de forma que en esta ocasión conseguimos
tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya corrupción no había
tenido posibilidad de empezar aun. West no se atrevía a predecir que sucedería
en el momento de la reanimación, ni si podíamos esperar una revivificación de
la mente y la razón. El experimento marcaría un hito en nuestros estudios, por
lo que había conservado este nuevo cuerpo hasta mi regreso, a fin de que
compartiésemos los dos el resultado de la forma acostumbrada.
West me contó cómo había conseguido el ejemplar. Había sido un hombre
vigoroso; un extranjero bien vestido que se acababa de apear al tren, y que se
dirigía a las Fabricas Textiles de Bolton a resolver unos asuntos. Había dado un
largo paseo por el pueblo, y al detenerse en nuestra casa a preguntar el camino
de las fábricas, había sufrido un ataque al corazón. Se negó a tomar un cordial,
y cayo súbitamente muerto, un momento después. Como era de esperar, el
cadáver le pareció a West como llovido del cielo. En su breve conversación, el
forastero le había explicado que no conocía a nadie en Bolton; y tras registrarle
los bolsillos después, averiguó que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St.
Louis, al parecer sin familia que pudiera hacer averiguaciones sobre su
desaparición. Si no conseguía devolverlo a la vida, nadie se enteraría de nuestro
experimento. Solíamos enterrar los despojos en una espesa franja de bosque que
había entre nuestra casa y el cementerio de enterramientos anónimos. En
cambio, si teníamos éxito, nuestra fama quedaría brillante y perpetuamente
establecida. De modo que West había inyectado sin demora, en la muñeca del
cadáver, el preparado que le mantendría fresco hasta mi llegada. La posible
debilidad del corazón, que a mi juicio haría peligrar el éxito de nuestro
experimento, no parecía preocupar demasiado a West. Esperaba conseguir al fin
lo que no había logrado hasta ahora: reavivar la chispa de la razón y devolverle
la vida, quizá, a una criatura normal.
De modo que la noche del 18 de julio de 1910; Herbert West y yo nos
encontrábamos en el laboratorio del sótano, contemplando la figura blanca e
inmóvil bajo la luz cegadora de la lámpara. El compuesto embalsamador había
dado un resultado extraordinariamente positivo; pues al comprobar fascinado
el cuerpo robusto que llevaba dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, pedí
a West que me diese garantías de que estaba verdaderamente muerto. Me las
dio en el acto, recordándome que jamás administrábamos la solución
reanimadora sin una serie de pruebas minuciosas para comprobar que no había
vida; ya que en caso de subsistir el menor vestigio de vitalidad original no
tendría ningún efecto. Cuando West se puso a hacer todos los preparativos, me
quedé impresionado ante la enorme complejidad del nuevo experimento; era
tanta, que no quiso confiar el trabajo a otras manos que las suyas. Y tras
prohibirme tocar siquiera el cuerpo, inyectó primero una droga en la muñeca,
cerca del sitio donde había pinchado para inyectarle el compuesto
embalsamador. Ésta, dijo, neutralizaría el compuesto y liberaría los sistemas
sumiéndolos en una relajación normal, de forma que la solución reanimadora
pudiese actuar libremente al ser inyectada. Poco después, cuando se observó un
cambio, y un leve temblor pareció afectar los miembros muertos, West colocó
sobre la cara espasmódica una especie de almohada, la apretó violentamente y
no la retiró hasta que el cadáver se quedó absolutamente inmóvil y listo para
nuestro intento de reanimación. Él, pálido y entusiasta se dedicó ahora a
efectuar unas cuantas pruebas finales y someras para comprobar la absoluta
carencia de vida, se aparto satisfecho y, finalmente inyectó en el brazo
izquierdo una dosis meticulosamente medida del elixir vital, preparado durante
la tarde con más minuciosidad que nunca, desde nuestros tiempos
universitarios, en que nuestras hazañas eran nuevas e inseguras. No me es
posible describir la tremenda e intensa incertidumbre con que esperamos los
resultados de este primer ejemplar auténticamente fresco: el primero del que
podíamos esperar razonablemente que abriese los labios y nos contase quizá,
con voz inteligente, lo que había visto al otro lado del insondable abismo.
West era materialista, no creía en el alma, y atribuía toda función de la
conciencia a fenómenos corporales; por consiguiente, no esperaba ninguna
revelación sobre espantosos secretos de abismos y cavernas más allá de la
barrera de la muerte. Yo no disentía completamente de su teoría, aunque
conservaba vagos e instintivos vestigios de la primitiva fe de mis antecesores;
de modo que no podía dejar de observar el cadáver con cierto temor y terrible
expectación. Además... no podía borrar de mi memoria aquel grito espantoso e
inhumano que oímos la noche en que intentamos nuestro primer experimento
en la deshabitada granja de Arkham.
Había transcurrido muy poco tiempo, cuando observé que el ensayo no iba a
ser un fracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habían
adquirido un levísimo color, que luego se extendió bajo la barba incipiente,
curiosamente amplia y arenosa. West, que tenía la mano puesta en el pulso de
la muñeca izquierda del ejemplar, asintió de pronto significativamente; y casi
de manera simultánea, apareció un vaho en el espejo inclinado sobre la boca del
cadáver. Siguieron unos cuantos movimientos musculares espasmódicos; y a
continuación una respiración audible y un movimiento visible del pecho.
Observe los párpados cerrados, y me pareció percibir un temblor. Después, se
abrieron y mostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque todavía sin
inteligencia, ni siquiera curiosidad.
Movido por una fantástica ocurrencia, susurre unas preguntas en la oreja cada
vez más colorada; unas preguntas sobre otros mundos cuyo recuerdo aun podía
estar presente. Era el terror lo que las extraía de mi mente; pero creo que la
última que repetí, fue: "¿Dónde has estado?". Aún no sé si me contestó o no, ya
que no brotó ningún sonido de su bien formada boca; lo que sí recuerdo es que
en aquel instante creí firmemente que los labios delgados se movieron
ligeramente, formando sílabas que yo habría vocalizado como "sólo ahora", si la
frase hubiese tenido sentido o relación con lo que le preguntaba. En aquel
instante me sentí lleno de alegría, convencido de que habíamos alcanzado el
gran objetivo y que, por primera vez, un cuerpo reanimado había pronunciado
palabras movido claramente por la verdadera razón. Un segundo después, ya
no cupo ninguna duda sobre el éxito, ninguna duda de que la solución había
cumplido cabalmente su función, al menos de manera transitoria,
devolviéndole al muerto una vida racional y articulada... Pero con ese triunfo
me invadió el más grande de los terrores... no a causa del ser que había hablado,
sino por la acción que había presenciado, y por el hombre a quien me unían las
vicisitudes profesionales.
Porque aquel cadáver fresco, cobrando conciencia finalmente de forma
aterradora, con los ojos dilatados por el recuerdo de su última escena en la
tierra, manoteó frenético en una lucha de vida o muerte con el aire y, de súbito,
se desplomo en una segunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo
volver, profiriendo un grito que resonara eternamente en mi cerebro
atormentado:
-- ¡Auxilio! ¡Aparta, maldito demonio pelirrojo... aparta esa condenada aguja!
V. El Horror de las Sombras
Muchos hombres han contado cosas espantosas, no referidas en letra impresa,
que sucedieron en los campos de batalla durante la Gran Guerra. Algunas de
estas cosas me han hecho palidecer; otras, me han producido unas nauseas
incontenibles, mientras que otras me han hecho temblar y volver la mirada
hacia atrás en la oscuridad; sin embargo, creo que puedo relatar la peor de
todas: el espantoso, antinatural e increíble horror de las sombras.
En 1915 estaba yo como médico con el grado de teniente en un regimiento
canadiense en Flandes, siendo uno de los numerosos americanos que se
adelantaron al gobierno mismo en la gigante contienda. No había ingresado en
el ejército por iniciativa propia, sino más bien como consecuencia natural de
haberse alistado el hombre de quien era yo ayudante indispensable: el celebre
cirujano de Bolton, doctor Herbert West. El doctor West se había mostrado
siempre deseoso de poder prestar servicio como cirujano en una gran guerra; y
cuando dicha posibilidad se presentó, me arrastró consigo en contra de mi
voluntad. Había motivos por los que yo me hubiera alegrado de que la guerra
nos separase; motivos por los que encontraba la práctica de la medicina y la
compañía de West cada vez más irritante; pero cuando se marchó a Ottawa, y
consiguió por medio de la influencia de un colega una plaza de comandante
médico, no me pude resistir a la autoritaria insistencia de aquel hombre
decidido a que le acompañase en mi calidad habitual.
Cuando digo que el doctor West estuvo siempre ansioso de poder servir en el
campo de batalla no me refiero a que fuese guerrero por naturaleza ni que
anhelase salvar la civilización. Siempre había sido una fría maquina intelectual;
flaco, rubio, de ojos azules y con gafas; creo que se reía secretamente de mis
ocasionales entusiasmos marciales y de mis criticas a la indolente neutralidad.
Sin embargo, había algo en la devastada Flandes que él quería; y a fin de
conseguirlo, tuvo que adoptar aspecto militar. Lo que pretendía no era lo que
pretenden muchas personas, sino algo relacionado con la rama particular de la
ciencia médica que él había logrado practicar de forma completamente
clandestina y en la cual había conseguido resultados asombrosos y, de vez en
cuando, horrendos. Lo que quería no era otra cosa, en realidad, que abundante
provisión de muertos recientes, en todos los estados de desmembramiento.
Herbert West necesitaba cadáveres frescos porque el trabajo de su vida era la
reanimación de los muertos. Este trabajo no era conocido por la distinguida
clientela que había hecho crecer rápidamente su fama, a su llegada a Boston; en
cambio yo lo conocía demasiado bien, ya que era su mas íntimo amigo y
ayudante desde nuestros tiempos de la Facultad de Medicina, en la Universidad
Miskatonic de Arkham. Fue en aquellos tiempos de la universidad cuando
inició sus terribles experimentos, primero con pequeños animales y luego con
cadáveres humanos conseguidos de manera horrenda. Había obtenido una
solución que inyectaba en las venas de los muertos; y si eran bastante frescos,
reaccionaban de maneras extrañas. Había tenido muchos problemas para
descubrir la fórmula adecuada, pues cada tipo de organismo necesitaba un
estímulo especialmente apto para él. El terror le dominaba, cada vez que
pensaba en los fracasos parciales: seres atroces, resultado de soluciones
imperfectas o de cuerpos insuficientemente frescos. Cierto número de estos
fracasos habían seguido con vida -- uno de ellos se encontraba en un
manicomio, mientras que otros habían desaparecido-- ; y como él pensaba en
las eventualidades imaginables, aunque prácticamente imposibles, se
estremecía a menudo, debajo de su aparente impasibilidad habitual.
West se había dado cuenta muy pronto de que el requisito fundamental para
que los ejemplares sirviesen era su frescura, así que había recurrido al
procedimiento espantoso y abominable de robar cadáveres. En la universidad, y
cuando empezamos a ejercer en el pueblo industrial de Bolton, mi actitud
respecto a él había sido de fascinada admiración; pero a medida que sus
procedimientos se hacían mas osados, un solapado terror se fue apoderando de
mí. No me gustaba la forma en que miraba a las personas vivas de aspecto
saludable; luego, ocurrió aquella escena de pesadilla en el laboratorio del
sótano, cuando me enteré de que cierto ejemplar aún estaba vivo cuando West
se había apoderado de él. Fue la primera vez que había podido revivir la
función del pensamiento racional en un cadáver; y este éxito, conseguido a
costa de semejante abominación, le había endurecido por completo.
No me atrevo a hablar de sus métodos durante los cinco años siguientes. Seguí
a su lado por puro miedo, y presencié escenas que la lengua humana no podría
repetir. Gradualmente, llegue a darme cuenta de que el propio Herbert West era
más horrible que todo lo que hacía... fue entonces cuando comprendí
claramente que su celo científico por prolongar la vida en otro tiempo normal
había degenerado sutilmente en una curiosidad meramente morbosa y macabra
y en una secreta complacencia en la visión de los cadáveres. Su interés se
convirtió en perversa afición por lo repugnante y lo diabólicamente anormal; se
recreaba con tranquilidad en monstruosidades artificiales ante las que cualquier
persona en su sano juicio caería desvanecida de repugnancia y de horror; detrás
de su pálido intelectualismo, se convirtió en un exigente Baudelaire del
experimento físico, en un lánguido Heliogábalo de las tumbas.
Afrontaba imperturbable los peligros y cometía crímenes con impasibilidad.
Creo que el momento crítico llegó al comprobar que podía restituir la vida
racional, y buscó nuevos ámbitos que conquistar experimentando en la
reanimación de partes seccionadas de los cuerpos. Tenía ideas extravagantes y
originales sobre las propiedades vitales independientes de las células orgánicas
y los tejidos nerviosos separados de sus sistemas psíquicos naturales; y obtuvo
ciertos resultados espantosos preliminares en forma de tejidos imperecederos,
alimentados artificialmente a partir de huevos semi-incubados de un reptil
tropical indescriptible. Había dos cuestiones biológicas que ansiaba
terriblemente establecer: primero, si podía darse algún tipo de conciencia o
actividad racional sin cerebro, en la médula espinal y en los diversos centros
nerviosos; y segundo, si existía alguna clase de relación etérea, intangible,
distinta de las células materiales, que uniese las partes quirúrgicamente
separadas que previamente habían constituido un solo organismo vivo. Todo
este trabajo científico requería una prodigiosa provisión de carne humana
recién muerta... y esa fue la razón por la que Herbert West participó en la Gran
Guerra.
El horrendo y abominable suceso ocurrió una medianoche, a finales de marzo
de 1915, en un hospital de campaña detrás de las líneas de St. Eloi. Aún ahora
me pregunto si no fue meramente la diabólica ficción de un delirio. West se
había montado un laboratorio particular en el lado este del edificio que se le
había asignado provisionalmente, alegando que deseaba poner en práctica
nuevos y radicales métodos para el tratamiento de los casos de mutilación hasta
ahora desesperados. Allí trabajaba como un carnicero, en medio de su
sanguinolenta mercancía. Jamás llegué a acostumbrarme a la ligereza con que él
manejaba y clasificaba determinado material. A veces hacia verdaderas
maravillas de cirugía en los soldados; pero sus principales satisfacciones eran
de carácter menos público y filantrópico, y se vio obligado a dar muchas
explicaciones acerca de ruidos extraños aún en medio de aquella babel de
condenados, entre los que había frecuentes disparos de revólver... cosa corriente
en un campo de batalla, aunque completamente inusitada en un hospital. Los
ejemplares reanimados por el doctor West no reunían condiciones para recibir
una larga existencia ni ser contemplados por un amplio número de
espectadores. Además del humano, West utilizaba gran cantidad de tejido
embrionario de reptiles que él cultivaba con resultados singulares. Era mejor
que el material humano para conservar con vida los fragmentos privados de
órganos, y esa era ahora la principal actividad de mi amigo. En un oscuro
rincón del laboratorio; sobre un extraño mechero de incubación, tenía una gran
cuba tapada, llena de esa sustancia celular de reptiles que se multiplicaba y
crecía de forma borboteante y horrenda.
La noche de que hablo teníamos un ejemplar nuevo y espléndido: un hombre
físicamente fuerte y a la vez de tan elevada inteligencia, que nos garantizaba un
sistema nervioso sensible. Resultaba irónico; porque se trataba del oficial que
había ayudado a que se le concediese a West su destino, y que ahora tenía que
haber sido nuestro socio. Es más; en el pasado, había estudiado secretamente la
teoría de la reanimación bajo la dirección de West. El comandante Sir Eric
Moreland Clapman-Lee, D.S.O., era el mejor cirujano de nuestra división, y
había sido designado precipitadamente al sector de St. Eloi cuando llegaron al
cuartel general noticias del recrudecimiento de la lucha. Efectuó el viaje en un
avión pilotado por el intrépido teniente Ronald Hill, sólo para ser derribado
precisamente en el punto de su destino. La caída fue tremenda y espectacular,
Hill quedó irreconocible; en cuanto al gran cirujano, el accidente le secciono la
cabeza casi por entero, aunque el resto del cuerpo estaba intacto. West se
apoderó ansiosamente de aquel despojo inerte que había sido su amigo y
compañero de estudios; me estremecí al verle terminar de separar la cabeza,
colocarla en la diabólica cuba de pulposo tejido de reptiles con objeto de
conservarla para futuros experimentos, y seguir manipulando el cuerpo
decapitado sobre la mesa de operaciones. Inyectó sangre nueva, unió
determinadas venas, arterias y nervios del cuello sin cabeza, y cerró la horrible
abertura injertando piel de un ejemplar no identificado que había llevado
uniforme de oficial. Yo sabía lo que pretendía: comprobar si este cuerpo
sumamente organizado podía dar, sin cabeza, alguna señal de vida mental que
había distinguido a sir Eric Moreland Clapman-Lee, estudioso en otro tiempo
de la reanimación. Este tronco mudo era ahora requerido espantosamente a
servir de ejemplo.
Aún puedo ver a Herbert West bajo la siniestra luz de la lámpara, inyectando la
solución reanimadora en el brazo del cuerpo decapitado. No puedo describir la
escena, me desmayaría si lo intentara, ya que era enloquecedora aquella
habitación repleta de horribles objetos clasificados, con el suelo resbaladizo a
causa de la sangre y otros desechos menos humanos que formaban un barro
cuyo espesor llegaba casi hasta el tobillo, y aquellas horrendas anormalidades
de reptiles salpicando, burbujeando y cociendo sobre el espectro azulenco y
vacilante de llama, en un rincón de negras sombras.
El ejemplar, como West comentó repetidas veces, poseía un sistema nervioso
espléndido. Esperaba mucho de él; y cuando empezó a manifestar leves
movimientos de contracción, pude ver el interés febril reflejado en el rostro de:
West. Creo que estaba preparado para presenciar la prueba de su cada vez más
sólida opinión de que la conciencia, la razón y la personalidad pueden subsistir
independientemente del cerebro... de que el hombre no posee un espíritu
central conectivo, sino que es meramente una máquina de materia nerviosa en
la que cada sección se encuentra más o menos completa en sí misma. En una
triunfal demostración, West estaba a punto de relegar el misterio de la vida a la
categoría de mito. El cuerpo ahora se contraía más vigorosamente; y bajo
nuestros ojos ávidos, empezó a jadear de forma horrible. Agitó los brazos con
desasosiego, alzó las piernas, y contrajo varios músculos en una especie de
contorsión repulsiva. Luego, aquel despojo sin cabeza levantó los brazos en un
gesto de inequívoca desesperación... de una desesperación inteligente, que
bastaba para confirmar todas las teorías de Herbert West. Evidentemente, los
nervios recordaban el último acto en vida del hombre: la lucha por librarse del
avión que se iba a estrellar.
No sé exactamente, qué fue lo que siguió. Tal vez se trata sólo de una
alucinación provocada por la impresión que sufrí en aquel instante al iniciarse
el bombardeo alemán que destruyó el edificio... ¿quién sabe, ya que West y yo
fuimos los únicos supervivientes? West prefería pensar que fue eso, antes de su
reciente desaparición; pero había ocasiones en que no podía, porque era extraño
que sufriéramos los dos la misma alucinación. El horrendo incidente fue simple
en sí mismo, aunque excepcional por lo que implicaba.
El cuerpo de la mesa se levantó con un movimiento ciego, vacilante terrible; y
oímos un sonido gutural. No me atrevo a decir que se trataba de una voz,
porque fue demasiado espantoso. Sin embargo, lo más horrible no fue su
cavernosidad. Ni tampoco lo que dijo, ya que gritó tan solo: "¡Salta, Ronald, por
Dios!. ¡Salta!". Lo espantoso fue su procedencia: porque brotó de la gran cuba
tapada de aquel rincón macabro de oscuras sombras.
VI. Las Legiones de la Tumba
Cuando desapareció el doctor Herbert West, hace un año, la policía de Boston
me sometió a un minucioso interrogatorio. Sospechaban que me callaba cosas, o
algo peor; pero no podía decirles la verdad porque no me habrían creído.
Sabían, efectivamente, que West había estado complicado en actividades que
iban más allá de la capacidad de crédito de los hombres ordinarios; pues sus
espantosos experimentos sobre la reanimación de cadáveres habían sido
demasiado numerosas para poder mantener un perfecto secreto en torno a ellos;
pero la escalofriante catástrofe final adquirió caracteres de demoníaca fantasía
que me hacen dudar incluso de la realidad de lo que vi.
Yo era el amigo más allegado de West, y su único ayudante confidencial. Nos
habíamos conocido años antes en la Facultad de Medicina, y desde el principio
había participado yo en sus terribles investigaciones. Había intentado
perfeccionar lentamente una solución que, inyectaba en las venas de un recién
fallecido, podía devolverle la vida. Este trabajo requería abundancia de
cadáveres frescos, y comportaba, consiguientemente, las actividades más
espantosas. Más horribles aun eran los resultados de alguno de sus
experimentos: masas horrendas de carne que había estado muertas, pero que
West despertaba, dotándola de una ciega, insensata y nauseabunda animación.
Estos eran los resultados usuales; ya que para que volviera a despertar la mente
era necesario que los ejemplares fuesen absolutamente frescos, y que las
delicadas células cerebrales no hubiesen sufrido la más mínima
descomposición.
Esta necesidad de cadáveres muy frescos supuso la ruina moral de West. Eran
difíciles de conseguir; y un día espantoso llegó a apoderarse de un ejemplar
cuando aun estaba vivo y en todo su vigor. Un forcejeo, una aguja, y un
poderoso alcaloide lo convirtieron en cadáver fresquísimo, y el experimento fue
positivo durante un instante breve y memorable; pero West salió de él con un
alma seca y endurecida, y una mirada fría que observaba con una especie de
calculadora y horrenda apreciación de los hombres de cerebro especialmente
sensible y un físico vigoroso. Hacia el final, cobré a West un intenso terror, ya
que empezaba a mirarme de esa misma manera. La gente no parecía darse
cuenta de sus miradas, aunque me notaba asustado; y tras su desaparición, se
valieron de eso para propalar unas sospechas absurdas.
En realidad West tenia más miedo que yo; sus abominables trabajos le hacían
llevar una vida furtiva y llena de sobresaltos. En parte era la policía quien le
daba miedo; pero a veces su nerviosismo era más hondo y brumoso, y estaba
relacionado con abominaciones indescriptibles a las que había inyectado una
vida morbosa, y en las que no había visto extinguirse dicha vida. Por lo general,
terminaba sus experimentos con el revólver; pero a veces no era bastante
rápido. Es lo que ocurrió con aquel primer ejemplar en cuya saqueada sepultura
se descubrieron más tarde huellas de arañazos. Y lo que sucedió también con el
cadáver de aquel profesor de Arkham que cometió actos de canibalismo antes
de ser capturado y encerrado sin identificar en una celda del manicomio de
Sefton donde estuvo seis años golpeándose la cabeza contra las paredes. Casi
todos los demás resultados que posiblemente subsistían eran productos de lo
que resulta más difícil hablar, dado que en los últimos años, el celo científico de
West había degenerado en una manía insana y fantástica, y había consagrado su
prodigiosa habilidad a vitalizar cuerpos enteramente humanos, sino trozos
aislados de cadáveres, o partes unidas a una materia orgánica no humana. En la
época en que desapareció. Se había convertido en algo diabólicamente
repugnante; muchos de los experimentos no podrían ser referidos en la letra
impresa. La Gran Guerra, en la que servimos los dos como cirujanos, había
intensificado este aspecto de West.
Al decir que el miedo de West a sus ejemplares era brumoso pensaba sobre todo
en el carácter complejo de ese sentimiento. En parte se debía sólo al hecho de
saber que aún seguían existiendo esos monstruos abominables, y en parte a su
miedo al daño corporal que podían infringirle en determinadas circunstancias.
La desaparición de estos seres aumentaban el horror de la situación: West sólo
conocía el paradero de uno de ellos, la lastimosa criatura del Manicomio. Pero,
además, había un miedo más sutil: una sensación verdaderamente fantástica,
consecuencia de un extraño experimento que llevó a cabo en el ejército
canadiense, en 1915. En medio de una enconada batalla, West había reanimado
al comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., colega nuestro que estaba
al tanto de sus experimentos, y el cual podía haberlos duplicado. Le había
seccionado la cabeza a fin de poder estudiar las posibilidades de vida cuasiinteligente
del tronco. El experimento dio resultado en el mismo instante en que
el edificio era barrido por una granada alemana. El tronco se movió de forma
inteligente; y, por increíble que parezca, tuvimos la seguridad de que brotaron
sonidos articulados de la cabeza seccionada que estaba en el fondo oscuro del
laboratorio. En cierto modo, la granada fue misericordiosa. Pero West jamás
estuvo seguro, como habría sido su deseo, de que fuéramos el y yo los únicos
supervivientes. Después, solía hacer estremecedoras conjeturas sobre lo que
sería capaz de hacer un médico decapitado con capacidad para reanimar a los
muertos.
La ultima residencia de West fue una venerable casa, muy elegante, que
dominaba uno de los más antiguos cementerios de Boston. Había escogido el
lugar por razones puramente simbólicas y fantásticas, ya que la mayoría de los
enterramientos databan del periodo colonial, y por tanto era muy poca utilidad
para un científico que necesitaba cadáveres frescos. Había instalado el
laboratorio en un subsótano secretamente construido por obreros traídos de
otra región, y en él tenía un gran incinerador para la total y discreta eliminación
de los cadáveres, fragmentos y remedos sintéticos de cuerpos que quedaban de
los morbosos experimentos e impías diversiones del dueño. Durante la
excavación de este sótano, los obreros habían dado con cierta albañilería
extraordinariamente antigua; sin duda comunicaba con el viejo cementerio,
aunque era demasiado profunda para que desembocara en ningún sepulcro
conocido. Después de muchos cálculos, West concluyó que debía de haber
alguna cámara secreta bajo la tumba de los Averill, en la que el último
enterramiento se había efectuado en 1768. Yo estaba con él cuando estudió las
paredes goteantes y nitrosas que habían dejado al descubierto las palas y los
picos de los obreros, y estaba preparado para el espantoso escalofrío que nos
aguardaba en el instante de descubrir los secretos sepulcrales y seculares; pero
por primera vez, la nueva timidez de West se impuso a su natural curiosidad, y
traiciono su degenerada fibra imponiéndole que dejase intacta la albañilería y la
tapase con yeso. Y así permaneció, hasta la noche infernal, como parte de las
paredes del laboratorio secreto. He hablado del debilitamiento de West, pero
debo añadir que era puramente mental e intangible. Exteriormente, fue el
mismo hasta el final: tranquilo, frío, delgado, con el pelo amarillo, ojos azules y
con gafas, y un aspecto general de joven que los años y los terrores no llegaron
a cambiar. Parecía sereno incluso cuando pensaba en aquella sepultura arañada
y miraba por encima del hombro, o cuando pensaba en aquel ser carnívoro que
mordía y manoteaba los barrotes de Sefton.
El final de Herbert West comenzó una tarde, en nuestro despacho común,
cuando alternaba su extraña mirada entre el periódico y yo. Un curioso titular
había atraído su atención desde las arrugadas páginas, y una zarpa titánica
pareció atraparle desde dieciséis años atrás. En el manicomio de Sefton, a
cincuenta millas de distancia había sucedido algo espantoso e increíble que
había dejado estupefactos al vecindario y perpleja a la policía. A primeras horas
de la madrugada; un grupo de hombres silenciosos había penetrado en el
parque de la institución y su jefe había despertado a los celadores. Era una
amenazadora figura militar que hablaba sin mover los labios; cuya voz parecía
conectada casi ventrilocuamente a un gran estuche negro que, transportaba. Su
inexpresivo rostro tenía las facciones bien parecidas, hasta a punto de dar la
impresión de una belleza radiante, aunque el director se había llevado un
sobresalto cuando la luz del vestíbulo cayó sobre él, ya que era un rostro de
cera, y los ojos de cristal pintado. Debió de sucederle algún accidente atroz a
este hombre. Otro, más alto, guiaba sus pasos: un sujeto repugnante cuya cara
azulenca aparecía medio devorada por alguna enfermedad desconocida. El que
hablaba pidió que le cediesen la custodia del monstruo caníbal traído de
Arkham hacia dieciséis años; y al serle negada, dio una señal que provocó un
espantoso alboroto. Los demonios aquellos golpearon, patearon y mordieron a
todos los celadores que no lograron huir; mataron a cuatro, y finalmente
consiguieron liberar al monstruo. Estas víctimas, que podían recordar el suceso
sin histerismos, juraban que las criaturas se habían comportado menos como
hombres que como puros autómatas guiados por el jefe de cabeza de cera.
Cuando les llegó ayuda, aquellos hombres y la criatura caníbal habían
desaparecido sin dejar rastro.
Desde el momento en que leyó el artículo, hasta la medianoche, West
permaneció casi paralizado. A las doce sonó el timbre de la puerta y se
sobresaltó terriblemente. Todos los criados se encontraban durmiendo en el
ático, de modo que fui yo a abrir. Como he contado a la policía, no había
ningún vehículo en la calle; sólo vi un grupo de figuras de aspecto extraño, con
un gran estuche cuadrado que depositaron en la entrada, después de gruñir
uno de ellos con voz asombrosamente inhumana: "Correo urgente; pagado".
Salieron de la casa con paso desigual, y al verles alejarse, tuve el extraño
convencimiento de que se dirigían al antiguo cementerio con el que lindaba la
parte de atrás de la casa. Al oírme cerrar la puerta de golpe, bajó West y miró la
caja. Tenía unos dos pies cuadrados, y llevaba el nombre correcto de West, con
su actual dirección. También traía remitente: "Eric Moreland Clapman-Lee, St.
Clare. Eloi, Flandes". Seis años antes, en Flandes, el hospital se había
derrumbado, a causa de una granada, sobre el tronco decapitado y reanimado
del doctor Clapman-Lee, y sobre su cabeza separada, la cual -- quizá-- había
llegado a proferir sonidos articulados. Ahora West ni siquiera se emocionó. Su
estado era más espantoso. Dijo rápidamente: "Es el fin... pero incineremos...
esto". Transportamos la caja al laboratorio, con el oído atento. No recuerdo
muchos de los detalles -- ya pueden imaginar mi estado psíquico-- , pero es una
mentira maliciosa decir que fue el cuerpo de Hebert West lo que metí en el
incinerador. Entre los dos, introdujimos la caja sin abrir, cerramos la puerta, y
conectamos la corriente. Y no brotó sonido alguno la caja.
Fue West quien observó primero que se caía el yeso de una parte de la pared,
donde había sido cubierta la antigua albañilería de la tumba. Iba yo a echar a
correr, pero él me retuvo. Entonces vi una pequeña abertura negra, sentí una
bocanada de viento frío y hediondo, y percibí el olor de las entrañas
abominables de una tierra putrescente. No oímos ningún ruido; pero en ese
preciso instante se apagaron las luces, y vi recortarse contra cierta
fosforescencia del mundo inferior una horda de seres silenciosos que avanzaban
penosamente, producto de la locura... o de algo peor. Sus siluetas eran
humanas, semihumanas; se trataba de una horda grotescamente heterogénea.
Retiraban las piedras en silencio, una a una, del muro secular. Luego, cuando la
brecha fue bastante ancha, entraron al laboratorio en fila de a uno, guiados por
el ser de paso solemne y cabeza de cera. Una especie de monstruosidad con ojos
desorbitados que marchaba detrás del jefe agarró a Herbert West. West no se
resistió ni profirió grito alguno. Luego se abalanzaron todos sobre él y lo
despedazaron ante mis ojos, llevándose sus trozos a la cripta subterránea de
fabulosas abominaciones. El jefe de cabeza de cera, que iba vestido con
uniforme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de West. Al desaparecer, vi
que sus ojos azules; detrás de las gafas, centelleaban espantosamente, revelando
por primera vez una frenética y visible emoción.
Los criados me encontraron inconsciente por la mañana. West había
desaparecido. E1 incinerador contenía sólo ceniza inidentificable. Los detectives
me han interrogado; pero, ¿qué puedo decir?. No relacionarán a West, con la
tragedia de Sefton; ni con eso, ni con los hombres de la caja, cuya existencia
niegan. Les he hablado de la cripta; pero ellos me han, enseñado el yeso intacto
de la pared, y se han reído. Así que no les he contado nada más. Quieren dar a
entender que estoy loco, o que soy un asesino... probablemente es que estoy
loco. Pero podría no ser así, si esas condenadas legiones de las tumbas no
estuviesen tan calladas.
FIN

La Llamada de Cthulhu


La Llamada de Cthulhu
 H. P. Lovecraft

(Encontrado entre los papeles del difunto Francis Wayland Thurston, de Boston)

“Resulta concebible pensar en la supervivencia de tales poderes y criaturas [...] una supervivencia de una época inmensamente remota en la que [...] la consciencia estaba manifestada. quizá, en formas y figuras que desaparecieron hace mucho ante el avance de la humanidad [...] formas de las que sólo la poesía y la leyenda captaron un fugaz recuerdo llamándolas dioses, monstruos, y criaturas míticas de todo tipo y especie…”
-Algernon Blackwood


I.
El Horror en Arcilla.

A mi parecer, no hay nada más misericordioso en el mundo que la incapacidad del cerebro humano de correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros e infinitos, pero no fue concebido que debiéramos llegar muy lejos. Hasta el momento las ciencias, cada una orientada en su propia dirección, nos han causado poco daño; pero algún día, la reconstrucción de conocimientos dispersos nos dará a conocer tan terribles panorámicas de la realidad, y lo terrorífico del lugar que ocupamos en ella, que sólo podremos enloquecer como consecuencia de tal revelación, o huir de la mortífera luz hacia la paz y seguridad de una nueva era de tinieblas.
Los teósofos han adivinado la imponente grandeza del ciclo cósmico en el que nuestro mundo y la raza humana no son sino un incidente transitorio. Los filósofos han hecho insinuaciones acerca de extrañas supervivencias en términos que podrían helar la sangre si no se enmascarasen tras un suave optimismo. Pero no procede de ellos la visión de épocas prohibidas que me hace sentir escalofríos cada vez que pienso en ella y me vuelve loco en mis sueños. Esa pequeña visión, como todas las pavorosas visiones de la realidad. fue el producto de una reconstrucción accidental a partir de varias cosas diferentes, en este caso un antiguo artículo de periódico y las notas de un profesor fallecido. Espero que nadie más sea capaz de repetir esta reconstrucción; de hecho, si yo viviera lo bastante, jamás aportaría conscientemente un solo eslabón más a tan horrible cadena. Creo que el profesor también tenía intención de silenciar aquella parte de la que tuvo conocimiento, así como de haber destruido sus notas si no le hubiera sobrevenido una repentina muerte.
Mi conocimiento del asunto se remonta al invierno de 1926-27 momento en que tuvo lugar la muerte de mi tío abuelo George Gammel Angell, profesor emérito de Filología Semítica en la Universidad de Browm, en Providence, Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad reconocida en inscripciones de la antigüedad, y con frecuencia habían recurrido a él los directores de museos importantes; a esto se debe que su fallecimiento a la edad de noventa y dos años sea recordado por muchos. En el ámbito local el interés se acrecentó por las oscuras circunstancias de su muerte. El profesor sufrió una extraña dolencia mientras volvía del barco de Newport; tal y como dijeron los testigos, se derrumbó de repente tras haber recibido el empellón de un negro con aspecto de marinero que había salido de uno de los raros y oscuros callejones de la escarpada pendiente que constituía un atajo entre los muelles y la casa del difunto en Williams Street. Los médicos fueron incapaces de encontrar ningún trastorno visible, pero terminaron por apuntar, tras una discusión, que la causa de la muerte debía ser una lesión desconocida del corazón, causada por el rápido ascenso de un hombre ya mayor por una colina tan pronunciada. En aquel momento no vi razón alguna para disentir de ese dictamen, pero más tarde me vi inclinado a cuestionarlo... e incluso más que cuestionarlo.
Como heredero y albacea de mi tío abuelo, que había muerto viudo y sin hijos, debía examinar sus papeles con cierta minuciosidad; a tal fin llevé todos sus archivos y cajas a mi alojamiento en Boston. La mayoría del material que correlacioné será publicado más adelante por la Sociedad Americana de Arqueología, pero había una caja que me resultó sumamente misteriosa, y que me sentí reacio a enseñar a otros ojos que los míos. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió buscar en el llavero que el profesor llevaba siempre en su bolsillo. Entonces pude abrirla, pero parece que fuera solamente para toparme con una barrera más fuerte e infranqueable. ¿Cuál podía ser el significado de aquel extraño bajorrelieve de arcilla, y de los inconexos apuntes, notas y recortes que encontré? ¿Había comenzado mi tío a creer semejantes supercherías en sus últimos años? Decidí emprender la búsqueda del excéntrico escultor responsable de aquel claro trastorno de la paz mental de un anciano.
El bajorrelieve era una tosca pieza rectangular de algo más de dos centímetros de grosor y con una superficie de unos trece por quince; de origen evidentemente moderno. Por el contrario, su diseño distaba mucho de resultar moderno en lo que se refiere al tema y a lo sugerido por la obra ya que, aunque los caprichos del cubismo y el futurismo son muchos y descabellados, no suelen servir para reproducir la enigmática regularidad que se esconde tras la escritura prehistórica y, ciertamente, el grueso de aquellos diseños parecía ser algún tipo de escritura. Sin embargo, y a pesar de estar muy familiarizado con los papeles y colecciones de mi tío, la memoria me fallaba al intentar identificar a qué tipo pertenecía, o incluso al intentar recordar alguna pista de la más remota afinidad de aquella con otras escrituras.
Sobre esos presuntos jeroglíficos se encontraba una figura con evidente propósito pictórico, aunque su ejecución impresionista impedía hacerse una idea clara de su naturaleza. Parecía tratarse de algún tipo de monstruo, un símbolo que lo representase, o una forma que sólo una imaginación enfermiza podría llegar a concebir. No estaría traicionando al espíritu de aquella cosa si digo que mi imaginación, algo calenturienta de por sí, creía percibir en ella, de forma simultánea, las figuras de un pulpo, un dragón, y una caricatura de ser humano. Una cabeza viscosa y cubierta de tentáculos destacaba sobre un cuerpo grotesco y escamoso con unas alas rudimentarias; pero era el perfil general de toda ella lo que resultaba más espantoso. Detrás de la figura quedaba insinuado un ciclópeo trasfondo arquitectónico.
Los escritos que acompañaban a aquella rareza, dejando a un lado un montón de recortes de prensa, habían sido escritos hace poco de la mano del profesor Angell, y no había pretensión literaria alguna en su estilo. Lo que parecía ser el documento principal se titulaba “CULTO DE CTHULHU” en caracteres trazados concienzudamente para evitar una lectura equivocada de una palabra tan inaudita. El manuscrito estaba dividido en dos secciones, estando titulada la primera “1925-Los sueños y trabajos sobre los sueños de H.A. Wilcox, 7 Thomas St., Providence, Rhode Island”, y el segundo “Narración del inspector John. R. Legrasse, 121 Bienville St., Nueva Orleans, La., 1908 A.A.S. Mtg. -Notas sobre los mismos y sobre el relato del profesor Webb”. El resto de los papeles manuscritos eran notas breves, algunas de ellas acerca de extraños sueños de personas diversas, y otras, menciones de libros y revistas teosóficos (particularmente el Atlantis y el continente perdido de Lemuria de W. Scott Elliot). El resto eran comentarios acerca de longevas sociedades secretas y cultos secretos, con referencias a varios pasajes de fuentes mitológicas y antropológicas como puedan ser La rama de oro de Frazer y la Brujería en la Europa occidental de la señorita Murray. Los recortes aludían a extrañas enfermedades mentales y a una ola de locura o demencia colectiva que tuvo lugar en la primavera de 1925.
La primera mitad del manuscrito principal daba cuenta de un suceso bastante peculiar. Parece ser que el 1 de Marzo de 1925, un hombre moreno y delgado, de aspecto neurótico y excitado, se presentó en casa del profesor Angell llevando el singular bajorrelieve, todavía húmedo y fresco. En su tarjeta de visita aparecía el nombre Henry Anthony Wilcox, y mi tío lo reconoció como el benjamín de una excelente familia que le resultaba conocida. En los últimos tiempos el joven Wilcox había estado estudiando escultura en la Escuela de Diseño de Rhode Island y viviendo solo en el edificio Fleur-de- Lys, cercano a dicha institución. Wilcox era un joven precoz de genio reconocido pero de una gran excentricidad, y ya desde la niñez había entusiasmado a gente con las extrañas historias y sueños que tenía por costumbre relatar. Decía de sí mismo que era “'psíquicamente hipersensible”, pero la gente formal de aquella antigua ciudad comercial le tomaba simplemente por un “tipo rarito”. Al no mezclarse demasiado con sus compañeros de estudio se apartó gradualmente de la vida social, y en aquel momento sólo se relacionaba con un grupo de estetas de otras ciudades. Incluso el Club de Arte de Providence, en su celo conservacionista, lo dejó por imposible.
Con motivo de la visita, según se leía en el manuscrito del profesor, el escultor pidió bruscamente la ayuda de mi tío para que, dados sus conocimientos arqueológicos, identificara los jeroglíficos del bajorrelieve. Habló de una manera tan distraída y afectada, y que indicaba tal presunción, que anulaba cualquier simpatía que pudiera sentirse por él. Mi tío le contestó con cierta brusquedad, ya que la notable frescura de la tablilla implicaba parentesco con cualquier cosa excepto con la arqueología. La réplica del joven Wilcox, que impresionó a mi tío hasta el punto de recordarla y anotarla al pie de la letra, estuvo caracterizada por un matiz fantásticamente poético que debió marcar sin duda toda la conversación, y que tal y como he podido comprobar más tarde, resultaba muy propio de él. Lo que dijo fue: “¡Claro que es nueva! La hice la pasada noche en un sueño que tuve sobre extrañas ciudades; y los sueños son más antiguos que la ensoñadora Tiro, la contemplativa Esfinge, o la misma Babilonia cercada de jardines.”
Fue entonces cuando comenzó su inconexo relato, que de repente avivó un recuerdo aletargado de mi tío, y se ganó su fervoroso interés. La noche anterior había tenido lugar un leve terremoto, el de mayor intensidad de los últimos años en Nueva Inglaterra; y la imaginación del joven Wilcox había resultado fuertemente afectada. Al irse a dormir tuvo éste un sueño sin precedentes sobre ciclópeas ciudades de titánicos sillares de piedra y monolitos que alcanzaban el cielo, chorreando todo el conjunto légamo de color verde y anunciando un horror latente. Los muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y desde algún punto bajo el suelo le llegó una voz que no era tal; una sensación caótica que tan solo la imaginación podría transliterar en sonido, cosa que intentó hacer por medio de un revoltijo casi impronunciable de letras: “Cthulhu fhtagn”.
Este galimatías fue la clave para que el profesor recordase algo que le preocupaba y confundía. Preguntó al escultor con minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve en el que el joven se encontraba trabajando cuando, helándose de frío y vestido sólo con su pijama, despertó de repente y se sorprendió al ver lo que hacía. Mi tío culpaba a su edad, como dijo Wilcox posteriormente, de su lentitud en reconocer los jeroglíficos y el diseño pictórico.
Muchas de sus preguntas le parecieron fuera de lugar al visitante, especialmente cuando el profesor intentó encontrar conexiones entre Wilcox y extrañas sectas y sociedades. Wilcox no pudo entender las repetidas promesas de silencio que le fueron ofrecidas a cambio de admitir su pertenencia a una extendida organización religiosa de carácter pagano o místico. Cuando el profesor se convenció de que Wilcox ignoraba la existencia de cualquier tipo de culto o de saber arcano, no dudó en asediar a su visitante solicitándole futuros informes acerca de sus sueños. Esto dio su fruto de una forma continuada, ya que tras la primera entrevista el manuscrito hace constar las visitas diarias del joven. en las que relataba sorprendentes fragmentos de imágenes oníricas cuyo principal contenido era siempre alguna terrible panorámica de carácter ciclópeo, y de piedra oscura y chorreante, a la que acompañaba una voz o inteligencia subterránea que de forma monótona profería enigmáticos impactos sensoriales imposibles de transliterar salvo en un galimatías. Los dos sonidos repetidos con más frecuencia. mencionados en las cartas, eran “Cthulhu” y “R’lyeh”.
El 23 de Marzo, según apuntaba el manuscrito, Wilcox no apareció; las pesquisas en su alojamiento revelaron que había sido asaltado por una especie inusual de fiebre y que había sido llevado a la casa de su familia en Watterman Street. Wilcox había estado gritando durante la noche, despertando a varios de los otros artistas que vivían en la residencia, y desde entonces sólo había manifestado estados alternativos de inconsciencia y delirio. Mi tío se apresuró a telefonear a la familia, y desde ese momento en adelante prestó una gran atención al caso, llamando a menudo a la consulta del Dr. Tobey en Thayer Street, al enterarse de que era el médico de Wilcox. Al parecer, la febril mente del joven se explayaba sobre cosas extrañas; y a ratos el doctor se estremecía al oír hablar de ellas. Tales visiones no se limitaban a la repetición constante de cosas soñadas con anterioridad, sino que aludían locamente a una gigantesca cosa “de kilómetros de altura” que caminaba, o se movía, pesadamente. En ningún momento llegó a describir por completo a aquel ser, pero algunas palabras frenéticas y ocasionales, repetidas por el doctor Tobey, convencieron al profesor de que debía ser idéntico a la monstruosidad sin nombre que había tratado de representar en aquella figura esculpida en sueños. El doctor añadió que cualquier referencia a este objeto suponía, sin excepción, el preludio del hundimiento del joven en un estado letárgico. Extrañamente su temperatura no estaba muy por encima de la normal; pero su condición, por lo demás, indicaba la presencia de una auténtica fiebre y no de un trastorno mental.
Alrededor de las 3 de la tarde del 2 de Abril, todo rastro de la enfermedad de Wilcox desapareció de repente. Éste se sentó sobre la cama, asombrado de encontrarse en casa de sus padres, y completamente ignorante de lo acontecido en los sueños o la realidad desde la noche del 22 de Marzo. Tras darle de alta el médico. Wilcox tardó sólo tres días en volver a su alojamiento; pero en adelante dejó de interesar al profesor Angell. Todo rastro de sueños extraños se había desvanecido al llegar su recuperación, y mi tío dejó de tomar nota de sus visiones oníricas tras una semana de explicaciones irrelevantes y sin sentido acerca de sueños corrientes.
Aquí termina la primera parte del manuscrito, pero algunas referencias a ciertas notas dispersas me dieron mucho en lo que pensar. hasta el punto de que sólo el arraigado escepticismo que caracterizaba mi filosofía por aquel entonces, era capaz de explicar mi continua desconfianza por el artista. Las notas en cuestión eran las que describían los sueños de varias personas a lo largo del mismo periodo en que el joven Wilcox había experimentado sus extrañas visitaciones. Parece ser que mi tío inició rápidamente un sistema increíblemente ramificado de investigación entre casi todos los amigos a los que podía preguntar, sin parecer impertinente, acerca de sus sueños nocturnos así como de la fecha de cualquier visión fuera de lo común que hubieran experimentado en tiempos recientes. Según parece, la acogida de su solicitud resultó muy variada, pero al menos debió recibir más respuestas de las que una sola persona podría ser capaz de atender sin la ayuda de un secretario. La correspondencia original no ha sido conservada, pero sus notas al respecto forman un minucioso y significativo resumen. La gente normal de la vida social y de los negocios -la “sal de la vida” de la sociedad de Nueva Inglaterra- dio un resultado negativo casi en su mayoría, aunque hubo algún que otro caso aislado de intranquilas e indefinidas visiones nocturnas, siempre entre el 23 de Marzo y el 2 de Abril, periodo que coincidía con el delirio del joven Wilcox. Aquellos dedicados a la ciencia no resultaron mucho más afectados, aunque cuatro casos de vagas descripciones podrían sugerir la existencia de visiones fugaces de extraños paisajes, y uno de ellos hacía incluso mención a un miedo ante algo anormal que pudiera sobrevenir.
Fue de los artistas y poetas de quienes llegaron las respuestas pertinentes, y sé perfectamente que se hubiera desatado el pánico entre ellos de tener posibilidad de comparar sus notas. A la vista de aquello, y faltando las cartas originales, llegué a sospechar que el recopilador había formulado preguntas tendenciosas, o que había redactado la correspondencia de forma que quedase corroborado lo que él, de forma latente, estaba resuelto a confirmar. Esta es la razón por la que continué pensando que Wilcox, de alguna forma al corriente de ciertos datos del pasado en posesión de mi tío, había estado aprovechándose del veterano científico. Las respuestas de aquellos estetas daban forma a una inquietante historia. Desde el 28 de Febrero al 2 de Abril una gran proporción de ellos había soñado con cosas muy extrañas, siendo la intensidad de estos sueños incongruentemente mayor durante el periodo correspondiente al delirio del escultor. Más de la cuarta parte de los que informaron acerca de algo, decían haber tenido visiones y escuchado sonidos no muy distintos de los que Wilcox había descrito. Alguno de los soñadores confesó haber sentido un miedo intenso hacia una cosa gigantesca e innombrable, visible casi al final. Uno de los casos descritos con más énfasis en las notas fue realmente lamentable. El sujeto, un arquitecto de renombre con ciertas inclinaciones hacia la teosofía y el ocultismo, enloqueció violentamente el día del ataque de Wilcox, y falleció unos meses más tarde tras gritar de manera incesante que le salvaran de un ser huido del mismísimo infierno. Si mi tío hubiera hecho referencia a estos casos por el nombre y los apellidos y no mediante un número, yo mismo hubiera hecho un intento de corroborar todo mediante una investigación, pero tal como estaban, sólo tuve éxito en seguir la pista a unos cuantos. Sin embargo, estos confirmaron lo registrado en las notas. Con frecuencia me he preguntado si todos los sujetos encuestados por mi tío se sentirían tan confundidos como estos pocos. Es mejor que jamás reciban explicación alguna al respecto.
Los recortes de prensa, como ya he dado a entender, aluden a casos de pánico, manía, y excentricidad que tuvieron lugar durante el periodo en cuestión. Sin duda el profesor Angell debió contratar los servicios de una agencia de recortes de prensa, ya que la cantidad de extractos era enorme, y éstos procedían de fuentes muy diversas repartidas por todo el globo. Uno trataba acerca de un suicidio nocturno en Londres, donde una persona que dormía sola había saltado por una ventana tras proferir un grito espantoso. Había otro que consistía en una inconexa carta, dirigida al director de un periódico sudamericano, en la que un fanático deducía un catastrófico futuro a partir de ciertas visiones que había tenido. Un comunicado procedente de California describía a una colonia de teósofos vistiéndose de togas blancas como preparativo de algún “glorioso cumplimiento” que jamás tuvo lugar, mientras que las noticias llegadas desde la India hablaban con cautela acerca de serios disturbios causados por nativos hacia finales de Marzo. Los ritos orgiásticos del vudú se multiplican en Haití, y de los puestos avanzados africanos llegaba información acerca de rumores y malos augurios. Las autoridades americanas en Filipinas se encontraron con la agitación de varias tribus por esas fechas, y en Nueva York la policía era acosada por multitudes de tez aceitunada la noche del 22 al 23 de marzo. En la zona occidental de Irlanda también abundaban los descabellados rumores y leyendas, y el pintor de temas fantásticos Ardois-Bonnot colgaba su blasfemo Paisaje Onírico en el salón de primavera de París de 1926. Fueron tan numerosas las alteraciones que tuvieron lugar en los manicomios, que solamente un milagro hubiera sido capaz de evitar que la cofradía médica advirtiese los extraños paralelismos y sacase desconcertantes conclusiones de aquello. Un extraño montón de recortes, que aún hoy no puedo concebir con qué insensible racionalismo fui capaz de desechar. Pero por aquel entonces ya estaba convencido de que el joven Wilcox conocía aquellas viejas cuestiones mencionadas por el profesor.


II.
El Relato del Inspector Legrasse.

Aquellos viejos asuntos que habían hecho que el sueño del escultor y su bajorrelieve resultaran tan trascendentes para mi tío constituían el tema principal de la segunda mitad de su largo manuscrito. Parece ser que el profesor Angell había visto ya en una ocasión, y estudiado sin obtener resultados, el diabólico perfil de aquella monstruosidad sin nombre representada sobre aquellos desconocidos jeroglíficos, y que también había escuchado las terribles sílabas que sólo pueden ser transliteradas como algo parecido a “Cthulhu”. Aquella vinculación era tan horrible e inquietante que no resulta nada extraño que el profesor acuciase al joven Wilcox con sus preguntas y solicitudes de información.
Esta experiencia anterior tuvo lugar en 1908, hacía diecisiete años, cuando la Sociedad Americana de Arqueología celebraba su reunión anual en San Luis. El profesor Angell, como corresponde a alguien de su mérito y autoridad, había desempeñado un papel importante en las deliberaciones, y fue uno de los primeros en ser abordado por los diversos profanos que, aprovechando la celebración, acudieron para hacer preguntas y plantear problemas en la confianza de que serían correctamente contestadas y resueltos.
El cabecilla de aquellos profanos, que no tardó en ser el centro de atención de todos los congregados, era un hombre de mediana edad y aspecto corriente que había venido desde Nueva Orleans en busca de cierta información especial que le resultaba imposible obtener de ninguna de las fuentes locales. Su nombre era John Raymond Legrasse, inspector de policía de profesión. Trajo consigo el motivo de su visita, una grotesca, repulsiva, y aparentemente antiquísima estatua de piedra, cuyo origen era incapaz de determinar. No cabe pensar que el inspector Legrasse tuviera el menor interés por la arqueología ya que, por el contrario, su deseo de ser ilustrado al respecto estaba instado por motivos puramente profesionales. La estatuilla, ídolo, fetiche, o lo que quiera que aquello fuera, había sido requisada hacía unos meses en los bosques pantanosos al sur de Nueva Orleans, en el curso de una redada contra los asistentes a una supuesta celebración vudú; tan extraños y horribles eran los ritos practicados en la misma que la policía no pudo sino darse cuenta de que había dado con una oscura secta totalmente desconocida para ellos, e infinitamente más diabólica que el más siniestro de los círculos africanos de la religión vudú. Acerca de su origen no pudo descubrirse absolutamente nada, salvo por ciertas historias erráticas e increíbles que se logró sacar por la fuerza a algunos de los detenidos. A esto último se debe el ansia de la policía por encontrar cualquier dato acerca de las antiguas tradiciones que pueda ayudarles a reconocer el horrible símbolo, para poder seguir la pista del culto hasta su mismo origen.
El inspector Legrasse no estaba preparado para la excitación que suscitó su testimonio. Un simple vistazo a la estatuilla fue suficiente para hacer que los hombres de ciencia allí congregados se sumiesen en un estado de tensa excitación, y no perdieran un solo momento en amontonarse alrededor del policía para así poder contemplar la diminuta figura, de tan extraña apariencia y tan remota antigüedad, que daba lugar a inopinadas y arcaicas perspectivas aún por desvelar Ninguna escuela de arte conocida había alentado la creación de este terrible objeto, pero cientos e incluso miles de años parecían estar marcados sobre su oscura y verdosa superficie de piedra cuya identificación resultaba imposible.
La figura, que al final fue pasada lentamente de mano en mano para que pudiera llevarse a cabo un estudio más cercano y detallado de la misma, tenía entre dieciocho y veinte centímetros de altura y estaba esculpida con gran habilidad artesanal. Representaba a un monstruo de perfil vagamente humano, pero con una cabeza a modo de pulpo cuya cara era una masa de tentáculos, un cuerpo cubierto de escamas y de aspecto gomoso, unas prodigiosas garras tanto en extremidades anteriores como posteriores, y unas largas y estrechas alas en la espalda. Aquella cosa, de la que parecía desprenderse una terrible y antinatural malevolencia, tenía una corpulencia algo abotargada y estaba sentada en cuclillas, con cierto aire maligno, sobre un pedestal cubierto de caracteres indescifrables. Las puntas de las alas tocaban el lado posterior del pedestal, y su trasero ocupaba el centro, mientras que las largas y curvas garras de las dobladas patas inferiores asían la parte frontal y se extendían a lo largo de todo el tercio superior del pedestal. La cabeza de cefalópodo se encontraba inclinada hacia delante, de modo que los extremos de sus tentáculos faciales rozaban la parte posterior de las grandes garras delanteras que, a su vez, estaban abrazadas a las rodillas elevadas de la agachada criatura. El aspecto del conjunto resultaba anormalmente vívido, e incluso sutilmente terrible, ya que su origen era del todo desconocido. Su enorme, pasmosa, e incalculable antigüedad resultaba indiscutible; a pesar de ello no daba muestra de una sola relación con cualquier forma artística conocida de carácter primitivo. De hecho, tampoco guardaba relación con ninguna otra época. Totalmente al margen, el propio material con que estaba construida resultaba un misterio, ya que aquella piedra verdinegra de aspecto maleable con motas y vetas doradas o iridiscentes no se asemejaba a nada conocido por la geología o la mineralogía. Los caracteres que cubrían la base eran igualmente desconcertantes y ninguno de los presentes pudo formarse la menor idea de su origen lingüístico, a pesar de encontrarse allí la mitad de los expertos mundiales en la materia. Estas inscripciones, así como la estatuilla y su material, formaban parte de algo horriblemente remoto y ajeno a la humanidad tal y como la conocemos; algo que terriblemente sugiere la existencia de antiguos e idólatras ciclos de vida en los que nuestro mundo y concepciones no tiene cabida alguna.
No obstante, después de que todos los congregados sacudieran sus cabezas, confesando su derrota ante el problema planteado por el inspector, hubo un hombre entre los allí reunidos que creyó percibir una extraña familiaridad en la monstruosa figura y la escritura, y que al momento contó con cierta timidez lo poco que sabía. Esta persona era el difunto William Channing Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton, y un explorador de reconocido prestigio. El profesor Webb había participado cuarenta y ocho años atrás en una expedición a Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas que no llegó finalmente a encontrar. Mientras remontaban la costa occidental de Groenlandia se encontraron con una extraña tribu o culto de esquimales degenerados cuya religión, una curiosa forma de adoración al diablo, le hizo sentir escalofríos dado lo deliberadamente sanguinario y repulsivo de sus ritos. Era una fe de la que otros esquimales sabían muy poco, y de la que sólo se hablaba en medio de un gran pánico, diciendo que procedía de épocas horriblemente antiguas y anteriores a la creación de nuestro mundo. Además de ritos indescriptibles y sacrificios humanos, también se practicaban otros extraños ritos de carácter hereditario dirigidos a un anciano demonio supremo o tornasuk. El profesor Webb tomó una cuidadosa transcripción fonética de aquellos ritos de labios de un anciano angekok o hechicero-sacerdote, expresando los sonidos lo mejor que pudo en caracteres latinos. Pero en aquellos momentos el asunto de principal trascendencia no era otro que el fetiche que aquel culto adoraba y alrededor del cual danzaban los sectarios cuando la aurora se alzaba por encima de los gélidos acantilados. Este era, afirmó el profesor, un tosco bajorrelieve de piedra, que constaba de un horrible dibujo y de ciertas inscripciones enigmáticas y, según le parecía, era una versión más tosca pero similar, en todas sus características esenciales, a la inhumana efigie que yacía en aquel momento frente a los reunidos.
Estos datos, recibidos con incertidumbre y asombro por los presentes, probaron ser de especial interés para el inspector Legrasse, que comenzó de inmediato a acosar con preguntas al informante. Ya que había copiado y tomado nota de un ritual oral escuchado a los adoradores del culto de los pantanos que sus hombres detuvieron, suplicó al profesor que recordase lo mejor que pudiera las sílabas que anotó en su convivencia con aquellos diabólicos esquimales. Lo que siguió entonces fue una exhaustiva comparación de detalles y un momento de pavoroso silencio cuando el detective y el científico llegaron a la conclusión de la práctica identidad de la frase común a aquellos dos rituales diabólicos pertenecientes a mundos tan diferentes y distantes entre sí. Lo que cantaban a sus ídolos gemelos, tanto los hechiceros esquimales como los sacerdotes de los pantanos de Luisiana era, en esencia, era algo muy parecido a esto (las divisiones entre palabras se han supuesto en base a los cortes que tradicionalmente se hacían en la frase al cantarla voz alta):
“Ph‘nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.”
Legrasse tenía algo a su favor frente al profesor Webb, ya que en varias ocasiones sus prisioneros mestizos le habían repetido lo que los viejos oficiantes les contaron del significado de esas palabras. El verso se traduciría por algo parecido a esto:
“En su morada de R’lyeh, el difunto Cthulhu espera soñando.”
En ese momento, en respuesta a una exigencia urgente y generalizada, el inspector Legrasse relató, de la forma más completa posible, su experiencia con los adoradores de los pantanos; un relato que mi tío, tal y como puedo ver, consideró de una profunda trascendencia. La historia participaba de los más locos sueños de mitómanos y teósofos, y demostraba el asombroso grado de imaginación cósmica poseído por aquellos mestizos y parias, algo que era lo que menos se hubiera podido esperar de ellos.
El día 1 de Noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleans fue llamada a acudir con urgencia a la región pantanosa y lacustre al sur de la ciudad. Los ocupantes ilegales de la zona, en su mayoría primitivos pero amables descendientes de los hombres de Lafitte, eran presa de un terror absoluto debido a algo desconocido que se les había acercado en silencio durante la noche. Al parecer se trataba de vudú, pero un vudú de un tipo más terrible del que jamás habían llegado a conocer, y algunas mujeres y niños habían desaparecido desde que el maléfico tam-tam comenzó su incesante golpeteo a lo lejos, en el interior de los negros y embrujados bosques por los que ninguno de los colonos se atrevía a aventurarse. Había gritos demenciales y angustiosos chillidos, cantos que helaban la sangre y danzantes llamas endemoniadas, y según añadió el aterrado mensajero, la gente no podía soportarlo por más tiempo.
De ese modo, un destacamento de veinte policías, repartidos entre dos carruajes y un automóvil, emprendió la marcha en las últimas horas de la tarde con el tembloroso colono haciendo las veces de guía. Se apearon al final del camino transitable y durante kilómetros chapotearon en silencio a través del terrible bosque de cipreses al que la luz del día nunca llegaba. Feas raíces y maléficas lianas de musgos de Florida les acosaron y, de vez en cuando, los montones de piedras enmohecidas o los restos de paredes putrefactas intensificaban, con su sola insinuación de unos pobladores tan morbosos, una sensación depresiva que cada árbol malformado y cada fungoso calvero contribuía a crear. Al rato se divisó el asentamiento de aquellos colonos, no más que un miserable montón de cabañas, y sus histéricos moradores corrieron a apiñarse alrededor del grupo de policías que portaba faroles que se balanceaban. El apagado ritmo del tam-tam resultaba ahora levemente audible muy, muy a lo lejos; y algún alarido aterrador llegaba a ratos cuando el viento cambiaba de dirección. Un brillo rojizo parecía también filtrarse a través de la pálida maleza más allá de las interminables avenidas del bosque nocturno. A pesar de tener aún miedo a quedarse solos de nuevo, los aterrados colonos se negaron en redondo a avanzar un solo palmo más en dirección a aquella escena de impía adoración, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas se internaron sin guía alguno entre negras arquerías de horror por las que ninguno de ellos había pasado con anterioridad.
El área en la que ahora se adentraba la policía había tenido siempre mala fama, era prácticamente desconocida por el hombre blanco y en absoluto transitada por éste. Había leyendas que apuntaban a un lago oculto jamás visto por ojos mortales, en el que habitaba un enorme y amorfo pólipo blanco de ojos luminescentes; y los colonos cuchicheaban acerca de unos diablos con aspecto de murciélago que salían volando de cavernas en el interior de la tierra para adorarlo a la medianoche. Los colonos afirmaban que aquello había estado allí desde antes de D'iberville, desde antes de La Salle, desde antes de los indios, e incluso antes que las saludables bestias y aves que poblaron esos bosques. Aquel ser era una pesadilla en sí mismo, y su sola visión suponía la muerte. Pero también hacía soñar a los hombres, y por esa razón estos sabían lo suficiente como para mantenerse lejos de él. La orgía vudú estaba teniendo lugar en los márgenes de tan temida zona, pero eso era ya lo suficientemente malo de por sí. Es posible por lo tanto que el lugar de la celebración hubiera aterrorizado más a los colonos que los escalofriantes sonidos e incidentes.
Solamente la poesía o la locura pueden hacer justicia a los ruidos escuchados por los hombres de Legrasse a medida que se abrían paso por el negro pantano hacia el rojizo resplandor y el apagado sonido de los tambores. Existen rasgos vocales propios del ser humano, y rasgos vocales propios de las bestias; pero resulta harto horrible escuchar los unos cuando la fuente de la que proceden debería producir los otros. La furia animal y el libertinaje orgiástico se azotaban el uno al otro hasta alcanzar cotas demoniacas, en medio de un éxtasis de aullidos y graznidos que desgarraban aquellos bosques nocturnos y reverberaban por toda su extensión como si se tratase de tormentas pestilentes surgidas de los abismos del infierno. De vez en cuando aquel ulular sin orden ni concierto se detenía, y de lo que parecía ser un coro bien orquestado surgían roncas voces entonando en sonsonete aquella horrible frase o ritual: “Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.”
Entonces fue cuando los hombres, habiendo ya alcanzado un lugar donde la vegetación era menos frondosa, se toparon de repente con la visión del terrible espectáculo. Cuatro de ellos se tambalearon, uno se desvaneció, y otros dos profirieron un desquiciado grito que, afortunadamente, fue enmudecido por la furiosa cacofonía que procedía de aquella orgía. Legrasse echó agua de los pantanos en la cara del desmayado, y todos se quedaron temblando allí de pie, casi hipnotizados por el horror.
En un claro natural del pantano había un islote cubierto de hierbas de algo menos de media hectárea, sin árboles y relativamente seco. Allí saltaba y se retorcía una indescriptible horda de monstruosidad humana que nadie salvo Sime o Angarola hubiera sido capaz de retratar. Sin ropa alguna encima, aquellos engendros mestizos rugían, vociferaban y se contorsionaban en torno a una gigantesca hoguera circular en cuyo centro, visible a través de ocasionales aberturas en la cortina de llamas, se alzaba un imponente monolito de granito de unos dos metros y medio de altura, sobre el cual, de manera incongruente dada su extrema pequeñez, descansaba la horrenda estatuilla. Formando un amplio círculo de diez cadalsos dispuestos a intervalos regulares, con el monolito rodeado de llamas en su centro, colgaban boca abajo los cuerpos atrozmente mutilados de los indefensos colonos que habían desaparecido. Era dentro de aquel círculo donde el corro de adoradores saltaba y rugía, desplazándose de forma general de izquierda a derecha en una interminable bacanal entre el círculo de cuerpos y el de llamas.
Puede que fuera solamente la imaginación, o puede que fueran los ecos del lugar los que indujeron a uno de los policías, un hispano un tanto exaltado, a figurarse que había oído respuestas antifonales al ritual procedentes de algún lugar lejano y sin luz en lo más profundo de aquel bosque de ancestrales leyendas y horrores. Más tarde tuve ocasión de encontrarme de nuevo con este hombre, Joseph D. Gálvez se llamaba, que demostró ser molestamente imaginativo. Llegó hasta el punto de insinuar la existencia de un batir de alas apenas perceptible, y de haber vislumbrado unos ojos brillantes y una gigantesca masa blanca más allá de los árboles lejanos, pero creo que lo que sucedía realmente es que había escuchado demasiada superstición local.
La horrible pausa que se tomaron los hombres de Legrasse tras presenciar semejante aberración fue relativamente breve. El deber era lo primero, y aunque debía haber más de un centenar de mestizos celebrantes en aquella multitud, los policías confiaron en sus armas de fuego y se lanzaron resueltos hacia una nauseabunda batalla. Durante unos cinco minutos el caos y el estruendo resultantes fueron más allá de toda descripción. Se libró una auténtica batalla campal y se abrió fuego, si bien muchos de los idólatras se dieron a la fuga. Pero al final el inspector Legrasse pudo contar hasta cuarenta y siete detenidos de hosco semblante, a los que obligó a vestirse a toda prisa y formar entre dos filas de policías. Cinco de los adoradores yacían muertos, y dos más que habían resultado heridos de gravedad fueron acarreados por sus compañeros sobre improvisadas camillas. Por supuesto, la efigie que yacía sobre el monolito fue cuidadosamente retirada y transportada por el propio Legrasse.
Tras un viaje de extrema tensión y agotamiento, los detenidos fueron interrogados en la jefatura de policía, resultando ser todos hombres de muy baja extracción social, de sangre mestiza y enajenados mentales. La mayoría eran marinos. Unos cuantos negros y mulatos, casi todos de las Indias Occidentales, o Portugueses de Brava, de las islas portuguesas de Cabo Verde, aportaban una nota de colorido vudú al heterogéneo culto. Pero bastante antes de que se hubieran realizado muchos interrogatorios, ya se habla puesto de manifiesto que en todo aquello había algo mucho más profundo y antiguo que el simple fetichismo negro. Degradados e ignorantes como eran, aquellas criaturas se aferraban con sorprendente firmeza a la idea central de su repugnante fe. Tal y como dijeron, adoraban a los Primigenios que existen desde mucho antes que los hombres, y que vinieron a este joven mundo desde los cielos. Los Primigenios abandonaron la superficie del planeta, desapareciendo en el interior de la tierra o bajo las aguas del mar; pero sus cuerpos sin vida le contaron en sueños sus secretos a los primeros hombres, que formaron un culto que jamás ha desaparecido. Este era tal culto, y los prisioneros afirmaban que siempre habla existido y que continuaría haciéndolo, oculto en lejanas tierras baldías y lugares lúgubres a lo largo y ancho del mundo hasta el momento en que el sumo sacerdote Cthulhu se alzase desde su lóbrega casa en la invulnerable ciudad de R'lyeh bajo las aguas, y volviese a poner la tierra bajo su dominio. Algún día les convocaría a todos, cuando las estrellas estuvieran en posición. El culto secreto esperaría por siempre hasta que esto sucediera y poder liberarlo.
Entretanto, nada más debía decirse. Había algún secreto que incluso la tortura sería incapaz de extraer. La humanidad no era la única vida consciente del planeta, ya que de las tinieblas salían figuras para visitar a los pocos feligreses. No se trataba de Primigenios, a los que ningún hombre había visto jamás. El ídolo esculpido era una representación del gran Cthulhu, pero nadie sabía decir si los demás Primigenios eran o no parecidos a él. Nadie era ya capaz de leer las antiguas inscripciones, pero los mensajes eran transmitidos de viva voz. El cántico ritual no era el ya mencionado secreto, ya que éste último nunca era pronunciado en voz alta, sino susurrado. El cántico sólo significaba esto: “En su morada de R'lyeh el difunto Cthulhu espera soñando.”
Sólo se consideró a dos de los detenidos lo bastante cuerdos como para ser colgados, y el resto fue internado en diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los asesinatos rituales, afirmando que las muertes habían sido producidas por los Seres de Alas Negras que se habían dirigido hacia ellos desde su inmemorial templo en el interior del bosque embrujado. No pudo obtenerse ninguna información coherente acerca de esos misteriosos aliados. Casi todo lo que la policía pudo averiguar provino, principalmente, de un anciano mestizo llamado Castro, que decía haber viajado hasta extraños puertos y haber hablado con los líderes inmortales del culto en las montañas de China.
El viejo Castro recordaba retazos de una horrible leyenda que hacía palidecer las especulaciones de los teósofos, y que el hombre y el mundo pareciesen algo de reciente aparición y de existencia transitoria. Ha habido épocas remotas en que otros Seres, que vivían en Sus grandes ciudades, gobernaban la Tierra. Castro dijo que, según le habían contado aquellos chinos inmortales, aún podían encontrarse vestigios de Aquellos en ciclópeas piedras de las islas del Pacifico. Ellos murieron muchas eras antes de la aparición del hombre, pero existen ciertas artes que pueden hacerlos revivir cuando las estrellas estén de nuevo en la posición propicia dentro del ciclo de la eternidad. Efectivamente, Ellos habían venido de las estrellas y habían traído consigo Sus imágenes. Estos Primigenios, continuó Castro, no estaban compuestos del todo de carne o sangre. Tenían forma, cosa que quedaba demostrada en aquella efigie esculpida en las estrellas, pero esa forma no estaba hecha de materia. Siempre que las estrellas estuvieran en posición, podían saltar de un mundo a otro a través de los cielos; mas cuando las estrellas no eran propicias, Ellos no podían vivir. Pero aunque no pudieran vivir, tampoco morirían realmente. Todos yacen en moradas de piedra en la gran ciudad de R'lyeh, protegidos por los hechizos del omnipotente Cthulhu en espera del día de la gloriosa resurrección en que las estrellas y la Tierra les sean de nuevo favorables. Llegado ese momento, alguna fuerza del exterior debe liberar Sus cuerpos. Los hechizos empleados para preservarlos les impedían intentar todo movimiento inicial, por lo que no podían hacer otra cosa que yacer despiertos en la oscuridad y pensar mientras transcurrían millones y millones de años. Ellos estaban al tanto de todo lo que acontecía en el universo, pues Su forma de comunicación era la transmisión del pensamiento. Incluso hoy hablaban en Sus tumbas. Cuando, después de infinitas épocas de caos, llegaron los primeros hombres, los Primigenios hablaron a los más sensitivos de entre ellos moldeando sus sueños, ya que solamente así podía Su lengua alcanzar las mentes carnales de los mamíferos.
Entonces, susurró Castro, aquellos primeros hombres formaron el culto en torno a unos pequeños ídolos que les mostraron los Grandes Ancianos, ídolos traídos de épocas distintas desde estrellas sin luz. Ese culto no desaparecerá nunca hasta que las estrellas vuelvan a estar en posición, y los sacerdotes ocultos consigan sacar al Gran Cthulhu de Su tumba para que resucite a Sus súbditos y reanude Su dominio sobre la Tierra. Esos tiempos serán fácilmente reconocibles, porque entonces la humanidad se habrá vuelto como los Primigenios, libre y salvaje, más allá del bien y del mal, dejando a un lado la ley y la moral; y todos los hombres gritarán y matarán, y gozarán era su alegría. Entonces, los Primigenios liberados les enseñarán nuevas formas de gritar y de matar, de solazarse y disfrutar, y la Tierra entera arderá en un holocausto de éxtasis y libertad. Mientras tanto, el culto, mediante los ritos apropiados, debe mantener viva la memoria de aquellas antiguas costumbres y escenificar la profecía de Su regreso.
En tiempos remotos, hombres elegidos habían hablado en sueños con los Primigenios sepultados, pero un día, algo sucedió. La gran ciudad pétrea de R'lyeh, con sus tumbas y monolitos, se hundió bajo las aguas; y las aguas profundas, llenas del misterio primigenio que ni los pensamientos pueden atravesar, habían cortado aquella comunicación espectral. Pero el recuerdo nunca moriría, y los sumos sacerdotes afirman que la ciudad se alzará de nuevo cuando las estrellas estén en posición. Entonces saldrán de la tierra los negros espíritus que en ella habitan, enmohecidos y tenebrosos, cargados de rumores siniestros obtenidos en cavernas situadas bajo el mismo fondo del mar. Pero el viejo Castro prefería no hablar demasiado acerca de Ellos. Se calló de repente y no hubo persuasión o sutileza alguna capaz de sacarle una sola palabra más al respecto. Curiosamente tampoco quiso hablar acerca del tamaño de los Primigenios. Del culto dijo que, según pensaba, su núcleo yacía en medio de las arenas intransitables del desierto de Arabia donde Irem, la Ciudad de los Pilares, sueña oculta e indemne. La secta no estaba aliada a los cultos Europeos de brujería, y resultaba prácticamente desconocido más allá de sus propios integrantes. Ningún libro había siquiera insinuado la existencia de éste, aunque los chinos imperecederos afirmaron que el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred contenía ciertos dobles significados que los iniciados podían interpretar a su antojo, especialmente el tan discutido pareado:

“Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,
y con los evos extraños aún la muerte puede morir.”

Legrasse, profundamente impresionado, y no menos perplejo, había intentado informarse en vano acerca de las afiliaciones históricas del culto. Aparentemente, Castro había dicho la verdad cuando afirmó que éste era completamente secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luz alguna acerca de la estatuilla o la secta y, en aquel preciso momento, el inspector había llegado hasta las máximas autoridades del país para encontrarse únicamente con el relato de Groenlandia que había contado el profesor Webb. El interés febril que el relato de Legrasse despertó durante la reunión, corroborado por la propia estatuilla, quedó reflejado en la correspondencia subsiguiente de los asistentes, aunque los comentarios que aparecieron en las publicaciones oficiales de la sociedad fueron más bien escasos. La precaución es la principal inquietud en aquellos acostumbrados a enfrentarse en ocasiones con charlatanes e impostores. Legrasse prestó la estatuilla durante algún tiempo al profesor Webb, pero le fue devuelta al fallecer éste último y permanece hoy en su poder, tal y como he podido comprobar hace no mucho. Es un objeto auténticamente terrible, e inequívocamente parecido a la que el joven Wilcox esculpiera en sueños.
No me extraña que mi tío se entusiasmase con el relato del escultor, pues ¿qué ideas no le llegarían a la cabeza, tras lo que Legrasse había aprendido del culto, si escuchase a un joven sensible decir, no sólo que había soñado con la estatuilla y los jeroglíficos exactos de la imagen hallada en los pantanos y la tablilla de Groenlandia, sino que en sueños le habían llegado al menos tres de las precisas palabras que componían la fórmula pronunciada tanto por los diabólicos esquimales como por los mestizos de Luisiana? El inicio inmediato por parte del profesor Angell de una investigación con la mayor minuciosidad resultó eminentemente natural, aunque yo, personalmente, sospechaba que el joven Wilcox había oído del culto de alguna forma y que había inventado una serie de sueños para enfatizar aquel misterio y prolongarlo a expensas de mi tío. No cabía duda de que las descripciones de sueños y los recortes recopilados por el profesor venían a corroborar los hechos, pero la racionalidad de mi mente y la extravagancia de todo este tema me llevaron a adoptar lo que a mi juicio eran las conclusiones más sensatas. De ese modo, tras estudiar detenidamente una vez más el manuscrito y correlacionar las notas teosóficas y antropológicas acerca del culto con el relato de Legrasse, viajé hasta la residencia del escultor en Providence para echarle la reprimenda que me parecía apropiada por haber embaucado de manera tan atrevida a un hombre educado y de edad. Wilcox aún vivía en soledad en el Edificio Fleur-de-Lys de Thomas Street, una horrible imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII, que ostentaba una fachada de estuco entre preciosas casas coloniales que ocupaban la antigua colina, a la sombra de la más hermosa torre georgiana de toda América. Lo encontré trabajando en su estudio, y hube de admitir que el genio del escultor era profundo y auténtico nada más ver las obras que allí había repartidas. Creo que, con el tiempo, será recordado como uno de los grandes artistas de lo decadente, porque había ya cristalizado en arcilla, y algún día reflejaría en el mármol pesadillas y fantasías que sólo Arthur Machen evoca en su prosa, y Clark Ashton Smith plasma en su verso y pintura.
Moreno, delicado, y de un descuidado aspecto, se volvió lánguidamente al llamar yo a la puerta, y me preguntó qué quería sin siquiera levantarse. Manifestó cierto interés cuando le dije quién era, pues mi tío había despertado su curiosidad al investigar sus sueños, pero nunca le había explicado la razón del estudio. No amplié su conocimiento acerca del asunto, pero busqué con cierta sutileza la forma de poder sacarle algo. En poco tiempo pude convencerme de su sinceridad, pues hablaba acerca de sus sueños de una forma que a nadie podía engañar. Estos sueños, y los residuos que éstos habían dejado en su subconsciente, habían tenido una profunda influencia en su arte, cosa que confirmó al mostrarme una morbosa estatua cuyo contorno casi me hizo estremecer con la potencia de Su siniestro poder evocativo. Wilcox no pudo recordar haber visto el original de esa figura, salvo en su propio bajorrelieve, pero el perfil lo habían moldeado inconscientemente sus propias manos. Se trataba sin duda de la gigantesca figura sobre la que había desvariado en su delirio. También quedó claro sin mediar mucho tiempo que realmente no sabía nada de un culto secreto, salvo por lo que se hubiera dejado caer en sus charlas con mi tío. Una vez más me esforcé en imaginar cómo habría podido éste llegar a experimentar tan extrañas sensaciones.
Hablaba de sus sueños de una extraña y poética forma; haciéndome ver con terrible intensidad la húmeda ciudad ciclópea de piedra verdosa y cubierta de fango cuya geometría, comentó curiosamente, era completamente errónea, y consiguiendo que pudiese escuchar, con pavorosa expectación, la incesante y cuasi mental llamada de las profundidades: “Cthulhu fhtagn”, “Cthulhu fhtagn”. Estas palabras formaban parte de aquel terrible ritual que hablaba de la vigilia onírica del difunto Cthulhu bajo su bóveda pétrea de R'lyeh, y me sentí profundamente estremecido a pesar de mis creencias racionales. Estoy seguro de que Wilcox había oído hablar del culto de alguna manera, pero lo había olvidado en medio del montón de sus no menos extrañas lecturas e imaginaciones. Más tarde, y en virtud de su predisposición a impresionarse, había hallado una expresión subconsciente de aquello en sus propios sueños, en el bajorrelieve, y en la terrible estatua que tenía entonces entre mis manos. El engaño al que había sometido a mi tío era, por lo tanto, uno inocente e involuntario. El joven tenía un carácter algo amanerado y antipático a la vez, por el que no podría sentir simpatía, pero me vi obligado a reconocer tanto su genio como su honestidad. Me despedí de él amistosamente, deseándole todo el éxito que su genio prometía.
El asunto de la secta aún continuaba fascinándome, hasta el punto de imaginar que alcanzaría la fama personal por mis investigaciones acerca de su origen y conexiones. Visité a Legrasse en Nueva Orleans y charlé tanto con él como con otras personas acerca de aquella vieja redada, vi la terrorífica efigie, e incluso hice preguntas a aquellos prisioneros mestizos que aún seguían con vida. Por desgracia, el viejo Castro llevaba muerto varios años. Aunque no se tratase más que de una confirmación detallada de lo que mi tío había escrito en sus notas, lo que entonces estaba comprobé personalmente de manera tan gráfica consiguió estimularme de nuevo, ya que estaba seguro de andar tras la pista de una religión auténtica, antiquísima, y absolutamente secreta, cuyo descubrimiento haría de mí un antropólogo de renombre. Mi actitud, como desearía que continuara siendo, aún era por aquel entonces una de absoluto materialismo, de modo que descarté, con una perversidad inexplicable, las coincidencias existentes entre las notas relativas a sueños y los extraños recortes recopilados por el profesor Angell.
Algo que empecé a sospechar, y que me temo ahora sé a ciencia cierta, es que la muerte de mi tío distó muchísimo de ser natural. Éste se derrumbó en un angosto y empinado callejón que ascendía desde unos viejos muelles infestados de mestizos extranjeros, tras un descuidado empellón propinado por un marino negro. No puedo olvidar la sangre mezclada y la querencia marinera de los sectarios de Luisiana, y no me sorprendería enterarme en algún momento de la existencia de ciertos métodos secretos de asesinato tan antiguos como los ritos y creencias esotéricos. Legrasse y sus hombres no han sufrido daño alguno, pero en Noruega ha muerto cierto marinero que fue testigo de cosas extraordinarias. ¿Habrían llegado las pesquisas de mi tío a oídos siniestros tras obtener la información del joven escultor? Creo que el profesor Angell murió porque sabía demasiado. Que yo desaparezca de igual manera está aún por ver... porque ahora yo sé mucho.


III.
La locura que llegó del mar.

Si los cielos quisieran concederme alguna vez un favor, pediría que borrasen para siempre las consecuencias que derivaron de aquella ocasión en que, de forma casual, fijé la mirada en un trozo suelto de papel que había sido usado para cubrir un estante. Era difícil que hubiera tropezado en mi rutina cotidiana con algo así, ya que no era sino un viejo ejemplar de un periódico australiano, el Sidney Bulletin del 18 de Abril de 1925. Había escapado incluso a la atención de la agencia de recortes de prensa que, justo en la fecha de publicación de éste, andaba recopilando ávidamente material para la investigación de mi tío.
Hacía tiempo que había abandonado mis pesquisas acerca de lo que el profesor Angell llamaba “Culto de Cthulhu”, y me encontraba visitando a un amigo que tenía en Paterson, Nueva Jersey, hombre culto que ostentaba el cargo de conservador del museo local, además de ser un mineralogista de renombre. Un día, examinando las muestras de reserva, torpemente almacenadas en los estantes de una habitación en el almacén del museo, mi atención fue captada por una extraña fotografía que aparecía en uno de los viejos periódicos desplegados bajo las piedras. Tal y como he dicho era el Sidney Bulletin, pues mi amigo conocía a gente en todas partes, y la foto en cuestión era un grabado en sepia de una horrible imagen de piedra idéntica a la que Legrasse había encontrado en el pantano.
Leí el artículo en detalle tras quitar impacientemente de encima de la hoja las preciosas piezas que la cubrían, pero quedé algo decepcionado al ver que su extensión era algo reducida. Sin embargo, lo que sugería era algo de trascendental importancia para la búsqueda que había mantenido y que comenzaba por aquel entonces a languidecer. El artículo, que arranqué cuidadosamente, decía lo siguiente:

MISTERIOSO BARCO ABANDONADO HALLADO EN ALTA MAR
Llegada a remolque del Vigilant de un yate neozelandés armado y desaparejado.
Un superviviente y un muerto hallados a bordo. Desesperada lucha y muertes en alta mar.
Marinero rescatado se niega a dar detalles sobre extraña experiencia.
Encontrado en posesión de extraño ídolo. Prosiguen las investigaciones.

El carguero Vigilant de la naviera Morrison, procedente de Valparaíso, atracó esta mañana en el muelle de Darling Harbour, remolcando al desaparejado y averiado, si bien fuertemente armado, yate de vapor Alert de Dunedin (Nueva Zelanda), que fue avistado el 12 de Abril a 34°21' de latitud sur y 152°17' de longitud oeste, llevando a bordo un superviviente y un muerto.
El Vigilant zarpó de Valparaíso el 25 de Marzo, y el 2 de Abril se desvió su rumbo considerablemente hacia el sur, debido a la fortísima tormenta y las enormes olas. El 12 de Abril fue avistado el barco a la deriva. Aunque en apariencia estaba desierto, al abordarlo fue hallado el único superviviente en unas condiciones cercanas al delirio, así como otro hombre que llevaba muerto claramente más de una semana. El superviviente estaba aferrado a un horrible ídolo de piedra de unos 30 centímetros de altura y de origen desconocido, acerca de cuya naturaleza las autoridades de la Universidad de Sidney, la Royal Society, y el Museo de College Street, se muestran completamente desconcertadas. El superviviente dice haberla encontrado en el camarote del yate, en el interior de un pequeño relicario de ordinaria talla.
Éste hombre, tras recobrar el sentido, relató una extraña historia acerca de piratería y una sangrienta masacre. Se trata de Gustaf Johansen, noruego de cierta educación, segundo de a bordo de la goleta Emma de Auckland, que zarpó de El Callao el 20 de Febrero con once hombres. El Emma, según cuenta, se vio retrasado, y desviado de su rumbo hacia el sur, por culpa de la gran tempestad del 1 de Marzo, y el 22 del mismo avistó al Alert a 49°51' de latitud sur y 128°34' longitud oeste, llevado por una extraña tripulación de feroz aspecto formada por canacos y mestizos. Al ordenársele de forma perentoria que diera media vuelta, el capitán Collins se negó; momento en que la extraña tripulación comenzó a abrir fuego sobre la goleta, salvajemente y sin aviso previo, con una batería pesada dotada de cañones de bronce que formaba parte de su armamento. Según el superviviente, los hombres del Emma plantaron batalla y, aunque la goleta comenzó a hundirse debido a los disparos recibidos por debajo de la línea de flotación, fueron capaces de acercarla a la nave enemiga, para así abordarla, y lucharon con la salvaje tripulación sobre su misma cubierta. Al final se vieron forzados a matar a toda la tripulación enemiga, algo superior en número, por su detestable y desesperada, si bien torpe, manera de luchar.
Tres de los hombres del Emma resultaron muertos, incluyendo al capitán Collins y al primero de a bordo Green. Los ocho restantes, con el segundo de a bordo Johansen al mando, se pusieron al frente del yate capturado, retomando su rumbo original para averiguar cuál era la razón de haberles ordenado dar media vuelta. Al día siguiente, según parece, alcanzaron una pequeña isla en la que desembarcaron, aunque no se sabe de la existencia de ninguna en aquella parte del océano. Seis de los tripulantes murieron en ella, aunque Johansen da muestras de reticencia al llegar a esta parte de la historia, y se limita a decir que cayeron por un precipicio rocoso. Más tarde, según parece, él y el último de sus compañeros llegaron al yate y trataron de tripularlo, pero se vieron azotados por la tormenta del 2 de Abril. El hombre recuerda poco de lo sucedido entre ese día y el 12 de Abril, en que tuvo lugar su rescate, y no recuerda cuándo murió William Briden, su compañero. La muerte de éste no parece debida a ninguna causa visible, siendo la excitación y la exposición a los elementos las razones más probables. Noticias llegadas por cable desde Dunedin informan de que el Alert es un mercante de cabotaje bien conocido allí, que además gozaba de una mala reputación en los muelles. Era propiedad de un curioso grupo de mestizos cuyos frecuentes encuentros y salidas nocturnas en dirección a los bosques atraían bastante la atención. Éste se había hecho a la mar apresuradamente justo tras la tormenta y los temblores de tierra que tuvieron lugar el 1 de Marzo. Nuestro corresponsal en Auckland señala que tanto el Emma como su tripulación gozaban de una excelente reputación, y describe a Johansen como un hombre moderado y respetable. El Almirantazgo va a realizar una investigación del asunto que dará comienzo mañana mismo; en ella se tomarán todas las medidas necesarias para persuadir a Johansen de que hable con mayor claridad de lo que ha hecho hasta ahora.

Esto, junto con la fotografía de la infernal estatua, era todo, ¡pero qué torrente de ideas comenzó a fluir en mi cabeza! Aquí había un nuevo tesoro de datos en tomo al Culto de Cthulhu y una clara evidencia de que éste tenía extraños intereses tanto en el mar como en tierra. ¿Qué motivo incitó a la tripulación mestiza a ordenar dar media vuelta al Emma mientras navegaba en posesión de aquel horrible ídolo? ¿Cuál era aquella desconocida isla sobre la que murieron seis de los tripulantes del Emma, y sobre la que el segundo Johansen se muestra tan reservado? ¿Qué fue lo que sacó a la luz la investigación ordenada por el Almirantazgo y qué es lo que se sabía en Dunedin acerca del maléfico culto? Y lo más sorprendente de todo, ¿cuál era la relación, tan profunda como natural, de aquellas fechas que hacían que tomaran una malévola e innegable significación los diversos cambios en el curso de los acontecimientos que tan minuciosamente había anotado mi tío?
El día 1 de Marzo -es decir, nuestro 28 de febrero según la hora del meridiano de Greenwich- fue cuando tuvieron lugar la tormenta y el terremoto. El Alert y su maloliente tripulación salieron disparados de Dunedin como llevados por una apremiante llamada, mientras que al otro lado del mundo, poetas y artistas comenzaron a soñar acerca de una extraña y rezumante ciudad a la vez que un joven escultor moldeaba en sueños la forma del propio Cthulhu. El 23 de Marzo el desembarco de la tripulación del Emma en una isla desconocida arrojó una cifra de seis muertos; y en esa misma fecha los sueños de aquellos hombres especialmente sensibles adquirieron una gran viveza y quedaron oscurecidos por la persecución de que eran objeto por parte de un monstruo maléfico. Mientras tanto un arquitecto enloquecía y un escultor se veía inmerso de repente en el delirio. ¿y qué hay de la tormenta del 2 de Abril, fecha en que cesaron todos los sueños acerca de la malsana ciudad, y en que Wilcox salió ileso del suplicio de aquellas extrañas fiebres? ¿Qué deducir de todo ello? ¿y de todas las insinuaciones del viejo Castro acerca de los Primigenios, sumergidos bajo las aguas y nacidos en las estrellas, y de su reino que se avecina, el fiel culto de estos y su dominio de los sueños? ¿Estaba tambaleándome al borde de horrores cósmicos más allá de la capacidad de asimilación del hombre? Si esto es así, tales horrores no deben ser sino de la mente, ya que de alguna forma el 2 de Abril puso fin a cualquier monstruosa amenaza que hubiera empezado a cernirse sobre el alma de la humanidad.
Aquella tarde, tras un día de apresurados telegramas y preparativos, me despedí de mi anfitrión y cogí un tren a San Francisco. En menos de un mes me encontraba en Dunedin, donde comprobé que a pesar de que los miembros de aquel extraño culto solían pasar el rato en las viejas tabernas del puerto, poco más se sabía acerca de ellos. Los chismes que escuché en los muelles no merecen mención especial, aunque corría cierto rumor acerca de un viaje que estos mestizos habían realizado al interior, durante el cual se pudo apreciar en las lejanas colinas un apagado tamborileo y un resplandor rojizo. En Auckland averigüé que tras un superficial interrogatorio en Sidney, que no dio resultado alguno, Johansen había regresado con su rubia cabellera de color blanco, y que después había vendido su casita en West Street y marchado en barco con su mujer a su antigua residencia en Oslo. De aquella pavorosa experiencia no contó a sus amigos nada más que a los oficiales del Almirantazgo, y todo lo que estos pudieron hacer fue darme su dirección en Oslo.
Después de aquello me fui a Sidney donde hablé, sin obtener nada nuevo, con marinos y magistrados del Vicealmirantazgo. Pude ver el Alert, que había sido vendido para su uso comercial, en Circular Quay, en Sidney Cove, pero tampoco logré sacar nada a su reservada tripulación. La figura acurrucada con cabeza de cefalópodo, alas escamosas y el pedestal cubierto de jeroglíficos, se conservaba en el Museo de Hyde Park. Durante un tiempo la estuve estudiando, encontrando en ella la misma exquisita y siniestra hechura, el mismo misterio y antigüedad, y el mismo material desconocido propios de la versión, un tanto más reducida, de Legrasse. Según me dijo el conservador del Museo, los geólogos habían encontrado en ella un monstruoso enigma, ya que llegaron a jurar que en el mundo no había una roca como esa. Fue entonces cuando pensé con un escalofrío en lo que el viejo Castro le había dicho a Legrasse acerca de los Primigenios: “Ellos vinieron de las estrellas, y trajeron Sus imágenes consigo.”
Estremecido por una confusión mental como nunca antes había conocido, decidí visitar al segundo Johansen en Oslo. Embarqué con destino a Londres, donde cogí otro barco en dirección a la capital noruega; y en un día de otoño desembarqué en los muelles bien cuidados que había a la sombra del Egeberg. La casa de Johansen, como pude descubrir, estaba situada en la vieja ciudad del rey Harold Haardrada, quien conservó el nombre de Oslo en los siglos que la capital estuvo disfrazada como “Cristiana”. Hice el breve recorrido en taxi y, con el corazón palpitante, llamé a la puerta de un pulcro y antiguo edificio con fachada de estuco. Una mujer de gesto triste y vestida de negro fue quien respondió a mi llamada, quedándome consternado y estupefacto cuando esta me dijo en un inglés entrecortado que Gustaf Johansen había fallecido.
No vivió mucho más allá de su regreso, dijo su viuda, ya que los extraños sucesos de 1925 en alta mar le habían debilitado. No le había dicho a ella más de lo que había contado públicamente, pero había dejado un largo manuscrito -sobre “asuntos técnicos”, según dijo él- en inglés, sin duda para protegerla del peligro que podría suponer un examen casual del mismo. Mientras paseaba por un angosto callejón cercano al muelle de Gothenburg, un fardo de papeles caído desde la ventana de un desván le había derribado. Dos marinos de Lascar le ayudaron a ponerse en pie, pero éste murió antes de que la ambulancia pudiera llegar al lugar Los médicos no encontraron una causa para la muerte, dictaminando que se debía a algún problema del corazón y a su débil constitución.
En aquel momento comencé a sentir un terror royéndome las entrañas que ya nunca me abandonará hasta el día en que yo muera también, ya sea “accidentalmente” o de cualquier otra forma. Tras convencer a la viuda de que mi conexión con los “asuntos técnicos” de su marido era suficiente para darme derecho a tomar posesión del manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco de regreso a Londres. Se trataba de algo sencillo e inconexo -un esfuerzo por parte de un sencillo marino de escribir un diario a posteriori de los hechos-, en el que quedaba reflejado un afán por recordar lo sucedido día a día en el terrible último viaje. No puedo intentar transcribirlo palabra por palabra, con todos sus turbios y redundantes pasajes, pero contaré lo suficiente como para que se entienda por qué el ruido de las olas rompiendo contra el casco del barco se me hizo tan insufrible que tuve que taponarme los oídos con algodón.
Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo a pesar de haber visto la ciudad y a aquel Ser, pero yo nunca volveré a dormir tranquilo cuando piense en los horrores que acechan incesantemente a la vida en el tiempo y en el espacio, y en aquellas blasfemias impías procedentes de antiguas estrellas que sueñan bajo las olas, y que son objeto de adoración de un culto de pesadilla dispuesto y decidido a soltarlas por la Tierra cuando quiera que otro terremoto haga emerger su monstruosa ciudad pétrea de nuevo hacia el aire y la luz de la superficie.
El viaje de Johansen había dado comienzo tal y como éste le había contado al vicealmirantazgo. El Emma, con carga de lastre, zarpó de Auckland el 20 de Febrero y había sufrido en toda su intensidad aquella tormenta provocada por el terremoto que debió atraer desde el fondo del mar a aquellos horrores que forman parte de las pesadillas de los hombres. De nuevo bajo control, la embarcación progresaba a buen ritmo cuando fue detenida por el Alert el 22 de Marzo, y pude sentir claramente el remordimiento con que Johansen escribió acerca del bombardeo y hundimiento del Emma. Al referirse a los morenos sectarios a bordo del Alert lo hace dando clara muestra de horror. Había alguna cualidad especialmente abominable en aquellos hombres que casi hacía de su exterminio un deber, dando aquí muestra Johansen de una ingenua extrañeza ante la acusación de crueldad lanzada contra la tripulación del Emma durante el proceso que dirigió el tribunal al cargo de la investigación. Llevados por la curiosidad siguieron el rumbo que llevaban, ahora en el yate capturado y bajo el mando de Johansen, hasta que al poco avistaron un gran pilar de piedra que sobresalía del mar, y en un punto situado a 47°9' de latitud sur y 126°43' de longitud oeste llegaron a un litoral de lodo, fango, y ciclópea mampostería que no podía ser otra cosa que la sustancia tangible del terror supremo de la Tierra: la ciudad cadavérica y de pesadilla de R'lyeh, construida hacía incontables eones por repugnantes figuras que procedían de las estrellas sin luz. Allí yacían el Gran Cthulhu y Sus hordas, ocultos bajo bóvedas cubiertas de fango verdoso; enviando de nuevo, tras incalculables ciclos temporales, aquellos pensamientos que extendían el miedo por los sueños de los más sensibles, a la vez que apremiaban a sus fieles a lanzarse en pos de un peregrinaje por su liberación y la restauración de su imperio en la Tierra. Johansen no sospechaba nada de esto, ¡pero bien sabe Dios que ya vio suficiente!
Supongo que lo que realmente llegó a emerger de las aguas no era más que una cima, una horrible ciudadela coronada por el monolito bajo el que el Gran Cthulhu estaba enterrado. Cada vez que pienso en cuánto debe estar gestándose allá abajo casi me entran ganas de poner fin a mi existencia de inmediato. Johansen y sus hombres sintieron un gran respeto por la majestuosidad de aquella rezumante Babilonia de antiguos demonios, y debieron haberse figurado por sí mismos que nada de eso pertenecía a este o cualquier otro planeta saludable. El asombro ante el increíble tamaño de los verdosos bloques de piedra, la vertiginosa altura del gran monolito esculpido, y la desconcertante identidad de las colosales estatuas y bajorrelieves con la extraña imagen encontrada en el relicario a bordo del Alert quedaba claramente plasmado en cada línea de la aterrada descripción de Johansen.
Sin tener idea de lo que era el futurismo, Johansen consiguió alcanzar algo muy parecido a éste con su forma de hablar de la ciudad ya que, en lugar de describir una estructura o edificio definidos, se explayaba sólo en dar impresiones generales acerca de los enormes ángulos y las superficies de piedra... superficies demasiado enormes para pertenecer a nada normal o propio de la Tierra, e impías por sus horribles imágenes y jeroglíficos. Menciono el comentario acerca de los ángulos porque me recuerda algo que Wilcox me había contado con respecto a sus terribles sueños. Wilcox dijo que la geometría de aquel lugar onírico que vio era anormal, no euclidiana y asquerosamente impregnada de sensaciones de otras esferas y dimensiones distintas de la nuestra. Ahora era un sencillo marino el que tenía la misma sensación al contemplar la terrible realidad.
Johansen y sus hombres desembarcaron en la empinada orilla cubierta de lodo de aquella monstruosa Acrópolis, y treparon por titánicos bloques rezumantes que no parecían en absoluto escalera humana alguna. El mismo sol del cielo parecía desvirtuado cuando era contemplado a través del efluvio polarizador que brotaba de aquella perversión empapada de agua de mar, y una retorcida amenaza o incertidumbre acechaba lascivamente en aquellos ángulos disparatadamente esquivos de roca labrada, en los que una segunda mirada mostraba una superficie cóncava allá donde antes se había visto una convexa.
Algo semejante al miedo ya se había apoderado de los exploradores antes de que pudieran ver nada distinto de la roca, el todo, o las abundantes algas marinas. Cada uno de ellos hubiera huido de no haber temido el desprecio de los otros, y sin entusiasmo siguieron buscando inútilmente, como pudo comprobarse, algún recuerdo que poder llevarse del lugar.
Fue Rodrígues, el portugués, el primero en alcanzar la base del monolito, diciendo a gritos lo que allí había encontrado. Los demás le siguieron y miraron con curiosidad a la inmensa puerta esculpida con el ya familiar bajorrelieve a la vez con forma de cefalópodo y de dragón. Esta era, según palabras de Johansen, como una enorme puerta de granero; y todos estuvieron de acuerdo en que se trataba de una puerta por la presencia alrededor de esta de un dintel ornado, un umbral, y unas jambas, aunque no podrían decir si yacía plana como si se tratara de una trampilla, o estaba inclinada como la puerta de un sótano. Como Wilcox hubiera dicho, toda la geometría del lugar era incorrecta. No se podía asegurar que el mar y la tierra estuviesen en posición horizontal, razón por la que la posición relativa de todo lo demás era fantasmagóricamente variable.
Briden presionó sobre varios lugares de la piedra sin resultado alguno. Donovan tanteó delicadamente por los ,bordes, apretando sobre cada punto a medida que avanzaba. Éste trepó interminablemente sobre aquella grotesca moldura de piedra -aunque a aquello sólo se le podía llamar escalada si después de todo la superficie no estaba en posición horizontal- mientras los demás hombres se preguntaban cómo una puerta, en todo el universo, podía tener semejantes dimensiones. Entonces, suave y lentamente, el panel de media hectárea comenzó a ceder hacia adentro en su parte superior, y pudieron ver que se balanceaba. Donovan se deslizó o se propulsó de alguna forma hacia abajo o a lo largo de la jamba, volviendo con sus compañeros, y todos quedaron contemplando el extraño retroceso de aquel portal monstruosamente labrado. En aquella fantasía de distorsión prismática la puerta se deslizaba anómalamente en sentido diagonal, de modo que todas las leyes de la materia y la perspectiva parecían trastornadas.
La abertura que quedó estaba negra de una oscuridad casi palpable. Sin embargo, aquella oscuridad tenía una calidad positiva, ya que ocultaba parte de la muralla interior que de lo contrario se habría puesto al descubierto. Como si de humo se tratase, esta oscuridad surgió de su confinamiento de infinitos siglos, eclipsando visiblemente el sol a medida que escapaba agitando sus membranosas alas hacia un encogido y contrahecho cielo. El olor que emergía de las recién abiertas profundidades resultaba insoportable. Al poco rato, Hawkins, que tenía un oído muy fino, dijo que creía haber oído un asqueroso chapoteo allá abajo. Todos escucharon con atención, y aún seguían haciéndolo cuando Aquello apareció rezumante en medio del estrépito, y a tientas coló Su gelatinosa inmensidad verde a través de la negra puerta en pos del infecto aire de aquella fétida ciudad de locura.
La letra del pobre Johansen estuvo a punto de faltar cuando escribía esto. Creía que de los seis hombres que jamás alcanzaron el barco, dos habían muerto de puro terror en ese maldito instante. Aquel Ser no podía ser descrito, no hay palabras para expresar semejantes abismos de inmemorial y delirante locura, tan abominables contradicciones de toda la materia, la fuerza y el orden cósmico. ¡Una montaña caminaba y se tambaleaba! ¡Dios del cielo! ¡Qué prodigioso que a través de la Tierra, enloquezca un gran arquitecto y delire de fiebre el pobre Wilcox en ese preciso instante telepático! El Ser representado en los ídolos, aquel engendro verde y mucilaginoso llegado de las estrellas había despertado para reclamar lo que era suyo. Las estrellas estaban de nuevo en posición, y lo que un culto milenario había fracasado en conseguir por medio de preparativos, lo había logrado un grupo de despavoridos marinos por mero accidente. ¡Tras millones de millones de años el Gran Cthulhu se alzaba de nuevo, ávido de placeres!
Tres de los hombres fueron apresados por las macilentas garras de la criatura antes de que nadie pudiera siquiera darse la vuelta. Que Dios les conceda el descanso, si es que el descanso existe en el universo. Estos fueron Donovan, Guerrera, y Ångstrom. Los otros tres marinos se lanzaron a una frenética carrera hacia el bote sobre interminables panorámicas de piedra encostrada de musgosidad verde en la que Parker resbaló y, según jura Johansen, fue tragado por uno de los ángulos de la mampostería que no debería estar ahí; un ángulo que era agudo pero que se comportaba como si fuera obtuso. Así, sólo Briden y Johansen consiguieron alcanzar el bote y remar desesperadamente hacia el Alert mientras la descomunal monstruosidad se deslizaba sobre las rocas fangosas, y vacilaba entre tropiezos al llegar al borde de las aguas.
A pesar de no haber quedado nadie a bordo después del desembarco, aún seguía saliendo vapor del Alert, y sólo fueron precisos unos momentos de febriles prisas arriba y abajo, del timón a los motores, para volver a ponerlo en marcha. Lentamente, entre los retorcidos horrores de aquella indescriptible escena, el barco comenzó a remover las mortíferas aguas, al tiempo que en la mampostería de aquella playa calavernaria que no era de este mundo, el titánico Ser procedente de las estrellas lanzaba espumarajos y atroces denuestos cual Polifemo maldiciendo al barco en que huía Odiseo. Fue entonces, más atrevido que el cíclope épico, cuando el Gran Cthulhu se deslizó hacia las aguas dejando un rastro de grasa y comenzó a perseguir el barco huido, levantando auténticas olas con sus brazadas de potencia cósmica. Briden volvió la vista y enloqueció, riendo de manera estridente, tal y como continuaría haciendo a intervalos hasta que la muerte fue a buscarle una noche al camarote, mientras Johansen deambulaba en medio del delirio.
Pero Johansen no se había rendido aún. Consciente de que el Ser seguramente adelantaría al Alert antes de que éste alcanzara la máxima velocidad, decidió hacer algo a la desesperada y, poniendo los motores a toda máquina, corrió disparado por la cubierta y giró bruscamente el timón. Se formó un fuerte remolino y una corriente de espuma en aquella fétida salmuera que había por agua, y mientras aumentaba a cada momento la presión del motor, el valeroso noruego enfiló el barco en dirección al Ser gelatinoso que les perseguía y que se elevaba sobre la inmunda espuma de las aguas como si fuera la popa de un galeón demoniaco. La horrible cabeza de cefalópodo, de retorcidos tentáculos, estaba ya muy cerca del bauprés del robusto yate, pero Johansen continuó enfilándolo de forma implacable hacia ella. Hubo un estallido como el de una vejiga que explotase, una fangosa fetidez como cuando se raja un pez luna, el hedor de mil tumbas abiertas, y un sonido que el cronista no pudo transcribir al papel. Durante un instante el barco se vio envuelto por una nube acre y cegadora, y después solo quedó un mefítico remolino a babor, en mitad del cual -¡Dios nos proteja!- la dispersa plasticidad del innominable engendro de las estrellas recuperaba difusamente su odiosa forma original, a una distancia que crecía por momentos a medida que el Alert ganaba ímpetu aumentando su velocidad.
Así es como acabó todo. Tras aquel día Johansen no hizo más que obsesionarse con el ídolo y ocuparse de su sustento y el de aquel maníaco de risa enloquecida que tenía a su lado. No trató de navegar tras aquella audaz hazaña, pues semejante reacción le había quitado una parte de su alma y ánimo. Después llegó la tormenta del 2 de Abril, y con ella los turbios nubarrones en que se sumió su consciencia. Sintió un remolino espectral a través de líquidos abismos de infinidad, de vertiginosos recorridos por universos giratorios sobre la cola de un cometa, y de histéricos saltos desde el fondo de los abismos a la luna, y de la luna a los fondos de los abismos, todo ello animado por un histriónico coro de retorcidos y jocosos dioses ancianos y de los burlones diablillos de color verde y con alas de murciélago surgidos del Tártaro.
Tras aquel sueño vino el rescate, el Vigilant, el tribunal del vicealmirantazgo, las calles de Dunedin, y el largo viaje de regreso a su viejo hogar en la casa a la sombra del Egeberg. No podía contar nada, o de lo contrario le tomarían por loco. Escribiría sobre aquello que sabía antes de que la muerte le alcanzara, pero su mujer no debía enterarse de nada. La muerte sería un regalo de los cielos con tal de que borrase sus recuerdos.
Ese fue el documento que leí, y que ahora he colocado en una caja de latón junto al bajorrelieve y los papeles del profesor Angell. Con estos irá también este testimonio mío, esta prueba de mi sano juicio, donde he reconstruido lo que espero que nadie vuelva jamás a reconstruir. He contemplado todo el horror que pueda contener el universo, y después de eso incluso el cielo primaveral y las flores estivales serán puro veneno para mí. Sin embargo no creo que mi vida vaya a prolongarse mucho. Igual que se fue mi tío, igual que se fue el pobre Johansen, un día me iré yo. Sé demasiado y el culto aún sobrevive.
Cthulhu continúa también con vida, supongo, de nuevo en aquel abismo de piedra que le había protegido desde que el sol era joven. Su maldita ciudad está de nuevo sumergida, ya que el Vigilant pasó por esas aguas de nuevo tras la tormenta de Abril; pero sus pastores en la Tierra todavía rugen y saltan y matan alrededor de monolitos rematados por ídolos en lugares solitarios. El Gran Cthulhu, sin duda, debió quedar atrapado por el hundimiento mientras estaba en el interior de su negro abismo, o de lo contrario el mundo estaría ahora gritando de miedo y furia. ¿Quién sabe lo que sucederá al final? Lo que ha emergido puede hundirse, y lo que se ha hundido puede emerger de nuevo. La mayor de las blasfemias aguarda y sueña en las profundidades, y la decadencia se abre paso entre las tambaleantes ciudades de los hombres. El día llegará. ¡No quiero ni puedo pensarlo! Tan solo pido que si no sobrevivo a este manuscrito, mis albaceas antepongan la prudencia a la audacia, y puedan asegurarse de que nadie más llegue a fijar su atención en él.

CONTADOR GLOBAL DE ENTRADAS


Estadisticas de visitas

ClickComments