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sábado, 14 de enero de 2012

LO INNOMBRABLE





H. P. LOVECRAFT
LO INNOMBRABLE



Estábamos sentados en una ruinosa tumba del siglo XVI, a avanzada hora de la
tarde de un día de otoño, en el viejo cementerio de Arkham, y divagábamos
sobre lo innombrable. Mirando hacia el sauce gigantesco del cementerio, cuyo
tronco casi había hundido la antigua y casi ilegible losa, y había hecho un
comentario fantástico sobre el alimento espectral e incalificable que sus
colosales raíces succionaban sin duda de aquella tierra vetusta y macabra; mi
amigo me amonestó por decir esas tonterías, y añadió que puesto que no se
habían efectuado enterramientos desde hacía más de un siglo, probablemente el
árbol no recibía otro alimento que el ordinario. Añadió además que mi
constante alusión a lo «innombrable» y lo «incalificable» eran un recurso pueril,
muy en consonancia con mi escasa categoría como escritor. Yo era muy
aficionado a terminar mis relatos con suspiros o ruidos que paralizaban las
facultades de mis héroes y les dejaban sin valor, sin palabras y sin recuerdos
para decir qué habían experimentado. Conocemos las cosas, decía él, sólo a
través de nuestros cinco sentidos o nuestras intuiciones religiosas; por tanto, es
completamente imposible hacer referencia a ningún objeto o visión que no
pueda describirse claramente mediante las sólidas definiciones empíricas o las
correctas doctrinas teológicas, preferentemente congregacionalistas, con las
modificaciones que la tradición o sir Arthur Conan Doyle puedan aportar.
Con este amigo, Joel Manton, discutía a menudo lánguidamente. Era director de
la East High School, nacido y criado en Boston, y participaba de esa sordera
autocomplaciente de Nueva Inglaterra para las delicadas insinuaciones de la
vida. Su opinión era que sólo nuestras experiencias normales y objetivas poseen
importancia estética, y que lo que incumbe al artista es no tanto suscitar una
fuerte emoción mediante la acción, el éxtasis y el asombro, como mantener un
plácido interés y apreciación con detalladas y precisas transcripciones de lo
cotidiano. En particular, era contrario a mi preocupación por lo místico y lo
inexplicable; porque aunque creía en lo sobrenatural mucho más que yo, no
admitía que fuera tema suficientemente común para abordarlo en literatura.
Para un intelecto claro, práctico y lógico, era increíble que una mente pudiese
encontrar su mayor placer en la evasión respecto de la rutina diaria, y en las
combinaciones originales y dramáticas de imágenes normalmente reservadas
por el hábito y el cansancio a las trilladas formas de la existencia real. Según él,
todas las cosas y sentimientos tenían dimensiones, propiedades, causas y
efectos fijos; y aunque sabía vagamente que el entendimiento tiene a veces
visiones y sensaciones de naturaleza bastante menos geométrica, clasificable y
manejable, se creía justificado para trazar una línea arbitraria, y desestimar todo
aquello que no puede ser experimentado y comprendido por el ciudadano
ordinario. Además, estaba casi seguro de que no puede existir nada que sea
«innombrable». No era razonable, según él.
Aunque me daba cuenta de que era inútil aducir argumentos imaginativos y
metafísicos frente a la autosatisfacción de un ortodoxo de la vida diurna, había
algo en el escenario de este coloquio vespertino que me incitaba a discutir más
que de costumbre. Las gastadas losas de pizarra, los árboles patriarcales, los
centenarios tejados holandeses de la vieja ciudad embrujada que se extendía
alrededor; todo contribuía a enardecerme el espíritu en defensa de mi obra; y no
tardé en llevar mis ataques al terreno mismo de mi enemigo. En efecto, no me
fue difícil iniciar el contraataque, ya que sabía que Joel Manton seguía medio
aferrado a muchas de las supersticiones de que las gentes cultivadas habían
abandonado ya; creencias en apariciones de personas a punto de morir en
lugares distantes, o impresiones dejadas por antiguos rostros en las ventanas, a
las que se habían asomado en vida. Dar crédito a estas consejas de vieja
campesina, insistía yo, presuponía una fe en la existencia de sustancias
espectrales en la tierra, separadas de sus duplicados materiales y consiguientes
a ellos. Implicaba, además, una capacidad para creer en fenómenos que estaban
más allá de todas las nociones normales; pues si un muerto puede transmitir su
imagen visible o tangible a la distancia de medio mundo o desplazarse a lo
largo de siglos, ¿por qué iba a ser absurdo suponer que las casas deshabitadas
están llenas de extrañas entidades sensibles, o que los viejos cementerios
rebosan de terribles e incorpóreas generaciones de inteligencias? Y dado que el
espíritu, para efectuar las manifestaciones que se le atribuyen, no puede sufrir
limitación alguna de las leyes de la materia, ¿por qué es una extravagancia
imaginar que los seres muertos perviven psíquicamente -en formas —o
ausencias de formas— que para el observador humano resultan absoluta y
espantosamente «innombrables»? El «sentido común», al reflexionar sobre estos
temas, le aseguré a mi amigo con calor, no es sino uña estúpida falta de
imaginación y de flexibilidad mental.
Había empezado a oscurecer, pero a ninguno de los dos nos apetecía dejar la
conversación. Manton no parecía impresionado por mis argumentos, y estaba
deseoso de refutarlos Con esa confianza en sus propias opiniones que tanto
éxito le daba como profesor, mientras que yo me sentía demasiado seguro en mi
terreno para temer una derrota. Cayó la noche, y las luces brillaron débilmente
en algunas de las ventanas distantes; pero no nos movimos. Nuestro asiento —
un sepulcro— era bastante cómodo, y yo sabía que a mi prosaico amigo no le
inquietaba la cavernosa grieta que se abría en la antigua obra de ladrillos,
maltratada por las raíces, justo detrás de nosotros, ni la total negrura del lugar
que proyectaba la ruinosa y deshabitada casa del siglo XVII que se interponía
entre nosotros y la calle iluminada. Allí, sentados en la oscuridad, junto a la
hendida tumba próxima a la casa deshabitada, conversábamos sobre lo
«innombrable»; y cuando mi amigo dejó de burlarse, le hablé de la espantosa
prueba que había detrás del relato mío del que más se había burlado él.
El relato se titulaba La ventana del dtico y había aparecido en el número de
Whispers correspondiente a enero de 1922. En muchos lugares, especialmente en
el sur y en la costa del Pacífico, retiraron la revista de los kioscos a causa de las
quejas de los estúpidos pusilánimes; pero en Nueva Inglaterra no causó
ninguna emoción, y las gentes se encogieron de hombros ante mis
extravagancias. Era impensable, dijeron, que nadie se sobresaltase con aquel ser
biológicamente imposible; no era sino una conseja más, una habladuría que
Cotton Mather había hecho lo bastante creíble como para incluirla en su caótica
Magnalia Christi Americana, y se hallaba tan pobremente autentificada que ni
siquiera se había atrevido a citar el nombre de la localidad donde había tenido
lugar el horror. Y en cuanto a la ampliación que yo hacía de la breve nota del
viejo místico... ¡era completamente imposible, y típica de un plumífero frívolo y
fantasioso! Mather había dicho efectivamente que había nacido semejante ser;
pero nadie, salvo un sensacionalista barato, podría pensar que se hubiese
desarrollado, se fuese asomando a las ventanas de las gentes por las noches, y
se ocultara en el ático de una casa, en cuerpo y alma, hasta que alguien lo
descubrió siglos después en la ventana, aunque no pudo describir qué fue lo
que le volvió grises los cabellos. Todo esto no era más que descarada
mediocridad, cosa en la que no paraba de insistir mi amigo Manton. Entonces le
hablé de lo que había descubierto en un viejo diario redactado entre 1706 y
1723, desenterrado de entre los papeles de la familia, a menos de una milla de
donde estábamos sentados; de eso, y de la verdad irrefutable de las cicatrices
que mi antepasado tenía en el pecho y la espalda, que el diario describía. Le
hablé también de los temores que abrigaban otras gentes de esa región, y de lo
que se murmuró durante generaciones, y de cómo se demostró que no era
fingida la locura que le sobrevino al niño que entró en 1793 en una casa
abandonada para examinar determinadas huellas que se decía que había.
Fue sin duda un ser horrible... rio es de extrañar que los estudiosos se
estremezcan al abordar la época puritana de Massachussetts. Se conoce muy
poca cosa de lo que ocurrió bajo la superficie, aunque a veces supura
horriblemente con un burbujeo putrescente. El terror a la brujería es un destello
de luz de lo que bullía en los estrujados cerebros de los hombres; pero incluso
eso es una pequeñez. No había belleza, no había libertad... como puede
comprobarse en los restos arquitectónicos y domésticos, y los sermones
envenenados de los rigurosos teólogos. Y dentro de esa herrumbrosa camisa de
fuerza, se ocultaban farfullantes la atrocidad, la perversión y el satanismo. Esta
era, verdaderamente, la apoteosis de lo innombrable.
Cotton Mather, en ese demoníaco sexto libro que nadie debe leer de noche, no
se anda con rodeos al lanzar sus anatemas. Severo como un profeta judío, y
lacónicamente imperturbable como nadie hasta entonces, habla de la bestia que
dio a luz un ser superior a las bestias, aunque inferior al hombre, el ser del ojo
manchado, y del desdichado y vociferante borracho al que ahorcaron por tener
un ojo así. De todo esto se atreve a hablar, aunque no cuenta lo que ocurrió
después. Quizá no llegó a saberlo; o quizá sí, y no se decidió a contarlo. Hay
quien sí que se enteró, aunque no llegó a decir nada... Tampoco se dio
explicación pública de por qué se hablaba con temor de la cerradura de la
puerta que había al pie de la escalera de cierto ático donde vivía un viejo
solitario, amargado y decrépito, el cual se había atrevido a levantar la losa de
determinada sepultura anónima, sobre la cual, sin embargo, existen numerosas
leyendas capaces de helarle la sangre a cualquiera.
Todo está en ese diario ancestral que encontré: las secretas alusiones e historias
susurradas sobre seres con un ojo manchado que andaban asomándose a las
ventanas por la noche o eran vistos por los prados desiertos, cerca de los
bosques. Mi antepasado vio a un ser así en una carretera sombría que corría por
un valle, el cual le dejó señales de cuernos en el pecho y de garras en la espalda;
y cuando buscaron sus pisadas en el polvo, encontraron huellas mezcladas de
pezuñas hendidas y zarpas vagamente antropoides. En una ocasión, un jinete
del servicio de correo contó que había visto a la luz de la luna, unas horas antes
del amanecer, a un viejo corriendo y llamando a una criatura espantosa que
andaba a zancadas por Meadow Hill, y muchos le creyeron. Desde luego, corrió
una extraña historia una noche de 1710, cuando el viejo solitario y decrépito fue
enterrado en una cripta que había detrás de su propia casa, cerca de la losa de
pizarra sin inscripción. Nadie abrió la puerta que daba acceso a la escalera del
ático, sino que dejaron la casa como estaba, pavorosa y desierta. Cuando se oían
ruidos en ella, la gente murmuraba y se estremecía, confiando en que fuese
bastante sólido el cerrojo de la puerta del ático. Más tarde, esta confianza se vio
frustrada cuando el horror se presentó en la casa parroquial y no dejó una sola
alma viva o entera. Con el paso de los años, las leyendas adoptan un carácter
espectral... pero supongo que aquel ser debió de morir, si era una criatura viva.
Su recuerdo sigue siendo espantoso... tanto más espantoso cuanto que ha sido
secreto.
Durante esta narración, mi amigo Manton se había ido quedando en silencio, y
observé que mis palabras le habían impresionado. No se rió al callarme yo, sino
que me preguntó muy serio sobre el niño que enloqueció en 1793, y qué parecía
ser el héroe de mi historia. Le dije que el chico había ido a aquella casa
encantada y desierta, seguramente movido por la curiosidad, ya que creía que
las ventanas conservan latente la imagen de quienes habían estado sentados
junto a ellas. El chico fue a examinar las ventanas de aquel horrible ático a causa
de las historias sobre los seres que se habían visto detrás de ellas, y regresó
gritando frenéticamente.
Cuando acabé de hablar, Manton se quedó pensativo; pero poco a poco volvió a
su actitud analítica. Concedió que quizá había existido realmente un monstruo
espantoso; pero me recordó que ni siquiera la más morbosa aberración de la
naturaleza tiene por qué ser innombrable ni científicamente indescriptible.
Admiré su claridad y persistencia; pero añadí nuevas revelaciones que había
recogido entre la gente de edad. Leyendas espectrales, aclaré, relacionadas con
apariciones monstruosas más horribles que cuantas entidades orgánicas podían
existir; apariciones de formas bestiales y -gigantescas, visibles a veces, y a veces
- sólo tangibles, que flotaban en las noches sin luna y rondaban por la vieja casa;
la cripta que había detrás, y el sepulcro junto a cuya losa ilegible había brotado
un árbol. Tanto si tales apariciones habían matado o no personas a cornadas o
sofocándolas, como se decía en algunas tradiciones no comprobadas, habían
causado una tremenda impresión; y aún eran secretamente temidas por los más
viejos de la región, aunque las nuevas generaciones casi las habían olvidado...
Quizá desaparecieran, si se dejaba de pensar en ellas. Es más, en lo que se
refería a la estética, si las emanaciones psíquicas de las criaturas humanas
consistían en distorsiones grotescas, ¿qué representación coherente podría
expresar o reflejar una nebulosidad gibosa e infame como aquel espectro de
maligna y caótica perversión, aquella blasfemia morbosa de la naturaleza?
Modelado por el cerebro de una pesadilla híbrida, ¿no constituirá semejante
horror vaporoso, con todo su nauseabunda verdad, lo intensa,
escalofriantemente innombrable?
Sin duda se había hecho muy tarde. Un murciélago singularmente silencioso
me tocó al pasar, y creo que a Manton también, porque aunque no podía verle,
noté que levantaba el brazo. Luego dijo:
—Pero, ¿sigue en pie y deshabitada esa casa de la ventana del ático?
—Si —contesté---. Yo la he visto.
—¿Y encontraste algo... en el ático o en algún otro lugar?
—Unos cuantos huesos bajo el alero. Quizá fue eso lo que vio el niño; si era
muy sensible, no necesitó ver nada en el cristal de la ventana para perder la
razón. Si pertenecían al mismo ser, debió de tratarse de una monstruosidad
histérica y delirante. Habría sido blasfemo dejar tales huesos en el mundo; así
que los metí en un saco y los llevé a la tumba que hay detrás de la casa. Había
una abertura por donde los pude arrojar al interior. No pienses que fue una
tontería por mi parte... Quisiera que hubieses visto el cráneo. Tenía unos
cuernos de unas cuatro pulgadas; en cambio, la cara y la mandíbula eran igual
que la tuya o la mía.
Al fin pude notar que Manton, ahora muy cerca de mí, experimentaba un
auténtico escalofrío. Pero su curiosidad no se dejó intimidar.
—-¿Y los cristales de las ventanas?
—-Habían desaparecido todos. Una de las ventanas había perdido
completamente el marcó; en las demás, no había rastro de cristales en las
pequeñas aberturas romboidales. Eran de esa clase de ventanas de celosía que
cayeron en desuso antes de 1700. Supongo que
llevaban un siglo o más sin cristales... quizá los rompiera el niño, si es que llegó
hasta allí; la leyenda no lo dice.
Manton se quedó pensativo otra vez.
—Me gustaría ver la casa, Carter. ¿Dónde está? Tanto si tiene cristales como si
no, quisiera echarle una ojeada. Y también a la tumba donde pusiste aquellos
huesos, y la otra sepultura sin inscripción... todo eso debe de ser un poco
terrible.
—La has estado viendo... hasta que se ha hecho de noche.
Mi amigo se puso más nervioso de lo que yo me esperaba; porque ante este
golpe de inocente teatralidad, se apartó de mí neuróticamente y dejó escapar un
grito, con una especie de atragantamiento que liberó su tensión contenida. Fue
un grito singular, y tanto mas terrible cuanto que fue contestado. Pues aún
resonaba, cuando oí un crujido en la tenebrosa negrura, y comprendí que se
abría una ventana de celosía en aquella casa vieja y maldita que teníamos allí
cerca. Y dado que todos los demás marcos de ventana hacía tiempo que habían
desaparecido, comprendí que se trataba del marco espantoso de aquella
ventana demoníaca del ático.
Luego nos llegó una ráfaga de aire fétido y glacial procedente de la misma
espantosa dirección, seguida de un alarido penetrante que brotó junto a mí, de
aquella tumba agrietada de hombre y monstruo. Un instante después, fui
derribado del horrible banco donde estaba sentado por el impulso infernal de
una entidad invisible de tamaño gigantesco, aunque de naturaleza
indeterminada. Caí cuan largo era en el moho trenzado de raíces de ese
horrendo cementerio, mientras de la tumba salía un rugido jadeante y un aleteo,
y mi fantasía se valía de ellos para poblar la oscuridad con legiones de seres
semejantes a los deformes condenados de Milton. Se formó un vórtice de viento
helado y devastador, y luego hubo un tableteo de ladrillos y cascotes sueltos;
pero, misericordiosamente, me desvanecí-antes de comprender lo que ocurría.
Manton, aunque más bajo que yo, es más resistente; porque abrimos los ojos
casi al mismo tiempo, a pesar de que sus heridas eran más graves. Nuestras
camas estaban juntas, y en pocos segundos nos enteramos de que estábamos en
el hospital de St. Mary. Las enfermeras se habían congregado a nuestro
alrededor, en tensa curiosidad, ansiosas por ayudar a nuestra memoria,
contándonos cómo habíamos llegado allí; y no tardamos en saber que un
granjero nos había encontrado a mediodía en un campo solitario al otro lado de
Meadow Hill, a una milla del viejo cementerio, en un lugar donde se dice que
hubo en otro tiempo un matadero. Manton tenía dos serias heridas en el pecho,
así como algunos cortes o arañazos menos graves en la espalda. Yo no estaba
malherido; pero tenía el cuerpo cubierto de morados y contusiones de lo más
desconcertantes, y hasta una huella de pezuña hendida. Era evidente que
Manton sabía más que yo, pero no dijo nada a los perplejos e interesados
médicos, hasta que le explicaron cual era la naturaleza de nuestras heridas.
Entonces dijo que habíamos sido victimas de un toro resabiado... aunque
resultó difícil explicar e identificar al animal.
Cuando las enfermeras y los médicos nos dejaron, le susurré una pregunta
sobrecogida:
—¡Dios mío, Manton, ¿qué ha pasado? Esas señales... ¿ha sido eso?
Pero yo estaba demasiado perplejo para alegrarme, cuando me contestó en voz
baja algo que yo medio me esperaba:
—No... no ha sido eso ni mucho menos. Estaba en todas partes... era una gelatina...
un limo.., sin embargo, tenía formas, mil formas espantosas imposibles de
recordar. Tenía ojos... uno de ellos manchado. Era el abismo, el maelstrom, la
abominación final. Carter, ¡era lo innombrable!

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