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sábado, 14 de enero de 2012

El caso de Charles Dexter Ward




El caso de Charles Dexter Ward
H. P. Lovecraft



Un resultado y un prólogo


1

De una clínica particular para enfermos mentales situada cerca de Providence, Rhode Island, desapareció recientemente una persona de características muy notables. Respondía al nombre de Charles Dexter Ward y había sido recluida allí a regañadientes por su apenado padre, testigo del desarrollo de una aberración que, si en un principio no pasó de simple excentricidad, con el tiempo se había trasformado en manía peligrosa que implicaba la posible existencia de tendencias homicidas y un cambio peculiar en los contenidos manifiestos de la mente. Los médicos confiesan el desconcierto que les produjo aquel caso, dado que presentaba al mismo tiempo anomalías de carácter fisiológico y sicológico.
En primer lugar, el paciente, que contaba veintiséis años, aparentaba mucha más edad de la que tenía. Es cierto que los trastornos mentales provocan un envejecimiento prematuro, pero el rostro de aquel joven había adquirido la expresión que en circunstancias normales sólo poseen las personas de edad muy avanzada. En segundo lugar, sus procesos orgánicos mostraban un extraño desequilibrio, sin paralelo en la historia de la medicina. El sistema respiratorio y el corazón actuaban con desconcertante falta de simetría, la voz era un susurro apenas audible, la digestión era increíblemente prolongada, y las reacciones nerviosas a los estímulos normales no guardaban la menor relación con nada de lo registrado hasta entonces, ni normal ni patológico. La piel tenía una frialdad morbosa y la estructura celular de los tejidos era exageradamente tosca y poco coherente. Incluso un gran lunar de color oliváceo que tenía desde su nacimiento en la cadera había desaparecido mientras se formaba en su pecho una extraña verruga o mancha negruzca. En general, todos los médicos coinciden en afirmar que los procesos del metabolismo habían sufrido en Ward un receso sin precedentes.
También sicológicamente era Charles Ward un caso único. Su locura no guardaba la menor semejanza con ninguna de las manifestaciones de la alienación registradas en los tratados más recientes y exhaustivos sobre el tema, y acabó creando en él una energía mental que le habría convertido en un genio o un caudillo de no haber asumido aquella forma extraña y grotesca. El doctor Willett, médico de la familia, afirma que la capacidad mental del paciente, a juzgar por sus respuestas a temas ajenos a la esfera de su demencia, había aumentado desde su reclusión. Ward, es cierto, fue siempre un erudito entregado al estudio de tiempos pasados, pero ni el más brillante de los trabajos que había llevado a cabo hasta entonces revelaba la prodigiosa inteligencia que desplegó durante el curso de los interrogatorios a que le sometieron los alienistas. De hecho, la mente del joven parecía tan lúcida que fue en extremo difícil conseguir un mandamiento legal para su reclusión, y únicamente el testimonio de varias personas relacionadas con el caso y la existencia de lagunas anormales en el acervo de sus conocimientos, permitieron su internamiento. Hasta el momento de su desaparición fue un voraz lector y un gran conversador en la medida en que se lo permitía la debilidad de su voz, y perspicaces observadores, sin prever la posibilidad de su fuga, predecían que no tardaría en salir de la clínica, curado.


2

Unicamente el doctor Willett, que había asistido a la madre de Ward cuando éste vino al mundo y le había visto crecer física y espiritualmente desde entonces, parecía asustado ante la idea de su futura libertad. Había pasado por una terrible experiencia y había hecho un terrible descubrimiento que no se atrevía a revelar a sus escépticos colegas. En realidad, Willett representa por sí solo un misterio de menor entidad en lo que concierne a su relación con el caso. Fue el último en ver al paciente antes de su huida y salió de aquella conversación final con una expresión, mezcla de horror y de alivio, que más de uno recordó tres horas después, cuando se conoció la noticia de la fuga.
Es este uno de los enigmas sin resolver de la clínica del doctor Waite. Una ventana abierta a una altura de sesenta pies del suelo no parece obstáculo fácil de salvar, pero lo cierto es que después de aquella conversación con Willett el joven había desaparecido. El propio médico no sabe que explicación ofrecer, aunque, por raro que parezca, está ahora mucho más tranquilo que antes de la huida. Algunos, bien es cierto, tienen la impresión de que a Willett le gustaría hablar, pero que no lo hace por temor a no ser creído. El vio a Ward en su habitación, pero poco después de su partida los enfermeros llamaron a la puerta en vano. Cuando la abrieron, el paciente había desaparecido y lo único que encontraron fue la ventana abierta y una fría brisa abrileña que arrastraba una nube de polvo gris-azulado que casi les asfixió. Sí, los perros habían aullado poco antes, pero eso ocurrió mientras Willett se hallaba todavía presente. Más tarde no habían mostrado la menor inquietud. El padre de Ward fue informado inmediatamente por teléfono de lo sucedido, pero demostró más tristeza que asombro. Cuando el doctor Waite le llamó personalmente, Willett había hablado ya con él y ambos negaron ser cómplices de la fuga o tener incluso conocimiento de ella. Los únicos datos que se han podido recoger sobre lo ocurrido, proceden de amigos muy íntimos de Willett y del padre de Ward, pero son demasiado descabellados y fantásticos para que nadie pueda darles crédito. El único dato positivo, es que hasta el momento presente no se ha encontrado rastro del loco desaparecido.
Charles Ward se aficionó al pasado ya en su infancia. Sin duda el gusto le venía de la venerable ciudad que le rodeaba y de las reliquias de tiempos pretéritos que llenaban todos los rincones de la mansión de sus padres situada en Prospect Street, en la cresta de la colina. Con los años, aumentó su devoción a las cosas antiguas hasta el punto de que la historia, la genealogía y el estudio de la arquitectura colonial acabaron excluyendo todo lo demás de la esfera de sus intereses. Conviene tener en cuenta esas aficiones al considerar su locura ya que, si bien no forman el núcleo absoluto de ésta, representan un importante papel en su forma superficial. Las lagunas mentales que los alienistas observaron en Ward estaban relacionadas todas con materias modernas y quedaban contrapesadas por un conocimiento del pasado que parecía excesivo, puesto que en algunos momentos se hubiera dicho que el paciente se trasladaba literalmente a una época anterior a través de una especie de autohipnosis. Lo más raro era que Ward últimamente no parecía interesado en las antigüedades que tan bien conocía, como si su prolongada familiaridad con ellas las hubiera despojado de todo su atractivo, y que sus esfuerzos finales tendieron indudablemente a trabar conocimiento con aquellos hechos del mundo moderno que de un modo tan absoluto e indiscutible había desterrado de su cerebro. Procuraba ocultarlo, pero todos los que le observaron pudieron darse cuenta de que su programa de lecturas y conversaciones estaba presidido por el frenético deseo de empaparse del conocimiento de su propio tiempo y de las perspectivas culturales del siglo veinte, perspectivas que debían haber sido las suyas puesto que había nacido en 1902 y se había educado en escuelas de nuestra época. Los alienistas se preguntan ahora cómo se las arreglará el paciente para moverse en el complicado mundo actual teniendo en cuenta su desfase de información. La opinión que prevalece es que permanecerá en una situación humilde y oscura hasta que haya conseguido poner al día su reserva de conocimientos.
Los comienzos de la locura de Ward son objeto de discusión entre los alienistas. El doctor Lyman, eminente autoridad de Boston, los sitúa entre 1919 y 1920, años que corresponden al último curso que siguió el joven Ward en la Moses Brown School. Fue entonces cuando abandonó repentinamente el estudio del pasado para dedicarse a las ciencias ocultas y cuando se negó a prepararse para el ingreso en la universidad pretextando que tenía que llevar a cabo investigaciones privadas mucho más importantes. Sus costumbres sufrieron por entonces un cambio radical, pues pasó a dedicar todo su tiempo a revisar los archivos de la ciudad y a visitar antiguos cementerios en busca de una tumba abierta en 1771, la de su antepasado Joseph Curwen, algunos de cuyos documentos decía haber encontrado tras el revestimiento de madera de las paredes de una casa muy antigua situada en Olney Court, casa que Curwen había habitado en vida.
Es innegable que durante el invierno de 1919-20 se operó una gran transformación en él. A partir de entonces interrumpió bruscamente sus estudios y se lanzó de lleno a un desesperado bucear en temas de ocultismo, locales y generales, sin renunciar a la persistente búsqueda de la tumba de su antepasado.
Sin embargo, el doctor Willett disiente substancialmente de esa opinión basando su veredicto en el íntimo y continuo contacto que mantuvo con el paciente y en ciertas investigaciones y descubrimientos que llevó a cabo en los últimos días de su relación con él. Aquellas investigaciones y aquellos descubrimientos han dejado en el médico una huella tan profunda que su voz tiembla cuando habla de ellos y su mano vacila cuando trata de describirlos por escrito. Willett admite que, en circunstancias normales, el cambio de 1919-1920 habría señalado el principio de la decadencia progresiva que había de culminar en la triste locura de 1928, pero, basándose en observaciones personales, cree que en este caso debe hacerse una distinción más sutil. Reconoce que el muchacho era por temperamento desequilibrado, en extremo susceptible y anormalmente entusiasta en sus respuestas a los fenómenos que le rodeaban, pero se niega a admitir que aquella primera alteración señalara el verdadero paso de la cordura a la demencia. Por el contrario, da crédito a la afirmación del propio Ward de que había descubierto o redescubierto algo cuyo efecto sobre el pensamiento humano habría de ser, probablemente, maravilloso y profundo.
Willett estaba convencido de que la verdadera locura llegó con un cambio posterior, después de que descubriera el retrato de Curwen y los documentos antiguos, después de que hiciese aquel largo viaje a extraños lugares del extranjero y de que recitara unas terribles invocaciones en circunstancias inusitadas y secretas, después de que recibiera ciertas respuestas a aquellas invocaciones y de que escribiera una carta desesperada en circunstancias angustiosas e inexplicables, después de la oleada de varnpirismo y de las ominosas habladurías de Pawtuxet, y después de que el paciente comenzara a desterrar de su memoria las imágenes contemporáneas al tiempo que su voz decaía y su aspecto físico experimentaba las sutiles modificaciones que tantos observaron posteriormente.
Sólo en aquella última época, afirma Willett con gran agudeza, el estado mental de Ward adquirió caracteres de pesadilla. Dice también el doctor estar totalmente seguro de que existen pruebas suficientes que validan la pretensión del joven en lo que concierne a su crucial descubrimiento. En primer lugar, dos obreros de notable inteligencia fueron testigos del hallazgo de los antiguos documentos de Curwen. En segundo lugar, el joven le había enseñado en una ocasión aquellos documentos, además de una página del diario de su antepasado, y todo ello parecía auténtico. El hueco donde Ward decía haberlos encontrado es una realidad visible y Willett había tenido ocasión de echarles una rápida ojeada final en parajes cuya existencia resulta difícil de creer y quizá nunca pueda demostrarse. Luego estaban los misterios y coincidencias de las cartas de Orne y Hutchison, el problema de la caligrafía de Curwen, y lo que los detectives descubrieron acerca del doctor Allen, todo esto más el terrible mensaje en caracteres medievales que Willett se encontró en el bolsillo cuando recobró el conocimiento después de su asombrosa experiencia.
Y aún había algo más, la prueba más concluyente de todas. Existían dos espantosos resultados que el. Doctor había obtenido de cierto par de fórmulas durante sus investigaciones finales, resultados que probaban virtualmente la autenticidad de los documentos y sus monstruosas implicaciones, al mismo tiempo que los negaba para siempre al conocimiento humano.


3

La infancia y juventud de Charles Ward pertenecen al pasado tanto como las antigüedades que tan profundamente amara. En el otoño de 1918 y demostrando un considerable gusto por el adiestramiento militar de ese período, Ward se matriculó en la Moses Brown School, que estaba muy cerca de su casa. El antiguo edificio central de la academia, erigido en 1819, le había atraído siempre, y el espacioso parque en el cual se asentaba satisfacía por completo su afición a los paisajes. Sus actividades sociales eran escasas. Pasaba la mayor parte de las horas en casa, paseando, asistiendo a clases y ejercicios de entrenamiento, y buscando datos arqueológicos y genealógicos en el Ayuntamiento, la Biblioteca pública, el Ateneo, los locales de la Sociedad Histórica, las bibliotecas John Carter Brown y John Hay de la Universidad de Brown, y en la Biblioteca Shepley, recientemente inaugurada en Benefit Street. Podemos imaginárnoslo tal como era en esa época: alto, delgado y rubio, ligeramente encorvado, y de mirada pensativa. Vestía con cierto desaliño y producía una impresión más de inofensiva torpeza que de falta de atractivo.
Sus paseos eran siempre aventuras en el campo de la antigüedad y en el curso de ellas conseguía extraer de las miríadas de reliquias de la espléndida ciudad antigua un cuadro vívido y coherente de los siglos precedentes. Su hogar era una gran mansión de estilo georgiano edificada en la cumbre de la colina que se alza al este del río y desde cuyas ventanas traseras se divisan los chapiteles, las cúpulas, los tejados y los rascacielos de la parte baja de la ciudad, al igual que las colinas purpúreas que se yerguen a lo lejos, en la campiña. En esa casa nació y a través del bello pórtico clásico de su fachada de ladrillo rojo, le sacaba la niñera de paseo en su cochecillo. Pasaban junto a la pequeña alquería blanca construida doscientos años antes y englobada hacía tiempo en la ciudad; pasaban, siempre a lo largo de aquella calle suntuosa, junto a mansiones de ladrillo y casas de madera adornadas con porches de pesadas columnas dóricas que dormían, seguras y lujosas, entre generosos patios y jardines, y continuaban en dirección a los imponentes edificios de la universidad.
Le habían paseado también a lo largo de la soñolienta Congdon Street, situada algo más abajo en la falda de la colina y flanqueada de edificios orientados a levante y asentados sobre altas terrazas. Las casas de madera eran allí más antiguas, ya que la ciudad había ido extendiéndose poco a poco desde la llanura hasta las alturas, y en aquellos paseos Ward se había ido empapando del colorido de una fantástica ciudad colonial. La niñera solía detenerse y sentarse en los bancos de Prospect Terrace a charlar con los guardias, y uno de los primeros recuerdos del niño era la visión de un gran mar que se extendía hacia occidente, un mar de tejados y cúpulas y colinas lejanas que una tarde de invierno contemplara desde aquella terraza y que se destacaba, violento y místico, contra una puesta de sol febril y apocalíptica llena de rojos, de dorados, de púrpuras y de extrañas tonalidades de verde. Una silueta masiva resaltaba entre aquel océano, la vasta cúpula marmórea del edificio de la Cámara Legislativa con la estatua que la coronaba rodeada de un halo fantástico formado por un pequeño claro abierto entre las nubes multicolores que surcaban el cielo llameante del crepúsculo.
Cuando creció empezaron sus famosos paseos, primero con su niñera, impacientemente arrastrada, y luego solo, hundido en soñadora meditación. Cada vez se aventuraba un poco más allá por aquella colina casi perpendicular y cada vez alcanzaba niveles más antiguos y fantásticos de la vieja ciudad. Bajaba por Jenckes Street, bordeada de paredes negras y frontispicios coloniales, hasta el rincón de la umbría Benefit Street donde se detenía frente a un edificio de madera centenario, con sus dos puertas flanqueadas por pilastras jónicas. A un lado se alzaba una casita campestre de enorme antigüedad, tejadillo estilo holandés y jardín que no era sino los restos de un primitivo huerto, y al otro la mansión del juez Durfee, con sus derruidos vestigios de grandeza georgiana. Aquellos barrios iban convirtiéndose lentamente en suburbios, pero los olmos gigantescos proyectaban sobre ellos una sombra rejuvenecedora y así el muchacho gustaba de callejear, en dirección al sur, entre las largas hileras de mansiones anteriores a la Independencia, con sus grandes chimeneas centrales y sus portales clásicos. Charles podía imaginar aquellos edificios tales como cuando la calle fue nueva, coloreados los frontones cuya ruina era ahora evidente.
Hacia el oeste el descenso era tan abrupto como hacia el sur. Por allí bajaba Ward hacia la antigua Town Street que los fundadores de la ciudad abrieran a lo largo de la orilla del río en 1636. Había en aquella zona innumerables callejuelas donde se apiñaban las casas de inmensa antigüedad, pero, a pesar de la fascinación que sobre él ejercían, hubo de pasar mucho tiempo antes de que se atreviera a recorrer su arcaica verticalidad por miedo a que resultaran ser un sueño o la puerta de entrada a terrores desconocidos. Le parecía mucho menos arriesgado continuar a lo largo de Benefit Street y pasar junto a la verja de hierro de la oculta iglesia de San Juan, la parte trasera del Ayuntamiento edificado en 1761, y la ruinosa posada de la Bola de Oro, donde un día se alojara Washington. En Meeting Street -la famosa Gaol Lane y King Street de épocas posteriores-, se detenía y volvía la mirada al este para ver el arqueado vuelo de escalones de piedra a que había tenido que recurrir el camino para trepar por la ladera, y luego hacia el oeste, para contemplar la antigua escuela colonial de ladrillo que sonríe a través de la calzada al busto de Shakespeare que adorna la fachada del edificio donde se imprimió, en días anteriores a la Independencia, la Providence Gazette and Country Journal. Luego llegaba a la exquisita Primera Iglesia Baptista, construida en 1775, con su inigualable chapitel, obra de Gibbs, rodeado de tejados georgianos y cúpulas que parecían flotar en el aire. Desde aquel lugar, en dirección al sur, las calles iban mejorando de aspecto hasta florecer, al fin, en un maravilloso grupo de mansiones antiguas, pero hacia el oeste, las viejas callejuelas seguían despeñándose ladera abajo, espectrales en su arcaísmo, hasta hundirse en un caos de ruinas iridiscentes allí donde el barrio del antiguo puerto recordaba su orgulloso pasado de intermediario con las Indias Orientales, entre miseria y vicios políglotas, entre barracones decrépitos y almacenes mugrientos, entre innumerables callejones que han sobrevivido a los embates del tiempo y que aún llevan los nombres de Correo, Lingote, Oro, Plata, Moneda, Doblón, Soberano, Libra, Dólar y Centavo.
Mas tarde, una vez que creció y se hizo más aventurero, el joven Ward comenzó a adentrarse en aquel laberinto de casas semiderruidas, dinteles rotos, peldaños carcomidos, balaustradas retorcidas, rostros aceitunados y olores sin nombre. Recorría las callejuelas serpenteantes que conducían de South Main a South Water, escudriñando los muelles donde aún tocaban los vapores que cruzaban la bahía, y volvía hacia el norte dejando atrás los almacenes construidos en 1816 con sus tejados puntiagudos y llegando a la amplia plaza del Puente Grande donde continúa firme sobre sus viejos arcos el mercado edificado en 1773. En aquella plaza se detenía extasiado ante la asombrosa belleza de la parte oriental de la ciudad antigua que corona la vasta cúpula de la nueva iglesia de la Christian Science igual que corona Londres la cúpula de San Pablo. Le gustaba llegar allí al atardecer cuando los rayos del sol poniente tocan los muros del mercado y los tejados centenarios, envolviendo en oro y magia los muelles soñadores donde antaño fondeaban las naves de los indios de Providence. Tras una prolongada contemplación se embriagaba con amor de poeta ante el espectáculo, y en aquel estado emprendía el camino de regreso a la luz incierta del atardecer subiendo lentamente la colina, pasando junto a la vieja iglesita blanca y recorriendo callejas empinadas donde los últimos reflejos del sol atisbaban desde los cristales de las ventanas y las primeras luces de los faroles arrojaban su resplandor sobre dobles tramos de peldaños y extrañas balaustradas de hierro forjado.
Otras veces, sobre todo en años posteriores, prefería buscar contrastes más vivos. Dedicaba la mitad de su paseo a los barrios coloniales semiderruidos situados al noroeste de su casa, allí donde la colina desciende hasta la pequeña meseta de Stampers Hill, con su ghetto y su barrio negro arracimados en torno a la plaza de donde partía la diligencia de Boston antes de la Independencia, y la otra mitad al bello reino meridional de las calles George, Benevolent, Power y Williams, donde permanecen incólumes las antiguas propiedades rodeadas de jardincillos cercados y praderas empinadas en que reposan tantos y tantos recuerdos fragantes. Aquellos paseos, y los diligentes estudios que los acompañaban, contribuyeron a fomentar una pasión por lo antiguo que terminó expulsando al mundo moderno de la mente de Ward. Sólo ellos nos proporcionan una idea de las características del terreno mental en el que fue a caer, aquel fatídico invierno de 1919-1920, la semilla que produjo tantos y tan extraños frutos.
El doctor Willett está convencido de que, hasta el primer cambio que se produjo en su mente aquel invierno, la afición de Charles Ward por las cosas antiguas estuvo desprovista de toda inclinación morbosa. Los cementerios sólo le atraían por su posible interés histórico, y su temperamento era pacífico y tranquilo. Luego, paulatinamente, pareció desarrollarse en él la extraña secuela de uno de sus triunfos genealógicos del año anterior: el descubrimiento, entre sus antepasados por línea materna, de un hombre llamado Joseph Curwen que había llegado de Salem en 1692 y acerca del cual se susurraban inquietantes historias.
El tatarabuelo de Ward, Welcome Potter, se había casado en 1785 con una tal «Ann Tillinghast, hija de Mrs. Eliza, hija a su vez del capitán James Tillinghast». De quién fuera el padre de aquella joven, la familia no tenía la menor idea. En 1918, mientras examinaba un volumen manuscrito de los archivos de la ciudad, nuestro genealogista encontró un asiento según el cual, en 1772, una tal Eliza Curwen, viuda de Joseph Curwen, volvía a adoptar, juntamente con su hija Ann, de siete años de edad, su apellido de soltera, Tillinghast, alegando que «el nombre de su marido había quedado desprestigiado públicamente en virtud de lo que se había sabido después de su fallecimiento, lo cual venía a confirmar un antiguo rumor al que una esposa fiel no podía dar crédito hasta que se comprobara por encima de toda duda». Aquel asiento se descubrió gracias a la separación accidental de dos páginas que habían sido cuidadosamente pegadas y que se habían tenido por una sola desde el momento en que se llevara a cabo una lenta revisión de la paginación del libro.
Charles Ward comprendió inmediatamente que acababa de descubrir un retatarabuelo suyo desconocido hasta entonces. El hecho le excitó tanto más porque había oído ya vagas alusiones a aquella persona de la cual no existían apenas datos concretos, como si alguien hubiese tenido interés especial en borrar su recuerdo. Lo poco que de él se sabía era de una naturaleza tan singular que no se podía por menos de sentir curiosidad por averiguar lo que los archiveros de la época colonial se mostraron tan ansiosos de ocultar y de olvidar y por descubrir cuáles fueron los motivos que habían despertado en ellos tan extraño deseo.
Hasta aquel momento, Ward se había limitado a dejar que su imaginación divagara acerca del viejo Curwen, pero habiendo descubierto el parentesco que le unía a aquel personaje aparentemente «silenciado», se dedicó a la búsqueda sistemática de todo lo que pudiera tener alguna relación con él. Sus pesquisas resultaron más fructíferas de lo que esperaba, pues en cartas antiguas, diarios y memorias sin publicar hallados en buhardillas de Providence, entre polvo y telarañas, encontró párrafos reveladores que sus autores no se habían tomado la molestia de borrar. Un documento muy importante a este respecto apareció en un lugar tan lejano como Nueva York, donde se conservaban, concretamente en el museo de la Taberna de Fraunces, cartas de la época colonial procedentes de Rhode Island. Sin embargo, el hecho realmente crucial y que a juicio del doctor Willett constituyó el origen del desequilibrio mental del joven, fue el hallazgo efectuado en agosto de 1919 en la vetusta casa de Olney Court. Aquello fue, indudablemente, lo que abrió una sima insondable en la mente de Charles Ward.
Un antecedente y un horror


1

Joseph Curwen, tal como le retrataban las leyendas que Ward había oído y los documentos que había desenterrado, era un individuo sorprendente, enigmático, oscuramente horrible. Había huido de Salem, trasladándose a Providence -aquel paraíso universal para personas raras, librepensadoras o disidentes-, al comienzo del gran pánico provocado por la caza de brujas, temiendo verse acusado a causa de la vida solitaria que llevaba y de sus raros experimentos químicos o alquimistas. Era un hombre incoloro de unos treinta años de edad. Su primer acto en cuanto ciudadano libre de Providence consistió en adquirir unos terrenos al pie de Olney Street. En ese lugar, que más tarde se llamaría Olney Court, edificó una casa que sustituyó después por otra mayor que se alzó en el mismo emplazamiento y que aún hoy día continúa en pie.
El primer detalle curioso acerca de Joseph Curwen es que no parecía envejecer con el paso del tiempo. Montó un negocio de transportes marítimos y fluviales, construyó un embarcadero cerca de Mile-End Cove, ayudó a reconstruir el Puente Grande en 1713 y la iglesia Congregacionista en 1723, y siempre conservó el aspecto de un hombre de treinta o treinta y cinco años. A medida que transcurría el tiempo, aquel hecho empezó a llamar la atención de la gente, pero Curwen lo explicaba diciendo que el mantenerse joven era una característica de su familia y que él contribuía a conservarla llevando una vida sumamente sencilla. Desde luego, nadie sabía cómo conciliar aquella pretendida sencillez con las inexplicables idas y venidas del reservado comerciante ni con el hecho de que las ventanas de su casa estuvieran iluminadas a todas las horas de la noche, y se empezó a atribuir a otros motivos su prolongada juventud y su longevidad. La mayoría opinaba que los incesantes cocimientos y mezclas de productos químicos que efectuaba Curwen tenían mucho que ver con su conservación. Se hablaba de extrañas sustancias que sus barcos traían de Londres o la India, o que él mismo compraba en Newport, Boston y Nueva York, y cuando el anciano doctor Jabez Bowen llegó de Rehoboth y abrió su farmacia en la plaza del Puente Grande, se habló de las drogas, ácidos y metales que el taciturno solitario adquiría incesantemente en aquella botica. Dando por sentado que Curwen poseía una maravillosa y secreta habilidad médica, muchos enfermos acudieron a él en busca de ayuda, pero, a pesar de que procuró alentar sin comprometerse aquella creencia, y siempre dio alguna pócima de extraño colorido en respuesta a las peticiones, se observó que lo que recetaba a los demás rara vez producía efectos beneficiosos. Cuando habían transcurrido más de cincuenta años desde su llegada a Providence sin que en su rostro ni en su porte se hubiera producido cambio apreciable, las habladurías se hicieron más suspicaces y la gente comenzó a compartir con respecto a su persona ese deseo de aislamiento que él había demostrado siempre.
Cartas particulares y diarios íntimos de aquella época revelan también que existían muchos otros motivos por los cuales Joseph Curwen fue objeto primero de admiración, luego de temor, y, finalmente de repulsión por parte de sus conciudadanos. Su pasión por los cementerios, en los cuales podía vérsele a todas horas y bajo todas circunstancias, era notoria, aunque nadie había presenciado ningún hecho que pudiera relacionarle con vampiros. En Pawtuxet Road tenía una granja, en la cual solía pasar el verano, y con frecuencia se le veía cabalgando hacia ella a diversas horas del día y de la noche. Sus únicos criados eran allí una adusta pareja de indios Narragansett, el marido mudo y con el rostro lleno de extrañas cicatrices, y la esposa con un semblante achatado y repulsivo, probablemente debido a un mezcla de sangre negra. En la parte trasera de aquella casa se encontraba el laboratorio donde se llevaban a cabo la mayoría de los experimentos químicos. Los que habían tenido acceso a él para entregar botellas, sacos o cajas, se hacían lenguas de los fantásticos alambiques, crisoles y hornos que habían entrevisto en la estancia y profetizaban en voz baja que el misántropo «químico» -vocablo que en boca de ellos significaba alquimista- no tardaría en descubrir la Piedra Filosofal. Los vecinos más próximos de aquella granja -los Fenner, que vivían a un cuarto de milla de distancia- tenían cosas más raras que contar acerca de ciertos ruidos que, según ellos, surgían de la casa de Curwen durante la noche. Se oían gritos, decían, y aullidos prolongados, y no les gustaba el gran número de reses que pacían alrededor de la granja, excesivas para proveer de carne, leche y lana a un hombre solitario y a un par de sirvientes. Cada semana, Curwen compraba nuevas reses a los granjeros de Kingstown para sustituir a las que desaparecían. Les preocupaba también un edificio de piedra que había junto a la casa y que tenía una especie de angostas troneras en vez de ventanas.
Los ociosos del Puente Grande tenían mucho que decir, por su parte, de la casa de Curwen en Olney Court, no tanto de la que levantó en 1761, cuando debía contar ya más de un siglo de existencia, como de la primera, una construcción con una buhardilla sin ventanas y paredes de madera que tuvo buen cuidado de quemar después de su demolición. Había en aquella casa ciudadana menos misterios que en la del campo, es cierto, pero las horas a que se veían iluminadas las ventanas, el sigilo de los dos criados extranjeros, el horrible y confuso farfullar de un ama de llaves francesa increíblemente vieja, la enorme cantidad de provisiones que se veían entrar por aquella puerta destinadas a alimentar solamente a cuatro personas, y las características de ciertas voces que se oían conversar ahogadamente a las horas más intempestivas, todo ello unido a lo que se sabía de la granja, contribuyó a dar mala fama a la morada.
En círculos mas escogidos se hablaba igualmente del hogar de Joseph Curwen, ya que a medida que el recién llegado se había ido introduciendo en la vida religiosa y comercial de la ciudad, había ido entablando relación con sus vecinos, de cuya compañía y conversación podía, con todo derecho, disfrutar. Se sabía que era de buena cuna, ya que los Curwen o Carwen de Salem no necesitaban carta de presentación en Nueva Inglaterra. Se sabia también que había viajado mucho desde joven, que había vivido una temporada en Inglaterra y efectuado dos viajes a Oriente, y su léxico, en las raras ocasiones en que se decidía a hablar, era el de un inglés instruido y culto. Pero, por algún motivo ignorado, le tenía sin cuidado la sociedad. Aunque nunca rechazaba de plano a un visitante, siempre se parapetaba tras el muro de reserva que a pocos se les ocurría nada en esos casos que al decirlo no sonara totalmente vacuo.
En su comportamiento había una especie de arrogancia sardónica y críptica, como si después de haber alternado con seres extraños y más poderosos, juzgara estúpidos a todos los seres humanos. Cuando el doctor Checkley, famoso por su talento, llegó de Boston en 1783 para hacerse cargo del rectorado de King’s Church, no olvidó visitar a un hombre del que tanto había oído hablar, pero su visita fue muy breve debido a una siniestra corriente oculta que creyó adivinar bajo las palabras de su anfitrión. Charles Ward le dijo a su padre una noche de invierno en que hablaban de Curwen , que daría cualquier cosa por enterarse de lo que el misterioso anciano había dicho al clérigo, pero que todos los diarios íntimos que había podido consultar coincidían en señalar la aversión del doctor Checkley a repetir lo que había oído. El buen hombre había quedado muy impresionado y nunca volvió a mencionar el nombre de Joseph Curwen sin perder visiblemente la calma alegre y cultivada que le caracterizaba.
Más concreto era el motivo que indujo a otro hombre de buena cuna y gran inteligencia a evitar el trato del misterioso ermitaño. En 1746, John Merritt, caballero inglés muy versado en literatura y ciencias, llegó a Providence procedente de Newport y construyó una hermosa casa en el istmo, en lo que es hoy el centro del mejor barrio residencial. Fue el primer ciudadano de Providence que vistió a sus criados de librea, y se mostraba muy orgulloso de su telescopio, su microscopio y su escogida biblioteca de obras inglesas y latinas. Al enterarse de que Curwen era el mayor bibliófilo de Providence, Merritt no tardó en ir a visitarle, siendo acogido con una cordialidad mayor de la habitual en aquella casa. La admiración que demostró por las repletas estanterías de su anfitrión, en las cuales se alineaban, además de los clásicos griegos, latinos e ingleses, una serie de obras filosóficas, matemáticas y científicas, entre ellas las de autores tales como Paracelso, Agrícola, Van Helmont, Silvyus, Glauber, Boyle, Boerhaave, Becher y Stahl, impulsaron a Curwen a invitarle a inspeccionar el laboratorio que hasta entonces no había abierto para nadie, y los dos partieron inmediatamente hacia la granja en la calesa del visitante.
El señor Merritt dijo siempre que no había visto nada realmente horrible en la granja, pero que los títulos de los libros relativos a temas taumatúrgicos, alquimistas y teológicos que Curwen guardaba en la estantería de una de las salas habían bastado para inspirarle un temor imperecedero. Tal vez la expresión de su propietario mientras se los enseñaba había contribuido a despertar en Merritt aquella sensación. En la extraña colección, además de un puñado de obras conocidas, figuraban casi todos los cabalistas, demonólogos y magos del mundo entero. Era un verdadero tesoro en el dudoso campo de la alquimia y la astrología. La Turba Philosopharum, de Hermes Trismegistus en la edición de Mesnard, el Liber Investigationis, de Geber, La Clave de la sabiduría, de Artephous, el cabalístico Zohar, el Ars Magna et Ultima de Raimundo Lulio en la edición de Zetsner, el Thesaurus Chemicus de Roger Bacon, la Clavis Alchimiae de Fludd y el De Lapide Philosophico, de Trithemius, se hallaban allí alineados, uno junto a otro. Judíos y árabes de la Edad Media estaban representados con profusión, y el señor Merritt palideció cuando al coger un volumen en cuya portada se leía el título de Qanoon-é-Islam, descubrió que se trataba en realidad de un libro prohibido, el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred, del cual había oído decir cosas monstruosas a raíz del descubrimiento de ciertos ritos indescriptibles en la extraña aldea de pescadores de Kingsport, en la provincia de la Bahía de Massachusetts.
Pero, por extraño que parezca, lo que más inquietó al caballero fue un detalle sin importancia aparente. Sobre la enorme mesa de caoba había un volumen muy estropeado de Borellus, con numerosas anotaciones marginales escritas por Curwen. El libro estaba abierto por la mitad aproximadamente y un párrafo aparecía subrayado con unos trazos tan gruesos y temblorosos que el visitante no pudo resistir la tentación de echarle una ojeada. Aquellas líneas le afectaron profundamente y quedaron grabadas en su memoria hasta el fin de sus días. Las reprodujo en su diario y trató en cierta ocasión de recitarlas a su íntimo amigo, el doctor Checkley, hasta que notó lo mucho que aquellas palabras trastornaban al rector. Decían:

«Las Sales de los Animales pueden ser preparadas y conservadas de modo que un hombre hábil puede tener toda el Arca de Noé en su propio estudio y reproducir la forma de un animal a voluntad partiendo de sus cenizas, y por el mismo método, partiendo de las Sales esenciales del Polvo humano, un filósofo puede, sin que sea nigromancia delictiva, evocar la forma de cualquier Antepasado muerto cuyo cuerpo haya sido incinerado.»

Sin embargo, las peores cosas acerca de Joseph Curwen se murmuraban en torno a los muelles de la parte sur de Town Street. Los marineros son gente supersticiosa y aquellos curtidos lobos de mar que transportaban ron, esclavos y especias, se santiguaban furtivamente cuando veían la figura esbelta y engañosamente juvenil de su patrón, con su pelo amarillento y sus hombros ligeramente encorvados, entrando en el almacén de Doublon Street, o hablando con capitanes y contramaestres en el muelle donde atracaban sus barcos. Sus empleados le odiaban y temían, y sus marineros eran la escoria de la Martinica, la Habana o Port Royal. Hasta cierto punto, la parte más intensa y tangible del temor que inspiraba el anciano se debía a la frecuencia con que había de reemplazar a sus marineros. Una tripulación cualquiera bajaba a tierra con permiso, varios de sus miembros recibían la orden de hacer algún que otro encargo, y cuando se reunían para volver a bordo, casi indefectiblemente faltaban uno o más hombres. Como la mayoría de los encargos estaban relacionados con la granja de Pawtuxet Road y muy pocos eran los que habían regresado de aquel lugar, con el tiempo Curwen se encontró con muchas dificultades para reclutar sus tripulaciones. Muchos de los marineros desertaban después de oír las habladurías de los muelles de Providence, y sustituirles en las Indias Occidentales llegó a convertirse en un serio problema para el comerciante. En 1760, Joseph Curwen era virtualmente un proscrito sospechoso de vagos horrores y demoníacas alianzas, mucho más amenazadoras por el hecho de que nadie podía precisarlas, ni entenderlas, ni mucho menos demostrar su existencia. La gota que vino a desbordar el vaso pudo ser muy bien el caso de los soldados desaparecidos en 1758. En marzo y abril de aquel año, dos regimientos reales de paso para Nueva Francia fueron acuartelados en Providence produciéndose en su seno una serie de inexplicables desapariciones que superaban con mucho el número habitual de deserciones. Se comentaba en voz baja la frecuencia con que se veía a Curwen hablando con los forasteros de guerrera roja, y cuando varios de ellos desaparecieron, la gente recordó lo que sucedía habitualmente con los marineros de sus tripulaciones. Nadie puede decir qué habría sucedido si los regimientos no hubieran recibido al poco tiempo la orden de marcha.
Entretanto los negocios del comerciante prosperaban. Tenía un virtual monopolio del comercio de la ciudad respecto al salitre, la pimienta negra y la canela, y superaba a todos los demás traficantes, excepto a los Brown, en la importación de añil, algodón, lana, sal, hierro, papel, objetos de latón y productos manufacturados ingleses de todas clases. Almacenistas tales como James Green, dueño del establecimiento El Elefante de Cheapside, los Russell de El Aguila Dorada, comercio situado al otro lado del puente, o Clark y Nightingale, propietarios de El Pescado y la Sartén, dependían casi enteramente de él para aprovisionarse, mientras que sus acuerdos con las destilerías locales, queseros y criadores de caballos Narragansett y fabricantes de velas de Newport, le convertían en uno de los primeros exportadores de la Colonia.
Decidido a luchar contra el ostracismo a que le habían condenado, comenzó a demostrar, al menos en apariencia, un gran espíritu cívico. Cuando el Ayuntamiento se incendió, contribuyó generosamente a las rifas que se organizaron con el fin de recaudar fondos para la construcción del nuevo edificio que aún hoy se alza en la antigua calle mayor. Aquel mismo ano 1761 ayudó a reconstruir el Puente Grande después de la riada de octubre. Repuso muchos de los libros devorados por las llamas en el incendio del Ayuntamiento y participó generosamente en las loterías gracias a las cuales pudo dotarse a los alrededores del mercado y a Town Street de una calzada empedrada con su andén para peatones en el centro. Por aquellas fechas edificó la casa nueva, sencilla pero de excelente construcción, cuya portada constituye un triunfo de los cinceles. Al separarse en 1743 los seguidores de Whitefield de la congregación del Dr. Cotton y fundar la iglesia del Diácono Snow al otro lado del puente, Curwen les había seguido, pero su celo se había ido apagando al mismo tiempo que iba menguando su asistencia a las ceremonias. Ahora, sin embargo, volvía a dar muestras de piedad como si con ello quisiera disipar la sombra que le había arrojado al ostracismo y que, si no se andaba con sumo cuidado, acabaría también con la buena estrella que hasta entonces había presidido su vida de comerciante.
El espectáculo que ofrecía aquel hombre extraño y pálido, aparentemente de mediana edad pero en realidad con más de un siglo de vida, tratando de emerger al fin de una nube de miedo y aversión demasiado vaga para ser analizada, era a la vez patético, dramático y ridículo. Sin embargo, tal es el poder de la riqueza y de los gestos superficiales, que se produjo cierta remisión en la visible antipatía que sus vecinos le prodigaban, especialmente una vez que cesaron bruscamente las desapariciones de los marineros. Posiblemente rodeó también de mayor cuidado y sigilo sus expediciones a los cementerios, ya que no volvió a ser sorprendido nunca en tales andanzas, y lo cierto es que los rumores acerca de sonidos y movimientos misteriosos en relación con la granja de Pawtuxet disminuyeron también notablemente. Su nivel de consumo de alimentos y de sustitución de reses siguió siendo anormalmente elevado, pero hasta fecha más moderna, cuando Charles Ward examinó sus libros de cuentas en la Biblioteca Shepley, no se le ocurrió a nadie comparar el gran número de negros que Curwen importó de Guinea hasta 1766 con la cifra asombrosamente reducida de los que pasaron de sus manos a las de los tratantes de esclavos del Puente Grande o de los plantadores del condado de Narragansett. Ciertamente aquel aborrecido personaje había demostrado una astucia y un ingenio inconcebibles en cuanto se había dado cuenta de que le era necesario ejercitar tanto la una como el otro.
Pero, como es natural, el efecto de aquel cambio de actitud fue necesariamente reducido. Curwen siguió siendo detestado y evitado, probablemente a causa de la juventud que aparentaba a pesar de sus muchos años, y al final se dio cuenta de que su fortuna llegaría a resentirse de la generosidad con que trataba de granjearse el afecto de sus conciudadanos. Sin embargo, sus complicados estudios y experimentos, cualesquiera que fuesen, exigían al parecer grandes sumas de dinero, y, dado que un cambio de ambiente le habría privado de las ventajas comerciales que había alcanzado en aquella ciudad no podía trasladarse a otra para empezar de nuevo. El buen juicio señalaba la conveniencia de mejorar sus relaciones con los habitantes de Providence, de modo que su presencia no diera lugar a que se interrumpieran las conversaciones y se creara una atmósfera de tensión e intranquilidad. Sus empleados, reclutados ahora entre los parados e indigentes a quienes nadie quería dar empleo, le causaban muchas preocupaciones, y si lograba mantener a su servicio a capitanes y marineros era sólo porque había tenido la astucia de adquirir ascendiente sobre ellos por medio de una hipoteca, una nota comprometedora o alguna información de tipo muy íntimo. En muchas ocasiones, y como observaban espantados los autores de algunos diarios privados, Curwen demostró poseer facultades de brujo al descubrir secretos familiares para utilizarlos en beneficio suyo. Durante los últimos cinco años de su vida, se llegó a pensar que esos datos que manejaba de un modo tan cruel sólo podía haberlos reunido gracias a conversaciones directas con los muertos.
Así fue como por aquella época llevó a cabo un último y desesperado esfuerzo por ganarse las simpatías de la comunidad. Misógino hasta entonces, decidió contraer un ventajoso matrimonio tomando por esposa a alguna dama cuya posición hiciera imposible la continuación de su ostracismo, aunque es probable que tuviera motivos más profundos para desear dicha alianza, motivos tan ajenos a la esfera cósmica conocida que sólo los documentos hallados ciento cincuenta años después de su muerte hicieron sospechar de su existencia.
Naturalmente Curwen se daba cuenta de que cualquier cortejo por su parte sería recibido con horror e indignación, y, en consecuencia, buscó una candidata sobre cuyos padres pudiera él ejercer la necesaria presión. Mujeres adecuadas no eran fáciles de encontrar puesto que Curwen exigía para la que habría de ser su esposa unas condiciones especiales de belleza, prendas personales y posición social. Al final sus miradas se posaron en el hogar de uno de sus mejores y más antiguos capitanes, un viudo de muy buena familia llamado Dutie Tillinghast, cuya única hija, Eliza, parecía reunir todas las cualidades deseadas. El capitán Tillinghast estaba completamente dominado por Curwen y, después de una terrible entrevista en su casa de la colina de Power Lane, consintió en aprobar la monstruosa alianza.
Eliza Tillinghast tenía en aquellos días dieciocho anos y había sido educada todo lo bien que la reducida fortuna de su padre permitiera. Había asistido a la escuela de Stephen Jackson y había sido también diligentemente instruida por su madre en las artes y refinamientos de la vida doméstica. Un ejemplo de su habilidad para las labores puede admirarse todavía en una de las salas de la Sociedad Histórica de Rhode Island. Desde el fallecimiento de la señora Tillinghast, ocurrido en 1757 a causa de la viruela, Eliza se había hecho cargo del gobierno de la casa ayudada únicamente por una anciana negra. Sus discusiones con su padre a propósito de la petición de Curwen debieron ser muy penosas, aunque no queda constancia de ellas en los documentos de la época. Lo cierto es que rompió su compromiso con el joven Ezra Weeden, segundo oficial del carguero Enterprise de Crawford, y que su unión con Joseph Curwen tuvo lugar el 7 de marzo de 1763 en la iglesia Baptista y en presencia de la mejor sociedad de la ciudad. La ceremonia fue oficiada por el vicario Samuel Winson y la Gazette se hizo eco del acontecimiento con una breve reseña que, en la mayoría de los ejemplares del periódico correspondientes a aquella fecha, y archivados en distintos lugares, parecía haber sido cortada o arrancada. Ward encontró un ejemplar intacto después de mucho rebuscar en los archivos de un coleccionista particular y observó entonces con regocijo la vaguedad de los términos con que estaba redactada la nota.

«El pasado lunes por la tarde, el señor Joseph Curwen, vecino de esta villa, comerciante, contrajo matrimonio con la señorita Eliza Tillinghast, hija del capitán Dutie Tillinghast, joven de muchas virtudes dotada además de gran belleza. Hacemos votos por su perpetua felicidad.»

La correspondencia Durfee-Arnold, descubierta por Charles Ward poco antes de que presentara los primeros síntomas de locura, en el museo particular de Melville L. Peters en Georgia Street, y que cubre aquel período y otro ligeramente anterior, arroja vívida luz sobre la ofensa al sentimiento público que causó aquella disparatada unión. Sin embargo, la influencia social de los Tillinghast era innegable, y así una vez más Joseph Curwen vio frecuentado su hogar por personas a las cuales nunca hubiera podido inducir, de otro modo, a que cruzasen el umbral de la casa. No se le aceptó totalmente, ni mucho menos, pero sí se levantó la condena al ostracismo a que se le había sometido. En el trato de que hizo objeto a su esposa, el extraño novio asombró a la comunidad y a ella misma portándose con el mayor miramiento y obsequiándola con toda clase de consideraciones. La nueva mansión de Olney Court estaba ahora completamente libre de manifestaciones inquietantes y aunque Curwen acudía con mucha frecuencia a la granja de Pawtuxet, que dicho sea de paso su esposa no visitó jamás, parecía un ciudadano mucho más normal que en cualquier otra época de su residencia en Providence. Sólo una persona seguía abrigando hacia él abierta hostilidad: el joven que había visto roto tan bruscamente su compromiso con Eliza Tillinghast. Ezra Weeden había jurado vengarse y, a pesar de su temperamento normalmente apacible, alimentaba un odio en su corazón que no presagiaba nada bueno para el hombre que le había robado la novia.
El siete de mayo de 1765 nació la que había de ser única hija de Curwen, Ann, que fue bautizada por el Reverendo John Graves de King’s Church, iglesia que frecuentaban los dos esposos desde su matrimonio como fórmula de compromiso entre sus respectivas afiliaciones Congregacionista y Baptista. El certificado de aquel nacimiento, así como el de la boda celebrada dos años antes, había desaparecido de los archivos eclesiásticos y municipales. Ward consiguió localizarlos, tras grandes dificultades, una vez que hubo descubierto el cambio de apellido de la viuda y una vez que se despertó en él aquel febril interés que culminó en su locura. El de nacimiento apareció por una feliz coincidencia como resultado de la correspondencia que mantuvo con los herederos del Dr. Graves, quien se había llevado un duplicado de los archivos de su iglesia al abandonar la ciudad a comienzos de la guerra de la Independencia, Ward había recurrido a ellos porque sabía que su tatarabuela, Ann Tillinghast, había sido episcopalista.
Poco después del nacimiento de su hija, acontecimiento que pareció recibir con un entusiasmo que contrastaba con su habitual frialdad, Curwen decidió posar para un retrato. Lo pintó un escocés de gran talento llamado Cosmo Alexandre, residente en Newport en aquella época y que adquirió fama después por haber sido el primer maestro de Gilbert Stuart. Decíase que el retrato había sido pintado sobre uno de los paneles de la biblioteca de la casa de Olney Court, pero ninguno de los dos diarios en que se mencionaba proporcionaba ninguna pista acerca de su posterior destino. En aquel período, Curwen dio muestras de una desacostumbrada abstracción y pasaba todo el tiempo que podía en su granja de Pawtuxet Road. Se hallaba continuamente, al parecer, en un estado de excitación o ansiedad reprimidas, como si esperase que fuera a ocurrir en cualquier momento algún acontecimiento de fenomenal importancia o como si estuviese a punto de hacer algún extraño descubrimiento. La química o la alquimia debían tener que ver mucho con ello, ya que se llevó a la granja numerosos volúmenes de la biblioteca de su casa que versaban sobre esos temas.
No disminuyó su pretendido interés por el bien de la ciudad y en consecuencia no desperdició la oportunidad de ayudar a hombres como Stephen Hopkins, Joseph Brown y Benjamin West en sus esfuerzos por elevar el nivel cultural de Providence que en aquel entonces se hallaba muy por debajo de Newport en lo referente al patronazgo de las artes liberales. Había ayudado a Daniel Jenkins en 1763 a abrir una librería de la cual fue desde entonces el mejor cliente, y proporcionó también ayuda a la combativa Gazette que se imprimía cada miércoles en el edificio decorado con el busto de Shakespeare. En política apoyó ardientemente al gobernador Hopkins contra el partido de Ward, cuyo núcleo más fuerte se encontraba en Newport, y el elocuente discurso que pronunció en 1765 en el Hacher’s Hall en contra de la proclamación de North Providence como ciudad independiente, contribuyó más que ninguna otra cosa a disipar los prejuicios existentes contra él. Pero Ezra Weeden, que le vigilaba muy de cerca, sonreía cínicamente ante aquella actitud, que él juzgaba insincera, y no se recataba en afirmar que no era más que una máscara destinada a encubrir un horrendo comercio con las más negras fuerzas del Averno. El vengativo joven inició un estudio sistemático del extraño personaje y de sus andanzas, pasando noches enteras en los muelles cuando veía luz en sus almacenes y siguiendo a sus barcos, que a veces zarpaban silenciosamente en dirección a la bahía. Sometió también a estrecha vigilancia la granja de Pawtuxet y en cierta ocasión fue mordido salvajemente por los perros que en su persecución soltaron los criados indios.


2

En 1766 se produjo el cambio final en Joseph Curwen. Fue muy repentino y pudo ser observado por toda la población porque el aire de ansiedad y expectación que le envolvía cayó como una capa vieja para dar paso inmediato a una mal disimulada expresión de completo triunfo. Daba la impresión de que a Curwen le resultaba difícil contener el deseo de proclamar públicamente lo que había hecho o averiguado, pero, al parecer, la necesidad de guardar el secreto era mayor que el afán de compartir su regocijo, ya que no dio a nadie ninguna explicación. Después de aquella transformación que tuvo lugar a primeros de julio, el siniestro erudito empezó a asombrar a todos demostrando poseer cierto tipo de información que solo podían haberle facilitado antepasados suyos fallecidos muchos años antes.
Pero las actividades secretas de Curwen no cesaron, ni mucho menos, con aquel cambio. Por el  contrario, tendieron a aumentar, con lo cual fue dejando más y más sus negocios en manos de capitanes unidos a él por lazos de temor tan poderosos como habían sido anteriormente los de la miseria. Abandonó el comercio de esclavos alegando que los beneficios que le reportaba eran cada vez menores. Pasaba casi todo el tiempo en su granja de Pawtuxet, aunque de vez en cuando alguien decía haberle visto en lugares muy cercanos a cementerios, con lo que las gentes se preguntaron hasta qué punto habrían cambiado realmente las antiguas costumbres del comerciante. Ezra Weeden, a pesar de que sus períodos de espionaje eran necesariamente breves e intermitentes debido a los viajes que le imponía su profesión, poseía una vengativa persistencia de que carecían ciudadanos y campesinos, y sometía las idas y venidas de Curwen a una vigilancia mayor de la que nunca conocieran.
Muchas de las extrañas maniobras de los barcos del comerciante habían sido atribuidas a lo inestable de aquella época en que los colonos parecían decididos a eludir como fuera las estipulaciones del Acta del Azúcar. El contrabando era cosa habitual en la Bahía de Narragansett y los desembarcos nocturnos de importaciones ilícitas estaban a la orden del día. Pero Weeden, que seguía noche tras noche a las embarcaciones que zarpaban de los muelles de Curwen, no tardó en convencerse de que no eran únicamente los barcos de la armada de Su Majestad lo que el siniestro traficante deseaba evitar. Con anterioridad al cambio de 1766, aquellas embarcaciones habían transportado principalmente negros encadenados, que eran desembarcados en un punto de la costa situado al norte de Pawtuxet, y conducidos posteriormente campo a traviesa hasta la granja de Curwen, donde se les encerraba en aquel enorme edificio de piedra que tenía estrechas troneras en vez de ventanas. Pero a partir de 1766 todo cambió. La importación de esclavos cesó repentinamente y durante una temporada Curwen interrumpió las navegaciones nocturnas. Luego, en la primavera de 1767, las embarcaciones volvieron a zarpar de los muelles oscuros y silenciosos para cruzar la bahía y llegar a Nanquit Point, donde se encontraban con barcos de tamaño considerable y aspecto muy diverso de los que recibían cargamento. Los marineros de Curwen desembarcaban luego la mercancía en un punto determinado de la costa y desde allí la transportaban a la granja, dejándola en el mismo edificio de piedra que había dado alojamiento a los negros. El cargamento consistía casi enteramente en cajones, de los cuales gran número tenía una forma oblonga, forma que recordaba ominosamente la de los ataúdes.
Weeden vigilaba la granja con incansable asiduidad, visitándola noche tras noche durante largas temporadas. Raramente dejaba pasar una semana sin acercarse a ella excepto cuando el terreno estaba cubierto de nieve, en la que habría dejado impresas sus huellas, y aun en esos días se aproximaba lo más posible cuidando de no salirse de la vereda o de caminar sobre el hielo del río vecino a la granja, con el fin de poder ver si había rastros de pisadas en torno a la casa. Para no interrumpir la vigilancia durante las ausencias que le imponía su trabajo, se puso de acuerdo con un amigo que solía beber con él en la taberna, un tal Eleazar Smith, que desde entonces le sustituyó en su tarea. Entre los dos pudieron haber hecho circular rumores extraordinarios, y si no lo hicieron, fue solamente porque sabían que publicar ciertas cosas habría tenido el efecto de alertar a Curwen haciéndoles imposible toda investigación posterior, cuando lo que ellos querían era enterarse de algo concreto antes de pasar a la acción. De todos modos lo que averiguaron debió ser realmente sorprendente. En más de una ocasión dijo Charles Ward a sus padres cuánto lamentaba que Weeden hubiese quemado su cuaderno de notas. Lo único que se sabe de sus descubrimientos es lo que Eleazar Smith anotó en un diario, no muy coherente por cierto, y lo que otros autores de diarios íntimos y cartas repitieron después tímidamente, es decir, que la propiedad campestre era solamente tapadera de una peligrosa amenaza cuya profundidad escapaba a toda comprensión.
Se cree que Weeden y Smith quedaron convencidos al poco tiempo de comenzar sus investigaciones de que por debajo de la granja se extendía una red de catacumbas y túneles habitados por numerosas personas además del viejo indio y su esposa. La casa era una antigua reliquia del siglo XVII, con una enorme chimenea central y ventanas romboides y enrejadas, y el laboratorio se hallaba en la parte norte, donde el tejado llegaba casi hasta el suelo. El edificio estaba completamente aislado, pero, a juzgar por las distintas voces que se oían en su interior a las horas más inusitadas, debía llegarse a él a través de secretos pasadizos subterráneos. Aquellas voces, hasta 1766, consistían en murmullos y susurros de negros mezclados con gritos espantosos y extraños cánticos o invocaciones. A partir de aquella fecha, se convirtieron en explosiones de furor frenético, ávidos jadeos y gritos de protesta proferidos en diversos idiomas, todos ellos conocidos por Curwen, que provocaban réplicas teñidas en muchos casos de un acento de reproche o de amenaza.
A veces parecía que había varias personas en la casa: Curwen, varios prisioneros y los guardianes de estos. Había acentos que ni Weeden ni Smith habían oído jamás, a pesar de su extenso conocimiento de puertos extranjeros, y otros que identificaban como pertenecientes a una u otra nacionalidad. Sonaba aquello como una especie de catequesis o como si Curwen estuviera arrancando cierta información a unos prisioneros aterrorizados o rebeldes.
Había recogido Weeden en su cuaderno al pie de la letra fragmentos de conversaciones en inglés, francés y español, las lenguas que él conocía y que con más frecuencia utilizaba Curwen, pero ninguna de aquellas notas se habían conservado. Afirmaba el mismo Weeden que aparte de algunos diálogos relativos al pasado de varias familias de Providence, la mayoría de las preguntas y respuestas que pudo entender se referían a cuestiones históricas o científicas a veces pertenecientes a épocas y lugares muy remotos. En cierta ocasión, por ejemplo, un personaje que se mostraba a ratos enfurecido y a ratos adusto, fue interrogado acerca de la matanza que llevó a cabo el Príncipe Negro en Limoges en 1370 como si la masacre hubiera obedecido a un motivo secreto que él debiera conocer. Curwen le preguntó al prisionero -si es que era prisionero si el motivo había sido el hallazgo del Signo de la Cabra en el altar de la vieja Cripta romana sita bajo la catedral, o el hecho de que el Hombre Oscuro del Alto Aquelarre de Viena hubiera pronunciado las Tres Palabras. Al no obtener respuesta a sus preguntas, el inquisidor recurrió, al parecer, a medidas extremas, ya que se oyó un terrible alarido seguido de un extraño silencio y el ruido de un cuerpo que caía.
Ninguno de aquellos coloquios tuvo testigos oculares, ya que las ventanas estaban siempre cerradas y veladas por cortinas. Sin embargo, en cierta ocasión, durante un diálogo mantenido en un idioma desconocido, Weeden vio una sombra a través de una cortina que le dejó asombrado y que le recordó a uno de los muñecos de un espectáculo que había presenciado en el Hatcher’s Hall en el otoño de 1764, cuando un hombre de Germantown, Pensilvania, había dado una representación anunciada como «Vista de la Famosa Ciudad de Jerusalén, en la cual están representadas Jerusalén, el Templo de Salomón, su Trono Real, las Famosas Torres y Colinas, así como los sufrimientos de Nuestro Salvador desde el Huerto de Getsemaní hasta la Cruz del Gólgota, una valiosa obra de imaginería digna de verse». Fue en aquella ocasión cuando el oyente, que se había acercado más de la cuenta a la ventana de la sala donde tenía lugar la conversación, dio un respingo que alertó a la pareja de indios, los cuales le soltaron los perros. Desde aquella noche no volvieron a oírse más conversaciones en la casa, y Weeden y Smith llegaron a la conclusión de que Curwen había trasladado su campo de acción a las regiones inferiores.
Que tales regiones existían, parecía un hecho cierto. Débiles gritos y gemidos surgían de la tierra de vez en cuando en lugares muy apartados de la vivienda, y cerca de la orilla del río, a espaldas de la granja y allí donde el terreno descendía suavemente hasta el valle del Pawtuxet, se encontró, oculta entre arbustos, una puerta de roble en forma de arco y encajada en un marco de pesada mampostería que constituía evidentemente la entrada a unas cavernas abiertas bajo la colina. Weeden no podía decir cuándo ni cómo habían sido construidas aquellas catacumbas, pero sí se refería con frecuencia a la facilidad con que por el río podían haber llegado hasta aquel lugar grupos de trabajadores. Era evidente que Joseph Curwen encomendaba a sus marineros las más variadas tareas. Durante las intensas lluvias de la primavera de 1769, los dos jóvenes vigilaron atentamente las empinadas márgenes del río para comprobar si las aguas ponían al descubierto algún secreto soterrado, y su paciencia se vio recompensada con el espectáculo de una profusión de huesos humanos y de animales en aquellos lugares donde el agua había excavado unas profundas depresiones. Naturalmente, el hallazgo podía tener diversas explicaciones dado que en la granja cercana se criaba ganado y que por aquellos parajes abundaban los cementerios indios, pero Weeden y Smith prefirieron sacar del descubrimiento sus propias conclusiones.
En enero de 1770, mientras Weeden y Smith se devanaban inútilmente los sesos tratando de encontrar una explicación a aquellos desconcertantes sucesos, ocurrió el incidente del Fortaleza. Exasperado por la quema del buque aduanero Liberty ocurrida en Newport el verano anterior, el almirante Wallace, que mandaba la flota encargada de la vigilancia de aquellas costas, ordenó que se extremara el control de los barcos extranjeros, a raíz de lo cual el cañonero de Su Majestad Cygnet capturó tras corta persecución a la chalana Fortaleza, de Barcelona, España, al mando del capitán Manuel Arruda. La chalana había zarpado, según el diario de navegación, de El Cairo, Egipto, con destino a Providence. Cuidadosamente registrada en busca de material de contrabando, la chalana reveló el hecho asombroso de que su cargamento consistía exclusivamente en momias egipcias consignadas a nombre de «Marinero A. B. C.», quien debía acudir a recoger la mercancía a la altura de Nanquit Point y cuya identidad el capitán Arruda se negó a revelar. El vicealmirante Court, de Newport, no sabiendo qué hacer ante la naturaleza de aquel cargamento, que, si bien no podía ser calificado de contrabando, tampoco se atenía, por el secreto con que era transportado, a las normas legales, dejó a la chalana en libertad prohibiéndola atracar en las aguas de Rhode Island. Más tarde circuló el rumor de que había sido vista a la altura de Boston, aunque nunca llegó a entrar en aquel puerto.
El extraño incidente fue muy comentado en Providence y pocos fueron los que dudaron que existiera alguna relación entre el extraño cargamento de momias y el siniestro Joseph Curwen. Nadie que supiera de sus exóticos estudios y extrañas importaciones de productos químicos, a más de la afición que sentía por los cementerios, necesitó mucha imaginación para conectar su nombre con un cargamento que no podía ir destinado a ningún otro habitante de Providence.
Probablemente apercibido de aquella lógica sospecha, Curwen procuró dejar caer en varias ocasiones ciertas observaciones acerca del valor químico de los bálsamos contenidos en las momias pensando, quizá, revestir así al asunto de cierta normalidad, pero sin admitir jamás que tuviera participación alguna en él. Weeden y Smith no tuvieron por su parte ninguna duda acerca del significado del incidente y continuaron elaborando las más descabelladas teorías respecto a Curwen y sus
monstruosos trabajos.
Durante la primavera siguiente, al igual que había sucedido el año anterior, llovió mucho, y con tal motivo los dos jóvenes sometieron a estrecha vigilancia la orilla del río situada a espaldas de la granja de Curwen. Las aguas arrastraron gran cantidad de tierra y dejaron al descubierto cierto número de huesos, pero no quedó a la vista ningún camino subterráneo. Sin embargo, algo se rumoreó por aquel entonces en la aldea de Pawtuxet, situada a una milla de distancia y junto a la cual el río se despeña sobre una serie de desniveles rocosos formando pequeñas cascadas. Allí donde dispersos caserones antiguos trepan por la colina desde el rústico puente y las lanchas pesqueras se mecen ancladas a los soñolientos muelles, se habló de cosas misteriosas que arrastraban las aguas y que permanecían flotando unos segundos antes de precipitarse, corriente abajo, entre la espuma de las cascadas. Cierto que el Pawtuxet es un río muy largo que pasa a través de regiones habitadas en las que abundan los cementerios, y cierto que las lluvias primaverales habían sido muy intensas, pero a los pescadores de los alrededores del puente no les gustó la horrible mirada que les dirigió uno de aquellos objetos ni el modo en que gritaron otros que habían perdido toda semejanza con las cosas que habitualmente gritan. Weeden estaba ausente por entonces, pero los rumores llegaron a oídos de Smith, que se apresuró a dirigirse a la orilla del río, donde halló evidentes vestigios de amplias excavaciones. No había quedado al descubierto, sin embargo, la entrada a ningún túnel, sino muy al contrario, una pared sólida mezcla de tierra y ramas recogidas más arriba. Smith empezó a cavar en algunos lugares, pero se dio por vencido al ver que sus intentos eran vanos, o, quizá, al temer que pudieran dejar de serlo. Habría sido interesante ver lo que habría hecho el obstinado y vengativo Weeden de haberse encontrado allí en esos momentos.


3

En el otoño de 1770, Weeden decidió que había llegado el momento de hablar a otros de sus descubrimientos, ya que poseía un gran número de datos, y disponía de un testigo ocular para desvirtuar la posible acusación de que los celos y el afán de venganza le habían hecho imaginar cosas que no existían. Como primer confidente escogió al capitán James Mathewson, del Enterprise, que por una parte le conocía lo suficiente para no dudar de su veracidad, y, por otra, tenía la suficiente influencia en la ciudad para hacerse escuchar a su vez con respeto. La conversación tuvo lugar cerca del puerto, en una habitación de la parte alta de la Taberna de Sabin, y en presencia de Smith, que podía corroborar cada una de las afirmaciones de Weeden. El capitán Mathewson quedó sumamente impresionado. Como casi todo el mundo en la ciudad, albergaba sus sospechas acerca del siniestro Joseph Curwen, de modo que aquella confirmación y ampliación de datos le bastó para convencerse totalmente.
Al final de la conferencia estaba muy serio y requirió a los dos jóvenes para que guardaran absoluto silencio. Dijo que él se encargaría de transmitir separadamente la información a los ciudadanos más cultos e influyentes de Providence, de recabar su opinión, y de seguir el consejo que pudieran ofrecerle. En cualquier caso, era esencial la mayor discreción, ya que el asunto no podía ser confiado a las autoridades de la ciudad y convenía que no llegara a oídos de la excitable multitud para evitar que se repitiera aquel espantoso pánico de Salem, ocurrido hacía menos de un siglo y que había provocado la huida de Curwen de aquella ciudad.
Las personas más indicadas para conocer el caso eran, en su opinión, el doctor Benjamin West, cuyo estudio sobre el último tránsito de Venus demostraba que era un auténtico erudito así como un agudo pensador; el reverendo James Manning, rector de la universidad, que había llegado hacía poco de Warren y se hospedaba provisionalmente en la nueva escuela de King Street en espera de que terminaran su propia vivienda en la colina que se elevaba sobre la Presbyterian Lane; el exgobernador Stephen Hopkins, que había sido miembro de la Sociedad Filosófica de Newport y era hombre de amplias miras; John Carter, editor de la Gazette; los cuatro hermanos Brown, John, Joseph, Nicholas y Moses, magnates de la localidad; el anciano doctor Jabez Bowen, cuya erudición era considerable y tenía información de primera mano acerca de las extrañas adquisiciones de Curwen; y el capitán Abraham Whipple, un hombre de fenomenal energía con el cual podía contarse si había que tomar alguna medida «activa». Aquellos hombres, si todo iba bien, podían reunirse finalmente para llevar a cabo una deliberación colectiva y en ellos recaería la responsabilidad de decidir si había que informar o no al gobernador de la Colonia, Joseph Wanton, residente en Newport, antes de adoptar ninguna medida.
La misión del capitán Mathewson tuvo más éxito del que esperaban, ya que, si bien un par de aquellos confidentes se mostró algo escéptico en lo concerniente al posible aspecto fantástico del relato de Weeden, todos coincidieron en la necesidad de adoptar medidas secretas y coordinadas. Era evidente que Curwen constituía una amenaza en potencia para el bienestar de la ciudad y de la Colonia, amenaza que había que eliminar a cualquier precio. A finales de diciembre de 1770, un grupo de eminentes ciudadanos se reunieron en casa de Stephen Hopkins y discutieron las medidas que podían adoptarse. Se leyeron con todo cuidado las notas que Weeden había entregado al Capitán Mathewson y tanto Weeden como Smith fueron llamados a presencia de la asamblea para que las confirmaran y añadieran algunos detalles. Algo parecido al miedo se apoderó de todos los allí presentes antes de que terminara la conferencia, pero a él se sobrepuso una implacable decisión que el Capitán Whipple se encargó de expresar verbalmente con su pintoresco léxico. No informarían al gobernador, porque era evidente la necesidad de una acción extraoficial. Si Curwen poseía efectivamente poderes ocultos, no podía invitársele por las buenas a que abandonara la ciudad, pues tal invitación podía acarrear terribles represalias. Por otra parte y en el mejor de los casos, la expulsión del siniestro individuo solo significaría el traslado a otro lugar de la amenaza que representaba. La ley era por entonces letra muerta, y aquellos hombres que durante tantos años habían burlado a las fuerzas reales no eran de los que se amilanaban fácilmente cuando el deber requería su intervención en cuestiones más difíciles y delicadas. Decidieron que lo mejor sería que una cuadrilla de soldados avezados sorprendiera a Curwen en su granja de Pawtuxet y le dieran ocasión para que se explicara. Si quedaba demostrado que era un loco que se divertía imitando voces distintas, le encerrarían en un manicomio. Si se descubría algo más grave y los secretos soterrados resultaban ser realidad, le matarían a él y a todos los que le rodeaban. El asunto debía llevarse con la mayor discreción y en caso de que Curwen muriera no se informaría de lo sucedido ni a la viuda ni al padre de ésta.
Mientras se discutían aquellas graves medidas, ocurrió en la ciudad un incidente tan terrible e inexplicable que durante algún tiempo no se habló de otra cosa en varias millas a la redonda. Una noche del mes de enero resonaron por los alrededores nevados del río, colina arriba, una serie de gritos que atrajeron multitud de cabezas somnolientas a todas las ventanas. Los que vivían en las inmediaciones de Weybosset Point vieron entonces una forma blanca que se lanzaba frenéticamente al agua en el claro que se abre delante de la Cabeza del Turco. Unos perros aullaron a lo lejos, pero sus aullidos se apagaron en cuanto se hizo audible el clamor de la ciudad despierta. Grupos de hombres con linternas y mosquetones salieron para ver que había ocurrido, pero su búsqueda resultó infructuosa. Sin embargo, a la mañana siguiente, un cuerpo gigantesco y musculoso fue hallado, completamente desnudo, en las inmediaciones de los muelles meridionales del Puente Grande, entre los hielos acumulados junto a la destilería de Abbott. La identidad del cadáver se convirtió en tema de interminables especulaciones y habladurías. Los más viejos intercambiaban furtivos murmullos de asombro y de temor, ya que aquel rostro rígido, con los ojos desorbitados por el terror, despertaba en ellos un recuerdo: el de un hombre muerto hacía ya más de cincuenta años.
Ezra Weeden presenció el hallazgo y, recordando los ladridos de la noche anterior, se adentró por Weybosset Street y por el puente de Muddy Dock, en dirección al lugar de donde procedía el sonido. Cuando llegó al límite del barrio habitado, al lugar donde se iniciaba la carretera de Pawtuxet, no le sorprendió hallar huellas muy extrañas en la nieve. El gigante desnudo había sido perseguido por perros y por muchos hombres que calzaban pesadas botas, y el rastro de los canes y sus dueños podía seguirse fácilmente. Habían interrumpido la persecución temiendo acercarse demasiado a la ciudad. Weeden sonrió torvamente y decidió seguir las huellas hasta sus orígenes. Partían, como había supuesto, de la granja de Joseph Curwen, y habría seguido su investigación de no haber visto tantos rastros de pisadas en la nieve. Dadas las circunstancias, no se atrevió a mostrarse demasiado interesado a plena luz del día. El doctor Bowen, a quien Weeden informó inmediatamente de su descubrimiento, llevó a cabo la autopsia del extraño cadáver y descubrió unas peculiaridades que le desconcertaron profundamente. El tubo digestivo no parecía haber sido utilizado nunca, en tanto que la piel mostraba una tosquedad y una falta de trabazón que el galeno no supo a qué atribuir. Impresionado por lo que los ancianos susurraban acerca del parecido de aquel cadáver con el herrero Daniel Green, fallecido hacía ya diez lustros, y cuyo nieto, Aaron Moppin, era sobrecargo al servicio de Curwen, Weeden procuró averiguar dónde habían enterrado a Green. Aquella noche, un grupo de diez hombres visitó el antiguo Cementerio del Norte y excavó la fosa. Tal como Weeden había supuesto, la encontraron vacía.
Mientras tanto, se había dado aviso a los portadores del correo para que interceptaran la correspondencia del misterioso personaje, y poco después del hallazgo de aquel cuerpo desnudo, fue a parar a manos de la junta de ciudadanos interesados en el caso una carta escrita por un tal Jedediah Orne, vecino de Salem, que les dio mucho que pensar. Charles Ward encontró un fragmento de dicha misiva reproducida en el archivo privado de cierta familia. Decía lo siguiente:

«Satisfáceme en extremo que continúe su merced el estudio de las Viejas Materias a su modo y manera, y mucho dudo que el señor Hutchinson de Salem obtuviera mejores resultados. Ciertamente fue muy grande el espanto que provocó en él la Forma que evocara, a partir de aquello de lo que pudo conseguir sólo una parte. No tuvo los efectos deseados lo que su merced nos envió, ya fuera porque faltaba algo, o porque las palabras no eran las justas y adecuadas, bien porque me equivocara yo al decirlas, bien porque se confundiera su merced al copiarlas. Tal cual estoy, solo, no hallo qué hacer. Carezco de los conocimientos de química necesarios para seguir a Borellus y no acierto a descifrar el Libro VII del Necronomicon que me recomendó. Quiero encomendarle que observe en todo momento lo que su merced nos encareció, a saber, que ejercite gran cautela respecto a quién evoca y tenga siempre presente lo que el señor Mather escribió en sus acotaciones al... en que representa verazmente tan terrible cosa. Encarézcole no llame a su presencia a nadie que no pueda dominar, es decir, a nadie que pueda conjurar a su vez algún poder contra el cual resulten ineficaces sus más poderosos recursos. Es menester que llame a las Potencias Menores no sea que las Mayores no quieran responderle o le excedan en poder. Me espanta saber que conoce su merced cuál es el contenido de la Caja de Ebano de Ben Zarisnatnik, porque de la noticia deduzco quién le reveló el secreto. Ruégole otra vez que se dirija a mí utilizando el nombre de Jedediah y no el de Simon. Peligrosa es esta ciudad para el hombre que quiere sobrevivir y ya tiene conocimiento su merced de mi plan por medio del cual volví al mundo bajo la forma de mi hijo. Ardo en deseos de que me comunique lo que Sylvanus Codicus reveló al Hombre Negro en su cripta, bajo el muro romano, y le agradeceré me envíe el manuscrito de que me habla.»

Otra misiva, ésta procedente de Filadelfia y carente de firma, provocó igual preocupación, especialmente el siguiente pasaje:

«Tal como me encarece su merced, le enviaré las cuentas sólo por medio de sus naves, aunque nunca sé con certeza cuándo esperar su llegada. Del asunto de que hablamos necesito únicamente una cosa más, pero quiero estar seguro de haber entendido exactamente todas sus recomendaciones. Díceme que para conseguir el efecto deseado no debe faltar parte alguna, pero bien sabe su merced cuán difícil es proveerse de todo lo necesario. Juzgo tan trabajoso como peligroso sustraer la Caja entera, y en las iglesias de la villa (ya sea la de San Pedro, la de San Pablo, la de Santa María o la del Santo Cristo), es de todo punto imposible llevarlo a cabo, pero sé bien que lo que lograra evocar el octubre pasado tenía muchas imperfecciones y que hubo de utilizar innumerables especímenes hasta dar en 1766 con la Forma adecuada. Por todo ello reitero que me dejaré guiar en todo momento por las instrucciones que tenga a bien darme su merced. Espero impaciente la llegada de su bergantín y pregunto todos los días en el muelle del señor Biddle.»

Una tercera carta, igualmente sospechosa, estaba escrita en idioma extranjero y con alfabeto desconocido. En el diario que luego hallara Charles Ward, Smith había reproducido torpemente una determinada combinación de caracteres que vio repetida en ella varias veces. Los especialistas de la Universidad de Brown determinaron que tales caracteres correspondían al alfabeto amhárico o abisinio, pero no lograron identificar la palabra en cuestión. Ninguna de las tres cartas llegó jamás a manos de Curwen, aunque el hecho de que Jedediah Orne desapareciera al poco tiempo de Salem, demuestra que los conjurados de Providence habían tomado ciertas medidas con toda discreción. La Sociedad Histórica de Pensilvania posee también una curiosa carta escrita por un tal doctor Shippen en que se menciona la llegada a Filadelfia por aquel entonces de un extraño personaje. Pero, mientras, algo más importante se tramaba. Los principales frutos de los descubrimientos de Weeden resultaron de las reuniones secretas de marineros y mercenarios juramentados que tenían lugar durante la noche en los almacenes de Brown. Lenta, pero seguramente, se iba elaborando un plan de campaña destinado a eliminar, sin dejar rastro, los siniestros misterios de Joseph Curwen.
A pesar de todas las precauciones adoptadas para que no reparara en la vigilancia de que era objeto, el siniestro personaje debió observar que algo anormal ocurría, ya que a partir de entonces pareció siempre muy preocupado. Su calesa era vista a todas horas en la ciudad y en la carretera de Pawtuxet, y poco a poco fue abandonando el aire de forzada amabilidad con que últimamente había tratado de combatir los prejuicios de la ciudad.
Los vecinos más próximos a su granja, los Fenner, vieron una noche un gran chorro de luz que brotaba de alguna abertura del techo de aquel edificio de piedra que tenía troneras en vez de ventanas, acontecimiento que comunicaron rápidamente a John Brown. Se había convertido éste en jefe del grupo decidido a terminar con Curwen, y con tal fin había informado a los Fenner de sus propósitos, lo cual consideró necesario debido a que los granjeros habían de ser testigos forzosamente del ataque final. Justificó el asalto diciendo que Curwen era un espía de los oficiales de aduanas de Newport, en contra de los cuales se alzaba en aquellos días todo fletador, comerciante o granjero de Providence, abierta o clandestinamente. Si los vecinos de Curwen creyeron o no el embuste, es cosa que no se sabe con certeza, pero lo cierto es que se mostraron más que dispuestos a relacionar cualquier manifestación del mal con un hombre que tan extrañas costumbres demostraba. El señor Brown les había encargado que vigilaran la granja de Curwen y, en consecuencia, le informaban puntualmente de todo incidente que tuviera lugar en la propiedad en cuestión.


4

La probabilidad de que Curwen estuviera en guardia y proyectara algo anormal, como sugería aquel chorro de luz, precipitó finalmente la acción tan cuidadosamente planeada por el grupo de ciudadanos. Según el diario de Smith, casi un centenar de hombres se reunieron a las diez de la noche del 12 de abril de 1771 en la gran sala de la Taberna Thurston, al otro lado del puente de Weybosset Point. Entre los cabecillas, además de John Brown, figuraban el doctor Bowen, con su maletín de instrumental quirúrgico; el presidente Manning sin su peluca (que se tenía por la mayor en las Colonias); el gobernador Hopkins, envuelto en su capa negra y acompañado de su hermano Eseh, al cual había iniciado en el último momento con el consentimiento de sus compañeros; John Carter; el capitán Mathewson y el capitán Whipple, encargado de dirigir la expedición. Los jefes conferenciaron aparte en una habitación trasera, después de lo cual el capitán Whipple se presentó en la sala y dio a los hombres allí reunidos las últimas instrucciones. Eleazar Smith se encontraba con los jefes de la expedición esperando la llegada de Ezra Weeden, que había sido encargado de no perder de vista a Curwen y de informar de la marcha de su calesa hacia la granja.
Alrededor de las diez y media se oyó el ruido de unas ruedas que pasaban sobre el Puente Grande y no hubo necesidad de esperar a Weeden para saber que Curwen había salido en dirección a la siniestra granja. Poco después, mientras la calesa se alejaba en dirección al puente de Muddy Dock, apareció Weeden. Los hombres se alinearon silenciosamente en la calle empuñando los fusiles de chispa, las escopetas y los arpones balleneros que llevaban consigo. Weeden y Smith formaban parte del grupo, y, de los ciudadanos deliberantes, se encontraban allí dispuestos al servicio activo el capitán Whipple, en calidad de jefe de la expedición, el capitán Eseh Hopkins, John Carter, el presidente Manning, el capitán Mathewson y el doctor Bowen, junto con Moses Brown, que había llegado a las once y estuvo ausente, por lo tanto, de la sesión preliminar en la taberna. El grupo emprendió la marcha sin dilación, encaminándose hacia la carretera de Pawtuxet. Poco más allá de la iglesia de Elder Snow, algunos de los hombres se volvieron a mirar la ciudad dormida bajo las estrellas primaverales. Torres y chapiteles elevaban sus formas oscuras mientras que del norte llegaba una suave brisa con regusto a sal. La estrella Vega se elevaba al otro lado del agua, sobre la alta colina coronada de una arboleda interrumpida sólo por los tejados del edificio de la universidad, aún en construcción. Al pie de la colina y en torno a las callejuelas que descendían ladera abajo, dormía la ciudad, la vieja Providence, por cuyo bien y seguridad estaban a punto de aplastar blasfemia tan colosal.
Una hora y cuarto después los expedicionarios llegaban, tal como estaba previsto, a la granja de los Fenner, donde oyeron el informe final acerca de las actividades de Curwen. Había llegado a la granja media hora antes e inmediatamente después había surgido una extraña luz a través del techo del edificio de piedra, aunque las troneras que hacían las veces de ventanas seguían tan oscuras como solían estarlo últimamente. Mientras los recién llegados escuchaban esta noticia se vio otro resplandor elevarse en dirección al sur, con lo cual los expedicionarios supieron sin la menor duda que habían llegado a un escenario donde iban a presenciar maravillas asombrosas y sobrenaturales. El capitán Whipple ordenó que sus fuerzas se dividieran en tres grupos: uno de veinte hombres al mando de Eleazar Smith, que hasta que su presencia fuera necesaria en la granja habría de apostarse en el embarcadero e impedir la intervención de posibles refuerzos enviados por Curwen; un segundo grupo de otros tantos hombres dirigidos por el capitán Eseh Hopkins que se encargaría de penetrar por el valle del río situado a espaldas de la granja y de derribar con hachas, o pólvora en caso necesario, la puerta de roble descubierta por Weeden; y un tercer grupo que atacaría de frente la granja y el edificio contiguo. De este último grupo, una tercera parte, al mando del capitán Mathewson, iría directamente al edificio de piedra, otra tercera parte seguiría al capitán Whipple hasta el edificio principal de la granja, y el resto formaría un círculo alrededor de los dos edificios para acudir al oír una señal de emergencia adonde su presencia se hiciera más necesaria.
El grupo que había de penetrar por el valle derribaría la puerta al oír una única señal de silbato y capturaría todo aquello que surgiera de las regiones inferiores. Al oír dos veces seguidas el sonido del silbato, avanzaría por el pasadizo para enfrentarse al enemigo o unirse al resto del contingente. El grupo encargado de atacar el edificio de piedra interpretaría los sonidos del silbato de manera análoga; al oír el primero derribarían la puerta, y al oír los segundos examinarían cualquier pasadizo o subterráneo que pudieran encontrar y ayudarían a sus compañeros en el combate que suponían habría de tener lugar en esas cavernas. Una tercera señal constituiría la llamada de emergencia al grupo de reserva; sus veinte hombres se dividirían en dos equipos que se internarían respectivamente por la puerta de roble y en el edificio de piedra. La certeza del capitán Whipple acerca de existencia de catacumbas en la propiedad era tan absoluta, que no dudó ni por un momento en tenerla en cuenta al elaborar sus planes. Llevaba con él un silbato de sonido muy agudo para que nadie confundiera las señales. El grupo apostado junto al embarcadero naturalmente no podría oírlo. De requerirse su ayuda, se haría necesario el envío de un mensajero. Moses Brown y John Carter fueron con el capitán Hopkins a la orilla del río mientras que el presidente Manning acompañaba al capitán Mathewson y al grupo destinado a asaltar el edificio de piedra. El doctor Bowen y Ezra Weeden se unieron al destacamento de Whipple que tenía a su cargo el ataque al edificio central de la granja. La operación comenzaría tan pronto como un mensajero del capitán Hopkins hubiera notificado al capitán Whipple que el grupo del río estaba en su puesto. Whipple haría sonar entonces el silbato y los grupos atacarían simultáneamente los tres puntos convenidos. Poco antes de la una de la madrugada, los tres destacamentos salieron de la granja de Fenner, uno en dirección al embarcadero, otro en dirección a la puerta de la colina, y el tercero, tras subdividirse, en dirección a los edificios de la granja de Curwen.
Eleazar Smith, que acompañaba al grupo que se dirigía al embarcadero, registra en su diario una marcha silenciosa y una larga espera en el arrecife que se yergue sobre la bahía. Luego se oyó la señal de ataque, seguida de una explosión de aullidos y de gritos. Un hombre creyó oír algunos disparos, y el propio Smith captó acentos de una voz atronadora que resonaba en el aire. Poco antes del amanecer, un aterrorizado mensajero con los ojos desorbitados y las ropas impregnadas de un hedor espantoso y desconocido se presentó ante el grupo y dijo a los hombres que regresaran silenciosamente a sus hogares y no volvieran a pensar jamás en lo que había sucedido aquella noche ni en la persona de Joseph Curwen. El aspecto del mensajero produjo en aquellos seres una impresión que sus palabras no habrían podido causar por sí solas; a pesar de ser un marinero conocido por la mayoría de ellos, algo oscuro había perdido o ganado su alma, algo que le situaba en un mundo aparte. Y lo mismo ocurrió más tarde cuando encontraron a otros antiguos compañeros que se habían adentrado en las regiones del horror. La mayoría de ellos habían adquirido o perdido algo misterioso o indescriptible. Habían visto, oído o captado algo que no estaba destinado al entendimiento humano y no podían olvidarlo. Jamás hablaron entre ellos de lo sucedido, porque hasta para el más común de los instintos mortales existen fronteras insalvables. En cuanto al grupo del embarcadero, el espanto indecible que les transmitió aquel único mensajero selló también sus labios. Pocos son los rumores que de ellos proceden y el diario de Eleazar Smith es el único testimonio escrito que dejó todo aquel cuerpo de expedicionarios.
Charles Ward, sin embargo, descubrió otra vaga fuente de información en algunas cartas de los Fenner que encontró en New London, donde sabía que había vivido otra rama de la familia. Parece ser que los vecinos de Curwen, desde cuya casa era visible la granja condenada, habían presenciado la partida de las columnas expedicionarias y habían oído claramente los furiosos ladridos de los perros sucedidos por la explosión que precipitó el ataque. A aquella primera explosión habían seguido la elevación de un gran chorro de luz procedente del edificio de piedra, y, poco después, el resonar de disparos de mosquetón y de escopeta acompañados de unos horribles gritos que el autor de la carta, Luke
Fenner, había reproducido por escrito del siguiente modo: «Whaaaaarrr... Rwhaaarrr». Eran aquellos gritos, sin embargo, de una calidad que la simple escritura no podía reproducir, y el corresponsal mencionaba el hecho de que su madre se había desmayado al oírlos. Más tarde se repitieron con menos fuerza, mezclados esta vez con otros disparos y una sorda explosión que tuvo lugar al otro lado del río, Alrededor de una hora después todos los perros empezaron a ladrar espantosamente y la tierra pareció estremecerse hasta el punto de que los candelabros oscilaron sobre la repisa de la chimenea. Se percibió un intenso olor a azufre y, según el padre de Luke Fenner, fue entonces cuando se oyó la tercera señal, es decir, la de emergencia, aunque el resto de la familia no llegó a percibirla. Volvieron a sonar disparos sucedidos ahora por un grito menos agudo pero mucho más horrible de los que le habían precedido, una especie de tos gutural, de gorgoteo indescriptible que si se juzgó grito, fue más por su continuidad y por el impacto sicológico que causara, que por su valor acústico real.
Luego se vio una forma envuelta en llamas en los alrededores de la granja de Curwen y se oyeron gritos de hombres aterrorizados. Los mosquetones volvieron a disparar y la forma flamígera cayó al suelo. Apareció después una segunda forma envuelta en fuego, y se oyó claramente un débil grito humano. Fenner, según dice en su carta, pudo murmurar, entre el horror que sentía, unas cuantas palabras: «Señor Todopoderoso, protege a tu cordero». Siguieron más disparos y la segunda forma se desplomó. Se hizo entonces un silencio que duró casi tres cuartos de hora. Al cabo de este tiempo el pequeño Arthur Fenner, hermano de Luke, dijo ver «una niebla roja» que ascendía hacia las estrellas desde la granja maldita. Nadie más que el chiquillo fue testigo del hecho, pero Luke admitía que en aquel mismo instante se arquearon los lomos y se erizaron los cabellos de los tres gatos que se encontraban en la habitación.
Cinco minutos después sopló un viento helado y el aire se llenó de un hedor tan insoportable que sólo la fuerte brisa del mar pudo impedir que fuera captado por el grupo apostado junto al embarcadero o por cualquier ser humano despierto en la aldea de Pawtuxet. El hedor no se parecía a ninguno de los que Fenner hubiera conocido basta entonces y producía una especie de miedo amorfo, penetrante, mucho más intenso que el que puede causar una tumba o un osario. Casi inmediatamente resonó aquella espantosa voz que ninguno de los que la oyeron pudieron olvidar jamás. Atronó el aire e hizo rechinar los cristales de las ventanas mientras sus ecos se apagaban. Era profunda y musical, poderosa como un órgano, pero maldita como los libros prohibidos de los árabes. Ningún hombre pudo interpretar lo que dijo porque habló en un idioma desconocido, pero Luke Fenner trató de reproducirlo así: «DESMES... JESHET... BONEDOSEFEDUVEMA... ENTTEMOSS». Hasta el año 1919 nadie relacionó aquella burda transcripción con ninguna fórmula conocida, pero Ward palideció al reconocer en ella lo que Mirándola había denunciado, con un estremecimiento, como la más terrorífica de las invocaciones de la magia negra.
Un coro de gritos inconfundiblemente humanos pareció responder a aquella maligna invocación desde la granja de Curwen, después de lo cual el misterioso hedor se mezcló con otro igualmente insoportable. Un aullido distinto del griterío anterior se dejo oír entonces, subiendo y bajando de tono en indescriptibles paroxismos. A veces se hacía casi articulado, aunque ninguno de los que lo oían pudieron captar ni una sola palabra conocida, y en un momento determinado pareció acercarse a los límites de una risa histérica y diabólica. Luego, un alarido aterrorizado y demente surgió de numerosas gargantas humanas, un alarido que se oyó fuerte y claro a pesar de que evidentemente surgía de enormes profundidades. A continuación, la oscuridad y el silencio lo envolvieron todo. Unas espirales de humo acre ascendieron hasta las estrellas aunque no se vio rastros de fuego, ni se observó al día siguiente que ningún edificio hubiera desaparecido o resultado dañado en su estructura.
Hacia el amanecer, dos asustados mensajeros con las ropas impregnadas de un hedor monstruoso e inclasificable, llamaron a la puerta de los Fenner y pidieron un barrilillo de ron que pagaron a muy buen precio, por cierto. Uno de ellos le dijo a la familia que el caso de Joseph Curwen estaba resuelto y que los acontecimientos de aquella noche no volverían a mencionarse nunca. En definitiva, el único testimonio que queda de lo que se vio y oyó en aquella noche son las furtivas cartas de Luke Fenner, quien por cierto, daba en ellas instrucciones a su pariente para que las destruyera no bien las hubiera leído. El hecho de que éste no obedeciera su orden impidió que el asunto cayera en un total y misericordioso olvido. Tras interrogar detenidamente a los habitantes de Pawtuxet guiado del deseo de descubrir tradiciones ancestrales, Charles Ward añadió un detalle más a lo que había averiguado por medio de estas cartas. Un anciano llamado Charles Slocum le confió que su abuelo le había hablado de un rumor que corrió por entonces por el pueblo y según el cual, una semana después de que se anunciara la muerte de Joseph Curwen, fue hallado en medio del campo un cadáver desfigurado por las llamas. Lo sorprendente de este rumor era que ese cuerpo, en la medida que podía deducirse del estado en que se hallaba, no era ni enteramente humano ni semejante a ningún animal de que vecino alguno de Pawtuxet tuviera la menor noticia.


5

Ninguno de los hombres que participaron en aquella terrible expedición volvió a decir jamás una sola palabra acerca de ella, y los vagos datos que se conocen hoy proceden de personas ajenas al grupo de conjurados. Hay algo estremecedor en el cuidado con que los expedicionarios destruyeron todo lo que aludía, de cerca o de lejos, al asunto.
Ocho marineros resultaron muertos, pero aunque los cuerpos no fueron entregados nunca a sus familiares, estos quedaron satisfechos con la explicación de que había tenido lugar un enfrentamiento con los aduaneros. La misma explicación justificó los numerosos casos de heridas, todas ellas atendidas y vendadas por el doctor Jabez Bowen, que había acompañado a la expedición. Más difícil de explicar resultó aquel hedor indecible adherido al cuerpo de todos los expedicionarios, cosa que se comentó durante semanas enteras. De los cabecillas de aquella partida, el capitán Whipple y Moses Brown resultaron gravemente heridos. Varias cartas escritas por sus esposas atestiguan el desconcierto que produjo en ellas la reticencia de sus maridos respecto a sus venda]es. Lo cierto es que todos los participantes recibieron una fuerte impresión. Por suerte eran hombres de acción y de convicciones religiosas simples y ortodoxas, pues de haber sido más introspectivos y dados a las complicaciones mentales, sin duda habrían caído enfermos. El más afectado fue el presidente Manning, pero incluso él llegó, según parece, a superar aquellos negros recuerdos a base de plegarias. Todos los jefes de aquella expedición intervinieron más tarde en hechos decisivos y es probablemente muy afortunado que así fuera. Poco más de un año después de aquel asalto, el capitán Whipple encabezó el grupo que incendió la nave aduanera Gaspee, hazaña que sin duda contribuyó a borrar el recuerdo de las terribles imágenes que pudieran sobrevivir en su memoria.
A la viuda de Joseph Curwen le fue entregado un ataúd sellado, de plomo y de raro diseño, que había sido hallado en la granja y que contenía, según dijeron, el cadáver de su marido. Le explicaron que había muerto en lucha con los aduaneros y que no convenía dar más detalles acerca del acontecimiento. Nadie se atrevió a hablar del fin de Joseph Curwen, y Charles Ward contó con un solo indicio para elaborar su teoría. Ese indicio era vago en extremo y consistía en un pasaje subrayado de aquella carta que Jedediah Orne había enviado a Curwen, carta que había sido confiscada y que Ezra Weeden había copiado en parte. Dicha copia se hallaba ahora en posesión de los descendientes de Smith y a nosotros nos toca decidir si Weeden se la entregó a su compañero después del ataque a la granja, como testimonio de la anormalidad de lo que había ocurrido, o si, como es más probable, Smith la tenía ya en su poder anteriormente y la había subrayado después de sonsacar a su amigo interrogándole sabiamente. El pasaje subrayado decía:

«Encarézcole no llame a su presencia a nadie que no pueda dominar, es decir, a nadie que pueda conjurar a su vez algún poder contra el cual resulten ineficaces sus más poderosos recursos.»

A la luz de este pasaje y pensando en los enemigos innombrables que un hombre acosado podía invocar en su ayuda, Charles Ward pudo muy bien preguntarse si fue en verdad algún ciudadano de Providence quien mató a Joseph Curwen.
La eliminación deliberada de todo lo que en los anales de Providence pudiera recordar al muerto, quedó grandemente facilitada por la influencia de los cabecillas de la expedición, si bien estos no se propusieron en un primer momento ser tan exhaustivos. Ocultaron a la viuda, al padre y a la hija de ésta, la verdad de lo ocurrido, pero el capitán Tillinghast era hombre astuto y no tardaron en llegar a sus oídos rumores que le llenaron de horror y le impulsaron a solicitar el cambio de nombre para su hija y para su nieta. Quemó además la biblioteca de su yerno y todos los documentos y borró la inscripción que figuraba en la lápida de su tumba. Conocía perfectamente al capitán Whipple y probablemente logró extraer de aquel rudo marino más información que ninguna otra persona acerca del misterioso fin del siniestro brujo.
A partir de entonces, se trató por todos los medios de borrar la memoria de Curwen, tarea que llegó a alcanzar, por común acuerdo, a los archivos oficiales de la ciudad y a los de la Gazette. Sólo puede compararse aquel afán, en espíritu, al baldón que recayó sobre el nombre de Oscar Wilde durante la década siguiente a su desgracia, y, en extensión, a la suerte de aquel pecador Rey de Runagur del cuento de Lord Dunsany, al cual los dioses condenaron no solamente a dejar de ser sino también a dejar de haber sido.
La señora Tillinghast, nombre con que se conoció a la viuda a partir de 1772, vendió la casa de Olney Court y vivió con su padre en Powers Lane hasta su fallecimiento, ocurrido en 1817. La granja de Pawtuxet, rehuida por todos, permaneció solitaria a lo largo de los años y empezó a desmoronarse con increíble rapidez. En 1780 sólo quedaban en pie las paredes de piedra y de mampostería, y en 1800 el lugar era un montón de ruinas. Nadie osaba traspasar la barrera de arbustos que se alzaba en la ladera donde se había descubierto la puerta de roble, ni nadie trató en mucho tiempo de hacerse una idea definitiva del escenario que vio a Joseph Curwen partir de los horrores que él mismo había provocado.
Sólo se oyó en cierta ocasión al capitán Whipple murmurar para su capote: «¡Maldito sea ese...! No tenía derecho a reír mientras gritaba. Era como si el muy... tuviera algún secreto. No quemé su... casa por un pelo.»

Una búsqueda y una invocación


1

Charles Ward, como hemos visto, averiguó en 1918 que descendía de Joseph Curwen. No es de extrañar que inmediatamente brotara en él un profundo interés por todo lo relacionado con ese misterio, ya que los vagos rumores que había oído acerca de aquel personaje habían adquirido para él una importancia vital desde el momento en que supo que por las venas de ambos corría la misma sangre. Ningún genealogista que se preciara podía por menos de iniciar una búsqueda ávida y sistemática de todo lo relativo a Curwen.
En sus primeras investigaciones no manifestó la menor tentativa de guardar el secreto, de modo que incluso el doctor Lyman vacila en fechar los comienzos de la locura del joven en un período anterior a 1919. Hablaba libremente con su familia -aunque a su madre no le complacía demasiado tener un antepasado como Curwen- y con los funcionarios de los diversos museos y bibliotecas que frecuentaba. Al acudir a los particulares en demanda de datos o documentos, no ocultaba el objeto de sus pesquisas y compartía el divertido escepticismo con que eran considerados los relatos de los autores de diarios y cartas. Pero sí solía expresar una seria curiosidad por lo que realmente había ocurrido hacía siglo y medio en la granja de Pawtuxet, cuyo emplazamiento trató inútilmente de localizar, y por averiguar qué clase de individuo había sido Joseph Curwen.
Cuando dio con el diario y los archivos de Smith y encontró la carta de Jedediah Orne, decidió visitar Salem e investigar cuáles habían sido las actividades desarrolladas allí por Curwen, cosa que llevó a cabo durante las vacaciones de Pascua de 1919. En el Instituto Essex, que conocía de anteriores estancias en la antigua ciudad puritana de chapiteles ruinosos y tejados arracimados, fue recibido muy amablemente. Allí tuvo ocasión de descubrir una gran cantidad de datos acerca de su antepasado. Descubrió que había nacido el 18 de febrero de 1662 en Salem-Village, pueblo que actualmente lleva el nombre de Danvers y que está situado a unas siete millas de la ciudad, y que se había embarcado a la edad de quince años para regresar con el habla, el vestir y los modales de un inglés en 1686, fecha en que se estableció en Salem. En aquella época apenas se relacionaba con su familia y pasaba la mayor parte del tiempo enfrascado en la lectura de libros que había traído de Europa y experimentando con extraños productos químicos que le llegaban en barcos procedentes de Inglaterra, Francia y Holanda. Ciertos viajes suyos por la región fueron objeto de muchos comentarios y se asociaban con vagos rumores que hablaban de fogatas que ardían por la noche en las colinas.
Los únicos amigos íntimos de Curwen habían sido un tal Edward Hutchinson, de Salem-Village, y un tal Simon Orne, de Salem. Se les veía a menudo conferenciando por los alrededores del parque y las visitas entre ellos no eran menos frecuentes. Hutchinson poseía una casa en las cercanías del bosque y se decía que por la noche se oían en ella ruidos muy extraños. Se comentaba también que recibía muchos visitantes de apariencia rara en extremo y que las luces de sus ventanas no eran siempre del mismo color. Los conocimientos que revelaba acerca de personas que habían muerto hacía mucho tiempo y de acontecimientos pretéritos, se consideraban claramente sospechosos. Hutchinson desapareció en la época del gran pánico de Salem y nunca volvió a saberse de él. También Joseph Curwen se marchó en esa misma época, pero al poco se supo que se había establecido en Providence. Simon Orne vivió en Salem hasta 1720, cuando empezó a llamar la atención el hecho de que no envejeciera. En aquella fecha desapareció, pero treinta años después se presentó un hijo suyo a reclamar sus propiedades. La reclamación prosperó debido a que los documentos, de puño y letra de Simon Orne, no dejaban lugar a dudas respecto a su autenticidad. Jedediah Orne vivió en Salem hasta 1771, cuando ciertas cartas de un grupo de ciudadanos de Providence destinadas al Reverendo Thomas Barnard y a otros hombres de influencia provocaron su salida de la ciudad con rumbo desconocido.
En el Instituto Essex, el Ayuntamiento y la Oficina del Registro de la Propiedad había ciertos documentos relativos a estos extraños sucesos, algunos de ellos tan inofensivos como pueden ser un título de propiedad o una factura de venta, y otros de naturaleza más misteriosa. En los archivos en que se guardaba toda la documentación relativa a los procesos por brujería, había cuatro o cinco alusiones inconfundibles. Por ejemplo, el testimonio que prestó un tal Hepzibah Lawson el día 10 de julio de 1692 ante el Tribunal de Oyer y Terminen presidido por el Juez Hawthorne y según el cual «cuarenta brujas y el Hombre Negro se reunieron en los bosques situados detrás de la casa del señor Hutchinson». Un hombre llamado Amity How declaró por su parte en la sesión del 8 de agosto ante el juez Gedney que «El señor G. B. (George Burroughs) fue marcado por el diablo la misma noche que lo fueron Bridget S., Jonathan A., Simon O., Deliverance W., Joseph C., Susan P., Mehitable C., y Deborah B.». Existía también un catálogo de la biblioteca de Hutchinson tal como se había encontrado ésta después de la desaparición de su dueño, y un manuscrito sin terminar, escrito por el propio Hutchinson en una clave que nadie pudo descifrar. Ward hizo sacar una copia del manuscrito y empezó a trabajar en la clave. A partir del mes de agosto su tarea fue cada vez más intensa y febril, y, a juzgar por su conducta y sus palabras, puede suponerse que logró descifrarla en octubre o noviembre de aquel mismo año. Sin embargo, Ward no dijo nunca nada concreto al respecto.
Pero el material de mayor y más inmediato interés era el relativo a Orne. Ward no tuvo gran dificultad en demostrar por medio de la caligrafía una cosa que ya había dado por supuesta después de leer la carta dirigida a Curwen, es decir, que Simon Orne y su pretendido hijo eran la misma persona. Tal como le decía Orne a su amigo en la misiva, consideraba peligroso seguir viviendo en Salem, y, en consecuencia, decidió pasar treinta años en el extranjero y volver a reclamar sus propiedades como representante de una nueva generación de la familia. Orne se había tomado el trabajo de destruir la mayor parte de su correspondencia, pero los ciudadanos que decidieron pasar a la acción en 1771 encontraron y conservaron unas cuantas cartas y documentos que despertaron su curiosidad. Eran fórmulas crípticas y diagramas escritos por diferente mano, fórmulas y diagramas que Ward hizo copiar o fotografiar cuidadosamente. Halló también una carta sumamente misteriosa que reconoció inmediatamente como de puño y letra de Joseph Curwen.
Esta carta de Curwen, aunque sin constancia del año en que fue escrita, no podía ser evidentemente la que dio lugar a la respuesta de Orne que había ido a caer en manos de Ezra Weeden. Tras estudiarla cuidadosamente, Ward la fechó alrededor de 1750. No estará de más reproducir aquí el texto completo como muestra del estilo de un hombre de tan terrible y misteriosa historia. El destinatario era un tal «Simon», pero el nombre aparece siempre tachado (Ward no podía decir si por obra de su antepasado o del mismo Orne).


Providence, 1 mayo
Hermano:

A mi honorable y viejo amigo y con el debido respeto hacia Aquel que servimos para su eterno Poder. Diríjome a su merced para informarle de lo que debe saber en lo tocante al Ultimo Extremo y qué hacer llegado el momento. No está en mi ánimo abandonar esta ciudad ya que Providence no juzga con la dureza de otras partes las materias que se salen de lo común. Encuéntrome atado por naves y mercancías y no puedo obrar por ello como hizo su merced, a más de lo que mi granja de Pawtuxet esconde en sus entrañas y que no esperaría mi vuelta bajo la forma de Otro.
Pero estoy igualmente prevenido para el día en que la suerte me abandone y heme afanado largo tiempo por hallar la manera de regresar luego del Trance. Topéme anoche con las palabras que traen la presencia de YOGGESOTHOTHE y vi por primera vez aquel rostro de que habla Ibn Schacabac en el... Y dijo que el Salmo III del Liber Damnatus encierra la Clave. Con el Sol en la V Casa y Saturno en la III es menester dibujar el Pentágono de fuego y recitar tres veces el Versículo Noveno. Y de las semillas de lo Viejo nacerá lo Nuevo que mirará hacia atrás sin saber qué buscar.
Nada de esto ocurrirá si no tengo Heredero y si las Sales o el método para fabricarlas no están dispuestos para él. Y llegado a este punto, confieso a su merced no haber dado todos los pasos necesarios ni hallado lo suficiente. Prolóngase el proceso de fabricación y hácese de día en día más difícil reunir y almacenar los especímenes necesarios para ello, a pesar de lo mucho que me hago traer de las Indias. Muestran curiosidad mis vecinos, aunque hasta el momento he conseguido contenerla. Son en esto los caballeros peores que los plebeyos por ser aquéllos más sosegados en sus juicios y más dignos de crédito. Mucho me temo que hayan hablado ya Parson y Merritt, empero hasta el momento me considero a salvo. Las sustancias químicas necesarias son fáciles de obtener por haber en la ciudad dos buenas boticas, la del doctor Bowen y la de Sam Carew. Guíome siempre por lo que aconseja Borellus y recurro con frecuencia al Libro VII de Abdul Al-Hazred. Lo que descubra se lo comunicaré a su merced. Encarézcole se sirva mientras tanto de las Invocaciones que le envío. Si desea verle a El, utilice su merced la fórmula que le envío junto con esta carta. Recite sus versos cada Noche de Difuntos y cada Noche de Viernes Santo y si los lee como es menester, Uno vendrá en años futuros que mirara hacia atrás y que se valdrá de las Sales que su merced haya dejado, Job XIV, XIV.
Mucho me alegra saber que se halla su merced otra vez en Salem y espero tener muy pronto el placer de verle. Tengo un buen caballo de tiro y es muy probable que compre pronto un coche. Hay uno ya en Providence (el del señor Merritt) aunque los caminos son muy malos. Si se determina a venir, tome su merced la diligencia de Boston que pasa por Dedham, Wrentham y Attleborough. En todas estas villas hay buenas Posadas. Recomiéndole que duerma en Wrentham en la Posada del señor Bolcom; las camas son mejores que en la Posada del señor Hatch. Coma empero en esta Ultima porque la cocina es mejor. Si entra en Providence cruzando las cascadas de Patucket y por el camino donde se halla la Taberna del señor Sayles, hallará mi casa fácilmente. Se encuentra frente a la Posada del señor Epenetus Olney, en Town Street y en la acera norte de Olney’s Court. La distancia desde Boston es de unas XLIV millas.
Su sincero amigo y Servidor en Almonsin-Metraton,

JOSEPHUS C.

Simon Orne
William’s Lane
Salem

Aquella carta permitió a Ward localizar exactamente el hogar de Curwen en Providence, ya que ninguno de los documentos que había encontrado hasta entonces daba datos tan concretos. El hallazgo resultó aún más sorprendente porque aquella casa, que había construido su antepasado en 1761 en el solar de otra más antigua, seguía aún en pie en Olney Court y ya la conocía gracias a sus frecuentes paseos por Stampers Hill. De hecho se encontraba a muy poca distancia de su hogar y estaba habitada por una familia negra muy apreciada para trabajos domésticos tales como lavar la ropa, limpiar o atender a los servicios de calefacción. El hecho de encontrar en la lejana Salem datos sobre aquella casa que tanto había significado en la historia de su propia familia, impresionó profundamente a Ward, quien decidió explorarla inmediatamente después de su regreso a Providence. Los párrafos más misteriosos de la carta, que interpretó como simbólicos, le desconcertaron totalmente aunque cayó en la cuenta con un estremecimiento de curiosidad de que el pasaje de la Biblia que en ella se citaba -Job, 14, 14- era el versículo que dice: «Si muere un varón, ¿revivirá? Todos los días de mi servicio esperaría hasta que llegase mi relevo.»


2

El joven Ward llegó pues a Providence en un estado de agradable excitación y pasó el sábado siguiente en prolongado y exhaustivo estudio de la casa de Olney Court. El edificio, ahora en muy mal estado, no había sido nunca una mansión. Era sencillamente un caserón de madera de dos pisos y de estilo colonial con tejado puntiagudo, amplia chimenea central y porche adornado con columnas dóricas. Externamente había sufrido muy pocas alteraciones, y Ward, al mirarlo, tuvo plena conciencia de que contemplaba algo relacionado muy de cerca con el siniestro objetivo de su investigación.
Conocía a la familia negra que habitaba la casa y fue cortésmente invitado a visitar el interior por el viejo Asa y su fornida esposa, Hannah. Había dentro más cambios de los que hacía sospechar el exterior y Ward vio con decepción que los frisos de volutas y las alacenas y armarios empotrados habían desaparecido, mientras que el revestimiento de madera de las paredes estaba marcado, arañado, mellado, o sencillamente cubierto por papel pintado de la más baja calidad. En general la visita no resultó tan productiva como Ward había esperado, pero al menos sintió una gran emoción al hallarse entre aquellos muros ancestrales que habían alojado a Joseph Curwen, hombre que tanto horror despertara entre sus conciudadanos. Comprobó con un sobresalto de emoción que alguien había borrado cuidadosamente las iniciales del antiguo llamador de bronce.
A partir de aquel momento y hasta que terminó el curso, Ward se dedicó al estudio de la copia del manuscrito de Hutchinson y de los datos relativos a Curwen. La clave del manuscrito se le resistía, pero logró encontrar tantas referencias y tantos indicios acerca de dónde continuar buscando, que decidió efectuar un viaje a New London y a Nueva York para consultar documentos antiguos que se conservaban en esas dos ciudades. Dicho viaje fue muy fructífero pues le permitió localizar las cartas de los Fenner, con su terrible descripción del asalto a la granja de Pawtuxet, y la correspondencia Nightingale-Talbot por la cual se enteró de la existencia del retrato pintado en un panel de la biblioteca de Curwen. El asunto del retrato le interesó de modo especial pues deseaba saber cómo había sido físicamente su antepasado. Decidió efectuar, pues, una segunda visita a la casa de Olney Court, por si le era posible descubrir algo que le hubiera pasado inadvertido en la primera.
Aquella segunda visita tuvo lugar a primeros de agosto. Ward revisó en aquella ocasión con sumo cuidado las paredes de todas las habitaciones que por su tamaño hubiesen podido albergar la biblioteca de Curwen. Prestó especial atención a los paneles de madera que quedaban, en su mayor parte cubiertos por sucesivas capas de pintura, y al cabo de una hora sus esfuerzos se vieron recompensados al descubrir en una de las habitaciones más espaciosas una zona de pared más oscura que las otras y, precisamente, situada encima de la chimenea. Al rasparla cuidadosamente con un cuchillo, descubrió que había dado con un retrato al óleo de gran tamaño. No se atrevió el joven a seguir raspando por miedo a dañar el cuadro, y decidió pedir ayuda a un experto. Al cabo de tres días regresó con un artista muy ducho en esas artes, un tal Walter Dwight cuyo estudio se encuentra muy cerca del College Hill, e inmediatamente dio comienzo el restaurador a su tarea con las sustancias químicas y los métodos apropiados. El viejo Asa y su esposa estaban muy excitados con todas aquellas idas y venidas, y fueron adecuadamente recompensados por la invasión que había sufrido su hogar.
A medida que los trabajos de restauración progresaban, Charles Ward fue contemplando con creciente interés las líneas y las sombras paulatinamente desveladas tras el largo olvido en que habían estado sumidas. Dwitght había empezado por la parte inferior y, dado el tamaño del cuadro, el rostro no apareció hasta transcurrido algún tiempo. Entretanto, podía verse que el retratado era un hombre enjuto y bien formado, vestido con casaca azul marino, chaleco bordado y medias de seda blanca. Estaba sentado en un sillón de madera tallada y tras él se abría una ventana hacia un fondo de muelles y de naves. Cuando salió a la luz la cabeza, constataron que llevaba una peluca cuidadosamente peinada. El rostro, delgado y de expresión tranquila, les pareció vagamente familiar, pero hubieron de pasar muchos días antes de que el restaurador y su cliente quedaran atónitos ante los detalles de aquella cara enjuta y pálida y reconocieran, no sin un toque de espanto, la dramática broma que las leyes de la herencia habían gastado al joven Ward. Porque con el postrer baño de aceite y el último raspado, salió a la luz finalmente la expresión por tantos años oculta, y el joven Charles Dexter Ward, habitante del pasado, reconoció sus propios rasgos en el semblante de su horrible antepasado.
Llevó a sus padres a ver la maravilla que había descubierto y, nada más verlo, decidió el señor Ward adquirir el retrato a pesar de estar éste pintado sobre un panel de madera que habría que arrancar. El parecido con el muchacho, aunque los rasgos estaban más formados por la edad, era asombroso. Después de siglo y medio, una jugarreta de las leyes genéticas había producido un doble exacto de Joseph Curwen en la persona de Ward. La madre de éste, sin embargo, no se parecía a su antepasado aunque sí recordaba a algunos parientes que guardaban una gran semejanza tanto con su hijo como con el malhadado Curwen. No le gustó a ella aquel descubrimiento y trató de convencer a su marido de que sería mejor quemar el cuadro. Veía en él algo maligno, no sólo intrínsecamente, sino también en el parecido que mostraba con el hijo. Pero el señor Ward -un fabricante de tejidos de algodón que poseía varios talleres de hilados en Riverpoint, en el valle de Pawtuxet- era hombre práctico poco dado a prestar oídos a escrúpulos de mujeres. El cuadro le había impresionado profundamente por el parecido con su hijo y pensó que el muchacho lo merecía como regalo. Resulta innecesario decir que Charles compartía la opinión de su padre, y unos días después, el señor Ward localizaba al propietario de la casa, un hombre de facciones ratoniles y acento gutural, y se hacía con el panel en cuestión a cambio de una cantidad que él mismo fijó para cortar un torrente de untuoso regateo.
Quedaba ahora la tarea de arrancar el panel y trasladarlo a la casa familiar, donde quedaría instalado en el estudio biblioteca de Charles, situado en el tercer piso. El propio joven quedó encargado de supervisar el traslado y con tal fin el 28 de agosto acompañó a dos empleados de la firma Crooker, expertos en decoración, a la casa de Olney Court. El panel fue arrancado cuidadosamente para ser transportado por el camión de la compañía. Detrás quedó al descubierto un saliente de mampostería que señalaba el curso que seguía la campana de la chimenea, y en él descubrió el joven Ward una pequeña cavidad situada inmediatamente detrás del lugar que había ocupado la cabeza del retratado. La examinó impulsado por la curiosidad y al mirar en su interior halló bajo una gruesa capa de polvo unos cuantos papeles amarillentos, un grueso libro de notas y unos jirones de seda que debían haber servido para atar unos y otros. Tras limpiarlos de polvo y de cenizas, leyó la inscripción que figuraba en las tapas del libro. En caligrafía que había aprendido a reconocer en el Instituto Essex, decía: Diario y notas de Joseph Curwen, Caballero de Providence, natural de Salem.
Profundamente excitado por su descubrimiento, Ward mostró el libro a los dos empleados que se hallaban a su lado. El testimonio de éstos acerca de la naturaleza y la autenticidad del hallazgo es decisivo, y el doctor Willett se apoya en él para construir su teoría según la cual el joven no estaba loco cuando empezó a demostrar su condición de excéntrico. El resto de los documentos eran asimismo de puño y letra de Curwen. Uno de ellos parecía especialmente portentoso debido a la inscripción que lo encabezaba y que decía así : «Al que Vendrá Después. Cómo podrá trasladarse a través del tiempo y de las esferas». Otro de los documentos estaba escrito en clave y Ward deseó interiormente que fuera la misma del manuscrito de Hutchinson que tantos quebraderos de cabeza le estaba proporcionando. Un tercer documento, constató el joven con júbilo, parecía contener la explicación de la clave, en tanto que el cuarto y quinto iban dirigidos respectivamente a «Edw. Hutchinson, Hidalgo» y «Jedediah Orne, Cab», «o a sus herederos o herederas o a aquellos que les representen». El sexto y último llevaba la inscripción, «Joseph Curwen. Su Vida y Sus Viajes Entre 1678 y 1687. De los Lugares que Visitó, de lo que Vio, y de lo que Aprendió.»


3

Hemos llegado al momento a partir da cual la escuela más conservadora de médicos alienistas fecha la locura de Charles Ward. Al efectuar su descubrimiento, el joven hojeó inmediatamente las páginas del libro y de los manuscritos y, evidentemente, vio algo que le produjo una tremenda impresión. De hecho, al mostrar los títulos a los empleados pareció cuidarse mucho de que no vieran el texto del interior, manifestando un profundo desasosiego que la importancia del hallazgo desde el punto de vista de la genealogía o la historia no bastaba para explicar. Al regresar a su casa, dio cuenta de la noticia con cierta turbación, como si quisiera dar a entender la importancia del descubrimiento sin tener que verse obligado a demostrarla. Ni siquiera mostró los títulos a sus padres. Se limitó a decirles que había encontrado algunos documentos de puño y letra de Joseph Curwen, «la mayoría de ellos en clave», los cuales tendría que estudiar minuciosamente antes de pronunciarse acerca de su verdadero significado. Es muy probable que tampoco hubiera mostrado su hallazgo a los obreros que levantaban el cuadro de no ser por la excitación que le embargó en ese preciso momento. Una vez hecho, es indudable que trató por todos los medios de ocultar una curiosidad que pudiera contribuir a que el asunto se comentara.
Aquella noche Charles Ward no se acostó. Pasó hora tras hora leyendo los documentos y el libro recién descubiertos, y cuando se hizo de día, continuó leyendo. Por petición suya se le enviaron las comidas a su habitación y sólo salió de ésta por unos momentos cuando llegaron los obreros encargados de instalar en su estudio el panel con el retrato. A la noche siguiente durmió vestido y sólo unas pocas horas, en las que interrumpió su enfebrecido descifrar del manuscrito. Por la mañana su madre le vio trabajando en la copia del documento de Hutchinson, el cual le había mostrado su hijo con frecuencia, pero en respuesta a sus preguntas, éste se limitó a decir que la clave de Curwen no servía para descifrarlo. Esa tarde abandonó su tarea para contemplar fascinado a los obreros que habían venido a instalar el cuadro. Habían colocado estos el panel sobre una chimenea falsa dotada de un fuego eléctrico que daba la impresión de ser real, encajándolo en un marco que hacía luego con el revestimiento de madera de la habitación. Lo habían serrado y sujetado a la pared por medio de bisagras dejando un espacio vacío detrás a modo de alacena. Cuando, una vez terminada su tarea se marcharon los obreros, el joven se sentó delante del retrato con la mitad de su atención concentrada en el manuscrito y la otra mitad en el cuadro que parecía devolverle su propia imagen como si de un espejo se tratara. Sus padres, al recordar su conducta durante aquel período, proporcionan muchos detalles interesantes acerca del secreto con que Charles envolvía a sus estudios. Delante de los criados raramente escondía el manuscrito que estuviera estudiando ya que presumía que la intrincada y arcaica caligrafía de Curwen no podía estar a su alcance. Con sus padres, sin embargo, era más circunspecto y a menos que el manuscrito en cuestión estuviese en clave o fuera sencillamente una masa de jeroglíficos desconocidos (como el titulado
«Al que Vendrá Después...».) lo tapaba con un papel hasta que el visitante se había marchado. Por la noche cerraba bajo llave los documentos en cuestión, que guardaba en el cajón de una antigua consola, y lo mismo hacía cada vez que abandonaba su estudio. No tardó en volver a su horario y hábitos normales, pero sus largos paseos quedaron interrumpidos. La reanudación de las clases no pareció ser de su agrado y frecuentemente declaraba su intención de no volver a asistir a ellas. Tenía, según afirmaba, que llevar a cabo importantes investigaciones, las cuales le proporcionarían más conocimientos que los que pudiera darle cualquier universidad del mundo.
Naturalmente, sólo alguien que había sido siempre más o menos estudioso, excéntrico y solitario podía seguir aquel rumbo durante muchos días sin llamar la atención. Ward era por naturaleza investigador y eremita, de ahí que sus padres quedaran más apenados que sorprendidos por el sigilo y la reclusión en que ahora vivía. Al mismo tiempo, encontraban muy raro que su hijo no les hubiera enseñado los tesoros que había descubierto, ni les hablara de los datos que había descifrado. El joven justificaba su silencio diciendo que deseaba esperar hasta poder anunciarles algo concreto, pero a medida que transcurrían las semanas fue creándose una especie de tirantez entre los miembros de la familia, tirantez intensificada, en el caso de la madre, por una manifiesta aversión a todo lo relacionado con Curwen.
En el mes de octubre, Ward empezó a visitar de nuevo bibliotecas, pero ya no buscaba en ellas las mismas cosas que en épocas anteriores. Lo que ahora parecía interesarle era la brujería y la magia, el ocultismo y la demonología, y cuando las fuentes de Providence resultaban infructuosas, tomaba el tren de Boston y revolvía entre los tesoros de la gran Biblioteca de Copley Square, de la Biblioteca Wiedeher de Harvard, o del Centro de Investigaciones de Brookline, donde pueden consultarse obras muy raras sobre temas bíblicos. Compraba muchos libros y tuvo que instalar en su estudio nuevas estanterías donde acomodar las obras recién adquiridas. Durante las vacaciones de Navidad, efectuó varios viajes a ciudades de los alrededores, entre ellos uno a Salem con el fin de consultar los archivos del Instituto Essex.
A mediados de enero de 1920, Ward empezó a mostrar una expresión de triunfo, al mismo tiempo que dejaba de trabajar en el manuscrito cifrado de Hutchinson para dedicarse a una doble actividad de investigaciones químicas y búsqueda en archivos, instalando para las primeras un laboratorio en el ático de su casa y acudiendo para la segunda a todas las fuentes de estadísticas vitales de Providence. Los comerciantes locales especializados en drogas y suministros de tipo científico, posteriormente interrogados, dieron unas listas asombrosamente raras y variadas de las sustancias e instrumentos que compraba, pero los empleados del Ayuntamiento y de diversas bibliotecas coincidieron en lo concerniente al objetivo concreto de su segundo interés, objetivo que consistía en la búsqueda apasionada y febril de la tumba de Joseph Curwen de cuya lápida se había borrado prudentemente el nombre.
Poco a poco, la Familia de Ward fue convenciéndose de que algo anormal ocurría. No era la primera vez que Charles se mostraba caprichoso y extravagante, pero sus actuales rarezas resultaban inconcebibles, incluso tratándose de él. Las tareas universitarias habían dejado de interesarle y, a pesar de que no le suspendieron en ninguna asignatura, era evidente que su antigua aplicación se había evaporado totalmente. Ahora tenía otras preocupaciones y cuando no se encontraba en su laboratorio con un montón de libros antiguos, principalmente de alquimia, era porque estaba rebuscando en antiguos y polvorientos archivos, o bien enfrascado en la lectura de volúmenes de ciencias ocultas, en su estudio, donde el rostro de John Curwen, portentosamente similar al suyo, le contemplaba desde una de las paredes.
A últimos de marzo, Ward añadió a su búsqueda en los archivos una fantástica serie de paseos por los diversos cementerios antiguos de la ciudad. La causa apareció más tarde, cuando se supo a través de los empleados del Ayuntamiento que probablemente había encontrado una pista importante. Sus pesquisas le habían permitido averiguar por una coincidencia que la tumba de Joseph Curwen estaba muy próxima a la de un tal Naphtali Field. En efecto, al examinar posteriormente los archivos que Ward había estado consultando, los investigadores encontraron algo que había escapado al deseo de borrar todo recuerdo de Curwen: una anotación fragmentaria en la cual se afirmaba que el ataúd de plomo había sido enterrado «10 pies al sur y 5 pies al oeste de la tumba de Naphtali Field en el...». El hecho de que no se especificara el nombre del cementerio dificultaba grandemente la búsqueda, y, por otra parte, la tumba de Naphtali Field parecía tan esquiva como la de Curwen, pero en el caso de Field no había existido ninguna eliminación sistemática de datos, por lo que era presumible que su sepultura pudiera ser localizada. Y prueba de que Ward lo creía así son las frecuentes visitas que efectuaba a cementerios, excluidos los congregacionistas, ya que había averiguado que el único Naphtali Field a que podía referirse la anotación (un hombre fallecido en 1729), había sido baptista.


4

Hacia el mes de mayo, a petición del señor Ward y provisto de todos los datos relacionados con Curwen que Charles había proporcionado a su familia en su época «normal», el doctor Willett se entrevistó con el joven. Aquella conversación no le permitió al doctor llegar a ninguna conclusión definitiva, ya que se dio cuenta inmediatamente de que Charles disfrutaba de una perfecta salud mental y se ocupaba de asuntos de verdadera importancia, pero al menos obligó al reservado joven a ofrecer una explicación racional de su reciente conducta. Parecía dispuesto a hablar de sus actividades, aunque no a revelar cuál fuera el objetivo de ellas. Afirmó que los documentos de su antepasado contenían algunos notables secretos de carácter científico, la mayoría de ellos en clave, y de un alcance sólo comparable, al parecer, a los descubrimientos de Bacon y quizá aun mayor. Sin embargo, carecían de significado a menos que se relacionaran con un sistema de conocimientos ya obsoleto, de modo que su inmediata presentación a un mundo equipado únicamente con los conocimientos de la ciencia moderna los desposeería de toda espectacularidad y no pondría de manifiesto su dramático significado. Para que ocuparan el lugar que les correspondía en la historia del pensamiento humano, tenían que ser correlacionados primero con la época a que pertenecían, y él se dedicaba ahora a aquella tarea. Estaba estudiando para adquirir lo más rápidamente posible el conocimiento de las artes antiguas que un verdadero intérprete de los datos de Curwen debía poseer, y esperaba a su debido tiempo informar cumplidamente al género humano y al mundo del pensamiento. Ni siquiera Einstein, declaró, podía revolucionar de un modo más radical las teorías científicas en boga.
En cuanto a la búsqueda por los cementerios, aunque sin dar detalles de los progresos realizados, dijo que tenía motivos para creer que la mutilada lápida de la tumba de Curwen tenía ciertos símbolos místicos grabados a indicación suya y que habían dejado por ignorancia los que tan cuidadosamente habían borrado el nombre. Consideraba esos símbolos absolutamente esenciales para la solución final del sistema cifrado. En su opinión, Curwen había deseado guardar celosamente su secreto y, en consecuencia, había distribuido de forma extremadamente curiosa los datos que pudieran llevar a la solución de éste. Cuando el doctor Willett quiso ver los documentos que con tanto sigilo guardaba, Ward se mostró muy misterioso y trató de salir al paso enseñándole la copia del manuscrito de Hutchinson y las fórmulas y diagramas de Orne, pero finalmente le permitió hojear algunos de los documentos de Curwen, el Diario y Notas, y el mensaje encabezado por las palabras, Al que Vendrá Después...
Abrió el Diario por una página cuidadosamente elegida en razón a su inocuidad, para que Willett pudiera observar la escritura de Curwen. El doctor la examinó con mucha atención y de la caligrafía y del estilo, que por cierto parecían responder más por su arcaísmo al siglo XVII que al XVIII en que estaba fechada, dedujo que el manuscrito era auténtico. El texto en sí era relativamente anodino y Willett sólo recordaba de él un fragmento:

Miércoles, 16 de octubre, 1754. Arribó a puerto en el día de hoy mi corbeta Wahefal. Trajo XX hombres nuevos reclutados en las Yndias, españoles de Martinica y holandeses de Surinam. Oído han los holandeses ciertos malhadados rumores por cuya causa se muestran determinados a desertar. Paréceme, empero, que podré disuadirles. Trajo asimismo la corbeta por encargo de Su Merced el señor Dexter, 120 piezas de camelote, 100 piezas de camelotine, 20 piezas de silveriana azul, 100 piezas de chalon, 50 piezas de percal y 300 piezas de sarga. Para el señor Green, propietario de El Elefante, 50 galones de cerveza y diez docenas de lenguas ahumadas. Para el señor Perrigot, un juego de punzones. Para el señor Nightingale, 50 resmas de papel de oficio de la mejor calidad. Recité yo cumplidamente el SABAOTH por tres veces sin que Ninguno apareciere. Escribir he al señor H. de Transilvania, pues paréceme raro en extremo que no me sirva a mi lo que durante tantos años le sirviere a él. Paréceme raro asimismo no recibir noticias de Simon como de ordinario. Forzoso es que me escriba durante las próximas semanas.

Al llegar a este punto el señor Willett volvió la hoja, pero Ward intervino rápidamente arrancándole casi el libro de las manos. Lo único que pudo ver el doctor de la página siguiente, fueron un par de frases, las cuales se grabaron absurdamente y de un modo obsesivo en su mente. Eran las siguientes: «Repetido he el verso del Libber Damnatus V noches de Viernes Santo y IV Noches de Difuntos. Paréceme que habrán de atraer a Aquel que ha de llegar para volver sus ojos al pasado, por todo lo cual debo tener dispuestas las Sales o Aquello con que prepararlas».
Willett no vio nada más, pero aquellas líneas bastaron para inspirarle un nuevo y vago terror relacionado con el hombre que le contemplaba desde el cuadro colgado de una de las paredes del estudio. A partir de entonces, tuvo la extraña fantasía -su profesión le impedía que pasara de ser tal- de que los ojos del retrato revelaban una especie de deseo, si no tendencia concreta, a seguir al joven Ward mientras éste se movía por la habitación. Antes de marcharse se acercó a examinar el cuadro y se maravilló del parecido que las facciones de Curwen tenían con las de Charles. Grabó en su memoria los menores detalles del pálido rostro, especialmente una leve cicatriz en la ceja derecha y decidió que Cosmo Alexander fue un pintor digno de la Escocia que sirviera de patria a Raeburn y un profesor digno de un maestro como Gilbert Stuart.
Tranquilizados por el doctor en el sentido de que la salud mental de Charles no corría peligro y de que, por otra parte, se ocupaba de unas investigaciones que podían resultar de suma importancia, los Ward se mostraron más tolerantes que de ordinario cuando en el mes de junio el joven se negó rotundamente a volver a la Universidad, alegando que debía llevar a cabo estudios mucho más importantes y expresando el deseo de hacer un viaje al extranjero a fin de obtener ciertos datos que no podía conseguir en América. El señor Ward, aunque se opuso al viaje por encontrarlo absurdo en el caso de un muchacho que contaba solamente dieciocho años de edad, transigió en lo concerniente a sus estudios universitarios. De modo que después de graduarse, no muy brillantemente por cierto, en la Moses Brown School, pasó Charles tres años dedicado a absorbentes estudios de ocultismo y a visitar diversos cementerios. Adquirió fama de excéntrico y fue dejando poco a poco de relacionarse con amigos de la familia. Vivía pendiente de su trabajo, y sólo de cuando en cuando se permitía hacer un viaje a otras ciudades para consultar antiguos archivos. En cierta ocasión hizo una visita al sur para hablar con un viejo y extraño mulato que vivía en un marjal y acerca del cual un periódico había publicado un curioso artículo. Fue también a una pequeña aldea de las Airondack para averiguar qué había de cierto en los relatos acerca de las extrañas ceremonias rituales que allí se practicaban. Pero sus padres continuaron prohibiéndole el ansiado viaje a Europa.
En abril de 1923, al alcanzar la mayoría de edad y habiendo heredado previamente cierta suma de su abuelo materno, decidió satisfacer el deseo que hasta entonces no había podido ver cumplido. No habló del itinerario; se limitó a decir que las exigencias de sus estudios habrían de llevarle a muchos lugares y prometió escribir a sus padres de un modo regular. Al ver que no podían disuadirle, los Ward dejaron de oponerse al viaje y le ayudaron en todo lo que pudieron, de modo que en el mes de junio el joven embarcó para Liverpool con la bendición de sus padres, los cuales le acompañaron hasta Boston. A partir de su llegada a Inglaterra escribió acerca del viaje, de su feliz estancia y del excelente alojamiento que había conseguido en la Great Russell Street de Londres, donde se proponía permanecer hasta agotar los recursos que ofrecía el Museo Británico en un determinado aspecto. De su vida cotidiana escribía muy poco, ya que tenía muy poco que decir. Los estudios y los experimentos acaparaban todo su tiempo y en sus cartas mencionaba un laboratorio que había montado en una de sus habitaciones. El hecho de que no hablara de sus paseos por la antigua ciudad, tan rica en espectáculos atractivos para un aficionado a las cosas del pasado, acabó de convencer a sus padres de que los nuevos estudios de Charles absorbían por entero su atención.
En junio de 1924 les informó el joven, por medio de una breve nota, de su salida para París, ciudad a la que había hecho ya un par de viajes rápidos con el fin de reunir determinados materiales en la Biblioteca Nacional. Durante los tres meses siguientes, sólo envió tarjetas postales en las que daba una dirección de la rue Saint-Jacques y hablaba de una investigación que llevaba a cabo entre los manuscritos de un anónimo coleccionista particular. Rehuía a todos sus conocidos y ningún turista pudo decir que le había visto en Francia. Luego se produjo un repentino silencio hasta que en octubre recibieron los Ward una tarjeta postal fechada en Praga y en la cual Charles les informaba de que se encontraba en un antiguo pueblo donde había ido a entrevistarse con un hombre muy viejo que era al parecer el último ser viviente poseedor de cierta información medieval muy curiosa. Daba una dirección en el Neustadt y desde entonces no volvió a escribir hasta el mes de enero siguiente, en que envió varias postales desde Viena hablando de su paso por aquella ciudad camino a una región más oriental, invitado por un amigo con el que había mantenido correspondencia y que era también aficionado a las ciencias ocultas.
La siguiente tarjeta procedía de Klausenburg, Transilvania, y en ella hablaba Ward del viaje que en esos días había emprendido. Iba a visitar a un tal barón Ferenczy, cuyas posesiones se encontraban en las montañas situadas al este de Rakus. A esta ciudad y a nombre de aquel noble debían dirigirle la correspondencia. Una semana más tarde llegó otra tarjeta procedente de Rakus en la que decía que el carruaje de su anfitrión había ido a recogerle y que partía en dirección a las montañas. Aquellas fueron las únicas noticias que los Ward recibieron de su hijo durante largo tiempo. No contestó éste a sus frecuentes cartas hasta el mes de mayo, fecha en que escribió para oponerse al plan de sus padres que deseaban reunirse con él en Londres, París o Roma durante el verano, en el curso de un viaje que pensaban efectuar a Europa. Decía en su carta que sus investigaciones no le permitían abandonar su actual residencia y que la situación del castillo del barón de Ferenczy no favorecía mucho las visitas. Se encontraba en plena zona montañosa y la gente de aquellos contornos temía tanto a aquellas posesiones que los pocos que llegaban a visitarlas se encontraban allí muy a disgusto. Por otra parte, el barón no era persona cuyo trato pudiera ser del agrado de un matrimonio correcto y conservador de la buena sociedad de Nueva Inglaterra. Lo mejor, decía Charles, era que sus padres aguardaran hasta su regreso a Providence, el cual no tardaría en producirse.
Tal regreso no tuvo lugar, sin embargo, hasta el mes de mayo de 1925, cuando, tras una serie de tarjetas con membrete heráldico en que lo anunciaba, el joven llegó a Nueva York en el Homeric y recorrió en autobús la distancia que le separaba de Providence. Absorbió en aquel recorrido ansiosamente con la mirada la belleza de las colinas verdes y onduladas, de los huertos fragantes en flor y de los pueblos de blancas torres de la antigua Connecticut. Era su primer contacto con Nueva Inglaterra después de una ausencia de casi cuatro años. Cuando el autobús cruzó el Pawcatuck y se adentró en Rhode Island entre la magia de la luz dorada de aquella tarde primaveral, su corazón rompió a latir con rapidez desusada. La entrada en Providence por las amplias avenidas de Reservoir y Elmwood le dejó sin respiración a pesar de que para entonces se hallaba ya hundido en las profundidades de una erudición prohibida. En la plaza donde confluyen las calles Broad, Weybosset y Empire vio extenderse ante él a la luz del crepúsculo las casas y las cúpulas, las agujas y los chapiteles del barrio antiguo, ese paisaje tan bello y que tanto recordaba. Sintió también una extraña sensación mientras el vehículo avanzaba hacia la terminal situada detrás del Biltmore revelando a su paso la gran cúpula y la verdura suave, salpicada de tejados, de la vieja colina situada más allá del río y la esbelta torre colonial de la Iglesia Baptista cuya silueta rosada destacaba a la mágica luz del atardecer sobre el verde fresco y primaveral del escarpado fondo.
¡La vieja Providence! Aquella ciudad y las misteriosas fuerzas de su prolongada historia le habían impulsado a vivir y le habían arrastrado hacia el pasado, hacia maravillas y secretos cuyas fronteras no podía fijar ningún profeta. Allí esperaba lo arcano, lo maravilloso o lo aterrador, aquello para lo cual se había preparado durante años de viajes y de estudio. Un taxi le condujo hasta su casa pasando por la Plaza del Correo, desde donde pudo vislumbrar el río, el mercado viejo y el comienzo de la bahía, y siguió colina arriba por Waterman Street hasta llegar a Prospect, donde la cúpula resplandeciente y las columnas jónicas del templo de la Christian Science, iluminadas por el sol poniente, despedían destellos rojizos hacia el norte. Vio luego las mansiones que habían admirado sus ojos de niño y las pulcras aceras de ladrillo tantas veces recorridas por sus pies infantiles. Y al fin el edificio blanco de la granja a la derecha, y a la izquierda el porche clásico y los miradores de la casa donde había nacido. Oscurecía y Charles Dexter Ward había llegado a casa.


5

Una escuela de alienistas algo menos conservadora que la del doctor Lyman, afirma que el origen de la locura de Ward coincide con su viaje a Europa. Creen que si bien estaba sano cuando partió, la conducta que manifestó a su regreso implicaba un cambio desastroso. Pero el doctor Willett se niega a compartir incluso este punto de vista, insistiendo en que sobrevino algo más tarde y atribuyendo las rarezas del joven durante aquel período a la práctica de unos rituales aprendidos en el extranjero, rituales que eran raros en extremo, cierto, pero que no tenían por qué responder necesariamente a una aberración mental por parte del celebrante. El propio Charles, aunque visiblemente envejecido y más duro de carácter, seguía mostrándose cuerdo en sus reacciones, y en las varias conversaciones que mantuvo con Willett mostró siempre un equilibrio que ningún loco -ni siquiera en los primeros estadios de su enfermedad- podía ser capaz de fingir de un modo continua do. Lo que en aquel período dio origen a la idea de la anormalidad de Ward fueron los sonidos que a todas horas se oían en su laboratorio del desván, en el cual permanecía encerrado la mayor parte del tiempo. Eran cánticos, letanías y estruendosos recitados, y aunque los sonidos procedían siempre del propio Ward, había algo en la calidad de su voz y en el acento con que pronunciaba las palabras de aquellas fórmulas que no podía por menos de helar la sangre en las venas de todos los que le escuchaban. Se observó también que Nig, el mimado y venerable gato de la casa, arqueaba el lomo con los pelos erizados cuando se oían ciertas palabras.
Los olores que surgían a veces del laboratorio eran también muy raros. En ocasiones ofendían al olfato, pero con más frecuencia eran aromáticos y estaban dotados de un encanto esquivo que parecía tener la virtud de inspirar imágenes fantásticas. Todo el que los percibía mostraba una tendencia inmediata a vislumbrar por un segundo espejismos momentáneos, escenas imaginadas enmarcadas por extrañas colinas o interminables avenidas de esfinges o hipogrifos que se extendían hasta el infinito. Ward no volvió más a sus paseos de otras épocas. Se dedicaba exclusivamente al estudio de los misteriosos libros que había traído de Europa y a llevar a cabo experimentos igualmente curiosos en su laboratorio, explicando que el material que había encontrado en las bibliotecas europeas había ampliado considerablemente las posibilidades de su investigación y prometía grandes revelaciones en años venideros. Su envejecimiento prematuro aumentó, hasta el limite de lo inverosímil, su parecido con el retrato de Curwen que colgaba de la pared de su estudio, y el doctor Willett se detenía a menudo ante el cuadro después de cada visita maravillándose de la casi perfecta similitud y diciéndose internamente que lo único que diferenciaba ahora a Charles de Joseph Curwen era la pequeña cicatriz de la ceja derecha. Aquellas visitas de Willett, hechas a petición de los padres del joven, eran algo muy curioso. Ward no se negaba nunca a responder a las preguntas del doctor, pero éste se dio cuenta pronto de que nunca podría penetrar en la intimidad del joven. Con frecuencia observaba cosas muy raras a su alrededor: pequeñas imágenes de cera o de grotesco diseño en las estanterías o en las mesas y restos semiborrados de círculos, triángulos y pentágonos dibujados con tiza o carbón en el centro de la amplia estancia. Cada noche resonaban asimismo aquellos ritos e invocaciones, hasta que se hizo muy difícil retener en la casa a los criados o evitar que la gente comentara furtivamente la locura de Charles.
En enero de 1927 ocurrió un raro incidente. Una noche, alrededor de las doce, mientras Charles entonaba un cántico cuya extraña cadencia resonó desagradablemente en los pisos inferiores, sopló súbitamente una ráfaga de viento helado procedente de la bahía al tiempo que se producía un misterioso y leve temblor de tierra que no pasó desapercibido a ningún habitante de la vecindad. El gato dio muestras en aquel momento de un terror espantoso y los perros ladraron en una milla a la redonda. Aquello no fue sino el preludio de una brusca tormenta totalmente anormal en aquella época del año. Con ella se produjo tal estruendo en los altos de la casa, que los padres de Charles creyeron que un rayo había alcanzado al edificio. Corrieron escaleras arriba para ver si el desván había sufrido algún desperfecto, y se encontraron a Charles que les salió al paso en el rellano del desván, pálido, decidido y portentoso, con una temible expresión de triunfo y seriedad en el semblante. Les aseguró que no había caído rayo alguno y que la tormenta no tardaría en amainar. El señor Ward miró a través de una ventana y pudo comprobar que su hijo estaba en lo cierto: los relámpagos centelleaban cada vez más lejos en tanto que los árboles volvían a inmovilizarse tras haberse visto sacudidos por la helada ráfaga de viento. El retumbar del trueno se convirtió en un murmullo lejano y finalmente se apagó. Salieron las estrellas y el sello de triunfo en el rostro de Charles Ward cristalizó en una expresión muy singular.
Durante un par de meses a partir de aquel incidente, Ward se recluyó en su laboratorio menos de lo acostumbrado. Mostraba, sin embargo, un curioso interés por el tiempo y continuamente hacía extrañas preguntas acerca de la época de los deshielos primaverales. Una noche de finales de marzo salió de casa después de las doce y no regresó hasta el amanecer. Su madre, que estaba despierta, oyó el ruido del motor de un coche. Distinguió también el sonido de juramentos ahogados, y cuando se levantó y se acercó a la ventana, distinguió cuatro borrosas figuras que sacaban un cajón alargado de una camioneta y, siguiendo las instrucciones de Charles, lo introducían en la casa por una puerta lateral. La señora Ward oyó claramente el sonido de la agitada respiración de los hombres mientras subían la escalera y finalmente el ruido seco de un pesado objeto al ser depositado en el suelo del desván. Luego, los pasos descendieron y los cuatro hombres reaparecieron en el exterior y partieron en la camioneta.
Al día siguiente, Charles volvió a su estricta reclusión en el desván, corriendo previamente las oscuras cortinillas de las ventanas de su laboratorio. Estaba trabajando, al parecer, con una sustancia metálica. No abrió la puerta a nadie y se negó incluso a que le subieran la comida. Alrededor del mediodía se oyó un grito espantoso y el ruido de una caída, pero cuando la señora Ward corrió alarmada a la puerta del laboratorio, su hijo la tranquilizó desde el interior débilmente diciendo que no pasaba nada, que el espantoso e indescriptible olor que llenaba la casa era completamente inofensivo y desdichadamente necesario, que era absolutamente imprescindible que le dejaran solo, y que luego bajaría a cenar.
Por la tarde, después de que resonaran en la casa unos sonidos sibilantes que procedían del laboratorio, Charles apareció ante sus padres con el rostro blanco como la cera. Lo primero que dijo en aquella ocasión fue que nadie debía entrar en su laboratorio bajo ningún pretexto. Aquello representó el comienzo de otro largo período de impenetrable sigilo, ya que a partir de ese día nadie cruzó el umbral ni del misterioso cuarto de trabajo, ni de la buhardilla adyacente, que Charles había limpiado, amueblado parcamente y añadido, en calidad de dormitorio, a sus dominios privados e inviolables. Allí vivió, rodeado de los libros que hizo subir de la biblioteca del piso inferior, hasta el día en que compró la casita de Pawtuxet y se trasladó a ella con todo su material científico.
Aquella misma noche, Charles cogió el periódico antes que ningún otro miembro de la familia y mutiló una página, al parecer accidentalmente. Más tarde el doctor Willett, tras fijar la fecha de aquel sucedido por medio de varias conversaciones que mantuvo con los padres de Ward y la servidumbre, consultó un ejemplar del periódico de ese día en los archivos del Journal y descubrió que en la página mutilada se había impreso la siguiente noticia:

MERODEADORES NOCTURNOS SORPRENDIDOS EN UN CEMENTERIO

Robert Hart, vigilante nocturno del Cementerio del Norte, sorprendió esta madrugada a un grupo de varios hombres con una camioneta en la parte más antigua del recinto, pero, al parecer, su presencia asustó a los merodeadores provocando su huida antes de que pudieran llevar a cabo ninguna fechoría. El suceso tuvo lugar hacia las cuatro de la madrugada, hora en que Hart oyó el ruido del motor de un vehículo. Cuando el vigilante se acercó a investigar el origen de aquel sonido, sus pisadas alertaron a los desconocidos, que se dieron a la fuga tras introducir un cajón alargado en la camioneta que esperaba en las cercanías. Dado que no se ha hallado removida ninguna de las rumbas. se cree que los individuos en cuestión se proponían enterrar dicho cajón.
Al parecer llevaban largo rato trabajando antes de ser descubiertos, ya que el vigilante encontró posteriormente una fosa abierta junto al camino de Amosa Field, donde hace ya mucho tiempo que ha desaparecido la mayoría de las lápidas del cementerio antiguo. La fosa estaba vacía y su situación no responde a ninguna inhumación de las registradas en los archivos del cementerio.
El sargento Riley, de la policía local, tras visitar el lugar del suceso, ha manifestado que en su opinión la fosa fue excavada por contrabandistas de bebidas alcohólicas que se proponían ocultar en ella su alijo. Hart declaró más tarde que creía que el vehículo se había alejado en dirección a la Avenida Rochambeau, pero que no podía afirmarlo con seguridad.

Durante los días siguientes a estos sucesos, Charles apenas fue visto por su familia. Dormía en la buhardilla y permanecía encerrado en su laboratorio, todas las horas del día. Ordenó que se le dejaran las comidas junto a la puerta y no salía a recogerlas hasta que la doncella había desaparecido. Resonaban a intervalos en la casa el zumbido monótono de fórmulas recitadas incansablemente y cánticos de ritmo extravagante mezclados con el entrechocar de cristales, el gorgoteo que producían al hervir los productos químicos, el rumor del agua corriente o el rugir de las llamas del gas. Hedores incalificables, distintos de todos los olores conocidos, flotaban frecuentemente en las cercanías de la puerta del laboratorio y el aire de extrema tensión que rodeaba al joven recluso siempre que se aventuraba a salir de su reducto por breves instantes, provocaba las suposiciones más descabelladas. En cierta ocasión hizo un apresurado viaje al Ateneo en busca de un libro que necesitaba, y otro día contrató a un mensajero para que fuera a buscar en Boston un volumen muy raro. La angustia que provocó tal situación se hizo insoportable y ni el doctor Willett ni los padres de Charles supieron qué hacer ni qué pensar acerca de ella.


6

El día 15 de abril ocurrió un suceso muy extraño. A pesar de que la situación seguía manteniéndose aparentemente estacionaria, era innegable que había tenido lugar un cambio de grado al cual atribuye el doctor Willett una gran importancia. Era el día de Viernes Santo, circunstancia que los criados no dejaron de comentar y que otras personas consideraron mera coincidencia. A última hora de la tarde, el joven Ward comenzó a repetir una fórmula en voz más alta que de costumbre al tiempo que quemaba alguna sustancia cuyo olor extrañamente acre se difundió por toda la casa. La fórmula era hasta tal punto audible en el pasillo, que la señora Ward acabó por aprendérsela de memoria mientras escuchaba detrás de la puerta, y más tarde pudo reproducirla por escrito a petición de Willett. Varios expertos en la materia le han dicho después al médico que existe otra de características muy semejantes en los escritos místicos de «Eliphas Levi», aquel ser misterioso que se deslizó a través de una rendija por la puerta prohibida y pudo atisbar el espantoso panorama que ofrece el vacío del más allá. Dice así.

Per Adonai Eloim, Adonai Jehova
Adonai Sabaoth, Metraton Ou Agla Methon
verbum pythonicum, mysterium salamandrae
cenventus silvorum, antra gnomorum,
daemonia Coeli God Almonsin, Gibor,
Jehosua, Evam Zariathnatmik, Veni, veni, veni.

Dos horas recitó Charles esta fórmula, monótonamente y sin respiro, hasta que, de pronto, todos los perros de los alrededores iniciaron un espantoso concierto de aullidos. Simultáneamente un horrible hedor se expandió por toda la casa, un hedor que ninguno de sus moradores había percibido nunca ni volvería a percibir. En medio de aquella pestilencia, se produjo un centelleo como el de un relámpago, que hubiese resultado cegador de no haber surgido en plena luz del día. Luego se oyó aquella voz que ninguno de los que la oyeron pudieron olvidar ya nunca a causa de su atronadora lejanía, su increíble profundidad y la fantástica semejanza que revestía con respecto a la voz de Charles Ward. Estremeció toda la casa y fue oída perfectamente por dos vecinos por lo menos, a pesar del continuo aullar de los perros. La señora Ward, que había seguido a la escucha delante de la puerta cerrada del laboratorio de su hijo, se estremeció al reconocer en ella rasgos infernales porque Charles le había hablado de la fama diabólica de que disfrutaba en todos los libros negros y le había explicado cómo resonó, según las cartas de Fenner, sobre la granja maldita de Pawtuxet la noche del aniquilamiento de Joseph Curwen. No podía equivocarse al juzgarla, pues su hijo se la había descrito vívidamente en la época en que aún hablaba sin reservas acerca de sus investigaciones. La voz clamó en una lengua arcaica y desconocida:

«DIES MIES JESCHET BOENE
DOESEF DOUVEMA ENITEMAUS»

Inmediatamente después de que estas palabras resonaran atronadoras en toda la casa, se produjo un momentáneo oscurecimiento de la luz del día, a pesar de que aún faltaba una hora para la puesta de sol. Luego, una nueva vaharada pestilente vino a unirse a la anterior, distinta en calidad, pero igualmente desconocida e insoportable. Charles empezó a recitar de nuevo y su madre distinguió entre las palabras que pronunciaba varias sílabas que sonaban algo así como «Yinash-Yog-Sothot-he-Iglfi-throdag», finalizando en un «¡Yah!» cuya fuerza maníaca aumentaba en un crescendo ensordecedor. Segundos después vino a anular el impacto de todo lo anterior un estremecedor alarido que estalló con repentino frenesí y se fue transformando gradualmente en un paroxismo de risa diabólica. La señora Ward, mortalmente asustada pero llena del ciego valor que infunde la maternidad, se acercó a la puerta del laboratorio y llamó en ella repetidamente sin recibir respuesta. Insistió en sus llamadas, pero se interrumpió nerviosamente al oír un segundo grito, este inconfundiblemente de su hijo, superpuesto a las desenfrenadas carcajadas de otra voz. De repente la señora Ward se desmayó sin que pueda recordar ahora la causa concreta e inmediata de su desvanecimiento. En ocasiones la memoria tiene olvidos misericordiosos.
A las seis y cuarto, el señor Ward volvió de la oficina y al no encontrar a su esposa en la planta baja preguntó a los atemorizados sirvientes, quienes le informaron de que probablemente se hallaba en el desván, atenta a los extraños acontecimientos que allí se desarrollaban. Subió apresuradamente el señor Ward y la encontró caída en el suelo del pasillo que conducía al laboratorio de Charles. Al comprobar que se había desmayado, fue en busca de un vaso de agua a una alcoba cercana y roció con ella el rostro cubierto de una enorme palidez. Mientras contemplaba con alivio cómo abría los ojos espantados, un escalofrío recorrió su cuerpo amenazando con reducirle al mismo estado del que estaba saliendo su esposa, ya que en el laboratorio, aparentemente silencioso, oyó el murmullo de una conversación tensa y apagada, una conversación mantenida en tono apenas audible pero provista de unas características profundamente inquietantes para el alma.
El hecho de que Charles murmurara alguna fórmula no era nuevo, pero aquel murmullo era decididamente distinto. Se trataba sin duda alguna de un diálogo o, al menos, de una imitación de diálogo. Las inflexiones de las dos distintas voces sugerían preguntas y respuestas, afirmaciones y réplicas. Una de las voces era indiscutiblemente la de Charles, pero la otra se caracterizaba por una profundidad y una resonancia que el joven Ward, a pesar de sus buenas dotes de imitador, no habría podido conseguir jamás. Había algo espantoso, sacrílego y anormal en todo aquello y, de no haber sido por un grito de su esposa que aclaró su mente al despertar con él su instinto de protección, no es muy probable que Theodore Howland Ward hubiera podido seguir alardeando ni un día más de que nunca se había desmayado. Reaccionando ante aquel grito, cogió a su esposa en brazos y la transportó a la planta baja para que no pudiera oír las voces que tanto les habían afectado. No escapó, sin embargo, con la suficiente presteza como para no oír algo que le hizo tambalearse peligrosamente con su carga. Al parecer, el grito de la señora Ward había sido escuchado también por otros oídos y, en respuesta a él, habían llegado desde detrás de la puerta las primeras palabras comprensibles del terrible coloquio. Fueron sencillamente una nerviosa advertencia articulada por Ward pero que llenó de espanto a su padre por lo que ese aviso implicaba. Su hijo se había limitado a decir: «¡Chist! ¡Escríbalo!»
El señor y la señora Ward conferenciaron largamente después de cenar, y, como consecuencia de aquella conversación, el primero decidió hablar seriamente con Charles aquella misma noche. Por importantes que fueran sus investigaciones no podían tolerarle semejante conducta por más tiempo, ya que los últimos acontecimientos trascendían los límites de la cordura y representaban una amenaza para el orden y para el sistema nervioso de todos los que moraban en aquella casa. El joven tenía que haber perdido la razón, pues sólo un demente podía proferir aquellos alaridos y fingir que estaba hablando con otra persona imitando la voz de un interlocutor. Todo aquello tenía que terminar de una vez, pues, de no ser así, la señora Ward acabaría cayendo enferma. Por otra parte cada vez se hacía más difícil conservar a la servidumbre.
El señor Ward subió al laboratorio de su hijo, pero al llegar al tercer piso se detuvo intrigado por los sonidos que surgían de la biblioteca de Charles, ahora en desuso. Al parecer alguien revolvía frenéticamente entre libros y papeles. Se asomó a la puerta entornada y vio al joven que sacaba de los estantes libros de todas las formas y tamaños. El aspecto que ofrecía era el de un joven lleno de excitación. Al oír la voz de su padre dio un respingo y dejó caer toda su carga. Se sentó, obedeciendo la orden paterna, y escuchó en silencio una larga sarta de reconvenciones. No se defendió. Al final de la reprimenda admitió que su padre tenía razón y que sus voces, invocaciones y experimentos químicos representaban una imperdonable molestia para los demás habitantes de la casa. Prometió comportarse con más discreción, aunque insistió en prolongar su confinamiento. La mayor parte de su trabajo en el futuro, dijo, consistiría en la consulta de libros, y en cuanto a los rituales que tendría que llevar a cabo en fechas posteriores, podría celebrarlos en un lugar apartado que buscaría a tal efecto. Manifestó su pesar por el desmayo de su madre y explicó que la conversación que había oído formaba parte de un complicado simbolismo destinado a crear una atmósfera mental determinada. Utilizó ciertos términos químicos casi ininteligibles que desconcertaron al señor Ward, pero la impresión general que produjo a éste la entrevista fue que su hijo estaba indiscutiblemente cuerdo, a pesar de que era víctima de una misteriosa tensión de suma gravedad. La conversación, por otra parte, no le reveló nada nuevo y, mientras su hijo recogía los libros y abandonaba la habitación, el señor Ward se dijo interiormente que continuaba sin saber qué pensar de todo aquello. Era algo tan misterioso como la muerte del pobre Nig, cuyo cadáver había sido hallado una hora antes en el sótano, rígido, con los ojos desorbitados y la boca torcida por el terror.
Impulsado por un vago instinto detectivesco, el desconcertado padre examinó con curiosidad los estantes vacíos para averiguar qué se había llevado su hijo a la buhardilla. La biblioteca del joven estaba rigurosamente clasificada por materias, de modo que no resultaba difícil saber qué libros, o al menos qué clase de libros, eran los que faltaban. El señor Ward se quedó asombrado al descubrir que los huecos no correspondían a obras relacionadas con las ciencias ocultas ni con antiguos sucedidos, sino a tratados modernos de historia y geografía, manuales de literatura, obras filosóficas y periódicos y revistas contemporáneos. Aquello representaba un giro muy curioso en las aficiones de Charles y su padre se quedó perplejo al comprobarlo. Una clara sensación de extrañeza se apoderó de él, le atenazó el pecho y le obligó a mirar en torno suyo para descubrir a qué respondía. Algo había ocurrido, ciertamente, algo de trascendencia tanto material como espiritual. Desde que había entrado en aquella estancia había notado un cambio, y al fin sabía en qué consistía. En la pared norte de la habitación seguía incólume, sobre la chimenea, el antiguo panel de madera procedente de la casa de Olney Court, pero el retrato de Curwen, precariamente restaurado, había sido víctima de un terrible desastre. El tiempo y la calefacción habían ido deteriorándolo y desde la última limpieza de aquel cuarto había sucedido lo peor. La pintura se había ido desprendiendo y enroscándose poco a poco para caer finalmente de pronto con una rapidez maligna y silenciosa. El retrato de Joseph Curwen había dejado para siempre de vigilar al joven a quien tan extrañamente se asemejaba y yacía ahora en el suelo formando una fina capa de polvo gris azulado.

Una mutación y una locura


1

Durante la semana que sucedió a aquel memorable Viernes Santo, Charles Ward fue visto más a menudo que de costumbre. Continuamente transportaba gran cantidad de libros de su biblioteca al laboratorio del desván. Sus actos eran tranquilos y racionales, pero el aire furtivo que le rodeaba y la mirada extraña que se reflejaba en sus ojos inquietaron a su madre. Por otra parte, y a juzgar por los continuos recados que hacía llegar a la cocinera, se había despertado en él un apetito voraz.
El doctor Willett había sido informado acerca de los ruidos y acontecimientos de aquel memorable viernes, y al martes siguiente sostuvo una larga conversación con el joven en aquella biblioteca donde ya no vigilaban los ojos del retrato de Curwen. La entrevista, como de costumbre, no dio ningún resultado positivo, pero aun así Willett jura y perjura que Charles seguía, incluso en aquellos momentos, perfectamente cuerdo. Prometió revelar muy pronto el resultado de sus investigaciones y habló de montar su laboratorio en otra parte. Concedió muy poca importancia a la pérdida del retrato, hecho que al doctor no dejó de extrañarle dado el entusiasmo que le había producido su descubrimiento. Por el contrario, parecía hallar algo humorístico en aquel súbito desastre.
A la semana siguiente Charles comenzó a ausentarse de la casa durante largos períodos de tiempo y un día en que la vieja Hannah acudió a casa de los Ward para ayudar en la limpieza de primavera, habló de las frecuentes visitas que hacía el joven a la antigua mansión de Olney Court, donde se presentaba con una gran maleta y en cuya bodega efectuaba extrañas excavaciones. Siempre se mostraba muy generoso con ella v con el viejo Asa, pero parecía más preocupado que de costumbre, cosa que apesadumbraba a la anciana, que le conocía desde el día en que nació.
Otros informes acerca de sus andanzas llegaron de Pawtuxet, donde varios amigos de la familia le veían rondando con frecuencia desacostumbrada el embarcadero de Rhodes-on-the-Pawtuxet. El doctor Willett investigó la cuestión posteriormente y descubrió que la intención del joven había sido la de hallar una abertura en la cerca, abertura que le permitiera continuar hacia el norte por la ribera del río. Solía desaparecer en esa dirección y no volver hasta transcurridas muchas horas.
Un día del mes de mayo volvieron a producirse en el desván sonidos que respondían a la celebración de nuevos rituales, lo cual provocó un severo reproche por parte del señor Ward y vagas promesas de enmienda por parte de Charles. El incidente tuvo lugar una mañana y, al parecer, constituyó una repetición del imaginario coloquio que había tenido lugar aquel turbulento Viernes Santo. El joven discutía acaloradamente consigo mismo, como parecía indicar el hecho de que de pronto estallaran gritos en tonos diversos que sugerían una sucesión de preguntas y respuestas negativas, todo lo cual impulsó a la señora Ward a subir al tercer piso y aplicar la oreja a la puerta. Sólo pudo oír, sin embargo, unas cuantas palabras: «Debe permanecer rojo tres meses». Cuando llamó con los nudillos en la hoja de madera, los sonidos cesaron inmediatamente. Más tarde, al ser interrogado por su padre, Charles respondió que existían ciertos conflictos entre diversas esferas de la conciencia, conflictos que sólo podían subsanarse con una gran habilidad y que él trataría de trasladar a otro terreno.
A mediados de junio ocurrió un extraño incidente nocturno. Al atardecer se produjo una serie de ruidos en el laboratorio de la buhardilla, y a punto estaba el señor Ward de subir a investigar qué sucedía, cuando se restableció súbitamente el silencio. A medianoche, cuando la familia se había retirado ya a descansar y el mayordomo se disponía a cerrar la puerta de la calle, apareció Charles cargado con una voluminosa maleta e hizo señas al sirviente de que deseaba salir. El joven no pronunció una sola palabra, pero el mayordomo vio la expresión febril que reflejaban sus ojos y quedó profundamente impresionado. Abrió la puerta para que saliera el joven Ward, pero a la mañana siguiente presentó su renuncia a la señora. Dijo que había visto un brillo diabólico en los ojos del señorito Charles, que aquella no era forma de mirar a una persona honrada, y que no estaba dispuesto a pasar ni una sola noche más en aquella casa. La señora Ward le dejó marchar pero no concedió crédito a sus afirmaciones. Imaginar a Charles fuera de control aquella noche le era totalmente imposible, pues mientras había permanecido despierta había oído ruidos continuos en el laboratorio, sonidos como si alguien sollozara y paseara de un lado a otro, y suspiros que sólo hablaban de una gran desesperación. La señora Ward se había acostumbrado a auscultar los sonidos nocturnos, pues el profundo misterio que envolvía la vida de su hijo no la permitía ya pensar en nada más.
A la noche siguiente, y tal como había ocurrido en otra ocasión hacía ya tres meses, Charles se apresuró a coger el periódico y arrancó un trozo de una página, aparentemente de modo accidental. El hecho no se recordó hasta más tarde, cuando el doctor Willett empezó a atar cabos sueltos y a buscar los eslabones que faltaban aquí y allá. En los archivos del Journal encontró el fragmento que faltaba y marcó dos noticias que podían estar relacionadas con el caso. Eran las siguientes:


MÁS MERODEADORES EN EL CEMENTERIO

Esta mañana, Robert Hart, vigilante nocturno del Cementerio del Norte, ha descubierto una nueva profanación en la parte antigua del camposanto. La tumba de Ezra Weeden. nacido en 1740 y fallecido en 1824, según se lee en la lápida salvajemente mutilada por los responsables del hecho. aparece excavada y saqueada. Los profanadores utilizaron, según se cree, una azada que sustrajeron de un cobertizo cercano, donde se guardan toda clase de herramientas.
Cualquiera que fuera el contenido de la tumba después de transcurrido un siglo desde la exhumación. ha desaparecido. Sólo se han encontrado trozos de madera podrida. No se han hallado huellas de vehículos, pero sí rastros de pisadas que corresponden a un solo individuo, hombre de buena posición a juzgar por las botas que calzaba. Hart se muestra muy inclinado a relacionar este incidente con el ocurrido el pasado mes de marzo cuando él mismo descubrió y provocó la fuga de un grupo de hombres que hablan llegado en una camioneta y habían excavado una fosa, pero el sargento Riley no comparte esa teoría y afirma que existen diferencias esenciales entre los dos sucesos. En marzo, la excavación tuvo lugar en un paraje en el cual no se ha señalado la existencia de ninguna tumba, mientras que en esta ocasión se ha saqueado un enterramiento perfectamente señalado y mantenido, con un propósito deliberado y un ensañamiento que delata el destrozo de la lápida, que hasta el día anterior había permanecido intacta.
Los miembros de la familia Weeden, informados de lo sucedido, han expresado su asombro y su pesar, y no aciertan a explicarse qué motivos puede tener nadie para profanar de tal modo la tumba de su antepasado. Hazard Weeden, domiciliado en el 598 de Angel Street, recuerda una leyenda familiar según la cual Ezra Weeden se habría visto complicado poco antes de la Revolución en unos extraños sucesos que para nada afectan al honor de la familia, pero no ve qué relación puede existir entre aquellos hechos y la presente violación de la tumba. El caso está siendo investigado por el inspector Cunningham, quien espera resolverlo en un plazo muy breve.


ALBOROTO NOCTURNO EN PAWTUXET

Hacia las tres de la madrugada de hoy, los habitantes de Pawtuxet han visto interrumpido su sueño por un alboroto producido por el aullar ensordecedor de unos perros, alboroto localizado, al parecer, en la orilla del río, concretamente en un punto situado no muy lejos de Rhodes-on-the-Pawtuxet. Según la mayoría de los vecinos de aquella localidad, dichos aullidos eran de un volumen y una intensidad inusitados. Fred Lemdin, vigilante nocturno de Rhodes, ha declarado por su parte que iban mezclados con algo que parecían los alaridos de un hombre presa de un terror y una agonía indescriptibles. Una repentina tormenta, de breve duración, dio fin a la anomalía. Los habitantes de la región relacionan este suceso con extraños y desagradables olores probablemente procedentes de los tanques de petróleo que se encuentran en la bahía y que seguramente han contribuido a excitar a los perros de los alrededores.

Charles se mostró a partir de aquel día más demacrado y sombrío que nunca. Recordando aquel período, todos coinciden en que el joven debió sentir por entonces un fuerte deseo por confesar a alguna persona el terror que le poseía. La morbosa escucha nocturna de su madre reveló que Charles efectuaba frecuentes salidas al amparo de la oscuridad, y la mayoría de los alienistas de la escuela conservadora coinciden en atribuirle los repugnantes casos de vampirismo que la prensa divulgó con todo sensacionalismo por esos días sin que nunca llegara a descubrirse el verdadero autor. Aquellos casos, demasiado recientes y comentados para que tengamos que recordarlos aquí con detalle, tuvieron por víctimas a personas de todas las edades y características y ocurrieron en los alrededores de dos lugares distintos: la colina residencial del North End, en las proximidades de la casa de lo Ward, y los distritos suburbanos del otro lado de la línea férrea de Cranston, cerca de Pawtuxet. Varias personas que regresaban tarde a sus hogares o dormían con las ventanas abiertas fueron atacadas por una extraña criatura que las que han sobrevivido describen como un monstruo alto, delgado, de ojos ardientes, que clavaba sus dientes en la garganta o en el hombro de su víctima y chupaba vorazmente su sangre.
El doctor Willett, que se niega a fijar el origen de la locura de Ward en fecha tan temprana, se muestra muy cauteloso al explicar aquellos horrores. Tiene, según dice, sus propias teorías sobre la cuestión y sus afirmaciones no son en la mayoría de los casos más que negaciones solapadas. «Me resisto a decir», manifiesta, «quién, en mi opinión, perpetró aquellos ataques y asesinatos, pero declaro que Charles Ward es inocente. Tengo motivos para afirmar rotundamente que nunca probó el sabor de la sangre, y su anemia y extrema palidez son prueba contundente de que estoy en lo cierto. Ward estuvo en contacto con cosas terribles, pero lo pagó muy caro y nunca fue un monstruo ni un malvado. En cuanto al presente, prefiero no opinar. Se produjo un cambio, evidentemente, y me contento con creer que Charles Ward murió con él, o al menos murió su espíritu, porque esa carne demente que desapareció del hospital de Waite tenía un alma distinta.»
Willett habla con autoridad, ya que a menudo acudía a casa de los Ward a atender a la dueña de la casa, cuyos nervios habían empezado a flaquear a causa de los continuos disgustos. La continua vigilia había producido en ella alucinaciones morbosas que comunicó al doctor. Willett las ridiculizaba al hablar con su paciente, pero meditaba mucho sobre ellas cuando se hallaba a solas. Estaban siempre relacionadas con los leves sonidos que la madre de Charles creía oír en el laboratorio y en la buhardilla en que dormía su hijo, sonidos que consistían en suspiros apagados y sollozos que surgían en los momentos más inverosímiles. A principios de julio el doctor Willett prescribió a su paciente un viaje a Atlantic City donde debía permanecer por tiempo indefinido, y advirtió al señor Ward y al elusivo Charles que se limitaran a escribirle cartas cariñosas y alentadoras. Es muy probable que la señora Ward deba su vida y su salud mental a aquel viaje forzado que con tan mala gana hubo de emprender.


2

Poco después de la partida de su madre, Charles Ward inició las gestiones para adquirir el bungalow de Pawtuxet. Se trataba de un pequeño edificio de madera provisto de un garaje de hormigón y situado en la falda de la colina, cerca del río y poco más arriba de Rhodes. Por algún motivo de él sólo conocido, el joven se había empeñado en adquirirlo a toda costa. No dejó en paz a los corredores de fincas hasta que uno de ellos consiguió realizar la compra, por cierto a un precio exorbitante dado que el propietario se negaba a venderlo. En cuanto quedó vacío, Charles se trasladó a él al amparo de la oscuridad, transportando en un camión cerrado todo el contenido del laboratorio, incluidos los libros antiguos y modernos que había sacado de su biblioteca. Hizo cargar el vehículo entre las sombras de las primeras horas de la madrugada y su padre aún recuerda vagamente los juramentos ahogados y el ruido de las pisadas de los hombres que participaron en la mudanza. Desde aquella fecha, el joven volvió a ocupar sus habitaciones del tercer piso y abandonó definitivamente su reducto del desván.
Charles trasladó a la casita de Pawtuxet el sigilo que había envuelto a su anterior laboratorio. Aunque ahora había dos personas que compartían sus misterios, un mestizo portugués de aspecto siniestro que hacía las veces de criado, y un desconocido delgado, de aspecto de intelectual, gafas oscuras y barba muy poblada probablemente teñida, a quien Ward, al parecer, consideraba colega y que como tal era tratado. Los vecinos intentaron inútilmente de trabar conversación con aquellos dos extraños personajes. El mulato Gomes hablaba muy poco por no saber inglés y el barbudo, que decía ser doctor y apellidarse Allen, seguía su ejemplo por propia elección. Ward por su parte trató de mostrarse amable con sus vecinos pero solo consiguió despertar una gran curiosidad entre ellos con sus continuas referencias a experimentos químicos. No tardaron en circular extraños rumores acerca de las luces que a todas horas permanecían encendidas en el bungalow de la colina, y más tarde, cuando cesó repentinamente la iluminación nocturna, acerca de los pedidos de carne que recibía el carnicero, a todas luces desproporcionados, y acerca de los gritos, declamaciones y cánticos que surgían de algún lugar subterráneo situado debajo de la construcción. Toda la burguesía honrada de aquellos alrededores miraba con manifiesto recelo la propiedad de Ward, que más de uno relacionaba con el misterioso vampiro que por aquellos días había vuelto a reanudar su actividad y, precisamente, en torno a Pawtuxet y a las contiguas calles de Edgewood.
Ward pasaba la mayor parte del tiempo en la nueva casa, aunque de vez en cuando dormía en la de sus padres, que continuaba considerando su hogar. En dos ocasiones se ausentó de la ciudad por espacio de una semana sin que haya podido descubrirse todavía el objeto de aquellos viajes. Su rostro ofrecía un aspecto más pálido y macilento que nunca, y ahora, cuando repetía al doctor Willett sus afirmaciones de siempre acerca de la importancia de sus investigaciones y de la inminencia de las revelaciones, parecía mucho menos seguro de sí mismo. Willett le interpelaba a menudo en casa de su padre, pues el señor Ward estaba profundamente preocupado y perplejo ante el estado de su hijo y deseaba que le vigilara en lo posible. Insiste el buen médico en que aún en aquellos días Charles Ward estaba totalmente cuerdo, y aduce como prueba de esta afirmación referencias a diversas conversaciones que sostuvo con él por entonces.
Hacia septiembre, los casos de vampirismo disminuyeron, pero al mes de enero siguiente, Ward estuvo a punto de verse seriamente comprometido. Desde hacía algún tiempo se comentaba el tránsito nocturno de camiones que iban a descargar en la casita de Pawtuxet y en cierta ocasión. por pura coincidencia, se descubrió cuál era la mercancía que transportaba uno de aquellos vehículos. En un paraje solitario, cercano a Hope Valley, unos ladrones asaltaron un camión suponiendo que llevaba bebidas alcohólicas de contrabando. Lo que no se imaginaban era que iban a resultar ellos los perjudicados, pues los cajones sustraídos contenían una mercancía horrenda, tan horrenda que el incidente fue comentado entre toda el hampa. Los ladrones se precipitaron a enterrar los cajones robados, pero cuando la policía del Estado tuvo noticia de lo ocurrido, llevó a cabo una minuciosa investigación. Uno de los autores del hecho, tras asegurarse de que no se tomarían medidas punitivas contra él, consintió en guiar a un grupo de agentes al lugar donde habían enterrado la «mercancía». Resultó ésta ser de naturaleza tan espantosa que se juzgó un atentado al decoro -tanto nacional como internacional- informar al público de lo que había descubierto aquel horrorizado grupo de representantes del orden, y en consecuencia, se mantuvo el secreto acerca del caso. Sin embargo, dado que ni a aquellos policías que estaban muy lejos de ser cultos se les escapó el significado del hallazgo, se enviaron inmediatamente varios telegramas a Washington.
Los cajones iban dirigidos a Charles Ward, al bungalow de Pawtuxet, y muy pronto se personaron en ese lugar varios representantes del gobierno federal y del Estado. Le encontraron pálido y preocupado, rodeado de sus extraños compañeros, pero recibieron de él una explicación válida y pruebas de inocencia que juzgaron concluyentes. Ward declaró que había necesitado ciertos ejemplares anatómicos para llevar a cabo un proyecto de investigación de cuya profundidad y autenticidad podían responder los que le habían conocido en la última década, y que, en consecuencia, había hecho el oportuno pedido a las agencias que podían proporcionárselos, a su entender legalmente. Acerca de la identidad de aquellos ejemplares no sabía absolutamente nada y se mostró muy sorprendido cuando aquellos inspectores se refirieron al efecto monstruoso que el conocimiento del asunto podía producir entre el público, con el consiguiente deterioro de la dignidad nacional. Todas las afirmaciones del joven fueron firmemente apoyadas por su barbudo colega, el doctor Allen, cuya voz extrañamente profunda revelaba una convicción mucho mayor que la que transparentaban los tartamudeos nerviosos de Ward. En resumen, que los inspectores decidieron no tomar ninguna medida y se limitaron a enviar a Nueva York los nombres y las direcciones que Ward les facilitó como base para una investigación que no condujo a nada. Hay que añadir que los ejemplares fueron devueltos rápidamente y con gran discreción a sus lugares de procedencia y que el público no llegó a tener conocimiento nunca de los pormenores del caso.
El 9 de febrero de 1928, el doctor Willett recibió una carta de Charles Ward a la cual atribuye una importancia extraordinaria y que le ha valido más de una discusión con el doctor Lyman. Considera éste último que dicha carta constituye prueba decisiva de que el del joven Ward es un caso de dementia praecox, mientras que su colega la juzga última manifestación de la cordura de su paciente. Aduce como argumento a su favor la normalidad de la caligrafía, que si bien revela el nerviosismo de la mano del autor, es indudablemente la de Ward. El texto es el siguiente:

100 Prospect Street
Providence, Rhode lsland
8 marzo, 1928

Apreciado doctor Willett:
Comprendo que al fin ha llegado el momento de hacerle las revelaciones que hace tanto tiempo le anuncié y que usted tantas veces me ha exigido. La paciencia con que ha sabido esperar y la confianza que ha demostrado en mi cordura e integridad, son cosas que no olvidaré nunca.
Y ahora que estoy dispuesto a hablar, debo confesar con auténtica humillación que el triunfo con que soñaba ya nunca podrá ser mío. En lugar de ese triunfo he descubierto el terror, y mi conversación con usted no será un alarde de victoria, sino una petición de ayuda y de consejo para salvarme de mi mismo y salvar al mundo de un horror que sobrepasa todo lo que pueda imaginar o prever la mente humana. Recordará usted lo que las cartas de Fenner decían acerca de la expedición que se llevó a cabo contra la granja de Pawtuxet. Hay que repetirla ahora, y a la mayor brevedad.
De nosotros depende más de lo que nunca lograré expresar con palabras: la civilización, las leyes naturales, quizá incluso la suerte del sistema solar y del universo. He sacado a la luz una anormalidad monstruosa, pero lo he hecho en favor del conocimiento humano. Ahora, por el bien de la vida y de la naturaleza. tiene usted que ayudarme a devolverla a la oscuridad.
He abandonado para siempre el bungalow de Pawtuxet y debemos destruir todo lo allí presente, vivo o muerto. No volveré a pisar ese lugar y si alguien le dice a usted que estoy allí, no lo crea. Le explicaré la razón de estas palabras cuando le vea. Estoy en mi casa y deseo que venga usted a visitarme en cuanto pueda disponer de cinco o seis horas para escuchar lo que tengo que decirle. Será necesario todo ese tiempo y créame si le digo que cumplirá con ello un deber profesional. Mi vida y mi razón son las cosas menos importantes que están en juego en este caso.
No me he atrevido a hablar con mi padre porque sé que no me entendería, pero si le he dicho que estoy en peligro y ha contratado a cuatro detectives para que vigilen la casa. No sé hasta qué punto será eficaz su vigilancia, puesto que tienen contra ellos unas fuerzas cuyo poder es imposible imaginar. Venga enseguida si quiere encontrarme vivo y saber cómo puede ayudarme a salvar al cosmos del desastre total. Venga en cualquier momento puesto que yo no saldré de casa. No llame por teléfono, ya que no se sabe quién o qué puede interceptar su llamada. Y roguemos a los dioses que puedan existir para que nada impida este encuentro.
Con la mayor solemnidad y desesperación,
CHARLES DEXTER WARD

P. D. Disparen sobre el doctor Allen en cuanto le vean y disuelvan su cadáver en ácido. No lo quemen.


El doctor Willett recibió la carta alrededor de las diez y media de la mañana, e inmediatamente se las arregló para quedar libre a primera hora de la tarde. Quería llegar a casa de los Ward alrededor de las cuatro, y durante toda la mañana estuvo sumido en especulaciones tan descabelladas que la mayor parte de sus tareas las realizó maquinalmente. La carta de Charles Ward parecía a primera vista producto de la mente de un maníaco, pero Willett conocía al joven demasiado bien para rechazarla como mera fantasía. Estaba completamente convencido de que algo muy sutil, antiguo y horrible se cernía sobre ellos, y la referencia al doctor Allen casi parecía razonable en vista de los rumores que corrían por Pawtuxet acerca del extraño colega de Charles Ward. Willett no le había visto nunca, pero sí había oído hablar de su aspecto y porte, y se preguntaba qué clase de ojos se ocultarían tras aquellas comentadísimas gafas ahumadas.
A las cuatro en punto, el doctor Willett se presentó en la residencia de los Ward, pero descubrió con gran disgusto que Charles no había permanecido fiel a su decisión de quedarse en casa. Los detectives sí estaban allí y, por ellos supo que el joven había perdido al parecer parte de su desánimo anterior. Uno de ellos le dijo que había pasado la mañana hablando por teléfono, discutiendo, protestando airadamente, y contestando a una voz desconocida frases como «Estoy muy fatigado y tengo que descansar una temporada», «No puedo recibir a nadie durante algún tiempo, tendrá usted que disculparme», «Le ruego que aplace toda decisión definitiva hasta que podamos llegar a un compromiso», «Lo siento mucho, pero tengo que tomarme unas vacaciones y no puedo ocuparme de nada, ya hablaré con usted más adelante.» Luego, como si hubiera estado meditando y la reflexión le hubiera infundido valentía, había logrado salir de la casa tan sigilosamente que nadie se había dado cuenta del hecho ni había reparado en su ausencia hasta su regreso, ocurrido alrededor de la una de la tarde. Entró a esa hora en la casa sin decir una palabra, subió al tercer piso y allí evidentemente volvieron a reproducirse sus temores, porque se le ovó gritar aterrorizado al poco de entrar en su biblioteca. Sin embargo, cuando el mayordomo subió a investigar la causa de aquel alarido, Charles se asomó a la puerta con aire decidido y con un gesto despidió al sirviente, que quedó profundamente impresionado. Poco después volvió a salir de la casa. Willett preguntó si había dejado algún recado, pero
la respuesta fue negativa. El mayordomo parecía muy afectado por algo que había visto en los modales y el aspecto de Charles, y preguntó al doctor solícitamente si había alguna esperanza de curación para aquellos nervios desequilibrados.
Durante casi dos horas, Willett esperó inútilmente en la biblioteca de Ward contemplando las estanterías polvorientas con los espacios vacíos que ocuparan los libros que el joven se había llevado y mirando con una mueca sombría el panel donde un año antes estuviera el retrato de Joseph Curwen.
Poco a poco las sombras fueron cerrando filas en torno suyo preludiando la oscuridad de la noche. Al fin llegó el señor Ward, quien se mostró furioso y sorprendido ante la ausencia de su hijo después de todas las molestias que se había tomado para velar por su seguridad. Ignoraba que Charles hubiera concertado una cita con el doctor y prometió avisar a Willett en cuanto el joven regresara. Al despedirse de él le hizo participe de la preocupación que sentía por el estado del joven y le suplicó que hiciera lo posible por devolver su mente a la normalidad.
Willett se alegró de huir de aquella biblioteca sobre la que se cernía algo maléfico y horrible, como si el cuadro desaparecido hubiera dejado tras él una herencia de perversidad. Nunca le había gustado aquel retrato e incluso ahora que éste había desaparecido, y a pesar de lo bien templados que tenia los nervios, experimentaba la urgente necesidad de salir al aire libre lo antes posible.

3

A la mañana siguiente, el señor Ward envió al doctor Willett una nota en que le comunicaba que su hijo no había regresado. Decía en ella asimismo que el doctor Allen le había telefoneado para decirle que Charles permanecería durante algún tiempo en Pawtuxet donde nadie debía molestarle ya que, por tener que ausentarse el propio Allen durante un periodo de tiempo indefinido, quedaba él solo a cargo de la investigación en curso, y que Charles le enviaba sus mejores deseos y lamentaba cualquier molestia que pudiera producir aquel repentino cambio de planes. La voz del doctor Allen había despertado en el señor Ward un recuerdo vago y elusivo que no pudo identificar exactamente y que le produjo sin embargo una evidente inquietud.
Desconcertado por aquellas noticias contradictorias, el doctor Willett no supo qué hacer. No podía negarse que en la carta de Charles había una ansiedad frenética, pero ¿cómo interpretar la actitud de un joven que tan pronto violaba sus propias decisiones? En su carta aseguraba que sus investigaciones eran una amenaza y un sacrilegio, que ellas y su colega debían ser eliminados a cualquier precio, y que él no volvería a pisar nunca el bungalow de Pawtuxet, pero según las últimas noticias se había olvidado de todo y había regresado al centro del misterio. El sentido común le aconsejaba dejar en paz al joven con sus caprichos, pero un instinto más profundo le impedía olvidar la impresión que dejara en él aquella angustiada carta. Willett la leyó otra vez y, a pesar de su lenguaje algo altisonante y de la carencia de datos concretos, no pudo juzgarla ni absurda ni demente. El terror de Charles era demasiado intenso, demasiado real, y unido a lo que el doctor sabía ya del caso, evocaba monstruosidades tales de allende del tiempo y el espacio, que ninguna justificación cínica bastaba para explicarlas. Lo cierto es que existían horrores sin nombre en aquel bungalow y, aún a riesgo de que su intervención resultara inútil, tenia que estar preparado para pasar a la acción en cualquier momento.
Durante más de una semana, el doctor Willett reflexionó sobre el dilema que tenía planteado, sintiéndose cada vez más inclinado a visitar a Charles en el bungalow de Pawtuxet. Nadie se había aventurado nunca a invadir aquel refugio e incluso su padre conocía la casa solamente por las descripciones que el propio Charles le había hecho. Pero en este caso el doctor Willett consideró necesario tener una entrevista directa con su paciente. El señor Ward había estado recibiendo de su hijo durante esos días noticias muy vagas en breves notas mecanografiadas, semejantes a las que recibía su mujer en su retiro de Atlantic City y, en vista de ello, el doctor se decidió a actuar. A pesar de la curiosa sensación que despertaban en él las antiguas leyendas relativas a Joseph Curwen y las más recientes revelaciones y advertencias de Charles Ward, se dirigió osadamente al bungalow, que se levantaba sobre un risco muy cerca del río. Aunque nunca había entrado en la casa, había visitado anteriormente los alrededores por pura curiosidad y, en consecuencia, sabía perfectamente qué camino tomar. Aquella tarde de finales de febrero, mientras conducía su pequeño automóvil por la Broad Street, pensó en el grupo de hombres que había seguido aquella misma ruta ciento cincuenta años antes, en una terrible expedición que había quedado sumida en el más impenetrable misterio.
El recorrido a través de los arrabales de Providence fue muy corto y pronto se extendieron ante su vista los ordenados barrios de Edgewood y la dormida aldea de Pawtuxet. Al llegar a Lockwood Street dobló a la derecha y siguió el camino vecinal hasta donde le fue posible llegar. Luego se bajó del vehículo y echó a andar en dirección al norte. Las casas estaban allí muy dispersas y el bungalow, con su garaje de hormigón, se divisaba claramente aislado sobre una pequeña elevación del terreno. Recorrió a buen paso el descuidado camino de grava, llamó a la puerta con mano firme y habló en tono decidido al mulato portugués que la entreabrió con muchas precauciones.
Tenía que ver a Charles Ward inmediatamente dijo, para un asunto de vital importancia. No aceptaría ninguna excusa y una negativa a su petición serviría únicamente para impulsarle a presentar un informe completo de la situación al señor Ward. El mulato dudó y se apoyó en la puerta para impedirle el paso, pero el doctor se limitó a elevar la voz y a repetir su demanda. Fue entonces cuando de la oscuridad del interior surgió un ronco susurro que inexplicablemente heló la sangre en las venas al visitante.
-Déjale entrar, Tony -dijo la voz . Si hemos de hablar, tan bueno es este momento como cualquier otro.
Pero por inquietante que resultara aquel susurro, peor fue lo que siguió. La madera del suelo crujió y el hombre que acababa de hablar se hizo visible. El dueño de aquella voz extraña y resonante no era otro que Charles Dexter Ward.
La minuciosidad con que el doctor Willett grabó en su memoria la conversación de aquella tarde, se debe a la importancia que él atribuye a este período en particular, pues en su opinión se había efectuado un cambio vital en la mente del joven Ward que, según él, hablaba ahora a través de un cerebro muy distinto de aquél que había visto desarrollarse a lo largo de veintiséis años. La controversia con el doctor Lyman le había obligado a ser muy especifico y fijaba el comienzo de la enfermedad mental de Charles precisamente en la época en que sus padres habían comenzado a recibir aquellas notas mecanografiadas. Lo cierto es que éstas no correspondían al estilo habitual del joven, ni siquiera al de aquella desesperada misiva que escribiera al doctor Willett. Respondían a un estilo raro y arcaico, como si el desquiciamiento mental del autor hubiera dado rienda suelta a una serie de tendencias e impresiones adquiridas inconscientemente durante el período juvenil de afición a las antigüedades. Se evidenciaba en ellas un fuerte deseo de modernidad, pero el espíritu, y a veces hasta el lenguaje, pertenecen indiscutiblemente al pasado, ese pasado que se hizo también evidente en la actitud y los gestos de Ward cuando recibió al doctor en aquel sombrío bungalow. Se inclinó, señaló un asiento a Willett y empezó a hablar bruscamente en aquel extraño susurro en que, al parecer, se sintió obligado a explicar.
-Me está afectando mucho a los pulmones -comenzó-, este relente del río. Tendrá que disculpar usted mi ronquera. Supongo que le ha enviado mi señor padre con el fin de que averigüe qué me ocurre, y espero que no le dirá nada que pueda alarmarle.
Willett estudió aquel tono enronquecido con sumo interés, pero aún prestó mayor atención al rostro de su interlocutor. Experimentaba la sensación de que en aquella escena había algo de anormal y recordó lo que la familia de Charles le había contado acerca de la impresión que había recibido una noche el mayordomo de la casa. Hubiera preferido que reinara un poco más de luz en la sala, pero no pidió que se descorrieran las cortinas. Se limitó a preguntar a su interlocutor qué le había impulsado a enviarle aquella angustiada carta hacia poco más de una semana.
-Precisamente iba a hablarle de eso -replicó Ward-. Como usted bien sabe tengo los nervios muy alterados y hago y digo cosas que no se me deben tener en cuenta. Más de una vez le he confiado que me hallo enfrascado en investigaciones de gran trascendencia y la importancia de tales menesteres ha llegado a trastornarme en más de una ocasión. Cualquier hombre se hubiera asustado de lo que he descubierto, pero yo pienso seguir adelante y pronto lograré lo que me proponía. Fui un necio al volver a mi casa y someterme a la vigilancia de esos guardianes. He llegado muy lejos y tengo que seguir adelante. Mi lugar está aquí. Sé que no disfruto de buena reputación entre mis vecinos y, por una debilidad, casi llegué a creer lo que dicen de mí. En lo que hago, mientras lo haga bien, no hay nada de perverso. Tenga usted la bondad de esperar seis meses y le mostraré algo que recompensará sobradamente su paciencia.
»Puedo, sí, decirle que cuento con un medio de adquirir conocimientos mucho más seguro que el que representan los libros, y dejaré que juzgue por sí mismo la importancia de lo que puedo aportar a la historia, a la filosofía y a las artes en virtud de las puertas que ante mí se han abierto. Mi antepasado había logrado traspasarlas cuando aquellos estúpidos entrometidos vinieron a asesinarle. Pero esta vez no ocurrirá nada semejante. Le ruego que olvide todo lo que le escribí y que no tema este lugar ni nada de lo que encierra. El doctor Allen es un hombre excelente y le debo una disculpa por todo lo que le dije acerca de él. Ojalá estuviera aquí, pero su presencia era indispensable en otra parte. Su celo es igual al mío en todo lo que a nuestra investigación concierne, y su ayuda me resulta inapreciable.
Ward hizo una pausa y el doctor apenas supo que decir ni qué pensar. Sintió un profundo desconcierto al oír a su interlocutor repudiar con tanta calma la carta que le había dirigido y, sin embargo, en su fuero interno, estaba convencido de que si bien las palabras que acababa de escuchar eran extrañas, ajenas a quien las pronunciaba e indudablemente producto de una mente desquiciada, la misiva en cambio era trágica por su autenticidad y la semejanza que guardaba con el Charles Ward que él conocía. Trató de desviar la conversación hacia otros derroteros recordando al joven algunos acontecimientos pasados que pudieran restablecer la atmósfera de familiaridad en que transcurrían siempre sus encuentros, pero sus intentos obtuvieron unos resultados realmente grotescos. Lo mismo les ocurrió posteriormente a todos los alienistas. Una parte importante de las imágenes mentales de Ward, principalmente las relacionadas con los tiempos modernos y su propia vida, se había borrado totalmente de su cerebro, en tanto que el conocimiento del pasado que acumulara durante su juventud había surgido de lo más profundo de su subconsciente para devorar todo lo contemporáneo y personal. La información que demostraba poseer el joven acerca del pretérito era de naturaleza anormal y francamente estremecedora y, en consecuencia, hacía lo posible por ocultarla. Pero cada vez que Willett mencionaba algún tema favorito de su época de estudiante de tiempos pasados, aclaraba el joven la cuestión con un lujo de detalles inconcebible en ningún mortal y que hacía al doctor estremecerse.
No era normal saber cómo se le había caído exactamente la peluca al inclinarse hacia delante al actor que hacía el papel de juez en la representación que ofrecieron los alumnos de la Academia de Arte Dramático del señor Douglas, situada en King Street, el 11 de febrero de 1762, jueves por cierto, ni que los actores cortaron de tal modo el texto de la obra de Steele, El Amante consciente, que el público casi se alegró cuando las autoridades, impulsadas por sus creencias baptistas, cerraron el teatro dos semanas más tarde. El hecho de que la diligencia de Thomas Sabin, que hacía la ruta de Boston, fuera «incómoda hasta la exageración», podían mencionarlo cartas de la época, pero, ¿qué erudito en su sano juicio podía afirmar que el chirrido que producía la muestra de la taberna de Epenetus Olney (la corona de colores chillones que había colgado cuando decidió dar al local el nombre de Café Real) sonaba exactamente igual a las primeras notas de esa pieza de jazz que transmitían ahora todas las radios de Pawtuxet?
Ward, sin embargo, no se dejó llevar demasiado por aquel camino. Los temas modernos y personales los rechazaba de raíz, en tanto que los referentes al pasado, aun siendo más de su agrado, parecían aburrirle. Evidentemente, lo único que deseaba era que su visitante quedara lo bastante satisfecho como para que se fuera sin intención de regresar . A este fin se ofreció a enseñarle a Willett la casa, e inmediatamente le acompañó en un recorrido de todas las habitaciones, desde la bodega hasta el desván. Willett, que examinaba todo atentamente, observó que los libros eran demasiado pocos y demasiado vulgares para haber llenado los amplios espacios vacíos de la biblioteca de la casa de Ward, y que el llamado «laboratorio» no era más que una especie de decorado. Evidentemente, había otra biblioteca y otro laboratorio en otra parte, aunque era imposible decir dónde. Esencialmente derrotado en la búsqueda de algo que no podía precisar, Willett regresó a la ciudad antes del anochecer y contó al señor Ward todo lo sucedido. Convinieron ambos en que el joven había perdido la razón, pero decidieron no tomar por el momento ninguna medida drástica. Por encima de todo, convenía que la señora Ward ignorara aquellas tristes circunstancias, aunque algo debían hacerle sospechar las extrañas notas mecanografiadas que recibía de su hijo.
El señor Ward decidió visitar en persona al joven presentándose de improviso en el bungalow. Una noche, el doctor Willett le acompañó en automóvil hasta las inmediaciones de la casa y esperó pacientemente su regreso. La sesión fue larga, y el padre volvió de ella entristecido y perplejo. La recepción de que fue objeto fue muy semejante a la que había hallado Willett, con la diferencia de que esta vez Charles tardó un tiempo considerable en aparecer desde que el visitante se hubo abierto paso hasta el vestíbulo y despedido al portugués con su imperiosa exigencia. En el comportamiento de su hijo no hubo el menor rasgo de amor filial. No había apenas luz en la estancia en que se celebró la entrevista, pero el joven se quejó de que la claridad le molestaba enormemente. No habló en voz alta en ningún momento pretextando que le dolía mucho la garganta, pero en su ronco susurro había algo tan inquietante que el señor Ward no logró sobreponerse a la impresión que le causara.
Definitivamente unidos para hacer todo lo posible por devolver al joven Charles la salud mental, Ward y el doctor Willett comenzaron a reunir datos sobre el caso. Lo primero que estudiaron fueron las habladurías que corrían por Pawtuxet, cosa que resultó bastante fácil ya que ambos tenían buenos amigos por aquellos contornos. El doctor Willett recogió la mayor parte de los rumores, ya que la gente hablaba más francamente con él que con el padre del personaje en cuestión, y de todo lo que oyó pudo colegir que la vida del sucesor de Ward era realmente extraña. Casi todos los habitantes de Pawtuxet relacionaban el bungalow con la oleada de vampirismo del año anterior, y las idas y venidas nocturnas de los camiones que a él se dirigían, eran objeto de suspicaces comentarios. Los comerciantes locales hablaban con extrañeza de los pedidos que hacía el criado mulato, y en especial de las grandes cantidades de carne y de sangre fresca que encargaba a dos carniceros de las inmediaciones. Para una casa en la que sólo vivían tres personas, aquellos pedidos resultaban completamente desproporcionados.
Luego estaba el asunto de los ruidos subterráneos. Los informes acerca de ellos fueron más difíciles de recoger, pero una vez reunidos se vio que todos coincidían en ciertos detalles básicos. Eran, sin duda alguna, de naturaleza ritual, sobre todo cuando el bungalow estaba a oscuras. Desde luego, podían proceder de la bodega, pero los rumores insistían en que había criptas más profundas y más amplias. Recordando las antiguas habladurías acerca de las catacumbas de Joseph Curwen y dando por sentado que el joven, guiándose por alguno de los documentos encontrados junto con el cuadro había elegido el bungalow por hallarse éste emplazado exactamente en el lugar donde se alzara la granja de su antepasado, buscaron afanosamente la puerta que se mencionaba en los viejos manuscritos y que, según éstos, debía hallarse muy próxima a la orilla del río. En cuanto a la opinión general sobre los habitantes del bungalow, no cabía duda de que el mulato portugués era sencillamente detestado, el barbudo doctor temido, y el joven erudito profundamente aborrecido. Durante las últimas dos semanas, Charles había cambiado mucho, decían. Había renunciado a sus intentos por mostrarse agradable y en las pocas ocasiones en que se aventuraba a salir al exterior, hablaba únicamente con un susurro ronco y extrañamente repelente.
Tales fueron los cabos y fragmentos de información que lograron reunir por aquí y por allá el señor Ward y el doctor Willett. Basándose en ellos mantuvieron serias y prolongadas conferencias en que se esforzaron ambos por ejercitar al máximo sus dotes de deducción, inducción e inventiva y trataron de relacionar todos los hechos conocidos de la vida del joven, incluida la angustiosa carta que el médico se había decidido a mostrar al fin, con la escasa documentación de que disponían acerca de Joseph Curwen. Habrían dado cualquier cosa por poder echar una ojeada a los documentos que Charles había encontrado, pues era evidente que la clave de la locura del joven radicaba en lo que éste había descubierto acerca del siniestro mago y sus actividades.


4

Y, sin embargo, el siguiente acontecimiento decisivo en aquel caso tan singular no sobrevino como consecuencia de ninguna medida adoptada ni por el señor Ward ni por el médico. Uno y otro, desconcertados y confundidos por una sombra demasiado informe e intangible para poder combatirla, habían permanecido con los brazos cruzados, como quien dice, mientras las notas mecanografiadas que el joven Ward seguía dirigiendo a sus padres, se hacían cada vez más espaciadas. Pero llegó el día primero de mes, con sus acostumbrados ajustes financieros, y los empleados de ciertos bancos comenzaron a menear la cabeza extrañados y a telefonearse unos a otros. Varios de ellos, que conocían a Charles Ward sólo de vista, se presentaron en el bungalow para preguntarle por qué todos los cheques que habían recibido de él recientemente presentaban una burda falsificación de su firma, a lo que Ward respondió que durante las últimas semanas su mano se había visto tan afectada por un shock nervioso que le resultaba imposible seguir escribiendo normalmente, argumento que no logró tranquilizar a sus interlocutores tanto como él hubiera deseado. Dijo también poder demostrar la verdad de su afirmación por el hecho de que se había visto obligado a mecanografiar todas las cartas, incluso las que dirigía a sus padres, como estos podrían confirmar.
Lo que sorprendió e intrigó a los visitantes no fue aquella explicación, que ni carecía de precedente ni resultaba especialmente sospechosa, ni tampoco las habladurías que corrían por Pawtuxet y cuyos ecos habían llegado a sus oídos. Lo que llamó su atención fue que el confuso razonamiento del joven revelaba un olvido total de importantes transacciones financieras de las que se había ocupado en persona hacía sólo un par de meses. Algo muy raro había en todo aquello, ya que a pesar de la aparente coherencia de sus palabras existía un mal disfrazado desconocimiento de detalles de vital importancia. Por otra parte, aunque ninguno de aquellos hombres conocía a Ward íntimamente, no pudieron dejar de observar el cambio que se había operado en su lenguaje y en sus modales. Habían oído comentar su afición a la historia, pero jamás habían visto a un erudito de esa clase utilizar el habla y los gestos correspondientes a una época pretérita. Aquella combinación de ronquera, parálisis parcial de las manos, pérdida de memoria y alteración de la conducta y del habla, sólo podía significar que el joven estaba enfermo de gravedad y, en consecuencia, decidieron que se imponía conferenciar urgentemente con el padre del infortunado joven.
El 6 de marzo de 1928 se celebró una seria y prolongada reunión en la oficina del señor Ward, después de la cual éste acudió desolado a consultar al doctor Willett. Examinó el médico las extrañas firmas de los cheques y las comparó mentalmente con la caligrafía de la última carta que había recibido de Charles. Desde luego el cambio era radical y profundo aunque en la nueva escritura no dejaba de haber algo siniestramente familiar. Los rasgos tenían una clara tendencia arcaizante y eran completamente distintos a los que el joven había utilizado siempre. Pero lo más curioso del caso era que el doctor Willett tenía la sensación de haberlos visto anteriormente. En conjunto, era evidente que Charles estaba loco y, puesto que no se hallaba en condiciones ni de administrar su fortuna ni de mantener un trato normal con el resto de la sociedad, debía tomarse rápidamente alguna medida para su internamiento y posible curación. Fue entonces cuando se llamó a consulta a los alienistas Peck y Waite, de Providence, y Lyman, de Boston. El señor Ward y el doctor Willett les informaron exhaustivamente del caso y juntos examinaron todos los libros y documentos que el joven había dejado en su biblioteca a fin de averiguar cuáles eran los que se había llevado y deducir de ello cómo había evolucionado su pensamiento. Después de revisarlo todo cuidadosamente y de analizar la carta que el joven había escrito al doctor Willett, convinieron los alienistas en que los estudios de Charles Ward habían sido de una naturaleza capaz de trastornar a cualquier intelecto normal. Habrían querido examinar los volúmenes y documentos que tenía entonces el joven en su posesión, pero sabían que eso sólo podrían conseguirlo tras una terrible escena y ni así estaban seguros de poder lograrlo. Willett se entregó al estudio del caso con febril energía. Fue entonces cuando obtuvo la declaración de los obreros que habían presenciado el hallazgo de los documentos tras el retrato de Curwen y cuando averiguó el verdadero significado de la mutilación de los periódicos llevada a cabo por el joven, pues acudió a los archivos del Journal y allí pudo averiguar cuál era el contenido de los artículos en cuestión.
El jueves ocho de marzo, los doctores Willett, Peck, Lyman y Waite acompañados por el señor Ward, visitaron al joven sin ocultarle el propósito de su visita y sometieron al que ya consideraban su paciente a un minucioso interrogatorio. Charles, a pesar de que tardó bastante tiempo en acudir a su presencia y cuando lo hizo llegó con las ropas impregnadas por los fétidos olores de su laboratorio, no se mostró recalcitrante en modo alguno. Admitió sin reservas que su memoria y su equilibrio nervioso se habían visto afectados por su apasionada dedicación a estudios muy complejos. No ofreció resistencia cuando los visitantes insistieron en que debía cambiar de alojamiento y, aparte de la pérdida de la memoria, manifestó un alto grado de inteligencia. Su comportamiento hubiera engañado por completo a los alienistas de no haber sido por la tendencia arcaizante de su lenguaje y por el hecho de que las ideas antiguas habían sustituido en su cerebro a las modernas, lo cual indicaba sin lugar a dudas una flagrante anormalidad mental. De su trabajo no dijo más que lo que había dicho anteriormente a su familia y al doctor Willett, y en cuanto a la extraña carta que había escrito hacía un mes, la atribuyó a los nervios y a la histeria. Insistió en que no había en su sombrío bungalow más laboratorio ni biblioteca que los visibles y se negó a explicar la ausencia en la casa de los olores que permeaban su ropa. Las murmuraciones del vecindario las atribuyó a la imaginación colectiva impulsada por una curiosidad frustrada. En cuanto al paradero del doctor Allen, dijo no tener libertad para afirmar nada concreto, pero aseguró a sus visitantes que el barbudo extranjero de gafas oscuras regresaría cuando fuera necesario. Al despedir al estólido mulato, el cual resistió sin parpadear el interrogatorio a que le sometieron los visitantes, y al cerrar el bungalow que parecía albergar oscuros secretos, Ward no manifestó el menor nerviosismo aparte de una tendencia apenas perceptible a detenerse a escuchar, como si tratara de percibir algún sonido muy débil. Le animaba al parecer una tranquila resignación filosófica, como si juzgara aquel traslado un incidente sin importancia decisiva. Era evidente que confiaba en salir con bien de la prueba a que iba a ser sometido. Se decidió no informar a su madre de lo ocurrido; el señor Ward seguiría enviándole notas mecanografiadas en nombre de su hijo. Ward ingresó en la apacible clínica particular del doctor Waite, situada en un pintoresco lugar de la isla de Conanicut, en plena bahía, donde fue sometido a rigurosa observación y fue interrogado por todos los médicos relacionados con el caso. Fue entonces cuando se descubrieron las anomalías físicas que presentaba: la lentitud de su metabolismo, la curiosa estructura molecular de su epidermis y la desproporción de sus reacciones nerviosas. El doctor Willett fue el más desconcertado de todos los que le examinaron, ya que por haber asistido a Ward desde que éste viniera al mundo podía apreciar mejor que sus colegas el alcance de aquel proceso de alteración física. Incluso la marca de nacimiento que tuviera siempre en la cadera había desaparecido, al mismo tiempo que se había formado en su pecho una especie de verruga o mancha alargada negra que llevó a Willett a preguntarse si habría asistido el joven a alguna de aquellas ceremonias que, según se decía, celebraban las brujas en parajes agrestes y solitarios y en las cuales se marcaba a los asistentes. A la mente del doctor acudió inevitablemente el recuerdo de cierto fragmento de la transcripción de un juicio celebrado en Salem, fragmento que Charles le había mostrado en la época anterior a su demencia y que decía: «El señor G. B. impuso aquella noche la Marca del Diablo a Bridget S., Jonathan A., Simon O., Deliverance W., Joseph C., Susan P., Mehitable C. y Deborah B.» También el rostro de Charles le inquietaba horriblemente hasta que por fin descubrió la causa de aquella impresión. Sobre el ojo derecho del joven había una marca que hasta entonces nunca había visto allí: una pequeña cicatriz exactamente igual a la que viera un día en el retrato de Joseph Curwen y que quizá fuera resultado de alguna espantosa inoculación ritualista a la cual se hubieran sometido ambos en una etapa determinada de sus investigaciones en el campo del ocultismo.
Mientras Willett intrigaba de esta forma a todos los médicos del hospital, se seguía manteniendo una estrecha vigilancia sobre la correspondencia dirigida al paciente o al doctor Allen, correspondencia que se entregaba religiosamente al señor Ward. Willett había predicho que aquella vigilancia resultaría inútil, porque lo más probable era que cualquier información vital que alguien quisiera transmitir a cualquiera de los dos habría de llegar por medio de un mensajero, pero lo cierto es que a finales de marzo llegó una carta de Praga dirigida al doctor Allen que dio mucho que pensar al doctor y al padre de Charles. La caligrafía era muy arcaica, y aunque evidentemente la misiva no había sido escrita por un extranjero, no estaba tampoco redactada en inglés moderno. Decía:

Kleinstrasse, 11
Alstadt, Praga
11, febrero de 1928

Hermano en Almousin-Metraron:
En este día recibo noticia de lo que se elevó de las Sales que envié a su merced. No era ése el resultado que esperaba. de lo cual se deduce que las lápidas habían sido cambiadas cuando Barnabus envió el Espécimen. Ocurre esto a menudo, como sabrá su merced por lo ocurrido con lo hallado en la Capilla Real en 1769 y en el Cementerio Viejo en 1690. Cosa muy semejante ocurrióme en Egipto 75 años ha, de lo cual me vino la cicatriz que viera el Muchacho en 1924. Encarezco de nuevo a su merced lo que le aconsejé tiempo ha, que ejercite gran cautela y no llame a su presencia, ni a partir de las Sales ni de más allá de las Esferas, a nadie que no pueda hacer desaparecer. Tenga siempre su merced preparada la Invocación necesaria para ello y nunca confíe hasta estar bien seguro de Quién ha requerido a su presencia. Cambiadas suelen estar las lápidas en nueve de cada diez tumbas y conveniente es desconfiar hasta que se ha empezado a interrogar. Igualmente en el día de hoy recibí noticia de H. quien se ha visto en grandes dificultades con los soldados. Laméntase de que Transilvania haya pasado a manos de Rumania y trasladaríase a otro lugar si no abundara tanto su Castillo en lo que ya sabemos. No tardará en recibir noticias suyas. Envío a su merced algo encontrado en una Tumba de Oriente y que habrá de complacerle en gran manera, y reitero mi deseo de disponer de B. F. si puede procurármelo. Conoce a G. en Filadelfia mejor que yo. Utilícelo primero si así lo desea, pero no hasta tal punto que provoque su enojo, pues finalmente, habré de interrogarle yo también.

Yog-Sothoth Neblod Zin
Simon O.

J. C.
Providence


El señor Ward y el doctor Willett quedaron profundamente desconcertados ante la increíble muestra de locura que constituía aquella carta. Sólo por grados consiguieron asimilar su posible significado. ¿De modo que había sido el doctor Allen y no Charles el cerebro dominante en Pawtuxet? Eso podría explicar la angustiada referencia a Allen en la última carta que escribiera el joven. Pero, ¿qué pensar en cuanto al hecho de que la carta fuera dirigida a J. C.? Sólo cabía hacer una deducción, pero hasta las monstruosidades tienen un límite. ¿Quién sería Simon O.? ¿El anciano a quien Charles había visitado en Praga cuatro años antes? Tal vez, pero evidentemente había existido siglos antes otro Simon O., Simon Orne, por otro nombre Jedediah de Salem, desaparecido en 1771 y cuya peculiar caligrafía acababa de reconocer en la misiva el doctor Willett gracias a las copias de las fórmulas de Orne que Charles le había mostrado en cierta ocasión. ¿Qué horrores y misterios, qué contradicciones y violaciones de las leyes de la naturaleza habían vuelto después de siglo y medio a turbar la paz de la antigua Providence dormida entre torres y chapiteles?
El padre y el anciano médico, sin saber qué hacer ni qué pensar, fueron a visitar a Charles al hospital y le interrogaron con la mayor delicadeza posible acerca del doctor Allen, de su viaje a Praga y de lo que sabía sobre Simon o Jedediah Orne, de Salem. El joven respondió cortésmente a todas sus preguntas sin comprometerse, limitándose a decir con un ronco susurro que había descubierto que el doctor Allen poseía extraordinarias dotes para ponerse en contacto con los espíritus del pasado y que suponía que quienquiera que fuese su corresponsal de Praga debía poseer las mismas dotes. Al salir de la clínica, el doctor Willett y el señor Ward cayeron en la cuenta de que los interrogados había sido ellos en realidad, ya que sin revelar nada especial acerca de sí mismo, el joven les había sonsacado hábilmente acerca del contenido de la carta procedente de Praga.
Los doctores Peck, Waite y Lyman por su parte se mostraron muy poco inclinados a conceder importancia a la extraña correspondencia que mantenía el compañero del joven Ward. Sabían de la tendencia propia de excéntricos y monomaníacos a relacionarse entre sí y creyeron sencillamente que Charles o Allen habían trabado amistad con algún loco expatriado, un individuo que probablemente había tenido ocasión de ver la caligrafía de Orne y la imitaba con el fin de hacerse pasar por reencarnación de aquel misterioso personaje. Quizá el doctor Allen fuera un caso similar y hubiera logrado convencer al joven de que se había reencarnado en él el espíritu de su antepasado Joseph Curwen. No era la primera vez que ocurrían cosas semejantes y, basándose en esos antecedentes, descartaron los testarudos doctores la creciente inquietud del doctor Willett con respecto a la escritura de su paciente, pues creía el buen médico haber hallado al fin la explicación de la extraña familiaridad que encontraba en aquella escritura y que no se debía a otra cosa que a la semejanza que guardaba con la caligrafía del propio Curwen. Consideraron los alienistas aquella semejanza como propia de una fase imitativa característica del tipo de manía que padecía el joven, y se negaron a concederle importancia, ni en sentido positivo ni afirmativo. Ante la prosaica actitud de sus colegas, Willett aconsejó al señor Ward que no les mostrara la carta que llegó de Rakus, Transilvania, el día 2 de abril, dirigida al doctor Allen, y que mostraba una caligrafía tan semejante a la del volumen en clave de Hutchinson que el padre y el médico se detuvieron unos instantes, espantados, antes de abrir el sobre. Decía la carta:

Castillo de Ferenczy
7 de marzo de 1928

Querido C.:
Subido ha en el día de hoy un escuadrón de 20 soldados con el fin de interrogarme acerca de lo que sobre mí se murmura en el lugar. Debo pues excavar más y obrar con mayor sigilo. Son estos rumanos gente difícil, muy otra de aquellos húngaros a quienes se podía comprar con alimentos y buen vino. Envióme M. hará un mes el sarcófago de las Cinco Esfinges de la Acrópolis y por tres veces he hablado con Lo Que en él estaba inhumado. Tan luego como acabe, lo enviaré a Praga, a S. O., quien lo remitirá a su merced. Mostróse testarudo, pero ya sabemos cómo tratar a los que tal naturaleza manifiestan. Juzgo prudente en extremo su decisión de no conservar tantos Custodios que puedan ser hallados en caso de Dificultad, como bien recordará su merced por propia experiencia. Podrá así trasladarse a otro emplazamiento con más facilidad, aunque hago votos por que no se vea en tal necesidad. Mucho me alegra que no trafique tanto su merced con Los del Exterior, pues hay en ello Peligro de Muerte y no hemos olvidado lo que ocurrió cuando pidió protección a quien no quiso dársela. Mucho me felicito asimismo de que haya perfeccionado la fórmula hasta el punto de que Otro pueda recitarla con los debidos resultados. Ya Borellus anunciaba que así había de ocurrir si se pronunciaban las palabras exactas y adecuadas. ¿Usa a menudo de ellas el Muchacho? Mucho lamento que manifieste tantos escrúpulos, como ya me temí cuando le tuve aquí en mi compañía, pero confío en que su merced sabrá aplacarle, si no con Invocaciones, que sólo sirven para reducir a Aquellos que de las Sales se elevan, sí con mano fuerte, cuchillo y pistola. No son difíciles de cavar las tumbas, ni de preparar los ácidos apropiados. Informado estoy de que O. le ha prometido el envío de B. F. y mucho le encarezco me lo envíe a mi después. B. le visitará pronto y es posible que le proporcione el Objeto Oscuro hallado bajo la ciudad de Memphis. Le recomiendo que ponga el mayor cuidado en sus Invocaciones y desconfíe del Muchacho. No pasará un año antes de que podamos convocar a las Legiones Inferiores y entonces nuestro poder no tendrá límite. Ruégole que deposite en mí su confianza y recuerde que O. y yo hemos dispuesto de 150 años más que su merced para estudiar estas materias.

Nephreu-Ka nai Hadoth
E. H
J. Curwen.
Providence.

Pero si Willett y Ward se abstuvieron de mostrar aquella carta a los alienistas, no por ello dejaron de actuar por su cuenta. Ni el más sabio y erudito de los mortales podía negar que el barbudo doctor Allen, el cual había descrito Charles en su frenética carta como una monstruosa amenaza, se hallaba en estrecho contacto con dos seres inexplicables a los cuales había visitado Ward en el curso de sus viajes y que decían ser antiguos colegas de Curwen en Salem o reencarnaciones de ellos, que el doctor Allen se consideraba reencarnación del propio Joseph Curwen, y que albergaba siniestros propósitos con respecto a un «muchacho» que no podía ser otro que Charles Ward. Aquello era una pesadilla cuidadosamente planeada y, al margen de quién fuera responsable de ella, lo cierto es que Allen llevaba ahora la batuta. En consecuencia, y tras dar gracias al Cielo por el hecho de que Charles se hallara a salvo en la clínica, el señor Ward se apresuró a contratar a unos nuevos detectives para que averiguara n todo lo que pudieran acerca del barbudo doctor, en especial cuál era su procedencia, qué se sabía de él en Pawtuxet, y, a ser posible, su actual paradero. Les entregó la llave del bungalow que Charles le había dado al ingresar en la clínica y les encargó que registraran minuciosamente la habitación de Allen, la cual le había señalado su hijo cuando fueron a recoger sus objetos personales. Fue en la antigua biblioteca de Charles donde habló el señor Ward con los detectives contratados, quienes experimentaron una extraña sensación de alivio al salir de la habitación, pues parecía flotar en ella una vaga aura diabólica. Tal vez su impresión se debiera a lo que habían oído decir acerca del maligno personaje cuyo retrato colgara en una de las paredes de la biblioteca, tal vez a otra razón distinta e infundada, pero el caso es que todos creyeron detectar una especie de miasma intangible que a veces alcanzaba la intensidad de una emanación material.

Una pesadilla y un cataclismo


1

Muy poco tiempo después de ocurrir los hechos mencionados, sobrevino la espantosa experiencia que dejó una huella indeleble en el alma de Marinus Bicknell Willett y que añadió una década a la edad que aparentaba aquel hombre cuya juventud había quedado ya muy atrás. Willett había conferenciado largamente con Ward y ambos habían llegado a un acuerdo sobre diversos puntos que sin duda los alienistas juzgarían ridículos. Admitieron que existía en el mundo una asociación terrible, cuya conexión directa con una nigromancia más antigua incluso que la brujería de Salem no podía ponerse en duda. Que por lo menos dos hombres -y otro en el cual ni se atrevían a pensar- estaban en absoluta posesión de mentes o personas que existían ya en 1690 ó incluso antes, era algo asimismo indiscutiblemente demostrado, a pesar de todas las leyes naturales conocidas. Lo que aquellas espantosas criaturas -además de Charles Ward- estaban haciendo o se proponían hacer quedaba bastante claro a juzgar por sus cartas y por todos los datos, relativos al pasado y al presente, que se conocían sobre el caso. Estaban saqueando tumbas de todas las épocas, incluidas las de los hombres más sabios y eminentes de la historia, con la esperanza de extraer de sus cenizas vestigios de la conciencia y erudición que un día les animara e informara.
Un espantoso comercio tenía lugar entre aquellos seres de pesadilla que adquirían huesos ilustres con el frío cálculo del estudiante que compra un libro de texto y que creían que aquel polvo centenario había de proporcionarles un poder y una sabiduría muy superiores a las que el mundo había visto nunca concretadas en un hombre o en un grupo. Habían descubierto medios sacrílegos para mantener vivos sus cerebros, bien en sus mismos cadáveres o en cadáveres distintos, y era evidente que habían descubierto el método de reavivar y absorber la conciencia de los muertos. Por lo visto había algo de cierto en lo que escribió aquel mítico Borellus acerca de la preparación, incluso a base de restos muy antiguos, de ciertas «Sales Esenciales» capaces de reavivar la sombra de seres muertos hacía mucho tiempo. Existía una fórmula para evocar la sombra en cuestión y otra para hacerla desaparecer de nuevo, y ambas las habían perfeccionado de tal modo que ahora podían enseñar a otros a recitarlas con éxito. Pero, al parecer, era menester andarse con cuidado en las evocaciones, pues las lápidas estaban en muchos casos cambiadas.
Willett y el señor Ward se estremecían al pasar de conclusión en conclusión. Había métodos también, al parecer, para atraer presencias y voces de lugares desconocidos lo mismo que de las tumbas, proceso sobre el que había que ejercer también mucha cautela. Joseph Curwen había evocado sin duda muchas cosas prohibidas, y en cuanto a Charles... ¿qué podían pensar de él? ¿Qué fuerzas procedentes de la época de Curwen o de «más allá de las esferas» le habían alcanzado para trastornar su mente? Estaba claro que había sido impulsado a hallar ciertas instrucciones que luego había utilizado. Había hablado con cierto hombre en Praga y permanecido largo tiempo con él en las montañas de Transilvania. Y, finalmente, debía haber encontrado la tumba de Joseph Curwen. Aquel artículo del periódico y los ruidos que su madre había oído durante la noche, eran demasiado significativos para pasarlos por alto. Charles había invocado la presencia de alguien, y ese alguien había atendido a su llamada. Aquella poderosa voz que resonó en la casa el Viernes Santo y aquellos tonos distintos que se oyeron en el cerrado laboratorio del desván... ¿no constituían acaso una espantosa prefiguración del temido doctor Allen y su susurro espectral? Sí, aquello era justamente lo que el señor Ward había intuido con vago horror en la conversación que había mantenido con aquel hombre -si era tal- por teléfono.
¿Qué diabólica voz o conciencia, qué morbosa presencia o sombra espectral había acudido en respuesta a los ritos secretos que ejecutaba Charles Ward tras esa puerta cerrada? Aquella discusión en que se distinguieron claramente las palabras «debe permanecer rojo tres meses». ¡Santo Cielo: ¿No había sido por entonces cuando había estallado la ola de vampirismo, cuando se había profanado la tumba de Ezra Weeden, cuando se habían oído gritos terribles en Pawtuxet? ¿Qué mente había planeado la venganza y había vuelto a descubrir la sede abandonada de antiguas blasfemias? Y luego el bungalow, y el forastero barbudo, y las murmuraciones y el miedo. Ni el señor Ward ni Willett podían explicarse la locura final de Charles, pero estaban convencidos de que la mente de Joseph Curwen había regresado a la tierra y continuaba su siniestra labor. ¿Era realmente una posibilidad la posesión demoníaca? Allen indudablemente tenía que ver con todo aquel asunto y los detectives tenían que averiguar algo más acerca de aquel hombre cuya existencia amenazaba la vida del joven. Entretanto, puesto que la existencia de una vasta cripta bajo el bungalow estaba virtualmente demostrada, habían de procurar encontrarla, y con tal fin Willett y el doctor Ward, conscientes de la actitud escéptica de los alienistas, decidieron llevar a cabo una exploración minuciosa y sin precedentes del bungalow, para lo cual acordaron encontrarse allí a la mañana siguiente provistos de herramientas y accesorios apropiados para la tarea que pensaban llevar a cabo.
La mañana del seis de abril amaneció clara y los dos exploradores se encontraron a las diez en punto en el lugar acordado Abrieron con la llave del señor Ward y efectuaron un registro superficial del edificio. Del desorden que reinaba en la habitación del doctor Allen, dedujeron que los detectives ya habían hecho acto de presencia allí, y el señor Ward manifestó su esperanza de que hubieran encontrado alguna pista valiosa, Desde luego, lo más interesante era la bodega, de modo que los exploradores descendieron a ella sin mas dilación, recorriendo el mismo camino que cada uno de ellos había seguido por separado en compañía de Charles.
El suelo de tierra y las paredes de piedra de la bodega tenían un aspecto tan macizo e inocente, que la idea de que allí pudiera haber una abertura resultaba casi absurda. Willett reflexionó sobre el hecho de que la bodega actual había sido excavada en la ignorancia de que por debajo de ella existieran unas catacumbas, y que, por lo tanto, el pasadizo que comunicara con ellas, si es que lo había, tenía que ser obra del joven Ward y sus compañeros.
El doctor trató de ponerse en el lugar de Charles con el fin de averiguar cuál podría haber juzgado éste el lugar más propicio para dar comienzo a las excavaciones, pero el método no aportó ninguna inspiración. Se decidió después por el sistema de eliminación y examinó detenidamente toda la superficie del subterráneo en sentido vertical y horizontal, pulgada a pulgada. Las posibilidades quedaron así reducidas a una pequeña plataforma que había delante de los lavaderos, la cual ya había tratado de levantar anteriormente. Ahora, probando en todos los sentidos y ejerciendo doble presión, acabó por descubrir que la plataforma giraba y se deslizaba horizontalmente sobre un eje situado en una esquina. Debajo de la plataforma apareció una superficie de hormigón y lo que parecía ser una boca de acceso a niveles inferiores cubierta por una trampa de hierro hacia la cual se lanzó inmediatamente el señor Ward con excitado celo. No le costó mucho alzarla, y apenas lo había hecho cuando el doctor Willett reparó en el extraño aspecto que mostraba su acompañante. Oscilaba y cabeceaba como presa de un fuerte mareo provocado, como pronto descubrió el doctor, por la corriente de aire fétido que surgía de aquel agujero, Un momento después había caído al suelo desvanecido y el doctor Willett trataba de reanimarle rociándole el rostro con agua fría. El señor Ward reaccionó débilmente, pero era indudable que el aire pestilente de la cripta le había afectado seriamente. Willett, que no deseaba correr ningún riesgo inútil, se dirigió apresuradamente a Broad Street en busca de un taxi, en el cual envió a casa a su compañero sin prestar oídos a sus débiles protestas. Luego, sacó una linterna eléctrica, se tapó la boca y la nariz con una venda de gasa esterilizada y se dispuso a bajar a las profundidades recién descubiertas. La fetidez que emanaba de aquel agujero parecía haber amainado un poco, y así pudo arrojar el haz de luz de la linterna al interior. Se trataba, vio, de un pozo cilíndrico de paredes de cemento y escalerilla de hierro que iba a terminar en un tramo de viejos escalones de piedra, los cuales debieron emerger originalmente a la superficie un poco más al sur del actual edificio.
Willett admite francamente que, durante unos momentos, el recuerdo de lo que había oído acerca de Curwen le impidió descender a aquel maldito agujero. No pudo evitar pensar por unos segundos en lo que Luke Fenner había escrito sobre aquella monstruosa noche postrera. Luego, el sentido del deber se impuso a su miedo, y bajó llevando una gran maleta en la que pensaba guardar los papeles que pudiera encontrar. Lentamente, como correspondía a un hombre de su edad, bajó las escalerillas de hierro y llegó a los resbaladizos peldaños del fondo. La linterna le reveló que la mampostería era muy antigua, y sobre las paredes rezumantes de humedad vio el insalubre musgo acumulado durante siglos. Los peldaños profundizaban en las entrañas de la tierra, no en espiral, sino en tres bruscos giros, y entre tales angosturas que apenas había espacio en aquel pasadizo para dos hombres. Llevaba contados unos treinta escalones, cuando llegó a sus oídos un leve sonido. A partir de ese momento, ya no pudo contar más.
Era un sonido impío, uno de esos insidiosos ultrajes de la naturaleza que no tienen razón de ser. Calificarlo de lamento opaco, de gemido de un condenado, o de aullido desesperanzado en que se aunaban la angustia y el dolor de una carne sin mente, no habría bastado para describir su calidad esencial de repugnante ni para explicar el espanto que despertaba en el espíritu. ¿Era aquello lo que Ward se había detenido a escuchar el día que se lo llevaron del bungalow? Era el sonido más impresionante que Willett había oído en su vida. Procedía de algún lugar indeterminado y siguió oyéndolo mientras llegaba al pie de la escalera y proyectaba la luz de su linterna sobre las paredes de un pasadizo cubierto de cúpulas ciclópeas y taladrado por numerosos arcos negros. El vestíbulo en el cual se hallaba ahora tenía unos catorce pies de altura y unos diez o doce de anchura. El pavimento era de losas toscamente talladas y las paredes y el techo de mampostería revocada. Era imposible calcular su longitud, pues se prolongaba hacia delante hundiéndose en la oscuridad. Algunos de los arcos tenían una puerta de tipo colonial mientras que otros carecían de ella.
Sobreponiéndose al miedo que despertaban en él la fetidez y los extraños gemidos, Willett comenzó a explorar aquellos arcos uno por uno, hallando tras ellos sendas estancias de regulares dimensiones y bóveda de piedra, estancias aparentemente dedicadas a los más extraños usos. La mayoría de ellas tenían chimeneas cuyo diseño habría podido ser objeto de un interesante estudio de ingeniería. Willett no había visto nunca instrumentos, o atisbos de instrumentos, como los que allí surgían a cada paso entre el polvo y las telarañas acumulados durante siglo y medio, en muchos casos evidentemente destrozados por los antiguos asaltantes de la granja. La mayoría de las estancias no parecían haber sido holladas por pies modernos y debían corresponder a las fases más primitivas de los experimentos de Joseph Curwen. Finalmente, llegó a una habitación más moderna, o al menos de reciente ocupación. Había en ella estufas de petróleo, estanterías de libros, mesas, sillas, armarios y un escritorio en el cual se amontonaban revistas y libros, tanto viejos como nuevos. Había en varios lugares candelabros y lámparas de aceite, y Willett, tras encontrar una caja de fósforos, encendió las que estaban preparadas para su uso.
La luz reveló, sin lugar a dudas, que aquella estancia era nada menos que el estudio o biblioteca de Charles Ward. Buena parte de los libros y muebles que encontró allí el doctor procedían de la mansión de Prospect Street. La sensación de familiaridad que recibió fue tan intensa que casi olvidó el hedor y los extraños sonidos, los cuales eran allí más intensos de lo que habían sido al pie de la escalera. Su primera tarea, tal como había proyectado, consistió en buscar y recoger todos los documentos que parecieran de vital importancia y de un modo especial los que Charles había descubierto detrás del retrato de Joseph Curwen en la casa de Olney Court. Mientras rebuscaba entre papeles y documentos, alcanzó a vislumbrar las proporciones de la tarea que iba a representar el clasificar y descifrar todo aquel material, pues archivo tras archivo estaban todos atestados de papeles que mostraban curiosos dibujos y caligrafías cuyo estudio exigiría meses, si no años, de trabajo. En un momento dado encontró varios paquetes de cartas con matasellos de Praga y de Rakus y que mostraban la escritura característica de Orne y de Hutchinson, todo lo cual dejó a un lado para llevárselo con él después en la maleta.
Al fin, en un secreter de caoba que en otros tiempos había adornado el hogar de los Ward, descubrió Willett los documentos de Curwen, los cuales reconoció por habérselos mostrado Charles en una ocasión muy brevemente. El joven los había conservado juntos tal y como estaban cuando los encontró, pues allí estaban todos los títulos que recordaban los obreros que habían presenciado el hallazgo, exceptuando los documentos dirigidos a Orne y a Hutchinson y la clave para descifrarlos. Willett lo metió todo en la maleta y continuó la búsqueda. Dado que lo más importante era el estado actual del joven Ward, centró su investigación en el material más nuevo y fue entonces cuando descubrió un hecho curioso: que los manuscritos más recientes de puño y letra de Charles se remontaban a dos meses antes. Había, en cambio, resmas y resmas de hojas cubiertas de símbolos y fórmulas, notas históricas y comentarios filosóficos escritos con una caligrafía absolutamente idéntica a la que mostraban los antiguos escritos de Joseph Curwen, aunque eran evidentemente modernas. Estaba claro que en fechas recientes Charles se había dedicado a imitar la caligrafía de su antepasado alcanzando en ello una maravillosa perfección. De una tercera mano, que podía haber sido la de Allen, no había el menor rastro. Si es que era el cerebro rector, debió obligar al joven a que actuara como amanuense suyo.
Entre aquel material nuevo, una fórmula mística o, mejor dicho, un par de fórmulas, aparecían con tanta frecuencia que Willett se las sabía de memoria antes de dar por terminada su búsqueda. Consistían en dos columnas paralelas, la de la izquierda encabezada por el símbolo arcaico conocido con el nombre de «Cabeza de Dragón» y utilizado en almanaques para señalar el nodo ascendente, y precedida la de la derecha por el signo correspondiente a la «Cola de Dragón» o nodo descendente. De forma casi inconsciente cayó en la cuenta el doctor de que los símbolos de la segunda columna eran los de la primera pero escritos al revés, exceptuando los monosílabos finales y el extraño nombre de Yog-Sothoth, el cual había aprendido a distinguir del resto de las fórmulas relacionadas con aquel horrible asunto. De que eran éstas exactamente las que aquí se reproducen, responde el doctor Willett, en cuya memoria despertó la primera un eco extrañamente desagradable que identificó después cuando recordó los acontecimientos del horrible Viernes Santo del año anterior.


Y’AI’NG’NGAH
YOG-SOTHOTH
H’EE - L’GEB
F’AI THRODOG
UAAAH

OGTHROD AI’F
GEB’L -EE’H
YOG-SOTHOTH
‘NGAH’NG AI’Y
ZHRO

Con tanta frecuencia se repetían las fórmulas que sin darse cuenta el doctor comenzó a recitarlas en voz baja. Al fin creyó haber encontrado todos los documentos que por el momento necesitaba y decidió no examinar ninguno más hasta que pudiera traer a todos los escépticos alienistas en masa y llevar a cabo con ellos una investigación más amplia y sistemática. Tenía que encontrar aún el laboratorio oculto, de modo que, dejando su maleta en la estancia iluminada, volvió a internarse en el oscuro pasadizo en cuyas bóvedas seguían resonando sin cesar aquellos apagados y espantosos lamentos.
Las estancias contiguas estaban abandonadas o llenas de cajones rotos y ataúdes de plomo de aspecto ominoso, pero no pudo por menos de impresionarle la magnitud de la tarea que allí había llevado a cabo Curwen. Pensó en los esclavos y marineros que habían desaparecido, en las tumbas profanadas en todas partes del mundo, y en lo que debió ser aquella expedición final contra la granja, y decidió que era mejor no recordar más aquello. De pronto se encontró ante una gran escalera de piedra que, según dedujo, debía conducir a uno de los edificios contiguos a la granja, tal vez a aquel famoso edificio de piedra dotado de estrechas troneras en vez de ventanas. La fetidez y los extraños lamentos aumentaron de intensidad. Willett comprobó que había llegado a un amplio espacio abierto, tan grande que la luz de su linterna no bastaba para iluminarlo, y mientras avanzaba tropezó con unas recias columnas que sostenían los arcos del techo.
Poco después llegó a un círculo de columnas agrupadas como los monolitos de Stonehenge, con un gran altar colocado en el centro sobre una base de tres peldaños. Las figuras talladas en aquel altar eran tan curiosas que Willett se acercó a estudiarlas con su linterna, pero cuando vio lo que eran, retrocedió estremeciéndose y no quiso detenerse a investigar las manchas oscuras que salpicaban la superficie superior y caían por los lados a guisa de regueros. Siguió adelante y encontró la pared opuesta perforada por unos cuantos arcos y horadada por una miríada de pequeñas celdas con verjas de hierro, en el interior de las cuales colgaban de los muros cadenas de hierro rematadas por argollas de diversos tamaños. Aquellas celdas estaban vacías, y, sin embargo, la horrible fetidez y los lúgubres lamentos continuaban asediando al doctor con más insistencia que nunca.


2

No pudo Willett apartar su atención por más tiempo de aquel espantoso hedor y de aquellos pavorosos sonidos que llegaban a aquel gran vestíbulo de columnas más claros y horribles que a cualquier otro lugar del subterráneo, y que parecían proceder de regiones aún más profundas. Antes de inspeccionar uno por uno todos los arcos en busca de una escalera que pudiera conducir hasta ellas, el doctor recorrió con el haz de luz de su linterna el enlosado suelo. A intervalos regulares, había losas taladradas por pequeños agujeros distribuidos caprichosamente, mientras que en un rincón halló una escalera de mano de la cual parecía desprenderse gran parte de aquel olor nauseabundo que lo llenaba todo. Mientras avanzaba lentamente, Willett creyó observar que los sonidos y la fetidez eran mucho más intensos encima de las losas perforadas, como si estas últimas fueran burdas trampillas que condujeran a una región del horror hundida en las entrañas de la tierra. Se arrodilló junto a una de ellas y trato de levantarla. Apenas había comenzado a intentarlo cuando los lamentos subieron de tono, y sólo sobreponiéndose a sus temblores logró el doctor Willett perseverar en su intento. Un hedor insoportable se filtraba a través de aquellos agujeros, y la cabeza comenzó a darle vueltas cuando al fin, tras apartar la losa, proyectó la luz de su linterna hacia la oscura oquedad que había quedado al descubierto.
Si esperaba encontrar un tramo de peldaños que descendieran hacia una sima de abominación, Willett quedó decepcionado, ya que lo único que pudo ver fue la pared de ladrillos de un pozo cilíndrico de una yarda y media, aproximadamente, de diámetro y desprovisto de todo medio de descenso. Mientras la luz buscaba en el fondo de aquel pozo, los lamentos se transformaron en horribles aullidos. Willett tembló, incapaz por un momento de enfrentarse con el espanto que podía acechar en aquel abismo, pero inmediatamente reaccionó, y sacando fuerzas de flaqueza reunió el valor necesario para asomarse al pozo e introducir la linterna en el interior, hasta donde le alcanzaba el brazo, para ver lo que había en el fondo. Durante unos segundos no pudo distinguir más que la viscosa pared de ladrillo cubierta de musgo que se hundía indefinidamente en aquella miasma semitangible de lobreguez, hedor y angustiado frenesí. Luego vio que algo saltaba torpe y furiosamente en el fondo del angosto foso de unos veinte o veinticinco pies de profundidad. La linterna tembló en su mano, pero miró de nuevo para ver qué clase de ser viviente podía morar en la oscuridad de aquel pozo artificial, una criatura viva abandonada allí por el joven Ward cuando los médicos se lo llevaron al hospital y, evidentemente, una de las muchas aprisionadas en los numerosos fosos excavados en la amplia caverna abovedada. Fueran lo que fuesen, no podían tenderse en tan reducido espacio. Aquellas espantosas semanas desde que su dueño les abandonara, debían haberlas pasado agazapados, saltando, gimiendo y esperando.
Pero Marinus Bicknell Willett lamentó toda su vida haber mirado de nuevo, porque a pesar de su larga experiencia como cirujano y de su veteranía en las salas de disección, desde entonces no ha vuelto a ser el mismo. Resulta difícil explicar cómo la visión de un objeto tangible y de dimensiones mensurables pudo cambiar a un hombre hasta tal punto. Lo único que podemos decir es que en torno a ciertos perfiles y entidades flota un poder de simbolismo y sugestión que actúa sobre las perspectivas de un pensador sensible y susurra terribles alusiones a oscuras relaciones cósmicas y a realidades indescriptibles que existen más allá de la ilusión protectora que supone la visión normal. Y fue uno de aquellos perfiles o entidades lo que vio Willett al mirar por segunda vez, y por unos instantes perdió la razón tanto como cualquiera de los pacientes del hospital del doctor Waite. Su mano, desprovista de pronto de fuerza muscular y coordinación nerviosa, dejó caer la linterna, pero sus oídos no llegaron a percibir el espantoso sonido de un masticar de muelas que delataba el destino que ésta había encontrado en el fondo del pozo. Gritó y gritó, y el pánico transformó su tono habitual en una voz de falsete que ni sus amigos más íntimos habrían reconocido. Al ver que no podía ponerse en pie, rodó desesperadamente sobre el húmedo pavimento al que se abrían docenas de pozos tartáreos que arrojaban a la superficie, en respuesta a sus gritos demenciales, exhaustos lamentos y horribles aullidos. Se desolló las manos sobre las ásperas losas y se golpeó la cabeza contra las numerosas columnas, pero siguió avanzando. Lentamente fue recobrando el dominio de sí mismo. Estaba empapado en sudor, sumido en un abismo de negrura y de horror, sin nada con que iluminarse y atormentado por una imagen que ya nunca podría desterrar de su memoria. Bajo sus pies, docenas de aquellos seres continuaban vivos y ahora uno de los fosos estaba abierto. Sabía que lo que había visto no podía trepar por aquellos muros resbaladizos, pero se estremecía ante la posibilidad de que existiera alguna escalerilla que le hubiera ocultado la oscuridad.
No sabría decir qué era aquel ser. Se asemejaba a las figuras talladas en el diabólico altar, pero estaba vivo. La Naturaleza no había podido darle aquella forma, pues se trataba, sin duda, de una criatura inacabada. Las deficiencias eran del tipo más sorprendente y las anormalidades de proporción hacían imposible toda descripción. Willett sólo se atreve a decir que debía representar a las identidades que Ward había invocado a partir de sales imperfectas y que mantenía para fines serviles o ritualistas. De no haber tenido un significado concreto, su imagen no habría aparecido tallada en aquel altar maldito. Cierto que no era aquello lo peor que se representaba en el ara, pero tampoco Willett había abierto el resto de los fosos. En aquel momento, la primera idea que le vino a la cabeza fue un párrafo de uno de los documentos relativos a Curwen y que había digerido hacía ya tiempo, una frase de aquella portentosa carta escrita por Simon o Jedediah Orne, confiscada por los ciudadanos de Providence, y dirigida al desaparecido brujo. Decían aquellas líneas: «Ciertamente fue muy grande el espanto que provocara en él la forma que evocara a partir de aquello de lo que pudo conseguir sólo una parte.»
Luego, sin desplazar esta imagen, sino más bien superponiéndose a ella, acudió a su memoria el recuerdo de los rumores que corrieron acerca de aquel ser quemado y retorcido hallado en pleno campo una semana después de la expedición contra la granja de Curwen. Charles Ward le había dicho en cierta ocasión que según el testimonio del viejo Slocum, aquella criatura no era ni completamente humana ni semejante a ningún animal conocido por los habitantes de Pawtuxet.
Aquellas palabras zumbaron en la mente del doctor mientras se arrastraba por el húmedo suelo de piedra. Trató de rechazarlas y con tal fin musitó un Padrenuestro en voz baja, oración que degeneró en un batiburrillo semejante a la poesía moderna de La tierra baldía de Eliot y acabó con la continua repetición de la doble fórmula que había encontrado en la biblioteca subterránea de Ward: «Y’ai’ng’ngah, Yog-Sothoth» hasta el «Zhro» final. Aquello pareció tranquilizarle y al cabo de unos instantes se puso en pie tambaleándose, lamentando amargamente la pérdida de la linterna y mirando desesperado a su alrededor en busca de un rayo de luz que abriera la impenetrable negrura que le rodeaba. Había decidido no pensar, pero aguzaba la vista mirando en todas direcciones, tratando de localizar algún tenue destello de la brillante iluminación que había dejado en la biblioteca. Al cabo de un rato, creyó percibir una tenue claridad infinitamente lejos, y hacia ella se arrastró de rodillas en medio de la espantosa fetidez y los horribles lamentos, tropezando a cada instante con alguna columna y temiendo caer en el abominable pozo que había dejado descubierto.
En un momento determinado, sus dedos temblorosos toparon con lo que imaginó debía ser uno de los peldaños que conducían al diabólico altar, y retrocedió con espanto. Más tarde tropezó con la losa que había levantado y su horror no fue para ser descrito. Pero lo que había en el pozo ni se movió ni emitió el menor sonido. Por lo visto la linterna no le había sentado muy bien. Cada vez que Willett tocaba una de las losas perforadas, se estremecía. Su paso por encima de ellas provocaba en ocasiones un aumento en la intensidad de los lamentos que resonaban debajo, pero por lo general no producían ningún efecto, pues se movía con el mayor sigilo.
En varias ocasiones, durante su avance, reparó en que la leve claridad hacia la cual se dirigía disminuía perceptiblemente y comprendió que las velas y lámparas que había dejado encendidas debían estar expirando una por una. La idea de encontrarse perdido en medio de la más completa oscuridad, sin un solo fósforo y en aquel mundo subterráneo de laberintos de pesadilla le impulsó a ponerse en pie y echar a correr, lo cual podía hacer impunemente ahora que había pasado ya junto al pozo abierto. Sabía que si todas las luces llegaban a apagarse, su única esperanza de supervivencia residía en la expedición que el señor Ward pudiera enviar para rescatarle al ver que transcurría el tiempo sin tener noticias suyas.
Súbitamente se encontró el doctor de nuevo en el angosto pasadizo que iba a desembocar en la amplia caverna y pudo constatar que la claridad procedía de una puerta que se encontraba a su derecha. Al cabo de unos instantes traspasaba el umbral de aquella puerta y, temblando de alivio, entraba una vez más en la biblioteca secreta del joven Ward y contemplaba el chisporroteo de la lámpara que le había guiado hasta el puerto de salvación.


3

Momentos después, llenó apresuradamente de petróleo las lámparas apagadas y, apenas volvió a estar la habitación brillantemente iluminada, miró a su alrededor buscando una linterna con la cual continuar sus exploraciones. A pesar de la impresión de horror que le sobrecogía, estaba firmemente decidido a no dejar piedra sin remover en su investigación de los espantosos hechos que habían provocado la locura de Ward. Al no encontrar una linterna, escogió la más pequeña de las lámparas, se llenó los bolsillos de velas y fósforos, y cogió también una lata de petróleo para utilizarla si llegaba a encontrar el laboratorio oculto más allá del terrible vestíbulo con su blasfemo altar y sus horribles pozos. Cruzar de nuevo aquel espacio exigía una gran fortaleza de ánimo, pero Willett sabía que tenía que hacerlo. Afortunadamente, ni el ara diabólica ni el foso abierto se hallaban cerca de la pared horadada con celdas que rodeaba la caverna y cuyos negros y misteriosos arcos habían de constituir el primer objetivo de una investigación lógica.
De modo que Willett regresó a aquel vestíbulo inundado de fetidez y de angustiados lamentos y bajó la mecha de la lámpara para evitar ver siquiera a distancia el diabólico altar o el pozo descubierto. La mayoría de los arcos conducían a cámaras pequeñas, unas completamente vacías y otras que evidentemente se utilizaban como almacén. En varias de estas últimas vio una acumulación muy curiosa de los más diversos objetos. Una estaba llena de prendas de vestir semipodridas y cubiertas de polvo, y no fue pequeño el horror del doctor Willett cuando comprobó que aquellas prendas habían sido utilizadas hacía siglo y medio. En otra habitación halló ropas de época más reciente que parecían haber sido almacenadas allí para equipar a un gran número de hombres. Pero lo que más le repugnó fueron unas enormes cubas de cobre con siniestras incrustaciones que encontró diseminadas por varias de las cámaras. Le inquietaron aún más que los cuencos de plomo llenos de extraños residuos y que despedían un hedor repugnante, perceptible incluso en medio de la fetidez general de la cripta. Cuando hubo registrado casi palmo a palmo la mitad de aquel muro circular, Willett descubrió otro pasadizo semejante al que daba entrada a la cripta y al cual se abrían numerosas puertas.
Después de penetrar en tres estancias de tamaño mediano y variado contenido, llegó a una habitación amplia y de forma oblonga, llena de cubetas, crisoles, instrumental químico moderno y numerosos libros. Los muros estaban forrados de estanterías ocupadas por recipientes y botellas de todos los tamaños. Aquél era, sin lugar a dudas, el laboratorio de Charles Ward y el que habla utilizado asimismo Curwen hacía siglo y medio.
Luego de encender las tres lámparas que encontró llenas y preparadas, el doctor Willett examinó el lugar y todo lo que contenía con el mayor interés, observando que, a juzgar por los numerosos reactivos que figuraban en las estanterías, las investigaciones del joven Ward habían estado relacionadas con alguna rama de la química orgánica. Muy poco era lo que podía deducirse de los aparatos que allí se encontraban y entre los cuales se hallaba una mesa de disección que ocupaba el centro de la estancia, de modo que en este sentido el laboratorio constituyó para el doctor Willett una gran decepción. Encontró entre los libros un manoseado ejemplar de la obra de Borellus, y no fue pequeña la sorpresa del médico al observar que Ward había subrayado precisamente aquel mismo párrafo que tanto impresionara ciento cincuenta años antes al bueno del señor Merritt en la granja de Pawtuxet. No era aquél, sin embargo, el ejemplar antiguo, pues éste había sido destruido durante el asalto al laboratorio de Curwen. En las paredes de la estancia se abrían tres arcos que el doctor examinó sucesivamente. Dos de ellos conducían a sendos almacenes repletos de ataúdes en diversos estados de conservación, provistos todos ellos de placas de identificación, dos o tres de las cuales se detuvo Willett a descifrar experimentando un estremecimiento ante el significado de aquellas inscripciones. Había también varios cajones nuevos y cuidadosamente clavados que no se detuvo a examinar. Quizá lo más interesante fueran algunas piezas sueltas, muy estropeadas y que a juzgar de Willett debieron formar parte de los aparatos del antiguo laboratorio de Curwen. A pesar de los daños que habían sufrido durante el asalto a la granja, aún podía reconocerse en ellos los trebejos químicos del período georgiano.
El tercer arco conducía a una estancia algo mayor cuyas paredes estaban llenas de estanterías y en cuyo centro había una mesa sobre la que reposaban dos lámparas. Willett las encendió y a su luz estudió los interminables estantes que le rodeaban. Algunos de ellos estaban completa mente vacíos, pero la mayoría aparecían ocupados por pequeños recipientes de plomo de dos formas distintas: unos altos y sin asas, semejantes a un lekythos griego, y otro con una sola asa, del tipo phaleron. Todos estaban provistos de tapas de metal y cubiertos por extraños símbolos grabados en bajorrelieve. Al cabo de unos instantes el médico cayó en la cuenta de que aquellos recipientes estaban clasificados cuidadosamente. Todos los lekythos estaban a un lado de la habitación bajo un gran cartel de madera en que se leía la palabra «Custodios», y todos los phaleron al otro, bajo un rótulo similar que decía «Materia». Cada uno de los recipientes llevaba una etiqueta con un número que, al parecer, hacía referencia a un catálogo, en vista de lo cual Willett se propuso emprender la búsqueda de aquel inventario. De momento, sin embargo, le interesaba más averiguar cuál era el contenido de aquellos recipientes. Abrió varios de ellos elegidos al azar con resultado invariable. Todos contenían una pequeña cantidad de una sola clase de sustancia: un polvo finísimo de muy leve peso y de color neutro aunque con diversos matices. Era evidente que la ordenación de los recipientes no respondía a esta tenue variación de tono, pues un polvo gris azulado podía estar al lado de otro rosado, y el polvo contenido en un phaleron podía tener un duplicado exacto en un lekythos. La característica más marcada de aquel polvo, era su total falta de adherencia. Willett podía verterlo en la palma de la mano, y devolverlo después al recipiente sin que quedara entre sus dedos el menor residuo.
El significado de los dos letreros le intrigó y se preguntó por qué motivo estarían aquellas sustancias químicas tan radicalmente separadas de las que había visto en otros recipientes en el laboratorio propiamente dicho, y de pronto le vino a la memoria dónde había visto la palabra «custodios» en relación con este espantoso misterio. Había sido, naturalmente, en la carta dirigida recientemente al doctor Allen y que parecía ser de puño y letra de Edward Hutchinson, y las líneas en cuestión decían: «Juzgo prudente en extremo su decisión de no conservar tantos Custodios que puedan ser hallados en caso de Dificultad, como bien recordará su merced por propia experiencia.» ¿Qué significarían estas palabras? Pero, cuidado, ¿no había oído alguna vez una palabra semejante en relación con todo aquel asunto? ¿Cómo no le había venido a la memoria a1 leer la carta de Hutchinson? En los días en que Ward aún le hablaba de sus investigaciones, le había dicho que en el diario de Eleazar Smith se mencionaban fragmentos de conversaciones que habían tenido lugar en el interior de la granja, diálogos terribles en los que intervenían Curwen, varios cautivos, y los guardianes de aquellos cautivos.
De modo que aquello era lo que contenían los lekythos: el fruto monstruoso de sacrílegos ritos, las «sales» a que aludía Borellus. Willett se estremeció al pensar en lo que había tenido entre sus manos y por un momento le acometió la tentación de huir de aquella caverna repleta de estanterías en cuyos anaqueles yacían innumerables centinelas silenciosos y quizá vigilantes. Luego pensó en la «Materia», en el infinito número de recipientes del tipo phaleron que había al otro lado de la estancia. Sales, también... pero si no eran sales de «custodios», ¿qué otra clase de sales podían ser? ¡Santo Cielo! ¿Sería posible que se hallaran allí las reliquias mortales de la mitad de los grandes pensadores de todas las épocas, arrancadas por manos impías de las tumbas donde el mundo las creía seguras, y sujetas a la llamada y el interrogatorio de unos locos que pretendían asimilar sus conocimientos guiados por algún propósito que, como decía el pobre Charles en su carta, podía afectar a «la civilización, las leyes naturales, quizá incluso a la suerte del sistema solar y todo el universo»? ¡Y él, Marinus Bicknell Willett, había tenido aquel polvo entre sus manos!
Reparó después en una pequeña puerta que había al fondo de la habitación y se tranquilizó lo suficiente como para acercarse a ella y examinar la burda figura grabada sobre el dintel. Era sólo un símbolo, pero al verlo el doctor se estremeció recordando el día en que un amigo suyo le había dibujado aquella misma figura en un papel y le había explicado lo que significaba en los oscuros abismos del sueño. Era el signo de Koth, aquel que ven los soñadores sobre el arco de entrada de cierta torre negra que se yergue solitaria en medio de la penumbra... y a Willett no le había gustado lo que su amigo Randolph Carter le había dicho acerca de sus poderes. Pero pronto se olvidó de aquel símbolo al percibir un nuevo hedor en el aire. Se trataba de un olor de origen químico y no animal y procedía de la habitación situada al otro lado de la puerta. Aquella era sin duda la fetidez que empapaba las ropas de Charles Ward el día en que se lo llevaron los médicos. ¿De modo que era allí donde se hallaba cuando recibió la visita de los alienistas? Se había mostrado mucho más prudente que Joseph Curwen, ya que no había ofrecido la menor resistencia. Willett, decidido a investigar todos los horrores y pesadillas que el siniestro subterráneo pudiera depararle, empuñó la pequeña lámpara y cruzó el umbral. Una ola de indescriptible terror le rodeó, pero luchó denodadamente por no gritar y sobreponerse a ella. Al fin y al cabo allí no había nada vivo que pudiera causarle daño, y, por otra parte, estaba dispuesto a lo que fuera con tal de descifrar el misterio que envolvía a su paciente.
La habitación en la cual acababa de entrar era de tamaño mediano y carecía de muebles, a excepción de una mesa, una silla y dos grupos de extrañas máquinas con abrazaderas y ruedas que Willett reconoció como instrumentos medievales de tortura. A un lado de la puerta había un montón de látigos y junto a ellos unos estantes en los que se alineaban varios recipientes de plomo semejantes a los i lekythos griegos. Al otro, había una mesa, y sobre ella una potente lámpara de Argand, un bloc de notas, un lápiz y dos de los lekythos de la estantería de la otra habitación. Willett encendió la lámpara y examinó minuciosamente el bloc para ver qué notas estaba tomando Charles cuando fue interrumpido por los alienistas, pero no pudo entender más que unas cuantas palabras escritas con la extraña caligrafía de Curwen y que no arrojaban ninguna luz sobre el caso en conjunto. Decían lo siguiente:
«B. no habló. Escapar pudo a través de los muros y halló el lugar profundo.»
«Vi al viejo V. recitar el Sabaoth y aprendí la Manera.»
«Invocado he por tres veces la presencia de Yog-Sothoth y al tercer día cedió.»
«Necesario es que F. confiese lo que sabe acerca del modo de invocar a Los del Exterior.»
La potente lámpara de Argand iluminaba toda la habitación y así fue como el doctor pudo ver en la pared situada frente a la puerta, en el espacio que quedaba entre los dos grupos de instrumentos de tortura, una serie de colgadores de los que pendían túnicas de un blanco amarillento. Pero mucho más interesantes le resultaron las dos paredes laterales, las cuales estaban cubiertas de símbolos místicos y de fórmulas burdamente talladas en la piedra. Había también símbolos grabados en el suelo, entre los cuales destacaba un enorme pentágono que ocupaba el centro exacto de la habitación, y sendos círculos de unos tres pies de diámetro situados en un punto equidistante de cada una de las cuatro esquinas del cuarto y el pentágono central. En uno de aquellos cuatro círculos, muy cerca del lugar donde vio Willett caída en el suelo una túnica amarillenta, había un recipiente kylyk como los que se alineaban en la estantería colocada junto a los látigos, y fuera del círculo, aunque muy próximo a él, uno de los recipientes phaleron de la habitación contigua con una etiqueta que llevaba el número 118. Este último recipiente estaba destapado y Willett comprobó que no contenía nada en su interior. Pero comprobó también con un estremecimiento que el otro no estaba vacío, sino que contenía una pequeña cantidad de polvos de un color verdoso. Un escalofrío recorrió el cuerpo del médico mientras relacionaba mentalmente los elementos y antecedentes relacionados con aquella escena. Los látigos y los instrumentos de tortura, las sales de los recipientes que correspondían a «materia», los dos lekythos de las estanterías alineadas bajo la palabra «Custodios», las túnicas, las fórmulas grabadas en las paredes, las notas del bloc, las sospechas que habían despertado las cartas y leyendas, y los millares de dudas y suposiciones que habían atormentado a los amigos y a los padres de Charles Ward... todo aquello envolvió al doctor como una ola de horror mientras contemplaba el polvo verdoso contenido en el recipiente de plomo.
Sin embargo, y gracias a un esfuerzo sobrehumano, consiguió dominarse y empezó a estudiar las fórmulas grabadas en las paredes. Era evidente que habían sido talladas en la época de Joseph Curwen, y el texto no podía por menos que resultar familiar a un hombre que tanto había leído sobre tal personaje y que estuviera familiarizado con la historia de la magia. En una de ellas reconoció el doctor inmediatamente la que la señora Ward oyera canturrear a su hijo aquel malhadado Viernes Santo del año anterior y que una autoridad en la materia le había descrito como terrible invocación dirigida a los dioses secretos que moran más allá de la esfera de la normalidad. No figuraba allí exactamente tal y como la señora Ward la había repetido, ni siquiera como aparecía en la versión que aquel experto en la materia le mostrara en las páginas prohibidas de «Eliphas Levi», pero era indiscutiblemente la misma, y Willett se estremeció de horror al reconocer en ella palabras tales como Sabaoth, Metraton, Almonsin y Zariatnamik.
La fórmula en cuestión estaba grabada en el muro situado a la izquierda de la entrada. El de la derecha estaba igualmente cubierto de invocaciones que Willett reconoció gracias a las notas que había encontrado en la biblioteca. Eran de hecho casi idénticas a éstas e iban igualmente encabezadas por los antiguos símbolos de «Cabeza de dragón» y « Cola de dragón», como en las notas de Ward, pero la ortografía variaba mucho de la versión moderna, como si el viejo Curwen hubiera tenido un modo distinto de representar los sonidos o como si estudios posteriores hubieran dado como resultado variantes más perfectas y eficaces. El doctor trató de reconciliar la fórmula tallada en la piedra con la que resonaba persistentemente en su cabeza, y tras grandes trabajos logró conseguirlo. La que él sabía ya de memoria comenzaba «Y’ai’ng’ngah, Yog-Sothoth», mientras que la que se leía en el muro empezaba: «Aye, cngengah, Yogge-Sothotha» lo cual significaba una marcada alteración de la segunda palabra.
Aquella discrepancia le desconcertó y al poco comenzaba a recitar en voz alta la primera de las fórmulas tratando de reconciliar los sonidos que él recordaba con las letras que veía esculpidas en la piedra. Su voz se alzó extrañada y amenazadora en aquel abismo de misterios como siniestro contrapunto a los inhumanos lamentos que llegaban hasta él a través de la fetidez del aire y de la oscuridad.

«Y’AI’NG’NGAH
YOG-SOTHOTH
H’EE-L’GEB
F’AI THRODOG
UAAAH»

Pero, ¿qué era aquel viento frío que se había levantado al son de su invocación? Las lámparas chisporrotearon como si fueran a apagarse y por unos instantes la oscuridad se hizo tan densa que las palabras esculpidas en la piedra de los muros casi se borraron de su vista. La habitación se llenó de humo y de un olor acre que ahogó por completo el hedor procedente de los fosos. Era un olor parecido al que Willett había percibido anteriormente, pero mucho más intenso y penetrante. Se volvió de espaldas a las inscripciones para enfrentarse con la estancia y su extraño contenido, y descubrió entonces que del recipiente que estaba en el suelo y que contenía el ominoso polvo de color verdoso, surgía una nube de vapor compacto, entre verde y negro, y de una opacidad y una densidad asombrosas.
¡Santo Cielo! ¡Aquel polvo correspondía a los anaqueles dedicados a «Materia»! ¿Qué estaba ocurriendo y qué había provocado aquel suceso? La fórmula que había estado recitando, la primera de las dos, la que correspondía a la Cabeza de Dragón, al nodo ascendente... ¡Dios bendito! ¿Podría ser...?
La cabeza le dio vueltas y por su cerebro cruzaron en vertiginosa sucesión las imágenes dispersas de todo lo que había visto, oído y leído en relación con el espantoso caso de Joseph Curwen y Charles Dexter Ward. «Encarézcole no llame a su presencia a nadie que no pueda hacer desaparecer... Tenga siempre su merced preparada la Invocación necesaria para ello y nunca confíe hasta estar bien seguro de Quién ha requerido a su presencia... Por tres veces he hablado con lo que en él estaba inhumado...» ¡Dios del Cielo! ¿Qué era aquella forma que se elevaba entre el humo?


4

Marinus Bicknell Willett no espera que crean su historia sino unos cuantos de sus amigos íntimos y, en consecuencia, sólo a ellos ha tratado de contarla. Las pocas personas ajenas a ese círculo que la han escuchado de sus labios, se han limitado a sonreír y a comentar que el doctor empieza a hacerse viejo. Le han aconsejado que se tome unas largas vacaciones y que en el futuro no vuelva a intervenir en casos de desequilibrio mental. Pero el señor Ward sabe que lo que dice el médico no es más que la terrible verdad. ¿Acaso no vio él con sus propios ojos la fétida abertura practicada en el suelo de la bodega del bungalow?. ¿Acaso el doctor Willett no le envió a su casa, trastornado y enfermo, hacia las once de aquella ominosa mañana? ¿Acaso no telefoneó al doctor inútilmente aquella noche y no se dirigió al bungalow a la mañana siguiente, encontrando a su amigo inconsciente, aunque ileso, tendido en la cama de uno de los dormitorios? Respiraba trabajosamente y cuando el señor Ward le hizo beber un poco de coñac, entreabrió lentamente los párpados, se estremeció y gritó: «¡Esa barba! ¡Esos ojos! ¡Dios mío! ¿Quién es usted?» palabras bastante extrañas teniendo en cuenta que las dirigía a un hombre perfectamente rasurado y de ojos azules, un hombre que conocía desde su infancia.
A la brillante claridad del mediodía, el bungalow no había cambiado en lo más mínimo desde la mañana anterior. Las ropas de Willett parecían en perfecto estado aparte de unas leves rozaduras en los codos y en las rodillas, y sólo un leve olor acre le recordó al señor Ward el hedor que despedía el traje de su hijo el día que le trasladaron al hospital. Faltaba la linterna del médico, pero su maleta seguía allí tan vacía como la había traído. Antes de dar ninguna explicación y haciendo, evidentemente, un gran esfuerzo moral, Willett descendió tambaleándose a la bodega y trató de correr la plataforma situada ante los lavaderos. No se movió. Acercándose al lugar donde el día anterior había dejado su saquito de herramientas, Willett cogió un escoplo y trató de hacer palanca. Se adivinaba bajo ella la capa de hormigón, pero nada indicaba que hubiera habido allí jamás una abertura. Esta vez el asombrado padre de Charles Ward que había seguido a su amigo, no tuvo ocasión de enfermar con las emanaciones del horrible agujero: ni pozo fétido, ni mundo de horrores subterráneos, ni biblioteca secreta, ni documentos de Curwen, ni laboratorio, ni estantes, ni fórmulas grabadas. Nada. El doctor Willett palideció y se apoyó en el brazo de su compañero.
-Ayer -murmuró- usted lo vio y lo olió, ¿verdad?
Y cuando el señor Ward, asombrado y aturdido, reunió las fuerzas suficientes para asentir con un gesto, el médico suspiró y asintió a su vez.
Entonces voy a contárselo todo -dijo.
Por espacio de una hora y en la habitación más soleada que pudieron encontrar, el médico susurró su fantástica historia a aquel asombrado padre. No supo continuar una vez que hubo narrado la aparición de aquella extraña forma y hubo descrito cómo del recipiente de plomo se elevaba un vapor verde negruzco, y, por otra parte, estaba demasiado cansado para preguntarse qué había ocurrido.
Cuando acabó su relato, el señor Ward sugirió tímidamente:
-¿Cree que una excavación serviría de algo?
El doctor guardó silencio. No le parecía propio responder a esa pregunta cuando unas fuerzas procedentes de esferas desconocidas habían invadido esta orilla del Gran Abismo. Los dos hombres menearon la cabeza y el señor Ward preguntó:
-Pero, ¿dónde puede haberse metido? Es indudable que alguien le trajo aquí y que luego, de algún modo, selló la abertura...
Willett dejó de nuevo que el silencio respondiera por él.
Pero no fue aquello todo. Antes de abandonar el bungalow, al introducir el doctor una mano en el bolsillo para sacar el pañuelo, sus dedos tropezaron con un papel que no estaba allí antes de la expedición al subterráneo y que acompañaba a los fósforos y a las velas que había cogido en la desaparecida biblioteca. Era una hoja corriente, arrancada sin duda del bloc de notas que Willett había visto en aquella estancia, y los rasgos habían sido trazados con lápiz, probablemente el mismo que había visto junto al bloc. El texto les resultó incomprensible a los dos hombres a pesar de que reconocieron en él ciertos símbolos que les parecieron vagamente familiares.

Aquel breve mensaje y el misterio que entrañaba intrigó sobremanera a los dos amigos, quienes inmediatamente subieron al coche de Ward y dieron instrucciones al chófer para que les condujera primero a cenar a un sitio tranquilo y luego a la Biblioteca John Hay situada en la colina. No les fue difícil hallar allí buenos manuales de paleografía, que estudiaron detenidamente hasta que las luces brillaron en la gran araña. Al fin encontraron lo que buscaban. Aquella caligrafía no constituía una invención fantástica, sino que había sido la normal en un período muy oscuro. Correspondía a las minúsculas sajonas del siglo VIII y IX y traía con ella recuerdos de un tiempo inculto en que bajo la fresca corriente del cristianismo rebullían aún furtivamente creencias antiguas y viejos ritos, un tiempo en que la pálida luna de Britania era testigo a veces de extraños ritos celebrados entre las ruinas romanas de Caerleon y Hexhaus y junto a las torres desmoronadas del muro de Adriano. La lengua era el latín de aquellas edades bárbaras y el texto era el siguiente: «Corwinus mecandus est. Cadaver aqua forti dissolvendum, nec aliquid retinendum. Tace ut potes», lo que, traducido, significaba: «Curwen debe morir. El cadáver debe ser disuelto en agua fuerte sin que quede residuo alguno. Guarda el mayor silencio posible.»
Willett y el señor Ward quedaron mudos y desconcertados. Se habían enfrentado con lo desconocido y ahora descubrían que carecían de las emociones que a su juicio debían experimentar. En Willett especialmente, la capacidad de recibir nuevas impresiones parecía totalmente agotada, y así los dos hombres permanecieron sentados en silencio hasta que llegó la hora en que se cerró la biblioteca. Desde allí se dirigieron a la mansión de Prospect Street. El doctor se quedó en ella a pasar la noche y allí seguía el domingo cuando llamaron por teléfono los detectives encargados de la vigilancia del doctor Allen.
El señor Ward, que en ese momento paseaba nerviosamente por la habitación vestido con un batín, respondió personalmente a la llamada y, al saber que el informe que había solicitado estaba casi listo, citó a los detectives para primera hora de la mañana del día siguiente. Tanto Willett como él estaban deseosos de que el asunto llegara a su término, ya que cualquiera que fuese el origen del extraño mensaje que el doctor había encontrado en su bolsillo, una cosa parecía cierta: el Curwen que debía ser destruido no podía ser otro que el barbudo desconocido de gafas oscuras. Charles temía a aquel hombre y en la carta que había dirigido al médico había pedido que le matara y disolviera su cadáver en ácido. Además, Allen había estado carteándose con extraños personajes de Europa bajo el nombre de Curwen y era evidente que se consideraba una reencarnación del desaparecido nigromante. Ahora, de fuente nueva y desconocida, llegaba un mensaje en que se afirmaba que Curwen debía morir y que había que disolver su cuerpo en ácido. La relación entre todos aquellos sucesos era demasiado evidente y no podía ser ignorada. Por otra parte, ¿acaso Allen no planeaba asesinar al joven Ward siguiendo el consejo de ese individuo llamado Hutchinson? Desde luego que la carta que ellos habían visto no había llegado jamás a manos del barbudo colega de Charles, pero de su texto se deducía que Allen había trazado ya planes para deshacerse del joven en el momento en que éste mostrara demasiados «escrúpulos». En consecuencia había que detener a Allen y, aún en el caso de que no se adoptaran contra él medidas más drásticas, habría que encerrarle en un lugar desde el cual no pudiera infligir ningún daño al joven Ward.
Aquella tarde, con la infundada esperanza de extraer alguna información acerca de aquel misterio de la única persona capaz de proporcionarla, el señor Ward y el doctor Willett fueron a visitar a Charles a la clínica. El doctor informó al joven de todo lo que había descubierto y observó la palidez que iba cubriendo su rostro a medida que sus descripciones garantizaban la verdad de sus descubrimientos. El médico utilizó en grado máximo los efectos dramáticos y espió el rostro de su paciente con la esperanza de sorprender en él aunque fuera un parpadeo cuando se refirió a los pozos y a los indescriptibles híbridos que vivían en su interior. Pero Charles no parpadeó. Willett hizo una pausa, y cuando volvió a hablar su voz adquirió un tono de indignación al referirse a aquellos seres que se morían de hambre. Acuso al joven de crueldad y se estremeció al oír las irónicas carcajadas con que éste respondió a sus palabras. Parecía haber renunciado a seguir sosteniendo que la cripta no existía, pero ahora veía algo siniestramente cómico en todo aquel asunto y se reía con carcajadas roncas de algo que, evidentemente, le divertía mucho. Luego susurró con acento doblemente terrible a causa de lo cascado de la voz:
-¡Malditos sean! ¡Comen, pero no deberían comer! Eso es lo más extraño del caso. ¿Un mes sin comer dice usted? Se queda usted muy corto, señor mío. ¡Buen chasco se habría llevado de saberlo el viejo Whippe con su mojigatería! ¡Matarlo todo quería! Pero estaba tan ensordecido por el ruido de fuera que no llegó a oír el que salía de la tierra. ¡Ni soñó que pudiera haber allí seres vivientes! ¿Y si yo le dijera que esas malditas criaturas están aullando en esos pozos desde que Curwen desapareció hace ya ciento cincuenta años?
Pero aquello fue lo único que Willett pudo sonsacarle. Horrorizado, aunque casi convencido contra su voluntad, continuó su historia con la esperanza de que algún incidente pudiera sobresaltar a su interlocutor y sacarle de la demencial compostura que mantenía. Al contemplar el rostro del joven, no pudo evitar que un estremecimiento de horror le sacudiera ante los cambios que se habían producido en él durante los últimos meses. Cuando mencionó la habitación de las fórmulas y el polvo verdoso, Charles comenzó a demostrar cierta curiosidad. Una mirada de desprecio asomó a sus ojos al oír lo que Willett había leído en el bloc, y aventuró la explicación de que aquellas anotaciones eran muy antiguas y tenían que escapar forzosamente al entendimiento de todos aquellos que no estuvieran muy versados en la historia de la magia .
-Si hubiera sabido usted -añadió-, la fórmula para dar vida a las sales que había en el recipiente, no estaría aquí para contarlo. Era el número 118. ¡Qué sorpresa se hubiera llevado de haber llegado a consultar el catálogo que guardo en la otra habitación! Me proponía llamarle a mi presencia el día en que me sacaron de allí.
Luego, Willett le habló de la fórmula que había recitado y del humo verde negruzco que se había levantado. Y mientras lo hacía observó que el terror desfiguraba por vez primera el rostro de Charles Ward.
-¡Se presentó y está usted vivo!
Mientras Ward mascullaba estas palabras, su voz pareció liberarse de ciertas trabas misteriosas y hundirse en un abismo cavernoso de extrañas resonancias. Willett, asaltado por una repentina inspiración, replicó recordando una carta que había leído:
-¿El número 118, dices? Pero no olvides que nueve de cada diez lápidas de los cementerios están cambiadas...
Y luego, sin previo aviso, colocó ante los ojos de su paciente el misterioso mensaje. La reacción del joven superó todas sus esperanzas, pues cayó al suelo desvanecido.
Toda aquella conversación se llevó a cabo, naturalmente, en el más absoluto secreto con el fin de que los alienistas de la clínica no pudieran acusar ni al padre ni al médico de alentar a un loco en sus fantasías. Sin pedir ayuda a nadie, el doctor Willett y el señor Ward cogieron en brazos al joven y le tendieron en la cama. Al volver en sí, el paciente murmuró repetidas veces que debía escribir inmediatamente a Orne y a Hutchinson para que le informaran acerca de cierta invocación, y en consecuencia, una vez que hubo recuperado totalmente el sentido, el doctor le comunicó que al menos uno de aquellos extraños personajes era enemigo suyo mortal y había aconsejado al doctor Allen que le asesinara. Aquella revelación no produjo ningún efecto visible, pero, antes de que se formulara, en el rostro del joven había aparecido ya la expresión de un hombre acosado. A partir de aquel momento no quiso hablar más, y el señor Ward y su acompañante no tardaron en abandonar la habitación, no sin antes prevenir al paciente contra el barbudo doctor Allen, a lo cual se limitó a responder el joven que aquel individuo no estaba ya en condiciones de hacer daño a nadie. Acompañó a aquellas palabras una risa diabólica que causó una dolorosa impresión en los visitantes. En cuanto a la comunicación que Charles pudiera tratar de establecer con sus dos monstruosos corresponsales de Europa, ni al doctor ni al señor Ward les preocupaba tal cuestión, pues sabían que el director del hospital censuraba minuciosamente toda la correspondencia y no permitiría que llegara a manos del paciente ninguna misiva cuyo contenido le pareciera anormal.
El caso de Orne y Hutchinson, si es que eran ellos los misteriosos exiliados, tuvo una misteriosa secuela. Impulsado por un vago presentimiento que le asaltó en medio de los horrores de aquel período, Willett acudió a una agencia internacional de información para que le facilitaran la mayor cantidad de datos posibles acerca de los sucesos más notables ocurridos en Praga y Transilvania oriental, y después de seis meses de investigación creyó haber encontrado entre los numerosos artículos que había recibido y traducido dos datos significativos. Uno de los artículos en cuestión se refería a la completa destrucción durante la noche de una casa del barrio más antiguo de Praga, y a la desaparición de un anciano de muy mala fama llamado Joseph Nadeh, el cual había vivido allí solo desde tiempos inmemoriales. El otro hablaba de una tremenda explosión ocurrida en las montañas de Transilvania, al este de Rakus, que había tenido como consecuencia la desaparición del castillo de Ferenczy con todos sus moradores. El castillo tenía pésima reputación en la comarca y su propietario era temido y odiado por los campesinos de los alrededores. Precisamente por aquellas fechas tenía que presentarse ante las autoridades de Bucarest, que querían someterle a un serio interrogatorio, pero la explosión habla venido a cortar lo que, al decir de las gentes, había sido una vida dedicada al mal y que se remontaba a épocas muy remotas.
Willett sostiene que la mano que escribió aquel mensaje en caligrafía sajona era capaz de empuñar armas más fuertes que la pluma y que había asumido la responsabilidad de acabar con Hutchinson y Orne, dejándole a él la tarea de terminar con Curwen. El doctor se niega a pensar siquiera cuál pudo ser el destino final de aquellos dos extraños personajes.


5

A la mañana siguiente, el doctor Willett acudió muy temprano a la mansión de los Ward, a fin de estar presente cuando llegaran los detectives. Consideraba que la destrucción o reclusión de Allen -o de Curwen si se daba como válida la posibilidad de una reencarnación- era una necesidad imperiosa que había que satisfacer a cualquier precio, y así se lo manifestó al señor Ward mientras esperaban la llegada de los visitantes. Se encontraban en la planta baja, ya que los pisos superiores de la casa empezaban a ser aborrecidos a causa de la fetidez que se respiraba en ellos, fetidez que los criados más antiguos relacionaban con alguna maldición relacionada con el desaparecido retrato de Joseph Curwen.
A las nueve se presentaron los tres detectives, que inmediatamente dieron comienzo a la lectura del informe. Por desgracia no habían podido localizar al mulato Tony Gomes, ni podían dar noticia de cuál fuera el lugar de procedencia del doctor Allen ni de su actual paradero. Pero habían reunido un considerable número de datos y de información general acerca del silencioso personaje. Los vecinos de Pawtuxet le consideraban un ser vagamente sobrenatural y creían que su barba era teñida o postiza, creencia que resultó ser cierta, pues se había hallado en el bungalow, junto a un par de gafas ahumadas, una barba postiza. Un tendero había declarado que su caligrafía era muy extraña y enmarañada, dato que confirmaron las notas escritas a lápiz encontradas en su habitación e identificadas por el comerciante.
En relación con el vampirismo del verano anterior, la mayoría creía que el verdadero vampiro era Allen y no Ward. También figuraban en el informe las declaraciones de los oficiales que habían visitado el bungalow a raíz del incidente del asalto al camión. No vieron nada particularmente siniestro en el doctor Allen, pero le juzgaban la figura dominante en la sombría vivienda. La estancia en que había tenido lugar la entrevista se hallaba en la penumbra, pero estaban seguros de poder identificarle si volvían a verle. Habían notado algo extraño en su barba y les pareció ver que tenía una pequeña cicatriz encima del ojo derecho, En cuanto al registro de la habitación de Allen, no había aportado ningún dato concreto a la investigación, exceptuando el hallazgo de la barba y las gafas y de varias notas escritas descuidadamente y cuya caligrafía era idéntica a la de los antiguos manuscritos de Curwen y a las recientes anotaciones del joven Ward halladas en la desaparecida cripta.
El doctor Willett y el señor Ward se sintieron invadidos por un profundo terror cósmico, sutil e insidioso. al oír la relación de aquellos hallazgos, y casi temblaron cuando una idea vaga y descabellada les asaltó a los dos al mismo tiempo. La barba postiza, las gafas, la enmarañada caligrafía de Curwen, el antiguo retrato y la diminuta cicatriz, el joven transformado y con una cicatriz semejante, la voz profunda y cavernosa que había sonado al otro lado del hilo telefónico... ¿No era esa voz la que le recordaba ahora al señor Ward la de su hijo? ¿Quién había visto a Charles y a Allen juntos? Sí, los policías les habían visto juntos en el bungalow, pero, ¿y después? ¿No había coincidido la desaparición de Allen con los temores de Charles y su definitiva instalación en el bungalow? Curwen, Allen, Ward... ¿En qué sacrílega y abominable fusión habían caído dos épocas y dos personas? Aquella detestable semejanza entre el personaje del cuadro y el joven Ward, aquellos ojos del lienzo que parecían seguir a Charles por toda la habitación... ¿Por qué Allen y Charles imitaban la caligrafía de Joseph Curwen incluso cuando estaban solos? Y luego la espantosa tarea que habían llevado a cabo aquellos hombres, la desaparecida cripta llena de horrores que había envejecido al médico en una noche, los monstruos hambrientos encerrados en los fosos fétidos, aquella terrible fórmula que tan indescriptibles resultados había producido, el mensaje que Willett había encontrado en su bolsillo, los documentos, las cartas, todas las alusiones a tumbas, a misteriosas «sales», a descubrimientos... ¿Adónde conducía todo aquello?
Finalmente, el señor Ward tomó la decisión más prudente. Evitando pensar en lo que hacía, entregó a los detectives una fotografía para que la mostraran a todos los comerciantes de Pawtuxet que hubieran visto al misterioso doctor Allen. Era una instantánea de su hijo con el aditamento de una barba y unas gafas oscuras, como las que había utilizado el doctor Allen, dibujadas a pluma.
Durante dos horas, el señor Ward esperó en compañía del médico en aquella casa opresiva. Los detectives regresaron. Sí, la fotografía retocada guardaba una notable semejanza con el doctor Allen. El señor Ward palideció  y Willett se secó la húmeda frente con el pañuelo. Allen, Ward, Curwen... ¿Qué presencia había invocado el muchacho y con qué resultados para él? ¿Qué había ocurrido del principio al fin? ¿Quién era aquel Allen que proyectaba asesinar a Charles y por qué había escrito su víctima en la postdata de aquella angustiada carta que su cadáver debía ser disuelto en ácido? ¿Por qué el mensaje que Willett se había encontrado en el bolsillo decía exactamente lo mismo? ¿Qué proceso de transformación había tenido lugar y en qué momento se había producido la fase final? El día en que el doctor había recibido su carta, Charles había estado muy nervioso todo la mañana. Luego había ocurrido algún cambio. Charles había salido de la casa sin ser visto escapando a la vigilancia de los hombres encargados de protegerle. Fue entonces cuando debió suceder el cambio, mientras estuvo fuera. Pero no... ¿Acaso no había gritado de terror al volver a entrar en su biblioteca?. ¿Qué había encontrado allí? O, ¿qué le había encontrado a él? Esa figura que tan osadamente había entrado en la casa sin que se le hubiera visto abandonar la mansión, ¿no habría sido una sombra extraña, un horror dispuesto a lanzarse sobre un hombre tembloroso que no había salido de la habitación? ¿No había oído el mayordomo unos extraños ruidos?
Willett se fue en busca del sirviente y le hizo unas cuantas preguntas en voz baja. Desde luego, había sido un asunto muy desagradable. Sí, había oído unos ruidos: un grito, un jadeo y una serie de extraños crujidos. Y el señorito Charles no había vuelto a ser el mismo desde el momento en que salió aquel día de la biblioteca sin decir una sola palabra. El mayordomo se estremecía al hablar y olfateó el aire que llegaba desde el piso de arriba, arrastrado por una corriente creada por alguna ventana abierta. El terror se había instalado definitivamente en la mansión. Incluso los detectives estaban inquietos, ya que el caso presentaba algunos aspectos que no les gustaban en lo más mínimo. El doctor Willett pensaba, y sus pensamientos eran terribles. De vez en cuando casi rompía en un murmullo mientras estudiaba mentalmente esta nueva cadena de acontecimientos de pesadilla.
El señor Ward dio por terminada la conferencia y los detectives se fueron. El doctor y el dueño de la casa quedaron solos en la habitación. Era ya mediodía, pero la mansión parecía envuelta en sombras, como si se acercara la noche. Willett comenzó a hablar muy seriamente con su anfitrión, insistiendo para que dejara en sus manos las futuras averiguaciones. Aún habían de descubrirse, predijo, ciertos hechos que un amigo podría soportar con mayor facilidad que el padre del principal protagonista del caso. En su calidad de médico de la familia debía disponer de una absoluta libertad de movimientos, y lo primero que exigía era encerrarse en la abandonada biblioteca donde, en torno al panel de madera que había albergado el cuadro, se respiraba ahora un aura de terror mucho más intensa que cuando estuviera allí el retrato de Curwen. Sólo pedía que no se le molestara.
El señor Ward, aturdido por la creciente complejidad del caso, asintió de buena gana y media hora después el doctor estaba encerrado en la antigua biblioteca de Charles. El padre de éste, que escuchaba desde fuera, oyó unos raros sonidos en el interior de la estancia, seguidos de un chirrido, como si acabara de abrirse la puerta mal engrasada de una alacena. A continuación resonó un grito apagado y la puerta que acababa de abrirse se cerró rápidamente. Poco después apareció Willett en el pasillo, pálido y descompuesto. Quería, dijo, un poco de leña para encender un fuego, pues el de la estufa no le bastaba y el aparato eléctrico que había en la chimenea no tenía ningún uso práctico. Sin atreverse a formular ninguna pregunta, el señor Ward dio las oportunas órdenes a un criado, que subió al poco tiempo con unas ramas de pino, estremeciéndose al entrar en la habitación y sustituir por las ramas el aparato eléctrico. Entretanto, Willett había subido al laboratorio, de donde bajó al poco rato cargado con una cesta cubierta por un lienzo y en la que había colocado una serie de aparatos y objetos diversos abandonados allí en la mudanza del mes de julio de aquel mismo año.
Volvió a encerrarse el médico en la biblioteca y por las nubes de humo que empezaron a elevarse de la chimenea, se supo que había encendido el fuego. Más tarde, se oyó un crujir de papeles de periódico y otro chirrido de la misteriosa puerta, seguido de un baquetazo que dio mucho que pensar a los que en el pasillo escuchaban. Willett profirió de pronto un par de gritos ahogados, y a continuación se produjo un chisporroteo que resonó siniestramente en medio del profundo silencio que llenaba la mansión. Finalmente comenzó a salir por la chimenea un humo espeso y muy acre. Los criados se reunieron en un rincón, aterrorizados ante aquellas nocivas emanaciones, mientras que el señor Ward temblaba como un azogado.
Tras una larguísima espera, los vapores parecieron aclararse y detrás de la puerta cerrada volvieron a oírse extraños sonidos, como si el doctor rascara algo y luego barriera el hogar. Por fin, después de cerrar de nuevo la puerta del interior, fuera cual fuese, Willett hizo su aparición, grave, pálido y entristecido, llevando la cesta que había bajado del laboratorio todavía cubierta con un paño.
Había dejado la ventana abierta, y en la siniestra habitación entraba ahora a raudales el aire puro que se mezclaba con un curioso olor a desinfectante. El antiguo panel de madera seguía allí, pero parecía haber perdido su aire de malignidad y se mostraba sereno y majestuoso como si nunca hubiera albergado el retrato de Joseph Curwen. Caían las primeras sombras de la noche, pero esta vez no las acompañaba un terror latente. Más bien traían con ellas una suave melancolía. El doctor no habló de lo que había hecho. Se limitó a decir al señor Ward:
-No puedo contestar a ninguna pregunta. Sólo diré que existen distintos tipos de magia. He llevado a cabo una gran purificación. A partir de ahora, los moradores de esta casa podrán dormir mucho mejor.


6

La «purificación» debió constituir para el doctor Willett una prueba tan espantosa como su recorrido nocturno de la espantosa cripta, a juzgar por el abatimiento que provocó en el anciano médico. Por espacio de tres días no salió de su habitación, aunque según dijeron luego los criados, la noche del miércoles, poco después de las doce, se oyó abrirse sigilosamente la puerta de la calle, que volvió a cerrarse después con el mismo secreto. Por fortuna, la imaginación de los criados suele ser limitada, pues de otro modo podrían haber relacionado el hecho con una noticia que apareció en el Evening Bulletin del jueves y que decía así:

LOS PROFANADORES DE TUMBAS RENUEVAN SU ACTIVIDAD

Tras un periodo de diez meses a partir del último acto de vandalismo registrado en el Cementerio del Norte, del que fuera objeto la tumba de Weeden, el vigilante nocturno de ese mismo cementerio, Robert Hart, ha sorprendido a otro merodeador. Hacia las dos de la madrugada, vio brillar una linterna en la parte norte del camposanto, y al acercarse al lugar en cuestión, vio destacarse claramente contra la luz de una farola cercana la figura de un hombre que empuñaba una pala. Se lanzó en su persecución. pero antes de que pudiera darle alcance, el intruso había corrido hacia la entrada principal perdiéndose entre las sombras.
Al igual que el primero de los profanadores de tumbas sorprendido el año pasado, éste no ha llegado a causar, al parecer, ningún daño. En un lugar determinado del terreno que posee allí la familia Ward, la tierra aparecía removida, pero no puede asegurarse que el desconocido hubiera tratado de excavar una fosa.
Todo lo que puede decir Hart acerca del intruso, es que se trataba de un hombre de baja estatura y probablemente barbudo. En opinión del vigilante los tres actos se deben a una misma persona. No opina del mismo modo la policía, basándose en el salvajismo del segundo incidente, en el curso del cual fue robado un antiguo ataúd y destrozada la lápida correspondiente.
El primero de los incidentes, al parecer una tentativa frustrada de enterrar alguna cosa, ocurrió en el mes de marzo del año pasado y se atribuyó entonces a contrabandistas de bebidas alcohólicas en busca de un escondite para su alijo. Es muy posible, afirma el Sargento Riley, que este tercer caso sea de naturaleza similar. La policía está desplegando una gran actividad con vistas a identificar a los responsables de estos sucesos.

Durante todo el jueves, el doctor Willett descansó como si se recobrara de un esfuerzo agotador o se preparase para una gran prueba. Por la noche escribió una carta al señor Ward, que llegó a manos de éste a la mañana siguiente sumiéndole en profundas meditaciones. No había podido Ward sobreponerse a la impresión que le causara el informe de los detectives y a la siniestra «purificación» de la biblioteca, pero aquella misiva, a pesar de la desgracia que anunciaba y del misterio que la rodeaba, le trajo algo de la calma que tanto necesitaba.

10 Barnes St.
Providence, R.I.
12 abril, 1928

Querido Theodore:
Me considero obligado a avisarte antes de llevar a cabo lo que voy a hacer mañana, que pondrá punto final al terrible asunto de que nos venimos ocupando, pues tengo la impresión de que ninguna azada podrá llegar jamás a ese monstruoso lugar que los dos conocemos. Sé que tu mente no hallará reposo a menos que te asegure que lo que me propongo hacer representará el final definitivo de todo este misterio.
Me conoces desde que eras niño, de modo que me creerás si te digo que hay cosas que es mejor no investigar a fondo. Es preferible que no vuelvas a pensar en el caso de Charles e indispensable que no le digas a su madre más de lo que ella sospecha. Cuando yo vaya a visitarte mañana, Charles se habrá fugado de la clínica. Eso es lo que todos deben creer. Estaba loco y escapó. Y eso es lo que debes decir poco a poco a su madre cuando dejes de mandarle las notas mecanografiadas que escribías en nombre de Charles. Te aconsejo que vayas a reunirte con ella en Atlantic City y te tomes unas vacaciones. Dios sabe cuánto las necesitas después de las impresiones recibidas, y cuánto las necesito yo también. Por mi parte me propongo pasar en el Sur una temporada para tranquilizarme y reponer fuerzas.
De modo que no me hagas ninguna pregunta cuando vaya a visitarte. Es posible que algo salga mal, pero si es así no dejaré de avisarte. Espero que no tenga que hacerlo. A partir de mañana no habrá ya motivo de preocupación, pues Charles estará perfectamente a salvo. Ya lo está, más de lo que te imaginas. No debes temer nada con respecto a Allen o quienquiera que sea. Pertenece al pasado, como el retrato de Joseph Curwen, y cuando mañana llame a tu puerta puedes tener la completa seguridad de que ya no existirá tal persona. El que escribió la misteriosa nota tampoco volverá a molestarte.
Pero debes prepararte para algo muy triste y preparar también a tu esposa. La fuga de Charles no significa que vayáis a recuperarle. Se ha visto afectado por una terrible enfermedad, como has tenido ocasión de apreciar por los cambios físicos y mentales que ha experimentado, y tienes que resignarte a no volver a verle. Te queda el consuelo de saber que no fue ni un malvado ni un loco, sino únicamente un muchacho aficionado al estudio y excesivamente curioso respecto a materias que encerraban un gran peligro. Descubrió cosas que ningún mortal debe saber, y ésa fue su desgracia.
Y ahora debo hablarte del asunto más difícil y que exige que deposites en mi toda tu confianza. Dentro de un año, si así lo deseas, puedes dar a todos la versión que prefieras de cómo murió Charles, porque él no volverá. Puedes también hacer colocar una lápida en e! Cementerio del Norte, a diez pies de distancia, en dirección oeste, de la de tu padre, para señalar el lugar en que descansan los restos de tu hijo. Las cenizas allí enterradas serán las de Charles Dexter Ward, el que viste crecer, el verdadero Charles con la marca olivácea en la cadera y sin el lunar negro en el pecho ni la cicatriz en la ceja derecha. El Charles que nunca hizo ningún daño y que habrá pagado con su vida una curiosidad morbosa.
Esto es todo. Charles se fugará de la clínica y dentro de un año podrás colocar una lápida sobre el lugar donde reposan sus cenizas. No me hagas ninguna pregunta. Y ten la seguridad de que el honor de tu familia sigue incólume.
Te acompaño en tu sentimiento y te deseo que encuentres la fortaleza, la calma y la resignación necesarias para sobrellevar esta desgracia. Tu sincero amigo,

Marinus B. Willett

El viernes 13 de abril de 1928, Marinus Bicknell Willett visitó a Charles Dexter Ward en su habitación de la clínica del doctor Waite situada en la isla de Conanicut. El joven, aunque no trató de rehuir al visitante, estaba de un humor sombrío y no se mostró dispuesto a hablar del tema que Willett deseaba tratar. El descubrimiento de la cripta hacía imposible la normalidad de su relación y ambos callaron un buen rato después de intercambiar los saludos habituales. La tensión aumentó al descubrir el joven Ward tras el rostro impasible del doctor una firmeza nueva en él. El paciente se amedrentó, consciente de que desde su último encuentro el que fuera médico solícito se había transformado en implacable vengador. Finalmente Willett se decidió a romper el fuego:
-He descubierto algo más, Charles -dijo-. Algo muy grave.
¿Otros animalitos medio muertos de hambre? -fue la irónica respuesta. Era evidente que el joven quería mostrarse insolente hasta el final.
-No -replicó Willett lentamente-. Esta vez se trata de algo distinto. Encargamos a unos detectives que hicieran averiguaciones acerca del doctor Allen, y han encontrado en el bungalow una barba postiza y unas gafas ahumadas.
-Estupendo -dijo su interlocutor haciendo un esfuerzo por mostrarse ingenioso-. Espero que fueran más favorecedoras que las de usted.
-A ti te sentarían muy bien -replicó el doctor-. Mejor dicho, todo parece indicar que te sentaban muy bien.
Mientras Willett decía estas palabras, y aunque no hubo cambio alguno en la luz que se reflejaba en el suelo, una nube pareció ocultar momentáneamente el sol. Luego Charles habló.
-¿Y por qué da usted tanta importancia a eso? ¿Es que no puede un hombre disfrazarse si le resulta útil?
-Desde luego que puede hacerlo -asintió el doctor- siempre que tenga derecho a existir y siempre que no destruya a quien le hizo venir desde más allá de las esferas.
Ward se sobresaltó violentamente.
-Bueno, ¿qué es lo que ha encontrado y qué quiere de mí?
El doctor dejó que transcurrieran unos segundos antes de contestar, como si eligiera mentalmente las palabras que pudieran constituir una respuesta más eficaz.
-He encontrado -dijo finalmente-, algo oculto tras un panel antiguo que servía de marco a un retrato. Lo he quemado y he enterrado las cenizas en el lugar donde estará la tumba de Charles Dexter Ward.
El loco se levantó de un salto del sillón en que estaba sentado.
-¡No es posible! -exclamó- ¡No es posible! ¿Quién se lo dijo? ¿Y quién cree que va a creerle a usted si me han estado viendo durante estos dos meses?
El doctor Willett, aunque de baja estatura, adquirió el porte majestuoso del magistrado al calmar a su paciente con un gesto.
-No se lo he dicho a nadie. No es éste un caso corriente. Es de una locura tan inconcebible y de un horror tan ajeno a nuestra realidad que ningún alienista ni juez de la tierra podría creerlo. Gracias a Dios aún me queda una chispa de imaginación que me ha permitido adivinar la verdad de lo sucedido. ¡A mi no puede engañarme, Joseph Curwen, porque sé que su magia es auténtica! Sé cómo preparó el hechizo que perduró a través de los años y fue a actuar sobre su doble y descendiente. Sé cómo le arrastró usted al pasado y consiguió que le sacara de su abominable tumba. Sé cómo permaneció oculto en su laboratorio mientras se dedicaba al estudio del saber contemporáneo y salía por las noches a escondidas. Sé que es usted el vampiro de que tanto se habló. Sé que más tarde utilizó la barba y las gafas para que nadie se asombrara del sorprendente parecido que guardaba con su descendiente. Sé lo que decidió hacer cuando Charles comenzó a reprocharle su monstruoso saqueo de tumbas de todo el mundo, sé qué fue lo que planeó y sé cómo llevó a cabo sus planes.
»Se despojó de la barba y de las gafas y engañó a los detectives que vigilaban la casa. Creyeron que el que salía y entraba era él cuando en realidad usted le había estrangulado y ocultado tras el panel de madera de la biblioteca. Pero no se dio cuenta de que no hay dos mentes iguales. Fue un estúpido, Curwen, al imaginar que un simple parecido físico sería suficiente. ¿Por qué no pensó usted en la forma de hablar, y en la voz y en la caligrafía? Al final ha fracasado. Usted sabe mejor que yo quién escribió el mensaje que me encontré en el bolsillo, pero debo advertirle que no fue escrito en vano. Hay sacrilegios y abominaciones que no pueden ser tolerados, y creo que quien escribió aquellas palabras acabará con Orne y Hutchinson. Uno de los dos le escribió a usted en cierta ocasión: «No llame a su presencia a nadie a quien no pueda dominar». Tenia mucha razón, Curwen. No se puede jugar con la naturaleza a partir de ciertos límites. Todos los horrores que ha invocado se volverán contra usted...
El doctor se interrumpió ante el grito que profirió el ser que tenía delante. Indefenso, sin armas, y consciente de que cualquier acto de violencia atraería a un ejército de enfermeros, Joseph Curwen había decidido recurrir a su viejo aliado. Inició una serie de movimientos cabalísticos con los dedos, mientras aullaba con voz cavernosa las palabras de una terrible invocación:
«PER ADONAI ELOIM, ADONAI JEHOVA, ADONAI SABAOTH, METRATON...»
Pero Willett fue más rápido que él. Al tiempo que los perros de la vecindad comenzaban a aullar y un viento helado se desataba de pronto sobre la bahía, empezó a recitar la invocación que desde un principio se había propuesto utilizar. Ojo por ojo, magia por magia. ¡Que el resultado de ella demostrara si había aprendido las lecciones del abismo! Así fue como Marinus Bicknell Willett comenzó a recitar la segunda de las dos fórmulas, la opuesta a aquella que había atraído a su presencia la figura del autor de la misteriosa nota, la críptica invocación encabezada por la Cola de Dragón, signo del nodo descendente:

«OGTHROD AI’F
GEB’L-EE’H
YOG-SOTHOTH
‘NGAH’NG AI’Y
ZHRO»

No bien surgió la primera palabra de la boca de Willett, cuando su paciente se interrumpió en seco. Incapaz de hablar, agitó salvajemente los brazos hasta que le abandonaron las fuerzas. Pero cuando comenzó el espantoso cambio, fue cuando resonó en el cuarto la palabra Yog-Sothoth. No fue simplemente una disolución, sino más bien una transformación, una recapitulación, y el doctor tuvo que cerrar los ojos para no desmayarse antes de dar fin a la invocación.
Pero Willett no se desmayó y aquel hombre de pasado impío y poseedor de secretos prohibidos no volvió jamás a turbar al mundo. Aquella locura surgida de un tiempo pretérito había terminado. El caso de Charles Dexter Ward se había cerrado. Abrió los ojos Willett antes de abandonar tambaleándose aquella habitación y pudo ver que la memoria no le había traicionado. Tal como había predicho, no había sido necesario ningún ácido. Porque al igual que su abominable retrato un año antes, Joseph Curwen yacía ahora en el suelo bajo la forma de una delgada capa de polvo gris azulado.

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