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miércoles, 30 de junio de 2010

Historia de un muerto contada por él mismo -- Alejandro Dumas



Historia de un muerto contada por él mismo

Alejandro Dumas

Una noche de diciembre nos hallábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacia un tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono.

El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una estufa en torno a la que conversábamos.

Aunque todos fuéramos jóvenes y alegres, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente.

Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los grandes bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño.

Cada vez que la cucharilla de plata volvía a caer en el tazón lleno de licor encendido, los objetos se reflejaban sobre los muros con formas desconocidas y con tintes inauditos; desde los viejos profetas de barba blanca hasta esas caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que parecen un ejército de demonios como los que aparecen en sueños, o como los que dibujaba Goya. Además, la calma brumosa y fría del exterior aumentaba lo fantástico del interior; cada vez que mirábamos aquella claridad por un instante, nos veíamos a nosotros mismos con rostros de un gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes como carbunclos, los labios pálidos y las mejillas sumidas. Quizá lo más impresionante era una máscara de yeso, moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo, máscara que, colgada cerca de la ventana, recibía en su perfil el reflejo del ponche, lo que le daba una fisonomía extrañamente burlona.

Todo el mundo ha sufrido como nosotros la influencia de salones vastos y tenebrosos, como los describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo ha experimentado, al menos una vez, esos miedos sin causa, esas fiebres espontáneas a la vista de objetos a los que el rayo pálido de la luna o la luz dudosa de una lámpara otorgan una forma misteriosa; todo el mundo se ha encontrado en una habitación grande y sombría, junto a un amigo, escuchando algún cuento inverosímil y experimentado ese terror secreto que se puede hacer cesar de golpe encendiendo una lámpara o hablando de otra cosa, lo que evitamos hacer, porque es muy grande la necesidad de emociones, verdaderas o falsas, que tiene nuestro pobre corazón.

En fin, aquella noche, éramos tres. La conversación, que nunca toma la línea recta para llegar a su meta, había seguido todas las fases de nuestras ideas veinteañeras: unas veces ligera como el humo de nuestros cigarrillos, otras vivaz como la llama del ponche, otras sombría como la sonrisa de aquella máscara de yeso.

Habíamos llegado a un punto en el que no hablábamos siquiera; los puros, que seguían el movimiento de las cabezas y de las manos, brillaban como tres aureolas girando en la sombra.

Era evidente que el primero que abriera la boca y que turbara el silencio, aunque fuera para una broma, causaría inquietud a los otros dos: hasta tal punto estábamos sumidos, cada uno por nuestro lado, en una ensoñación miedosa.

–Henri –dijo el que vigilaba el ponche, dirigiéndose al pintor–, ¿has leído a Hoffman?

–¡Por supuesto! –respondió Henri.

–Y, ¿qué piensas de él?

–Pienso que es admirable, y tanto más cuanto que creía evidentemente en lo que escribía. Por lo que a mí respecta, sólo sé que cuando lo leía por la noche, me iba a la cama frecuentemente sin cerrar mi libro y sin atreverme a mirar detrás de mí.

–¿O sea, que te gusta lo fantástico?

–Mucho.

–¿Y a ti? –pregunto dirigiéndose a mí.

–También.

–Pues bien, voy a contaros una historia fantástica que me ocurrió.

–Esto no podía acabar de otro modo; cuenta.

–¿Es una historia que te ocurrió a ti mismo? –pregunté.

–A mí mismo.

–Pues cuenta, hoy estoy dispuesto a creer todo.

–Tanto más cuanto que, palabra de honor, puedo afirmar que soy el héroe.

–Bueno, adelante, te escuchamos.

Dejó caer la cucharilla en el tazón. La llama se apagó poco a poco, y permanecimos en una oscuridad casi completa, con solo las piernas iluminadas por el fuego de la estufa.

El comenzó:

–Una noche, hará aproximadamente un año, hacía el mismo tiempo que hoy, el mismo frío, la misma lluvia, la misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos, y después de haber hecho mi última visita, en lugar de ir un instante a Les Italiens,como tenía por costumbre, me hice llevar a mi casa. Vivía en una de las calles más desiertas del barrio Saint–Germain. Estaba muy cansado y me acosté pronto. Apagué la lámpara, y durante algún tiempo me entretuve mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes sombras sobre la cortina de mi cama; finalmente, mis ojos se cerraron y me dormí.

«Hacía aproximadamente una hora que dormía cuando sentí una mano que me sacudía vigorosamente. Me desperté sobresaltado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con asombro al visitante nocturno. Era mi criado.

»–Señor –me dijo–, levántese inmediatamente, le buscan para que visite a una joven que se muere.

»–¿Y dónde vive esa joven? –le pregunté.

»–Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por vos para acompañarle.

»Me levanté y me vestí apresuradamente, pensando que la hora y la circunstancia harían perdonar mi vestimenta; cogí mi lanceta y seguí al hombre que me habían enviado.

»Llovía a cántaros.

»Afortunadamente no tuve más que atravesar la calle y al instante estuve en casa de la persona que reclamaba mis cuidados. Vivía en un palacete vasto y aristocrático. Crucé un gran patio, subí los peldaños de una escalinata, pasé por un vestíbulo donde se hallaban unos criados aguardándome: me hicieron subir un piso y pronto me encontré en la habitación de la enferma. Era una gran habitación con viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me introdujo en aquella habitación a la que nadie nos siguió. Fui dirigido hacia una gran cama de columnas tapizada con una antigua y rica tela de seda y vi, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Tenía unos cabellos dorados como una ola del Pactolo, enmarcando un rostro de un perfil angélico; tenía los ojos semicerrados y la boca entreabierta dejaba ver una doble hilera de perlas. Su cuello resplandecía de blancura, puro de líneas; su camisa entreabierta insinuaba un pecho hermoso capaz de tentar a San Antonio y, cuando cogí su mano, recordé esos brazos blancos que Homero da a Juno. En fin, aquella mujer era una mezcla del ángel cristiano y de la diosa pagana; todo en ella revelaba la pureza del alma y la fogosidad de los sentidos. Hubiera podido pasar al mismo tiempo por la santa Virgen o por una bacante lasciva, enloquecer a un sabio y dar la fe a un ateo. Cuando me acerqué a ella, sentí a través del calor de la fiebre ese perfume misterioso hecho de todos los perfumes que emana la mujer.

»Permanecí sin recordar la causa que me había llevado allí, mirándola como una revelación y sin encontrar nada semejante ni en mis recuerdos ni en mis sueños; cuando ella volvió la cabeza hacia mí, abrió sus grandes ojos azules y me dijo:

»–Sufro mucho.

»Sin embargo, no tenía casi nada. Una sangría y estaba salvada. Cogí mi lanceta y en el momento de tocar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Pero el médico se impuso al hombre. Cuando hube abierto la vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desvaneció.

»Ya no quise dejarla. Me quedé a su lado. Experimentaba una secreta felicidad por tener la vida de aquella mujer entre mis manos; detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la mano que tenía libre a su pecho, se volvió hacia mí, y mirándome con una de esas miradas que condenan o salvan me dijo:

»–Gracias, sufro menos.

»Había tanta voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión alrededor de ella que yo estaba clavado en mi sitio, contando cada latido de mi corazón por los latidos del suyo, escuchando su respiración todavía un poco febril, y diciéndome que si había alguna cosa del cielo en esta tierra, debía ser el amor de aquella mujer.

»Se durmió.

»Yo estaba arrodillado sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en el altar. Una lámpara de alabastro colgada del techo lanzaba una claridad encantadora sobre todos los objetos. Estaba solo a su lado. La mujer que me había introducido había salido para anunciar que su ama estaba bien y que no se necesitaba a nadie. Era verdad, su ama estaba allí, tranquila y hermosa como un ángel dormido en su plegaria. En cuanto a mí, yo estaba loco...

»Pero no podía quedarme en aquella habitación toda la noche. Por tanto, salí también sin hacer ruido para no despertarla. Receté algunos cuidados al irme, y dije que volvería al día siguiente.

»Cuando regresé a mi casa, estuve desvelado por su recuerdo. Comprendí que el amor de aquella mujer debía ser un encantamiento eterno hecho de ensoñación y de pasión; que debía ser púdica como una santa y apasionada como una cortesana; concebí que debía ocultar al mundo todos los tesoros de su belleza, y que a su amante debía entregarse desnuda por entero. En fin, su imagen quemó mi noche, y cuando llegó la claridad yo estaba locamente enamorado.

»Más tarde, tras los pensamientos locos de una noche agitada llegaron las reflexiones: me dije que un abismo infranqueable me separaba de aquella mujer, que era demasiado bella para no tener un amante; que debía ser demasiado amado para que ella le olvidase, y me puse a odiar sin conocer a aquel hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo, para que pudiera sufrir, sin protestar, una eternidad de dolores.

»Esperaba impaciente la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé esperándola me pareció un siglo.

»Finalmente llegó la hora, y salí.

»Cuando llegué, me hicieron entrar en un gabinete exquisito, de un rococó furioso, de un pompadur sorprendente; estaba sola y leía: un gran vestido de terciopelo negro la ceñía por todas partes, no dejando ver, como en las vírgenes del Perugino, más que las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo había sangrado, coquetamente en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, que no parecían hechos para caminar sobre esta tierra. Esa mujer era tan completamente bella que Dios parecía haberla dado al mundo como un esbozo de los ángeles.

»Me tendió la mano y me hizo sentar a su lado.

»–¿Tan pronto levantada, señora? –le dije–, sois imprudente.

»–No, soy fuerte –me contestó sonriendo–, he dormido muy bien, y además no estaba enferma.

»–Sin embargo, decíais que sufríais.

»–Más del pensamiento que del cuerpo –dijo con un suspiro.

»–¿Tenéis alguna pena, señora?

»–Oh, una profunda. Afortunadamente Dios también es médico, y ha encontrado la panacea universal, el olvido.

»–Pero hay dolores que matan –le dije.

»–Y bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? La una es la tumba del cuerpo, la otra la tumba del corazón, eso es todo.

»–Pero vos, señora –dije–, ¿cómo podéis tener una pena? Estáis demasiado alta para que os alcance, y los dolores deben sentirse bajo vuestros pies como las nubes bajo los pies de Dios; las tormentas para nosotros, para vos la serenidad.

»–Eso es lo que os engaña –continuó ella–, y lo que prueba que toda vuestra ciencia se detiene ahí, en el corazón.

»–Y bien –le dije–, tratad de olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría suceda a un dolor, que la sonrisa suceda a las lágrimas, cierto; y cuando el corazón de aquel que prueba está demasiado vacío para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cerrar sin ayuda, envía al camino de aquella a la que quiere consolar otra alma que la comprende; porque sabe que se sufre menos sufriendo a dúo; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida cicatriza.

»–¿Y cuál es el dictamen, doctor –me dijo ella–, con qué curarías semejante herida?

»Se hizo un silencio bastante largo durante el cual admiré aquel rostro divino, sobre el que la media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba tintes encantadores, y admiré también aquellos hermosos cabellos de oro, no sueltos como en la víspera, sino alisados sobre las sienes y cogidos en la nuca.

»Desde el principio, la conversación había adoptado un aire triste; por eso aquella mujer me pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había probado con el dolor y era preciso que aquel a quien ella diera su alma aceptara la misión, doblemente santa, de hacerle olvidar el pasado y esperar el futuro.

»Por eso permanecí ante ella, no ya loco como lo estaba la víspera ante su fiebre, sino recogido ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, le habría cogido las manos, y hubiera llorado con ella como con una hermana, respetando al ángel y consolando a la mujer.

»Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había causado aquella herida sangrante todavía? Era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el médico suficiente intimidad para que me confesase una pena, pero no la suficiente para que me contara la causa. Nada a su alrededor podía ponerme sobre la pista: la víspera, nadie había ido a su cabecera para inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el pasado, y reflejarse sólo en el presente.

»–Doctor –me dijo de pronto saliendo de su ensoñación–, ¿podré bailar pronto?

»–Sí, señora –le dije yo, asombrado por aquella transformación.

»–Es que tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado –continuó ella; ¿vendréis, verdad? Debéis tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide bailar de noche. Es que veréis, es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que el mundo no sepa nada; una de esas torturas que debemos enmascarar con una sonrisa, para que nadie las adivine: quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que tiene envidia y celos al verme bella, me cree feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Por eso bailo, con riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola.

»Me tendió la mano con una mirada indefinible de candor y de tristeza, y me dijo:

»–¿Hasta pronto, verdad?

»Yo llevé su mano a mis labios, y salí.

»Llegué a mi casa atontado.

»Desde mi ventana veía las suyas; y me quedé todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me olvidaba de todo por aquella mujer; no dormía, no comía; por la noche tenía fiebre, al día siguiente por la mañana, delirio, y a la noche siguiente estaba muerto.»

–¡Muerto! –exclamamos nosotros.

–Muerto –contestó nuestro amigo con un acento de convicción imposible de transcribir–, muerto como Fabien cuya máscara está ahí.

–Continúa –le dije.

La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la estufa, cuya llama roja y viva disminuía un poco la oscuridad que invadía el taller.

El continuó:

–A partir de ese momento, sólo experimenté una conmoción fría. Fue, sin duda, el momento en que me arrojaron en la fosa.

«Ignoro desde hacía cuánto tiempo estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me llamaba por mi nombre. Me estremecí de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar pero al moverse mis labios sintieron el sudario que me cubría de la cabeza a los pies. A pesar de ello conseguí articular débilmente estas palabras:

»–¿Quién me llama?

»–Yo –respondió.

»–¿Quién eres tú?

»–Yo.

»Y la voz iba debilitándose como si se hubiera perdido en el cierzo, o como si no hubiera sido más que un ruido pasajero de las hojas.

»Por tercera vez todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero esta vez el nombre pareció correr de rama en rama, de tal modo que el cementerio entero lo repitió sordamente, y oí un ruido de alas, como si mi nombre, pronunciado de pronto en el silencio, hubiera hecho volar una bandada de pájaros nocturnos.

»Mis manos se elevaron hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Aparté silenciosamente el sudario que me cubría, y traté de ver. Me pareció que despertaba de un largo sueño. Sentía frío.

»Siempre recordaré el espanto sombrío de que estaba rodeado. Los árboles no tenían hojas y sus ramas descarnadas se retorcían dolorosamente como grandes esqueletos. Un débil rayo de luna, que penetraba a través de las nubes negras, iluminaba un horizonte de tumbas blancas que parecían una escalera hacia el cielo. Todas aquellas voces indefinidas de la noche que presidían mi despertar parecían cargadas de misterio y terror.

»Volví la cabeza y busqué a quien me había llamado. Estaba sentado junto a mi tumba, espiando todos mis movimientos, la cabeza apoyada en las manos y una sonrisa extraña bajo su mirada horrible.

»Tuve miedo.

»–¿Quién sois? –le dije reuniendo todas mis fuerzas–, ¿por qué despertarme?

»–Para prestarte un servicio –me respondió.

»–¿Dónde estoy?

»–En el cementerio.

»–¿Quién sois?

»–Un amigo.

»–Dejadme en mi sueño.

»–Escucha –me dijo–, ¿te acuerdas de la tierra?

»–No.

»–¿No echas de menos nada?

»–No.

»–¿Cuánto hace que duermes?

»–Lo ignoro.

»–Yo te lo diré. Estás muerto desde hace dos días, y tu última palabra ha sido el nombre de una mujer en lugar de ser el del Señor. Hasta el punto de que tu cuerpo sería de Satán, si Satán quisiera cogerlo. ¿Comprendes?

»–Sí.

»–¿Quieres vivir?

»–¿Sois Satán?

»–Satán o no, ¿quieres vivir?

»–¿Nada más que vivir?

»–No, volverás a verla.

»–¿Cuándo?

»–Esta noche.

»–¿Dónde?

»–En su casa.

»–Acepto –dije yo tratando de levantarme. ¿Tus condiciones?

»–No te las pongo –me respondió Satán–; ¿crees acaso que de cuando en cuando no soy capaz de hacer el bien? Esta noche ella da un baile y te llevo a él.

»–Vayamos, pues.

»–Vayamos.

»Satán me tendió la mano, y me encontré de pie.

»Describir lo que experimenté sería cosa imposible. Sentía que un frío terrible helaba mis miembros, es todo cuanto puedo decir.

»–Ahora –continuó Satán–, sígueme. Comprende que no te haga salir por la puerta principal, el portero no te dejaría pasar, querido; una vez aquí, no se sale. Sígueme, pues: vamos primero a tu casa, donde te vestirás; porque no puedes ir al baile con el traje que llevas, tanto más cuanto que no es un baile de disfraces; pero envuélvete bien en tu sudario, porque la noche es fría y podrías enfermar.

»Satán se echó a reír como ríe Satán, y yo seguí caminando tras él.

»–Estoy seguro –continuó– de que pese al servicio que te hago, no me amas todavía. Así estáis hechos los hombres, ingratos con vuestros amigos. No es que censure la ingratitud: es un vicio que yo inventé, y es uno de los más difundidos; pero me gustaría verte menos triste. Es la única gratitud que te pido.

»Yo le seguía, blanco y frío como una estatua de mármol que un resorte oculto hace moverse; sólo que en los momentos de silencio habría podido oírse a mis dientes chocar bajo un estremecimiento glacial y a los huesos de mis miembros crujir a cada paso.

»–¿Llegaremos pronto? –dije con esfuerzo.

»–¡Impaciente! –dijo Satán–. ¿Es muy hermosa?

»–Como un ángel.

»–Ay, querido –continuó riendo–, hay que confesar que adoleces de delicadeza en tus palabras; acabas de hablarme de ángel, a mí, que lo he sido; tanto más cuanto que ningún ángel haría por ti lo que yo hago hoy. Pero te perdono; hay que perdonarle algo a un hombre muerto hace dos días. Además, como te decía, esta noche estoy muy alegre; hoy han ocurrido en el mundo cosas que me encantan. Creía que a los hombres degenerados algo los había vuelto virtuosos desde hace algún tiempo, pero no: son siempre los mismos, tal como los creé. Y bien, querido, rara vez he visto jornadas como ésta; he cosechado, desde ayer, seiscientos veintidós suicidas sólo en Europa, y entre ellos hay más jóvenes que viejos, lo cual es una pérdida, porque mueren sin hijos; dos mil doscientos cuarenta y tres asesinatos, siempre sólo en Europa; en las demás partes del mundo, ni llevo la cuenta: con ellas me pasa lo que a los mayores capitalistas, no puedo enumerar mi fortuna. Dos millones seiscientos veintitrés mil novecientos setenta y cinco nuevos adulterios; eso es menos sorprendente debido a los bailes; doscientos jueces que se han vendido; ordinariamente tenía más. Pero lo que mayor placer me ha dado son veintisiete muchachas, la mayor de las cuales no tenía dieciocho años, que han muerto blasfemando de Dios. Cuenta, querido, todo eso es un ingreso aproximado de dos millones seiscientas veintiocho mil almas sólo en Europa. No cuento los incestos, las falsificaciones de moneda, las violaciones: pura calderilla. Por eso, haciendo una media de tres millones de almas que se pierden al día, calcula en cuánto tiempo el mundo entero será mío. Me veré obligado a comprarle a Dios el paraíso para agrandar el infierno.

»–Comprendo tu alegría –murmuré yo acelerando el paso.

»–Me dices eso –continuó Satán– con aire sombrío y de duda; ¿tienes miedo de mí porque me ves cara a cara? ¿Soy tan repulsivo? Razonemos un poco, por favor: ¿que sería del mundo sin mí? ¿Un mundo que tuviera sentimientos procedentes del cielo, y no pasiones procedentes de mí? El mundo moriría de spleen, querido. ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo ¿El amor? Yo. ¿Los negocios? También yo. Y no comprendo a los hombres que parecen odiarme tanto. Vuestros poetas, por ejemplo, que hablan de amor puro, no comprenden que al mostrar el amor que salva, inspiran la pasión que pierde; porque gracias a mí, lo que siempre buscáis no es una mujer como la Virgen, sino una pecadora como Eva. Y tú mismo, en este momento, tú que todavía tienes el frío de un cadáver y la palidez de un muerto, no es un amor puro lo que vas a buscar junto a aquella a la que te llevo, si no una noche de voluptuosidad. Ves, pues, que el mal sobrevive a la muerte, y que si el hombre tuviera que escoger, preferiría la eternidad de la pasión a la dicha, y la prueba es que, por algunos años de pasión sobre la tierra, pierde la eternidad de la dicha en el cielo.

»–¿Llegaremos pronto? –dije yo; porque el horizonte iba renovándose siempre, y caminábamos sin avanzar.

»–Siempre impaciente –replicó Satán–, aun cuando trato de abreviar la ruta cuanto puedo. Comprende que no puedo pasar por la puerta, hay una gran cruz y ésta es mi aduana. Cuando viajo y me tropiezo con ella, me detendría, me vería obligado a santiguarme; y puedo cometer un crimen, pero no un sacrilegio; y además, como ya te he dicho, no te dejarían pasar. ¿Crees que se muere, que os entierran, y que un buen día se puede marchar uno sin decir nada? Te equivocas, querido; sin mí habrías tenido que esperar a la resurrección eterna, cosa que habría sido larga. Sígueme, y estate tranquilo, llegaremos. Te he prometido un baile y lo tendrás: yo cumplo mis promesas, y mi firma es conocida.

»Había en esa ironía de mi siniestro compañero un fatalismo que me helaba; todo cuanto acabo de deciros, creo oírlo todavía.

»Caminamos algún tiempo aún, luego llegamos a un muro ante el que estaban amontonadas tumbas formando escalera. Satán puso el pie en la primera, y, contra su costumbre, caminó sobre las piedras sagradas hasta que estuvo en la cima de la muralla.

»Yo vacilé en seguir el mismo camino, tenía miedo.

»Me tendió la mano diciéndome:

»–No hay peligro; puedes poner el pie encima, son conocidos.

»Cuando estuve a su lado me dijo:

»–¿Quieres que te haga ver lo que sucede en París?

»–No, sigamos.

»Saltamos del muro a tierra.

»La luna, bajo la mirada de Satán, se había velado como una joven bajo una mirada descarada. La noche estaba fría, todas las puertas se hallaban cerradas, todas las ventanas oscuras, todas las calles silenciosas; se hubiera dicho que nadie había hollado hacía mucho tiempo el suelo sobre el que caminábamos; todo a nuestro alrededor tenía un aspecto fantasmal. Se podía creer que, cuando el día llegase, nadie abriría las puertas, ninguna cabeza se asomaría a las ventanas, y nadie turbaría el silencio: creía caminar por una ciudad muerta hacía siglos y reencontrada en unas excavaciones; en fin, la ciudad parecía estar despoblada en provecho del cementerio.

»Caminábamos sin oír un ruido, sin encontrar una sombra; la caminata fue larga a través de aquella ciudad espantosa de silencio y de reposo; finalmente llegamos a nuestra casa.

»–¿La reconoces? – me dijo Satán.

»–Sí –respondí sordamente–, entremos.

»–Espera, tengo que abrir. También fui yo el que inventó el robo: tengo una segunda llave de todas las puertas, excepto la de paraíso, por supuesto.

»Entramos.

»La calma exterior continuaba en el interior; era horrible.

»Yo creía soñar, no respiraba ya. Imaginaros volviendo a entrar en vuestra habitación donde habéis muerto hace dos días, encontrando todas las cosas tal como estaban durante vuestra enfermedad, con el sello de ese aire sombrío que da la muerte; volviendo a ver los objetos ordenados, como si ya no tuvieran que ser tocados por vosotros. La única cosa animada que había visto desde mi salida del cementerio fue mi gran péndulo, a cuyo lado había un ser humano muerto, y continuaba contando las horas de mi eternidad como había contado las de mi vida.

»Fui a la chimenea, encendí una bujía para cerciorarme de la verdad, porque todo cuanto me rodeaba se me aparecía a través de una claridad pálida y fantástica que me daba, por así decir, una visión interior. Todo era real; aquella era mi habitación; vi el retrato de mi madre, sonriéndome como siempre; abrí los libros que leía algunos días antes de mi muerte; solamente la cama no tenía ropa, y había sellos en todas partes.

»En cuanto a Satán, se había sentado al fondo, y leía atentamente la Vida de los Santos.

»En aquel momento pasé ante un gran espejo y me vi en mi extraño atuendo, cubierto de un pálido sudario con los ojos apagados. Dudé de aquella vida que me devolvía un poder desconocido, y me llevé la mano al corazón.

»Mi corazón no latía.

»Me llevé la mano a la frente, y mi frente estaba fría como el pecho, el pulso mudo como el corazón; reconocía todo lo que había abandonado; así pues, sólo el pensamiento y los ojos vivían en mí.

»Lo horrible además era que no podía apartar mi mirada de aquel espejo que me devolvía mi imagen sombría, helada y muerta. Cada movimiento de mis labios se reflejaba como la horrible sonrisa de un cadáver. No podía moverme del sitio; no podía gritar.

»El reloj dejó oír ese zumbido sordo y lúgubre que precede al campaneo de los viejos péndulos, y dio las dos; luego todo recuperó la calma.

»Algunos instantes después, una iglesia vecina sonó a su turno, luego otra, luego otra más.

»En un rincón del espejo veía a Satán que se había dormido sobre la Vida de los Santos.

»Conseguí volverme. Había un espejo frente a aquel en el que miraba, de modo que me veía repetido millares de veces con esa claridad pálida que da una sola bujía en una vasta sala.

»El miedo había llegado a su colmo: lancé un grito.

»Satán se despertó.

»–He aquí, sin embargo –me dijo mostrándome el libro–, con qué se quiere dar virtud a los hombres. Es tan aburrido que me he dormido, yo que velo desde hace seis mil años. ¿Todavía no estás preparado?

»–Sí –repliqué maquinalmente–, ya estoy.

»–Date prisa –contestó Satán–, rompe los sellos, coge tus ropas, y oro sobre todo, mucho oro; deja tus cajones abiertos, y mañana la justicia encontrará el modo de condenar a algún pobre diablo por rotura de sellos; será mi pequeña ganancia.

»Me vestí. De vez en cuando me tocaba la frente y el pecho: los dos estaban fríos.

»Cuando estuve preparado, miré a Satán.

»–¿Vamos a verla? –le dije.

»–Dentro de cinco minutos.

»–¿Y mañana?

»–Mañana –me dijo– recuperarás tu vida ordinaria; yo no hago las cosas a medias.

»–¿Sin condiciones? »–Sin condiciones.

»–Salgamos –le dije. »–Sígueme.

»Bajamos.

»Al cabo de unos instantes estábamos en la casa a la que me habían llamado cuatro días antes.

»Subimos.

»Reconocí la escalinata, el vestíbulo, la antecámara. Los accesos al salón estaban llenos de gente. Era una fiesta deslumbrante de luces, de flores, de pedrerías y de mujeres.

»Estaban bailando.

»A la vista de aquella alegría, creí en mi resurrección.

»Me incliné al oído de Satán, que no me había abandonado.

»–¿Dónde está ella? –le dije.

»–En su tocador.

»Esperé a que la contradanza hubiera terminado. Crucé el salón: los espejos con luces de velas reflejaron mi imagen pálida y sombría. Volví a ver aquella sonrisa que me había helado; pero allí ya no había soledad, estaba la gente; no era el cementerio, era un baile; no era la tumba, era el amor. Me dejé embriagar y olvidé por un instante de dónde venía sin pensar en otra cosa que en aquello por lo que había ido.

»Llegado a la puerta del gabinete, la vi; se veía más bella y encantadora que nunca. Me detuve un instante como en éxtasis; iba ceñida por un vestido de blancura resplandeciente, con los hombros y los brazos desnudos. Volví a ver, más con la imaginación que en realidad, un pequeño punto rojo en el lugar que yo había sangrado. Cuando apareció, estaba rodeada de jóvenes a los que apenas escuchaba; alzó indolentemente sus hermosos ojos llenos de voluptuosidad, me vio, pareció dudar al reconocerme, luego, poniendo una sonrisa encantadora, dejó a todo el mundo y se acercó a mí.

»–Ya veis que soy fuerte –me dijo.

»La orquesta se dejó oír.

»–Y para probároslo –continuó cogiéndome del brazo–vamos a valsar juntos.

»Dijo algunas palabras a alguien que pasaba a su lado. Yo vi a Satán junto a mí.

»–Has cumplido tu promesa –le dije–, gracias; pero necesito esta mujer esta misma noche.

»–La tendrás –me dijo Satán–, pero límpiate el rostro, tienes un gusano en la mejilla.

»Y desapareció dejándome todavía más helado que antes. Como para volver a la vida apreté el brazo de aquella a la que iba a buscar desde el fondo de la tumba, y la arrastré al salón.

»Era uno de esos valses embriagadores en los que todo cuanto nos rodea desaparece, en los que no se vive más que uno para otro, en los que las manos se encadenan, en los que los cuerpos se confunden y los pechos se tocan. Yo valsaba con los ojos clavados en sus ojos, y su mirada, que me sonreía eternamente, parecía decirme: "¡Si supieras los tesoros de amor y de pasión que daré a mi amante! ¡Si supieras cuánta voluptuosidad hay en mis caricias, cuánto fuego tienen mis besos! A quien ame, daré ¡todas las bellezas de mi cuerpo, todos los pensamientos de mi alma, porque soy joven, porque soy amante, porque soy bella!"

»Y el vals nos arrastraba en un torbellino lascivo y veloz.

»Esto duró mucho tiempo. Cuando la música cesó, éramos los únicos que seguíamos bailando.

»Ella cayó en mis brazos, con el pecho oprimido, flexible como una serpiente, y alzó sobre mí sus grandes ojos que parecieron decirme: "¡Te amo!"

»La llevé al gabinete, donde estábamos solos. Los salones iban quedando desiertos.

»Ella se dejó caer sobre un diván, cerrando a medias los ojos bajo la fatiga, como bajo un abrazo de amor.

»Me incliné sobre ella, y le dije en voz baja:

»–¡Si supierais cuánto os amo!

»–Lo sé –me dijo ella–, y también yo os amo.

»Era para volverse loco.

»–Daría mi vida–dije– por una hora de amor con vos, y mi alma por una noche.

»–Escucha –dijo ella abriendo una puerta oculta en la tapicería–, dentro de un instante estaremos solos. Espérame.

»Ella me empujó suavemente, y me encontré solo en su dormitorio, todavía alumbrado por la lámpara de alabastro.

»Todo tenía allí un perfume de misteriosa voluptuosidad imposible de describir. Me senté cerca del fuego, porque tenía frío, me miré en el espejo, seguía estando muy pálido. Oí los coches que partían uno a uno; luego, cuando el último hubo desaparecido, se hizo un silencio solemne. Poco a poco mis terrores regresaron; no me atrevía a volverme, tenía frío. Me sorprendía que ella no viniese; contaba los minutos y no oía ningún ruido. Tenía los codos sobre las rodillas y la cabeza entre mis manos.

»Entonces me puse a pensar en mi madre, en mi madre que lloraba en aquel momento a su hijo muerto, en mi madre para quien yo era toda la vida, y que no había tenido más que mis pensamientos secundarios. Todos los días de mi infancia volvieron a pasar ante mis ojos como un sueno. Vi que siempre que había tenido una herida que curar, un dolor que apagar, fue siempre a mi madre a quien recurrí. Quizá en el momento en que yo me preparaba para una noche de amor, ella se preparaba para una noche de insomnio, sola, silenciosa, junto a objetos que me recordaban a ella, o velando con mi solo recuerdo. ¡Qué horrible pensamiento!; tenía remordimientos; las lágrimas vinieron a mis ojos. Me levanté. En el momento en que me miraba en el espejo, vi una sombra pálida y blanca detrás de mí, mirándome fijamente.

»Me volví, era mi hermosa amada.

»Afortunadamente mi corazón no latía, porque de emoción

emoción habría terminado por romperse.

»Todo estaba silencioso, tanto fuera como dentro.

»Me atrajo a su lado, y pronto olvidé todo. Fue una noche imposible de contar, con placeres desconocidos, con voluptuosidades tales que se acercan al sufrimiento. En mis sueños de amor no encontré nada parecido a aquella mujer que tenía en mis brazos, ardiente como una Mesalina, casta como una madona, flexible como una tigresa, con besos que quemaban los labios, con palabras que quemaban el corazón. Había en ella algo tan potentemente atractivo, que hubo momentos en que tuve miedo.

»Por fin la lámpara comenzó a palidecer cuando el día despuntaba.

»–Escucha –me dijo aquella mujer–, hay que marcharse; ya llega el día, no puedes quedarte aquí; pero por la tarde, a primera hora de la noche te espero, ¿si?

»Por última vez sentí sus labios sobre los míos, ella apretó de modo convulso mis manos, y me marché.

»Fuera seguía la misma quietud.

»Caminaba como un loco, creyendo apenas en mi vida, sin pensar en ir a casa de mi madre o volver a la mía, ¡tanto embriagaba mi corazón aquella mujer!

»Sólo sé de una cosa que se desea más que una primera noche pasada junto a una amante: una segunda.

»La luz se había levantado, triste, pálida, fría. Caminé al azar por el campo desierto y desolado, para esperar la noche.

»La noche llegó temprano.

»Corrí a la casa del baile.

»En el momento en que franqueaba el umbral de la puerta, vi un viejo pálido y achacoso que bajaba la escalinata.

»–¿Dónde va el señor? –me detuvo el portero.

»–A casa de la señora de P... –le dije.

»–La señora de P... –dijo él mirándome asombrado y señalándome al viejo–, ese señor es quien vive en este palacete; ella murió hace dos meses.

»Lancé un grito y caí de espaldas.»

–¿Y después? –pregunté yo, ansioso por saber más.

–¿Después? –dijo él gozando de nuestra atención y sopesando sus palabras–, después me desperté, porque todo eso no era más que un sueño.

ACEITE DE PERRO -- Ambrose Bierce



ACEITE DE PERRO

Ambrose Bierce

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos pero de la más humilde condición: mi padre era fabricante de aceite de perro y mi madre tenía un pequeño taller a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se deshacía de los niños no deseados. En mi niñez me adiestraron en los hábitos del trabajo: no sólo ayudaba a padre proveyéndolo de perros para su caldera sino que ayudaba a mi madre a esconder los desechos de su trabajo en el taller. A veces, precisé de toda mi inteligencia natural para desempeñar esta obligación ya que todos los representantes de la ley se oponían al negocio de mi madre. No los habían elegido por oponerse al mismo y nunca se trató el tema como un asunto político; simplemente sucedió así. Naturalmente, el negocio paterno de manufacturación de aceite de perro era menos impopular, pese a que los propietarios de perros extraviados lo miraban con recelo que, en cierto modo, me desacreditaba. Mi padre tenía, como cómplices silentes, a todos los médicos del pueblo, quienes rara vez extendían una receta que no contuviese lo que se complacían en designar como ol. can. Se trata, sin duda, de la medicina más valiosa que han descubierto. Pero la mayoría de la gente no está dispuesta a realizar sacrificios personales en favor de los afligidos y era patente que a los perros más lustrosos del pueblo se les había prohibido jugar conmigo, un hecho que hirió mi joven sensibilidad y, en un tiempo, estuvo a punto de empujarme a convertirme en un pirata.

Al volver la vista atrás hacia aquellos días, no puedo sino arrepentirme, a veces, de que al ocasionar indirectamente la muerte de mis queridos padres fuese el autor del infortunio que marcaría hondamente mi futuro.

Una tarde, mientras pasaba junto a la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de uno de los expósitos del taller de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar de cerca mis movimientos. Aunque era joven, había aprendido que los actos de un agente de la ley, por muy aparente que sea su carácter, obedecen a los motivos más censurables y yo lo evité colándome en la aceitería por una puerta lateral que permanecía entreabierta. Al punto, la cerré y me quedé a solas con mi cadáver. Mi padre se retiraba por las noches. La única luz del lugar procedía del horno, que brillaba con un profundo y espeso color carmesí emitiendo reflejos rojizos sobre las paredes. En el interior del caldero el aceite todavía burbujeaba con una ebullición indolente; ocasionalmente, empujaba a la superficie un pedazo de perro. Sentándome a esperar que el policía se marchase, sostuve el cuerpo desnudo del expósito en mi regazo y acaricié con ternura su cabello corto y sedoso. ¡Ah, qué hermoso era! Incluso a una edad tan temprana era extremadamente aficionado a los niños y, mientras contemplaba a ese querubín, casi pude hallar en mi corazón el deseo de que la herida diminuta y roja de su pecho, causada por mi querida madre, no hubiese sido mortal.

Había adquirido por costumbre arrojar los bebés al río con el que la naturaleza, sabiamente, me había provisto para tal propósito, pero aquella noche no me atrevía a salir de la aceitería por temor al agente. «Después de todo», me dije a mi mismo, «no existe mucha diferencia si lo meto dentro de este caldero. Mi padre nunca distinguirá sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que puedan producir por administrar otra clase de aceite en lugar del incomparable ol. can. no son importantes en una población que crece tan rápidamente». Para abreviar, di mi primer paso en el crimen y acudieron a mí inenarrables pesares al arrojar al bebé al caldero.

Al día siguiente, en parte para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos de satisfacción, nos informó a mi madre y a mí que había obtenido la más refinada calidad de aceite que se había visto y que los médicos a quienes había enseñado muestras así se habían pronunciado. Añadió que ignoraba cómo se había obtenido tal resultado, los perros habían sido tratados en todos los aspectos como de costumbre y eran de una raza ordinaria. Consideré mi deber explicarlo, cosa que hice, aunque mi lengua se hubiera paralizado si hubiese adivinado las consecuencias. Lamentando su ignorancia previa acerca de las ventajas de combinar sus respectivos negocios, mis padres tomaron medidas de inmediato para rectificar su error. Mi madre trasladó su taller a un ala del edificio de la aceitería y cesaron mis obligaciones relativas a su negocio; no se me requirió más para que me deshiciese de los cuerpos de los bebés sobrantes y no hubo necesidad de atraer perros a su perdición puesto que mi padre los descartó por completo, aunque mantuvieron un honroso lugar en la denominación del aceite. De modo que, súbitamente sumido en la ociosidad, por lógica podría haberme convertido en un tipo vicioso y disoluto, pero no lo hice. La bendita influencia de mi querida madre estuvo siempre a mi lado para protegerme de las tentaciones que asedian a lo jóvenes y mi padre era diácono en la iglesia. ¡Ay, que horror que por mi culpa estas personas tan dignas de estima tuvieran un final tan horrendo!

Entonces, al doblarse los beneficios de su negocio, mi madre se consagró al mismo con renovada diligencia. No sólo se hizo cargo de los niños indeseados o que sobraban sino que salía a las carreteras y caminos para recoger a niños más crecidos e incluso a adultos cuando podía atraerlos hasta la aceitería. Mi padre, encantado también con la calidad superior del aceite que refinaba, proveía sus calderas con diligencia y celo. En poco tiempo, la conversión de sus vecinos en aceite de perro se convirtió en la única pasión de sus vidas; una codicia absorbente e incontenible se apoderó de sus espíritus y los colmaba en vez de la esperanza de alcanzar el Cielo, que también los inspiraba.

Últimamente, se habían vuelto tan emprendedores que se convocó una reunión pública y se aprobaron resoluciones en las que se los censuraba severamente. El presidente dio a entender que cualquier nueva incursión contra la población sería recibido en un clima de hostilidad. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón destrozado, desesperados y, en mi opinión, no del todo cuerdos. De todos modos, consideré prudente no entrar con ellos en la aceitería aquella noche y dormí fuera, en un establo.

En torno a la media noche, un impulso misterioso me hizo levantarme y echar una ojeada a través de una ventana en la sala del horno, donde sabía que mi padre dormía ahora. Los fuegos ardían tan intensamente como si se esperase que la cosecha del día siguiente fuese abundante. Uno de los calderos más grandes se agitaba pausadamente con una extraña apariencia de autocontrol, como si aguardase el momento de liberar toda su energía. Mi padre no estaba acostado; se había levantado vistiendo sus ropas de noche y preparaba un lazo con un cuerda resistente. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta del dormitorio de mi madre adiviné el propósito que tenía en mente. Enmudecido y paralizado por el pánico, no podía hacer nada para prevenirla o avisarla. Repentinamente, y sin hacer ruido alguno, se abrió la puerta del cuarto de mi madre y se encontraron uno frente al otro, ambos aparentemente sorprendidos. Ella también vestía ropas de noche y sostenía en su diestra el instrumento de su oficio: un cuchillo alargado de hoja estrecha.

Tampoco ella había sido capaz de negarse el último beneficio que la actitud poco amistosa de sus conciudadanos y mi ausencia le permitían. Se miraron de hito en hito, con los ojos centelleantes, durante un instante y entonces saltaron el uno sobre el otro con furia indescriptible. Rodaron dando tumbos por la habitación, el hombre maldiciendo, la mujer chillando, ambos peleando como demonios: ella quería atravesarlo con su daga, él intentaba estrangularla con sus grandes manos. Ignoro cuánto tiempo tuve la desgracia de presenciar esta desagradable muestra de infortunio doméstico pero al final, tras un forcejeo más violento de lo habitual, los contendientes se separaron repentinamente.

El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban signos de contacto mutuo. Se miraron durante un instante de forma poco amistosa; entonces mi pobre padre herido, sintiendo la mano de la muerte sobre él, se lanzó hacia delante sin atender a cualquier tipo de resistencia, agarró a mi querida madre entre sus brazos, la arrastró junto al caldero hirviente, hizo acopio de sus escasas fuerzas y ¡se tiró al caldero con ella! En un momento, ambos habían desaparecido y su aceite se añadió al de la comisión de ciudadanos que habían acudido el día anterior con una invitación para la asamblea.

Persuadido de que estos desafortunados acontecimientos me habían cerrado todas las puertas para reanudar una carrera honorable en aquel pueblo, me marché a la famosa ciudad de Otumwee, donde he escrito estas memorias con el corazón lleno de remordimiento ante el insensato arrebato que había producido un desastre comercial tan desalentador.

FIN

EL ABISMO, Robert A. Lowndes



EL ABISMO

Robert A. Lowndes

Sacamos el cuerpo de Graf Norden envueltos por la noche de noviembre, bajo las estrellas que resplandecían con un brillo tan terrible que resultaba insoportable, y condujimos el auto enloquecidos, frenéticamente, por la carretera que subía hacia lo alto de la montaña. El cadáver debía ser destruido a causa de los ojos que no querían cerrarse, sino que parecían mirar fijamente algún objeto situado detrás del observador; el cadáver que había perdido toda la sangre sin que presentara la más ligera traza de una herida; el cadáver cuya carne estaba cubierta de marcas luminosas, de arabescos que se desplazaban y cambiaban de forma ante nuestros ojos. Encajamos el rígido cuerpo que había sido Graf Norden tras el volante, pusimos una mecha en el tanque de gasolina, la encendimos y luego empujamos el vehículo hasta el borde del camino, desde donde se precipitó envuelto en llamas hacia la ruta principal: un meteorito flamígero

No fue hasta el día siguiente que nos dimos cuenta de que todos habíamos estado bajo el poder hipnótico de Dureen... hasta yo lo había olvidado. De no ser así, ¿cómo hubiéramos podido actuar tan alocadamente? A partir del instante en que se encendieron las luces de nuevo, y vimos lo que, un momento antes, había sido Graf Norden, fuimos como vagas, irreales figuras deambulando por un sueño. Lo olvidamos todo salvo las mudas órdenes que nos fueron impartidas mientras contemplábamos cómo el auto llameante se estrellaba contra el asfalto inferior, mientras observábamos su destrucción, y luego nos dirigíamos con paso incierto cada cual a su casa. Cuando, al día siguiente, recobramos parcialmente la memoria y buscamos a Dureen, éste había desaparecido. Y, como sea que apreciábamos nuestra libertad, no contamos a nadie lo que había sucedido, ni tratamos de averiguar hacia qué ignotos dominios se había esfumado Dureen. Sólo deseábamos olvidar.

Pienso que yo probablemente hubiera olvidado si no hubiese vuelto a echar una ojeada a la Canción de Ysté. Los demás, con interés creciente, han tendido a considerarlo como una ilusión, pero yo no puedo. Una cosa es leer libros como el Necronomicón, el Libro de Eibón o la Canción de Ysté, y otra muy distinta cuando la propia experiencia nos confirma algunas de las cosas que en ellos se relatan. Encontré uno de tales párrafos en la Canción de Ysté y no seguí leyendo. El volumen, junto con los demás libros de Norden, aún está en mi biblioteca; no lo he quemado. Pero no creo que lo vuelva a leer jamás...

Conocí a Graf Norden en 193..., en la universidad Darwich, en la clase de historia medieval y del Renacimiento temprano del doctor Held, que era más bien un estudio del pensamiento metafísico y el ocultismo.

Norden demostraba un gran interés; había realizado más de una incursión en las ciencias ocultas; en especial, le fascinaban los escritos y documentos de una familia de adeptos llamada Dirka, cuyo linaje se remonta a los días de la era preglacial. Ellos, los Dirka, vertieron la Canción de Ysté de su forma legendaria a las tres grandes lenguas de las culturas primigenias, y luego al griego, latín, árabe e inglés medio.

Le dije a Norden que deploraba el ciego desdén con que el mundo consideraba a las ciencias ocultas, pero que nunca había investigado el tema en profundidad. Me contentaba con ser un espectador, dejando que mi imaginación vagara a voluntad por las principales corrientes de ese oscuro río; deslizarme por la superficie era suficiente para mí... raras veces realizaba una inmersión ocasional hacia las profundidades. Como poeta y soñador, ponía buen cuidado en no perderme entre las tinieblas de las pozas donde retozaba... uno siempre podía emerger para encontrar un cielo azul y calmo y un mundo que no creía en esas realidades.

En el caso de Norden, era diferente. El ya comenzaba a tener dudas, según me comentó. Se trataba de un camino difícil de recorrer; había peligros espantosos, ocultos a lo largo de todo el recorrido; a menudo eso era tan cierto que el caminante no los descubría hasta que ya era demasiado tarde. Los terráqueos no habían avanzado mucho por la vía de la evolución; muy inexpertos aún, su falta de conocimiento, como raza, constituía una poderosa valla contra los pocos de sus congéneres que buscaban adentrarse por desconocidos caminos. Norden hablaba de mensajeros del más allá y citaba oscuros pasajes del Necronomicón y la Canción de Ysté. Se refería a seres extraños, entidades terriblemente inhumanas, imposibles de comprender de acuerdo con los cánones humanos o de ser combatidos de manera efectiva por la humanidad.

Dureen hizo su aparición en esa época. Un día entró en el aula durante el curso de una conferencia; más tarde, el doctor Held nos lo presentó como un nuevo miembro de la clase, procedente del extranjero. Había algo en Dureen que despertó inmediatamente mi interés. No logré determinar a qué raza o nacionalidad podía pertenecer... era lo que podría decirse bello, cada uno de sus movimientos poseía gracia y ritmo. Sin embargo, bajo ningún aspecto podía considerarse afeminado.

El hecho de que la mayoría de nosotros le eludiera, no le perturbaba en absoluto. Por mi parte, ello se debía a que no me parecía real, pero, en el caso de los demás, probablemente se debiera a su carencia total de sentimiento. Hubo una vez, por ejemplo, en que, estando en el laboratorio, le estalló una probeta ante la cara, y varios fragmentos se le clavaron en la piel. Él no dio la más leve muestra de dolor, rehusó todas las expresiones de atención de parte de algunas jóvenes y procedió a continuar con su experimento en cuanto el médico terminó de atenderle.

El acto final comenzó una tarde, cuando conversábamos acerca de la sugestión y el hipnotismo, y discutíamos las posibilidades prácticas de la materia. Colby presentó un argumento extraordinariamente ingenioso en contra, consideró ridículo asociar los experimentos en transmisión de pensamiento o telepatía con la sugestión y llegó a la conclusión final de que el hipnotismo (al margen de los medios mecánicos de inducción) era imposible.

Fue al llegar a este punto cuando Dureen intervino. Lo que él dijo, no puedo recordarlo, pero todo concluyó con un desafío directo a Dureen para que demostrara sus asertos. Norden permaneció callado durante el curso de este debate; estaba más bien pálido y trataba, según pude notar, de hacerle una señal de advertencia a Colby.

Esa noche fuimos cinco los que nos reunimos en casa de Norden: Granville, Chalmers, Colby, Norden y yo. Norden fumaba un cigarrillo tras otro, se mordía las uñas y hablaba solo en voz baja. Sospeché que algo anormal estaba sucediendo, pero de qué se trataba, no tenía la menor idea. Luego llegó Dureen, y la conversación, si así puede llamarse, cesó.

Colby repitió su desafío, diciendo que había convocado a los demás para asegurarse de que no se utilizarían trucos de escenario. No se podían utilizar espejos, luces ni cualquier otro tedio mecánico para provocar la hipnosis. Debía basarse por completo en la fuerza de voluntad. Dureen asintió, corrió la cortina, y luego, volviéndose, dirigió su mirada a Colby.

Nosotros le observábamos, esperando que hiciera algunos movimientos o pases con sus manos y pronunciase alguna orden: él no hizo ni lo uno ni lo otro. Fijó su mirada en Colby, y éste se puso rígido como si hubiese sido fulminado por un rayo; acto seguido, con la mirada perdida en el vacío ante él, se puso lentamente en pie, permaneciendo en la angosta franja negra que corría en diagonal a través del centro de la alfombra.

Mi memoria regresó al día en que había sorprendido a Norden en el acto de destruir unos papeles y aparatos, éstos construidos, con toda la ayuda que pude brindarle, en un lapso de varios meses. Sus ojos poseían una terrible expresión, y no pude vislumbrar la sombra de una duda en ellos. Poco tiempo después de este evento, Dureen había hecho su aparición: me pregunté si ambos hechos podían tener alguna relación.

Salí bruscamente de mi ensimismamiento al oír el sonido de la voz de Dureen, al ordenarle a Colby que hablara, que nos dijese dónde se hallaba y qué veía a su alrededor. Cuando Colby obedeció, fue como si su voz nos llegase de una gran distancia.

Se encontraba, dijo, en un estrecho puente tendido sobre un pavoroso abismo, tan vasto y profundo que él no podía distinguir el fondo ni sus límites. Detrás de él este puente se extendía hasta perderse en una neblina azulada; al frente, continuaba hasta lo que parecía una meseta. Colby no se atrevía a moverse debido a la angostura de la senda, pero comprendía que debía tratar de llegar a la planicie antes que el vértigo que le causaban las profundidades que se abrían debajo de él le hiciera perder el equilibrio. Experimentaba una extraña pesadez, y hablar le demandaba un gran esfuerzo.

Al enmudecer la voz de Colby, todos mirábamos fascinados la estrecha franja negra en la alfombra azul. Aquello, pues, era el puente sobre el abismo... pero ¿qué podía causar la ilusión de profundidad? ¿Por qué su voz parecía venir de tan lejos? ¿Por qué sentía aquella pesadez? La planicie debía de ser la mesa de trabajo situada en el otro extremo de la habitación: la alfombra llegaba hasta una especie de tarima sobre la cual estaba colocada la mesa de Norden, cuya superficie se levantaba a unos dos metros del suelo. Colby ahora comenzó a caminar con lentitud por la franja negra, moviéndose con extremo cuidado, al igual que una figura proyectada con cámara lenta. Sus miembros parecían pesados; respiraba agitadamente.

Entonces Dureen le ordenó que se detuviera y mirase al fondo del abismo con precaución, y que nos contara lo que allí viese. En aquel momento, nosotros examinábamos de nuevo la alfombra, como si jamás la hubiésemos visto y no supiéramos que no presentaba motivo decorativo alguno, salvo aquella única franja negra en la que ahora Colby se encontraba de pie.

Escuchamos de nuevo su voz. Dijo, al principio, que nada veía en el abismo bajo sus pies. Luego se le cortó la respiración, se tambaleó y casi perdió el equilibrio. Vimos que el sudor le cubría la frente y el cuello, empapando su camisa azul. Había cosas en el abismo, nos contó con roncos acentos en la voz, grandes formas que eran como burbujas de absoluta negrura, pero que estaba seguro de que tenían vida. De la masa central de su ser, Colby veía surgir tentáculos fibrosos, increíblemente largos. Se movían hacia delante y hacia atrás... en sentido horizontal, pero, aparentemente, no podían desplazarse en dirección vertical.

Pero las cosas no estaban todas en el mismo plano. Cierto era que sus movimientos se producían sólo horizontalmente en relación con su posición, pero algunas se encontraban en sentido paralelo a él y algunas en diagonal. A lo lejos podía distinguir cosas en posición perpendicular. Ahora parecía haber muchas más que las que él suponía. Las primeras que había visto estaban muy lejos, en el fondo, ajenas a su presencia. Pero éstas le percibían y estaban tratando de alcanzarle. Ahora se movía más rápidamente, nos dijo, pero para nosotros aún caminaba con lentitud.

Miré de soslayo a Norden; él también sudaba profusamente. Entonces se levantó y, acercándose a Dureen, le habló en voz baja para que ninguno de nosotros pudiera oírle. Comprendí que se refería a Colby y que Dureen no quería acceder a lo que Norden le pedía. Luego me olvidé momentáneamente de Dureen al escuchar de nuevo la voz de Colby, que temblaba de espanto. Las cosas extendían sus tentáculos hacia él. Se elevaban y caían por todas partes; algunas muy alejadas; otras horriblemente cercanas. Ninguna había encontrado el plano exacto en que él pudiera ser capturado; los ávidos tentáculos no le habían tocado, pero aquellos seres ahora sentían su presencia, estaba seguro de ello.

Y temía que tal vez pudiesen alterar sus planos a voluntad, aunque parecía que actuaban a ciegas, pues aparentemente eran seres bidimensionales. Los tentáculos que se proyectaban hacia él eran fibras totalmente negras.

Una terrible sospecha se despertó en mí, al recordar algunas de las primeras conversaciones con Norden, y rememoré ciertos pasajes de la Canción de Ysté. Intenté levantarme, pero mis miembros carecían de fuerza: sólo podía permanecer irremediablemente sentado y mirar. Norden todavía seguía hablando con Dureen, y vi que estaba muy pálido. Pareció retirarse... luego se volvió y se dirigió a un armario, extrajo un objeto y se acercó a la franja de la alfombra sobre la que Colby estaba de pie. Norden hizo un movimiento de asentimiento a Dureen, y entonces vi lo que tenía en la mano: era un poliedro de aspecto cristalino. Poseía, sin embargo, un resplandor que me causó un sobresalto.

Desesperadamente traté de recordar la significación del objeto... pues yo sabía... pero mis pensamientos eran interrumpidos, según parecía, por alguna fuerza y, cuando Dureen posó su mirada en mí; hasta la misma habitación pareció oscilar.

Una vez más se hizo audible la voz de Colby, esta vez preñada de desesperación. Temía no poder llegar nunca a la planicie. (En rigor, se encontraba a un metro y medio escaso del final de la franja negra y de la tarima sobre la cual descansaba la mesa de trabajo de Norden.) Las cosas, decía Colby, estaban más cerca ahora: una masa de tentáculos entretejidos acababa de rozarle el cuerpo.

Entonces nos llegó la voz de Norden; también parecía provenir de muy lejos. Llamó mi nombre. Aquello era algo más, dijo, que mero hipnotismo. Se trataba... pero entonces su voz se debilitó y percibí el poder de Dureen ahogando el sonido de sus palabras. De cuando en cuando, lograba distinguir una frase o unas pocas palabras inconexas. Pero, de todo ello, pude colegir lo que estaba sucediendo. Se trataba en realidad de un viaje transdimensional. Nosotros sólo nos imaginábamos que veíamos a Norden y a Colby de pie en la alfombra..., o quizás era mediante la influencia de Dureen.

La dimensión sin nombre era el hábitat de aquellos seres de sombra. El abismo, y el puente sobre el cual se encontraban los dos, eran ilusiones creadas por Dureen. Cuando lo que Dureen había planeado hubiera concluido, nuestras mentes serían exploradas, y nuestros recuerdos condicionados de tal manera que sólo rememoraríamos lo que Dureen quisiera que recordáramos. Norden había conseguido llegar a un acuerdo con Dureen, acuerdo que él debería respetar; como consecuencia, si ambos llegaban a la planicie antes que les tocaran aquellos seres, todo estaría en orden. Si no... Norden no especificó qué sucedería, pero dio a entender que les perseguirían al igual que el cazador persigue a su presa. El poliedro contenía un elemento que repelía los extraños seres de sombra.

Norden estaba a corta distancia detrás de Colby; nosotros podíamos verle apuntando con el poliedro. Colby habló de nuevo, diciéndonos que Norden se había materializado a sus espaldas, y que había traído consigo una especie de arma con la cual podía mantener a distancia a los extraños seres.

Entonces Norden me llamó por mi nombre, pidiéndome que me hiciese cargo de sus pertenencias si no regresaba y que buscara lo que decía sobre los adumbrali la Canción de Ysté. Con lentitud, él y Colby avanzaron hacia la tarima y la mesa. Colby iba a pocos pasos delante de Norden; luego se trepó a la tarima y, con la ayuda de su compañero, logró ganar la mesa. Después trató de dar una mano a Norden, pero, cuando éste subía a la tarima, súbitamente se puso rígido, y el poliedro se desprendió de sus manos. Frenéticamente intentó arrastrarse hacia la mesa, pero una fuerza extraña le atrajo hacia atrás, y yo supe que estaba perdido...

Oímos un solo grito de angustia, y luego las luces de la habitación palidecieron y se apagaron. Sea cual fuere el poder que nos tenía dominados, en aquel instante perdió su fuerza; dimos vueltas por la estancia como enloquecidos, tratando de encontrar a Norden, a Colby y el interruptor de la luz. Luego, de pronto, las luces se encendieron de nuevo, y vimos a Colby sentado en la mesa, como mareado, mientras que Norden yacía en el suelo. Chalmers se inclinó sobre su cuerpo, en un intento de resucitarle, pero al constatar el estado de los restos de Norden, se puso tan histérico que tuvimos que dejarle desvanecido de un golpe para que se callara.

Colby nos siguió como un autómata, aparentemente sin saber lo que había sucedido. Sacamos el cuerpo de Graf Norden envueltos por la noche de noviembre y lo destruimos con el fuego; más tarde le explicamos a Colby que había sufrido un ataque cardíaco mientras conducía por la ruta de la montaña; el auto se precipitó al vacío, y el cadáver de Norden se incineró en el holocausto.

Posteriormente, Chalmers, Granville y yo nos reunimos con el fin de buscar una explicación racional a cuanto habíamos visto y oído. Después de recobrar el conocimiento, Chalmers permaneció sereno y nos ayudó a llevar a cabo la espeluznante misión en lo alto de la montaña. Ninguno de los dos, según pude averiguar, había oído la voz de Norden después que se unió a Colby en el supuesto estado hipnótico. Tampoco recordaban haber visto objeto alguno en la mano de Norden.

Pero, en menos de una semana, aun esos recuerdos se habían desvanecido de sus mentes. Creían a pies juntillas que Norden había muerto en un accidente luego de un intento frustrado de parte de Dureen de hipnotizar a Colby. Con anterioridad, su explicación había sido que Dureen mató a Norden, por razones que no conocían, y que nosotros fuimos, inconscientemente, sus cómplices. El experimento hipnótico había servido de pretexto para reunirnos a todos y contar con un medio para deshacerse del cadáver. Que Dureen había logrado hipnotizarnos, ellos no lo dudaban entonces.

Hubiera sido inútil contarles lo que descubrí unos pocos días más tarde, lo que llegué a extraer de las notas de Norden, en las que explicaba la llegada de Dureen. Tampoco hubiera servido de mucho leerles fragmentos de la Canción de Ysté, traducidos a un inglés comprensible para ellos.

«...Y éstos no eran sino los adumbrali, las sombras vivientes, seres de increíble poder y malignidad, que moran fuera de los velos del espacio y el tiempo tal como nosotros los conocemos. Su diversión consiste en atraer a sus dominios a los habitantes de otras dimensiones, con quienes practican horribles juegos y múltiples engaños...»

«...Pero más horrendos que ellos son los inquisidores que envían a otros mundos y dimensiones, seres que ellos mismos han creado, otorgándoles la apariencia de aquellos que residen en cualquier dimensión o en cualquiera de los mundos a donde se les manda...»

«...Estos inquiridores pueden ser identificados tan sólo por los adeptos, para cuyos avezados ojos la extraordinaria perfección de su forma y movimientos, su rareza y el aura de extranjería y de poder que les envuelve constituyen un sello infalible...»

«...El sabio Jhalkanaan nos habla de uno de esos inquiridores que engañó a siete sacerdotes de Nyaghoggua, al desafiarles a un duelo en las artes del hipnotismo. Más adelante nos cuenta cómo dos de ellos cayeron en la trampa y fueron entregados a los adumbrali; sus cuerpos fueron devueltos una vez que los seres de sombra hubieron terminado con ellos...»

«...Lo más curioso de todo fue el estado en que se encontraban los cadáveres: a pesar de haberles sido extraído todo fluido, no presentaban trazas de herida alguna, ni siquiera la más leve. Pero lo más horroroso eran los ojos, que no podían cerrarse, y parecían mirar fijamente, con desasosegada expresión, más allá del observador, y las extrañamente luminosas marcas en la carne muerta, los curiosos arabescos que parecían moverse y cambiar de forma ante los ojos del testigo...»

FIN

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