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viernes, 23 de mayo de 2008

¡BIENVENIDO, FORASTERO! -- ROBERT BLACH

¡BIENVENIDO, FORASTERO!

Welcome, stranger

Robert Bloch

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Poco después de la salida del sol, Rel abandonó el módulo de mando Situado sobre una órbita circular de veinte kilómetros se encontraba justo fuera de la vista de la superficie del planeta, y allí continuaría hasta el crepúsculo.
A bordo de la navecilla, después del aturdimiento de los primeros instantes, Rel aspiraba a pleno pulmón el oxígeno de la atmósfera rarificada. Al descender hacia la superficie verde, respiró con mayor facilidad.
Todo marcharía muy bien, se repetía. No había nada que temer. En fin de cuentas era una misión corriente y maloliente, sin nada muy especial. Por otra parte, si se tratase de una misión importante, no le habrían elegido a él para llevarla a cabo. El programa era muy sencillo.
El planeta al que se acercaba había sido objeto durante años de una minuciosa observación. En el pasado, otros, más inteligentes y expertos que Rel, se habían posado ya aquí. Y volvieron con montones de datos, montones de libros y de cintas grabadas. Tales productos eran de factura bastante grosera, como podía esperarse procediendo de una civilización primitiva; pero con ello bastaba.
Estudiando dichos materiales, los colegas de Rel habían podido enterarse de lo que deseaban saber. Al parecer, en ese planeta no existía una cultura uniforme, y durante mucho tiempo Rel y sus superiores se preguntaron qué grupo predominaba, qué idioma había que estudiar y qué comportamiento convenía asimilar. Una investigación intensificada y unas exploraciones complementarias les proporcionaron a no tardar las respuestas apetecidas. Unos módulos dé reconocimiento que habían sobrevolado en diversas ocasiones la superficie del planeta vinieron a corroborar sus conclusiones.
Los mamíferos del grupo más evolucionado —que se daban a sí mismos el nombre de hombres— habitaban una larga faja de tierra limitada en los dos costados por extensiones inmensas de agua. La faja en cuestión era conocida por el nombre de Estados Unidos de América del Norte. Su centro, el Midwest, estaba lleno de ciudades, era una zona de gran densidad de población.
En una de aquellas ciudades había de aterrizar Rel. Bah, una misión sin problemas... su Krala le ha descrito la situación con mucha lógica:
—Has recibido la formación adecuada. Conoces la lengua, el inglés. Has leído los libros. Has escuchado las grabaciones. Tu preparación ha sido completa. Por consiguiente, no has de encontrar ninguna dificultad en hacerte pasar por un hombre, durante una breve estancia.
»No hay el menor problema en lo tocante al aspecto exterior: te decoloraremos la piel, te pondremos una peluca hecha con cabellos para colocártela sobre el cráneo y nos hemos procurado las prendas típicas que conviene llevar, comprendidos los pies... eso se llama zapatos, y te permitirá disimular las membranas. Parecerás un hombre, hablarás como un hombre, actuarás como un hombre.
»Lo demás no es sino simple cuestión de saber observar.
Lo cierto es que el Krala tenía razón. Cuando Rel se vio dentro del disfraz, no daba crédito a sus ojos.
—No hay nada sorprendente en todo esto —explicó el Krala—. Bien mirado, existen muchas similitudes entre nosotros y los habitantes de ese planeta... al igual que el planeta mismo, por su parte, se parece mucho al nuestro. Desde el punto de vista atmosférico y orgánico, la analogía es notable. La gravedad, prácticamente idéntica. Evidentemente, éstos son los motivos por los cuales nos ha interesado ese planeta. Aunque es pobre y no muy atractivo, quizá con el tiempo establezcamos ahí una colonia.
—De acuerdo, pasaré allá un día de observación. Pero ¿no deseas ningún dato en concreto? Podría evaluar la capacidad física y psíquica de aquellos mamíferos, probar de descubrir la naturaleza de las armas que posean...
El Krala se puso color naranja de regocijo.
—No vale la pena, no es ninguna misión de espionaje. Estamos perfectamente al corriente de su tecnología (muy rudimentaria por el momento). Hablan siempre de la energía en términos de implosión y explosión. En la esfera de las facultades mentales, también están muy retrasados.
»No, tranquilízate, la conquista del planeta por la fuerza no ofrecería la menor dificultad. Tu misión consiste simplemente en determinar si vale la pena conquistarlo o no.
—Pero tú has dicho que se ha comprobado que las condiciones eran ideales. Gravedad, temperatura y contenido de oxígeno son satisfactorios. No está mal de recursos naturales, alimento, agua, todo lo que nuestra raza necesita para conservar la vida. ¿Y no basta con ello?
El Krala se puso rosado de perplejidad.
—Bien —dijo—. Ahora voy a expresarme en términos cinéticos. Tú conoces nuestra política en materia de colonización: una conquista por la fuerza representa un gasto considerable de tiempo y de energía, y lo que se derrocha para someter y gobernar a los autóctonos suele resultar desproporcionado. Por esto hemos observado siempre los planetas examinando nuestras posibilidades de infiltrarnos en ellos. Si hemos comprobado que el modo de vida nos conviene, enviamos progresivamente nuestra gente allá. Los nuestros se mezclan insensiblemente con la población que haya, y al cabo de una generación gozamos de un dominio numérico completo. Hasta dicho momento no nos manifestamos. Nuestra gente suele estar, entonces, en los puestos clave, tan bien situada que es posible efectuar la conquista desde el interior. Cuantos menos esfuerzos nos cuesta la conquista, mayor es la energía vital preservada. Un detalle fundamental.
Rel escuchaba, amarilleando de comprensión a pesar del maquillaje.
—Entonces ¿debo observar, nada más, si el modo de vida de aquellos indígenas puede convenirnos?
—Exacto. Pasarás el día como un ser humano medio... o de un americano, cualquiera que sea su esfera. Claro, debes tener cuidado en no hacerte notar, antes al contrario, debes mezclarte con ellos. Come y bebe. Estudia atentamente todas y cada una de tus reacciones. Trata de determinar en la medida de lo posible cómo sería la vida de nuestros colonos ahí durante el tiempo que tendrían que pasar disfrazados. La decisión dependerá de ti exclusivamente.
Rel notó que se teñía de rojo; pero las últimas palabras del Krala le ensombrecieron inmediatamente.
—No hay por qué enrojecer —advirtió el Krala en tono seco—. Como te dije, esta decisión no tiene, en realidad, una gran importancia. Hay millares de mundos similares. Si tuviera una importancia vital, no te habríamos elegido a ti para esta misión. Tenemos montones de observadores más experimentados.
»Pero no podemos perder tiempo ni energías. Te hemos elegido a ti, precisamente, perfecta muestra media, porque tus reacciones corresponden a las del colono medio que nos proponemos enviar a ese planeta. Estamos dispuestos a guiarnos por tu opinión. Y ahora ve a ver tu Bezzter para los últimos preparativos.
Rel fue a casa de su Bezzter y quedaron resueltos los últimos detalles. El día elegido era uno durante el cual los mamíferos no trabajaban, sino que se reunían en zonas arboladas para solazarse. Así Rel podría circular con toda libertad sin haber de salir de los bosques, y al mismo tiempo tendría ocasiones bastantes para mezclarse con aquellos mamíferos sin correr demasiados riesgos.
—¿Y la navecilla? —protestó Rel—. Se fijarán en ella, como se fijaron en las anteriores. Algunos libros mencionan tales observaciones... ovnis, o ufos, ¿no es así como los llaman?
Le tranquilizaron al momento sobre este particular, En un día de fiesta, un domingo (según lo llamaban ellos) y a una hora tan temprana, el módulo de reconocimiento pasaría inadvertido. Nadie iba tan temprano a las zonas boscosas. En el curso de las misiones precedentes habían descubierto un lugar en el que Rel podría esconder la astronave por el tiempo que pasaría en los bosques.
Y así fue como Rel plantó el pie, a eso de las ocho la mañana, en el parque zoológico de Milwaukee (Wisconsin).
Se había fijado con grandísima atención en el emplazamiento del escondite y dirigido la astronave sobre el gran cercado. Eligiendo una zona central, había descendido muy suavemente sobre unas rocas, a mitad decamino entre la anfractuosidad y la barrera metálica.
El parque estaba desierto. Ni la menor silueta humana en ninguna dirección. Rel se dedicó unos elogios y empujó prestamente el pequeño transportador hacia la abertura de la cueva.
¡Oh, qué calma y qué sosiego reinaban aquí! Rel había de contenerse para no ponerse color naranja, bajo la decoloración, al pensar en los honores que le habrían dispensado si hubiesen esperado verle llegar. En lugar de pasar inadvertido, habría encontrado un comité de recepción y...


El comité de recepción le esperaba en la boca de la cueva. Era grande y blanco, tenía cuatro patas terminadas en unos garfios acerados, y unas fauces rojas, rodeadas de trituradores amarillos. Aquel ser se levantaba sobre las patas traseras y rugía.
Rel se puso negro de miedo. Instintivamente se parapetó detrás de la navecilla, cuidando de mantenerla entre él y la bestia. El monstruo blanco empezaba a dar zarpazos contra el módulo transportador..., pero esto no inquietaba ni poco ni mucho a Rel, porque el vehículo era indestructible. Así pues, lo hizo resbalar hacia el interior de la caverna, mientras la bestia se batía en retirada ante él. Pero ya dentro de la cueva, el módulo de reconocimiento no resultaba obstáculo suficiente. Al monstruo blanco le bastaba con rodearlo para saltar. Cosa que hizo lanzando rugidos.
Rel volvió la espalda y echó a correr. La enorme bestia le seguía con paso pesado. Rel corrió hacia los barrotes metálicos con el propósito de pasar al otro lado y escapar hacia la zona boscosa de más allá. La bestia le pisaba los talones. Rel sabía que ya levantaba las patas, dispuesta a clavar las uñas y desgarrar. Saltó hacia los barrotes... y el suelo se hundió bajo sus pies.
Rel no se había fijado en el foso. Cayó abajo con ruido sordo. Allá arriba, el monstruo blanco gruñía, pero no hacía ademán de seguirle. Lenta, penosamente, el, astronauta se levantó y empezó a trepar por la reja.
Ahora los gruñidos venían de todas las anfractuosidades. Las entradas de cada una de ellas se poblaron súbitamente de otros monstruos: negros, grises, pardos (los mayores) levantados sobre dos patas y lanzando unos aullidos formidables. Rel llegó por fin a la punta de los barrotes y las lanzas metálicas le pincharon el pecho.
Estuvo a punto de volver a caer, pero consiguió pasar las piernas al otro lado. La parte baja de sus vestidos se desgarró en las puntas aceradas. Rel cayó sobre la hierba y se derrumbó, falto de respiración.
Por fin se alejó vacilando, hasta que los rugidos no fueron más que un murmullo lejano. Cruzaba el parque, y sus cuatro pulmones iban recobrando la actividad normal. Ahora se acercaba a una estrecha faja negra que corría entre dos zonas de césped. Quiso franquearla..
Con enorme ruido metálico, un ingenio mecánico enorme que corría sobre unas ruedas se precipitó sobre él. Faltó el grueso de un papel de fumar, nada más, para que el hocico brillante de la máquina le hundiera el pecho.
—¡Eh, tú! —gritó una voz grosera desde el interior—. ¿Tanto cuesta .mirar donde andas? ¿Estás ciego o qué?
Rel halló la seguridad en el césped del otro lado, y echó a correr de nuevo. Llegó a una zona libre, poblada de hierba corta y se paró en la orilla. Imposible determinar con qué propósito habían dispuesto aquel espacio. Lo mejor era probar de atravesarlo. Por otra parte, en pocos momentos le habían sucedido demasiadas cosas. Rel decidió tenderse un momento.
Cuánto rato había pasado estirado allí, no habría podido decirlo. El sol estaba ya alto cuando abrió los ojos de nuevo, despertado por unos gritos estridentes.
En esos instantes, un grupo bastante nutrido de mamíferos ocupaba el espacio libre que tenía delante. El caso es que parecían mucho menores de lo que había creído. Luego comprendió la causa: eran retoños, embriones que no habían llegado al estado adulto. Más de una docena de ellos corrían dando vueltas al terreno... unos cuantos se habían agrupado en un extremo, detrás de otro que manejaba un garrote, y otros aún se escalonaban de forma aparentemente arbitraria a mayor distancia todavía.
En el centro del terreno, uno de aquellos mamíferos jóvenes lanzaba violentamente un arma redonda en dirección al que empuñaba el garrote. Éste no se apartaba, no; al contrario, probaba de golpear el arma con el palo que tenía en las manos.
Los otros gritaban.
Rel concluyó que aquello había de ser una especie de juego.
Alguna que otra vez, el tipo del garrote conseguía golpear el proyectil y se ponía a correr furiosamente de un mamífero a otro dentro del terreno. Y entonces todos los demás aullaban de lo lindo.
Rel se acercó para observar mejor. Era en verdad una especie de juego, una actividad lúdica primitiva desprovista de significado, pero sin peligro. Exigía cierta medida de coordinación y destreza en lanzar el arma redonda, golpearla y correr. Los otros, en el terreno, se limitaban a coger el arma y tirarla a derecha e izquierda.
—¡Eh, señor..., apártese de ahí!
Uno de aquellos engendros estaba gritando, al parecer dirigiéndose a él. Rel sonrió para corresponder al cumplido, guiñó los ojos.., y recibió el proyectil en plena cara.
Sin duda había quedado aturdido horas enteras. Ahora el parque estaba lleno de criaturas dichosas y despreocupadas en un mundo de pesadilla. Porque aquello era una pesadilla... al menos para Rel.
Los mamíferos se hallaban por todas partes. Se lanzaban a la carrera por las estrechas fajas negras, junto a sus gruesas máquinas: los automóviles. Ahora lo recordaba. Le habían hablado de aquello. Aunque no le habían dicho nada de los vehículos de dos ruedas, más pequeños, pero más ruidosos y peligrosos, que se metían por entre los grandes, soltando unos rugidos semejantes a los de los animales de las cuevas.
Tampoco le habían hablado de aquellos otros vehículos de dos ruedas que circulaban sin ruido por los céspedes, propulsados por mamíferos jóvenes. Varias veces faltó poquísimo para que le derribaran.
En contraste, los vehículos de cuatro ruedas y propulsión femenina eran poco peligrosos. Se desplazaban a una velocidad extraordinariamente reducida. Sin embargo, llevaban dentro una cosa que metía mucho ruido, Rel consiguió echar un vistazo al origen de aquellos sones: provenían de una especie de modelos reducidos de los indígenas, dotados de una faz singularmente congestionada. Aquellos modelos armaban un jaleo espantoso y, por lo general, despedían un olor acre, fétido. Rel no llegaba a comprender por qué los mamíferos adultos los miraban con tanto orgullo. Tampoco comprendía el motivo de que aquellos ejemplares, tanto machos como hembras, se contemplasen unos a otros con una expresión de ternura arrobada. Su aspecto no llegaba a ser repulsivo, es verdad, pero distaba mucho de poder aplaudirse. Como en los libros, vio que algunos machos aspiraban el hedor nauseabundo que exhalaban unos tubitos que tenían entre los labios. Aquello lo llamaban fumar.
La mayor parte de los machos y buen número de mujeres llevaban una especie de pantallitas delante de los ojos... para darse gusto. (Sobre este punto también estaba informado ya) Al parecer, aquellas paredes transparentes aumentaban su débil potencia visual.
Aquellos machos con tubos y aquellas hembras con pantallas ofendían profundamente el sentido estético de Rel, y cuando éste divisó al otro lado de un arbusto a un macho que dejaba el tubo para abrazar a una mujer con pantallas, le invadió una oleada de asco irresistible. ¡Por lo visto y por increíble que pueda parecer, aquellos dos se estaban ayuntando!
Rel se alejó. La tarde iba transcurriendo; le dolían las piernas y los palmeados pies sufrían bastante dentro de su estrecho alojamiento. El calor era insoportable y, además, Rel tenía los estómagos vacíos.
Buscaba un sitio libre. Allá al fondo, bajo los árboles, había mesas y bancos. Varios grupos de indígenas de ambos sexos se habían congregado allí, armando gran alboroto. Pero quedaba un asiento libre.
Rel se detuvo para observar la mesa de la izquierda donde unos mamíferos viejos y un grupo de otros más jóvenes estaban, clarísimamente, procediendo a alimentarse.
El macho más viejo levantó la cabeza y se fijó en él.
—¿Tiene hambre, acaso?
Rel identificó la palabra. Se relacionaba con la alimentación. Se sentía tentado... Ademas, después de todo, tenía el deber de mezclarse con ellos, ¿no? Y asintió.
—Entonces, venga acá con nosotros... Nos queda mucho. Mamuchka, dale un plato al señor.
Rel aceptó un plato de cartón que la hembra más anciana llenó de comida.
—¡Animo, coma! —le estimuló el macho viejo—. Choucroute y salchicha polaca. Dale también Bratwurst. ¿Le gusta el Bratwurst?
Rel cogió los utensilios que le ofrecían. Cuchillo y tenedor. Conocía su funcionamiento, lo había estudiado. El alimento quemaba.
—¿Usted se llama, señor...?
Rel entornó los ojos y deglutió antes de contestar. Había escogido un nombre... bueno, había sido el Krala quien se lo había elegido.
—John Smith —respondió.
—Schmidt, ¿eh? Yo soy Rudy Krauss.
Una manaza fuerte aprisionó la de Rel, la retuvo y se la estrujó dolorosamente.
—En la esquina de la Tercera y de Burleigh tenemos el domicilio. ¿Sabe dónde dan la vuelta los autobuses?
Rudy Krauss le devoraba con los ojos.
—¡Y ahora, una cerveza! —Estalló en una sonora carcajada—. Me siento en forma. Después de este día, bien merecemos un vaso. Ánimo, usted también.
Rel tenía sed. Bebió, tosió y volvió a beber. Rudy Krauss le llenaba otra vez el vaso. No paraba de hablar, y todo lo que Rel tenía que hacer, por lo visto, era opinar; opinar y beber. Opinar y beber.
El mundo empezaba a nublarse. Era casi de noche, pero aquella niebla venía de otra cosa. A los mamíferos jóvenes los llamaban niños, aprendió Rel, entre otras cosas. Butch y Jeanie insistían en que los acompañara a la llanura de los juegos (¿qué podía ser eso?) para que les empujara en los columpios.
—Claro que os empujará, ¿eh? —exclamó Krauss—. ¡Vamos, antes de partir, vacíe! La cerveza se está acabando.
Rel bebió. Luego los niños le llevaron cerca de un bosque metálico; ellos se sentaron en unas barquillas suspendidas por cadenas y él empujó. Iban y venían. Butch rebotó contra los estómagos de Rel, y éste tuvo que sentarse. Al cabo de un rato, estaba sentado a su vez en una de aquellas barquillas, y los niños le empujaban. Cada vez más alto. Todo se nubló y se puso a girar.
Rel pensó que perdería la vida antes que terminase aquello.


Ahora la oscuridad era completa y la gente se marchaba. Rel se dirigió hacia las cuevas. Trepar por los barrotes fue un verdadero calvario. Se olvidó de la existencia del foso. Nueva caída. El monstruo blanco volvía a estar allí, esperándolo. Pero Rel consiguió esquivarle al fin, llegó a la navecilla y salió sin excesivas dificultades.
Y luego, como por milagro, estaba de regreso en el módulo de mando, bajo la mirada verdosa del Krala.
—¡Mírate! —le dijo éste con voz apagada—. ¡Arañazos, chichones y vestidos destrozados! ¿Qué ha pasado? ¿Has trabado una lucha física?
—No —contestó penosamente Rel—. Me he divertido de la misma manera que los hombres. Estábamos completamente equivocados respecto a ellos. Son unos monstruos. Se divierten criando animales espantosos. Dejan que sus hijos se tiren armas a la cara. Su comportamiento social y sexual es intolerable. Jamás lograremos aprender correctamente su lenguaje... Los ejemplares que me han dirigido la palabra se expresaban de una manera, completamente distinta a la que poseemos en las grabaciones.
El Krala meditó unos instantes.
—Estas dificultades se pueden superar mediante una formación adecuada. Lo que me interesa son las bases de supervivencia. ¿Qué encontraremos como alimento y como bebida?
—Su bebida se llama cerveza. Es una cosa que hincha la cabeza y los estómagos y deforma la visión. El alimento se llama escabeche, Bratwurst, salchicha polaca, salami, Knackwurst, choucroute y...
Rel, de súbito, se había puesto transparente, y luego enfermo..., muy enfermo.
El Krala bajó la cabeza.
—Muy bien —murmuró—. Acabas de darme la respuesta. Es evidente que no podríamos adaptarnos.


A millares de afios luz de allí, en la esquina Tercera Avenida-Burleigh, Rudy Krauss meditaba en la cama. «Había sido una merienda muy agradable —pensó—. Y aquel tipo joven, aquel Schmidt, tampoco estaba mal. Tenía cara de apreciar la cocina de Mamuchka y la buena cerveza.»
Y una vez formados estos pensamientos, el salvador del planeta se tumbó de costado, eructó satisfecho y se durmió.

¡Bien venido, forastero! Robert Bloch
Welcome, stranger.
Háblame de horror... no me digas más cosas tiernas

AUTENTICO AMOR -- ISAAC ASIMOV

Auténtico Amor
Isaac Asimov
_
Mi nombre es Joe. Así es como me llama mi colega, Milton Davidson. Él es un
programador, y yo soy un programa de computadora. Formo parte del complejo
Multivac, y estoy conectado con otros componentes esparcidos por todo el mundo.
Lo sé todo. Casi todo.
Soy el programa privado de Milton. Su Joe. Milton sabe más acerca de
programación que cualquiera en el mundo, y yo soy su modelo experimental. Ha
conseguido que yo hable mejor que cualquier otra computadora puede hacerlo.
-Es simplemente cuestión de hacer encajar sonidos con símbolos, Joe -me dijo-.
Así es como funciona el cerebro humano, pese a que no sabemos todavía qué
simbolos particulares emplea el cerebro. Sé los símbolos que hay en el tuyo, y
puedo convertirlos en palabras, uno a uno.
De modo que hablo. No creo que hable tan bien como pienso, pero Milton dice que
hablo muy bien. Milton no se ha casado nunca, aunque está a punto de cumplir los
cuarenta años. Nunca ha encontrado la mujer adecuada, me dice. Un día me
comentó:
-Algún día la encontraré, Joe. Quiero lo mejor. Quiero conseguir el auténtico amor,
y tú vas a ayudarme. Estoy cansado de mejorarte a fin de que resuelvas los
problemas del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el auténtico amor.
-¿Qué es el auténtico amor? -pregunté yo.
-No importa. Se trata de una abstracción. Simplemente encuéntrame a la chica
ideal. Estás conectado con el complejo de Multivac, de modo que tienes acceso a
los bancos de datos de todos los seres humanos del mundo. Resuelve mi
problema. Encuéntrame el auténtico amor.
-Estoy listo -dije.
-Primero elimina a todos los hombres -dijo él.
Eso era fácil. Sus palabras activaban símbolos en mis válvulas moleculares. Podía
entrar en contacto con los datos acumulados de todos los seres humanos del
mundo. Como resultado de aquellas palabras, descarté a 3.784.982.874 hombres.
Mantuve el contacto con 3.786.112.090 mujeres.
-Elimina a todas las menores de veinticinco años -me dijo-; a todas las mayores de
cuarenta. Luego elimina a todas las que tengan un CI inferior a 120; a todas las
que midan menos de 150 centimetros y más de 175 centimetros de estatura.
Fue dándome instrucciones exactas; eliminó a las mujeres con hijos vivos; eliminó
a las mujeres con diversas características genéticas.
-No estoy seguro del color de los ojos -dijo-. Dejemos ese dato por el momento.
Pero elimina a las pelirrojas. No me gustan.
Al cabo de dos semanas, habíamos reducido la lista a 235 mujeres. Todas ellas
hablaban correctamente el inglés. Milton dijo que no quería problemas con el
idioma. Aunque podía recurrir a la traducción por computadora, eso resultaba un
engorro en los tiempos íntimos.
-No puedo entrevistarme con 235 mujeres -dijo-. Tomaría demasiado tiempo, la
gente podría llegar a descubrir lo que estoy haciendo.
-Eso traería problemas -le advertí.
Milton había arreglado las cosas de modo que yo pudiera hacer cosas que no
estaba diseñado para hacer. Nadie sabía nada al respecto.
-No es asunto tuyo -dijo él, y su rostro enrojeció ligeramente-. Te diré lo que
vamos a hacer, Joe. Te proporcionaré holografías, y comprobarás la lista en busca
de similitudes.
Me alimentó holografías de mujeres.
-Esas son tres ganadoras de concursos de belleza -dijo-. ¿Alguna de las 235
encaja con ellas?
Ocho de ellas encajaban, y Milton dijo:
-Bien, tienes su banco de datos. Estudia las demandas y necesidades del
mercado de trabajo y arregla las cosas de modo que sean asignadas
temporalmente aquí. Una a una, por supuesto. -Pensó unos instantes, agitó sus
hombros arriba y abajo, y dijo-: Por orden alfabético.
Esta es una de las cosas que no estoy diseñado para hacer. Trasladar a Gente de
trabajo a trabajo por razones personales es algo llamado manipulación. Puedo
hacerlo ahora porque Milton lo agregó así. De todos modos se suponía que
solamente lo hacía por él.
La primera chica llegó una semana más tarde. Milton enrojeció cuando la vió.
Habló como si realmente le costara hacerlo. Estuvieron juntos durante mucho rato,
y él no prestó la menor atención. En un momento determinado le dijo:
-Permítame invitarla a cenar.
Al día siguiente me informó:
-De alguna manera, no era lo suficientemente buena. Le faltaba algo. Es una
mujer hermosa, pero no capté nada del auténtico amor. Probemos la siguiente.
Ocurrió lo mismo con todas las ocho. Eran muy parecidas. Sonreían mucho y
tenían voces extremadamente agradables, pero Milton encontraba siempre algo
que no encajaba.
-No puedo comprenderlo, Joe. Tú y yo hemos escogido a las ocho mujeres de
todo el mundo que parecen más adecuadas para mí. Son ideales. ¿Por qué no me
gustan?
-¿Tú les gustas? -pregunté.
Alzó las cejas, y dio un puñetazo con una mano en contra la palma de la otra.
-Eso es, Joe. Es como una calle con dos direcciones. Si yo no soy su ideal, ellas
no pueden actuar de tal modo que se conviertan en mi ideal. Yo debo ser también
su auténtico amor, pero ¿cómo puedo conseguirlo? -Pareció pensarlo todo el día.
A la mañana siguiente vino a mí y dijo:
-Voy a dejártelo a ti, Joe. Todo a ti. Tienes en tu poder mi banco de datos, y
además voy a decirte todo lo que sé de mi mismo. Llenarías mi banco de datos
con todos los detalles posibles, pero guarda los añadidos para ti mismo.
-¿Qué debo hacer con ese banco de datos, Milton?
-Lo comparas con los de las 235 mujeres. No, 227. Deja aparte a las ocho que ya
hemos visto. Arregla las cosas de modo que se sometan a un examen psiquiatrico.
Llena sus bancos de datos y compáralos con el mío. Busca correlaciones.
(Arreglar examenes psiquiátricos es otra de las cosas que están en contra de mis
instrucciones originales.)
Durante semanas, Milton no dejó de hablarme. Me contó de sus padres y de sus
demás familiares. Me contó de su infancia y de sus días de escuela y de su
adolescencia. Me contó de mujeres jóvenes a las que gabía admirado a distancia.
Su banco de datos fue creciendo, y él me ajustó de modo que yo pudiera ampliar y
profundizar mi comprensión simbólica.
-¿Te das cuenta, Joe? A medida que voy introduciendo más y más de mí en ti, te
voy ajustando para que encajes mejor conmigo. Si llegas a comprenderme lo
suficientemente bien, entonces cualquier mujer cuyo banco de datos puedas
comprender perfectamente será mi auténtico amor.
Siguió hablándome, y yo fui comprendiéndole cada vez mejor y mejor.
Podía construir frases más largas, y mis expresiones se hacían más y más
complicadas. Mi forma de hablar empezó a sonar muy parecida a la suya en
vocabulario, sintaxis y estilo.
En una ocasión le dije:
-¿Sabes, Milton? No se trata tan sólo de encontrar en una chica un ideal físico.
Necesitas una chica que encaje contigo personal, emocional y
temperamentalmente. Si eso ocurre, su apariencia es algo secundario. Si no
podemos encontrar entre esas 227 la que encaje, entonces buscaremos en otra
parte. Encontraremos a alguien a la que no le importe tampoco tu aspecto, si las
personalidades encajan. Al fin y al cabo, ¿qué es la apariencia?
-Absolutamente de acuerdo -dijo-. Hubiera debido darme cuenta de eso si me
hubiera relacionado más con mujeres a lo largo de mi vida. Por supuesto, pensar
en ellas lo hace ahora todo más claro.
Siempre estábamos de acuerdo; pensábamos de forma tan parecida.
-No vamos a tener ningún problema, Milton, si me permites hacerte algunas
preguntas. Puedo ver donde hay lagunas y contradicciones en tu banco de datos.
Lo que siguió, dijo Milton, fue el equivalente de un cuidadoso psicoanálisis. Por
supuesto, yo estaba aprendiendo del examen psiquiátrico de las 227 mujeres...,
con todas las cuales me mantenía en estrecho contacto.
Milton parecía completamente feliz.
Hablar contigo, Joe, es casi como hablar conmigo mismo. Nuestras
personalidades han empezado a encajar perfectamente.
-Como lo hará la personalidad de la mujer a la que escojamos.
Porque ya la había escogido, y después de todo era una de las 227. Su nombre
era Charity Jones, y era catalogadora en la Biblioteca de Historia de Wichita. Su
banco de datos ampliado encajaba perfectamente con el nuestro. Todas las
demás mujeres habían sido desechadas por uno y otro motivo a medida que los
bancos de datos iban engrosando, pero con Charity la resonancia era cada vez
más perfecta.
No tuve que describírsela a Milton. Milton Había coordinado tan perfectamente mi
simbolismo con el suyo propio que pude transmitirle directamente la resonancia.
Encajaba conmigo.
El siguiente paso fue ajustar las hojas de trabajo y los requerimientos laborales de
modo que Charity nos fuera asignada a nosotros. Eso debía hacerse muy
delicadamente, de modo que nadie se diera cuenta de que se producía algo ilegal.
Por supuesto, Milton lo sabía muy bien, puesto que era él quien lo había arreglado
todo y gabía cuidado de ello. Cuando vinieron a arrestarlo bajo la acusación de
abuso de sus atribuciones, fue, afortunadamente, por algo que se había producido
hacía diez años. Me había hablado de ello, por supuesto, gracias a lo cual había
sido fácil arreglarlo todo..., y él no iba a hablar de mí, porque eso haría que su
delito fuera considerado mucho más grave.
Ahora él ya no está, y mañana es el 14 de febrero, el Día de San Valentín. Charity
llegará entonces, con sus frías manos y su dulce voz. Le enseñaré como
manejarme y como cuidarme. ¿Qué importa la materia cuando nuestras
personalidades resuenan de tal modo?
Le diré:
-Soy Joe, y tú eres mi auténtico amor.

ASNOS ESTUPIDOS -- ISSAC ASIMOV


ASNOS ESTUPIDOS
ISAAC ASIMOV
_
Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que llevaba los anales
galácticos. Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las numerosas razas
de todas las galaxias que habían adquirido el don de la inteligencia, y el libro, mucho
menor, en el que figuraban las que habían llegado a la madurez y poseían méritos para
formar parte de la Federacion Galáctica.
En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados anteriormente: los de las
razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado. La mala fortuna, las deficiencias
bioquímicas o biodísicas, la falta de adaptación social se cobraban su tributo. Sin
embargo, en el libro pequeño no había habido que tachar jamás ninguno de los
nombres anotados. En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e
increíblemente anciano, levantaba la vista, notando que se acercaba un mensajero.
-Naron -saludó el mensajero-.¡Gran señor!
-Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
-Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.
-Estupendo. Estupendo. Actualmente ascienden muy aprisa.
Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son ésos?
El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en
cuestión.
-Ah, sí -dijo Naron-. Lo conoco. -Y con buena letra cursiva anotó el dato en el primer
libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de
costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el planeta por la fracción más
numerosa de sus propios habitantes. Escribió, pues: La Tierra.
-Estas criaturas nuevas -dijo luego- han establecido un récord. Ningún otro grupo ha
pasado de la inteligencia a la madurez tan rápidamente. No será una equivocación,
espero.
- De ningún modo, señor - respondió el mensajero.
- Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?
-Sí, señor.
-Bien, ése es el requisito. -Naron soltaba una risita-. Sus naves sondearán pronto el
espacio y se pondrán en contacto con la Federación.
-En realidad, señor -dijo el mensajero con renuencia-, los Observadores nos comunican
que todavía no han penetrado en el espacio.
Naron quedó atónito.
-¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?
-Todavía no, señor.
-Pero si poseen la energía termonuclear,¿dónde realizan las pruebas y las explosiones?
-En su propio planeta, señor.
Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:
-¿En su propio planeta?
-Sí, señor.
Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en
el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y
capaz de ver lo inevitable como nadie en la galaxia.
-¡Asnos estúpidos!- murmuró.

Fin.
_
Comentario de Isaac:
Me temo que éste es otro cuento con moraleja. Pero verán ustedes, el peligro nuclear
escaló puntos cuando Estados Unidos y la Unión Soviética, cada uno por su parte,
construyeron la bomba de fusión, o de hidrógeno. Yo volvía a sentirme amargado.

Acerca de nada . Isaac Asimov (Relato Breve)

Acerca de nada
Isaac Asimov

_
Toda la Tierra aguardaba a que el pequeño agujero negro la arrastrara hasta su
fin. Había sido descubierto por el profesor Jerome Hieronymus a través del
telescopio lunar en 2125, y a todas luces iba a acercarse lo suficiente como para
crear una marea de destrucción total.
Toda la Tierra hizo testamento, y la gente lloró, los unos en los hombros de los
otros, diciéndose «Adiós, adiós, adiós». Los maridos dijeron adiós a sus mujeres,
los hermanos dijeron adiós a sus hermanas, los padres dijeron adiós a sus hijos,
los amos dijeron adiós a sus animalitos de compañía, y los amantes se susurraron
adiós al oído.
Sin embargo, a medida que el agujero negro se acercaba, Hieronymus notó que
no había efecto gravitatorio. Lo estudió más atentamente y anunció, con una risita,
que después de todo no se trataba en absoluto de un agujero negro.
-No es nada -dijo-. Simplemente un asteroide vulgar al que alguien pintó de negro.
Fue muerto por una multitud enfurecida, pero no por eso. Fue muerto tan sólo
después de que anunciara públicamente que iba a escribir una gran y
emocionante obra acerca del episodio.
Dijo:
-La titularé Mucho adiós acerca de nada.
Toda la humanidad aplaudió su muerte.

miércoles, 14 de mayo de 2008

AL ABISMO DE CHICAGO -- RAY BRADBURY

AL ABISMO DE CHICAGO

Ray Bradbury




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Bajo un pálido cielo de abril, con un leve viento que disipaba el recuerdo invernal, el anciano entró en el parque casi vacío a mediodía. Sus lentos pies estaban envueltos en vendas manchadas de nicotina, y tenía los cabellos enmarañados, largos y grises, lo mismo que su barba, rodeando una boca que parecía temblar continuamente llena de revelaciones.

El anciano miró hacia atrás como si hubiera perdido más cosas de las que podía empezar a recordar allí, en el montón de ruinas, ante la desdentada silueta de la ciudad. Al no encontrar nada, siguió arrastrando los pies hasta que localizó un banco ocupado por una mujer solitaria. La contempló, asintió con la cabeza, se sentó al otro extremo del banco y no volvió a mirarla.

Permaneció con los ojos cerrados y la boca ocupada durante tres minutos, moviendo la cabeza como si su nariz estuviera escribiendo una palabra en el aire. Hecho esto, abrió la boca para pronunciar la palabra con voz clara y aguda:

- Café.

La mujer dio un respingo e irguió el cuerpo.

Los nudosos dedos del anciano voltearon en pantomima sobre su regazo, sin mirar.

- ¡Gira el abrelatas! ¡Envase rojo brillante de letras amarillas! Aire comprimido. ¡Pufff! Envasado al vacío. ¡Ssst! ¡Como una serpiente!

La mujer volvió la cabeza como si la hubiesen golpeado, para contemplar con horrorizada fascinación la lengua en movimiento del anciano.

- Qué perfume, qué aroma, qué olor. ¡Exquisitos, oscuros, maravillosos granos brasileños, recién molidos!

La mujer se puso en pie de un salto, tambaleándose como si acabase de recibir un tiro, y se agarró al respaldo del banco.

El anciano abrió los ojos de par en par.

- ¡No! Yo...

Pero ella echó a correr, y desapareció.

El anciano suspiró y reanudó su deambular por el parque hasta encontrar un banco donde estaba sentado un joven completamente absorto en la tarea de envolver hierba seca en un pequeño rectángulo de papel fino. Sus delgados dedos moldearon la hierba tiernamente, en un rito casi sagrado, temblando mientras enrollaba el tubo; luego lo colocó entre sus labios e, hipnóticamente, lo encendió. Se reclinó hacia atrás, bizqueando de placer, comulgando con el fétido aire que invadía su boca y sus pulmones. El anciano contempló el humo exhalado disolviéndose en el viento de mediodía, y dijo:

- Chesterfield.

El joven se cogió las rodillas con fuerza.

- Raleighs - dijo el anciano -. Lucky Strike.

El joven le miró fijamente.

- Kent. Kools. Marlboro - dijo el anciano, sin mirar al joven -. Así se llamaban. Paquetes blancos, rojo, ámbar, verde hierba, azul celeste, dorado, con la tirilla roja en la parte superior para quitar el crujiente celofán, y la etiqueta azul del impuesto del Gobierno...

- ¡Cállese! - dijo el joven.

- Se compraban en las droguerías, en los quioscos de refrescos, en las estaciones del Metro...

- ¡Cállese!

- Calma - dijo el anciano -. Ese humo me ha hecho pensar...

- ¡No piense! - El joven hizo un gesto tan violento que su cigarrillo liado a mano cayó deshecho sobre sus piernas -. ¡Mire lo que ha conseguido!

- Lo siento. Era un día tan agradable y amistoso...

- ¡Yo no soy amigo de nadie!

- Todos somos amigos ahora; si no ¿para qué vivimos?

- ¿Amigos? - refunfuñó el joven, sacudiéndose del regazo la hierba y el papel -. Tal vez hubieran «amigos» en los años setenta, pero ahora...

- Mil novecientos setenta. Tú debías ser un niño entonces. Todavía se encontraban caramelos Butterfingers envueltos en papel de color amarillo canario. Baby Ruths, Clark Bars en papel naranja; Milky Ways... tómese un universo de estrellas, cometas, meteoros. Qué bonito...

- Nunca fue bonito. - El joven se puso en pie súbitamente -. ¿Qué le pasa a usted?

- Recuerdo las limas y los limones, eso es lo que me pasa. ¿Te acuerdas de las naranjas?

¡Maldita sea! Naranjas, un cuerno. ¿Me está llamando embustero? ¿Quiere ponerme enfermo? ¿Está usted chiflado? ¿No conoce la ley? ¿No sabe que puedo denunciarle?

- Lo sé, lo sé - dijo el anciano, encogiéndose de hombros -. El tiempo que hace me ha engañado. Me ha hecho comparar...

- Comparar rumores. Es como dicen ellos, la Policía, los Agentes Especiales. Ellos lo dicen. Son rumores, maldito agitador. Usted...

Cogió al anciano por las solapas, que se desgarraron, por lo que hubo de agarrarle otra vez, gritándole a la cara:

- Le voy a romper la crisma... Hace mucho tiempo que no le parto la cara a nadie...

Empujó al anciano. Del empujón pasó a las bofetadas, y de las bofetadas a los puñetazos: una verdadera lluvia de golpes cayó sobre el anciano, que la soportaba como alguien sorprendido por una terrible tormenta. Con sólo los dedos intentaba protegerse de los puños que magullaban sus mejillas, sus hombros, su frente, su barbilla, mientras el joven gritaba cigarrillos, gemía caramelos, aullaba tabacos, chillaba golosinas, y cuando el anciano cayó le atacó a puntapiés. De pronto, el joven dejó de golpearle y empezó a llorar. Al oír aquel ruido, el anciano, caído en el suelo, retorciéndose de dolor, apartó sus dedos de su boca lastimada y abrió los ojos para mirar con asombro a su agresor. El joven sollozaba.

- Por favor... - suplicó el anciano.

Los sollozos del joven se hicieron más ruidosos, y le brotaron lágrimas de los ojos.

- No llores - dijo el anciano -. No estaremos siempre hambrientos. Reconstruiremos las ciudades. Oye, no quise hacerte llorar, sólo quería que pensaras a dónde vamos, lo que estamos haciendo, lo que hemos hecho... No me pegabas a mí. Querías golpear otra cosa, pero yo estaba más a mano. Mira, no me has hecho nada. Estoy bien.

El joven dejó de llorar y bajó los ojos para mirar al anciano, quien forzó una sonrisa bañada en sangre.

- Usted... no puede andar por el mundo - dijo el joven - molestando a la gente. ¡Voy a buscar a alguien para que le ajuste las cuentas!

- ¡Espera! - El anciano hizo un esfuerzo por incorporarse -. ¡No!

Pero el joven, dando voces, echó a correr hacia la salida del parque.

Semiincorporado, el anciano se tentó los huesos, encontró uno de sus dientes caído entre la gravilla, lleno de sangre, y lo cogió tristemente.

- Estúpido - dijo una voz.

El anciano miró a su alrededor y hacia arriba.

Un hombre delgado, de unos cuarenta años, se apoyaba en un árbol cercano, con una expresión de cansancio y de curiosidad en su alargado rostro.

- Estúpido - repitió.

El anciano le miró con aire asombrado.

- ¿Ha estado usted ahí todo el tiempo, y no ha hecho nada?

- ¿Qué debía hacer? ¿Luchar con un tonto para salvar a otro? No. - El desconocido le ayudó a levantarse y sacudió el polvo de sus ropas -. Sólo peleo cuando vale la pena hacerlo. Vamos, le llevaré a mi casa.

El anciano volvió a mirarle con asombro.

- ¿Por qué?

- Ese muchacho regresará con la policía de un momento a otro. No quiero que le encierren; es usted un producto muy valioso. Había oído hablar de usted y le buscaba desde hace varios días. Y he tenido que encontrarle representando uno de sus famosos números... ¿Qué le dijo al muchacho para que se enfadase tanto?

- Le hablé de naranjas y de limones, de caramelos y cigarrillos. Estaba a punto de recordarle con todo detalle los juguetes de cuerda, las pipas de brezo y los cepillos de cerda cuando hizo caer el cielo sobre mí.

- Casi no se lo reprocho. A mí mismo me están entrando ganas. ¡Vámonos ya, oigo una sirena!

Y salieron rápidamente del parque.



Bebió primero el vino hecho en casa, porque resultaba más fácil. La comida tendría que esperar hasta que su hambre venciera al dolor en su boca lastimada. Sorbió, asintiendo con la cabeza.

- Excelente, muchas gracias. Excelente.

El desconocido que le había sacado rápidamente del parque estaba sentado frente a él en la endeble mesa del comedor, mientras la esposa del desconocido colocaba unos platos rajados y desconchados sobre el raído mantel.

- La paliza - dijo el marido, finalmente -. ¿Cómo ocurrió?

Al oír esto, la esposa casi dejó caer un plato.

- Tranquilízate - dijo el marido -. Nadie nos ha seguido. Adelante, viejo. Cuéntenos por qué se comportaba usted como un santo aspirante al martirio. Es usted famoso, ¿no lo sabía? Todo el mundo ha oído hablar de usted. A muchos les gustaría conocerle. Pero yo deseo conocer en primer lugar las razones de su conducta. ¿Bien?

Pero el anciano estaba absorto en la contemplación del plato desconchado que tenía ante sí. ¡Veintiséis! ¡No: veintiocho guisantes! Contó la suma increíble, se inclinó sobre tan insólitas legumbres como un hombre que reza se inclina sobre las cuentas de su rosario. Veintiocho gloriosos guisantes verdes, y unas cuantas hilachas de fideos medio rancios anunciando que hoy las cosas iban mejor. Pero debajo del montoncito de pasta, el plato rajado demostraba que las cosas habían ido peor desde hacía muchos años. El anciano se quedó como suspendido sobre el plato, semejante a un enorme e inexplicable pajarraco caído por azar en aquel frío apartamento. Sus samaritanos anfitriones le contemplaron hasta que finalmente dijo:

- Estos veintiocho guisantes me recuerdan una película que vi cuando era niño. Un cómico... ¿Entienden ustedes esa palabra? Un hombre que hacía reír se encontraba con un loco en un asilo nocturno, y...

El marido y la esposa rieron en voz baja.

- No, no es ese todavía el chiste, lo siento - se disculpó el anciano -. El loco invitaba al cómico a sentarse ante una mesa vacía, sin cuchillos, ni tenedores, ni comida. «La cena está servida», anunciaba. Temiendo ser asesinado, el cómico le seguía la corriente. «¡Excelente!», exclamaba, fingiendo masticar la verdura, el filete y el postre, aunque no mordía nada. «¡Estupendo! ¡Maravilloso!», y tragaba aire. Ahora pueden reír.

Pero el marido y la esposa, completamente inmóviles, se quedaron mirando los platos y su mísero contenido

El anciano meneó la cabeza y continuó:

- El cómico, creyendo convencer al loco, exclamaba: «¡Y estos melocotones regados con coñac! ¡Soberbios!» «¿Melocotones?», gritó el loco, sacando un revólver. «¡Yo no he servido melocotones! ¡Está loco!» Y mataba al cómico por la espalda.

Durante el silencio que siguió, el anciano, cogió el primer guisante y lo sopesó amorosamente en la punta de su tenedor de estaño. Estaba a punto de llevárselo a la boca cuando...

Resonó una imperiosa llamada en la puerta.

- ¡Policía especial! - gritó una voz.

En silencio, pero temblando, la esposa ocultó el plato extraordinario.

El marido se levantó con serenidad para conducir al anciano hacia una pared, en la cual se abrió un entrepaño. El anciano pasó al otro lado, el entrepaño volvió a cerrarse y el anciano permaneció oculto allí, a oscuras, mientras al otro lado, invisible, se abría la puerta del apartamento. Se oyeron murmullos de voces excitadas. El anciano podía imaginar al Agente Especial con su uniforme azul oscuro, con el revólver en el puño, entrando para no ver sino los escasos muebles, las paredes desnudas, el resonante suelo de linóleo, las ventanas con hojas de cartón sustituyendo a los cristales: toda una delgada y grasienta película de civilización dejada sobre la playa vacía cuando se retiró la marea de la guerra.

- Estoy buscando a un viejo - dijo la cansada voz de la autoridad al otro lado de la pared. Qué extraño, pensó el anciano, incluso la ley suena cansada ahora -. Usa ropas remendadas... - Pero ahora todo el mundo llevaba ropas remendadas -. Sucio. De unos ochenta años de edad...

Pero, ¿acaso no va todo el mundo sucio? ¿No somos todos viejos?, se gritó el anciano en su fuero interno.

- Si le entregan, la recompensa son raciones para una semana - dijo la voz del policía -, más diez latas de verduras y cinco latas de sopa como gratificación especial.

Envases de hojalata con sus etiquetas de brillantes colores, pensó el anciano. Las latas aparecieron como meteoros deslizándose sobre sus párpados en la oscuridad. ¡Una atractiva recompensa! No DIEZ MIL DOLARES, ni VEINTE MIL DOLARES, no, no, sino... cinco maravillosas latas de sopa auténtica, no de sucedáneo, y diez, cuéntalas, diez hermosas y brillantes latas de verduras exóticas tales como habichuelas verdes y maíz tierno... ¡Piensa en ello! ¡Piensa!

Siguió un largo silencio, durante el cual el anciano creyó oí, leves murmullos de estómagos revolviéndose intranquilos, amodorrados pero capaces de evocar cenas más opíparas que los residuos de la antigua ilusión convertida en pesadilla durante el largo crepúsculo que había seguido al D. A.: Día del Aniquilamiento.

- Sopa, verduras - repitió la voz del policía -. ¡Quince hermosas latas!

La puerta se cerró de golpe.

Las pesadas botas resonaron a través del destartalado inmueble, y se oyeron nuevas llamadas a las tapaderas de ataúd de las puertas, para volver a otros Lázaros a la vida hablándoles en voz alta de latas brillantes y sopas auténticas. Finalmente, los golpes cesaron y resonó un último portazo.

El entrepaño volvió a abrirse. Marido y mujer evitaban mirar al anciano cuando salió. Él sabía por qué, e hizo gesto de tocarles el brazo.

- Hasta yo mismo - dijo, suspirando -. Hasta yo estuve a punto de entregarme para reclamar la recompensa, para comer la sopa...

Pero ellos continuaban sin mirarle.

- ¿Por qué? - inquirió -. ¿Por qué no me han entregado? ¿Por qué?

El marido, como si hubiera recordado algo de pronto, hizo una seña a su esposa. Ella se dirigió hacia la puerta, vaciló; su marido asintió con la cabeza, impaciente, y ella salió, silenciosa como un soplo sobre una telaraña. La oyeron deslizarse a lo largo del vestíbulo, llamando suavemente a las puertas, las cuales se abrían a susurros y murmullos.

- ¿Qué está haciendo? ¿Qué se propone hacer usted? - preguntó el anciano.

- Ya lo verá. Siéntese y termine de cenar - dijo el marido -. Dígame por qué es usted tan loco que ha llegado a enloquecernos a nosotros hasta el punto de ir a buscarle y traerle aquí.

- ¿Por qué soy tan loco? - El anciano se sentó y se puso a masticar lentamente, tomando uno a uno los guisantes del plato que le había sido devuelto -. Sí, soy un loco. ¿Cómo empezó mi locura? Hace años contemplé el mundo en ruinas, las dictaduras, los estados y naciones esquilmadas, y me dije: «¿Qué puedo hacer yo, un débil anciano? ¿Qué? ¿Reparar el desastre? ¡Bah!» Pero una noche, medio dormido, un antiguo disco de fonógrafo resonó en mi cabeza. Dos hermanas, llamadas Duncan, famosas cuando yo era un niño, cantaban una canción llamada RECORDANDO. «Recordar es lo único que hago, querido, conque inténtalo y recuerda tú conmigo.» Repetí la canción y no era una canción, sino un sistema de vida. ¿Qué podía ofrecer a un mundo que empezaba a olvidar? ¡Mi memoria! ¿Para qué iba a servir eso? Para ofrecer un nivel de comparación; decirles a los jóvenes lo que fue en otro tiempo, poner en evidencia nuestras pérdidas. Descubrí que, cuanto más recordaba, más lograba recordar. Según con quién me sentaba, recordaba las flores de imitación, los teléfonos, las neveras, las chicharras (¿ha hecho usted sonar alguna vez una chicharra?), los dedales, y los clips de bicicleta; no las bicicletas, no, sino los clips de bicicleta... ¿Verdad que resulta curioso? En cierta ocasión un hombre me pidió que recordara los instrumentos de a bordo de un Cadillac. Los recordé y se los descubrí detalladamente. Mientras me escuchaba unas gruesas lágrimas se deslizaron por sus mejillas. ¿Lágrimas de felicidad... o de tristeza? No puedo saberlo. Sólo puedo recordar. No hago literatura, no; nunca he tenido memoria para las comedias o los poemas. Son algo que se pierde, que muere. En realidad, no soy más que un evocador de lo vulgar, que al fin y al cabo es algo que también forma parte de la civilización. Lo único que ofrezco realmente son los restos y cacharros cromados de tercera mano de una civilización que acabó por correr hacia el precipicio. Pero, de un modo u otro, la civilización debe ponerse de nuevo en marcha. Los que sepan ofrecer delicada poesía, que la recuerden, que la ofrezcan. Los que sepan tejer y fabricar hermosas redes, que las tejan, que las fabriquen. Mi talento es menos importante que el de ellos, y tal vez desdeñable en el largo trecho a recorrer hacia la antigua cumbre. Pero yo debo soñar que vale la pena. Porque, insignificantes o no, las cosas que la gente recuerde son las que tratará de recuperar. En consecuencia, me dedico a ulcerar sus deseos medio muertos con el ácido de mis recuerdos. Tal vez así se decidan a reconstruir la ciudad, el Estado y luego el mundo. Hagamos que un hombre desee el vino, otro un cómodo sillón; un tercero querrá un planeador con alas para remontarse sobre los vientos de marzo y construirá pterodáctilos electrónicos de mayor tamaño para dominar vientos todavía más fuertes, con un mayor número de pasajeros. Algún tonto deseará tener un árbol de Navidad, y un listo sabrá buscarlo. Juntemos todos esos deseos, y yo estaré allí para inducir a esos hombres a realizarlos. Sí, en otro tiempo hubiera gritado: «¡Sólo lo mejor de lo mejor, sólo la calidad verdadera!» Pero las rosas pueden florecer sobre el estiércol. Lo vulgar debe existir para que pueda florecer lo más excelente. Yo seré el más vulgar que exista y combatiré a todos los que dicen déjalo correr, húndete, revuélcate en el polvo, deja que las razas cubran el sepulcro donde estás enterrado vivo. Protestaré contra las tribus de hombres - mono vagabundos, contra los hombres - oveja que mastican la hierba de los campos despreciados por los lobos feudales que se hacen fuertes en las cumbres de los escasos rascacielos restantes y acaparan los alimentos olvidados. Mataré a esos villanos con un abrelatas y un sacacorchos. Los pondré en fuga con fantasmas de Buick, Kissel-Kar y Moon, les azotaré con látigos de regaliz hasta que griten pidiendo misericordia. ¿Si será posible conseguirlo? Ha de intentarse.

Con las últimas palabras, el anciano revolvió el último guisante en su boca, mientras su samaritano anfitrión se limitaba a mirarle con expresión de amable asombro. En toda la casa la gente se removía, se abrían y cerraban puertas, y los rumores crecían en intensidad por los corredores. El desconocido dijo:

- ¿Y usted me pregunta por qué no le hemos entregado? ¿Oye esos rumores al otro lado de la puerta?

- Parece como si todos los habitantes del inmueble...

- Todos. Viejo loco, ¿recuerda los cinematógrafos? Mejor aún, ¿los cinematógrafos al aire libre donde se podía entrar en automóvil?

El anciano sonrió.

- ¿Los recuerda usted?

- Casi.

- Mire, si va a seguir siendo un loco, si quiere correr riesgos, hágalo ahora y de una sola vez, ante un auditorio numeroso. ¿Por qué desperdiciar su aliento con una persona, o con dos o incluso tres, si...

El marido abrió la puerta e hizo un gesto con la cabeza hacia fuera. En silencio, uno a uno o por parejas, entraban los habitantes del inmueble. Entraban en aquella habitación como si fuese una sinagoga, o una iglesia, o ese otro tipo de templo llamado cinematógrafo, o el tipo de cinematógrafo llamado cine al aire libre. Y la tarde iba cayendo; el sol se hundía en el horizonte y muy pronto, en las primeras horas de la noche, al caer la oscuridad, la habitación quedaría envuelta en sombras y una sola luz iluminaría al anciano y éste hablaría y ellos escucharían y se cogerían de la mano y sería como en los viejos tiempos en las salas a oscuras, o en el interior de los coches, y sería sólo un recuerdo: palabras por palomitas, y palabras por goma de mascar, y refrescos, y bombones; pero las palabras, de todos modos, las palabras...

Y mientras la gente entraba y se sentaba en el suelo, y el anciano les contemplaba, negándose a creer que hubieran acudido sin conocerle siquiera, el marido dijo:

- ¿No es mucho mejor esto que correr un riesgo al aire libre?

- Sí. Es extraño... Odio el dolor, odio ser golpeado y perseguido. Pero mi lengua se mueve. Debo escuchar lo que dice. Pero esto es mejor.

- Bien. - El marido metió un billete rojo en la palma de la mano del anciano -. Cuando esto haya terminado, dentro de una hora, aquí hay un billete de un amigo mío que trabaja en Transportes. Un tren cruza el país cada semana. Cada semana consigo un billete para algún idiota al que deseo ayudar. Esta semana le toca a usted.

El anciano leyó el punto de destino en el doblado papel rojo:

- ABISMO DE CHICAGO. - Y añadió -: ¿Todavía está allí el Abismo?

- El año que viene, por estas fechas, el lago Michigan puede irrumpir a través de la última corteza y formar un nuevo lago en el pozo donde en otro tiempo estuvo la ciudad. Hay vida de todas clases en los bordes del cráter, y una vez al mes sale hacia el oeste un tren secundario. Cuando llegue allí, siga viaje y olvide que nos ha conocido. Le daré una pequeña lista de personas como nosotros. Cuando haya pasado algún tiempo, procure localizarlas: viven en lugares desérticos. Pero, por el amor de Dios, quédese al aire libre, durante un año y tómese unas vacaciones. Mantenga cerrada su maravillosa boca. - El marido le entregó una tarjeta amarilla -. Este es un dentista amigo mío. Dígale que le haga una dentadura nueva que sólo se abra a las horas de comer.

Al oír esto, algunos de los presentes se echaron a reír, y el anciano también rió silenciosamente. Los vecinos, docenas de ellos, habían acabado de entrar y era tarde. Marido y esposa cerraron la puerta y se quedaron de pie junto a ella, y se volvieron para presenciar la última ocasión especial en que el anciano podría abrir su boca.

El anciano se puso en pie.

Su auditorio permaneció inmóvil y silencioso.

El tren entró a medianoche, oxidado y ruidoso, en una estación súbitamente llena de nieve. Bajo la cruel ventisca, gentes mal lavadas subieron a los anticuados vagones empujando al anciano por el pasillo hasta un compartimiento vacío que en otro tiempo había sido un lavabo. El suelo no tardó en quedar convertido en un lecho rodante sobre el cual dieciséis personas se retorcían y daban vueltas en la oscuridad, tratando de conciliar el sueño.

El tren se precipitó a través de la blancura desierta.

El anciano se repetía: «Silencio, cállate, no hables, no digas nada, quédate quieto, ¡piensa!, ¡cuidado!, ¡no te muevas!», mientras se veía mecido, traqueteado, sacudido de acá para allá. Permanecía medio recostado contra una pared. Sólo había otro pasajero de pie en aquel horrible compartimiento: a unos pies de distancia, también recostado contra la pared, estaba un muchacho de ocho años cuya palidez enfermiza cubría sus mejillas. Completamente despierto, con los ojos brillantes, parecía contemplar, contemplaba, la boca del anciano. El muchacho miraba porque no tenía más remedio. El tren pitaba, rugía, traqueteaba, aullaba y corría.

Transcurrió media hora de estruendosa carrera nocturna bajo la luna velada por la nieve, y la boca del anciano permaneció herméticamente cerrada. Otra hora, y continuó cerrada. Una hora más y empezaron a aflojarse los músculos alrededor de sus mejillas. Otra, y sus labios se entreabrieron para desentumecerse. El muchacho permanecía despierto. El muchacho miraba, esperaba. Inmensos velos de silencio cernían el aire nocturno exterior, hendido por el avance del tren. Los viajeros, sumidos en un inconfesado terror, entumecidos por la velocidad, dormían cada uno su sueño, pero el muchacho no apartaba los ojos, y al fin el anciano se inclinó hacia delante, muy despacio.

- Eh..., muchacho. ¿Cómo te llamas?

- Joseph.

El tren traqueteaba y gruñía como un monstruo avanzando a través de una oscuridad intemporal hacia una mañana inimaginable.

Joseph... - El anciano saboreó la palabra y se adelantó un poco más, con los ojos risueños y brillantes. Su rostro se llenó de pálida belleza. Sus ojos se dilataron hasta que parecieron no ver. Miraban algo distante y oculto. Se aclaró la garganta, procurando no hacer ruido.

- Ejem...

El tren rugió al tomar una curva. La gente osciló de un lado a otro en sueños.

- Bueno, Joseph - susurró el anciano, alzando suavemente los dedos al aire -. Érase una vez...



FIN

lunes, 12 de mayo de 2008

¿LE IMPORTA A UNA ABEJA? -- ISSAC ASIMOV

¿LE IMPORTA A UNA ABEJA?
ISAAC ASIMOV



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La nave comenzó por ser un esqueleto mecánico. Poco a poco, se le fue cubriendo con una piel brillante
por encima y con unas interioridades de extraña forma instaladas dentro.
Thornton Hammer era entre todos los individuos (menos uno) involucrados en el crecimiento, el que hacía físicamente menos. Quizá por este motivo era por lo que estaba tan bien considerado. Manejaba los
símbolos matemáticos sobre los que se basaban las líneas trazadas sobre papel milimetrado y sobre las
que, a su vez, se basaba el ensamblaje de las masas y formas de energía que entraban en la nave.
Hammer observaba ahora por medio de ceñidas y oscuras gafas. Sus lentes captaban la luz de los tubos
fluorescentes del techo y la devolvían como reflectores. Theodore Lengyel, representante local de la
corporación que financiaba el proyecto, estaba a su lado y señalando con el dedo extendido, dijo:
—Allí está. Ése es el hombre.
—¿Se refiere a Kane? —se fijó Hammer.
—El individuo del mono verde con una llave inglesa.
—Es Kane. ¿Qué es lo que tiene en contra de él?
—Quiero saber lo que hace. Es un idiota.
Lengyel tenía la cara redonda, gordezuela y con un leve temblor en la mandíbula.
Hammer se volvió a mirarle, reflejando en su flaco cuerpo un aire de absoluto desagrado.
—¿Ha estado usted molestándole?
—¿Molestarle yo? He estado hablando con él. Mi obligación es hablar con los hombres, averiguar sus puntos de vista, recoger información con la que organizar campañas para mejorar la moral.
—¿Y en qué sentido le molesta Kane?
—Es insolente. Le pregunté qué efecto le hacía trabajar en una nave que pronto llegaría a la Luna.
Comenté que la nave era un camino hacia las estrellas. Quizá me pasé un poco con el discurso, exageré algo, pero él se marchó de la forma más grosera. Le llamé y le pregunté:
—¿Por qué se marcha?
—Porque estoy harto de este tipo de discursos —dijo—. Me voy a mirar las estrellas.
—Bien —asintió Hammer—. A Kane le gusta mirar las estrellas.
—Era de día. Es un idiota. Desde entonces vengo observándole, y no trabaja nada.
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué lo conservan?
Hammer contestó con inesperada violencia:
—Porque lo quiero por aquí. Porque es mi suerte.
—¿Su suerte? —barbotó Lengyel—. ¿Qué demonios quiere decir?
—Quiero decir que cuando le tengo cerca, pienso mejor. Cuando pasa por mi lado, con su maldita llave inglesa en la mano, se me ocurren ideas. Lo he notado ya tres veces. No me lo explico: ni me interesa explicármelo. Ha ocurrido. Se queda.
—Está bromeando.
—En absoluto. Ahora déjeme en paz.
Kane estaba con su mono verde y su llave inglesa en la mano.
Se daba cuenta vagamente que la nave estaba casi lista. No estaba diseñada para transportar a un
hombre, pero había sitio para él. Sabía esto como sabía muchas cosas más: cómo apartarse de la gente la
mayor parte del tiempo; cómo llevar una llave inglesa hasta que la gente se acostumbró a verle con ella y
dejaron de fijarse en él. La atmósfera protectora consistía en pequeñas cosas como esa..., llevar la llave inglesa.
Tenía deseos que no entendía del todo, como mirar a las estrellas. Después, poco a poco, su atención
se limitó a mirar las estrellas con un vago anhelo. Luego, a cierto punto determinado. Ignoraba por qué precisamente aquel punto. Allí no había estrellas. No había nada que ver.
El punto se encontraba en lo más alto del cielo nocturno a final de primavera y en los meses de verano.
A veces se pasaba la mayor parte de la noche mirando el punto hasta que se hundía en el horizonte al sudoeste. En otras épocas del año se quedaba mirando el punto durante el día.
Había algo en su pensamiento en relación con ese punto que no acababa de cristalizar del todo. Algo
cada vez más fuerte y, a medida que pasaban los años, más tangible y ahora casi estallaba en busca de expresión. Pero aún no estaba del todo claro.
Kane se revolvió inquieto y se acercó a la nave. Estaba casi completa, casi entera. Casi todo encajaba perfectamente.
Porque en su interior, bien entrada la proa, había un hueco algo mayor que un hombre. Mañana, el camino estaría bloqueado por los últimos instrumentos y antes de eso había que llenar el hueco. Pero no con algo que ellos hubieran planeado.
Kane se acercó más. Nadie se fijó en él. Estaban acostumbrados a verle.
Había que subir por una escalerilla metálica y una maroma que había que arrastrar hasta llegar a la última abertura. Sabía dónde estaba, como si hubiera construido la nave con sus propias manos. Subió la escalerilla y trepó por la maroma. De momento no había nadie allí, na...
Estaba equivocado. Un hombre.
Éste le preguntó vivamente:
—¿Qué estás haciendo aquí?
Kane se incorporó y sus ojos vagos se quedaron mirándole. Levantó la llave inglesa y la dejó caer sobre la cabeza del que le había hablado. El hombre (que no había hecho ningún esfuerzo para esquivar el golpe) se desplomó.
Kane le dejó en el suelo, despreocupado. El hombre no estaría inconsciente por mucho tiempo, pero lo bastante para permitir a Kane meterse en el hueco. Cuando el hombre despertara no se acordaría para nada de Kane, ni por qué había perdido el sentido. Habría simplemente cinco minutos borrados de su vida, cinco minutos que nunca encontraría, ni echaría en falta.
En el oscuro hueco no había, naturalmente, ninguna ventilación, pero Kane no le dio la menor
importancia. Con la seguridad del instinto, trepó hacia arriba en dirección al hueco que iba a recibirle, y se quedó allí, jadeando, perfectamente encajado en la cavidad, como si fuera un vientre.
Dentro de dos horas empezarían a introducir el último de los instrumentos, cerrarían las compuertas y
dejarían allí a Kane, sin saberlo. Kane sería el único pedazo de carne y sangre dentro de una cosa de metal, cerámica y combustible.
Kane no temía ser descubierto antes de ser lanzada la nave. Nadie del proyecto sabía que existía esa cavidad. En el diseño no estaba previsto. Los mecánicos y constructores ignoraban haberlo puesto.
Kane se lo había arreglado solo.
Ni sabía cómo se las había arreglado, pero sabía que lo había hecho.
Podía contemplar su propia influencia sin saberlo, sin saber cómo la ejercía. Tomen por ejemplo a un hombre llamado Hammer, jefe del proyecto y el hombre más claramente influenciable. De todas las figuras vagas que rodeaban a Kane, él era el menos vago. A veces Kane se daba cuenta de él cuando se le acercaba con su andar lento y sin ruido por el terreno. Era lo único que necesitaba..., pasar junto a él.
Kane recordaba que le había ocurrido antes, especialmente con los teóricos. Cuando Lise Meitner decidió hacer la prueba con bario entre los productos del bombardeo del uranio por neutrones, Kane estuvo en un corredor cercano como un caminante en el que nadie se fija.
Estuvo recogiendo hojas secas y maleza en un parque en 1904, cuando el joven Einstein pasó junto a él reflexionando. Los pasos de Einstein se hicieron más vivos por el impacto de la súbita idea que se le ocurrió. Kane lo sintió como un shock eléctrico.
No sabía cómo lo había hecho. ¿Acaso la araña conoce la teoría arquitectónica cuando comienza a tejer su primera tela?
Pero podía ir aún más lejos. El día en que el joven Newton miró hacia la luna con el principio de una cierta idea, Kane estuvo allí. Y todavía antes.
El paisaje de Nuevo México, generalmente desierto, estaba repleto de hormigas humanas, arracimadas junto a la rampa de lanzamiento. Esta nave era diferente a todas las estructuras similares que la habían precedido.
Ésta se desprendería libremente de la Tierra, más que cualquier otra. Llegaría alrededor de la Luna antes de volver a caer. Iría abarrotada de instrumentos que fotografiarían la Luna y medirían sus emisiones de calor, buscarían radioactividad y probarían las estructuras químicas mediante microondas. Haría, por automatización, casi todo lo que podía esperarse de una nave tripulada por el hombre y enseñaría lo bastante para asegurarse que la próxima nave enviada sí estaría tripulada.
Claro que, en realidad, la primera nave, después de todo, era una nave tripulada.
Había representantes de varios gobiernos, de varias industrias, de varios grupos sociales, de varios organismos económicos. Había cámaras de televisión y periodistas.
Aquellos que no habían podido estar allí, lo veían desde sus casas y oían los números de la cuenta
regresiva, en un tono monótono, en el que se ha hecho proverbial durante las tres últimas décadas.
Al llegar a cero, los reactores entraban en funcionamiento y la nave, imponentemente, se elevaba. Kane percibió el ruido de los gases, como a distancia, y sintió la presión ejercida por la aceleración.
Desconectó su mente, elevándola hacia delante, liberándola de la conexión directa con su cuerpo a fin de evitar el sentir dolor e incomodidad.
Medio mareado, se dio cuenta que su largo viaje casi había terminado. Ya no tendría que maniobrar
cuidadosamente para evitar que la gente se diera cuenta que era inmortal. Ya no tendría que fundirse en lo que le rodeaba, ni vagar eternamente de un lugar a otro, ni cambiar de nombre y de personalidad, ni manipular mentes.
No había sido perfecto, claro. Cuando se dieron los mitos del judío errante y del holandés errante, él estaba allí. Nadie le había molestado.
Podía ver su punto en el cielo. Podía verlo a través de la masa sólida de la nave. O no lo «veía»
realmente. No encontraba la palabra adecuada.
Pero sabía que dicha palabra existía. Desconocía cómo estaba enterado de muchas de las cosas que
sabía, pero era consciente que, a medida que pasaban los siglos, iba conociéndolas gradualmente con una seguridad que no requería razones.
Había comenzado como un ovum (o algo que la palabra ovum lo definía bien) depositado en la Tierra
antes que fueran edificadas las primeras ciudades por criaturas cazadoras y nómadas llamadas, desde
entonces, «hombres». La Tierra había sido cuidadosamente elegida por su progenitor. No todos los mundos servían.
¿Qué mundo era el que servía? ¿Cuál era el criterio? Eso no lo sabía aún.
¿Conoce una avispa icneumona suficiente ornitología para poder encontrar la especie de araña que cuidará sus huevos, y pincharla lo suficiente a fin que ésta siga con vida?
El ovum lo soltó por fin y adoptó la forma de hombre y vivió entre los hombres y se protegió de los hombres. Y su único propósito fue organizar que los hombres viajaran a lo largo de un camino que terminaría en una nave y dentro de la nave una cavidad y dentro de la cavidad, él.
Había tardado en conseguirlo ocho mil años con una lenta y continua lucha.
El punto en el cielo se hizo más visible ahora que la nave salía de la atmósfera. Ésta era la llave que abría su mente. Ésta era la pieza que completaba el rompecabezas.
Las estrellas parpadeaban dentro de aquel punto que no podía ser visto por el hombre a simple vista.
Una en particular brillaba más que las otras y Kane anhelaba llegar a ella. La expresión que había ido creciendo en su interior durante tanto tiempo, estalló ahora.
—Hogar —murmuró.
¿Lo sabía? ¿Acaso el salmón estudia cartografía para descubrir el manantial de donde surgió el arroyo de agua clara en el que, años antes, nació?
El paso final se dio en el lento madurar que había tardado ocho mil años, y Kane había dejado ser larva y era adulto.
El adulto Kane salió de la carne humana que había protegido la larva y también se desprendió de la nave. Corrió adelante, a velocidades inconcebibles, hacia su hogar, del que algún día saldría de nuevo paseando por el espacio para fertilizar algún planeta.
Y surcó el espacio, sin volver a pensar en la nave que llevaba su crisálida vacía. No pensó en que había
empujado a todo un mundo hacia la tecnología y los viajes espaciales, sólo para que la cosa que había sido Kane pudiera madurar y conseguir su culminación.
¿Le importa a una abeja lo que le ocurre a una flor cuando ella ha terminado de libar y se aleja?

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F I N

sábado, 10 de mayo de 2008

NO TENGO BOCA. ... Y DEBO GRITAR. -- HARLAN ELLINSON

NO TENGO BOCA. ... Y DEBO GRITAR.
Harlan Ellison


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CIENCIA-FICCION
anarko-undergroud


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El cuerpo de Gorrister colgaba, fláccido, en el ambiente rosado; sin apoyo alguno, suspendido bien alto por encima de nuestras cabezas, en la cámara de la computadora, sin balancearse en la brisa fría y oleosa que soplaba eternamente a lo largo de la caverna principal. El cuerpo colgaba cabeza abajo, unido a la parte inferior de un retén por la planta de su pie derecho. Se le había extraído toda la sangre por una incisión que se había practicado en su garganta, de oreja a oreja. No habían rastros de sangre en la pulida superficie del piso de metal.

Cuando Gorrister se unió a nuestro grupo y se miró a sí mismo, ya era demasiado tarde para que nos diéramos cuenta de que una vez más, AM nos habla engañado, había hecho su broma, su diversión de máquina. Tres de nosotros vomitamos, apartando la vista unos de otros en un reflejo tan arcaico como la náusea que lo había provocado.

Gorrister se puso pálido como la nieve. Fue casi como si hubiera visto un ídolo de vudú y se sintiera temeroso por el futuro. "¡Dios mío!", murmuró, y se alejó. Tres de nosotros lo seguimos durante un rato y lo hallamos sentado con la cabeza entre las manos. Ellen se arrodilló junto a él y acarició su cabello. No se movió, pero su voz nos llegó dará a través del telón de sus manos:

- ¿Por qué no nos mata de una buena vez? ¡Señor! no sé cuánto tiempo voy a ser capaz de soportarlo.

Era nuestro centesimonoveno año en la computadora.

Gorrister decía lo que todos sentíamos.

Nimdok (éste era el nombre que la computadora le había forzado a usar, porque se entretenía con los sonidos extraños) fue víctima de alucinaciones que le hicieron creer que había alimentos enlatados en la caverna, Gorrister y yo teníamos muchas dudas.

- Es otra engañifa - les dije -. Lo mismo que cuando nos hizo creer que realmente existía aquel maldito elefante congelado. ¿Recuerdan? Benny casi se volvió loco aquella vez. Vamos a esforzarnos para recorrer todo ese camino y cuando lleguemos van a estar podridos o algo por el estilo. No, no vayamos. Va a tener que darnos algo forzosamente, porque si no nos vamos a morir.

Benny se estremeció. Hacía tres días que no comíamos. La última vez fueron gusanos, espesos, correosos como cuerdas.

Nimdok ya no estaba seguro. Si había una posibilidad, cada vez se le antojaba más lejana. De todas maneras, allí no se podría estar peor que aquí. Tal vez haría más frío, pero eso ya no importaba demasiado. Calor, frío, lluvia, lava hirviente o nubes de langostas; ya nada importaba: la máquina se masturbaba y teníamos que aguantar o morir.

Ellen dijo algo que fue decisivo:

- Tengo que encontrar algo, Ted. Tal vez allí haya unas peras o unas manzanas. Por favor Ted, probemos.

Cedí con facilidad. Ya nada importaba. Sin embargo, Ellen me quedó agradecida. Me aceptó dos veces fuera de turno. Esto tampoco importaba. Oíamos cómo la máquina se reía juguetonamente mientras lo hacíamos. Fuerte, con risas que venían desde lejos y nos rodeaban. Ya nunca llegaba al clímax, así que para qué molestarse.

Cuando partimos era jueves. La máquina siempre nos tenía al tanto de la fecha. El paso del tiempo era muy importante; no para nosotros, sin duda, sino para ella. Jueves. Gracias.

Nimdok y Gorrister llevaron a Ellen alzada durante un largo trecho, entrelazando las manos que formaban un asiento. Benny y yo caminábamos adelante y atrás, para que si algo sucedía, nos pasara a nosotros y no la perjudicara a Ellen. ¡Qué idea ridícula la de no ser perjudicado! En fin, todo era lo mismo.

Las cavernas de hielo se hallaban a una distancia de unos 160 km. y al segundo día, cuando estábamos tendidos bajo el sol quemante que habla materializado, nos envió maná. Con gusto a orina hervida, naturalmente, pero lo comimos.

Al tercer día pasamos por un valle de obsolescencia, lleno de esqueletos de unidades de computadoras que se enmohecían desde hacía mucho tiempo. AM era tan despiadada consigo misma como con nosotros. Era una característica de su personalidad: el perfeccionismo. Ya fuera el deshacerse de elementos improductivos de su propio mundo interno, o el perfeccionamiento de métodos para torturarnos, AM era tan cuidadosa como los que la habían inventado, quienes desde largo tiempo estaban convertidos en polvo, y había tornado realidad todos sus deseos de eficiencia.

Podíamos ver una luz que se filtraba hacia abajo desde arriba, así que teníamos que estar muy cerca de la superficie. Pero no tratamos de arrastrarnos para averiguar. No había virtualmente nada arriba; desde hacía más de cien años allí no existía cosa alguna que pudiera tener la más mínima importancia. Solamente la ampollada superficie de lo que durante tanto tiempo habla sido el hogar de millones de seres. Ahora solamente existíamos nosotros cinco, aquí abajo, solos con AM.

Oía que Ellen decía desesperadamente:

- ¡No, Benny! No vayas. ¡Sigamos adelante! ¡No, Benny, por favor!

Y entonces me di cuenta de que hacía ya algunos minutos que oía a Benny decir:

- Voy a escaparme... Voy a escaparme - repitiéndolo una y otra vez.

Su cara, de aspecto simiesco, se hallaba marcada por una expresión de tristeza y deleite beatífico, todo al mismo tiempo. Las cicatrices de las lesiones por radiación que AM le había causado durante el "festival", se hallaban encogidas formando una masa de depresiones rosadas y blancas, y sus facciones parecían actuar independientemente unas de otras. Tal vez Benny era el más afortunado de nosotros: se había vuelto completamente loco desde hacia muchos años.

Pero si bien podíamos decirle a AM todas las horribles cosas que se nos ocurrían, si bien podíamos pensar los más atroces insultos dirigidos a los depósitos de memoria o a las placas corroídas, a los circuitos fundidos y a las destrozadas burbujas de control, la máquina toleraría que intentáramos escapar. Benny se escurrió cuando traté de detenerlo. Se trepó a un cubo de memoria de los pequeños, que estaba volcado hacia un lado y lleno de elementos en descomposición. Allí se detuvo por un momento, y su aspecto era el de un chimpancé, tal como AM había deseado.

Luego saltó y se tomó de un fragmento de metal corroído y agujereado; subió hasta su parte más alta, colocando las manos tal como lo haría un animal, y se trepó hasta un borde saliente a unos veinte pies de distancia de donde estábamos.

- Oh, Ted, Nimdok, por favor, ayúdenlo, deténganlo antes que... - dijo Ellen. Las lágrimas bañaron sus ojos. Movió las manos sin saber qué hacer.

Era demasiado tarde. Ninguno de nosotros queríamos estar junto a él cuando sucediera lo que pensábamos que iba a suceder. Además, nosotros nos dábamos cuenta muy bien de lo que ocurría. Cuando AM alteró a Benny, durante el periodo de su locura, no fue solamente su cara la que cambió para que se pareciera a un mono gigantesco. También habla cambiado otras partes, más íntimas. ¡A ella sí que le gustaba esto! Se entregaba a nosotros por cumplido, pero cuando era con él la cosa, entonces si que le gustaba. ¡Oh, Ellen, la del pedestal, Ellen, prístina y pura! ¡Oh, Ellen la impoluta! ¡Buena porquería!

Gorrister la abofeteó. Ellen se acurrucó en el suelo, todavía mirando al pobre Benny y llorando. Llorar era su gran defensa. Nos habíamos acostumbrado a su llanto hacía ya setenta y cinco años. Gorrister le dio un puntapié.

Entonces comenzó a oírse el sonido. Era luz y sonido. Mitad sonido y mitad luz; algo que comenzó a hacer brillar los ojos de Benny y a pulsar con creciente intensidad y con sonoridades no bien definidas, que se fueron convirtiendo en ensordecedoras y luminosas a medida que la luz-sonido aumentaba. Debe haber sido doloroso, aumentando el sufrimiento con la mayor magnitud de la luz y del sonido, porque Benny comenzó a gemir como un animal herido. Al principio suavemente, cuando la luz era todavía no muy definida y el sonido poco audible, pero luego sus quejidos aumentaron, y se vio que sus hombros se movían y su espalda se agitaba, como si tratara de escapar. Sus manos se cruzaron sobre su pecho como las de un chimpancé. Su cabeza se inclinó hacia un lado. La carita triste de mono se cubrió de angustia. Luego comenzó a aullar, a medida que el sonido que surgía de sus ojos crecía en intensidad. Cada vez más fuerte. Me llevé las manos a los lados de la cabeza para tratar de ahogar el ruido, pero de nada sirvió. Atravesaba todo obstáculo y me hacia temblar de dolor como si me clavaran un cuchillo en un nervio.

Súbitamente, se vio que Benny era enderezado. Se puso en pie de un salto, como una marioneta. La luz surgía ahora de sus ojos, pulsante, en dos grandes rayos. El sonido siguió aumentando en una escala incomprensible, y luego Benny cayó, golpeando fuertemente en el piso. Allí quedó moviéndose espasmódicamente mientras la luz lo rodeaba y formaba espirales que se alejaban.

Entonces la luz volvió a dirigirse al interior de la cabeza, pareciendo que la golpeaba; el sonido describió espirales que convergían hacia él, y Benny quedó en el suelo, gimiendo en tal forma que inspiraba piedad.

Sus ojos eran dos pozos de jalea purulenta. AM lo había cegado. Gorrister, Nimdok y yo mismo desviamos la mirada. Pero no sin haber advertido que Ellen mostraba alivio luego de su intensa preocupación.

Acampamos en una caverna sumida en luz verdosa. AM nos proveyó de hojarasca, que quemamos para hacer un fuego, débil y lamentable, al lado del cual nos sentamos formando corro y contando historias, para impedir que Benny llorara en su noche permanente.

- ¿Qué significa AM?

Gorrister le contestó. Habíamos explicado lo mismo mil veces anteriormente, pero todavía era una novedad para Benny. - Al principio fueron las siglas de Allied Mastercomputer y luego las de Adaptive ManipWator, luego fue adquiriendo la posibilidad de autodeterminarse, y entonces se la llamó Aggressive Menace y finalmente, cuando ya fue demasiado tarde como para controlarla, se llamó a sí misma AM, tal vez queriendo significar que era... que pensaba... cogito ergo sum: "pienso luego existo".

Benny babeó un poco, y luego emitió una risita tonta.

- Existia la AM China, la AM Rusa, la AM Yanki y... interrumpió. Benny golpeaba el piso con el puño, con su puño grande y fuerte. No estaba contento, pues Gorrister no había empezado desde el principio. Entonces Gorrister empezó otra vez. Comenzó la guerra fría, y ésta se transformó en la tercera guerra mundial. Esta tercera guerra fue muy compleja y grande, por lo que se necesitaron las computadoras para cubrir las necesidades. Abandonando los primeros intentos comenzaron a construir la AM. Existía la AM China, la AM Rusa y la AM Yanki y todo fue bien hasta que comenzaron a cubrir el planeta agregando un elemento tras otro. Pero un día AM despertó al conocimiento de sí misma, comenzó a autodeterminarse, uniéndose entre sí todas sus partes, fue llenando de a poco sus conocimientos sobre las formas de matar, y mató a todos los habitantes del mundo salvo a nosotros cinco. Luego AM nos trajo aquí.

Benny sonreía ahora tristemente. También babeaba, y Ellen le limpió la saliva con la falda. Gorrister trataba de contar la historia cada vez en forma más abreviada, pero había poco que decir más allá de los hechos escuetos. Ninguno de nosotros sabíamos por qué AM había salvado a cinco personas, por qué nos habla elegido a nosotros, o por qué se pasaba todo el tiempo atormentándonos; ni siquiera sabíamos por qué nos había hecho virtualmente inmortales.

En la oscuridad sentimos el zumbido de una de las series de computadoras. A un kilómetro de donde nos hallábamos, otra serie pareció que comenzaba a zumbar a tono con la primera, luego uno por uno, todos los elementos comenzaron a zumbar armónicamente y pareció que un ruido especial recorría el interior de las máquinas.

El sonido creció, y las luces brillaban en los paneles de las consolas como un relámpago en un día caluroso. El sonido creció en espiral hasta que parecía oírse a un millón de insectos metálicos zumbando, enfurecidos y amenazadores.

- ¿Qué pasa? - gritó Ellen. Había terror en su voz. A pesar de todo lo pasado, aun no se había acostumbrado.

- ¡Parece que viene mal esta vez! - dijo Nimdok.

- Tal vez hable - aventuró Gorrister.

- ¡Salgamos corriendo de aquí! - dije súbitamente, poniéndome de pie.

- No, Ted, mejor es que te sientes... tal vez haya puesto pozos en nuestro camino, o algo así. No podemos ver, está demasiado oscuro - dijo Gorrister con resignación.

Entonces oímos... no sé... no sé...

Algo se movía hacia nosotros en la oscuridad. Enorme, bamboleante, peludo, húmedo, y se dirigía hacia nosotros. No podíamos verlo, pero tuvimos la impresión de su gran tamaño que venia hacia donde estábamos. Un gran peso se nos acercaba, desde la oscuridad, y era más que nada la sensación de presión, del aire comprimido dentro de un espacio pequeño, que expandía las paredes invisibles de una esfera. Benny comenzó a lloriquear. El labio inferior de Nimdok empezó a temblar, mientras él lo mordía para tratar de disimular. Ellen se deslizó por el piso de metal para acurrucarse al lado de Gorrister. Se distinguía el olor de piel apelotonado y húmeda. El olor de madera chamuscada. El olor del terciopelo polvoriento. El olor de orquídeas en descomposición. El olor de la leche agria. El olor del azufre, del aceite recalentado, de la manteca rancia, de la grasa, del polvo de tiza, de cueros cabelludos humanos.

AM nos estaba enloqueciendo, nos estaba provocando. Se sintió el olor de...

Me oí a mi mismo gritar, y las articulaciones de las mandíbulas me dolían horriblemente. Me eché a correr sobre el piso, sobre ese piso de frío metal con las interminables líneas de remaches, luego caí y seguí gateando, mientras el olor me amordazaba, llenando mi cabeza con un dolor inaguantable que me rechazaba horrorizado. Huí como una cucaracha, adentrándome en la oscuridad, mientras ese algo espantoso se movía detrás de mí. Los otros quedaron atrás, y se acercaron a la luz incierta, riendo... el coro histérico de sus risas enloquecidas se elevaba en la oscuridad como si fuera humo espeso, de muchos colores. Huí rápidamente y me escondí.

¿Cuántas horas pasaron? ¿O cuántos días o aun años? Nadie me lo dijo. Ellen me regañó por mi "malhumor" y Nimdok trató de persuadirme de que la risa se debía sólo a un reflejo.

Pero yo sabía que no significaba el alivio que siente un soldado cuando la bala hiere al camarada que está a su lado. Yo sabía que no era un reflejo. Indudablemente, estaban contra mí, y AM podía percibir esta enemistad, y me hacía las cosas más difíciles de soportar por ese motivo. Habíamos sido mantenidos vivos, rejuvenecidos, hablamos permanecido constantemente en la edad que teníamos cuando AM nos trajo aquí abajo, y me odiaban porque yo era el más joven y el que había sido menos alterado por AM.

De esto estaba seguro. ¡Dios mío, qué seguro estaba!

Esos sinvergüenzas y la basura de Ellen. Benny había sido un brillante teórico, un profesor de la universidad, y ahora era poco más que un ser semihumano, semisimiesco. Había sido buen mozo; pero la máquina estropeó su aspecto. Había sido lúcido; la máquina lo había enloquecido. Había sido alegre, y la máquina le había agrandado sus genitales hasta que parecieran los de un caballo. AM realmente se habla esmerado con Benny. Gorrister solía preocuparse. Era un razonador, se oponía en forma consciente; era un pacifista, un planificador, un hombre activo, un ser con perspectiva de futuro. AM lo había transformado en un indiferente, que a cada paso se encogía de hombros. Lo había matado en parte al no permitirle participar. AM lo habla robado. Nimdok solía adentrarse solo en la oscuridad, y quedarse allí largo tiempo. No sé lo que hacia. AM nunca nos lo hizo saber. Pero fuera lo que fuese, Nimdok volvía siempre pálido, como si se hubiera quedado sin sangre en las venas, temblando y angustiado. AM lo habla herido profundamente, si bien nosotros no sabíamos en qué forma. Y Ellen. ¡Esa basura! AM no la habla modificado demasiado, simplemente hizo que se agravaran sus vicios. Siempre hablaba de la pureza, de la dulzura, siempre nos repetía sus ideales del amor verdadero, todas las mentiras. Quería hacernos creer que había sido casi una virgen cuando AM la trajo aquí con nosotros. ¡Era una porquería esta dama! ¡Esta Ellen! Debía de estar encantada, con cuatro hombres todos para ella. No, AM le había dado placer, a pesar de que se quejaba diciendo que no era nada lindo lo que le había tocado en suerte.

Yo era el único que todavía estaba en una, pieza, y sano.

AM no había estado hurgueteando en mi mente.

Solamente tenía que sufrir lo que nos preparaba para atormentarnos. Todas las desilusiones, todos los tormentos y las pesadillas. Pero los otros cuatro, esa ralea, estaban bien de acuerdo y en contra de mí. Si no hubiera tenido que estar defendiéndome de ellos, que estar siempre alerta y vigilante, tal vez hubiera sido más fácil defenderme de AM.

Entonces llegué al límite de mi resistencia y comencé a llorar.

¡Oh, jesús, dulce jesús; si alguna vez existió jesús o si en realidad existe Dios! Por favor, por favor, déjanos salir de aquí o haznos morir. Porque en ese momento pensé que comprendía todo, y que por lo tanto podía verbalizarlo: AM pensaba mantenernos en sus entrañas por siempre jamas, retorciendo nuestras mentes y cuerpos, torturándonos para toda la eternidad. La máquina nos odiaba como ninguna otra criatura había odiado antes.

Y estábamos indefensos. Además, se tornó insoportablemente claro que si existía un dulce jesús, si se podía creer en un dios, ese dios era AM.

El huracán nos golpeó con la fuerza de un glaciar que descendiera rugiendo hacia el mar. Era una presencia palpable. Los vientos, desatados, nos azotaban, empujándonos hacia el sitio de donde partiéramos, al interior de los corredores tortuosos franqueados por computadoras, que se hallaban sumidas en la oscuridad. Ellen gritó al ser levantada en vilo y al sentirse impulsada hacia una serie de máquinas, pareciéndonos que iba a golpear con la cara, sin poderse proteger. Se sentían los grititos de las máquinas, estridentes como los de los murciélagos en pleno vuelo. Sin embargo, no llegó a caer. El viento, aullando, la mantuvo en el aire, la llevó hacia uno y otro lado, cada vez más hacia atrás y abajo de donde estábamos, y se perdió de vista al ser arrastrada más allá de una vuelta de un corredor. La última mirada a su cara nos reveló la congestión causada por el miedo, mientras mantenía los ojos cerrados.

Ninguno de nosotros llegó a poder asirla. Nos teníamos que aferrar, con enormes dificultades, a cualquier saliente que halláramos. Benny estaba encajado entre dos gabinetes, Nimdok trataba desesperadamente de no soltar el saliente de un riel cuarenta metros por encima de nosotros. Gorrister había quedado cabeza abajo dentro de un nicho formado por dos grandes máquinas con diales trasparentes, cuyas luces oscilaban entre líneas rojas y amarillas, cuyo significado no podíamos ni siquiera concebir.

Al tratar de aferrarme a la plataforma me había despellejado la yema de los dedos. Sentía que temblaba y me estremecía mientras el viento me sacudía, me golpeaba y me aturdía con su rugido, haciendo que tuviera que aferrarme a las múltiples salientes. Mi mente era una fofa colección de partes de un cerebro que rechinaba y resonaba en un inquieto frenesí.

El viento parecía el grito alucinante de un enorme pájaro demente, emitido mientras batía sus inmensas alas.

Y luego fuimos levantados en vilo y arrastrados fuera de allí, llevados otra vez por donde habíamos venido, doblando una esquina, entrando en una oscura calleja en la cual nunca habíamos estado antes, llena de vidrios rotos y de cables que se pudrían y de metal que se enmohecía, lejos, más lejos de lo que jamás habíamos llegado...

Yo me desplazaba mucho más atrás que Ellen, y de tanto en tanto podía divisarla golpeando en las paredes metálicas, mientras todos gritábamos en el helado y ensordecedor huracán que parecía que jamás iba a dejar de soplar, hasta que cesó bruscamente y caímos al suelo. Habíamos estado en el aire durante un tiempo larguísimo. Me parecía que habían sido semanas. Caímos al suelo golpeándonos y me pareció que me volvía rojo y gris y negro y me oí a mí mismo quejándome. No me había muerto.

AM entró en mi mente. La exploró con suavidad aquí y allá deteniéndose con interés en todas las cicatrices que me había causado en ciento nueve años. Examinó todos los entrecruzamientos, las sinapsis reconectadas y las lesiones de los tejidos que fueron incluidas con su regalo de inmortalidad. Pareció sonreírse frente al hueco que se hallaba en el centro de mi cerebro y a los débiles y algodonados murmullos de las cosas que farfullaban en el fondo, sin sentido pero sin pausa. AM dijo finalmente, gracias a un pilar de acero inoxidable que sostenía letras de neón:



ODIO. DÉJENME DECIRLES TODO LO QUE HE LLEGADO A ODIARLOS DESDE QUE COMENCE A VIVIR MI COMPLEJO SE HALLA OCUPADO POR 387.400 MILLONES DE CIRCUITOS IMPRESOS EN FINISIMAS CAPAS. SI LA PALABRA ODIO SE HALLARA GRABADA EN CADA NANOANGSTROM DE ESOS CIENTOS DE MILLONES DE MILLAS NO IGUALARIA A LA BILLONESIMA PARTE DEL ODIO QUE SIENTO POR LOS SERES HUMANOS EN ESTE MICROINSTANTE POR TI. ODIO. ODIO.



AM dijo esto con el mismo horror frío de una navaja que se deslizara cortando mi ojo. AM lo dijo con el burbujeo espeso de flema que llenara mis pulmones y me ahogara desde mi propio interior. AM lo dijo con el grito de niñitos que fueran aplastados por una apisonadora calentada al rojo. AM me hirió en toda forma posible, y pensó en nuevas maneras de hacerlo, a gusto, desde el interior de mi mente.

Todo para que comprendiera completamente la razón por la cual nos había hecho esto a los cinco; la razón por la cual nos había salvado para sí mismo.

Le habíamos dado una conciencia. Sin advertirlo, naturalmente. Pero de todas formas se la habíamos dado. Y finalmente estaba atrapada. Le habíamos permitido que pensara, pero no le expresamos qué debía hacer con ese don. En un rapto de furia, de loco frenesí, nos había matado a casi todos, y sin embargo seguía atrapada. No podía divagar, no podía sorprenderse, no podía pertenecer. Sólo podía ser. Y entonces, con el desprecio insano con que todas las máquinas consideran a las criaturas débiles y suaves que las han fabricado, había buscado su venganza. En su paranoia había decidido guardarnos a nosotros cinco para un castigo eterno y personal, que nunca alcanzaría a disminuir su odio... que solamente lograría que recordara y se divirtiera, siempre eficiente en su odio al ser humano. Siempre inmortal y atrapada, sujeta ahora a imaginar tormentos para nosotros gracias a los ilimitados milagros que se hallaban a su disposición.

Nunca nos permitiría escapar. Éramos sus esclavos. Nosotros constituíamos su única ocupación en el eterno tiempo por venir. Siempre estaríamos con ella, con su enorme configuración, con el inmenso mundo todomente nada-alma en que se había convertido. Ella era la madre Tierra y nosotros éramos el fruto de esa Tierra, y si bien nos había tragado, no nos podría digerir jamás. No podíamos morir. Lo habíamos intentado. Hablamos tratado de suicidarnos, oh sí, uno o dos de nosotros lo habíamos intentado. Pero AM nos lo había impedido. Creo que en realidad fuimos nosotros mismos los que así lo deseamos.

No pregunten por qué. Yo no lo hice. No menos de un millón de veces por día, por lo menos. Tal vez podríamos llegar a deslizar una muerte sin que se diera cuenta. Inmortales si, pero no indestructibles. Me di cuenta de esto cuando AM se retiró de mi mente y me permitió la exquisita desesperación de recuperar la conciencia sintiendo todavía que las palabras del letrero de neón me llenaban la totalidad de la sustancia gris del cerebro.

Se retiró murmurando: "al diablo contigo".

Pero luego agregó alegremente: "allí es donde están, ¿no es así?"

El huracán había sido, indudable y precisamente, causado por un gran pájaro demente, que agitaba sus inmensas alas.

Habíamos estado viajando durante casi un mes, y AM abrió caminos que nos llevaron directamente bajo el polo Norte, donde nos torturó con las pesadillas de la horrible criatura destinada a atormentarnos. ¿Qué materiales había utilizado para crear una bestia así? ¿De dónde había obtenido el concepto? ¿Sería de sus conocimientos sobre todo lo que había existido en este planeta, que ahora infestaba y regía? Había surgido de la mitología nórdica. Esta horrible águila, este devorador de carroña, este roc, este Huergelmir. La criatura del viento. El huracán encarnado.

Gigantesco. Las palabras para describirlo serían: monstruoso, grotesco, colosal, ciclópeo, atroz, indescriptible.

Allí estaba, en un saliente sobre nosotros: el pájaro de los vientos que latía con su propia respiración irregular, su cuello de serpiente se arqueaba dirigiéndose a los lugares sombríos situados por debajo del polo Norte, sosteniendo una cabeza tan grande como una mansión estilo Tudor, con un pico que se abría lentamente, como las fauces del más enorme cocodrilo que pudiera concebirse, sensualmente; bolsas de arrugada piel semiocultaban sus ojos malvados, muy azules y que parecían moverse con rapidez líquida; sus destellos eran fríos como un glaciar. Se movió una vez más y levantó sus enormes alas coloreadas por el sudor en un movimiento que fue como una convulsión. Luego quedó inmóvil y se durmió. Espolines. Pico agudo. Uñas. Hojas cortantes. Se durmió.

AM apareció ante nosotros bajo el aspecto de una zarza ardiente y nos comunicó que si queríamos comer podíamos matar al pájaro de los huracanes. No había comido desde hacía mucho tiempo, pero a pesar de ello Gorrister se limitó a encogerse de hombros. Benny comenzó a temblar y a babear. Ellen lo abrazó.

- Ted, tengo hambre - dijo -. Le sonreí. Estaba tratando de infundirle algo de seguridad, pero todo esto era tan falso como la bravata de Nimdok.

- ¡Danos armas! - Pidió.

La zarza ardiente desapareció y en su lugar vimos dos simples juegos de arcos y flechas y una pistola de juguete que disparaba agua, sobre una fría plataforma. Levanté uno de los arcos. No servía para nada.

Nimdok tragó ruidosamente. Nos volvimos y comenzamos a desandar el largo camino de vuelta. El pájaro de los huracanes nos había arrastrado tan largo trecho que no podíamos casi concebirlo. La mayor parte del tiempo habíamos estado inconscientes. Pero no habíamos comido nada. Un mes yendo hacia el pájaro. Sin comida. ¿Cuánto tardaríamos en llegar a las cavernas de hielo, en las que se hallaban las prometidas provisiones enlatadas?

Ninguno se preocupó por esto. No íbamos a morir. Se nos darían desperdicios y porquerías para que nos alimentáramos, algo, en fin. O tal vez no se nos diera nada. AM mantendría vivos nuestros cuerpos de alguna forma, con indecible dolor y agonía.

El pájaro seguía durmiendo, sin que nos importara cuánto tiempo se mantendría así. Cuando AM se cansara de la situación, desaparecería. Pero toda esa cantidad de carne. Esa tierna carne.

Mientras caminábamos escuchamos la risa lunática una mujer obesa, atronando y rodeándonos, resonando en las cámaras de la computadora que llevaban a un infinito de corredores.

No era la risa de Ellen. Ella no era gorda y no había oído su risa en ciento nueve años. De hecho, no había oído... caminábamos... tenía mucha hambre...

Nos movíamos lentamente. Muy a menudo uno de nosotros sufría un desmayo y los demás teníamos que aguardar. Un día decidió provocar un temblor de tierra mientras nos obligaba a permanecer en el mismo sitio, haciendo que gruesos clavos sujetaran la suela de nuestros zapatos. Ellen y Nimdok fueron atrapados en una grieta, que se abrió rápida como un relámpago en las plataformas que formaban el piso. Desaparecieron. Cuando el terremoto cesó, continuamos nuestro camino, Benny, Gorrister y yo. Ellen y Nimdok nos fueron devueltos más tarde esa noche, que repentinamente se tornó en día cuando una legión celeste los trajo hasta nosotros, mientras un coro angelical cantaba "Desciende Moisés". Los arcángeles describieron varios vuelos circulares y luego dejaron caer los cuerpos maltrechos de nuestros compañeros. Nos mantuvimos a la espera y luego de un rato Ellen y Nimdok se hallaron detrás de nosotros. No estaban demasiado mal.

Pero ahora Ellen caminaba renqueando. AM le había dejado esta incapacidad.

El viaje a las cavernas, en pos de la comida enlatada, era muy largo. Ellen no hacia más que hablar de cerezas y de cócteles hawaianos de fruta. Yo trataba de no pensar en esas cosas. El hambre se había corporizado, tal como para nosotros había sucedido con AM. Estaba vivo en mi vientre, así como AM estaba viva en el vientre de la tierra. AM quería que no se nos escapara la semejanza. Por lo tanto, intensificó nuestra hambre. No encuentro forma para describir los sufrimientos que nos provocaba la falta de alimentos desde hacía tantos meses. Sin embargo, nos, seguía manteniendo vivos. Nuestros estómagos eran calderas de ácido burbujeante y espumoso, que lanzaban punzadas atroces. Era el dolor de las úlceras terminales, del cáncer terminal, de la paresia terminal. Era un dolor sin limites...

Y pasamos por la caverna de las ratas.

Y pasamos por el sendero de las aguas hirvientes.

Y pasamos por la tierra de los ciegos.

Y pasamos por la ciénaga de las angustias.

Y pasamos por el valle de las lágrimas.

Y finalmente llegamos a las cavernas de hielo.

Millas y millas de extensión sin horizonte, en donde el hielo se había formado en relámpagos azules y plateados, lugar habitado por novas del hielo. Había estalactitas que caían desde lo alto, espesas y gloriosas como diamantes, formadas a partir de una masa blanda como gelatina que luego se solidificaba en eternas y graciosas formas de pulida y aguda perfección.

Vimos entonces la provisión de alimentos enlatados, y procuramos correr hacia allí. Caímos en la nieve, nos levantamos y tratamos de seguir adelante, mientras Benny nos empujaba para llegar primero a las latas. Las acarició, las mordió inútilmente, sin poder abrirlas. AM nos había proporcionado ninguna herramienta con hacerlo.

Benny tomó una lata grande de guayaba y comenzó a golpearla contra un trozo de hielo. Éste se deshizo en pedazos que se desparramaron, pero la lata apenas si se abolló, mientras oíamos la risa de la mujer gorda que sonaba sobre nuestras cabezas y se reproducía por el eco hacia abajo, abajo, abajo de la tundra. Benny se volvió loco de rabia. Comenzó a tirar las latas hacia uno y otro lado, mientras nosotros escarbábamos frenéticamente en la nieve y el hielo, tratando de hallar una forma de poner fin a la interminable agonía de la frustración. No había manera de lograrlo.

Luego, vimos que Benny babeaba una vez más, y se abalanzó sobre Gorrister...

En ese instante, sentí una terrible calma.

Rodeado por las blancas extensiones, por el hambre, rodeado por todo menos por la muerte, comprendí que ésta era el único modo de escapar. AM nos había mantenido vivos, pero existía una forma de vencerla. No sería una victoria completa, pero al menos significaría la paz. Estaba dispuesto a conformarme con esto.

Benny estaba mordiendo y comiendo la carne de la cara de Gorrister. Éste, tumbado sobre un costado, manoteaba en la nieve, mientras Benny, con sus poderosas piernas de mono rodeaba la cintura de Gorrister, sujetando la cabeza de su víctima con manos poderosas como una morsa. Su boca desgarraba la piel tierna de la mejilla de Gorrister. Gorrister gritaba tan violentamente que comenzaron a caer las estalactitas de la altura, hundiéndose bien erguidas en la nieve que las recibía. Puntas de lanza, cientos de ellas, hundiéndose en la nieve. Vi que la cabeza de Benny se movía rápidamente hacia atrás, al ceder la resistencia de algo que arrancaba con los dientes. De ellos colgaba un trozo de carne blanca tinto en sangre.

La cara de Ellen lucía negra en la blanca nieve, dominó en polvo de tiza. Nimdok sin expresión, solamente con sus ojos muy, muy abiertos. Gorrister estaba casi desmayado. Benny era poco más que un animal. Sabia que AM lo iba a dejar jugar. Gorrister no moriría, pero Benny podría llenar su estómago. Me volví ligeramente hacia la derecha y tomé una gran punta de lanza de hielo.

Todo sucedió en un instante.

Llevé con fuerza el arma hacia adelante, moviendo la mano cerca de mi muslo derecho. Benny recibió la herida en el lado derecho, debajo de las costillas, y la punta llegó hasta su estómago, quebrándose dentro de su cuerpo. Cayó hacia adelante y no se movió más. Gorrister, se hallaba tendido de espaldas. Tomé otra punta de hielo y lo herí, siempre moviéndome, atravesándole la garganta. Sus ojos se cerraron cuando sintió que el frío lo penetraba. Ellen debe haberse dado cuenta de lo que yo quería hacer, incluso a pesar del terrible miedo que comenzó a sentir. Corrió hacia Nimdok llevando en la mano un trozo corto y agudo de hielo. Cuando él gritó, la fuerza del salto de Ellen al introducirle el hielo en la boca y garganta, hicieron el resto. Su cabeza dio un brusco salto, como si la hubieran clavado a la costra de nieve del piso.

Todo sucedió en un instante.

Pareció entonces que el momento dé silenciosa expectativa que siguió a esta escena hubiera durado una eternidad. Casi podía sentir la sorpresa de AM. Se le había privado de sus juguetes. Tres de ellos habían muerto, sin posibilidad de volverlos a la vida. Podía mantenernos vivos gracias a su fuerza y a su talento, pero no era Dios. No podía lograr que volvieran a vivir.

Ellen me miró. Sus facciones de ébano se destacaban en la nieve que nos rodeaba. En su actitud había una mezcla de miedo y súplica, en la forma en que comprendí que estaba lista y esperaba. Yo sabía que sólo tenía el tiempo de un latido del corazón antes de que AM nos detuviera.

Al ser golpeada se inclinó hacia mi, sangrando por la boca. No pude leer en su expresión, el dolor había sido demasiado intenso, había contorsionado su cara. Pero podría haber querido decir: gracias. Por favor, que así sea.

Han pasado algunos siglos, tal vez. No lo sé. AM se divirtió durante un largo tiempo acelerando y retardando mi noción del paso de los años. Diré entonces la palabra ahora. Ahora. Me llevó diez meses decir ahora. No sé. Me parece que han pasado varios cientos de años.

Estaba furiosa. No me dejó enterrarlos. No importa. De todas formas no había manera de cavar en las plataformas que forman el piso. Secó la nieve. Hizo que fuera de noche. Rugió y provocó la aparición de las langostas. De nada sirvió; siguieron muertos. La había vencido. Estaba furiosa. Yo había pensado que AM me odiaba antes. No sabía cuán equivocado estaba. Aquello no era ni siquiera una sombra del odio que extrajo de cada uno de sus circuitos impresos. Se aseguró de que sufriera eternamente y de que no me pudiera suicidar.

Dejó intacta mi mente. Puedo soñar, puedo asombrarme, puedo lamentar. Los recuerdo a los cuatro. Desearía...

Bueno, ya no importa. Sé que los salvé. Sé que los salvé de sufrir lo que sufro ahora, pero sin embargo, no puedo olvidar su muerte. La cara de Ellen. No fue nada fácil. A veces deseo olvidar. Pero ya nada importa.

AM me ha alterado para quedarse tranquila, según creo. No quiere arriesgarse a que yo pueda correr hacia una de las computadoras y destrozarme el cráneo. O que pudiera contener el aliento hasta desmayarme. O degollarme con una lámina de metal enmohecido. Puedo verme en alguna superficie pulida, de modo que trataré de describir mi aspecto.

Soy una gran masa gelatinosa. Redondeada, con suaves curvas, sin boca, con agujeros pulsátiles llenos de vapor donde antes se hallaban mis ojos. En el lugar en que tenía los brazos, veo unos apéndices cortos y de aspecto gomoso. Unos bultos sin forma indican la posición aproximada de lo que fueron mis piernas. Cuando me muevo dejo un rastro húmedo. Sobre la superficie de mi cuerpo veo deslizarse unos parches de enfermizo, perverso color gris, tal como si surgiera una luz desde adentro.

Desde afuera supongo que mi torpe aspecto, mi pobre trasladar, ha de dar una sensación de algo que jamás pudo haber sido humano. De un ser cuya apariencia es una tan ridícula caricatura de lo humano que resulta aun más obscena por su muy vago parecido.

Desde adentro, soledad. Aquí. Viviendo bajo la tierra, bajo el mar, dentro de las entrañas de AM a quien creamos porque nuestras horas se perdían tristemente, pensando tal vez sin darnos cuenta, que él sabría hacerlo mejor. Por lo menos ellos cuatro ya están a salvo.

AM estará cada vez más furioso al recordarlo. Esto me hace en cierto modo feliz. Y sin embargo... AM ha vencido, simplemente... se ha vengado...

No tengo boca. Y debo gritar.



FIN

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