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miércoles, 8 de septiembre de 2010

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martes, 7 de septiembre de 2010

CAMBIO CRUZADO EN EL MUNDO DE SÓLO-MARTES -- Philip José Farmer




CAMBIO CRUZADO EN EL MUNDO DE SÓLO-MARTES

Philip José Farmer

Pasar al miércoles era casi un imposible.

Tom Pym había pensado en la posibilidad de vivir en otros días de la semana. Casi todos los que tenían un poco de imaginación lo hacían. Hasta había programas de TV que especulaban con ello. Tom Pym hasta había actuado en dos de esos programas. Pero no tenía un deseo genuino de salir de su propio mundo. Pero entonces se incendió la casa en que vivía.

Esto ocurrió el último de los ocho días de primavera. Al despertar vio a través de la puerta las cenizas y los bomberos. Un hombre con traje de amianto blanco le hizo señas de que no saliera. Luego de quince minutos, otro hombre le indicó con un gesto que y a había pasado el peligro. Apretó el botón de la puerta y ésta se abrió de par en par. Tom Pym se hundió en las cenizas hasta los tobillos; debajo de la costra empapada de dos centímetros de espesor estaban un poquito calientes.

No era necesario preguntar qué había sucedido, pero de todos modos lo hizo.

El bombero dijo:

—Un cortocircuito, supongo. En realidad, no sabemos. Empezó poco después de medianoche, entre el momento en que el lunes se retira y entramos nosotros.

Tom Pym pensó que debía ser extraño ser bombero o policía. Sus horas eran tan diferentes, aun cuando también ellos estuvieran limitados por los muros de la medianoche.

Pero para entonces los otros estaban saliendo de sus enfriaderos o «ataúdes» como a menudo los llamaban. Todavía quedaban sesenta ocupados.

A las ocho tenían que entrar al trabajo. El problema de conseguir ropas nuevas y un lugar donde vivir tendría que ser postergado hasta las horas de descanso, porque el estudio de TV donde trabajaban estaba retrasado en la preparación del gran programa especial que debía salir al aire dentro de ciento cuarenta y cuatro días.

Desayunaron en un centro de emergencia. Tom Pym le preguntó a un asistente si sabía de algún lugar donde pudiese alojarse. Aunque el gobierno le proporcionaría uno, quizá no se tomase muy a pecho el conseguirle un lugar adecuado.

El asistente le mencionó una casa que quedaba a sólo seis calles de su anterior vivienda. Había muerto un maquillador y tenía entendido que la vacante aún no había sido cubierta. Tom se dirigió inmediatamente al teléfono, pues en ese momento su presencia no era necesaria, pero, según le informó el contestador, la oficina no abriría hasta las diez. El contestador era una pelirroja muy bonita, con ojos color turmalina y una voz muy sensual. A Tom le habría impresionado mucho más si no la hubiese conocido. Había desempeñado algunos papeles secundarios en dos de sus espectáculos y la voz enloquecedora no era de ella. Tampoco era de ella el color de sus ojos.

Al mediodía volvió a llamar, consiguió comunicación luego de una espera de diez minutos, y le preguntó a la señora Bellefield si presentaría una solicitud a su nombre. La señora Bellefield lo reprendió por no haber telefoneado antes; no estaba muy segura de que se pudiese hacer algo ese día. Tom trató de explicarle su situación y luego renunció. ¡Burócratas! Esa noche fue a un albergue público durmió las cuatro horas estipuladas mientras el campo inductivo aceleraba sus sueños, se despertó y se metió en el cilindro vertical, de eternium. Estuvo allí durante diez segundos, atisbando a través de la puerta transparente, los otros cilindros con sus figuras inmóviles, y luego apretó el botón. Aproximadamente quince segundos después estaba inconsciente.

Tuvo que pasar tres noches más en el enfriadero público. Transcurrieron tres días del otoño; sólo quedaban cinco. No porque eso tuviese mucha importancia en California. Cuando vivía en Chicago, el invierno era como una manta blanca sacudida por una loca. La primavera era una explosión de verdor. El verano un brillante rugido y un hálito caliente. El otoño era el trastabilló de un bufón borracho con su disfraz de colorines.

Al cuarto día le comunicaron que podía mudarse a la casa por él elegida. Eso le causó sorpresa y placer. Sabía de una docena que había tenido que pasar todo un año —unos cuarenta y ocho días— esperando en una estación pública. Se mudó al quinto día, cuando le quedaban tres días de primavera para disfrutar. Pero tendría que dedicar sus dos días de asueto a comprar ropas, procurarse víveres y otros enseres, y relacionarse con sus convecinos. A veces deseaba no haber nacido con vocación teatral. Los de TV trabajaban cinco días consecutivos, algunas veces seis, en tanto que un lampista, por ejemplo, sólo gastaba tres de sus siete días.

La casa era tan grande como la otra y caminar las seis calles de más le sentarían bien. Alojaba a ocho personas por día, contándolo a él. Se mudó esa misma noche, se presentó, e hizo que Mabel Curta, quien trabajaba como secretaria de un productor, lo pusiera al tanto de la rutina de la casa. Luego de asegurarse que su enfriador había sido llevado al enfriadero, se sintió más tranquilo.

Mabel Curta lo había acompañado al enfriadero, pues se había constituido en su guía. Era una mujer baja, por demás curvilínea, de unos treinta y cinco años (tiempo de martes). Se había divorciado tres veces, y el matrimonio ya no era para ella, salvo, claro está, que apareciera el señor Perfecto, Tom mismo estaba entre casamientos, pero no se lo dijo.

—Echémosle un vistazo a tu dormitorio —dijo Mabel—. Es pequeño, pero a prueba de ruidos, a Dios gracias.

Él la siguió y de pronto se detuvo. Ella volvió la cabeza desde el umbral y dijo:

—¿Qué pasa?

—Esta muchacha...

Había sesenta y tres cilindros de eternium, altos y grises. Tom Pym estaba contemplando a través de la puerta del más cercano a la joven alojada adentro.

—¡Mmmm! ¡Qué belleza!

Si Mabel sintió celos, los reprimió.

—¡Sí, de veras!

La joven tenía el pelo largo y negro, apenas ondulado, una cara capaz de ponerlo volado mil veces mil veces, una figura que tenía bastante, pero no demasiado, y piernas largas. Tenía los ojos abiertos: en la penumbra parecía ser de un color azul malva. Lucía un tenue vestido plateado.

El rótulo en el dintel de la puerta contenía sus datos. Jennie Marlowe. Nacida 2031 A.D., San Marino, California. Estaba por cumplir los veinticuatro. Actriz. Soltera. Vida de miércoles.

—¿Que pasa? —dijo Mabel.

—Nada.

¿Cómo podría explicarle que un deseo que nunca podría ser satisfecho le atenazaba el estómago? ¿Enfermo de belleza?

Porque en nosotros la voluntad está regida por el destino. ¿Quién que una vez amó, no amó a primera vista?

—¿Qué? —dijo Mabel, y luego, tras una carcajada—: ¿Estás bromeando?

No estaba enojada. Comprendía que Jennie Marlowe no era más peligrosa como rival que si estuviese muerta. Y tenía razón. Era mejor para él que se ocupara de los vivos de este mundo. Mabel no estaba tan mal, cariñosa, en verdad, y luego de unos tragos, bastante estimulante.

Eran más de las 18 cuando por fin bajaron al salón de TV. La mayoría de los otros habitantes también estaban allí. Algunos se habían puesto los audífonos;

algunos miraban la pantalla sin dejar de hablar. Estaban pasando el noticiario, por supuesto. Todo el mundo se estaba enterando de lo que había sucedido el martes último y hoy. El Presidente de la Cámara de Representantes se retiraba al finalizar su período. Su vida útil había terminado y su salud declinante no daba signos de recuperación. Mostraron una foto del panteón de la familia en Mississippi con la tumba reservada para él. Cuando la ciencia algún día descubriese la forma de rejuvenecer, saldrá de su enfriamiento.

—¡Ese sí que será un día! —dijo Mabel. Se acomodó sobre las rodillas de Tom Pym.

—¡Oh, creo que la van a ganar —dijo Tom—. Ya están sobre la pista; ya han conseguido detener el envejecimientos de los conejos!

—No me refería a eso —dijo ella—. Claro que van a encontrar la forma de rejuvenecer a la gente. Pero, ¿y después? ¿Los van a traer a todos de vuelta? Con toda la gente que tienen ahora, ¿van a duplicar, o triplicar, o acaso cuadruplicar la población? ¿No te parece que los van a dejar ahí, de pie? —Soltó una risita y agregó—: ¿Qué sería de las palomas sin ellos?

Tom le estrujó la cintura. En ese mismo momento se vio estrujando la cintura de aquella otra muchacha. La de ella sería suave y sin rastros de gordura.

Olvídala. Piensa en el ahora. Mira las noticias.

Una tal señora Wilder había apuñalado a su marido y luego a sí misma con un cuchillo de cocina. Los dos habían sido enfriados inmediatamente después de la llegada de la policía, y llevados al hospital. Se estaba investigando un atraso de trabajo en las oficinas del gobierno del condado. La denuncia era que la gente del lunes no preparaba las computadoras para la del martes. Se había sometido el caso a las autoridades competentes de ambos días. La base Ganímedes informaba que la Gran Mancha Roja de Júpiter estaba emitiendo pulsaciones débiles, pero bien definidas, que no parecían ser casuales.

Los últimos cinco minutos del programa estuvieron dedicados a resumir los acontecimientos sobresalientes de los otros días. La señora Cuthmar, la encargada del albergue, cambió de canal para ver una comedia de enredos sin que ninguno de los presentes protestara.

Tom se retiró del salón, luego de comunicarle a Mabel que se iba a la cama temprano solo, y para dormir. Mañana tendría un día pesado.

En puntillas cruzó el vestíbulo y subió las escaleras y entró en el enfriadero. Las luces eran suaves, había muchas sombras y reinaba el silencio. Los sesenta y tres cilindros semejaban antiguas columnas de granito en una cámara subterránea de una ciudad sepultada. Cincuenta y cinco rostros eran borrones blancos detrás del metal translúcido. Algunos tenían los ojos abiertos; la mayoría los había cerrado mientras esperaban el campo que irradiaba la máquina de la base. Miró a través de la puerta de Jennie Marlowe. Volvió a sentirse enfermo. Inaccesible; nunca sería para él. El miércoles estaba a sólo un día. No, estaba sólo a un poco menos de cuatro horas y media.

Tocó la puerta. Era resbaladiza y apenas un poco fría. Ella lo miraba fijo. De su brazo derecho doblado colgaba la correa de un gran bolso. Cuando la puerta se abriese, ella saldría, lista para marcharse. Algunos se duchaban y se componían la cara tan pronto como despertaban y luego se metían directamente en el enfriador. A las cinco, cuando el campo se irradiaba automáticamente, salían un minuto después, listos para el día.

Ojalá él también pudiera salir de su «ataúd» a la misma hora.

Pero estaba bloqueado por el miércoles.

Se alejó. Se estaba portando como un chiquillo de dieciséis años. Había tenido dieciséis hacia unos ciento seis pero eso no cambiaba las cosas. Fisiológicamente tenía treinta.

Cuando empezaba a subir al segundo piso, estuvo a punto de volver para echar otra mirada. Pero se tomó a sí mismo por el cuello de la camisa y se arrastró escaleras arriba hasta su cuarto. Allí decidió que tenía que dormirse en seguida. Tal vez soñaría con ella. Si los sueños son realizaciones de deseos, se la traerían. No se había «probado» aún que los sueños siempre expresaran deseos, pero si se había demostrado que privado de soñar el hombre se vuelve loco. Y así los somniums irradiaban un campo que ponía al hombre en un estado que le permitía conseguir todo el sueño, y todos los sueños, que necesitaba para un período de cuatro horas. Luego se lo despertaba y un momento después entraba en el enfriador donde el campo suspendía todas las actividades atómicas y subatómicas. Y en ese estado permanecía para siempre si no entraba en funcionamiento el campo activador.

Durmió, y Jennie Marlowe no fue a acompañarlo. O si lo hizo, Tom no lo recordaba. Se despertó, se lavó la cara, bajó ansioso al enfriador, donde se encontró con toda la gente de la casa, fumando un último cigarrillo, hablando, riéndose. Luego se meterían en sus cilindros, y un silencio semejante al que reina en el corazón de una montaña los envolvería a todos.

A menudo se había preguntado qué sucedería si no entraba en el enfriador. ¿Qué se sentiría? ¿Pavor? En toda su vida no había conocido otra cosa que martes. ¿Acaso el miércoles se abalanzaría sobre él, rugiendo, como una ola gigantesca? ¿Lo levantaría en vilo y lo lanzaría para estrellarse contra los arrecifes de un tiempo desconocido?

¿Qué pasaría si inventaba una excusa y volvía arriba y no bajaba hasta que se hubiese activado el campo? Entonces, no podría entrar. La puerta de su cilindro no volvería a abrirse hasta la hora señalada. Siempre le quedaba la posibilidad de correr hasta los enfriadores públicos de emergencia que se encontraban a tres calles de distancia. Pero ¿si se quedaba en su cuarto, en espera del miércoles?

Esas cosas sucedían. Si el infractor de la ley no tenía una excusa valedera, se lo procesaba. «Infringir el tiempo» era un delito un grado menor que el asesinato y aquellos a quienes no se les aceptaban las excusas eran enfriados para siempre. Todos los infractores, cuerdos o insanos, eran enfriados. O mañanados, como decían algunos. Los criminales mañanados esperaban inmovilizados e inconscientes, y se los conservaba indemnes hasta que la ciencia contase con técnicas adecuadas para curar a los insanos, los neuróticos, los criminales, los enfermos. Mañana.

—¿Cómo era el miércoles? —le preguntó Tom á un hombre que irremediablemente había quedado atrás a causa de un accidente.

—¿Cómo puedo saberlo? Estuve sin conocimiento, salvo unos quince minutos. Estaba en la misma ciudad y por supuesto nunca había visto las caras de los camilleros de la ambulancia, pero tampoco los he visto nunca por aquí. Me enfriaron y me dejaron en el hospital para que el martes cuidara de mí.

Ha de haberlo pasado mal, pensó Tom. Malo. Sólo pensar en eso era una locura. Pasar al miércoles era casi un imposible. Casi. Pero podría hacerse. Llevaría tiempo y paciencia, pero podría hacerse.

Se detuvo Un instante frente a su enfriador. Los otros le dijeron:

—¡Hasta la vista! ¡Hasta pronto! ¡Hasta el martes!

Mabel le gritó:

—¡Buenas noches, amor!

—Buenas noches —murmuró Tom.

—¿Qué? —gritó ella.

—¡Buenas noches!

Miro de soslayo la hermosa cara detrás de la puerta. Luego sonrió. Le quedaban 17 minutos. Las alarmas del intercomunicador ululara. ¡Todo el mundo listo! ¡Hora de emprender el viaje de seis días! ¡Corran! ¡Recuerden los castigos!

Tom los recordaba, pero quería dejar un mensaje. El grabador estaba sobre una mesa. Lo activó. y dijo:

—Querida señorita Jennie Marlowe. Me llamo Tom Pym, mi enfriador está al lado del suyo. Yo también soy actor; en realidad, trabajo en el mismo estudio que usted. Sé que es presuntuoso de mi parte, pero nunca he visto una mujer tan hermosa como usted. ¿Su talento está a la altura de su belleza? Me gustaría ver algunas copias de sus actuaciones. ¿Tendría la amabilidad de dejarme algunas en la habitación cinco? Estoy seguro de que al ocupante no le molestará. Suyo, Tom Pym.

Lo volvió a pasar. Era sin duda bastante escueto y eso tal vez es exactamente lo que correspondía. Un mensaje demasiado florido o demasiado insistente la haría recelar. Dos veces se había referido a su belleza, pero sin hacer demasiado hincapié. Y el halago a su orgullo de actriz sería difícil de resistir. Nadie lo sabía mejor que él.

Se encaminó a su cilindro, silbando. Dentro, apretó el botón y miró el reloj. Faltaban cinco minutos para la medianoche. La luz de la enorme pantalla sobre la computadora de la central de policía no se encendería por él. Dentro de diez minutos, los agentes de policía del miércoles saldrían de sus enfriadores y empezarían sus guardias.

Había un intervalo de diez minutos entre los dos días en la central de policía. En esos pocos minutos se podía desatar un pandemonium, y a veces ocurría. Pero un precio había que pagar por mantener los muros del tiempo.

Abrió los ojos. Las rodillas le flaquearon un poco y se le bamboleó la cabeza. La activación tenia una velocidad de un millón de microsegundos... desde el eternium a carne y sangre casi instantáneamente y el corazón nunca se enteraba de que había estado detenido durante tanto tiempo. Aun así, la respuesta de los músculos para volver a la posición vertical era un poquito lenta.

Apretó el botón, abrió la puerta, y fue como si su botón hubiese inaugurado el día. Mabel se había maquillado la noche anterior, así que estaba fresca como la aurora. Le dijo un cumplido y ella sonrió, feliz. Pero le anunció que se reuniría con ella a la hora del desayuno. En mitad de la escalera se detuvo y esperó hasta que el vestíbulo quedó vacío. Luego se escurrió otra vez escaleras abajo y entró en la sala de enfriamiento. Conectó el grabador:

Una voz, ronca pero a la vez melodiosa, dijo:

—Estimado señor Pym: He recibido unos cuantos mensajes de otros días. Fue divertido hablar a través del abismo entre los mundos, si no le importa que exagere un poquito. Pero en realidad no tiene sentido una vez que pasó la novedad. Si uno se interesa en la otra persona, se está condenando a una frustración. Esa persona no puede ser nada más que una voz en un grabador y una fría cara cerosa en un ataúd de metal. Me estoy poniendo poética. Perdóneme. Y si la persona no le interesa ¿para qué seguir comunicándose? En ninguno de los dos casos tiene sentido. Y tal vez yo sea hermosa. De todos modos, le agradezco el cumplido. Pero también soy sensata.

»Ni siquiera debí molestarme en responder. Pero me gusta ser amable; no quise herir sus sentimientos. Así que, por favor, no me deje más mensajes.

Esperó, mientras el grabador giraba en silencio. A lo mejor estaba haciendo una pausa de efecto. Ahora vendría una risita sofocada o una ronca carcajada melosa, y ella diría: «Sin embargo, no quiero decepcionar a mi público. Las pruebas están en su habitación.»

El silencio se prolongaba. Apagó el aparato y se encaminó al comedor para desayunar.

La hora de la siesta en el estudio era de 14:40 a 14:45. Se echó en la cama y apretó el botón. Al cabo de un minuto estaba dormido. Esta vez sí soñó con Jennie; era una figura titilante que se corporeizaba desde las sombras y flotaba hacia él. Era aún más hermosa de como la viera en su enfriador.

Esa tarde la filmación se prolongó más de lo previsto, de modo que volvió a casa justo a tiempo para la cena. Ni siquiera el estudio se atrevería a retener a un hombre después de la hora de la cena, especialmente porque sólo estaba autorizado a servir comida al mediodía.

Tuvo tiempo para mirar a Jennie un minuto antes de que la voz de la señora Cuthmar rechinara por el intercomunicador. Mientras bajaba al vestíbulo, pensó: «Me estoy metiendo hasta las orejas. Es ridículo. Soy un hombre mayor. Quizá... quizá debiera ver a un psico. Seguro, presenta la solicitud y espera hasta que un psico tenga tiempo para ti. Digamos unos trescientos días a partir de ahora, si tienes suerte. Y si el psico no te da resultado, entonces solicita otro y espera seiscientos días.»

Solicitud. Retardó el paso. Solicitud. ¿Y si en lugar de pedir un psico pedía un traslado? ¿Por qué no?¿Qué podía perder? Era probable que se lo rechazasen, pero al menos podía intentarlo.

Tampoco era cosa fácil conseguir un formulario para hacer la solicitud. Pasó dos días de asueto haciendo cola en la Oficina Central Urbana antes de obtener los formularios correspondientes. La primera vez, le entregaron un formulario equivocado y tuvo que reiniciar todo el trámite desde el principio. No había una cola aparte para los que querían cambiar de día. No había suficientes interesados como para justificarla. Así que tuvo que hacer cola en el mostrador de la oficina de Asuntos Diversos de la Sección Movilidad del Departamento de Intercambio Vital, Dirección General de Permutas y Traslados. Ninguno de estos títulos tenia nada que ver con la emigración a otro día.

La segunda vez que le entregaron el formulario, se negó a moverse de la ventanilla hasta haber verificado el número del formulario y pedir al empleado un doble control. Hizo caso omiso de las protestas de los que esperaban en la cola. Luego se encaminó a un lado del inmenso salón e hizo cola delante de máquinas perforadoras. Al cabo de dos horas consiguió sentarse ante una maquinita en forma de escritorio sobre la cual había una gran pantalla. Insertó el formulario en la ranura, miró en la pantalla la proyección del formulario y apretó los botones que marcaban en los espacios correspondientes las respuestas adecuadas. Después de eso, todo cuanto le quedaba por hacer era echar el formulario por una ranura y confiar que no se extraviase. O confiar en que no tendría que repetir el trámite por haber perforado mal el formulario.

Esa noche, apoyó la cabeza contra el duro metal y le murmuró al rostro rígido detrás de la puerta:

—Debo amarte de veras para pasar por todo esto. Y tú ni siquiera lo sabes. Y lo que es peor, si lo supieras, acaso te importase un comino.

Para probarse a sí mismo que no había perdido del todo la cabeza, esa noche fue con Mabel a una fiesta ofrecida por Sol Voremwolf, un productor. Voremwolf acababa de aprobar un examen para ingresar en el servicio civil con un coeficiente de A-13. Esto significaba que a su debido tiempo, con un poco de suerte se convertiría en vicepresidente ejecutivo del estudio.

La fiesta fue todo un éxito. Tom y Mabel volvieron a casa una media hora antes de la de entrada a los enfriadores. Tom había hecho un esfuerzo para no excederse en el consumo de excitantes y licor, y no se dejó tentar por Mabel. A pesar de todo sabía que al desenfriarse estaría medio pasado y tendría que tomar algunos antídotos horripilantes. A causa de la falta de sueño, tendría mala cara y se sentiría como el demonio en el estudio.

Se libró de Mabel con una excusa y bajó al salón de los enfriadores antes que los demás. No porque eso le sirviera de algo si lo que quería era enfriarse más temprano. Los enfriadores sólo entraban en actividad a horas determinadas.

Se apoyó en el cilindro y palmeó suavemente la puerta.

—Durante toda la noche traté de no pensar en ti. Quería serle leal a Mabel. Es desleal salir con ella y pensar en ti todo el tiempo.

Todo es lícito en el amor...

Grabó otro mensaje para ella, y luego lo borró. ¿Qué sentido tenía? Sabía que tenía la lengua pastosa. Quería presentarse ante ella lo mejor posible.

¿Pero qué? ¿Qué le importaba a ella?

La respuesta era que a él le importaba, aunque no hubiera en ello ninguna razón, ninguna lógica. Amaba a esa mujer prohibida, intocable, lejana en el tiempo y no obstante tan próxima.

Mabel había entrada sin hacer ruido. Le dijo:

—¡Estás enfermo!

Tom se separó del cilindro de un salto. ¿Por qué lo había hecho? No tenía nada de qué avergonzarse. Entonces, ¿por qué estaba tan furioso con Mabel? Su turbación era comprensible, no su cólera.

Mabel se rió de él y eso lo alegró. Ahora podría pelearse con ella. Lo hizo, y ella dio media vuelta y se marchó. Pero a los pocos minutos volvió con los otros. Pronto sería medianoche.

Entonces Tom ya estaba adentro del cilindro. Pocos segundos más tarde, salió, empujó hacia atrás sobre sus ruedas el cilindro de Jennie e hizo girar el suyo de modo que quedase frente al de la muchacha. Volvió a entrar, apretó el botón y allí se quedó. La doble puerta distorsionaba apenas la imagen. Pero ella parecía aún más lejana en distancia y en tiempo, y más inalcanzable.

Tres días más tarde, ya bien avanzado el invierno, recibió una carta. El buzón del vestíbulo zumbó en el momento en que Tom entraba por la puerta principal. Retrocedió y esperó hasta que la carta estuvo impresa y cayó de la ranura. Era la respuesta a su solicitud de traslado al miércoles.

Denegada. Razón: no tenía ningún motivo razonable para pedir el traslado.

Eso era verdad. Pero él no podía consignar su motivo real. Habría sido aún menos efectivo que el que había dado. Había perforado el recuadro nº 12. razón: emigrar a un medio en el cual mis talentos encontrarían probablemente un campo mas propicio.

Echó maldiciones y se enfureció. Era su derecho humano, su derecho civil trasladarse a cualquier día que se le antojase. Es decir, debería ser su derecho. ¿Qué importancia tenía que un traslado requiriese tanto esfuerzo? ¿Qué importancia tenia que exigiese el traspaso de sus documentos de identidad y de todos los legajos relativos a su persona desde su nacimiento? ¿Qué impor...

Podía enfurecerse todo lo que quisiera, nada iba a cambiar con ello. Estaba empantanado en el mundo del martes.

Todavía no, murmuró para sí. Todavía no. Afortunadamente no hay límite para el número de solicitudes que puedo presentar en mi propio día. Mandaré otra.

Creen que me van a ganar por cansancio, ¿eh? Bueno, yo los voy a cansar a ellos. El hombre contra la máquina. El hombre contra el sistema. El hombre contra la burocracia y la fría dureza de la ley.

Los veinte días del invierno pasaron veloces. Los ocho días de primavera se fueron en un soplo. Era otra vez verano. El segundo día de los doce del verano, recibió una respuesta a su segunda solicitud.

No era ni negativa ni afirmativa. Consignaba que si él creía que pasándose al miércoles mejoraría psicológicamente porque así se lo decía su astrólogo, tendría que conseguir que un psico refrendase el análisis del astrólogo. Tom Pym pegó un salto e hizo chasquear en el aire los talones de sus sandalias. ¡Gracias a Dios vivía en una época que no catalogaba de charlatanes a los astrólogos! La gente —las masas— habían proclamado que la astrología era una necesidad y que debería ser legalizada y honrada. La ley se había sancionado y gracias a ella Tom Pym tenía una oportunidad.

Bajó a la sala de los enfriadores y besó la puerta del cilindro y le contó a Jennie Marlowe las buenas nuevas. Ella no respondió, aunque a él le pareció que los ojos le brillaban un poquito más. Por supuesto, eso era pura imaginación, pero a él le gustaba su imaginación.

Conseguir un psico para una consulta y pasar por las tres sesiones le llevó otro año, otros cuarenta y ocho días. El doctor Sigmund Traurig era amigo del doctor Stelhela, el astrólogo, y eso le facilitó las cosas a Tom.

—He estudiado detenidamente la carta astrológica del doctor Stelhela y analizado a fondo su obsesión por esa mujer —dijo—. Concuerdo con el doctor Stelhela en que usted siempre será infeliz en martes, pero en lo que no concuerdo del todo con él es que usted vaya a ser más feliz en miércoles. Sin embargo, usted está fascinado por la señorita Marlowe, así que pienso que debería emigrar al miércoles. Pero sólo si firma estos papeles comprometiéndose a ver allí a un psico para una terapia prolongada.

Sólo más tarde Tom Pym comprendió que el doctor Traurig quería probablemente sacárselo de encima porque tenia demasiados pacientes. Pero este era un pensamiento poco caritativo.

Tuvo que esperar mientras los papeles pertinentes eran transmitidos a las autoridades del miércoles. Su batalla estaba ganada sólo a medias. Los otros funcionarios podrían rechazarlo. Y si lograba su propósito, entonces ¿qué? También ella podría rechazarlo sin darle una segunda oportunidad.

Era impensable, pero podía ser.

Acarició la puerta y luego le estampó un beso.

—Pigmalión podía al menos tocar a Galatea —dijo—. Seguramente los dioses, esos grandes burócratas estúpidos, se apiadarán de mí, que ni siquiera puedo tocarte. Seguramente.

El psico le había dicho que era incapaz de establecer un vínculo verdadero y perdurable con una mujer, como les sucedía a tantos hombres de este mundo en relaciones fáciles, pero fugaces. Se había enamorado de Jennie Marlowe por varias razones. Quizá se pareciera a alguien a quien él había querido cuando era muy joven. ¿Su madre, tal vez? ¿No? Bueno, no tenia importancia. Lo descubriría en miércoles... tal vez. La verdad profunda e importante era que Tom amaba a la señorita Marlowe porque ella nunca podría rechazarlo, ponerlo de patitas en la calle, ni volverse fastidiosa, quejosa, llorosa, ni gritarle, insultarlo, y así sucesivamente.

La amaba porque era inalcanzable y muda.

—La amo como Aquiles ha de haber amado a Helena cuando la vio en lo alto de la muralla de Troya —dijo Tom.

—No sabía que Aquiles había estado alguna vez enamorado de Helena de Troya —dijo secamente el doctor Traurig.

—Homero nunca lo dijo, pero yo sé que tiene que haberse enamorado. ¿Quién pudo verla y no amarla?

—¿Cómo demonios quiere que yo lo sepa? ¡Nunca la vi! Si hubiese sospechado que esas alucinaciones se intensificarían...

—¡Yo soy un poeta! —dijo Tom.

—¡Superimaginativo querrá decir! Hmmm. ¡Debe ser una hechicera! Yo no tengo nada que hacer esta noche. Le diré una cosa... me ha despertado la curiosidad... esta noche iré a su casa y le echaré un vistazo a esa belleza fabulosa, su Helena de Troya.

El doctor Traurig se presentó inmediatamente después de la cena y Tom Pym lo acompañó a través del vestíbulo al salón de enfriamiento, que estaba en el fondo de la gran casa, como un guía ansioso por mostrar a un crítico célebre un Rembrandt recién descubierto.

El doctor permaneció largo rato frente al cilindro. Soltó varios mmm y varias veces estudió el rótulo con los datos. Luego dio la vuelta y dijo:

—Ya veo lo que quiere decir, señor Pym. Muy bien. Le daré el visto bueno.

—¿No es algo espléndido? —le dijo Tom en el porche—. Es algo fuera de este mundo, literal y figuradamente, claro está.

—Hermosísima. Pero me temo que usted corra el riesgo de sufrir una terrible decepción, un gran dolor quizá, quizá, quién sabe, hasta la locura, por mucho que odie utilizar este término tan acientífico.

—Correré el riesgo —dijo Tom Pym—. Sé que parezco chiflado, pero, ¿dónde estaríamos si no fuese por los chiflados? Fíjese en el hombre que inventó la rueda, en Colón, en James Watt, en los hermanos Wright, en Pasteur, en cualquiera que a usted se le ocurra.

—Difícilmente pueda usted comparar a esos precursores de la ciencia, con su pasión por la verdad, con usted y su deseo de casarse con una mujer. Pero, como he podido observar, es extraordinariamente hermosa. Ese mismo hecho, sin embargo, me hace ser muy cauteloso. ¿Por qué no está casada? ¿Qué fallo tiene?

—¡Por mí, puede haber estado casada una docena de veces! —dijo Tom—. ¡Lo importante es que ahora no lo está! Quizá haya tenido una desilusión y ha jurado esperar hasta conocer al hombre de sus sueños. Quizá...

—No hay quizá que valga, usted es un neurótico —le dijo el doctor Traurig—. Pero a decir verdad creo que para usted sería más peligroso no emigrar al miércoles que el hacerlo.

—¡Entonces dirá que sí! —dijo Tom, asiendo la mano del doctor y estrechándosela con vehemencia.

—Quizá. Tengo ciertas dudas.

El doctor tenía una expresión ausente. Tom se rió y soltó la mano del doctor y le palmeó el hombro.

—¡Diga la verdad! ¡Lo dejó de una pieza! ¡Si no le hubiera pasado eso, usted estaría muerto!

—Está bastante bien —dijo el doctor—. Pero tiene que hacerse a la idea. Si va al miércoles y ella lo rechaza, usted podría hundirse en el más profundo de los abismos, por mucho que odie emplear una expresión tan poética.

—No. No es verdad. No estaré para nada peor. Mejor, en realidad. Por lo menos la podré ver en carne y hueso.

La primavera y el verano pasaron como un relámpago. Entonces, una mañana que nunca olvidaría, la carta de aceptación. Con ella las instrucciones de cómo llegar al miércoles. Eran bastante sencillas. Tenía que hacer ir a los técnicos a su enfriador en algún momento del día para que reajustasen el cronógrafo alojado en la base. No entendía por qué no podía, simplemente, quedar fuera del enfriador y esperar el miércoles, pero a esa altura había renunciado a tratar de sondear la mentalidad burocrática.

No pensaba decírselo a nadie de la casa, principalmente a causa de Mabel. Pero Mabel se enteró por alguien del estudio. Lloró cuando lo vio a la hora de la cena y corrió escaleras arriba para encerrarse en su habitación. Tom se sentía culpable, pero no la siguió para consolarla.

Esa noche, con el corazón palpitante, abrió la puerta de su enfriador. Para entonces, los otros ya estaban al tanto; había sido incapaz de guardar el secreto. En realidad, se alegraba de haberlo dicho. Parecían felices por él, y trajeron bebidas e hicieron muchas ruedas de brindis. Por último, Mabel bajó, enjugándose las lágrimas, y dijo que ella también le deseaba suerte. Que siempre había sabido que él no estaba realmente enamorado de ella. Pero deseaba de veras que alguien se enamorase de ella con sólo verla en su enfriador.

Cuando supo que Tom había ido a ver al doctor Traurig, dijo:

—Es un hombre muy influyente. Sol Voremwolf lo tuvo como analista. Dice que hasta tiene influencia en otros días. Dirige Tendencias de la Psique, una de las pocas revistas leídas por otra gente.

Otra, por supuesto, significaba los que vivían del miércoles al lunes.

Tom dijo que para él había sido una suerte conseguir a Traurig. Tal vez hubiera utilizado su influencia para lograr que las autoridades del miércoles dieran curso a su solicitud con tanta celeridad. Los muros entre los mundos rara vez se abrían, pero se sospechaba que los muy influyentes lo hacían cuando querían.

Ahora, trémulo, se detuvo otra vez delante del cilindro de Jennie. La última vez, pensó, que la veo en frío. La próxima vez será carne tibia, colorida, palpable.

—¡Ave atque vale! —dijo en voz alta. Los otros lo aclamaron.

Mabel dijo:

—¡Qué cursi! —Todos pensaron que él se refería a ellos, y tal vez los había incluido.

Entró en el cilindro, cerró la puerta, y apretó el botón. Mantendría los ojos abiertos, así...

Y ya era miércoles. Aunque lo que veía era exactamente igual, era como estar en Martes.

Abrió la puerta y salió. Las siete personas tenían caras que él conocía y nombres que había leído en sus rótulos. Pero le eran desconocidos.

Se disponía a presentarse, cuando se detuvo en seco.

El cilindro de Jennie Marlowe había desaparecido.

Asió por el brazo al hombre que tenía más cerca.

—¿Dónde está Jennie Marlowe?

—Suélteme. Me está lastimando. Se fue. Al martes.

—¡Martes! ¿Martes?

—Seguro. Hacía tiempo que estaba tratando de salir de aquí. Tenia la idea fija de que este día le daba mala suerte. No era feliz, de eso no cabe duda. Hace apenas dos días dijo que por fin le habían aceptado la solicitud. Al parecer, un psico del martes había movido influencias. Vino aquí, la vio en su enfriador y eso fue todo, hermano.

Los muros, la gente y los enfriadores empezaron a bambolearse. El tiempo se inclinaba aquí y allá. Tom no estaba en miércoles; tampoco estaba en martes. No estaba en ningún día. Estaba atrapado dentro de sí mismo en una fecha disparatada que jamás debió existir.

—¡No puede hacer eso!

—Ah ¿no? ¡Acaba de hacerlo!

—Pero... ¡uno no puede trasladarse más que una vez!

—Eso es problema de ella.

Era el suyo, también.

—¡Nunca debí traerlo aquí para que la viera! —dijo Tom—. ¡Ese puerco! ¡Ese puerco sin ética!

Tom Pym permaneció inmóvil durante largo rato y luego se encaminó a la cocina. El entorno era el mismo, a no ser por la gente.

Más tarde fue al estudio y consiguió un papel en una comedia de enredos que era, en realidad, exactamente igual a todas las del martes. Esa noche miró el noticiario. El presidente de los EE.UU. tenía otro nombre y otra cara, pero las palabras de su discurso podían haber sido las del Presidente del martes. Le presentaron a la secretaria de un productor; no se llamaba Mabel, pero bien hubiera podido tener ese nombre.

La única diferencia aquí era que Jennie se había marchado, y ese era todo un mundo de diferencia para él.

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