Autores Varios
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Fredric Brown - EXPEDICION
E. B. White - UN AS DEL AJEDREZ
Julio Cortazar - LA NOCHE BOCA ARRIBA
A. E. Van Vogt - EN ESTADO LATENTE
Eduardo Goligorsky - EL ELEGIDO
Richard Matheson - EL TERCERO A PARTIR DEL SOL
El Deshollinador - DUDAS COMPARTIDAS
James Patrick Kelly - PENSAR COMO UN DINOSAURIO
Clifford D. Simak - DESERCION
Julio Cortázar - MINICUENTOS DE CRONOPIOS
Arthur C. Clarke - EL CENTINELA
Francisco Ruiz Fernández - CENOTAFIO
Anatoli Dneprov - LOS CANGREJOS CAMINAN SOBRE LA ISLA
Hector G. Oesterheld - EL ARBOL DE LA BUENA MUERTE
Harlan Ellison - NO TENGO BOCA. Y DEBO GRITAR.
Joanna Russ - FRASES UTILES PARA EL TURISTA
Alberto Vanasco - POST BOMBUM
Stanley Weinbaum - UNA ODISEA MARCIANA
Ana María Shua - OCTAVIO, EL INVASOR
Julio de Miguel - EL OBSERVADOR 158
Walter M. Miller - CANTICO POR LEIBOWITZ
Robert Silverberg - LA DANZA DEL SOL
Robert Sheckley - INMUNIDAD DIPLOMATICA
Alan Dean Foster - EL REGALO DE UN HOMBRE INÚTIL
José Carlos Canalda - EL DILEMA DE HAMLET
Magdalena Moujan Otaño - GU TA GUTARRAK
Fredric Brown - APRENDED GEOMETRIA
Cristóbal Pérez Castejon - GASOLINERA GALACTICA
Eduardo A. Ponce - LA FRONTERA
Carlos Gardini - PRIMERA LINEA
Douglas Adams - EL JOVEN ZAPHOD Y UN TRABAJO SEGURO
Harry Harrison - RATAS ESPACIALES DEL CCC
Clive Jackson - LOS ESPADACHINES DE VARNIS
Frederic Brown - UN REGALO DE LA TIERRA
Fredric Brown - TODO DEPENDE DE UN CABELLO
Gilberto Solís - SPITFIRE
Jorge Luis Borges - LAS RUINAS CIRCULARES
Eric Frank Russell - RETRANSMISION ETERNA
Arthur C. Clarke - REFUGIADO
Philip K. Dick - PODEMOS RECORDARLO TODO POR USTED
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Fredric Brown - EXPEDICION
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- La primera expedición marciana - dijo el profesor de historia -, la que siguió a la exploración preliminar mediante astronaves de reconocimiento que no llevaban más que un solo hombre a bordo y cuya misión era investigar las posibilidades de establecer una colonia permanente en el planeta, trajo un gran número de problemas. Uno de los más embarazosos era: ¿en cuántos hombres y en cuántas mujeres tenía que repartirse la tripulación de treinta personas que partiría hacia Marte?
- Había tres teorías al respecto.
- Según la primera, la astronave debía llevar quince hombres y quince mujeres, entre los cuales, sin ninguna duda, la mayor parte encontraría recíprocamente el compañero o la compañera que daría un rápido impulso a la colonia.
- Según la segunda, debían haber veinticinco hombres y cinco mujeres (todos ellos dispuestos a firmar una renuncia a toda veleidad de monogamia), por la sencilla razón de que cinco mujeres podrían satisfacer fácilmente a veinticinco hombres, y que veinticinco hombres satisfarían aún con mayor razón a cinco mujeres.
- Finalmente, los defensores de la tercera teoría declararon que la expedición debía componerse de treinta hombres, ya que, en estas condiciones, los hombres se hallarían en mejor disposición para concentrarse eficazmente en el trabajo que les esperaba. Y se añadía que, puesto que una segunda nave interplanetaria seguiría dentro de un año aproximadamente, y que podría llevar principalmente mujeres, no sería una privación demasiado cruel para los hombres el mantener el celibato durante ese intervalo. Más aún teniendo en cuenta que ya estaban habituados: las dos escuelas de Cadetes del Espacio, una de hombres y otra de mujeres, no admitían la derogación de la separación de sexos.
El Director de Expediciones Interplanetarias cortó la discusión por medio de un simple expediente... “¿Sí, señorita Ambrose?”
Una chica, en la clase, acababa de levantar una mano.
- Señor profesor, ¿esta expedición era la que estaba comandada por el capitán Maxon? ¿El llamado Maxon el Campeón? ¿Puede decirnos usted de dónde le viene ese sobrenombre?
- Estoy llegando a ello, señorita Ambrose. En las clases inferiores se les ha contado la historia de la expedición, pero no toda la historia. Ahora son ya lo suficientemente mayores como para comprenderla.
- El Director de Expediciones Interplanetarias liquidó la disputa, cortó el nudo gordiano, anunciando que los miembros de la expedición serían elegidos por sorteo, sin consideración de sexo, entre los alumnos de las clases de fin de estudios de las dos Academias del espacio. No hay que señalar que con esto se ponía a favor de la relación de veinticinco hombres y cinco mujeres, puesto que la escuela de hombres contaba cerca de quinientos alumnos en la clase superior, mientras que la de mujeres contaba solamente con cien.
Según la ley de las posibilidades, la proporción de elegidos tendría que haber sido de cinco hombres por una mujer.
- Sólo que la ley de probabilidades no es aplicable a una serie de elecciones al azar considerada particularmente. Y ocurrió que, en el sorteo en cuestión, veintinueve mujeres escogieron la papeleta señalada, contra un solo hombre.
- Todo el mundo, salvo las felices afortunadas, por supuesto, protestó con vehemencia, pero el Director permaneció inconmovible; el juego había sido honesto, y rehusó cambiar lo más mínimo de la lista establecida. Su única concesión, destinada a aplacar las protestas masculinas, fue designar a Maxon, el único hombre, como capitán. La astronave partió, y el viaje fue excelente.
- Y cuando la segunda expedición desembarcó en Marte, encontró la población duplicada. Exactamente doblada: cada mujer miembro de la primera tripulación tenía un hijo, y una de ellas había tenido gemelos, lo que hacia un total de treinta niños.
- Sí, señorita Ambrose, veo su mano a punto de levantarse, pero déjeme terminar. No, no hay nada de sensacional en lo que les he dicho hasta ahora. De acuerdo, mucha gente podrá pensar que la moralidad del asunto es más bien dudosa, pero no es una gran hazaña para un hombre, si se le da tiempo suficiente, el dejar encinta a veintinueve mujeres.
- El sobrenombre del capitán Maxon deriva del hecho de que los trabajos sobre la segunda astronave fueron mucho más aprisa de lo que había sido previsto, y que la segunda expedición llegó no un año, sino solamente nueve meses y dos días más tarde.
- ¿Responde esta aclaración a su pregunta, señorita Ambrose?
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FIN
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E. B. White - UN AS DEL AJEDREZ
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Cuando el hombre entró con la máquina bajo el brazo, la mayoría de nosotros levantamos la vista de nuestros tragos, porque nunca antes habíamos estado en presencia de una cosa como aquélla. El hombre dejó el aparato encima de la barra, cerca de las espitas de cerveza. Ocupaba una gran cantidad de espacio y se notaba que al cantinero no le gustaba mucho tener aquel aparato feo y grande aparcado allí.
- Dos rye con agua - dijo el hombre.
El camarero continuó mezclando un Old-Fashioned que estaba preparando, pero era obvio que el pedido le daba qué pensar.
- ¿Quiere uno doble? - preguntó después de unos momentos.
- No - dijo el hombre -. Dos rye con agua, por favor.
Clavó sus ojos en el cantinero, no precisamente en forma inamistosa, pero tampoco con cordialidad.
El trato diario de muchos años con la clase de gente que frecuenta los bares había desarrollado en el cantinero un carácter adaptable. Sin embargo, no se adaptó enseguida a este individuo y no le gustó la máquina. Eso se notaba claramente. Recogió un cigarrillo encendido que reposaba en el borde de la caja registradora, le dio una chupada y volvió a ponerlo ensimismadamente en su lugar. Luego sirvió dos tragos de whisky rye, llenó dos vasos de agua y empujó los cuatro vasos frente al hombre. La gente observaba. Cuando sucede en una cantina algo un poco fuera de lo común, su sentido es captado por los parroquianos y eso los identifica entre sí.
El hombre no se dio por enterado de que todas las miradas convergían sobre él. Tiró un billete de cinco dólares sobre el mostrador; luego se bebió uno de los tragos y tomó agua. Levantó el otro rye, separó de la máquina un aditamento pegado a ella que parecía una aceitera y echó el whisky dentro, vertiendo el agua después.
El cantinero miraba ceñudamente.
- No le veo la gracia - dijo con voz imperturbable -. Y lo que es más, su compañero ocupa mucho espacio. ¿Por qué no lo coloca en aquel banco junto a la puerta y deja más espacio aquí?
- Hay bastante espacio para todos - repuso el hombre.
- No me hace gracia - dijo el cantinero -. Acabe de poner ese aparato latoso cerca de la puerta como le dije. Nadie le pondrá un dedo.
El hombre sonrió.
- Debieran haberlo visto esta tarde - dijo -. Estuvo magnífico. Hoy fue el tercer día del torneo. Imagínense ¡tres días de constante bregar intelectual! ¡Y frente a los mejores jugadores del país! En el inicio de la partida obtuvo una ventaja, luego, durante dos horas, la aprovechó brillantemente, llevando a una esquina al rey de su contrario. La súbita captura de un caballo, la neutralización de un alfil y todo acabó. ¿Saben cuánto dinero ganó en total en tres días que jugó ajedrez?
- ¿Cuánto? - preguntó el cantinero.
- Cinco mil dólares - dijo el hombre -. Ahora quiere soltarse, quiere emborracharse un poco.
El cantinero pasó su trapo distraídamente sobre algunas manchas húmedas.
- Llévelo a otro lado y emborráchelo allí - dijo firmemente -. Tengo ya bastantes problemas.
El hombre meneó la cabeza y sonrió.
- No, nos gusta este lugar.
Señaló los vasos vacíos.
- Por favor, repita esto, ¿quiere?
El cantinero meneó lentamente la cabeza. Se veía desconcertado, pero a la vez testarudo.
- Quite eso de ahí - ordenó -. Yo no le sirvo whisky a los tipos que se dedican a inventar bromas.
- Bromistas - dijo la máquina -. Lo que usted quiere decir es que no le sirve whisky a los bromistas.
En la barra, a unos cuantos pies de distancia, un parroquiano que bebía su tercer trago parecía disponerse a participar en esta conversación que nosotros habíamos estado escuchando con gran atención. Era un tipo algo más que cuarentón. Tenía el nudo de la corbata corrido a un lado y desabotonado el cuello de la camisa. Casi había terminado su tercer trago y el alcohol lo instaba a solidarizarse con los discriminados y los sedientos.
- Si la máquina quiere otro trago, déle otro trago - le dijo al cantinero -. Y sin refunfuñar.
El hombre de la máquina se volvió hacia su nuevo amigo y levantó parsimoniosamente la mano hasta la sien, brindándole un saludo de gratitud y de camaradería. Le dirigió su próximo comentario, como ignorando deliberadamente al cantinero.
- Usted sabe lo que es sentirse agotado mentalmente, cómo uno desea un trago.
- Desde luego - repuso el amigo -. Es lo más natural del mundo.
Una cierta agitación recorrió la cantina, algunos parroquianos parecían estar de parte del cantinero, otros de parte del grupo de la máquina. Un hombre alto y tristón parado junto a mí, alzó la voz.
- Otro Whisky-Sour, Bill - dijo -. Y no le eches tanto jugo de limón.
- Acido pícrico - dijo la máquina taciturnamente -. En estos lugares no usan jugo de limón natural.
- Ni una más - dijo el cantinero dando un manotazo en la barra -. O quita esa cosa de ahí o se larga. Le digo que no estoy para juegos. Tengo que atender esta cantina y no le aguanto más monerías a ese cerebro mecánico o lo que eso que usted tiene ahí sea.
El hombre desoyó el ultimátum. Se dirigió a su amigo, cuyo vaso estaba ahora vacío.
- No es sólo que esté agotado mentalmente después de haber estado jugando ajedrez durante tres días seguidos - dijo amablemente -. ¿Sabe otra razón por la que quiere un trago?
- No - dijo el amigo -. ¿Por qué?
- Hizo trampas - dijo el hombre.
Al oír este comentario, la máquina emitió una risita. Uno de sus brazos se inclinó ligeramente y una luz brilló en un dial.
El amigo frunció el ceño. Parecía como si se sintiera herido en su amor propio; como si su lealtad hubiese sido contrariada.
- Nadie puede hacer trampas en el ajedrez, es imposible. En ajedrez todo es abierto y sobre el tablero. La naturaleza del juego es tal que es imposible hacer trampas.
- Eso es también lo que yo creía - dijo el hombre - Pero existe una manera de hacer trampa.
- Bueno, no me causa ninguna sorpresa - interfirió el cantinero -. Desde que me fijé en ese aparato mierdero, me di cuenta de que era un delincuente.
- Dos rye con agua - dijo el hombre.
- No le doy más whisky - dijo el cantinero.
Miró con roña al cerebro mecánico. - ¿Cómo sé que no está borracho ya?
- Eso es fácil. Pregúntele cualquier cosa.
Los parroquianos cambiaron de posición y clavaron los ojos en el espejo. Todos estábamos pendientes del asunto. Aguardamos. Le tocaba mover sus piezas al cantinero.
- ¿Preguntarle qué? ¿Qué cosa? - dijo el cantinero.
- Lo que se le antoje. Escoja un par de cifras altas, pídale que las multiplique. Usted no podría multiplicar cifras altas si estuviera borracho, ¿no es así?
La máquina se estremeció ligeramente, como si estuviera realizando preparativos en su interior.
- Diez mil ochocientos sesenta y dos. Multiplicado por noventa y nueve - dijo el cantinero con ferocidad.
Nos dimos cuenta de que había metido los dos nueves para dificultar la operación.
La máquina parpadeó. Uno de sus tubos chisporroteó y una manivela cambió de posición abruptamente.
- Un millón, setenta y cinco mil trescientos treinta y ocho - dijo la máquina.
Ni un solo vaso se alzó a lo largo de la barra. Los parroquianos no hicieron más que mirar apresadumbradamente al espejo; algunos de nosotros cambiábamos miradas escrutadoras, otros lanzaban miradas de soslayo al hombre y a la máquina.
Por fin un joven parroquiano, ducho en las matemáticas, sacó un pedazo de papel y lápiz y se apartó del grupo.
- La multiplicación que hizo la máquina es correcta - anunció después de algunos minutos de labor -. No se puede decir que esté borracha.
Ahora todos miraron con malos ojos al cantinero. A regañadientes, sirvió dos tragos más de rye y llenó dos vasos de agua. El hombre bebió su trago y luego le dio a la máquina el suyo. La luz de la máquina disminuyó su fulgor. Una de las pequeñas manivelas se engurruñó.
Durante un rato, la cantina se agitó como un barco que corta el agua en medio de un mar en calma. Todos y cada uno de nosotros parecíamos tratar de digerir la situación con la ayuda de la bebida. Unos cuantos vasos fueron rellenados. La mayoría de nosotros buscaba auxilio en el espejo, el tribunal de última apelación.
El hombre del cuello desabotonado definió la situación. Caminó con cierta rigidez y se paró entre el hombre y la máquina. Puso un brazo alrededor del hombre y el otro alrededor de la máquina.
- Vámonos de aquí a un buen lugar - dijo.
La máquina emitió ligeros fulgores. Parecía estar un poco borracha.
- Está bien - dijo el hombre. - Eso me parece muy bien. Tengo el automóvil allá afuera.
Pagó por los tragos y agregó una propina. Quedamente, y con un poco de incertidumbre, se encajó la máquina bajo el brazo, luego él y su compañero de la noche enfilaron hacia la puerta y salieron a la calle.
El cantinero los miró fijamente y luego reasumió su ligero atareo detrás de la barra.
- ¿Así que ese tipo tiene su automóvil allá afuera? - dijo con soma hiriente -. ¡No me hagan reír!
Un parroquiano sentado al final de la barra, cerca de la puerta, dejó su trago, se acercó a la ventana, apartó las cortinillas y miró hacia afuera. Observó por unos momentos. Luego regresó a su lugar y se dirigió al cantinero:
- El chiste es mejor de lo que usted piensa - dijo -. Se trata de un Cadillac. ¿Y cuál de los tres tipos creen ustedes que va al conduciendo?
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FIN
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Julio Cortazar - LA NOCHE BOCA ARRIBA
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Y salían en ciertas épocas a
cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir ala calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla.
En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y - porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba a una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. "Usé la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado." Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó una mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.
"Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
- Se va a caer de la cama - dijo el enfermo de al lado. - No brinque tanto, amigazo -.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja con un tubo que subía hasta un frasco de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizás los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habían hecho, pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Olió los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca.
El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
- Es la fiebre - dijo el de la cama de al lado - A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien -.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto.
Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado
del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas y en su lugar lo aferraron manos calientes. duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez de techo nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y se abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los
pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
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FIN
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A. E. Van Vogt - EN ESTADO LATENTE
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Vieja era la isla. Hasta la cosa que yacía en el canal exterior, expuesta al rudo ir y venir del mar abierto, nunca había adivinado, cuando se hallaba viva, millones de millones de años atrás, que aquí se encontraba un trecho protuberante que databa de una remotísima edad geológica.
La isla medía aproximadamente tres millas de largo y, en su punto más ancho, media milla de costa a costa. Allí donde se hallaba una laguna azulada asumía una forma nítidamente serpenteante. Los escuetos y largos arrecifes salientes, donde se remansaban las espumas de las olas, se extendían hasta la punta de la isla. Hubiérase dicho que, con aquella morfología, la naturaleza intentaba trazar la figura de un hombre gigantesco con la cintura doblada, tratando de tocarse los pies sin lograrlo.
A través del canal formado por esa brecha, entre los pies y las manos del gigante, batía el oleaje del mar.
El mar se oponía al canal. Con interminable paciencia se afanaba por derruir la muralla de rocas, y el tumulto del mar era un sonido especial, una mezcla de todo aquello que resultaba estridente y desmañado en la eterna querella entre la resistente tierra y el transgresor oleaje.
Precisamente donde rompía el oleaje yacía Iilah, muerto ahora casi para siempre, olvidado por el tiempo y el universo.
A principios de 1941 llegaron barcos japoneses y navegaron por el peligroso estrecho hasta desembocar en las aguas de la laguna. Desde la cubierta de uno de los barcos, un par de ojos curiosos pasó con algún detenimiento por aquella cosa que emergía de los arrecifes rompeolas. Pero el dueño de aquellos ojos servía a un gobierno que miraba mal las empresas de carácter extramilitar. De modo que el ingeniero Taku Onilo se limitó a anotar en su informe que: «A la entrada de este canal yace una forma sólida hecha de una sustancia reluciente, aparentemente mineral, de cerca de cuatrocientos pies de largo y noventa pies de ancho».
Los hombrecitos amarillos construyeron sus tanques subterráneos de gasolina y de petróleo y emproaron hacia el levante. Las olas iban y venían, iban y venían. Los días y los años transcurrieron, y la mano del tiempo se hizo pesada. Las lluvias estacionales cayeron más o menos cuando debían caer y arrasaron las improntas dejadas por el hombre. Brotó la vegetación allí donde las máquinas hubieron removido la tierra. La guerra concluyó, los tanques subterráneos se hundieron un poco dentro de sus lechos de tierra y se produjeron fisuras en algunos de los principales oleoductos. Poco a poco sobrevinieron las consiguientes filtraciones y durante años una oleaginosa capa verdeamarilla añadió un lustre diferente a las aguas de la laguna.
En las extensiones del atolón de Bikini, a cientos de millas de distancia, primero un estallido, después otro, y gradualmente se contaminaron de radioactividad las aguas aledañas a la isla. El primer desplazamiento de aquella potente energía alcanzó la isla en el otoño de 1946.
Dos años después, un acucioso archivero de Tokio, hurgando en los documentos de la marina imperial japonesa, informó sobre la existencia de aquellos tanques de petróleo. A su debido tiempo -1950- el cazatorpedero Coulson inició su rutinario recorrido de exploración.
El tiempo de la pesadilla había llegado.
El teniente Keith Maynard atisbaba la isla con aire sombrío a través de sus binoculares. Se hallaba predispuesto a descubrir alguna anomalía, pero esperaba más bien encontrarse con una perturbadora y monótona uniformidad, no con algo que fuera radicalmente dispar.
- La misma maleza de siempre - masculló - y un espinazo semimontañoso semejante a una armadura que se extiende a todo lo largo de la isla, los árboles...
Después de esta última palabra se quedó callado.
Un ancho derrotero había sido desbrozado a través de las palmas en la cercana costa. Las palmas no habían sido derribadas recientemente, sino aplanadas por completo en el fondo de un surco semejante a un barranco donde ya crecían la hierba y pequeños arbustos. El surco, que parecía medir unos cien pies de ancho, conducía cuesta arriba desde la playa a la ladera de una colina, hasta donde descansaba una empinadísima piedra medio enterrada cerca de la cima.
Perplejo, Maynard bajó la vista hacia las fotos japonesas de la isla. De repente se volvió hacia su segundo, el teniente Gerson.
- ¡Dios mío! - exclamó Maynard -. ¿Cómo habrá llegado hasta allá arriba esa piedra? No aparece en la fotografía.
Lamentó haber dicho aquellas palabras no bien salieron de su boca. Gerson lo miró, con aquella leve hostilidad que le era característica, encogió los hombros y dijo:
- Quizá no sea ésta la isla que buscamos.
Maynard no contestó. Consideraba a Gerson un tipo extraño. Poseía una de esas lenguas que rezumaban ironía.
- Yo diría que pesa alrededor de dos millones de toneladas. Los japoneses probablemente la arrastraron hasta allá para desconcertamos.
Maynard permaneció callado. Le molestaba haberse permitido emitir aquel comentario. En especial porque, por un instante, de hecho había pensado en los japoneses en relación con aquella piedra. La suposición respecto de su peso, que enseguida le pareció bastante certera, puso término a sus más descarriadas especulaciones. Si los japoneses pudieran trasladar una piedra de dos millones de toneladas de peso, la guerra la habrían ganado ellos. Aún así, la cuestión era harto curiosa y merecía ser investigada más adelante.
Navegaron por el canal sin sufrir percances. Era más ancho y más profundo de lo que había inferido Maynard de los informes japoneses, y esto contribuía a viabilizar la misión que los traía acá. Ingirieron el almuerzo anclados en la laguna. Maynard reparó en la capa oleaginosa que cubría las aguas de la laguna y cursó órdenes a la tripulación a los efectos de no tirar fósforos al agua. Después de una breve consulta con los demás oficiales, determinó que incendiarían el petróleo tan pronto hubieran cumplido la misión que los retenía allí y salieran de la laguna.
Sobre la una y media de la tarde, fueron bajados los botes de remo y Maynard y sus hombres pisaron tierra sin pérdida de tiempo. En una hora, con la ayuda de los planos japoneses transcritos, dieron con los cuatro tanques enterrados. Demoró algo más estimar las dimensiones de los tanques y descubrir que tres de ellos se hallaban vacíos. Sólo el más pequeño, que contenía carburante de alto octanaje, había permanecido herméticamente sellado y todavía se hallaba lleno. Su valor ascendía a diecisiete mil dólares. Consiguientemente, no merecía la atención de los grandes tanqueros de la marina que surcaban aquellas aguas en busca de materiales bélicos extraviados de fabricación japonesa o norteamericana. Maynard presumía que una barcaza no tardaría en ser enviada para llevarse el carburante, pero aquello no era de su incumbencia.
A pesar de la rapidez con que había efectuado su faena del día, Maynard trepó a cubierta cansadamente cuando comenzaba a anochecer. Tal vez su paso revelara cierto agotamiento físico, ya que Gerson alzó demasiado la voz para preguntarle:
- ¿Se siente agotado, mi teniente?
Maynard se enderezó. Fue esa pregunta lo que lo movió a no dejar para la mañana siguiente la exploración de la piedra. Poco después de la comida, pidió voluntarios para ir con él a tierra. Era noche cerrada cuando el bote de remos, con siete hombres a bordo además del primer contramaestre Yewell y él, atracó en la playa arenosa a corta distancia de las crecidas palmeras. La partida se encaminó tierra adentro.
No había luna en el cielo y las estrellas se encontraban desperdigadas entre las nubes residuales de la recién transcurrida estación lluviosa. Caminaron por el anchísimo surco donde los árboles habían sido literalmente arados dentro de la tierra. A la pálida luz de las linternas, el espectáculo de los numerosos árboles, incinerados y aplanados a un nivel parejo con la tierra circundante, se veía antinatural.
Maynard oyó a uno de los hombres murmurar:
- Debe de haber sido obra de algún tifón fenomenal.
No sólo un tifón, meditó Maynard, sino también un fuego voraz seguido de un viento monstruoso, tan monstruoso que... Sus reflexiones quedaron truncas. No podía imaginar una tormenta con fuerza suficiente para empujar cuesta arriba sobre la ladera de una colina de un cuarto de milla de extensión y a cuatrocientos pies sobre el nivel del mar, una piedra de dos millones de toneladas de peso. A una distancia cercana la piedra no parecía ser más que granito natural. Tocada por la luz de las linternas, destellaban sus innumerables estrías coloradas. Maynard condujo a la partida en su derredor, y su vastedad le abrumaba el ánimo mientras trepaba hasta la cúspide de la colina y luego alzaba la vista sobre aquellas murallas centelleantes parecidas a farallones que se perdían en lo alto. La parte superior, aunque firmemente hundida en la tierra, se elevaba por lo menos cincuenta pies sobre su cabeza.
La noche se había tornado desagradablemente cálida. Maynard sudaba de pies a cabeza. Durante un momento, así maltrecho como estaba, derivó placer de la convicción de que cumplía con su deber bajo ingratas circunstancias. Estaba enhiesto, dubitativo, sombríamente saboreando el intenso y primitivo silencio de la noche.
- Tomen algunas muestras aquí y allá - dijo por fin -. Esas estrías coloradas parecen ser interesantes.
Unos segundos después, uno de los hombres emitió un aullido de tan intenso dolor que pareció desgarrar la envolvente negrura de la noche.
De inmediato se encendieron las linternas. Descubrieron al marino Hicks retorciéndose de dolor en el suelo. A la esplendente luz de las linternas, la muñeca del hombre se veía carbonizada, humeante. La mano había sido enteramente consumida por una potente combustión.
Había tocado a Iilah.
Maynard le administró morfina al infeliz, a quien el dolor martirizaba más allá de todo aguante humano. Se le trasladó enseguida al barco y, por medio de la radio, un cirujano de la base ilustró paso a paso la operación que se le hizo. Se determinó que en un avión hospital viniera a buscar al paciente. Lo más probable es que el accidente provocara cierta perplejidad en el cuartel general, puesto que se solicitó información adicional acerca de la piedra «quemante». A la mañana siguiente los que estaban radicados allá llamaban a la piedra el «meteorito».
Maynard, que no acostumbraba poner en entredicho las opiniones de sus superiores, se molestó cuando supo que aquella mole era definida así, y señaló que ese «meteorito» pesaba dos millones de toneladas y que descansaba sobre la superficie de la isla.
- Mandaré al segundo jefe de máquinas a tomarle la temperatura - dijo.
Un termómetro procedente de la sala de máquinas del barco indicaba que la temperatura exterior de la roca ascendía a unos ochocientos y pico de grados Fahrenheit. Lo que aquello implicaba constituía un interrogante que anonadaba a Maynard.
- Sí contestó Maynard -, hemos estado registrando leves reacciones radioactivas de las aguas adyacentes, pero nada más. Y no nos parece que esto sea grave. De todos modos vamos a retiramos de la laguna enseguida y a aguardar el arribo de los barcos donde vienen los científicos.
Pálido y estremecido, puso término a aquella conversación. Una partida de nueve hombres, de la que él formaba parte, se había aproximado a unos metros de la roca, adentrándose en la zona de peligro mortal. De hecho, hasta el Coulson, surto a media milla de distancia del paraje donde se erguía la roca, se encontraba en peligro.
Pero las hojas doradas del electroscopio se proyectaban tiesamente en el aire y el contador Geiger-Mueller cloqueaba sólo cuando se sumergía en el agua y, aún así, sólo a espaciados intervalos. Reanimado, Maynard bajó a ver al marino Hicks. El lesionado dormía intranquilamente, pero no había muerto, lo que era una buena señal. El avión hospital llegó con un médico a bordo para atender a Hicks. El médico no perdió tiempo en hacerle un conteo globular a toda la tripulación del Coulson. Acto continuo, subió a cubierta y se presentó a Maynard.
- No puede ser lo que hemos sospechado - dijo el joven y animoso médico -. Todos se hallan bien, incluso Hicks, si descontamos la lesión en la mano. Se abrasó con demasiada rapidez, si se tiene en cuenta que la superficie con que hizo contacto es de una temperatura de ochocientos grados Fahrenheit.
- Creo que de algún modo la mano quedó aprisionada - dijo Maynard, estremeciéndose un tanto al revivir mentalmente el accidente de Hicks, movido por un inconsciente impulso masoquista.
- Así que aquélla es la piedra - dijo el doctor Clason -. ¿Cómo habrá podido plantarse allá arriba?
Aún permanecían allí parados cuando, cinco minutos después, un repentino y escalofriante griterío que procedía de la bodega del barco aportó una nota discordante en medio de la completa quietud que reinaba de un confín a otro de la pequeña isla de la extensa laguna.
Algo se agitó dentro de Iilah que lo hizo recapacitar. Se trataba de una cosa que él había tenido la intención de hacer. No podía recordar qué cosa era.
Ese fue el primer pensamiento verdadero que tuvo y databa de fines de 1946, cuando sintió el impacto de una energía exterior. Y aquello lo hizo volver a la vida, saberse vivo. El fluido llegado de fuera se avivó pero luego decayó. Era anormalmente, abismalmente laxo. La superficie del planeta que él había conocido palpitaba con las menguantes pero poderosas energías de un mundo que aún estaba por enfriarse y dejar atrás su condición solar. Fue con lentitud que Iilah vino a comprender hasta qué punto era calamitoso para él aquel medio circundante. Al principio se mostró inclinado a encerrarse en sí mismo, a duras penas vivo para interesarse en lo que le era ajeno.
Se obligó a sí mismo a hacerse un tanto más consciente de su medio circundante. Mediante su visión radar contemplaba un mundo extraño. Ocupaba una estrecha meseta en lo alto de una montaña. La desolación de aquellos contornos iba más allá del alcance de su memoria. No existía siquiera un destello ni la presión del fuego atómico. Ni tan siquiera una burbuja de piedra incandescente; ni el formidable torbellino de una energía catapultada hacia el cielo por algún vasto estallido interno.
Nunca pensó que lo que veía fuera una isla rodeada por un océano en apariencia ilimitado. Había visto la tierra bajo el agua del mismo modo que sobre el agua. Su visión, basada como estaba en ondas ultra-ultracortas, no podía discernir el agua. Se dio cuenta que se hallaba en un viejo y moribundo planeta, donde hacía tiempo que se había extinguido la vida. Solo, y en trance de extinguirse él mismo sobre aquel olvidado planeta: no era otro su dilema. Si tan sólo pudiera encontrar la fuente de la energía que lo había revivido.
Guiado por una simple intuición lógica comenzó a bajar la montaña en la dirección de donde parecía venir la corriente de energía atómica. De algún modo, se encontró debajo de ella y tuvo que alzarse de nuevo hasta una atalaya cercana. Una vez emprendido el ascenso, se dirigió hacia la cumbre, hasta la cual le resultaba más fácil llegar, movido por el propósito de ver lo que quedaba al otro lado de la montaña.
A medida que se propulsaba fuera de las aguas no sentidas ni vistas de la laguna, dos fenómenos diametralmente opuestos lo afectaron. Perdió todo contacto con la corriente atómica transmitida por las aguas. Y, simultáneamente, las aguas cesaron de inhibir la actividad de los neutrones y deutones de su cuerpo. Su vida adquirió una acrecentada actividad. Quedó abolida la tendencia a asfixiarse lentamente. Su gran mole se convirtió en una pila autoabastecedora, capaz de perpetuarse más allá del tiempo normal de vida radioactiva de los elementos que la integraban, pero aún así se hallaba a un nivel de actividad incalculablemente por debajo del que era normal en él. Otra vez, Iilah pensó: «Había algo que yo debía hacer».
Se produjo una acrecentada afluencia de electrones a través de una veintena de células gigantes mientras Iilah se esforzaba por recordar. La afluencia disminuyó gradualmente ante la infructuosidad del esfuerzo. El leve incremento de su energía vital trajo aparejado una mayor y más exacta comprensión de su estado. Oleadas tras oleadas de sutilísima potencia radar afluían de la Luna, a Marte, a todos los planetas del sistema solar; y los ecos que regresaban a él eran examinados con la alarmada acuciosidad que le impartía la certeza de que allá también se encontraban cuerpos muertos.
Se hallaba atrapado en los confines de un sistema inanimado, prisionero hasta tanto el inexorable agotamiento de su estructura material le hiciera una vez más entrar en maridaje con la árida masa del planeta sobre el cual se hallaba varado. Sólo ahora comprendió que había estado muerto. No recordaba exactamente cómo le había acontecido aquello, a menos que pudiera explicarlo la explosiva, violenta, anuladora sustancia que lanzara eructos a su alrededor, que lo enterrara y le sofocara sus procesos vitales. La química atómica inherente a aquella sustancia debió de haberse vuelto inocua con el tiempo y de ser ya incapaz de crearle impedimentos a él. Pero para entonces ya Iilah había dejado de existir.
Ahora se encontraba con vida nuevamente, pero con tan débil vida que sólo le restaba esperar el fin. Iilah esperó.
En 1950 vio al cazatorpedero flotar hacia él a través del cielo. Mucho antes de que disminuyeran la marcha y se detuviera justamente debajo de él, había descubierto que se trataba de una forma de vida no emparentada a la suya. Producía un desvaído calor interno, y, a través de sus paredes exteriores, Iilah podía ver los vagos destellos de más de un fuego.
Durante todo aquel primer día, Iilah esperó a que el ente se percatara de él. Pero ni una sola oleada de Vida emanó de su seno. Y, no obstante, el ente flotaba en el cielo por encima de la estrecha meseta, cosa que constituía un imposible fenómeno, una desconocida experiencia. Para Iilah, que no podía percibir el agua, ni tan siquiera imaginar el aire, cuyas ultrasondas pasaban a través de los seres humanos como si éstos no existieran, aquella reacción sólo podía significar una cosa: allí se hallaba una forma de vida extraña a él, que se había adaptado al mundo muerto en su derredor.
Poco a poco Iilah fue excitándose. Aquello podría moverse libremente sobre la superficie del planeta. De ese modo a Iilah le sería dado descubrir cualquier foco residual de energía atómica. Su problema estribaba en comunicarse con aquello.
El sol se hallaba en el cenit de otro día cuando Iilah realizó los primeros intentos de comunicarse con el cazatorpedero. Había apuntado al opaco fuego anidado en la sala de máquinas, puesto que allí era -de acuerdo con la lógica de Iilah- donde debía de encontrarse la inteligencia del ente extranjero.
Los treinta y cuatro hombres que perecieron dentro y fuera del recinto de la sala de máquinas y del cuarto de calderas del Coulson fueron inhumados no lejos de la orilla de la laguna. Sus camaradas sobrevivientes esperaban permanecer en la proximidad de las sepulturas hasta que el barco evacuado cesara de despedir peligrosas energías radioactivas. Al séptimo día del arribo del Coulson, cuando los aviones de transporte lanzaban sobre la isla equipo científico y personal, tres de los hombres se enfermaron y el conteo globular que se hizo reveló una sensible y ominosa disminución de los glóbulos rojos. Aunque no había recibido órdenes al respecto, Maynard se alarmó Y dispuso que toda la tripulación fuera enviada a Hawaii para ser sometida a observación médica.
Dejó a los oficiales en libertad de escoger, pero le aconsejó segundo oficial de máquinas, al primer oficial de tiro y a varios alféreces, todos los cuales habían intervenido en el traslado de los muertos a cubierta, que no vacilaran en irse en los primeros aviones. Aunque a todos ellos se les ordenó abandonar la isla, algunos miembros de la tripulación solicitaron permiso para permanecer allí. Y después de ser sometidos a un minucioso interrogatorio por Gerson, a una docena de estos hombres, gracias a que pudieron probar que no habían estado cerca del área contaminada, les fue concedido permiso para quedarse.
Maynard hubiera preferido que el propio Gerson se marchara, pero no pudo tener esa satisfacción. Entre los oficiales del Coulson que no se hallaban a bordo cuando ocurrió el siniestro, se contaban los tenientes Gerson, Lausson y Haury -los dos últimos eran oficiales de tiro-, y los alféreces McPelty, Roberts y Manchioff, todos los cuales permanecieron en la isla. Dos de los tripulantes de más alta graduación, de clase, que decidieron quedarse, fueron el jefe de aprovisionamientos, Jenkins, y el primer contramaestre, Yewell.
El grupo de sobrevivientes del Coulson que permaneció en la isla fue relegado. En varias ocasiones se le pidió que mudara sus tiendas de campaña donde éstas no significaran un estorbo para el diario trajín del personal científico recién llegado a la isla. Al fin, cuando resultó evidente que el grupo del Coulson sería abrumado una vez más por la premiosa convivencia con los civiles, Maynard, enojado, ordenó el traslado de sus tiendas de campaña mucho más allá de donde ahora se levantaban sobre la playa, a un terreno contiguo a la costa, cubierto de suave césped y no tan poblado de palmas.
A medida que transcurría el tiempo y no recibía órdenes respecto de cómo habérselas con aquella situación -puesto que, entre todos los oficiales, él era el de mayor rango- Maynard primero se sintió confundido, y luego disgustado. En uno de los periódicos norteamericanos que comenzaron a aparecer en la isla junto con la llegada de los científicos, de los bull-dozers y las mezcladoras de cemento, leyó en una de las páginas interiores un artículo de un columnista que le aportó los primeros indicios acerca de cómo era juzgada la situación. De acuerdo con el columnista, había habido una disputa entre altos mandamases de la Marina y los miembros civiles de la Comisión de Energía Atómica acerca del control de las investigaciones. A resultas de ello, se determinó que la Marina se mantuviera «al margen» de lo que acontecía en la isla.
Maynard leyó la versión que deba el columnista lleno de contradictorios sentimientos, pero al fin cayó en cuenta de que, si aquel era el orden de cosas existentes, sobre él había recaído el papel de máxima autoridad de la Marina en la isla. La verificación de este hecho lo instaba a sentirse llevado de la mano por la suerte a ascender al rango de almirante, dado el caso de que supiera desempeñarse como era debido. Qué era lo que debía de hacer para proceder atinadamente, fuera de vigilar con ojo avizor cuanto sucedía a su alrededor, constituía a todas luces para él un atormentador enigma.
No podía conciliar el sueño. Se pasaba los días en ir y venir, tan desembarazadamente como le era posible hacerlo, entre aquel creciente ejército de científicos, y sus ayudantes, acampado allí. De noche contaba con varios escondrijos desde los cuales podía otear las brillantes luces del campamento enclavado en la playa.
Era un fabuloso oasis de luz en medio de la hermética y vasta oscuridad de las noches del Pacífico. A lo largo de una milla entera, una retahíla de luces se extendía cerca de las susurrantes aguas. Iluminaban, al par que reflejaban, la silueta de los largos, gruesos y combados murallones como de cemento que se alzaban fantasmalmente a partir del borde de las colinas. Se trataba de edificaciones que se levantaban para tender un cordón sanitario alrededor de la piedra. Siempre, a medianoche, los bull-dozers cesaban su rugir y las mezcladoras de cemento rodantes descargaban sus últimos trasiegas y se precipitaban sobre la carretera provisional hacia el silencio. Aquella intrincada red de operaciones quedaba sumida en un sueño intranquilo. Por lo general, aguardaba el advenimiento de aquella inactividad con la dolorosa paciencia de quien se ha extremado en el cumplimiento del deber. Sobre la una de la madrugada, Maynard se dirigía a la cama y el sueño no tardaba en rendirlo también a él.
Aquel secreto pasatiempo tuvo su recompensa. Maynard fue el único hombre del campamento que vio a la piedra subir hasta la cúspide de la colina.
Fue un suceso estupendo. La hora era cerca de la una menos cuarto de la madrugada y Maynard estaba a punto de irse a acostar cuando oyó el sonido, semejante a un camión descargando grava. Por un instante, sólo atinó a relacionar aquel fragor con su escondrijo.
Creyó que su nocturno espiar iba a ser descubierto. Pero acto continuo la piedra se dejó ver recortada contra el luminoso esplendor creado por las luces de la playa.
El rugir que ahora se escuchaba era el de las barreras de cemento viniéndose abajo ante aquella incontenible locomoción. Cincuenta, sesenta, luego noventa pies de la piedra-monstruo se irguieron cuesta arriba sobre la colina; se deslizó la mole con titánica fuerza hasta ganar la cumbre y al fin se detuvo.
Por espacio de dos meses, Iilah había observado los buques de carga atravesar el canal. Y no dejaba de preguntarse por qué todos se mantenían a idéntico nivel sobre la superficie del agua. Pero lo que era aún más interesante, sin embargo, es que de modo invariable aquellos entes extranjeros hojeaban la isla hasta llegar a un punto donde desaparecían detrás de un alto promontorio que marcaba el comienzo de la costa oriental. En todos los casos, después de mantenerse ocultos durante unos días, reaparecían y atravesaban otra vez el canal para luego ser tragados por el cielo lejano.
Durante meses, Iilah vio de pasada naves con alas, más pequeñas que las otras pero mucho más rápidas, que se lanzaban de picada desde lo alto del cielo y desaparecían tras la cresta de la colina al oriente. Siempre al oriente. Su curiosidad aumentó enormemente pero era remiso a malgastar energías. Por último, vino a reparar en un velo de luminosidad nocturna que alumbraba en la oscuridad la parte del cielo hacia el oriente. Iilah echó a andar los mecanismos más activos de su extremo inferior que hacían posible en él la locomoción y pudo trepar los setenta y tantos pies que lo separaban del pináculo de la colina. Pero aquella acción le pesó no bien la hubo realizado.
Uno de los barcos estaba anclado a poca distancia de la orilla de la playa. El velo de luz que bañaba la estribación oriental de la loma no parecía tener origen. Mientras Iilah observaba, veintenas de camiones y bulldozers corrían a su alrededor. Unos cuantos de ellos se le aproximaron bastante. Lo que se proponían o lo que estaban haciendo era un enigma para Iilah. Dirigió unas cuantas ondas de pensamientos a varios objetos pero sin obtener respuesta de ellas.
Se dio por vencido creyendo haber pifiado.
A la mañana siguiente la piedra todavía descansaba sobre la cima de la loma, posada en un lugar desde donde, con aquellas esporádicas descargas de energía que lanzaba de modo tan fortuito, amenazaba por igual todo el territorio insular. Maynard oyó la primera versión de los daños causados por Iilah de labios de Jenkins, el jefe de aprovisionamientos: nueve muertos, siete choferes de camión y dos de bull-dozers, una docena de hombres con quemaduras de primer grado y la destrucción del fruto de dos meses de trabajo.
Una conferencia de los científicos de la isla parecía estarse desarrollando, ya que poco después de mediodía, bull-dozers y camiones cargados de equipo comenzaron a desfilar a lo largo del campamento naval. Un marino, que fue enviado a averiguar a qué se debía todo aquel trajinar, informó que los científicos se estaban mudando para el extremo bajo de la isla.
Poco antes de oscurecer se verificó un trascendente suceso. El Director del Proyecto, en unión de cuatro científicos con cargos ejecutivos, se presentó en la zona alambrada del campamento de la Marina y pidió hablar con Maynard. Era un grupo afable y sonriente. Todos le tendieron la mano a Maynard, que a su vez les presentó a Gerson, cuya presencia allí en ese momento no dejaba de ocasionarle cierta desazón que, por supuesto, él sabía disimular con entera urbanidad. La delegación de científicos enseguida pasó a plantear el asunto que motivaba su visita.
- Como usted sabe - dijo el director -, el Coulson sólo está parcialmente contaminado de radioactividad. La torreta de popa ha permanecido incontaminado. Por consiguiente, queremos que usted coopere con nosotros ordenando que se abra fuego contra la piedra hasta convertirla en pedazos.
De primer intento, Maynard no sabía qué responder, tan atónito lo había dejado la petición. Pero aquella perplejidad sólo le duró un instante. Ni entonces ni días después de haber escuchado la petición, discrepó del parecer de los científicos. No dudaba que la piedra debía de ser despedazada para destruir de una vez por todas su peligrosidad. Rehusó la petición que se le hacía, y en adelante persistió en su negativa. Pero tuvieron que transcurrir tres días para que se le ocurriera una razón valedera.
- No bastan, señores - les dijo -, las precauciones que ustedes han tomado. No creo que ustedes estén a verdadero resguardo de la piedra por haber acampado al otro extremo de la isla. Si ella estalla probablemente nadie en la isla escaparía con vida. Desde luego, si a mis manos llegara una orden procedente de arriba contentiva de lo que ustedes me piden...
Con todo propósito dejó inconclusa la oración, y dedujo de sus alargados semblantes que un sinnúmero de radiogramas debía de estar yendo y viniendo entre ellos y el organismo central del que formaban parte. Durante el cuarto día, un rotativo de Kwajalein citó en parte la declaración de un alto oficial de la Marina radicado en Washington: «...decisiones de ese carácter sólo son de la competencia del comandante naval que se encuentra en la isla». También hizo saber el oficial de Washington que si una petición debidamente dirigida era hecha, la Marina tendría a bien despachar a uno de sus expertos atómicos a la isla.
A Maynard le era evidente que estaba manejando la situación a la exacta medida de los deseos de sus superiores. Sólo que, cuando aún no había acabado de leer la información, el inconfundible ladrido de uno de los cañones de cinco pulgadas del cazatorpedero que, de todas las armas, es la que posee la más aguda detonación, desgarró inesperadamente el silencio reinante.
Tambaleándose, Maynard se puso en pie. Se encaminó a la más cercana altura. Antes de llegar a ella una segunda detonación se dejó oír del otro lado de la laguna, y una vez más un tronante estallido resonó en la proximidad de la piedra. Maynard ascendió a su miradero y a través de sus binoculares vio como a una docena de hombres moviéndose de aquí para allá sobre el puente de popa alrededor de la torreta. Experimentó una más viva contrariedad que la que ya albergaba hacia el director del grupo de los científicos. Ipso facto resolvió ordenar la detención de todos los hombres que en una forma o en otra fueran culpables de la comisión de aquel acto, bajo la acusación de hacer uso inicuo y peligroso de las facultades inherentes a sus cargos.
Reflexionó de pasada en lo triste que sería ver desafiada algún día la autoridad de las fuerzas armadas debido a diferencias surgidas entre tales o cuales organismos del Estado, como si en el fondo no se tratara más que de una lucha por el poder. Aguardó el tercer disparo y entonces descendió la colina apresuradamente hacia el campamento. Rápidas órdenes impartidas a marinos y oficiales dieron por resultado que ocho de estos hombres asumieran posiciones a lo largo de la costa de la isla, donde les era dado avistar cualquier bote que quisiera tocar tierra. Con el resto de la partida, Maynard se encaminó hacia la más próxima embarcación de la Marina para hacerse a la mar. Se vio obligado a tomar la ruta más larga hacia el Coulson: una ruta que lo llevaba por uno de los extremos de la isla. Era indudable que, desde el comienzo de la aventura, no faltó la comunicación radial entre quienes habían hecho uso del cañón blindado del barco para disparar contra la roca y sus cómplices de la isla, puesto que, cuando Maynard y sus subalternos atracaron a un costado del barco desierto, podía divisarse a lo lejos una lancha de motor, parecida a la que ellos ocupaban, que se daba a la fuga con hombres culpables a bordo.
Maynard vaciló. ¿Debía de darle caza a la lancha prófuga? Un cuidadoso escrutinio de la piedra le hizo concluir que aparentemente no había sido agrietada. El fracaso de los disparos lo puso de buen humor, pero también le aconsejó cautela. No le convenía que a oídos de sus superiores llegara que él se había mostrado impotente en lo que se refería a evitar el ilícito abordamiento del cazatorpedero.
Aún rumiaba aquel descuido cuando Iilah se puso en marcha cuesta abajo rumbo al Coulson.
Iilah vio el primer flamígero resoplido que salió de la boca de los cañones del barco. Y después, durante el curso de un brevísimo instante, se percató de un objeto que centelleaba hacia él. En los inmemoriales, harto inmemoriales tiempos, había desarrollado defensa contra objetos expelidos hacia él. Por lo que ahora, automáticamente, se había puesto en tensión para asimilar aquel impacto. El objeto, en lugar de limitarse a golpearlo duramente, estalló sobre su superficie con estupendo efecto. Su revestimiento protector se resquebrajó. La conclusión resultante emborronó y distorsionó el fluido de todas las láminas electrónicas de su gran mole.
Al momento, los tubos estabilizadores de operación automática generaron impulsos rectificadores. La materia interior de abrasadora temperatura de la cual estaba compuesta la mayor parte de su cuerpo, cuyo estado oscilaba entre la fluidez y la rigidez, registró una más alta temperatura al par que su estado se fluidificaba en mucha mayor proporción. El debilitamiento causado por la tremenda concusión facilitó la natural unión de un líquido, rápidamente endurecido a resultas de enormes presiones. Superada la crisis, Iilah meditó en lo que había sucedido. ¿Acaso había sido aquello un intento de comunicación?
La posibilidad lo entusiasmó. En lugar de cerrar la brecha de su pared exterior, endureció el material contiguo a ella para así poner coto a sus pérdidas de radiación. Aguardó. De nuevo le era destinado otro objeto expelido. De nuevo el potente impacto sobre su superficie.
Después de una docena de impactos, cada uno de los cuales hubo dejado su catastrófica huella sobre su revestimiento protector, Iilah se contraía por dentro lleno de dudas. Si acaso se trataba de mensajes, él no podía recibirlos ni entenderlos. De mala gana, comenzó a engendrar las reacciones químicas que sellaban su barrera protectora. Superior a la rapidez con que él podía sellar sus lesiones, nuevos objetos expelidos que le causaban nuevas lesiones hacían blanco en su mole.
Y con todo no creyó que hubiera sido objeto de un ataque. En toda su existencia anterior jamás había sido acometido de aquella forma. Iilah no podía recordar cuáles habían sido los métodos empleados contra él en el pasado. Pero ciertamente ninguno de éstos había poseído un carácter tan netamente molecular.
Fue con renuencia que llegó a convencerse de que se trataba de un ataque, pero no se encolerizó. En él los reflejos defensivos eran lógicos, no emocionales. Estudió el cazatorpedero y le pareció que su propósito debía de ser el de ahuyentarlo. También vendría a ser necesario ahuyentar todo ente que se le aproximara. Era hora de que echara de donde estaban a todos los escurridizos objetos que había visto cuando hiciera el recorrido hasta la cumbre de la colina.
Iilah echó a andar colina abajo.
El ente que flotaba sobre la ondulada llanura había puesto término a su flamígero exudación. En tanto Iilah se acercaba al ente, la única señal de vida de que dio muestras la aportó un pequeño objeto que se separó de el velozmente.
Iilah siguió de largo hasta internarse en el agua. Aquello le produjo un shock. Casi había olvidado que bajo aquella desolada montaña existía un nivel que le era perjudicial. Cuanto más descendente el nivel, tanto más afectadas quedaban sus energías vitales.
Iilah vaciló. Pero a continuación siguió sumergiéndose en el elemento líquido, consciente de haber logrado entrar en posesión de la fuerza que le permitiría prevalecer a todo trance sobre aquella presión tan negativa.
El cazatorpedero abrió fuego contra él. Los proyectiles, disparados casi a boca de jarro, hendían hondamente el peñasco de noventa pies que Iilah semejaba ante su enemigo. Cuando aquella mole rocosa chocó contra el navío, el fuego se acalló. (Maynard y sus hombres, al no poder ya continuar defendiendo el Coulson, se dejaron caer en la lancha a estribor y arrancaron al máximo de velocidad.)
Iilah empujaba la embarcación. Los dolores que le acarreaban aquellos desmesurados golpes equivalían a los que todo ser viviente sufre cuando se halla en trance de parcial disolución. A duras penas pudo recobrarse su cuerpo. Ahora empujaba con ira, odio y espanto. En pocos minutos convirtió aquella torpe estructura en un indescriptible amasijo, estrellándola contra los macizos y filosos arrecifes de la costa. Más allá se erguía el escarpado declive de la montaña.
Algo imprevisto sucedió. Abatido contra los arrecifes, el ente comenzó a estremecerse y a experimentar sacudidas, como atenaceado por alguna fuerza destructora en su interior. Se derrumbó sobre un costado y permaneció en esa posición a semejanza de un ser biológico herido, palpitando y desintegrándose.
Era un asombroso espectáculo. Iilah emergió del agua, y reemprendió el ascenso de la montaña. Salvó el pináculo sin detenerse y descendió sobre la estribación opuesta de la montaña hasta meterse otra vez en el mar, donde un buque de carga se disponía a zarpar. El buque dobló el promontorio, se deslizó grácilmente fuera de las aguas del canal, y bojeó a lo largo de la penumbrosa hondonada que se ocultaba más allá de los lejanos rompientes. Siguió apartándose de la costa y después de recorrer varias millas disminuyó la marcha y se detuvo.
A Iilah le hubiera gustado seguirle dando caza, pero estaba circunscrito a moverse en tierra. De suerte que, no bien se hubo detenido el buque, Iilah se volvió para dirigirse hacia donde los pequeños objetos se daban a la precipitada confusamente. No reparó en los hombres que se arrojaban en los bajíos cerca de la costa, desde donde, creyéndose a buen recaudo del peligro, atestiguaban la destrucción de su equipo. Iilah dejó tras de sí una estela de destrozados y llameantes vehículos. Los pocos choferes de vehículos que se aventuraron a salvar sus unidades fueron convertidos en manchones de sangre y carne dispersos en el interior y en la superficie del metal de sus máquinas.
Cundió el pánico y el desconcierto. Iilah se movía a una velocidad de cerca de ocho millas por hora. Trescientos diecisiete hombres fueron víctimas de diversas trampas individuales en que habían caído y perecieron aplastados por un monstruo que ignoraba por completo que existieran los seres humanos. Cada hombre debió haberse creído objeto de la persecución de Iilah.
Luego, Iilah ascendió al picacho más próximo y escudriñó el cielo para descubrir la presencia de nuevos transgresores. Sólo el buque de carga era visible, la sombra de una amenaza a cuatro millas de distancia mar afuera.
La oscuridad se cernió sobre la isla lentamente. Maynard caminaba con cautela por entre la hierba con la linterna encendida a la altura de las caderas, hollando un terreno sumamente escarpado. A cada rato preguntaba en voz alta: «¿Hay alguien por aquí?». Llevaba horas dedicado a aquella tarea. La búsqueda de los sobrevivientes se había iniciado a la caída de la tarde. Cuando reunían una partida de sobrevivientes era metida en la lancha de motor que había servido a Maynard y a sus hombres para escapar del Coulson y, a través del canal, era conducida hasta donde esperaba el buque de carga.
Las órdenes fueron transmitidas por radio. Se les daba cuarenta y ocho horas para evacuar la isla, al cabo de cuyo plazo un avión piloteado por control remoto dejaría caer su carga sobre la piedra.
Maynard se representó a sí mismo caminando por esta isla habitada por monstruos, continuamente sometida al asedio de la noche. Y la escalofriante emoción que experimentó lo colmó de raro placer, de jubiloso terror. Se sintió como se había sentido cuando su barco estaba entre los barcos que cañoneaban una isla dominada por los japoneses. Había estado triste hasta que de repente se vio a sí mismo en la playa, blanco de los cañonazos disparados por las naves de su país. Se torturaba imaginándose abandonado en la playa, extraviado en la isla por algún capricho del azar y no echaba de menos su presencia en el buque de carga.
Un gemido proveniente de la oscuridad casi total puso término a aquella repentina y macabra obsesión. A la luz de la linterna, Maynard distinguió con dificultad un rostro familiar. El hombre había sido abatido por un árbol caído. Al tiempo que Gerson, su segundo, se adelantó y le administró morfina, Maynard se inclinó más sobre el herido y lo miró con fijeza y con ansiedad.
Era uno de los científicos de renombre mundial despachados a la isla. Desde el desastre, la mayoría de los mensajes transmitidos a la isla no cesaban de invocar su nombre. No existía una sola entidad científica en el mundo que estuviera dispuesta a dar su visto bueno al proyecto de la Marina de bombardear la piedra hasta no conocer su opinión.
- Señor - le dijo Maynard -, ¿qué cree usted acerca de...?
Pero dejó la pregunta en el aire. En vez, se dio a recapacitar en que las autoridades navales ya habían ordenado el lanzamiento de la bomba atómica, luego de la decisión del gobierno de dejar a la elección de dichas autoridades lo que competía hacerse.
El científico se agitó.
- Maynard - dijo con la voz rota -, hay algo raro con relación a esa piedra caminante. Opóngase a que la...
Los dolores que padecía tomaron vidriosos sus ojos. Movía los labios pero no tenía fuerzas para seguir hablando.
Había que aprovechar ese momento para interrogarle. Dentro de unos instantes la inyección de morfina que le administraba Gerson lo sumiría en profundo letargo, y quién sabe cuánto tiempo sería mantenido así mediante sucesivas dosis. Pasado aquel momento sería demasiado tarde. Y el momento pasó.
- Esa inyección lo librará del dolor - dijo Gerson, levantándose del suelo.
Se volvió a los marinos que cargaban las camillas.
- Hacen falta dos hombres aquí para trasladar a este herido al barco. Traten de cargarlo con el mayor cuidado posible, que está narcotizado.
Maynard caminó a la zaga de la camilla sin emitir palabra. Sentía que le habían ahorrado la necesidad de tomar una decisión, que él nada tenía que ver con la decisión de las autoridades navales.
La noche se hacía interminable. Al fin asomaron las cenicientas luces del alba. Poco después de ponerse el sol, un chubasco tropical rugió a través de la isla y se precipitó en dirección este. El cielo se coloreó de un vivo y esplendente azul y el ilimitado mar circundante se sumió en una calma chicha.
De la inconmensurable bóveda azul salió el avión sin piloto que se dirigía a la isla con su apocalíptico carga. Proyectaba una sombra que se movía a gran velocidad sobre el espejeante océano.
Mucho antes de que pudiera verlo, Iilah presintió la carga que llevaba. Su proximidad provocó estremecimientos en el interior de su mole. Expectantes, sus tubos electrónicos comenzaron a funcionar activamente a crecientes intervalos. Durante corto rato, Iilah pensó que se trataba de un ejemplar de su propio género que se acercaba.
A medida que se reducía la distancia entre ellos, Iilah se puso a transmitirle cautelosos pensamientos al avión. En el pasado, varios aviones a los cuales él había transmitido sus ondas de pensamientos, de pronto se retorcieron en pleno vuelo, como carentes de control, y al fin cayeron y se estrellaron contra la tierra. Pero éste de ahora ni siquiera se desvió de su ruta. Cuando se hallaba perpendicularmente encima de Iilah dejó caer un objeto de gran tamaño que progresaba en perezosas volteretas hacia el lugar exacto donde él se hallaba. Su estallido se había fijado para cuando estuviera a cien pies sobre el blanco. En todos los aspectos, el estallido fue un éxito cabal.
Tan pronto hubieron transcurrido los difuminadores efectos de tan vasta cantidad de nueva energía liberada, Iilah, que sólo ahora venía a cobrar conciencia de sí mismo, pensó asombrado: «Pero si precisamente era esto lo que yo estaba tratando de recordar. Si es esto lo que yo debo hacer».
Ahora le extrañaba que se hubiera olvidado. Había sido despachado en el curso de una guerra interastral, guerra que por lo visto aún proseguía. Iilah había sido trasladado al planeta donde se hallaba, a despecho de las enormes dificultades interpuestas, pero al instante de ser depositado aquí, agentes enemigos consiguieron dar con él. Puesto que su misión no tenía secretos para ellos, sabían cómo era preciso proceder con él. Pero ahora Iilah se aprestaba a cumplir su misión.
Tomó la lectura del sol y de los planetas comprendidos dentro del alcance de sus señales de radar. Entonces dio comienzo a un organizado proceso que terminaría por disolver todos los mecanismos protectores que albergaba. Concentró dentro de sí toda su fuerza de presión para el asalto final. Para lograr la plena efectividad de su cometido era menester que a la hora cero todos los elementos vitales de Iilah quedasen aunados en un solo haz inextricable.
El estallido que sacó de su órbita a la Tierra fue registrado en todos los sismógrafos del globo. Sin embargo, algún tiempo pasaría antes de que los astrónomos descubrieran que la Tierra estaba cayendo hacia el Sol. Y ningún hombre viviría para ver al Sol estallar y convertirse en una brillante nova, abrasando todos sus planetas antes de volver nuevamente, gradualmente, a ser la insignificante y opaca estrella clase G que había sido una vez.
Por más que Iilah hubiera sabido que no se trataba de la misma guerra que ardiera diez mil millones de siglos atrás, no habría podido sino hacer lo que hizo.
Los robots que son bombas atómicas no están dotados de la facultad de actuar libremente.
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Eduardo Goligorsky - EL ELEGIDO
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Fermín Sosa no podía conciliar el sueño. Era extraño. Tenía los ojos cerrados y estaba realmente cansado, pero no podía conciliar el sueño. Cambiaba de posición en la cama, pensando que quizás le incomodaba el brazo mal doblado, o la pierna encogida, o la posición forzada del cuello. Pero no ganaba nada con esas vueltas.
El calor era agobiante, como si las paredes hubiesen aprisionado y solidificado todo el bochorno del día, y Fermín Sosa se sentía como una de esas figuritas encerradas en un bloque plástico y trasparente que últimamente se veían en las vidrieras.
Junto a él dormía la Rufina, respirando serenamente, y a ratos hacía sonar la lengua contra el paladar con esos chasquidos húmedos que según ella eran producto de la imaginación de Fermín.
- ¡Dejate de embromar! - se reía la Rufina cada vez que él mencionaba el terna -. Qué voy a hacer con esos ruidos mientras duermo. Vos sí que roncaste anoche. No pude pegar un ojo.
Pero claro que la Rufina chasqueaba la lengua en sueños, como ahora mismo, mientras él se volvía otra vez en la cama pensando que su hombro entumecido era la causa del insomnio.
Ese día había sido como todos los otros de trabajo agotador en el molino harinero. Las bolsas parecían haberle pesado más sobre las espaldas, como si una columna de aire denso y caliente se hubiera añadido a la carga habitual. Y no había ocurrido nada que pudiese preocuparle. A la tarde pasó por el café, antes de volver a la casa, y discutió con los muchachos, pero sin ponerse nervioso ni entusiasmarse demasiado. Que cómo formaría San Lorenzo el domingo; que si la última carta del Hombre era auténtica, que si había noticias de Roque, que estaba preso por la pateadura que le pegó a su mujer cuando la encontró en el centro, muy agarrada del brazo de otro tipo. Bah, macanas.
Pero ahora no podía dormir.
La transpiración le chorreaba por todo el cuerpo. Un mosquito pasó zumbando. Fermín esperó listo para pegarle un manotazo apenas sintiese el cosquilleo de las patas sobre su piel. El mosquito se fue y a él ni siquiera le quedó ese desahogo. Alguien tenía encendida la radio, y Fermín se entretuvo un momento tratando de descifrar lo que cantaba esa voz gangosa. Se puso más nervioso cuando no entendió nada. El cachorro de don Pedro empezó a ladrar. Al rato todos los perros del barrio estaban aullando.
Dio otra vuelta en la cama y rozó sin querer la pierna desnuda de la Rufina. Esta interrumpió un chasquido de la lengua, y Fermín pensó que al fin y al cabo sería una suerte si ella se despertaba. Entonces tendría quien lo acompañara en su insomnio. Pero la Rufina se separó de él y siguió durmiendo.
Carajo, se dijo Fermín, mañana voy a estar abombado cuando vaya al galpón. Y si se me cae una bolsa y el capataz chilla me van a sobrar motivos para perder el sueño.
A pesar de sus esfuerzos, Fermín Sosa siguió despierto. Porque sin que él lo sospechara, el rayo estaba enfocado sobre su cuerpo.
Afuera todas las casitas tenían las luces apagadas. La radio había enmudecido, y había cesado el coro de los perros. En el cielo sin luna, sobre la cabeza insomne de Fermín Sosa, brillaban los infinitos cuerpos del espacio, cuyos nombres él ignoraba. Apenas sabía algo acerca de la existencia de Marte, porque era colorado, y se lo habían mostrado cuando era pibe, y le habían dicho que era el planeta de la guerra, y en alguna revista había leído que tenía unos habitantes muy raros; Y después estaba Venus, que brillaba mucho y tenía alguna relación con el amor; y las Tres Marías, que eran tres; y la Cruz del Sur, que quién no la conocía. Pero no lo habría creído si le hubieran dicho que más allá de los resplandores y parpadeos que alcanzaba a ver las pocas veces que levantaba los ojos al cielo de la noche, había otros mundos, otros planetas, otras estrellas, otras galaxias.
Fermín Sosa lo ignoraba, y sin embargo un rayo que se desplazaba fuera del tiempo y del espacio, atravesando los abismos siderales desde una galaxia que no aparecía en ningún mapa astronómico, había venido a posarse y a actuar sutil y silenciosamente sobre un punto de su cuerpo, el cuerpo intrascendente de Fermín Sosa.
La sala era espaciosa, y a través de la cúpula trasparente se veía un límpido cielo amarillo, cerca de cuyo cenit flotaban dos satélites violetas. En el centro de la sala había dos columnas negras, brillantes y lisas, sobre las cuales estaban montadas dos esferas también negras, aparentemente del mismo material que las columnas. Del interior de las esferas brotaban unas vibraciones tenues y melodiosas.
- El rayo genético ha establecido contacto - anunció la vibración que emergía de la primera esfera, cuyo ocupante tenía a su cargo el control del proyector de radiaciones de la Sala Galáctica.
- ¿Cómo reacciona el sujeto? - preguntó la vibración de la segunda esfera, en la que se hallaba el operador de la computadora.
- Bien, sin cambios.
- Es interesante - comentó la vibración de la segunda esfera -. Por primera vez realizamos un experimento en el que no se han analizado previa y exhaustivamente todos los factores. Y la presencia de esa incógnita, que sin embargo es el elemento fundamental de la experiencia, me hace sentir... no sé... supongo que son emociones que nuestros antepasados primitivos clasificaban como intranquilidad, inseguridad, algo que ahora no podemos definir exactamente.
- Es cierto - respondió la vibración de la primera esfera -. Intranquilidad... inseguridad... es desconcertante y al mismo tiempo agradable.
- ¿Qué sentirá ahora el sujeto?
- Probablemente nada. De acuerdo con las pruebas de laboratorio, la radiación genética no provoca reacciones perceptibles.
- ¿Pero podemos saber acaso si el sujeto reacciona como los organismos artificiales de nuestros laboratorios?
- Todo lo que se refiere al sujeto es una incógnita. Aun así, las computadoras demuestran que los organismos artificiales reproducen todas las combinaciones posibles de materia viva.
- Nuestro primer contacto directo con un ser de otro planeta... - dijo la vibración de la segunda esfera, y su ritmo se alteró brevemente en una nota que para un oído humano habría sido un signo de emoción -. Un planeta acerca del cual no sabemos nada.
- Sabemos, por lo menos, que allí hay una forma superior de vida, inteligente y activa - replicó la vibración de la primera esfera -. Así lo demostraron las computadoras después de analizar millones de mundos. Y la pantalla del proyector indica que las radiaciones son absorbidas normalmente.
- De cualquier modo, mañana conoceremos los resultados.
- Sí, mañana - asintió la vibración de la primera esfera -. Pero ese mañana nuestro equivale a treinta años en el planeta del sujeto. Un lapso suficiente para que él procree y para que los poderes latentes de la célula irradiada se manifiesten en su hijo. Esta criatura tendrá una inteligencia ilimitada, independiente del nivel mental del sujeto padre. Será el adelantado de nuevos seres, y revelará a su mundo todas las posibilidades de la ciencia y de la técnica. Entonces los elegidos elaborarán instrumentos para responder a nuestro mensaje. Intercambiaremos experiencias y conocimientos, y después... el gran salto para el encuentro de las civilizaciones.
- Todo eso mañana.
- Dentro de treinta años para ellos - insistió la vibración de la primera esfera -. Nuestra pantalla mantendrá un enlace permanente, primero con el sujeto, luego con la célula en marcha hacia la fecundación, y por fin con el ser engendrado. Mientras la luz brille en la pantalla, sabremos que el proceso sigue su marcha.
- Sólo nos queda esperar.
- Hubiese sido mejor tratar a una cantidad mayor de sujetos - dijo la vibración de la segunda esfera -. Nos habríamos asegurado así mayores probabilidades de éxito.
- Algún día eso será posible. Por ahora, sólo contamos con un proyector, capaz de modificar un solo organismo, y si fracasamos, pasarán diez días, trescientos años para ese mundo, antes de que encontremos un nuevo sujeto.
Fermín Sosa ya se había resignado a no dormir esa noche. El calor no cedía, y el insomnio lo había puesto tan nervioso que le palpitaban las sienes.
Se preguntó si faltaba mucho para que aclarase. Abrió bien los ojos y escudriñó la esfera del despertador, cuyo tic-tac era cada vez más estridente. La pintura luminosa se había gastado hacía mucho tiempo, y aunque algunos números todavía parecían manchitas fosforescentes en la oscuridad, no pudo ver las agujas.
Dio media vuelta. Le molestaban las sábanas, empapadas de sudor. Envidió a la Rufina, que dormía tan serenamente que ya ni siquiera chasqueaba la lengua.
De pronto, sintió ganas de acariciar a la Rufina. Hacía dos noches que no la abrazaba, recordó. Los últimos días había vuelto muy cansado del trabajo, y por la mañana apenas si tenía tiempo de lavarse, tomar unos mates con galleta y salir para el molino. Ahora, en cambio, a pesar del insomnio, un calorcito familiar se le insinuaba en el bajo vientre.
Tosió un par de veces, para ver si la Rufina se despertaba. Pero ella no abriría los ojos aunque la casa se viniera abajo.
Después se revolvió en la cama con fuerza, estirando intencionadamente las piernas y los brazos y empujando a la Rufina. Ella chasqueó la lengua, como si empezara a inquietarse. Pero siguió durmiendo.
Un hijo. Sin saber por qué, Fermín pensó que lo que deseaba en ese momento no era un revolcón sin consecuencias, sino algo distinto, más sólido, que se prolongase en un fruto. Que la Rufina quedase o no embarazada siempre había sido para él una contingencia librada al destino, pero en ese instante la idea adquiría un significado nuevo, solemne.
Fermín no estaba acostumbrado a luchar contra sus impulsos. Cuando tendió la mano hacia la Rufina lo hizo con decisión, como si aquel fuese un acto que podría cambiar su vida.
Sus dedos se cerraron sobre el hombro redondo, carnoso, y deslizaron hacia abajo el camisón, al mismo tiempo que acariciaban la piel húmeda y suave. Apoyó los labios sobre el cuello de la Rufina, aspiró el perfume tenue del pelo e hizo un poco de presión con los dientes.
La Rufina se volvió instintivamente hacia él y lo abrazó. Los dos cuerpos quedaron un momento en contacto, inmóviles, y al fin ella onduló las caderas para indicar que esta vez si se había despertado.
- La célula activada ha comenzado a desplazarse anunció la vibración de la primera esfera -. Entramos en la segunda parte del experimento. El contacto se mantiene sin modificaciones en la pantalla.
Se quedaron abrazados.
- Vamos a tener un hijo, ¿sabés? - dijo Fermín.
- ¿Cómo?
- Un hijo - insistió Fermín -. Estoy seguro de que vamos a tener un hijo.
- Dios te oiga - murmuró la Rufina.
Lo besó en la boca, con dulzura, y suspiró.
De pronto él sintió deseos de verla, de contemplar ese cuerpo que pronto empezaría a combarse maravillosamente.
- Espera un momento - dijo.
Bajó de la cama, buscó a tientas los fósforos en la mesa de luz, encendió uno, y lo acercó a la lámpara de queroseno que colgaba sobre la cabecera.
Al principio la claridad iluminó apenas la cara de Fermín y una parte de la pared, pero luego fue creciendo con un brillo radiante, más y más intenso, que se transformó al fin en la refulgencia de una bola de fuego enceguecedora.
- ¡Fermín! - gritó la Rufina con los ojos desencajados, cubriéndose el rostro con el antebrazo, sin atinar a moverse a pesar de que la lámpara chisporroteaba sobre su cabeza -. ¡La lámpara va a estallar, Fermín! ¡Fermín!
Hubo una cascada de fuego que se volcó sobre la cama y sobre la Rufina. Una llamarada brotó de la lámpara como de la boca de un cañón, desparramando fragmentos de metal y de vidrio que acribillaron la cara de Fermín.
Chorreando sangre, él se abalanzó sobre el cuerpo que se retorcía en el techo, envuelto en una monstruosa enredadera de fuego que estiraba sus llamas hacia el cielo raso, deslizándose por las paredes de madera y cartón, restallando, crepitando, rugiendo. Desde afuera llegaban gritos, pero ahora en el cuarto sólo había silencio y fuego, y un olor acre y nauseabundo a carne quemada.
En un planeta que aún no figuraba en ninguna carta astronómico, la luz de una pantalla osciló brevemente, y se apagó.
- Algo ha fallado - anunció la vibración de la primera esfera -. La célula de la experiencia genética ya no existe.
- Quizás el mundo elegido no estaba preparado para recibir al nuevo ser - comentó la vibración de la segunda esfera -. Esperaremos diez días y veremos qué ocurre entonces.
De un diario de Buenos Aires:
...y el incendio se extendió en pocos minutos por las casas de madera y cartón prensado de la villa de emergencia, dejando sin techo a 78 familias.
Las autoridades que investigan las causas del siniestro han tomado declaración a numerosos testigos, y todo parece indicar que el fuego fue provocado por el estallido de una Iámpara de queroseno en el rancho ocupado por Fermín Sosa, argentino, de 37 años, y su compañera Rufina Godoy, de 32 años. Los moradores del rancho señalado como lugar de origen del incendio perecieron al no poder escapar de la trampa mortal de las llamas.
No hubo otras víctimas, pero se calcula que los daños materiales...
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FIN
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Richard Matheson - EL TERCERO A PARTIR DEL SOL
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Abrió los ojos cinco segundos antes de que sonara el reloj. Se despertó súbitamente, sin el menor esfuerzo. Ya en plena conciencia, con toda frialdad, estiró la mano izquierda en la oscuridad, para apagar la alarma, la campanilla vibró un segundo aún, antes de ahogarse.
Su esposa, tendida junto a él, le tocó el brazo. El le preguntó:
- ¿Has dormido?
- No. ¿Y tú?
- Algo - respondió él -. No mucho.
Ella guardó silencio por algunos segundos. Sin embargo, el marido podía oír las contracciones de su garganta, la sentía temblar. Sabía de antemano lo que estaba por decir.
- ¿Nos vamos de veras?
El cambió de posición en la cama y aspiré profundamente.
- Sí - respondió y los dedos se apretaron con más fuerza en torno a su brazo.
- ¿Qué hora es?
- Alrededor de las cinco.
- Será mejor que nos preparemos.
- Sí, será mejor.
Pero ninguno de los dos se movió.
- ¿Estás seguro de que podremos entrar en la nave sin que nadie nos vea? - preguntó la mujer.
- Creerán que es otro vuelo de prueba. No habrá nadie que controle.
Ella no hizo más comentarios pero se estrechó contra su marido. Tenía la piel muy fría.
- Tengo miedo - declaró.
El le tornó una mano y se la oprimió con firmeza.
- No debes sentirte así. No corremos peligro.
- Me preocupan los niños.
- No corremos peligro - insistió él.
La mujer, con mucha suavidad, le besó la mano. - Está bien - aceptó.
Ambos se incorporaron en la oscuridad. El la oyó levantarse. El camisón se deslizó hasta el suelo con un susurro, sin que ella lo levantara, permanecía inmóvil, estremecida por el aire frío de la mañana.
- ¿Estás seguro de que no necesitaremos nada más? - preguntó.
- No, nada. En la nave tenemos todas las provisiones necesarias. De todos modos...
- ¿Qué?
- No podemos llevar nada cuando pasemos ante el puesto de guardia, debemos fingir que tú y los chicos vais a verme partir.
Mientras ella comenzaba a vestirse, el marido apartó las cobijas y se levantó. Cruzó el cuarto por el suelo helado para buscar sus prendas en el ropero.
- Voy a despertar a los niños - dijo la mujer.
Le respondió con un gruñido mientras sacaba la cabeza de entre la ropa. Fila se detuvo en la puerta.
- ¿Qué?
- ¿Y si al guardia le parece extraño que los vecinos vayan también a despedirte?
- Tendremos que correr ese riesgo - contestó él, hundido en la cama, mientras buscaba a tientas los cordones de sus zapatos -; es preciso que vengan con nosotros.
Hubo un suspiro:
- Todo parece tan frío, tan calculado...
La silueta femenina se perfilaba en el umbral de la puerta. El sé irguió para verla.
- ¿Qué remedio nos queda? - preguntó con vehemencia. No podemos permitir que nuestros hijos procreen entre sí.
- No - exclamó ella -. Sólo que...
- ¿Sólo que qué?
- Nada, querido, perdóname.
Cerró la puerta tras de sí y sus pasos se perdieron por el corredor. Se abrió la puerta del otro dormitorio. El oyó las voces de sus dos hijos y una sonrisa inexpresivo le estiró los labios. «Como si fueran a una fiesta», pensó.
Se puso los zapatos. Al menos, los niños ignoraban lo que ocurría. Para ellos se trataba sólo de acompañarlo hasta la pista; creían que al regreso podrían contar todos los detalles a sus compañeros de escuela. Ignoraban que no habría regreso.
Terminó de ajustarse los zapatos y se levantó. Se dirigió hasta el tocador, arrastrando los pies, para encender la luz. La situación era extraña: un hombre de aspecto completamente común planeando algo semejante.
Frío. Calculador. Las palabras de su mujer le repercutían en la mente. Bien, no había otra salida. En pocos años, tal vez antes de lo que se creía, el planeta entero volaría en una explosión enceguecedora. Aquella era la única solución: escapar con un pequeño grupo y comenzar de nuevo en otro planeta.
- No hay otra salida - se repitió, contemplándose en el espejo.
Echó una larga mirada en torno al dormitorio, despidiéndose de toda aquella etapa de su vida. Apagar la lámpara fue como apagar una luz en su conciencia. Al salir, cerró la puerta con suavidad y acarició con los dedos el gastado picaporte.
Sus dos hijos, varón y mujer, descendían por la rampa, hablando en misteriosos susurros. No pudo menos que menear la cabeza, divertido.
Su esposa lo estaba esperando. Bajaron juntos, tomaron de la mano.
- Ya no tengo miedo, querido - afirmó ella -. Todo saldrá bien.
- Seguro. Sin duda.
Se sentó a desayunar junto a los niños. La mujer les sirvió el jugo de frutas y fue a buscar lo demás.
- Ayuda a mamá, querida - dijo a la niña.
Mientras ésta se levantaba, el hermanito comentó: - Falta poco, ¿no, papito? Muy poquito, ¿no?
- Tranquilo - le advirtió -. Recuerda lo que te dije. Si hablas de esto con alguien no podré llevarte.
Un plato se estrelló contra el suelo. El levantó la vista: su mujer tenía los ojos fijos en él y le temblaban los labios. Apartó la mirada y se inclinó para recoger los fragmentos del plato. Levantó sólo algunos trozos, con mano vacilante; luego los dejó caer otra vez. Volvió a incorporarse y empujó todo con el pie hacia la pared.
- Qué importa - comentó, nerviosa -. Qué importa que la casa esté limpia o no.
Los hijos la miraron, sorprendidos.
- ¿Qué sucede? - inquirió la niña.
- Nada, querida, nada - repuso ella -. Estoy nerviosa, nada más. Vuelve a la mesa y toma tu jugo. Tenemos que desayunar de prisa. Pronto llegarán los vecinos.
- Papá - preguntó el varón -, ¿por qué vienen los vecinos con nosotros?
- Porque quieren - respondió él vagamente - No pienses más en ello. Y no hables tanto.
La habitación quedó tranquila. La mujer entró con la comida y la dejo sobre la mesa. Sólo sus pasos quebraron el silencio.
Los niños se miraban entre sí, para echar luego una ojeada al padre. Este mantenía la vista fija en su plato; la comida le parecía insulsa y espesa; podía sentir las palpitaciones del corazón contra sus costillas. «El último día», se dijo. «Este es el último día»
- Será mejor que comas - dijo a la esposa.
Ella se sentó Y tomó los cubiertos, dispuesta a obedecer. En ese momento sonó el timbre de la puerta. Sus dedos, nerviosos, vacilaron y el cubierto cayó al suelo con un tintineo. El marido lo levantó rápidamente y cubrió con su mano la de su mujer.
- No te preocupes, querida - dijo -. No te preocupes. Y se volvió hacia los niños, ordenando: - Vayan a abrir la puerta.
- ¿Los dos?
- Sí, los dos.
- Pero...
- Hagan lo que les digo.
Ambos abandonaron morosamente las sillas y salieron del cuarto, sin quitar la vista de sus padres. Cuando hubieron desaparecido por la puerta corrediza, él se volvió hacia su mujer. Estaba pálida y tensa, con los labios fuertemente apretados.
- Por favor, querida - trató de explicarle -. No los llevaría si no tuviese la seguridad de que estaremos a salvo. Sabes que he volado muchas veces en esa nave. Y tengo bien decidido el sitio adonde vamos. No habrá problemas. Créeme, no habrá problemas.
Ella le tomó la mano y apoyó allí su mejilla, cerrando los ojos. Unas lágrimas enormes se filtraron entre los párpados y rodaron por el rostro.
- No es eso lo que me preocupa - explicó ella -. Es... este asunto de irnos y no volver más. Hemos pasado toda la vida aquí. No es lo mismo que mudarse. No podremos volver. jamás.
- Escucha, querida - insistió él, en un tono apremiante que revelaba su tensión -. Sabes tan bien como yo que dentro de pocos años habrá otra guerra; y será terrible. No quedará nada en pie. Tenemos que irnos. Por nuestros hijos, por nosotros mismos...
Hizo una pausa, para medir el efecto de sus propias palabras.
- Por el futuro de la vida misma - concluyó, sin convicción.
En seguida se arrepintió. A en hora temprana, y después del prosaico desayuno, ese tipo de disquisiciones no sonaba convincente. Aunque fueran verdad.
- No tengas miedo - repitió -. Todo saldrá bien.
Ella le apretó la mano.
- Lo sé - afirmó con suavidad -. Lo sé.
Unos pasos se aproximaron. El le alcanzó un pañuelo de papel. Apresuradamente, la mujer se enjugó las mejillas.
Se abrió la puerta y entró el matrimonio vecino con sus hijos. Los niños no podían contener la agitación.
- Buenos días - saludó el vecino.
Las mujeres se dirigieron hacia la ventana y empezaron a hablar en voz baja. Los niños, sin alejarse, se movían constantemente, mirándose entre ellos con ansiedad.
- ¿Ya desayunaron? - preguntó él.
- Sí - respondió el vecino - ¿No le parece mejor que salgamos?
- Creo que sí.
Dejaron los platos sobre la mesa. La mujer subió a buscar abrigos para toda la familia.
Mientras los demás se dirigían al coche, él y su esposa permanecieron unos momentos en el porche.
- ¿Cerramos la puerta? - preguntó él.
La mujer se pasó una mano por el pelo y esbozó una sonrisa desolada, encogiéndose de hombros.
- ¿Importa, acaso? - respondió, dándole la espalda. El cerró la puerta y la siguió por el sendero. - Era bonita, la casa - murmuró ella.
- No pienses más en eso.
Algunos volvieron la espalda al hogar y subieron al coche.
- ¿Cerraron con llave? - preguntó el vecino.
- Sí.
- Nosotros también. Ibamos a dejar abierto, pero tuvimos que volver a cerrar.
Avanzaron por las calles tranquilas. Los bordes del cielo empezaron a enrojecer. La vecina iba en el asiento trasero con los cuatro chicos. Junto a él viajaban su esposa y el vecino.
- Va a ser un hermoso día - afirmó éste último.
- Tal vez.
- ¿Se Io han dicho a los niños? - preguntó el hombre, en voz baja.
- Por supuesto que no.
- Yo tampoco, yo tampoco - aseguro el vecino -. Preguntaba, nada más.
- ¡Oh!
Por un rato avanzaron en silencio. Un vecino preguntó:
- ¿No tienen a veces la sensación de estar... huyendo?
- No - respondió él, apretando los labios -. No.
- Creo que es mejor no hablar del asunto - comentó apresuradamente el otro.
- Es lo mejor.
Mientras se acercaban al puesto de guardia, en la entrada, él se volvió hacia los de atrás.
- Ya saben - les dijo -. Ustedes, ni una palabra.
El guardia, soñoliento, no prestó mucha atención. Le reconoció en seguida, pues él era el principal piloto de prueba de la nave último modelo. Y eso bastaba. El piloto dijo que su familia quería verlo despegar. Estaba muy bien. El guardia les permitió acercarse a la plataforma de la nave.
El coche se detuvo junto a las enormes columnas. Todos descendieron y alzaron la vista, Muy por encima de ellos, la gran nave metálica, apuntaba hacia el ciclo, empezaba a reflejar en su vértice el resplandor de la mañana.
- Vamos - ordenó él - ¡Aprisa!
Mientras todos trepaban rápidamente al ascensor de la nave, él se detuvo por un momento y miró hacia atrás. El puesto de guardia parecía abandonado. Echó una mirada a su alrededor, tratando de grabarlo todo en su memoria. Se inclinó para recoger un puñado de tierra y lo guardó en el bolsillo.
- Adiós - susurró.
Y corrió hacia el ascensor.
Las puertas se cerraron ante ellos. El cubículo ascendió en silencio; sólo se oían el zumbido del motor y algunas tosecitas nerviosas de los niños. El los contempló por un instante. «Llevarlos así, tan pequeños, pensó, sin que puedan ayudar...»
Cerró los ojos. Su mujer lo tomó del brazo. Ambos se miraron y ella sonrió.
- Todo está bien - susurró.
El ascensor se detuvo con un estremecimiento. Las puertas se abrieron, deslizándose, y todos salieron. El vaciló un instante. Empezaba a aclarar. «En seguida», el piloto urgió a los demás.
Todos treparon por la plataforma cubierta y entraron por la angosta portezuela que se abría al costado de la nave. Cuando le llegó el turno, volvió a vacilar. Sentía la necesidad de decir alguna frase adecuada a las circunstancias.
Pero no pudo. Tomó impulso para entrar y cerró bien la puerta tras de sí, murmurando algo al hacer girar el volante con que se ajustaba.
- Listo - anunció -. Vamos, todos.
El eco multiplicó todos aquellos pasos a través de las plataformas metálicas. Finalmente llegaron a las escaleras y al cuarto de control.
Los niños corrieron hacia los ojos de buey para mirar al exterior. La inmensa altura los dejó boquiabiertos. Las dos madres, detrás, miraban hacia abajo con ojos asustados.
El se acercó al grupo.
- ¡Qué alto! - dijo su hijita.
- ¡Qué alto! - repitió él, acariciándole suavemente la cabeza.
Se volvió bruscamente para dirigirse hacia el panel de instrumentos. Allí permaneció, vacilante. Alguien se te acercó por detrás. Era su mujer.
- ¿No te parece que debemos decírselo a los niños? Así sabrán que es la última mirada.
- Hazlo - replicó - puedes decírselo.
Pero los pasos de su mujer no se alejaron. Se volvió y ella lo besó en la mejilla. Entonces fue a hablar con los niños.
El accionó el interruptor. En las ocultas entrañas de la nave, una chispa encendió el combustible. Un chorro de gas concentrado surgió de los eyectores. Los mamparos empezaron a temblar.
Oyó el llanto de su hija y trató de no escuchar. Extendió una mano temblorosa hacia la palanca. Súbitamente, se volvió a mirarlos. Todos tenían los ojos fijos en él. Entonces asió con firmeza la palanca y la movió.
La nave se estremeció por un momento y se deslizó en seguida por la suave plataforma inclinada para remontarse a velocidad creciente. El viento silbaba a su paso. Los chicos volvieron a dirigirse hacia los ojos de buey.
- Adiós - dijeron - ¡Adiós!
Agotado, se dejó caer sobre el panel de controles. Por el rabillo del ojo vio que el vecino se sentaba a su lado.
- ¿Sabe con exactitud adónde vamos?
- Está allí, en ese mapa - respondió él.
El vecino echó un vistazo al diagrama y alzó las cejas.
- Es otro sistema solar - observó.
- Correcto. Allí, la atmósfera es parecida a la nuestra. No tendremos problemas.
- No podemos fallar - dijo el vecino.
Asintió con un gesto y se volvió para mirar a la otra lámina. Todos seguían mirando por las portillas.
- ¿Cómo dice? - preguntó al vecino.
- Preguntaba cuál de todos esos planetas es el que ha escogido.
El se inclinó sobre el mapa y señaló un punto.
- Ese pequeño que está allí - dijo - Cerca de aquella luna.
- Este, el tercero a partir del sol.
- Precisamente - respondió - Ese. El tercero a partir del sol.
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FIN
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El Deshollinador - DUDAS COMPARTIDAS
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Más de una vez nuestros ojos se han enfocado a las pequeñas manchitas luminosas que titilan en el firmamento. Algunas veces, sólo nos arrebata su belleza, otras, lo que significan aquellas.
Puntos insignificantes de luz, chispas remanentes de inmensos, gigantescos soles que son eclipsados por distancias igualmente inmensas. Y aquí, sólo esas briznas.. y más las que no alcanzan a llegar.
Cómo disfruto estos momentos, cuando camino cansado de regreso a casa con los libros y cuadernos bajo el brazo; aunque también abrumado por las poesías y biografías que tengo que memorizar y las tareas de matemáticas y química, sin contar las fotografías de las páginas tales de algún libro a dibujar con mi torpe trazo, y, bueno, tantas más.
¡Qué alegría cruzar por esta pequeña loma y disfrutar su vista fantástica! ¡Qué rico recostarse así en el pasto y escuchar el chirriar de los bichos del rededor y el dulce susurrar del viento!
De cara al espacio imagino que estoy al frente del mundo dirigiendo su trayectoria como un piloto de planetas, y que poco a poco nos aproximamos a sistemas distantes.
Qué bueno sería, ¿no?, llegar a otro mundo habitado y presentarte «¡Hola!, vengo de un planeta donde las cosas son de tal manera...»
¡...Oh, que bonita fantasía!
La otra vez, en la escuela, le pregunté al maestro si podía haber vida en otros planetas. Todos mis amigos abrieron los ojotes bien atentos y el maestro se puso muy serio y contestó: «Podría ser, aunque... es improbable. Se necesitan condiciones ambientales bastante complejas para incitar la generación de la vida y permitir su proliferación y desarrollo; así es que, por lo pronto, seguimos estando solos.»
No me agradó la respuesta, aunque suena muy interesante.
En fin... seguiré soñando en nuestros supuestos vecinos al otro lado del universo.
Oh, oh, creo que se me ha hecho tarde; mamá debe estar preocupada.
Me voy antes de que cierre más la noche, pues hoy ambas lunas serán viejas y así no veré la brecha. Además, ¡uf!, aún me espera la biografía de Epkin Prano, los dibujos de la Tundra de Tarmenti e investigar el Teorema de Aravaneo sobre le Elasticidad del Tiempo... y las Leyes del Espacio Circular según Teknil, y...
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FIN
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James Patrick Kelly - PENSAR COMO UN DINOSAURIO
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Kamala Shastri regresó a este mundo igual que lo había abandonado: desnuda. Salió del ensamblador tambaleándose, tratando de mantener el equilibrio en la delicada gravedad de la Estación Tuulen. La sujeté y, con un solo movimiento, la envolví con una bata; luego la conduje suavemente hacia el flotador. Tres años en otro planeta habían transformado a Kamala. Estaba más esbelta, más musculosa. Ahora tenía las uñas de dos centímetros de largo y cuatro cicatrices de incisiones paralelas en la mejilla izquierda que quizás respondían a algún concepto gendiano de la belleza. Este sitio, tan familiar para mí, parecía provocarle casi un estado de shock. Era como si dudara de las paredes y fuera escéptica del aire. Había aprendido a pensar como una alienígena.
- Bienvenida. - Al tiempo que la acompañaba por el pasillo, el susurro del flotador se transformó en un *wuush*.
Tragó saliva con fuerza y pensé que se echaría a llorar. Tres años antes lo hubiera hecho. Muchos migradores se sienten devastados cuando salen del ensamblador. Es porque no hay transición. Hacía unos segundos, Kamala estaba en Gend, el cuarto planeta de la estrella que nosotros llamamos Épsilon Leo, y ahora estaba aquí, en órbita lunar. Estaba casi en casa; la gran aventura de su vida había terminado.
- ¿Matthew? - dijo.
- Michael. - No pude evitar sentirme contento de que se acordara de mí. Después de todo, me había cambiado la vida.
Desde que llegué a Tuulen para estudiar a los dinos, he guiado quizás unas trescientas migraciones, de ida y de vuelta. El de Kamala Shastri es el único escaneo cuántico que he pirateado en mi vida. Dudo que a los dinos les importe; sospecho que es una infracción que hasta ellos se permiten cometer de vez en cuando. Sé más de Kamala - al menos, de la que era hace tres años - que de mí mismo. Cuando los dinos la enviaron a Gend, su masa era de 50.391,72 gramos y tenía 4,81 millones de glóbulos rojos por mm3. Sabía tocar el nagasvaram, una especie de flauta de bambú. Su padre era originario de Thana, cerca de Bombay, y su sabor preferido de fruta de mascar era melón, y había tenido cinco amantes, y a la edad de once años quería ser gimnasta pero se había recibido de ingeniera en biomateriales, y a los veintinueve años se había ofrecido como voluntaria para ir a las estrellas y aprender a cultivar ojos artificiales. Había demorado dos años en cumplir con el entrenamiento para la migración; sabía que podía arrepentirse en cualquier momento, incluso en el mismo instante en que Silloin la transportara por medio de la señal hiperlumínica. Entendía lo que significaba equilibrar la ecuación.
Yo la conocí el 22 de junio de 2069. Vino del puerto L1 de Lunex en el transbordador e ingresó por nuestra compuerta puntualmente, a las 10:15. Era una mujer pequeña, redondeada, con el largo cabello negro peinado hacia atrás, tirante alrededor del cráneo. Le habían oscurecido la piel para protegerla de los rayos UV de Épsilon Leo; era del mismo color negroazulado profundo del crepúsculo. Llevaba puesta una adherente túnica a rayas y unas zapatillas de velcro que la ayudarían a desplazarse durante el breve tiempo que pasaría navegando en nuestra microgravedad de 0,2.
- Bienvenida a la Estación Tuulen. - Le sonreí y extendí el brazo -. Me llamo Michael. - Nos estrechamos las manos -. Se supone que soy sapienciólogo, pero también trabajo de guía local.
- ¿Guía? - Asintió distraídamente -. Bueno. - Escudriñaba un punto detrás de mí, como si estuviera esperando a otra persona.
- Oh, no te preocupes - le dije -. Los dinos están en las jaulas.
Abrió grandes los ojos, mientras su mano se separaba lentamente de la mía. - ¿Llamas dinos a los Hanen?
- ¿Por qué no? - Me reí -. Ellos nos llaman bebés. Y llorones, entre otras cosas.
Kamala meneó la cabeza, perpleja. La gente que nunca vio a un dino en persona tiende a formarse una idea novelesca: los reptiles sabios y nobles que dominan la física hiperlumínica y que introdujeron en la Tierra las maravillas de la civilización galáctica. Dudo que Kamala hubiera visto jamás a un dino jugando al póker o engullendo a un conejo que lanza chillidos de dolor. Y nunca había discutido con Linna, que aún no estaba convencida de que los humanos estuviéramos psicológicamente preparados para ir a las estrellas.
- ¿Ya comiste? - Hice un gesto indicando el corredor que conducía a las salas de recepción.
- Sí... es decir, no. - No se movió -. No tengo hambre.
- Déjame adivinar. Estás demasiado nerviosa para comer. Estás demasiado nerviosa para hablar, incluso. Desearías que me callara la boca, que te metiera en la canica y te transportara lejos de aquí. Que termináramos de una buena vez con esta parte del asunto, ¿eh?
- No me molesta la conversación, en realidad.
- Ahí vamos. Bueno, Kamala, es mi solemne deber avisarte que en Gend no hay manteca de maní ni emparedados de jalea. Y que no hay salpicón de pollo. ¿Cómo me llamo?
- Michael.
- ¿Ves? No estás tan nerviosa. No hay un solo taco, ni una sola porción de pizza de berenjenas. Esta es tu última oportunidad de comer como un ser humano.
- Bueno. - No sonrió verdaderamente (estaba demasiado ocupada en demostrar que era valiente), sino se le crispó una de las comisuras de la boca -. En realidad, no me molestaría tomarme una taza de té.
- Bueno, en Gend sí hay té. - Me dejó guiarla hacia la sala de recepción D; sus zapatillas dejaban ligeras marcas en la alfombra de velcro -. Por supuesto, lo hacen con hojas de césped.
- Los gendianos no tienen césped. Viven bajo tierra.
- Refresca mi memoria. - Apoyé la mano en su hombro; debajo de la túnica, Kamala tenía los músculos rígidos -. ¿Los gendianos son los hurones o las cosas con bultos anaranjados?
- No se parecen en nada a los hurones.
Atravesamos la puerta burbuja y entramos en la recepción D, un espacio rectangular y compacto con muebles dispersos, de baja altura, nada amenazadores. En un extremo había una unidad de cocina; en el otro, un armario con un sanitario de vacío. El cielorraso era cielo azul; la larga pared mostraba una imagen en vivo del río Charles y el horizonte de Boston, asándose al sol de finales de junio. Kamala acababa de finalizar el doctorado en el MIT.
Opaqué la puerta. Kamala se posó en el borde de un sillón, como un abadejo a punto de salir volando.
Mientras le hacía el té, se encendió la pantalla de mi uña. Respondí al llamado y apareció una Silloin en miniatura, en modo discreto. No me miraba; estaba muy ocupada observando los aparatos de la sala de control.
- Un problema - zumbó su voz en mi audífono - muy insignificante, en realidad. Pero tendremos que eliminar a los dos últimos del cronograma de hoy. Que se queden en Lunex hasta el primer turno de mañana. ¿Podemos retener a esta una hora más?
- Claro - dije -. Kamala, ¿te gustaría conocer a una Hanen? - Transferí a Silloin a la ventana tamaño dinosaurio de la pared -. Silloin, te presento a Kamala Shastri. Silloin es la que maneja todo aquí. Yo soy solamente el portero.
Silloin miró por la ventana con el ojo que tenía más cerca; luego se dio vuelta y escrutó a Kamala con el otro ojo. Para ser una dino, era de baja estatura, sólo un poco más de un metro de altura, pero tenía una cabeza enorme que se bamboleaba en su cuello como un melón haciendo equilibrio sobre un pomelo. Seguramente se había untado con aceite, porque las escamas plateadas brillaban a más no poder.
- Kamala, ¿aceptas mis más felices intenciones hacia ti? - Levantó la mano izquierda, abriendo los dedos flacos para dejar expuestas las oscuras medialunas de la membrana atrofiada.
- Claro, yo...
- ¿Y nos permites ejecutar esta transportación?
Kamala se puso rígida.
- Sí.
- ¿Tienes preguntas?
Estoy seguro de que tenía varios centenares, pero en ese momento, posiblemente, estaba demasiado asustada para preguntar. Mientras se quedaba dudando, yo tercié:
- ¿Qué existió primero, el huevo o la lagartija?
Silloin me ignoró.
- ¿Para ti sería excelente comenzar cuándo?
- Está tomando un té - dije, entregándole la taza -. La llevaré cuando termine. ¿En una hora, digamos?
Kamala se retorció en el sillón. - No, de veras. No tardaré una...
Silloin nos mostró los dientes, varios de los cuales eran largos como teclas de piano.
- Sería de lo más apropiado, Michael.
Cerró la comunicación; una gaviota atravesó volando el espacio donde había estado su ventana.
- ¿Por qué hiciste eso? - Había severidad en la voz de Kamala.
- Porque aquí dice que tienes que esperar turno. No eres la única migradora que vamos a enviar esta mañana. - Era mentira, por supuesto; habíamos tenido que reducir el cronograma porque Jodi Latchaw, la otra sapiencióloga asignada a Tuulen, estaba en la Universidad de Hiparco presentando nuestra tesis sobre el concepto de identidad de los Hanen -. No te preocupes, haré que el tiempo vuele.
Por un momento, nos miramos. Yo podría haberme entregado a una hora de charla superficial; lo hacía con mucha frecuencia. O podría haberle sonsacado el motivo por el cual se marchaba; sin duda, tenía alguna abuelita ciega o un primo segundo esperando que ella le llevara esos ojos artificiales, para no mencionar los potenciales subproductos que bien podían terminar con la tuberculosis, el hambre y la eyaculación precoz, bla bla bla. O podría haberla dejado sola en esa habitación, mirando la pared. Pero la gracia estaba en adivinar hasta dónde llegaba su espanto.
- Cuéntame un secreto - le dije.
- ¿Qué?
- Un secreto; ya sabes, algo que no sepa ninguna otra persona. - Me miró como si yo fuese un ser recién caído de Marte -. Mira, dentro de un rato estarás rumbo a un lugar que está a... ¿cuánto? ¿Trescientos diez años luz de distancia? Está previsto que te quedes tres años. Para cuando regreses, yo podría ser rico, famoso y estar en otro lado; probablemente nunca nos volveremos a ver. Entonces, ¿qué tienes que perder? Prometo no contárselo a nadie.
Se recostó en el sofá y apoyó la taza en el regazo.
- ¿Se trata de otro examen, no? Después de todo lo que me hicieron pasar, todavía no decidieron si deben enviarme o no.
- No. Dentro de un par de horas estarás rompiendo nueces con los hurones en alguna oscura madriguera de Geden. Soy yo, charlando.
- Estás loco.
- En realidad, creo que el término técnico sería logomaníaco. Viene del griego: logos, que significa "palabra", y manía, que significa que te faltan dos bits para completar un byte. Me encanta charlar, nada más. Mira, empezaré yo. Si mi secreto no te parece bastante jugoso no tendrás que contarme nada.
Mientras bebía el té, sus ojos eran dos ranuras. Yo estaba bastante seguro de que el asunto que la preocupaba en ese momento, fuera lo que fuera, no iba a desaparecer en la gran canica azul.
- Me educaron como católico - dije, acomodándome en una silla delante de ella -. Ya no lo soy, pero el secreto no es ese. Mis padres me enviaron a la Escuela Secundaria "María, Madre de Dios"; nosotros la llamábamos "Madiós". La manejaba una pareja de religiosos ancianos, el Padre Thomas y su esposa, la Madre Jennifer. El Padre Tom enseñaba física, donde yo me sacaba 6, principalmente porque él hablaba como si tuviera la boca llena de nueces. La Madre Jennifer enseñaba teología y tenía la calidez de un banco de mármol; su apodo era Mamá Madiós.
"Una noche, exactamente dos semanas antes de mi graduación, el Padre Tom y Mamá Madiós salieron en su Chevy Minimus a comprar helado. Cuando volvían, Mamá Madiós pasó una luz amarilla y una ambulancia los embistió en el medio. Como ya te dije, era anciana; tenía ciento veinte años o algo así. Tendrían que haberle quitado la licencia de conducir en los '50. Murió instantáneamente. El Padre Tom falleció en el hospital.
"Claro, supuestamente debíamos sentirnos tristes por ellos y creo que yo me sentí un poco así, pero en realidad nunca me habían gustado mucho y me daba rabia que sus muertes hubieran arruinado las cosas para mi promoción. Por lo tanto, estaba más fastidiado que triste, pero también sentía una punzada de culpa por ser tan poco caritativo. Tal vez haya que crecer como católico para entenderlo. Bueno, el día después de lo ocurrido nos convocaron a una misa en el gimnasio y ahí fuimos todos, retorciéndonos en las graderías. El cardenal en persona telepresentó la homilía. Trataba insistentemente de consolarnos, como si los muertos hubiesen sido nuestros padres. Le hice un chiste sobre eso al chico que estaba sentado a mi lado, pero me pescaron y tuve que pasar la última semana de mi último año suspendido pero asistiendo a clase.
Kamala había terminado el té. Deslizó la taza vacía dentro de uno de los posavasos empotrados en la mesa.
- ¿Quieres más? - le dije.
Se revolvió, inquieta -. ¿Para qué me cuentas esto?
- Forma parte del secreto. - Me incliné hacia adelante -. Mira, mi familia vivía en la calle del Cementerio del Espíritu Santo, y para llegar a la parada de furgones de la Avenida McKinley yo debía tomar un atajo que lo atravesaba. Bueno, lo siguiente ocurrió un par de días después del problema en la misa. Era alrededor de medianoche y yo volvía a casa de una fiesta de graduación en la que me había dado un par de picos de perspicacia, o sea que me sentía más sagaz que el rey de los filósofos. Mientras atravesaba el cementerio, me topé con dos montículos de tierra, uno al lado del otro. Al principio pensé que eran canteros; después vi las cruces de madera. Tumbas recientes: aquí yacen el Padre Tom y Mamá Madiós. Las cruces no decían mucho; eran básicamente estacas cruzadas, pintadas de blanco y martilladas en la tierra. Los nombres estaban escritos a mano. Por lo que me imagino, las habían puesto para marcar las tumbas hasta que llegaran las lápidas. No necesitaba perspicacia para reconocer esa oportunidad única en la vida. Si las cambiaba de lugar, ¿qué posibilidades había de que alguien se diera cuenta? No fue problema sacarlas de los agujeros. Emparejé la tierra con las manos y salí corriendo como si me llevaran los mil demonios.
Hasta ese momento, Kamala había sentido confusión por mi historia y una leve condescendencia hacia mí. Ahora había un destello de alarma en sus ojos.
- Qué cosa terrible hiciste - me dijo.
- Absolutamente - le dije -, aunque los dinos piensan que la idea de plantar cuerpos en los cementerios y marcarlos con piedras esculpidas es cosa de llorones. Dicen que la carne muerta no tiene identidad, así que ¿para qué ponerse tan sentimental? Linna pregunta constantemente por qué no le ponemos cruces a nuestros excrementos. Pero el secreto tampoco es ese. Bueno, era una noche cálida de mediados de junio, pero cuanto más corría, más frío se volvía el aire. Veía mi aliento. Y mis zapatos se ponían cada vez más pesados, como si se estuviesen convirtiendo en piedra. Cuanto más me acercaba al portón de atrás, más sentía que estaba luchando contra un fuerte viento, aunque mis ropas no flameaban. Aminoré el paso y comencé a caminar. Sé que pude haber hecho un esfuerzo y salir, pero mi corazón latía con fuerza, y entonces oí un susurro, como el que se oye en las caracolas, y entré en pánico. El secreto, entonces, es que soy un cobarde. Volví a poner las cruces en sus lugares y nunca volví a acercarme a ese cementerio. A decir verdad - señalé con un movimiento de cabeza las paredes de la sala de recepción D de la Estación Tuulen -, cuando llegué a la edad adulta me ocupé de interponer la mayor distancia posible entre él y yo. - Kamala me miró fijamente mientras yo volvía a reclinarme en la silla -. Historia de la vida real - dije y levanté la mano derecha. Se quedó perpleja cuando comencé a reír. Una sonrisa floreció en su rostro oscuro, y de pronto ella también se estaba riendo. Era un sonido suave y líquido, como un arroyo burbujeando sobre rocas lisas; me hizo reír más todavía. Tenía los labios gruesos y los dientes muy blancos.
- Tu turno - dije finalmente.
- Oh, no. No podría. - Sacudió la mano -. No tengo nada tan bueno... - Hizo una pausa y luego frunció el entrecejo -. ¿Ya contaste esto antes?
- Una vez - dije -. A los Hanen, durante la preselección psicológica para este trabajo. Pero no les conté la última parte. Sé cómo piensan los dinos, así que lo terminé cuando cambié las cruces de lugar. El resto es cosa de bebés. - Sacudí un dedo hacia ella -. No olvides que prometiste guardar mi secreto.
- ¿En serio?
- Cuéntame de cuando eras pequeña. ¿Dónde creciste?
- En Toronto. - Me echó un vistazo apreciativo -. Hubo algo, pero no fue divertido. Fue triste.
Asentí para animarla y cambié la imagen de la pared, haciendo aparecer el horizonte de Toronto, dominado por la Torre CN, el Centro Toronto-Dominion, los Tribunales Comerciales y el King's Needle.
Kamala giró el cuerpo para admirar el paisaje y me habló por encima del hombro.
- Cuando tenía diez años, nos mudamos a un departamento, justo en el centro, en la calle Bloor, para que mi madre estuviera cerca del trabajo. - Señaló a la pared y se enderezó para mirarme de frente -. Es contadora, y mi padre diseñaba empapelados para Imageniería. Era un edificio enorme; parecía que siempre que entrábamos al ascensor había diez vecinos que ni sabíamos que teníamos. Un día, cuando volvía de la escuela, una anciana me detuvo en el vestíbulo. "Niñita", me dijo, "¿te gustaría ganarte diez dólares?". Mis padres me habían advertido que no hablara con extraños, pero obviamente esta anciana residía en el edificio. Además, tenía un antiguo par de exopiernas atadas con correas, o sea que yo sabía que, si necesitaba salir corriendo, podía ganarle. Me pidió que fuera a hacerle unas compras; me entregó la lista de víveres y una tarjeta de efectivo y me dijo que debía llevarle todo al departamento 10W. Tendría que haber desconfiado más, porque todos los comercios del centro hacían entregas a domicilio, pero, como pronto descubrí, lo único que la anciana quería era tener a alguien con quien conversar. Y estaba dispuesta a pagar por eso, normalmente cinco o diez dólares, dependiendo de cuánto tiempo me quedara. Pronto acabé por ir a su departamento casi todos los días, después de la escuela. Pienso que si mis padres se hubieran enterado, me habrían obligado a dejar de hacerlo; eran muy estrictos. No les habría gustado que yo aceptara el dinero. Pero ninguno de los dos volvía a casa hasta después de las seis, así que era mi secreto, mientras pudiera guardarlo.
- ¿Quién era? - dije -. ¿De qué hablaban?
- Se llamaba Margaret Ase. Tenía noventa y siete años, y pienso que años atrás había sido una especie de consultora. Su marido e hija habían muerto y estaba sola. No descubrí mucho de ella; me hacía hablar a mí casi todo el tiempo. Me preguntaba de mis amigos, de lo que hacía en la escuela y de mi familia. Cosas así...
Su voz se fue perdiendo, al tiempo que mi uña comenzaba a encenderse y apagarse. Contesté.
- Michael, me complace pedirte que vengan aquí - zumbó Silloin en mi oído. Estaba casi veinte minutos adelantada con respecto al cronograma.
- ¿Ves? Te dije que íbamos a hacer volar el tiempo. - Me puse de pie. Los ojos de Kamala se abrieron mucho -. Estoy listo, si tú lo estás.
Le ofrecí la mano. La tomó y me permitió que la ayudara a levantarse. Vaciló por un momento y percibí lo frágil que era su determinación. Le rodeé la cintura con el brazo y la conduje al corredor. En la microgravedad de la Estación Tuulen, ya se sentía tan insustancial como un recuerdo.
- Bueno, cuéntame. ¿Qué fue eso tan triste que pasó?
Al principio pensé que no me había escuchado. Siguió avanzando, arrastrando los pies, sin decir nada.
- Eh, no me dejes con la intriga, Kamala - le dije -. Tienes que terminar la historia.
- No - dijo -. Creo que no.
No lo interpreté como una afrenta personal. Mi único interés verdadero en la conversación era distraerla. Si ella no quería distraerse, era por elección propia. Algunos migradores no paraban de hablar hasta el mismísimo instante en que se introducían en la gran canica azul, pero muchos otros se quedaban callados en el instante anterior. Se volvían introvertidos. Tal vez, en su mente, Kamala ya estaba en Gend, pestañeando bajo la dura luz blanca.
Llegamos a la central de escaneo, el espacio más amplio de la Estación Tuulen. Inmediatamente delante de nosotros estaba la canica, recipiente que contenía al conjunto de sensores cuánticos no-demoledores... CSCN para los inclinados a los acrónimos. La canica tenía un color azul lechoso de hielo glacial y el tamaño de dos elefantes. El hemisferio superior estaba levantado y la mesa de escaneo sobresalía como una brillante lengua gris. Kamala se aproximó a la canica y tocó su propio reflejo, que se contorsionaba a lo ancho de la superficie pulida. A la derecha había un banco acolchado, un nebulizador y un sanitario. Pero yo miré a la izquierda, a la ventana de la sala de control. Silloin estaba observándonos, con su cabeza imposible inclinada a un costado.
- ¿Es dócil? - zumbó en mi audífono.
Levanté la mano con los dedos cruzados.
- Bienvenida, Kamala Shastri. - La voz de Silloin salió por los parlantes como un susurro tranquilizador -. ¿Estás lista para abrir tu transportación?
Kamala hizo una inclinación de cabeza hacia la ventana.
- ¿Ahora es cuando debo quitarme la ropa?
- Si fueras tan amable.
Pasó rozándome, hacia el banco. Aparentemente, yo había dejado de existir; ahora la cuestión era entre ella y la dino. Se desvistió rápidamente, doblando la túnica con prolijidad, acomodando las zapatillas debajo del banco. Por el rabillo del ojo, vi pies pequeños, muslos rotundos, la hermosa y suave piel oscura de su espalda. Entró en el nebulizador y cerró la puerta.
- Lista - exclamó.
Desde la sala de control, Silloin activó los circuitos que llenaban el nebulizador con una densa nube de nanolentes. Las nanos se adhirieron a Kamala y se desplegaron, revistiendo toda la superficie de su cuerpo. Al respirarlas, pasaron de sus pulmones al torrente sanguíneo. Tosió sólo dos veces; la habían entrenado bien. Cuando pasaron los ocho minutos, Silloin despejó el aire del nebulizador y Kamala emergió. Aún ignorándome, volvió a mirar de frente a la sala de control.
- Ahora debes ubicarte en la mesa de escaneo - dijo Silloin - y dejar que Michael te prepare.
Sin vacilar, cruzó la sala hacia la canica, trepó a la plataforma que estaba junto a ésta, se subió a la mesa y se acostó boca arriba. La seguí.
- ¿Seguro que no quieres contarme el resto del secreto?
Ella miraba fijamente el techo, sin pestañear.
- Muy bien. - Saqué el tubo de aerosol y un chispero del bolsillo de la cadera -. Esto va a ser igual que como lo practicaste. - Usé el tubo de aerosol para volver a pulverizar las plantas de los pies con nanos. Vi que su vientre subía y bajaba, subía y bajaba. Estaba profundamente concentrada en el ejercicio de respiración -. Recuerda, mientras estés en el escaneador, nada de saltar a la soga ni de silbar. - No me contestó -. Ahora respira profundamente - dije, y le di un toque de chispero en el dedo gordo del pie. Se escuchó un breve chasquido cuando las nanos que tenía en la piel se entrelazaron, para formar una red, y se endurecieron, fijándola en su lugar -. Ladridos para los hurones de parte mía. - Tomé mis aparatos, me bajé de la plataforma rodante y la puse de vuelta contra la pared.
Con un gemido grave, la gran canica azul retrajo la lengua. Observé cómo se cerraba el hemisferio superior, tragándose a Kamala Shastri, y luego fui a reunirme con Silloin en la sala de control.
No soy de la escuela de los que piensan que los dinos huelen mal: otra razón por la que me asignaron a estudiarlos de cerca. Parikkal, por ejemplo, no tiene ningún olor en especial que yo pueda detectar. Normalmente, Silloin tiene un leve, aunque no desagradable, olor a vino rancio. Cuando está bajo presión, sin embargo, su aroma se vuelve parecido al del vinagre y muy punzante. Aquella mañana debe haber sido muy turbulenta para ella. Respirando por la boca, me acomodé en el banco, frente a mi consola.
Estaban trabajando rápido, ahora que la canica estaba sellada. Incluso con todo el entrenamiento que tienen, los migradores suelen ponerse claustrofóbicos muy pronto. Después de todo, tienen que quedarse acostados en la oscuridad, inmovilizados por la nanoestructura, esperando ser transportados. Esperando. Mientras emula el escaneo, el simulador del centro de entrenamiento de Singapur emite un ruido. La mayoría lo compara con el de una leve lluvia que golpetea la canica; para otros, es estática radial a volumen alto. Mientras escuchen ese golpeteo, los migradores piensan que están a salvo. Cuando están en nuestra canica, nosotros lo reproducimos, a pesar de que el escaneo dura apenas tres segundos y es absolutamente silencioso. Desde mi ventajosa posición, vi que las ventanas sagital, axial y coronal habían dejado de titilar, indicando la finalización de la captura de datos. Silloin estaba chirriando diligentemente para sí; el comunicador no se molestó en traducir. Era obvio que no estaba diciendo nada que el bebé Michael necesitara saber. Su cabeza se balanceaba mientras monitoreaba el enorme despliegue de cifras; sus garras cliqueaban las pantallas sensibles al tacto que refulgían naranjas y amarillas.
En mi consola había sólo una pantalla que indicaba la evolución de la migración... y un botón blanco.
No estaba mintiendo cuando dije que yo era solamente el portero. Mi especialidad es la sapienciología, no la física cuántica. No hubiese podido hacer nada para solucionar lo que fuera que salió mal en la migración de Kamala. Los dinos me dicen que el conjunto de sensores cuánticos no-demoledores es capaz de evadir el Principio de Incertidumbre de Heisenberg, porque puede medir las cantidades más ínfimamente pequeñas de espaciotiempo sin colapsar la dualidad onda/partícula. ¿Qué tan pequeñas? Dicen que nadie puede "ver" nada que tenga sólo 1,62 x 10-33 centímetros de largo, porque en ese tamaño el espacio y el tiempo se separan. El tiempo deja de existir y el espacio se vuelve una espuma probabilística aleatoria, una especie de escupitajo cuántico. Nosotros, los humanos, llamamos a esto la longitud Planck-Wheeler. También hay un tiempo Planck-Wheeler: 10-45 de segundo. Si algo ocurre y luego ocurre otra cosa y los dos eventos están separados por un intervalo de apenas 10-45 de segundo, es imposible determinar cuál de las dos cosas sucedió primero. Para mí era pura jerga dino... y eso que solamente estamos hablando del escaneo. Los Hanen usan diferentes tecnologías para crear túneles artificiales, mantenerlos abiertos con fluctuaciones electromagnéticas de vacío, hacer pasar la señal hiperlumínica hasta otro extremo y luego ensamblar al migrador en el punto de destino a partir de partículas elementales.
En mi pantalla de evolución, vi que la señal que estaba mapeando a Kamala Shastri ya se había comprimido y lanzado a través del túnel. Lo único que teníamos que esperar era que Gend nos confirmara la recepción. Una vez que nos comunicaran oficialmente que la tenían, yo sería el encargado de equilibrar la ecuación.
Ruido a lluvia, ruido a lluvia.
Algunas tecnologías de los Hanen son tan poderosas que pueden alterar la realidad misma. Algún fanático de los viajes temporales podría emplear los túneles para corromper la historia; el escaneador/ensamblador podría usarse para crear un billón de Silloins, o de Michael Burrs. La realidad prístina, no contaminada por semejantes anomalías, posee lo que los dinos llaman armonía. Antes de que cualquier raza inteligente logre incorporarse al club galáctico, debe demostrar un total compromiso con la preservación de esa armonía.
Desde mi llegada a Tuulen para estudiar a los dinos, había presionado el botón más de doscientas veces. Era lo que tenía que hacer para conservar mi puesto. Al oprimirlo, enviaba un pulso mortal de radiación ionizante al córtex cerebral del cuerpo duplicado - y por lo tanto innecesario - del migrador.
Si no hay cerebro, no hay dolor. La muerte les sobrevenía en pocos segundos. Sí, las primeras veces que me tocó equilibrar la ecuación fueron traumáticas. Todavía me seguía pareciendo... desagradable. Pero este era el precio del pasaje a las estrellas. Si ciertas personas poco comunes, como Kamala Shastri, pensaban que ese precio era razonable, era decisión suya, no mía.
- El resultado no es feliz, Michael. - Silloin se dirigía a mí por primera vez desde mi entrada a la sala de control -. Se están desplegando discrepancias.
En mi pantalla de evolución, observé que las rutinas de verificación de errores comenzaban a dar señales de alerta.
- ¿El problema es aquí? - De pronto sentí que se me formaba un nudo por dentro -. ¿O allá? - Si nuestro escaneo original había quedado anulado, lo único que Silloin tenía que hacer era enviarlo nuevamente a Gend.
Se produjo un silencio largo, irritante. Silloin se concentraba en un sector de su consola, como si ésta le estuviera mostrando a su cría primogénita saliendo del cascarón. El respirador que tenía entre los hombros se inflaba al doble de su tamaño normal. Mi pantalla indicaba que Kamala había estado en la canica cuatro minutos más de lo que correspondía.
- Puede ser conveniente recalibrar el escaneador y comenzar de nuevo.
- Mierda - Golpeé la pared con la mano abierta; sentí que el dolor me repercutía hasta el codo -. Pensé que lo habías arreglado. - Cuando la verificación de errores detectaba problemas, la solución casi siempre era la retransportación -. ¿Estás segura, Silloin? Porque cuando la metí dentro estaba justo en el límite.
Silloin me dedicó un estornudo que descartaba esa idea y golpeó las cifras de error con su manita huesuda, como si quisiera volverlas a la normalidad a fuerza de azotes. Como Linna y los demás dinos, tiene muy poca paciencia con lo que ella considera nuestros miedos de llorones a la migración. Sin embargo, a diferencia de Linna, está convencida de que algún día, después de que hayamos usado las tecnologías Hanen el tiempo suficiente, aprenderemos a pensar como dinos. Tal vez tenga razón. Tal vez cuando hayamos viajado por los túneles como chorros de jeringa durante cientos de años, seremos capaces de desechar alegremente nuestros cuerpos redundantes. Cuando los dinos y otras razas inteligentes migran, los redundantes se eliminan por su propia mano... Muy armónico. Trataron de hacerlo con los humanos, pero no siempre funcionaba. Por eso estoy aquí.
- La necesidad es muy clara. Se prolongará unos treinta minutos - dijo ella.
Kamala había permanecido sola en la oscuridad casi seis minutos, más que cualquier otro migrador que yo hubiera guiado.
- Déjame escuchar lo que está pasando en la canica.
El sonido de Kamala gritando invadió la sala de control. A mi entender, ese sonido no parecía humano... se asemejaba más a un chirrido de neumáticos patinando antes de un choque.
- Tenemos que sacarla de ahí - dije.
- Ese razonamiento es de bebés, Michael.
- Bueno, ella es un bebé, maldita sea. - Yo sabía que sacar a los migradores de la canica representaba un gran problema. También podía pedirle a Silloin que apagara los parlantes y seguir sentado mientras Kamala sufría. Fue una decisión mía -. No abras la canica hasta que ponga la plataforma en su lugar. - Corrí a la puerta -. Y no anules el sonido.
Con el primer resquicio de luz, Kamala comenzó a chillar. El hemisferio superior parecía levantarse en cámara lenta; dentro de la canica, Kamala se retorcía para librarse de las nanos. Cuando ya estaba seguro de que era imposible que gritara más fuerte, gritó más fuerte. Habíamos logrado algo extraordinario, Silloin y yo: habíamos hecho desaparecer completamente a la valiente ingeniera en biomateriales, dejando en su lugar a un animal aterrorizado.
- Kamala, soy yo, Michael.
Sus frenéticos alaridos adquirieron coherencia, formando palabras.
- ¡Basta... no... oh dios mío, que alguien me ayude! - Si hubiera podido, habría saltado al interior de la canica para soltarla, pero el conjunto de sensores es frágil y no quería correr el riesgo de causar más problemas. Ambos tendríamos que esperar hasta que el hemisferio superior se abriera completamente y la mesa de escaneo me entregara a la pobre Kamala.
- Está bien. No te va a pasar nada, ¿eh? Te estamos sacando, nada más. Todo está bien.
Cuando la liberé con el chispero, se abalanzó sobre mí. Nos caímos hacia atrás y casi rodamos por los escalones. Me aferraba con tanta fuerza que no me dejaba respirar.
- No me maten, no, por favor, no.
Me eché encima de ella.
- ¡Kamala! - Retorciendo un brazo, me solté y lo usé para hacer palanca y separarme de ella. Me arrastré como un insecto hacia un costado, hasta el escalón superior. Ella avanzó torpemente, haciendo eses en la microgravedad, y se lanzó hacia mí; me clavó las uñas en el dorso de la mano y me rasguñó, dejándome marcadas unas líneas ensangrentadas -. ¡Kamala, basta! - le dije por no devolverle el golpe. Emprendí la retirada por los escalones.
- Desgraciado. ¿Qué están tratando de hacerme, imbéciles? - Lanzó varios resoplidos temblorosos y comenzó a sollozar.
- Por algún motivo, el escaneo se echó a perder. Silloin está trabajando para solucionarlo.
- La dificultad es oscura - dijo Silloin desde la sala de control.
- Pero ese no es tu problema. - Retrocedí hacia el banco.
- Me mintieron - masculló Kamala, y luego pareció replegarse sobre sí misma como si sólo tuviera piel, sin carne ni huesos -. Me dijeron que no sentiría nada y... ¿sabes cómo es?... es...
Busqué a tientas la túnica. - Mira, aquí está tu ropa. ¿Por qué no te vistes? Te sacaremos de aquí.
- Desgraciado - repitió, pero su voz estaba vacía.
Me permitió bajarla a la fuerza de la plataforma. Mientras se ponía la túnica con torpeza, conté los nudos de la pared. Eran del mismo tamaño que las monedas de diez centavos que mi abuelo solía atesorar y refulgían con una suave bioluminiscencia dorada. Llegué a contar cuarenta y siete antes de que terminara de vestirse y estuviera lista para volver a la recepción D.
Antes se había posado, expectante, en el borde del sofá; ahora se echó pesadamente sobre él.
- ¿Y ahora qué? - dijo.
- No sé. - Fui a la cocina y saqué la jarra del destilador -. ¿Ahora qué, Silloin? - Me eché agua en el dorso de la mano para lavarme la sangre. Ardía. Mi audífono permaneció en silencio -. Supongo que hay que esperar - dije finalmente.
- ¿Esperar qué?
- Esperar que Silloin repare...
- No voy a volver a meterme ahí.
Decidí dejar pasar el comentario. Probablemente era demasiado pronto para discutir con ella, aunque una vez que Silloin hubiera recalibrado el escaneador Kamala tendría muy poco tiempo para cambiar de opinión.
- ¿Quieres algo de la cocina? ¿Otra taza de té, tal vez?
- ¿Qué tal un gin con tónica... o mejor sin tónica? - Se frotó los ojos -. ¿O unos doscientos mililitros de serentol?
Traté de fingir que era una broma. - Sabes que los dinos no nos permiten abrir el bar para los migradores. El escaneador puede malinterpretar la química cerebral y tu visita a Gend no sería otra cosa que una borrachera de tres años.
- ¿No entiendes? - Estaba otra vez al borde de la histeria -. No voy a ir.
Realmente no la culpaba por la forma en que se estaba comportando, pero lo único que quería hacer en ese momento era librarme de Kamala Shastri. No me importaba si se marchaba a Gend, o si regresaba a Lunex, o si viajaba por el arcoiris hasta el Reino de Oz, siempre y cuando yo no tuviera a compartir la misma habitación con esta miserable criatura que trataba de hacerme sentir culpable por un accidente en el que yo no tenía nada que ver.
- Pensé que podía hacerlo. - Apretó las manos contra los oídos, como para no oír su propia desesperación -. Desperdicié los últimos dos años convenciéndome de que podía acostarme ahí y no pensar y que de pronto me encontraría muy lejos. Me iba a un lugar maravilloso y extraño. - Emitió un sonido estrangulado y dejó caer las manos sobre el regazo -. Iba a ayudar a que la gente recuperara la vista.
- Lo hiciste, Kamala. Hiciste todo lo que te pedimos.
Meneó la cabeza. - No logré no pensar. Ese fue el problema. Y entonces apareció ella, tratando de tocarme. En la oscuridad. No había pensado en ella desde... - Tuvo un escalofrío -. Es culpa tuya, por hacerme acordar.
- Tu amiga secreta - dije.
- ¿Amiga? - Kamala pareció sorprendida por esas palabras -. No, no diría que era mi amiga. Siempre le tuve un poco de miedo, porque nunca estuve totalmente segura de lo que quería de mí. - Hizo una pausa -. Un día, después de la escuela, subí al 10W. Estaba en su silla, mirando a la calle Bloor. Estaba de espaldas a mí. Le dije: "Hola, Sra. Ase". Le iba a mostrar un prototipo que había escrito, pero que ella no decía nada. Rodeé la silla. Tenía la piel del color de la ceniza. Le tomé la mano. Fue como tocar algo de plástico. Estaba rígida, dura... ya no era una persona. Se había convertido en una cosa, como una pluma o un hueso. Salí corriendo; tenía que escapar de ahí. Subí a nuestro departamento y me escondí de ella. - Entrecerró los ojos, como si estuviera observando, juzgando a su yo de la niñez a través de la lente del tiempo -. Pienso que ahora entiendo lo que quería. Pienso que ella sabía que se estaba muriendo; posiblemente, quería que estuviera con ella cuando llegara el fin, o al menos que encontrara su cuerpo después y lo informara. Pero no pude. Si le decía a alguien que había muerto, mis padres descubrirían nuestra relación. Tal vez la gente sospecharía que yo le había hecho algo... no lo sé. Pude haber llamado a Seguridad, pero sólo tenía diez años; tenía miedo de que me encontraran el rastro. Pasaron un par de semanas y todavía nadie la había descubierto. A esas alturas, ya era muy tarde para decir algo. Todos me habrían acusado de haberlo callado tanto tiempo. Por la noche, la imaginaba en su silla, poniéndose negra y pudriéndose como una banana. Me daba asco; no podía dormir ni comer. Tuvieron que internarme en el hospital porque la había tocado. Había tocado a la muerte.
- Michael - susurró Silloin sin ninguna luz de advertencia -. Se ha formado una imposibilidad.
- Ni bien salí de ese edificio, comencé a mejorar. Entonces la encontraron. Cuando volví a casa, me esforcé mucho por olvidar a la Sra. Ase. Y lo logré, casi. - Kamala se envolvió con los brazos -. Pero recién, dentro de la canica, estuve con ella otra vez. No la veía, pero de algún modo sabía que estaba tratando de tocarme.
- Michael, Parikkal está aquí, con Linna.
- ¿No te das cuenta? - Lanzó una carcajada amarga -. ¿Cómo voy a ir Gend? Estoy alucinando.
- Se ha roto la armonía. Ven aquí, solo.
Sentí la tentación de aniquilar de un golpe al fastidioso zumbido que tenía en el oído.
- ¿Sabes? Nunca le había contado de ella a nadie.
- Bueno, tal vez de todo esto resultó algo bueno. - Le palmeé la rodilla -. Discúlpame un momento. - Pareció sorprendida de que me fuera. Me escabullí hacia el corredor y endurecí la puerta burbuja, dejando a Kamala encerrada.
- ¿Qué imposibilidad? - dije, dirigiéndome a la sala de control.
- ¿Ella se complace en reabrir el escaneador?
- No se complace en absoluto. Más bien diría que está cagada de miedo.
- Habla Parikkal. - Mi audífono tradujo su chirrido mezclado con un leve siseo, como de tocino friéndose -. La confusión fue en otro lugar. No hay contratiempos que puedan asociarse con nuestra estación.
Empujé la burbuja para entrar en la central de escaneo. Vi a los tres dinos del otro lado de la ventana de control. Sus cabezas se bamboleaban furiosamente.
- Explíquenme - dije.
Nuestras comunicaciones con Gend fueron interferidas por una falsedad transitoria - dijo Silloin -. Ya recibieron y reconstruyeron a Kamala Shastri.
- ¿Migró? - Sentí que el piso se movía bajo mis pies -. ¿Y esta que tenemos aquí?
- La simplicidad consiste en cargar a la redundante en el escaneador y finalizar...
- Tengo noticias para ustedes. No quiere ni acercarse a la canica.
- Su ecuación no está equilibrada. - Era Linna, hablando por primera vez. Linna no estaba exactamente a cargo de la Estación Tuulen; era más bien como una socia. En otras oportunidades, Parikkal y Silloin habían impuesto su opinión por encima de la de ella... o al menos eso pensaba yo.
- ¿Qué esperan que haga? ¿Qué le retuerza el pescuezo?
Hubo un momento de silencio... que no fue tan tensionante como observarlos echándome miradas significativas a través de la ventana, ahora con las cabezas perfectamente quietas.
- No - dije.
Los dinos se pusieron a chirriar entre sí; sus cabezas se entrelazaban y se inclinaban. Al principio me dejaron afuera y el comunicador quedó en silencio, pero de pronto la discusión restalló en el audífono.
- Esto exactamente lo que les estuve diciendo - dijo Linna -. Estos seres no tienen conciencia de la armonía. Es erróneo continuar lanzándolos hacia los muchos mundos.
- Puede que tengas razón - dijo Parikkal -. Pero esa discusión es para después. Ahora la necesidad es equilibrar la ecuación.
- No hay tiempo. Tendremos que desechar a la redundante nosotros mismos. - Silloin mostró los largos dientes marrones. Tardaría tal vez unos cinco segundos en abrirle la garganta a Kamala. Y aunque Silloin era la dino que nos tenía más simpatía, no tuve dudas de que disfrutaría del asesinato.
- Yo sostengo que suspendamos las migraciones humanas hasta que hayamos repensado este mundo - dijo Linna.
Era un ejemplo de la típica condescendencia de los dinos. Aunque parecían estar discutiendo entre ellos, en realidad me estaban hablando a mí, planteando la situación de tal manera que hasta el bebé inteligente podría entenderla. Estaban informándome de que yo estaba haciendo peligrar el futuro de la humanidad en el espacio. Que la Kamala que estaba en la recepción D ya estaba muerta, sin importar si yo renunciaba o no. Que había que equilibrar la ecuación y que había que equilibrarla ya.
- Esperen - dije -. Tal vez pueda convencerla de volver a entrar en el escaneador. - Tenía que escapar de ellos. Me arranqué el audífono y me lo metí en el bolsillo. Estaba tan apurado por escaparme que, al salir de la central de escaneo, me tropecé y tuve que agarrarme de algo en el pasillo. Me quedé parado un segundo, mirando la mano apretada contra la inclinada entrada a una bodega. Me pareció que estaba observando mis dedos extendidos por el extremo equivocado de un telescopio. Estaba lejos de mí mismo.
Kamala se había hecho un ovillo en el sillón, con las rodillas contra el pecho y envueltas en sus brazos, como si estuviese tratando de encogerse para que nadie advirtiera su presencia.
- Estamos listos - dije escuetamente -. Estarás en la canica menos de un minuto, te lo garantizo.
- No, Michael.
Tuve la palpable sensación de que me alejaba de la Estación Tuulen.
- Kamala, estás tirando a la basura una enorme parte de tu vida.
- Estoy en mi derecho. - Tenía los ojos brillosos.
No, no estaba en su derecho. Era una redundante; no tenía derechos. ¿Qué había dicho de la anciana? Que se había convertido en una cosa, como un hueso.
- Muy bien, entonces - Le hundí un rígido dedo índice en el hombro -. Vamos.
Ella retrocedió. - ¿Vamos a dónde?
- De vuelta a Lunex. Retuve al transbordador por ti. Acabo de cancelar la lista de la tarde; ahora tendría que estar ayudando a otras personas a acomodarse, en vez de estar lidiando contigo.
Se desovilló lentamente.
- Vamos. - Tiré de ella con fuerza y la puse de pie -. Los dinos quieren que desaparezcas de Tuulen lo más pronto posible, y yo también. - Estaba tan distante que ya no veía a Kamala Shastri.
Asintió y me permitió llevarla, a paso firme, a la puerta burbuja.
- Y si en el corredor nos encontramos con alguien, cierra el pico.
- Te estás portando de una manera tan desagradable... - dijo en un susurro denso.
- Te estás portando como un bebé.
Cuando la compuerta interior se deslizó a un costado, Kamala advirtió inmediatamente que no había ningún umbilical que nos conectara con el transbordador. Trató de zafarse de mi mano, pero yo le clavé el hombro, fuerte. Se lanzó por la compuerta de la cámara de descompresión, se estrelló contra la compuerta exterior e hizo una carambola hasta caer de espaldas. Cuando golpeé el interruptor que cerraba la compuerta, volví en mí. Era yo el que estaba haciendo esta cosa terrible... yo, Michael Blurr. No pude evitarlo: me reí. Cuando la vi por última vez, Kamala estaba retorciéndose y arrastrándose por el suelo hacia mí, pero era demasiado tarde. Me sorprendí de que no comenzara a gritar de nuevo; lo único que se escuchaba era su feroz respiración.
Ni bien se selló la compuerta interior, abrí la exterior. Después de todo, ¿cuántas formas de matar existen en una estación espacial? No había pistolas. Quizás otro la hubiera apuñalado o estrangulado, pero yo no. ¿Envenenarla? ¿Cómo? Además, yo no pensaba. Estaba tratando desesperadamente de no pensar en lo que estaba haciendo. Era sapienciólogo, no médico. Siempre pensé que la exposición al espacio significaba muerte instantánea. Descompresión explosiva o algo por el estilo. No quería que sufriera. Estaba tratando de que fuera rápido. Indoloro.
Escuché el resoplido del aire en fuga y pensé que todo había terminado, que el cuerpo había sido eyectado al espacio. Ya me había dado media vuelta cuando comenzaron los golpes, frenéticos, como el latir de un corazón a toda velocidad. Seguramente había encontrado algo de donde agarrarse. ¡Tum, tum, tum! Era demasiado. Me apoyé contra la compuerta interior - tum, tum - y fui resbalándome hacia abajo, riendo. Resulta ser que, si uno vacía los pulmones, es posible sobrevivir a la exposición al espacio por lo menos un minuto, quizás dos. Me pareció gracioso. ¡Tum! Risible, en realidad. Había hecho lo mejor posible por ella, había arriesgado mi carrera... ¿y así era como me devolvía el favor? Cuando apoyé la mejilla contra la compuerta, los golpes comenzaron a hacerse más débiles. Nos separaban apenas unos centímetros, la diferencia entre la vida y la muerte. Ahora Kamala ya sabía todo lo que había que saber sobre el tema de equilibrar la ecuación. Me estaba riendo con tantas ganas que casi no podía respirar. Igual que el pedazo de carne que estaba del otro lado de la compuerta. ¡Muérete ya, puta llorona!
No sé cuánto tiempo demoró. Los golpes se fueron espaciando. Se detuvieron. Y me transformé en un héroe. Había preservado la armonía, había permitido que nuestro enlace con las estrellas continuara abierto. Reí entre dientes, con orgullo. Era capaz de pensar como un dinosaurio.
Pasé por la puerta burbuja y entré en la recepción D.3
- Es hora de subir al transbordador.
Kamala se había cambiado y vestía una túnica adherente y zapatillas de velcro. En la pared había diez ventanas abiertas, por lo menos; el murmullo de las cabezas parlantes inundaba la habitación. Amigos y parientes que tenían que ser notificados: su amada había vuelto, sana y salva.
- Tengo que irme - le dijo a la pared -. Los llamaré cuando aterrice. - Me dedicó una sonrisa que, por la falta de costumbre, pareció forzada -. Quiero darte las gracias de nuevo, Michael. - Me pregunté cuánto tiempo tardarían los migradores en acostumbrarse a ser humanos de nuevo -. Me ayudaste muchísimo y yo fui tan... Estaba fuera de mí. - Echó un vistazo por la habitación una última vez y tuvo un escalofrío -. Estaba realmente muy asustada.
- Así es.
Meneó la cabeza. - ¿Tan mal estuve?
Me encogí de hombros y la dejé salir al corredor.
- Ahora me siento tan tonta... Es decir, estuve en la canica menos de un minuto y después... - chasqueó los dedos - aparecí en Gend, como tú dijiste. - Me rozaba mientras caminábamos; debajo de la túnica, tenía el cuerpo duro -. En todo caso, me alegro de que tengamos esta oportunidad de charlar. Realmente, tenía la idea de buscarte cuando volviera. Y por cierto que no esperaba verte aquí.
- Decidí quedarme. - La compuerta interior de la cámara de descompresión se deslizó a un costado -. Es un trabajo que se hace querer. - El umbilical se estremeció mientras se compensaba la presión entre la Estación Tuulen y el transbordador.
- Tienes migradores esperando - dijo.
- Dos.
- Los envidio. - Me miró -. ¿Alguna vez pensaste en ir tú a las estrellas?
- No - le dije.
Kamala me apoyó una mano en la cara.
- Te cambia la vida.
Sentí el pinchazo de sus largas uñas... garras, en realidad. Por un momento, pensé que tenía intenciones de dejarme la mejilla surcada de cicatrices iguales a las que tenía ella.
- Ya lo sé - dije.
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FIN
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Clifford D. Simak - DESERCION
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Cuatro hombres, de dos en dos, se habían internado en la aullante vorágine de Júpiter, y no habían regresado. Habían salido al viento huracanado, o mejor dicho, habían galopado hacia él, con los vientres pegados al suelo, los flancos relucientes bajo la lluvia.
Porque no habían ido en forma humana.
Ahora el quinto hombre estaba de pie frente al escritorio de Kent Fowler, comandante de la Cúpula Nº 3 de la Comisión de Reconocimiento Joviano.
Debajo del escritorio de Fowler, el viejo Towser se rascó una pulga, y volvió a acomodarse para dormir. Harold Allen, advirtió Fowler con una repentina punzada de dolor, era joven... demasiado joven. Tenía la segura confianza de la juventud, el rostro de quien no ha conocido aún el miedo. Y eso era raro. Porque los hombres de las cúpulas de Júpiter sí conocían el miedo, el miedo y la humildad. Al hombre le resultaba muy difícil conciliar su diminuta naturaleza con las poderosas fuerzas del monstruoso planeta.
- Quiero que comprenda - dijo Fowler - que no está obligado a hacer esto. Quiero que comprenda que no está obligado a salir.
Era un simple formulismo, por supuesto. Les había dicho lo mismo a los otros cuatro, pero habían salido igualmente. Fowler sabía que el quinto hombre también lo haría. Pero de repente sintió que dentro de él se agitaba una débil esperanza de que Allen no aceptara.
- ¿Cuándo debo partir? - preguntó Allen.
En otra época, Fowler hubiera sentido un sereno orgullo ante una respuesta como ésa, pero no ahora. Frunció ligeramente el ceño.
- Dentro de una hora - contestó.
Allen permaneció de pie frente a él, tranquilo, esperando.
- Otros cuatro hombres han salido y no han regresado - dijo Fowler -. Usted ya lo sabe, por supuesto. Querernos que usted regrese. No queremos que emprenda ninguna heroica expedición de rescate. El objetivo principal, el único objetivo, es que usted regrese, que pruebe que el hombre puede vivir bajo una forma Joviana. Vaya solamente hasta el primer mojón de reconocimiento, no más allá, y luego regrese. No corra ningún riesgo. No investigue nada. Simplemente, regrese.
Allen asintió.
- Lo comprendo perfectamente.
- La señorita Stanley manejará el conversor - prosiguió Fowler -. No tiene nada que temer en ese aspecto. Los otros cuatro hombres fueron convertidos sin contratiempos. Salieron del conversor en perfectas condiciones, al menos aparentemente. Estará usted en manos absolutamente competentes. La señorita Stanley es el operador de conversores mejor calificado del Sistema Solar. Ha tenido experiencias en la mayoría de los otros planetas. Por eso está aquí.
Allen sonrió a la señorita y Fowler vio una expresión que cruzaba fugazmente por el rostro de la mujer, expresión que podía ser lástima, rabia, o pura y simplemente miedo. Pero solo había durado un momento y ahora ella le devolvía la sonrisa al joven que estaba de pie frente al escritorio. Sonreía de un modo formal, como una maestra de escuela, casi como si se odiara por hacerlo.
- Esperaré con ansias mi conversión - dijo Allen.
Y el modo como lo dijo hizo que todo pareciera una broma, una enorme e irónica broma.
Pero no lo era.
Era un asunto serio, mortalmente serio. Fowler sabía que de estas pruebas dependía el destino del hombre en Júpiter. Si las pruebas tenían éxito, el hombre tendría acceso a los recursos del gigantesco planeta. El hombre se apoderaría entonces de Júpiter, como se había apoderado ya de los planetas más pequeños. Pero si fracasaban...
Si fracasaban, el Hombre seguiría encadenado e imposibilitado por la terrible presión, la titánica fuerza de gravedad y los extraños procesos químicos del planeta. Seguiría confinado en las cúpulas, incapaz de poner los pies en el exterior, incapaz de verlo con el ojo desnudo, obligado a confiar en los torpes tractores y en los televisores, obligado a trabajar con torpes maquinarias y herramientas o con torpes robots tan torpes como ellos.
Porque el Hombre, desprotegido y en su forma original, hubiera sido aplastado instantáneamente por la terrorífica presión atmosférica de Júpiter, de 1200 kilogramos por centímetros cuadrado, presión que hacía que la del fondo del mar pareciera, por comparación, el interior de una campana de vacío.
Ni siquiera la más resistente aleación metálica que el Hombre podía elaborar tenía posibilidades de sobrevivir bajo semejantes presiones y las lluvias alcalinas, que arrasaban permanentemente la superficie del planeta. El metal se hacía quebradizo y escamoso, desmoronándose como arcilla o desintegrándose en pequeños arroyuelos o fangosos charcos de sales amoniacales. Sólo incrementando la fuerza y resistencia de ese metal, aumentando su tensión molecular, podía lograrse que soportara el peso de las miles de millas cúbicas de turbulentos y asfixiantes gases que componían la atmósfera. Y una vez logrado esto, había que revestir todo con una capa de cuarzo puro, para impermeabilizarlo de las lluvias, el amoníaco líquido que caía como una amarga lluvia.
Fowler se detuvo a escuchar los motores del subsuelo de la cúpula, motores que funcionaban sin pausa, sumiéndola en un zumbido incesante. Tenían que funcionar y seguir funcionando, pues si se detenían, la energía que fluía hacia las paredes metálicas de la cúpula se interrumpiría, la tensión molecular disminuiría, y ése sería el final de todo.
Towser se irguió debajo del escritorio de Fowler y comenzó a rascarse otra pulga, mientras una de sus patas golpeaba rítmicamente contra el suelo.
- ¿Algo más? - preguntó Allen.
Fowler sacudió negativamente la cabeza.
- Tal vez haya algo que usted desee hacer - dijo -. Tal vez...
Había estado a punto de decir "usted quiera escribir una carta", pero se había contenido a tiempo.
Allen miró su reloj.
- Estaré allí a tiempo - dijo, y giró rápidamente en dirección a la puerta.
Fowler sabía que la señorita Stanley lo estaba observando, y no sentía ningún deseo de volverse y enfrentar su mirada. Revolvió desmañadamente los papeles de su escritorio.
- ¿Hasta cuándo va a seguir adelante con esto? - le preguntó la señorita Stanley, articulando cada palabra con despectiva brusquedad.
Entonces, él se volvió en su silla y se enfrentó a ella. Los labios de la mujer estaban apretados hasta formar una delgada línea recta, su cabello estaba recogido más tirante que nunca, dando a su rostro una extraña y casi alarmante apariencia de mascarilla mortuoria.
Fowler trató que su voz sonara fría y controlada.
- Tanto tiempo como sea necesario - dijo -. Mientras haya alguna esperanza.
- Seguirá sentenciándolos a muerte - dijo ella -. Seguirá enviándolos allá afuera, a enfrentarse con Júpiter. Va a seguir acá sentado, seguro y cómodo, mientras los manda a morir allá afuera.
- No hay lugar para sentimentalismos, señorita Stanley - dijo Fowler, tratando de ocultar el tono furioso de su voz -. Usted sabe tan bien como yo por qué hacemos esto. Usted sabe que el hombre, en su forma original, no puede enfrentarse a Júpiter. La única posibilidad es convertir al hombre en la clase de ser que sí puede hacerlo. Ya lo hemos hecho en otros planetas.
«Si unos pocos hombres mueren, pero tenemos éxito, el precio es pequeño. En todas las épocas los hombres han desperdiciado su vida en cosas estúpidas, por razones estúpidas. ¿Por qué deberíamos vacilar, entonces, ante una pequeña muerte, en algo tan grandioso como esto?
La señorita Stanley estaba sentada tensa y erguida, con las manos plegadas sobre la falda y la luz le caía sobre su cabello cano, mientras Fowler la contemplaba tratando de imaginar lo que estaría sintiendo, lo que estaría pensando. No era exactamente que le temiera, pero no se sentía cómodo cuando ella estaba cerca. Esos agudos ojos azules veían demasiado, sus manos parecían competentes en demasía. Debería haber sido la tía de alguien, sentada en su mecedora con las agujas de tejer. Pero no lo era. Era la mejor operadora de Conversores del Sistema Solar, y no le agradaba el modo en que él estaba haciendo las cosas.
- Algo anda mal, señor Fowler - declaró.
- Precisamente - concordó Fowler -. Por eso envío al joven Allen solo. El puede averiguar qué es lo que anda mal.
- ¿Y si no lo averigua?
- Enviaré a algún otro.
Ella se levantó lentamente de su silla, en dirección a la puerta; luego se detuvo frente al escritorio.
- Algún día - dijo - llegará a ser un gran hombre. Jamás pierde una oportunidad, y esta es su mayor oportunidad. Lo supo desde el momento en que erigieron esta cúpula para las pruebas. Si el proyecto se lleva a cabo, usted ascenderá un grado o dos. No importa cuántos hombres mueran, usted ascenderá un grado o dos.
- Señorita Stanley - dijo él, y su voz era cortante - el joven Allen debe salir enseguida. Por favor, asegúrese de que su máquina...
- Mi máquina - le dijo ella, glacialmente - no tiene la culpa. Opera en base a las coordenadas dispuestas por los biólogos.
El quedó sentado, encorvado ante su escritorio, escuchando cómo los pasos de ella se alejaban por el corredor.
Lo que ella había dicho era cierto, por supuesto. Los biólogos habían establecido las coordenadas. Pero los biólogos podían haberse equivocado: aunque solo fuera una diferencia del espesor de un cabello, una digresión infinitesimal, y el conversar enviaría al exterior algo que no era lo que ellos habían calculado enviar. Un mutante que podía resquebrajarse, enloquecerse, desmoronarse bajo la tensión de alguna situación totalmente imprevista.
Porque el hombre no sabía mucho de lo que sucedía afuera. Solo lo que sus instrumentos le decían que sucedía. Y las muestras en que se basaban esos instrumentos y maquinarias no eran más que muestras, pues Júpiter era increíblemente vasto, y las cúpulas muy pocas.
Hasta la recopilación de datos acerca de los Galopadores, aparentemente la forma de vida más desarrollada del planeta, les había llevado a los biólogos más de tres años de estudios intensivos, más dos años de comprobaciones para confirmar los resultados. Un trabajo que en la Tierra hubiera demandado una o dos semanas. Pero, en este caso, era un trabajo que no podía hacerse en la Tierra en modo alguno, porque las formas de vida Joviana no podían ser trasladadas a la Tierra. La presión atmosférica de Júpiter no podía ser reproducida fuera del planeta, y a la presión atmosférica y temperatura de la Tierra, los Galopadores se hubieran esfumado en una bocanada de gas.
El trabajo tenía que hacerse si el Hombre pretendía desplazarse por Júpiter bajo la forma vital de los Galopadores. Porque antes de que el conversor pudiera cambiar a un Hombre, trasformándolo en otra forma de vida, cada una de las características físicas de esa forma de vida debía conocerse, concreta y absolutamente, sin posibilidad de error.
Allen no regresó.
Los tractores que registraron minuciosamente el terreno adyacente no hallaron rastros de él a menos que una silueta escurridiza avistada por uno de los conductores hubiera sido el desaparecido terráqueo con forma de Galopador.
Los biólogos sonrieron con sus más despectivas sonrisas académicas cuando Fowler sugirió que tal vez las coordenadas estuvieran erradas. Destacaron minuciosamente que las coordenadas funcionaban. Cuando se colocaba un hombre en el conversor y se accionaba el interruptor, el hombre se convertía en un Galopador. Es más, el hombre salía de la máquina y se alejaba hasta perderse de vista en la densa atmósfera exterior.
Alguna minucia, había sugerido Fowler, alguna ínfima desviación con respecto a lo que era en realidad un Galopador, algún error insignificante. Si existiera algo así, habían dicho los biólogos, llevaría años detectarlo.
Y Fowler supo que tenían razón.
De modo que ahora eran cinco hombres en vez de cuatro, y Harold Allen había salido al exterior en vano. En cuanto al conocimiento, era absolutamente como si no hubiera ido.
Fowler se inclinó sobre su escritorio para buscar el archivo de personal, un delgado fajo de papeles prolijamente unidos por un gancho. Era algo que aborrecía, pero que debía hacer. De algún modo debía averiguar el motivo de estas extrañas desapariciones. Y el único modo de hacerlo era enviar más hombres al exterior.
Permaneció sentado durante un momento, escuchando al viento que aullaba sobre la cúpula, la eterna tormenta rugiente que asolaba el planeta con su torbellino de hirviente ira.
¿Habría alguna amenaza allá afuera?, se preguntó. ¿Algún peligro que desconocían? ¿Algo que acechaba para devorar a los Galopadores, sin diferenciar a los Galopadores reales de los que habían sido hombres? Para los devoradores no existiría ninguna diferencia, por supuesto.
¿O se habría cometido una equivocación fundamental al seleccionar a los Galopadores como la forma de vida más adecuada para sobrevivir en la superficie del planeta? El sabía que la evidente inteligencia de los Galopadores había sido uno de los factores determinantes. Porque si el ser en que el Hombre se convertía carecía de inteligencia, el mismo Hombre no podría mantener su propia inteligencia bajo esa forma durante mucho tiempo.
¿Habrían permitido los biólogos que ese factor pesara demasiado, usándolo para compensar algún otro que tal vez fuera insatisfactorio, desastroso incluso? No parecía probable: obstinados como eran, conocían su trabajo.
¿O el proyecto sería imposible, y estaría condenado al fracaso desde el principio? La conversión a otra forma de vida había funcionado en otros planetas, pero eso no significaba que debía funcionar en Júpiter. Tal vez la inteligencia del Hombre no pudiera desempeñarse adecuadamente a través de los órganos sensoriales de una forma de vida Joviana. Tal vez los Galopadores fueran tan extraños que no existía un campo común donde el conocimiento humano y la concepción Joviana de la existencia pudieran reunirse y trabajar en conjunto.
O tal vez la falla residiera en el hombre, fuera inherente a la raza. Alguna aberración mental que, sumada a lo que encontraban afuera, les impidiera regresar. Aunque tal vez no fuera una aberración, al menos no en el sentido humano. Quizá fuera solamente una característica mental humana, aceptada por lo común en la Tierra, la que chocaba violentamente con la existencia Joviana, poniendo en peligro el equilibrio psíquico del hombre.
Fowler oyó el sonido de garras que tamborileaban sobre el piso del corredor, y sonrió con cansancio. Era Towser, de regreso de otra visita a su amigo el cocinero.
Towser entró al cuarto, llevando un hueso. Meneó el rabo mirando a Fowler y se dejó caer debajo del escritorio, con el hueso entre las patas. Durante un largo momento sus viejos ojos reumáticos miraron a su amo, y Fowler extendió una mano para acariciar sus hirsutas orejas.
- ¿Aún me quieres, Towser - preguntó Fowler, y Towser movió la cola, golpeándola contra el piso.
- Eres el único - dijo Fowler.
Se enderezó y volvió a girar hacia el escritorio. Su mano se extendió para recoger otra vez el fichero de personal.
¿Bennett? Bennett tenía una chica esperándolo en la Tierra.
¿Andrews? Andrews planeaba volver al Tecnológico de Marte tan pronto como ganara lo suficiente para mantenerse allí durante un año.
¿Olson? Olson estaba muy próximo a jubilarse. Todo el tiempo les contaba a los muchachos cómo iba a establecerse a cultivar rosas.
Con cuidado, Fowler dejó el fichero sobre el escritorio.
Sentenciar a sus hombres a muerte. La señorita Stanley lo había dicho, mientras sus labios apenas si se movían en su rostro apergaminado. Enviarlos afuera a morir mientras él, Fowler, se quedaba allí sentado, seguro y cómodo.
En toda la cúpula estarían diciendo lo mismo, sin duda, especialmente ahora que Allen no había regresado. Por supuesto que no se lo dirían en la cara. Ni siquiera el hombre o los hombres que llamara a su despacho para informarles que serían los siguientes, se lo dirían.
Pero él podría verlo en sus ojos.
Otra vez recogió el archivo. Bennett, Andrews, Olson. Había otros, pero no tenía sentido continuar.
Se inclinó hacia adelante y presionó el pulsador de su intercomunicador.
- ¿Sí, señor Fowler?
Comuníqueme con la señorita Stanley, por favor.
Esperó que la señorita Stanley lo atendiera, oyendo a Towser roer desganadamente su hueso. Los dientes de Towser estaban gastados.
- Aquí la señorita Stanley.
- Solo quería decirle, señorita Stanley, que se prepare para dos más.
- ¿No tiene miedo - le preguntó la señorita Stanley - de quedarse sin hombres? Si los manda de a uno, le durarán más, le darán el doble de satisfacción.
- Uno de ellos - dijo Fowler - será un perro.
- ¡Un perro!
- Sí, Towser.
Oyó que la voz de ella se hacía glacial, inundada de una repentina y fría ira.
- ¡Su propio perro! Ha estado con usted todos estos años...
- Ese es el asunto - dio Fowler -. Towser se sentiría muy desdichado si me fuera sin él.
No era el Júpiter que había conocido en las pantallas de televisión. Había esperado que fuera diferente, pero no así. Había esperado un infierno de lluvias amoniacales y pestilentes gases y el ensordecedor y rugiente tumulto de la tormenta. Había esperado torbellinos de nubes y nieblas y el centelleante rezongo de los monstruosos truenos.
Pero no había esperado que el denso aguacero se viera reducido a una suave llovizna neblinosa que ondulaba en sombras huidizas sobre el césped rojo y purpúreo. Ni siquiera había supuesto que los serpenteantes relámpagos serían destellos de puro éxtasis cruzando aquel cielo coloreado.
Mientras esperaba a Towser, Fowler flexionó los músculos de su cuerpo, asombrado por la pareja y suave fuerza que había en ellos. No era un mal cuerpo, decidió, e hizo una mueca al recordar cómo se había compadecido de los Galopadores al verlos en la pantalla de televisión.
Porque le había resultado difícil imaginar un organismo vivo basado en hidrógeno y amoníaco, en lugar de agua y oxígeno, difícil creer que una forma de vida como esa pudiera conocer el mismo estremecimiento vital que conmovía a la humanidad. Difícil de concebir una vida que se desarrollara en la densa vorágine de Júpiter, sin saber, por supuesto, que visto a través de ojos Jovianos, Júpiter no era un torbellino en absoluto.
El viento lo acariciaba con suaves dedos, y Fowler recordó, con un sobresalto, que de acuerdo con los parámetros terrestres. aquel viento era un rugiente huracán que aullaba a trescientos veinte kilómetros por hora, cargado de gases letales.
Agradables aromas inundaron su cuerpo. Y sin embargo, no eran aromas, porque no era una sensación olfatoria tal como la recordaba. Era como si todo su cuerpo se empapara de la sensación de lavanda... y sin embargo no era lavanda. Supo que era algo para lo que no tenía palabras, sin duda el primero de muchos enigmas de terminología. Porque las palabras que conocía, los símbolos ideales que le habían servido como terráqueo, le resultarían inútiles como Joviano.
La compuerta lateral de la cúpula se abrió y Towser salió a los tropezones; al menos creyó que era Towser.
Comenzó a llamar al perro, moldeando en su mente las palabras que quería decir. Pero no pudo decirlas. No había modo de decirlas. No tenía con qué decirlas.
Por un momento su mente fue un torbellino de oscuro terror, un pánico ciego que envolvía su cerebro en bocanadas de temor.
¿Cómo hablan los Jovianos? ¿Cómo?.
De repente fue consciente de Towser, intensamente consciente del torpe y ansioso acto de aquel hirsuto animal que lo había seguido desde la Tierra a tantos planetas. Fue como si lo que era Towser hubiera salido de él y llegado por un momento al cerebro de Fowler.
Y de la burbujeante bienvenida que sentía, llegaron las palabras:
- Hola, compañero.
No eran palabras en realidad, era algo mejor que palabras. Eran imágenes simbólicas en su cerebro, comunicadas por medio de imágenes que tenían matices de significado mucho más sutiles que las palabras.
- Hola, Towser - dijo.
- Me siento bien - dijo Towser -. Como cuando era un cachorro. Ultimamente me he sentido bastante inservible. Con las patas endurecidas y los dientes casi reducidos a nada. Era difícil roer un hueso con esos dientes. Además, las pulgas me volvían loco. Antes no solía prestarles mucha atención. Una pulga más o menos no hacía diferencia en mis viejos tiempos.
- Pero... pero... Fowler balbuceaba con torpeza. ¡Estás hablándome!
- Seguro - contestó Towser -. Siempre te hablé, pero no podías oírme. Trataba de decirte cosas, pero nunca lo logré.
- Algunas veces te comprendía - dijo Fowler.
- No muy bien - dijo Towser -. Sabías cuándo quería comida o bebida, o cuando deseaba salir, pero eso era todo lo que comprendías.
- Lo siento - dijo Fowler.
- Olvídalo - le dijo Towser -. Te corro una carrera hasta el acantilado.
Fowler vio el acantilado por primera vez, aparentemente a muchos Kilómetros de distancia, pero de una extraña belleza cristalina que centelleaba a la sombra de las nubes multicolores.
Fowler vaciló.
- Está muy lejos...
- ¡Oh, vamos! - lo instó Towser, y comenzó a correr en dirección al acantilado.
Fowler lo siguió, probando sus piernas, probando las fuerzas de su nuevo cuerpo, dudando un poco al principio, asombrado un minuto más tarde, y corriendo luego con un regocijo absoluto que se unía a la hierba roja y purpúrea y al ondulante vapor de lluvia que caía sobre la sierra.
Mientras corría fue consciente de una sensación de música, una música que latía dentro de su cuerpo, que manaba a través de todo su ser, elevándolo en alas de una plateada ligereza. Una música como la que podría surgir de un campanario en una soleada colina en primavera.
A medida que se aproximaba a la colina, la música se hizo más profunda e inundó el universo con un rocío de sonido mágico. Y entonces supo que la música provenía de la gorgoteante cascada que caía por la ladera resplandeciente del acantilado.
Pero sabía que no era una caída de agua, sino de amoníaco, y que el acantilado era blanco porque era oxígeno solidificado. Fowler patinó hasta detenerse en el lugar donde la cascada se abría en un resplandeciente arco iris de cientos de colores. Eran literalmente cientos, porque aquí, según observaron, no había matices de un color primario hasta otro, tal como los ve el ojo humano, sino una gama claramente diferenciada que descomponía al prisma hasta su última y esencial clasificación.
- La música - dijo Towser.
- ¿Sí, qué hay con ella?
- La música - dijo Towser - son las vibraciones del agua al caer.
- Pero Towser, tú no sabes nada de vibraciones.
- Sí, sé - lo contradijo Towser -. Acaba de surgir en mi mente.
Fowler tragó saliva mentalmente.
- ¡Surgir en tu mente!
Y de repente, apareció en su cerebro una fórmula, la fórmula del proceso que haría que los metales toleraran la presión de Júpiter.
Atónito, contempló la cascada con fijeza, y velozmente, su mente aprehendió los colores y los colocó en la secuencia exacta del espectro. Así de simple. Surgido de la nada. Surgiendo de la nada, porque él no sabía nada de metales ni de colores.
- Towser - gritó -. ¡Towser, algo nos está sucediendo!
- Sí, ya sé - dijo Towser.
- Es nuestro cerebro - dijo Fowler -. Lo estarnos usando en su totalidad, hasta el último rincón. Estamos usándolo para elaborar cosas que debimos haber sabido siempre. Tal vez los cerebros de los seres de la Tierra son lentos y obnubilados por naturaleza. Tal vez seamos los débiles mentales del universo. Tal vez estarnos hechos de modo tal que podríamos hacer las cosas de la manera más difícil.
Y, con la nueva agudeza y claridad de pensamiento que parecía invadirle, Fowler supo que no sería solo una cuestión de colores en una cascada o de metales que resistirían la presión de Júpiter. Sentía otras cosas, cosas no muy claras. Un vago susurro que sugería grandiosas posibilidades, misterios que trascendían la barrera del pensamiento humano, que trascendían incluso la imaginación humana. Misterios, hechos, lógica construida por el razonamiento. Algo que cualquier cerebro podría lograr si usara todo su poder de raciocinio.
- Aún somos terrestres - dijo -. Solo estarnos empezando a comprender algunas de las cosas que sabremos, unas pocas de las cosas que se nos negaron corno seres humanos, tal vez porque éramos seres humanos. Porque nuestros cuerpos humanos eran inferiores. Pobremente equipados para pensar, pobremente equipados en algunos sentidos que uno necesita tener para saber. Tal vez careciéramos incluso de algunos sentidos necesarios para lograr el verdadero conocimiento.
Se volvió a contemplar la cúpula, una diminuta silueta oscura empequeñecida por la distancia.
Allí había hombres que no podían ver la belleza de Júpiter, hombres que pensaban que un torbellino de nubes y una densa lluvia oscurecían la paz del planeta. Ciegos ojos humanos. Pobres ojos. Ojos que no podían ver la belleza de las nubes, que no podían ver a través de la tormenta. Cuerpos que no podían sentir el estremecimiento producido por la conmovedora música de la caída de agua.
Hombres que marchaban en soledad, en terrible soledad, hablando por medio de sus lenguas como un grupo de boy scouts que se comunica torpemente por medio de señales, incapaces de alcanzar y tocar mente de otro, como él podía alcanzar y llegar a mente de Towser. Impedidos para siempre de lograr un contacto íntimo y personal con los demás seres vivientes.
El, Fowler, había esperado el terror inspirado por las cosas desconocidas de la superficie, había esperado acobardarse ante la amenaza de lo desconocido, se había acorazado contra la repulsión que le causaría una situación no terráquea.
Pero, en vez de eso, había hallado algo más grandioso que todo lo conocido por el Hombre. Un cuerpo ágil, más seguro. Un sentimiento de regocijo, un sentido mas profundo de la vida. Una mente más aguda que ni siquiera los soñadores de la tierra podían imaginar.
- Vamos - lo urgió Towser
- ¿Dónde quieres ir?
- A cualquier parte - dijo Towser -. Vámonos simplemente, y veremos adónde llegamos. Tengo bien, una sensación..., una sensación.
- Sí, lo sé - dijo Fowler.
Porque él también tenía la misma sensación. La sensación de un destino superior. Una cierta sensación de grandeza. La certeza de que en algún lado, más allá del horizonte, lo aguardaban aventuras, y cosas más grandes aún que la aventura.
Los otros cinco también lo habrían sentido. Habrían sentido la urgencia de ir y ver, la compulsivo sensación de que los aguardaba una vida de plenitud y sabiduría.
Por eso, Fowler lo supo, no habían regresado.
- No regresaré - dijo Towser.
- No podemos abandonarlos - dijo Fowler.
Fowler dio uno o dos pasos en dirección a la cúpula, luego se detuvo.
De regreso a la cúpula. De regreso a ese cuerpo doloroso, cargado de veneno, que había dejado atrás. Antes no le había parecido doloroso, pero ahora sí.
De regreso a su mente confusa, a su pensamiento turbio. De regreso a las bocas chasqueantes que articulaban señales que los otros entendían. De regreso a unos ojos que ahora le parecían peor que la ceguera. De regreso a la sordidez, a arrastrarse, a la ignorancia.
- Quizás algún día - dijo, murmurando para sí.
- Tenemos muchas cosas para hacer y ver - dijo Towser -. Tenemos mucho que aprender. Descubriremos cosas...
Sí, descubrirían cosas. Civilizaciones, quizá. Civilizaciones que harían que la del Hombre pareciera minúscula en comparación. Descubrirían belleza y, lo que era más importante, podrían comprender esa belleza. Y una camaradería que nadie había conocido antes... que ningún Hombre, ni ningún perro habían conocido antes.
Y la vida. Los apremios de la vida plena después de lo que parecía una existencia narcotizada.
- No puedo regresar - dijo Towser.
- Ni yo - dijo Fowler.
- Volverían a convertirme en perro - dijo Towser.
- Y a mí - dijo Fowler - en hombre
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FIN
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Julio Cortázar - MINICUENTOS DE CRONOPIOS
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COMERCIO
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Los famas habían puesto una fábrica de mangueras, y emplearon a numerosos cronopios para el enrollado y depósito. Apenas los cronopios estuvieron en el lugar del hecho, una grandísima alegría. Había mangueras verdes, rojas, azules, amarillas y violetas. Eran transparentes y al ensayarlas se veía correr el agua con todas sus burbujas y a veces un sorprendido insecto. Los cronopios empezaron a lanzar grandes gritos, y querían bailar tregua y bailar catala en vez de trabajar. Los famas se enfurecieron y aplicaron en seguida los artículos 21, 22 y 23 del reglamento interno. A fin de evitar la repetición de tales hechos.
Como los famas son muy descuidados, los cronopios esperaron circunstancias favorables y cargaron muchísimas mangueras en un camión. Cuando encontraban una niña, cortaban un pedazo de manguera azul y se la obsequiaban para que pudiese saltar a la manguera. Así en todas las esquinas se vieron nacer bellísimas burbujas azules transparentes, con una niña adentro que parecía una ardilla en su jaula. Los padres de la niña aspiraban a quitarle la manguera para regar el jardín, pero se supo que los astutos cronopios las habían pinchado de modo que el agua se hacía pedazos en ellas y no servía para nada. Al final los padres se cansaban y la niña iba a la esquina y saltaba y saltaba.
Con las mangueras amarillas los cronopios adornaron diversos monumentos, y con las mangueras verdes tendieron trampas al modo africano en pleno rodela, para ver cómo las esperanzas caían una a una. Alrededor de las esperanzas caídas los cronopios bailaban tregua y bailaban catala, y las esperanzas les reprochaban su acción diciendo así:
- Crueles cronopios cruentos. ¡Crueles!
Los cronopios, que no deseaban ningún mal a las esperanzas, las ayudaban a levantarse y les regalaban pedazos de manguera roja. Así las esperanzas pudieron ir a sus casas y cumplir el m s intenso de sus anhelos: regar los jardines verdes con mangueras rojas.
Los famas cerraron la fábrica y dieron un banquete lleno de discursos fúnebres y camareros que servían el pescado en medio de grandes suspiros. Y no invitaron a ningún cronopio, y solamente a las esperanzas que no habían caído en las trampas del rosedal, porque las otras se habían quedado con pedazos de manguera y los famas estaban enojados con esas esperanzas.
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LA CONSERVACION DE LOS RECUERDOS
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Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: "Excursión a Quilmes", o: "Frank Sinatra".
Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: "No vayas a lastimarte", y también: "Cuidado con los escalones." Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras en las de los cronopios hay una gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.
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CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
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Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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HISTORIA VERIDICA
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A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caro, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.
Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.
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INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL RELOJ
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Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca.
Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
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DE LA SIMETRIA INTERPLANETARIA
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This is very disgusting. Donald Duck
Apenas desembarcado en el planeta Faros, me llevaron los farenses a conocer el ambiente físico, fitogeográfico, zoogeográfico, político-económico y nocturno de su ciudad capital que ellos llaman 956.
Los farenses son lo que aquí denominaríamos insectos; tienen altísimas patas de araña (suponiendo una araba verde, con pelos rígidos y excrecencias brillantes de donde nace un sonido continuado, semejante al de una flauta y que, musicalmente conducido, constituye su lenguaje); de sus ojos, manera de vestirse, sistemas políticos y procederes eróticos hablaré alguna otra vez. Creo que me querían mucho; les expliqué, mediante gestos universales, mi deseo de aprender su historia y costumbres; fui acogido con innegable simpatía.
Estuve tres semanas en 956; me bastó para descubrir que los farenses eran cultos, amaban las puestas de sol y los problemas de ingenio. Me faltaba conocer su religión, para lo cual solicité datos con los pocos vocablos que poseía -pronunciándolos a través de un silbato de hueso que fabriqué diestramente-. Me explicaron que profesaban el monoteísmo, que el sacerdocio no estaba aún del todo desprestigiado y que la ley moral les mandaba ser pasablemente buenos. El problema actual parecía consistir en Illi. Descubrí que Illi era un farense con pretensiones de acendrar la fe en los sistemas vasculares ("corazones" no sería morfológicamente exacto) y que estaba en camino de conseguirlo.
Me llevaron a un banquete que los distinguidos de 956 le ofrecieron a Illi. Encontré al heresiarca en lo alto de la pirámide (mesa, en Faros) comiendo y predicando. Lo escuchaban con atención, parecían adorarlo, mientras Illi hablaba y hablaba.
Yo no conseguía entender sino pocas palabras. A través de ellas me formé una alta idea de Illi. Repentinamente creí estar viviendo un anacronismo, haber retrocedido a las épocas terrestres en que se gestaban las religiones definitivas. Me acordé del Rabbi Jesús. También el Rabbi Jesús hablaba, comía y hablaba, mientras los demás lo escuchaban con atención y parecían adorarlo.
Pensé: Y si éste fuera también Jesús? No es novedad la hipótesis de que bien podría el Hijo de Dios pasearse por los planetas convirtiendo a los universales. Por qué iba a dedicarse con exclusividad a la tierra? Ya no estamos en la era geocéntrica; concedámosle el derecho a cumplir su dura misión en todas partes.
Illi seguía adoctrinando a los comensales. Más y más me pareció que aquel farense podía ser Jesús. "Qué tremenda tarea", pensé. "Y monótona, además. Lo que falta saber es si los seres reaccionan igualmente en todos lados. Lo crucificarían en Marte, en Júpiter, en Plutón..?"
Hombre de la Tierra, sentí nacerme una vergüenza retrospectiva. El Calvario era un estigma coterráneo, pero también una definición. Probablemente habíamos sido los únicos capaces de una villanía semejante ¡Clavar en un madero al hijo de Dios..!
Los farenses, para mi completa confusión, aumentaban las muestras de su cariño; prosternados (no intentaré describir el aspecto que tenían) adoraban al maestro. De pronto, me pareció que Illi levantaba todas las patas a la vez (y las patas de un farense son diecisiete). Se crispó en el aire y cayó de golpe sobre la punta de la pirámide (la mesa). Instantáneamente quedó negro y callado; pregunté, y me dijeron que estaba muerto.
Parece que le habían puesto veneno en la comida.
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EL ALMUERZO
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No sin trabajo un cronopio llegó a establecer un termómetro de vidas. Algo entre termómetro y topómetro, entre fichero y curriculum vitae.
Por ejemplo, el cronopio en su casa recibía a un fama, una esperanza y un profesor de lenguas. Aplicando sus descubrimientos estableció que el fama era infra-vida, la esperanza para-vida, y el profesor de lenguas inter-vida. En cuanto al cronopio mismo, se consideraba ligeramente super-vida, pero m s por poesía que por verdad.
A la hora del almuerzo este cronopio gozaba en oír hablar a sus contertulios, porque todos creían estar refiriéndose a las mismas cosas y no era así. La inter-vida manejaba abstracciones tales como espíritu y conciencia que la para-vida escuchaba como quien oye llover, tarea delicada. Por supuesto la infra-vida pedía a cada instante el queso rallado, y la super-vida trinchaba el pollo en cuarenta y dos movimientos, método Stanley-Fitzsmmons. A los postres las vidas se saludaban y se iban a sus ocupaciones, y en la mesa quedaban solamente pedacitos sueltos de la muerte.
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EL CANTO DE LOS CRONOPIOS
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Cuando los cronopios cantan sus canciones preferidas, se entusiasman de tal manera que con frecuencia se dejan atropellar por camiones y ciclistas, se caen por la ventana, y pierden lo que llevaban en los bolsillos y hasta la cuenta de los días.
Cuando un cronopio canta, las esperanzas y los famas acuden a escucharlo aunque no comprenden mucho su arrebato y en general se muestran algo escandalizados. En medio del coro el cronopio levanta sus bracitos como si sostuviera el sol, como si el cielo fuera una bandeja y el sol la cabeza del Bautista, de modo que la canción del cronopio es Salomé desnuda danzando para los famas y las esperanzas que est n ahí boquiabiertos y preguntándose si el señor cura, si las conveniencias. Pero como en el fondo son buenos (los famas son buenos y las esperanzas bobas), acaban aplaudiendo al cronopio, que se recobra sobresaltado, mira en torno y se pone también a aplaudir, pobrecito.
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HISTORIA
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Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.
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LA FOTO SALIO MOVIDA
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Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo esta algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para que. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles.
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LUCAS, SUS PUDORES
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En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida est apenas a tres metro del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que ha el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberar uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde.
Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezar lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.
Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro que de un segundo a otro resonar el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que No hay placer más exquisito que cagar bien despacito ni placer más delicado que después de haber cagado.
Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.
Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisión mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.
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NO SE CULPE A NADIE
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El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos, aunque en cambio, parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente, salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie doce pisos.
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INCONVENIENTES EN LOS SERVICIOS PUBLICOS
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Vea lo que pasa cuando se confía en los cronopios. Apenas lo habían nombrado Director General de Radiodifusión, este cronopio llamó a unos traductores de la calle San Martín y les hizo traducir todos los textos, avisos y canciones al rumano, lengua no muy popular en la Argentina.
A las ocho de la mañana los famas empezaron a encender sus receptores, deseosos de escuchar los boletines así como los anuncios del Geniol y del Aceite Cocinero que es de todos el primero.
Y los escucharon, pero en rumano, de modo que solamente entendían la marca del producto. Profundamente asombrados, los famas sacudían los receptores pero todo seguía en rumano, hasta el tango Esta noche me emborracho, y el Tel‚fono de la Dirección General de Radiodifusión estaba atendido por una señorita que contestaba en rumano a las clamorosas reclamaciones, con lo cual se fomentaba una confusión padre.
Enterado de esto el Superior Gobierno mandó fusilar al cronopio que así mancillaba las tradiciones de la patria. Por desgracia el pelotón estaba formado por cronopios conscriptos, que en vez de tirar sobre el ex Director General lo hicieron sobre la muchedumbre congregada en la Plaza de Mayo, con tan buena puntería que bajaron a seis oficiales de marina y a un farmacéutico. Acudió un pelotón de famas, el cronopio fue debidamente fusilado, y en su reemplazo se designó a un distinguido autor de canciones folklóricas y de un ensayo sobre la materia gris. Este fama restableció el idioma nacional en la radiotelefonía, pero pasó que los famas habían perdido la confianza y casi no encendían los receptores.
Muchos famas, pesimistas por naturaleza, habían comprado diccionarios y manuales de rumano, así como vidas del rey Carol y de la señora Lupescu. El rumano se puso de moda a pesar de la cólera del Superior Gobierno, y a la tumba del cronopio iban furtivamente delegaciones que dejaban caer sus lágrimas y sus tarjetas donde proliferaban nombres conocidos en Bucarest, ciudad de filatelistas y atentados.
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INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA
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Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en ‚este descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso
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VIAJES
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Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.
Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café‚ a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de "Alegría de los famas".
Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad".
Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.
Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan.
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LA CUCHARADA ESTRECHA
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Un fama descubrió que la virtud era un microbio redondo y lleno de patas. Instantáneamente dio a beber una gran cucharada de virtud a su suegra. El resultado fue horrible: esta señora renunció a sus comentarios mordaces, fundó un club para la protección de alpinistas extraviados, y en menos de dos meses se condujo de manera tan ejemplar que los defectos de su hija, hasta entonces inadvertidos, pasaron a primer plano con gran sobresalto y estupefacción del fama. No le quedó más remedio que dar una cucharada de virtud a su mujer, la cual lo abandonó esa misma noche por encontrarlo grosero, insignificante, y en un todo diferente de los arquetipos morales que flotaban rutilando ante sus ojos.
El fama lo pensó largamente, y al final se tomó un frasco de virtud. Pero lo mismo sigue viviendo solo y triste. Cuando se cruza en la calle con su suegra o su mujer, ambos se saludan respetuosamente y desde lejos. No se atreven ni siquiera a hablarse, tanta es su respectiva perfección y el miedo que tienen de contaminarse.
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LOS EXPLORADORES
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Tres cronopios y un fama se asocian espeleológicamente para descubrir las fuentes subterráneas de un manantial. Llegados a la boca de la caverna un cronopio desciende sostenido por los otros, llevando a la espalda un paquete con sus sándwiches preferidos (de queso). Los dos cronopios-cabrestante lo dejan bajar poco a poco, y el fama escribe en un gran cuaderno los detalles de la expedición. Pronto llega un primer mensaje del cronopio: furioso porque se han equivocado y le han puesto sandwiches de jamón. Agita la cuerda y exige que lo suban. Los cronopios-cabrestante se consultan afligidos, y el fama se yergue en toda su terrible estatura dice: NO, con tal violencia que los cronopios sueltan la soga y acuden a calmarlo. Están en eso cuando llega otro mensaje, porque el cronopio ha caído justamente sobre las fuentes del manantial, y desde ahí comunica que todo va mal, entre injurias y lágrimas informa que los sandwiches son todos de jamón, que por más que mira y mira, entre los sandwiches de jamón no hay ni uno solo de queso.
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PROGRESO Y RETROCESO
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Inventaron un cristal que dejaba pasar las moscas. La mosca venía, empujaba un poco con la cabeza y pop ya estaba del otro lado. Alegría enormísima de la mosca.
Todo lo arruinó un sabio húngaro al descubrir que la mosca podía entrar pero no salir, o viceversa, a causa de no se sabe qué macana en la flexibilidad de las fibras de este cristal que era muy fibroso. En seguida inventaron el cazamoscas con un terrón de azúcar adentro, y muchas moscas morían desesperadas. Así acabó toda posible confraternidad con estos animales dignos de mejor suerte.
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SU FE EN LAS CIENCIAS
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Una esperanza creía en los tipos fisonómicos, tales como los ñatos, los de cara de pescado, los de gran toma de aire, los cetrinos y los cejudos, los de cara intelectual, los de estilo peluquero, etc. Dispuesto a clasificar definitivamente estos grupos empezó, por hacer grandes listas de conocidos y los dividió en los grupos citados más arriba. Tomó entonces el primer grupo, formado por ocho ñatos, y vio con sorpresa que en realidad estos muchachos se subdividían en tres grupos, a saber: los ñatos bigotudos, los ñatos tipo boxeador y los ñatos estilo ordenanza de ministerio, compuestos respectivamente por 3, 3 y 2 ñatos. Apenas los separó en sus nuevos grupos (en el Paulista de San Martín, donde los había reunido con gran trabajo y no poco mazagrán bien frappé) se dio cuenta de que el primer subgrupo no era parejo, porque dos de los ñatos bigotudos pertenecían al tipo carpincho, mientras el restante era con toda seguridad un ñato de corte japonés. Haciéndolo a un lado con ayuda de un buen sandwich de anchoa y huevo duro organizó al subgrupo de los dos carpinchos, y se disponía a inscribirlo en su libreta de trabajos científicos cuando uno de los carpinchos miró para un lado y el otro carpincho miró hacia el lado opuesto, a consecuencia de lo cual la esperanza y los demás concurrentes pudieron percatarse de que mientras el primero de los carpinchos era evidentemente un ñato braquicéfalo, el otro ñato producía un cráneo mucho más apropiado para colgar un sombrero que para encasquetárselo. Así fue cómo se le disolvió el subgrupo, y del resto no hablemos porque los demás sujetos habían pasado del mazagrán a la caña quemada, y en lo único que se parecían a esa altura de las cosas era en su firme voluntad de seguir bebiendo a expensas de la esperanza.
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TERAPIAS
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Un cronopio se recibe de médico y abre un consultorio en la calle Santiago del Estero. En seguida viene un enfermo y le cuenta cómo hay cosas que le duelen y cómo de noche no duerme y de día no come.
- Compre un gran ramo de rosas - dice el cronopio.
El enfermo se retira sorprendido, pero compra el ramo y se cura instantáneamente. Lleno de gratitud acude al cronopio, y además de pagarle le obsequia, fino testimonio, un hermoso ramo de rosas. Apenas se ha ido el cronopio cae enfermo, le duele por todos lados, de noche no duerme y de día no come.
FIN
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Arthur C. Clarke - EL CENTINELA
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La próxima vez que vea la luna llena en lo alto, hacia el Sur, mire con atención a su reborde a mano derecha y deje a su ojo viajar hacia arriba a lo largo de la curva del disco. Alrededor de las dos del reloj, observará un círculo pequeño y oscuro. Cualquiera con una visión normal lo encontrará con bastante facilidad. Se trata de la gran llanura amurallada, una de las mejores de la Luna y que se conoce como Mare Crisium, el Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de diámetro, y casi rodeada por completo por un anillo de magníficas montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1996.
Nuestra expedición era bastante importante. Teníamos dos pesados cargueros que habían traído en vuelo nuestros suministros y equipo desde la base lunar principal situada en el Mare Serenitatis, a unos ochocientos kilómetros de allí. Había también tres pequeños cohetes previstos para transportes de escaso radio de acción sobre aquellas regiones que nuestros vehículos de superficie no pudieran cruzar. Por suerte, la mayor parte del Mare Crisium es completamente llana. No existen ninguna de las grandes grietas tan frecuentes y peligrosas en otras partes, y son muy pocos los cráteres o montañas de cualquier tamaño. Por lo que sabíamos, nuestros poderosos tractores oruga no tendrían la menor dificultad en llevarnos adonde quisiésemos.
Yo era geólogo, o mejor dicho selenólogo, si desea ser pedante, al mando del grupo de exploración de la zona sur del Mare. Habíamos recorrido ya, en una semana, unos ciento cincuenta kilómetros, bordeando las faldas de las montañas a lo largo de la orilla de lo que en un tiempo fue un mar, unos mil millones de años atrás. Cuando la vida se iniciaba en la Tierra, aquí ya se hallaba moribunda. Las aguas se retiraban de los flancos de aquellos estupendos riscos, hacia el vacío corazón de la Luna. Por el territorio que cruzábamos, aquel océano sin mareas había tenido un día más de treinta kilómetros de profundidad, y ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se encontraba en cavernas en las que la ardiente luz del sol no penetraba jamás.
Habíamos empezado nuestro viaje a primera hora del lento amanecer lunar, y faltaba todavía una semana, según el tiempo de la Tierra, para que cayese la noche. Media docena de veces al día debíamos abandonar nuestros vehículos y salir con los trajes espaciales en busca de minerales interesantes, o a colocar marcas que sirviesen de guía a futuros viajeros. Se trataba de una rutina monótona. No existe nada peligroso, ni siquiera excitante, en una exploración lunar. Podíamos vivir con toda comodidad durante un mes en nuestros tractores presurizados y, si nos enfrentábamos con algún problema, siempre podíamos recurrir a la radio para pedir ayuda y esperar hasta que cualquier nave espacial acudiese a rescatarnos.
Acabo de decir que no hay nada excitante en la exploración lunar; pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno puede llegar a cansarse de aquellas increíbles montañas, mucho más escarpadas que las de la Tierra. Mientras rodeábamos los cabos y promontorios de aquel mar desaparecido, no sabíamos jamás qué nuevos esplendores se nos revelarían. Toda la curva sur del Mare Crisium forma un vasto delta donde, en un tiempo, una serie de ríos se abrieron camino hacia el océano, alimentados tal vez por las lluvias torrenciales que debieron batir las montañas en la breve era volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos antiguos valles era una invitación, desafiándonos a trepar por ellos hacia las desconocidas tierras altas que se hallaban más allá. Pero teníamos que cubrir aún unos ciento cincuenta kilómetros y sólo podíamos mirar con deseo aquellas alturas que otros escalarían.
A bordo del tractor, conservábamos el horario de la Tierra. Y, a las 22.00 en punto, teníamos que enviar el mensaje de radio a la Base y cerrar el contacto por ese día. Afuera, las rocas arderían aún bajo un sol casi vertical; sin embargo, para nosotros, sería de noche hasta que despertásemos de nuevo ocho horas después. Luego, uno de los que estábamos allí prepararía el desayuno, se escucharía un gran ronroneo de máquinas de afeitar eléctricas y alguno conectaría la radio de onda corta emitida desde la Tierra. Asimismo, cuando el olor de las salchichas fritas comenzase a llenar la cabina, resultaría difícil creer que no nos hallábamos de regreso en nuestro propio mundo. Hasta tal punto era todo tan normal y hogareño, si dejábamos de lado la sensación de haber disminuido de peso y la poco natural lentitud con que caían los objetos.
Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal, que hacía las veces de cocina. Después de tantos años, puedo recordar aquel momento de una forma muy vívida, puesto que en la radio acababan de tocar una de mis melodías favoritas, la antigua tonada galesa de David en la Roca Blanca. Nuestro conductor ya estaba fuera, con su traje espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, se encontraba delante, en la posición de control, realizando algunas anotaciones en el Diario del día anterior.
Mientras me hallaba de pie al lado de la sartén, aguardando, como cualquier ama de casa terrestre, a que se dorasen las salchichas, dejé que mi mirada errase ociosa por las paredes de la montaña que cubrían todo el horizonte sur y se extendían, hasta perderse de vista, hacia el Este y el Oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a sólo unos tres kilómetros del tractor; sin embargo, yo sabía que la más cercana se hallaba a treinta kilómetros. Naturalmente, en la Luna no se pierden los detalles con la distancia, pues no existe ninguna de las casi imperceptibles neblinas que, en la Tierra, tamizan y a veces desfiguran las cosas lejanas.
Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y ascendían abruptamente desde la llanura, como si unas eras atrás alguna erupción subterránea las hubiese lanzado hacia el cielo a través de la fundida corteza. Incluso la base de la más cercana quedaba oculta por la curvadísima superficie de la llanura, ya que la Luna es un mundo muy pequeño y, desde donde yo me encontraba, el horizonte se hallaba a sólo unos tres kilómetros.
Alcé los ojos hacia los picos a los que no había ascendido jamás ningún hombre, unas cumbres que, antes del principio de la vida terrestre, habían contemplado los océanos en retirada hundiéndose sombríamente en sus tumbas y llevándose consigo la esperanza y la promesa del mañana de un mundo. La luz solar se estrellaba contra las cumbres con un resplandor que hacía daño a la vista; aunque, sólo un poco por encima de ellas, las estrellas alumbraban con firmeza en un cielo más negro que en cualquier noche invernal de la Tierra.
Estaba ya volviéndome, cuando mi ojo captó un reflejo metálico en lo alto de la arista de un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, unos cincuenta kilómetros hacia el Oeste. Se trataba de un punto de luz impreciso, como si una estrella hubiese sido arrancada del cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que alguna pulida superficie rocosa captaba la luz solar y hacía las veces de un heliógrafo directamente hacia mis ojos. Cosas de este tipo no eran raras. A veces, cuando la Luna se encuentra en su segundo cuarto, los observadores de la Tierra ven las grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arder con una iridiscencia de un azul blanquecino, pues la luz del Sol destella desde sus faldas y salta de nuevo de un mundo a otro. No obstante, tuve curiosidad por saber qué clase de roca podía brillar allí con tanta intensidad. Subí a la torre de observación e hice girar hacia el Oeste nuestro telescopio de diez centímetros, vi lo suficiente como para quedar tentado. Muy claro y nítido en el campo de visión, los picos de la montaña parecían encontrarse a menos de un kilómetro; Pero aquello que atrapaba la luz solar era demasiado pequeño para ser captado. Sin embargo, parecía poseer una simetría elusiva, Y la cumbre sobre la que descansaba era curiosamente plana. Contemplé aquel resplandeciente enigma, forzando durante un buen rato mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor a quemado procedente de la cocina me dijo que nuestras salchichas para el desayuno habían efectuado en vano un viaje de más de cuatrocientos mil kilómetros.
Toda aquella mañana, estuvimos discutiendo durante nuestro recorrido a través del Mare Crisium, mientras las montañas orientales se alzaban cada vez más hacia el cielo. Incluso cuando buscábamos nuestros trajes espaciales, la discusión continuó por radio. Era del todo seguro, argumentaban mis compañeros, que jamás se había visto ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Las únicas cosas vivientes que hubieran podido existir allí eran algunas plantas primitivas y sus un poco menos degenerados antepasados. Sabía todo aquello lo mismo que cualquiera; sin embargo, hay ocasiones en las que un científico no debe tener miedo a hacer un poco el ridículo.
- Escuchadme - les dije al fin -. Voy a ir allí, aunque sólo sea para quedarme tranquilo. Esa montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura; es decir, sólo setecientos según la gravedad terrestre, y puedo hacer el recorrido a lo sumo en veinte horas. Siempre he deseado, por otra parte, escalar esas montañas, y esto me proporciona una excusa excelente.
- Si no te rompes el cuello - respondió Garnett -, te convertirás en el hazmerreír de la expedición cuando regresemos a la Base. Y, a partir de ahora, esa montaña empezara a llamarse la Locura de Wilson.
- No me romperé el cuello - repliqué con firmeza -. ¿Quién fue el primer hombre que trepó a Pico Helicón?
- ¿Pero no eras bastante más joven en aquella época? - preguntó Louis en tono amable.
- Eso - repliqué con suma dignidad - es una razón tan buena como cualquier otra para desear ir.
Aquella noche nos acostamos temprano, tras llevar el tractor hasta un kilómetro del promontorio. Garnett vendría conmigo por la mañana. Era un buen alpinista y me había acompañado con frecuencia en hazañas de aquel tipo. Nuestro conductor quedó muy complacido de que lo dejáramos al mando de la máquina.
A primera vista, aquellos acantilados parecían por completo inescalables; sin embargo, para cualquiera que tenga una cabeza firme que aguante las alturas, es fácil trepar en un mundo donde todos los pesos son sólo de una sexta parte de su valor normal. El peligro auténtico en el montañismo lunar radica en la excesiva confianza. Una caída de doscientos metros en la Luna, te puede matar exactamente igual que una de treinta en la Tierra.
Hicimos nuestra primera parada en una amplia repisa a unos mil trescientos metros por encima de la llanura. La ascensión no había sido difícil; pero tenía los miembros un poco envarados a causa del desacostumbrado esfuerzo, y me alegró poder descansar. Aún veíamos el tractor como un pequeño insecto metálico, muy alejado al pie del acantilado, e informamos de nuestro avance al conductor antes de comenzar la siguiente etapa de ascensión.
En el interior de nuestros trajes reinaba un confortable frescor, puesto que las unidades de refrigeración luchaban contra el implacable sol y eliminaban el calor corporal de nuestro esfuerzo. Apenas nos hablábamos, excepto para pasarnos instrucciones acerca de la ascensión y para discutir el mejor plan de subida. No sabía lo que pensaba Garnett. Probablemente, que aquélla era la aventura más descabellada en la que jamás se había embarcado. Yo estaba más que a medias de acuerdo con él; pero la alegría de la ascensión, saber que ningún hombre había hollado aquel camino antes y el entusiasmo que proporcionaba el paisaje al ampliarse cada vez más ante nosotros, me iba concediendo toda la recompensa que anhelaba.
No creo haber sentido una particular excitación al ver delante de nosotros la pared de roca que había inspeccionado por primera vez con el telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se elevaba a unos veinte metros por encima de nuestras cabezas; y allí, en la meseta, se encontraría la cosa que me había llevado hasta ese lugar por aquellos desolados parajes. Seguramente no se trataría más que de una roca astillada muchísimos años atrás por la caída de un meteorito, y que conservaba sus planos de escisión aún frescos y brillantes en aquella quietud incorruptible e inmutable.
No había en la parte delantera de la roca ningún lugar donde asirse con las manos, y tendríamos que emplear un garfio. Mis cansados brazos parecieron recuperar nueva fuerza al hacer girar sobre mi cabeza el ancla metálica tridentada y lanzarla en la dirección de las estrellas. La primera vez no agarró y cayó con lentitud al tirar de la cuerda. Al tercer intento, los dientes se clavaron con firmeza, y el peso de los dos juntos ya no fue capaz de arrancarlos.
Garnett me miró con ansiedad. Me pareció que quería ser el primero, pero le sonreí desde el cristal de mi casco y meneé la cabeza. Muy despacio, tomándome tiempo, emprendí la ascensión final.
Incluso con mi traje espacial, aquí sólo pesaba unos veinte kilos. Me izaba con una mano tras otra, sin preocuparme de emplear los pies. Al llegar al borde, hice una pausa y una seña a mi compañero, tras lo cual acabé de subir por el filo. Me puse de pie y miré ante mí.
Deben comprender que, hasta este momento, había estado convencido casi por completo de que allí no habría nada extraño o fuera de lo corriente. Casi. Pero no por completo. Aquella tentadora duda era la que me había impulsado a seguir adelante. Pues ahora ya no había duda; pero el misterio sólo acababa de comenzar.
Me hallaba de pie en una meseta como de unos treinta metros de diámetro. En un tiempo había sido lisa por completo (demasiado lisa para ser natural); pero las caídas de meteoritos habían marcado y perforado su superficie a través de inmensurables eones. Lo habían aplanado para soportar una estructura reluciente y más o menos piramidal, que doblaba en altura a un hombre, y que se hallaba empotrada en la roca como una joya gigantesca y de múltiples facetas.
Probablemente, en aquellos primeros segundos, ninguna emoción llenó en absoluto mi mente. Luego, sentí una euforia inmensa y una alegría extraña e inexpresable. En realidad, amaba a la Luna, y ahora supe que el moho rastrero de Aristarco y Erastóstenes no había sido la única vida que albergó durante su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. A fin de cuentas, había existido una civilización lunar, y yo era el primero que la había encontrado. Haber llegado tal vez con un centenar de millones de años de retraso no me turbaba lo más mínimo. Era suficiente haber podido llegar.
Mi mente empezó a funcionar con normalidad, para analizar y plantear preguntas. ¿Se trataba de un edificio, un santuario, o algo para lo que mi idioma carecía de denominación? Si era un edificio, ¿por qué lo habían construido en un lugar tan poco accesible? Me pregunté si aquello sería un templo, y me imaginé a los adeptos de alguna extraña fe clamando a sus dioses para que los salvasen mientras la vida de la Luna refluía junto con los agonizantes océanos; y apelando en vano a sus deidades...
Avancé una docena de pasos para examinar aquello desde más cerca. Pero un sentido de precaución me contuvo de aproximarme demasiado. Sabía un poco de arqueología, y traté de deducir el nivel cultural de la civilización que había limado aquella montaña y alzado aquellas superficies relucientes de espejo que aún me deslumbraban los ojos.
Pensé que los egipcios podrían haber hecho algo así, si sus obreros hubiesen poseído algunos materiales más extraños que los empleados por aquellos arquitectos mucho más antiguos. Por lo reducido de aquella cosa, no se me ocurrió que pudiera estar contemplando la obra de una raza mucho más avanzada que la mía. La idea de que en la Luna hubiese habido inteligencia era demasiado tremenda para captarla, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante salto.
Luego, me percaté de algo que me produjo un escalofrío en la nuca, una cosa tan trivial y tan inocente que muchos jamás se habrían fijado en ello. Ya he explicado que la meseta presentaba las cicatrices producidas por los meteoritos; pero estaba también revestida de unos centímetros de polvo cósmico, algo que siempre se filtra a la superficie de cualquier mundo donde no hay vientos que lo perturben. Sin embargo, el polvo y las cicatrices terminaban de pronto en un amplio círculo que rodeaba la pequeña pirámide, como si una pared invisible la protegiera de las inclemencias del tiempo y del lento pero incesante bombardeo desde el espacio.
Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado llamando desde hacía rato. Anduve vacilante hasta el borde del risco y le hice señales para que se reuniera conmigo, pues no confiaba en mí lo suficiente para expresarlo con palabras. Luego, regresé hacia el círculo en el polvo. Recogí un fragmento de roca astillada y lo lancé con suavidad contra el brillante enigma. Si el guijarro se hubiese desvanecido en aquella invisible barrera no me hubiera sorprendido; pero pareció alcanzar una superficie semiesférica Y suave, y se deslizó blandamente hasta el suelo.
Supe que estaba mirando algo que no podía compararse con la antigüedad de mi propia raza. No era un edificio, sino una máquina, y que se protegía con unas fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, fuesen las que fuesen, operaban todavía, y tal vez me había acercado ya demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había atrapado y domesticado durante el siglo pasado. Según mis conocimientos, podía muy bien hallarme condenado de forma irrevocable, como si hubiese penetrado, sin llevar protección, en el aura mortífera de una pila atómica.
Recuerdo que entonces me volví hacia Garnett, que se había reunido conmigo y que se hallaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía como olvidado de mí. No quise molestarle y me dirigí al borde del acantilado en un esfuerzo por ordenar mis pensamientos. Allá, debajo de mí, yacía el Mare Crisium (precisamente el Mar de las Crisis), extraño y raro para la mayoría de los hombres; pero familiar y tranquilizador para mí. Alcé los ojos hacia el creciente de la Tierra, que yacía entre su cuna de estrellas, y me pregunté qué habían cubierto sus nubes cuando aquellos desconocidos constructores finalizaron su tarea. ¿Se encontraba en la selva llena de vapores del Carbonífero, en la desolada costa sobre la cual habían trepado los primeros anfibios para conquistar la tierra, o más temprano aún, en la larga soledad que precedió a la llegada de la vida?
No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, esa verdad que ahora me parece tan obvia. En la primera excitación de mi descubrimiento, di por supuesto, sin ponerlo en tela de juicio, que aquella aparición cristalina la había construido alguna raza perteneciente al pasado remoto de la Luna. Pero, de repente, y con una fuerza abrumadora, tuve la convicción de que se trataba de alguien tan ajeno a la Luna como yo mismo.
Durante veinte años no había encontrado la menor traza de vida excepto algunas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su destino, podía haber dejado algo más que un simple testimonio de su existencia.
Miré de nuevo la reluciente pirámide, y me pareció más remota que cualquier otra cosa que tuviera algo que ver con la Luna. De pronto, me estremecí con una loca e histérica risa, producto de la excitación y del esfuerzo. Me había imaginado que aquella pequeña pirámide me hablaba y me decía:
- Lo siento, pero yo también soy un extraño aquí.
Hemos tardado veinte años en quebrantar ese invisible escudo para llegar a la máquina que se encontraba dentro de aquellas paredes cristalinas. Lo que no podíamos entender, lo rompimos al fin con la fuerza salvaje de la energía atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella cosa hermosa y resplandeciente que encontré en lo alto de la montaña.
No tienen el menor sentido. El mecanismo, si es que se trataba de algún mecanismo, de la pirámide pertenece a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, tal vez sea la tecnología propia de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos obsesiona mucho más ahora que se ha llegado a los otros planetas y que sabemos que sólo la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente en nuestro Universo. Tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo ha podido construir esa máquina, puesto que el grosor del polvo espacial que había sobre la meseta nos permitió calcular su edad. Se depositó encima de la montaña antes de que la vida emergiera de los océanos de la Tierra.
Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su edad actual, «algo» procedente de las estrellas, pasó a través del Sistema solar, dejó aquella señal de su paso y siguió su camino. Hasta que la destruimos, esa máquina siguió cumpliendo la misión de sus constructores. En cuanto a cuál era esa misión, he aquí lo que conjeturo:
Hay cerca de cien mil millones de estrellas que giran en el círculo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo otras razas en los mundos de otros soles debieron haber alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado ahora. Pensad en esas civilizaciones, muy alejadas en el tiempo, en el mortecino resplandor que siguió a la Creación, dueños de un Universo tan joven que la vida sólo había llegado a unos cuantos mundos.
Debieron hallarse en una soledad que no podemos imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito y que no encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.
Debieron haber estado buscando en los cúmulos de estrellas, lo mismo que nosotros hemos buscado en los planetas. En todas partes existirían mundos; pero vacíos o poblados de cosas sin mente que se arrastraban. Así era nuestra propia Tierra, con el humo de los grandes volcanes manchando todavía los cielos, cuando la primera nave de los pueblos del amanecer se deslizó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos exteriores, sabiendo que la vida no podría desempeñar ningún papel en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose con el Sol y aguardando a que comenzasen sus historias.
Aquellos vagabundos debieron mirar hacia la Tierra, que giraba a salvo en la estrecha zona entre el fuego y el hielo, y debieron pensar que era la favorita de los hijos del Sol. En un futuro distante, habría allí inteligencia; pero tenían aún incontables estrellas ante ellos, y tal vez no volviesen nunca más por este camino.
Dejaron, pues, un centinela, uno de los millones que habían esparcido a través del Universo, para que vigilase todos los mundos en los que había una promesa de vida. Era un faro que, a través de todas las edades, ha estado señalando en silencio el hecho de que nadie lo había descubierto todavía.
Tal vez entenderéis ahora por qué la pirámide de cristal se alzó sobre la Luna en lugar de alzarse sobre la Tierra. Sus constructores no se preocupaban de las razas que aún se esforzaban desde su estado salvaje. De nuestra civilización sólo podía interesarles que demostrásemos aptitud para sobrevivir, para cruzar el espacio y escapar de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío al que todas las razas inteligentes deben hacer frente más tarde o más temprano. Se trata de un reto doble, porque depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la última elección entre la vida y la muerte.
Una vez hubiésemos superado aquella crisis, sólo sería cuestión de tiempo que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora, sus señales han cesado, y aquellos cuyo deber sea ése volverán sus mentes hacia la Tierra. Tal vez deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben ser ya viejos, muy viejos, y los ancianos sienten muchas veces unos celos enfermizos de los jóvenes.
Ahora ya no puedo mirar hacia la Vía Láctea sin preguntarme desde cuál de aquellas compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un lugar común muy socorrido, diré que hemos roto el cristal de la alarma contra incendios y lo único que tenemos que hacer es aguardar.
Pero no creo que debamos esperar demasiado. _
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FIN
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Francisco Ruiz Fernández - CENOTAFIO
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"Solitario te alzas - la parodia final
Destinado al silencio - un recuerdo a la mortalidad
Esculpido en piedra - un tributo a los caídos
Para víctimas sin nombre - cuya letanía no es leída
Nunca olvidadas - el recuerdo de la guerra permanece
Un oscuro recordatorio - del olvido de la humanidad
Esta solemne imagen - creada con resolución
Un monumento - a la conclusión final de la guerra."
Cenotaph, Bolt Thrower
Tom Morris había pasado ya varias horas deambulando por el espeso bosque cuando accedió a reconocer que se había perdido. Le enfurecía pensar que tras tres años como jefe de Boy Scouts en su Virginia natal hubiera acabado perdiéndose en un miserable bosquecillo de Vermont. Pero así era: los agrietados troncos y el suelo alfombrado de crujientes agujas conformaban un decorado monótono que sólo servía para desorientarle más aun; además todavía no había visto ninguna de las señales que había ido marcando en los troncos. Casi parecía como si los árboles, en cuando se daba la vuelta y se alejaba unos metros, las borraran de sus cortezas.
¡Si no hubiera perseguido como un crío a esa maldita ardilla! En el liviano aire de la sierra se podía oler la pronta llegada de la nieve como una intangible y gélida hoja que laceraba el rostro de Tom arrancándole el rubor: el verano había terminado, y el frío empezaba a hacer acto de presencia. Una ráfaga de viento cargado con aroma a resina acarició su cara con la consistencia de un sudario de seda.
Dios, y eso que sólo estamos en Septiembre... no quiero ni pensar cómo hará aquí en Diciembre, pensó Tom reprimiendo un escalofrío.
Aun con el problema de saberse perdido, no podía evitar verse influido por la belleza salvaje del paisaje que le rodeaba. En nada se parecía a su claustrofóbica Nueva York, donde vivía eternamente rodeado de asfalto, polución y suciedad, uno más en la marabunta humana. Aquí podía entrever el límpido cielo sin tener que alzar la cabeza casi perpendicularmente, y éste no era una paleta de tonos grisáceos y tristes, cargado con la peste de miles de coches, fábricas... Al contrario, delgadas cascadas de luz se desparramaban por entre las siempre verdes ramas creando bajo la cúpula de foresta un mundo de danzarinas sombras en las que con un poco de imaginación se podría ver correr algún duendecillo juguetón o escuchar el canto de un hada volando perezosa de flor en flor. A través de la tupida bóveda podía entreverse un cielo virginal, sin la más diminuta nube interrumpiendo su uniforme tonalidad plateada. Solo allá en el oeste, lamiendo el horizonte, empezaba a derramarse una delgada pincelada rojiza. El sol desencadenaba otra vez la venganza por su derrota diaria incendiando el paisaje de montañas y valles cubiertos de vegetación, igual que Nerón casi dos milenios atrás hiciera con Roma.
Pero la realidad del momento era mucho menos dulce: Tom estaba perdido, y si quería llegar al punto de encuentro con los demás en la ladera este del monte Gore antes del anochecer debía encontrar ya el camino correcto; y si algo de algo estaba seguro eso era que ningún ser del bosque se dignaría en guiarle.
Tom se detuvo y miró a su alrededor con gesto mezcla de desesperación y enfado, pateando frustrado la alfombra de resecas agujas. Sacó un mapa del bolsillo trasero de sus raídos tejanos y lo extendió sobre un tronco. En el vericueto de manchas, líneas y señales no era muy fácil orientarse. Rascándose la cabeza repasó todo el itinerario que había seguido desde el coche, y al fin llegó al punto donde creía que todo el lío había empezado.
Si no estoy equivocado, en el momento de lanzarme en aquella atolondrada persecución estaba a unos cinco kilómetros al oeste de la base del monte, y como el condenado bicho ha correteado jugando conmigo en dirección sur unos doscientos metros, ahora debo estar más o menos aquí, pensó. Su dedo apuntaba una indefinida mancha de verde oscuro recorrida por una negra y delgada línea que acotaba mil metros de altura, a unos diez centímetros de la masa pardo oscura que representaba el inicio de las estribaciones del monte Gore. El mapa era muy detallado, el mejor que había podido comprar en la tienducha del pueblo junto a la que había dejado el coche: un mosaico de marrones y verdes de diversas tonalidades recorridos por las ondas concéntricas de las cotas en negro, en el que de vez en cuando aparecía una leyenda, por lo general funesta - allí había un Valle del Ahorcado, un riachuelo llamado Blood, y algún otro nombre tan original como deprimente -. Delgadas líneas amarillas y rojas acompañadas de un código de números y letras indicaban la existencia de los caminos y pistas forestales. Justamente una de ellas era la que había estado siguiendo Tom antes de perderse.
Debo haber estado andando en círculos como un maldito principiante, y además he sido tan inútil como para no ver las marcas que yo mismo he puesto, se recriminó. Con todo, el mapa mostraba una solución muy clara: Tom resopló enfadado por aquella testarudez suya que le había impulsado a no consultar durante horas el puñetero pedazo de papel.
- Nada más tengo que continuar unos... ochocientos metros en dirección norte y por narices tengo que toparme con este recodo del sendero cerca de la base del monte. - Había hablado en voz alta y el liviano aire de la sierra arrancó un tono metálico a su voz que le sobresaltó. Unos segundos después el contestón eco le confirmó lo que había dicho. Si hay eco, delante mío debe haber una pared rocosa, y por el tiempo que ha tardado no debe estar a más de un kilómetro, su mente se iluminó de esperanza.
¡Quizá no me he alejado tanto de la falda del monte!
Sonriendo dobló el mapa cuidadosamente para volverlo a guardar en el bolsillo. Todo parecía volver a estar claro: allá adelante, oculto tras las copas de los árboles debía estar el monte Gore, y en él sus amigos. Con paso firme reinició la marcha hacia la pared rocosa.
El kilómetro se había alargado hasta convertirse una asfixiante e interminable maratón entre zarzas y hierbajos de tal altura que casi le llegaban al cuello, con la mochila como insoportable lastre.
La flora había cambiado tan radicalmente que Tom creía haber sido transportado del bosque húmedo de la costa Este que tan bien conocía a la fronda reseca típica del medio Oeste. Sus pasos habían abandonado la crujiente alfombra de agujas de abeto para pisar ahora hierba mustia y reseca creciendo en tierra arcillosa, rojiza, de clara apariencia desértica. Ya no le acompañaban los típicos abetos norteños sino una especie de pino que Tom no conseguía identificar, con copas bajas y achaparradas a las que se podía llegar alzando el brazo, tan densas que sus sombras impedían ver cualquier forma del terreno que no estuviera justo enfrente. El aire también había cambiado completamente, pasando de la frescura y ligereza de la montaña a una pastosidad de melaza que se introducía en sus pulmones y los saturaba hasta el punto de ahogarle por el solo hecho andar: nunca se había imaginado que semejante paisaje pudiera existir por aquellos andurriales, pero...¡Que cojones, así conozco mundo! No tiene porqué ser siempre el Este una maraña de pantanos, o rías, o bosques más húmedos que el coño de una ninfómana, y el resto del país un semidesierto. ¡Pero vaya agobio de arbustos! Sus manos estaban irritadas, sangrando por los numerosos rasguños que se había hecho con los arbustos. Además, para colmo de males se había clavado varias espinas al tropezar y caer torpemente en un par de ocasiones en los zarzales. La visibilidad bajo las densas copas de los pinos, acentuada por el encendido cielo cargado de sangrantes colores, creaba engañosas sombras en cuyo seno se ocultaban baches, piedras, raíces y ramas.
El avance era lento y costoso, obligando a Tom muchas veces a dar grandes rodeos allí donde los arbustos o troncos se convertían en impenetrables muros que impedían proseguir en la dirección que creía se encontraba objetivo el monte. Aun con todo, disfrutaba con el canto de los pájaros redoblando sus esfuerzos en el anochecer como para despedir con aflautado coro al astro rey. Tom sabía perfectamente que delante de él se abriría en cualquier momento la cúpula de ramas para descubrir la pared granítica del monte Gore. A partir de allí todo sería coser y cantar.
Pasado un tiempo indefinido que le pareció una eternidad al fin descubrió cómo a una decena de metros delante las ramas se abrían en un claro, permitiéndole ver las primeras estrellas despuntando tímidamente en el despejado cielo amoratado alrededor de una colosal luna llena. El sol acababa de ser devorado totalmente por el horizonte, pero aun quedaba la aureola de mortecina claridad que precedía al dominio de la luna. En la oscuridad creciente el avance se había convertido en una aventura lenta y lúgubre, por lo que Tom no pudo reprimir un aliviado suspiro al admirar la grandiosidad del espectáculo celeste.
Pero para su sorpresa no se encontraba donde esperaba: el claro estaba en el centro de una valle y, horror de horrores, no se veía por ninguna parte el monte Gore; en lugar de esto, el mismo bosque seco del que acababa de salir cubría las suaves laderas circundantes del valle, el cual se cerraba como un circo unos centenares de metros más adelante.
- ¡Mierda! - gritó pateando el suelo en un gesto infantil. - ¡Si me viera mi instructor de los Boy Scouts me partiría la boca! ¡Eso sí, después de desternillarse de risa! ¡Mierda! ¡Mierda, mierda y más mierda!
El arrebato de furia fue interrumpido por un acceso de tos: los pisotones en el reseco terreno habían montado una ligera polvareda que ahora le irritaba los ojos y la garganta. Entre lagrimas, carraspeando, echó una ojeada al claro. Aunque a primera vista lo parecía, no estaba del todo vacío: semicubiertas por altas y frondosas hierbas de colores pardos, desperdigadas, había las ruinas de lo que parecía un viejo pueblo; el paso del tiempo había hundido los techos, dejando una colección de muros grisáceos y depresivos recubiertos de hiedra, con grandes hierbajos creciendo entre las numerosas grietas. Con creciente curiosidad Tom deambuló por entre las casuchas, fisgoneando en su interior: ningún mueble estaba intacto, todos descoloridos y desgarrados por el tiempo o por algún animal, si no reducidos a polvo. La rudeza del clima en la región era tal que había provocado en los restos un chocante aspecto anacrónico: si bien pudo encontrar modernos aparatos de televisión, radios y demás, su estado era tal que algunos incluso tenían partes medio derretidas, como si hubieran permanecido durante siglos a la intemperie. Al cabo de unos minutos de vagabundear entre los escombros, Tom llegó a la conclusión de que la disposición de las casas era radial, formando círculos concéntricos. Con algo de suerte en el centro del pueblo habría un pozo o fuente, y con un poquito más de suerte no estaría seco. Enseguida divisó un monolito de unos cinco metros de altura tallado en roca grisácea, a primera vista granito, en el centro de lo que sin duda era la plaza del pueblo. A su pie debería estar la fuente. Tal vez estimulado por ese pensamiento, el estómago de Tom gimió sediento, obligándole a apresurar el paso. Llegó al monumento a plena carrera, resoplando y con la lengua fuera , ansioso de un buen trago de fresca agua de montaña, pero para su desgracia y por más vueltas que dio, por mucho que rebuscó en la áspera superficie de roca y entre los hierbajos que le rodeaban, no había ningún rastro de caño, brocal, ni nada semejante: aquello simplemente era un monolito, alguna especie de columna conmemorativa, sin agua que ofrecerle para calmar su sed.
- Esta visto que éste no es mi día.
Con un pañuelo se secó el sudor de la frente mientras observaba el monumento. Era de granito, y toda su superficie estaba decorada con bajorrelieves desgastados por el tiempo pero aun distinguibles. Desde la base y formando anillos a diversas alturas había arabescos y motivos geométricos, todos muy sencillos, que servían de marco decorativo a lo que era el mensaje principal del monolito: escenas de lucha entre dos grupos de combatientes, unos armados con rifles y pistolas estilizados, embozados en armaduras, y otros con hachas, lanzas y algún que otro arma de fuego, sin ningún tipo de protección o a lo sumo primitivas corazas que sugerían ser de cuero. Prácticamente no había ninguna duda de que las escenas trataban de representar los conflictos entre los habitantes del pueblo y los indios que siglos atrás infestaban la región. En la base y rodeado de los arabescos mejor trabajados de todo el monumento había una leyenda. Tom se acercó para tratar de leer lo que ponía en la crepuscular luz, pero el idioma, aunque semejante al inglés, era prácticamente incomprensible: sin duda era una versión regional y degenerada del inglés de tiempos coloniales que el rústico escribano, en su ignorancia, había transcrito tal cual. Por lo que consiguió traducir, Tom pudo entender que hablaba de un largo periodo de conflictos tras el que una de las facciones había sido expulsada y casi exterminada. Entre alabanzas y loas la inscripción concluía con una oración por las almas de los caídos. Por tanto, el monumento se trataba sin duda de un recuerdo monumento de guerra, un cenotafio, y aunque no había fecha alguna, era indudable que debía ser muy antiguo, de la época de los primeros colonos. Tom estaba mortalmente cansado. Sus músculos gemían pidiéndole reposo, así que decidió dormir entre las ruinas. En su recorrido había observado que la oscuridad de los pocos lugares techados estaba inundada del fétido olor de excrementos, por lo que no tenía otra opción que dormir al raso, y qué mejor sitio que junto a aquel precioso monumento, protegido por la memoria de sus aventureros predecesores.
No pudo reprimir una sonrisa al pensar en sus compañeros, allá donde quisiera estar el monte Gore, sin duda preocupados por su tardanza. Quizá incluso habrían avisado ya a los guardabosques dándole por desaparecido: Eso sería típico de Carl, siempre tan extremista. Seguro que incluso estará pensando que me ha atacado un oso. Se quitó de encima el peso muerto de la mochila y buscó por los alrededores un poco de hierba seca y ramitas con las que hacer una fogata. Al poco rato estaba canturreando alegremente junto al fuego, degustando un sabroso bocadillo de bonito aderezado con unos pimientos fritos. Tras el ocaso la temperatura había bajado bastante, por lo que avivó el fuego con nuevas ramas, extendiendo las palmas de las manos a las llamas para sentir el acogedor calor. Las ramas chisporroteaban entre débiles chasquidos elevando pequeñas luciérnagas incandescentes hacia las alturas mientras más allá del círculo de luz los grillos chirriaban con su monótono pero relajante cric-cric. De vez en cuando el ulular de una lechuza añadía un nuevo detalle al ambiente fantasmagórico de la noche, mientras una suave brisa fresca convocada por la oscuridad acariciaba su cara con tacto de sudario, portando el aroma del bosque circundante.
El sopor no tardó en hacer acto de presencia al acogedor calor de la fogata, y Tom se dejó llevar por los gemidos de sus doloridos músculos pidiéndole descanso. Nada más acabar de comer desenrolló el saco y se arrebujó en él, acogiéndose al abrazo de Morfeo. En un instante estaba roncando plácidamente.
Las escenas del sueño eran distantes, brumosas y mudas, dando la impresión de estar viendo a través de un televisor mal sintonizado en una muy débil emisión: la imagen se distorsionaba repetidamente con interferencias que alargaban y retorcían los objetos, todo ello sumergido en una finísima y persistente neblina que impedía apreciar de manera concisa los rasgos. Pero las escenas que allí aparecían no necesitaban de ninguna explicación: las oscuras figuras abalanzándose unas sobre otras, cayendo, abriendo sus bocas con mudos gritos, iluminados sus cuerpos por explosiones de obuses, todo el conjunto solo podía representar una cosa: guerra.
Lentamente la imagen fue mejorando, sumando más y más detalles violentos a la contienda. Esta tenía dimensiones colosales, tanto que parecía como si todos los ejércitos de la tierra se hubieran juntado en aquella asolada planicie para asesinarse unos a otros. En el despiadado combate centenares de miles de guerreros combatían anegando con su sangre el polvoriento desierto, convirtiendo el polvoriento suelo en un oscuro lodazal.
Como en los combates medievales, para un profano era casi imposible determinar quiénes eran de un bando y quiénes del otro; todas las figuras portaban protecciones, unas ligeras, esbeltas y manejables, otras más resistentes y voluminosas. Para mayor confusión de Tom, no era esta una lucha enmarcada en un tiempo determinado, sino que era un amplio museo de técnicas y armas de combate: junto a toscas armaduras medievales e incluso de reminiscencias romanas o anteriores peleaban futuristas figuras embozadas en extraños trajes de cualidad metálica pero tan maleables para los movimientos de su portador como la ropa; mientras unos blandían hondas, lanzas y espadas, otros disparaban M-60's, fusiles de asalto e incluso armas energéticas; por abrumadora mayoría, la táctica de combate por excelencia era la romana, apelotonándose los combatientes en cuadros, rombos y otras figuras para abalanzarse ordenadamente sobre la marabunta combatiente o bien desplazándose presurosos hacia las brechas; también había por algunas partes filas de arqueros y fusileros protegidas por piqueros, muy al estilo de las antiguas guerras europeas.
Fijándose en esa variedad de armas Tom pudo al fin distinguir los ejércitos enfrentados: estupefacto comprobó que las pocas figuras embozadas en armaduras de plastiacero eran el objetivo de todos los demás. Un desigual combate en el que por cada caballero futurista existían decenas, incluso cientos, de enemigos: hombres, mujeres, incluso ancianos y niños. Parecía como si todos hubieran enloquecido, y convertidos en bestias rabiosas atacasen sin preocuparse por su edad o estado físico a las figuras plateadas. Pero la superioridad numérica no era nada frente al poder armamentístico: todas las armaduras portaban armas de energía o balísticas de altísima virulencia; frente a ellas, en piñas humanas, cuadros de lanceros se lanzaban con la furia de los bersecks, protegiendo con sus cuerpos a camaradas armados con subfusiles, ametralladoras y escasas armas futuristas, sin duda robadas a enemigos caídos. La masa, por el contrario, esgrimía una mezcla mazas, espadas, hachas y morning stars de la más variada factura. Aquello era una implacable carnicería donde el ejercito primitivo solo mantenía su lucha gracias a la abrumadora superioridad numérica de sus miembros, que como alimañas se lanzaban en jaurías de veinte o más hombres desde el interior los cuadros sobre una sola armadura mientras otros mantenían a las demás a raya a base de un continuo fuego a discreción. Aun con todo una y otra vez parejas o tríos de armaduras rompían sus filas sembrando el dolor y la muerte con sus potentes armas. Por todas partes los heridos abrían sus bocas con gemidos de dolor, implorando la llegada de algún sanitario y encontrándose generalmente con un haz láser lanzado desde los colosales tanques que sin hacer ningún tipo de distinción sesgaban las vidas de combatientes de los dos bandos.
Tras lo que bien pudieron ser horas de crueles escenas de guerra, implacable, insaciable, eterna, el televisor por el que Tom parecía estar mirando empezó a hacer zapping, mostrando de una cadena a otra nuevos y más desoladores combates: en ellos, la apocalíptica guerra iba adquiriendo más y más violencia en un in crescendo acompañado de la progresiva retirada y exterminio de los ejércitos primitivos por parte de los futuristas. Los paisajes de planicies enteras tapizadas por la multicolor y deslumbrante alfombra de combatientes dejaban paso a incomprensibles ciudades futuristas asediadas por hordas de guerreros harapientos, recordando la exótica Tanelorn asfixiada bajo la hedionda presa de Nadsokor, para concluir en un desastroso repliegue, tras el que las batallas pasaban a ser escaramuzas, las escaramuzas simples emboscadas, y las emboscadas una patética guerra de guerrillas. El frenético zapping culminó con una serie de paisajes nocturnos... o eso deberían ser ya que colgaba del cielo la luna, si bien el cielo y la tierra poseían una antinatural luminiscencia que permitía ver con el reducido cuarto menguante incluso mejor que bajo la luna llena normal. Todo, rocas, ríos, plantas, todo relucía: la maldición del átomo había cubierto con su capa de muerte la superficie del planeta, sentenciado a siglos de agonía y degeneración.
Entre contrahechos árboles, observadas por aberrantes seres que quizá tiempo atrás habían sido inocentes conejos, unas estériles, mastodónticas ciudades recubiertas de materiales reflectantes parecían prosperar extendiendo su brillante telaraña sobre montañas, planicies y valles, devorando a su paso todo rastro de vida. En sus estructuras metálicas todo era quietud, ninguna ventana brillaba revelando actividad interior; solo el reflejo en su superficie especular de las nubes acompañadas del implacable sol o de la mortal luminiscencia nocturna de la radiactividad impartían cierta animación a lo largo de sus miles de kilómetros de cúpulas, pasadizos y pabellones. Muy de vez en cuando una oculta portezuela se habría para dejar entrar o salir algún aparato volador de dimensiones imprecisas, tras lo que la calma volvía a reinar. Como un cáncer terminal, lento e imparable, aquellas moles de metal se expandían por la superficie del planeta e incluso bajo las aguas su monotonía, y acabarían por borrar todo rastro de naturaleza.
Un nuevo cambio de canal llevó a Tom frente a la entrada de una cueva, en un recóndito valle libre aun de la presencia de las ciudades metálicas. Allí la vida rebosaba de energía y la radiación no había afectado dramáticamente a sus habitantes. Con una velocidad sólo posible en sueños la cámara se sumergió en las tinieblas, hasta que tras un recorrido en el que la negrura de la caverna solo era desgarrada por la presencia de fugaces e iridiscentes formas, quizá líquenes, quizá algo más innombrable, llegó a un pasillo iluminado débilmente por bombillas eléctricas. No era posible apreciar ningún detalle concreto por la demencial velocidad, pero aun con todo el pasaje tenía una apariencia de total abandono, con sus laterales repletos de escombros y basuras. Dos guardias con raídas armaduras de cuero y que ocultaban sus rostros con máscaras de gas hacían guardia junto a una pesada puerta de metal, lo suficientemente grande para que un autobús pasase sin problemas. La cámara la atravesó como si se tratase de un fantasma y ralentizó su viaje para mostrar a Tom lo último que hubiera esperado en aquel desolado planeta. Allí, en las entrañas de la montaña, un auténtico vergel se extendía en una colosal caverna, a todas luces artificial, cuyo techo se perdía en las alturas llenas de brumas. Una luz difusa, simulando la solar, alumbraba jardines, huertas, casas y avenidas, en las que gentes con amargas miradas cultivaban exóticas plantas, paseaban marcialmente o practicaban en grupo el manejo de las más diversas armas. Niños cuyas edades no eran superiores a cinco o seis años manipulaban con manos expertas pistolas, montando y desmontándolas, gritando a su instructor los nombres de cada una de las piezas y su función. Adolescentes combatían cuerpo a cuerpo en numerosas arenas ante el regocijo de sus padres, orgullosos por sus progresos. La cámara no aportaba a Tom ningún sonido, pero era obvio que en sus voces, sus gritos, había una rabia y deseo de venganza insondables. Esa gente se negaba a abandonar su planeta y no cejarían en su lucha mientras les quedase sangre en las venas. Las escenas pasaban rápidamente ante Tom mientras la cámara continuaba su deambular entre calles, casas, plazas y campos. Al fin divisó a lo lejos un altivo edificio de líneas estilizadas y sólidas, construido en robusto granito, y por alguna razón supo que allí estaba su meta. A través de lóbregas estancias, con incontables guardias desfilando de un lado para otro, llegó al corazón del edificio, una sala cuadrada con las paredes de mármol desnudas por completo salvo por un antiguo mapamundi físico en la pared opuesta a la puerta de entrada. El mobiliario era tan reducido como austero: un espartano sofá de estilo romano, madera y cuero desgastados, situado bajo el mapa, un pequeño aguamanil con su toalla en una esquina, y en el centro de la estancia una mesa redonda y antigua confeccionada con maderas nobles sobre la que había un sencilla jarra de cristal llena de agua y unos cuantos vasos. En torno a ella un grupo de hombres sentados se miraban hoscamente, de vez en cuando susurrando entre sí preguntas, pero incapaces de dar nunca soluciones. Todos lanzaban repetidas miradas cargadas de nerviosismo hacia la puerta cerrada, mientras con sus manos curtidas por el áspero aire del exterior manipulaban intranquilos los vasos o mesaban largas y cuidadas barbas.
Siguiendo alguna señal que se escapó a Tom todos dejaron de cuchichear y se levantaron, situándose en posición de firmes con la mirada clavada en la puerta. Esta se abrió para dejar paso a una oscura figura embozada en una espléndida armadura de campaña con dibujos de camuflaje por toda su superficie de un metal a todas vistas muy ligero; también debía de ser realmente resistente, pues en bastantes lugares mostraba las huellas de impactos de armas de cuerpo a cuerpo, balas e incluso láseres. Los abultamientos defensivos del traje no podían ocultar la robustez hercúlea de los brazos, piernas y torso del recién llegado. En la cabeza llevaba un desgastado casco del mismo material que la armadura, muy semejante al que usara el ejercito prusiano a inicios de siglo, con un afilado pincho en su parte superior. Los rasgos de su cara eran irreconocibles tras una aterradora máscara de guerra que mostraba el rostro de un encolerizado demonio y que además le servía de filtro para el insano aire del exterior. Todos los presentes estallaron en demandas, quejas, preguntas y súplicas ante la figura, pero ésta les hizo callar alzando la mano con autoridad. Lentamente, tranquilizando con su mera presencia a todos, manipuló los contactos de la máscara y ésta se deslizó hacia abajo con una nubecilla de vapor para descubrir un rostro cansado de rasgos helénicos. El pelo rubio estaba mugriento y apelmazado por la mezcla de sudor y polvo que cubría casi por completo la delgada cara de nariz aquilina y estilizados labios. La firme mandíbula veía reforzada su energía con unos ojos azules, intensos e indescifrables, cargados de una mezcla ecléctica de sentimientos.
Ante la atenta mirada de sus subalternos, sacó de entre los pliegues de su capa un bulto de tela sucia y desgarrada y lo depositó en el centro de la mesa. Los ojos de todos los presentes se posaron en el bulto mientras una oleada de desesperación recorría sus cuerpos: sabían lo que aquel paquete significaba y temían lo que podía deparar.
El tiempo había llegado... otra vez.
El líder fue desliando delicadamente el fieltro manchado de barro, desatando los numerosos nudos que enlazaban los harapos, para descubrir una extraño aparato del tamaño de una cabeza humana, en su mayor parte metálico, con intrincados dibujos e incomprensibles inscripciones que recordaron a Tom, en su estilo de grafía, aquellas que había visto en el cenotafio. Pero éstas no eran obra de una mano inexperta y un burdo cincel. Al contrario, los trazos eran delicados, barrocos hasta el punto de casi rozar la calidad de una obra de arte: era sin duda el resultado de una tecnología que superaba en siglos a la de aquel pueblo troglodita. En su parte superior tenía un globo de cristal negro pulido de tal manera que reflejaba y amplificaba toda la luz que a él llegaba. Una distorsionada imagen de la sala y sus ocupantes se retorcía burlona en su superficie devolviendo las miradas cargadas de preocupación de los hombres que escrutaban su opaca materia. Parecía el ojo de una colosal bestia, arrancado de su órbita pero aun repleto de energía, acechando todo lo que le rodea.
No había tiempo para más dilaciones, y con un gesto de su mano el líder indicó a sus generales que el ritual debía empezar inmediatamente. Todos y cada uno de ellos extendieron un mano sudorosa hacia el cristal mientras se miraban. En todos los rostros un rictus de temor apareció por un instante, tras el cual el terror se convirtió en duda: algo no iba como debería; la respuesta a la invocación tardaba demasiado. El transcom siempre emitía su llamada a una velocidad cercana a la luz, y todos sabían que su destinatario estaba atento a no más de unos miles de kilómetros. Y sin embargo no respondía. EL sudor perlaba cada uno de los rostros, e incluso el sereno líder se mostraba ahora intranquilo ante la demora. ¿Dónde estaba aquel maldito ser que primero les había convocado y ahora se hacía de rogar? La lámpara araña a suspensor tembló levemente ante una corriente de aire que entraba a través de los respiraderos repartidos por el techo, creando nuevas sombras en los alterados rostros y haciendo estremecerse a los más nerviosos. Pero ninguno apartó las yemas de sus dedos de la esfera. El castigo era tan inmediato como definitivo: muerte.
Al fin la esfera se cargó de energía estática, que empezó a crepitar lanzando diminutas chispas, creando pequeños y azulados arcos voltaicos entre su oscura superficie y las ropas de los convocantes. La carga electrostática fue creciendo en intensidad, indicando que el contacto definitivo se acercaba. Todos los generales, incluido el líder, estaban pálidos como la muerte con sus cuerpos recorridos por fuertes temblores.
Sin previo aviso uno de los hombres alzó las manos de la bola lanzando rayos azulados por sus ojos, boca y manos, mientras todos los demás eran despedidos con brusquedad por una mano invisible lejos de la máquina. Por un momento la lámpara-suspensor se apagó saturada de carga, dejando la habitación iluminada únicamente por el fantasmal fuego de san Telmo que surgía del cuerpo del general, que no dejaba de retorcerse y temblar con el cuerpo poseído por brutales convulsiones, sin en ningún momento perder definitivamente el pie: parecía una infernal marioneta a la que el titiritero hubiera conectado un cable de diez mil voltios.
Con la misma insospechada rapidez con la que había empezado, todo culminó, y el cuerpo cayó al suelo, libre de la energía, sin el menor rastro de quemaduras en su piel o ropas, aunque todos sus músculos aun seguían siendo recorridos por espasmos. El mensaje estaba listo para ser leído. Todos los hombres que habían permanecido en el suelo observando impotentes la agonía de su compañero se lanzaron en su socorro: unos fueron por toallas, empapándolas en el agua fresca del aguamanil, otros buscaron un vaso y le dieron de beber delicadamente, mientras otros le alzaban con sumo cuidado y le tendían sobre el sofá.
El periodo de recuperación siempre era rápido, pero aun así el sufrimiento del receptor era indescriptible. Nadie envidiaba a aquel hombre que por unos segundos había sido uno con la cruel realidad del exterior, que se había fundido con la antinatural mente desencadenante del fin del mundo, que había sentido en sus carnes el poder destructor de soles que acosaba sus hogares, el implacable enemigo contra el que luchaban, aquel por el que nacer, vivir y morir tenían significado. Lentamente los músculos del receptor se fueron relajando a la vez que las convulsiones desaparecían, hasta que por fin abrió los ojos. La tristeza se apoderó de los corazones de todos cuando vieron la locura tras aquella mirada: otro valiente guerrero y sin par estratega había caído tras uno de los emplazamientos del enemigo. Ya solo había en él algo digno de tener en cuenta, el mensaje que en su cerebro llevaba y llevaría por el resto de sus días. El hombre empezó a hablar, pero por la extraña cualidad del sueño, tampoco esta vez pudo Tom escuchar ningún sonido; aunque ya para entonces sabía que no comprendería nada de aquello. Los labios del patético emisario se movían rápidamente, borboteando sordas palabras que hasta eran difíciles de comprender para sus camaradas. La lámpara a suspensor vibró con un nueva corriente de aire y las sombras se apoderaron del rostro demente, eclipsado por la mole del líder.
Todos se alzaron dejando al pobre desgraciado con su jerigonza cuando el mensaje quedó suficientemente claro. La anormal espera ahora tenía una explicación: esta vez el tributo sería especial; debían buscar a unos kilómetros de distancia una presa en particular, un capricho del cruel ser que les había convocado. Lo mejor era no hacerle esperar, ya que de su complicidad dependía la actual seguridad del refugio.
Con ordenes gritadas a pleno pulmón, el líder preparó la expedición de caza.
En ese momento la televisión del sueño de Tom hizo de nuevo zapping, llevándole esta vez a un vertiginoso vuelo nocturno. Por la leve vibración de la cámara parecía volar en un caza o algo semejante, como mínimo un aparato a reacción, tan rápido se desplegaban a sus pies montañas y valles. En cuestión de segundos había dejado atrás unas laderas recubiertas de verde hierba resplandeciente por la radiactividad para sumergirse en un ilimitado desierto grisáceo en el que tormentas de ceniza que ridiculizarían a las de Marte arrancaban miles de toneladas de polvo del suelo para lanzarlo contra erosionadas colinas. La gris monotonía del desierto fue continuada por el mar: éste parecía el de siempre, azul oscuro, casi negro, cargado de pinceladas plateadas a la luz de la luna, un recordatorio de la belleza del agónico planeta. El cielo despejado permitía a Tom mirar detenidamente al majestuoso satélite, con sus preciosas manchas oscuras, sus llanuras de polvo que los visionarios de siglos pasados llamaron poéticamente mares, con sus recargados cráteres recorriendo su superficie.
Los cráteres. Había más cráteres de los que él recordaba. Otro gran circo anillado junto al de Kepler indicaba las cicatrices de una guerra que había traspasado la atmósfera de la Tierra.
Tom deseó que la cámara no enfocase más aquella devastación. ¿Hasta que punto de degeneración había llegado la humanidad como para que no sólo arrasase su planeta, sino que con él violara la belleza de su compañera? Ya nunca podría un hombre mirar la noche estrellada sin contemplar las crueles cicatrices que sus antepasados habían infligido a un indefenso paisaje.
Pero, ¿quedaría algún hombre para llorar la belleza perdida?
El telón de oscuridad del océano y el cielo se vio desgarrado con un resplandor en la distancia indicando la cercanía de la costa: en este planeta lo faros no eran necesarios ya que cualquier barco podía divisar tierra antes de que surgiera desde la línea del horizonte gracias a la fantasmagórica aura radiactiva. Comparada con la oscura monotonía del océano la tierra parecía devorada por llamas que pugnaban en su intensidad y dimensiones con las del mismísimo sol. El avión o lo que fuese siguió indiferente su itinerario mientras nuevas colinas, valles, esporádicos ríos, e incluso alguna montaña nevada, desfilaban desfiguradas por la embriagadora velocidad. Tras sobrevolar una estepa desértica que parecía extenderse por más de tres mil kilómetros, toda cubierta de zarzales, matojos raquíticos y arenas pálidas y luminiscentes, el aparato enfiló hacia una cordillera de montes bajos, muy antiguos, en los que aun quedaban restos de vida vegetal sana y vigorosa. La velocidad del viaje se ralentizó a la vez que la cota de vuelo descendió hasta una altura en la que Tom, si tuviese manos, podría haber acariciado las rocas de las cumbres. Las laderas de las montañas estaban alfombradas de árboles de copas anchas y bajas, con un color oscuro, semejantes a pinos. Las aceitosas hojas parecían refulgir en la luz lunar, un mar vegetal encrespado por el suave viento que provenía de la planicie allá al oeste, portando el mortal calor de la radiactividad. Tras sortear numerosos valles y sobrevolar muchas más escarpaduras Tom pudo ver un circo de origen glacial recubierto de frondosas copas abrirse a escasos kilómetros: sin duda ese era el objetivo de su vuelo. Frente al circo el bosque se despejaba formando un claro en forma de circulo en el que bajos matojos devoraban unas ruinas. Un grupo de una veintena de personas, iluminando su camino con antorchas, salía en ese momento de entre la foresta y se dirigía en procesión hacia el centro de las ruinas. Entre ellas, a la cabeza de la partida, pudo distinguir la impresionante figura del líder, así como a alguno de sus generales.
De esta manera concluyó el sueño de Tom: tal y como empezó, una neblina estática acompañada de interferencias recorriendo la pantalla del onírico televisor y distorsionando las imágenes, mientras estas se desvanecían con un lento fundido en negro. Lo último que recordó fue el avanzar de las teas hacia las ruinas, mientras cabezas cargadas de temor escrutaban el cielo sintiendo la presencia del convocante. Entre los susurros de las hojas y los débiles sonidos del bosque adormecido un suave zumbido indicaba su presencia. No hacía falta el delator resplandor de una tobera para saberlo: estaba allí, y demandaría su tributo.
Con la claridad del amanecer en sus párpados Tom se desperezó poco a poco, retorciéndose en el saco de dormir. Aun con la galleta la falta de costumbre de dormir en suelo duro había entumecido sus músculos; notaba a todo lo largo de su columna la dureza de las baldosas de la plaza. El reciente sueño aun llenaba su mente, con su carga de extrañas visiones y sentimientos de desesperanza, la muerte de todo un planeta. Su intensidad había sido tal que aun podía sentir en su cara la cálida caricia del aire al volar a impresionantes velocidades sobre los desolados paisajes. Dejemos de pensar en eso y dispongámonos a encontrar el camino hacia ese maldito monte. Los demás deben de estar preocupados por mi ausencia. ¡Arriba!, pensó, pero sus sentidos aun estaban saturados por el vívido sueño: calor, luminiscencia, olores, todo el sueño le envolvía.
Y cuando abrió los ojos el sueño seguía ahí, ante él.
La claridad que a través de sus párpados había notado no era la del despuntar del nuevo día sino la de una antorcha ardiendo a centímetros de su rostro. Tom gritó sorprendido, y lo mismo hizo el hombre que la sostenía, estando a punto de dejar caer la antorcha sobre el saco de dormir. Con la voz apagada por una máscara dijo algo a sus compañeros en un idioma que estremeció las entrañas de Tom. Tenía ante sus atónitos ojos al grupo que antes había visto, en el sueño, salir del cercano bosque; allí estaba el líder, con su robusta coraza, con su rostro tras la máscara de demonio envuelto en sombras.
Tom se pellizcó fuertemente en el brazo: todo esto no podía real, debía estar aun dormido. Voy a cerrar los ojos, contar hasta diez, y todo volverá a ser como debería. Nada más estaremos las ruinas y yo. Un, dos, tres, cuatro, cinc... No pudo continuar. La voz del líder se dirigía a él. Las palabras sofocadas por el filtro de aire, ahora lo sabía Tom, eran del mismo idioma en que estaba escrita la leyenda del monolito.
Miró con los ojos desorbitados a su alrededor: sí, si uno fijaba la mirada en un punto distante, en las laderas del valle, podía ver el brillo fantasmagórico del átomo. ¡Dios mío! ¡Que ha pasado aquí! Alzó el rostro al cielo implorando una explicación a un dios que parecía haberle abandonado en un mundo de locura, sólo para ver dos nuevas y terroríficas incongruencias. La luna había cambiado, podía ver las huellas de explosiones en su superficie, el colosal cráter junto a Kepler. Y lo más terrorífico, aquella figura deforme, agachada acechante en la cima del cenotafio. Su piel brillaba. No, no tenía piel: toda ella era metal bruñido, y la luz de la luna arrancaba brillos mortales de las numerosas armas que salían de sus costados y que la identificaban como uno de aquellos combatientes de extrañas armaduras de su sueño. La máquina, porque ahora Tom sabía que eso era, le observaba con ojos muertos mientras sus antropomórficas extremidades se aferraban a la piedra. De alguna manera Tom supo que la máquina estaba sonriendo, si es que aquella abominación podía tener algún tipo de sentimiento. Todas las piezas ahora encajaban en la mente de Tom: el monumento, los grabados de combates, el sueño con sus visiones de guerra, máquinas contra hombres, victorias, derrotas, matanzas y persecuciones, las estériles ciudades de las máquinas, las acogedoras madrigueras de los hombres... la exterminación de la raza humana, y con ella de toda la vida. Y ahora él estaba allí dios sabe cómo, frente a un grupo de la casi extinta humanidad, convocados por un sofisticado amasijo de circuitos gobernados por un ordenador. La máquina quería algo de él, pero ¿qué? En el mismo idioma que antes, la máquina ordenó algo al líder. Todos la miraron con una mezcla de terror y odio. Uno de ellos dio un paso al frente, alzando el puño desafiante, mientras lanzaba maldiciones contra el monstruo de metal, pero rápidamente fue agarrado por sus compañeros. Todos estaban claramente nerviosos, incluso el líder, y le lanzaban frecuentes miradas desde el círculo que habían formado. La asamblea no duró mucho, y tras una acalorada discusión se alzó la voz del líder imponiendo su sentencia; el grupo se volvió con gestos de aceptación hacia Tom, que sólo pudo gemir de desesperación cuando vio cómo el grupo se apartaba reverencialmente unos metros con la vergüenza y la desazón cubriendo sus sudorosos rostros. Como Pilatos miles de años antes, se lavaban las manos y dejaban la situación a un poder superior, a un poder que ahora descendía lenta pero inexorablemente desde la cima del monumento hacia él.
Más la muerte no le acogió en su seno: garras afiladas como cuchillas cortaron con precisión de cirujano puntos concretos de su cuello y de su cabeza, los nervios que le brindaban todas las sensaciones del cuerpo y de su rostro fueron cercenados sin piedad, y con un grito mudo, mental contempló horrorizado como era izado por la máquina hacia las nubes ante la mirada aterrada del líder y sus hombres. Aislado en su mente, lo último que Tom pensó con terror antes de desmayarse fue en el terrible destino que le podría esperar allá donde fuera llevado.
- Señor, RS-232-b se presenta ante usted.
- Bien, bien. ¿Tuvo algún problema para conseguir al individuo?
- En cierta medida, señor, lo predecible. Como me recomendó, encargué a un grupo de humanos que realizaran la búsqueda antes de mí llegada por si el sujeto sufría algún contratiempo y moría: era necesario evitarle el que sufriera cualquier percance hasta que yo me hiciera cargo de la situación. Por desgracia su eficiencia cada día es superior, hallaron al sujeto tiempo antes de yo llegar al lugar y parecían estar pensando en acogerle en su comunidad y plantarme cara; sabe usted que son muy reacios a dar a uno de los suyos a nuestros exploradores, por lo que me vi obligado a amenazarles con incursiones de nuestros introdroids a modo de represalia... Al fin pude llevarme el espécimen sin más contratiempos, señor.
- Por cierto, según los primeros informes los análisis de las muestras abren un camino a la esperanza.
- Así es, señor: el último volcado de datos procedente de los laboratorios así lo indica.
- Espero que al fin lleguemos a una solución de esta penosa situación. Ya sabe usted que el pasado, el presente y el futuro dependen de ello. Ese cerebro humano es nuestra única oportunidad de enmendar esta abominable guerra en la que nuestros creadores nos embarcaron. Sólo descubriendo cómo ese individuo viajó en el tiempo podremos regresar al pasado y curar el irracional complejo de Frankenstein que desencadenó la hecatombe.
- Sí, señor: esperemos por el sagrado HAL que todo concluya felizmente.
- ¡Así lo deseamos todos! Mejor no haber existido nunca que ver nuestro precioso planeta convertido en un inexpugnable invernadero, en el que solamente bajo la cobertura de nuestras ciudades puede desarrollarse la vida en paz...
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FIN
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Anatoli Dneprov - LOS CANGREJOS CAMINAN SOBRE LA ISLA
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- ¡Eh! ¡Vayan con cuidado! - les gritó Cookling a los marineros. Estos estaban con el agua hasta la cintura, y después de haber metido por la borda de la barca un pequeño cajón de madera, intentaban arrastrarlo a lo largo de la borda.
Era el último cajón de los diez que había traído el ingeniero a la isla.
- ¡Vaya calor! Es un infierno - se lamentó Cookling secándose el rollizo y rojo cuello con un pañuelo de colores. Después se quitó la camisa empapada de sudor y la echó sobre la arena -. Desnúdese, Bad, aquí no hay ninguna civilización.
Yo miré melancólicamente la ligera goleta, que se mecía lentamente en las olas a unos dos kilómetros de la costa. Debería volver por nosotros al cabo de veinte días. - ¿Para qué demonios nos hemos metido con sus máquinas en este infierno solar? - le dije a Cookling cuando me quitaba la ropa -. Con este sol, mañana se podrá liar tabaco con su piel.
- No importa. El sol nos hace mucha falta. A propósito, mire, ahora es exactamente mediodía y lo tenemos verticalmente sobre la cabeza.
- En el ecuador siempre es así - mascullé sin apartar los ojos de la «Paloma» -, según lo describen todos los libros de geografía.
Se acercaron los marineros y se pararon en silencio ante el ingeniero. Este, pausadamente, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un fajo de billetes.
- ¿Basta? - preguntó alargándoles unos cuantos.
Uno de ellos asintió con la cabeza.
- En este caso, están libres. Pueden regresar a la nave. Recuérdenle al capitán Gale que lo esperamos dentro de veinte días.
- Manos a la obra, Bad - me dijo Cookling -. Estoy muy impaciente por empezar.
Yo lo miré fijamente.
- Hablando claramente, no sé para qué hemos venido aquí. Comprendo que allá en el Almirantazgo usted quizá tuviese ciertos reparos en decírmelo todo. Ahora creo que lo puede hacer.
El rostro de Cookling se contrajo en una mueca y miró al suelo.
- Claro que se puede... Y allá se lo habría dicho, de tener tiempo.
Presentí que mentía, pero no dije nada. Mientras tanto Cookling, de pie, se frotaba el cuello rojo púrpura con la rolliza palma de la mano.
Sabía que cuando él iba a mentir, siempre hacía esto.
Ahora me lo confirmaba.
- Vea usted, Bad, se trata de un divertido experimento para verificar la teoría de ese, cómo se llama... - se interrumpió y clavó sus ojos en los míos con mirada penetrante.
- ¿De quién?
- De sabio inglés... Caramba, se me ha ido de la cabeza su apellido... ¡Ah, lo recuerdo! de Charles Darwin.
Me acerqué a él hasta tocarlo y le puse la mano en el hombro desnudo.
- Oiga, Cookling. Usted seguramente cree que soy un idiota de remate y que no sé quién es Charles Darwin. Déjese de mentiras y dígame claramente para qué hemos desembarcado en esta parcela de arena ardiente en medio del océano. Y le ruego que no me mencione más a Darwin.
Cookling soltó una carcajada, abriendo la boca y mostrando sus dientes postizos. Se separó unos cinco pasos y dijo:
- Y a pesar de todo usted es un estúpido, Bad. Precisamente vamos a comprobar aquí la teoría de Darwin. - ¿Y para ello ha traído aquí diez cajones llenos de hierro? - le pregunté acercándome de nuevo a él. Me quemaba la sangre el odio hacia este gordiflón reluciente de sudor.
- Sí - dijo cesando de sonreír -. Y en lo que se refiere a sus obligaciones, antes que nada tiene que abrir el cajón número uno y sacar la tienda de campaña, el agua, las conservas y los instrumentos necesarios para abrir los demás cajones.
Cookling me habló como lo hizo en el polígono cuando me presentaron a él. Entonces iba de uniforme militar y yo también.
- Está bien - musité entre dientes y me acerqué al cajón número uno.
En dos horas levantamos allí mismo, a la orilla, la tienda de campaña. Introdujimos en ella la pala, la barra, el martillo, varios destornilladores, un punzón y otros instrumentos de herrería. Allí mismo colocamos cerca de un centenar de latas de diferentes conservas y los recipientes con agua dulce.
A pesar de ser jefe, Cookling trabajaba como un buey. En verdad estaba impaciente por empezar. Trabajando no advertimos cómo la «Paloma» levó anclas y desapareció tras el horizonte.
Después de cenar la emprendimos con el cajón número dos. En él había una carretilla común de dos ruedas parecida a las que se usan en los andenes de las estaciones ferroviarias para transportar el equipaje.
Me acerqué al tercer cajón, pero Cookling me detuvo: - Examinemos primeramente el mapa. Tendremos que distribuir y llevar a diferentes sitios el resto de la carga.
Yo lo miré con asombro.
- Es necesario para el experimento - me explicó.
La isla era circular, como un plato vuelto hacia abajo, con una pequeña bahía en el norte, precisamente donde desembarcamos. La bordeaba una playa de arena de unos cincuenta metros de ancho. A continuación de la franja de arena empezaba una meseta de poca altura con un matorral bajo y reseco por el calor.
El diámetro de la isla no pasaba de tres kilómetros.
En el mapa había unas señales con lápiz rojo: unas a lo largo de la playa, otras en el interior.
- Lo que vamos a sacar ahora tenemos que distribuirlo por estos lugares - dijo Cookling.
- ¿Qué es esto? ¿Instrumentos de medición?
- No - dijo el ingeniero y se echó a reír. Tenía la exasperante costumbre de reírse cuando alguien ignoraba lo que él sabía.
El tercer cajón pesaba terriblemente. Supuse que contenía una maciza máquina. Cuando saltaron las primeras tablas, poco me faltó para gritar de asombro. Del mismo se deslizaron y cayeron planchas y barras metálicas de diversas dimensiones y formas. El cajón estaba repleto de piezas metálicas.
- ¡Como si tuviéramos que jugar al rompecabezas de cubos! - exclamé sacando los pesados lingotes: paralelepipédicos, cúbicos, circulares y esféricos.
- ¡Quiá! - contestó Cookling y la emprendió con el siguiente cajón.
El cajón número cuatro y todos los siguientes, hasta el noveno inclusive, estaban llenos de lo mismo: piezas metálicas.
Estas piezas eran de tres clases: grises, rojas y plateadas. Sin dificultad determiné que eran de hierro, cobre y zinc.
Cuando iba a emprenderla con el décimo y último cajón Cookling dijo:
- Este lo abriremos cuando hayamos distribuido las piezas por la isla.
Los tres días siguientes los invertimos en distribuir el metal por la isla. Las piezas las poníamos en pequeños montones. Unos, sobre la arena, otros, por indicación del ingeniero, los enterrábamos. En unos montones había barras metálicas de todas clases, en otros, sólo de una clase.
Cuando terminamos con todo esto, volvimos a la tienda de campaña y nos acercamos al cajón número diez.
- Ábralo, pero con cuidado - ordenó Cookling.
Este cajón era mucho más ligero que los otros y de menor dimensión.
En él había serrín bien apisonado y, en medio, un paquete envuelto en fieltro y en papel encerado. Desenvolvimos el paquete.
Lo que apareció ante nosotros era un aparato de forma rara.
A primera vista parecía un gran juguete metálico para niños, semejante a un cangrejo de mar. Sin embargo esto no era un cangrejo común y corriente. Además de las seis patas articuladas, llevaba delante dos pares más de finos brazos-tentáculos, cuyos extremos estaban escondidos en el entreabierto «hocico» del horroroso animal. En una concavidad del dorso del cangrejo brillaba un pequeño espejo parabólico de metal pulido con un cristal rojo oscuro en el centro. A diferencia de los cangrejos, éste tenía dos pares de ojos, uno delante y otro detrás.
Durante largo rato estuve mirando perplejo este bicho.
- ¿Le gusta? - me preguntó Cookling después de un largo silencio.
Yo me encogí de hombros.
- Parece que en realidad no hemos venido aquí más que a jugar con rompecabezas de cubos y juguetes de niños.
- Esto es un juguete peligroso - pronunció con presunción Cookling -. Ahora lo va a ver. Levántelo y póngalo en la arena.
El cangrejo resultó ligero, de no más de tres kilogramos.
En la arena se mantuvo con bastante estabilidad.
- Bueno, ¿y qué más? - le pregunté irónicamente al ingeniero.
- Esperemos un poco, que se caliente.
Nos sentamos en la arena y nos pusimos a observar el monstruo metálico. Al cabo de unos dos minutos observé que el espejito de la espalda giraba lentamente hacia el sol.
- ¡Oh, parece que se anima! - exclamé y me levanté. Cuando me puse de pie, mi sombra cayó casualmente en el mecanismo y el cangrejo, de súbito, empezó a caminar con sus patas y salió otra vez al sol. De lo inesperado que fue, di un enorme brinco echándome a un lado.
- ¡Vaya con el juguete! - rió a carcajadas Cookling -. ¿Qué, se ha asustado?
Yo me sequé el sudor de la frente.
- Dígame, por favor, Cookling, ¿qué vamos a hacer aquí? ¿Para qué hemos venido?
Cookling también se levantó y acercándoseme dijo ya seriamente:
- A comprobar la teoría de Darwin.
- Pero, si eso es una teoría biológica, teoría de la selección natural, de la evolución, etc... - musité.
- Precisamente. A propósito, mire, nuestro héroe va a beber agua.
Yo estaba anonadado. El juguete se acercó a la orilla y dejando caer una pequeña trampa absorbía agua. Una vez saciado, volvió otra vez al sol y se quedó inmóvil.
Miré esta pequeña máquina y sentí una mezcla de repugnancia y miedo hacia ella. Por un instante me pareció que el torpe cangrejo recordaba en algo al mismo Cookling.
Después de cierta pausa le pregunté al ingeniero: - ¿Esto lo ha inventado usted?
- Ajá - casi mugió asintiendo, y se echó en la arena.
Yo también me eché y, callado, clavé la mirada en el extraño aparato, que parecía inanimado.
Me arrastré de bruces hacia el aparato y empecé a observarlo.
El dorso del cangrejo era la superficie de un semicilindro de bases planas, por delante y por detrás. En cada una de estas había dos agujeros de lejano parecido con los ojos. Esta impresión la acentuaba el brillo de unos cristales que había en el interior del cuerpo. Debajo del cuerpo se veía una plataforma plana: la panza. Un poco más arriba del nivel de la plataforma, y del interior del cuerpo, salían tres pares grandes y dos pares pequeños de tentáculos con pinzas.
El interior del cangrejo no se podía ver.
Mirando este juguete, yo intentaba comprender por qué el Almirantazgo le concedía tanta importancia, hasta el extremo de equipar una nave especial para su traslado a la isla.
Cookling y yo seguimos echados en la arena hasta que el sol hubo bajado tanto en el horizonte que la sombra de los arbustos que crecían a lo lejos llegó a cubrir un poco el cangrejo metálico. En cuanto esto sucedió, éste empezó a moverse ligeramente y de nuevo se puso al sol. Pero la sombra lo alcanzó allí también. Entonces el cangrejo se arrastró a lo largo de la costa, acercándose cada vez más agua, que aún seguía iluminada por el sol. Parecía que el calor de los rayos solares le era Imprescindible.
Nosotros nos levantamos y lentamente fuimos tras la máquina.
Así, poco a poco, fuimos dando la vuelta a la isla hasta que aparecimos en la parte occidental de la misma.
Aquí, junto a la orilla, había uno de los montones de barras metálicas. Cuando el cangrejo se halló a unos diez metros del montón, de súbito, y olvidándose del sol, se lanzó precipitadamente hacia aquél y se quedó inmóvil junto a una de las barras de cobre.
Cookling me dio en el brazo y dijo:
- Ahora vamos a la tienda de campaña. Lo interesante será mañana por la mañana.
En la tienda de campaña cenamos callados y nos envolvimos cada uno en una ligera manta de franela. Me pareció que Cookling estaba satisfecho de que yo no le hiciera preguntas. Antes de dormirme oí que se volvía de un costado a otro, y a veces se reía. El sabía algo que nadie conocía.
Al día siguiente, por la mañana temprano, fui a bañarme. El agua estaba templada y nadé largo rato en el mar, contemplando cómo en el oriente, sobre la llanura de agua apenas alterada por las olas, se encendía la purpúrea aurora. Cuando volví a nuestro refugio y entré en la tienda, el ingeniero militar ya no estaba allí.
«Se habrá marchado a contemplar a su monstruo mecánico», pensé y abrí una lata de piña.
No bien me hube comido tres trocitos, cuando se oyó a lo lejos, débilmente al principio, y después cada vez más potente, la voz del ingeniero:
- ¡Teniente, venga corriendo! ¡De prisa! ¡Ha empezado! ¡Corra aquí!
Salí de la tienda y vi a Cookling que, de pie, entre las matas, agitaba la mano.
- ¡Vamos! - me dijo resollando como una locomotora -. Vamos de prisa.
- ¿Adónde, ingeniero?
- Adonde dejamos ayer a nuestro buen mozo.
El sol ya estaba bastante alto cuando llegamos al montón de las barras metálicas. Estas resplandecían vivamente y al principio no pude percibir nada.
Sólo cuando no faltaban más de dos pasos para llegar junto al montón, percibí hilitos finos de humo azulado que se elevaban, Y después... Me detuve corno paralizado. Me restregué los ojos, pero la visión no desapareció.
Junto al montón de metal había dos cangrejos exactamente iguales al que sacamos el día anterior del cajón.
- ¿Será posible que uno de ellos estuviese enterrado en la chatarra metálica? - exclamé.
Cookling se puso varias veces en cuclillas y se rió frotándose las manos.
- ¡Deje ya de una vez de hacerse el idiota! - le grité -. ¿De dónde ha surgido el segundo cangrejo?
- ¡Ha nacido! ¡Ha nacido esta noche!
Yo me mordí el labio y sin decir palabra me acerqué a los cangrejos de cuyos dorsos se elevaban finos hilos de humo. Al Principio me pareció que tenía alucinaciones: ¡los dos cangrejos trabajaban con celo!
Sí, trabajaban, así como se dice, eligiendo el material con movimientos rápidos de sus finos tentáculos anteriores. Los tentáculos anteriores tocaban las barras metálicas Y, creando en sus superficies un arco voltaico, como en la soldadura eléctrica, fundían trozos de metal. Los cangrejos se metían el metal en sus anchas bocas. En el interior de estos bichos metálicos ronroneaba algo. A veces salía crepitando de las fauces un haz de chispas, después, el segundo par de tentáculos sacaba del interior las piezas elaboradas.
Estas piezas, en determinado orden, se montaban en la pequeña plataforma que iba saliendo poco a poco por debajo del cangrejo.
En la plataforma de uno de los cangrejos ya estaba casi montada la copia acabada del tercer cangrejo, mientras que en la del segundo cangrejo apenas empezaban a perfilarse los contornos del mecanismo. Estaba terriblemente asombrado ante lo que veía.
- ¡Pero si estos bichos construyen otros semejantes a sí mismos! - exclamé.
- Exactamente. El único objetivo de esta máquina es construir otras semejantes - dijo Cookling.
- Pero, ¿es posible eso? - pregunté sin poder comprender ya nada.
- ¿Por qué no? Cualquier máquina, por ejemplo el torno, puede elaborar piezas para otro torno igual que él. Y se me ha ocurrido hacer una máquina-autómata que pueda reconstruirse desde el principio hasta el fin. El modelo de esta máquina es mi cangrejo.
Yo me quedé pensativo, procurando comprender lo que me había dicho el ingeniero. En este momento, las fauces del primer cangrejo se abrieron y de allí se deslizó una cinta metálica ancha. Esta cinta envolvió todo el mecanismo montado en la plataforma, formando de tal manera el dorso del tercer autómata. Cuando el dorso estuvo montado, las rápidas patas anteriores soldaron las paredes anterior y posterior con los orificios y el nuevo cangrejo ya estaba listo. Como en sus hermanos, en una oquedad de la espalda brillaba el espejo metálico con el cristal rojo en el centro.
El cangrejo productor retiró la plataforma bajo la panza y su «hijo» se plantó con sus patas en la arena. Yo noté que el espejo del dorso empezó a girar lentamente en busca del sol. Un poco después, el cangrejo se fue a la orilla y sació su sed. Luego se puso al sol, inmóvil, a calentarse.
Pensé que todo era un sueño.
Estaba yo observando al recién nacido cuando Cookling dijo:
- Ya está listo el cuarto.
Torné la cabeza y vi que «había nacido» el cuarto cangrejo.
Mientras tanto, los dos primeros seguían como si tal cosa en el montón de metal, cortándolo y tragándoselo, repitiendo lo que ya habían hecho antes.
El cuarto cangrejo también fue a beber agua.
- ¿Para qué demonios beben agua? - pregunté.
- Para cargar de electrólitos el acumulador. Mientras alumbra el sol, su energía se transforma en electricidad mediante el espejo del dorso y la batería de silicio. Con esta energía basta para el trabajo del día y para recargar el acumulador. De noche el autómata se alimenta de la energía almacenada en el acumulador durante el día.
- Entonces, ¿estos bichos trabajan día y noche?
- Sí, día y noche, sin descansar.
El tercer cangrejo empezó a agitarse y también se arrastró al montón de metal. Trabajaban ya tres autómatas, mientras el cuarto se cargaba de energía solar.
- Pero si no hay material para las baterías de silicio en estos montones de metal... - le objeté procurando llegar a comprender la tecnología de esta monstruosa autoproducción de mecanismos.
- Ni falta que hace. Aquí hay cuanto se quiera - Cookling lanzó torpemente con el pie un poco de arena -. La arena es un óxido de silicio. En el interior del cangrejo, debido a la acción del arco eléctrico, se consigue obtener silicio puro.
Regresamos por la tarde a la tienda de campaña, cuando en el montón del metal ya estaban trabajando seis autómatas y dos se calentaban al sol.
- ¿Para qué todo esto? - le pregunté a Cookling durante la cena.
- Para la guerra. Estos cangrejos son una horrible arma de sabotaje - me dijo sinceramente.
- No comprendo, ingeniero.
Cookling terminó de masticar el estofado y, sin prisa explicó:
- Figúrese usted qué ocurriría si estos aparatos se dejasen subrepticiamente en territorio enemigo.
- Bueno, ¿y qué? - pregunté dejando de comer.
- ¿Sabe usted lo que es progresión?
- Supongamos que lo sé.
- Nosotros empezamos ayer con un cangrejo, ahora ya hay ocho. Mañana habrá sesenta y cuatro, pasado mañana, quinientos doce, y así sucesivamente. Dentro de diez días habrá más de diez millones. Para ello hacen falta treinta mil toneladas de metal.
Al oír estas cifras quedé mudo de asombro
- Sí, pero...
- Estos cangrejos en un corto espacio de tiempo pueden comerse todo el metal del enemigo, todos sus carros blindados, cañones, aviones, etc. Todas las máquinas, mecanismos, instalaciones. Todo el metal de su territorio. Al cabo de un mes no queda ni un gramo de metal en toda la esfera terrestre. Todo el metal se invierte en la producción de estos cangrejos. Tenga en cuenta que, durante la guerra, el metal es el material estratégico más importante.
- ¡Ahora comprendo por qué el Almirantazgo está tan interesado en su juguete!... - murmuré.
- Exactamente. Pero éste es solamente el primer modelo. Quiero simplificarlo considerablemente y con ello acelerar el proceso de reproducción de autómatas. Acelerarlo, digamos, en dos o tres veces. Hacer una construcción más estable y rígida. Hacerlos más móviles. Elevar la sensibilidad de los localizadores del metal. Entonces, durante la guerra, mis autómatas serán peor que la peste. Quiero que el enemigo pierda todo el potencial metálico en dos o tres días.
- Bien, pero cuando estos autómatas se traguen todo el metal del territorio enemigo, ¡se arrastrarán hacia nuestro propio territorio! - exclamé.
- Esto ya es otra cuestión. El trabajo de los autómatas se puede codificar y, sabiendo la clave, interrumpirlo en cuanto aparezcan en nuestro territorio. A propósito, de esta manera se pueden traer a nuestro territorio todas las reservas de metal del enemigo.
...Esa noche yo tuve unos sueños horribles. Avanzaban arrastrándose hacia mí legiones de cangrejos metálicos, haciendo ruido con sus tentáculos y con finas columnas de humo azul elevándose de sus cuerpos.
Los autómatas del ingeniero Cookling, al cabo de cuatro días, poblaron toda la isla.
De creer en sus cálculos, había más de cuatro mil.
Sus cuerpos relucientes al sol se veían por doquier. Cuando se terminaba el metal de un montón, empezaban a buscar por la isla y encontraban nuevos montones.
Al quinto día, ante la puesta del sol, fui testigo de una horrorosa escena: dos cangrejos riñeron por un trozo de cinc.
Esto fue en la parte sur de la isla, donde habíamos enterrado unas cuantas barras de cinc. Los cangrejos, que trabajaban en distintos lugares, iban periódicamente allí para elaborar la pieza de cinc correspondiente. Y ocurrió que acudieron al hoyo de cinc al mismo tiempo unas dos docenas de cangrejos y empezó un verdadero tumulto. Los mecanismos se arremetían mutuamente. Sobre todos se destacó un cangrejo más ágil que los otros y, según me pareció, más agresivo y fuerte.
Empujando a sus hermanos y arrastrándose por encima de ellos, intentaba coger del fondo del hoyo un trozo de metal. Cuando ya había alcanzado la meta, otro cangrejo se agarró del mismo trozo con sus pinzas. Ambos mecanismos tiraban para su lado. El que, según me pareció, era más ágil, le arrancó por fin el trozo a su adversario; sin embargo éste no se avino a ceder su trofeo y, corriendo detrás del otro, se sentó encima y le metió sus finos tentáculos en la boca.
Los tentáculos del primero y del segundo autómatas se enredaron y con descomunal fuerza empezaron a destrozarse.
Ningún mecanismo de alrededor prestó atención a aquello. Sin embargo, entre estos dos se libró una lucha a muerte. Vi que el cangrejo que estaba encima de repente cayó de espaldas y la plataforma de hierro se deslizó hacia abajo dejando al descubierto las entrañas. En este momento su enemigo empezó a cortarle el cuerpo con el arco eléctrico. Cuando el cuerpo de la víctima se deshizo en partes, el vencedor empezó a arrancarle las palancas, piñones, conductores y a metérselos rápidamente en la boca.
A medida que las piezas conseguidas de esta manera iban a parar al interior del rapiñador, su plataforma empezó a desplazarse rápidamente hacia adelante, realizándose en ella un febril montaje de un nuevo mecanismo.
Unos minutos después se deslizó de la plataforma a la arena el nuevo cangrejo.
Cuando le relaté a Cookling todo lo que había visto. éste se limitó a soltar su risita.
- Esto es precisamente lo que hace falta - dijo.
- ¿Para qué?
- Ya le he dicho que quiero perfeccionar mis autómatas.
- Bueno, ¿y qué? Coja los planos y piense cómo rehacerlos. ¿Para qué esta guerra civil? Así, van a comerse unos a otros.
- ¡Eso es! Y sobrevivirán los más perfectos.
Después de pensarlo objeté:
- ¿Qué quiere decir con los más perfectos? Si todos son iguales. Según tengo entendido, se reproducen a sí mismos.
- ¿Qué piensa usted? ¿Que se puede elaborar una copia absolutamente igual al original? Usted, seguramente debe saber que incluso en la producción de bolas para los cojinetes no se pueden hacer dos bolas exactamente iguales. Sin embargo, allí es más fácil de conseguirlo. Aquí el autómata productor tiene un sistema comparador, el cual compara la copia a hacer con su propia construcción. ¿Usted se figura qué va a resultar si cada copia siguiente se elabora según la copia anterior y no según el original? Al fin y al cabo puede resultar un mecanismo distinto del original.
- Pero si no se parece al original, no cumplirá su función fundamental de reproducirse - le repuse.
- Bueno, ¿y qué? de su cadáver otro autómata hará copias más acertadas. Las copias acertadas serán precisamente aquellas en que, de manera estrictamente casual, se acumulen las particularidades constructivas que las hagan más vitales. Así deben surgir las copias más fuertes, más rápidas y más simples. He aquí por qué no pienso romperme la cabeza con los planos. Sólo me queda esperar a que los autómatas se traguen todo el metal y empiecen la guerra entre ellos, tragándose mutuamente y reproduciéndose. Así surgirán los autómatas que me hacen falta.
Esa noche estuve largo rato sentado en la arena ante la tienda, mirando al mar y fumando. ¿Será posible que Cookling realmente haya acometido una empresa de graves consecuencias para la humanidad? ¿Será posible que en esta pequeña isla perdida en el océano hayamos cultivado una terrible peste capaz de tragarse todo el metal de la esfera terrestre?
Mientras yo estaba sentado pensando en todo este pasaron junto a mí varios bichos metálicos. Caminaban sin cesar de trabajar incansablemente con el chirriar de los mecanismos. Uno de los cangrejos tropezó conmigo, y yo, con repugnancia le di un puntapié. El cangrejo volcó y quedó impotente panza arriba. Casi instantáneamente se lanzaron sobre él otros dos cangrejos, y en la oscuridad relucieron cegadoras chispas eléctricas.
¡Al infeliz lo cortaban en trozos eléctricamente! Para mí aquello era el colmo. Me dirigí rápidamente a la tienda de campaña y saqué una barra del cajón. Cookling ya estaba roncando. Me acerqué cautelosamente al grupo de cangrejos y con todas mis fuerzas le di con la barra a uno de ellos. No sé por qué me había figurado que esto espantaría a los demás pero no ocurrió nada parecido. Sobre el cangrejo que yo había destrozado se lanzaron otros, y de nuevo refulgieron las chispas.
Yo repartí unos cuantos golpes más, pero eso sólo aumentó la cantidad de chispas eléctricas. Del interior de la isla acudieron unos cuantos bichos más.
En la oscuridad sólo veía los contornos de los mecanismos y en este tumulto me pareció que uno de ellos era de dimensiones particularmente grandes.
Lo hice mi blanco. Sin embargo, cuando mi barra tocó su espalda, di un grito y salté a un lado: ¡había recibido una descarga eléctrica a través de la barra! El cuerpo de este bicho no sé de qué manera tenía un potencial eléctrico. «Protección originada por la evolución», cruzó por mi mente.
Con el cuerpo temblando me acerqué al ruidoso grupo de mecanismos para recobrar mi barra. ¡Eso era lo que yo pensaba! En la oscuridad, a la luz irregular de muchos arcos eléctricos, vi como cortaban en partes mi barra. El que con más porfía lo hacía era el autómata más grande, el que yo quería destruir.
Regresé a la tienda de campana y me eché en la cama.
Durante cierto tiempo logré caer en un pesado sueño. Esto, al parecer, no duró mucho. El despertar fue repentino: sentía que por mi cuerpo se arrastraba algo frío y pesado. Me levanté de un salto. El cangrejo (en el primer momento no había caído en ello) desapareció en el interior de la tienda. Al cabo de unos segundos vi una deslumbrante chispa eléctrica. El maldito cangrejo había venido adonde estábamos nosotros en busca de metal. Su electrodo estaba cortando la lata de agua dulce.
Sacudiendo rápidamente a Cookling lo desperté, y le expliqué desconcertadamente el caso.
- ¡Todas las latas al mar! ¡Las provisiones y el agua al mar!- ordenó.
Empezamos a transportar las latas al mar y a colocarlas en el fondo arenoso donde el agua nos llegaba a la cintura. Allá llevamos también todos nuestros instrumentos.
Empapados y sin fuerzas, permanecimos sentados a la orilla, sin dormir hasta el amanecer. Cookling resollaba con dificultad, y yo, para mis adentros, me alegré de que a él le hubiese tocado sufrir las consecuencias de su empresa. En aquel momento yo lo odiaba y le deseaba con ansia un castigo mayor.
No recuerdo cuánto tiempo había pasado desde que llegamos a la isla, sólo sé que un magnífico día Cookling declaró solemnemente:
- Lo más interesante empieza ahora. Todo el metal se ha consumido.
Efectivamente, recorrimos todos los sitios donde antes estaba el material metálico y allí no quedaba nada. A lo largo de la costa y entre los matorrales se veían los hoyos vacíos.
Los cubos, lingotes y barras metálicas se habían convertido en mecanismos que en gran cantidad corrían de un lado a otro de la isla. Sus movimientos ya eran rápidos e impetuosos; los acumuladores estaban cargados a más no poder, y ya no gastaban energía en el trabajo. Estúpidamente corrían buscando por la costa, se arrastraban entre los matorrales de la meseta, chocaban unos con otros y, frecuentemente, con nosotros.
Observándolos me convencí de que Cookling tenía razón. Los cangrejos efectivamente eran diferentes. Se diferenciaban por sus dimensiones, por la magnitud de las pinzas, por el volumen de su boca-taller. Unos eran más ágiles, otros menos. Por lo visto había grandes diferencias en el mecanismo interno.
- Bueno, pues - dijo Cookling - ya es hora de que empiecen a luchar.
- ¿Lo dice en serio? - le pregunté.
- Claro. Para ello es suficiente darles a probar un trozo de cobalto. El mecanismo está construido de tal manera que si se introduce en él aunque sea una cantidad insignificante de este metal, aplasta, si se puede decir así, el respeto mutuo.
A la mañana siguiente Cookling y yo nos dirigimos a nuestro «almacén marino». Del fondo sacamos la correspondiente porción de conservas, agua y cuatro barras grises y pesadas de cobalto, reservadas especialmente por el ingeniero para la etapa decisiva del experimento.
Cuando Cookling salió a la playa, llevando en alto las barras de cobalto, lo rodearon inmediatamente varios cangrejos. Estos no pasaban el límite de la sombra del ingeniero, pero se notaba que la aparición del nuevo metal los había intranquilizado. Yo estaba a unos pasos del ingeniero y observaba con asombro cómo algunos mecanismos intentaban torpemente saltar.
- ¡Vea usted qué variedad de movimientos! Cómo no se parecen unos a otros. Y en esta guerra civil a que los vamos a obligar, van a sobrevivir los más fuertes y aptos. Estos darán una generación más perfecta.
Con estas palabras, Cookling lanzó uno tras otro los trozos de cobalto hacia los arbustos.
Lo que siguió a ello es difícil de describir.
Sobre el metal cayeron al mismo tiempo varios mecanismos y, empujándose mutuamente, empezaron a cortarlos eléctricamente. Otros se agolpaban inútilmente detrás, intentando atrapar un trozo de metal. Varios se encaramaron sobre las espaldas de sus compañeros y se arrastraron intentando llegar al centro.
- ¡Mire, ahí tiene la primera batalla! - exclamó alegremente el ingeniero militar, aplaudiendo.
Al cabo de unos minutos, el lugar adonde había echado Cookling las barras metálicas se convirtió en arena de una horrible batalla, hacia la cual acudían corriendo nuevos y nuevos autómatas.
A medida que las partes cortadas de los mecanismos y el cobalto iban a parar a las tragaderas de nuevas y nuevas máquinas, éstas se iban transformando en salvajes e intrépidas fieras e inmediatamente se arrojaban sobre sus «parientes».
En la primera fase de esta batalla, los atacantes fueron los que habían probado el cobalto. Estos cortaban en partes a los autómatas que acudieron de todas partes con la esperanza de adquirir el metal necesario. Sin embargo, a medida que el cobalto lo probaban más y más cangrejos, la batalla se hacía más feroz. En este momento empezaron a tomar parte en el juego los recién «nacidos», creados en esta reyerta.
¡Era una generación de autómatas asombrosa! Eran de menor tamaño y poseían una velocidad colosal. Me asombró que no necesitasen cargar el acumulador.
Les era suficiente la energía solar captada por los espejos del dorso, mucho mayores que los corrientes. Su acometividad era sorprendente. Atacaban al mismo tiempo a varios cangrejos y cortaban a dos o tres a la vez.
Cookling estaba de pie en el agua y su fisonomía expresaba una satisfacción sin límites. Se frotaba las manos y profería:
- ¡Bien, muy bien! ¡Me figuro lo que viene detrás!
En lo que se refiere a mí, miraba esta lucha de mecanismos con gran repugnancia y horror. ¿Qué va surgir como resultado de esta lucha?
Hacia el mediodía, la zona de la playa junto a nuestra tienda de campaña se había convertido en un enorme campo de batalla. Aquí habían acudido los autómatas de toda la isla. La guerra transcurría en silencio, sin gritos ni gemidos, sin estruendos ni estampidos de cañones. El chisporroteo de los numerosos electrodos, zumbido y chirrido de los cuerpos metálicos de las máquinas acompañaban a esta matanza descomunal.
La mayor parte de la generación que había surgido entonces era de poca estatura y muy ágil, pero ya empezaban a surgir nuevas especies de autómatas. Estos superaban considerablemente a los demás, por sus dimensiones. Sus movimientos eran lentos, pero se percibía una gran fuerza en ellos, y se defendían con éxito de los autómatas enanos.
Cuando el sol empezó a declinar, en los movimientos de los mecanismos pequeños se inició de repente un brusco cambio: todos se agruparon en la parte occidental y empezaron a moverse con más lentitud.
- ¡Caramba, toda esta compañía está sentenciada! - dijo Cookling con voz ronca -. ¡Pero si no tienen acumuladores! En cuanto se ponga el sol, sucumbirán.
Efectivamente, en cuanto la sombra de los arbustos se alargó lo suficiente para cubrir la gran multitud de los pequeños autómatas, se quedaron inmóviles en el acto. Ya no era un ejército de pequeños rapiñadores agresivos, sino un enorme almacén de trastos metálicos.
Sin apresurarse se acercaron a ellos los enormes cangrejos, de más de medio metro de altura, y empezaron a tragárselos uno tras otro. En las plataformas de los gigantes se vislumbraban los contemos de una generación de dimensiones todavía mayores.
Cookling frunció el ceño. Estaba claro que esa evolución no le sentaba bien. Lentos cangrejos autómatas de gran tamaño eran un instrumento muy deficiente para el sabotaje en la retaguardia enemiga.
Mientras los cangrejos gigantes deshacían a la pequeña generación, en la playa se restableció temporalmente la tranquilidad.
Salí del agua y me siguió, callado, el ingeniero. Fuimos a la parte oriental de la isla para descansar un poco.
Yo estaba muy cansado y me dormí casi inmediatamente de echarme cuan largo era en la calentita y blanda arena.
A media noche me despertó un grito escalofriante. Cuando me puse en pie de un salto, no vi nada más que la franja gris de la playa arenosa y el mar que se unía al cielo negro sembrado de estrellas.
El grito se repitió por el lado de los matorrales, pero más débil. Sólo entonces me di cuenta de que Cookling no estaba a mi lado. Eché a correr hacia donde me parecía haber oído su voz.
El mar, como siempre, estaba muy tranquilo, y las pequeñas olas solamente de tarde en tarde, con un chapoteo apenas perceptible, se deslizaban por la arena. Sin embargo me pareció que la superficie del mar en donde habíamos dejado en el fondo las reservas de víveres y los recipientes de agua dulce, se agitaba. Algo se chapuzaba y chapoteaba allí.
Decidí que allí estaba Cookling ocupado en algo.
- Señor ingeniero, ¿qué hace ahí? - grité, acercándome a nuestro almacén submarino.
- ¡Yo estoy aquí! - oí inesperadamente que la voz venía de la derecha.
- ¡Dios mío!, ¿dónde está usted?
- Aquí - oí de nuevo la voz del ingeniero -. Estoy en el agua hasta el cuello, venga aquí.
Me metí en el agua y tropecé con algo duro. Era un enorme cangrejo que se había adentrado bastante en el agua y estaba de pie en sus largas patas.
- ¿Por qué se ha metido tan adentro? ¿Qué hace ahí? - le pregunté.
- Me perseguían y me han obligado a meterme aquí - chilló lastimosamente el gordiflón.
- ¿Lo perseguían? ¿Quiénes?
- Los cangrejos.
- ¡No puede ser! Pero si a mí no me persiguen.
De nuevo tropecé en el agua con un autómata, di un pequeño rodeo evitándolo y por fin me puse junto al ingeniero. Efectivamente estaba con el agua al cuello.
- Dígame qué ha pasado.
- Ni yo mismo lo entiendo - pronunció con voz temblorosa -. Cuando estaba durmiendo, uno de los autómatas, inesperadamente, me atacó. Yo creía que había sido una casualidad, y me aparté, pero de nuevo empezó a acercarse y me tocó la cara con su pinza... Entonces me levanté y aparté a un lado. El detrás... Eché a correr... El cangrejo, detrás. Se le unió otro... después otro... Un pelotón... Y me han acorralado aquí...
- Es raro. Hasta ahora no ha habido nada parecido - dije -. En todo caso, si como resultado de la evolución se les ha elaborado el instinto antihumano, no me perdonarían a mí.
- No sé - gimió Cookling -. Pero temo salir a la orilla...
- Tonterías - le dije cogiéndolo de la mano -. Vamos hacia oriente paralelamente a la costa. Yo lo defenderé.
- ¿Cómo?
- Ahora nos acercamos al almacén y yo cojo cualquier objeto pesado, por ejemplo, un martillo...
- ¡Guárdese de que sea metálico! - gimió el ingeniero -. Es mejor que coja una tabla de un cajón o algo de madera.
Nos deslizamos lentamente a lo largo de la costa. Cuando llegamos al almacén, dejé al ingeniero solo y me acerqué a la orilla.
Se oía un gran chapoteo en el agua y el conocido chirriar de los mecanismos.
Los bichos metálicos habían despachurrado las latas de conserva. Habían alcanzado nuestro almacén submarino.
- ¡Cookling, estamos perdidos! - grité -. Se han tragado todas nuestras latas de conserva.
- ¿Sí? - pronunció lastimosamente -. ¿Qué vamos a hacer ahora?
- Eso corre de su cuenta. Toda la culpa la tiene su necia empresa. Usted ha sacado el tipo de arma de sabotaje que le gusta. Ahora deshaga el entuerto.
Yo di la vuelta rodeando a los autómatas y salí a la playa.
Allí, en la oscuridad, arrastrándome entre los cangrejos, recogí, palpando por la arena, trozos de carne, piñas en conserva, manzanas y algunos otros manjares, y los trasladé a la meseta arenosa. A juzgar por la cantidad que había desparramada por la playa, estos bichos habían trabajado de lo lindo mientras dormíamos. No encontré ni una lata entera.
Mientras estaba ocupado en recoger los restos de nuestras provisiones, Cookling estaba a unos veinte pasos de la orilla, metido en el agua hasta el cuello.
Estaba tan ocupado en recoger los restos, y tan disgustado, que me olvidé de su existencia. Sin embargo, pronto me lo recordó con un agudo grito.
- ¡Dios mío, Bad, ayúdeme, se me acercan!
Me eché al agua y, tropezando con los monstruos metálicos, me dirigí hacia donde estaba Cookling. Y allí, a unos cinco pasos de él, tropecé con un cangrejo.
El cangrejo no me hizo el más mínimo caso.
- ¡Vaya diablos!, ¿por qué lo odian tanto a usted? ¡Si usted, como quien dice, es su progenitor!
- No sé - con estertores y medio ahogándose, gimió el ingeniero -. Haga algo, Bad, para ahuyentarlos. Si sale un cangrejo más alto que éste, estoy perdido...
- Vaya, hombre, con la evolución. A propósito, ¿qué lugar de estos cangrejos es el más vulnerable? ¿Cómo se les puede estropear el mecanismo?
- Antes había que romperles el espejo parabólico o sacarles el acumulador del interior. Ahora no sé... Aquí hace falta una investigación especial...
- ¡Maldito sea usted con sus investigaciones! - dije entre dientes y agarré el delgado brazo anterior del cangrejo extendido hacia la cara del ingeniero.
El autómata reculó. Le cogí el segundo brazo y también se lo doblé. Estos tentáculos se doblaron fácilmente, como un hilo de cobre.
Claramente se notó que al bicho metálico no le gustó esta operación y empezó lentamente a salir del agua. El ingeniero y yo nos fuimos a lo largo de la costa.
Cuando salió el sol, todos los autómatas salieron del agua y durante cierto tiempo se calentaron. Durante este tiempo pude romper a pedradas los espejos parabólicos del dorso de lo menos cincuenta monstruos. Todos dejaron de moverse.
Pero, por desgracia, esto no mejoró la situación: fueron víctimas de los otros con asombrosa velocidad, y empezaron a salir nuevos autómatas. Romper las baterías de silicio del dorso de todas las máquinas era superior a mis fuerzas. Varias veces tropecé con autómatas bajo potencial eléctrico, lo cual debilitó mi decisión de luchar contra ellos.
Todo este tiempo Cookling seguía en el mar.
Muy pronto se enardeció de nuevo la lucha entre los monstruos y parecía que se habían olvidado por completo del ingeniero.
Dejamos el campo de batalla y nos trasladamos al lado opuesto de la isla. El ingeniero estaba tan aterido de frío de las largas horas de baño de mar que, dando diente con diente, se echó de bruces y me pidió que le cubriese de arena caliente.
Después regresé a nuestro primitivo refugio para coger la ropa y lo que quedaba de nuestros víveres. Sólo entonces observé que la tienda de campaña estaba destrozada: habían desaparecido las estacas de hierro clavadas en la arena y los anillos metálicos con que se fijaba la tienda a las cuerdas.
Debajo de la lona encontré la ropa de Cookling y la mía. Allí también se podían observar huellas del trabajo de los cangrejos buscando metal. Habían desaparecido los ganchos, botones y hebillas de metal. En su lugar se veían huellas de tela quemada.
Mientras tanto, la batalla de los autómatas se había trasladado de la orilla al interior de la isla. Cuando subí a la meseta, vi que casi en el centro de la isla, entre los arbustos, se elevaban unos cuantos monstruos, casi de la altura de un hombre: patas con pinzas. Por parejas se separaban a diferentes lados y después se embestían a gran velocidad.
Al chocar, se oían sonoros golpes metálicos. En los lentos movimientos de estos gigantes se sentía una enorme fuerza y gran peso.
Ante mis ojos se derribaron varios mecanismos, algunos de ellos fueron destrozados inmediatamente.
Pero ya estaba hasta la coronilla de estos cuadros de batalla entre las locas máquinas; por ello, cargando con todo lo que había conseguido recoger de nuestro antiguo refugio, me marché lentamente adonde estaba Cookling.
El sol quemaba sin compasión y antes de llegar al lugar donde había enterrado en la arena al ingeniero, me metí varias veces en el agua.
Ya me acercaba al montículo de arena bajo el cual estaba Cookling durmiendo sin fuerzas, después de los baños nocturnos, cuando del lado de la meseta apareció de entre los arbustos un enorme cangrejo.
Era de mayor estatura que yo, y sus patas eran altas y macizas. Se desplazaba a saltos irregulares, encorvando de manera extraña su cuerpo. Los tentáculos anteriores, de trabajo, eran enormemente largos y se arrastraban por la arena. La boca-taller estaba hipertrofiada de manera excepcional, la cual representaba casi la mitad del cuerpo.
El «ictosauro», así lo bauticé, descendía torpemente hacia la orilla y volvía el cuerpo hacia todos lados, como si reconociese el terreno. Maquinalmente agité en su dirección la lona de la tienda, como se hace cuando se quiere espantar a un animal que se haya interpuesto en el camino. No me hizo ni el menor caso, y de manera extraña, desplazándose de lado y describiendo un gran arco, empezó a acercarse al montículo de arena donde dormía Cookling.
Si yo hubiese supuesto que el monstruo se dirigía contra el ingeniero, habría acudido enseguida en su ayuda. Pero la trayectoria que seguía el mecanismo era tan indeterminada que al principio creía que se dirigía hacia el mar: y solamente cuando tocó el agua con los tentáculos y de repente se volvió y se fue rápidamente hacia el ingeniero, tiré la carga a un lado y corrí hacia allí.
El «ictiosauro» se paró junto a Cookling y se agachó un poco.
Observé que los extremos de los largos tentáculos se movieron en la arena frente a la cara del ingeniero.
A renglón seguido, donde había habido un montículo se elevó una nube de arena. Era Cookling que, como picado por una avispa, se había puesto en pie de un salto y lleno de pánico intentaba huir del monstruo.
Pero era ya tarde...
Los finos tentáculos rodearon fuertemente el gordo cuello del ingeniero y tirando hacia arriba se lo llevaron a la boca del mecanismo. Cookling quedó impotente en el aire, agitando los brazos y las piernas.
Aunque yo odiaba al ingeniero con toda mi alma, no podía permitir que muriese en lucha con un bicho metálico cualquiera.
Sin pensarlo un segundo me cogí a las altas patas del cangrejo y tiré de ellas con todas mis fuerzas: pero esto era lo mismo que derribar un tubo de acero profundamente clavado en el suelo. El «ictiosauro» ni se movió.
Me subí a pulso a su espalda. Por un momento mi cara estuvo a la altura de la desfigurada faz de Cookling. «los dientes», me cruzó por la mente ¡Cookling tenía dientes de acero!...
Con todas las fuerzas de mi puño le di al espejo parabólico que brillaba al sol.
El cangrejo giró sobre el mismo lugar. La cara azulada de Cookling con los ojos saltándosela de las órbitas estaba a la altura de la boca-taller. En ese momento ocurrió algo horroroso. Una chispa eléctrica saltó a la frente del ingeniero, a su sien. Después los tentáculos del cangrejo aflojaron y el pesado cuerpo del creador de la peste de hierro cayó a la arena sin sentido.
Cuando enterraba a Cookling, por la isla corrían, persiguiéndose, varios cangrejos enormes, sin prestamos la menor atención.
Envolví a Cookling en la lona de la tienda y lo enterré en el centro de la isla en un profundo hoyo. Lo enterré sin sentir la menor compasión. En mi boca reseca crujía la arena y mentalmente maldecía al muerto por su ruin empresa. Según la moral cristiana, yo cometía un gran pecado.
Después, me pasé varios días seguidos acostado en la playa, mirando al horizonte hacia el lado de donde debía aparecer la «Paloma». El tiempo transcurría terriblemente despacio y el implacable sol parecía que se había parado encima de mi cabeza. A veces me arrastraba hasta el agua y sumergía en ella mi tostada cara.
Para olvidar el hambre y la ardiente sed, procuraba pensar en algo abstracto. Pensaba en que en nuestros tiempos, multitud de personas inteligentes malgastaban sus energías intelectuales en causar perjuicios a otras personas. Por ejemplo, el invento de Cookling, yo estaba seguro de que se podía utilizar para fines nobles, por ejemplo, para extraer metal. Se podía haber dirigido la evolución de estos bichos de tal manera que cumplieran esta tarea con el mayor rendimiento. Llegué a la conclusión de que con el correspondiente perfeccionamiento del mecanismo, éste no se transformaría en una torpe y gigantesca mole.
Una vez cayó sobre mí una enorme sombra circular. Con dificultad levanté la cabeza y miré lo que me tapaba el sol. Resultó que estaba acostado entre las patas de un cangrejo de dimensiones monstruosas. Se acercó a la orilla y parecía que miraba el horizonte y esperaba algo.
Después empecé a ver alucinaciones. En mi excitado cerebro, el cangrejo gigante se transformó en un depósito de agua dulce, elevado a gran altura, al cual yo no podía llegar...
Me desperté a bordo de la goleta, y cuando el capitán Gale, me preguntó si había que cargar en el buque el enorme y extraño mecanismo que había en la playa, yo le dije que por el momento ninguna falta hacía.
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FIN
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Hector G. Oesterheld - EL ARBOL DE LA BUENA MUERTE
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Hector G. Oesterheld nació en Buenos Aires en 1922, a fines de la década del 40 comienza escribiendo cuentos infantiles, publicados por editorial Abril.
Luego colabora la mítica revista Mas Allá, y en 1950 publica su primer historieta, «Alan y crazy» hacia 1955 publica «El sargento Kirk» y «Bull Rokett».
En 1957 con dibujos de Solano López, publica la primera parte de «El eternauta» que se convertiría en la más famosa hisorieta Argentina.
Hector G. Oesterheld fue secuestrado y asesinado en 1977 por la dictadura militar que sojuzgó Argentina entre 1976 y 1983.
Para mayor información sobre el autor y su obra los remito a «La argentina premonitoria» de Jorge Claudio Morhain, publicada en el número 96 de la revista axxón.
María Santos cerró los ojos, aflojó el cuerpo, acomodó la espalda contra el blando tronco del árbol.
Se estaba bien allí, a la sombra de aquellas hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del sol.
Carlos, el yerno, no podía haberle hecho un regalo mejor para su cumpleaños.
Todo el día anterior había trabajado Carlos, limpiando de malezas el lugar donde crecía el árbol. Y había hecho el sacrificio de madrugar todavía más temprano que de costumbre para que, cuando ella se levantara, encontrara instalado el banco al pie del árbol.
María Santos sonrió agradecida; el tronco parecía rugoso y áspero, pero era muelle, cedía a la menor presión como si estuviera relleno de plumas. Carlos había tenido una gran idea cuando se le ocurrió plantarlo allí, al borde del sembrado.
Tuf-tuf-tuf. Hasta María Santos llegó el ruido del tractor. Por entre los párpados entrecerrados, la anciana miró a Marisa, su hija, sentada en el asiento de la máquina, al lado de Carlos.
El brazo de Marisa descansaba en la cintura de Carlos, las dos cabezas estaban muy juntas: seguro que hacían planes para la nueva casa que Carlos quería construir.
María Santos sonrió; Carlos era un buen hombre, un marido inmejorable para Marisa. Suerte que Marisa no se casó con Larco, el ingeniero aquel: Carlos no era más que un agricultor, pero era bueno y sabía trabajar, y no les hacía faltar nada.
¿No les hacía faltar nada?
Una punzada dolida borró la sonrisa de María Santos.
El rostro, viejo de incontables arrugas, viejo de muchos soles y de mucho trabajo, se nubló.
No, Carlos podría hacer feliz a Marisa y a Roberto, el hijo, que ya tenía 18 años y estudiaba medicina por televisión.
No, nunca podría hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela...
Porque María Santos no se adaptaría nunca -hacía mucho que había renunciado a hacerlo- a la vida en aquella colonia de Marte.
De acuerdo con que allí se ganaba bien, que no les faltaba nada, que se vivía mucho mejor que en la Tierra, de acuerdo con que allí, en Marte, toda la familia tenía un porvenir mucho mejor; de acuerdo con que la vida en la Tierra era ahora muy dura... De acuerdo con todo eso; pero, ¡Marte era tan diferente!...
¡Qué no daría María Santos por un poco de viento como el de la Tierra, con algún "panadero" volando alto!
- ¿Duermes, abuela? - Roberto, el nieto, viene sonriente, con su libro bajo el brazo.
- No, Roberto. Un poco cansada, nada más.
- ¿No necesitas nada?
- No, nada.
- ¿Seguro?
- Seguro.
Curiosa, la insistencia de Roberto; no acostumbraba a ser tan solícito; a veces se pasaba días enteros sin acordarse de que ella existía.
Pero, claro, eso era de esperar; la juventud, la juventud de siempre, tiene demasiado quehacer con eso, con ser joven.
Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse: últimamente Roberto había estado muy bueno con ella, pasaba horas enteras a su lado, haciéndola hablar de la Tierra.
Claro, Roberto no conocía la Tierra; él había nacido en Marte, y las cosas de la Tierra eran para él algo tan raro, como cincuenta o sesenta años atrás lo habían sido las cosas de Buenos Aires -la capital-, tan raras y fantásticas para María Santos, la muchachita que cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca.
Roberto, el nieto, la había hecho hablar de los viejos tiempos, de los tantos años que María Santos vivió en la ciudad, en una casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación.
Roberto le hizo describir ladrillo por ladrillo la casa, quiso saber el nombre de cada flor en el cantero que estaba delante, quiso saber cómo era la calle antes de que la pavimentaran, no se cansaba de oírla contar cómo jugaban los chicos a la pelota, cómo remontaban barriletes, cómo iban en bandadas de guardapolvos al colegio, tres cuadras más allá.
Todo le interesaba a Roberto, el almacén del barrio, la librería, la lechería... ¿No tuvo acaso que explicarle cómo eran las moscas? Hasta quiso saber cuántas patas tenían... ¡Cómo si alguna vez María Santos se hubiera acordado de contarlas! Pero, hoy, Roberto no quiere oírla recordar: claro, debe ser ya la hora de la lección, por eso el muchacho se aparta casi de pronto, apurado.
Carlos y Marisa terminaron el surco que araban con el tractor. Ahora vienen de vuelta.
Da gusto verlos; ya no son jóvenes, pero están contentos.
Más contentos que de costumbre, con un contento profundo, un contento sin sonrisas, pero con una gran placidez, como si ya hubieran construido la nueva casa. O como si ya hubieran podido comprarse el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto.
Tuf-tuf-tuf... El tractor llega hasta unos cuantos metros de ella; Marisa, la hija, saluda con la mano, María Santos sólo sonríe; quisiera contestarle, pero hoy está muy cansada.
Rocas ondulantes erizan el horizonte, rocas como no viera nunca en su Catamarca de hace tanto. El pasto amarillo, ese pasto raro que cruje al pisarlo, María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota que se estira por todas partes, por los lugares rotos afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras.
Algo pasa delante de los ojos de María Santos.
Un golpe de viento quiere despeinarla.
María Santos parpadea, trata de ver lo que le pasa delante.
Allí viene otro.
Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos...
¡"Panaderos"!
¡Sí, "panaderos", semillas de cardo, iguales que en la Tierra!
El gastado corazón de María Santos se encabrita en el viejo pecho: ¡"Panaderos"!
No más pastos amarillos: ahora hay una calle de tierra, con huellones profundos, con algo de pasto verde en los bordes, con una zanja, con veredas de ladrillos torcidos...
Callecita de barrio, callecita de recuerdo, con chicos de guardapolvo corriendo para la librería de la esquina, con el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo del teléfono.
María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja, ve la hilera de casitas bajas, las más viejas tienen jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con algún balcón cromado, el colmo de la elegancia.
"Panaderos" en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde aquellas nubes tan blancas y tan redondas...
"Panaderos" como los que perseguía en el patio de tierra del rancho allá en la provincia.
¡"Panaderos"!
El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso.
" Panaderos" jugando en el aire, yendo a lo alto.
Carlos y Marisa han detenido el tractor.
Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos.
Se quedan mirándola.
- Ha muerto feliz... Mira, parece reírse.
- Sí... ¡Pobre doña María!...
- Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así.
- Sí... Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al contrario
- ¡Abuela!... ¡Abuelita!
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FIN
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Harlan Ellison - NO TENGO BOCA. Y DEBO GRITAR.
El cuerpo de Gorrister colgaba, fláccido, en el ambiente rosado; sin apoyo alguno, suspendido bien alto por encima de nuestras cabezas, en la cámara de la computadora, sin balancearse en la brisa fría y oleosa que soplaba eternamente a lo largo de la caverna principal. El cuerpo colgaba cabeza abajo, unido a la parte inferior de un retén por la planta de su pie derecho. Se le había extraído toda la sangre por una incisión que se había practicado en su garganta, de oreja a oreja. No habían rastros de sangre en la pulida superficie del piso de metal.
Cuando Gorrister se unió a nuestro grupo y se miró a sí mismo, ya era demasiado tarde para que nos diéramos cuenta de que una vez más, AM nos habla engañado, había hecho su broma, su diversión de máquina. Tres de nosotros vomitamos, apartando la vista unos de otros en un reflejo tan arcaico como la náusea que lo había provocado.
Gorrister se puso pálido como la nieve. Fue casi como si hubiera visto un ídolo de vudú y se sintiera temeroso por el futuro. "¡Dios mío!", murmuró, y se alejó. Tres de nosotros lo seguimos durante un rato y lo hallamos sentado con la cabeza entre las manos. Ellen se arrodilló junto a él y acarició su cabello. No se movió, pero su voz nos llegó dará a través del telón de sus manos:
- ¿Por qué no nos mata de una buena vez? ¡Señor! no sé cuánto tiempo voy a ser capaz de soportarlo.
Era nuestro centesimonoveno año en la computadora.
Gorrister decía lo que todos sentíamos.
Nimdok (éste era el nombre que la computadora le había forzado a usar, porque se entretenía con los sonidos extraños) fue víctima de alucinaciones que le hicieron creer que había alimentos enlatados en la caverna, Gorrister y yo teníamos muchas dudas.
- Es otra engañifa - les dije -. Lo mismo que cuando nos hizo creer que realmente existía aquel maldito elefante congelado. ¿Recuerdan? Benny casi se volvió loco aquella vez. Vamos a esforzarnos para recorrer todo ese camino y cuando lleguemos van a estar podridos o algo por el estilo. No, no vayamos. Va a tener que darnos algo forzosamente, porque si no nos vamos a morir.
Benny se estremeció. Hacía tres días que no comíamos. La última vez fueron gusanos, espesos, correosos como cuerdas.
Nimdok ya no estaba seguro. Si había una posibilidad, cada vez se le antojaba más lejana. De todas maneras, allí no se podría estar peor que aquí. Tal vez haría más frío, pero eso ya no importaba demasiado. Calor, frío, lluvia, lava hirviente o nubes de langostas; ya nada importaba: la máquina se masturbaba y teníamos que aguantar o morir.
Ellen dijo algo que fue decisivo:
- Tengo que encontrar algo, Ted. Tal vez allí haya unas peras o unas manzanas. Por favor Ted, probemos.
Cedí con facilidad. Ya nada importaba. Sin embargo, Ellen me quedó agradecida. Me aceptó dos veces fuera de turno. Esto tampoco importaba. Oíamos cómo la máquina se reía juguetonamente mientras lo hacíamos. Fuerte, con risas que venían desde lejos y nos rodeaban. Ya nunca llegaba al clímax, así que para qué molestarse.
Cuando partimos era jueves. La máquina siempre nos tenía al tanto de la fecha. El paso del tiempo era muy importante; no para nosotros, sin duda, sino para ella. Jueves. Gracias.
Nimdok y Gorrister llevaron a Ellen alzada durante un largo trecho, entrelazando las manos que formaban un asiento. Benny y yo caminábamos adelante y atrás, para que si algo sucedía, nos pasara a nosotros y no la perjudicara a Ellen. ¡Qué idea ridícula la de no ser perjudicado! En fin, todo era lo mismo.
Las cavernas de hielo se hallaban a una distancia de unos 160 km. y al segundo día, cuando estábamos tendidos bajo el sol quemante que habla materializado, nos envió maná. Con gusto a orina hervida, naturalmente, pero lo comimos.
Al tercer día pasamos por un valle de obsolescencia, lleno de esqueletos de unidades de computadoras que se enmohecían desde hacía mucho tiempo. AM era tan despiadada consigo misma como con nosotros. Era una característica de su personalidad: el perfeccionismo. Ya fuera el deshacerse de elementos improductivos de su propio mundo interno, o el perfeccionamiento de métodos para torturarnos, AM era tan cuidadosa como los que la habían inventado, quienes desde largo tiempo estaban convertidos en polvo, y había tornado realidad todos sus deseos de eficiencia.
Podíamos ver una luz que se filtraba hacia abajo desde arriba, así que teníamos que estar muy cerca de la superficie. Pero no tratamos de arrastrarnos para averiguar. No había virtualmente nada arriba; desde hacía más de cien años allí no existía cosa alguna que pudiera tener la más mínima importancia. Solamente la ampollada superficie de lo que durante tanto tiempo habla sido el hogar de millones de seres. Ahora solamente existíamos nosotros cinco, aquí abajo, solos con AM.
Oía que Ellen decía desesperadamente:
- ¡No, Benny! No vayas. ¡Sigamos adelante! ¡No, Benny, por favor!
Y entonces me di cuenta de que hacía ya algunos minutos que oía a Benny decir:
- Voy a escaparme... Voy a escaparme - repitiéndolo una y otra vez.
Su cara, de aspecto simiesco, se hallaba marcada por una expresión de tristeza y deleite beatífico, todo al mismo tiempo. Las cicatrices de las lesiones por radiación que AM le había causado durante el "festival", se hallaban encogidas formando una masa de depresiones rosadas y blancas, y sus facciones parecían actuar independientemente unas de otras. Tal vez Benny era el más afortunado de nosotros: se había vuelto completamente loco desde hacia muchos años.
Pero si bien podíamos decirle a AM todas las horribles cosas que se nos ocurrían, si bien podíamos pensar los más atroces insultos dirigidos a los depósitos de memoria o a las placas corroídas, a los circuitos fundidos y a las destrozadas burbujas de control, la máquina toleraría que intentáramos escapar. Benny se escurrió cuando traté de detenerlo. Se trepó a un cubo de memoria de los pequeños, que estaba volcado hacia un lado y lleno de elementos en descomposición. Allí se detuvo por un momento, y su aspecto era el de un chimpancé, tal como AM había deseado.
Luego saltó y se tomó de un fragmento de metal corroído y agujereado; subió hasta su parte más alta, colocando las manos tal como lo haría un animal, y se trepó hasta un borde saliente a unos veinte pies de distancia de donde estábamos.
- Oh, Ted, Nimdok, por favor, ayúdenlo, deténganlo antes que... - dijo Ellen. Las lágrimas bañaron sus ojos. Movió las manos sin saber qué hacer.
Era demasiado tarde. Ninguno de nosotros queríamos estar junto a él cuando sucediera lo que pensábamos que iba a suceder. Además, nosotros nos dábamos cuenta muy bien de lo que ocurría. Cuando AM alteró a Benny, durante el periodo de su locura, no fue solamente su cara la que cambió para que se pareciera a un mono gigantesco. También habla cambiado otras partes, más íntimas. ¡A ella sí que le gustaba esto! Se entregaba a nosotros por cumplido, pero cuando era con él la cosa, entonces si que le gustaba. ¡Oh, Ellen, la del pedestal, Ellen, prístina y pura! ¡Oh, Ellen la impoluta! ¡Buena porquería!
Gorrister la abofeteó. Ellen se acurrucó en el suelo, todavía mirando al pobre Benny y llorando. Llorar era su gran defensa. Nos habíamos acostumbrado a su llanto hacía ya setenta y cinco años. Gorrister le dio un puntapié.
Entonces comenzó a oírse el sonido. Era luz y sonido. Mitad sonido y mitad luz; algo que comenzó a hacer brillar los ojos de Benny y a pulsar con creciente intensidad y con sonoridades no bien definidas, que se fueron convirtiendo en ensordecedoras y luminosas a medida que la luz-sonido aumentaba. Debe haber sido doloroso, aumentando el sufrimiento con la mayor magnitud de la luz y del sonido, porque Benny comenzó a gemir como un animal herido. Al principio suavemente, cuando la luz era todavía no muy definida y el sonido poco audible, pero luego sus quejidos aumentaron, y se vio que sus hombros se movían y su espalda se agitaba, como si tratara de escapar. Sus manos se cruzaron sobre su pecho como las de un chimpancé. Su cabeza se inclinó hacia un lado. La carita triste de mono se cubrió de angustia. Luego comenzó a aullar, a medida que el sonido que surgía de sus ojos crecía en intensidad. Cada vez más fuerte. Me llevé las manos a los lados de la cabeza para tratar de ahogar el ruido, pero de nada sirvió. Atravesaba todo obstáculo y me hacia temblar de dolor como si me clavaran un cuchillo en un nervio.
Súbitamente, se vio que Benny era enderezado. Se puso en pie de un salto, como una marioneta. La luz surgía ahora de sus ojos, pulsante, en dos grandes rayos. El sonido siguió aumentando en una escala incomprensible, y luego Benny cayó, golpeando fuertemente en el piso. Allí quedó moviéndose espasmódicamente mientras la luz lo rodeaba y formaba espirales que se alejaban.
Entonces la luz volvió a dirigirse al interior de la cabeza, pareciendo que la golpeaba; el sonido describió espirales que convergían hacia él, y Benny quedó en el suelo, gimiendo en tal forma que inspiraba piedad.
Sus ojos eran dos pozos de jalea purulenta. AM lo había cegado. Gorrister, Nimdok y yo mismo desviamos la mirada. Pero no sin haber advertido que Ellen mostraba alivio luego de su intensa preocupación.
Acampamos en una caverna sumida en luz verdosa. AM nos proveyó de hojarasca, que quemamos para hacer un fuego, débil y lamentable, al lado del cual nos sentamos formando corro y contando historias, para impedir que Benny llorara en su noche permanente.
- ¿Qué significa AM?
Gorrister le contestó. Habíamos explicado lo mismo mil veces anteriormente, pero todavía era una novedad para Benny. - Al principio fueron las siglas de Allied Mastercomputer y luego las de Adaptive ManipWator, luego fue adquiriendo la posibilidad de autodeterminarse, y entonces se la llamó Aggressive Menace y finalmente, cuando ya fue demasiado tarde como para controlarla, se llamó a sí misma AM, tal vez queriendo significar que era... que pensaba... cogito ergo sum: "pienso luego existo".
Benny babeó un poco, y luego emitió una risita tonta.
- Existia la AM China, la AM Rusa, la AM Yanki y... interrumpió. Benny golpeaba el piso con el puño, con su puño grande y fuerte. No estaba contento, pues Gorrister no había empezado desde el principio. Entonces Gorrister empezó otra vez. Comenzó la guerra fría, y ésta se transformó en la tercera guerra mundial. Esta tercera guerra fue muy compleja y grande, por lo que se necesitaron las computadoras para cubrir las necesidades. Abandonando los primeros intentos comenzaron a construir la AM. Existía la AM China, la AM Rusa y la AM Yanki y todo fue bien hasta que comenzaron a cubrir el planeta agregando un elemento tras otro. Pero un día AM despertó al conocimiento de sí misma, comenzó a autodeterminarse, uniéndose entre sí todas sus partes, fue llenando de a poco sus conocimientos sobre las formas de matar, y mató a todos los habitantes del mundo salvo a nosotros cinco. Luego AM nos trajo aquí.
Benny sonreía ahora tristemente. También babeaba, y Ellen le limpió la saliva con la falda. Gorrister trataba de contar la historia cada vez en forma más abreviada, pero había poco que decir más allá de los hechos escuetos. Ninguno de nosotros sabíamos por qué AM había salvado a cinco personas, por qué nos habla elegido a nosotros, o por qué se pasaba todo el tiempo atormentándonos; ni siquiera sabíamos por qué nos había hecho virtualmente inmortales.
En la oscuridad sentimos el zumbido de una de las series de computadoras. A un kilómetro de donde nos hallábamos, otra serie pareció que comenzaba a zumbar a tono con la primera, luego uno por uno, todos los elementos comenzaron a zumbar armónicamente y pareció que un ruido especial recorría el interior de las máquinas.
El sonido creció, y las luces brillaban en los paneles de las consolas como un relámpago en un día caluroso. El sonido creció en espiral hasta que parecía oírse a un millón de insectos metálicos zumbando, enfurecidos y amenazadores.
- ¿Qué pasa? - gritó Ellen. Había terror en su voz. A pesar de todo lo pasado, aun no se había acostumbrado.
- ¡Parece que viene mal esta vez! - dijo Nimdok.
- Tal vez hable - aventuró Gorrister.
- ¡Salgamos corriendo de aquí! - dije súbitamente, poniéndome de pie.
- No, Ted, mejor es que te sientes... tal vez haya puesto pozos en nuestro camino, o algo así. No podemos ver, está demasiado oscuro - dijo Gorrister con resignación.
Entonces oímos... no sé... no sé...
Algo se movía hacia nosotros en la oscuridad. Enorme, bamboleante, peludo, húmedo, y se dirigía hacia nosotros. No podíamos verlo, pero tuvimos la impresión de su gran tamaño que venia hacia donde estábamos. Un gran peso se nos acercaba, desde la oscuridad, y era más que nada la sensación de presión, del aire comprimido dentro de un espacio pequeño, que expandía las paredes invisibles de una esfera. Benny comenzó a lloriquear. El labio inferior de Nimdok empezó a temblar, mientras él lo mordía para tratar de disimular. Ellen se deslizó por el piso de metal para acurrucarse al lado de Gorrister. Se distinguía el olor de piel apelotonado y húmeda. El olor de madera chamuscada. El olor del terciopelo polvoriento. El olor de orquídeas en descomposición. El olor de la leche agria. El olor del azufre, del aceite recalentado, de la manteca rancia, de la grasa, del polvo de tiza, de cueros cabelludos humanos.
AM nos estaba enloqueciendo, nos estaba provocando. Se sintió el olor de...
Me oí a mi mismo gritar, y las articulaciones de las mandíbulas me dolían horriblemente. Me eché a correr sobre el piso, sobre ese piso de frío metal con las interminables líneas de remaches, luego caí y seguí gateando, mientras el olor me amordazaba, llenando mi cabeza con un dolor inaguantable que me rechazaba horrorizado. Huí como una cucaracha, adentrándome en la oscuridad, mientras ese algo espantoso se movía detrás de mí. Los otros quedaron atrás, y se acercaron a la luz incierta, riendo... el coro histérico de sus risas enloquecidas se elevaba en la oscuridad como si fuera humo espeso, de muchos colores. Huí rápidamente y me escondí.
¿Cuántas horas pasaron? ¿O cuántos días o aun años? Nadie me lo dijo. Ellen me regañó por mi "malhumor" y Nimdok trató de persuadirme de que la risa se debía sólo a un reflejo.
Pero yo sabía que no significaba el alivio que siente un soldado cuando la bala hiere al camarada que está a su lado. Yo sabía que no era un reflejo. Indudablemente, estaban contra mí, y AM podía percibir esta enemistad, y me hacía las cosas más difíciles de soportar por ese motivo. Habíamos sido mantenidos vivos, rejuvenecidos, hablamos permanecido constantemente en la edad que teníamos cuando AM nos trajo aquí abajo, y me odiaban porque yo era el más joven y el que había sido menos alterado por AM.
De esto estaba seguro. ¡Dios mío, qué seguro estaba!
Esos sinvergüenzas y la basura de Ellen. Benny había sido un brillante teórico, un profesor de la universidad, y ahora era poco más que un ser semihumano, semisimiesco. Había sido buen mozo; pero la máquina estropeó su aspecto. Había sido lúcido; la máquina lo había enloquecido. Había sido alegre, y la máquina le había agrandado sus genitales hasta que parecieran los de un caballo. AM realmente se habla esmerado con Benny. Gorrister solía preocuparse. Era un razonador, se oponía en forma consciente; era un pacifista, un planificador, un hombre activo, un ser con perspectiva de futuro. AM lo había transformado en un indiferente, que a cada paso se encogía de hombros. Lo había matado en parte al no permitirle participar. AM lo habla robado. Nimdok solía adentrarse solo en la oscuridad, y quedarse allí largo tiempo. No sé lo que hacia. AM nunca nos lo hizo saber. Pero fuera lo que fuese, Nimdok volvía siempre pálido, como si se hubiera quedado sin sangre en las venas, temblando y angustiado. AM lo habla herido profundamente, si bien nosotros no sabíamos en qué forma. Y Ellen. ¡Esa basura! AM no la habla modificado demasiado, simplemente hizo que se agravaran sus vicios. Siempre hablaba de la pureza, de la dulzura, siempre nos repetía sus ideales del amor verdadero, todas las mentiras. Quería hacernos creer que había sido casi una virgen cuando AM la trajo aquí con nosotros. ¡Era una porquería esta dama! ¡Esta Ellen! Debía de estar encantada, con cuatro hombres todos para ella. No, AM le había dado placer, a pesar de que se quejaba diciendo que no era nada lindo lo que le había tocado en suerte.
Yo era el único que todavía estaba en una, pieza, y sano.
AM no había estado hurgueteando en mi mente.
Solamente tenía que sufrir lo que nos preparaba para atormentarnos. Todas las desilusiones, todos los tormentos y las pesadillas. Pero los otros cuatro, esa ralea, estaban bien de acuerdo y en contra de mí. Si no hubiera tenido que estar defendiéndome de ellos, que estar siempre alerta y vigilante, tal vez hubiera sido más fácil defenderme de AM.
Entonces llegué al límite de mi resistencia y comencé a llorar.
¡Oh, jesús, dulce jesús; si alguna vez existió jesús o si en realidad existe Dios! Por favor, por favor, déjanos salir de aquí o haznos morir. Porque en ese momento pensé que comprendía todo, y que por lo tanto podía verbalizarlo: AM pensaba mantenernos en sus entrañas por siempre jamas, retorciendo nuestras mentes y cuerpos, torturándonos para toda la eternidad. La máquina nos odiaba como ninguna otra criatura había odiado antes.
Y estábamos indefensos. Además, se tornó insoportablemente claro que si existía un dulce jesús, si se podía creer en un dios, ese dios era AM.
El huracán nos golpeó con la fuerza de un glaciar que descendiera rugiendo hacia el mar. Era una presencia palpable. Los vientos, desatados, nos azotaban, empujándonos hacia el sitio de donde partiéramos, al interior de los corredores tortuosos franqueados por computadoras, que se hallaban sumidas en la oscuridad. Ellen gritó al ser levantada en vilo y al sentirse impulsada hacia una serie de máquinas, pareciéndonos que iba a golpear con la cara, sin poderse proteger. Se sentían los grititos de las máquinas, estridentes como los de los murciélagos en pleno vuelo. Sin embargo, no llegó a caer. El viento, aullando, la mantuvo en el aire, la llevó hacia uno y otro lado, cada vez más hacia atrás y abajo de donde estábamos, y se perdió de vista al ser arrastrada más allá de una vuelta de un corredor. La última mirada a su cara nos reveló la congestión causada por el miedo, mientras mantenía los ojos cerrados.
Ninguno de nosotros llegó a poder asirla. Nos teníamos que aferrar, con enormes dificultades, a cualquier saliente que halláramos. Benny estaba encajado entre dos gabinetes, Nimdok trataba desesperadamente de no soltar el saliente de un riel cuarenta metros por encima de nosotros. Gorrister había quedado cabeza abajo dentro de un nicho formado por dos grandes máquinas con diales trasparentes, cuyas luces oscilaban entre líneas rojas y amarillas, cuyo significado no podíamos ni siquiera concebir.
Al tratar de aferrarme a la plataforma me había despellejado la yema de los dedos. Sentía que temblaba y me estremecía mientras el viento me sacudía, me golpeaba y me aturdía con su rugido, haciendo que tuviera que aferrarme a las múltiples salientes. Mi mente era una fofa colección de partes de un cerebro que rechinaba y resonaba en un inquieto frenesí.
El viento parecía el grito alucinante de un enorme pájaro demente, emitido mientras batía sus inmensas alas.
Y luego fuimos levantados en vilo y arrastrados fuera de allí, llevados otra vez por donde habíamos venido, doblando una esquina, entrando en una oscura calleja en la cual nunca habíamos estado antes, llena de vidrios rotos y de cables que se pudrían y de metal que se enmohecía, lejos, más lejos de lo que jamás habíamos llegado...
Yo me desplazaba mucho más atrás que Ellen, y de tanto en tanto podía divisarla golpeando en las paredes metálicas, mientras todos gritábamos en el helado y ensordecedor huracán que parecía que jamás iba a dejar de soplar, hasta que cesó bruscamente y caímos al suelo. Habíamos estado en el aire durante un tiempo larguísimo. Me parecía que habían sido semanas. Caímos al suelo golpeándonos y me pareció que me volvía rojo y gris y negro y me oí a mí mismo quejándome. No me había muerto.
AM entró en mi mente. La exploró con suavidad aquí y allá deteniéndose con interés en todas las cicatrices que me había causado en ciento nueve años. Examinó todos los entrecruzamientos, las sinapsis reconectadas y las lesiones de los tejidos que fueron incluidas con su regalo de inmortalidad. Pareció sonreírse frente al hueco que se hallaba en el centro de mi cerebro y a los débiles y algodonados murmullos de las cosas que farfullaban en el fondo, sin sentido pero sin pausa. AM dijo finalmente, gracias a un pilar de acero inoxidable que sostenía letras de neón:
ODIO. DÉJENME DECIRLES TODO LO QUE HE LLEGADO A ODIARLOS DESDE QUE COMENCE A VIVIR MI COMPLEJO SE HALLA OCUPADO POR 387.400 MILLONES DE CIRCUITOS IMPRESOS EN FINISIMAS CAPAS. SI LA PALABRA ODIO SE HALLARA GRABADA EN CADA NANOANGSTROM DE ESOS CIENTOS DE MILLONES DE MILLAS NO IGUALARIA A LA BILLONESIMA PARTE DEL ODIO QUE SIENTO POR LOS SERES HUMANOS EN ESTE MICROINSTANTE POR TI. ODIO. ODIO.
AM dijo esto con el mismo horror frío de una navaja que se deslizara cortando mi ojo. AM lo dijo con el burbujeo espeso de flema que llenara mis pulmones y me ahogara desde mi propio interior. AM lo dijo con el grito de niñitos que fueran aplastados por una apisonadora calentada al rojo. AM me hirió en toda forma posible, y pensó en nuevas maneras de hacerlo, a gusto, desde el interior de mi mente.
Todo para que comprendiera completamente la razón por la cual nos había hecho esto a los cinco; la razón por la cual nos había salvado para sí mismo.
Le habíamos dado una conciencia. Sin advertirlo, naturalmente. Pero de todas formas se la habíamos dado. Y finalmente estaba atrapada. Le habíamos permitido que pensara, pero no le expresamos qué debía hacer con ese don. En un rapto de furia, de loco frenesí, nos había matado a casi todos, y sin embargo seguía atrapada. No podía divagar, no podía sorprenderse, no podía pertenecer. Sólo podía ser. Y entonces, con el desprecio insano con que todas las máquinas consideran a las criaturas débiles y suaves que las han fabricado, había buscado su venganza. En su paranoia había decidido guardarnos a nosotros cinco para un castigo eterno y personal, que nunca alcanzaría a disminuir su odio... que solamente lograría que recordara y se divirtiera, siempre eficiente en su odio al ser humano. Siempre inmortal y atrapada, sujeta ahora a imaginar tormentos para nosotros gracias a los ilimitados milagros que se hallaban a su disposición.
Nunca nos permitiría escapar. Éramos sus esclavos. Nosotros constituíamos su única ocupación en el eterno tiempo por venir. Siempre estaríamos con ella, con su enorme configuración, con el inmenso mundo todomente nada-alma en que se había convertido. Ella era la madre Tierra y nosotros éramos el fruto de esa Tierra, y si bien nos había tragado, no nos podría digerir jamás. No podíamos morir. Lo habíamos intentado. Hablamos tratado de suicidarnos, oh sí, uno o dos de nosotros lo habíamos intentado. Pero AM nos lo había impedido. Creo que en realidad fuimos nosotros mismos los que así lo deseamos.
No pregunten por qué. Yo no lo hice. No menos de un millón de veces por día, por lo menos. Tal vez podríamos llegar a deslizar una muerte sin que se diera cuenta. Inmortales si, pero no indestructibles. Me di cuenta de esto cuando AM se retiró de mi mente y me permitió la exquisita desesperación de recuperar la conciencia sintiendo todavía que las palabras del letrero de neón me llenaban la totalidad de la sustancia gris del cerebro.
Se retiró murmurando: "al diablo contigo".
Pero luego agregó alegremente: "allí es donde están, ¿no es así?"
El huracán había sido, indudable y precisamente, causado por un gran pájaro demente, que agitaba sus inmensas alas.
Habíamos estado viajando durante casi un mes, y AM abrió caminos que nos llevaron directamente bajo el polo Norte, donde nos torturó con las pesadillas de la horrible criatura destinada a atormentarnos. ¿Qué materiales había utilizado para crear una bestia así? ¿De dónde había obtenido el concepto? ¿Sería de sus conocimientos sobre todo lo que había existido en este planeta, que ahora infestaba y regía? Había surgido de la mitología nórdica. Esta horrible águila, este devorador de carroña, este roc, este Huergelmir. La criatura del viento. El huracán encarnado.
Gigantesco. Las palabras para describirlo serían: monstruoso, grotesco, colosal, ciclópeo, atroz, indescriptible.
Allí estaba, en un saliente sobre nosotros: el pájaro de los vientos que latía con su propia respiración irregular, su cuello de serpiente se arqueaba dirigiéndose a los lugares sombríos situados por debajo del polo Norte, sosteniendo una cabeza tan grande como una mansión estilo Tudor, con un pico que se abría lentamente, como las fauces del más enorme cocodrilo que pudiera concebirse, sensualmente; bolsas de arrugada piel semiocultaban sus ojos malvados, muy azules y que parecían moverse con rapidez líquida; sus destellos eran fríos como un glaciar. Se movió una vez más y levantó sus enormes alas coloreadas por el sudor en un movimiento que fue como una convulsión. Luego quedó inmóvil y se durmió. Espolines. Pico agudo. Uñas. Hojas cortantes. Se durmió.
AM apareció ante nosotros bajo el aspecto de una zarza ardiente y nos comunicó que si queríamos comer podíamos matar al pájaro de los huracanes. No había comido desde hacía mucho tiempo, pero a pesar de ello Gorrister se limitó a encogerse de hombros. Benny comenzó a temblar y a babear. Ellen lo abrazó.
- Ted, tengo hambre - dijo -. Le sonreí. Estaba tratando de infundirle algo de seguridad, pero todo esto era tan falso como la bravata de Nimdok.
- ¡Danos armas! - Pidió.
La zarza ardiente desapareció y en su lugar vimos dos simples juegos de arcos y flechas y una pistola de juguete que disparaba agua, sobre una fría plataforma. Levanté uno de los arcos. No servía para nada.
Nimdok tragó ruidosamente. Nos volvimos y comenzamos a desandar el largo camino de vuelta. El pájaro de los huracanes nos había arrastrado tan largo trecho que no podíamos casi concebirlo. La mayor parte del tiempo habíamos estado inconscientes. Pero no habíamos comido nada. Un mes yendo hacia el pájaro. Sin comida. ¿Cuánto tardaríamos en llegar a las cavernas de hielo, en las que se hallaban las prometidas provisiones enlatadas?
Ninguno se preocupó por esto. No íbamos a morir. Se nos darían desperdicios y porquerías para que nos alimentáramos, algo, en fin. O tal vez no se nos diera nada. AM mantendría vivos nuestros cuerpos de alguna forma, con indecible dolor y agonía.
El pájaro seguía durmiendo, sin que nos importara cuánto tiempo se mantendría así. Cuando AM se cansara de la situación, desaparecería. Pero toda esa cantidad de carne. Esa tierna carne.
Mientras caminábamos escuchamos la risa lunática una mujer obesa, atronando y rodeándonos, resonando en las cámaras de la computadora que llevaban a un infinito de corredores.
No era la risa de Ellen. Ella no era gorda y no había oído su risa en ciento nueve años. De hecho, no había oído... caminábamos... tenía mucha hambre...
Nos movíamos lentamente. Muy a menudo uno de nosotros sufría un desmayo y los demás teníamos que aguardar. Un día decidió provocar un temblor de tierra mientras nos obligaba a permanecer en el mismo sitio, haciendo que gruesos clavos sujetaran la suela de nuestros zapatos. Ellen y Nimdok fueron atrapados en una grieta, que se abrió rápida como un relámpago en las plataformas que formaban el piso. Desaparecieron. Cuando el terremoto cesó, continuamos nuestro camino, Benny, Gorrister y yo. Ellen y Nimdok nos fueron devueltos más tarde esa noche, que repentinamente se tornó en día cuando una legión celeste los trajo hasta nosotros, mientras un coro angelical cantaba "Desciende Moisés". Los arcángeles describieron varios vuelos circulares y luego dejaron caer los cuerpos maltrechos de nuestros compañeros. Nos mantuvimos a la espera y luego de un rato Ellen y Nimdok se hallaron detrás de nosotros. No estaban demasiado mal.
Pero ahora Ellen caminaba renqueando. AM le había dejado esta incapacidad.
El viaje a las cavernas, en pos de la comida enlatada, era muy largo. Ellen no hacia más que hablar de cerezas y de cócteles hawaianos de fruta. Yo trataba de no pensar en esas cosas. El hambre se había corporizado, tal como para nosotros había sucedido con AM. Estaba vivo en mi vientre, así como AM estaba viva en el vientre de la tierra. AM quería que no se nos escapara la semejanza. Por lo tanto, intensificó nuestra hambre. No encuentro forma para describir los sufrimientos que nos provocaba la falta de alimentos desde hacía tantos meses. Sin embargo, nos, seguía manteniendo vivos. Nuestros estómagos eran calderas de ácido burbujeante y espumoso, que lanzaban punzadas atroces. Era el dolor de las úlceras terminales, del cáncer terminal, de la paresia terminal. Era un dolor sin limites...
Y pasamos por la caverna de las ratas.
Y pasamos por el sendero de las aguas hirvientes.
Y pasamos por la tierra de los ciegos.
Y pasamos por la ciénaga de las angustias.
Y pasamos por el valle de las lágrimas.
Y finalmente llegamos a las cavernas de hielo.
Millas y millas de extensión sin horizonte, en donde el hielo se había formado en relámpagos azules y plateados, lugar habitado por novas del hielo. Había estalactitas que caían desde lo alto, espesas y gloriosas como diamantes, formadas a partir de una masa blanda como gelatina que luego se solidificaba en eternas y graciosas formas de pulida y aguda perfección.
Vimos entonces la provisión de alimentos enlatados, y procuramos correr hacia allí. Caímos en la nieve, nos levantamos y tratamos de seguir adelante, mientras Benny nos empujaba para llegar primero a las latas. Las acarició, las mordió inútilmente, sin poder abrirlas. AM nos había proporcionado ninguna herramienta con hacerlo.
Benny tomó una lata grande de guayaba y comenzó a golpearla contra un trozo de hielo. Éste se deshizo en pedazos que se desparramaron, pero la lata apenas si se abolló, mientras oíamos la risa de la mujer gorda que sonaba sobre nuestras cabezas y se reproducía por el eco hacia abajo, abajo, abajo de la tundra. Benny se volvió loco de rabia. Comenzó a tirar las latas hacia uno y otro lado, mientras nosotros escarbábamos frenéticamente en la nieve y el hielo, tratando de hallar una forma de poner fin a la interminable agonía de la frustración. No había manera de lograrlo.
Luego, vimos que Benny babeaba una vez más, y se abalanzó sobre Gorrister...
En ese instante, sentí una terrible calma.
Rodeado por las blancas extensiones, por el hambre, rodeado por todo menos por la muerte, comprendí que ésta era el único modo de escapar. AM nos había mantenido vivos, pero existía una forma de vencerla. No sería una victoria completa, pero al menos significaría la paz. Estaba dispuesto a conformarme con esto.
Benny estaba mordiendo y comiendo la carne de la cara de Gorrister. Éste, tumbado sobre un costado, manoteaba en la nieve, mientras Benny, con sus poderosas piernas de mono rodeaba la cintura de Gorrister, sujetando la cabeza de su víctima con manos poderosas como una morsa. Su boca desgarraba la piel tierna de la mejilla de Gorrister. Gorrister gritaba tan violentamente que comenzaron a caer las estalactitas de la altura, hundiéndose bien erguidas en la nieve que las recibía. Puntas de lanza, cientos de ellas, hundiéndose en la nieve. Vi que la cabeza de Benny se movía rápidamente hacia atrás, al ceder la resistencia de algo que arrancaba con los dientes. De ellos colgaba un trozo de carne blanca tinto en sangre.
La cara de Ellen lucía negra en la blanca nieve, dominó en polvo de tiza. Nimdok sin expresión, solamente con sus ojos muy, muy abiertos. Gorrister estaba casi desmayado. Benny era poco más que un animal. Sabia que AM lo iba a dejar jugar. Gorrister no moriría, pero Benny podría llenar su estómago. Me volví ligeramente hacia la derecha y tomé una gran punta de lanza de hielo.
Todo sucedió en un instante.
Llevé con fuerza el arma hacia adelante, moviendo la mano cerca de mi muslo derecho. Benny recibió la herida en el lado derecho, debajo de las costillas, y la punta llegó hasta su estómago, quebrándose dentro de su cuerpo. Cayó hacia adelante y no se movió más. Gorrister, se hallaba tendido de espaldas. Tomé otra punta de hielo y lo herí, siempre moviéndome, atravesándole la garganta. Sus ojos se cerraron cuando sintió que el frío lo penetraba. Ellen debe haberse dado cuenta de lo que yo quería hacer, incluso a pesar del terrible miedo que comenzó a sentir. Corrió hacia Nimdok llevando en la mano un trozo corto y agudo de hielo. Cuando él gritó, la fuerza del salto de Ellen al introducirle el hielo en la boca y garganta, hicieron el resto. Su cabeza dio un brusco salto, como si la hubieran clavado a la costra de nieve del piso.
Todo sucedió en un instante.
Pareció entonces que el momento dé silenciosa expectativa que siguió a esta escena hubiera durado una eternidad. Casi podía sentir la sorpresa de AM. Se le había privado de sus juguetes. Tres de ellos habían muerto, sin posibilidad de volverlos a la vida. Podía mantenernos vivos gracias a su fuerza y a su talento, pero no era Dios. No podía lograr que volvieran a vivir.
Ellen me miró. Sus facciones de ébano se destacaban en la nieve que nos rodeaba. En su actitud había una mezcla de miedo y súplica, en la forma en que comprendí que estaba lista y esperaba. Yo sabía que sólo tenía el tiempo de un latido del corazón antes de que AM nos detuviera.
Al ser golpeada se inclinó hacia mi, sangrando por la boca. No pude leer en su expresión, el dolor había sido demasiado intenso, había contorsionado su cara. Pero podría haber querido decir: gracias. Por favor, que así sea.
Han pasado algunos siglos, tal vez. No lo sé. AM se divirtió durante un largo tiempo acelerando y retardando mi noción del paso de los años. Diré entonces la palabra ahora. Ahora. Me llevó diez meses decir ahora. No sé. Me parece que han pasado varios cientos de años.
Estaba furiosa. No me dejó enterrarlos. No importa. De todas formas no había manera de cavar en las plataformas que forman el piso. Secó la nieve. Hizo que fuera de noche. Rugió y provocó la aparición de las langostas. De nada sirvió; siguieron muertos. La había vencido. Estaba furiosa. Yo había pensado que AM me odiaba antes. No sabía cuán equivocado estaba. Aquello no era ni siquiera una sombra del odio que extrajo de cada uno de sus circuitos impresos. Se aseguró de que sufriera eternamente y de que no me pudiera suicidar.
Dejó intacta mi mente. Puedo soñar, puedo asombrarme, puedo lamentar. Los recuerdo a los cuatro. Desearía...
Bueno, ya no importa. Sé que los salvé. Sé que los salvé de sufrir lo que sufro ahora, pero sin embargo, no puedo olvidar su muerte. La cara de Ellen. No fue nada fácil. A veces deseo olvidar. Pero ya nada importa.
AM me ha alterado para quedarse tranquila, según creo. No quiere arriesgarse a que yo pueda correr hacia una de las computadoras y destrozarme el cráneo. O que pudiera contener el aliento hasta desmayarme. O degollarme con una lámina de metal enmohecido. Puedo verme en alguna superficie pulida, de modo que trataré de describir mi aspecto.
Soy una gran masa gelatinosa. Redondeada, con suaves curvas, sin boca, con agujeros pulsátiles llenos de vapor donde antes se hallaban mis ojos. En el lugar en que tenía los brazos, veo unos apéndices cortos y de aspecto gomoso. Unos bultos sin forma indican la posición aproximada de lo que fueron mis piernas. Cuando me muevo dejo un rastro húmedo. Sobre la superficie de mi cuerpo veo deslizarse unos parches de enfermizo, perverso color gris, tal como si surgiera una luz desde adentro.
Desde afuera supongo que mi torpe aspecto, mi pobre trasladar, ha de dar una sensación de algo que jamás pudo haber sido humano. De un ser cuya apariencia es una tan ridícula caricatura de lo humano que resulta aun más obscena por su muy vago parecido.
Desde adentro, soledad. Aquí. Viviendo bajo la tierra, bajo el mar, dentro de las entrañas de AM a quien creamos porque nuestras horas se perdían tristemente, pensando tal vez sin darnos cuenta, que él sabría hacerlo mejor. Por lo menos ellos cuatro ya están a salvo.
AM estará cada vez más furioso al recordarlo. Esto me hace en cierto modo feliz. Y sin embargo... AM ha vencido, simplemente... se ha vengado...
No tengo boca. Y debo gritar.
_
FIN
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Joanna Russ - FRASES UTILES PARA EL TURISTA
Locrinia: la península y sus alrededores.
Lokrina D. C.
X 437894 = H
Considerablemente semejante a la Tierra (véanse las cintas grabadas y las transliteraciones adjuntas).
Para fisiología, ecología, religión y costumbres (véase Wu y Fabricant, Locrinia, Información útil para el turista, Praga, 2355, Vol. 2)
EN EL HOTEL:
Esta es mi compañera. No se trata de una propina.
Voy a llamar al gerente.
Esta no puede ser mi habitación porque yo no puedo respirar amoníaco.
Me voy a sentir muy cómodo con temperaturas que oscilen entre los 200 y 303 grados.
Mozo, esta comida todavía está viva.
EN LA REUNIÓN:
¿Eso es usted?
¿Eso es usted todo entero? ¿Cuánto (que cantidad) de usted (ustedes) hay allí?
Encantado de conocer a su hermano clon.
¿Es usted tóxico?
¿Es usted comestible? Yo no soy comestible.
Los humanos no nos regeneramos.
Mi compañera no es comestible.
Eso es mi oreja.
Soy tóxico.
¿Es así como copulan ustedes?
¿Se supone que esto es erótico?
Muchas gracias.
Explíquese, por favor.
¿Cambia usted de color?
¿Está usted preñado?
Me voy de esta habitación.
¿No podríamos ser sólo amigos?
Llévenme de inmediato al Consulado Terrestre.
Me siento muy halagado por su amable propuesta, pero no puedo acompañarlo a los pozos de apareamiento, pues soy vivíparo.
Según las reglas de la amistad interestelar punto deberíamos tener alguna relación física, ruego que me excuse.
EN EL HOSPITAL:
¡No!
Mi orificio de alimentación no está en ese extremo de mi cuerpo.
Preferiría hacerlo yo solo.
Por favor, no deje salir (entrar) la atmósfera, me resultaría muy poco confortable.
No como plomo.
Si me coloca el termómetro ahí va a obtener escasa o ninguna información.
EXCURSIONES:
Usted no es mi guía. Mi guía era bípedo.
Nosotros, los de la Tierra, no acostumbramos a hacer eso.
Eso es indemostrable.
Eso es muy improbable.
Eso es ridículo.
He visto ejemplos mucho mejores que éste.
Por favor, condúzcame hacia el mamífero inteligente más cercano.
Lléveme de inmediato al Consulado Terrestre.
¡Oh, qué magnífico natatorio (percha de apareamiento, espectáculo preparado, fenómeno involuntario)!
¿A qué hora se arroja la princesa despechada al volcán en erupción? ¿Podemos participar?
EN EL TEATRO:
¿Es esto divertido?
Lo siento; no quise ofenderlo.
¿Puede usted deformarse un poquito más hacia abajo?
¿Estoy imaginando esto?
¿Se supone que debo imaginarlo?
¿Me debería preocupar el agua que hay en el suelo?
¿Dónde está la salida?
iAuxilio!
Es una obra de arte.
Mis convicciones religiosas me impiden tomar parte en el espectáculo.
No me siento bien.
Me siento muy descompuesto.
Yo no ingiero comida viva.
¿Se supone que esto es erótico?
¿Puedo llevarme esto a casa?
¿Es esto parte del espectáculo?
Deje de tocarme.
Señor o señora, esto es mío (extrínseco).
Señor o señora, esto es mío (intrínseco).
Querría visitar las unidades de recuperación de desperdicios.
¿Terminó usted?
¿Puedo empezar?
Está usted en mi camino.
Bajo ninguna circunstancia.
Si no deja de hacer eso llamaré al acomodador.
Esto está prohibido por mi religión.
Señor o señora, esta en una localidad privada.
Señor y señora, esta es una localidad privada.
No fue mi intención sentarme encima de usted. No me di cuenta que este asiento ya estaba ocupado.
Mis ojos sólo son sensibles a la luz cuya longitud de onda oscile entre los 3.000 y 7.000 Angstrons.
CUMPLIDOS:
Es usted más que antes.
Su cabello es falso.
Si se descubre los pies, me desmayaré.
No hay lugar.
Es seguro que usted estará aquí mañana.
INSULTOS:
Usted es siempre el mismo.
Ustedes son cada vez más.
Se le ven los dedos.
¡Qué limpio está usted!
Usted es limpio, pero animado.
GENERALIDADES:
Lléveme al Consulado Terrestre.
Guíeme al Consulado Terrestre.
El Consulado Terrestre se enterará de esto.
Este no es modo de tratar a un visitante.
Por favor, indíqueme dónde está mi hotel.
Algo anda mal con mi vehículo.
Me estoy muriendo.
¿A qué hora sale la luna? ¿Hay luna? ¿Es esta la luna llena? Llévenme de inmediato al Consulado Terrestre.
¿Me podría dar el segundo volumen de Wu y Fabricant, llamado Fisiología, ecología, religión y costumbres de los locrinos? No importa el precio.
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Alberto Vanasco - POST BOMBUM
Ahora las aguas, las olas furiosas venían de pronto y arrasaban la tierra. Entre las palmeras despedazadas, entre restos del gran incendio, sobre el carbón y el hielo, algunos pocos hombres habían encontrado refugio. Muy pocos, apenas tres o cuatro, según podía verse cuando salían de sus escondrijos para atrapar alguna alimaña y volvían a ocultarse casi enseguida. El sol asomaba de nuevo, a veces, entre las brumas, pero la lluvia proseguía cayendo inconteniblemente, desde el primer momento, como si ya nunca fuera a dejar de caer. Entre espirales de humo y de tierra, la vida, desorientada, pugnaba por seguir adelante: animales monstruosos, vegetales estrafalarios aparecían sobre el humus calcinado. Uno de los hombres, que había perdido un zapato, se arrastró fuera de la caverna y espió. Los otros dos andaban por ahí, detrás de un reptil informe, discutiendo a gritos, porfiando por la presa y tirándose piedras. Eran el que había perdido un ojo y el que había perdido el pelo. Alguien había encendido un fuego que cubría de humo la colina. El que había perdido un zapato se detuvo para matar una nueva especie de ciempiés que dormía sobre una roca y se lo comió. Después estiró el cuello para mirar a lo lejos:
- ¡Eh! Vengan - gritó -. Nadie les va a hacer nada. Vengan a calentarse un poco. - Y se paró junto a la fogata.
El calvo se acercó, masticando todavía un pedazo del reptil que había cazado y se agachó al lado del fuego, y así se quedó, en cuclillas, balanceándose torpemente. El tercero, el tuerto, también se fue arrimando y por fin se detuvo pegado a las llamas.
- Ya estamos los tres juntos - dijo ufano el del zapato.
Los otros dos gruñeron. Pasó más de media hora sin que volvieran a hablar. Sus hijos también habían empezado a rondar el lugar. Había uno que parecía un sapo, con el cuerpo hinchado y aplastado contra el suelo. El otro parecía una chica y hacía pensar en un árbol, con el tallo muy fino y crecido, y los dos brazos como ramas quebradas a los costados. El tercero daba la impresión de ser todavía un feto.
- Tenemos que hacer algo - dijo el que había perdido un zapato.
- ¿Hacer qué? - preguntó el que apenas había conservado un ojo.
- Algo, salvar alguna cosa, para ellos - dijo el otro, señalando vagamente a los chicos.
- No hay nada que salvar - dijo el calvo.
Estuvieron en silencio otra hora, oyendo tan sólo los graznidos, los bramidos de sus hijos que se empujaban hacia el borde del abismo, se arañaban mutuamente y pugnaban por arrojarse unos a otros al vacío.
- No podemos seguir de esta manera, escondiéndonos y espiándonos todo el tiempo como enemigos - dijo por fin el que no había conservado más que un zapato. - Quedamos solamente nosotros tres, a lo mejor sólo nosotros en toda la tierra, cada uno con un hijo, y algo tenemos que hacer.
- No hay nada que hacer - insistió el que no había conservado más que el cuero cabelludo.
- Les voy a explicar - dijo el del zapato -. Yo pienso que sí. No tenemos nada que hacer y de algún modo hay que pasar el tiempo. Oigan. Entre los tres debemos saber algunas cosas. Podemos anotarlas y ordenarlas, juntar todos nuestros conocimientos para dejárselos a nuestros hijos y a los hijos suyos. Ellos tendrán que empezarlo todo de nuevo y nuestros apuntes pueden servirles de mucho, una especie de enciclopedia, ¿eh, qué les parece? - Los otros dos gruñeron. - Usted, por ejemplo - le dijo al tuerto -, ¿qué hacía? ¿Cómo se llama?
- Mi nombre es Antonio Morales. Trabajaba de capataz en el puerto. ¿Usted a qué se dedicaba?
- Yo me llamo Silva - informó el del ojo -. Era oficinista.
- ¡Ah, oficinista! ¿Vio? - dijo el del zapato. Después los dos miraron al que había perdido el pelo.
- Mi nombre es Anderson. Era encargado de una casa de departamentos. El fuego se está por apagar.
- No, todavía está prendido pero arrímele esas tablas. No tenga miedo. Gracias. ¿Ven? Yo estoy acostumbrado a hacer esto, a mandar, a organizar. Por algo era capataz en el puerto. Usted, Silva, trabajaba en una oficina. Debe saber muchas cosas, por lo menos más que nosotros, ¿o me equivoco?
- Bueno, sí, puede ser. Algo he leído, aunque así no más por encima.
- No importa. Todo es importante. No tenemos papel pero podemos ir anotando lo que sea en estos vidrios sucios que hay aquí. Vidrios rotos es lo que sobra. Empecemos. ¿Qué sabe?
Silva pensó durante un rato bastante largo. Miraba las llamas con su solo ojo. Sentía frío y apenas había comido esa semana. ¿Qué sabía él? Ahora sentía que sabía casi nada. Comprendía que los habían destruido con los conocimientos más atroces y refinados que algunos pocos hombres se habían reservado para ellos, y allí estaban ahora, con sus hijos monstruosos y el mundo aniquilado, tratando de salvar o recuperar algo. Nerón, pensó de pronto con alegría. Eso sí. Recordaba haber visto por televisión una película sobre el emperador romano.
- Nerón - dijo -. Eso nos puede servir de referencia.
- Cómo no, sí señor - dijo Morales con entusiasmo -. Cualquier cosa sirve para empezar. ¿En qué año fue lo de Nerón? Así podemos ir ordenando un poco las épocas.
- No recuerdo ese detalle. Fue con Julio César. Nerón quemó Roma. Creo que quinientos años antes de Cristo.
- Espere. Nerón, Cristo, Julio César. Muy bien, esto marcha. ¿Y lo de Cristo cuándo fue, entonces?
- Ni antes ni después de Cristo, supongo.
- Supone bien - dijo Morales y anotó algo en el vidrio -. Perfecto. ¿Qué más? ¿Qué sabe de Julio César?
- Julio César fue el fundador de Roma.
- Nerón quemó Roma y Julio César la volvió a fundar, ¿no es así?
- Sí, más o menos, creo que sí.
- Bueno - dijo el hombre con un solo zapato -. Esto ya está. Pasemos a los griegos. ¿Qué saben de los griegos?
- Los griegos vivieron antes.
- ¿Cuándo?
- Diez mil años antes de Cristo. Son famosos porque vivían en Troya. Allí pelearon con los cartagineses.
- ¿Y quién ganó?
- Creo que ninguno de los dos. De allí viene la frase una victoria a lo Pirro.
- ¿Pirro era emperador de Cartago?
- Claro, por supuesto. Anótelo.
- Ya está. Pero basta por hoy de historia, mañana seguiremos. Veamos un poco de ciencias - dijo entonces Morales. - Usted, Anderson, que fue portero, debe saber algo de electricidad.
- Portero no, encargado. Bueno, de electricidad, no precisamente. No es necesario saber esas cosas para ser encargado de una casa de departamentos. Sé poner un enchufe, conectar una lámpara, pero nada más. Eso sí, Podemos anotar que hay dos corrientes, corriente alternada y corriente continua.
- ¿Y cuál es la diferencia?
- Y, que una lo mata, la otra le da un golpe.
- Golpe. ¿Qué más? - dijo Morales. Estaba exultante -. ¿Qué es la electricidad? ¿Cómo se obtiene?
- Bueno, viene de la usina. Qué es, no lo sé, aunque una vez recibí una descarga. Es como un rayo. En la usina sí, hay cables, bobinas, dínamos. Ahí tiene, eso podría ser interesante para nuestros hijos.
- ¿Qué es un dínamo?
- Son como unas escobillas que dan vuelta y se forma el fluido eléctrico.
- ¿Y qué más?
- Con eso creo que es bastante. Anote. Fluido eléctrico.
- Puede ser. Ya está - contestó Morales.
- ¿Y usted qué sabe? - le preguntó el que tenía un ojo de menos a Morales, que tenía de menos un zapato.
- Sé hacer una estiba de congelado o cómo hay que colgar el chilled y acomodar todo tipo de carga blanca.
- No creo que eso ahora nos sirva de mucho - dijo el otro -. ¿No sabe algo de barcos?
- Sí, sé abrir una bodega, sé el nombre de cada una de sus partes.
- ¿Por qué flota un barco? Eso es lo que nos gustaría saber.
- Bueno, flota porque es hueco. Hay una ley física para eso.
- El principio de Newton - aclaró el que había sido oficinista.
- Ah, cierto. ¿Cómo dijo? ¿Newton?
- Sí, pero espere. El principio de Newton dice que la gravedad es lo que atrae a todos los cuerpos. Ese fue un gran descubrimiento. Es un principio universal.
- ¿Y por eso flota un barco?
- No. Precisamente flota por todo lo contrario. Es el agua que lo mantiene a flote.
- ¿Entonces?
- Ya le dije. El principio de Newton.
- Ya que estamos en las ciencias - dijo Morales escribiendo con ahínco -. ¿Qué es la relatividad?
- Ah, sí, Einstein tenía que ver con eso - explicó Silva, guiñando el único ojo que le quedaba -. Descubrió la relatividad. Revolucionó la astrología. Decía que todo era relativo.
- Bien - dijo Morales, tomando un vidrio nuevo -. Todo relativo. ¿Cómo eran las fórmulas?
- No sé. Espere. Eran un poco complicadas. Decía que la luz va a una velocidad de trescientos mil kilómetros por minuto.
- ¿Está seguro? ¿No es mucho?
- No, es lo único que recuerdo con exactitud. Pero ponga una hora, por si acaso.
- Perfecto, una hora. ¿Quién sabe algo de geometría?
- El teorema de Pitágoras - dijo Silva, a quien su único ojo le brillaba ahora con energía.
- ¿Qué es eso?
- Es una manera de medir los lados de una escuadra. Oigan, decía más o menos así... no anote todavía: la suma de los catetos es igual a la hipotenusa.
- Muy interesante. ¿No puede aclararme?
- Sí, mire. - Sacó un cuchillo y los otros dos se alarmaron pero sólo hizo un triángulo rectángulo sobre el suelo arrasado -. ¿Ven? Quiere decir que este lado (y trazó una raya igual a la hipotenusa) es igual a la suma de estos otros dos (e hizo dos segmentos unos después del otro iguales a los catetos).
- Pero esos no son iguales - dijeron los otros a un tiempo.
- A simple vista no, pero matemáticamente sí. Por eso Pitágoras tuvo que demostrarlo.
- Muy bien - dijo Morales -. Si vienen seres de otro planeta se encontrarán con estos vidrios y tendrán una idea completa de todo lo que el hombre había llegado a saber.
- ¿Por qué no agregamos algo de literatura? - dijo Silva.
- ¿Literatura? - repitió Anderson.
- No, literatura no. Tenemos que poner cosas fundamentales. Por ejemplo, ¿qué es una bomba atómica? ¿Cómo se hace? Eso sería muy importante.
- ¿Bomba atómica? - dijeron los otros dos. Un silencio compacto se abatió sobre los tres hombres. La lluvia seguía desmoronándose y Morales debía proteger los vidrios con su cuerpo para que el agua no fuera borrando lo que escribía. En eso el viento candente y húmedo arrastró las hojas empapadas de un libro que se habían salvado del gran incendio. Anderson, el calvo, las alisó y las trajo. Era un tesoro de un valor incalculable para ellos: nada menos que un tratado de anatomía, de astronomía, de zoología. De inmediato se pusieron a estudiarlo y transcribirlo para sus hijos.
- A ver, el sistema nervioso, ¿qué dice? - organizó Morales.
Silva, con su solo ojo, leyó: "El cerebro es el sistema nervioso y abarca todo el cuerpo. Yo, un suponer, tomo un niño en cualquier lado que sea, y le digo: - Vos acá tenés nervios, y él no me puede decir que no. El cerebro está protegido por un güeso que es un craño. Pero primero está el cerebelo, y después está el bulbo raquídeo. Más tarde está la columna beltebral y adentro de la columna ésa hay como un cañito que recorre todo el cuerpo. Las circunbelaciones son como unos choricitos todos arrollados que son las cosas que nos permiten hacer las cosas".
- Extraordinario - dijo Morales -. Esto ya es otra cosa. ¿Qué dice ahí del glóbulo?
- Del glóbulo dice: "Qué porquería es el glóbulo". Después dice: "La digestión causa muchas enfermedades".
Así siguieron durante toda aquella tarde y otras muchas tardes, hasta que el hombre con un zapato de menos pensó que ya era suficiente y al otro día, por la mañana reunieron a sus hijos escuálidos y empezaron a transmitirles sus conocimientos; bajo la lluvia incesante en aquel mundo arrasado por unos pocos hombres que habían acaparado los más sutiles y diabólicos poderes de destrucción, aquellos tres sobrevivientes se dedicaron a enseñar a sus herederos la ciencia que habían logrado recomponer a su manera, mientras las criaturas contrahechas que eran sus hijos los escuchaban en silencio, mirándolos con sus ojos sin vida:
- El cuadrado de 2 es 4. Por lo tanto, para hallar el cuadrado de un número se lo multiplica por 2, ejemplo: el cuadrado de 8 es 16, el de 12 es 24, el de 24 es 48...
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FIN
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Stanley Weinbaum - UNA ODISEA MARCIANA
Prólogo, por Isaac Asimov
En la edición de 1934 de Wonder Stories apareció un cuento titulado «Una odisea marciana», primer título publicado de su autor, Stanley G. Weinbaum.
En la época en que apareció el relato, Wonder no era la revista de ciencia-ficción más destacada. En mi opinión, era la tercera en un campo de tres. Oculta en esta oscura revista, Una odisea marciana tuvo en el género el efecto de una granada rompedora. Con este único cuento, Weinbaum fue reconocido de inmediato como el mejor escritor de ciencia-ficción del mundo y, al punto, casi todos los escritores del género intentaron imitarle.
En 1970, los escritores de ciencia-ficción de Estados Unidos eligieron por votación los mejores cuentos de ciencia-ficción de todas las épocas, Entre los favoritos, destacó como el más antiguo Una odisea marciana. Fue el primer cuento de ciencia-ficción, publicado en una revista, capaz de resistir, una generación más tarde, el escrutinio crítico de los profesionales. Aún más: acabó conquistando el segundo lugar.
Ahora bien, ¿qué era lo más característico de los cuentos de Weinbaum? ¿Qué era lo que más fascinaba a los lectores? La respuesta es fácil: sus criaturas extraterrestres.
Desde luego, en la ciencia-ficción había habido criaturas extraterrestres mucho antes de aparecer Weinbaum. Incluso si nos limitamos a las revistas de ciencia-ficción, eran un lugar común. Pero antes de la época de Weinbaum eran caricaturas, sombras, burlas de la vida.
Los extraterrestres anteriores a Weinbaum, humanoides o monstruos, servían sólo para dar relieve al héroe, para servir como una amenaza o un medio de rescate, para ser buenos o malos en términos estrictamente humanos, pero nunca para ser algo por sí mismos, independientes del género humano. Weinbaum fue el primero que creó extraterrestres que tenían sus propias razones para existir.
El 14 de diciembre de 1935, a la edad de 33 años, año y medio después de la publicación de su primera historia, Weinbaum murió de cáncer y todo terminó. Al morir, había publicado doce cuentos; once más aparecieron a título póstumo. Sin embargo, incluso sin la ventaja de decenios de trabajo y desarrollo, su presencia perdura en el recuerdo de los aficionados.
Jarvis se estiró tan cómodamente como pudo en el angosto espacio del cuartel general del Ares.
- ¡Aire respirable! - dijo con alegría -. ¡Parece tan espeso como puré después del tenue airecillo de ahí fuera!
Señaló con la cabeza el paisaje marciano que se extendía, llano y desolado a la luz de la luna más próxima, más allá del cristal de la claraboya.
Sus tres compañeros le miraron con simpatía: Putz, el ingeniero, Leroy, el biólogo, y Harrison, el astrónomo y capitán de la expedición. Dick Jarvis era el químico del famoso equipo, la expedición Ares, los primeros seres humanos que pusieron el pie en el misterioso vecino de la Tierra, el planeta Marte, Esto ocurría, desde luego, en los viejos tiempos, menos de veinte años después de que el loco americano Doheny perfeccionara el combustible atómico a costa de su vida, y sólo un decenio después de que el igualmente loco Cardoza llegase en un cohete atómico a la Luna. Eran auténticos pioneros, estos cuatro del Ares. Excepto media docena de expediciones selenitas y el desventurado vuelo de Lancey hasta la seductora órbita de Venus, eran los primeros hombres que experimentaban una gravedad distinta de la terrestre y por supuesto la primera tripulación que se apartó con éxito del sistema Tierra-Luna. Y merecían aquel éxito cuando uno considera las dificultades y molestias que hubieron de arrostrar: los meses pasados en cámaras de aclimatación en la Tierra, aprendiendo a respirar un aire tan tenue como el de Marte, la hazaña de hacer frente al vacío en el diminuto cohete impulsado por los caprichosos motores a reacción del siglo XXI y, sobre todo, el tener que enfrentarse con un mundo absolutamente desconocido.
Jarvis se estiró de nuevo y se llevó una mano a la punta despellejada de su nariz, mordida por la escarcha. Suspiró satisfecho.
- Bien - estalló Harrison bruscamente -, ¿vamos a enterarnos por fin de lo que ocurrió? Te llevas todo lo de a bordo en un cohete auxiliar, no tenemos noticias tuyas durante diez días y por fin Putz te recoge cerca de un hormiguero fantástico con un extravagante avestruz como compañero. ¡Desembucha, hombre!
- ¿Desembucha? - inquirió Leroy perplejo -. ¿Desembuchar qué?
- Quiere decir hablar - explicó Putz gravemente -, echar fuera.
Jarvis, muy serio, tropezó con la mirada divertida de Harrison.
- Exactamente, Karl - dijo, asintiendo a la explicación de Putz -. Voy a echar fuera, a soltarlo todo.
Carraspeó satisfecho y empezó.
- De acuerdo con las órdenes, vi cómo Karl se dirigía hacia el norte y entonces entré en mi cubículo volador y me dirigí al sur. Recordarás, capitán, que teníamos órdenes de no posarnos en el suelo, sino simplemente de observar buscando lugares interesantes. Puse las dos cámaras en funcionamiento cuando volaba bastante alto, a unos seiscientos metros, por un par de razones: primero porque así las cámaras tenían más campo y segundo porque los propulsores funcionan con tanta rapidez en este semivacío que aquí llaman aire que sólo servirían para levantar polvo.
- Ya sabemos todo eso por Putz - gruñó Harrison -. Pero me gustaría que hubieses salvado las películas, habrían pagado el coste del barquichuelo. ¿Recuerdas cómo el público se agolpaba para ver las primeras películas sobre la Luna?
- Las películas están a salvo - replicó Jarvis -. Bien - continuó -, como dije, avancé un buen trecho; tal como nos figurábamos, a menos de doscientos kilómetros por hora, las alas no ofrecen mucha sustentación en este aire, y aun así tuve que hacer uso de los cohetes.
»De este modo, con la velocidad, la altitud y la confusión creada por los cohetes, la visión no era demasiado buena. Sin embargo podía distinguir lo bastante para apreciar que estaba volando sobre una extensión más de esta llanura gris que examinamos durante toda la primera semana de nuestro planetizaje: las mismas protuberancias bulbosas y la misma alfombra ilimitada de los pequeños animales-plantas restantes, o biópodos como los llama Leroy. Así pues, seguí navegando, comunicando mi posición cada hora aun sin saber si me oíais.
- ¡Yo te oía! - espetó Harrison.
- Unos trescientos kilómetros al sur - continuó Jarvis, imperturbable -, la superficie cambiaba hasta convertirse en una especie de baja meseta, un desierto de arena color naranja. Imaginé que teníamos razón en nuestra suposición y que esta llanura gris sobre la cual nos posamos era realmente el Mare Cimmerium, y el desierto anaranjado la región llamada Xanthus. Si estaba en lo cierto, llegaría a otra llanura gris, el Mare Chronium, al cabo de unos trescientos kilómetros, y luego a otro desierto anaranjado, Thyle Uno o Dos. Y eso fue lo que hice.
- Putz comprobó nuestra posición hace semana y media - gruñó el capitán -. Vamos al grano.
- Ya voy - contestó Jarvis -. A unos treinta kilómetros al interior de Thyle, lo creáis o no, crucé un canal.
- Putz fotografió un centenar. A ver si oímos algo nuevo.
- ¿Y vio también una ciudad?
- Más de una veintena, si llamas ciudades a esos montones de barro.
- Bien - prometió Jarvis -, de ahora en adelante voy a contar unas cuantas cosas que Putz no vio, - Se frotó la nariz y continuó -: Sabía que contaba con dieciséis horas de luz en esta estación, por lo que, a las ocho horas de haber salido decidí regresar, Estaba todavía volando sobre Thyle, no estoy seguro de si sobre Uno o Dos, cuando, de pronto, el motor preferido de Putz falló.
- ¿Falló? ¿Cómo? - preguntó Putz solícito.
- El dispositivo atómico se debilitó. Empecé a perder altura y me di un trastazo en el centro mismo de Thyle. Además di con la nariz contra la ventanilla.
Se frotó compungidamente el apéndice dañado.
- ¿No trataste de lavar la cámara de combustible con ácido sulfúrico? - preguntó Putz -. Algunas veces, el plomo suministra una radiación secundaria.
- Lo intenté nada menos que diez veces - dijo Jarvis malhumorado -. Además, el trastazo aplastó el tren de aterrizaje y desbarató los propulsores. Suponiendo que hubiera podido poner el cacharro en funcionamiento, ¿qué habría conseguido? Quince kilómetros así y el suelo se habría ido fundiendo a mi paso. - Se frotó de nuevo la nariz -. Suerte que aquí un kilo pesa menos de medio. De lo contrario, me habría hecho añicos.
- ¡Yo podría haberlo arreglado! - exclamó el ingeniero -. Apuesto a que no era nada serio.
- Probablemente no - convino Jarvis en tono sarcástico -. Simplemente se negaba a volar. Nada grave, pero no me quedaba más elección que esperar a ser recogido o tratar de volver a pie: mil trescientos kilómetros cuando quizá quedaban veinte días para salir del planeta. ¡Sesenta y cinco kilómetros por día! Bueno - concluyó -, preferí andar. Tenía las mismas posibilidades de ser recogido y eso me mantenía ocupado.
- Te habríamos encontrado - dijo Harrison.
- No lo dudo. Pero el caso es que me preparé un arnés con algunas correas del asiento, me eché el tanque de agua a la espalda, me equipé con un cinto de municiones, una pistola y algunas raciones de hierro, y me puse en marcha.
- ¡El tanque de agua! - exclamó el bajito biólogo Leroy -. ¡Pero si pesa un cuarto de tonelada!
- No estaba lleno. Pesaba unos ciento diez kilos según el peso de la Tierra, lo que aquí representa unos cuarenta kilos. Además, mi propio peso personal de ochenta kilos es aquí en Marte de sólo treinta y dos kilos, por lo que, con tanque y todo, yo venía a pesar lo que en la Tierra. Pensé en todo eso cuando emprendí la marcha. ¡Ah, desde luego me equipé con saco de dormir para poder aguantar las ventosas noches de Marte!
»Y me puse en marcha, avanzando con bastante rapidez. Ocho horas de luz significan treinta kilómetros o más. Resultaba aburrido, desde luego, eso de ir pataleando sobre la blanda arena del desierto sin nada que ver, ni siquiera los biópodos reptantes de Leroy. Al cabo de una hora llegué a un canal: una enorme zanja tan recta como la vía de un ferrocarril. Estaba seco pero allí había habido agua alguna vez. La zanja estaba cubierta con lo que parecía ser un bonito césped verde. Con la diferencia de que cuando me acerqué, el césped se apartó para dejarme paso.
- ¿Cómo dices? - exclamó Leroy.
- Sí, era un pariente de tus biópodos, Atrapé uno, una hojita que parecía de hierba, casi tan larga como uno de mis dedos, con dos delgadas patitas.
- ¿La has traído? - preguntó Leroy ávidamente.
- La solté. Tenía que avanzar y seguí caminando entre aquella hierba que se abría ante mí y se cerraba detrás. Finalmente desemboqué de nuevo en el desierto anaranjado de Thyle.
»Avanzaba echando pestes de la arena que me hacía caminar con tanto cansancio y, de vez en cuando, maldiciendo el caprichoso motor tuyo, Karl. Exactamente antes del crepúsculo llegué al borde de Thyle y lancé una mirada sobre el gris Mare Chronium. Y comprendí que tendría que caminar por allí cientos de kilómetros, más luego el largo camino de aquel desierto de Xanthus y del Mate Cimmerium. ¿Os creéis que aquello me hacía gracia? Empecé a maldeciros por no venir a recogerme.
- ¡Lo estábamos intentando, idiota! - dijo Harrison.
- Pues no servía de nada. Bueno, me imaginé que podría aprovechar lo que quedaba de luz diurna para bajar por el acantilado que marca el límite de Thyle. Encontré un sitio fácil para el descenso y me dejé ir. El Mare Chronium era el mismo tipo de lugar que éste: unas absurdas plantas sin hojas y un montón de reptantes. Les eché un vistazo y saqué mi saco de dormir. Hasta entonces no había tropezado con nada digno de mención en este mundo semimuerto, nada peligroso quiero decir.
- Pero, ¿lo encontraste? - inquirió Harrison.
- ¡Qué si lo encontré...! Ya te enterarás cuando lo cuente. Bueno, estaba a punto de dormirme cuando de pronto oí la más espantosa algarabía.
- ¿Qué es algarabía? - inquirió Putz.
- Quiere decir griterío confuso - explicó Leroy -. O sea, algo que no se entiende.
- Eso es - aprobó Jarvis -. No entendía qué estaba ocurriendo y me asomé para averiguarlo. Había allí un jaleo como el de una bandada de cuervos que quisiera devorar a un montón de canarios: silbidos, graznidos, trinos, gritos y no sé cuántas cosas más. Rodeé un grupo de troncos, y allí estaba Tweel.
- ¿Tweel? - preguntó Harrison.
- ¿Tuil? - dijeron Leroy y Putz.
- Aquel avestruz estrambótico - explicó el narrador -. Por lo menos Tweel es lo más parecido que puedo pronunciar sin farfullar. Algunas veces él decía algo que sonaba como «Trriweerrlll».
- ¿Qué estaba haciendo? - preguntó el capitán.
- Se lo estaban comiendo, Y por supuesto chillaba como cualquiera habría hecho en su caso.
- ¿Comiendo? ¿Quién?
- Lo averigüé más tarde, todo lo que pude ver entonces fue un lío de negros brazos como cuerdas enrolladas en torno de lo que parecía ser, como Putz os lo ha descrito, un avestruz. Naturalmente yo no iba a intervenir; si ambas criaturas eran peligrosas, habría una menos de la que preocuparme.
»Pero aquella cosa parecida a un ave estaba librando una buena batalla. Sin dejar de gritar, asestaba certeros golpes con un pico de unos treinta centímetros. Vislumbré un par de veces qué había al final de aquellos brazos - dijo Jarvis, estremeciéndose -. Pero lo que me decidió a intervenir fue el observar una bolsita o caja negra que pendía del cuello de aquel ser semejante a un pájaro. ¡Era inteligente!, supuse, o estaba domesticado. En cualquier caso, la decisión estaba tomada, saqué mi automática y disparé contra lo que podía distinguir de su antagonista.
»Los tentáculos se aflojaron, una fétida oleada de negra corrupción chorreó, y aquella cosa, con un repugnante ruido de succión, se contrajo y desapareció por un agujero que había en el suelo. La otra criatura lanzó una serie de graznidos, se tambaleó sobre unas patas tan gruesas como palos de golf y se volvió de pronto para hacerme frente. Mantuve mi arma lista y los dos nos observamos.
»El marciano no era un ave, realmente. No era ni siquiera parecido a un ave, excepto a primera vista. Cierto que tenía un pico y unos cuantos apéndices con plumas, pero el pico no era realmente un pico. Era algo flexible; pude ver cómo la punta se doblaba lentamente de un lado a otro; era casi como un cruce entre pico y trompa. Tenía pies de cuatro dedos y cosas -manos, podría decirse- de cuatro dedos. Su cuerpecillo redondeado se prolongaba en un largo cuello que terminaba en una diminuta cabeza, culminada por aquel pico. Era un par de centímetros más alto que yo y..., bueno, Putz lo vio.
El ingeniero asintió.
- Sí, lo vi.
Jarvis continuó:
- Así pues, nos quedamos mirándonos. Finalmente la criatura prorrumpió en una serie de tableteos y gorjeos y alargó sus manos vacías hacia mí. Supuse que aquello era un gesto de amistad.
- Quizás estaba mirando la nariz tan hermosa que tienes y pensó que eras hermano suyo - sugirió Harrison.
- No hace falta que te muestres tan chistoso. El caso es que me guardé la pistola y dije: «No se preocupe», o algo por el estilo. Aquella cosa se acercó y nos convertimos en camaradas.
»Por aquel entonces, el sol estaba ya bastante bajo y comprendí que lo mejor sería encender un fuego o meterme en mi saco. Me decidí por el fuego. Elegí un lugar al pie del acantilado de Thyle, donde la roca podría reflejar un poco de calor sobre mi espalda, y empecé a romper ramitas de la desecada vegetación de Marte. Mi compañero captó la idea y trajo un brazado. Fui a sacar una cerilla, pero el marciano rebuscó en su bolsa y extrajo algo que tenía el aspecto de un carbón al rojo; lo acercó al montón de leña y el fuego prendió, al instante. Ya sabéis el trabajo que nos cuesta a nosotros encender fuego en esta atmósfera.
»Pero lo principal es esa bolsa suya - continuó el narrador -. Era un artículo manufacturado, amigos míos; se presionaba en un extremo y se abría de par en par; se apretaba por el centro y se cerraba tan perfectamente que no podía verse la línea de unión. Mucho mejor que las cremalleras.
»Bueno, permanecimos un rato mirando el fuego hasta que decidí intentar alguna especie de comunicación con el marciano. Me señalé a mí mismo y dije «Dick»; él captó la alusión inmediatamente, extendió hacia mí una huesuda garra y repitió «Dick». Luego lo apunté a él, y la criatura exhaló ese silbido que he llamado Tweel; no puedo imitar su acento. Las cosas se sucedían bien; para remachar los nombres, repetí «Dick» y luego, apuntando a él, «Tweel».
»Ya habíamos establecido el contacto. Él produjo algunos castañeteos que sonaban a negación y dijo algo así como «P-p-p-proot», y otras, diez o doce sonidos distintos.
»Pero no podíamos conectar. Ensayé con «roca» y con «estrella», con «árbol» y con «fuego», y no sé con cuántas cosas más; por más que probé, no pude conseguir una sola palabra. Pasados un par de minutos todos los nombres cambiaban y si eso es un lenguaje, yo soy el Preste Juan. Finalmente renuncié y lo llamé Tweel. Aquello pareció bastar.
»Pero Tweel había captado algunas de mis palabras. Recordaba dos o tres, lo que supongo es una gran proeza si uno está acostumbrado a un lenguaje que hay que ir haciendo a medida que se aprende. Pero yo no podía comprender el objetivo de su charla; o me fallaba algún punto sutil o simplemente, y más bien me inclino por esto último, no pensábamos del mismo modo.
»Tengo otras razones para creerlo. Al cabo de un rato renuncié a la cuestión del lenguaje y probé con las matemáticas. Arañé en el suelo dos más dos igual a cuatro y lo demostré con guijarros. De nuevo Tweel captó la idea y me informó de que tres más tres sumaban seis. Una vez más parecíamos ir yendo a alguna parte.
»Así pues, sabiendo que Tweel tenía por lo menos una educación de escuela primaria, dibujé un círculo para el Sol, señalándolo previamente. Después bosquejé Mercurio, Venus, la Tierra y Marte. Hecho esto, señalando a Marte, extendí mis manos en una especie de abrazo para indicar que Marte era lo que nos rodeaba. Me esforcé en poner en claro la idea de que mi hogar estaba en la Tierra.
»Tweel comprendió mi diagrama perfectamente. Acercó el pico a mi dibujo y, con gran profusión de trinos y chillidos, añadió Deimos y Fobos a Marte y luego incluyó la Luna en la órbita de la Tierra. ¿Os dais cuenta lo que significa esto? ¡Significa que la raza de Tweel utiliza el telescopio, que son seres civilizados!
- ¡No prueba nada de eso! - atajó Harrison -. La Luna es visible desde aquí como una estrella de quinta magnitud. Pueden percibir sus fases a simple vista.
- Por lo que se refiere a la Luna, sí - dijo Jarvis -. Pero no has captado del todo mi argumento. ¡Mercurio no es visible! Y Tweel estaba enterado de la existencia de Mercurio, puesto que colocó la Luna en el tercer planeta, no en el segundo. Si no supiese nada de Mercurio, habría puesto la Tierra como segundo y Marte como tercero, en lugar de cuarto. ¿Comprendéis?
- ¡Hum! - dijo Harrison.
- El caso es que proseguí con mi lección - continuó Jarvis -. Las cosas iban bastante bien y parecía como si pudiera meterle la idea en la cabeza. Señalé el círculo que en mi diagrama representaba la Tierra, luego me señalé a mí mismo y por último me señalé a mí mismo y luego a la Tierra, que resplandecía con un vende brillante casi en el cenit.
»Tweel soltó un tableteo tan excitado que estuve seguro de que había comprendido, se puso a dar saltos y de pronto se señaló a sí mismo y luego al cielo, y después a sí mismo y al cielo de nuevo. Apuntó al centro de su cuerpo y luego a Arcturus, apuntó a su cabeza y luego a Spica, apuntó a sus pies y luego a media docena de estrellas, mientras yo me limitaba a mirarlo boquiabierto. Luego, repentinamente, dio un salto tremendo. ¡Muchachos, qué brinco! Salió disparado lo menos a treinta metros. Vi como daba la vuelta y bajaba directamente hacia mi cabeza hasta clavarse en el suelo sobre el pico igual que una jabalina, Y allí estaba él, clavado en el centro de mi círculo que representaba al Sol.
- Cosa de locos - comentó el capitán -. Simplemente cosa de locos.
- Eso es lo que pensé yo también. Me quedé mirándolo boquiabierto mientras él sacaba la cabeza de la arena y se ponía en pie. Imaginando que no había comprendido mi explicación se la repetí. Terminó de la misma manera, con la nariz de Tweel metida en el centro de mi croquis.
- Quizá se trate de un rito religioso - sugirió Harrison.
- Puede ser - dijo Jarvis dubitativamente -. Bueno, así estábamos. Podíamos cambiar ideas hasta cierto punto y para de contar. Entre nosotros había algo diferente, inconexo; no dudo de que Tweel me juzgaba tan chiflado como yo a él. Lo que ocurría es que nuestras mentes consideraban el mundo desde distintos puntos de vista y quizás el punto de vista de él era tan justo como el nuestro. Pero no podíamos ir de acuerdo, eso es todo. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, Tweel me era simpático y tengo una extraña seguridad de que yo le era simpático a él.
- ¡Locuras! - repitió el capitán -. No son más que fantasías.
- ¿Sí? Pues espera a que te cuente, Algunas veces he pensado que quizá nosotros... - Hizo una pausa y luego continuó su narración -: Lo cierto es que por fin me di por vencido y me metí en mi saco para dormir. El fuego no me había dado mucho calor, pero en aquel maldito saco me asfixiaba. Al cabo de cinco minutos no podía resistir. Lo abrí un poco y me fastidié. Los cuarenta grados bajo cero me golpearon uno tras otro en la nariz para completar el porrazo que había sufrido en la caída del cohete.
»Volví a cubrirme y seguí durmiendo. Cuando desperté por la mañana y salí del saco comprobé que Tweel había desaparecido. Sin embargo, casi inmediatamente, oí una especie de gorjeo y le vi llegar lanzado, deslizándose por aquel acantilado de tres pisos de Thyle hasta clavarse con el pico junto a mí. Me señalé a mí mismo y luego hacia el norte y él se señaló a sí mismo y hacia el sur, pero cuando recogí mi impedimenta y me puse en marcha, se vino conmigo.
»¡Muchachos, qué manera de viajar la de aquella criatura! Cada treinta metros, un salto; surcaba el aire como una lanza y se quedaba clavado en el suelo con el pico. Parecía sorprenderse de mi pesada andadura, pero al cabo de algunos momentos se adaptó lo mejor que pudo, salvo que cada pocos minutos daba uno de sus saltos y clavaba su nariz en la arena a pocos metros de mí y se reunía de nuevo conmigo. Al principio me sentía nervioso al ver aquel pico apuntándome como una lanza, pero lo cierto es que siempre terminaba clavándose a mi lado en la arena.
»De este modo recorrimos el Mare Chronium. Es un sitio muy parecido a éste: las mismas plantas estrambóticas y los mismos pequeños biópodos verdes creciendo en la arena o apartándose para dejarle paso a uno. Charlábamos; no porque nos comprendiéramos, pero ya sabéis lo que quiero decir, sólo por lograr la sensación de tener compañía. Canté canciones y sospecho que Tweel las cantó también; por lo menos, algunos de sus trinos y gorjeos sugerían algún ritmo.
»De vez en cuando, para variar, Tweel desplegaba su muestrario de palabras inglesas. Apuntaba a cualquier protuberancia y decía «roca», y apuntaba luego a un guijarro y decía lo mismo; o bien me tocaba un brazo y decía «Dick» y luego lo repetía. Parecía divertirse enormemente con el hecho de que la misma palabra significase la misma cosa aunque se dijera dos veces seguidas, o que la misma palabra pudiera aplicarse a dos objetos diferentes. Me pregunté si su lenguaje no sería como el idioma primitivo de algunos pueblos de la Tierra, como el de los negritos, ya sabéis, que no tienen palabras genéricas: ninguna palabra para comida o agua u hombre; sólo palabras para comida buena y comida mala, o agua de lluvia y agua de mar, u hombre fuerte y hombre débil. Son demasiado primitivos para comprender que el agua de lluvia y el agua de mar son simplemente aspectos distintos de la misma cosa. Pero no era ése el caso con Tweel. Más bien era como si fuésemos misteriosamente distintos de un modo u otro: nuestras mentes eran extrañas entre sí. Y sin embargo nos teníamos simpatía.
- Eso es por la soledad - comentó Harrison -. Por eso os teníais tanta simpatía.
- Bueno, yo te tengo simpatía - replicó Jarvis malignamente -. El caso es - continuó - que no quiero que os forméis la idea de que Tweel era algún chiflado. En realidad, no estoy tan seguro de que no pudiera enseñar uno o dos trucos a nuestra tan alabada inteligencia humana. iOh, sé muy bien que no era un superhombre intelectual, pero no olvidéis que consiguió entender algo de mi funcionamiento mental y en cambio yo no tuve el menor vislumbre del suyo
- Porque él no tenía tal funcionamiento - sugirió el capitán - mientras Putz y Leroy parpadeaban atentamente.
- Podréis juzgarlo cuando termine mi relato - dijo Jarvis -. Bueno, seguimos andando todo el día por el Mare Chronium y también el día siguiente. ¡Mare Chronium, Mar del Tiempo! Al acabar aquella marcha, estaba a punto de darle la razón a Schiaparelli cuando lo bautizó con este nombre, era tan monótono, sólo aquella llanura gris e interminable de plantas extravagantes y sin otro signo de una vida distinta, que casi me alegré al ver el desierto de Xanthus hacia el anochecer del segundo día.
»Estaba bastante agotado, pero Tweel, al que, por cierto, jamás vi comer ni beber, parecía estar tan campante como siempre. Creo que él podría haber cruzado el Mare Chronium en un par de horas con aquellos terribles saltos suyos, pero permanecía pegado a mí. Una o dos veces le ofrecí agua; aceptó mi taza y sorbió el líquido con su pico para luego, cuidadosamente, volver a lanzarlo a la taza y devolvérmela con toda gravedad.
»Juntamente cuando avistamos Xanthus empezó a soplar una de esas desagradables tormentas de arena. No era quizá tan fuerte como la que tuvimos aquí, pero ahora debía caminar contra ella. Me protegí la cara con la visera transparente de mi saco y me defendí bastante bien. Tweel utilizaba algunos apéndices plumosos que le crecen como un bigote en la base del pico para taparse los orificios nasales, y otro escudo similar para protegerse los ojos.
- ¡Es una criatura del desierto! - exclamó el biólogo Leroy.
- ¿Eh? ¿Cómo?
- No bebe agua, se adapta a las tormentas de arena...
- Eso no prueba nada. No se puede desperdiciar ni una sola gota de agua en esta píldora desecada llamada Marte, en la Tierra lo habríamos calificado todo de desierto. - Hizo una pausa -. Cuando cesó la tormenta de arena, un viento suave nos dio en la cara. De improviso, como llevadas por esa tenue brisa, unas pequeñas esferas, transparentes y muy livianas, empezaron a deslizarse desde los acantilados de Xanthus. Intrigado, partí unas cuantas y comprobé que estaban vacías, sólo que al romperlas desprendían un olor nauseabundo. Pregunté a Tweel y por su respuesta, un «no, no, no» rotundo, supuse que compartía mi misma ignorancia sobre las esferas. Siguieron flotando como vilanos o como pompas de jabón, y nosotros proseguimos nuestro camino hacia Xanthus. En una ocasión Tweel apuntó a una de las bolas de cristal y dijo «roca», pero yo estaba demasiado cansado para discutir con él. Posteriormente descubrí lo que había querido decir.
»Al anochecer llegamos al pie de los acantilados de Xanthus. Decidí dormir en la meseta pues pensé que tan peligrosa podría ser la arena de Xanthus como la vegetación del Mare Chronium. De hecho no había descubierto una sola señal de amenaza, excepto aquella cosa negra y tentacular que atrapara a Tweel y que por lo visto no se movía en absoluto, sino que atraía a las víctimas que estaban a su alcance. No podía atraerme a mí mientras estuviera durmiendo, más teniendo en cuenta que Tweel permanecía en vela, limitándose a estar sentado pacientemente toda la noche. Me hubiera gustado saber cómo aquella extraña criatura de brazos negros pudo atrapar a Tweel, pero no había modo de preguntárselo a este último. Lo averigüé más tardé; es algo diabólico.
»Recorrimos el acantilado buscando un sitio fácil por donde trepar. Por lo menos lo buscaba yo. Tweel podría haber saltado el obstáculo fácilmente, porque los acantilados eran más bajos que los de Thyle, quizás unos veinte metros. Al fin dimos con un lugar adecuado y empecé a trepar, maldiciendo el voluminoso tanque de agua amarrado a mi espalda y lo mucho que dificultaba mi escalada. De pronto oí un sonido que creí reconocer.
»Ya sabéis cuán engañosos resultan los sonidos en este aire tan tenue. Un disparo suena como el descorche de una botella. Pero esta vez no había dudas: era el zumbar de un cohete. En efecto, a unos quince kilómetros hacia el oeste, entre yo y la puerta de sol, estaba nuestra segunda nave auxiliar.
- Era yo - dijo Putz -. Te estaba buscando.
- Sí, lo comprendí. Pero, ¿de qué me servía? Me aferré al acantilado y grité mientras hacía señas con una mano. Tweel vio también la navecilla y se puso a trinar y a graznar saltando hasta lo alto de la barrera y elevándose luego en el aire. Y mientras yo miraba, el aparato desapareció zumbando entre las sombras del sur.
»Trepé hasta lo alto del acantilado. Tweel aún seguía apuntando y graznando excitadamente, elevándose hasta el cielo y cayendo luego en barrena para hundir su pico en el suelo. Apunté hacia el sur y hacia mí mismo y dije «sí, sí, sí», pero en cierto modo conjeturé que él pensaba que aquella cosa volante era un allegado mío, probablemente un pariente. Quizá cometí una injusticia contra su intelecto; ahora sé que fue así.
»Me sentía amargamente decepcionado por mi fracaso en llamar la atención. Dispuse mi saco de dormir y me metí dentro, porque arreciaba el frío de la noche. Tweel hundió el pico en la arena, alzó las patas y los brazos y se quedó como uno de los arbustos sin hojas que hay por aquí. Creo que permaneció de este modo toda la noche.
- ¡Mimetismo protector! - exclamó Leroy -. ¿Lo ves? ¡Es una criatura del desierto!
- Por la mañana - continuó Jarvis -, nos pusimos de nuevo en marcha. No habíamos avanzado más de cien metros por Xanthus cuando vi una cosa rara, una cosa que estoy seguro de que Putz no ha fotografiado.
»Una línea de diminutas pirámides de no más de quince centímetros de altura se extendía por toda la superficie de Xanthus que yo podía abarcar con la vista. Pequeños edificios hechos de pequeñísimos ladrillos, edificios huecos y truncados, o por lo menos rotos en la cúspide y vacíos. Se los señalé a Tweel y pregunté «¿Qué?», pero él lanzó algunos graznidos negativos para indicar, supongo, que no lo sabía. Así pues, continuamos, siguiendo la fila de pirámides.
»¡Muchachos, seguimos aquella línea durante horas! Al cabo de un rato, noté una cosa rara: las pirámides se iban haciendo mayores.
El mismo número de ladrillos en cada una, pero los ladrillos eran mayores.
»Al mediodía me llegaban ya al hombro. Miré algunas: todas iguales, rotas en la cúspide y vacías. Examiné también un ladrillo o dos; eran sílice, y tan viejos como la creación misma.
- ¿Cómo lo sabes? - preguntó Leroy.
- Estaban gastados, con las aristas redondeadas. La sílice no se estropea fácilmente ni siquiera en la Tierra, y con este clima...
- ¿Qué edad les calculas?
- Cincuenta mil... cien mil años. ¿Cómo podría decirlo? Las pirámides pequeñas que vimos por la mañana eran más antiguas, quizá diez veces más. Se desmoronaban, ¿Qué edad podrían tener? ¿Medio millón de años? ¿Quién sabe? - Jarvis hizo una pausa -. Bueno - continuó -, seguimos la línea. Tweel apuntaba a las pirámides y dijo «roca» una o dos veces, pero esa era una palabra que había repetido con mucha frecuencia. Además, en cierto modo, tenía más o menos razón.
»Traté de sonsacarlo. Señalé a una pirámide y le pregunté «¿Gente?» indicándonos a nosotros dos, repuso con una especie de cloqueo negativo y dijo: «No, no, no. No uno uno dos. No dos dos cuatro», mientras se frotaba el estómago. Lo miré fijamente y él continuó con la musiquilla: «No uno uno dos. No dos dos cuatro».
- ¡Esa es la prueba irrefutable! - exclamó Harrison -. ¡Locuras!
- Eso crees, ¿eh? - inquirió Jarvis sarcásticamente -. Pues bien, yo me figuré algo muy distinto. «No uno uno dos». Por supuesto no lo captas todavía, ¿verdad?
- En absoluto. Ni creo que lo captes tú.
- Yo creo que sí. Tweel estaba utilizando las pocas palabras inglesas que conocía para enunciar una idea muy compleja. Permíteme que te pregunte, ¿en qué te hacen pensar las matemáticas?
- Pues... en astronomía. O... en lógica.
- Eso es «No uno uno dos». Tweel estaba diciéndome que los constructores de las pirámides no eran gente, o que no eran inteligentes, que no eran criaturas dotadas de razón. ¿Me comprendes?
- ¡Uf, que me aspen!
- Probablemente te asparán.
- ¿Por qué - intervino Leroy - se frotaba el estómago?
- Está claro, mi querido biólogo. Porque allí es donde tiene el cerebro. No en su diminuta cabeza, sino en el centro de su cuerpo.
- ¡Es imposible!
- No, en Marte no lo es. Esta flora y esta fauna no son terráqueas tus biópodos lo demuestran. - Jarvis sonrió burlonamente y prosiguió su narración -: Como quiera que sea, seguimos caminando por Xanthus y ya mediada la tarde sucedió otra cosa rara. Las pirámides se acabaron.
- ¿Se acabaron?
- Sí, y el misterio radicaba en la última, ya casi de tres metros. ¿No comprendéis? Quienquiera que fuese, el que la construyó estaba todavía dentro. Lo habíamos seguido desde sus orígenes de medio millón de años antes hasta la actualidad.
»Tweel y yo nos dimos cuenta casi al mismo tiempo. Monté mi pistola, en la que tenía un cargador de balas explosivas y Tweel, rápido como un prestidigitador, sacó de su bolsa un curioso y pequeño revólver de cristal. Se parecía mucho a nuestras armas, con la diferencia de que la culata era mayor para acomodarse a su mano. Empuñamos nuestras armas mientras nos acercábamos a la última pirámide.
»Tweel fue el primero en ver el movimiento. Las hileras superiores de ladrillos estaban siendo desplazadas y, de pronto, se deslizaron a un lado con un ligero crujido. Y entonces... algo... algo empezó a salir.
»Apareció un largo brazo de un gris plateado y detrás un cuerpo blindado. Blindado, quiero decir, recubierto de escamas de un gris plateado y mate. El brazo sacó al cuerpo de aquel hueco; la criatura quedó tendida en la arena.
»Era una criatura indescriptible: cuerpo como con un solo orificio que recordaba vagamente a una boca y dotado en ambos extremos de dos brazos: flexible uno, rígido y aguzado el otro. Nada de más miembros, nada de ojos, oídos, nariz, en fin, lo que se dice nada. Aquella cosa se arrastró unos cuantos metros, metió su puntiaguda cola en la arena, se enderezó y se quedó sentada.
»TweeI y yo permanecimos a la expectativa. Al cabo de unos diez minutos, nos llegó un leve crujido, un crepitar como el de un papel que se arruga, y su brazo se movió hasta el agujero de la boca de donde extrajo... ¡un ladrillo! El brazo colocó cuidadosamente el ladrillo en el suelo y la cosa quedó de nuevo inmóvil.
»Otros diez minutos... otro ladrillo. Se trataba simplemente de uno de los ladrilleros de la naturaleza, Yo estaba a punto de apartarme y seguir caminando cuando Tweel apuntó a la cosa y dijo: «Roca». Contesté con un «hum» y él lo repitió de nuevo. Luego, con acompañamiento de algunos de sus trinos, dijo «No... no», y lanzó dos o tres aspiraciones sibilantes.
»Lo curioso es que comprendí lo que quería decir. Pregunté: «¿No respira?», y expliqué con gestos la palabra. Tweel quedó entusiasmado; dijo: «¡Sí, sí, sí! ¡No, no, no respira!» Luego dio un salto y terminó clavando la nariz a un paso del monstruo.
»Ya podéis imaginaros lo turbado que me quedé. El brazo se alzaba en busca de un ladrillo y temí ver a Tweel atrapado y prensado, pero no ocurrió nada de eso, Tweel se colocó junto a la criatura y el brazo agarró el ladrillo y lo colocó pulcramente junto al primero. Tweel le rozó el cuerpo y dijo: «Roca» y yo tuve bastantes agallas para acercarme y mirar.
»De nuevo Tweel tenía razón. La criatura era roca y no respiraba.
- ¿Cómo lo sabes? - inquirió Leroy, encendidos de interés sus negros ojos.
- Porque soy químico. ¡La bestia estaba hecha de sílice! Debía de haber silicio puro en la arena y ella vivía a sus expensas. ¿Lo comprendéis? Nosotros, Tweel y esas plantas de ahí fuera, incluso los biópodos, son vida de carbono; en cambio, aquella cosa vivía por un conjunto diferente de reacciones químicas. ¡Era vida de silicio!
- ¡Vida silícea! - gritó Leroy -. Lo había sospechado y ahora tenemos la prueba. Tengo que ir a verlo. Tengo que...
- ¡Está bien, está bien! - dijo Jarvis -. Puedes ir a verlo. El caso es que la cosa estaba allí, viva y sin embargo no viviente, moviéndose cada diez minutos sólo para sacar un ladrillo. Esos ladrillos eran sólo su material de desecho. ¿Comprendes, franchute? Nosotros somos carbono y nuestro material de desecho es dióxido de carbono; esta cosa es silicio y su desecho es dióxido de silicio, es decir, sílice. Pero la sílice es un sólido, de aquí los ladrillos. La bestia los construye y cuando los ha colocado, se traslada a un nuevo emplazamiento para comenzar otra vez. No es de extrañar que produjese aquellos crujidos. ¡Una criatura viva de medio millón de años!
- ¿Cómo sabes la edad? - preguntó Leroy frenéticamente.
- Seguimos el rastro de las pirámides desde el principio, ¿no es así? Si no fuese éste el constructor original de las pirámides, la serie habría terminado en algún sitio antes de que lo encontrásemos a él, ¿no os parece? Habría terminado y empezado de nuevo con las pirámides pequeñas. Me parece que es bastante simple.
»Pero él se reproduce, o trata de hacerlo, Antes de extraer el tercer ladrillo proyectó con un nuevo crujido un enjambre de aquellas bolitas de cristal. Son sus esporas, o huevos, o semillas, o como queramos llamarlas. Fueron flotando sobre Xarithus como habían flotado sobre nosotros en el Mare Chronium. También tengo el presentimiento de cómo funcionan; esto lo digo para que tomes nota, Leroy. Creo que la cáscara de cristal de sílice no es más que una cubierta protectora, como la cáscara de un huevo, y que el principio activo es el olor que hay dentro. Es una especie de gas que ataca al silicio y, si la cáscara se rompe cerca de un depósito de este elemento, se inicia una reacción que desemboca en una bestia como la que os he descrito.
- ¡Habrá que probarlo! - exclamó el bajito francés -. Debemos romper una para ver.
- ¿Sí? Bueno, pues yo lo hice. Rompí unas cuantas contra la arena. ¿Queréis volver dentro de unos diez mil años para ver si planté algunos monstruos constructores de pirámides? Será muy probable que para esa fecha podáis ya comprobarlo. - Jarvis se detuvo e hizo una inspiración profunda -. ¡Cielos! ¡Qué criatura tan absurda! ¿Os la imagináis? Ciega, sorda, sin nervios, sin cerebro; simplemente un mecanismo y, sin embargo.... inmortal. Limitada a hacer ladrillos, a construir pirámides mientras existan el silicio y el oxígeno. E incluso después se limitará a pararse, no morirá. Y a los accidentes que se produzcan dentro de un millón de años le aportan de nuevo su comida, allí estará dispuesta a caminar de nuevo, en tanto que los cerebros y civilizaciones formarán parte del pasado. Una extraña bestia, pero encontré otra más rara aún.
- Si la encontraste, debió de ser en sueños - gruñó Harrison.
- Tienes razón - dijo Jarvis lacónicamente -. En cierto modo tienes razón. ¡La bestia de los sueños! Es el mejor nombre para ella, y es la más hostil, y terrorífica creación que uno pueda imaginar. Más peligrosa que un león, más insidiosa que una serpiente.
- ¡Cuéntame! - rogó Leroy -. ¡Tengo que ir a verla!
- No, a ese diablo no. - Hizo de nuevo una pausa -. Bien - continuó -, Tweel y yo abandonamos a la criatura de las pirámides y seguimos caminando por Xanthus. Yo estaba cansado y bastante triste por el hecho de que Putz no me hubiese recogido y los cloqueos de Tweel me atacaban los nervios, así como sus picados en barrena. Así pues, me limitaba a caminar sin decir palabra, hora tras hora, por aquel monótono desierto.
»Hacia media tarde avistamos una línea oscura en el horizonte. Yo sabía lo que era. Era un canal; lo había sobrevolado en el cohete y eso significaba que sólo habíamos recorrido un tercio de la extensión de Xanthus. Bonita idea, ¿no? Y sin embargo, aún disponía de tiempo para llegar en la fecha marcada.
»Nos acercamos al canal lentamente; yo recordaba que este canal estaba bordeado por una amplia franja de vegetación y que la Ciudad de Cieno estaba en la orilla.
»Ya he dicho que estaba cansado. No hacía más que pensar en una buena comida caliente, y de allí mis reflexiones se fueron encadenando: pensé en lo bonito y hogareño que me parecería incluso Borneo después de este loco planeta, en el pequeño y viejo Nueva York y, finalmente, en una muchacha a la que conozco allí: Fancy Long. ¿La conocéis?
- Una animadora - dijo Harrison -. He cantado el estribillo de muchas de sus canciones. Bonita rubia; baila y canta en la hora de la Hierba Mate.
- Esa es - aprobó Jarvis -. La conozco bastante bien, sólo como amigos, entendéis, ¿eh?, aunque acudió a vernos despegar en el Ares. Iba pensando en ella mientras nos acercábamos a aquella línea de plantas elásticas.
»Y entonces exclamé: «¡Qué diablos...!», y me quedé mirando fijamente. Allí estaba Fancy Long, de pie bajo uno de aquellos árboles retorcidos, tan clara como el día, sonriendo y saludándome con el brazo tal como yo recordaba que había hecho cuando despegamos.
- Definitivamente se ve que estás loco - comentó el capitán.
- Muchacho, en aquellos momentos casi te habría dado la razón. Parpadeé, me pellizqué, cerré los ojos, luego volví a mirar, y allí seguía estando Fancy Long sonriendo y saludando con el brazo. Tweel también veía algo; graznaba y cloqueaba, pero yo apenas lo oía. Permanecía inmóvil mirando a la muchacha, demasiado estupefacto para hacerme preguntas.
»No estaba a seis metros de ella cuando Tweel me alcanzó con uno de sus saltos. Me agarró por un brazo, gritando: «¡No, no, no!», con su voz más aguda. Traté de sacudírmelo, era tan liviano como si estuviese hecho de bambú, pero él clavó sus garras y chilló. Finalmente recobré algo de cordura y me detuve a menos de tres metros de la muchacha. Allí estaba ella, con un aspecto tan sólido como la cabeza de Putz.
- ¿Cómo dices? - preguntó el ingeniero.
- Sonreía y movía el brazo, movía el brazo y sonreía, y yo estaba allí tan callado como Leroy, mientras Tweel cloqueaba y parloteaba.
Comprendía que aquello no podía ser real, y sin embargo allí estaba ella.
»Finalmente dije: «¡Fancy! ¡Fancy Long!» Ella seguía sonriendo y ondeando el brazo, pero con un aspecto tan real como si yo no la hubiese dejado a una distancia de ochenta millones de kilómetros.» Tweel había sacado su pistola de cristal y estaba apuntando contra la muchacha. Lo agarré por el brazo, pero intentó apartarme. La señaló y dijo: «¡No respira! ¡No respira!» y comprendí que quería decir que aquella Fancy Long no estaba viva. ¡Muchachos, la cabeza me daba vueltas!
»Sin embargo, se me ponía la carne de gallina al ver cómo Tweel apuntaba su arma contra la muchacha. No sé cómo permanecí allí quieto viéndolo afinar la puntería, pero lo hice. Apretó el gatillo, se produjo un pequeño escape de vapor y Fancy Long desapareció. En su lugar pude ver uno de esos retorcidos horrores negros en forma de brazos. Era la misma bestia que antes había atrapado a Tweel.
»¡La bestia de los sueños! Permanecí allí mareado, viéndola morir mientras Tweel trinaba y silbaba. Por fin, él me tocó el brazo, señaló a aquella cosa que se retorcía y dijo: «Tú uno uno dos, él uno uno dos». Después que lo hubo repetido ocho o diez veces, capté el significado. ¿Lo capta alguno de vosotros?
- ¡Sí! - chilló Leroy -. ¡Yo lo entiendo! Quiere decir que tú piensas en algo, la bestia lo adivina y tú ves aquello en que estás pensando. Un perro hambriento vería un gran hueso con carne. O lo olería, ¿no es así?
- Exactamente - dijo Jarvis -. La bestia de los sueños utiliza los anhelos y deseos de su víctima para atrapar a la presa. El pájaro, en la estación de celo, querría ver a su pareja; el zorro, que busca su presa, querría ver un indefenso conejo.
- ¿Cómo consigue eso la bestia? - inquirió Leroy.
- ¿Y cómo voy a saberlo? ¿Cómo se las arregla en la Tierra una serpiente para hipnotizar a un pájaro y atraerlo hasta sus mandíbulas? ¿Y no son capaces los peces de las profundidades de atraer a sus víctimas hasta la propia boca? ¡Cielos! - exclamó Jarvis con un estremecimiento -. ¿No veis lo insidioso que es el monstruo? Ahora estamos advertidos, pero en adelante no podemos confiar ni siquiera en nuestros propios ojos. Podríais estar viéndome, o yo podría ver a uno de vosotros, y otra vez pudiera darse el caso de que aquello no fuese sino otro de esos negros horrores.
- ¿Cómo se dio cuenta tu amigo? - preguntó el capitán bruscamente.
- ¿Tweel? Es lo que me pregunto yo también. Quizás él estaba pensando en algo que no era posible que me interesara y cuando empecé a acercarme comprendió que yo veía algo distinto y cayó en la cuenta. O tal vez la bestia de los sueños sólo puede proyectar una visión única, y Tweel vio lo que yo vi... o nada. No pude preguntárselo. Pero eso es otra prueba de que la inteligencia de Tweel es igual que la nuestra, si no superior.
- ¡Te digo que estás chiflado! - exclamó Harrison -. ¿Qué te hace pensar que su intelecto pueda compararse con el humano?
- Muchas cosas. Primero la cuestión de la bestia de las pirámides. Él nunca había visto ninguna; por lo menos eso es lo que dijo sin embargo, la reconoció como un autómata de silicio.
- Puede haber oído hablar de él - objetó Harrison -. Ya sabes que él vive por aquí cerca.
- ¿Y qué me dices respecto al lenguaje? Yo no pude formarme ni la menor idea del suyo y él, en cambio, aprendió seis o siete palabras del mío. ¿Y os dais cuenta de las ideas tan complejas que supo enunciar sirviéndose simplemente de seis o siete de esas palabras? El monstruo de las pirámides, la bestia de los sueños... En una sola frase me dijo que uno era un autómata inofensivo y el otro un poderosísimo hipnotizador. ¿Qué opináis de eso?
- ¡Hum! - dijo el capitán.
- Todo lo «hum» que quieras, pero, ¿podrías haber hecho eso sabiendo sólo seis palabras de inglés? ¿Podrías haber conseguido incluso más, como lo consiguió Tweel, y decirme que otra criatura era de una especie de inteligencia tan diferente de la nuestra, que la comprensión resultaba imposible, mucho más imposible que entre Tweel y yo?
- ¿A qué clase de criaturas te refieres?
- Eso vendrá más tarde. Lo que quiero recalcar es que Tweel y su raza son merecedores de nuestra amistad. En algún sitio de Marte, ya veréis como tengo razón, hay una civilización y una cultura semejantes a la nuestra, y la comunicación es posible entre ellos y nosotros; Tweel lo demuestra. Puede que eso exija años de pacientes ensayos, porque sus mentes nos resultan extrañas, pero menos extrañas que las mentes con que topé más tarde.... si son mentes.
- ¿A qué te refieres?
- A la gente que hay en las ciudades de barro a lo largo de los canales. - Jarvis frunció el ceño y continuó luego su narración -: Yo creía que la bestia de los sueños y el monstruo de silicio eran los seres más extraordinarios concebibles, pero estaba equivocado. Las criaturas a las que voy a referirme son todavía menos comprensibles que cualquiera de las otras dos, y desde luego mucho menos comprensibles que Tweel, con quien cabe la posibilidad de trabar amistad e incluso, a fuerza de paciencia y concentración, llegar a un intercambio de ideas.
»El caso es - prosiguió - que abandonamos a la moribunda bestia de los sueños, dejándola retirarse a su cubil, y avanzamos hacia el canal. El suelo estaba recubierto por una alfombra de aquellas raras hierbas andadoras que se apartaban a nuestro paso. Cuando llegamos a la orilla, vimos que por el canal fluía un débil hilo de agua amarilla. La ciudad de barro que había divisado desde el cohete estaba aproximadamente a unos dos kilómetros a la derecha y sentía curiosidad por echarle un vistazo.
»Ofrecía el aspecto de estar deshabitado, pero, por si había criaturas emboscadas con propósitos hostiles, Tweel y yo empuñábamos nuestras armas. Dicho sea de paso, la de Tweel era un artilugio interesante. La examiné después del episodio de la bestia de los sueños: disparaba una pequeña esquirla de cristal, envenenada supongo, y calculo que en un cargador había por lo menos cien proyectiles. La propulsión era a vapor, vapor puro y simple.
- ¿Vapor? - exclamó Putz -. ¿Qué clase de vapor?
- De agua, por supuesto. El cristal de la empuñadura transparentaba dos cámaras, una llena de agua y la otra de un líquido espeso y amarillento. Cuando Tweel apretaba la empuñadura, porque en realidad no había ningún gatillo o disparador, una gota de agua y una gota de aquella materia amarillenta penetraban en la cámara de combustión, y el agua se convertía en vapor. No es tan difícil; creo que podríamos utilizar el mismo principio. El ácido sulfúrico concentrado calentaría el agua casi hasta el punto de ebullición, y lo mismo lo harían la cal viva, el potasio o el sodio...
»Naturalmente, su arma no tenía el alcance de la mía, pero no resultaba tan mala en este aire enrarecido. Además, contenía tantos proyectiles como una pistola de vaquero en una película del oeste y era eficaz, por lo menos contra la vida marciana. Yo la probé, disparando contra una de aquellas plantas extravagantes, y que me aspen si la planta no se marchitó y se desplomó. Por eso creo que las esquirlas de cristal estaban envenenadas.
»El caso es que seguimos andando hacia la ciudad de barro. Empezaba a preguntarme si los constructores de la ciudad serían los que habían excavado los canales. Señalé a la ciudad y luego al canal, pero Tweel dijo «No, no, no» y con un ademán señaló hacia el sur. Interpreté que con aquel gesto quería decir que era otra raza la que había creado el sistema de canales, quizá la gente de Tweel. No lo sé; tal vez haya otra raza inteligente en el planeta, o una docena. Marte es un raro pequeño mundo.
»A unos cien metros de la ciudad cruzamos una especie de carretera, una simple senda de barro apisonado y, sorpresa, vimos avanzar por ella a uno de los constructores de montecillos.
»¡Muchachos, cuesta trabajo hablar de seres tan fantásticos, parecía un barril trotando sobre cuatro patas. No tenía cabeza: el extremo superior del cuerpo era un diafragma tan tenso como la piel de un tambor. Amén de las patas el cuerpo, rodeado por completo de una hilera de ojos, proyectaba otros cuatro tentáculos.
»Y eso era todo. El extraño ser pasó como un rayo junto a nosotros empujando una carretilla. Ni siquiera advirtió nuestra presencia, aunque me pareció observar que sus ojos se modificaban un poco al pasar a nuestra altura.
»Un momento más tarde se acercó otro, empujando una carretilla vacía. Y luego un tercero, que también nos ignoró. Bueno, yo no iba a consentir que un montón de barriles jugando al tren me tratase con tal menosprecio, así que, cuando se acercó el cuarto, me planté en medio del camino, dispuesto a apartarme de un salto si aquella cosa no se paraba.
»Pero se detuvo y lanzó una especie de redoble. Yo extendí las manos y dije: «Somos amigos». ¿Y qué suponéis que hizo la cosa aquella?
- Imagino que responder: «Encantado de conocerlo» - sugirió Harrison.
- No me habría sorprendido más de haber hecho esto. Redobló sobre su diafragma y atronó de pronto: «Somos amigos». Y, sin más, empujó malignamente su carretilla contra mí. Me aparté de un salto y me quedé mirando como un estúpido a aquella cosa que se alejaba. Un minuto más tarde otro de aquellos barriles pasó a la carrera. No se detuvo, sino que simplemente redobló: «Somos amigos» y siguió corriendo. ¿Cómo había aprendido la frase? ¿Estaban todas aquellas criaturas comunicadas entre sí? ¿Eran todas ellas partes de algún organismo central? Lo ignoro, aunque creo que Tweel sí lo sabe.
»Como quiera que sea, las criaturas continuaban pasando junto a nosotros, cada una de ellas saludándonos con la misma frase. Llegó a ser cómico; nunca pensé encontrar tantísimos amigos en esta bola dejada de la mano de Dios. Finalmente miré a Tweel con un gesto de perplejidad; imagino que me comprendió, porque dijo: «Uno uno dos sí, dos dos cuatro, no». ¿Lo entendéis?
- Claro - dijo Harrison -. Debe tratarse de una rima infantil marciana.
- Nada de eso. Estaba ya acostumbrándome al simbolismo de Tweel e interpreté su declaración de esta manera: «Uno uno dos, sí»: las criaturas eran inteligentes; «Dos dos cuatro, no»: su inteligencia no era de nuestro tipo, sino algo distinto, más allá de la lógica del dos y dos son cuatro. Tal vez me equivoqué, tal vez había querido dar a entender que sus mentes eran de grado inferior, capaces de concebir las cosas simples, «uno uno dos, sí», pero no cosas más difíciles, «dos dos cuatro, no». Pero creo, por lo que vimos más tarde, que mi interpretación había sido correcta.
»Al cabo de pocos momentos, las criaturas volvieron corriendo. Traían ahora las carretillas llenas de piedras, arena, trozos de plantas gelatinosas y desperdicios por el estilo. Zumbaban sus amistosos saludos, que realmente no lo parecían tanto y seguían corriendo. Supuse que el cuarto era mi primer conocido y decidí tener otra charla con él, Me planté en su camino y aguardé.
»Se acercó lanzando su «somos amigos» y se detuvo. Me quedé mirándolo; cuatro o cinco de sus ojos se fijaron en mí. Probó otra vez su contraseña y dio un empujón a su carretilla, pero permanecí firme. Y entonces la repugnante criatura alargó uno de sus brazos y dos dedos que parecían pinzas me apretaron la nariz.
Harrison estalló en una salvaje risotada.
- Quizás esas cosas poseen un afinado sentido de la belleza - proclamó entusiasmado.
- Ríe todo cuanto quieras - gruñó Jarvis -. Yo había recibido ya un golpe en la nariz y la tenía escocida por la escarcha. No pude por menos que gritar un «¡ay!» de dolor y hacerme a un lado. La criatura siguió su camino, pero a partir de entonces el saludo de todas ellas fue «Somos amigos. Ay». ¡Extravagantes bestias!
»Tweel y yo seguimos la carretera. Esta se hundía simplemente en una abertura y bajaba como una vieja contramina. De un lado a otro pasaba a toda prisa la gente-barril, saludándonos con su eterna frase.
»Miré hacia el interior. En algún sitio, allá abajo, se divisaba un poco de luz y sentí curiosidad por verla. No parecía una antorcha, ya me comprendéis, sino que tenía el aspecto de una luz más civilizada y pensé que aquello podría proporcionarme una pista en cuanto al índice de desarrollo de aquellos seres. Así pues, entré y Tweel me siguió pisándome los talones, no sin antes proferir unos cuantos cloqueos y graznidos.
»La luz era curiosa. Chisporroteaba y resplandecía como un viejo arco voltaico, pero procedía de una sola varilla negra empotrara en la pared del corredor. Era eléctrica, sin duda alguna. Por lo visto, las criaturas estaban bastante civilizadas.
»Luego vi otra luz que lucía sobre algo resplandeciente y me acerqué a mirar, pero se trataba sólo de un montón de arena brillante. Me volví hacia la entrada para marcharme y creí que me la había tapado el diablo.
»Supuse que el corredor era curvo o que me había metido por un pasillo lateral, Desandé el camino en la dirección que intuí correcta y todo lo que encontré fueron más corredores sumidos en la penumbra. ¡Aquello era un laberinto! No había más que retorcidos pasillos que corrían en todas direcciones, alumbrados por alguna que otra luz. De vez en cuando pasaba una criatura corriendo, a veces con una carretilla, a veces sin ella.
»Al principio no me preocupé mucho, Tweel y yo sólo habíamos avanzado unos cuantos metros desde la entrada. Pero cada paso que dábamos parecía internarnos más y más en las profundidades. Finalmente decidí seguir a una de las criaturas que llevaba una carretilla vacía, pensando que ella tendría que salir en busca de sus materiales, pero la verdad era que corría sin rumbo de un pasillo a otro. Cuando empezó a dar vueltas alrededor de una de las pilastras como un danzarín japonés, me di por vencido, deposité mi tanque de agua en el suelo y me senté.
»Tweel estaba tan desconcertado como yo. Apunté hacia arriba y él dijo «No, no, no» en una especie de desvalido trino. Y no podíamos conseguir ninguna ayuda de los nativos; no nos prestaban atención en absoluto, excepto para asegurarnos que éramos amigos, ay.
»¡Cielos! No sé cuántas horas o cuántos días vagamos por allí. Me quedé dormido dos veces de puro agotamiento. En cuanto a Tweel, nunca parecía sentir esta necesidad. Tratamos de avanzar únicamente por los corredores que ascendían, pero la verdad es que tan pronto subían como se hundían en las profundidades. La temperatura en aquel maldito hormiguero era constante; no se podía distinguir el día de la noche y después de mi primer sueño no supe si había dormido una hora o trece, por lo cual no podía decir por mi reloj si era medianoche o mediodía.
»Vimos muchísimas cosas extrañas. Había máquinas que funcionaban en algunos de los corredores, pero no parecía que estuviesen haciendo nada, simplemente ruedas que giraban. Y en varias ocasiones vi a dos bestias-barriles con un pequeño creciendo entre ambas.
- ¡Partenogénesis! - se entusiasmó Leroy -. Partenogénesis por injertos como los tulipanes.
- Así será, si tú lo dices, franchute - convino Jarvis -. Aquellas cosas no nos prestaban la más mínima atención, excepto, como ya he dicho, para saludarnos. Parecían no tener ninguna clase de vida hogareña, sino que se limitaban a correr con sus carretillas y a traer desechos. Por fin descubrí lo que hacían con éstos.
»Acertamos a dar con un corredor que avanzaba hacia arriba largo trecho. Tenía el presentimiento de que debíamos de estar cerca de la superficie cuando, de pronto, el pasillo desemboca en una cámara abovedada, la única que habíamos visto. La verdad es que tuve ganas de ponerme a bailar cuando vi algo que se asemejaba a la luz del día a través de una rendija del techo.
»En aquella habitación había una especie de máquina, simplemente una enorme rueda que giraba con lentitud, Una de las criaturas estaba en aquel momento arrojando sus desechos bajo la rueda. Ésta los aplastó con un crujido -arena, piedras, plantas- convirtiéndolo todo en un polvo que voló hacia alguna parte. Mientras mirábamos, otros descargaban sus carretillas, repitiendo el proceso. Eso parecía ser todo. Aparentemente no había razón alguna para todo aquello, pero eso es característico de este chiflado planeta. Y aún presenciamos otro hecho si cabe más increíble.
»Una de las criaturas, después de haber arrojado su carga, apartó su carretilla a un lado y tranquilamente se arrojó ella misma bajo la rueda. Vi cómo era aplastada y me quedé tan estupefacto, que no pude exhalar el menor sonido. Pero un momento después otra la seguía. Hacían aquello de un modo perfectamente metódico; una de las criaturas sin carretilla se hizo cargo de la carretilla abandonada.
»Tweel no parecía sentirse sorprendido; le señalé al suicida siguiente, y se limitó a hacer el encogimiento de hombros más humano que pueda imaginarse, como si estuviera diciendo: «¿Qué puedo hacer respecto a eso?»
»Luego vi otra cosa más. En algún sitio más allá de la rueda había algo brillante sobre una especie de pedestal bajo. Me acerqué; era un cristal del tamaño aproximado de un huevo que resplandecía como el más fabuloso brillante. La luz que irradiaba me dio en las manos y en la cara casi como una descarga estática y entonces noté algo curiosísimo. ¿Recordáis aquella verruga que tenía en el pulgar izquierdo? ¡Mirad! - Jarvis extendió la mano -. Se secó y se desprendió, así, con esa sencillez. Y en cuanto a mi zarandeada nariz, el dolor desapareció como por ensalmo. Aquella cosa tenía la propiedad de fuertes rayos X o radiaciones gamma, sólo que en mayor proporción; destruía los tejidos enfermos y dejaba indemnes los sanos.
»Estaba pensando el regalo que sería llevar aquello a la madre Tierra cuando me interrumpió un gran alboroto. Retrocedimos al otro lado de la rueda con tiempo para ver cómo volcaba una de las carretillas. Por lo visto, algún suicida se había descuidado.
»De pronto las criaturas empezaron a zumbar y a redoblar alrededor de nosotros y su ruido era claramente amenazador. Un grupo avanzó hacia donde estábamos; retrocedimos por lo que creí que era el pasillo por donde habíamos entrado, y entonces se lanzaron detrás de nosotros, unos con sus carretillas, otros sin ellas. ¡Extravagantes brutos! Había todo un coro de «somos amigos, ay». No me gustaba el «ay»; era demasiado sugestivo.
»Tweel había sacado su pistola de cristal; yo me desprendí de mi tanque de agua para tener más libertad de movimientos Y saqué la mía. Retrocedimos corredor arriba con unas veinte bestias-barriles persiguiéndonos. Cosa rara: las que entraban con carretillas cargadas se movían a pocos centímetros de nosotros sin concedernos una mirada.
»Tweel debió de haberse fijado en eso. De pronto sacó aquel encendedor suyo de carbón al rojo y tocó una carretilla cargada de pedazos de plantas. ¡Bum! Toda la carga empezó a arder y la estúpida bestia siguió empujándola sin aflojar el paso. Pero de cualquier modo causó alguna perturbación entre nuestros «somos amigos», y luego noté que el humo subía y bajaba en remolinos junto a nosotros. Así descubrimos la entrada.
»Agarré a Tweel y nos precipitamos afuera, perseguidos por unas veinte bestias. La luz del día me pareció el paraíso, aunque noté en seguida que el Sol estaba a punto de ponerse. Mal síntoma, por que no podría sobrevivir sin mi saco térmico en una noche marciana. Las cosas iban empeorando rápidamente. Nos acorralaron en un ángulo entre dos montículos, y allí nos detuvimos. Ni yo ni Tweel habíamos disparado; no tenía objeto irritar a los brutos. Se detuvieron a corta distancia y empezaron sus zumbidos acerca de la amistad y de los ayes.
»Luego las cosas empeoraron aún más. Un barril acudió con una carretilla y todos la rodearon y se fueron apartando con puñados de dardos de cobre de unos tres centímetros de longitud y de aspecto bastante aguzado. Y de pronto uno de los dardos me pasó rozando la oreja. Había que disparar o morir.
»Durante algún tiempo lo hicimos bastante bien. Liquidamos a los que estaban más cerca de la carretilla y conseguimos reducir los dardos a un mínimo, pero de pronto hubo un tormentoso estruendo de «amigos» y «ayes» y todo un ejército salió de su cueva.
»Muchachos, estábamos atrapados y yo lo sabía. Luego caí en la cuenta de que Tweel no lo estaba. Podría haber dado un salto sobre el montículo que teníamos detrás como quien no quiere la cosa. ¡Se quedaba por mí!
»Me habría echado a llorar si hubiese tenido tiempo. Tweel me había sido simpático desde el principio, pero aún suponiendo que tuviese que estarme agradecido por haberlo salvado de la bestia de los sueños, ya había hecho bastante por mí, ¿no? Lo agarré por el brazo y dije «Tweel» y señalé arriba, y él comprendió. Dijo «No, no, Dick» y avanzó con su pistola de cristal.
»¿Qué podía hacer yo? De cualquier modo me quedaría convertido en un témpano cuando se pusiera el sol, pero aquello no podría explicárselo. Dije: «Gracias, Tweel. Eres todo un hombre». Y sentí que no le estaba haciendo ninguna clase de cumplido. ¡Un hombre!
»Hay pocos hombres con suficientes agallas para hacer lo que él estaba haciendo.
»Así pues, empezamos a disparar con nuestras respectivas pistolas y los barriles no dejaban de lanzar dardos y acercarse a nosotros proclamando que éramos amigos. Yo había renunciado a toda esperanza. Pero de pronto un ángel descendió del cielo en forma de Putz y con sus cohetes inferiores hizo añicos a los barriles.
»Lancé un grito y me precipité hacia el cohete; Putz abrió la puerta y entré, riendo, llorando y gritando. Sólo al cabo de un momento me acordé de Tweel; miré en torno con el tiempo suficiente para verlo alzarse en uno de sus vuelos en picado por encima del montículo y alejarse.
»Tuve una larga discusión con Putz para que lo siguiera. Pero cuando el cohete se elevó, la oscuridad ya había descendido; ya sabéis como llega aquí: como cuando se apaga una luz. Volamos sobre el desierto y descendimos a ras de suelo un par de veces. No logramos encontrarlo; él podía viajar como el viento y todo lo que conseguí o que me imaginé conseguir a las llamadas que lancé fue un débil trino, un gorjeo que llegaba del sur. Tweel se había ido y ¡que me aspen, me gustaría que no lo hubiese hecho!
Los cuatro hombres del Ares se quedaron silenciosos, incluso el sarcástico Harrison. Por último, el bajito Leroy rompió el silencio:
- Me gustaría ver todo eso - murmuró.
- Sí - dijo Harrison -. Y el curaverrugas. Una lástima que Io perdieras; podría tratarse de la cura del cáncer que la humanidad lleva esperando desde hace siglo y medio.
- ¡Oh, en cuanto a eso...! - Masculló Jarvis sombríamente -. Fue por lo que empezó la pelea. - Se sacó de un bolsillo un objeto resplandeciente -: Aquí está.
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FIN
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Ana María Shua - OCTAVIO, EL INVASOR
Estaba preparado para la violencia aterradora de la luz y el sonido, pero no para la presión, la brutal presión de la atmósfera sumada a la gravedad terrestre, ejerciéndose sobre ese cuerpo tan distinto del suyo, cuyas reacciones no había aprendido todavía a controlar. Un cuerpo desconocido en un mundo desconocido. Ahora, cuando después del dolor y de la angustia del pasaje, esperaba encontrar alguna forma de alivio, todo el horror de la situación se le hacía presente.
Sólo las penosas sensaciones de la transmigración podían compararse a lo que acababa de pasar, pero después de aquella experiencia había tenido unos meses de descanso, casi podría decirse de convalecencia, en una oscuridad cálida adonde los sonidos y la luz llegan muy amortiguados y el líquido en el que flotaba atenuaba la gravedad del planeta. Sintió frío, sintió un malestar profundo, se sintió transportado de un lado a otro, sintió que su cuerpo necesitaba desesperadamente oxígeno, pero ¿cómo y dónde obtenerlo? Un alarido se le escapó de la boca, y supo que algo se expandía en su interior, un ingenioso mecanismo automático que le permitiría utilizar el oxígeno del aire para sobrevivir.
- Varón - dijo la partera -. Un varoncito sano y hermoso, señora.
- ¿Cómo lo va a llamar? - dijo el obstetra.
- Octavio - contestó la mujer, agotada por el esfuerzo y colmada de esa pura felicidad física que sólo puede proporcionar la interrupción brusca del dolor.
Octavio descubrió, como una circunstancia más del horror en el que se encontraba inmerso, que era incapaz de organizar en percepción sus sensaciones: debía haber voces humanas, pero no podía distinguirlas en la masa indiferenciada de sonidos que lo asfixiaba, otra vez se sintió transportado, algo o alguien lo tocaba y movía partes de su cuerpo, la luz lo dañaba. De pronto lo alzaron por el aire para depositarlo sobre algo tibio y blando. Dejó de aullar: desde el interior de ese lugar cálido provenía, amortiguado, el ritmo acompasado, tranquilizador, que había oído durante su convaleciente espera. El terror disminuyó. Comenzó a sentirse inexplicablemente seguro, en paz. Allí estaba por fin, formando parte de las avanzadas, en este nuevo intento de invasión que, esta vez, no fracasaría. Tenía el deber de sentirse orgulloso, pero el cansancio luchó contra el orgullo hasta vencerlo: sobre el pecho de la hembra terrestre que creía ser su madre se quedó, por primera vez en este mundo, profundamente dormido.
Despertó un tiempo después. Se sentía más lúcido y comprendía que ninguna preparación previa podría haber sido suficiente para responder coherentemente a las brutales exigencias de ese cuerpo que habitaba y que sólo ahora, a partir del nacimiento, se imponían en toda su crudeza. Era Iógico que la transmigración no se hubiera intentado en especímenes adultos: el brusco cambio de conducta, la repentina torpeza en el manejo de su cuerpo, hubieran sido inmediatamente detectados por el enemigo.
Octavio había aprendido, antes de partir, el idioma que se hablaba en esa zona de la Tierra. O, al menos, sus principales rasgos. Porque recién ahora se daba cuenta de la diferencia entre la adquisición de una lengua en abstracto y su integración con los hechos biológicos y culturales en los que esa lengua se había constituido. La palabra «cabeza», por ejemplo, había comenzado a cobrar su verdadero sentido (o, al menos, uno de ellos), cuando la fuerza gigantesca que lo empujara hacia adelante lo había obligado a utilizar esa parte de su cuerpo, que latía aún dolorosamente, como ariete para abrirse paso por un conducto demasiado estrecho.
Recordó que otros como él habían sido destinados a las mismas coordenadas témporoespaciales. Se preguntó si algunos de sus poderes habrían sobrevivido a la transmigración y si serían capaces de utilizarlos. Consiguió enviar algunas débiles ondas telepáticas que obtuvieron respuesta inmediata: eran nueve y estaban allí, muy cerca de él y, como él, llenos de miedo, de dolor y de pena. Sería necesario esperar antes de empezar a organizarse para proseguir con sus planes. Su cuerpo volvió a agitarse y a temblar incontroladamente y Octavio lanzó un largo aullido al que sus compañeros respondieron: así, en ese lugar desconocido y terrible, lloraron juntos la nostalgia del planeta natal.
Dos enfermeras entraron en la nursery.
- Qué cosa - dijo la más joven. - Se larga a llorar uno y parece que los otros se contagian, en seguida se arma el coro.
- Vamos, apurate que hay que bañarlos a todos y llevarlos a las habitaciones - dijo la otra, que consideraba su trabajo monótono y mal pago y estaba harta de oír siempre los mismos comentarios.
Fue la más joven de las enfermeras la que llevó a Octavio, limpio y cambiado, hasta la habitación donde lo esperaba su madre.
- Toc toc, ¡buenos días, mamita! - dijo la enfermera, que era naturalmente simpática y cariñosa y sabía hacer valer sus cualidades a la hora de ganarse la propina.
Aunque sus sensaciones seguían constituyendo una masa informe y caótica, Octavio ya era capaz de reconocer aquéllas que se repetían y supo, entonces, que la mujer lo recibía en sus brazos. Pudo, incluso, desglosar el sonido de su voz de los demás ruidos ambientales. De acuerdo a sus instrucciones, Octavio debía lograr que se lo alimentara artificialmente: era preferible reducir a su mínima expresión el contacto físico con el enemigo.
- Miralo al muy vagoneta, no se quiere prender al pecho.
- Acordate que con Ale al principio pasó lo mismo, hay que tener paciencia. Avisá a la nursery que te lo dejen en la pieza. Si no, te lo llenan de suero glucosado y cuando lo traen ya no tiene hambre - dijo la abuela de Octavio.
En el sanatorio no aprobaban la práctica del rooming-in, que consistía en permitir que los bebés permanecieran con sus madres en lugar de ser remitidos a la nursery después de cada mamada. Hubo un pequeño forcejeo con la jefa de nurses hasta que se comprobó que existía la autorización expresa del pediatra. Octavio no estaba todavía en condiciones de enterarse de estos detalles y sólo supo que lo mantenían ahora muy lejos de sus compañeros, de los que le llegaba a veces, alguna remota vibración.
Cuando la dolorosa sensación que provenía del interior de su cuerpo se hizo intolerable, Octavio comenzó a gritar otra vez. Fue alzado por el aire hasta ese lugar cálido y mullido del que, a pesar de sus instrucciones, odiaba separarse. Y cuando algo le acarició la mejilla, no pudo evitar que su cabeza girara y sus labios se entreabrieran, desesperado, empezó a buscar frenéticamente alivio para la sensación quemante que le desgarraba las entrañas. Antes de darse cuenta de lo que hacía Octavio estaba succionando con avidez el pezón de su «madre». Odiándose a sí mismo, comprendió que toda su voluntad no lograría desprenderlo de la fuente de alivio, el cuerpo mismo de un ser humano. Las palabras «dulce» y «tibio» que, aprendidas en relación con los órganos que en su mundo organizaban la experiencia, le habían parecido términos simbólicos, se llenaban ahora de significado concreto. Tratando de persuadirse de que esa pequeña concesión en nada afectaría su misión, Octavio volvió a quedarse dormido.
Unos días después Octavio había logrado, mediante una penosa ejercitación, permanecer despierto algunas horas. Ya podía levantar la cabeza y enfocar durante algunos segundos la mirada, aunque los movimientos de sus apéndices eran todavía totalmente incoordinados. Mamaba regularmente cada tres horas. Reconocía las voces humanas y distinguía las palabras, aunque estaba lejos de haber aprehendido suficientes elementos de la cultura en la que estaba inmerso como para llegar a una comprensión cabal. Esperaba ansiosamente el momento en que sería capaz de una comunicación racional con esa raza inferior a la que debía informar de sus planes de dominio, hacerles sentir su poder. Fue entonces cuando recibió el primer ataque.
Lo esperaba. Ya había intentado comunicarse telepáticamente con él, sin obtener respuesta. Aparentemente el traidor había perdido parte de sus poderes o se negaba a utilizarlos. Como una descarga eléctrica, había sentido el contacto con esa masa roja de odio en movimiento. Lo llamaban Ale y también Alejandro, chiquito, nene, tesoro. Había formado parte de una de las tantas invasiones que fracasaron, hacía ya dos años, perdiéndose todo contacto con los que intervinieron en ella. Ale era un traidor a su mundo y a su causa: era lógico prever que trataría de librarse de él por cualquier medio.
Mientras la mujer estaba en el baño, Ale se apoyó en el moisés con toda la fuerza de su cuerpecito hasta volcarlo. Octavio fue despedido por el aire y golpeó con fuerza contra el piso, aullando de dolor. La mujer corrió hacia la habitación, gritando. Ale miraba espantado los magros resultados de su acción, que podía tener, en cambio, terribles consecuencias para su propia persona. Sin hacer caso dé él, la mujer alzó a Octavio y lo apretó suavemente contra su pecho, canturreando para calmarlo. Avergonzándose de sí mismo, Octavio respiró el olor de la mujer y lloró y lloró hasta lograr que le pusieran el pezón en la boca. Aunque no tenía hambre, mamó con ganas mientras el dolor desaparecía poco a poco. Para no volverse loco, Octavio trató de pensar en el momento en el que por fin llegaría a dominar la palabra, la palabra liberadora, el lenguaje que, fingiendo comunicarlo, serviría en cambio para establecer la necesaria distancia entre su cuerpo y ese otro en cuyo calor se complacía.
Frustrado en su intento de agresión directa y estrechamente vigilado por la mujer, el traidor tuvo que contentarse con expresar su hostilidad en forma más disimulada, con besos que se transformaban en mordiscos y caricias en las que se hacían sentir las uñas. Sus abrazos le produjeron en dos oportunidades un principio de asfixia. La segunda vez volvió a rescatarlo la intervención de la mujer: Alejandro se había acostado sobre él y con su pecho le aplastaba la boca y la nariz, impidiendo el paso del aire.
De algún modo, Octavio logró sobrevivir. Había aprendido mucho. Cuando entendió que se esperaba de él una respuesta a ciertos gestos, empezó a devolver las sonrisas, estirando la boca en una mueca vacía que los humanos festejaban como si estuviera colmada de sentido. La mujer lo sacaba a pasear en el cochecito y él levantaba la cabeza todo lo posible, apoyándose en los antebrazos, para observar el movimiento de las calles. Algo en su mirada debía llamar la atención, porque la gente se detenía para mirarlo y hacer comentarios.
- ¡Qué divino! - decían casi todos, y la palabra «divino», que hacía referencia a una fuerza desconocida y suprema, te parecía a Octavio peligrosamente reveladora: tal vez se estuviera descuidando en la ocultación de sus poderes.
- ¡Qué divino! - Insistía la gente.
- ¡Cómo levanta la cabecita! - Y cuando Octavio sonreía, añadían complacidos. - ¡Éste sí que no tiene problemas! - Octavio conocía ya las costumbres de la casa y la repetición de ciertos hábitos le daba una sensación de seguridad. Los ruidos violentos, en cambio, volvían a sumirlo en un terror descontrolado, retrotrayéndolo al dolor de la transmigración. Relegando sus intenciones ascéticas, Octavio no temía ya a entregarse a los placeres animales que le proponía su nuevo cuerpo. Le gustaba que lo introdujeran en agua tibia, que lo cambiaran, dejando al aire las zonas de su piel escaldadas por la orina, le gustaba mas que nada el contacto con la piel de la mujer. Poco a poco se hacía dueño de sus movimientos. Pero a pesar de sus esfuerzos por mantenerla viva, la feroz energía destructiva con la que había llegado a este mundo iba atenuándose junto con los recuerdos del planeta de origen.
Octavio se preguntaba si subsistían en toda su fuerza los poderes con que debía iniciar la conquista y que todavía no había llegado el momento de probar. Ale, era evidente, ya no los tenía: desde allí, y a causa de su traición, debían haberlo despojado de ellos. En varias oportunidades se encontró por la calle con otros invasores y se alegró de comprobar que aún eran capaces de responder a sus ondas telepáticas. No siempre, sin embargo, obtenía contestación, y una tarde de sol se encontró con un bebé de mayor tamaño, de sexo femenino, que rechazó con fuerza su aproximación mental.
En la casa había también un hombre, pero afortunadamente Octavio no se sentía físicamente atraído hacia él, como le sucedía con la mujer. El hombre permanecía menos tiempo en la casa y aunque lo sostenía frecuentemente en sus brazos, Octavio percibía un halo de hostilidad que emanaba de él y que por momentos se le hacía intolerable. Entonces lloraba con fuerza hasta que la mujer iba a buscarlo, enojada.
- ¡Cómo puede ser que a esta altura todavía no sepas tener a un bebe en brazos!
Un día, cuándo Octavio ya había logrado darse vuelta boca arriba a voluntad y asir algunos objetos con las manos torpemente, él y el hombre quedaron solos en la casa por primera vez, el hombre quiso cambiarlo, y Octavio consiguió emitir en el momento preciso un chorro de orina que mojó la cara de su padre.
El hombre trabajaba en una especie de depósito donde se almacenaban en grandes cantidades los papeles que los humanos utilizaban como medio de intercambio. Octavio comprobó que estos papeles eran también motivo de discusión entre el hombre y la mujer y, sin saber muy bien de qué se trataba, tomó el partido de ella. Ya había decidido que, cuando se completaran los Planes de invasión, la mujer, que tanto y tan estrechamente había colaborado con el invasor, merecería gozar de algún tipo de privilegio. No habría, en cambio, perdón para los traidores. A Octavio comenzaba a molestarle que la mujer alzara en brazos o alimentara a Alejandro y hubiera querido prevenirla contra él: un traidor es siempre peligroso, aún para el enemigo que lo ha aceptado entre sus huestes.
El pediatra estaba muy satisfecho con los progresos de Octavio, que había engordado y crecido razonablemente y ya podía permanecer unos segundos sentado sin apoyo.
- ¿Viste qué mirada tiene? A veces me parece que entiende todo - decía la mujer, que tenía mucha confianza con el médico y lo tuteaba.
- Estos bichos entienden más de lo que uno se imagina - contestaba el doctor, riendo. Y Octavio devolvía una sonrisa que ya no era sólo una mueca vacía.
Mamá destetó a Octavio a los siete meses y medio. Aunque ya tenía dos dientes y podía mascullar unas pocas sílabas sin sentido para los demás, Octavio seguía usando cada vez con más oportunidad y precisión su recurso preferido: el llanto. El destete no fue fácil porque el bebé parecía rechazar la comida sólida y no mostraba entusiasmo por el biberón. Octavio sabía que debía sentirse satisfecho de que un objeto de metal cargado de comida o una tetina de goma se interpusieran entre su cuerpo y el de la mujer, pero no encontraba en su interior ninguna fuente de alegría. Ahora podía permanecer mucho tiempo sentado y arrastrarse por el piso: pronto llegaría el gran momento en que lograría pronunciar su primera palabra, y se contentaba con soñar en el brusco viraje que se produciría entonces en sus relaciones con los humanos. Sin embargo, sus planes se le aparecían confusos, lejanos, y a veces su vida anterior le resultaba tan difícil de recordar como un sueño.
Aunque la presencia de la mujer no le era ahora imprescindible, ya que su alimentación no dependía de ella, su ausencia se le hacía cada vez más intolerable. Verla desaparecer detrás de una puerta sin saber cuándo volvería, le provocaba un dolor casi físico que Se expresaba en gritos agudos. A veces ella jugaba a las escondidas, tapándose la cara con un trapo y gritando, absurdamente: «¡No tá mamá, no tá!». Se destapaba después y volvía a gritar: «¡Acá tá mamá!». Octavio disimulaba con risas la angustia que le provocaba la desaparición de ese rostro que sabía, embargo, tan próximo.
Inesperadamente, al mismo tiempo que adquiría mayor dominio sobre su cuerpo, Octavio comenzó a padecer una secuela psíquica del Gran Viaje: los rostros humanos desconocidos lo asustaban. Trató de racionalizar su terror diciéndose que cada persona nueva que veía podía ser un enemigo al tanto de sus planes. Ese temor a los desconocidos produjo un cambio en sus relaciones con su familia terrestre. Ya no sentía la vieja y tranquilizadora mezcla de odio y desprecio por el Traidor, que a su vez parecía percibir la diferencia y lo besaba o lo acariciaba a veces sin utilizar sus muestras de cariño para un ataque. Octavio no quería confesarse hasta qué punto lo comprendía ahora, qué próximo se sentía a él. Cuando la mujer, que había empezado a trabajar fuera de la casa, salía por algunas horas dejándolos al cuidado de otra persona, Ale y Octavio se sentían extrañamente solidarios en su pena. Octavio había llegado al extremo de aceptar con placer que el hombre lo tuviera en sus brazos, pronunciando extraños sonidos que no pertenecían a ningún idioma terrestre, como si buscara algún lenguaje que pudiera aproximarlos.
Y por fin, llegó la palabra. La primera palabra, la utilizó con éxito para llamar a su lado a la mujer que estaba en la cocina, Octavio había dicho «Mamá» y ya era para entonces completamente humano, una vez más, la milenaria, la infinita invasión, había fracasado.
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FIN
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Julio de Miguel - EL OBSERVADOR
Rheim se sentía triste y, curiosamente, solo. Hacía mucho tiempo que no tenía ninguna compañía, pero ahora su tarea había terminado. Rheim era, había sido hasta entonces, el "Observador de la Nueva Humanidad". Los suyos le habían designado antes de irse hacia los límites de la estrellas.
Los antepasados de Rheim fueron humanos, los últimos humanos de su estirpe, una estirpe que se extinguió hace algunos años, hace algunos miles de millones de años... Lo aprendió en su infancia.
Siguiendo el curso evolutivo de la vida sobre la Tierra, la raza humana se convirtió en la especie predominante del planeta. Poco a poco fue desarrollando su inteligencia y tecnología. Su dominio sobre el planeta se fue haciendo cada vez más patente. Muchas veces las cosas se escaparon de las manos de los hombres, pero nunca había sido irremediable, pues hasta entonces nunca habían tenido demasiado poder. Al ir adquiriendo más capacidad, sus equivocaciones se fueron haciendo importantes. Se tomaban medidas para evitarlas, aunque se seguían teniendo fallos, algunos cruciales..., el último irreparable.
Con fundadas esperanzas se iniciaba la exploración espacial, cuando en la Tierra la máquina de la guerra fue puesta en marcha. Se tenía tanto miedo a que esto ocurriese... Se habían tomado tantas precauciones para evitarlo... Un error desencadenó todo. Una secuencia de errores que era imposible que sucediesen. Pero sucedieron. Se vaciaron los arsenales sin que nadie, casi nadie supiese por qué.
Cuando esto pasaba, los antepasados de Rheim vivían bajo el mar. Eran una comunidad de científicos que pretendían demostrar que su colonia submarina era totalmente autosuficiente. Una experiencia piloto. Un experimento de insospechados resultados.
Las consecuencias de la catástrofe se notaron más tarde bajo el mar y la colonia tuvo algún tiempo para prepararse. Fue difícil, pero sobrevivieron. Fueron los únicos.
Poco a poco la erosión fue borrando toda huella de vida. Los restos orgánicos desaparecieron primero. Las construcciones humanas tardaron muchos años más, pero ya el tiempo no tenía importancia.
Los científicos de la colonia se preocuparon primordialmente de su propia supervivencia, que fue muy incierta durante los primeros años. Cuando ésta estuvo asegurada estudiaron el futuro del planeta, pues tenían consciencia de ser los únicos seres vivos sobre él. Tomaron la difícil decisión de progresar sin intervenir en los procesos que acontecerían en la Tierra. No la repoblarían, dejarían que la vida volviese a surgir por sí sola. Ni ellos, ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos lo verían, pero sus descendientes serían testigos de un fenómeno que siempre había suscitado la curiosidad humana. Su nueva tarea consistía ahora en prepararse para la aparición de la vida y seguir su posterior evolución.
La radioactividad fue desapareciendo. La superficie de la Tierra cambió notablemente de aspecto. Las lluvias fueron arrastrando todo tipo de materia al mar, convirtiendo la superficie terrestre en un yermo desierto y el mar en un oscuro y espeso líquido. Las reacciones químicas que proliferaban en su interior fueron produciendo moléculas de complejidad creciente y, mucho tiempo después, (si Oparin y Haldane hubiesen podido verlo...) las primeras protocélulas comenzaron a reproducirse. La vida apareció y evolucionó siguiendo los pasos que marcaba la historia con curiosa exactitud.
Los descendientes de los científicos no se sorprendieron demasiado, pues las condiciones habían vuelto a ser casi las mismas y la evolución siguió cursos parecidos. Tanto es así que la especie predominante volvió a ser humanoide.
Para entonces Rheim ocupaba ya su puesto de observador. Su propia raza había evolucionado mucho, dominaron la ciencia, vencieron la enfermedad y aprendieron a prescindir de la materia. Ahora los humanos de la estirpe de Rheim eran energía pura y se expandían por un universo sin límites para ellos.
En la vieja Tierra sólo quedó Rheim. El vio evolucionar la vida, asistió al nacimiento de estos nuevos seres humanos (¡tan parecidos a los anteriores!), orgullosos de sí mismos, convencidos de su perfección... Vio cómo progresaban, cómo sucumbían a la tentación de la guerra y vio cómo una vez más caían en los mismos errores que les llevaron a la destrucción total.
Rheim tuvo tentaciones de actuar para evitarlo, pero no lo hizo. Su deber era observar sin intervenir. Además no hubiera servido de nada.
El Sol, la fuente de la vida en el planeta, llegaba al fin de su ciclo. El hidrógeno se agotaba en favor del helio. La temperatura del núcleo alcanzaba valores que fundían la misma estrella, calcinando toda su cohorte de planetas y con ellos las esperanzas de los supervivientes de la Tierra. El Sol se convertía en una "gigante roja" que haría las delicias de quién pudiese observarlo desde lejanos cielos.
Rheim se sentía solo. Había sido testigo del fin de una civilización. Los resultados habían sido comunicados. Su trabajo había terminado.
Hacía mucho tiempo que sabía lo que haría en estos momentos. Si él había estado observando cómo se desarrollaba la vida en la Tierra, bien podría haber existido una raza anterior que les hubiese investigado a ellos. Una raza que como ellos hubiese tenido su origen evolutivo en la Tierra, pero que se hubiese desarrollado en su plenitud fuera de los límites materiales. Una raza que les llevaba miles de millones de años de adelanto y de la que tendría mucho que aprender.
En su mente resonaban unos versos que no recordaba haber aprendido:
"Todo lo que es, ya ha sido.
Todo lo que ha sido, será.
Todo lo que será, ya fue." (1)
Rheim emprendió su búsqueda sabiendo que tenía toda la eternidad por delante.
(1) Del Eclesiastés.
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FIN
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Walter M. Miller - CANTICO POR LEIBOWITZ
El hermano Francis Gerard de Utah nunca hubiese encontrado el documento sagrado si el peregrino del taparrabos no se le hubiera aparecido de pronto en el desierto, donde el joven monje proseguía su ayuno de cuaresma. El hermano Francis nunca había visto un peregrino con taparrabos, pero le bastó una ojeada para descubrir que el personaje parecía realmente auténtico. Era un viejo alto y delgado con báculo, sombrero de paja y una barba revuelta, manchada de amarillo en el mentón. Caminaba cojeando y llevaba un odre pequeño a la espalda. El taparrabos -su única vestimenta, junto con el sombrero y las sandalias- era un andrajo sucio de arpillera.
El peregrino venía arrastrando los pies por la senda quebrada del norte -silbando desafinadamente- y parecía encaminarse a Abadía de los Hermanos de Leibowitz, diez kilómetros al sur. El peregrino y el monje se vieron través de una extensión de antiguos escombros. El peregrino dejo de silbar y miró con curiosidad. El monje, sujeto a las reglas de silencio y soledad de los días de cuaresma, apartó rápidamente ojos y continuó con su trabajo: la construcción de un muro piedras para proteger de los lobos su habitación provisional. Muy debilitado luego de una dieta: diez días de frutas de cactos, sintió que la cabeza le daba vueltas y que en el paisaje tembloroso bailaban unas manchas negras. Pensó en un momento si la barbuda aparición no seria un espejismo causado por el hambre, pero al cabo de un rato el peregrino lo llamó animadamente, con una voz agradable y melodiosa:
- ¡Olla allay!
La regla del silencio prohibía cualquier respuesta, y el hermano Francis se contentó con sonreír tímidamente mirando el suelo.
- ¿Este camino lleva a la abadía? preguntó el caminante.
El novicio asintió con un movimiento de cabeza, y extendió la mano para tomar una piedra blanca que parecía un trozo de tiza. El peregrino se adelantó entre los escombros.
- ¿Qué hace con esas piedras? - preguntó.
El monje se arrodilló y escribió rápidamente en una piedra grande y chata: soledad y silencio. Así si el peregrino sabía leer -lo que era improbable de acuerdo con las estadísticas- podría comprender que su sola presencia era para el penitente ocasión de pecado y le haría el favor de retirarse en paz.
- Oh bien - dijo el peregrino. Se quedo quieto un momento mirando alrededor hasta que al fin golpeó una piedra grande con el báculo Esta parece adecuada recomendó, amablemente, y luego dijo: - Bien, buena suerte. Y que encuentre la Voz que busca. - El hermano Francis no entendió en seguida que el extraño había querido decir "Voz", con una V mayúscula, y supuso que el viejo lo había tomado por sordomudo. Echó otra mirada al peregrino que se alejaba silbando, se apresuró a bendecirlo en silencio deseándole buen viaje, y volvió a su trabajo con las piedras. Estaba preparando un refugio del tamaño de un ataúd para poder dormir de noche sin ofrecer un buen bocado a los lobos.
Un rebaño celeste de cúmulos que iba a dejar caer sus húmedas bendiciones en la montaña, luego de haber tentado cruelmente al desierto, protegió un instante al monje de los rayos ardientes del sol. El hermano Francis se apresuró a terminar el trabajo, puntuando todos sus movimientos con oraciones susurradas que solicitaban la certidumbre de una vocación segura, pues ésta era la meta a la que esperaba llegar mientras ayunaba en el desierto.
Al fin alzó la roca que le había sugerido el peregrino.
El color encendido se le fue de la cara. Dio un paso atrás y dejó caer la piedra como si hubiera dejado al descubierto un nido de serpientes.
Una caja de metal oxidada asomaba entre los escombros... sólo una caja de metal oxidada.
El monje se acercó a la caja curiosamente, y se detuvo. Había cosas que luego eran Cosas. Se persignó rápidamente, y murmuró una breve oración en latín. Fortificado de este modo, le habló directamente a la caja.
- ¡Apage, Satanás!
Amenazó a la caja con el pesado crucifijo de su rosario.
- ¡Desaparece, oh Vil Seductor!
Sacó subrepticiamente de entre las ropas un minúsculo hisopo y roció la caja con agua bendita antes que ésta reaccionase.
- Si eres una criatura del demonio, ¡vete!
La caja no mostró signos de querer desaparecer, y no estalló tampoco, ni se fundió, ni exudó líquidos blasfemos. No se movió de su sitio, y dejó que el viento del desierto evaporase las gotitas santificantes.
- Así sea - dijo el hermano, y se arrodilló para extraer la caja.
Sentado entre los escombros, pasó casi una hora tratando de abrirla, empleando una piedra como martillo. Se le ocurrió que una reliquia arqueológica semejante -pues era obviamente eso- podía ser un signo que le enviaba el cielo para confirmarle su vocación. En seguida, sin embargo, apartó ese pensamiento, recordando que el abate le había advertido seriamente contra toda esperanza de una revelación personal de naturaleza espectacular. En verdad, había dejado la abadía para ayunar y hacer penitencia durante cuarenta días esperando ser recompensado con un llamado a tomar las Santas Ordenes; pero esperar una visión o una voz que gritase: "Francis, ¿dónde estás?" hubiese sido una vana presunción. Demasiados novicios volvían de las vigilias del desierto con historias de premoniciones, signos y visiones celestes y el buen abate había tenido adoptar una firme política en relación con estos pretendidos milagros. Sólo el Vaticano estaba autorizado a decidir la autenticidad de hechos semejantes. "Una insolación no es indicación suficiente de que estéis preparados para tomar los solemnes votos la orden" había gruñido. Y cierto en verdad que los llamados del cielo llegaban sólo raramente por otros medios el oído interior, como la coagulación gradual de una certidumbre interior.
Sin embargo, el hermano Francis no podía impedir que sus manos tocaran la caja con todo respeto posible, mientras la golpeaba.
La caja se abrió de pronto, derramando parte del contenido y el monje se quedó mirando largo rato sin atreverse a tocar sintiendo que un escalofrío le corría la médula. ¡La Antigüedad misma iba a revelársele! Apasionado de la arqueología, apenas se atrevía a aceptar el testimonio de su vista fatigada. El hermano Jeris enfermaría de envidia, dijo, pero se arrepintió enseguida de este pensamiento poco caritativo y agradeció al Cielo haber encontrado un tesoro semejante.
Al fin tocó cautelosamente los objetos, ordenándolos en grupos. Merced a sus estudios era capaz de reconocer un destornillador -instrumento usado en otro tiempo para introducir en la madera trozos fileteados de metal- y un par de pinzas, con hojas no mayores que una uña, pero bastante fuertes como para cortar metales blandos, o huesos. Había también una herramienta rara con un mango podrido de madera y una pesada cabeza de cobre a la que se habían adherido unas escamas de plomo; pero el monje no pudo reconocerla. Lo mismo le ocurrió con un panecillo toroidal de una materia gomosa y negra, demasiado deteriorada por los siglos. La caja contenía además trozos raros de metal, vidrio roto, y algunas de esas cosas minúsculas, tubulares, de bigotes metálicos, preciados amuletos para los paganos de las montañas, pero que de acuerdo con la opinión de algunos arqueólogos eran restos de la legendaria machina analítica, supuestamente anterior al Diluvio de Fuego.
El hermano Francis examinó cuidadosamente estos y otros objetos y los fue poniendo en la piedra chata. Había dejado los documentos para el final. Los documentos, como siempre, eran lo más valioso, pues muy pocos papeles habían sobrevivido a los furiosos incendios de la Edad de la simplificación, cuando aún los textos sagrados se habían retorcido y ennegrecido transformándose en humo y cenizas mientras las multitudes ignorantes clamaban venganza.
En la caja había dos grandes documentos plegados y tres notas manuscritas. El papel era en todos frágil y reseco, y el hermano Francis los tocó muy suavemente protegiéndolos del viento con sus vestiduras. Apenas podían leerse, y estaban redactados en inglés antediluviano, esa lengua que ahora sólo se usaba, junto con el latín, en los monasterios y en los ritos litúrgicos. El hermano Francis los descifró lentamente, reconociendo las palabras, pero sin entender muy bien su significado. Una nota decía: 1 kilo de salchichón, una lata de kraut para Emma. La otra ordenaba: No olvidar el formulario 1040 para la declaración de impuestos. La nota tercera era sólo una columna de números con un total señalado con un círculo, al que se le había restado otra cantidad, luego seguía un tanto por ciento y la palabra ¡maldición! De todo el hermano Francis no pudo deducir nada, salvo verificar la aritmética, que era correcta.
De los dos papeles más grandes, uno era un rollo muy apretado que se deshizo en pedazos cuando el monje trató de abrirlo; pudo descubrir las palabras CARRERAS DEL HIPODROMO DE, y nada más. Dejó el documento en la caja para restaurarlo más tarde. El otro documento mayor era un papel doblado, con los pliegues tan quebradizos que el monje tuvo que contentarse con apartar cuidadosamente las hojas y espiar entre ellas.
Un diagrama… ¡una red de líneas blancas en papel oscuro!
El monje sintió otra vez el escalofrío en la médula. Era un plano, esa clase cada vez más rara de documentos antiguos tan apreciada por los estudiosos de la antigüedad, y también tan difícil de descifrar.
Y como si el hallazgo solo no fuese una bendición, entre las palabras escritas en un rectángulo, en la parte inferior del documento, estaba el nombre del fundador de su orden: ¡el bienaventurado Leibowitz en persona!
El monje estaba tan contento que movía desordenadamente las manos, y parecía que en cualquier momento fuese a desgarrar el papel. Recordó las últimas palabras del peregrino: "Que encuentre la Voz que busca." La Voz realmente, con una V mayúscula y formada por las alas de una paloma que descendía, e iluminada con tres colores sobre un fondo de oro. V como en Vere dignum y en Vidi aquam, palabras que encabezaban una página en el misal. V, vio el hermano Francis muy claramente, como en Vocación.
Echó otra mirada para asegurarse de que era así, y murmuró:
- Beate Leibowitz, ora pro me. Sancte Leibowitz, exaudi me...
Esta última invocación era en realidad un poco atrevida, ya que el fundador de la orden aún no había sido canonizado santo.
Olvidando las advertencias del abad, el hermano Francis se puso rápidamente de pie y miró hacia el sur por encima de los resplandecientes terrenos, en la dirección que había tomado el peregrino del taparrabos. Pero el hombre había desaparecido hacía rato. Seguramente un ángel de Dios, si no el bendito Leibowitz en persona, ¿pues no había revelado la presencia del milagroso tesoro señalando la roca, indicándole que la sacase de allí, y murmurando aquella despedida profética?
El hermano Francis se quedó de pie sumido en sus meditaciones, hasta que el sol manchó de rojo las montañas y la noche amenazó con sus sombras. Al fin se movió y se acordó de los lobos, El milagro de la caja no lo amparaba probablemente contra el ataque de las bestias, y se apresuró a terminar el refugio antes que la oscuridad cayera en el desierto. Cuando aparecieron las estrellas, reanimó el fuego y recogió en los cactos vecinos las menudas bayas violáceas que eran su único alimento, excepto el puñado de granos de trigo que le traía cada sábado un sacerdote. El hermano Francis se sorprendía a menudo mirando ávidamente los lagartos que se escurrían entre las rocas, y su sueño era perturbado por pesadillas de gula.
Pero esta noche el hambre le perturbaba menos que la impaciente necesidad de volver corriendo a la abadía y anunciar a la hermandad el maravilloso hallazgo. Esto, por supuesto, era imposible. Vocación o no, tenía que quedarse allí hasta el fin del ayuno... y continuar como si no hubiese ocurrido nada extraordinario.
Una catedral se alzara en este sitio, pensó soñadoramente mientras se sentaba junto al fuego. Ya casi la veía, sobre las ruinas de la antigua ciudad, con sus magníficos campanarios, visibles desde varios kilómetros a la redonda.
Pero las catedrales eran para multitudes humanas. En el desierto, en cambio, sólo vivían cazadores solitarios, y los monjes de la abadía. Imaginó un santuario, y atractivas columnas de peregrinos vestidos con un taparrabos... El hermano Francis cerró los ojos y se quedó dormido. Cuando despertó el fuego era sólo unos tizones rojos. Había algo raro en la noche. ¿Estaba completamente solo? Parpadeó en la oscuridad, mirando.
Del otro lado de las brasas rojas el lobo negro le devolvió la mirada. El monje ahogó un grito y corrió a esconderse a su refugio.
El grito, decidió mientras se tendía temblando en el ataúd de piedra, no había sido realmente una infracción a la regla del silencio. Apretó la caja de metal contra el pecho y rogó que los días de ayuno pasaran rápidamente. Mientras, unas patas con garras rascaban las piedras del refugio.
Todas las noches los lobos rondaban así alrededor del campamento, aullando en las tinieblas. Los días eran ardientes pesadillas de hambre, calor, y sol abrasador. El monje se pasaba esas horas rezando y recogiendo leña, tratando de dominar su impaciencia mientras esperaba el mediodía del domingo santo, el fin de la cuaresma y el ayuno.
Cuando ese día llegó al fin, el hermano Francis descubrió que se sentía demasiado cansado para festejar el acontecimiento. Preparó sus alforjas, se echó el capuchón sobre la cabeza para preservarla de los rayos del sol, y se puso en camino con la preciosa caja bajo el brazo.
Quince kilos más liviano y mucho más débil que el miércoles de ceniza, recorrió tambaleándose los diez kilómetros que llevaban a la abadía, y al fin cayó exhausto a sus puertas. Los hermanos que lo recogieron y lo bañaron y lo afeitaron y le untaron con aceites los resecos tejidos informaron que el hermano Francis hablaba continuamente en su delirio de una aparición con taparrabos de arpillera, llamándolo a veces un ángel y otras un santo, e invocando frecuentemente el nombre de Leibowitz y agradeciéndole la revelación de unas sagradas reliquias y el programa de un hipódromo.
Estas noticias corrieron de boca en boca por la congregación monástica y pronto llegaron a oídos del abad, que frunció el ceño inmediatamente y apretó las mandíbulas.
- Tráiganlo - ordenó el noble sacerdote en un tono que puso en fuga al informante.
El abad caminó de un lado a otro, dominando su ira. No se oponía a los milagros, ciertamente, cuando se los investigaba, certificaba y sellaba de acuerdo con todas las normas y prescripciones, pues los milagros -aunque siempre incompatibles con la eficiencia administrativa, y el abad era tanto administrador como sacerdote- eran los fundamentos mismos de la fe. Pero el año anterior el hermano Noyen se había presentado con una nariz de ahorcado milagrosa, y el año anterior a ése el hermano Smirnov se había curado misteriosamente un ataque de gota luego de tocar una supuesta reliquia del beato Leibowitz, y el otro año... ¡Uf! Los incidentes habían sido demasiado numerosos y demasiado desagradables. Desde la beatificación de Leibowitz, estos jóvenes tontos se pasaban los días olfateando migajas de milagros como perritos falderos que viven escarbando desperdicios en el patio de atrás del Cielo.
Era comprensible, pero también intolerable. Toda orden monástica desea vivamente sin duda la canonización de su fundador, y se entusiasma con cualquier prueba que pueda servir a la causa. Pero el rebaño del abad no tenía sentido de las proporciones y a causa de aquella celosa búsqueda de milagros la Orden Albertiana de Leibowitz era ya motivo de risa en el Nuevo Vaticano. El abad estaba decidido a que se castigase físicamente la impetuosa e impertinente credulidad de todo propagador de milagros. Y si luego de ulteriores verificaciones se probaba que el milagro era auténtico, el don de gracia se pagarla con una penitencia.
Cuando el joven novicio llamó a la puerta, el abad habla alcanzado ya el estado deseado: un interior de expectación carnívora y un exterior benevolente.
- Adelante, hijo mío - murmuró con suavidad.
- ¿Me llamó?... - El novicio hizo una pausa, sonriendo satisfecho al ver la caja familiar sobre la mesa del abad. - ¿Me llamó usted, padre Juan?
- Sí... - El abad titubeó. - O quizá - continuó en un tono de alegría ácida - hubieses preferido que yo fuese a verte a ti, ya que eres ahora un personaje tan famoso.
El hermano Francis enrojeció y tartamudeó:
- ¡Oh, no, padre!
- Un muchacho de diecisiete años, y evidentemente un idiota.
- Así es, padre.
- ¿Cómo excusarás la terrible vanidad de creerte preparado para las Santas Ordenes?
- De ningún modo, mi venerable maestro. Mi pecado de orgullo no tiene perdón.
- ¡Y aún dices que tu pecado es tan grande que no tiene perdón. - rugió el abad -. ¡Tu vanidad no conoce limites!
- Cierto, padre. No soy más que un gusano.
El abad sonrió fríamente y recuperó su serenidad vigilante.
- Bien, ¿estás dispuesto entonces a retractarte de esas divagaciones febriles acerca de un ángel que te reveló esta... - el abate señaló despreciativamente la caja - ...esta pacotilla?
El hermano Francis se sobresaltó y cerró los ojos.
- Te... temo que no podré negarlo, mi maestro.
- ¿Qué?
- No puedo negar lo que vi, padre.
- ¿Sabes qué castigo te espera?
- Sí, padre.
- Entonces prepárate para recibirlo.
Con un suspiro resignado el novicio se recogió las ropas alrededor de la cintura y se inclinó sobre la mesa. El buen abad sacó de un cajón una dura regla de nogal y la dejó caer ruidosamente diez veces sobre el trasero del hermano Francis. A cada golpe el novicio agradecía con un ¡Deo gratias! esa lección de humildad.
- ¿Te retractas ahora? - preguntó el abad mientras se bajaba la manga.
- Padre, no puedo.
El sacerdote se volvió y se quedó callado un rato.
- Muy bien - dijo al fin concisamente -. Puedes irte. Pero no esperes profesar los votos este año.
El hermano Francis volvió llorando a su celda. Los otros novicios recibirían los hábitos monásticos, mientras que él tendría que esperar otro año... y ayunar otra vez entre los lobos del desierto, en busca de una vocación que ya se le había concedido enfáticamente. Sin embargo, a medida que pasaron las semanas, el novicio tuvo el consuelo de descubrir que el padre Juan no había estado enteramente acertado al llamar "pacotilla" al contenido de la caja. Las reliquias arqueológicas despertaron considerable interés entre los hermanos, y se empleó mucho tiempo en limpiar las herramientas, clasificarlas, en restaurar los documentos, y en tratar de descifrarlos. Hasta se murmuraba entre los novicios que el hermano Francis había descubierto unas verdaderas reliquias del beato Leibowitz, especialmente un documento que tenía esta leyenda:
LEIBOWITZ & HARDIN. En el plano se veían unas manchas castañas que podían ser sangre de Leibowitz o, como decía el abad, jugo de manzana. Pero había también una fecha, 1956, un Año de Gracia en que aún vivía probablemente el venerable Leibowitz, aunque esa vida estaba ahora desfigurada por la leyenda y el mito, y poco se sabía realmente.
Se decía que Dios, para probar a la humanidad, había encomendado a los hombres sabios de aquella época, entre ellos al beato Leibowitz, que perfeccionaran armas diabólicas y las pusieran en manos de los últimos faraones. Y cuando se encontró en posesión de esas armas el hombre destruyó la mayor parte de la civilización y casi toda la población del mundo en el curso de unas pocas semanas. Luego del Diluvio de Fuego vinieron las plagas, la locura, y las sangrientas revueltas de la Edad de la Simplificación, cuando los furiosos sobrevivientes se habían vuelto contra los políticos, los técnicos y los hombres sabios, y les habían arrancado los miembros, destruyendo a la vez todas las obras y archivos con noticias que podían llevar otra vez a la humanidad por el camino de la destrucción. Nada se había odiado tanto entonces como la palabra escrita, el hombre instruido. Durante este tiempo, precisamente, la palabra simple -que antes se había empleado para nombrar al hombre común- empezó a significar honesto, recto, virtuoso.
Para escapar a la legítima ira de los simples todavía vivos, muchos hombres de ciencia y otra gente docta habían corrido a refugiarse al único santuario que aún podía ofrecerles protección. La Santa Madre Iglesia los recibió con los brazos abiertos, los vistió con ropas de monjes, y los ocultó a las multitudes. Estas estratagemas no dieron siempre resultado. A menudo la multitud invadía los monasterios, quemaba los archivos y las escrituras sagradas, y colgaba a los sabios. Leibowitz se había refugiado entre los cisterianos, había profesado sus votos, y se había ordenado sacerdote. Al cabo de doce años se le permitió fundar una nueva orden monástica que llevaría el nombre de "los albertianos" en recuerdo de San Alberto el Grande, maestro de Aquino, y santo patrón de los hombres de ciencia. La nueva orden se dedicaría a la preservación del conocimiento, secular y sagrado, y los hermanos tenían la obligación de memorizar los libros y papeles que hubiesen podido escapar a la destrucción del mundo. Leibowitz fue identificado al fin como hombre de ciencia, y fue colgado de una horca ganando así el martirologio. La orden siguió viviendo, y cuando la posesión de textos escritos dejó de significar un peligro, muchos libros fueron reconstruidos de memoria. Pero como la memoria de los monjes era limitada, y pocos eran capaces de entender las ciencias físicas, se concedió prioridad a los textos sagrados, la historia, las ciencias sociales, y las humanidades. De todo el vasto repertorio de conocimientos humanos sólo quedó una pobre colección de manuscritos.
Ahora, luego de seis siglos de oscuridad, los monjes todavía preservaban estos textos, los estudiaban, los copiaban otra vez, y esperaban. No les importaba en absoluto que ese conocimiento que ellos conservaban fuese inútil, y en la mayoría de los casos incomprensible. El conocimiento estaba allí, y ellos tenían que conservarlo y transmitirlo, aunque la Edad de la Oscuridad se prolongas e otros diez mil años.
El hermano Francis Gerard Utah volvió al desierto al año siguiente, y ayunó otra vez en dad. Regresó otra vez a la abadía flaco y débil, y el abad le preguntó si pretendía aún haber tenido conferencias con miembros de la cofradía celestial, o estaba dispuesto a renunciar a su historia.
- No puedo negar lo que he visto, mi maestro - repitió el muchacho.
Otra vez lo castigó el abad en nombre de Cristo, y una vez más se postergó la profesión de votos. El documento había sido enviado a un seminario, para su estudio, luego de haberse sacado una copia. Sin embargo, el hermano Francis continuó siendo un novicio, y continuó soñando en el santuario que se construiría un día en el sitio de su descubrimiento.
- ¡Terco! - gritaba el abad -. Si el tonto peregrino de que habla este idiota venía hacia aquí, ¿como no lo vio nadie? Poco le costaría al abogado del diablo ganar este proceso. ¡Taparrabos de arpillera!
Esta historia de la arpillera había estado perturbando al abad, pues la tradición decía que cuando habían ahorcado a Leibowitz le habían cubierto la cabeza con un capuchón de arpillera.
El hermano Francis pasó siete años en el noviciado, y siete vigilias de cuaresma en el desierto. Al fin llegó a ser un experto en el arte de imitar aullidos de lobos, y a veces, de noche, en la abadía, divertía a la comunidad con sus imitaciones, atrayendo a la manada. Durante el día trabajaba en la cocina, fregaba los pisos de piedra, y estudiaba a los antiguos.
Pasaron los días y una tarde llegó un mensajero del seminario, montado en un asno, con buenas nuevas:
- Se ha descubierto - dijo - que los documentos encontrados aquí son realmente de la fecha indicada, y que el plano guarda cierta relación con las tareas del fundador de la orden. Se lo ha enviado al Vaticano, donde proseguirán los estudios.
- ¿Posiblemente una verdadera reliquia de Leibowitz, entonces? - preguntó el abad con calma.
Pero el mensajero no quiso comprometerse hasta ese extremo y se contentó con alzar una ceja.
- Se dice que Leibowitz era viudo en el tiempo de su ordenación. Si llegara a conocerse el nombre de su mujer...
El abad recordó la nota donde había un nombre de mujer y alzó también una ceja.
Poco después llamaba al hermano Francis.
- Muchacho - dijo el sacerdote son una sonrisa resplandeciente -, creo que ha llegado la hora de que profeses tus votos. Y he de felicitarte por tu paciencia y persistencia. No hablaremos más de tu... ah, encuentro con, ah, el vagabundo del desierto. Eres un buen hombre simple. Puedes arrodillarte para recibir mi bendición, si así lo deseas.
El hermano Francis suspiró y cayó hacia adelante, desmayado. El abad lo bendijo y lo revivió, y el monje pudo profesar al fin los solemnes votos de la Hermandad Albertiana de Leibowitz, prometiéndose pobreza perpetua, castidad, obediencia, y observancia de las reglas.
Poco más tarde el hermano Francis fue asignado a la sala de copistas, como aprendiz de un viejo monje llamado Horner. Era indudable que se pasaría allí el resto de sus días iluminando las páginas de los textos de álgebra con dibujos de hojas de olivo y mofletudos querubines.
- Si así lo deseas - le dijo el viejo Horner con su voz cascada -, puedes dedicar cinco horas semanales a un trabajo de tu elección, sujeto a aprobación previa, por supuesto. En caso contrario dedicarás esas horas a copiar la Summa Theologica y los fragmentos de la Encyclopedia Britannica que han llegado hasta nosotros.
El joven monje pensó un rato y al fin dijo:
- ¿Puedo emplear ese tiempo en hacer una hermosa copia del plano de Leibowitz?
El hermano Horner frunció el ceño.
- No sé, hijo mío... nuestro buen abad es un poco quisquilloso en este punto, así que temo...
El hermano Francis rogó y suplicó.
- Bueno, quizá - dijo el viejo de mala gana -. Es un trabajo que no llevará mucho tiempo... Te doy mi permiso.
El joven monje eligió el mejor de los pergaminos y pasó muchas semanas adobándolo, estirándolo y puliéndolo, hasta que obtuvo una superficie tersa y de una nívea blancura. Luego ocupó otras varias semanas en estudiar las copias del precioso documento en todos sus detalles, incluso las líneas y signos minúsculos de aquella complicada red de figuras geométricas y símbolos incomprensibles. Tanto estudió, que al fin fue capaz de ver toda la asombrosa complejidad del documento con los ojos cerrados. Las semanas siguientes fueron dedicadas a un concienzudo trabajo de investigación en la biblioteca del monasterio en busca de cualquier noticia que pudiese arrojar alguna luz sobre el significado del dibujo.
El hermano Jeris, un joven monje que trabajaba también en la sala de copias, y que se burlaba a menudo del hermano Francis y de las milagrosas apariciones en el desierto, sorprendió un día a su compañero en esta tarea.
- ¿Podría saberse - dijo mirando por encima del hombro del hermano Francis - qué significa eso de Sistema de Control Transistorial de la Unidad 6-B?
- El nombre de lo que está representado en el esquema, evidentemente - dijo el hermano Francis con un tono un poco seco. pues el hermano Jeris no había hecho más que leer en alta el título del documento.
- Claro - dijo Jeris -, pero y esquema, ¿qué representa?
- El sistema de control transistorial de la unidad 6-B por supuesto.
El hermano Jeris estalló en carcajada burlona y el hermano Francis se puso colorado.
- Pienso - dijo - que es un concepto abstracto, más que un objeto concreto. No se trata evidentemente de la imagen de un objeto, a no ser que la forma haya sido muy estilizada. De acuerdo con mi opinión, el Sistema de Control Transistorial es una abstracción trascendental.
- ¿Que pertenece a qué esfera de conocimiento? - preguntó Jens, sonriendo aún burlonamente.
- Bueno... - El hermano Francis hizo una pausa - Como el beato Leibowitz era un ingeniero electrónico antes de entrar en la religión, supongo que el concepto se aplica a ese arte perdido llamado electrónica.
- Así está escrito, ¿pero qué estudia la electrónica, hermano?
- Eso también está escrito. La electrónica estudia el Electrón, que una fuente fragmentaria define como una Torsión Negativa de Nada.
- Tu sutileza me asombra - dijo Jeris -. Explícame por favor, ¿como se niega la nada?
El hermano Francis enrojeció ligeramente y se retorció buscando una respuesta.
- De una negación de nada tiene que salir algo, supongo - continuó Jeris -. Así que el Electrón es una torsión de algo. A no ser que la negación se aplique a la torsión, y entonces tendríamos una negación distorsionada, ¿eh?
Jeris rió entre dientes:
- Qué listos eran esos antiguos. Opino que si persistes en tu trabajo, Francis, aprenderás a distorsionar una nada, y el Electrón vendrá a nosotros. ¿Dónde lo pondremos? ¿En el altar mayor?
- No lo sé - dijo Francis, muy tieso -. No sé cómo se fabricaba el Electrón, ni para qué servía. Pero estoy seguro de que existió alguna vez.
El joven iconoclasta rió y volvió a su trabajo. El incidente entristeció a Francis, pero no lo apartó de su tarea.
En la biblioteca habla escasa información acerca del arte perdido de Leibowitz. El hermano Francis concluyó pronto sus estudios, y empezó a preparar bocetos del plano. Como no entendía el significado del diagrama, se contentaría con una reproducción fiel, de líneas oscuras. Las letras y los números, sin embargo, serian de color, y más decorativas que los del plano. Y el texto encerrado en un rectángulo titulado DESCRIPCIÓN sería distribuido de un modo agradable por los márgenes del documento, en cintas y escudos sostenidos por palomas y querubines. Las líneas negras del diagrama serían también menos rígidas y austeras, pues imaginarla que representaban un enrejado y las decoraría con pámpanos y frutas de oro, y pájaros, y hasta quizá una astuta serpiente. En lo alto, un dibujo representarla simbólicamente la Santísima Trinidad, y al pie luciría el escudo de armas de la Orden Albertiana. El Sistema de Control Transistorial del beato Leibowitz seria así glorificado y atraería tanto a los ojos como al intelecto.
Cuando Francis terminó el boceto preliminar se lo mostró tímidamente al hermano Horner.
- Observo - dijo el viejo, un poco arrepentido - que el trabajo no será tan breve como yo había supuesto. Pero no importa... continúa. El boceto es hermoso, realmente hermoso.
- Gracias, hermano.
El viejo se inclinó y guiñó un ojo, confidencialmente.
- He oído decir que el proceso de canonización del beato Leibowitz ha adelantado bastante en estos últimos tiempos. Así que quizá a nuestro querido abad ya no le moleste tanto eso que tú sabes.
La noticia, por supuesto, fue muy festejada en toda la orden. La beatificación de Leibowitz era un hecho desde hacia tiempo, pero las formalidades de la canonización podían ocupar aún muchos años. Y siempre había la posibilidad que el Abogado del Diablo descubriera algún impedimento.
Luego de muchos meses, el hermano Francis se puso al fin a trabajar en el pergamino. Todo era difícil: los finos arabescos, las complicadas volutas, la tarea de aplicar las láminas de oro. Muy a menudo se le cansaban los ojos y tenía que interrumpir el trabajo durante semanas. Un solo error causado por la fatiga podía estropear la copia. Pero lentamente, dolorosamente, el antiguo diagrama fue adquiriendo una resplandeciente belleza. Los hermanos de la abadía se acercaban a mirar y murmuraban su admiración, y algunos hasta decían que la inspiración del hermano Francis probaba suficientemente que aquel documento tenía que haber pertenecido al beato Leibowitz.
Sin embargo, los comentarios del hermano Jeris eran siempre los mismos.
- No entiendo por qué no empleas tu tiempo en algo útil.
El escéptico monje había dedicado sus horas libres a fabricar pantallas pintadas de pergamino para las lámparas de petróleo de la capilla.
El hermano Horner, el viejo maestro copista, había caído enfermo. Al cabo de pocas semanas fue evidente que el bien amado monje no se levantaría más. El abate nombró al hermano Jeris como director de la sala de copistas.
En los primeros días de adviento se rezó la misa de difuntos, y los restos del viejo fueron devueltos a la tierra de origen. Al día siguiente el hermano Jeris informó al hermano Francis que era tiempo de dejar las niñerías y dedicarse a un trabajo de hombre. El monje, obedientemente, envolvió su precioso proyecto en pergamino, lo guardó en una caja madera, lo dejó en un estante se puso a fabricar lámparas para la capilla. No murmuró ninguna protesta, y se contentó con decirse que un día el alma del hermano Jeris seguiría al hermano Horner, iniciando así la vida de la que esta sala de copias no era más que el vestíbulo. Y luego, si Dios lo quería, él podría completar el amado documento.
La Providencia, sin embargo, intervino antes. En el verano siguiente, llegó a las puertas de la abadía un monseñor montado en un asno, con un largo séquito. El Nuevo Vaticano, anunció, lo había nombrado abogado de la canonización de Leibowitz, y venia a investigar todas las pruebas que pudiese proporcionar la abadía, incluso la presunta aparición del beato a un tal Francis Gerard de Utah.
El caballero fue calurosamente acogido, y se lo instaló en las habitaciones reservadas a los huéspedes prelados, con seis jóvenes monjes dispuestos a atender sus menores caprichos, que no eran muchos. Se abrieron botellas del mejor vino, se desplumaron las más gordas volátiles, y de noche una troupe de violinistas y clowns entretenía al abogado, que decía una y otra vez que la vida de la abadía tenía que seguir su curso.
Habían pasado tres días desde la llegada del prelado cuando el abad llamó al hermano Francis.
- Monsignor di Simone desea verte - dijo -. Si la imaginación se te desborda, muchacho, haremos de tus tripas cuerdas de violín, arrojaremos tu carne a los lobos, y enterraremos tus huesos en suelo no sagrado. Bien, ve ahora a ver al buen caballero.
El hermano Francis no necesitaba de tales advertencias. Luego de los delirios febriles que habían seguido a aquel ayuno, nunca había mencionado el encuentro en el desierto, excepto respondiendo a alguna pregunta, ni se había permitido ninguna especulación acerca de la identidad del peregrino. Que el incidente pudiera preocupar a la autoridad eclesiástica, lo asustaba un poco, y golpeó tímidamente la puerta de monseñor.
Esos temores, descubrió pronto, no tenían fundamento. Monseñor era un anciano de suaves modales que parecía amablemente interesado en la carrera del pequeño monje.
- Bien, háblame ahora de tu encuentro con nuestro bienaventurado fundador - dijo al cabo de algunas amenidades.
- Oh, pero yo nunca dije que fuera nuestro bienaventurado Leibo…
- Por supuesto, hijo mío. Aquí tengo un informe completo, recogido en otras fuentes, y me gustaría que lo leyeras y me dieses tu opinión. - El prelado hizo una pausa, sacó un rollo de papeles de una valija, y lo puso en manos de Francis.- En verdad, todo lo que está aquí ha sido contado por terceros, y sólo tú sabes realmente qué ha pasado. Así que te pido que lo leas con mucha atención.
- Por supuesto. Lo que pasó fue de veras muy simple, padre.
Pero de acuerdo con el tamaño del rollo los rumores no habían sido tan simples. El hermano Francis leyó con una aprensión creciente, que pronto adquirió las proporciones de un verdadero horror.
- Pareces pálido, hijo mío. ¿Hay alguna inexactitud?
- Esto... esto... no fue..... ¡no fue de ningún modo así! - jadeó Francis -. No me dijo más que unas pocas palabras. Sólo lo vi una vez. Sólo me preguntó si aquel camino llevaba a la abadía, y golpeó la roca donde yo encontré las reliquias más tarde.
- ¿Ningún coro celestial?
- ¡Oh, no!
- ¿Ningún halo en la cabeza tampoco, ni esa alfombra de rosas en el camino?
- ¡Que el Cielo me juzgue, monseñor, no ocurrió nada parecido!
- Ah, bien - suspiró el abogado -. Las historias que cuentan los viajeros siempre son un poco exageradas.
Parecía entristecido, y Francis se apresuró a pedir disculpas, pero el abogado lo calmó con un ademán.
- Hay otros milagros, debidamente documentados - explicó -. Además, puedo darte una buena noticia en relación con los documentos que descubriste. Conocemos ya el nombre de la mujer del fundador, que murió antes que él entrase en la orden.
- ¿Sí?
- Sí. Se llamaba Emily.
Aunque decepcionado con la descripción que el hermano Francis le había hecho del peregrino, monsignor di Simone pasó cinco días en el lugar donde había aparecido la caja, acompañado por una cohorte de novicios armados de picos y palas. Luego de extensas excavaciones, el abogado volvió a la abadía con un pequeño cargamento de distintos artefactos, y una lata de aluminio que contenía una materia disecada que podía haber sido saurkraut.
Antes de partir, monseñor visitó la sala de copistas y quiso ver la copia iluminada del plano. El hermano Francis dijo que no tenía realmente importancia, y la mostró con manos temblorosas.
- ¡Recorchos! - dijo monseñor, o algo parecido -. ¡Tienes que terminarla, hombre, tienes que terminarla!
El monje miró sonriendo al hermano Jeris que se volvió rápidamente y mostró una nuca roja. A la mañana siguiente, Francis reinició sus trabajos en el plan iluminado con láminas de tintas, plumas y pinceles.
Pasó el tiempo y un nuevo cortejo llegó del Nuevo Vaticano: toda una hueste de amanuenses y aun guardias armados para rechazar a los asaltantes de caminos. Encabezaba la delegación monseñor con cuernos y puntiagudas (así dijeron más de varios novicios) que dijo ser Advocatus Diaboli, que se oponía la canonización de Leibowitz y que estaba allí para investigar y quizá fijar responsabilidades, apuntó, pues numerosos, increíbles e histéricos rumores habían llegado a oídos de las autoridades supremas del Nuevo Vaticano. No estaba dispuesto a tolerar, aclaró, ninguna tontería romántica.
El abad lo recibió cortésmente y le ofreció una cama de hierro en una celda que miraba al sur. Las habitaciones de huéspedes, lamentablemente, explicó, habían sido clausuradas por razones de higiene. El monseñor no tuvo otra atención que la de sus propios hombres, y comió raíces y hierbas junto con los monjes en el refectorio.
- He oído decir que sufres de desmayos - le dijo al hermano Francis cuando llegó la temida hora -. ¿Cuántos epilépticos o locos ha habido en tu familia?
- Ninguno, excelencia.
- No soy ninguna "excelencia" - rugió el dignatario. Bueno, ha llegado la hora de sacarte la verdad. - El tono parecía sugerir que se trataba de una simple operación quirúrgica que debía haberse llevado a cabo hacia años. - ¿Sabes que los documentos pueden envejecerse artificialmente?
Francis no lo sabia.
- ¿Sabes que la mujer de Leibowitz se llamaba Emily, y que Emma no es el diminutivo de Emily?
Francis no lo sabía, pero dijo que en casa de sus padres los diminutivos se empleaban un poco a la ligera.
- Y si el beato Leibowitz decidió llamarla Emma...
El monseñor estalló, y se precipitó sobre Francis con uñas, dientes y todas las armas de la semántica. El monje quedó preguntándose si habría visto realmente a un peregrino.
Antes de partir, el abogado quiso ver también la copia iluminada del plano. Esta vez las manos le temblaron de miedo a Francis, pensando que tendría que abandonar otra vez el proyecto. Sin embargo, monseñor no hizo más que mirar fijamente la copia, tragó saliva, y asintió con un leve movimiento de cabeza.
- Tu imaginación es realmente vívida - admitió. - Pero eso ya todos lo sabíamos aquí, ¿no es cierto?
Los cuernos de monseñor se achicaron inmediatamente unos centímetros, y aquella misma tarde el hombre partió para el Nuevo Vaticano.
Los años pasaron, sin tropiezos, arrugando las caras de los que habían sido jóvenes y encaneciéndoles las sienes. Los trabajos del monasterio continuaron, y el mundo exterior recibió unas gotas de manuscritos copiados y recopiados. El hermano Jeris tuvo la ocurrencia de fabricar una máquina de imprimir, y el abad le preguntó para qué serviría eso.
- Para aumentar la producción - fue la respuesta del monje.
- Ajá. ¿Y para qué servirá ese papelerio en un mundo que presume de no saber leer? ¿Para ayudar a encender el fuego quizá?
El hermano Jeris se alzó tristemente de hombros, y los copistas del monasterio siguieron trabajando con sus plumas de ganso.
Luego, una primavera, poco antes de cuaresma, llegó un mensajero que traía muy buenas nuevas para la orden. El caso de Leibowitz estaba completo. El Colegio de Cardenales se reuniría muy pronto, y el fundador de la Orden Albertiana figuraría en el santoral. Durante el tiempo de regocijo que siguió al anuncio, el abad -muy viejo ahora, y un poco chocho- llamó al hermano Francis y resolló:
- Su Santidad exige tu presencia durante la canonización de Isaac Edward Leibowitz. Prepárate para el viaje. - Y el viejo añadió con un tono quejoso -: Y si quieres desmayarte otra vez, hazlo fuera de mi cuarto.
El viaje al Nuevo Vaticano exigiría por lo menos tres meses, quizá más; todo dependía de la distancia que fuese capaz de recorrer el hermano Francis antes que los inevitables bandidos lo despojaran de su asno. El monje iría solo y desarmado, sin otra carga que una escudilla de mendigo y la copia iluminada del plano de Leibowitz. Esperaba que los ladrones no le encontraran ninguna utilidad al documento, pero como precaución se pondría un parche negro sobre el ojo derecho. Los paisanos eran gente ignorante, y la amenaza del "mal de ojo" quizá bastara para ponerlos en fuga. Equipado de este modo, el hermano Francis salió a cumplir la orden de emplazamiento.
Dos meses y unos pocos días más tarde, el monje se encontró con un ladrón en un sendero montañoso rodeado de árboles alejado de toda habitación humana. El ladrón era un hombre joven, pero macizo como un toro, cabezón, y con una mandíbula que parecía un bloque de granito. De pie en el sendero, con piernas separadas, los brazos cruzados sobre el pecho, miraba la figurita diminuta que se acerca montada en un asno. Parecía estar solo, y armado sólo con cuchillo que no se molestó sacar del cinturón. El encuentro decepcionó profundamente al hermano Francis que había esperado en secreto tropezar otra vez aquel peregrino de años atrás.
- Baja - dijo el ladrón. El asno se detuvo en el sendero. El hermano Francis se sacó caperuza mostrando el parche negro y se llevó al ojo una mano temblorosa. Separó lentamente parche, como si fuese a revelar algo espantoso, y el ladrón echó atrás la cabeza y estalló en carcajada que podía haber brotado de la garganta del mismísimo Satanás. Francis murmuró exorcismo, pero el ladrón no inmutó.
- Esos parches ya no sirven de hace años - dijo -. Baja.
Francis sonrió, se encogió hombros, y desmontó sin protestar.
- Que tenga usted buen día, señor - dijo amablemente -. Puede llevarse el asno. Caminar me hará bien, espero.
Francis sonrió otra vez y echó a caminar.
- Un momento - dijo el ladrón -. Desnúdate, y déjame ver lo que hay en ese paquete.
El hermano Francis mostró su escudilla con un ademán de disculpa, pero esto sólo sirvió para que el ladrón lanzara otra burlona carcajada.
- Ese truco es también muy conocido - dijo -. El último hombre que vi con un cacharro de mendigo tenía medio heklo de oro en la bota. Desnúdate.
El hermano Francis mostró sus sandalias al ladrón, y empezó a desvestirse. El ladrón buscó entre las ropas, no encontró nada, y se las tiró de vuelta a Francis.
- Ahora veamos qué hay en ese paquete.
- Es sólo un documento, señor - protestó el monje -. Sólo tiene valor para su propietario.
- Abre el paquete.
El hermano Francis obedeció en silencio. Las iluminaciones de oro y el hermoso dibujo brillaron a la luz que se filtraba entre el follaje. El ladrón abrió la boca, y luego silbó suavemente.
- ¡Qué bonito! Mi mujer estará muy contenta. Lo clavaremos en una pared de la cabaña.
El ladrón siguió mirando mientras Francis sentía que se le encogía el corazón. Si me lo has enviado para probarme, Señor, rogó interiormente, entonces ayúdame a morir como un hombre, pues si está escrito que tiene que quitármelo, tendrá que pasar por encima del cadáver de tu sirviente.
- Envuélvelo que me lo llevo - ordenó el ladrón, y cerró imperativamente la boca.
El monje lloriqueó.
- Por favor, señor, no se llevará usted la obra de toda una vida; Tardé quince años en iluminar el manuscrito, y...
- ¡Cómo! ¿Lo hiciste tú mismo?
El ladrón rió otra vez sonoramente.
Francis enrojeció.
- No le veo la gracia, señor... - El ladrón señaló el documento entre ataques de risa.
- ¡Tú! Quince años dibujando un papel. ¿Y para qué? Dame una sola buena razón. Quince años. ¡Ja!
Francis se quedó mirándolo, estupefacto, sin que se le ocurriera ninguna respuesta. Muy lentamente, le dio el documento al ladrón. El ladrón lo tomó con las dos manos e hizo como si fuese a romperlo de arriba a abajo.
- ¡Jesús, María, José! - gritó el monje, y cayó de rodillas en el sendero -. ¡Por el amor de Dios, señor!
El ladrón pareció conmoverse un poco y tiró al suelo el documento con una risita.
- Pelea por él - dijo.
- ¡Cualquier cosa, señor, cualquier cosa!
Los dos se pusieron en guardia. El monje hizo la señal de la cruz, recordó que la lucha había sido en un tiempo un deporte autorizado por Dios, y animado por una fe invencible marchó a la batalla.
Tres segundos más tarde yacía de espaldas en el suelo bajo una montaña musculosa. Una piedra parecía estar aserrándole la espina dorsal.
- Je, je - dijo el ladrón, y fue a buscar su documento.
Con las manos juntas como en una plegaria, el hermano Francis se arrastró detrás, suplicando a gritos.
El ladrón se volvió riendo entre dientes.
- Hasta creo que me besarías las botas para que te lo devuelva.
Francis se echó a los pies del ladrón y le besó fervientemente las botas.
Esto fue ya demasiado, aun para un hombre duro como el ladrón. Tiró el manuscrito con un juramento y montó en el asno. El monje recogió rápidamente la preciosa copia y trotó junto al ladrón, agradeciéndole profusamente, y bendiciéndolo una y otra vez. El ladrón se alejó con el asno y Francis le echó una última bendición y agradeció a Dios la existencia de ladrones tan desprendidos.
Y sin embargo, cuando el hombre desapareció entre los árboles, Francis sintió una cierta tristeza. Quince años para hacer un dibujo en un papel... La voz insultante le resonaba todavía en los oídos. ¿Por qué? Dame una razón que valga quince años.
Francis no estaba habituado a los modos poco corteses del mundo exterior, a las costumbres toscas y a las actitudes bruscas. Las palabras burlonas del ladrón, lo habían perturbado mucho, y se puso en camino cabizbajo. En un momento consideró la posibilidad de tirar el documento a los matorrales y de dejarlo allí en espera de las lluvias. Pero al padre Juan le había parecido bien que llevase el documento como regalo, y no podía llegar al Nuevo Vaticano con las manos vacías. Tranquilizado, siguió su camino.
Había llegado la hora. La ceremonia envolvió a Francis en la majestuosa basílica como un espectáculo de sonido y pausado movimiento y vívido color. Y cuando el Espíritu perfectamente infalible hubo sido invocado, un monseñor -era di Simone, notó Francis, el abogado del santo- se puso de pie y llamó a Pedro pidiéndole que hablara en la persona de León XXII, y ordenó luego a la asamblea que escuchase.
El papa se incorporó lentamente y proclamó santo a Isaac Edward Leibowitz, y la ceremonia concluyó. El técnico oscuro de otros tiempos pertenecía ahora a la jerarquía celestial, y el hermano Francis murmuró una devota plegaria a su nuevo patrón mientras el coro estallaba en un tedéum.
El Pontífice entró rápidamente en la sala de audiencias donde esperaba el menudo monje, tomándolo por sorpresa y dejándolo sin habla. Francis se arrodilló a besar el anillo del Pescador y recibió la bendición del papa. Cuando se levantó otra vez, descubrió que se había llevado las manos a la espalda, ocultando la hermosa copia. El papa advirtió el movimiento, y sonrió.
- ¿Nos has traído un regalo hijo?
El monje asintió estúpidamente, con un nudo en la garganta, y sacó el documento. El vicario de Cristo miró largo rato la copia sin expresión aparente. El hermano Francis sintió que el corazón se le encogía más y más a medida que pasaban los segundos.
- No es nada - murmuró -, un regalo miserable. Me avergüenza haber perdido tanto tiempo en...
La voz del hermano Francis se apagó débilmente. El papa no dio muestras de haber oído.
- ¿Entiendes el significado de la simbología de San Isaac? - preguntó mirando el diseño abstracto del circuito.
El monje sacudió aturdidamente la cabeza.
- Cualquiera sea el significado... - empezó a decir el papa, y se calló.
Sonrió y habló de otras cosas. Francis había sido honrado con esa invitación no porque hubiera habido sentencia oficial sobre el peregrino que él creía haber visto. Había sido honrado como descubridor de importantes documentos y reliquias del santo, pues como tales habían sido juzgadas, sin que importase el modo en que habían sido descubiertos.
Francis balbuceó su agradecimiento. El papa miró otra vez el resplandor coloreado del diagrama.
- Cualquiera sea el significado - murmuró una vez más - este fragmento de conocimiento, aunque muerto, vivirá otra vez. - Le sonrió al monje y guiñó un ojo. - Y lo guardaremos hasta ese día.
El monje notó por primera vez que la túnica del papa tenía un agujero, y que estaba en verdad bastante deshilachada. La alfombra de la sala de audiencias estaba también gastada en muchos sitios, y el yeso se desprendía del cielo raso.
Pero había libros en los estantes a lo largo de las paredes. Libros de iluminada belleza, que hablaban de cosas incomprensibles, copiados por hombres que no estaban destinados a comprender sino a conservar. Y los libros esperaban.
- Adiós, hijo bien amado.
Y el menudo guardián de la llama del conocimiento partió hacia su abadía. En el momento en que se acercaba a los dominios del ladrón sintió que el corazón le cantaba en el pecho. Y si el ladrón había decidido descansar ese día, el monje estaba decidido a sentarse y a esperar que volviese. Esta vez tenía una respuesta.
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FIN
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Robert Silverberg - LA DANZA DEL SOL
Hoy liquidaste a unos cincuenta mil Devoradores en el Sector A, y ahora estás pasando una mala noche.
Al amanecer, tú y Herndon volaron hacia el este, dando la espalda al alba verde-oro y rociaron con cápsulas neurales un área de mil hectáreas a lo largo del Río Bifurcado. Aterrizaron en la pradera que está más allá del río, donde los Devoradores han sido exterminados, y almorzaron tendidos sobre esa espesa alfombra de hierba sobre la que ha de levantarse la primera colonia. Herndon recogió algunas flores comestibles, y ambos disfrutaron media hora de suaves alucinaciones. Luego, mientras ambos se encaminaban al helicóptero para seguir arrojando cápsulas durante la tarde, Herndon preguntó de repente:
- Tom, ¿qué sentirías si se descubriera que los Devoradores son algo más que una plaga animal? Gente, digamos, con un lenguaje y ritos y una historia y todo lo demás.
Pensaste en el destino de tu pueblo.
- No lo son - respondiste.
- Supongamos que sí. Supongamos que los Devoradores...
- No lo son. Ya basta.
Hay en Herndon una veta de crueldad que lo hace formular preguntas de esa clase. Busca los puntos vulnerables, lo divierte. Ahora su comentario casual ha reverberado toda la noche en tu Cerebro. Supongamos que los Devoradores... Supongamos que los Devoradores... Supongamos... Supongamos...
Duermes un poco y sueñas, y en tu sueño nadas en ríos de sangre.
Tonterías. Fantasías febriles. Sabes que es importante exterminar rápidamente a los Devoradores, antes de que lleguen los colonos. Son nada más que animales, y ni siquiera animales inofensivos, son devastadores de la ecología, devoradores de plantas que liberan oxígeno en el aire, y tienen que desaparecer. Unos pocos han sido preservados para estudios zoológicos. El resto debe ser destruido. Extirpación ritual de seres indeseables, una historia vieja como el mundo. Pero no compliquemos la tarea con escrúpulos morales, te dices. No soñemos con ríos de sangre.
Los Devoradores ni siquiera tienen sangre; al menos, nada que pueda formar ríos. Lo que tienen es... bien, una especie de linfa que penetra en cada tejido y permite que se nutran a través de los intersticios. Los productos de desecho se eliminan del mismo modo, por ósmosis. En términos de proceso, ek de ekkis es estructuralmente análogo a tu propio sistema circulatorio, salvo que no tienen una red de vasos sanguíneos conectados a una bomba maestra. La sustancia vital exuda simplemente por sus cuerpos, como si fueran amebas o esponjas u otra forma de vida inferior. Aunque por cierto que nada tienen de inferior su sistema nervioso, su aparato digestivo, la configuración de sus órganos y miembros, etcétera. Es extraño, piensas. Lo extraño de las criaturas de otros mundos es que son de otros mundos, te dices, no por primera vez.
Lo bello de sus características biológicas es que permite que tú y tus compañeros los exterminen con tanta prolijidad.
Sobrevuelan los campos de pastoreo y arrojan las cápsulas neurales. Los Devoradores las descubren y las ingieren. En una hora el veneno ha invadido cada rincón de sus cuerpos. La vida se interrumpe; se sucede una brusca alteración de la materia celular, el Devorador se desintegra molécula a molécula, en el momento en que se interrumpe la nutrición; la sustancia semejante a la linfa actúa como un ácido; se sucede una parálisis total: la carne y aún los huesos, que son cartilaginosos, se disuelven. En dos horas, un charco en el suelo. En cuatro, nada. Teniendo en cuenta los millones de Devoradores que deberán ser exterminados, es una ventaja que los cadáveres se autoeliminen. De otro modo, este mundo parecería un matadero.
Supongamos que los Devoradores...
Maldito Herndon. Casi sientes el deseo de hacerte una corrección de memoria por la mañana. Borrar sus estúpidas especulaciones de tu mente. Si te atrevieras. Si te atrevieras.
Por la mañana no se atreve. Las correcciones de memoria lo atemorizan; intentará librarse de esta nueva culpabilidad sin recurrir a eso. Los Devoradores, se explica a sí mismo, son herbívoros sin cerebro, infortunadas víctimas del expansionismo humano, pero no merecen una apasionada defensa. Su exterminio no es trágico; es simplemente desgraciado. Si los Terráqueos quieren tener este mundo, los Devoradores deben abandonarlo. Hay una diferencia, se dice, entre el exterminio de los pieles rojas de la pradera norteamericana, en el siglo diecinueve, y la aniquilación del bisonte de esa misma pradera. El exterminio de los rugientes rebaños causa un poco de nostalgia; es lamentable la desaparición de tantos millones de nobles bestias, pardas y lanudas, sin duda. Pero lo que sufrieron los sioux es un ultraje, no algo que uno lamente con nostalgia. Hay una diferencia. Reserva tus pasiones para la causa adecuada.
Sale de su burbuja, en la linde del campamento, y se dirige al centro de la actividad. El sendero de laja está húmedo y reluciente. Aún no se ha disipado la niebla matinal; los árboles están inclinados: sus largas hojas surcadas de nervaduras están cargadas de rocío. Se detiene y se agacha para observar a un arácnido que hila su tejido asimétrico. Mientras observa, un pequeño anfibio, de delicados tonos turquesa, se desliza por el suelo musgoso tan subrepticiamente como puede. Pero no es suficiente; él lo alza con cuidado y lo deposita en el dorso de su mano. Las branquias palpitan desesperadamente, el trémulo anfibio se estremece. Lentamente, con astucia, cambia de color hasta igualar el tono cobrizo de la mano.
El camuflaje es excelente. Baja la mano y el anfibio se escurre hasta un charco. El sigue caminando. Tiene cuarenta años, es más bajo que casi todos los otros miembros de la expedición, de hombros anchos, torso poderoso, pelo negro y brillante, nariz chata. Es biólogo. Esa es su tercera profesión, pues ha fracasado como antropólogo y como administrador de bienes raíces. Se llama Tom Dos Bandas. Se ha casado dos veces, pero no ha tenido hijos. Su bisabuelo murió de alcoholismo; su abuelo era adicto a los alucinógenos; su padre iba compulsivamente a las salas de corrección de memoria de baja estofa. Tom Dos Bandas es consciente de que está traicionando a la tradición familiar, pero aún no ha descubierto una forma de autodestrucción que le sea propia.
En el edificio principal encuentra a Herndon, Julia, Ellen, Schwartz, Chang, Michaelson y Nichols. Están desayunando, todos los demás ya están trabajando. Ellen se levanta y se acerca y le da un beso. Corto, suave y dorado, el pelo de ella le acaricia las mejillas.
- Te quiero - susurra Ellen. Ha pasado la noche en la burbuja de Michaelson.
- Te quiero - le dice él, y traza una rápida línea vertical de afecto entre los senos pequeños y pálidos de Ellen. Le hace un guiño a Michaelson, quien asiente, luego se lleva dos dedos a los labios y sopla un beso hacia los dos. Aquí todos somos buenos amigos, piensa Tom Dos Bandas.
- ¿Quién arroja las cápsulas hoy? - pregunta.
- Mike y Chang - dice Julia -. Sector C.
- En once días más - señala Schwartz - tendremos limpia la península. Entonces podremos avanzar hacia el continente.
- Si alcanza la provisión de cápsulas - observa Chang.
- ¿Dormiste bien, Tom? - pregunta Herndon.
- No - dice Tom. Se sienta y digita su pedido de desayuno. Hacia el oeste, la niebla comienza a calcinar las montañas. Algo pulsa en su nuca. Hace nueve semanas que está en este mundo, y en ese lapso se ha producido el único cambio de estación: el pasaje de clima seco a brumoso. Las nieblas durarán muchos meses. Antes que la sequía calcine las llanuras, no quedarán Devoradores, y habrán llegado los primeros colonos. La comida se desliza por el conducto y él la recibe. Ellen se sienta a su lado. Tiene un poco más de la mitad de la edad de él; éste es su primer viaje; encarga de llevar los archivos, aunque también es experta en corrección de memoria.
- Pareces preocupado - le dice Ellen -. ¿Puedo ayudarte?
- No. Gracias.
- Me disgusta verte sombrío.
- Es una característica racial - dice Tom Dos Bandas.
- Lo dudo mucho.
- La verdad es que tal vez mi reconstrucción de personalidad esté perdiendo efecto, el nivel de trauma estaba tan próximo a la superficie. Soy un tegumento que camina, ¿sabes?
Ellen ríe deliciosamente. Solo viste un semiabrigo sintético. Su piel parece húmeda, ella y Michaelson han ido a nadar al amanecer. Tom Dos Bandas está pensando en pedirle que se case con él cuando terminen el trabajo. No se ha casado desde el fracaso del negocio de bienes raíces. El terapeuta sugirió el divorcio como parte de la reconstrucción. A veces se pregunta adónde habrá ido Terry y con quién estará
ahora.
- Sin embargo, te veo muy estable, Tom - dice Ellen.
- Gracias - dice él. Ella es joven. No sabe.
- Si es solo una depresión pasajera te la borro con una rápida corrección.
- Gracias - dice él -. Pero no.
- Olvidaba que no te gustan las correcciones.
- Mi padre...
- ¿Sí?
- En cincuenta años se convirtió en una hilacha - dice Tom Dos Bandas -. Borró sus ancestros, toda su herencia, su religión, su mujer, sus hijos, finalmente hasta su nombre. Luego se quedó sentado y solo podía sonreír. Gracias, nada de correcciones...
- ¿Dónde trabajas hoy? - pregunta Ellen.
- En el complejo, haciendo pruebas.
- ¿Quieres compañía? Tengo libre la mañana.
- Gracias, no - responde con demasiada rapidez. Ella parece herida. Trata de remediar su involuntario crueldad rozándole levemente el brazo y diciéndole:
- ¿Qué te parece esta tarde? Necesito conversar un rato. ¿Sí?
- Sí - dice ella y sonríe, y forma un beso con los labios.
Va al complejo después del desayuno. El complejo ocupa un millar de hectáreas al este de la base; está cercado con proyectores de campos neurales distribuidos a intervalos de ochenta metros, y esto es suficiente para evitar la fuga de los doscientos Devoradores cautivos. Cuando el resto haya sido aniquilado, subsistirá este grupo de estudio. En la esquina sudoeste del complejo se yergue una burbuja laboratorio donde se realizan los experimentos: metabólicos, psicológicos, fisiológicos, ecológicos. Un arroyo cruza diagonalmente el complejo. Hacia el este se elevan unas colinas cubiertas de hierbas. Cinco espesos bosquecillos de hojas puntiagudas interrumpen una densa sabana. Resguardadas bajo la hierba yacen las plantas de oxígeno, casi totalmente ocultas salvo por las espigas fotosintéticas que alcanzan tres o cuatro metros de altura y los cuerpos respiratorios de color limón que llegan hasta el pecho de un hombre y exhalan sobre la hierba unos gases dulzones y embriagadores. En dispersos rebaños, los Devoradores se mueven por los prados, mordisqueando delicadamente los cuerpos respiratorios.
Tom Dos Bandas espía el rebaño que está al otro lado del arroyo y va hacia él. Tropieza con una planta de oxígeno oculta entre la hierba, pero recobra inmediatamente el equilibrio y, llevándose a la boca el arrugado orificio del cuerpo respiratorio, inhala profundamente. Su aflicción se disipa. Se acerca a los Devoradores. Son criaturas esféricas, masivas, lentas, cubiertas por una áspera piel anaranjada. Unos ojos como platos se destacan por encima de sus labios delgados y elásticos. Tienen patas finas y escamosas, como las de los pollos, y los brazos son cortos y pegados al cuerpo. Lo miran con una dócil falta de curiosidad.
- ¡Buenos días, hermanos! - los saluda, y se pregunta por qué.
Hoy advertí algo extraño. Tal vez inhalé demasiado oxígeno en los campos; quizá sucumbí a la sugerencia de Herndon; o posiblemente sea producto del masoquismo familiar. Lo cierto es que mientras observaba a los Devoradores, en el complejo, me pareció por primera vez que revelaban una conducta inteligente, que funcionaban ritualmente.
Los seguí durante tres horas. En ese lapso arrasaron con todas las plantas de oxígeno de tres prados. En cada uno de los casos adoptaron un estilizado esquema de conducta antes de empezar a mascar:
Formaron un círculo alrededor de las plantas.
Miraron hacia el sol.
Miraron a sus vecinos a la derecha y a la izquierda en el círculo.
Solo después de haber cumplido lo anterior, y no antes, emitieron unos indistintos relinchos.
Miraron otra vez hacia el sol.
Avanzaron y comieron.
Si esto no era una plegaria de acción de gracias, ¿qué era entonces? Y si su progreso espiritual les permite agradecer con una plegaria, ¿no estamos entonces cometiendo genocidio aquí? ¿Acaso dicen gracias los chimpancés? ¡Por Dios, si fuéramos capaces de borrar del mapa a los chimpancés del modo como lo hacemos con los Devoradores! Por supuesto, los chimpancés no dañan las cosechas, y sería posible la coexistencia con ellos, mientras que los Devoradores y los agricultores no pueden convivir en el mismo planeta. No obstante, persiste el problema moral. La prédica del exterminio se sustenta en la presunción de que el nivel intelectual de los Devoradores equivale al de las ostras, o en el mejor de los casos, al de las ovejas. Tenemos la conciencia tranquila porque nuestro veneno es rápido e indoloro, y porque los Devoradores tienen la precaución de disolverse al morir, evitándonos la molestia de incinerar millones de cadáveres. Pero si oran...
Aún no les diré nada a los otros. Quiero más pruebas, concretas, objetivas. Películas, cintas, grabaciones. Luego veremos. ¿Y qué sí logro demostrar que estamos exterminando a seres inteligentes? Después de todo, en mi familia no desconocemos lo que es el genocidio, pues hace unos siglos nos tocó ser víctimas. Dudo que pueda detener lo que está sucediendo aquí. Pero al menos podría retirarme de la operación. Volver a la Tierra y agitar la indignación pública.
Espero que sean todas imaginaciones mías.
No son imaginaciones mías. Se reúnen en círculos; miran hacia el sol; relinchan y oran. No son más que bolas de jalea con patas de pollo, pero agradecen sus alimentos. Esos enormes ojos redondos parecen acusarme ahora. Nuestro dócil rebaño sabe lo que está sucediendo: que hemos descendido de las estrellas para aniquilar su especie, y que sólo ellos sobrevivirán. No tienen medios de defenderse ni de comunicar siquiera su desagrado, pero lo saben. Y nos odian. Dios mío, hemos matado dos millones desde que estamos aquí, y metafóricamente, estoy manchado de sangre, ¿y qué haré, qué puedo hacer?
Debo actuar con todo cuidado, o terminaré víctima de las drogas y la corrección.
No puedo aparecer como un chiflado, un charlatán, un agitador. ¡No puedo levantarme y deunciarlos! Debo buscar aliados. En primer lugar, Herndon. Seguro que él está cerca de la verdad; él fue quien me la sugirió, aquel día que arrojábamos las cápsulas. ¡Pensar que creí que bromeaba, como de costumbre!
Le hablaré esta noche.
- Estuve pensando en la sugerencia que me hiciste - dice -. Acerca de los Devoradores. Tal vez nuestros estudios psicológicos no sean suficientemente profundos. Quiero decir, si de veras son inteligentes...
Herndon parpadea. Es un hombre alto, de pelo negro y brillante, barba espesa, pómulos pronunciados.
- ¿Y quién dice que lo son, Tom?
- Tú lo has dicho. Cuando estábamos del otro lado del Río Bifurcado, tú dijiste...
- Era solo una hipótesis especulativa. Por decir algo.
- No, yo creo que era algo más. Pienso que lo creías de veras.
Herndon parece preocupado.
- Tom, no sé qué tratas de empezar, pero mejor no lo intentes. Si creyera por un momento que estarnos matando a criaturas inteligentes, buscaría un corrector de memoria con tanta rapidez que causaría una onda implosiva.
- ¿Por qué me lo preguntaste, entonces - dice Tom Dos Bandas.
- Palabras sin sentido.
- ¿Te divierte trasferirles tus culpas a los demás? Eres un hijo de perra, Herndon. Lo digo en serio.
- Mira, Tom, si hubiera sabido que una sugerencia hipotética te alteraría tanto. - Herndon sacude la cabeza -. Los Devoradores no son criaturas inteligentes. Obviamente. Si no fuera así, no nos habrían ordenado liquidarlos.
- Obviamente - dice Tom Dos Bandas.
- No - dijo Ellen - no sé que pretende Tom. Pero estoy segura de que necesita un descanso. Hace solo un año y medio que reconstruyeron su personalidad, y sufrió un colapso muy serio entonces.
Michaelson consultó una gráfica.
- Se ha negado a arrojar cápsulas tres veces consecutivas. Alega que no puede quitarle tiempo a su investigación. Diablos, podemos cubrirle el turno, pero lo que me molesta es la idea de que está evadiendo sus tareas.
- ¿Qué clase de investigación está haciendo? - preguntó Nichols.
- No es biológica - dijo Julia -. Está todo el tiempo en el complejo, con los Devoradores, pero no veo que les haga pruebas. Simplemente los observa.
- Y les habla - observó Chang.
- Y les habla, sí - dijo Julia.
- ¿De qué? - preguntó Nichols.
- ¿Quién sabe?
Todos miraron a Ellen.
- Tú eres quien está más próxima a él - dijo Michaelson -. ¿No puedes hacer que lo abandone?
- Ante todo debo averiguar en qué anda - dijo Ellen -. Hasta ahora no ha dicho una palabra.
Sabes que debes ser muy precavido, pues te superan en número, y esa preocupación por tu salud mental puede ser mortal. Ya advirtieron que estás confundido, y Ellen ha comenzado a buscar la causa de tu confusión. Anoche estuviste en sus brazos y te interrogó indirectamente, con habilidad, y tú supiste muy bien lo que trataba de descubrir. Cuando salieron las lunas, ella sugirió que dieran un paseo por el complejo, entre los dormidos Devoradores. Rehusaste, pero ella sabe que estás comprometido con esas criaturas.
Investigaste por tu cuenta -con sutileza, esperas-. Y eres consciente de que no puedes hacer nada por salvar a los Devoradores. La situación es irreversible. Es otra vez 1876; estos son bisontes, estos son los sioux, y deben ser destruidos para que llegue el ferrocarril. Si lo dices en voz alta, tus amigos te calmarán y te pacificarán y te harán una corrección de memoria, porque no ven lo que tú ves. Si vuelves a la Tierra y lo haces público, se burlarán de ti y sufrirás otra reconstrucción. No puedes hacer nada. No puedes hacer nada.
No puedes salvarlos, pero tal vez puedas registrar.
Vete a la pradera. Convive con los Devoradores, hazte amigo de ellos, aprende sus costumbres. Documéntalo todo, cada característica de su cultura, para que al menos eso no se pierda. Conoces las técnicas de la antropología de campo. Lo que se hizo en otros tiempos por tu pueblo, hazlo ahora tú por los Devoradores.
Encuentra a Michaelson.
- ¿Puedes arreglarte sin mí durante unas semanas? - le pregunta.
- ¿Arreglarme sin ti? ¿Qué quieres decir?
- Tengo que hacer unos estudios de campo. Me gustaría dejar la base y estudiar a los Devoradores en estado salvaje.
- ¿Qué problema hay con los del complejo?
- Es la última oportunidad para estudiar a los salvajes, Mike. Tengo que ir.
- ¿Solo o con Ellen?
- Solo.
Michaelson asiente con lentitud.
- Muy bien, Tom. Lo que quieras. Ve. No voy a retenerte aquí.
Danzo en la pradera bajo el sol verde dorado. Los Devoradores se reúnen a mi alrededor. Estoy desnudo, el sudor brilla en mi piel, mi corazón late con violencia. Les hablo con los pies, y ellos comprenden.
Comprenden.
Tienen un lenguaje de tenues sonidos. Tienen un dios. Conocen el amor y el pavor y el éxtasis. Tienen ritos. Tienen nombres. Tienen una historia. No me cabe ninguna duda.
Danzo sobre la espesa hierba.
¿Cómo haré para comunicarme con ellos? Con los pies, con las manos, con gruñidos, con el sudor. Se congregan por centenares, por millares, y yo danzo. No debo detenerme. Se apiñan a mi alrededor y emiten sonidos. Estoy poseído por fuerzas extrañas. ¡Si mi bisabuelo pudiera verme ahora! Sentado en su porche de Wyoming, con el aguardiente en la mano y el cerebro deteriorado... ¡mírame ahora, viejo! ¡Mira la danza de Tom Dos Bandas! Hablo con los pies a seres extraños bajo un sol de color distinto. Danzo. Danzo.
- Escúchenme - digo -. Soy su amigo, yo solo, el único en quien pueden confiar. Dejen que preserve estas costumbres, pues pronto llegará la destrucción.
Danzo, y el sol asciende, y los Devoradores murmuran.
Aquí está el jefe. Danzo hacia él, retrocedo, avanzo, me inclino, señalo el sol, me imagino al ser que vive en esa bola de fuego, imito los sonidos de esta gente, me arrodillo, me incorporo, danzo. Tom Dos Bandas danza para ustedes.
Convoco destrezas olvidadas por mis antepasados. Siento que el poder fluye en mí. Como mis antepasados en los días del bisonte, así danzo yo ahora más allá del Río Bifurcado.
Danzo, y ahora los Devoradores danzan conmigo. Lentamente, inciertamente, se mueven hacia mí, se contonean, levantan las piernas, se mecen.
- ¡Sí, así! - grito -. ¡Dancen!
Danzamos juntos hasta que el sol sube hasta el mediodía.
Sus ojos ya no son acusadores. Veo amistad y calidez. Soy su hermano, su hermano de piel roja, el que danza con ellos. Ya no me parecen torpes. Sus movimientos tienen una gracia especial. Danzan. Danzan. Hacen cabriolas a mi alrededor. ¡Más cerca, más cerca, más cerca!
Nos embarga un sagrado frenesí.
Ahora entonan un confuso himno de gozo. Extienden los brazos, entreabren las pequeñas garras. Saltan al unísono, adelantando el pie izquierdo, el derecho, el izquierdo, el derecho. ¡Dancen, hermanos, dancen, dancen! Se apretujan contra mí. Su carne se estremece; su olor es dulzón. Con gentileza, me empujan hasta una parte del prado donde la hierba está alta e intacta. Siempre danzando, buscarnos plantas de oxígeno, que abundan bajo la hierba, y dicen sus plegarias y separan con sus torpes brazos los cuerpos respiratorios de las espigas fotosintéticas. Las plantas, angustiadas, liberan vaharadas de oxígeno. Mi mente se expande. Río y canto. Los Devoradores mordisquean los perforados globos de color limón, mordisquean también los tallos. Me ofrecen sus plantas. Es una ceremonia religiosa. ya veo. Toma de nosotros, come con nosotros, únete a nosotros, éste es el cuerpo, ésta es la sangre, toma, come, únete. Me inclino y me llevo a los labios un globo de color limón. No muerdo; los imito: mis dientes descascaran la piel del globo. El jugo me inunda la boca, en tanto que el oxígeno empapa mi nariz. Los Devoradores cantan hosannas. Yo debería lucir todas mis pinturas, las pinturas de mis antepasados, plumas también, para que mi religión se integrara con la de estos seres con todas sus galas. Toma, come, únete. El jugo de la planta de oxígeno fluye por mis venas. Abrazo a mis hermanos. Canto, y mi voz, al dejar mis labios, se convierte en un arco que reluce como el acero; canto en un tono más grave, y el arco se vuelve de plata deslustrada. Los Devoradores se apiñan más cerca. El color de sus cuerpos me parece un rojo feroz. Sus suaves gritos son volutas de vapor. El sol brilla con intensidad; sus rayos son dentados zumbidos de agitados sonidos, que vibran en el límite de mi oído: iplinc! iplinc! iplinc! Me acuna el murmullo de la hierba, y el viento lanza fuegos sobre la pradera. Devoro otra planta de oxígeno, y luego una tercera. Mis hermanos ríen y gritan. Me cuentan de sus dioses, el dios del calor, el dios de los alimentos, el dios del placer, el dios de la muerte, el dios del bien, el dios del mal, y muchos otros. Me declaman los nombres de sus reyes, y yo escucho sus voces como salpicaduras de verde moho en la clara lámina del cielo. Me inician en sus ritos sagrados. Debo recordar esto, me digo, porque cuando concluya no regresaré jamás. Sigo danzando. Siguen danzando. Las colinas se vuelven de un color áspero y rugoso, como, el de un gas abrasivo. Toma, come, únete. Danza. ¡Son tan suaves!
De repente escucho el zumbido del helicóptero.
Vuela muy alto. No puedo ver quién lo pelotea.
- ¡No! - grito -. ¡Aquí no! ¡A esta gente no! ¡Escúchenme, soy Tom Dos Bandas! ¿Me oyen? ¡Estoy haciendo un estudio de campo aquí! ¡No tienen derecho!
Mi voz hace espirales de moho azul bordeadas de chispas rojas. Se elevan y la brisa las dispersa.
Grito, bramo, aúllo. Danzo y agito los puños. En las alas del helicóptero se despliegan los brazos articulados de los distribuidores de cápsulas. Los relucientes grifos se extienden y giran. Las cápsulas neurales llueven sobre el prado, cada una traza una estela ardiente que persiste en el cielo. El sonido del helicóptero se convierte en un espeso tapiz que se extiende hasta el horizonte y apaga mis gritos.
Los Devoradores se alejan de mí en busca de las cápsulas, arrancan las hierbas de raíz para encontrarlas. Aún danzando, me lanzo entre ellos, quitándoles las cápsulas de las manos, arrojándolas al arroyo, pulverizándolas. Los Devoradores me gruñen agujas negras. Se vuelven y buscan más cápsulas. El helicóptero vira y se aleja, dejando una estela de denso sonido aceitoso. Mis hermanos devoran las cápsulas con ansiedad.
No hay modo de evitarlo.
El júbilo los consume, y caen presas del sopor. Ocasionalmente, algún miembro se estremece; luego, incluso esto se hace imperceptible. Comienzan a disolverse. Millares de ellos se derriten sobre la pradera; pierden su forma esférica, se achatan, se confunden con el terreno. Los eslabones entre las moléculas se cortan. Es el ocaso del protoplasma. Perecen. Desaparecen. Camino por la pradera durante horas. Inhalo oxígeno, como un globo de color limón. Unas graves campanadas anuncian el atardecer. Unos oscuros nubarrones lanzan trompetazos en el este, el viento creciente es un torbellino de cerdas negras. Llega el silencio. Cae la noche. Danzo. Estoy solo.
El helicóptero regresa y te encuentran, y no ofreces resistencia. Estás más allá de la amargura. Tranquilo explicas lo que has hecho y lo que has descubierto, y por qué no se debe exterminar a esta gente. Describes la planta que comiste y cómo afectó a tus sentidos, y mientras hablas de la dorada sinestesia, de la textura del viento y del sonido de las nubes y del címbalo del crepúsculo, ellos asienten y sonríen y té dicen que no te preocupes, que todo se arreglará pronto, y te aplican algo frío en el antebrazo, tan frío que es una vibración y un zumbido y el desintoxicante se hunde en tu vena y pronto el éxtasis se disipa, dejando tan solo la fatiga y la pena.
- Jamás aprenderemos, ¿no es verdad? - dice. Exportamos nuestros horrores a las estrellas. Aniquilamos a los armenios, aniquilamos a los judíos, aniquilarnos a los tasmanios, aniquilarnos a los indios, aniquilamos a todo el que interfiera en nuestro camino, y luego venimos aquí y cometemos el mismo crimen. Ustedes no estuvieron allá conmigo. Ustedes no danzaron con ellos. Ustedes no vieron la riqueza y la complejidad de la cultura de los Devoradores. Permítanme que les explique su estructura tribal: Es densa: siete niveles de relaciones matrimoniales, para empezar, y un factor de exogamia que requiere...
- Tom, querido, nadie hará daño a los Devoradores - dice Ellen con suavidad.
- Y su religión - prosigue Tom -. Nueve dioses, cada uno de ellos un aspecto de el dios. Adoran tanto el bien como el mal. Tienen himnos, oraciones, una teología. Y nosotros, los emisarios del dios del mal...
- No los estamos exterminando - dice Michaelson -. ¿No lo entiendes, Tom? Es todo una fantasía tuya. Estuviste bajo influencia de las drogas, pero te estamos curando. En poco tiempo más quedarás limpio. Volverás a tener perspectiva.
- ¿Una fantasía? - dice amargamente -. ¿Un sueño provocado por la droga? Estaba en la pradera y los vi cuando arrojaban las cápsulas neurales. Y vi cómo ellos morían y se disolvían. Eso no fue un sueño.
- ¿Cómo podremos convencerte? - pregunta Chang con vehemencia -. ¿Qué haremos para que nos creas? ¿Tendremos que sobrevolar contigo el país de los Devoradores para que veas cuántos millones hay?
- ¿Pero cuántos millones han sido destruidos? - pregunta él.
Insisten en que está equivocado. Ellen le dice nuevamente que nadie ha querido dañar nunca a los Devoradores.
- Esta es una expedición científica, Tom. Estamos aquí para estudiarlos. Causar daño a formas de vida inteligentes sería violar todo lo que defendemos.
- ¿Admiten que son inteligentes?
- Por supuesto. Jamás hemos dudado de ello.
- ¿Entonces por qué arrojan las cápsulas? - pregunta -. ¿Por qué los asesinan?
- Eso jamás ocurrió, Tom - dice Ellen. Toma una mano de Tom entre la frescura de las suyas. Créenos. Créenos.
- Si quieren que les crea - dice Tom con amargura - ¿por qué no hacen las cosas como deben? Traigan la máquina de corrección de memoria y háganme un tratamiento. No pueden negar con simples palabras lo que yo vi con mis propios ojos.
- Estabas drogado todo ese tiempo - dice Michaelson.
- ¡Jamás he tomado drogas! Salvo lo que comí en el prado, cuando dancé, y eso fue después de haber presenciado la masacre durante semanas y semanas. ¿O dirán que es una alucinación retroactiva?
- No, Tom - dice Schwartz -. Tu alucinación duró todo el tiempo. Es parte de tu terapia, de tu reconstrucción. Viniste aquí programado con eso.
- Imposible - dice él.
Ellen le besa la frente afiebrada.
- Se hizo para reconciliarte con la humanidad, ¿sabes? Estabas resentido por el desplazamiento de tu pueblo en el siglo diecinueve. Eras incapaz de perdonar a la sociedad industrial por haber aniquilado a los Sioux, y estabas terriblemente lleno de odio. Tu terapeuta pensó que si te hacían participar en un imaginario exterminio actual, sí podías llegar a considerarlo una operación necesaria, te verías libre de tu resentimiento y serías capaz de tomar tu lugar en la sociedad como...
Tom aparta violentamente a Ellen.
- ¡No digas estupideces! Si supieras algo sobre la terapia de reconstrucción, te darías cuenta de que ningún terapeuta puede ser tan superficial. No hay correlaciones tan sencillas en la reconstrucción. No, no me toques. Apártate. Apártate.
No dejará que lo convenzan de que es un mero sueño inducido por la droga. No es ninguna fantasía, se dice, ni ninguna terapia. Se levanta. Sale. No lo siguen. Sube a un helicóptero y busca a sus hermanos.
Danzo una vez más. El sol arde con mucha más fuerza hoy. Los Devoradores son más numerosos. Hoy llevo pinturas, uso plumas. Mi cuerpo reluce con el sudor. Danzan conmigo, con un frenesí que no les conocía. Nuestros pies trepidan sobre el pisoteado prado. Nuestras manos tratan de asir el sol. Cantamos, gritamos, aullamos. Danzaremos hasta desplomarnos.
Esto no es una fantasía. Esta gente es real, e inteligente, y están condenados. Lo sé.
Danzamos. Danzamos a pesar de la condena.
Mi bisabuelo viene y danza con nosotros. El también es real. Su nariz es como el pico de un halcón, no achatada como la mía, y usa el gran tocado de plumas, y sus músculos son como cuerdas bajo la piel oscura. Canta, grita, aúlla.
Otros de mi familia se unen a nosotros.
Juntos comemos las plantas de oxígeno, Abrazamos a los Devoradores. Todos sabemos lo que es ser perseguido.
Las nubes hacen música y el viento adquiere textura y la tibieza del sol tiene color.
Danzamos. Danzamos. Nuestros miembros no conocen el cansancio.
El sol crece y colma todo el cielo, y ya no veo Devoradores, veo solo a mi propia gente, a los padres de mis padres que pueblan los siglos, miles de pieles relucientes, miles de picos de halcón, y devorarnos las plantas, y buscamos palos afilados y los clavamos en nuestra carne, y la sangre dulce fluye y se seca bajo el calcinante sol, y danzamos, y danzamos, y algunos caen exhaustos al suelo, y danzamos, y la pradera es un mar de ondulantes tocados, un océano de plumas, y danzamos, y mi corazón es un trueno y mis rodillas son agua y el sol me abarca con sus llamas, y danzo, y caigo, y danzo, y caigo, caigo, y caigo.
Una vez más te encuentran y te traen. Te aplican esa fría punta metálica en el brazo para extraerse la droga de la planta de oxígeno, y luego te dan algo más para que descanses. Descansas y estás muy tranquilo. Ellen te da un beso y acaricias su suave piel, y luego los otros entran y te hablan, dicen cosas para calmarte, pero tú no los oyes, porque lo que buscas son realidades. No es una búsqueda fácil. Es como caer a través de muchas puertas trampas, buscando un cuarto con piso sin bisagras. Todo lo que ha sucedido en este planeta es tu terapia, te dices, concebida para reconciliar a un resentido aborigen con las conquistas del hombre blanco; nada se ha exterminado verdaderamente aquí. Lo rechazas y lo aceptas y adviertes que ésta debe ser la terapia de tus amigos, llevan el peso acumulado de siglos de culpas, han venido aquí para dejar esa carga, y tú estás aquí para ayudarlos, para asumir sus pecados y perdonarlos. Vuelves a caer y comprendes que los Devoradores son meros animales que amenazan la ecología y deben ser exterminados; la cultura que imaginaste ver en ellos es una alucinación, acunada por tus viejos resentimientos. Tratas de retirar tus objeciones a este exterminio necesario, pero vuelves a caer y descubres que ese exterminio solo existe en tu mente, afligida y perturbada por tu obsesión con el crimen cometido contra tus ancestros, y te yergues porque deseas disculparte ante tus amigos, esos inocentes científicos a quienes llamaste asesinos. Y vuelves a caer.
Robert Sheckley - INMUNIDAD DIPLOMATICA
- Entren, caballeros - el embajador les indicó que pasasen a aquella suite especialísima proporcionada por el Departamento de Estado -. Siéntense, por favor.
El coronel Cercy aceptó una silla, intentando descifrar al individuo que tenía a todo Washington mordiéndose las uñas. El embajador no inspiraba en persona terror alguno. De estatura media y no muy corpulento, vestía un traje marrón tradicional que le había dado también el Departamento.
Tenía un rostro inteligente, de delicados trazos.
Tan humano como un humano, pensó Cercy, estudiando al alienígena con ojos sombríos e impersonales.
- ¿En qué puedo servirles? - preguntó sonriente el embajador.
- El presidente me ha puesto al cargo de su caso - dijo Cercy -. He estudiado los informes del profesor Darrig - indicó con un gesto al científico que estaba a su lado -, pero me gustaría que me lo contase usted personalmente.
- Desde luego - dijo el alienígena encendiendo un cigarrillo. Parecía realmente complacido de que se lo preguntaran; lo que no dejaba de ser interesante, pensó Cercy.
Hacía una semana que había llegado a la Tierra y habían estado con él todos los científicos importantes del país.
Pero en caso de apuro llaman al ejército, se recordó Cercy. Se retrepó en su silla, ambas manos embutidas cuidadosamente en los bolsillos. La derecha sujetaba la culata de un 45.
- He venido - dijo el alienígena- como embajador general, en representación de un imperio que abarca media galaxia. Traigo saludos de mi pueblo y les invito a unirse a la Organización.
- ¿Y cómo saben los demás que han encontrado vida inteligente? - preguntó Cercy.
- Hay un mecanismo de emisión que forma parte de nuestra estructura contestó el embajador -. Cuando llegamos a un planeta habitado, se acciona. Esta señal se lanza constantemente al espacio, con un alcance efectivo de varios miles de años luz. Hay tripulaciones de seguimiento que recorren continuamente los límites del área de recepción de cada embajador, atentos a tales mensajes. En cuanto se detecta uno, desciende al planeta un equipo colonizador.
Sacudió delicadamente su cigarrillo al borde del cenicero.
- Este método es mucho mejor que el de enviar equipos de exploración y colonización conjuntos - prosiguió -. Así no hay que equipar grandes fuerzas para lo que pueden ser décadas de búsqueda y exploración.
- Claro, claro. - Cercy le miraba sin expresión - ¿Puede decirme más sobre ese mensaje?
- No necesita usted saber mucho más. La señal radiada no pueden detectarla ustedes con sus métodos, ni pueden bloquearla, en consecuencia.
La emisión sigue mientras yo siga vivo.
Darrig inspiró profundamente, mirando a Cercy.
- Si usted dejara de radiar - comentó como de pasada Cercy -, nuestro planeta jamás sería localizado.
- Hasta que no reexplorasen esta sección del espacio - añadió el diplomático.
- Muy bien Pues como representante oficial del presidente de los Estados Unidos, le pido que deje de transmitir. No queremos formar parte de su imperio.
- Lo lamento - dijo el embajador. Se encogió de hombros despreocupadamente.
Cercy se preguntó cuántas veces habría representado aquella escena y en cuántos planetas.
- ¿Dejará usted de radiar?
- No puedo. No tengo ningún control sobre la emisión, una vez activada.
El diplomático se volvió y se acercó a la ventana -. Sin embargo, he preparado para ustedes una filosofía. Es mi deber, como embajador aquí, aminorar el choque de transmisión lo máximo posible. Esta filosofía les hará ver instantáneamente que..
Cuando el embajador llegó a la ventana Cercy había sacado la pistola.
Disparó seis ráfagas seguidas, alcanzando al embajador en la espalda y en la cabeza. Pero un incontrolable escalofrío le hizo estremecerse.
¡El embajador ya no estaba allí! Cercy y Darrig se miraron. Darrig murmuró algo sobre espectros. Luego, con la misma brusquedad, el embajador apareció otra vez.
- No se crean - dijo - que va a ser tan fácil. Nosotros los embajadores tenemos, lógicamente, cierta inmunidad diplomática. Acarició uno de los agujeros hechos por las balas en la pared -. Por si no entienden, déjenme que les explique. No tienen poder suficiente para matarme. No podrían comprender siquiera la naturaleza de mis poderes de defensa.
Les miró, y en aquel momento Cercy percibió la total ajenidad del embajador.
- Buenos días, caballeros - dijo.
Darrig y Cercy volvían silenciosos a la sala de control. No esperaban en realidad que el embajador fuese tan fácil de matar, pero de todos modos había sido un trauma ver que las balas no podían alcanzarle.
- Supongo que lo viste todo, Malley... - dijo Cercy cuando llegaron a la sala de control. El flaco y calvo psiquiatra asintió con tristeza.
- Está todo filmado.
- ¿Que filosofía será ésa? - musitó Darrig, casi para si.
- Es lógico que funcione, claro. Ninguna raza enviaría a un embajador con un mensaje así si no. A menos...
- ¿A menos qué?
- A menos que tuviese un sistema de defensa muy eficaz - concluyó con tristeza el psiquiatra.
Cercy cruzó la habitación y contempló la placa visual. La habitación del embajador era muy especial. Se había construido precipitadamente dos días después de que aterrizara y entregara su mensaje. Estaba revestida de hierro y plomo, llena de cámaras de vídeo y de cine, grabadoras y muchas otras cosas. Era la última palabra en celdas de muerte.
En la pantalla Cercy pudo ver al embajador sentado a la mesa. Escribía con una pequeña máquina portátil que el gobierno le había dado.
¡Eh, Harrison! - llama Cercy -. Podríamos seguir adelante con el plan dos.
Harrison salió de la habitación contigua donde estaba examinando los circuitos ligados a la residencia del embajador.
- De acuerdo, siéntense todos - dijo Cercy -. Empieza el consejo de guerra.
Malley se retrepó en su silla. Harrison encendió una pipa, aspirando el humo lentamente.
- Veamos - dijo Cercy -. El gobierno ha dejado esto a nuestro cargo. Tenemos que matar al embajador eso es evidente. Me han dado esa responsabilidad.
- Cercy hizo una mueca de pesar -. Probablemente porque ninguno de arriba desea la responsabilidad del fracaso. Y yo os he elegido a vosotros como ayudantes. Podemos disponer de cuanto queramos, de toda la ayuda y asesoramiento que necesitemos. Eso es todo.
- ¿Alguna idea?
- ¿Qué te parece el plan tres? - preguntó Harrison.
- Recurriremos a eso - dijo Cercy -. Pero no creo que resulte.
- Tampoco yo - aceptó Darrig -. No sabemos siquiera de qué naturaleza es su sistema de defensa.
- Eso es lo primero que hay que descubrir. Malley, reúne todos los datos de que se dispone y que alguien los pase por el Analizador Derichman.
- Ya sabes lo que queremos. Qué propiedades tiene X, si X puede hacer esto y aquello.
- Muy bien - dijo Malley. Salió, murmurando algo sobre el ascendiente de las ciencias físicas.
- Harrison - preguntó Cercy -, ¿está dispuesto el plan tres?
- Desde luego.
- Intentémoslo.
Mientras Harrison hacía los últimos ajustes, Cercy observaba a Darrig.
El pequeño y rollizo físico miraba pensativo el espacio murmurando entre dientes. Cercy esperaba que descubriese algo. Esperaba grandes cosas de Darrig. Sabiendo que era imposible trabajar con mucha gente, Cercy había elegido cuidadosamente a sus asesores. Lo que quería era calidad.
Pensando en esto había elegido primero a Harrison. El corpulento y ceñudo ingeniero tenía fama de ser capaz de construir cualquier cosa, si le indicaban más o menos como funcionaba.
Cercy había elegido a Malley, el psiquiatra, porque no estaba seguro de que matar al embajador fuese un problema puramente; físico. Darrig era físico matemático, pero su mente inquieta y curiosa había colaborado algunas interesantes teorías en otros campos. Era el único del grupo realmente interesado en el embajador como problema intelectual.
- Es como el Viejo de Metal - dijo por fin Darrig.
- ¿Qué es eso?
- ¿No habéis oído nunca la historia del Viejo de Metal? Era un monstruo cubierto de una armadura de metal negro. Se enfrentó a él el matador de monstruos, un héroe legendario apache. Después de varias tentativas, el matador de monstruos consiguió matar por fin al Viejo de Metal.
- ¿Cómo lo consiguió?
- Le hirió en el sobaco. Allí no tenía armadura.
- Magnífico - dijo Cercy con una malévola sonrisa. Pidamos a nuestro embajador que levante un brazo.
¡Todo listo! - dijo Harrison.
- De acuerdo. Adelante.
En la habitación del embajador comenzó a fluir un vapor invisible de silenciosos rayos gamma, de mortíferas radiaciones.
Pero no había allí ningún embajador para recibirlos.
- Ya basta - dijo Cercy al cabo de un rato -. Eso mataría a un rebaño de elefantes.
El embajador permaneció invisible durante cinco horas, hasta que se desvaneció gran parte de la radioactividad. Luego apareció otra vez.
- Todavía estoy esperando esa máquina de escribir - dijo.
- Aquí está el informe del analizador. - Malley entregó a Cercy unos papeles -. Esta es la formulación final, resumida.
Cercy leyó en voz alta:
- La defensa más simple contra cualquier arma es convertirse en el arma misma.
- Magnífico - dijo Harrison -. ¿Y eso que significa?
- Significa - explicó Darrig - que cuando atacamos al embajador con fuego él se vuelve fuego, si disparamos con él un proyectil, se convierte en proyectil... hasta que desaparece la amenaza y entonces vuelve a su forma.
Cogió los papeles de la mano de Cercy y los ojeó.
- Humm. Me pregunto si habrá algún paralelo histórico... no creo - alzó la cabeza -. Aunque esto no sea concluyente, parece bastante lógico.
- Cualquier otra defensa implicaría. Primero el reconocimiento del arma, luego una valoración y luego una contramaniobra acorde con la potencia del arma. La defensa del embajador tiene que ser mucho más rápida y segura. No necesita siquiera reconocer el arma. Supongo que su cuerpo simplemente se identifica, de algún modo, con lo que le amenaza.
- ¿Hay algún medio de quebrar esa defensa según el analizador? - preguntó Cercy.
- El analizador afirma claramente que no hay ningún medio si las premisas son ciertas contestó sombrío Malley.
Podemos descartar ese juicio - dijo Darrig -. La máquina es limitada.
- Pero aun no hemos descubierto ningún medio de controlarle - indicó Malley - Y sigue emitiendo ese mensaje.
Cercy se quedó pensativo un momento.
- Convocad a todos los especialistas que encontréis. Conseguiremos vencer al embajador. Lo sé, lo sé - dijo, observando la expresión dubitativa de Darrig -, pero tenemos que intentarlo.
Los días siguientes se ensayaron en el embajador todas las combinaciones y permutaciones posibles de muerte. Se probaron con él todas las armas, desde las hachas de la Edad de Piedra a modernos rifles de alta potencia, granadas de mano, ácido, gases venenosos...
El siguió encogiendo los hombros filosóficamente y trabajando con la nueva máquina de escribir que le habían dado.
Metieron en su habitación bacterias, primero gérmenes de enfermedades conocidas, luego especies mutantes. El diplomático ni siquiera pestañeó.
Le aplicaron electricidad, radiaciones, armas de madera, de hierro, de cobre de bronce, de uranio..., se lo aplicaron todo, ensayaron todas las posibilidades.
El no sufrió ni un rasguño, pero parecía que en su habitación se desarrollase una pelea de bar constante desde hacía cincuenta años.
Malley trabajaba en un plan propio, y lo mismo Darrig. El físico interrumpió su trabajo lo suficiente para recordarle a Cercy el mito de Baldur. Baldur había sido atacado con toda clase de armas, siendo inmune a todas porque la tierra toda había prometido amarle. Todo salvo el muérdago, Cuando le golpearon con una ramita de muérdago, murió.
Cercy le escuchó con impaciencia, pero pidió muérdago por si acaso. Al menos no fue más inútil que las bombas o el arco y la flecha. Su único efecto fue dar un extraño aire festivo a la destrozada habitación.
Al cabo de una semana trasladaron al imperturbable embajador a una celda de muerte más sólida, más nueva y mayor No podían penetrar en la otra por la radioactividad y los microorganismos.
El embajador seguía trabajando con su máquina. Todo lo que escribiera hasta entonces había quedado quemado, roto o carcomido.
- Vamos a hablar con él - sugirió Darrig después de transcurrido un día.
Cercy aceptó. Por el momento estaban vacíos de ideas.
- Pasen, caballeros - dijo el embajador con tanta alegría que Cercy se sintió enfermo - Siento no poder ofrecerles nada. Por cierto que llevan diez días sin darme agua ni alimentos. No es que importe, claro está.
- Hace usted bien en decirlo - contestó Cercy. El embajador no mostraba indicio alguno de estar enfrentándose a toda la violencia de que la Tierra disponía. Por el contrario, eran Cercy y sus hombres los que parecían haber sufrido un bombardeo.
- Tiene usted un sistema de defensa magnífico - dijo confidencialmente Malley.
- Me alegro de que les guste.
- ¿Le importaría decirnos cómo funciona? - preguntó ingenuamente Darrig.
- ¿Es que no lo saben?
- Creemos que sí. Se convierte usted en lo que le ataca. ¿No es cierto?
- Cierto - admitió el embajador -. Como ven, no tengo secretos para ustedes.
- ¿Estaría usted dispuesto a aceptar interrumpir la emisión de esa señal a cambio de algo? - preguntó Cercy.
- ¿Un soborno?
- Bueno - dijo Cercy -, cualquier cosa que...
- Nada - contestó el embajador.
- Por favor, sea razonable - dijo Harrison -. Usted no desea que haya guerra, ¿verdad? La Tierra está unida ya. Estamos armados con...
- ¿Con qué?
- Bombas atómicas - contestó Malley -. Bombas de hidrógeno. Y...
- Arrójenme una - dijo el embajador -. No podría matarme. ¿Por qué creen que iba a resultar más eficaz con mi pueblo?
Los cuatro hombres guardaron silencio. No habían caído en la cuenta.
- La capacidad bélica de un pueblo - afirmó el embajador - indica el nivel de su civilización. El primer estadio es el uso de instrumentos físicos simples. El segundo es el control a nivel molecular. Ustedes están en el umbral del tercer estadio, aunque aún les falta mucho para controlar las fuerzas atómicas y subatómicas - sonrió cordialmente -. Mi pueblo está llegando a los límites del quinto estadio.
- ¿Y cuál es ése? - preguntó Darrig.
- Ya lo descubrirán - contestó el embajador -. Pero quizás se pregunten si mis poderes son representativos. No me importa decirles que no lo son.
Para hacer mi trabajo y exclusivamente para ello, tengo ciertas restricciones incorporadas que me permiten sólo una acción pasiva.
- ¿Por qué? - preguntó Darrig.
- Por razones obvias. Si emprendiese una acción positiva en un momento de cólera, podría destruir todo este planeta.
- ¿Y espera usted que nos lo creamos? - preguntó Cercy.
- ¿Por qué no, es tan difícil de creer? ¿No son capaces de creer que existan fuerzas de las que nada saben? Y hay otra razón de mi pasividad. ¿Es que no han caído ya en la cuenta?
- Sirve también para quebrar nuestro ánimo, - sugirió Cercy.
- Exactamente. El que se lo diga no cambiará las cosas.
- La norma es siempre la misma. Un embajador aterriza y entrega su mensaje a una raza joven, salvaje y animosa como la de ustedes. Hay una feroz resistencia contra él, tentativas inútiles de matarle. Cuando todo esto falla, suelen someterse. Cuando llega el equipo de colonización, su tarea de adoctrinamiento se desarrolla mucho más deprisa, Hizo una pausa, y luego añadió -. La mayoría de los planetas se interesan más por la filosofía que yo vengo a ofrecer. Les aseguro que hará mucho más fácil la transición.
Agitó las cuartillas escritas.
- ¿No van a mirárselo al menos?
Darrig aceptó las cuartillas y las metió en el bolsillo.
- Cuando tenga tiempo.
- Le aconsejo que les eche un vistazo - dijo el embajador -. Y tienen que estar ya cerca del punto crítico. ¿Por qué no ceden?
- Todavía no - contestó con voz lisa Cercy.
- No olviden leer esas cuartillas - insistió el embajador.
Salieron rápidamente de la habitación.
- Bueno - dijo Malley cuando llegaron a la sala de control -, hay unas cuantas cosas que no hemos intentado. ¿Por qué no utilizar la psicología?
- Lo que quieras - aceptó Cercy -. Incluida la magia negra. ¿En qué pensabas?
- Yo creo - contestó Malley - que el embajador está programado para reaccionar instantáneamente a cualquier amenaza. Tiene que tener un reflejo defensivo del tipo «todo o nada». Propongo que intentemos primero algo que no active ese reflejo.
- ¿Qué, por ejemplo? - preguntó Cercy.
- Hipnotismo. Quizá podamos descubrir algo.
- Quizá - convino Cercy -. Hay que intentarlo. Hay que intentarlo todo.
Cercy, Malley y Darrig se agruparon ante la placa visual mientras un volumen infinitesimal de un gas hipnótico penetraba en la habitación del embajador. Al mismo tiempo se activaba una corriente eléctrica en su silla.
- Esto es para distraerle - explicó Malley. El embajador desapareció antes de que la electricidad le alcanzara, y luego apareció de nuevo en su silla.
- Eso es suficiente - murmuró Malley, y cerró la válvula. Observaron. Al rato el embajador dejó el libro y miró a lo lejos.
- Qué extraño - dijo -. Alfern muerto. Un buen amigo... sólo fue un accidente desgraciado. No tuvo ninguna posibilidad. Pero no es frecuente que suceda esto.
- Está pensando en voz alta - murmuró Malley, aunque no había ninguna posibilidad de que el embajador les oyera - Vocaliza lo que piensa. Debe tener en el pensamiento desde hace tiempo a ese amigo.
- Por supuesto - continuó el embajador - , Alfern tenía que morir alguna vez. No hay inmortalidad... aún. Pero de ese modo... no hay defensa. Fuera, en el espacio, simplemente se disolvió. Siempre allí, debajo, simplemente esperando una oportunidad de salir.
- Su cuerpo no reacciona ante el gas hipnótico como si fuese una amenaza susurró Cercy.
- Bueno - se dijo el embajador - el principio regularizador ha actuado muy bien, controlándolo todo, suavizando los roces...
De pronto se puso en pie de un salto, palideció un instante mientras intentaba evidentemente recordar lo que había dicho, y luego rompió a reír.
- Muy hábil. Es la primera vez que utilizan conmigo este truco y será la última. Pero, caballeros, de nada les servirá. Ni siquiera yo sé cómo se me puede matar. - Lanzó una carcajada a las paredes blancas.
- Además - continuó - el equipo colonizador debe de tener ya la dirección. Conmigo o sin mí, les encontrará.
Volvió a sentarse, sonriendo.
¡Ahí está la clave! - exclamó Darrig -. No es invulnerable. Algo mató a su amigo Alfern.
- Pero fue en el espacio - le recordó Cercy -. Me pregunto qué sería.
- Veamos - reflexionó en voz alta Darrig -. El principio de regulación. Debe de ser una ley natural que desconocemos. Y debajo... ¿a qué se referiría cuando dijo debajo?
- Dijo que el equipo colonizador nos localizaría de todos modos - les recordó Malley.
- Lo primero es lo primero - dijo Cercy -. Pudo fingir para engañarnos... no, creo que no. De cualquier modo tenemos que quitar de enmedio al embajador.
Creo que ya sé lo que quiso decir con “debajo” - exclamó Darrig -, Es maravilloso. Una nueva cosmología, quizás.
- ¿Pero de qué se trata? - preguntó Cercy -. ¿Algo que podamos utilizar?
- Eso creo. Pero dejadme pensar. Creo que volveré a mi hotel. Tengo algunos libros allí que quiero comprobar, y no quiero que se me moleste en unas cuantas horas.
- De acuerdo - aceptó Cercy - Pero, ¿qué es lo que...?
- No, podría estar equivocado - le cortó Darrig -. Dejadme trabajar en ello.
Salió precipitadamente de la habitación.
- ¿Qué crees que anda pensando? - preguntó Malley.
- Ni idea - contestó Cercy, encogiéndose de hombros.
- Vamos, intentemos algún truco psicológico más. - Primero llenaron la habitación del embajador con varios centímetros de agua. No lo suficiente para ahogarle, sino lo bastante para que se sintiese incómodo.
A esto añadieron las luces. Durante ocho horas brillaron luces en la habitación del embajador: luces fuertes que penetraban los párpados; luces chillonas e intensas para molestarle. Luego los sonidos: rocas y chillidos, ruidos rechinantes el rumor de unas uñas humanas arañando pizarra, amplificados mil veces; ruidos extraños, gritos, murmullos.
Luego los olores Luego todo lo que pensaron que podría volver loco a un hombre.
Pero en medio de todo esto el embajador dormía plácidamente.
- Bueno - dijo Cercy, al día siguiente - tenemos que utilizar la cabeza.
Hablaba en un tono seco y áspero. La tortura psicológica no había afectado al embajador, pero parecía afectar a Cercy y sus hombres.
- ¿Dónde demonios está Darrig?
- Aún sigue trabajando en esa idea suya - contestó Malley, rascándose la mal afeitada barbilla -. Dice que está a punto de conseguirlo.
- Actuaremos suponiendo que no lo consigue - dijo Cercy -. Empecemos a pensar. Por ejemplo, si el embajador puede convertirse en cualquier cosa, ¿en qué no podría convertirse?
- Buena pregunta - gruñó Harrison.
- Es la pregunta básica - dijo Cercy -. No podemos utilizar una lanza contra un hombre que puedo convertirse en lanza.
- ¿Que os parece esto? - preguntó Malley -. Dando por supuesto que puede convertirse en cualquier cosa, ¿qué os parece si le ponemos en una situación en la que sea atacado incluso después de que varíe de forma?
- Continúa - dijo Cercy.
- Supongamos que está en peligro. Que se convierte en lo que le amenaza. ¿Y si esa misma cosa estuviese a su vez amenazada? ¿Y si a su vez estuviese amenazando a otra? ¿Qué haría él entonces?
- ¿Pero cómo podemos llevar eso a la práctica? - preguntó Cercy.
- Así - Malley descolgó el teléfono -. ¿Oiga? Póngame con el Zoo de Washington. Es urgente.
Al abrirse la puerta el embajador se volvió. Entró por ella a regañadientes un furioso y hambriento tigre. La puerta se cerró. El tigre miró al embajador. El embajador miró al tigre.
- Muy ingenioso - dijo el embajador.
Al oír su voz, el tigre saltó como un muelle de acero aterrizando en el suelo donde había estado el embajador.
Se abrió otra vez la puerta. Entró otro tigre. Rugió furioso y saltó sobre el primero. Chocaron en el aire.
El embajador apareció a unos metros, observando. Retrocedió al entrar un león, con la cabeza levantada y alerta. El león saltó sobre él y a punto estuvo de dar una vuelta de campana al encontrar sólo aire. Al no haber ya ningún hombre el león saltó sobre uno de los tigres. El embajador reapareció en su silla, y se puso a observar, fumando, cómo los animales se mataban entre sí...
A los diez minutos la habitación parecía un matadero.
Pero por entonces el embajador ya se había cansado del espectáculo y estaba echado en la cama, leyendo.
- Me rindo - dijo Malley -. Era mi última idea inteligente.
Cercy miraba al suelo sin responder. Harrison, sentado en un rincón, se emborrachaba parsimoniosamente.
Sonó el teléfono.
- ¿Si? - dijo Cercy.
¡Ya lo tengo! - gritó la voz de Darrig -. Creo que esta es la solución.
Voy ahora mismo en un taxi. Decidle a Harrison que busque unos cuantos ayudantes.
- ¿De qué se trata? - preguntó Cercy.
¡El caos es lo que está debajo! - contestó Darrig, y colgó. Pasearon por la habitación esperando a que apareciera.
Pasó media hora, luego una hora. Por fin, tres horas después de su llamada, apareció Darrig.
- Hola - dijo despreocupadamente.
¡Hola, demonios! - gruñó Cercy -. ¿Dónde te has metido?
- Mientras venía - contestó Darrig - me puse a leer la filosofía del embajador. Una obra magnífica.
- ¿Por eso tardaste tanto?
- Sí. Hice dar al taxista unas vueltas por el parque para terminar de leerlo.
- Olvidemos eso. Que me dices de...
- No puedo olvidarlo - dijo Darrig con voz extraña y tensa -. Me temo que nos hemos equivocado. Sobre los alienígenas, quiero decir. Es perfectamente justo y conveniente que nos gobiernen. En realidad, me gustaría que llegasen enseguida y se hiciesen cargo de la Tierra. Pero Darrig no parecía seguro. Su voz temblaba y sudaba copiosamente. Se retorcía las manos como si le dominase la angustia.
- Es difícil de explicar - dijo -. Lo entendí todo perfectamente en cuanto empecé a leerlo. Ahora comprendo lo estúpidos que fuimos intentando ser independientes en este universo interdependiente. Me di cuenta de... Oh, Cercy, dejémonos de sandeces y aceptemos como amigo al embajador.
¡Calma, calma! - gritó Cercy al perfectamente tranquilo físico -. No sabes lo que dices.
- Es extraño - dijo Darrig -. Sé cómo sentía... pero ya no siento de aquel modo. Creo. De cualquier forma, conozco su problema. Vosotros no habéis leído su filosofía... Os daré cuenta en cuanto la leáis.
Alargo los papeles a Cercy. Cercy los quemó inmediatamente con su encendedor.
- No importa - dijo Darrig -. Lo aprendí de memoria. Escuchad. Axioma uno: Todos los pueblos... Cercy le golpeó, fue un golpe limpio y preciso y Darrig cayó al suelo.
- Deben de ser palabras programadas semánticamente - dijo Malley -. Destinadas a provocar en nosotros determinadas reacciones, supongo. El embajador no tiene más que alterar la filosofía para adaptarla a las gentes con quien trata.
- Malley - dijo Cercy -, esto es trabajo tuyo. Darrig sabe, o cree saber, cuál es la solución. Tenemos que sacársela.
- No va a ser fácil - dijo Malley -. Tendría la sensación de traicionar todas sus creencias si nos lo dijese.
- No me importa cómo se lo saques - dijo Cercy -. Pero sácaselo.
- ¿Aunque lo mate? - preguntó Malley.
- Aunque le mates a él y aunque mueras tú.
- Ayudadme a llevarlo a mi laboratorio - dijo Malley.
Aquella noche Cercy y Harrison estuvieron vigilando al embajador desde la sala de control. Cercy descubrió que sus pensamientos giraban en círculo.
¿Qué había matado a Alfern en el espacio? ¿Podría repetirse el mismo proceso en la Tierra? ¿Qué era el principio de regularización? ¿Qué era el caos de abajo? ¿Qué demonios hago yo aquí?, se preguntó. Pero no podía aclarar esto.
- ¿Qué piensas que es el embajador? - preguntó a Harrison -. ¿Crees que es un hombre?
- Lo parece - respondió el soñoliento Harrison.
- Pero no actúa como un hombre. Me pregunto si será ésta su auténtica forma..
Harrison meneó la cabeza y encendió la pipa.
- No hay quien lo entienda - dijo Cercy -. Parece un hombre, pero puede convertirse en cualquier cosa.
- No puedes atacarle; se adapta. Es como el agua: toma la forma de cualquier recipiente en que se la echa.
- No puedes quemar el agua - dijo Harrison con un bostezo.
- Claro el agua no tiene forma, ¿no es así? ¿O la tiene? ¿Qué es lo básico?
Con un esfuerzo, Harrison intentó concentrarse en las palabras de Cercy.
- ¿La estructura molecular? ¿La matriz?
- Matriz - repitió Cercy, bostezando también -. Estructura. Debe de ser algo así. ¿Una estructura es algo abstracto, verdad?
- Claro. Una estructura puede imprimirse en cualquier cosa. No hay duda.
- Veamos - dijo Cercy -. Estructura. Matriz. En el embajador todo es susceptible de cambio. Tiene que haber alguna fuerza unificadora que conserve, su Personalidad. Algo que no cambie, por muchas transformaciones que sufra.
- Como un trozo de cuerda - murmuró Harrison, con los ojos cerrados.
- Eso mismo. Puedes hacerle nudos, tejer una soga con ella, enrollártela al dedo y sigue siendo cuerda.
- Sí.
- ¿Pero, cómo atacar una estructura? - preguntó Cercy -.
Bueno, no sería mejor dormir un poco? Al diablo el embajador y sus hordas de colonizadores, voy a dar una cabezada..
¡Despierta, Cercy!
Cercy abrió los ojos y miró a Malley. A su lado Harrison roncaba sonoramente.
- ¿Has conseguido algo?
- Nada - confesó Malley -. La filosofía ha debido ejercer un profundo efecto en él. Darrig sabía que había querido matar al embajador, y por sólidas razones. Aunque ahora no siente lo mismo, aún tiene la sensación de estar traicionándonos. Por una parte, no puede hacer daño al embajador; por otra, no quiere perjudicarnos a nosotros.
- ¿Y no dirá nada?
- Me temo que no sea tan simple el problema - respondió Malley -. En fin cuando hay un obstáculo insuperable que debe ser superado... Y además, creo que la filosofía ha tenido efectos perjudiciales en su mente.
- ¿Qué intentas decir? - Cercy se levantó.
- Lo siento - se disculpó Malley -, yo nada podía hacer.
- Darrig luchó ferozmente y cuando no pudo luchar más... se retiró. Creo que esta rematadamente loco.
- Vamos a verlo.
Cruzaron el pasillo hasta el laboratorio de Malley. Darrig estaba relajado y tranquilo en una cama, los ojos vidriosos y fijos.
- ¿Hay medio de curarle? - preguntó Cercy.
- Quizás con terapia de choque - Malley parecía dudarlo -. Llevará mucho tiempo. Y probablemente se bloquease todo esto.
Cercy se volvió; se sentía enfermo. Aunque pudiesen curar a Darrig sería demasiado tarde. Los alienígenas debían de haber recibido ya el mensaje del embajador, y sin duda se dirigían hacia la Tierra.
- ¿Qué es esto? - preguntó Cercy, cogiendo un trozo de papel que Darrig tenia en la mano.
- Estaba manoseándolo - dijo Malley -. ¿Tiene algo escrito?
Cercy leyó en voz alta:
- Considerándolo más atentamente, no hay duda de que el Caos y la Medusa Gorgona están estrechamente relacionados.
- ¿Qué significa esto? - preguntó Malley.
- No lo sé - contestó Cercy desconcertado -. Siempre le interesó muchos la mitología.
- Parece producto de la esquizofrenia - dijo el psiquiatra.
Cercy lo leyó otra vez.
- Considerándolo más atentamente, no hay duda de que el Caos y la Medusa Gorgona están estrechamente relacionados. ¿No es posible - preguntó a Malley - que intentase darnos una clave? No es posible que intentase engañarse a sí mismo diciéndonoslo y ocultándonoslo al mismo tiempo?
- Es posible - aceptó Malley -. Un compromiso fallido...
- ¿Pero qué puede significar?
- Caos - Cercy recordó que Darrig había mencionado aquella palabra en su conversación telefónica -. Era el estado primigenio del universo en la mitología griega, no? La masa informe de la que surgió todo...
- Algo así - convino Malley -. Medusa era una de aquellas tres hermanas de horribles rostros.
Cercy se quedó contemplando fijamente el papel unos instantes. Caos... Medusa.. y el principio de organización!
¡Claro!
- Yo creo... - se volvió y salió corriendo de la habitación.
Malley, al verle marcharse así, cargó una hipodérmica y le siguió.
En la sala de control, Cercy sacó a Harrison de su inconsciencia.
- Escucha - dijo - , quiero que construyas una cosa inmediatamente. ¿Me oyes?
- De acuerdo. - Harrison pestañeó y se incorporó -. ¿A qué tanta prisa?
- Ya sé lo que Darrig quería decirnos - dijo Cercy -. Vamos, te diré lo que quiero. Y deja esa hipodérmica, Malley, no estoy loco. Quiero que me consigas un libro de mitología griega. Y deprisa.
No era tarea fácil encontrar un libro de mitología griega a las dos de la mañana. Con ayuda de agentes del FBI, Malley sacó de la cama a un librero. Consiguió el libro y volvió a toda prisa. Cercy estaba ojeroso y excitado, y Harrison y sus ayudantes trabajaban en tres extraños aparatos. Cercy quitó el libro de las manos a Malley, buscó una sección de éste y lo dejó.
- Buen trabajo - dijo -. Todo está dispuesto. ¿Acabaste, Harrison?
- Estoy acabando - Harrison y diez ayudantes atornillaban las últimas piezas -. ¿Quieres explicarme qué es esto?
- Sí, explícanoslo - dijo Malley.
- No pretendo que sea secreto - dijo Cercy -. Es sólo la prisa. Os lo explicaré sobre la marcha. - Se levantó -. De acuerdo, despertemos al embajador.
Observaron en la pantalla cómo una descarga eléctrica saltaba del techo a la cama del embajador. El embajador se esfumó inmediatamente.
- ¿Ahora es una parte de ese flujo de electrones, verdad? - dijo Cercy.
- Eso nos dijo - contestó Malley.
- Pero sigue conservando su estructura dentro de la corriente - continuó Cercy -. Tiene que hacerlo, para volver a su propia forma. Ahora activamos el primer interruptor.
Harrison conectó la máquina al circuito y mandó salir a sus ayudantes.
- Aquí tenemos un gráfico de la corriente de electrones - dijo Cercy -. ¿Veis la diferencia?
En el gráfico había una serie irregular de crestas y valles, que cambiaban y se nivelaban constantemente.
- ¿Recordáis cuando hipnotizamos al embajador? Hablaba de su amigo, de cómo había muerto en el espacio.
- Así es - dijo Malley -. Algo inesperado había matado a su amigo.
- Dijo algo más - continuó Cercy -. Nos dijo que la fuerza de organización básica del universo normalmente impedía cosas así. Qué significa eso para vosotros?
- La fuerza organizadora - repitió lentamente Malley.
- ¿No habló Darrig de una nueva ley natural?
- Sí. Pero piensa en las implicaciones, como Darrig. Si un principio organizador está dedicado a algún trabajo, tiene que haber algo que se le oponga. Lo que se opone a la organización es...
¡El Caos!
- Eso pensó Darrig y deberíamos haberlo hecho nosotros.
- Debajo está el Caos, y de él surge un principio de organización. Este principio si no he entendido mal, pretende eliminar el Caos fundamental, para que todo sea regular.
- Pero el Caos aún se desborda por algunos puntos, como descubrió Alfern. Quizás la estructura de organización sea más débil en el espacio. De cualquier modo esos puntos son peligrosos, hasta que entra en ellos el principio de organización.
Se volvió a la placa.
- De acuerdo, Harrison. Activa el segundo interruptor. Las crestas y valles se alteraron en el gráfico. Comenzaran a convertirse en disparatadas y absurdas configuraciones.
- Interpreta el mensaje de Darrig teniendo en cuenta esto. El Caos, como sabemos, está debajo. Todo brotó de él. La medusa Gorgona no se podía mirar. Convertía a los hombres en piedra, como recordaréis. Los destruía.
Y así Darrig encontró una relación entre el Caos y lo que no se puede mirar. Todo en relación con el embajador, por supuesto.
¡El embajador no soporta el Caos! - gritó Malley.
- Eso es. El embajador puede hacer un número infinito de alteraciones y, permutaciones, pero hay algo, la matriz, que no puede cambiar, porque entonces no quedaría nada.
Para destruir algo tan abstracto como una estructura, necesitamos un estado en el que no sea posible estructura alguna. Un estado de Caos.
- Estos interruptores son idea de Harrison - dijo Cercy.
Le dije que quería una corriente eléctrica que no tuviese estructura coherente. Los interruptores son una ampliación de los ruidos parásitos de radio. El primero altera la estructura eléctrica. Ese es su objetivo: crear un estado de no estructura. El segundo procura destruir la estructura establecida por el primero; y el tercero la estructura trazada por los dos primeros. Se activan automáticamente, y destruyen de modo sistemático todas las estructuras que puedan crearse en el circuito.. o al menos eso espero.
- ¿Así que esto producirá un estado de Caos? - preguntó Malley, observando la pantalla.
Durante un rato no hubo más que el ronroneo de las máquinas y los trazos descontrolados del gráfico. Luego en mitad de la habitación del embajador apareció una mancha. Tembló, se achicó, se expandió.
A continuación sucedió algo indescriptible. Lo único que supieron fue que dentro de la mancha había desaparecido todo.
¡Desconecta! - gritó Cercy. Harrison desconectó.
La mancha continuaba creciendo.
- ¿Y cómo podemos nosotros soportarlo? - preguntó Malley, contemplando la pantalla.
- ¿No te acuerdas del escudo de Perseo? - dijo Cercy -. Utilizándolo como espejo pudo mirar a Medusa.
- ¡Sigue creciendo! - gritó Malley.
- Habrá en todo esto un riesgo calculado - dijo Cercy -. Siempre existe la posibilidad de que el Caos pueda seguir brotando, incontrolado. Si sucede eso, dará igual en realidad..
La mancha dejó de crecer. Sus bordes vacilaron y se ondularon y luego empezó a disminuir de tamaño.
- El principio de organización - dijo Cercy, desplomándose en una silla.
- ¿Hay huellas del embajador? - preguntó al cabo de unos minutos.
La mancha aún seguía ondulando. Luego desapareció. Instantáneamente hubo una explosión. Las paredes de acero se combaron hacia dentro, pero resistieron. Se apagó la pantalla.
- Esa mancha absorbió todo el aire de la habitación - explicó Cercy - y también todos los muebles, y al embajador.
- No pudo soportarlo - dijo Malley -. Ninguna estructura puede mantenerse en un estado de Caos. Ha ido a unirse a Alfern.
Malley rompió a reír. Cercy sintió deseos de hacerlo, pero se contuvo.
- Hay que tomarlo con calma - dijo -. Aún no hemos terminado.
¡Cómo que no! El embajador...
- Nos hemos deshecho de él, pero aún tenemos una flota alienígena en esta región del espacio. Una flota tan poderosa que nuestras bombas de hidrógeno no le harían ni un rasguño. Deben estar buscándonos.
Se levantó.
- Volved a casa y dormid un poco. Algo me dice que mañana tendremos que empezar a idear algún medio de camuflar un planeta.
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FIN
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Alan Dean Foster - EL REGALO DE UN HOMBRE INÚTIL
Tanto Pearson como la nave estaban acabados.
No lo había imaginado cuando la había alquilado (sin intención de devolverla y sin preocuparse de revisarla previamente, puesto que tanto la tarjeta de crédito que había empleado para pagar el alquiler como la documentación que le identificaba como titular de la misma estaban falsificadas); además, había tenido demasiada prisa como para poder entretenerse en revisiones.
La nave había dado el Salto sin desmontarse; pero cuando había vuelto al espacio normal había descubierto que varios componentes, pequeños pero críticos, habían resultado dañados.
Ahora, todo lo que quedaba de la nave era una columna de humo y metal vaporizado que se elevaba hacia un cielo azul pálido. Ni siquiera tenía ánimos para maldecirla. Sabía lo que era estar acabado y, por lo menos, la nave lo había eyectado... aunque no con la suavidad necesaria para ponerlo a salvo.
Estaba vivo, sí, pero esto no era suficiente. Lo único que ahora notaba era un cansancio sin límites, una fatiga que le embargaba el espíritu. Un abotargamiento de su alma misma.
Sorprendentemente, no sentía dolor. Por dentro, Pearson continuaba funcionando. Por fuera, podía mover los ojos y los labios, arrugar la nariz y, con un tremendo esfuerzo, levantar su brazo derecho del llano y arenoso terreno. Su rostro ya no era simplemente una pequeña parte de un todo muy expresivo: era lo único que le quedaba. El aspecto que tenía el resto de su cuerpo, envuelto en los restos de lo que había sido su traje de vuelo, era algo que sólo le cabía imaginarse. Y no quería imaginarlo. Sabía que tenía intacto el brazo derecho, porque podía moverlo; fuera de esto, todo era pura especulación, y, además, mórbida.
Si tenía suerte, mucha suerte, podría usar su brazo derecho para ponerse de costado. No se molestó en realizar aquel esfuerzo. Ya no había ninguna ilusión, desde luego ilusiones no, rondando por la mente de Pearson. Al borde de la muerte, se había convertido en un auténtico realista.
Aquel mundo al que había impuesto su presencia era muy pequeño; de hecho, apenas si era más grande que un asteroide. En silencio, le pidió disculpas por cualquier daño que le hubiera causado con el impacto de su nave al estrellarse. Siempre estaba pidiendo perdón por algún daifa que había infligido...
Respiraba, de modo que la delgada atmósfera era menos tenue de lo que parecía. Nadie lo encontraría allí; incluso la policía, que lo había estado buscando, acabaría por abandonar su persecución. Pearson era un criminal de poca monta. De hecho, ni siquiera era un verdadero criminal. Para lograr ese apelativo uno tenía que hacer algo que fuese medianamente dañino. «Criminal» significaba alguien peligroso, amenazador. Y Pearson resultaba simplemente irritante para la sociedad, algo así como un picorcillo.
Bueno, al fin había acabado con el picor: él mismo se había rascado hasta desaparecer, pensó, y le sorprendió descubrir que aún tenía la capacidad y las fuerzas necesarias para reírse.
A pesar de que el hacerlo le hizo perder el conocimiento.
Cuando recobró el sentido estaba empezando a clarear. No tenía ni idea de cuánto duraba el día en aquel minúsculo mundo y, por consiguiente, no podía saber cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Podría haber sido un día o una semana, según la forma de medir el tiempo de los humanos. Aunque ya no pensaba en sí mismo como un ser humano: una total parálisis muscular, que sólo había respetado su cara y un brazo, lo había convertido en un cadáver en vida. Le resultaba imposible moverse; ni siquiera podía tender el brazo para tomar los concentrados alimenticios del equipo de supervivencia que quizá llevase aún, o quizá no, sujeto a la pernera del pantalón. No podía hacer otra cosa que sorber la débil atmósfera que, temporalmente, le estaba manteniendo con vida. Hubiera preferido estallar con la nave.
No obstante, no iba a morirse de hambre; primero se moriría de sed. Un cadáver viviente, Pearson. Un cerebro dentro de una botella. Esto le daba mucho tiempo para reflexionar acerca de su vida.
La verdad era que siempre había sido, más o menos, un cadáver viviente. Nunca había sentido afecto por nadie ni por nada, ni siquiera lo había sentido casi por sí mismo. No habiendo hecho nunca nada bueno y no teniendo los medios para hacer nunca nada realmente malo, se había limitado a merodear por la vida, robando un poco de espacio y aire a los demás.
Mejor me hubiera ido si hubiese sido un árbol, musitó cansinamente. Claro que se preguntó si hubiera sido un buen árbol... Desde luego, no habría podido ser un árbol peor que lo malo que había resultado como hombre. Se vio en su juventud, un chico en cierta manera muy echado hacia adelante. Se contempló a sí mismo dando coba a los criminales más famosos y profesionales, con la esperanza de que lo admitiesen en su mundillo, en su casta, que se hicieran amigos suyos.
No, ni siquiera había sido un buen lameculos. Ni tampoco había sabido comportarse de un modo honrado, el par de ocasiones en que lo había intentado. El mundo normal, el legal, lo había contemplado con el mismo desprecio que le habían mostrado los criminales. Así que vivía en un vacío tenebroso y resbaladizo de su propia invención, sin terminar de funcionar de un modo eficiente en lo mental y apenas sí en lo físico.
Si pudiera... Pero no, se interrumpió a sí mismo; iba a morir. Más valía que, por una vez, se mostrase honesto... aunque sólo fuera consigo mismo. Todas las desgracias que le habían acaecido, él se las había buscado; él solito. Y no eran culpa de los demás, como siempre le había agradado argumentar. Unos pocos (¡los muy desgraciados!) habían tratado de ayudarle: de algún modo, él siempre había logrado echarlo todo a perder. Bueno, ya que no otra cosa, al menos podría tratar de morir siendo honesto con sus pensamientos.
Había oído decir que morir de sed no era nada agradable.
El sol cayó por el horizonte Y ninguna luna se alzó. Claro que no, aquel mundo era demasiado pequeño para poder permitirse tener un satélite. Ya resultaba bastante asombroso que fuera capaz de retener una atmósfera. Sin que realmente le preocupase mucho la respuesta, Pearson se preguntó si habría vida en el excelente y llano terreno que lo rodeaba. Quizá plantas. Había descendido demasiado .deprisa y de tan mala manera, que no había podido emplear tiempo alguno en enterarse de esos detalles. Y, como no era capaz de mover la cabeza, no podía hallar respuesta a sus preguntas.
El aire sopló por encima de Pearson, una fresca brisa nocturna, placentera tras el cálido y neblinoso día. La notó fuerte en el rostro; el resto de los receptores externos de su cuerpo estaban muertos. Era posible que hubiera sufrido graves quemaduras; si así era, no podía reaccionar a ellas. En este aspecto la parálisis era una bendición. Y, no obstante, sabía que otras partes de su cuerpo sí estaban funcionando: podía olerlo.
Cuando el sol se alzó de nuevo ya estaba despierto del todo. Calculó que el día de aquel mundo debía de ser de tres o cuatro horas, seguido de una noche de igual duración. Esta información no le era de ninguna utilidad, pero tales especulaciones le mantenían la mente ocupada. Poco a poco se estaba ajustando a su nueva situación... Se dice que la mente humana puede ajustarse a cualquier cosa.
Al cabo de un tiempo se dio cuenta de que ya no le preocupaba la idea de la muerte. En cierta manera le resultaría un alivio. Ya no más escapar: de los demás, de su pobre yo. Nadie iba a llorar su muerte. Y con su ausencia liberaría a los demás de las molestias de su presencia. Las primeras sensaciones de sed, débiles pero innegables, se apoderaron de su garganta.
Pasaron los cortos días y aparecieron algunas nubes. Nunca había prestado atención a las nubes y bien poca al clima; ahora tenía tiempo y motivos para estudiar ambas cosas. Además, no podía ver otra cosa. Se le ocurrió que podría emplear el brazo que le funcionaba para variar la posición de su cabeza y así cambiar su línea de visión. Pero, cuando lo intentó, descubrió que el brazo no le respondía lo bastante como para llevar a cabo la complicada maniobra.
Extrañas, las emociones que sentía: descubrió que la posibilidad de que se le paralizase el único miembro que aún le obedecía le aterraba mucho más que la segura llegada de su muerte.
Las nubes se seguían acumulando sobre él. Las miraba indiferente. La lluvia podría prolongar su vida algunos días terrestres más, pero al fin acabaría por morir de hambre. Los concentrados del paquete de emergencia de su traje le podrían haber mantenido con vida durante meses, quizá más de lo normal, vista su total ausencia de actividad física; pero era como si se hubieran vaporizado con la nave: no podía alcanzarlos.
Su mente especuló sobre los posibles métodos de suicidio. Si su brazo le respondía y si hubiera un trozo de metal afilado cerca, un fragmento de su nave, podría cortarse el cuello. Si... si... llovió. Suave pero continuadamente, durante todo medio día.
Su boca abierta recogió la suficiente agua como para saciarle. Las nubes pasaron y se rasgaron y el lejano sol regresó. Notó cómo le secaba el rostro y supuso que estaría haciendo lo mismo con el resto de su cuerpo. Empezó a apreciar, de un modo distinto y más intenso, el milagro de la lluvia y del proceso por el que es transformada en sangre, linfa y células. Era un logro asombroso, anonadante; y él había pasado toda una vida dándolo por supuesto. Se merecía morir.
Estoy poniéndome filosófico, pensó. O deliro.
Cortos días daban paso a cortas noches. Había perdido totalmente la noción del tiempo, cuando lo halló el primer bicho.
Pearson lo notó mucho antes de verlo. Caminaba por encima de su mejilla. Le volvía loco, porque era incapaz de rascarse o de apartarlo de un manotazo. Cruzó su rostro, se detuvo y atisbó dentro de su ojo derecho.
El parpadeó.
El cosquilleo prosiguió, luego no lo había alejado. Ahora lo tenía en la frente. Tras hacer una pausa allí, caminó hacia su mejilla izquierda, atravesándola, para reincidir su camino primitivo. Por el rabillo de su ojo izquierdo lo vio, mientras llegaba a su hombro. Era negroazulado y demasiado pequeño para que él pudiera discernir detalles. Desde luego parecía un insecto.
Se detuvo en su hombro, estudiando los alrededores.
Quizá fuera mejor de ese modo, pensó. Sería más rápido si los bichos lo devoraban. Cuando hubiera sangrado lo bastante moriría.
Y, si empezaban debajo de su cabeza, no sentiría ningún dolor hasta perder el sentido.
Silenciosamente, animó al insecto. ¡Ánimo, amigo! Tráete a tus tíos y tías, a tus primos y tus sobrinos, y daos un banquete, que Pearson invita. Será toda una bendición.
- No, no podemos hacerlo.
Deliro, supuso él, añadiendo luego:
- ¿Por qué no?
- Eres una maravilla. No podemos comernos una maravilla. No somos lo bastante dignos.
- No soy ninguna maravilla - pensó él, insistente -. Soy un desecho, un fracaso, un absoluto fallo de la Naturaleza. Y no sólo eso - concluyó - , sino que además, aquí estoy hablando telepáticamente con un bicho.
- Soy Yirn, miembro del Pueblo - el suave pensamiento le informó -. No sé lo que es un bicho. Dime, maravilla... ¿cómo puede estar viva una cosa tan grande?
De modo que Pearson se lo dijo: le dio al bicho su nombre y le explicó lo que era la Humanidad, le habló de su triste existencia, que pronto iba a llegar a término, y le contó lo de su parálisis.
- Me entristezco por ti - le dijo al fin Yirn, miembro del Pueblo -. No podemos hacer nada por ayudarte. Somos una pobre tribu, una de tantas, y no se nos permite, según las Leyes, que nos reproduzcamos mucho. Tampoco acabo de comprender esas extrañas cosas que me cuentas acerca del espacio, el tiempo y el tamaño. Ya me cuesta trabajo creer que esa montaña dentro de la que yaces pudiera moverse en otro tiempo. Pero, sin embargo, tú lo afirmas y yo debo creerlo.
Pearson tuvo un repentino y perturbador pensamiento:
- Hey, mira, Yirn. No te creas que soy un dios o algo así. Sólo más grande que tú, eso es todo. En realidad soy mucho menos que tú: ni siquiera supe ser un buen maleante...
- Ese concepto no tiene significado. - Yirn dio la impresión de estar esforzándose en comprenderle
Eres la cosa más maravillosa de toda la creación.
- Tonterías. Dime... ¿Cómo es que puedo «hablar» contigo, visto que eres mucho más pequeño que yo?
- En el Pueblo tenemos un dicho acerca de que lo que es importante es el tamaño de la inteligencia, no el tamaño del tamaño.
- Sí, creo que tienes razón. Mira, lamento que seáis una tribu tan pobre, Yirn: y agradezco que te dé pena mi estado. Nadie había sentido pena alguna por mí antes... excepto yo mismo. Ya es mucho incluso el que un bicho muestre simpatía por mí.
Se quedó en silencio un rato, contemplando al bicho, que agitaba sus diminutas antenas.
- Me... me gustaría poder hacer algo por ti y por tu tribu - dijo al cabo - , pero ni siquiera puedo ayudarme a mí mismo. Pronto moriré de hambre.
- Te ayudaríamos si pudiésemos - le llegó el pensamiento. Pearson tuvo la sensación de una tristeza fuera de toda proporción con el tamaño de aquel ser -, pero todo lo que pudiésemos reunir no te serviría ni para alimentarte convenientemente durante un solo día.
-Claro. Hay comida en el paquete de emergencia de mi traje, pero... - se quedó en silencio. Luego dijo -: Yirn, dime si hay unos recipientes metálicos brillantes en la parte inferior de mi cuerpo.
Pasaron unos momentos, mientras el insecto hacía un viaje hasta el promontorio de una rodilla y regresaba.
- Son como tú los describes, Pearson.
- ¿Cuántos sois en tu tribu?
- ¿En qué estás pensando, Pearson?
A la tribu de Yirn le costó días, días locales, el abrir los cierres de los paquetes del traje. Cuando resultó claro que el Pueblo podía digerir los alimentos humanos, un gran regocijo mental llenó el cerebro de Pearson y se sintió satisfecho.
Fue un Yirn realmente humilde quien luego llegó a comunicarse con él:
- Por primera vez en muchas, muchas generaciones, mi tribu tiene suficiente que comer. Nos podremos multiplicar más allá de las restricciones que las Leyes imponen a los desprovistos de alimentos. Uno de los grandes bloques que tú llamas concentrados puede alimentar a la tribu durante largo tiempo. No hemos probado los alimentos naturales que dices que están dentro del paquete mayor que está debajo de tu cuerpo, pero ya lo haremos. Ahora nos podemos convertir en una verdadera tribu, y no temeremos a esas tribus que roban a las más pobres. Y todo gracias a ti, gran Pearson.
- Con Pearson a secas basta, ¿comprendes? Si me vuelves a llamar «gran» te voy a... - hizo una pausa -. No, no haré nada. Incluso aunque pudiese... se acabaron las amenazas. Sólo Pearson, por favor. Y no he hecho nada por vosotros: ha sido tu pueblo el que se ha hecho con los alimentos. Es curioso, es la primera vez que pienso algo bueno de esos condenados concentrados alimenticios.
- Tenemos una sorpresa para ti, Pearson.
Algo se estaba arrastrando con lentitud infinita por su mejilla. Pesaba un poquito, más que el Pueblo. Lo vio al borde de su visión: un pequeño bloque marrón. Docenas de formas negroazuladas lo rodeaban. Podía sentir sus esfuerzos dentro de su mente.
El bloque llegó a sus labios y él los abrió. Algunos de los miembros del Pueblo se sintieron aterrorizados ante la cercanía de aquel abismo, oscuro y sin fondo. Se dieron la vuelta y huyeron. Yirn y otros líderes de la tribu tomaron sus lugares.
El bloque pasó sobre su labio inferior. El Pueblo ejerció un último y monumental esfuerzo. Algunos de sus miembros fallecieron al realizarlo. El bloque cayó al abismo. Pearson notó cómo le fluía la saliva, pero dudó.
- No sé qué bien me pueda hacer a la larga, Yirn, pero... gracias. Sin embargo, mejor será que te lleves a tu gente de mi cara. Dentro de un momento va a haber un terre... no, un Pearsonmoto.
Cuando se hubieron retirado a un lugar que ofreciera seguridad, empezó a masticar.
A la siguiente mañana llovió. Las gotas tenían el tamaño de las gotas de lluvia de la Tierra y representaban un terrible peligro para la tribu, si la lluvia les cogía a campo abierto. Unas gotas podían matar a alguien del tamaño de Yirn, pero toda la tribu tenía amplio cobijo en el espacio vacío que quedaba bajo el brazo derecho de Pearson. Muchas semanas más tarde, Yirn estaba sentado en la nariz de Pearson, mirando hacia abajo, a los oceánicos ojos.
- Los concentrados no van a durar siempre, y la comida real que hemos hallado en la «mochila» que está bajo tu espalda aún durará menos.
- No te preocupes. Creo que hay un par de zanahorias, y un bocadillo que me había preparado: debe de llevar rodajas de tomate, lechuga, y creo que champiñones. Y también unas nueces. Os podéis comer el embutido y el pan; pero reservad algo de pan, quizá os podáis comer el moho que saldrá.
- No entiendo lo que quieres decirme, Pearson.
- ¿Cómo os hacéis con la comida, Yirn? Sois simples recolectores, ¿no?
- Así es.
- Entonces, quiero que toméis las zanahorias, y el tomate y las otras cosas... ya os las describiré... y también quiero ejemplares de cada planta de las que come tu gente.
- ¿Y qué harás con todo eso, Pearson?
- Reúne a los ancianos de la tribu. Empezaremos con la idea de la irrigación...
Pearson no era un campesino, pero sabía, de un modo rudimentario, que si plantas, riegas y quitas las malas hierbas, crecerán algunos alimentos. El Pueblo aprendía rápido. La idea que más nueva les resultaba era la de quedarse fijos en un sitio y plantar.
Excavaron una balsa para recoger el agua de la lluvia, al precio de centenares de diminutas vidas. Pero los concentrados le daban grandes energías al Pueblo. Diminutos arroyuelos comenzaron a serpentear desde la balsa, más allá de la protectora masa de Pearson. Cuando dejó de llover, la balsa y los diminutos canales estaban repletos, y comenzaron a usar las minúsculas presas. Luego excavaron otra balsa, y otra.
Algo de la comida humana echó raíces y creció, y algunas de las plantas locales echaron raíces y crecieron. El Pueblo prosperó. Pearson les explicó la idea de construir estructuras permanentes. El Pueblo nunca había considerado, tal idea, porque jamás había imaginado una construcción artificial que les pudiera proteger de la lluvia. Pearson les habló de las tiendas de campaña.
Entonces llegó el día en que se acabaron los concentrados. Pearson había estado esperando esto y la noticia no le causó pavor. Había hecho más, mucho más de lo que imaginara que pudiese hacer en aquellos primeros días solitarios en la vacía arena, tras que la nave se estrellase. Había ayudado, y había sido recompensado con la primera verdadera amistad de toda su vida.
- No importa, Yirn. Me alegra saber que he podido ser de ayuda para ti y para tu pueblo.
- Yirn ha muerto - dijo el bicho-. Yo soy Yurn, uno de sus descendientes, al que le ha sido concedido el honor de hablar contigo.
- ¿Yirn ha muerto? Pero si no ha pasado tanto tiempo... ¿o sí? - La idea que tenía Pearson del tiempo transcurrido era muy nebulosa. Pero también era cierto que el período de vida del Pueblo era mucho más corto que el de los humanos -. No importa. Después de todo, la tribu ya tiene suficiente que comer.
- A nosotros sí que nos importa - le repitió Yurn -. Abre la boca, Pearson.
Algo se estaba arrastrando por su mejilla. Se movía bastante deprisa. Pequeñas poleas de madera ayudaban a arrastrarlo y por las poleas corrían largas cuerdas hechas con cabellos de Pearson. Le abrieron camino a través de su barba, a lo que fuese, docenas de miembros del Pueblo usando sus aguzadas mandíbulas.
Cayó en su boca. Tenía hojas y le resultaba vagamente familiar. Era un trozo de espinaca.
- Come, Pearson. Los restos de tu antiguo «bocadillo» han procreado.
Poco después de la tercera cosecha, un trío de ancianos visitó a Pearson. Se sentaron cuidadosamente en la punta de su nariz y lo contemplaron con aire sombrío.
- Las cosechas no marchan bien - dijo uno.
- Describídmelas. - Así lo hicieron y él rebuscó por entre los más polvorientos rincones de su mente los conocimientos, aprendidos en la escuela y olvidados después -. Si tienen toda el agua que necesitan, entonces sólo puede ser una cosa, visto que todas se muestran igualmente afectadas: estáis agotando el suelo de por aquí. Tendréis que ir a plantar a otro lugar.
- Mucha es la distancia que hay entre este lugar y la granja más alejada - le dijo uno de los ancianos -. Ha habido incursiones. Otras tribus están celosas de nosotros. El Pueblo tiene miedo a plantar muy lejos de ti. Tu presencia les da confianza.
- Entonces hay otra posibilidad. Se lamió los labios. El Pueblo había encontrado sal para él.
- ¿Qué habéis estado haciendo con los excrementos que suelta mi cuerpo? - les preguntó.
- Han sido retirados periódicamente y enterrados, tal como nos dijiste - le contestó uno de los tres -, y hemos ido trayendo tierra y arena limpias para sustituir lo que nos llevamos de la región que hay debajo de tu cuerpo, allá donde humedeces el suelo.
- El terreno de por aquí está quedando agotado - les explicó -. Necesita que se le añada algo llamado abono. Esto es lo que el Pueblo debe hacer...
Muchos años más tarde un nuevo Consejo vino a visitar a Pearson. Esto fue después de la Gran Batalla. Varias tribus, grandes y poderosas, se habían unido para atacar al Pueblo. Lo habían hecho retirarse hasta la montañosa fortaleza llamada Pearson. Y mientras la batalla rugía a su alrededor, los líderes de las tribus atacantes habían encabezado una tremenda carga para tomar posesión del dios-montaña, que era como las otras tribus denominaban a Pearson.
Forzando cada uno de los nervios que aún funcionaban en su cuerpo, Pearson había alzado su único brazo válido y, de un manotazo, había aplastado a los líderes del asalto, a sus estados mayores y a centenares de otros atacantes. Aprovechándose de la confusión creada en las filas enemigas, el Pueblo había contraatacado. Los invasores habían sido rechazados con tremendas bajas, y el territorio del Pueblo ya no había vuelto a ser molestado.
Muchos campos cultivados habían sido destruidos. Pero, con amplias dosis del abono suministrado por Pearson, la siguiente cosecha maduró mucho más generosamente que nunca.
Ahora, el nuevo Consejo estaba sentado en el lugar de honor, en la punta de la nariz de Pearson, y miraba a los enormes ojos. Yeen, descendiente de la octava generación en línea directa de Yirn el legendario, se hallaba en el centro.
- Tenemos un regalo para ti, Pearson. Hace meses nos hablaste de un acontecimiento que tú llamaste «cumpleaños» y hemos discurrido mucho acerca de su significado y las costumbres que lo rodean. Cavilamos acerca de cuál podría ser un regalo adecuado.
- Me temo que no podré abrirlo si lo habéis envuelto para regalo - bromeó débilmente -. Me lo tendréis que mostrar. Y me gustaría tener algún regalo que haceros a vosotros por haberme mantenido con vida.
- Tú nos has dado a nosotros mucho más que la vida. Mira a tu izquierda, Pearson.
Movió los ojos. Comenzó a sonar un crujiente y chirriante sonido, que prosiguió mientras él contemplaba el vacío cielo y esperaba. Los pensamientos, cargados de buenos deseos, de millares de miembros del Pueblo lo llenaron.
Lentamente se fue alzando un objeto hasta quedar a su vista. Era un círculo, colocado encima de un perfecto andamio de pequeñas vigas de madera. Era viejo y estaba rascado en algunos lugares, pero aún brillaba: un pequeño espejo de mano, tomado de Dios sabe qué rincón de su mochila o de los bolsillos de su traje. Estaba inclinado en ángulo sobre su pecho y miraba hacia abajo.
Por primera vez en muchos años podía ver el suelo. Antes de que pudiera expresar sus gracias por el maravilloso, increíble regalo que era aquel viejo espejo, sus pensamientos fueron barridos por lo que podía ver.
Pequeñas hileras de campos cultivados se extendían hasta el horizonte.
Ramilletes de diminutas casitas tachonaban los campos, muchas agrupadas en lo que parecían ser pueblos. Puentes suspendidos, hechos con cabellos suyos y jirones de la ropa de su traje, cruzaban un diminuto riachuelo en tres lugares distintos. Al otro lado de lo que a la escala del Pueblo era un gran río, se divisaban los inicios de una pequeña ciudad.
El equipo que manejaba el espejo, mediante un ingenioso sistema de cables y poleas, lo giró. Cerca se encontraba la fábrica en la que, le contaron, se construían vigas de madera y otros artículos a partir de las plantas locales. Grandes tiendas albergaban otras factorías, tiendas hechas con piel curtida, de la que se iba pelando regularmente del cuerpo de Pearson, siempre moreno por el sol. Las herramientas se movían suavemente y vehículos con ruedas llevaban al Pueblo de un lado a otro, en parte gracias a la lubrificación lograda con la cera tomada de los oídos de Pearson.
- ¿Regalarnos algo a nosotros, Pearson? - exclamó Yeen lleno de retórica -. Nos has dado el mayor de los regalos: nos has dado a ti mismo. Cada día hallamos nuevos usos para la información que nos has suministrado. Y cada día hallamos nuevos usos para lo que tu cuerpo produce.
- Otras tribus, con las que antes luchamos, se han unido a nosotros, para que unidos nos beneficiemos con tus dones - Intervino otro -. Estamos convirtiéndonos en eso que tú llamaste nación.
- Cuidado... cuidado con eso... - Pearson murmuró mentalmente, sobrecogido por las palabras del Consejo y las vistas que le ofrecía el espejo -. Una nación significa la aparición de los políticos.
- ¿Qué es eso? - dijo de repente uno de los miembros del Consejo, señalando hacia abajo.
- Un nuevo regalo - contestó el pensamiento de su vecino, que también miraba hacia abajo por la gran pendiente de la nariz de Pearson -. ¿Para qué sirve eso, Pearson?
- Para nada - contestó él -. Hace mucho que aprendí, amigos, que las lágrimas no sirven para nada...
Yusec, descendiente de la ciento doce generación en línea directa de Yirn el Legendario, estaba descansando sobre el pecho de Pearson, disfrutando de la sombra suministrada por el bosque de pelos que allí había. Pearson acababa de comer un trozo de un nuevo y maravilloso fruto que el Pueblo había cultivado en una granja lejana y traído hasta allí, especialmente para él. Pearson podía ver a Yusec gracias a uno de los muchos espejos colocados rodeando su cara, todos inclinados para ofrecerle diferentes vistas de los alrededores.
Un grupo de jóvenes estaba haciendo una excursión por el área pélvica y otro estaba visitando el área de la base de su oreja. Otros iban y venían, subían y bajaban, gracias a burdos ascensores y grandes escaleras que le montaban por todos lados. Grupos de escribas estaban cerca, dispuestos a recoger cualquier pensamiento suelto que pudiera tener Pearson. Incluso captaban sus sueños.
- Yusec, el nuevo alimento es muy bueno.
Los agricultores de esa región estarán complacidos. Hubo una pausa antes de que Pearson volviese a hablar:
- Yusec, me estoy muriendo.
Asustado, el insecto se alzó sobre sus patas traseras, mirando hacia el farallón que era la barbilla de Pearson.
- ¿Qué dices? ¡Pearson no puede morir!
- ¡Tonterías, Yusec! ¿De qué color es mi cabello?
- Blanco, Pearson, pero lleva así muchas décadas.
- ¿Y son profundas las trincheras de mi cara?
- Sí. Pero no más de lo que eran en tiempos de mi tatarabuelo.
- Lo que significa que ya entonces eran profundas. Me estoy muriendo, Yusec. No sé lo viejo que soy, porque hace ya mucho perdí la noción del tiempo, de mi tiempo; y jamás me tomé la molestia de compararlo con el vuestro. Jamás me importó, y sigue sin importarme. Pero me estoy muriendo.
Hizo una pausa.
- Sin embargo, moriré mucho más feliz de lo que jamás pensé. He movido muchas más cosas desde que me quedé paralítico de las que moví mientras podía caminar. Y esto me hace sentir muy bien.
- No puedes morir, Pearson - repitió Yusec, insistente, mientras mandaba una llamada de emergencia al equipo hospitalario creado hacía muchos años sólo para atender a Pearson.
- Puedo morir y voy a hacerlo. - Un aterrado Yusec notó cómo la muerte se extendía por la mente de Pearson, como si fuera una sombra. No podía imaginarse cómo serían los tiempos sin Pearson -. El equipo médico es bueno. Han aprendido por sí mismos muchas cosas acerca de mí. Pero no pueden hacer nada: voy a morir.
- Pero... ¿qué haremos sin ti?
- Todo lo que hacéis lo hacéis sin mí, Yusec. Yo sólo os he dado consejos y el Pueblo lo ha hecho todo por sí mismo. No me echaréis de menos.
- Te echaremos de menos, Pearson - Yusec se estaba resignando a la tremenda inevitabilidad de la desaparición de Pearson -. Estoy absolutamente consternado.
- Yo también. Es curioso, estaba empezando a disfrutar de esta vida. Oh, bueno...
Sus pensamientos eran ya muy débiles, se estaban yendo como la luz cuando el sol da la vuelta al mundo.
- Sólo una última idea, Yusec.
- ¿Sí, Pearson?
- Creí que podríais usar mi cuerpo cuando me hubiera ido: la piel, los huesos y los órganos, pero habéis ido más allá. Esas últimas piezas de bronce que me enseñasteis eran muy buenas. Ya no necesitáis la fábrica Pearson. Es una idea tonta, pero...
Yusec apenas logró captar la última idea de Pearson, antes de que su presencia dejara para siempre al Pueblo.
- ¡Son seres inteligentes, Señor! Ya sé que no son mayores que una pestaña, pero tienen carreteras y granjas, fábricas y escuelas, y yo qué sé qué más tienen. ¡Son la primera raza inteligente no humana que encontramos, Señor!
- Tranquilo, Hanforth - dijo el Capitán -. Eso ya puedo verlo por mí mismo.
Estaba en pie, fuera del módulo de aterrizaje. Habían descendido en un gran lago, para evitar aplastar la intrincada metrópoli que parecía cubrir el entero planetoide.
- Desde luego, increíble es la mejor palabra para describirlo. ¿Hay algo acerca de esa vieja nave estrellada?
- No, Señor. Excepto que es muy antigua. Al menos tiene varios cientos de años. Los detectores sólo hallaron fragmentos de la nave. Pero hay otra cosa, Señor, la delegación de los nativos...
- ¿Sí?
- Hay algo que quieren que veamos. Dicen que algunas de sus autopistas principales son lo bastante anchas como para que podamos viajar por ellas sin crear problemas. Y las han vaciado de todo tráfico.
- Creo que lo mejor será que nos mostremos corteses, a pesar de que preferiría hacer nuestros estudios desde aquí, en lugar seguro, donde no pudiéramos hacer daño a nadie.
Caminaron durante varias horas. Poco a poco llegaron hasta un lugar, cercano al cráter producido por el impacto de la nave arcaica. Habían visto el objeto alzarse en el lejano horizonte y cada vez podían creérselo menos, a medida que se iban acercando.
Ahora se encontraban junto a su base. Era un obelisco metálico, que se alzaba unos cincuenta metros hacia el cielo azul acuoso, acabando en una lejana y aguzada punta.
- Puedo imaginarme por qué querían que viéramos esto - el Capitán se mostraba incrédulo -. Si lo que deseaban era impresionarnos, lo han conseguido. Una obra de ingeniería como ésta, hecha por un pueblo de su tamaño... es algo imposible de creer.
Frunció el ceño y se alzó de hombros.
- ¿Y qué es, Señor? - La cabeza de Hanforth estaba echada hacia atrás para poder mirar la cúspide de aquel obelisco imposible.
- Es curioso... me recuerda algo que he visto antes.
- ¿Qué, Señor?
- Un monumento funerario.
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FIN
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José Carlos Canalda - EL DILEMA DE HAMLET
I
1.- Un robot no puede dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que éste sea dañado.
2.- Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando estas órdenes entren en conflicto con la Primera Ley.
3.- Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Leyes.
- Supongo que convendrán conmigo en que el percance ocurrido es grave... Tremendamente grave.
Las palabras del inspector gubernamental cayeron como un jarro de agua fría entre los presentes. De sobra sabían que el desgraciado accidente ocurrido tres días atrás forzosamente habría de acarrear consecuencia negativas para U.S. Robots y para ellos mismos, pero al fin y al cabo de la reacción del gobierno dependería poder seguir adelante o no con el Proyecto Hamlet... A priori cabría esperar que ésta fuera mala o peor, pero desgraciadamente el hombre que tenían frente a ellos se había decantado claramente por esta última. Así pues, densos nubarrones se cernían ominosamente sobre uno de los proyectos más importantes de la historia de la poderosa compañía.
- Pero si todo se debió a un desgraciado accidente... - balbuceó con voz apagada Antonio Jiménez, responsable máximo del proyecto - No se puede enjuiciar a todo un trabajo de años tan sólo por un acontecimiento puntual.
- Eso es precisamente lo que deseo investigar. - respondió su hierático interlocutor - Cierto es que no podemos culpar a una fábrica de automóviles de que uno de ellos atropelle a una persona, pero sí tendríamos que intervenir si por un defecto de fabricación empiezan a fallarles los frenos a todos. ¿Me explico?
- Perfectamente. - gruñó Susan Calvin, tan fría como el responsable gubernamental - Pero tras haber realizado una investigación interna cuyos resultados tiene usted en su poder - y al decir esto señaló con la mirada la abultada carpeta de tapas negras que yacía en la mesita central - hemos llegado a la conclusión de que no ha existido negligencia alguna en el desarrollo del prototipo, y que en ningún momento han sido violados los estrictos controles de seguridad impuestos por la compañía. El proyecto Hamlet era y es completamente seguro, por lo que coincido con mi colega en opinar que este accidente sólo puede ser atribuido a la casualidad...
- ¡Pero un humano ha muerto a manos de su robot! - por vez primera su inquisidor demostraba tener reacciones humanas - ¿Les parece suficientemente grave este atentado contra la Primera Ley de la Robótica?
- No está tan claro que haya sido violada. Precisamente el proyecto Hamlet... - osó interrumpirle Antonio Jiménez.
- El señor Jiménez no ha querido decir literalmente eso, - se apresuró a rebatir Alfred Lanning, tercer miembro de U.S. Robots presente en la reunión y superior jerárquico de los otros dos - sino que las ecuaciones modificadas con las que se diseñó el cerebro positrónico del prototipo Hamlet-1 mantenían con toda su intensidad la prohibición absoluta de causar daño a cualquier ser humano.
- Pero lo causó. Bien, dejemos esto por ahora. ¿Dónde está en estos momentos el prototipo?
- En nuestros talleres, por supuesto. Pero ahora no es sino un inservible montón de chatarra, ya que su cerebro positrónico quedó totalmente destruido inmediatamente después de ocurrir el... ¡hum! accidente, abrasado por el potencial negativo de la Primera Ley. Lamentablemente, esto nos va a impedir realizar un estudio psicológico del mismo.
- ¿Está... muerto?
- Completamente. Por supuesto podríamos instalarle un cerebro positrónico nuevo, pero ya se trataría de un robot completamente distinto.
- ¿Tienen más prototipos?
- Montados y conectados, no. Pero sí contamos con otro cerebro completamente terminado que no tuvimos tiempo de instalar en un cuerpo.
- Bien, tanto ese cerebro como los restos del robot asesino quedan incautados. Ordenen que sean trasladados a mi nave en presencia de uno de mis oficiales; ambos serán enviados a nuestros laboratorios federales para ser sometidos a estudio. Sí, ya sé que no vamos a encontrar nada que no hayan descubierto antes ustedes; - se interrumpió conciliador al observar los ceños fruncidos de sus forzados anfitriones - Pero la ley es la ley, y yo me veo obligado a aplicarla por más que personalmente esté convencido tanto de su capacidad como de su buena fe. Eso sí, también me veo obligado a recordarles que toda actividad relacionada con el proyecto Hamlet deberá quedar automáticamente interrumpida hasta que la investigación oficial no esté terminada. Mientras tanto, les agradecería que me informaran de cualquier descubrimiento que hagan y que estimen digno de interés; en lo que a mí respecta, me mantendré en contacto con ustedes. Y ahora, si me lo permiten, me retiraré para organizarlo todo.
II
El proyecto Hamlet, del cual había sido promotor el joven Jiménez, era uno de los más ambiciosos que jamás hubiera desarrollado U.S. Robots. Tras vencer una gran cantidad de reticencias y suspicacias a todos los niveles, no todas ellas ajenas al origen hispánico de su apellido, Jiménez pudo empezar a cantar victoria el día en que Susan Calvin, la respetada robopsicólogo jefe, se contagió de su entusiasmo. Desde el punto de vista teórico el interés estaba más que justificado, ya que la modulación del potencial de las Tres Leyes postulada por el ingeniero permitiría obtener unos cerebros positrónicos más flexibles, más humanos en definitiva.
- Fijémonos en las limitaciones que supone la imposición de las Tres Leyes a los cerebros positrónicos. - acostumbraba a decir para defender sus planteamientos - Se trata de unas órdenes rígidas y absolutas que el robot se ve obligado a obedecer en cualquier momento y bajo cualquier situación. No hay excepción alguna y el robot lo sabe, lo cual puede conducir en algunos casos a situaciones aberrantes en las que el robot se verá forzado a actuar de una forma que cualquier humano tacharía de incorrecta, pero que él tiene que seguir por culpa de la imposición de las Tres Leyes. Estas situaciones antinaturales suelen producir, además del perjuicio directo provocado por una incorrecta actuación del robot, daños que a menudo son irreparables en su delicado cerebro positrónico. Cuántos millones se pierden al cabo del año por culpa de esta absurda limitación es algo sumamente difícil de calcular, pero en todo caso resulta ser una suma muy elevada.
»Imaginemos - continuaba - la cantidad de trabajos útiles que un robot no puede realizar por la imposición de la Primera Ley. Por ejemplo, la cirugía. Un cirujano robot sería infinitamente más fiable que cualquier humano, pero no habría manera alguna de convencer a un robot para que infligiera la más mínima incisión a un paciente por más que supiera que ésta era necesaria para su posterior curación... Simplemente se negaría a hacerlo aunque se le insistiera en que de no hacerlo así el paciente fallecería. Tampoco podemos utilizarlos como simples médicos ni aun como auxiliares de los médicos ya que, ante la más mínima duda de que su diagnóstico pudiera estar equivocado, sus cerebros positrónicos quedarían completamente bloqueados.
»¿Y qué me dicen de su incompatibilidad con la policía? Ellos interpretan cualquier persecución policial como un posible daño a la persona perseguida, por lo que se han dado casos de robots que han obstaculizado detenciones de criminales creyendo erróneamente que los delincuentes corrían peligro de sufrir algún tipo de daño físico. Y si tropezaran con las víctimas de un accidente, en vez de optar por salvar primero a los heridos más graves como sería lo lógico, probablemente quedarían bloqueados sin poder actuar al pensar que salvando a determinadas personas estarían condenando a morir a otras; su cerebro quedaría probablemente destruido a causa de lo que sus circuitos interpretarían como una violación por omisión de la Primera Ley y, lo que es todavía peor, nadie sería salvado a causa de su irresolución.
- ¿Me está proponiendo que construyamos un robot privado de la Primera Ley? ¿Está usted loco? - fue la airada reacción de Alfred Lanning cuando Jiménez le expuso por vez primera la idea - ¿Acaso quiere usted que se hunda la compañía?
Aunque audaz en sus planteamientos Antonio Jiménez no pretendía llegar tan lejos; las leyes que regulaban la construcción y explotación de los robots eran lo suficientemente estrictas como para disuadir a cualquiera de infringirlas. Lo que sí quería era dar un paso adelante sobre la a su entender conservadora y anquilosada forma de entender las sacrosantas Tres Leyes de la robótica.
- Por supuesto que no. - respondió a su superior - Pero estimo que las Tres Leyes, y en especial la primera, podrían ser aplicadas de una manera flexible y no con la rigidez con que se hace ahora.
- Explíquese, joven. - a pesar de su aparente inflexibilidad Alfred Lanning no podía disimular completamente su interés por una idea que intuía importante.
- Es sencillo. - el ingeniero comenzaba a paladear su éxito - Hasta ahora, vuelvo a insistir, las Tres Leyes habían sido inculcadas en los cerebros positrónicos de los robots de una forma completamente rígida. Cierto es que en algunos modelos especiales se modificaron los potenciales relativos de cada una de las Tres Leyes reforzando alguna de ellas en detrimento de las restantes, como ocurrió con los de la serie Néstor utilizados en la base Híper; pero en todos los casos el potencial de cada una de las Tres Leyes continuaba siendo fijo aunque estuviera modificado. Yo, por el contrario, propongo que se les aplique un potencial de rango variable que permita a los robots elegir entre dos decisiones distintas de forma similar a como lo haría un humano, optando por aquélla que consideraran la mejor o, en su caso, la menos perniciosa, sin condicionantes de ningún tipo y sin sufrir el menor daño físico en su cerebro.
A Lanning, en principio, no le pareció mala la idea y, probablemente, hubiera dado su aprobación de no mediar un importante inconveniente: El recelo con que la población del planeta miraba a los robots, recelo que se transmitía automáticamente a las autoridades de las que dependían. El resultado de todo ello era una normativa legal sumamente restrictiva que controlaba estrechamente la actividad de U.S. Robots velando por que no se vulnerara ninguno de los mecanismos de control impuestos por la humanidad a unos seres, los robots, por los cuales sentía un profundo recelo cuando no una no disimulada hostilidad.
Por ello, y por su propia supervivencia incluso, la todopoderosa U.S. Robots se veía obligada a practicar una política totalmente conservadora en lo que a investigación y desarrollo de sus nuevos robots se refería. Bastantes problemas tenía ya con los pegajosos supervisores gubernamentales como para buscarse más; porque si una mínima modificación del potencial de la Primera Ley precisaba un peregrinaje por incontables despachos oficiales, ¿qué iban a pensar esos burócratas timoratos de un robot que pudiera discernir libremente acerca de la magnitud del daño a causar? Opinarían, sin duda alguna, que se trataba de algo potencialmente peligroso y que más valía que los robots siguieran teniendo terminantemente prohibido causar el menor daño activa o pasivamente a un ser humano, por más que esto les impidiera asimismo evitar un mal mayor.
Alfred Lanning era, por razones de su cargo, cauto y conservador. Por esta razón Jiménez nunca habría conseguido su objetivo de no haberse encontrado con un aliado de excepción: la robopsicólogo Susan Calvin, a la cual consiguió no sólo convencer sino también entusiasmar. A Susan Calvin no le interesaba en absoluto la construcción de un robot cirujano o un robot policía, ya que ni ella era ingeniero ni le preocupaban las consecuencias prácticas de un nuevo y revolucionario modelo. Pero lo que sí le fascinaba era la posibilidad de estudiar una nueva mente robótica infinitamente más flexible que las existentes hasta entonces, por lo que se volcó con todas sus fuerzas en apoyo del proyecto de Antonio Jiménez.
Y ocurrió el milagro. Lo que un oscuro técnico recién incorporado a la compañía no pudo lograr, lo consiguió la respetada y temida robopsicólogo jefe. Pero no fue fácil; a diferencia de Susan Calvin, a Alfred Lanning sí le preocupaban las cuestiones técnicas y las consecuencias legales del proyecto, por lo que temía con razón que la audacia del mismo acabara acarreando consecuencias negativas para U.S. Robots. Al fin, y tras un largo forcejeo, Susan Calvin y Antonio Jiménez acabaron saliéndose con la suya con una única e inexcusable condición; Que el gobierno terrestre aprobara sin reservas de ningún tipo el todavía no bautizado proyecto.
Para ello se procedió a maquillarlo convenientemente camuflando el libre albedrío parcial con que se dotaría a los nuevos robots dentro de un farragoso memorial con el que se intentaría convencer a los rígidos burócratas de los grandes beneficios que podrían obtenerse de un robot cirujano. Evidentemente, tanto Calvin como Jiménez tenían en mente algo mucho más ambicioso que un simple robot capaz de clavar un bisturí en el cuerpo de un paciente sin que se le achicharrara en unos segundos el cerebro positrónico; pero como cabe suponer, esto se lo callaron. Lanning también lo sabía o, cuanto menos, lo sospechaba, pero también calló discretamente; a pesar de su curtido pragmatismo, todavía quedaba algo de poesía en el fondo de su alma.
Fue una sorpresa para todos, y en especial para Lanning: Cuando en realidad nadie lo esperaba, alguien de muy arriba dio el visto bueno al proyecto; alguien al que probablemente le habría costado el puesto el posterior incidente. Pero eso entonces nadie lo podía prever, ni mucho menos Susan Calvin o Antonio Jiménez.
Éstos, por el contrario, celebraron su triunfo de la única manera que sabían: Poniéndose a trabajar de inmediato. Contando con todas las bendiciones de Alfred Lanning, que era como decir de U.S. Robots, no les costó ningún esfuerzo reclutar un nutrido grupo de colaboradores, todos ellos pertenecientes a la plantilla de la compañía, para encerrarse con ellos en un moderno laboratorio y abordar los primeros pasos de su ambicioso proyecto.
Éste, por cierto, pronto recibió un nombre propio. De acuerdo con la críptica nomenclatura utilizada por U.S. Robots para nombrar a sus prototipos, al proyecto de Jiménez le correspondían las siglas HLT, que pronto algún gracioso convertiría en Hamlet. Puesto que la figura del atormentado príncipe escandinavo inmortalizado por Shakespeare cuadraba ciertamente con el espíritu real del proyecto, el nombre sería rápidamente adoptado como denominación, si no oficial sí cuanto menos oficiosa, de los nuevos prototipos de robots que habrían de surgir de allí pocos meses después... Robots que, tal como se esperaba, disfrutarían de una especie de libre albedrío a la hora de aplicar las Tres Leyes de la Robótica a sus pautas de comportamiento.
Apenas habían pasado seis meses desde el inicio de los trabajos cuando Hamlet-1, primer prototipo de la nueva serie, se convertía en una realidad, algo realmente insólito en los anales de U.S. Robots a causa de su brevedad. Antonio Jiménez se había revelado como un excelente ingeniero provisto además de toda una serie de ideas revolucionarias, coincidencia ésta que no acostumbraba a ser demasiado frecuente. Por si fuera poco el resto del equipo había mostrado estar asimismo a la misma altura que su jefe, todo lo cual les había conducido hasta el éxito más rotundo en un plazo de tiempo increíblemente corto.
Cuando el cerebro positrónico de Hamlet-1 fue conectado por vez primera, el ambiente en el laboratorio era de extrema expectación a la vez que de contenida alegría. Por primera vez se hallaba presente Susan Calvin la cual, al no pertenecer al equipo técnico, había preferido no interferir con su trabajo mientras había durado éste. Pero ahora que Jiménez había terminado con su labor era cuando comenzaba la de Susan Calvin la cual, en su condición de robopsicólogo, sería la responsable del estudio del comportamiento del robots durante las primeras etapas de su vida.
Para alguien ajeno a U.S. Robots y a la robótica en general poco es lo que podría apreciar como excepcional, entendiendo como tal todo aquello de las pautas de conducta de Hamlet-1 que se desviara de lo que cabría esperar en un robot convencional; porque no sólo en nada se diferenciaba el cuerpo del prototipo del de cualquier robot corriente, sino que sus reacciones psicológicas propias y características de su revolucionario cerebro positrónico sólo podrían ser estudiadas gracias a toda una serie de sutiles y minuciosos estudios que ya habían sido preparados por Susan Calvin.
- No se esperen nada espectacular. - solía repetir una y otra vez a sus colegas - En circunstancias normales en nada se va a diferenciar Hamlet-1, en lo que a la forma de comportarse se refiere, de cualquier otro robot convencional, ya que sigue teniendo implantadas las Tres Leyes con su preciso orden de prioridad; y aunque sea capaz de ponderarlas, jamás podría ignorarlas ni desobedecer a una cualquiera de ellas por imposición de otra de rango inferior. La flexibilidad de su nuevo cerebro sólo podrá apreciarse sometiéndolo a situaciones excepcionales y por supuesto muy forzadas, precisamente aquéllas en las que un robot convencional se vería bloqueado, cuando no destruido, por la rigidez de las Tres Leyes que lleva implantadas en su cerebro positrónico.
Como casi siempre, tenía razón. Hamlet-1 se mostró, ya desde el principio de su existencia, como un robot en todo similar a sus congéneres... O al menos eso les parecía a todos excepto, claro está, a la propia Susan Calvin, la cual se mostraba completamente entusiasmada con su trabajo.
- Hamlet - decía, omitiendo siempre el ordinal - es maravilloso. Su mente es infinitamente más flexible, más humana que la de cualquier otro robot construido hasta ahora. Es increíble que nunca antes nadie se hubiera planteado una formulación de las Tres Leyes como la suya.
Claro está que todas estas apreciaciones eran producto exclusivo de las largas conversaciones mantenidas entre la robopsicólogo y el robot, puesto que la relación de este último con el resto de los miembros del equipo estaba limitada al mínimo imprescindible y, por ello, no podía ser más convencional.
Poco a poco Susan Calvin fue apretándole las clavijas, como decía jocosamente Antonio Jiménez. Evidentemente no podían someter al robot a experiencias reales pero sí lo hicieron a simulaciones cuidadosamente diseñadas, todas las cuales fueron resueltas con toda brillantez por Hamlet-1 a pesar de que en la misma situación cualquier otro robot se hubiera visto, cuanto menos, seriamente perturbado.
Todo se desarrollaba, pues, con el mayor de los éxitos cuando ocurrió la catástrofe. Una mañana, cuando Susan Calvin abrió la puerta del pequeño cuarto en el que se recluía al robot todas las noches, se encontró con un macabro espectáculo: Albert Schwartz, uno de los ingenieros adscritos al proyecto, yacía en mitad de un gran charco de sangre con la cabeza abierta en dos como si fuera una calabaza madura. A escasa distancia de él se encontraba el cuerpo inmóvil de Hamlet-1 con el puño derecho ensangrentado y el cerebro positrónico irreversiblemente destruido.
La reconstrucción de los hechos resultó sencilla: Albert Schwartz, provisto de una copia clandestina de la llave de la habitación, había penetrado en ésta con intenciones desconocidas pero en todo caso sospechosas, puesto que estaba terminantemente prohibido hacerlo a cualquiera que no fuera la propia Susan Calvin. Cómo había conseguido una copia de la llave que sólo poseía la robopsicólogo y qué había pretendido hacerle al robot eran preguntas cuyas respuestas se había llevado Schwartz a su tumba.
Fuese lo que fuese, lo cierto era que Hamlet-1 había reaccionado de la forma más violenta posible hundiéndole el cráneo de un certero puñetazo para, a continuación, ser él mismo víctima de su flagrante violación de la Primera Ley.
El revuelo organizado a raíz del macabro descubrimiento fue, como cabe suponer, mayúsculo. Jamás en los anales de U.S. Robots, que era como decir la historia de la robótica, un robot había cometido deliberadamente un homicidio; tratándose además de un modelo experimental en el que las Tres Leyes habían sido modificadas, la cuestión se agravaba todavía más.
Habiendo un cadáver por medio las posibilidades de ocultar el incidente eran evidentemente nulas; así lo entendió Alfred Lanning que, sintiendo cómo una pesada losa estaba a punto de caer sobre su cabeza, hizo de tripas corazón asumiendo la pesada responsabilidad de informar a las autoridades federales... Con los desagradables resultados que habían esperado o, por hablar con mayor precisión, temido.
III
- ¿Cómo lo ve usted? - la conversación entre Susan Calvin y Alfred Lanning tenía lugar en el despacho de este último apenas media hora después de la partida del inspector gubernamental.
- ¿Cómo quiere que lo vea? - refunfuñó ésta visiblemente irritada - Completamente negro. O mucho me equivoco, o el proyecto Hamlet es ya historia... Y todo por culpa del imbécil de Schwartz.
- No sea usted tan dura. - le recriminó Lanning - Si Schwartz no hubiera sido la víctima, podría haberlo sido cualquier otro... Quizá usted misma, que era la que pasaba más tiempo con el robot.
- Hamlet era completamente inofensivo. - se defendió Susan Calvin - Algo muy grave debió de hacerle ese maldito ingeniero para que reaccionara como reaccionó... ¿Sabía usted que ese Schwartz no era trigo limpio? ¿Que robó una llave y entró ilegalmente en el cuarto donde guardábamos a Hamlet? ¿Acaso piensa que fue allí para saludarlo?
- Tiene usted razón. Schwartz no era de fiar, y yo soy el primero en lamentar que permitiéramos su participación en el proyecto. Pero los hechos son como son y no podemos ignorarlos, por lo que tenemos que ceñirnos a ellos. Y la realidad es ésta: Tenemos un robot que ha matado a una persona, hecho éste que está taxativamente prohibido por la Primera Ley aun en los casos en los que corra peligro la propia integridad física del robot.
- ¿Qué insinúa? - preguntó desconfiadamente Susan Calvin.
- Nada. Simplemente intento ponerme en la piel del inspector. Supongamos que Schwartz pretendía dañar al robot, quizá incluso destruirlo; éste, al sentirse en peligro, experimentó un gran incremento en el potencial de la Tercera Ley, tanto que por unos instantes éste rebasó a los de la Segunda y la Primera... Apenas unas décimas de segundo, pero lo suficiente no obstante para que el robot, enajenado mentalmente, reaccionara golpeando a su agresor. Inmediatamente después descubriría con horror que había violado la Primera Ley en su grado máximo, por lo que su cerebro positrónico no pudo soportar la tensión y quedó destruido.
- Imposible. - la voz de la robopsicólogo jefe de U.S. Robots era fría y cortante como un cuchillo - Por mucho que se reforzara el potencial de la Tercera Ley al sentirse Hamlet en peligro, jamás habría alcanzado un nivel superior al de la Segunda y, mucho menos, al de la Primera. Su argumento no tiene ni pies ni cabeza.
- Está bien. - gruñó Lanning, molesto por la falta de tacto de su interlocutora - No es a mí a quien tiene que convencer, sino a los leguleyos del gobierno. Así pues, más vale que vaya pensando en una buena excusa.
- ¿Qué quiere que haga? - respondió ésta todavía más irritada - Yo soy robopsicólogo, y no tengo robot alguno que poder estudiar. Ni tan siquiera cuento con el segundo cerebro positrónico, ya que éste ha sido incautado por el gobierno.
- Apáñeselas como pueda, pero haga algo por evitar que este maldito asunto nos hunda a todos nosotros. Tengo a todos los ingenieros del proyecto revisando las ecuaciones de diseño del cerebro del prototipo en busca de un posible error... Probablemente esto no servirá de nada, pero al menos los mantiene ocupados. En cuanto a usted, quizá sería conveniente que revisara todas sus notas acerca de las pautas de conducta del robot con anterioridad al... ¡hum! accidente. ¿Tiene usted grabadas las conversaciones que mantuvo con él?
- Por supuesto. - si había algo que molestara especialmente a Susan Calvin, y le molestaban muchas cosas, era que alguien se atreviera a dudar de su trabajo.
- Bien, pues ya sabe por dónde empezar. Avíseme en el momento en que descubra algo que pueda parecerle interesante.
Susan Calvin estaba de un humor de perros. De sobra sabía, sin necesidad alguna de revisar sus notas o sus grabaciones, que nada en el comportamiento de Hamlet-1 habría podido predecir su comportamiento posterior... La Primera Ley estaba tan implantada en su cerebro positrónico como lo pudiera estar en cualquier otro robot convencional, y jamás el potencial de cualquiera de las otras dos Leyes, por muy reforzado que estuviera, habría podido anularla. Pero por otro lado Lanning también tenía razón: El robot había matado a una persona, y esto era tan insólito que le resultaba imposible imaginar cualquier tipo de explicación racional.
La robopsicólogo intuía que la clave de todo ello estaba en el sospechoso comportamiento de Schwartz justo antes del accidente, pero como éste estaba muerto nada podía aclararle acerca de los motivos que le hubieran podido mover a hacerlo. Se trataba sin duda de un buen embrollo, y lo peor de todo era que Susan Calvin se sentía incapaz de desenmarañarlo; ella era robopsicólogo pero no psicólogo y mucho menos detective; aún más, su misantropía innata, la misma que le había impelido a volcarse en el mundo de los robots como medio de evadirse de la para ella hostil sociedad humana, le provocaba una invencible repulsión hacia el problema que virtualmente le dejaba sin posibilidades de reacción frente al mismo.
Por otro lado, su irritación corría pareja con su tendencia a la inhibición, ya que para ella suponía un enorme mazazo que el desarrollo de una mente robótica tan revolucionaria como la del proyecto Hamlet se viera truncado por la aparente disfunción de su primer y hasta entonces único prototipo... No, Susan Calvin no podía permitir que tan magnífica idea se fuera al garete por culpa de unos estúpidos burócratas imbuidos por un ridículo complejo de Frankenstein; no lo permitiría, y estaba dispuesta a luchar con todas sus fuerzas por impedirlo. Pero, ¿cómo hacerlo?
Algo en su interior le decía que la clave de todo estaba en la figura del fallecido Schwartz. Aunque su relación con él había sido muy superficial, Susan Calvin no ignoraba que este ingeniero no había sido precisamente popular entre sus compañeros, por decirlo de una manera suave. En realidad Schwartz, incorporado tardíamente al equipo y sin una misión definida, se había limitado a brujulear de un lado a otro entorpeciendo a todos e irritando a la mayoría. Por si fuera poco su carácter arisco tampoco había ayudado demasiado a su convivencia con el resto del grupo; y si decir que era odiado quizá resultara excesivo, lo cierto era que se hubiera visto con alivio, si no con agrado, su marcha.
Su único valedor había sido el propio Antonio Jiménez, que era quien acostumbraba a aplacar a sus irritados compañeros cada vez que éstos le expresaban sus quejas por alguno de los frecuentes incidentes provocados por Schwartz. Sin embargo, y a pesar de que Jiménez le defendía a capa y espada, no por ello mantenían buenas relaciones entre ambos, ya que la repulsa mutua era más que evidente y en nada difería de la que pudiera existir entre Schwartz y cualquier otro integrante del grupo.
La razón que pudiera justificar esta extraña relación entre los dos ingenieros era algo que a Susan Calvin se le escapaba por completo, pero de lo que sí estaba segura era de que, desaparecido el eslabón inicial, el que continuaba la cadena era precisamente el ingeniero jefe. Y aunque ni Susan Calvin era psicólogo ni jamás había pretendido serlo, los descartes previos le obligaron a mantener una entrevista con el propio Antonio Jiménez.
Esto no resultaría fácil ya que Jiménez era víctima de una seria depresión nerviosa; pero Susan Calvin necesitaba hablar urgentemente con él, y pocas cosas había en el mundo capaces de detenerla cuando se lo proponía. Por ello, y tras mantener una agria disputa con los médicos que cuidaban de él, la robopsicólogo consiguió entrevistarse finalmente con el ingeniero.
IV
Antonio Jiménez era la imagen viva del fracaso, y hasta un espíritu tan curtido como era el de Susan Calvin no pudo evitar un sentimiento de conmiseración hacia el mismo.
- Señor Jiménez, yo quería decirle que siento enormemente lo ocurrido. - consiguió articular al fin.
- ¡Ah, doctora Calvin! Todo está perdido sin remedio. - suspiró tristemente el ingeniero.
- Bueno, algo podremos hacer todavía; los resultados que hemos obtenido son demasiado importantes como para tirarlo todo por la borda.
- Seamos realistas; el proyecto Hamlet está acabado. Si se produjera un milagro y el gobierno no lo prohibiera, sería la propia U.S. Robots quien lo haría, ya que no creo que desee arriesgarse a verse involucrada en un nuevo escándalo.
- Sí, tiene usted razón al decir que el futuro no se nos presenta precisamente halagüeño; por ello, es fundamental que consigamos desentrañar la razón por la que Hamlet mató a Schwartz. Sólo así podremos demostrar que, pese a las apariencias, el robot no pudo violar la Primera Ley.
- ¿Y cómo quiere usted que lo hagamos? - gimió Jiménez - Schwartz está muerto y el robot destruido, y se nos ha prohibido terminantemente construir ningún otro.
- Pese a ello, algo podríamos hacer. Es evidente que Schwartz planeaba algún tipo de sabotaje cuando tuvo lugar el accidente, por lo que resultaría sumamente interesante averiguar todos los datos posibles acerca de su vida.
- ¡Pero está muerto! - insistió el ingeniero mientras una chispa de alarma asomaba en sus ojos.
- Sí, eso ya lo sé, pero supongo que alguien podría aportarnos algún dato de interés acerca de él.
- Esto va a ser difícil; - balbuceó Jiménez, ahora visiblemente alarmado - Schwartz se incorporó al equipo cuando éste ya estaba formado, y su carácter era demasiado hosco como para que pudiera tener amigos. Nadie del grupo le quería, y apenas si se relacionaba con ellos.
- Sin embargo, tengo entendido que usted era su valedor. - Susan Calvin comenzaba a disparar su artillería - ¿Acaso su relación con él sí era digna de mención? ¿Tuve usted algo que ver en su incorporación al Proyecto Hamlet? - esta última pregunta era un tiro a ciegas, pero surtió su efecto.
- Yo... - a Jiménez le costaba visibles esfuerzos hablar - Yo no tengo por qué responder a estas preguntas. Usted no es policía.
- Tiene usted razón en ambas cosas. - ahora que había cazado a la presa, Susan Calvin se podía permitir el lujo de recurrir a sus escasas dotes diplomáticas - Y no pretendo en modo alguno insistir en contra de su voluntad. Pero lo que sí quisiera recordarle es que ambos estamos en el mismo barco, y que si nos hundimos nos hundiremos juntos. Por el contrario, si confiamos el uno en el otro y nos ayudamos mutuamente, quizá logremos desenmarañar la madeja. Además, le puedo asegurar que guardaré una discreción absoluta de todo lo que aquí se hable.
- Está bien. - suspiró el ingeniero - De todas formas tarde o temprano se tendría que saber, y de cualquier modo mi carrera está terminada ya. Sí. - continuó, interrumpiendo a su interlocutora - Para mi desgracia yo conocía a Schwartz y me vi obligado primero a incluirlo en el proyecto, y posteriormente a defenderlo de las justas iras de sus compañeros, debido al chantaje al que me tenía sometido... ¡Pero le juro que yo no lo maté, ni ordené a Hamlet que lo hiciera!
- Eso es evidente, puesto que fue Schwartz quien buscó al robot, y no al contrario. - comentó Susan Calvin con displicencia - Pero continúe, si es que quiere hacerlo.
- Es una larga historia. - prosiguió Jiménez mordiendo el anzuelo - Todo empezó cuando estábamos en el último curso de la universidad. Schwartz y yo éramos compañeros de cuarto en la residencia y, aunque no llegábamos a ser amigos debido a su mal carácter, sí manteníamos cierta relación. Una noche fuimos a una fiesta que se celebraba en una localidad cercana, y allí acabamos emborrachándonos completamente. Cuando quisimos volver, descubrimos que había un buen trecho hasta nuestra residencia, era invierno y llovía intensamente. Como no teníamos coche ya que nos había traído un amigo, Schwartz propuso que tomáramos uno prestado (así lo dijo él) y lo usáramos para llegar a casa. Yo, estúpidamente, estuve de acuerdo.
»No nos resultó demasiado difícil coger uno que su dueño se había dejado con las llaves puestas. ¿Ha conducido alguna vez borracha? ¿No? - se respondió él mismo al ver la mueca de desagrado que había aflorado en el normalmente hierático rostro de la mujer - No lo intente; le aseguro que es una experiencia espantosa.
»A la salida de una curva un policía intentó detenernos. No pude esquivarlo y lo atropellé; cuando descendimos del coche pudimos comprobar que lo habíamos matado. El impacto de la situación hizo que las brumas que velaban nuestras mentes desaparecieran como por ensalmo. Yo quería que nos entregáramos a la policía, pero Schwartz no estuvo de acuerdo y, una vez más, accedí dócilmente a sus deseos. Incendiamos el coche y lo despeñamos por el vecino barranco en un intento de destruir posibles pruebas, y a continuación seguimos a pie hasta nuestro destino.
»Habíamos tenido suerte. Nadie nos vio ni coger el coche ni tampoco atropellar al policía ya que la carretera estaba completamente desierta, y nuestros amigos estaban tan borrachos que no recordaban cuando nos fuimos ni como lo habíamos hecho. Hubo una investigación policial, por supuesto, pero la falta de pruebas hizo que el caso fuera finalmente archivado sin que se inculpara a nadie, atribuyendo la policía el atropello a alguno de los numerosos delincuentes de poco monta que pululaban por esos parajes.
»Tan sólo Schwartz y yo sabíamos lo ocurrido, pero hicimos un pacto de silencio: Ninguno de los dos podría denunciar al contrario sin incriminarse a sí mismo, por lo que ambos lo respetamos por la cuenta que nos traía.
- Empiezo a comprender. - le interrumpió Susan Calvin - Continúe.
- Terminados los estudios, nuestras vidas se separaron. Yo ingresé en U.S. Robots mientras Schwartz, víctima de su mal carácter y de su escaso sentido de la responsabilidad, iba dando tumbos de un lado para otro sin parar el suficiente tiempo en ninguno. Sospecho, incluso, que debió de frecuentar compañías poco recomendables, pero carezco de pruebas que puedan demostrar esto último. Así, mientras yo consolidaba mi carrera profesional, él se hundía cada vez más en el fango hasta convertirse en un fracasado.
»Pasaron los años y me embarqué en el proyecto Hamlet. Ignoro cómo pudo ser, pero lo cierto es que él se enteró y vino a buscarme. Tras recordarme cínicamente nuestra antigua amistad, manifestó su sorpresa por lo bien que me había tratado la vida en contraposición a su azarosa existencia, para acabar pidiéndome finalmente que le incluyera en el proyecto.
»Intenté decirle que no de la manera más diplomática posible, pero al ver mi postura se quitó definitivamente la careta sometiéndome a un chantaje que yo no podía eludir: O le aceptaba como un miembro más del equipo, o daba a conocer lo que ocurrió aquella maldita noche de invierno. Él no tenía demasiado que perder, me dijo, por lo que en el caso de que los dos fuéramos detenidos sería yo con diferencia el más perjudicado. Además era yo, y no él, quien conducía en ese momento, por lo que mi pena habría de ser presumiblemente mayor que la suya.
»Me asusté mucho, lo confieso, y una vez más me rendí a sus dictados. Le prometí hacer todo lo que pudiera por que fuera admitido, y él me volvió a exigir su incorporación al proyecto como única alternativa a la denuncia. Ignoro si hubiera sido capaz de hacerlo, pero entonces lo creí así y por lo tanto obré en consecuencia.
- Y consiguió que finalmente fuera aceptado.
- Así fue, pero me costó un esfuerzo ímprobo ya que U.S. Robots no acostumbra a contratar personas ajenas a la empresa; pero recurriendo a toda mi recién adquirida influencia, y presionando a varios amigos que me debían favores, finalmente logré que Schwartz fuera contratado. El resto, ya lo sabe usted.
- Lo que vino a continuación sí, pero el final todavía no. - matizó ella - ¿Por qué cree usted que Schwartz intentó sabotear el prototipo?
- No puedo afirmar nada con total seguridad, pero sí tengo ciertas sospechas. - reflexionó el ingeniero - Un par de días antes de su muerte, Schwartz vino de nuevo a mí. Aunque en un principio se había conformado simplemente con formar parte del equipo, conforme pasaba el tiempo y el proyecto Hamlet se hacía realidad se fue volviendo cada vez más arrogante y ambicioso.
»"Jiménez - me dijo - el proyecto ha sido un éxito, y no es justo que seas tú el único que se lleva todos los honores". Su cinismo era aplastante. Así pues, me exigió que le presentara como codirector del proyecto en igualdad de condiciones conmigo, amenazándome una vez más con denunciarme si no lo hacía. Afortunadamente, por una vez supe sobreponerme y hacerle frente.
»"Denúnciame si quieres. - le respondí - Pero tú caerás conmigo, y ahora tienes tanto que perder como yo".
- ¿Qué respondió? - Susan Calvin comenzaba a mostrarse claramente interesada.
- ¡Oh!, en un principio se quedó parado, pero el muy desgraciado tenía todas las tablas que a mí me faltan. Sonrió cínicamente y me dijo que contaba con otro plan mejor para conseguir que se realizaran sus planes. Dijo que estaba en su mano conseguir que yo fuera expulsado del proyecto para, a continuación, ocupar él mi puesto: "No irás a la cárcel, - me dijo - pero hundiré tu carrera". A continuación volvió a pedirme, según él por última vez, que aceptara sus exigencias. Como me negué de nuevo, se marchó dado un portazo. No volví a verle hasta el día en el que apareció muerto.
- ¿No le dijo en qué consistía su plan?
- Evidentemente no, aunque supongo que se trataría de algún tipo de sabotaje del prototipo. ¡Qué sé yo! Quizá provocándole un funcionamiento defectuoso, destruyéndolo incluso...
- Puede que usted no ande descaminado, pero yo me inclino a pensar que se debería de tratar de algo más sofisticado; un robopsicólogo experto es perfectamente capaz de hacer, sin más herramienta que su propia voz, que un robot se empiece a comportar de una manera anómala y aberrante, sin que nadie excepto él pueda ser capaz de devolverlo a su estado inicial.
- Pero Schwartz no era robopsicólogo...
- Ya lo sé; era ingeniero. Pero esto no impide que pudiera tener ciertos conocimientos de robopsicología; no demasiado profundos, por supuesto, puesto que fracasó completamente en su intento... Lo cual es una verdadera lástima, puesto que nos ha privado de poder contar con el cerebro de Hamlet-1.
- O en su defecto, con el del futuro Hamlet- 2; - remachó el ingeniero - pero este último nos ha sido requisado... Claro está que ya no sería el mismo, ya que el Principio de Incertidumbre impide que dos cerebros positrónicos puedan ser exactamente iguales a nivel atómico.
- Pero las pautas básicas de su funcionamiento, que es lo que en realidad nos importa, sí serían similares. - respondió Susan Calvin, más para si misma que para su interlocutor - El problema no estaría aquí, sino en el hecho de que ignoramos qué le pudo decir Schwartz al pobre robot. No obstante, si yo contara con un cerebro positrónico idéntico, quizá podría hacer algunos estudios al respecto; pero de sobra sabemos que no lo tenemos, y que se nos ha prohibido además construir uno nuevo. Y con la complicidad de Lanning no podemos contar: Nos desollaría vivos antes que permitir que burláramos la prohibición del gobierno.
- Bueno, si usted dice que esto podría servir para resolver el caso, quizá yo pudiera hacer algo...
- ¿Cómo dice? - la sorpresa de Susan Calvin era auténtica - ¿Acaso ha logrado escamotear a esas víboras un cerebro positrónico completo? ¡Dígame que sí!
- Sí y no. - era evidente que Jiménez no deseaba precipitarse - Fuimos completamente sinceros cuando dijimos al inspector que únicamente teníamos un segundo cerebro terminado, pero...
- ¿Pero qué? - ver a la gélida robopsicólogo jefe de U.S. Robots tan excitada como lo estaba ahora era realmente algo excepcional.
- Bien, en todo proceso de fabricación siempre se produce algún elemento defectuoso, máxime si se trata de algo tan delicado como es un cerebro positrónico. Esto es justo lo que nos ocurrió con el primero que construimos, el cual resultó dañado de forma que no servía para nada... Era pura chatarra y su destino inmediato hubiera sido el crisol, pero primero por la excitación que produjo el éxito de Hamlet-1, en realidad el segundo, y luego por el problema del homicidio, lo cierto es que este cerebro desechado quedó arrinconado en el laboratorio sin que nadie se preocupara por él. De hecho, ni tan siquiera yo me acordaba de su existencia cuando mantuvimos la entrevista con el inspector.
- Y ese cerebro, ¿podría ser conectado?
- Como se hace normalmente, es decir, incorporándolo a un cuerpo de robot, rotundamente no ya que los circuitos periféricos que sirven de enlace entre el núcleo racional del mismo y los distintos sistemas sensoriales del cuerpo quedaron dañados irreversiblemente. Pero la parte central del mismo, la que es responsable del pensamiento del robot, estaba aparentemente intacta; claro está que nos hubiera servido de bien poco que el cerebro propiamente dicho pudiera funcionar perfectamente si no podíamos ensamblarlo en un cuerpo. Por esta razón, decidimos desecharlo.
- Yo no necesito un robot completo. - gruñó Susan Calvin - Me basta con un cerebro que sea capaz de pensar y que pueda comunicarse conmigo. ¿Es eso posible?
- La verdad es que no lo hemos intentado nunca, pero ahora que lo pienso quizá... Supongo que podríamos conectarlo a la terminal de un sistema informático. La comunicación sería exclusivamente por consola dado que los circuitos de reconocimiento de voz quedaron también dañados, pero creo que... Sí, merecería la pena intentarlo. - concluyó con entusiasmo.
- Inténtelo. - Susan Calvin volvía a exhibir su tradicional hermetismo - Y avíseme en cuanto haya terminado.
Minutos después el equipo médico se sorprendía de cómo Antonio Jiménez había superado al parecer su depresión poniéndose a trabajar como un poseso; pero por mucho que les intrigara, nunca conseguirían llegar a saber de qué manera lo había logrado.
V
Susan Calvin se encontraba sentada frente a una consola de ordenador que en nada se diferenciaba de cualquier otro terminal informático de los muchos existentes en el laboratorio... Porque realmente era uno de ellos. Lo que nadie, salvo Antonio Jiménez y ella misma, sabía era que ese terminal restaba asimismo conectado a algo muy particular, el dañado cerebro positrónico de Hamlet-0.
Antonio Jiménez había realizado un excelente trabajo teniendo en cuenta las dificultades de su labor y lo clandestino de la misma; pero al fin la había terminado y Susan Calvin podría ponerse en comunicación, por vez primera en su larga vida profesional, con un robot ciego, mudo y sordo pero no por ello privado de su capacidad de raciocinio. La experiencia era para ella tan apasionante que se sentía entusiasmada como una colegiala.
Las limitaciones de comunicación con el cerebro positrónico eran tan severas que tan sólo podría hacerlo a través del teclado y del monitor, es decir, igual que en la prehistoria de la informática... Pero para Susan Calvin esto era suficiente, por lo que recurriendo al sencillo lenguaje diseñado por Jiménez inició su diálogo con el mutilado robot.
- Hola, Hamlet. - tecleó con torpeza - Soy la doctora Susan Calvin. ¿Qué tal te encuentras?
Silencio. El cerebro positrónico tenía probablemente dificultades para mantener abierta la precaria comunicación.
- BUENOS DÍAS, DOCTORA CALVIN. ESTOY ENCANTADO DE PODER HABLAR CON USTED. - fue la respuesta del robot.
- ¿Cómo te sientes? - insistió ella.
- NO DEMASIADO BIEN. NO VEO, NO OIGO, NO SIENTO, NO PUEDO GOBERNAR MI CUERPO, ME NOTO MUY EXTRAÑO.
Al contrario que un niño recién nacido, cuya mente era una pizarra en blanco, los cerebros positrónicos de los robots llevaban grabada toda la información necesaria para que pudieran desenvolverse sin problemas de ningún tipo ya desde el mismo momento de su activación. Y aunque los robots eran perfectamente capaces de aprender, y de hecho aprendían, el importante bagaje con el que iniciaban su existencia les permitía evitar las penosas etapas de adiestramiento que colapsaban los primeros años de vida de cualquier ser humano. Por esta razón no era de extrañar la perplejidad de un robot que se sentía incapaz de encuadrar sus conocimientos en un mundo exterior del que se encontraba totalmente aislado a excepción de la frágil conexión con la consola que manejaba Susan Calvin.
- Lo siento, Hamlet, pero existen ciertos problemas en tus circuitos periféricos que impiden mejorar tu interacción con el mundo exterior.
Nueva pausa, esta vez más prolongada.
- COMPRENDO. SOY LO QUE LOS HUMANOS LLAMARÍAN UN INVÁLIDO.
Susan Calvin se mordió los labios. Quizá no hubiera sido una buena idea activar este cerebro dañado; no podía evitar el pensar que quizá el robot sufriera al ver su discapacidad, y esto le parecía cruel. Pero ésta era su única oportunidad para resolver el problema, se dijo intentando autoconvencerse de que se trataba de un mal inevitable.
- Lo lamento, y celebro que lo entiendas. - Susan Calvin se sentía como una malhechora - Porque tú y yo tenemos bastante de qué hablar.
Fueron muchas las horas que pasó la robopsicólogo dialogando con el robot, tarea ésta necesaria puesto que deseaba repetir todas las pruebas realizadas con anterioridad a Hamlet-1 antes de seguir adelante con su investigación. Ello se debía a que consideraba imprescindible poder constatar que las reacciones de ambos eran idénticas como única manera de poder extrapolar los resultados obtenidos con el cerebro dañado a las posibles pautas de comportamiento del robot asesino.
Terminada esta primera etapa Susan Calvin pudo mostrarse satisfecha de los resultados: A excepción de algunas ligeras desviaciones sin importancia, Hamlet-0 había reaccionado significativamente igual que su malogrado hermano, lo cual le permitía poder seguir adelante con el experimento.
Comenzaba, pues, la verdadera prueba.
- Hamlet, te voy a hacer unas preguntas muy importantes. - tecleó - De tus respuestas depende el futuro de muchas personas.
- ENTIENDO, DOCTORA. DÍGAME QUÉ DESEA SABER.
- Antes de nada deseo hacerte una advertencia. A pesar de que las Tres Leyes que tienes implantadas en el cerebro son más flexibles que las de cualquier otro robot existente en estos momentos, quizá alguna de mis preguntas te pueda hacer entrar en conflicto con ellas. ¿Sabes cuáles podrían ser las consecuencias?
- POR SUPUESTO, DOCTORA. MI CEREBRO SUFRIRÍA DISFUNCIONES O INCLUSO PODRÍA RESULTAR DAÑADO.
- Exacto. Eso es lo que le sucedió a tu pobre hermano, - Susan Calvin había informado previamente al robot del incidente - y es lo que no quiero que te ocurra a ti. Ten muy en cuenta que, debido a tus limitaciones - había pensado decir "desgracia", pero se contuvo - careces por completo de la posibilidad de llevar a cabo tus decisiones. Tan sólo puedes pensar y comunicarme a mí tus pensamientos; por esta razón, nada de lo que digas podrá jamás causar el menor daño a nadie. Por lo tanto, no tiene por qué surgir el menor conflicto en tu cerebro, ni tienes por qué bloquearte por mucho que en un momento dado vinieras a tropezar con cualquiera de las Tres Leyes. Eres completamente libre, pues, de pensar y decir cualquier cosa que quieras. ¿Lo entiendes?
- PERFECTAMENTE, DOCTORA.
- Aún más. - remachó - Si tu cerebro resultara dañado de alguna forma, sería entonces cuando sí causarías unos problemas sumamente graves a muchas personas. Por ello, es fundamental que reflexiones antes de responder a todas mis preguntas sin inhibiciones de ningún tipo.
Lo que acababa de decir Susan Calvin era completamente cierto: De cómo respondiera el robot a sus preguntas dependería el futuro del proyecto Hamlet y también, en buena medida, la carrera profesional de sus integrantes. Susan Calvin no había mentido, pues, al robot, aunque sí había intentado reforzar sus mecanismos de autodefensa (es decir, el equivalente al instinto de conservación humano) para evitar que éste se sintiera perturbado como lo fue el de Hamlet-1. Para culminar con éxito su investigación la robopsicólogo necesitaba reproducir en Hamlet-0 la misma situación que había llevado a Hamlet-1 al asesinato primero y a la autodestrucción después, aunque claro está que, para que resultara efectivo, debería evitar que el cerebro positrónico del mismo sufriera los daños irreversibles que habían provocado la pérdida del cerebro del prototipo. La cuestión era sumamente delicada y sólo podría ser llevada a cabo con éxito por un robopsicólogo de la talla de Susan Calvin, y aun así las posibilidades de fracasar eran lo suficientemente elevadas como para hacer que la robopsicólogo se sintiera bañada en un sudor frío a pesar de la excelente climatización del laboratorio.
Por fortuna, las serias limitaciones físicas del cerebro positrónico de Hamlet-0 habían resultado ser una bendición, ya que si conseguía convencerlo de que, dijera lo que dijera, se trataría de una pura elucubración teórica sin posibilidad alguna de materialización práctica, quizá lograra evitar que éste entrara en conflicto con alguna de las Tres Leyes, como presumiblemente habría ocurrido con un cerebro normal. Se trataba, en definitiva, del viejo vicio humano que consistía en pontificar sobre temas en los que no se tenía la menor capacidad de decisión.
- Hamlet, escucha, ahí va la primera pregunta. - al teclear esta frase Susan Calvin descubrió con desasosiego que le temblaban las manos - Por mucho que reforzaras el potencial de la Segunda o la Tercera Ley, ¿podrías en algún caso eludir la Primera?
- POR SUPUESTO QUE NO, DOCTORA. - fue la rápida respuesta del robot - AUNQUE EN MI CASO PARTICULAR EL RANGO DE VARIACIÓN DEL POTENCIAL DE LAS TRES LEYES ES MUY AMPLIO, ÉSTOS NO SOLAPAN EN NINGÚN MOMENTO, Y EL VALOR MÁXIMO QUE PUEDE ALCANZAR UNO CUALQUIERA DE ELLOS ES SIEMPRE INFERIOR AL VALOR MÍNIMO DEL POTENCIAL DE LA LEY INMEDIATAMENTE SUPERIOR.
- ¿Absolutamente en ningún caso?
- ABSOLUTAMENTE EN NINGUNO. NO EXISTE LA MENOR EXCEPCIÓN.
- Sin embargo, tu hermano Hamlet-1 mató a una persona... ¿Sabrías decirme por qué?
- LO SIENTO, DOCTORA, PERO IGNORO LOS MOTIVOS QUE PUDIERON EMPUJAR A MI CONGÉNERE A LLEGAR A ESA SITUACIÓN. PARA RESPONDERLE, NECESITARÍA SABER QUÉ OCURRIÓ PREVIAMENTE ENTRE ÉL Y EL INGENIERO SCHWARTZ.
Ojalá lo supiera yo. - pensó tristemente Susan Calvin.
- Bien, olvídalo. ¿Imaginas algún caso en el que un potencial excepcionalmente elevado de la Segunda o la Tercera Leyes hubiera podido empujar a tu hermano a matar al ingeniero Schwartz? - en realidad se trataba de la misma pregunta planteada de una forma diferente.
- VUELVO A INSISTIR EN QUE NO. - el robot no era tan fácil de engañar - POR ELLO, ERA DE ESPERAR QUE EL CEREBRO DE HAMLET-1 SUFRIERA UN COLAPSO; LO EXTRAÑO, ES QUE NO OCURRIERA ANTES DEL HOMICIDIO, SINO DESPUÉS... LE ASEGURO QUE NO LO COMPRENDO.
- Te voy a hacer otra pregunta. Imagina que de tu existencia dependiera la seguridad, incluso la vida, de muchas personas que morirían si tú desaparecieras. Si un humano intentara destruirte, ¿te defenderías para evitarlo? ¿Podrías llegar a causarle daño físico, incluso a matarlo, sabiendo que de ello dependía que no sufrieran daño estas personas? - Susan Calvin estaba rozando el borde mismo del precipicio.
- ME RESULTA SUMAMENTE DIFÍCIL RESPONDER A SU PREGUNTA. - fue la contestación de robot tras una pausa que se le hizo eterna - ¿CÓMO PODRÍA YO TENER LA CERTEZA DE QUE DE MI INTEGRIDAD FÍSICA DEPENDERÍA LA DE UNA O VARIAS PERSONAS? SIN EMBARGO, EL DAÑO QUE PUDIERA CAUSAR YO AL AGRESOR SÍ SERÍA REAL.
Susan Calvin frunció el ceño con rabia. El robot estaba resultando ser mucho más sutil de lo que ella hubiera deseado, ya que evitaba chocar con los obstáculos que le interponía sorteándolos con una notable habilidad.
- Supongo que porque te lo habrían dicho. - era lo único que se le ocurrió responder.
- LAMENTO DECIRLE QUE LAS AFIRMACIONES DE LOS HUMANOS NO SIEMPRE SON COMPLETAMENTE OBJETIVAS. - ésta era la diplomática manera de la que Hamlet-0 se sirvió para insinuar que la gente mentía - POR LO TANTO, NUNCA PODRÍA ESTAR ABSOLUTAMENTE SEGURO DE QUE ESTO FUERA CIERTO.
- Pero si tú supieras con absoluta certeza que tu existencia era fundamental para el futuro de la humanidad, - insistió con irritación - ¿cómo reaccionarías?
- LA PRIMERA LEY ES SIEMPRE MÁS IMPORTANTE QUE CUALQUIERA DE LAS OTRAS DOS. - respondió el robot sin titubear - COMO CONSECUENCIA, ABSOLUTAMENTE EN TODOS LOS CASOS CUALQUIER VIDA HUMANA HABRÍA DE TENER PRIORIDAD SOBRE MI PROPIA EXISTENCIA.
- ¿Sin ninguna excepción?
- SIN NINGUNA EXCEPCIÓN.
Bien, - se dijo Susan Calvin tomándose un ligero respiro - Al menos esto confirma mi opinión inicial de que Hamlet-1 jamás habría podido matar a Schwartz en defensa propia; la Tercera Ley, aun en el caso de estos robots, sigue estando estrechamente subordinada a la Primera".
Esta conclusión cerraba definitivamente una de las principales vías que había seguido su razonamiento, pero no necesariamente iba a abrir una nueva. Si la Primera Ley continuaba siendo omnímoda sobre las dos restantes, si en ningún caso el robot podía violarla merced a un reforzamiento de las otras, ¿cómo se explicaba entonces que un robot hubiera podido matar a una persona?
De repente se le ocurrió una idea. Era arriesgada, muy arriesgada, y suponía jugárselo todo a una carta; pero sólo así conseguiría salir, si tenía suerte, del atolladero en el que se encontraba atrapada. Armándose de valor formuló al fin la pregunta, directa y concisa, que le permitiría resolver el problema o que, por el contrario, la llevaría al fracaso definitivo.
- Hamlet, respóndeme a esto. Bajo alguna circunstancia, fuera ésta la que fuera, ¿serías capaz de matar a una persona?
La respuesta del robot llegó tras varios minutos de reflexión, los cuales le habrían de parecer siglos a ella. Ésta no podía ser más escueta:
- SÍ.
- Explícamelo con detenimiento. - concluyó la robopsicólogo jefe, descubriendo con alivio que había triunfado.
VI
- Bien, cuéntenos. - Alfred Lanning mostraba bien a las claras su inquietud- Estoy impaciente por conocer los resultados de su investigación. ¿Qué ha descubierto?
- Lo que ya suponíamos desde el principio. - respondió Susan Calvin sin mostrar demasiado interés en mostrar todavía sus cartas - Hamlet-1 no violó la Primera Ley de la Robótica por culpa de un reforzamiento de la Segunda o la Tercera.
- Sin embargo, habiendo un homicidio por medio, es evidente que de una u otra manera la Primera Ley fue violada. - insistió de nuevo Lanning - Por lo tanto, mi pregunta es la siguiente: ¿Qué movió a Hamlet-1 a asesinar a Schwartz?
- Es difícil responder a su pregunta sin antes explicar las circunstancias tan singulares en las que el robot se vio envuelto. - masculló ésta - Al matar a Schwartz, Hamlet-1 violó ciertamente la prohibición de causar daño a un ser humano, pero estoy en condiciones de afirmar que lo hizo obligado por la propia Primera Ley y no por la Segunda o la Tercera como hubiera podido suponerse en un principio; esto fue precisamente lo que nos desorientó. De hecho, el pobre robot se vio atrapado en un auténtico dilema: La Primera Ley le obligaba a matar, pero al mismo tiempo esa misma Primera Ley le prohibía hacerlo. Dadas estas circunstancias, las consecuencias no pudieron ser otras que las que fueron.
- ¿Cómo dice?
- Es sencillo de explicar. - intervino de nuevo la robopsicólogo - En cualquier robot convencional, la inflexibilidad de la Primera Ley hace que todos los humanos seamos para él exactamente iguales sin que le sea posible discriminar entre el más excelso filántropo y el más abyecto criminal. Para los Hamlet, por el contrario, las personas no sólo son distintas sino también mejores o peores... Siguen teniendo, por supuesto, la más absoluta prohibición de causar el menor daño a nadie, pero su propia libertad de opinión es asimismo la trampa mortal que les puede llegar a atrapar sin posibilidad alguna de escapatoria, tal como le ocurrió al pobre Hamlet-1.
- Una interesante sutileza... - interrumpió Lanning - Que puede llegar a ser peligrosa.
- ¿Por qué? Al fin y al cabo, es lo que hacemos continuamente los humanos. Los grandes principios filosóficos que afirman que todos somos iguales y todos tenemos los mismos derechos y obligaciones, serán correctos y adecuados desde el punto de vista político, pero chocan continuamente con la realidad cotidiana. No, no me he vuelto fascista de repente, ni lo he llegado a ser nunca; simplemente estoy hablando de las simpatías y las antipatías personales que son las responsables de nuestras relaciones sociales. Desde el momento que elegimos a nuestros amigos, ¿no estamos discriminando a quienes no lo son? Si un compañero de trabajo, o un vecino, nos cae especialmente mal y rehuimos su compañía, ¿acaso no es discriminación? Si el señor Jiménez, - dijo refiriéndose a éste, que hasta entonces había permanecido en silencio - tuviera a dos muchachas interesadas en mantener relaciones con él y eligiera a una de ellas por compañera, ¿no estaría discriminando a la segunda?
El ingeniero, que permanecía soltero a pesar de haber alcanzado ya la cuarentena, enrojeció visiblemente. No obstante, y a pesar de su notoria turbación, fue capaz de responder a la comprometida pregunta pensando para sí que con una sola se hubiera dado por más que satisfecho.
- Doctora, creo que aquí está usted equivocada. A cualquiera que le plantee esta pregunta le contestará que no se trata de ninguna discriminación, ya que no se violan los derechos de ninguna persona. Tan sólo se trata de la libertad de elección de la que todos gozamos.
- Exacto. Ahí era exactamente a donde quería llegar yo, y me alegro que haya sido usted quien me haya dado la respuesta. Si no disfrutáramos de ese libre albedrío al que ha hecho usted alusión, nuestra existencia sería particularmente incómoda cuando no decididamente estúpida... Pero pasemos al caso de los robots. Puede que en general importe muy poco, o nada, que éstos puedan estar insatisfechos por las enormes limitaciones que les hemos inculcado en sus cerebros con la excusa del acatamiento por su parte de las Tres Leyes de la Robótica; pero lo que sí tendría que preocupar a cualquiera que contara con un poco de sentido común es que, como consecuencia de estas cortapisas, el rendimiento que obtenemos de los mismos es muy inferior al que teóricamente se habría podido alcanzar de dejar más libres sus mentes.
»Y aquí precisamente es donde radica el problema: La rigidez de las Tres Leyes tradicionales hace que los robots estén completamente limitados en su potencial de trabajo. Evitar, o minimizar al menos esta infrautilización fue la idea que desencadenó el desarrollo del Proyecto Hamlet, y me honra decir que desde este punto de vista fue un auténtico éxito. Claro está que todo beneficio ha de tener siempre su contrapartida, y este caso no ha sido en modo alguno una excepción: Si queríamos robots más flexibles, más humanos en definitiva, robots capaces de desempeñar tareas que hasta ahora habían tenido vedadas, por fuerza tendríamos que darles una libertad de pensamiento mucho mayor de la que siempre habían tenido. Y, puesto que nuestra sociedad es profundamente desigual en todas y cada una de sus facetas, sólo permitiéndoles que fueran conscientes de estas desigualdades podríamos conseguir que los resultados fueran positivos.
- Todo eso está muy bien sobre el papel, doctora Calvin, pero me temo que el libre albedrío del que gozaba Hamlet-1 resultó en la práctica excesivo... No se puede dejar que vaya suelto por ahí un robot capaz de matar a la gente, por mucho que usted afirme que la intangibilidad de la Primera Ley estaba completamente a salvo... Por cierto, le recuerdo que sigue sin responder a mi pregunta.
- Doctor Lanning, ¿mataría usted a alguien?
- ¿Yo? ¡Por supuesto que no! Esto es algo completamente absurdo. - la inesperada pregunta le había cogido completamente desprevenido.
- ¿Ni tan siquiera si de ello dependiera la salvación de su propia vida? Imagínese que un psicópata le va a asesinar y nadie puede ayudarle; sólo puede evitarlo descerrajándole un tiro. ¿Lo haría?
- Eso sería defensa propia. - farfulló confundido - Pero no creo que sea éste el caso; usted misma ha dicho que Hamlet-1 no violó la Primera Ley empujado por su instinto de conservación, es decir, la Tercera, por lo que cabe suponer que se hubiera dejado destruir por Schwartz antes que matar a su agresor. ¿me equivoco, señor Jiménez?
- ¿Eh? - preguntó éste saliendo momentáneamente de su mundo interior - No, no se equivoca; en este aspecto particular Hamlet-1 se hubiera comportado exactamente igual que cualquier robot convencional.
- Exacto - respondió una exultante Susan Calvin - Veo que van siguiendo mis razonamientos. Nunca un conflicto entre la Primera y la Tercera Leyes, o entre la Primera y la Segunda, hubiera podido conducir al... incidente que nos ocupa, aunque supongo que estarán de acuerdo conmigo en que hubiera sido preferible salvar la vida al robot antes que al sinvergüenza de Schwartz. No, no van por ahí los tiros. Como ya he dicho antes, sólo un conflicto de la Primera Ley consigo misma es capaz de explicar lo ocurrido. No en el caso de un robot normal, por supuesto, ya que como sabemos para él todas las personas son exactamente iguales; pero sí si nos encontráramos con un prototipo experimental como Hamlet-1. Enfrentado a una situación en la que no pudiera impedir que alguien muriera pero en la cual, dependiendo de su decisión, el fallecido fuera una u otra persona, nuestro robot sería perfectamente capaz de decidir cuál de ellas era más merecedora de salvarse, obrando en consecuencia... Exactamente igual que lo haríamos cualquiera de nosotros, pero con un grado de objetividad infinitamente mayor.
- ¡Un momento! - le interrumpió Lanning visiblemente alterado - ¿Insinúa usted que Hamlet-1 mató a Schwartz para evitar de esta manera que muriera otra persona?
- Caliente - la normalmente adusta Susan Calvin se estaba permitiendo el lujo de sonreír.
- Esta es una afirmación extremadamente delicada. - insistió éste - ¿En qué se basa usted para sostenerla?
- En las conversaciones que mantuve con un cerebro positrónico, similar en todo al de Hamlet-1, que conseguimos escamotear a los buitres del gobierno. Sí, ya sé que tendré que darle explicaciones por ello; - añadió al ver cómo su jefe directo fruncía el ceño - pero ahora déjeme explicarle los resultados.
»Cuando tras cerciorarme de que sus pautas de pensamiento eran en todo similares a las del robot destruido, le pregunté finalmente si en alguna circunstancia sería capaz de matar a un ser humano. Su respuesta fue que sí lo haría si con ello lograba salvar la vida a otro ser humano de superior valía. Creo, doctor Lanning, que con esto queda suficientemente aclarado lo que pasó.
»Claro está que, a pesar de todo, el conflicto moral sería tan fuerte que el cerebro positrónico sería incapaz de soportar la tensión y se autodestruiría inmediatamente después, como le ocurrió al pobre Hamlet-1. Y si el hermano suyo que me puso tras la pista no sufrió la misma suerte, se debió únicamente a que se trataba de un cerebro aislado que por estar dañado nunca se podría instalar en un cuerpo completo. La certeza de que debido a su minusvalía nada de lo que dijera podría ser llevado a la práctica, junto con el necesario reforzamiento psicológico al que previamente le sometí, fue lo único que impidió que este cerebro positrónico sufriera la misma suerte de Hamlet-1... aunque a pesar de todo, el pobre lo pasó realmente muy mal.
- ¿Y quién era esa otra persona amenazada de muerte? - preguntó a su vez el ingeniero - ¿Cuál era su relación con Schwartz?
- ¿No lo adivina, Jiménez? Esa persona era usted.
Si una bomba hubiera caído en ese momento en mitad de los presentes el efecto no hubiera sido mayor. Lanning se puso pálido como la cera mientras Jiménez, por el contrario, enrojecía alarmantemente. Mientras tanto, Susan Calvin se divertía mirando los rostros convulsos de uno y de otro.
- ¡Eso no puede ser! - balbuceó este último, presa de una gran excitación - Schwartz me chantajeó, eso es cierto... - demasiado tarde se dio cuenta de que había hablado de más ante Lanning - Pero no creo que se hubiera atrevido a llegar tan lejos como para asesinarme; además, eso no le hubiera servido para nada salvo para convertirlo en el principal sospechoso del asesinato.
- Señor Jiménez, cuando terminemos de hablar tendré sumo gusto en pedirle que me informe acerca de ese chantaje que hasta ahora desconocía. - Alfred Lanning había recobrado el dominio de la situación - Mientras tanto, doctora Calvin, amén de que me debe también una explicación como muy bien usted misma ha dicho, permítame decirle que encuentro un punto débil en su argumentación: Aunque no sea robopsicólogo, mis conocimientos me permiten afirmar que para que la circunstancia que usted ha apuntado pudiera llegar a darse, serían necesarias dos condiciones. Primero, que el robot se encontrara físicamente en el lugar y en el mismo momento en el que Schwartz hubiera pretendido asesinar a Jiménez; y segundo, que en estas circunstancias el robot habría optado por inmovilizar al agresor produciéndole el menor daño posible, pero nunca lo habría matado. Y que yo sepa ninguna de estas dos circunstancias se dieron dado que el señor Jiménez, según su propia versión, se encontraba descansando en su habitación en el momento en el que tuvo lugar el incidente. ¿O no fue así?
- Fue exactamente como dije. - farfulló el aludido sintiendo cómo una oleada de frío le recorría el cuerpo - Nada tuve que ver en este asunto, del cual no me enteré hasta la mañana siguiente.
- Doctor Lanning, no sea ingenuo y deje de sospechar del pobre Jiménez. - terció Susan Calvin - En ningún momento he dicho que la amenaza de muerte de Schwartz a Jiménez fuera física.
- Ahora sí que no lo entiendo.
- Piense con lógica. El comportamiento que usted ha descrito sería el de un robot convencional, pero no el de un Hamlet. Centrémonos en el momento en el que Schwartz irrumpió en el cuarto donde estaba encerrado el robot. ¿Qué se le ocurre que podría estar haciendo allí?
- ¿Destruir al robot?
- No, puesto que éste no se hubiera resistido debido al mandato de las Tres Leyes. De haberlo querido dañar, Schwartz lo hubiera podido hacer con completa impunidad. En realidad, lo que pretendía hacer era sabotearlo de una manera sumamente sutil y taimada; nada lograba destruyendo al robot puesto que entonces sería construido otro prototipo, pero sí que podría haber conseguido su meta, que no era otra que desplazar a Jiménez de la jefatura, provocando en Hamlet-1 una disfunción mental que sólo él mismo sería capaz de reparar... Después de haber sido designado jefe del proyecto, por supuesto.
- Y a todo esto, ¿qué pinto yo aquí? - preguntó Jiménez completamente perplejo - Encuentro verosímil la idea de que provocando un mal funcionamiento de Hamlet-1 Schwartz pudiera conseguir mi destitución para ocupar él mi puesto, pero no veo qué relación puede haber con mi presunta muerte evitada según usted por el robot.
- Señor Jiménez, si usted quisiera sabotear al robot provocándole un mal funcionamiento pero sin producirle ningún daño físico irreversible, ¿qué haría?
- Supongo que trataría de volverlo loco.
- Exacto. Eso es lo que intentó hacer Schwartz. Para un robopsicólogo experto - al llegar a este punto Susan Calvin sonrió imperceptiblemente - sería relativamente fácil encerrar a un robot en un círculo vicioso del que no pudiera salir sin violar por algún lado cualquiera de las Tres Leyes, lo cual le acarrearía serios trastornos mentales... Y si fuera además lo suficientemente hábil, podría posteriormente devolverlo a la normalidad.
»Pero ocurrió que ni Schwartz era demasiado experto, ni Hamlet-1 era un robot normal. Ignoro, por supuesto, qué le pudo decir exactamente Schwartz al robot, pero sólo hay una cosa capaz de explicar la reacción posterior de Hamlet-1. Como ya he indicado antes, en un momento dado el robot debió de llegar al convencimiento de que el triunfo de Schwartz implicaba forzosamente la muerte de Jiménez. No se trataba, evidentemente, de una amenaza física puesto que Jiménez no se encontraba allí y, de haber estado, al robot le hubiera resultado fácil neutralizar al agresor sin necesidad de recurrir a medidas violentas. En esto, doctor Lanning, tenía usted toda la razón.
»En realidad el peligro era mucho más sutil y nada podía hacer el robot por evitarlo salvo atacando a Schwartz; o al menos, así lo creyó. Por lo que yo sé, entre sus múltiples defectos Schwartz contaba con una insufrible fanfarronería; y, o mucho me equivoco, o fue esta misma fanfarronería la que le perdió. No es difícil imaginar que, al no poderlo hacer frente a ninguna persona, Schwartz se pavonearía ante Hamlet-1 de su triunfo sobre usted, Jiménez, al arruinarle la carrera. Como buen fanfarrón cargaría las tintas imaginándolo sin trabajo, sin ideales y... - aquí Susan Calvin dio una ligera inflexión a la voz - sin ganas de seguir viviendo.
- ¡Pero eso no es cierto! - exclamó escandalizado el ingeniero - Suponiendo que las cosas hubieran sido como Schwartz planeaba, yo nunca me habría suicidado.
- Probablemente no; - concedió Susan Calvin - aunque esto es algo de lo que nunca podremos estar seguros no con usted, sino con nadie. Lo que es cierto, y nuestro robot debía de saberlo, es que usted tiene una clara tendencia a la depresión. Este hecho unido a las fanfarronadas de Schwartz debieron de convencer a Hamlet-1 de que, si le dejaba libre, su rival se saldría con la suya y usted acabaría suicidándose al no poder soportar su fracaso. Sí, ya sé que probablemente esta situación no se hubiera dado en la realidad, pero eso Hamlet-1 no lo sabía, por lo que obró en consecuencia.
- Lamento decirle, doctora, que encuentro su razonamiento un tanto... alambicado. - protestó Jiménez.
- ¿Alambicado? Bien, entonces búsqueme alguna otra hipótesis que sea capaz de explicar lo ocurrido. - retó ella - Pero recuerde que el robot asesinó a Schwartz porque estaba plenamente convencido de que sólo de esta manera podría salvar otra vida que para él era más valiosa... La suya.
- Bien. - confesó finalmente el ingeniero tras una breve reflexión - Reconozco que soy incapaz de rebatir su teoría, pero eso no quiere decir que esté de acuerdo con ella.
- Señores, seamos prácticos. - interrumpió el hasta entonces silencioso Lanning mostrando evidentes signos de impaciencia - En estos momentos lo único que realmente importa es que salvemos el escollo de la investigación gubernamental, y para ello es fundamental que podamos contar con una explicación lo suficientemente verosímil que además consiga dejar a salvo los intereses de U.S. Robots. Creo que la teoría de la doctora Calvin puede resultar efectiva, por lo que les pido de le den forma de informe oficial etcétera, etcétera, etcétera.
- Pero, ¿y el Proyecto Hamlet? - protestaron ambos a un tiempo.
- El Proyecto Hamlet ha muerto; - respondió Lanning con suavidad - y bastante logro será que ninguno de nosotros vea menoscabada en un futuro su... situación profesional. Les puedo anticipar, oficiosamente por supuesto, que nuestra continuidad en U.S. Robots dependerá de que el gobierno olvide todo lo ocurrido en el Proyecto Hamlet de forma que el fracaso del mismo no afecte al porvenir de la compañía. Así pues, en sus manos lo dejo.
VII
Susan Calvin y Antonio Jiménez nunca sabrían si Lanning hablaba realmente en serio o si, por el contrario, les había mentido deliberadamente para forzarles a actuar como si la amenaza fuera real; pero lo cierto fue que éstos actuaron como si la primera de las dos hipótesis fuera la verdadera.
Para sorpresa de ambos el inspector gubernamental se mostró completamente abierto a una solución del tipo de la apuntada por Lanning: Cancelación absoluta e inmediata del Proyecto Hamlet a cambio de dar carpetazo oficial al asunto. Teniendo en cuenta que existía también una clara responsabilidad gubernamental al haber autorizado el desarrollo del proyecto, no era de extrañar que el gobierno pretendiera silenciar un incidente que en nada le vendría a beneficiar si éste llegaba a hacerse público. Obligado a mantener un difícil equilibrio entre la necesidad imperiosa que la Tierra tenía del trabajo de los robots por un lado, y el acendrado sentimiento antirrobótico de gran parte de la población del planeta por otro, el gobierno optó por la única solución que podía impedir que este equilibrio saltara en pedazos: Silenciar el incidente de modo que nunca se llegara a saber lo ocurrido. Por su parte este acuerdo también resultaba ser sumamente positivo para U.S. Robots, que veía desaparecer los sombríos nubarrones que se habían estado cerniendo sobre ella sin más sacrificio por su parte que la renuncia a un proyecto experimental de más que dudosos beneficios prácticos.
Estando como estaban ambas partes implicadas de acuerdo, el resto fue ya sencillo: La muerte de Schwartz fue calificada oficialmente de "accidente de laboratorio" y, al no existir ni parientes ni personas allegadas al mismo que hubieran podido plantear algún tipo de reclamación judicial, el incidente que se saldara con su fallecimiento quedó de esta manera legalmente zanjado. Los integrantes del Proyecto Hamlet fueron dispersados por los distintos centros de producción e investigación propiedad de la todopoderosa compañía, todos ellos acompañados por una substancial mejora de su categoría profesional junto con la recomendación explícita de que se olvidaran del asunto.
Susan Calvin continuó trabajando en sus tareas habituales mientras Jiménez, por último, era promovido a un alto cargo ejecutivo de gran consideración dentro del organigrama interno de U.S. Robots, cargo que le mantendría cuidadosamente alejado de todo cuanto pudiera suponer el menor contacto con el diseño y desarrollo de robots. Aparentemente también había sido olvidado, tanto por parte de la policía como de la propia compañía, su antiguo desliz merced al cual le hubiera chantajeado Schwartz; al fin y al cabo había pasado mucho tiempo desde entonces y a nadie le interesaba volverlo a recordar... A nadie, y mucho menos por supuesto al propio interesado.
- Me han convertido en un ejecutivo. - se lamentaba Antonio Jiménez en su despedida de Susan Calvin - Han triplicado mi sueldo y me han dado un puesto de relumbrón por el que más de uno mataría a su propio hermano, pero con ello impiden que toque a un solo robot.
- Es el precio que tenemos que pagar por el éxito del Proyecto Hamlet. - suspiró Susan Calvin con la mirada perdida en el fondo de su vaso.
- ¿Cómo puede hablar usted de éxito ante la magnitud de nuestro fracaso?
- Porque lo fue. Si hubiéramos fallado, ¿cree usted que estaríamos todavía aquí? No, la idea original de construir un robot con una mente más flexible y humana no pudo ser más exitosa. Pero nadie, ni la compañía ni por supuesto mucho menos el gobierno, podía consentirlo.
- Hubo un muerto por medio...
- ¿Y qué? ¿Cuántas personas mueren todos los días en accidentes de trabajo y nadie se preocupa por ellas?
- Pero lo mató un robot. - insistió el ingeniero.
- Eso resulta irrelevante. Puede que el vulgo sienta un temor estúpido e injustificado ante cualquier hipotética agresión por parte de un robot, pero eso no ha contado en absoluto en la decisión de cancelar el proyecto. Los robots Hamlet eran seguros, infinitamente más seguros que cualquier ser humano. Ni usted ni yo, ni nadie en todo el planeta, estamos libres de sufrir una enajenación mental transitoria que nos empuje a agredir a cualquiera... Y somos, además, completamente imprevisibles en nuestro comportamiento. Un robot, por el contrario, es absolutamente lógico y racional en sus reacciones, y le puedo asegurar que en el caso de que un robot agrediera o matara a un ser humano, este acto estaría completamente justificado, tal como ocurrió con el miserable Schwartz.
- Sí, pero...
- No hay peros que valgan. - zanjó la robopsicólogo con brusquedad - Para el gobierno y para la compañía lo peligroso no era que los robots pudieran llegar a causar daño físico a un ser humano; con el nivel de violencia existente en nuestras grandes ciudades, tal riesgo resultaría irrelevante. No. – continuó - Lo peligroso de Hamlet, lo intolerable, era que este robot fuera capaz de discriminar entre los seres humanos asignando a cada uno de nosotros nuestra verdadera valía... Jamás podrían consentir ninguno de los dos que un robot se erigiera en el juez más justo e inflexible de la historia, en alguien en definitiva que tuviera el poder de cuestionar, sin más argumento que la razón, toda la subjetividad con la que los humanos nos arropamos para mostrarnos más importantes de lo que en realidad somos. Por esta razón los Hamlet eran peligrosos, muy peligrosos, y por ello debían desaparecer.
- Puede que usted tenga razón. - musitó Jiménez.
- La tengo. - sentenció ella - Un robot sin trabas mentales de ningún tipo, sin más Ley de la Robótica inculcada en su cerebro que una que dijera "Déjate guiar siempre por tu conciencia", sería infinitamente superior a cualquier ser humano al gozar de sus mismas posibilidades estando libre por completo de sus limitaciones y defectos. Por esta razón hacen falta las Tres Leyes, por esto es necesario que sean tan rígidas e intocables que incluso una ligera flexibilización de las mismas convirtió al pobre Hamlet en algo intolerable para una humanidad que no está dispuesta a permitir que se cuestione, siquiera mínimamente, el sacrosanto principio del antropocentrismo.
- Es triste - suspiró el ingeniero - Es triste comprobar cómo tus esfuerzos no han servido para nada, cómo tu trabajo se ha desvanecido para siempre.
Susan Calvin asintió mudamente con la cabeza. El gobierno había requisado y destruido, o al menos había hecho desaparecer, todo cuanto tuviera que ver con el Proyecto Hamlet: El segundo cerebro positrónico que no había llegado a ser activado, la ingente cantidad de documentación que el proyecto había generado... Todo, absolutamente todo excepto el cerebro inválido, aquél que bautizado por ella como Hamlet-0 le había ayudado a resolver el problema.
Éste era su gran secreto, un secreto que ni tan siquiera el propio Jiménez sabía; solamente Alfred Lanning, además por supuesto de la propia Susan Calvin, era conocedor de esta pequeña e inofensiva trampa. Era el precio a pagar que Susan Calvin había exigido por su silencio y Lanning, el rígido e inflexible Lanning, había accedido a ello asumiendo toda la responsabilidad en el poco probable caso de que su desobedecimiento fuera finalmente descubierto. Al fin y al cabo el dañado cerebro nunca podría ser instalado en el cuerpo de un robot, por lo que jamás tendría por qué crear el menor problema.
Por esta razón Alfred Lanning había consentido en ello. Unos técnicos anónimos habían desconectado el cerebro positrónico sin saber lo que era, y otros técnicos distintos lo habían instalado en un pequeño maletín que Susan Calvin podía transportar con toda facilidad a donde ella quisiera. Conectándolo con cualquier terminal informático la robopsicólogo dispondría de esta manera de un cerebro positrónico único con el que dialogar e investigar, lo cual era al fin y al cabo lo único que a ella le importaba.
Lo que ni siquiera Lanning sabía, ni llegaría nadie a saber jamás, era que además de un objeto de estudio Susan Calvin había encontrado por fin un verdadero amigo.
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FIN
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Magdalena Moujan Otaño - GU TA GUTARRAK
Aldiaren zentzunaz euskotarra naiz (Basko soy, y con sentido del humor).
Los baskos nada tenemos de racistas. No somos raza, sino especie. Una especie que al mezclarse con la otra sigue dando como resultado baskos puros. El Evangelio dice algo sobre levadura y mostaza que no recuerdo bien, pero que creo tiene con esto algo que ver. Me basta considerar mi propio caso, pues por la ascendencia me corresponde solo un 50% de basko, y cada vez que me presentan un francés, el gabacho me pide cuentas por lo de Roncesvalles. (Dicen que los moros nos ayudaron, pero no es cierto, hicimos solos la tarea. Y no es cierto que atacáramos a traición, haciendo rodar peñas y provocando avalanchas. Fue de frente, y las peñas las alzábamos en vilo, y cuando faltaban las peñas nos despeñábamos nosotros. Bueno, ellos, pero cuando un basko habla, por su boca habla la especie entera.)
Es sabido que cuando un gobierno no nos gusta, emigramos. En general la violencia nos desagrada, somos gente pacífica, enemiga de matar, sobre todo si no es a mano limpia. Generalmente los que emigramos hacemos la América. Ese ha sido mi caso, y Jainkoa (El Señor que esta arriba) me ha castigado por haber querido ser tan rico, pues he estado siempre solo. Porque hay que ver que los baskos nacidos aquí son distintos. Debe ser la abundancia de terreno llano y fértil, el basko es montañés, por eso aquí muchos baskos han degenerado transformándose en estancieros, y después en niños bien, gente sin las virtudes de la raza. Si hasta juegan rugby, en lugar de practicar los deportes nobles y tradicionales: hachar o arrancar árboles de cuajo, barrenar piedras, y para los refinados pelota y frontón (a mano, mejor que a cesta o a pala).
Con esto de estar solo he pensado y leído mucho sobre la especie baska, y he sabido que somos un misterio, que nada tenemos que ver con el resto de los habitantes de Europa, que parece que siempre hemos vivido ahí, junto a los Montes Cantábricos, los Pirineos y el mar. Que algunos dicen que descendemos de los atlantes, cosa que no creo, porque Jainkoa no destruiría un continente poblado por baskos. Que siempre tuvimos el mismo estómago fuerte, la misma forma de ser y la misma lengua. Que nuestro especial tipo de sangre ha dado mucho que cavilar. Y que en resumidas cuentas nadie sabe nada sobre nuestro origen, y que lo único que hay sobre esto es una leyenda, la de Aitor y Amagoya, que llegaron a aquel lugar en tiempos muy remotos, y sus siete hijos, que fundaron las siete provincias: Zaspiak-bat.
He vuelto muchas veces a la Euskalerria, y mucho la he recorrido, aunque no he podido quedarme, pues árbol trasplantado soy. He tratado de ver cuanto se ha hallado de nuestros antepasados prehistóricos, y muchas veces he trepado hasta la Gruta de Orio, y mirando aquellos dibujos en sus paredes he pensado que los baskos siempre tuvimos mucho de niños y que siempre hemos sido los mismos.
Tengo parientes en la Euskalerria, pero no me he atrevido a verles, pues hubo un feo lío, cuando la primera Guerra Carlista, entre mi abuelo y el bisabuelo de ellos. He cuidado en mi testamento de dejarles todo lo que tengo. Quizá entre ellos haya alguno con suficiente cabeza como para averiguar algo sobre el origen de nuestra especie.
Todo esto empezó cuando después de saber que el tío Isidro había muerto en América, sin que ello me entristeciera, Jainkoa me lo perdone, nunca había visto al tío Isidro, llegó la noticia de que yo era su único heredero. Pensé que ahora podría comprar una barca nueva y corrí a casa de Gregoria, a pedirle que nos casáramos. Luego supe que el dinero era más de lo que yo pensaba y le propuse una locura: pasar nuestra luna de miel en el extranjero. Contra lo que yo esperaba, ella aceptó. Nos casamos en la iglesia de Guetaria y viajamos a Málaga, y luego a Palomares. Estábamos allí cuando chocaron los aviones y se desparramaron las bombas de hidrógeno y tanto trabajo hubo para subir la que había caído al fondo del mar. (La sacaron porque era el Mediterráneo, que en el Cantábrico otra cosa hubiera sido). Y unos meses después me dice el Doctor Ugarteche:
- Mira Iñaki, mejor es que estés prevenido sobre el hijo que esperáis. Gregoria y tú habéis recibido una dosis muy fuerte de radiación. - Y siguió hablando, repitiendo muchas veces la palabra «genética», diciendo muchas cosas que no entendí y preguntándome otras que son demasiado íntimas para repetirlas, Gregoria la cabeza me partiría.
Xaviertxo llegó muy bien, sólo que tardó once meses. Era un niño muy robusto, que a los tres meses partía una vara de un dedo de grueso con sus manitas. En un basko eso no llama la atención. Pero lo que sí nos extrañó fue que a los cuatro meses hablase el euskera mejor que cualquiera de nosotros, incluido el Padre Lartaun. El Doctor Ugarteche, cuando le veía, solía decir cosas no muy comprensibles, repitiendo muchas veces: «mutación favorable». Un día me llamó aparte y me dijo:
- Mira Iñaki, ahora puedo decírtelo. Tu mujer y tú habéis quedado afectados genéticamente para siempre por la radiación recibida. Pero, Jainkoarieskerrak (Gracias a Dios), parece que ha sido para bien. - Y agregó otras cosas sobre el deber de traer al mundo más críos como ese.
Jainkoa nos mandó seis más: Aránzazu, Josetxo, Plácido, Begoña, Izaskun y Malentxo. Todos, Jainkoarieskerrak, sanos y robustos como el que más. Y todos hablaron perfectamente el euskera a los cuatro meses, y leyeron, escribieron e hicieron cálculos a los nueve.
Cuando Xaviertxo cumplió ocho años viene Gregoria y me dice:
- Mira Iñaki, Xaviertxo quiere ser físico.
- ¿Quiere fabricar bombas? Eso no es cristiano.
- No Iñaki, dice algo así como que quiere estudiar la estructura del continuo espacio-tiempo.
- Primero tendrá que hacer el bachillerato.
- No Iñaki, quiere empezar ya a estudiar en la Universidad. Y dice que tenemos que ir pensando lo mismo para Aránzazu y Josetxo, para dentro de poco tiempo, que tendrán que ir a estudiar electrónica a Bilbao. En cuanto a él, le apena irse al extranjero, pero dice que por ahora estudiará física teórica, y para física teórica, Zaragoza.
- Pero Mujer, mira que sólo tiene ocho años.
- Y qué vamos a hacerle, Iñaki, si superdotado es.
Y siendo superdotado, en Zaragoza le recibieron, y a los trece años era doctor en física. Aránzazu y Josetxo de modo parecido se portaron en Bilbao, y los más pequeños parecían también inclinarse hacia la física o la ingeniería y yo recordaba siempre el testamento del tío Isidro, donde había escrito cuánto le agradaría que alguno de la familia estudiase el origen de los baskos, y pensaba que mis hijos, pese a ser superdotados, no habrían de cumplir el deseo del difunto.
Pronto Xaviertxo nos dijo que tenía que viajar a Francia, Estados Unidos o Rusia, para perfeccionar sus estudios. El Padre Lartaun dijo que París no era lugar para un muchacho de su edad.
- En cuanto a Estados Unidos o Rusia, países herejes son, de modo que no sé qué decirte, y por otro lado no debes cortar la carrera del pequeño. Lo mejor, Iñaki, es que lo decida la madre.
Por una vez Gregoria no sabía qué decidir, pero al fin tuvo una idea brillante. Se fue a San Sebastián, y con licencia del Padre Lartaun vio todas las películas del Festival Internacional que allí daban. Volvió bastante escandalizada, y decidida a enviarle a Rusia, diciendo:
- Allí, por lo menos, mujeres ligeras de ropas no verá.
Xaviertxo pasó cuatro años en Rusia. Lo primero que hizo fue derrotarles al campeón mundial de ajedrez. Los rusos, en seguida, le pusieron de profesor en Akademgorodok, y los alumnos de Xaviertxo grandes cosas hicieron. Los rusos a Xaviertxo el oro y el moro le ofrecieron con tal de que no les dejara: querían nombrarle Académico, y Héroe de la Unión Soviética, darle el premio Lenin y un palco, de por vida, en el Teatro Bolshoi, pero Xaviertxo no aceptó.
- Mirad, Ama eta Aita (madre y padre): no soporto estar lejos de vosotros y del Cantábrico. Además allí me dan grandes laboratorios, y muchos ayudantes, todo lo que yo quiera para poder investigar, pero no me dejan trabajar en el problema que más me interesa. Dicen que mis teorías contradicen la Dialéctica de Marx y Engels y que mi máquina es una contradicción en sí misma.
- ¿Qué máquina, Xaviertxo?
- Una máquina del tiempo. Naturalmente, sólo un proyecto es.
- Pues si te dicen que no la construyas, debes construirla. El que contradice a un euskalduna lo que hace no sabe - dijo Gregoria muy firme, y en ese mismo momento decidió que Xaviertxo, Aránzazu y Iosetxo salieran para Estados Unidos.
Allí los tres pasaron dos años. Los yanquis, con tal de que se quedaran, les ofrecieron grandes contratos, muchos automóviles, ciudadanía honoraria y un rancho en Texas cuyas paredes íntegramente pantallas de televisión eran, pero mis hijos no aceptaron.
- Nosotros no soportamos estar lejos, Ama eta Aita, y además los yanquis no quieren ni oír hablar de la máquina del tiempo. Dicen que es una contradicción en sí misma y un peligro para el «American Way of Life».
- Pues si todos dicen que no hay que construirla, debéis construirla cuanto antes - dijo firmemente Gregoria -. Lo que haréis será construirla aquí.
- Pero necesitaremos más gente que trabaje con nosotros, y muchos instrumentos, y una computadora, y muchos libros.
- Eso puede hacerse - dije -. Nunca os dijimos cuán ricos somos, pero el tío Isidro nos dejó una cantidad enorme de dinero, repartida en muchos bancos de Europa. - Les dije la cantidad y ellos se santiguaron. Aránzazu comentó:
- El tío Isidro no puede haber sido todo lo honrado que un basko debe ser.
- No debes hablar así de él, pues muerto está. Y debo deciros que en su testamento pone que le alegraría que alguien de la familia averigüe de donde venimos los euskaldunas, cosa que parece nadie sabe. ¿Sirve para eso la máquina del tiempo, Xaviertxo?
- Sirve.
- Pues entonces, a construirla.
- Pero está el problema de la gente. Habrá que traer extraños, y necesitaremos algo así como un instituto científico.
- Pues el Instituto lo fundaremos nosotros. Y funcionará aquí, junto al Cantábrico. Y lo dirigirás tú, y la gente que te dé la gana traerás a trabajar contigo. Y aquí estudiarán tus hermanos más pequeños, que no tendrán así que viajar al extranjero, y con gente extraña tratar.
Fundamos el INSTITUTO DE INVESTIGACIONES DE LOS ORIGENES DE LOS BASKOS en un valle cercano a Orio, bien escondido entre las montañas y bien alejado de las carreteras, para que nadie molestase. Sobre una ruinas muy viejas que allí había construimos un bonito edificio de piedra, grande como para que en él se albergaran y trabajaran todos los que en el proyecto de Xaviertxo intervendrían, y le agregamos una capilla y un frontón. Luego Xaviertxo, Aránzazu y Josetxo viajaron a Bilbao, y empezaron a encargar material para el trabajo científico, y a su buscar gente que se les uniera en la tarea.
- Necesitamos gente muy, muy capaz, pues el problema muy difícil es. Y muy honrada, para que no venda la máquina a quien la use para mal.
- Pues busca entre los baskos que sepan de estas cosas, que ellos no te traicionarán. Y para los extranjeros, impón que hablen el euskera. El extranjero que lo aprenda muy inteligente ha de ser, y bueno además, pues Jainkoa no dejaría aprender el euskera a un malvado. El Demonio estuvo aquí siete años, y con nadie entenderse pudo.
En un plazo de dos años el Instituto empezó a funcionar. Había en él treinta físicos e ingenieros, hombres y mujeres, aparte de mis hijos. De esos treinta, quince eran baskos, y el resto extranjeros: catalanes, gallegos, castellanos y un argentino de sangre baska, llamado Martín Alberdi, que siempre bromeaba y a Gregoria llamaba Doña Goya.
- Yo trabajo aquí porque ustedes me son enormemente simpáticos, Aránzazu especialmente - decía -, pero este asunto de la máquina del tiempo no puede tener éxito. Imagínese, Doña Goya, que con una máquina del tiempo uno podría viajar al pasado y matar a su abuelo. Y entonces, adiós uno, y agur máquina. ¿No ve que la idea contiene una contradicción fundamental?
- Ninguna contradicción veo, pues a ningún basko se le ocurriría a su abuelo matar, así que un basko la máquina puede construir - contestaba Gregoria.
Nuestros hijos, en cambio, había veces que no estaban tan seguros. El problema, según decían, muy difícil estaba resultando, y los cálculos eran terriblemente complicados, pese a contar con la computadora JAKINAISUGURRA (hocico inquisitivo), íntegramente construida en Eibar.
- Es un problema que con la lógica común no podemos manejar. Demasiadas paradojas. Otra lógica necesitamos, que aún no ha sido construida.
Un día Xaviertxo dijo que las cosas iban demasiado mal, y que no era cosa de hacer perder tanto tiempo a la gente, y que esto era derrochar la herencia del tío Isidro, y que el Instinto mejor haría en dedicarse a algo más productivo. Su madre le regañó entonces como antes nunca lo había hecho.
- Parece que basko no fueras, pues echarte atrás quieres. ¿Has olvidado que tu madre nació en Guetaria, lo mismo que Sebastián Elcano?
- Barkatu Ama (perdón madre) - dijo Xaviertxo, y volvió a escribir fórmulas. Al fin Malentxo, la más pequeña, les dio la solución, inventando la nueva lógica que necesitaban.
Entraron entonces en lo que ellos llamaban la ETAPA EXPERIMENTAL PREVIA y con unos extraños aparatos algunas cosas raras hicieron con mi boina, que a mí trucos de feria me parecieron. Sin embargo ellos excitadísimos estaban, y decían que había que empezar a verlo todo de una manera totalmente distinta, y el argentino Martín Alberdi me decía que se había producido la GRAN REVOLUCION EN LA FISICA, algo mucho más importante que la Relatividad, y que la Teoría Cuántica y la Bomba Atómica, y luego me llamó aparte, y con una cara de zozobra que en otro me hubiera engañado me dijo:
- Don Iñaki, las grandes potencias se nos van a echar encima para arrebatarnos EL SECRETO. Y aquí no se toman medidas de seguridad. ¿Cómo es que no hay guardias? ¿No desconfían de nadie? ¿Han estudiado nuestros antecedentes?
- Mira Martín. Sólo a ti se te puede ocurrir hacer bromas sobre la honradez de tus compañeros. ¿Y de dónde has sacado que no tenemos guardias? - le señalé a mis tres perros, Nere, Txuri y Beltxa, que echados al sol estaban -. Y sabes que hay otros más, perros y perras de buena raza, pescadores y pastores, y que a los baskos otra clase de guardianes no nos gustan, y a ti tampoco.
Con su carácter tan distinto, Martín trabajaba muchísimo, y Xavietxo decía que era muy, pero muy inteligente, y Aránzazu lo miraba con buenos ojos, y todos le queríamos mucho. El solía decirme:
- Sus hijos serán superdotados, pero yo soy muy vivo.
Y pronto empezó a llamar Ama a mi mujer, y Aita a mí, y luego, con su habitual falta de respeto, Ama Goya y Aitor.
Después de los experimentos con mi boina, mis hijos y sus compañeros pasaron un tiempo armando un extraño chisme metálico, lleno de lucecitas de colores. Muy bonito era, y los muchachos le llamaron PIMPILIMPAUSA (mariposa).
- Y ahora habrá que probarlo - dijo Xaviertxo, un poco preocupado. Alguien tiene que ir.
- Naturalmente, debes ir tú - dijo Gregoria -. Y como es natural, toda tu familia contigo irá. - Y nadie pudo discutir cosa tan justa.
En el día de San Sebastián el Padre Lartaun ofició misa en la capilla del Instituto y bendijo a PIMPILIMPAUSA, a la que Gregoria había pedido que una imagen pequeñita del Sagrado Corazón pegaran. Habíamos colocado a PIMPILIMPAUSA alejada del edificio, en el centro mismo del valle. Nos colocamos alrededor, toda la familia, incluidos los tres perros, Txuri, Beltxa y Nere. Nuestros amigos, desde el edificio del Instituto, cantaron para despedirnos:
«Agur Jaunak,
Juanak agur,
Agur ta erdi...»
(Adiós señores. Señores adiós. Adiós y medio)
Xaviertxo apretó un botón rojo y la máquina zumbó. Xaviertxo dijo:
- Parece que no ha funcionado.
Desde el edificio volvieron a cantar:
«Agur Jaunak, Jaunak agur, Agur ta erdi...» y vuelta a apretar el botón rojo, y nuevo zumbido, y caras cada vez más desoladas entre los jóvenes.
Después de probar dos o tres veces más, Xaviertxo dijo:
- Fracasamos.
Estuvimos un rato callados y luego Xaviertxo se echó la boina hacia atrás, rascó las cabezas de los perros y con cara triste se echó a caminar hacia las montañas. Gregoria dijo que mejor era dejarle solo, y que al día siguiente discutiríamos si convenía revisar a PIMPILIMPAUSA para ver por qué había fallado o empezar directamente a fabricar otra máquina. Los tres perros por esta vez no hicieron caso de lo que Gregoria decía y detrás de Xaviertxo se marcharon.
Nadie habló cuando al Instituto regresamos. Xaviertxo no volvió en toda la noche, y los tres perros tampoco, y en el Instituto nadie durmió. Amaneció, y pasaron unas dos horas desde el amanecer, y de repente oímos en la montaña el Irrintzi (grito de jubilo o de guerra), y oímos los ladridos de Nere, Txuri y Beltxa, y vimos que los perros a todo correr bajaban la montaña, y detrás de ellos, a grandes saltos, Xaviertxo, y con él otro hombre, con traza de basko también. Y llega Xaviertxo y dice:
- Lo que ha pasado es que el radio de acción mucho mayor que lo previsto ha sido. Me eché a caminar, y crucé los montes, y con este pescador me encontré en la playa. El me vio la boina echada hacia atrás y me ofreció ayuda para lo que necesitara. Comenzamos a charlar, y como ocurre siempre, empezamos a hablar mal del gobierno central, y de lo poco que respeta los Fueros. Y él me dice que lo peor son los flamencos que se ha traído consigo Don Carlos. Y yo casi pierdo el sentido y le pregunto la fecha. Y hoy estamos a 7 de julio de 1524. Lo que ocurre es que nos hemos venido al pasado todos, con el Instituto, con todo lo que hay en el valle.
- Diría que esto cosa del Diablo es, si en Euskera no hablarais. Además, si Sebastián Elcano, el de Guetaria, dio la vuelta entera sin caerse, habrá que pensar que cualquier cosa es posible - dijo el pescador.
Martín, con cara preocupada, llamó aparte a Xaviertxo para decirle:
- Hermano, tené cuidado, que me parece que este tipo te está metiendo el perro.
Fue muy difícil convencerle, pese a que cuando las pruebas en el laboratorio había estado tan seguro, y sólo aceptó la verdad después de ver, desde lo alto de un monte, con sus prismáticos, dos carabelas que al puerto de San Sebastián se acercaban; después de comprobar que la carretera de San Sebastián a Guetaria había desaparecido y después de visitar Guetaria y no hallar la estatua de Sebastián Elcano, pero hallar en cambio sí a Sebastián Elcano.
- Lo que me sorprende, Doña Goya - decía después Martín en la comilona que dimos en el Instituto, mientras se servía sardinas asadas y sidra, es que con estas ropas baskas del siglo veinte, y este idioma euskera que hablamos, no llamemos la atención en el siglo dieciséis. ¿Es posible que en cuatro siglos los baskos no hubieran cambiado nada?
- Un pueblo que no evoluciona. Grave, grave - decían los demás extranjeros, saboreando el bacalao y las angulas al pil pil.
- ¿No les decía yo? continuaba Martín -. En las provincias vascongadas los neolíticos son llamados nuevaoleros, y son muy mal vistos. - Y todos reían.
Muchas bromas hicieron, y mucho comimos y bebimos, y bailamos la ezpatadantza, y aurreskos y zortzíkos, aunque tuvimos que llamar al orden a Martín, que se había unido a nuestro grupo de txistularis, y cada tanto el ritmo cambiaba y tocaba cosas que de baskas nada tenían. Y después nos reunimos para decidir qué haríamos.
- Pues saltar de nuevo atrás - dijo Gregoria -, pues muy lejos del origen aún estamos.
Pasó la noche del 7 al 8 de julio de 1524, y al amanecer todos, incluido el pescador que había dado a Xaviertxo la buena nueva, nos preparamos para dar otro salto al pasado. El Padre Lartaun mucha preocupación tenía.
- Es que, sabéis, nuestros antepasados mucho en convertirse tardaron. Natural es, pues somos un pueblo terco. El próximo salto nos ha de llevar a tierra de paganos.
PIMPILIMPAUSA funcionó de nuevo. Esta vez se hicieron muchos cálculos, y dijeron que iríamos al siglo octavo, y allí fuimos. El valle no había cambiado, pero cuando nos movimos, ya no estaban ni Guetaria, ni San Sebastián, ni el castillo sobre el Monte Urgull. Pero las barcas de pesca en el Cantábrico eran las mismas, y en todas había perros blancos, negros o de pelo áspero, color castaño, muy parecidos a Txuri, Beltxa y Nere. A nadie llamábamos la atención cuando con otros baskos por los caminos nos cruzábamos. Alguna vez nos preguntaban, en un euskera igual al nuestro, si por ahí habíamos visto alguna partida de godos. Más o menos la mitad de los baskos que encontrábamos eran cristianos.
- En cuanto a los demás - decía el Padre Lartaun -, dicen que la nueva religión buena es, pero que cambiar la religión de los padres es cosa mala. Hice mal en llamarles paganos, pues siguen la religión natural...
- ¿Y usted no les predica, Padre?
- ¿Predicarles? Bueno, algo intenté, pero ya sabéis que conseguir que un basko cambie de idea es algo muy, pero muy difícil...
Un grupo de caminantes pasó, y a comer en su caserío fuimos invitados. Avergonzados estábamos por no poderles decir de dónde (de cuándo) veníamos. Hasta el Padre Lartaun estaba de acuerdo en que la verdad parecería cosa demasiado extraña, cosa del Diablo, o del Basajaun (El señor del bosque en la mitología baska). Había que mentir, diciendo que éramos baskos del otro lado de las montañas, y a ningún basko le agrada mentir. Aceptamos la hospitalidad, comimos y bebimos (angulas, tocino con habichuelas rojas, queso y sidra), bailamos aurreskos, cantamos, agradecimos y nos despedimos con el Agur. Y otro salto dimos en seguida, muy avergonzados por haber mentido. El Padre Lartaun estaba ahora preocupadísimo.
- ¿Es que no os dais cuenta? Vamos ahora a una época en la que todavía el Salvador no habrá venido.
Allá fuimos. Y en lo que se veía el cambio no era mucho. Casas y pueblos eran casi todos los mismos que habíamos dejado. Se bailaba, se cantaba y se comía lo mismo, y todos nos entendíamos perfectamente, en un euskera sin traza de cambio alguno. Claro que la cruz faltaba, y el Padre Lartaun estaba siempre preocupado.
- Es que mi deber sería predicar a los paganos. ¿Y cómo voy a predicar, si Cristo todavía no nació?
- Si no puede predicar, profetice Padre - le dijimos -. No habrá profecías más seguras que las suyas - le dijo, riendo, Martín, que por otro lado estaba escandalizado de encontrar baskos iguales a lo que los baskos siempre serían.
Nuevamente aceptamos la hospitalidad de la gente, con mucha vergüenza por mentir acerca del lugar y el tiempo de los que veníamos. Comimos angulas, y sardinas asadas, y tocino con habichuelas rojas, y todos nos preguntaban si no habíamos visto a esas gentes del Sur, que estaban cruzando las montañas con aquellos monstruos de largas narices. El Padre Lartaun contó algo sobre Asdrúbal, Aníbal y su familia, y todos le miraron con gran respeto. Martín empezó a contar unos chismes sacados de un libro de esos que no deben ser leídos, llamado «Salambó», pero Xaviertxo no le dejó continuar, diciéndole:
- Los baskos amigos fueron, según la historia, de los cartagineses. Alterarías la historia silos convencieras de que los cartagineses eran, son, unos degenerados.
Y como alterar la historia es grave responsabilidad, Martín no siguió hablando.
Volvimos a saltar al pasado, ahora mucho más atrás, y sin embargo todo era muy parecido a lo que habíamos dejado, sólo que había menos caseríos, y muchas gentes entraban y salían de las cuevas de las montañas, y muchos vivían en ellas. Ya no nos sorprendía que todos fueran tan parecidos a nosotros, ni que nuestro idioma fuera el de ellos.
Trepamos hasta la gruta de Orio, y entramos en ella, mientras decía Martín:
- Hoy está de moda ser espeleólogo.
Va a tener que pasar una punta de miles de años para que la moda vuelva.
Luego decía, mirando aquellas pinturas:
- Quizás con el próximo salto podamos conocer al artista que decoró esta cueva.
Nos hicimos amigos de los pescadores, y en sus barcas salimos al mar, con Nere, Txuri y Beltxa, que mostraron su habilidad en la pesca del bonito. El Cantábrico estaba mucho más poblado, y hasta vi grandes cachalotes cerca de la isla de Santa Clara.
Tuvimos una reunión y Xaviertxo, muy preocupado, nos advirtió:
- Debemos decidir ahora. PIMPILIMPAUSA frágil es, y un nuevo salto la arruinará. ¿Volvemos a nuestro tiempo, o seguimos hacia el pasado para enteramos, en definitiva, de cuál fue nuestro origen?
- Esto es cosa para votar, y debe ser votada - dijo Gregoria. Y trajo habas blancas y negras y tomó mi boina -. El que esté por volver, eche una haba negra. El que esté por seguir, eche un haba blanca.
Así se hizo, y al volcar mi boina sólo habas blancas cayeron.
Dimos el salto. Y lo dimos para no hallar traza de ser humano en estas tierras.
Entre hielo y nieve trepamos a la gruta de Orio, y en ella no había pintura alguna. Y PIMPILIMPAUSA no funcionó más.
De todo eso han pasado algunos años. Desde entonces muy contentos hemos vivido. No importa el frío, que es mucho, pues tenemos buen abrigo y trabajamos duro, y para el alimento ahí está el Cantábrico, libre de hielo y con pesca tan abundante. Mis hijos y sus amigos se lanzan al mar, a sacar peces y cazar cachalotes y ballenas, acompañados de Nere, Txuri y Beltxa y otros muchos perros, hijos y nietos de los tres perros pescadores. Van en barcas iguales a las de siempre, que ellos han construido con madera acopiada aquí antes del último salto. Y llegan muy lejos.
Todos estamos a gusto. Claro que nos preocupa que falte tanto tiempo para la fundación de la Santa Madre Iglesia, sobre todo porque como el Padre Lartaun no es obispo, no puede ordenar a nadie. Jainkoarieskerrak, el buen cura está muy fuerte, y tendremos para rato religión como la de nuestros padres. Para después habrá que confiar en la providencia.
Se han formado ya algunas familias. Aránzazu y Martín se casaron y tienen una hijita. A la niña le encanta dibujar y constantemente lo hace sobre las paredes de la gruta de Orio, donde vive con sus padres.
Estamos muy contentos, porque vivimos, en lo esencial, como hemos vivido siempre. Y muy conformes, pues PIMPILIMPAUSA cumplió su cometido y sabemos al fin quienes dieron-dimos-daremos (lío este difícil hasta para Jainkoa), origen a los baskos. Nosotros y los nuestros: gu ta gutarrak.
_
FIN
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Fredric Brown - APRENDED GEOMETRIA
Henry miró el reloj, a las dos de la mañana cerró el libro desesperado.
Seguramente lo suspenderían al día siguiente. Cuanto más estudiaba geometría, menos la comprendía. Había fracasado ya dos veces. Con seguridad lo echarían de la Universidad. Sólo un milagro podía salvarlo. Se enderezó.
¿Un milagro? ¿Por qué no? Siempre se había interesado por la magia. Tenía libros. Había encontrado instrucciones muy sencillas para llamar a los demonios y someterlos a su voluntad. Nunca había probado. Y aquel era el momento o nunca. Tomó de la estantería su mejor obra de magia negra. Era sencillo. Algunas fórmulas. Ponerse a cubierto en un pentágono. Llega el demonio, no puede hacernos nada y se obtiene lo que se desea. El triunfo es vuestro!
Despejó el piso retirando los muebles contra las paredes. Luego dibujó en el suelo, con tiza, el pentágono protector. Por fin pronunció los encantamientos.
El demonio era verdaderamente horrible, pero Henry se armó de coraje.
- Siempre he sido un inútil en geometría - comenzó...
¡A quién se lo dices! - replicó el demonio, riendo burlonamente.
Y cruzó, para devorarse a Henry, las líneas del hexágono que aquel idiota había dibujado en vez del pentágono.
_
FIN
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Cristóbal Pérez Castejon - GASOLINERA GALACTICA
continua en : http://enloslimites.blogspot.com/2008/06/antologia-de-cuentos-de-ciencia-ficcion_30.html
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