T
Brian Aldiss
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Cuando T cumplió diez años su máquina ya se hallaba en los confines de la
Galaxia. T no era su nombre - nunca pasó por las mentes del laboratorio la idea de
bautizarle - sino el símbolo que figuraba en el casco de su máquina y como
nombre era más que suficiente. Además, tampoco era su máquina; era más bien
él quien pertenecía a ella. No podía alegar que desempeñaba el honorable papel
de piloto, ni siquiera el más humilde de pasajero; era un instrumento cuyos
segundos de utilidad estaban a doscientos años en el futuro.
Yacía como un gusano en el corazón de una manzana en el mismo centro de la
máquina, mientras ésta atravesaba rauda el espacio y el tiempo. Permanecía
inmóvil; no se le presentaba el impulso de moverse, ni hubiera podido obedecerlo
de habérsele presentado. En realidad, T había sido creado sin piernas... su único
miembro era un brazo. Además, la máquina le rodeaba estrechamente por todos
lados. Lo alimentaba mediante tubos que introducían en su cuerpo una fina
corriente de vitaminas y proteínas. Hacía circular su sangre gracias a un diminuto
motor que palpitaba en el mamparo de estribor como un corazón. Expulsaba sus
productos residuales mediante un sifón que funcionaba continuamente. Producía
su provisión de oxígeno. Regulaba de tal modo a T, que éste no crecía ni
envejecía. Gracias a ello, seguiría vivo dentro de doscientos años.
A cambio, T tenía que realizar una misión. Sus oídos oían constantemente un
zumbido invariable y ante sus ojos sin párpados había una pantalla sobre la cual
una banda rojo oscuro bajaba constantemente siguiendo una línea verde fija. El
zumbido representaba (aunque no para T) una dirección a través del espacio,
mientras que la banda roja indicaba (aunque no para T) una dirección en el
tiempo. De vez en cuando, tal vez cada década, el zumbido variaba su intensidad
o la banda se apartaba de la línea verde. Estas variaciones se grababan en la
conciencia de T como agudas incomodidades y entonces él ajustaba con su mano
una de las dos ruedecillas, hasta que las condiciones volvían a ser normales y se
continuaba aquel constante temor de monotonía.
Aunque T se percataba de su propia existencia, la soledad era uno de aquellos
innumerables conceptos que sus creadores habían dispuesto que no sintiese
jamás. Permanecía pasivo, lleno de un contento artificial. Su tiempo no estaba
dividido por el día y la noche, el sueño y la vigilia o las comidas a horas fijas, sino por el silencio y el habla.
Una parte de la máquina le hablaba a intervalos fijados; eran unos breves
monólogos sobre el deber y la recompensa, o instrucciones acerca del
funcionamiento de un aparato cuyos servicios se requerirían dentro de dos siglos.
La voz que hablaba presentaba a T una imagen cuidadosamente falseada de su
medio ambiente. No aludía en absoluto a la noche intergaláctica que reinaba en el
exterior, ni al rápido paso del tiempo. La idea de movimiento no era un factor que
viniese a turbar la vida enclaustrado de un ser como T. Pero la voz se refería a los
Koax, en términos reverentes, para hablar también - pero con palabras rebosantes
de odio - de aquel enemigo inevitable de los Koax que, se llamaba Hombre. La
máquina informaba a T de que de él dependería la completa destrucción del
Hombre.
T estaba completamente solo, pero la máquina que le transportaba iba
acompañada en su viaje. Otras once máquinas idénticas - cada una de las cuales
contenía un ser semejante a T - cruzaban el espacio sideral. Aquel espacio estaba
vacío y sin luz, y su relación con el universo era la misma que tiene un pliegue en
un vestido de seda respecto al vestido; cuando los lados del pliegue se tocan, la
tela forma un túnel en el interior del vestido. O, si lo deseamos, podemos
compararlo al carácter negativo de la raíz cuadrada de menos dos, que posee un
valor positivo. Era un vacío dentro de un vacío. Las máquinas no podían ser
detectadas mientras atravesaban las tinieblas eternas como si fuesen luz,
hundiéndose entre los milenios en reposo como si fuesen piedras.
Las doce máquinas fueron construidas para un caso de peligro por una raza no
humana y tan antigua, que había abandonado la construcción de otras clases de
maquinaria hacía incontables siglos. Habían progresado hasta tal punto, que ya no
necesitaban ayudas materiales... ni cuerpos sólidos.. e incluso ni planetas a los
que asociar sus tenues seres. En su espléndida madurez, habían terminado por
llamarse únicamente por el nombre de su Galaxia, Koax. En aquella segura isla
formada por millones de estrellase ellos se movían y existían, meditando sobre el
inminente fin del universo. Pero mientras ellos permanecían sumidos en sus
meditaciones, otra especie, en una Galaxia más allá de toda distancia concebible,
alcanzó la edad adulta.
La nueva especie a diferencia de los Koax, era extravertida y belicosa; se
desparramó entre las estrellas como una explosión.
Se llamaba el Hombre. Llegó un tiempo en que esta raza, que provenía de un
cuerpo celeste infinitesimal, se multiplicó y llenó su propia Galaxia.
Durante un tiempo detuvo su expansión, como si quisiera tomar aliento, el salto
interestelar no puede compararse con el salto entre las grandes estrellas..., pero
entonces se formularon las ecuaciones de tiempo/espacio y el Hombre se dirigió a
la Galaxia más próxima armado con la más terrible de todas las armas: la Estasis.
Aquella atrevida raza descubrió que la relación temporal masa/energía que regula
el funcionamiento del universo, podía trastocarse en alguna de las Galaxias
menos pobladas de estrellas, impidiendo su revolución orbital, lo cual causaría,
virtualmente, la fijación del factor temporal o Estasis, a consecuencia de la cual
todos los seres afectados dejan de seguir la corriente temporal del universo,
cesando por lo tanto de existir. Pero el Hombre no tuvo necesidad de emplear esta
arma aniquiladora, pues mientras saltaba de una galaxia a otra gracias a su
subproducto, la propulsión estática, no encontró en ninguna de ellas rivales ni
aliados. Parecía hallarse destinado a ser el único ocupante del universo. Los
innumerables planetas que visitó le revelaron únicamente que la vida era un
accidente fortuito. Y entonces llegó a la galaxia de los Koax.
Los Koax conocían la existencia del hombre antes de que este se enterase de la
de aquellos, y su substancia material se estremeció al pensar que pronto se vería
rasgada por las atronadoras naves de la Flota Suprema. Actuaron con prontitud.
Materializándose en una enana negra, un grupo de sus mejores mentes se
dispuso a combatir al invasor con todos sus recursos. Podían hacer algunas cosas
muy útiles; no era la menor de ellas la capacidad de alterar y decidir el curso de
soles y astros. De este modo, nova tras nova estalló en el centro de la Flota
Suprema. Pero el Hombre prosiguió invencible su carrera, lanzándose entre los
Koax como un cataclismo. De una pequeña tribu asustada formada por unos
cuantos centenares de individuos que vagaban por una tierra hostil, se convirtió en
una ilimitada multitud que señoreaba las estrellas. Pero mientras los Koax
destruían nave tras otra, el Hombre decidió eliminar su nido mediante la Estasis y
al punto se iniciaron los preparativos. Las fuerzas del Hombre se reunieron para
lanzar el golpe decisivo con toda su fuerza.
Por desgracia, una nave-biblioteca de la Flota cayó intacta en poder de los Koax, y
gracias a ella éstos descubrieron ciertos detalles de la larga y confusa historia del
Hombre. Incluso apresaron un plano del sistema solar tal como era cuando el
Hombre se enteró de su existencia. Por primera vez, los Koax conocieron al Sol y
su cortejo de astros. En aquella época el Sol, en el otro extremo del universo, se
había convertido en un pedazo de escoria que emitía una débil radiación y cuyo
diámetro era el doble del sistema planetario que en tiempos remotísimos giró a su
alrededor. A medida que envejecía y se expansionaba, fue absorbiendo los
planetas; en la actualidad incluso Plutón había caído para alimentar aquel horno
moribundo. Por último, los Koax consiguieron elaborar un plan que les permitiría
librarse para siempre de sus enemigos. Como éstos no podían luchar en el
presente contra los inagotables recursos del Hombre, elaboraron un plan
maquiavélico para atacarle en el remoto pasado, cuando ni siquiera existía.
Construirían una docena de máquinas que se deslizarían a través del tiempo y el
espacio para aniquilar a la Tierra antes de la aparición del Hombre sobre ella; los
proyectiles la alcanzarían, según quedó decidido, durante el Período Silúrico y
reducirían el planeta a sus átomos componentes. Así nació T.
- Los venceremos - declaró uno de los Koax más ilustres en tono de triunfo,
cuando los proyectiles partieron -. Si las antiguas crónicas terrestres no mienten (y
no hay razón para creer que mientan), en los tiempos primitivos el Sol tenía a
nueve planetas girando a su alrededor, antes de que empezase a envejecer. De
fuera a dentro, por el orden lógico, estos planetas eran (tengo sus nombres aquí,
gracias al sentimentalismo del Hombre) Plutón, Neptuno, Urano, Saturno. Júpiter,
Marte, Tierra, Venus y Mercurio. La Tierra, como podéis ver, es el séptimo planeta
por este orden, o el tercero que fue devorado por el Sol en su vejez. Este es
nuestro objetivo, hermanos; una mota perdida en las profundidades del tiempo y
del espacio. Procurad que vuestros cálculos sean exactos... el séptimo planeta es
el que debe ser destruido.
No hubo error. El séptimo planeta fue destruido. El Hombre no tuvo la más mínima
posibilidad de localizar y aniquilar a T y a sus once sombríos compañeros, pues
aún no había descubierto el pliegue del continuo espacio-tiempo por el que
viajaban. Su débil posibilidad de intercepción variaba inversamente con la
distancia que cubrían, pues a medida que se iban aproximando a la primera
galaxia del Hombre, el tiempo retrocedía hasta la época en que realizó sus
primeras tentativas dentro de la Vía Láctea. Las máquinas avanzaban
retrocediendo en el tiempo. Cada vez todo era más antiguo. Los Koax volvían a
ser una joven raza que aún no poseía el secreto de los viajes por el espacio
infinito y que iba degenerando y haciéndose cada vez más pequeña en el otro
extremo del universo. El hombre sólo poseía unas anticuadas naves de
combustible líquido, que recorrían y exploraban medio centenar de sistemas
planetarios. T seguía postrado en su posición fija, esperando incansablemente.
Sus dos siglos de existencia, la larga espera tocaban a su fin. En algún rincón de
su frío cerebro algo le decía que el momento culminante se acercaba. No todos
sus compañeros podían considerarse tan afortunados, pues las máquinas que los
transportaban, perfectas cuando salieron, fueron sufriendo averías durante el largo
viaje (los doscientos años representaban una distancia en el espacio/tiempo de
unos nueve mil quinientos millones de años luz). Los Koax eran filósofos y
matemáticos natos, pero hacía mucho, muchísimo tiempo que no se ocupaban de
la mecánica... de lo contrario, hubieran imaginado algún sistema de relevo para
realizar la misión asignada a T.
En una de las máquinas, el sistema de alimentación fue proporcionando
paulatinamente una cantidad creciente de alimento, y el ser que transportaba
murió no por comer demasiado, sino por el dolor creciente que experimentaba al
crecer y rellenar poco a poco los mamparos de acero, terminando por obturar los
conductos de aire en su propia carne. En otras de las máquinas, se fundió una
válvula, acortando el viaje por el hiperespacio; la máquina penetró al espacio real
y terminó enterrada en una estrella variable tipo M. En una tercera máquina, el
sistema de dirección perdió el gobierno y el proyectil fue acelerando su velocidad,
hasta que se quemó, friendo a su ocupante. En una cuarta, el tripulante
enloqueció de pronto y accionó una pequeña palanca que no debía tocarse hasta
dentro de cien años. Su máquina se convirtió en un volcán radiactivo, cuyas
partículas destruyeron además las otras dos máquinas.
Cuando el Sistema Solar solamente estaba a unos cuantos años luz de distancia,
las restantes maquinas pararon sus motores principales y emergieron al
espacio/tiempo normal. Sólo tres de ellas habían completado el viaje, T y otras
dos. Se encontraron en una galaxia desprovista de vida. Sólo las grandes estrellas
bañaban con su luz sus nuevos planetas, acabados de salir, por decirlo así, del
vientre de la creación. El hombre había retrocedido hacía mucho tiempo para
hundirse de nuevo en el fango primigenio y los soles y planetas todavía no tenían
nombre. Sobre la Tierra, se cernían las nieblas de los primeros siglos del Período
Silúrico y en sus aguas someras, los moluscos y los trilobites eran la única
expresión de vida.
Entre tanto, T concentraba su atención en el séptimo planeta. Había realizado ya
los sencillos movimientos necesarios para situar nuevamente su máquina en el
Universo normal; a la sazón, lo único que le quedaba por hacer era vigilar una
pequeña esfera indicadora de la presión. Cuando la máquina penetrase en la alta
atmósfera del séptimo planeta, la pequeña manecilla del manómetro empezaría a
ascender. Cuando llegase a una línea claramente indicada sobre el cuadrante, T
haría girar una pequeña rueda (la cual accionaría los amortiguadores..., pero T no
necesitaba saber el Cómo ni el Porqué). Entonces otras dos esferas graduadas se
pondrían en movimiento. Cuando sus indicaciones coincidiesen, T tenía que tirar
de la pequeña palanca. La voz le había explicado todo esto a intervalos regulares,
no le explicó que sucedería al accionar la palanca, pero T sabía perfectamente
que aquello significaría la destrucción del Hombre y esto ya le bastaba.
El séptimo planeta apareció en posición frente a la roma nariz de la máquina de T
y fue aumentando en tamaño aparente. Era un mundo joven, con un futuro que iba
a ser borrado para siempre en la pizarra de la probabilidad. Cuando T penetró en
su atmósfera, la aguja del manómetro empezó a moverse. Por primera vez en su
vida, algo parecido a la excitación dominó el fluido cerebro de T. No vio el
panorama que se extendía bajo él, ni le importó, pues la máquina no disponía de
portillas. Lo único que habían visto sus ojos desde que fue creado, eran las
esferas indicadoras, tenuemente iluminadas.
Sus reacciones fueron exactamente las mismas que habían previsto los Koax.
Cuando la manecilla llegó a la parte superior de la esfera, hizo girar el volante de
los amortiguadores y los otros dos indicadores empezaron a moverse. Estaba
atravesando la estratosfera del séptimo planeta. Se había calculado que la carga
haría explosión antes del impacto, pues como los Koax no poseían detalles acerca
de la composición del planeta, se aseguraron de que la carga estallase antes de
que la máquina chocase con la superficie del planeta y T pereciese. Las medidas
de seguridad que se habían tomado eran perfectas. T tiró de la última palanca
cuando estaba a treinta kilómetros de altura. En el holocausto que inmediatamente
se produjo, él sucumbió presa de un sombrío júbilo,
La misión de T fue coronada por el éxito más completo. El séptimo planeta fue
desintegrado. Las otras dos máquinas no tuvieron tanto éxito. Una de ellas no
consiguió penetrar en el Sistema Solar y se perdió en las profundidades del
espacio como una motita que transportaba un ser que agonizaba pacientemente.
La otra se acercó mucho más al objetivo. Avanzaban cerca de T y se dirigió hacia
el sexto planeta. Por desgracia, hizo explosión a demasiada altura y aquel planeta.
en lugar de quedar totalmente desintegrado, fue hecho pedazos, convirtiéndose en
millares de piedras que siguieron órbitas irregulares entre las órbitas del colosal
planeta quinto y el octavo, que era un pequeño cuerpo celeste en torno al cual
gravitaban dos diminutos satélites. El noveno planeta, por supuesto, no sufrió
daño alguno; siguió gravitando serenamente por el espacio, acompañado por su
pálido satélite y transportando su carga de formas biológicas elementales.
Los Koax realizaron la misión que se habían propuesto cumplir. Habían calculado
alcanzar el séptimo planeta y lo consiguieron, aniquilándolo.
Pero aquel éxito ya figuraba en la única carta celeste que tenían como guía. Si lo
hubiesen interpretado bien, hubieran visto que...
Así, mientras el sexto planeta fue hecho pedazos por accidente, el séptimo
desapareció sin dejar rastro. Pues el orden era: Plutón, Neptuno, Urano, Saturno,
Júpiter, el planeta que se convirtió en cinturón de asteroides, el planeta destruido
por T, Marte, la Tierra, Venus, Mercurio...
En el noveno planeta, los moluscos se movían suavemente, bañados por los
brillantes rayos solares, que se filtraban a través del agua...
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