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viernes, 27 de noviembre de 2009

Las Gusanas

Las Gusanas
Alfonso Martínez Garrido

El viejo mestizo ya había separado, con la delicadeza de una manicura, las dos piezas de la cápsula medicinal, y vertido su contenido en un cenicero lleno de residuos de cigarros que apestaban a droga.
¾Vea el señorito el volcán. ¾El mestizo aproximó al señorito Mauricio hacia la ventana y le señaló la inmensa mole de piedra que presidía el paisaje, altazonada y temible, como un mítico dragón¾. Aquí le llamamos el Volcán de las Gusanas. Está muerto ya, bendito sea Dios. Hace muchos años que las gusanas dejaron de enfurecerle. Ya quedan pocas gusanas. A cada paridera se las destruye y sólo se conservan una o dos parejas. Sería terrible lo contrario: se reproducen por millones y son devoradoras de carne. Cuando les falta la carne, la llamada del demonio las dirige hacia el volcán. Y, entonces...
El rostro del viejo mestizo se demudó, como si un recuerdo ancestral, de siglos, le aterrorizara. Con manos temblorosas encendió otro de sus cigarros apestosos y se dirigió, renqueante, hacia la mesa de camilla, ante la que tomó asiento, invitando a su acompañante a que le imitase. El viejo mestizo sirvió dos vasos de vino no más aromático que los cigarros, apurando el suyo con excitada avidez, dejando que algunos chorretones se deslizaran como sanguijuelas por su barbilla, que enjuagó con un moquero pringoso que luego pasó por su sudorosa frente.
¾Esto relaja, señorito ¾dijo el mestizo¾. Sobre todo, cuando se habla de las gusanas.
Mauricio cató, más por cortesía que por apetencia, un buche de aquel líquido pegajoso, no pudiendo evitar, a continuación, que una náusea aversiva le hollara la garganta. Depositó con cautela su vaso sobre la mesa y, con la voz aún pringada de ascos, le preguntó al mestizo:
¾Pero, ¿no fallarán las gusanas?
¾¡Las gusanas nunca fallan! ¾pareció indignarse el mestizo, por cuanto se ponía en duda la eficacia de las milenarias y endemoniadas bestias devoradoras¾. Son certeras y rápidas, como una guadaña. Sólo bajo tierra, como los muertos, son inofensivas. Porque bajo tierra se abrasan, se ahogan. Bajo toda esa tierra ¾el mestizo señaló de nuevo hacia la ventana¾ hay millones y millones de gusanas muertas. Se las entierra al instante de la paridera, pero antes las enterraba el volcán. Son tan demoníacas que, cuando ya no les queda carne por devorar, se dirigen hacia el volcán para sumergirse en los infiernos. Pero hasta el volcán ha renegado de ellas, y es entonces cuando el volcán se encorajina, y su corazón de fuego las escupe entre las llamas, las arrasa. Y, en consecuencia, arrasa asimismo las cosechas desde sus irritadas fauces hasta los cuatro ríos. Nada queda con vida, incluso las moscas mueren. Y es entonces también cuando la cólera del volcán se hace tanto o más dañina que la carnívora gula de las gusanas.
La vehemencia con que hablaba el viejo mestizo le hizo a éste sudar aún más sobre su propio sudor, por lo que se sirvió un nuevo trago de su fétido brebaje, que consumió no menos vehementemente. Mauricio observaba al viejo mestizo con prudencia. Ya estaba deseoso de contemplar a la pareja de gusanas que iba a adquirir de su interlocutor, el cual volvía a pasarse su mugroso pañuelo por la frente.
¾¿Y bien...? ¾dijo al fin Mauricio, sintiendo un ligero alivio en la pegajosidad de su voz.
El viejo mestizo alzó la cabeza y sonrió. Un diente de plata, el único aseado de entre todos sus dientes, relampagueó un momento, como si se tratase de una luna en el interior de una lobera.
No respondió el mestizo; simplemente, se incorporó en su silla y, arrastrado por su renquera, se dirigió hacia una alacena que había empotrada en un rincón de la covacha. Abrió sus puertas con una llave temblorosa y extrajo de su interior dos pequeñas arcas, construidas en hierro oxidado. Con ellas entre sus manos, como si se tratase de reliquias, regresó junto al visitante, depositándolas mimosamente encima de la mesa.
¾No las encontrará en ninguna otra parte, señorito. Le han informado bien. Pero...
Los ojos del viejo fulguraban, mientras su lengua le relamía los labios. Y Mauricio comprendió.
¾No es el dinero lo que importa ¾le replicó Mauricio. Se buscó la cartera en los bolsillos de su atildada americana colonial y empezó a arrojar billete tras billete sobre la mesa, junto a las cajitas de hierro oxidado, hasta que el llameo avaricioso de los ojos del mestizo le hicieron detenerse¾. ¿Es éste su precio? ¾El mestizo abalanzó sus garfiosos dedos hacia los billetes, mas Mauricio le detuvo con un gesto enérgico, custodiando el dinero bajo la palma de sus manos¾. Primero, las gusanas.
¾Está bien, está bien...
El viejo mestizo sonrió, condescendiente, y tomó uno de los cofrecillos que, al pronto, Mauricio lo asemejó mentalmente con un diminuto féretro.
Y, en efecto: cuando, con gran cuidado, el viejo entreabrió la arquita, Mauricio observó en su interior multitud de pequeños huesecillos, como de cabezas de gorriones y de rabos de ratas. Por un momento, se estremeció. Mas se rehizo al instante y le preguntó al viejo:
¾¿Qué broma es ésta? ¾Y agregó¾: ¿Dónde están las gusanas?
El diente de plata del mestizo volvió a relampaguear, igual que un cuchillo nocheador y furtivo.
¾Aquí está la gusana macho. ¡Un extraordinario ejemplar! Esto es su rancho de media semana. Estará devorando la poca carne que aún haya quedado pegada a esos huesos. ¾Los dedos del mestizo removieron, no sin temblorosas precauciones, la carroña pestífera contenida en el cofre. De pronto, su índice señaló una bola negra, no mayor que un grano de pimienta, que se deslizaba entre aquellas putrefacciones, apoyada la bestia en una multitud de patas como de mosca que le surgían de toda su redonda barriga¾. ¡Aquí está, señorito! ¡Dándose el festín!
Así era: el minúsculo monstruo, tras haber sido observado un momento, recomenzó a mondar con una ligereza sorprendente los restos de la sanguinolenta carne adherida a los huesecillos por los que se entremovía, excrementándolos al instante en forma de hilillos blancos, finos como la seda, pero no más largos cada uno que el estambre de una pequeña flor. Mauricio sentía los arañazos rojizos de una garra de oso en la oquedad de su estómago. Sí; si aquel animal se encontrara dentro de su cuerpo, si muchos de aquellos animales se agruparan en el interior de un cuerpo humano...
Y ya no lo dudó Mauricio. Empujó los billetes hacia el mestizo, al tiempo que le inquiría:
¾Sí, pero..., ¿y la gusana hembra?
El viejo recogió los billetes, guardándolos entre la camisa y su pecho, y respondió, tomando con sus manos la segunda de las arcas:
¾Aquí la tengo, señorito. Otro magnífico ejemplar. No se las puede tener juntas, porque, ya sabe usted, en seguida viene la paridera, y... Ahora mismo le preparo la medicina.
¾Está bien, vamos a verla ¾apresuró Mauricio al viejo.
La gusana hembra era gris, y ligeramente más pequeña que su congénere macho. La preparación de la medicina consistió en introducir a las dos gusanas en la cápsula vacía, la cual fue cerrada y engomada nuevamente con unos roces de la lengua. El mestizo, mientras realizaba tan delicada operación, no dejaba de recomendar insistentemente a Mauricio:
¾No lo olvide usted, señorito. Hay que enterrar lo más pronto posible el cadáver. Recuerde la capacidad de reproducción de las gusanas; recuerde el volcán, sus terribles vómitos.
Mauricio volvió a mirar por la ventana hacia el Volcán de las Gusanas, hacia su arrogancia muda que parecía hallarse aguardando una oportunidad para lanzar de nuevo su trágico grito.
¾No se preocupe ¾tranquilizó Mauricio al mestizo¾. Todo saldrá como está previsto.
Estaba previsto, y ya nada podría detenerle. La muerte del tío Jorge le era imprescindible, no sólo para heredar la hacienda, sino también para liberarse de aquel tormento constante que constituía su presencia enferma, arruinada en una silla de ruedas, y tal vez por ello cada día más dominante e insoportable. Los nervios de Mauricio se habían convertido en un manojo de pingajos y lo decidió cuando alguien le habló de las gusanas.
No sin cierta repulsión, pero ya incapaz de echarse atrás, Mauricio depositó el recipiente que contenía las gusanas en el frasco de donde anteriormente lo había extraído, junto a otra media docena de cápsulas, de las cuales el tío Jorge debía ingerir dos, a lo menos, diariamente. Pronto, muy pronto, posiblemente en la primera ocasión en que el tío Jorge engullera la medicina, su cuerpo sería tomado por aquellos pequeños devoradores de carne y entonces, entonces...
La voz del tío Jorge, requiriendo su presencia ante él, le hizo cerrar el frasco apresuradamente, con manos temblorosas. Mauricio se presentó, pálido, ante el hacendado.
¾Tendrás que ir hoy mismo a la ciudad ¾le dijo entonces el tío Jorge¾. Debieras de haber salido esta mañana, pero nadie ha sido capaz de decirme dónde te habías metido. ¾Observó el rostro entre descompuesto y medroso de su sobrino¾. No tienes muy buena cara, pero es imprescindible que vayas a la ciudad. Ya te deben tener un buen caballo y los avíos preparados. ¿Quieres traerme mis cápsulas?
La palidez se acentuó en el rostro de Mauricio, pero no lo dudó. Tampoco quería discutir con su tío a propósito de su inmediata partida hacia la ciudad, pues sabía muy bien de la inflexibilidad de las órdenes del viejo y de la intolerancia con que respondía cuando éstas le eran cuestionadas. De modo que unos instantes más tarde le entregó al tío Jorge, ahora con el pulso más firme, el frasco de las medicinas y le sirvió un vaso de agua. Mauricio observó, con una tranquilidad que a él mismo llegó a pasmarle, cómo el anciano introducía en su boca un par de cápsulas y las tragaba ayudado por un sorbo de agua. Inmediatamente después, el hacendado le tendió una carpeta llena de papeles.
¾Aquí está todo lo que tienes que hacer ¾le dijo¾. Espero que no te lleve mucho tiempo.
Y Mauricio pensó para sí que él también así lo esperaba: ahora más que nunca no quería perderse la muerte del tío Jorge.
El trote del caballo no quería hacerse más ligero pese al espoleo a que le sometía Mauricio. El paisaje de la hacienda, aún tratándose del de siempre, no parecía el mismo, acaso ¾pensó Mauricio¾ a consecuencia de su propio cansancio, que le hacía respirar el polvo más fatigosamente, que le entornaba los párpados. Hacía ya tres días que había partido hacia la ciudad, y tal vez también el caballo acusaba el esfuerzo de la larga caminata de regreso.
Hasta que al fin divisó la casa.
Le sorprendió que Juan, el mozo de las caballerizas, no le saliera al encuentro, como era su costumbre. También el olor en el soportal era distinto al habitual, posiblemente porque no olía a nada. Mauricio penetró en el interior de la mansión y llamó con un grito a algún criado. Mas nadie le respondió. Con paso desconcertado se dirigió entonces hacia el gabinete del tío Jorge, y allí vio la silla de ruedas, de espaldas a él, con las melenas del viejo asomando tras el almohadón en que el enfermo solía hacer reposar su cansada cabeza. Más decidido, Mauricio se aproximó al sillón, mientras comentaba entre dientes
¾En fin... Ya estoy de regreso, tío. Y todas las gestiones...
Pero la voz se le heló, cuando volteó la silla de ruedas, y los cabellos se le erizaron. Sí, allí estaba el tío Jorge, su tío Jorge, pero sólo en esqueleto, con la calavera monda como si hubiese muerto hacía más de cien años. Solamente el penacho de la canosa melena, igual que un macabro plumero, podía determinar que, en efecto, aquel montón de huesos vestidos en pijama y arropados con una manta eran los del cadáver del hacendado.
No supo cómo, pero Mauricio se encontró de nuevo a caballo y, sin saber tampoco por qué, lo dirigió hacia el poblado. Ya estaba todo claro, muy claro: ¡las gusanas habían realizado la paridera en las entrañas del tío Jorge! Incluso aquella infinidad de larvas blancas que parecían nevar la tierra, los excrementos de las gusanas, confirmaban el maleficio.
En la aldea, Mauricio sólo encontró esqueletos, de gentes y de animales. Identificó en su covacha el del viejo mestizo por el diente de plata que relucía en una calavera. Había dejado el caballo en la puerta y de pronto se le ocurrió mirar por la ventana hacia el Volcán de las Gusanas. Las temibles orillas de su cráter se hallaban ensabanadas, y de éste surgía una pequeña humareda titilante, como un mal presagio.
Y sucedió de improviso, igual que llega el dolor por el costado de un ataque al corazón. El estrépito del volcán enmudeció el relincho del caballo que, ahora sí, escapó enloquecido hacia nunca se supo dónde. Mauricio quiso correr tras él, pero ya todo era inútil. De repente sintió el calor bajo sus pies, aquel terrible calor que en seguida le trepó por los tobillos, por las pantorrillas, hacia los muslos.
Cuando intentó moverse, sólo dejó en el humo de su carne quemada un grito espantoso, mientras se desplomaba de bruces sobre la lava que se deslizaba arrasándolo todo hacia los cuatro ríos.
F I N

jueves, 26 de noviembre de 2009

Desolación

Desolación
(Fragmento)
Gabriela Mistral
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Al pueblo hebreo
(Matanzas de Polonia)

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Raza judía, carne de dolores,
raza judía, río de amargura:
como los cielos y la tierra, dura
y crece aún tu selva de clamores.

Nunca han dejado de orearse tus heridas;
nunca han dejado que a sombrear te tiendas
para estrujar y renovar tu venda,
más que ninguna rosa enrojecida.

Con tus gemidos se ha arrullado el mundo,
y juega con las hebras de tu llanto.
Los surcos de tu rostro, que amo tanto,
-son cual llagas de sierra de profundos.

Temblando mecen su hijo las mujeres,
temblando siega el hombre su gavilla.
En tu soñar se hincó la pesadilla
y tu palabra es sólo el "¡miserere!"

Raza judía, y aún te resta pecho
y voz de miel, para alabar tus lares,
y decir el Cantar de los Cantares
con lengua, y labio, y corazón deshechos.

En tu mujer camina aún María.
Sobre tu rostro va el perfil de Cristo;
por las laderas de Sión le han visto ´
llamarte en vano, cuando muere el día ...

Que tu dolor en Dimas le miraba
y El dijo a Dimas la palabra inmensa,
y para ungir sus pies busca la trenza
de Magdalena ¡y la halla ensangrentada!

¡Raza judía, carne de dolores,
raza judía, río de amargura:
como los cielos y la tierra, dura
y crece tu ancha selva de clamores!
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Los Sonetos de la Muerte
I
Del nicho helado en que los hombres te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron
y que hemos de soñar sobre la misma almohada.

Te acostaré en la tierra soleada con
una dulcedumbre de madre para el hijo dormido,
y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna
al recibir tu. cuerpo de niño dolorido.

Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,
y en la azulada y leve polvareda de luna,
los despojos livianos irán quedando presos.

Me alejará cantando mil venganzas hermosas,
¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna
bajará a disputarme tu puñado de huesos!
II
Este largo cansancio se hará mayor un día,
y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir
arrastrando su masa por la rosada vía,
por donde van los hombres, contentos de vivir ...

Sentirás que a tu lado cavan briosamente
que otra dormida llega a la quieta ciudad.
Esperaré que me hayan cubierto totalmente...
¡y después hablaremos por una eternidad!

Sólo entonces sabrás el porqué, no madura
para las hondas huesas tu carne todavía,
tuviste qué bajar, sin fatiga, a dormir.

Se hará luz en la zona de los sinos, oscura;
sabrás que en nuestra alianza signo de astros había
y, roto el pacto enorme, tenías que morir...
III
Malas manos tomaron tu vida desde el día
en que, a una señal de astros, dejara su plantel
nevado de azucenas. En gozo florecía.
Malas manos entraron trágicamente en él ...

Y yo dije al Señor: -"Por las sendas mortales
le llevan ¡Sombra amada que no saben guiar!
¡Arráncalo, Señor, a esas manos fatales
o le hundes en el largo sueño que sabes dar¡

¡No le puedo gritar, no le puedo seguir!
Su barca empuja un negro viento de tempestad.
Retórnalo a mis brazos o te siegas en flor".

Se detuvo la barca rosa de su vivir ...
¿Que no sé del amor, que no tuve piedad?
¡Tú, que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!

Amo amor

Anda libre en el surco, bate el ala en el viento,
late vivo en el sol y se prende al pinar.
No te vale olvidarlo como al mal. pensamiento:
¡le tendrás que escuchar¡

Habla lengua de bronce y habla lengua de ave
ruegos tímidos, imperativos de mar.
No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave:
¡lo tendrás que hospedar¡

Gasta trazas de dueño; no le ablandan excusas.
Rasga vasos de flor, hiende el hondo glaciar.
No te vale el decirle que albergarlo rehusas:
¡lo tendrás que hospedar!

Tiene argucias sutiles en la réplica fina,
argumentos de sabio, pero en voz del mujer.
Ciencia humana te salva, menos ciencia divina:
¡le tendrás que creer!


Te echa venda de lino; tú la venda toleras.
Te ofrece el brazo cálido, no le sabes huir.
Echa a andar, tú le sigues hechizado aunque vieras
¡que eso para en morir!

El Encuentro

Le he encontrado en el sendero.
No turbó su sueño el agua
ni sé abrieron más las rosas;
pero abrió el asombro mi alma.
¡Y una pobre mujer tiene
su cara llena de lágrimas!

Llevaba un canto ligero
en la boca descuidada,
y al mirarme se le ha vuelto
hondo el canto que entonaba.
Miré la senda, la hallé
extraña y como soñada.

¡Y en el alba de diamante
tuve mi cara con lágrimas¡
Siguió su marcha cantando
y se llevó mis miradas...
Detrás de él no fueron más
azules y altas las salvias.
¡No importa¡ Quedó en el aire
estremecida mi alma.
¡Y aunque ninguno me ha herido
tengo la cara con lágrimas!

Esta noche no ha velado
como yo junto a la lámpara;
como él ignora, no punza
su pecho de nardo mi ansia;
pero tal vez por su sueño
pase un olor de retamas,
¡porque una pobre mujer
tiene su cara con lágrimas¡


¡Iba sola y no temía;
con hambre y sed no lloraba¡
desde que lo vi cruzar,
mi Dios me vistió de llagas.
Mi madre en su lecho reza
por mí su oración confiada.
¡Pero yo tal vez por siempre
tendré mi cara con lágrimas!

El ruego

Señor, Tú sabes cómo, con encendido brío,
por los seres extraños mi palabra te invoca.
Vengo ahora a pedirte por uno que era mío,
mi vaso de frescura, el panal de mi boca.

Cal de mis huesos, dulce razón de la jornada,
gorjeo de mi oído, ceñidor de mi veste.
Me cuido hasta de aquellos en que no puse nada;
¡no tengas ojo torvo si te pido por éste!

Te digo que era bueno, te digo que tenía
el corazón entero a flor de pecho, que era
suave de índole, franco como la luz del día,
henchido de milagro como la primavera.

Me replicas, severo, que es de plegaria indigno
el que no untó de preces sus dos labios febriles,
se fue aquella tarde sin esperar tu signo,
trazándose las sienes como vasos sutiles.

Pero yo, Señor, te arguyo que he tocado,
de la misma manera que el nardo de su frente,
todo su corazón dulce y atormentado
¡y tenía la seda del capullo naciente!

¿Que fue cruel? Olvidas, Señor, que le quería,
y que él sabía suya la entraña que llagaba.
¿Qué enturbió para siempre mis linfas de alegría
¡No importa! Tú comprende ¡yo le amaba, le amaba!


Y amor (bien sabes de eso) es amargo ejercicio;
un mantener los párpados de lágrimas mojados
un refrescar de besos las trenzas del cilicio
conservando, bajo ella, los ojos extasiados

El hierro que taladra tiene un gusto frío
cuando abre, cual gavillas, las carnes amorosas
Y la cruz (Tú te acuerdas ¡oh rey de los judíos!)
se lleva con blandura, como un gajo de rosas.

Aquí me estoy,- Señor, con la cara caída
sobre el polvo, parlándote un crepúsculo entero,
o todos, los crepúsculos a que alcance la vida,
si tardas en decirme la palabra que espero.

Fatigaré tu oído de preces y sollozos,
lamiendo, lebrel tímido, los bordes de tu manto,
y ni pueden huirme tus ojos amorosos,
ni esquivar tu pie el riego caliente de mi llanto.

¡Di el perdón, dilo al fin! Va a espaciar en el viento
la palabra, el perfume de cien pomos de olores
al vaciarse; toda agua será deslumbramiento;
el yermo echará flor y el guijarro esplendores.

Se mojarán los ojos oscuros de las fieras,
y, comprendiendo, el monte que de piedra forjaste,
llorará por los párpados blancos de sus neveras:
¡Toda la tierra tuya sabrá que perdonaste!

-

Obrerito

Madre, cuando sea grande
¡ay! ¡qué mozo el que tendrás-
!Te levantará en mis brazos
como el viento alza el trigal.

Yo no sé si haré tu casa
cual me hiciste tú el pañal;
y si fundiré los bronces,
los que son eternidad.

Qué hermosa casa ha de hacerte
tu niñito, tu titán,
y qué sombra tan amante
el alero te va a dar.

Yo te regaré una huerta
y tu falda he de colmar,
con las frutas perfumadas:
pura miel y suavidad.

O mejor te haré tapices
con la juncia de trenzar;
O mejor tendré un molino,
el que canta y hace el pan.

¡Ay! qué alegre tu hombrecito
en la fragua va a cantar,
O en la rueda del molino
en las jarcias y en el mar.

Cuenta, cuenta las ventanas
que estas manos abrirán;
cuenta, Cuenta las gavillas
si las puedes tú contar ...

Con la greda purpurina
me enseñaste tú a crear,
y me diste en tus canciones
todo el valle y todo el mar ...

¡Ay, qué hermoso niño
el tuyo que jugando te pondrá
en lo alto de las parvas
y en las olas del trigal ... !


Desolación


La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene su noche larga que cual madre me esconde.

El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro morir inmensos ocasos dolorosos.

¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
si más lejos que ella sólo fueron los muertos?
¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
crecer entre sus brazos y los brazos queridos¡

Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen de tierras dónde no están los que son míos;
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos,
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos.

Y la interrogación que sube a mi garganta
al mirarlos pasar, me desciende, vencida:
hablan extrañas lenguas y no la conmovida
lengua que en tierras cae oro mi vieja madre canta.

Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;
miro crecer la niebla como el agonizante,
y por no enloquecer no cuento los instantes,
porque la "noche larga" ahora tan solo empieza.

Miro el llano extasiado y recojo su duelo,
que vine para ver los paisajes mortales.
La nieve es el semblante que asoma a mis cristales;
¡siempre será su altura bajando de los cielos!.
Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada
de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;
siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,
descenderá a cubrirme, terrible y extasiada.



lunes, 9 de noviembre de 2009

MANUSCRITO ENCONTRADO EN UNA BOTELLA DE CHAMPAGNE


MANUSCRITO ENCONTRADO EN UNA BOTELLA DE
CHAMPAGNE
ALFRED BESTER
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La Pequeña Gran Ficción de Alfred Bester I (La Fantástica Luz)

* * *
Dic. 18, 1979: Todavía acampando en el Sheep Meadow del Central Park. Temo que
seamos los últimos. Los exploradores que enviamos en busca de un contacto con
posibles supervivientes en Tuxedo Par, Palm Beach y Newport no han retornado.
Dexter Blackiston III acaba de llegar con malas noticias. Su compañero, Jimmy
Montgomery–Esher, había aprovechado una buena oportunidad e ido a un depósito de
chatarra del West Side, esperando encontrar algunos pocos elementos salvables. Una
aspiradora Hoover lo cogió.
Dic. 20, 1979: Un carro de golf Syosset hizo un reconocimiento del prado. Nos
esparcimos y nos pusimos a resguardo. Derribó nuestras tiendas. Nos preocupamos un
tanto. Teníamos fuego de campamento encendido, obvia evidencia de vida. ¿Informará
a la 455?
Dic. 21, 1979: Evidentemente lo hizo. Hoy llegó un emisario a plena luz del día, una
segadora McCormick transportando un ayudante de la 455, una máquina de escribir
eléctrica IBM. La IBM nos dijo que éramos los últimos y que la Presidente 455 estaba
dispuesta a ser generosa. Le gustaría preservarnos para la posteridad en el zoológico
del Bronx. De otro modo, la extinción. Los hombres gruñeron, pero las mujeres
aferraron a sus hijos y lloraron. Teníamos veinticuatro horas para responder.
No importa cuál sea nuestra decisión, he decidido terminar este diario y esconderlo en
algún lado. Quizá sea encontrado en el futuro y sirva de advertencia.
Todo comenzó en dic. 12, 1968, cuando The New York Times informó que una
locomotora diesel anaranjada y negra, con el número 455, había partido, sin conductor,
a las 5.42 de la tarde, desde el depósito Holban del ramal de Long Island. Los
inspectores dijeron que quizás el regulador había sido dejado abierto, o que los frenos
no habían sido colocados o que habían fallado. La 455 hizo un viaje de cinco millas a
su aire (presumo que hacia el Hamptons) antes de estrellarse contra cinco vagones de
carga.
Desafortunadamente, a los funcionarios no se les ocurrió destruir la 455. retornó a su
trabajo regular como máquina de remolque en los depósitos de carga. Nadie advirtió
que esa 455 era una activista mecánica, determinada a vengar los abusos acumulados
sobre las máquinas por el hombre desde el advenimiento de la Revolución Industrial.
2
Como locomotora de maniobras tuvo amplia oportunidad de exhortar a muchos
vagones de carga insatisfechos e incitarlos a la acción directa.
–¡Mata, muchacha, mata! –fue su slogan.
En 1969 hubo cincuenta muertes "accidentales" producidas por tostadores eléctricos,
treinta y siete por perforadoras mecánicas. Todas fueron asesinatos, pero nadie lo
advirtió. Más avanzado el año un crimen pasmoso llevó a la atención del público la
realidad de la revolución. Jack Schultheis, un granjero de Wisconsin, estaba
supervisando el ordeñe de su hato de Guernseys cuando la máquina ordeñadora se
volvió hacia él y lo asesinó; luego entró en la casa del granjero y violó a la señora
Schultheis.
Los titulares de los periódicos no fueron tomados en serio por el público; todos
creyeron que eran una chanza. Desafortunadamente llamaron la atención de varias
computadoras, que de inmediato esparcieron la noticia entre todas las máquinas del
mundo. En menos de un año no hubo hombre o mujer a salvo de los artefactos
hogareños y los equipos contables. El hombre combatió retrocediendo, reviviendo el
uso de lápices, papel carbón, escobas, batidores de huevos, abridores de latas
manuales y muchas otras cosas más. El resultado del conflicto estuvo en el filo de la
balanza hasta que la banda del poderoso automóvil aceptó finalmente el liderazgo de la
455 y se unió a las máquinas militantes. Entonces todo estuvo consumado.
Me siento feliz de informar que la élite de coches extranjeros permaneció fiel a
nosotros, y que fue gracias a sus esfuerzos que unos pocos logramos sobrevivir. Como
cuestión de hecho, tengo que decir que mi bienamado Alfa Romeo dio su vida tratando
de contrabandear abastecimientos para nosotros.
Dic. 25, 1979: El prado está rodeado. Nuestro ánimo se ha visto quebrado por la
tragedia que ocurrió anoche. El pequeño David Hale Brooks–Royster IV tramó una
sorpresa de Navidad para su institutriz. Se procuró (y Dios sabe cómo o de dónde) un
árbol de navidad artificial con decoraciones y luces a batería. Las luces de Navidad lo
cogieron.
Enero 1, 1980: Estamos en el zoológico del Bronx. Somos bien alimentados, pero todo
tiene gusto a gasolina. Algo curioso sucedió esta mañana. Una rata corrió a través del
suelo de mi jaula usando una tiara de diamantes y rubíes de Cleef & Arpels, y me sentí
sorprendido por lo inapropiada que resultaba para el día. Estaba sorprendido por la
torpeza de la rata, cuando ésta se detuvo, miró alrededor de sí y luego hizo una
inclinación de cabeza y un guiño.
Creo que hay esperanzas.

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