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domingo, 22 de marzo de 2009

EL TRAGAESPADAS -- Ron Goulart

EL TRAGAESPADAS

Ron Goulart





El anciano danzó sobre la pared. Se hizo más ancho, osciló, desapareció. La oficina se iluminó, el proyector giró hasta quedar silencioso y el jefe parpadeó.

—Le diré quién era ése —declaró.

Cogió un disco amarillo de una afiligranada caja de píldoras y lo depositó sobre su lengua.

Ben Jolson, inclinándose ligeramente sobre el negro escritorio, dijo:

—Es el hombre al cual desea usted ver personificado.

—Exactamente —dijo el Jefe Mickens, tragándose el disco. Apoyó la punta de un dedo en el hueco que tenía debajo de su ojo izquierdo—. Las presiones inherentes a este trabajo han aumentado mucho últimamente, Ben. Debido a las dificultades en el Departamento de Guerra.

—Las desapariciones.

—En efecto. Primero el general Moosman, luego el almirante Rockisle. Una semana después Bascom Lamar Taffler, el padre del Gas Nervioso 26. Y esta mañana, al amanecer, el propio Dean Swift.

Jolson se irguió en su asiento.

—¿Ha desaparecido el Secretario del Departamento de Guerra?

—La noticia no ha sido difundida aún. Se la comunico confidencialmente, Ben. Swift fue visto por última vez en la esquina norte de su jardín de rosas. Es un gran aficionado al cultivo de las rosas.

—Vi un documental acerca de ello —dijo Jolson—. De modo que la Oficina de Espionaje Político ha pensado en recurrir al Cuerpo Camaleónico a causa de las desapariciones...

—Sí —asintió el Jefe Mickens sacó una pastilla azul de un sobrecito y dejó caer este último en el incinerador situado al lado de su escritorio—. Es una situación explosiva, Ben. No es necesario que le diga que el Sistema Barnum de planetas no puede permitir otro barullo en favor de la paz.

—¿Sospecha usted de los pacifistas?

El Jefe apoyó su dedo pulgar en su oído e hizo girar la palma de la mano.

—Tenemos pocos elementos de juicio, muy pocos. Admito que por parte de la OEP hay una tendencia a ver pacifistas a los métodos utilizados por el Departamento de Guerra para colonizar los planetas terráqueos.

—Que se manifestó de un modo especial cuando destruyeron Carolina del Norte.

—Un pequeño Estado. —El jefe introdujo la pastilla en su boca—. De todos modos, tiene usted que admitir que cuando los personajes clave del Departamento de Guerra, y sus afiliados, empiezan a desvanecerse... bueno, podrían ser los pacifistas.

—¿Quién era el anciano de la película?

—Leonard F. Gabney —dijo el Jefe. Repiqueteó sobre el escritorio con las puntas de los dedos—. Se supone que he de tomar algo para los efectos colaterales.

Jolson se inclinó y recogió un paquete de píldoras de la alfombra.

—¿Éstas? —inquirió, entregándoselas.

—Esperemos que sí. A lo que íbamos. Gabney no es importante en sí mismo, se trata simplemente de un anciano caballero el cual personificará usted. Para ello recibirá la correspondiente información. —El Jefe Mickens sacó una píldora del paquete—. El hombre importante es Wilson A. S. Kimbrough.

Jolson sacudió la cabeza.

—Un momento. Kimbrough es nuestro embajador en el planeta Esperanza, ¿verdad?

—Sí, estará al frente de la Embajada de Barnum en la capital del planeta.

—No quiero ir a Esperanza.

—¿No quiere ir? —inquirió el Jefe—. Tiene que ir. Lo estipula su contrato. Un agente del CC siempre es un agente del CC. Primero es la obligación que la devoción. Y no olvide que podemos sancionarle. Podríamos cancelar su licencia como ceramista en el planeta, por ejemplo...

Cuando no estaba de servicio para el Cuerpo Camaleónico, Jolson regentaba una fábrica de cerámicas en los suburbios de Keystone City. Había sido captado por el CC cuando tenía doce años. Después de una docena de años de adiestramiento y acondicionamiento, se había convertido en un agente Camaleón. De esto hacía diez años. Y no había modo de abandonar el Cuerpo.

—Esperanza es un lugar macabro —dijo Jolson.

—Tienen que enterrar a la gente en alguna parte, Ben.

—Pero todo un planeta en el cual no hay más que cementerios... —objetó Jolson.

—Hay medio millón de habitantes en Esperanza —dijo el Jefe Mickens—. Personas vivas. Sin mencionar a los diez millones de turistas y los casi seis millones de parientes de los difuntos que visitan Esperanza cada año.

—Todo el planeta huele a crisantemos —insistió Jolson.

—Permítame bosquejar el problema —dijo el Jefe—. Existe una leve posibilidad —y me baso en material reunido por agentes de la OEP— de que el embajador Kimbrough esté relacionado con esta ola de secuestros. De hecho, el almirante Rockisle se encontraba en Esperanza cuando desapareció.

—Lo sé —dijo Jolson—. Había ido a depositar una corona de flores en la tumba del Comando Desconocido.

—Si Kimbrough está complicado en el caso, tenemos que demostrarlo. Ésta es una de las muchas pistas que estamos siguiendo —dijo el Jefe Mickens—. A partir de la semana próxima se tomará unas vacaciones en Nepenthe, Inc.. en las afueras de Esperanza City.

—¿Nepenthe. Inc.? ¿El balneario rejuvenecedor para viejos magnates industriales?

—Un refugio para dirigentes políticos e industriales agotados por sus responsabilidades, sí. Usted se convertirá en ese anciano, Gabney, y nosotros le introduciremos en Nepenthe —dijo el Jefe Mickens—. No tendrá dificultades para transformarse en el viejo Gabney, ¿verdad?

El Cuerpo Camaleónico había especializado a Jolson en el arte de la transformación personal. Podía convertirse en cualquier persona, casi sin excepción.

—No —respondió—. ¿Quiere usted que me dedique a escuchar?

—No. Queremos que coja a Kimbrough a solas y le haga tomar una droga de la verdad. Que descubra lo que sabe, con quién está en contacto.

—De acuerdo —suspiró Jolson—. Supongo que tendré que hacerlo. ¿Quién será mi contacto en Esperanza?

—No puedo decírselo ahora, por motivos de seguridad. Lo sabrá allí.

—¿Cómo?

El Jefe Mickens rebuscó entre los papeles que cubrían su escritorio.

—Tenía una frase de identificación especial por aquí, en alguna parte. —Encontró una tarjeta azul—. ¡Aquí está! 15-6-1-24-26-9-6. Alguien le dirá, o más probablemente le susurrará, esto.

—¿Números? ¿Qué pasa con las citas poéticas?

Mickens dijo:

—La Seguridad opina que son demasiado contenciosas. Y no resulta muy varonil que un agente vaya diciendo por ahí: «Con cuan tristes pasos, ¡oh, luna!, recorres los cielos...»

—¿Cuánto va a durar mi estancia en Nepenthe, Inc.?

—Le hemos reservado plaza para una semana —dijo el Jefe Mickens—. Aunque esperamos resultados antes de que transcurra ese plazo. Mucho antes. —Consultó una tarjeta verde—: Cobran diez mil dólares por una semana de estancia, Ben. Tendremos que distraer dinero del fondo recreativo de la Oficina de Espionaje Político para pagar la cuenta.

—Tendrán que renunciar al nuevo frontón.

—Y a nuestro almuerzo anual en honor de los programadores de las computadoras —dijo Mickens—. Pero esto es una crisis. Ahora puede usted informar al Centro de Instrucciones, Ben. Pero antes ayúdeme a buscar un frasco que contiene un líquido de color frambuesa. Tenía que haber tomado una cucharada hace media hora.

Los dos hombres empezaron a moverse de un lado para otro, trasladándose sobre sus manos y rodillas.



Jolson, que ahora parecía tener ochenta y cuatro años, encorvado y pecoso, estaba semitumbado en un sillón articulable en el balcón del saloncito de su suite en el Hotel Plaza de Esperanza. Había exigido, como al parecer hacían muchos ancianos, disfrutar de una vista que no se limitara a los cementerios que proliferaban más allá de la capital. Gabney, el verdadero Gabney, controlaba la telequinesis en todos los planetas Barnum, y su nombre tenía la suficiente influencia para conseguirle una habitación con vistas al barrio comercial. Al atardecer, un crucero procedente de Nepenthe, Inc. vendría en busca de Jolson.

—¿Tarjetas postales con vistas de Esperanza, papi? —preguntó la rejilla de un altavoz debajo de su sillón—. Fotografías artísticas de once famosas criptas. Ilusión de profundidad.

—Tonterías —dijo Jolson con la cascada voz de Gabney—. ¿Dónde está esa bebida que pedí?

—Su tarjeta médica señala que no puede usted tomar bebidas fuertes, abuelo —replicó la rejilla—. Hay que cuidar el hígado.

Jolson repiqueteó con los dedos de una mano pecosa sobre el brazo de su sillón.

—Recuerdo una suite del Ritz de Keystone en la cual podía sobornar a los sirvientes.

—Puede usted dejar caer diez dólares en el orificio de salida de la máquina de limpiar zapatos, abuelo —dijo la rejilla—. Eso puede significar un whisky con hielo.

Jolson utilizó su bastón para ayudarse a levantarse del sillón. Estaba inclinado sobre el orificio de la máquina de limpiar zapatos cuando llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo.

—Bienvenido a Esperanza en nombre de la Embajada de Barnum —dijo una voz femenina—. Le traigo un cesto de fruta reconstruida, Mr. Gabney.

Gabney volvió la cabeza hacia la puerta.

Vio a una joven esbelta y trigueña, de pómulos salientes y cabellos lisos y muy cortos. Llevaba un vestido de color amarillo, un brazal de la Embajada de Barnum, y a través de su frente, escritos con lápiz de labios, había una serie de números: 15-6-1-24-26-9-6. Después de hacerle un guiño a Jolson, la joven se limpió cuidadosamente la frente con un pañuelo.

—Es para nosotros un placer saludar a todos los ciudadanos importantes de Barnum que visitan Esperanza —dijo a continuación—. Soy Jennifer Hark, Mr. Gabney. Este obsequio le servirá mucho.

—Mucho gusto —dijo Jolson. La puerta se cerró y Jolson inquirió—: ¿Y bien?

La joven sacudió negativamente la cabeza y se dirigió hacia el balcón. La brisa de la tarde acarició sus cabellos. Dejando la cesta de fruta sobre el sillón extensible, se acercó a Jolson.

—La cesta es un neutralizador: eliminará cualquier micrófono que pueda haber por aquí.

—¿Quién se molestaría en escuchar mis conversaciones? —dijo Jolson.

—Tenemos que tomar precauciones.

—En el hotel pueden sospechar algo.

—Sólo estaré aquí un momento —dijo la joven, entregándole un albaricoque—. Guarde esto. Si se encuentra en dificultades en Nepenthe, apriételo y yo le ayudaré a salir del apuro.

—Un momento —dijo Jolson—. No necesito que me ayude ninguna dama, por muy osada que sea.

—Son órdenes. No se separe de él.

—Si me ven en el balneario con este albaricoque, dirán que estoy chiflado.

—Dígales que es un fetiche. Los viejos suelen tener esta clase de manías —Jennifer ladeó la cabeza y le estudió atentamente—. Es realmente maravilloso. Parece que tenga usted noventa años.

—Ochenta y cuatro. Y no me llame usted abuelo.

Una mano de dedos muy largos acarició la cara de Jolson.

—Parece usted realmente un anciano. ¿Cómo lo ha conseguido?

—Con doce años de adiestramiento. Es una especialidad.

—El Cuerpo Camaleónico nunca deja de sorprenderme —dijo Jennifer—. Bien, he descubierto algo. Estamos empezando a reunir datos acerca de algo llamado Grupo A.

—¿Cree que está detrás de los secuestros?

—Es posible. Veremos lo que dice Kinbrough.

—¿Trabaja usted realmente para su Embajada?

—Es mi tapadera —dijo la joven—. Bueno, le deseo mucha suerte en su misión. Si todo sale bien, comuníquemelo antes de regresar a Barnum. Vaya a la floristería New Rudolph, en la Avenida de la Soledad, y diga el número. ¿Lo recuerda?

—Desde luego —dijo Jolson.

—Si tropieza con alguna dificultad en el balneario no vacile en pedirme ayuda.

Jolson devolvió a la muchacha su cesta de fruta.

—Gracias por su visita, querida. Ahora, lo siento mucho, pero es la hora de mi siesta.

—Muy convincente —murmuró Jennifer, marchándose.



Jolson se apeó del crucero y cayó en una charca de barro caliente. Se hundió hasta la barbilla, sobrenadó y vio a un hombre de rostro cuadrado y cabellos rubios agachado y sonriente en el borde de la charca.

El hombre extendió una mano.

—En Nepenthe vamos directos al grano. Chóquela. Esta inmersión le ha quitado ya de encima varias semanas, Mr. Gabney. Soy Franklin T. Tripp, Coordinador y Cofundador.

Jolson alargó a Tripp una mano cubierta de barro. El piloto de su crucero le había hecho desvestir a bordo, de modo que el chapuzón no le cogió del todo desprevenido.

—Admiro su eficiencia, Mr. Tripp.

—¿Sabe una cosa, Mr. Gabney? —dijo Tripp en tono confidencial—. Estoy a punto de cumplir los sesenta. ¿Los aparento?

—Ni hablar. Cuarenta, como máximo.

—En cuanto tengo ocasión vengo a revolearme en este barro.

Tripp sacó a Jolson de la charca y le guió a lo largo de un sendero enlosado. La noche era oscura y silenciosa y Nepenthe, un conjunto de edificios bajos de color azul claro, se encontraba en lo alto de una meseta a unas millas de distancia de Esperanza City. El viento era cálido y seco.

—Permítame que le sirva de cicerone —dijo Tripp.

Detrás de ellos, un ayudante que llevaba una especie de chandal azul estaba descargando el equipaje de Jolson. Éste miró de reojo la maleta en la cual había ocultado la droga de la verdad. Luego se dirigió a Tripp:

—Así, desnudo y lleno de barro, me encuentro un poco cohibido.

—Aquí no tenemos convencionalismos —dijo Tripp—. De todos modos, ahora podrá tomar una ducha y ponerse una de nuestras batas universales. Más tarde puede presentarse en la oficina de la salud, en el primer piso. —Frotó un poco de barro que se había pegado a la esfera de su reloj—. Le aconsejo que se acueste temprano. En Nepenthe nos levantamos al amanecer. En realidad, conservo la mente y el cuerpo de un muchacho porque me levanto con el sol, Mr. Gabney.

—Y gracias también a los baños de barro.

—Exactamente.

Tripp le empujó a través de una puerta que ostentaba una placa de bronce: «Ducha de Bienvenida».

La sala de duchas era amplia y verde, con un suelo de un material cálido y blando. Estaba vacía, flanqueada por dos docenas de brazos de ducha.

Junto a la puerta del fondo había un hombre robusto, de cabellos muy cortos, vestido con un mono azul. Estaba sentado en un sillón de mimbre y tenía un libro abierto sobre las rodillas.

—¿Dónde están sus sandalias sanitarias, viejo?

—Acabo de llegar, joven —dijo Jolson.

El hombre se puso en pie, depositó cuidadosamente el libro abierto sobre el asiento del sillón y realizó varias flexiones.

—Me llamo Nat Hockering, viejo. Y le he preguntado dónde tiene sus sandalias sanitarias.

Jolson se encogió de hombros.

—Y yo le he dicho que acabo de llegar. Mr. Tripp me ha acompañado hasta aquí.

—Nadie toma una ducha sin calzar las sandalias especiales. Sería un riesgo para la salud.

—Me gustaría quitarme este barro.

—Seguro que le gustaría, viejo. Pero no va a poder ser. Puede marcharse por donde ha venido.

—Tal vez —dijo Jolson, respirando profundamente—, podría comprar esas sandalias.

No deseaba dar a conocer su verdadera personalidad tan pronto. Y aplastarle las narices a Hockering hubiera conducido a aquel resultado.

—¿Dónde ha ocultado el dinero, abuelo?

—No creo necesario poner de relieve que un hombre que careciera de medios económicos no estaría aquí.

—Me dará veinte pavos mañana por la mañana, a las siete en punto, cuando empiece la carrera de obstáculos. ¿Trato hecho, viejo?

—Palabra de Leonard. F. Gabney.

—Confío en ella —Hockering sacó un par de sandalias de goma de un armario y las envió patinando por el suelo en dirección a Jolson—. A las siete en punto.

Jolson se inclinó y se calzó las sandalias.

—Esperaba encontrar más cordialidad aquí —dijo.

—La encontrará usted. Pero no por parte mía. Yo estoy matando el tiempo aquí, hasta que pueda ingresar en una buena universidad y estudiar arquitectura. Señaló el libro—. ¿Sabe usted algo de balaustradas?

—Absolutamente nada.

Jolson se encaminó hacia una de las duchas. El barro empezaba a secarse. Rascó su vientre e hizo girar la manecilla. No pasó nada.

—¡Oiga! ¿Qué hay que hacer para que salga agua?

—¿Fría o caliente? —preguntó Hockering, que había vuelto a sentarse.

—Caliente.

—Después de la hora oficial de cierre, el agua caliente vale cinco dólares.

—¿A qué hora cierran las duchas?

—Cinco minutos antes de que llegara usted.

—Bien, anótelos en mi cuenta.

—Supongo que puedo confiar en usted —dijo Hockering.

En la oficina de la salud del primer piso, una habitación gris con sillas tubulares y un distribuidor automático de zumos, había tres ancianos.

—Me llamo Leonard F. Gabney —dijo Jolson, dejándose caer sobre una silla y ajustándose su bata gris que le llegaba a las rodillas—. Acabo de llegar. Mi planeta natal es Barnum.

El más joven de los ancianos, sonrosado y rollizo, sonrió y levantó su vaso de zumo en una especie de brindis.

—Soy Phelps H. K. Sulu, de Barafunda. Me dedico al aprovechamiento industrial de los líquenes. ¿Y usted?

—A la telequinesis.

—¿Cuáles son sus opiniones? —preguntó un anciano alto y bronceado.

—¿Sobre qué?

—Empiece por donde quiera. De todos modos tendremos que completar el perfil en días sucesivos.

—Es el Jefe de Escuadrilla Eberhardt —explicó Sulu—. Está obsesionado por la degradación de la política. Lleva aquí cinco años y medio, a costa de su familia.

—Tomemos, por ejemplo, nuestra responsabilidad en la situación de la Tierra —dijo el Jefe de Escuadrilla—. ¿Qué opina usted acerca de eso?

—Lo mismo que usted, probablemente —dijo Jolson.

—¿Y qué opina en relación con el hecho de que hay un pequeño bicho verde paseándose por su nariz?

Jolson se pasó la mano por la nariz.

El Jefe de Escuadrilla Eberhardt, poniéndose en pie, dijo:

—Ya es hora de que me acueste. Si no tienen ustedes inconveniente.

Saludó con un gesto y salió de la habitación.

—Permítame darle la bienvenida —dijo el tercero de los ancianos. Era un hombre delgado y moreno, de cabellos grises—. No he tenido ocasión de hablar hasta ahora. En mi calidad de ciudadano de Barnum, me siento doblemente satisfecho de poder saludarle. Soy Wilson A. S. Kimbrough, y sirvo a mi planeta como embajador en Esperanza. Tendré mucho gusto en ayudarle en lo que esté a mi alcance, Mr. Gabney.

Jolson sonrió.



Mientras corrían, Franklin T. Tripp dijo:

—Correr y saltar es lo más sano que hay, Mr. Gabney. En realidad, creo que a menudo me toman por un joven de veintiocho años debido a lo mucho que corro y salto.

Jolson procuró jadear como lo habría hecho un anciano.

—Imagino que el sudar tiene algo que ver con ello.

Media docena de ancianos estaban haciendo ejercicio sobre un trayecto de media milla salpicado de vallas y de obstáculos acuáticos. Todos ellos llevaban trajes de deporte de color azul celeste.

—Sudar es muy sano —dijo Tripp, que no parecía haber perdido el resuello—. Le he quitado cuatro años de encima sólo sudando y transpirando, Mr. Gabney.

Un anciano que a la hora del desayuno se había presentado a sí mismo como Olden Grise gritó en algún lugar detrás de ellos. Tripp refrenó el paso.

—Otra de las torceduras de tobillo de Grise, seguramente —explicó—. Puede continuar usted solo, voy a atender al viejo.

Una vez solo, Jolson apresuró el paso, tratando de alcanzar a Kinbrough, que se encontraba unos centenares de metros delante de él. Saltó una valla de tres pies de altura, esprintó, saltó otra valla y se encontró a la altura del Jefe de Escuadrilla Eberhardt.

—¿Qué opina usted de los termómetros? —preguntó el Jefe de Escuadrilla.

—Soy neutral.

El Jefe de Escuadrilla levantaba los codos a la altura del mentón mientras trotaba.

—Me han clavado uno al amanecer. Dicen que no pueden confiar en mí si me lo ponen en la boca. Que tiendo a mordisquearlo.

—¿Tiene usted fiebre?

—No. No sabría qué hacer con ella.

Jolson apretó el paso.

No pudo hablar con Kimbrough hasta la tarde, cuando les colocaron en aparatos de vapor contiguos.

—¿Tienen programado todo el día para nosotros? —le preguntó al embajador.

—Después de la siesta obligatoria —respondió el humeante Kimbrough—, disponemos de una hora de absoluta libertad. ¿Es usted por casualidad aficionado al tiro con arco, Gabney?

Jolson dijo:

—No hay nada que me guste más en el mundo, Kimbrough.

—No he podido encontrar a nadie que tirara conmigo. Ayer tuve todo el campo para mí solo.

—¿De veras? —dijo Jolson—. ¿Qué le parece si tiramos un poco esta tarde?

—Estupendo —dijo el embajador Kimbrough.



La densa niebla apenas permitía ver el blanco. Jolson palpó el pequeño frasco plano que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón y dijo:

—No sentaría mal un trago ahora, para calentar los huesos.

El arco de Kimbrough zumbó y una flecha desapareció entre la niebla.

—Cuando haya oído el impacto.

Esperaron unos instantes, pero no oyeron ningún sonido. Jolson sacó el frasco de su bolsillo.

—¿Coñac?

—Bueno —dijo el embajador Kimbrough—. Creo que un trago de coñac no caerá mal. —Tomó el frasco, desenroscó el tapón y bebió—. ¿Y usted?

—Sólo lo llevo para los amigos —dijo Jolson, guardándose el frasco.

Kimbrough carraspeó y colocó otra flecha en su arco.

—¿Sabe una cosa, Gabney? —dijo, inclinando arco y flecha—. Cuando era un muchacho asistí a la Academia John Foster Dulles, en la Tierra. Tenía que decírselo a usted. Aquí está el secreto, Gabney.

—¿Qué me dice del Grupo A? —preguntó Jolson.

Cogió al embajador por debajo del codo y le llevó hacia los árboles.

—Cuando tenía catorce años...

—Grupo A —le interrumpió Jolson—. Dean Swift. General Moosman. Almirante Rockisle.

—Esta es la verdad —dijo Kimbrough, guiñándole un ojo a Jolson—. Necesitaba dinero Y, naturalmente, conocía las idas y venidas de los personajes del Departamento de Guerra.

Jolson se acercó más a él. La OEP estaba en lo cierto.

—¿Qué hizo usted? —inquirió.

—Me limité a pasar la información al suburbio.

—¿Qué suburbio?

—El de Esperanza City. A un joven.

—¿Su nombre?

—Son Brewster, hijo. Es un joven maravilloso. Apenas ha cumplido los veinte años, y es mucho más sincero y honrado que nuestra generación, Gabney. Le pasé la información a Son Brewster, hijo.

—¿Por qué?

Kimbrough respiraba con la boca abierta, tambaleándose.

—La Tierra, Gabney.

—¿Eh?

—La suprema Tierra. Quieren imponer el predominio de la suprema Tierra.

—¿Quién es el jefe? ¿Brewster?

—No, el jefe es A. Grupo A. No hay nombres.

—¿Dónde está el Grupo A?

Kimbrough sacudió la cabeza y parpadeó varias veces.

—Creo que ese coñac se me ha ido a la cabeza —dijo—. No estaba acostumbrado a beber.

Jolson dijo:

—La hora de recreo está a punto de terminar, Kimbrough. Vamos hacia la casa.

—Un momento —dijo el embajador.

—¿Sí?

—Quiero ir a comprobar si la flecha dio en el blanco.

Kimbrough dejó escapar una risita y se alejó entre la niebla.



Nat Hockering empujó el secador de pelo a través de la pequeña celda gris.

—El ejercicio da buenos resultados. Mr. Gabney. Lo mismo que una dieta inteligente. Mas para que el rejuvenecimiento sea total, tenemos que recurrir a la ayuda de los cosméticos.

Jolson estaba reclinado en un sillón extensible, con la cabeza debajo de un grifo y encima de una palangana.

—¿Cuánto va a costarme esto, Hockering?

—No se deje influenciar por mi actitud de anoche, Mr. Gabney. A la luz del día y a primeras horas de la tarde soy amable.

Frotó con champú los blancos cabellos de Jolson, obligándole a echar la cabeza más hacia atrás.

—Desde luego, esto hace hormiguear el cuero cabelludo —dijo Jolson.

Apoyando una mano sobre la garganta de Jolson, Hockering dijo:

—Permítame decirle una cosa.

—¿Sí?

—Huellas dactilares.

Jolson se puso en guardia.

—¿Eh?

—Ha cometido usted un error. No tiene las huellas dactilares del verdadero Leonard P. Gabney. —Sus dedos aumentaron su presión alrededor de la nuez de Adán de Jolson—. Tenemos a un hombre en la oficina central de la OEP. Encontró la copia de una carta pidiendo un agente del Cuerpo Camaleónico para trabajar en el caso del Departamento de Guerra. Y estábamos preparados, por si la OEP sospechaba de nosotros.

—¿Está metido Tripp en esto? —preguntó Jolson.

—Desde luego. Y el viejo Kimbrough —Hockering acercó la otra mano al cuello de Jolson—. Ahora voy a estrangularle, falso Mr. Gabney. Luego le hundiré en la charca de barro. Muy bueno para cubrir las apariencias.

Jolson se concentró. Tensó los músculos del cuello para contrarrestar la presión de los dedos de Hockering. Luego, bruscamente, disparó su mano derecha y clavó dos dedos en los ojos de su adversario.

El haber sido adiestrado por el Cuerpo Camaleónico tenía sus ventajas. Jolson aprovechó el desconcierto de Hockering para ponerse en pie de un salto. Agarrando el secador de pelo por la barra de metal, aplastó el casco sobre el cráneo de su rival. Hockering se desplomó, inconsciente.

Jolson echó a correr por el pasillo, buscando una salida. Se escabulló del edificio principal y salió al aire libre. A poca distancia del suelo vio un crucero suspendido en el aire.

Alguien le gritó unos números. Al mismo tiempo, una escalerilla empezó a descender por uno de los lados del crucero.

—¿Quién es? —aulló Jolson.

—Jennifer Hark. Dése prisa.

—Maldita sea —dijo Jolson, saltando y aferrándose a la escalerilla. Una vez a bordo, dijo—: ¿No le advertí que no se mezclara en esto?

—Usted lo apretó.

—¿Qué?

—El albaricoque. Me envió una señal hace tres horas. Y he venido para sacarle del apuro, tal como le dije.

—Yo no toqué el albaricoque. Seguramente que esta tarde estuvieron registrando mi equipaje y lo apretaron sin saber de qué se trataba.

Jennifer sonrió.

—Pero usted lo conservaba en su poder. Bien, ¿ha podido interrogar al embajador Kimbrough?

Volaban hacia Esperanza City, por encima de las coloreadas luces de los cementerios.

—Desde luego —dijo Jolson.

Le contó a la muchacha todo lo que había sucedido, y las revelaciones que le había hecho Kimbrough.

—He recibido un cable cifrado del Jefe Mickens —explicó Jennifer—. Dice que debe usted seguir cualquier pista que haya encontrado hasta su final lógico. Adoptando las identidades que sean necesarias.

—Lo sé. Siempre lo hago —dijo Jolson—. Informe a la OEP y dígales que vigilen Nepenthe, que sigan a Tripp y a Hockering en el caso de que huyan, que es lo más probable. Pero no quiero que intervengan hasta que descubra algo más acerca del Grupo A.

—Tenemos a dos agentes en una cripta, cerca del balneario, alimentándose a base de bocadillos y vigilando —dijo Jennifer, manipulando en una pequeña emisora de radio—. Voy a informarles de lo que pasa.

Jolson se reclinó en su asiento, con los ojos cerrados, mientras la joven efectuaba la llamada. Luego dijo:

—Quiero que me deje caer en el suburbio.

—Tendría usted que ser joven para encajar allí —dijo Jennifer—. Además, no ha sido usted aleccionado acerca de los usos y costumbres de aquella zona.

—Las asimilaré sobre la marcha —Jolson se cubrió el rostro con las manos unos instantes, respiró a fondo y quedó convertido en un joven veinteañero—. ¿Está bien así?

Jennifer le miró parpadeando.

—No estoy acostumbrada a esto. ¿A ver? El pelo más largo. Normalmente echado hacia el lado izquierdo. ¿Qué pasa con la ropa?

—Puede prestarme usted algo de dinero, y la compraré en el mismo suburbio.

La joven dijo:

—¿Podré verle alguna vez tal como es en realidad? ¿Cómo a Ben Jolson?

Jolson contempló las luces coloreadas.

—Más tarde —dijo.



En el sótano de la Ultimate Chockhouse, cinco pianistas, en otros tantos pianos, interpretaban a la vez una melodía distinta. Jolson encargó otra antihistamina y contempló a la muchacha que estaba colgada del techo hinchando las ruedas de su bicicleta plateada.

—Bendito seas, solitario parroquiano —dijo un hombre que llevaba alzacuello. Se sostenía en pie gracias a que se apoyaba en la silla vacía correspondiente a la mesa verde que ocupaba Jolson—. No te había visto nunca por aquí. ¿Eres nuevo?

—Tú lo has dicho, voceras —respondió Jolson, utilizando una de las palabras que había aprendido en los dos días que llevaba en el suburbio.

—Soy hombre de paz —dijo el desconocido. Era bajito y ancho de espaldas, con una barbilla redondeada—. Me gustaría sentarme y darle a la sinhueso contigo.

—No abuses de la hospitalidad.

—Me llaman el Reverendo Cockspur —dijo el recién llegado. Se instaló en la silla vacía y sacudió unas migajas de huevo duro de su gastado codo—. Con tu permiso.

—¿Qué vas a tomar, Reverendo?

—Para empezar, pediré un bingo.

—No a cuenta mía.

El Reverendo sacudió ambas manos.

—No te preocupes. En esta casa me sirven lo que quiero. Gratis.

Hizo una seña a la camarera.

Cuando llegó su bebida, el Reverendo dijo:

—Supongo que no tendrás ganas de que te conviertan...

—¿Te dedicas a eso? —dijo Jolson, sacudiendo su poblada cabellera.

—En principio —dijo el Reverendo Cockspur, cogiendo su vaso con las dos manos—. Llegué a Esperanza hace tres años. Me envió mi comunidad religiosa para convertir a los jóvenes del suburbio. —Hizo una seña a la camarera para que le sirvieran otro bingo. Luego se pellizcó la nariz dos veces y sacudió la cabeza—. Me gustaría tener un poco de bálsamo. Estaría mucho más despejado.

—¿Eres drogadicto?

Los ojos del Reverendo contemplaron el fondo de su vaso.

—Verás, al principio decidí que no tendría la menor posibilidad de llegar hasta los jóvenes si no me adaptaba a sus maneras. De otro modo me tomarían por un intruso. Así que empecé por adaptarme a su lenguaje. Luego me adapté a sus hábitos en materia de bebidas, para acercarme más a ellos. Y para poder acercarme todavía más, empecé a tomar las mismas drogas que ellos tomaban. Ahora me encuentro en condiciones de hablar con ellos, y soy un alcohólico, un drogadicto, y vivo con dos ninfomaníacas albinas en un ghetto al final de esta calle. Ya conoces algo acerca de mi persona.

Jolson hizo girar la pastilla antihistamínica alrededor de su boca.

—Es una buena coartada, Reverendo.

—Al menos, ha sido una buena experiencia —dijo el Reverendo Cockspur. Volvió la cabeza y rió—. Ahí llega el viejo Son en persona.

En el umbral de la puerta acababa de aparecer un muchacho delgado, con los largos cabellos atados con una cinta de color escarlata. Vestía de un modo muy llamativo y llevaba unas botas de piel de ante. De su espalda colgaba una mandolina, y agitaba un amplificador en su mano izquierda.

—¿Son Brewster? —preguntó Jolson.

—El mismo que viste y calza —dijo el Reverendo Cockspur.

—¡Basura! —dijo Son Brewster, hijo, tirando furiosamente de la mandolina y dejando caer su amplificador en la escalera.

—Va a formular una protesta —dijo el Reverendo, bajando la voz.

Los pianos enmudecieron y Son empezó a rascar la mandolina.

—Estaba sentado en la acera, peinando mis cabellos —cantó—. Y el barbero dejó caer una toalla caliente sobre mi maldita nuca. ¿Qué clase de universo habéis construido, bastardos acumuladores de dinero, para que pueda suceder una cosa así?

—Delicioso —dijo el Reverendo Cockspur.

Son avanzaba hacia su mesa.

—Hola, Reverendo. ¿Necesitas pasta?

—No me vendría mal. Estoy a dos velas.

Son sacó un fajo de billetes del bolsillo de su pantalón y le entregó el dinero al Reverendo Cockspur.

—¿Quién es su menda?

—Un amigo mío.

El Reverendo se guardó los billetes.

Jolson dijo:

—Soy Will Roxbury. ¿Y tú?

—Son Brewster, hijo —dijo el muchacho—. ¿Eres nuevo en el suburbio?

—Sí.

—¿Quieres jugar a zenits conmigo?

Jolson se encogió de hombros.

—¿A cuánto la puesta?

—Diez pavos como mínimo —dijo Son. Descolgó la mandolina de su cuello—. Vigila esto, Reverendo. —Luego se dirigió a la docena de jóvenes que estaban en el sótano—: El amigo del Reverendo y yo vamos a jugar una partida de zenits.

Un muchacho pelirrojo dijo:

—Límpiale, Son.

Los zenits resultaron ser unas cartas cuadradas con fotografías de los cementerios más importantes. El juego consistía en dejar el dinero de la puesta en el suelo, apoyar un zenit en la pared y dejarlo caer: el zenit que caía más cerca del dinero era el ganador. En media hora, Jolson ganó ochenta dólares.

—¿Basta? —le preguntó a Son.

Son se encogió de hombros y regresó al lado de su mandolina. Sentándose en frente del Reverendo Cockspur empezó a cantar.

—Esta mañana, cuando fui a la Biblioteca Popular, me dijeron que me había retrasado tres días en devolver mi libro. ¿Qué clase de asqueroso universo es éste, para que a un hombre puedan ocurrirle cosas semejantes?

Entregó la mandolina al Reverendo y se acercó a Jolson, el cual estaba reclinado contra un silencioso piano.

—¿Haces algo esta noche?

Jolson dijo:

—No, ¿Por qué?

—¿Sabes dónde está el Sprawling Eclectic?

—Desde luego.

—Nos veremos allí a la hora de cenar. Tomaremos unos bingos y unos escoceses. ¿De acuerdo?

Jolson se encogió de hombros.

—Tal vez vaya —dijo, y se encaminó hacia la puerta.

En la calle tropezó con una vieja que vendía guirnaldas usadas.

—Si conoces a algún difunto llamado Axminster, haremos un trato —dijo la mujer.

Jolson cogió a la vieja por el brazo y echó a andar.

—El maquillaje nunca da resultado, Jennifer. Deje de seguirme.

—No debe pronunciar usted mi nombre sin dar primero el número clave.

—Tonterías. La he reconocido inmediatamente. Ahora, lárguese inmediatamente a su embajada, antes de que Brewster y todo el Grupo A caigan sobre usted.

—Tripp, Hockering y el embajador están también en el suburbio.

—Razón de más para que se marche usted.

—¿Ha hecho algún progreso?

—Creo que sí —dijo Jolson. Un autocar de turistas acababa de detenerse en la calle—. Mézclese con la multitud. Rápido.

—Desde luego, ustedes, los del CC, son muy independientes —Jennifer le tendió un clavel—. ¿Cómo supo que era yo?

—Tiene usted unos pómulos encantadores. Y no puede ocultarlos con polvo blanco.

Rechazó la flor y se alejó de la joven.

Dos turistas le llamaron para que posara para una fotografía, pero Jolson continuó andando.



Son Brewster, hijo, se volvió hacia Jolson.

—No está mal la barraca, ¿eh? —dijo.

Jolson echó una ojeada circular a la sala de paredes de madera. Los clientes no llegaban a las dos docenas y eran todos jóvenes.

—Puede pasar —admitió.

—¡Mira quién viene! —dijo Son, guiñándole el ojo a una muchacha alta y morena que avanzaba hacia la mesa.

—¿Quién es éste? —inquirió la muchacha, señalando a Jolson.

—Es nuevo en el suburbio —respondió Son.

—¿Bailamos? —le preguntó la muchacha a Jolson. Apoyó una mano cálida contra su mejilla—. ¿De dónde has venido, pichón?

—De Tarragon.

—Estupendo. Conozco todos los bailes de allí.

Jolson no los conocía. Y pasó un mal rato en la pista de baile en forma de corazón.

Ron Brewster no estaba en la mesa cuando terminó el baile.

—Voy a dar una vuelta por ahí —dijo la muchacha—. Hasta la vista, Will.

—Adiós —dijo Jolson, contemplando cómo se alejaba su pareja.

No tardó en presentarse Son.

—Amigos míos —dijo, señalando la plataforma.

Cuatro jóvenes de cabellos blancos estaban reemplazando al conjunto femenino que había actuado hasta entonces. Los muchachos eran todos altos y anchos de espaldas. Llevaban una especie de uniforme dorado y calzaban bofas blancas.

—Se llaman a sí mismos la Fundación Ford. La mayor parte del material que utilizan es mío: canciones de protesta.

«Hace dos semanas entré en una cafetería y pedí picadillo —cantó el cuarteto—. Y me dijeron que se les había terminado el picadillo. ¿Qué clase de espantoso universo es éste, para que puedan hablarle a un hombre de ese modo?»

Los oyentes aplaudieron. Pero una docena de ellos se pusieron en pie y se marcharon.

Después del segundo número de protesta, quedaron solamente dos venusinos en el Sprawling Eclectic. Y cuando se marcharon, Son inclinó su cabeza en dirección a la plataforma.

Los cuatro jóvenes dejaron caer sus instrumentos y saltaron al piso. Empuñaban unas relucientes navajas.

—Eres un farsante, Will —dijo Son—. Tripp me advirtió que andaba suelto un agente del CC. De modo que he estado pasando revista a todos los forasteros. Tú no tenías ni idea de cómo se jugaba a los zenits: cometí muchas pifias y no me llamaste la atención ni una sola vez. Mimí te dijo que lo que bailabais eran bailes de Tarragon, tu supuesto planeta natal. Pero no lo eran.

Jolson se encaramó de un salto al banco sobre el cual había estado sentado.

—¡Liquidadle! —gritó Son.

Jolson dio otro salto y subió a la plataforma. Agarró un contrabajo y lo lanzó contra el primero de los jóvenes que trató de atacarle.

—¡Liquidadle! —repitió Son, que no intervenía en la pelea.

Otro de los jóvenes avanzó con el brazo derecho extendido. Jolson soltó bruscamente su pierna derecha y golpeó la muñeca de su atacante con la punta del zapato. La navaja salió volando por los aires.

Sin darle tiempo para reponerse de la sorpresa, Jolson se lanzó contra su adversario y le propinó un terrorífico puñetazo en el estómago. El joven se dobló sobre sí mismo, aullando.

Los otros dos miembros del cuarteto avanzaron juntos, precedidos por sus navajas. Jolson dio un rápido salto de costado y golpeó a uno de ellos en el cuello con el filo de la mano. Trastabillando, el joven fue a chocar contra su compañero y los dos cayeron al suelo. Antes de que pudieran levantarse, Jolson les agarró por la pechera de sus blusas e hizo entrechocar sus cabezas.

Echándose los cabellos hacia atrás, Jolson se acercó a Son Brewster.

—Protesto —dijo Son—. Yo no lucho.

Jolson le echó un brazo alrededor del cuello.

—Cuéntame todo lo que sepas del Grupo A, Son.

—No sé nada.

Jolson aumentó la presión de su brazo.

—Vamos, habla.

—No te pongas tonto. Tienen a tu chica.

—¿Qué?

—Sí, a Jenniffer Hark. La sorprendimos husmeando por aquí.

—¿Dónde está.

—No lo sé.

—Dímelo.

—¡Ay! Va camino de la isla.

—¿Qué isla?

—Más allá de los cementerios. A trescientas millas de aquí. Donde guardan a los congelados. La isla.

—¿Quién la atrapó?

—No te pongas tonto, amigo. La congelaron hace más de una hora, y si embrollas las cosas se quedará así para siempre.

Jolson casi ahogó al muchacho Consiguió dominarse y aflojó la presión.

—¿Quién la llevó allí?

—Alguien del Grupo A. La transportan en una furgoneta. No permiten que los cruceros vuelen sobre los principales cementerios: cosas del turismo. Llegará allí a medianoche o a primeras horas de la mañana.

—¿Qué pintas tú en el asunto?

—Cuando los secuestradores se han hecho con la víctima, yo proporciono el transporte. Utilizamos algunos de los coches funerarios que funcionan fuera del suburbio. Y llevamos a los congelados a la isla.

—¿Quién está en la isla?

—No puedo decírtelo.

—Claro que puedes.

—¡Ay! —aulló Son—. Se llama Purviance. Maxwell Purviance. Y cree en la suprema Tierra.

—¿Qué pretende? ¿La paz?

—No lo sé. De veras que no lo sé.

Jolson dejó caer su mano libre sobre la nuca de Son y el muchacho perdió el sentido A continuación sacó un pequeño estuche de uno de sus bolsillos. Contenía una droga adormecedora. Jolson inyectó una dosis a cada uno de los jóvenes y les arrastró hasta una pequeña habitación situada detrás de la plataforma. Así dispondría de unas horas, antes de que pudieran dar la voz de alarma.

Media hora después se alejaba del suburbio en un autobús de los que efectuaban el recorrido de los cementerios.



Las lápidas parpadeaban, rojas, amarillas y verdes, más allá de las ventanillas del autobús. Éste era uno de los cementerios más opulentos, construido medio siglo antes, cuando estaban de moda los monumentos ecuestres. A cada uno de los lados de la oscura avenida se extendían hileras de figuras a caballo, esculpidas en mármol artificial de diversos colores.

La obesa mujer sentada junto a Jolson no cesaba de sollozar.

—¿Va a visitar la tumba de algún pariente cercano? —preguntó Jolson, en un intento de acallar aquellos sollozos.

—No. No conozco a nadie en todo el planeta.

—Como la he visto llorar...

—Me gustan mucho los caballos Y el ver tantos aquí me parte el corazón.

Delante de ellos, un hombre calvo volvió la cabeza.

—¿Van ustedes al Econ? —inquirió.

—No —dijo Jolson.

—Yo formo parte de la expedición Tres Semanas en Tres Planetas —dijo la mujer, secándose los enrojecidos ojos.

—Me llamo Lowenkopf —dijo el hombre. Las luces del exterior ponían reflejos verdes en su cabeza—. Tengo una tienda en Barafunda, y una vez al año vengo a Esperanza a visitar los cementerios. Este año hago químicos.

—¿Químicos? —preguntó Jolson, preguntándose si habría algún asiento libre más atrás.

—Estoy visitando tumbas de químicos famosos. El año pasado hice actores. Arranqué un trozo de la cripta de Hassebad. ¿Recuerda a Hassebad, llamado El Hombre De Las Orejas Resables? En mi juventud era el astro número uno de la TV.

—Yo vengo siempre por las flores —dijo la mujer—. Los caballos y las flores son lo que más me interesa en esta vida.

Un poco más allá de la Tumba del Comando Desconocido, el autobús se salió de la carretera. En un cul-de-sac entre dos cementerios había una rústica posada. Un parpadeante letrero luminoso indicaba que era el Motel del Sueño Eterno.

—Seis horas de descanso —anunció el conductor del autobús, que iba completamente vestido de negro.

Cuando Jolson pasó junto a él, le preguntó:

—¿No hay modo de continuar el viaje?

—El próximo autobús pasará poco antes del amanecer. Pero nosotros saldremos una hora después.

—No me sirve —dijo Jolson.

—Aquí se divertirá —dijo el conductor—. La taberna está abierta toda la noche.



Apoyado contra una pared de la taberna, lo más alejado posible de la vociferante multitud, Jolson bebió su cerveza negra. Desde hacía unos instantes estaba observando a un hombre que permanecía inclinado sobre el mostrador. El hombre en cuestión había llegado unos minutos antes, mencionando su camión lleno de flores estacionado en el exterior. Si no encontraba otro medio de transporte, Jolson se apoderaría del camión y se marcharía.

Alguien le dio unos golpecitos en el costado, Jolson se volvió hacia el grupo instalado en una mesa, a su derecha. Todos iban provistos de cámaras fotográficas y grabadoras.

—¿Sí?

Conservaba aún su forma de veinteañero, y aquí, lejos del suburbio, podían haber personas a las que no les gustara la juventud.

La mujer rubia que le había dado los golpecitos le dijo:

—¿Le importaría recoger ese rollo de película que ha rodado bajo sus pies, joven?

Jolson se inclinó y recuperó la película.

—¿Se dedican ustedes a las comunicaciones? —inquirió.

—Un poco más de respeto para sus mayores —dijo el más obeso de los tres hombres.

—A Bert no le gustan mucho los cementerios —dijo la mujer, sonriéndole a Jolson. Era una rubia de unos cuarenta años, pasablemente atractiva.

Un hombre delgado, embutido en un traje demasiado estrecho, dijo:

—No me importa decirle a usted quién soy. Me llamo Floyd Janeway —Levantó su vaso de cerveza y lo vació—. Y estoy aquí en misión especial. Una más de las que me han hecho universalmente conocido. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo la mujer—. Ahora cállate.

—Vete, muchacho —dijo el hombre obeso.

El tercer hombre era pecoso y zascandil. Pidió más cerveza, incluido un vaso para Jolson.

—Cierre el pico, Floyd. Toma una cerveza con nosotros, muchacho, y luego vete.

—¿A qué viene tanta diplomacia? —preguntó el obeso.

—Has oído hablar de mí, ¿verdad? —dijo Janeway, mientras se ocupaba de la cerveza que acababan de servirle.

—Desde luego —dijo Jolson—. Trabaja para los noticiarios de nueve planetas. ¿Anda usted detrás de algo importante?

—Más importante que Janeway Con Los Insugentes De Barafunda. Más importante que Janeway Explica El Fracaso Del Puerto De Tarragon. Más importante que Janeway Vive Un Mes Con Los Rebeldes Turméricos. Más importante que...

—Cállate, Floyd —dijo la rubia.

—Janeway Entrevista A Purviance. No has oído hablar todavía de él. ¿verdad? No tardará en ser un gran personaje.

El hombre obeso dijo:

—Vete, muchacho.

Janeway apuró su cerveza.

—Cambiemos de tema, Jerry. ¿Qué tal se te da el juego, muchacho?

—Bastante bien.

—Estupendo. ¿Jugáis todavía a los zenits los jóvenes de por aquí?

Jolson sonrió y dijo:

—Desde luego. ¿Me desafía, acaso?

Janeway se puso en pie.

—Vamos. Utilizaremos tarjetas postales de tumbas como zenits.

Mientras cruzaban la sala, Jolson preguntó:

—¿Cuándo va a celebrar su entrevista con Purviance?

—Mañana por la tarde. Iré solo, únicamente Janeway y su mente de oro. Saldremos de este agujero después de almorzar. He de confesar que mis horas matinales no son las más brillantes.

Jolson tropezó, se agarró a Janeway para no caer, alargó sus dedos y extrajo la carta de identidad del hombre del interior de su chaqueta.

—Lo siento —se disculpó—. He resbalado.

—Tendrás que mostrarte un poco más ágil si quieres ganarme a los zenits.

Cuando llevaban media hora jugando, el estuche de las drogas se le cayó de un bolsillo a Jolson y fue a parar a los pies de Janeway.

—Los jóvenes y sus experiencias alucinógenas... —sonrió Janeway.

Recogió el estuche de metal y se lo entregó a Jolson.

Jolson le ganó sesenta y tres dólares a Janeway. Se despidió de él, salió cautelosamente al patio y montó en el camión del turista. Tenía la carta de identificación de Janeway y las huellas dactilares de su mano derecha. Cuando enfiló la carretera que había de conducirle a la isla, era Floyd Janeway hasta la punta de los dedos.



El lago era una extensión lisa y azul. En su centro se erguía una pequeña isla, completamente verde. Había allí helechos, palmeras, retorcidas cepas, hermosas flores, todo límpido y claro a aquella hora tan temprana. En el centro de la isla había un edificio amarillo, con columnas y mármoles.

Unos cisnes blancos navegaban a través del lago. En un embarcadero veíase a un hombre sentado, envuelto en un recio chaquetón. Jolson se acercó a él.

—Supongo que es demasiado temprano —le dijo—, pero de todos modos dígale a Purviance que estoy aquí. Soy Floyd Janeway, el periodista.

El hombre se puso en pie lentamente.

—No se mueva de donde está —dijo—. Saque despacio su carta de identificación y échemela, mister. Le están apuntando tres lasers, de modo que no cometa ninguna imprudencia.

Jolson le tiró la carta de identificación. El hombre la revisó minuciosamente. Luego se acercó más a Jolson.

—Tiéndame el pulgar de su mano derecha, mister —dijo.

Comprobó la huella dactilar con la que figuraba en la carta de identificación y sacó un pequeño transmisor de su bolsillo de su chaquetón.

—Envíen un crucero. Todo en regla.

Del edificio amarillo se elevó un crucero escarlata. Unos instantes después se detenía encima de Jolson.

La mecedora estaba llena de águilas. Talladas en la madera, se enlazaban y entrecruzaban, negras, con las alas extendidas. El hombre que la ocupaba llevaba una especie de pullover, pantalones de tela caqui y un sombrero de ala ancha, de paja. Era un individuo robusto, de ojos penetrantes y voluntarioso mentón.

—¿Me equivoco al suponer que no ha nacido usted en la Tierra? —dijo.

Jolson se removió en el sillón que ocupaba delante de Maxwell Purviance. Janeway había nacido en Barnum.

—No —respondió.

—Mi olfato nunca me engaña —dijo Purviance, distendiendo una vez más sus fosas nasales.

—Tal vez huele usted el gato muerto que hay debajo de su mecedora —sugirió Jolson, señalando el animal con el pie.

—No, es un gato recién muerto —dijo Purviance—. Los utilizo para probar mis comidas. Al parecer, mi desayuno estaba envenenado. El envenenamiento personal organizado. En el depósito del agua, por ejemplo, hay diecinueve venenos independientes. Diez son venenos mortales, cinco inducen a adoptar un sistema de vida decente, y cuatro persuaden para votar a candidatos con un historial socialista. Los venenos mortales liquidan a los que salen de la línea. Yo nunca bebo agua.

—¿Qué bebe, entonces?

Purviance señaló un jarro que reposaba sobre la mesa más próxima.

—Applejack. Una antigua bebida de la Tierra. No como ni bebo alimentos universales. Mr. Janeway. Únicamente alimentos de la Tierra. Habrá observado que le he llamado mister con respeto, a pesar de que se desprende de usted un aura de los planetas exteriores. En mis archivos tengo clasificados todos los planetas, así como los olores de sus habitantes. Naturalmente, los planetas del sistema terráqueo tienen una fragancia más agradable.

—¿Cuáles son sus planes para el resto del universo, Mr. Purviance? —inquirió Jolson.

—¿Antes o después de apoderarme de ellos?

—Para antes, en primer lugar.

Purviance sacó un tallo de hierba del bolsillo de pecho de su camisa y empezó a masticarlo lentamente.

—Verá, los universos tienen que ser gobernados desde la Tierra. Debido a un desdichado retraso intelectual de 20.000 años, la Tierra se vio superada por otros sistemas planetarios. Mi tarea consiste simplemente en apoderarme de todos los planetas y gobernarlos desde la Tierra. Creo en un fuerte poder central terráqueo, Mr. Janeway, así como en los derechos de la Tierra.

—Yo tenía la idea de que era usted una especie de pacifista —dijo Jolson—, un hombre que pretendía terminar con las guerras.

—Estoy interesado en terminar con las guerras que yo no he iniciado, desde luego —dijo Purviance—. Le diré una cosa en plan particular, Mr. Janeway. Estoy reclutando un grupo muy numeroso de consejeros militares.

—¿Cuántas personas viven aquí con usted?

Purviance se encogió de hombros.

—Me bebería un vaso de limonada —dijo—, pero no tengo a nadie para probarla. No creo que usted...

Jolson dijo:

—No. Hábleme de esos consejeros militares.

—Sí —dijo Purviance—. Los tengo aquí. Conservados en hielo.

—¿Congelados?

—Desde luego. Heredé este refrigerador de mi padre. Éste es un lugar seguro y tranquilo.

—¿Podríamos echarle una ojeada? —inquirió Jolson.

—No hay inconveniente en que vea las partes sin clasificar —respondió Purviance, poniéndose en pie—. Pero recuerde que se encuentra usted bajo vigilancia continua. En peligro de quedar desintegrado si hace un falso movimiento.

—¿Cuántos miembros del Grupo A hay aquí?

Purviance avanzó hacia la puerta.

—Ése es un dato reservado, Mr. Janeway. Sólo puedo decirle esto: muchos.

Salió al frío pasillo y Jolson le siguió.



La sala de almacenaje era fría y pastoril. Purviance explicó:

—El decorado de las paredes fue idea de mi padre. Exceptuando los dibujos, todas las salas son muy parecidas. Ésta es la Sala Pastoril: pastores, campos y ovejas. Tenemos una sala desértica, y dos salas selváticas. Escenas famosas de la historia de la Tierra, celebridades, y una de animales peludos.

—¿Por qué?

—Le gustaban a mi padre, supongo. Nunca me lo dijo.

Jolson estudió atentamente la sala.

—¿Dónde están los individuos que nos apuntan con sus armas?

—¡Oh! No puede usted verles. Están bien ocultos.

Súbitamente, Jolson alargó el brazo derecho y agarró a Purviance por el cuello. El ataque fue tan imprevisto, que cuando Purviance quiso reaccionar se encontró sólidamente sujeto por el musculoso brazo de Jolson. Éste, sin soltar su presa, retrocedió hasta apoyar su espalda contra la pared, de modo que Purviance le sirviera de escudo.

—Quiero a la muchacha, Jennifer Hark, y a los hombres del Departamento de Guerra. Ordene que los deshielen y que los traigan aquí, o apretaré el brazo hasta ahogarle.

—Para ser un periodista, utiliza usted unos métodos muy raros, Mr. Janeway —dijo Purviance—. Suélteme inmediatamente, o le desintegrarán a usted.

—Y usted me acompañará.

—Eso está por ver.

Jolson contrajo su brazo.

—Vamos. La muchacha y los otros. Dígales a sus hombres que entren aquí y suelten sus armas.

—¿Todos mis hombres?

—Podemos empezar con los que están detrás de esta pared.

—¿Quién es usted? ¿EOP, CC?

Jolson aumentó la presión.

—¡Vamos!

—Puedo dejar que nos pulvericen a los dos.

—Tiene usted demasiado miedo a la muerte.

Purviance tosió.

—Tal vez deba explicarle algo.

—Dé las órdenes. Aprisa.

—Entre, Rackstraw.

Un trozo de la pared se deslizó a un lado y apareció el hombre del chaquetón, empuñando un rifle desintegrador.

—Tyler se está bañando —dijo.

—¿Quién es Tyler? —preguntó Jolson.

—El piloto del crucero —dijo Purviance, tratando de inclinar su barbilla—. Es mi otro hombre.

—¿Su otro hombre?

—Exacto. Aquí sólo estamos Rackstraw, Tyler, yo y Mrs. Nash, que se encarga de preparar las comidas y de los trabajos caseros.

—No trate de engañarme, Purviance. El Grupo A no está formado por cuatro personas.

—No. Tenemos un número considerable de adeptos. Pero no viven aquí. No dispongo aún del dinero suficiente para mantener a un ejército en pie, eso ya llegará. Cuando tenga mi máquina de guerra a punto, dispondré de millares de soldados.

—¿Cuánto tardará en conseguirlo?

—El tiempo no importa.

—Usted no es un pacifista —dijo Jolson—. No es más que un pobre iluso.

—No voy a molestarme en discutir con usted. Además, no se puede razonar sobre un tema de importancia capital cuando le están estrangulando a uno.

—Rackstraw —ordenó Jolson— entrégueme ese rifle y vaya a reanimar a los prisioneros.

Rackstraw obedeció.

—Tardará una hora —dijo Purviance—. ¿No podríamos ir a sentarnos en las mecedoras?

Jolson empujó a Purviance con el cañón del rifle.

—Siéntese en el suelo. Esperaremos aquí.

Purviance se sentó.



La arena era fina y blanca, el océano una balsa verde. Jennifer Hark apoyó sus manos en sus estrechas caderas.

—¿Se da cuenta? Aquí no se ven cementerios, ciudades y ni siquiera personas.

Jolson echó a andar, descalzo, hasta la orilla del agua.

—Ese maldito Purviance... —dijo.

—Ya no podrá hacer daño a nadie —dijo la muchacha, muy cerca de él—. El Grupo A está desintegrado.

Jolson frunció los párpados, bañados por el sol.

—Yo esperaba que dispusiera realmente de un medio para terminar con las guerras. Creía que lo que pretendía era eso.

—No ocurrirá una cosa así —dijo Jennifer—. Probablemente nunca.

—No era más que otro iluso —dijo Jolson.

—Le agradezco mucho que me salvara —dijo Jennifer—. Y le agradezco que haya decidido quedarse unos días en Esperanza, permitiendo que le enseñe algunas cosas de por aquí.

—Mientras el Jefe Mickens no encuentre inconvenientes...

—Y —dijo la muchacha, cogiendo su mano— me alegro de que sea usted Ben Jolson.

—¿Qué?

—Me refiero a su aspecto. Porque ahora es usted mismo, ¿no?

Jolson alzó una mano hacia el rostro de Jennifer.

—Supongo que sí —dijo.

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