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domingo, 30 de marzo de 2008

EL CENTINELA -- ARTHUR C. CLARKE

nunca tan pocas letras, han dado para tanto, rsta es la historia del Sentinel, de hace ya muchos años, de donde salo la idea del centinela de multitud de comics,relatos, y peliculas de ciencia ficcion.SENTINEL

El Centinela
Arthur C. Clarke


La próxima vez que veáis la Luna llena allá en lo alto, por el Sur, mirad
cuidadosamente al borde derecho, y dejad que vuestra mirada se deslice a lo
largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un
óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo
fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas
de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos
kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas
montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del
verano de 1966.
Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían
llevado volando nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de
Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres
pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no
podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la
mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas
tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas
de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores
oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.
Yo era geólogo - o selenólogo, si queremos ser pedantes - al mando de un grupo
que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado
cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes
sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba
sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de
aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna
Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en
otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de
humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la
ardiente luz del sol no penetraba nunca.
Habíamos comenzado' nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos
quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos
nuestro vehículo media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes
espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para gula
de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni
siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir
cómodamente durante un mes en nuestros tractores a presión, y si nos
encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y
esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso
ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre el malgasto de combustible para el
cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera
necesidad.
Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero,
naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas
increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra.
Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no
sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del
Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del
océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido
las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de
aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras
altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y
no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros
deberían escalar.
A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22,00
enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera,
las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche
hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros
preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y
alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad,
cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no
creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y
casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que
caían los objetos.
Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía
de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante,
pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés,
«David de la Roca Blanca». Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje
espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett,
estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del
día anterior.
Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa
terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease
distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte
meridional, extendíéndose hasta perderse de vista hacia el Este y el Oeste, por
debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor,
pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la
Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella
neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.
Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente
desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las
hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso
la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la
superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba
a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.
Alcé los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado aún, picos que,
antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en
retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la
esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos
baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por
encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de
una noche de invierno en la Tierra.
Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de
un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros
hacia el Oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese
sido arrancada al cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que
alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba
directamente hacia mis ojos Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el
segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las
grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azulblanca,
al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la
curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla
de observación e hice girar hacia el Este nuestro telescopio de Díez centímetros.
Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual,
los picos de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que
fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto. Y
sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se
elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente
enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado
procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían
hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.
Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare
Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo.
Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales,
continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros mantenían que era
absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente
en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían jamás existido allí, eran unas
cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía
tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe
temer hacer el ridículo.
- Escuchadme - dije al fin -, voy a subir allá aunque solamente sea para
tranquilidad de conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de
altura - es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra - y puedo
hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido
ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa.
- Si no te rompes la cabeza - dijo Garnett -, serás el hazmerreír de la expedición
cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña
probablemente se llamará «La Locura de Wilson».
- No me romperé la cabeza - dije firmemente -. ¿Quién fue el primero en ascender
a Pico y a Helicon?
- ¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? - preguntó suavemente
Louis.
- Eso. - dije con gran dignidad - es otra razón más para ir.
Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un
kilómetro del promontorio: Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era
un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas.
Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la
máquina.
A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero
para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde
todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro
del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros
en la Luna puede, matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra.
Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano.
La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos
por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía
ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del
acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión
antes de partir de nuevo.
De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez
mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta
kilómetros a través del Mare, incluso los picos de las montañas de la costa
opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan
planas como el Mare Crísium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de
agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo
de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.
Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos
por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al Este de
nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su
primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo
y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin
moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban
pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días seria un disco cegador que
bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces mas
brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes
de la noche, o nos quedaríamos en ellas para Siempre.
En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las
unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de
nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos
instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé
lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más
descabellada en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con
él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes
por allí y le sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me
proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.
No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la
pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una
distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre
nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través
de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no seria sino una roca
astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión
nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.
No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón.
Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre
mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas.
La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la
cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos
arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.
Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí
desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin
apresurarme, comencé la ascensión final.
Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de
modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al
borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé,
mirando enfrente de mí.
Debéis comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido de
que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del
todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había
impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas
había comenzado.
Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de
ancho. Había sido lisa en un tiempo - demasiado lisa para ser natural - pero los
meteoros en su caída habían marcado y perforado su superficie en el transcurso
de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una
estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre,
engastada en la roca.
Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros
segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable.
Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y
Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y
desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo,
había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho de
que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me
perturbaba; era suficiente haber llegado.
Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas.
¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de
palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan
inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los
adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen,
mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en
vano!
Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un
cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabia algo de
arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado
aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que
deslumbraban aún mis ojos.
Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído
los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían
empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto no se me ocurrió pensar
que quizá estaba contemplando la obra de una raza mas adelantada que la mía.
La idea de que la Luna había poseído alguna inteligencia era aun demasiado
inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante
salto.
Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la
espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen
notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros: estaba
también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre
filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo
perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban
abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una
barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante
bombardeo del espacio.
Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado
llamando desde hacia algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del
acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar.
Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Cogí un fragmento de roca y lo
arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido Si el
guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero parecía tocar una
superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.
Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la
antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se
protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas,
cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya
demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y
dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan
irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y
mortífera de una pila atómica sin protección.
Recuerdo que entonces me volví hacia Garrett, quien se me había reunido y
estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mi, de modo que
no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por
ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso
para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí.
Levanté los ojos hacia la media Tierra, yacente en su cuna de estrellas, y me
pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos
constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del
Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios
para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada
de la vida?
No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece
tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin
titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza
perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora
fuerza, se hizo en mí la certeza de que era tan extranjera a la Luna como yo
mismo.
En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas
plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su
fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.
Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo
que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una
risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues
me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: «Lo siento,
pero yo tampoco soy de aquí. »
Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la
máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos
comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y
ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que
encontré en la montaña.
Carecen de sentido. Los mecanismos - si es que en realidad son mecanismos - de
la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de
nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido
alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida
inteligente. Ni tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo
nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico
sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su
montaña, antes de que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.
Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las
estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y
prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo
la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo
presumo:
Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el circulo de la Vía Láctea, y hace
mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber
alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Pensad en tales
civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la
Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado solamente a
un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos
imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no
encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.
Debieron de haber estado buscando por los racimes de estrellas del modo que
nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía de haber mundos por todas
partes, pero debían de estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente.
Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que
manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora
llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos
externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus
destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y
esperando que comenzasen sus historias.
Aquellos vagabundos debieron de haber contemplado la Tierra, que giraba en la
estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron de adivinar que era el favorito
entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas
delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.
Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por
todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro
que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que
nadie lo había descubierto.
Quizá comprenderéis por qué colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna
en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no los interesaban las razas que
estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra
civilización si demostramos nuestra aptitud para sobrevivir al espacio y
escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ese es el reto con que todas las
razas inteligentes tienen que enfrentarse, mas tarde o más temprano. Es un reto
doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la ultima
elección entre la vida y la muerte.
Una vez hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo
el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus
señales y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la
Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben de ser muy,
muy viejos, y los viejos tienen can frecuencia una envidia loca de los jóvenes.
No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas
compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un símil tan
prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda
más que hacer sino esperar.
Y no creo que tengamos que esperar mucho.

EL GUARDAVIAS -- CHARLES DICKENS


Charles Dickens
El guardavías


__________
-¡Hola, el de ahí abajo!
Cuando escuchó una voz que le llamaba de esa manera estaba de pie en la puerta de la caseta, con una
bandera en la mano enrollada alrededor de un palo corto. Teniendo en cuenta la naturaleza del terreno,
cualquiera hubiera pensado que no podía dudar con respecto al lugar del que procedía la voz; pero en lugar
de mirar hacia arriba, donde estaba yo, de pie sobre un empinado desmonte situado justo encima de su
cabeza, se dio la vuelta y miró hacia la vía. Había algo especial en la forma en que lo hizo, aunque yo no
pudiera captar de que se trataba exactamente. Lo que sí se es que fue lo bastante notable como para llamar
mi atención, a pesar de que su figura, situada abajo, en la profunda zanja, se encontraba un tanto lejana y
ensombrecida, y yo me hallaba muy por encima de él, tan de cara al resplandor de un furioso ocaso que
tuve que protegerme los ojos con la mano antes de poder verlo.
-¡Hola, ahí abajo!
Él seguía mirando la vía, pero volvió a darse la vuelta y, al levantar la vista, me vio allí arriba.
-¿Hay algún camino por el que pueda bajar para hablar con usted?
Miró hacia arriba sin responder y yo le contemplé sin querer presionarle repitiendo mi tonta pre gunta. En
ese preciso momento se produjo una vaga vibración en la tierra y el aire, que se convirtió rápidamente en
una pulsación violenta y en una embestida que me obligó a retroceder para no caer abajo. Cuando se
deshizo el vapor que se había elevado hasta mi altura desde el tren que pasó velozmente, y empezó a
desvanecerse en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y pude verle enrollar en el Palo la bandera que había
extendido durante el paso del tren.
Repetí la pregunta. Tras una pausa durante la cual pareció contemplarme con gran atención, señaló con la
bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unos doscientos o trescientos metros de distancia.
-¡Entendido! -le grité dirigiéndome hacia ese lugar.
Allí, a fuerza de examinar cuidadosamente la zona, encontré un tosco camino que descendía en zigzag,
en el que habían excavado una especie de escalones, y bajé por él.
La zanja era extremadamente profunda e inu sualmente inclinada. Había sido excavada en una piedra
viscosa que se iba volviendo más rezumante y húmeda conforme bajaba. Por ese motivo el camino se me
hizo lo bastante largo para recordar la sensación singular de desgana y obligación con la que me había
indicado donde estaba.
Cuando bajé por el camino en zigzag lo suficien te, vi que estaba de pie entre los raíles por los que
acababa de pasar el tren, en actitud de estar aguardando mi aparición. Con la mano izquierda se tocaba la
barbilla y descansaba el codo de ese brazo sobre su mano derecha, cruzada junto al pecho. Su actitud me
pareció tan expectante y vigilante que me detuve un momento, extrañado.
Reanudé mi avance, llegué a la altura de la vía y al acercarme más a él vi que era un hombre de tez pálida
y pelo oscuro, de barba negra y cejas bastante pobladas. Su puesto se encontraba en el lugar más solitario y
triste que yo hubiera contemplado nunca. A ambos lados, un muro hecho de piedra mellada que goteaba
humedad, impedía toda vista salvo la de una franja de cielo; por un lado, la perspectiva sólo era una
prolongación curva de aquel calabozo enorme; la perspectiva por la otra dirección, mas corta, terminaba en
una sombría luz rojiza y en la entrada, todavía más sombría, de un túnel negro, cuya arquitectura maciza
creaba una atmósfera bárbara, deprimente y repulsiva. Era tan escasa la luz del sol que llegaba hasta allí
que producía un olor terroso y letal, y tanto el frío viento que corría por la zanja que llegué a estremecerme,
como si hubiera abandonado el mundo natural.
Me acerqué hasta él lo suficiente para tocarle antes de que se moviera. Ni siquiera entonces apartó su
vista de la mía, pero dio un paso atrás y levantó una mano.
Le dije que ocupaba un puesto bastante solitario, y que había llamado mi atención cuando le vi desde allá
arriba. Añadí que suponía que le resultaría raro tener visitantes, pero esperaba no obstante ser bienvenido.
Que en mí debía ver simplemente a un hombre que habiendo estado toda su vida encerrado en unos límites
estrechos, y sintiéndose libre por fin, se le había despertado recientemente el interés por las grandes obras.
Le hablé en ese sentido, aunque estoy lejos de encontrarme seguro de que fueran ésos los términos
utilizados; pues aparte de que no se me da muy bien iniciar una conversación, había en aquel hombre algo
que me intimidaba.
Dirigió una curiosísima mirada hacia la luz roja situada cerca de la boca del túnel, permaneció con la
vista fija en ella durante un rato, como si le faltara algo, y después volvió a mirarme.
Le pregunté que si la luz formaba parte de sus obligaciones.
-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja.
Contemplando su mirada fija y aquel rostro me lancólico pasó por mi mente el pensamiento monstruoso
de que se trataba de un espíritu, y no de un hombre. Desde entonces he pensado muchas veces si no habría
algún problema en su mente.
En ese momento fui yo el que retrocedió, pero al hacerlo detecté en su mirada un miedo latente hacia mí
y con él desapareció mi pensamiento monstruoso.
-Me está mirando como si me tuviera miedo -le dije, obligándome a sonreír.
-Estaba pensando si lo había visto antes -replicó él.
-¿Dónde?
Señaló hacia la luz roja que había estado mirando.
-¿Allí? -volví a preguntar yo.
Respondió afirmativamente (aunque sin emitir sonido alguno) mientras me miraba con intensidad.
-Mi buen amigo, ¿qué podía hacer yo allí? No obstante, puedo jurarle en cualquier caso que nunca he
estado en ese lugar.
-Así lo creo -replicó él. - Sí, estoy seguro.
Su actitud se volvió entonces más tranquila, lo mismo que la mía. Contestó a mis observaciones con
prontitud y con palabras bien elegidas. ¿Tenía mucho trabajo allí? Sí; bueno, era una forma de decirlo, tenía
desde luego una gran responsabilidad; pero lo que se requería de él era exactitud y vigilancia, mientras que
trabajo de verdad, es decir, trabajo manual, apenas existía. Lo único que tenía que hacer era cambiar la
señal, arreglar las luces y girar la manivela de hierro de vez en cuando. Con respecto a las largas y solitarias
horas que tan pesadas me parecían a mí sólo podía decirme que se había adaptado a la rutina de esa vida y
se había acostumbrado a ella. Allí abajo había aprendido una lengua, aunque sólo a leerla, haciéndose
alguna idea aproximada de su pronunciación, si es que a eso podía llamarse aprender lenguas. Había
trabajado también en fracciones y decimales y probado un poco con el álgebra, pero era, igual que había
sido de niño, bastante torpe para las cifras. Cuando estaba de servicio era necesario que permaneciera
siempre en aquel canal de aire húmedo y no podía subir nunca hasta donde lucía el sol, por encima de
aquellos elevados muros de piedra? Bueno, eso dependía de los momentos y las circunstancias. En ciertas
ocasiones había menos movimiento en la vía que en otras, y lo mismo podía decirse de ciertas horas del día
y de la noche. Cuando el tiempo era bueno, elegía esos momentos para elevarse un poco por encima de las
sombras inferiores, pero como en cualquier momento podían llamarle con la campana eléctrica, y en esas
ocasiones prestaba atención para escucharla con renovada ansiedad, el alivio que obtenía era menor del que
yo podía suponer.
Me condujo hasta su caseta, donde había una chimenea, una mesa para un libro oficial en el que tenía que
anotar determinadas entradas, un instrumento telegráfico con su dial, cristal y ag ujas, y la pequeña campana
de la que había hablado. Al confiarle yo, rogándole que me excusara el comentario, que me había parecido
muy bien educado, y quizás (y esperaba decirlo sin ofenderle), educado por encima de su posición, observó
que no era raro encontrar ejemplos de ligeras incongruencias en ese aspecto dentro de los grandes grupos
humanos; que había oído que así sucedía en los talleres, en las fuerzas de policía, a incluso en el último
recurso de los desesperados, el ejército; y que sabía que también sucedía así, en mayor o menor medida, en
cualquier importante estación de ferrocarril. De joven había sido estudiante de filosofía natural y había
asistido a conferencias (si podía yo creerle al verlo sentado en aquella cabaña, pues él apenas podía); pero
se había desencadenado, había utilizado mal sus oportunidades, y había caído para no volverse a levantar
de nuevo. No tenía queja alguna al respecto. Él mismo había hecho la cama sobre la que se había acostado,
y era ya demasiado tarde para hacer otra.
Todo lo que acabo de condensar lo explicó de una manera tranquila, repartiendo por igual entre el fuego
y mi persona unas miradas oscuras y graves. De vez en cuando dejaba caer la palabra «señor», y
especialmente cuando se refería a su juventud, como si me pidiera que entendiera que él no reivindicaba ser
otra cosa que el hombre al que encontré en aquella cabaña. En varias ocasiones le interrumpió la
campanilla y tuvo que leer mensajes y enviar respuestas. En una ocasión tuvo que salir para mostrar una
bandera a un tren que pasaba y comunicar algo verbalmente al maquinista. Observé que en el cumplimiento
de sus deberes era especialmente exacto y vigilante, interrumpiendo su discurso en una sílaba si era preciso
y manteniendo silencio hasta que hubiera cumplido su deber.
En resumen, habría considerado que era el hombre que con mayor seguridad podía ejercitar ese cargo de
no ser por la circunstancia de que en dos ocasiones, mientras me estaba hablando, perdió el color, volvió el
rostro hacia la camp anilla cuando ésta NO había sonado, abrió la puerta de la cabaña (que estaba cerrada
para que no penetrara la insalubre humedad) y miró hacia la luz roja cercana a la boca del túnel. En ambas
ocasiones regresó con la actitud inexplicable que ya había observado yo, sin ser capaz de definirla, cuando
nos vimos por prime ra vez desde lejos.
-Casi me hace pensar que he encontrado a un hombre feliz -le dije cuando me levantaba para despedirme.
(Me temo que he de reconocer que se lo dije para impulsarle a que siguiera hablando).
-Creo que solía serlo -replicó con la voz baja con la que me habló por primera vez.. -Pero me siento
atribulado, señor, me siento atribulado.
Habría borrado esas Palabras de haber podido hacerlo. Pero ya estaban dichas y me referí a ellas inmediatamente.
-¿Por qué? ¿Cuál es su problema?
-Es muy difícil de explicar, señor. Es verdaderamente difícil hablar de ello. Pero si vuelve a visitarme,
intentaré contárselo.
-Me comprometo expresamente a visitarle de nuevo. ¿Cuándo podré hacerlo?
-Salgo de servicio por la mañana y volveré a en trar mañana por la noche a las diez, señor.
-Vendré entonces a las once.
Me dio las gracias y salió de la cabaña conmigo.
-Le iluminaré con mi linterna, señor, hasta que haya encontrado el camino de ascenso -me dijo con su
peculiar voz baja. -Pero cuando lo haya encontrado, ¡no grite para decírmelo! Y cuando esté ya arriba, ¡no
me llame!
Aquella actitud me pareció bastante fría, pero me limité a responderle un «de acuerdo».
-Y cuando venga mañana por la noche, ¡no me llame! Permítame una pregunta antes de partir: ¿por que
esta noche gritó «¡hola, ahí abajo!»?
-Quién sabe -respondí yo. -Debí gritar algo parecido...
-No algo parecido, señor. Exactamente esas mis mas palabras. Las conozco muy bien.
-Admito que fueran esas mismas palabras. Sin duda las dije porque le vi a usted aquí abajo.
-¿Por ningún otro motivo?
-¿Qué otra razón podría haber tenido?
-¿No tuvo la sensación de que le eran transmitidas de una manera sobrenatural?
-En absoluto.
Me deseó buenas noches y mantuvo en alto su linterna. Caminé junto a la vía del ferrocarril (con la
sensación muy desagradable de que venía un tren a mis espaldas) hasta que encontré el camino. La subida
fue más fácil que la bajada, y llegué a mi posada sin mayores aventuras.
Puntual a mi cita, cuando unos relojes distantes daban las once a la noche siguiente puse el pie en el
primer escalón de la bajada en zigzag. Él me aguardaba abajo con la linterna blanca encendida.
-No he llamado -le dije en cuanto estuvimos juntos. -¿Puedo hablar ahora?
-Por supuesto que sí, señor. Buenas noches, y aquí está mi mano.
-Buenas noches, señor, y aquí está la mía.
Tras esa introducción caminamos uno junto a otro hasta su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos
sentamos junto al fuego.
-Señor, he decidido que no tenga que preguntarme dos veces que es lo que me preocupa –dijo nada más
sentarse, inclinándose hacia delante y hablándome en un tono que apenas era más elevado que un susurro.
-Ayer por la noche le confundí con otro. Eso es lo que me conturba.
-¿Ese error?
-No. Ese Otro.
-¿De quién se trata?
-No lo sé.
-¿Se parece a mí?
-Tampoco sé eso. Nunca le vi el rostro. Se cubre la cara con el brazo izquierdo y mueve el derecho... lo
agita violentamente, así.
Seguí sus movimientos con atención y me pare ció la gesticulación de un brazo con el máximo de pasión
y vehemencia, queriendo expresar este significado: ¡en nombre de Dios, despeje el camino!
-Una noche estaba sentado aquí, bajo la luz de la luna, cuando oí una voz que gritaba: « ¡Hola, ahí
abajo!» Me levanté, miré desde la puerta y vi a ese Otro de pie junto a la luz roja que hay cerca del túnel,
moviendo el brazo de la manera que le acabo de explicar. La voz parecía áspera pero sin estridencias, y
gritaba: «¡Cuidado! ¡Cuidado!» Cogí la lámpara, la puse en luz roja y corrí hacia la figura preguntándole
que qué pasaba, qué había sucedido, dónde. Estaba ligeramente fuera del túnel. Avancé hasta acercarme
tanto que pensé que iba a chocar con la manga de su brazo. Corrí hasta allí y ya había extendido mi mano
Para apartarle el brazo cuando desapareció.
-¿Se metió en el túnel? -pregunté.
-No. Fui yo el que entró corriendo en el túnel, hasta casi quinientos metros. Me detuve, levanté la
lámpara por encima de la cabeza pero sólo vi las cifras que indican la distancia y las manchas de humedad
que se deslizaban por las paredes y goteaban desde el arco. Salí corriendo a mayor velocidad de la que
había entrado (pues me sentía sobrecogido por un horror mortal) y miré por todas partes junto a la luz roja
con mi propia lámpara, subí por la escalera de hierro hasta la galería que hay encima, volví a bajar y
regrese aquí corriendo. Telegrafié en ambas direcciones: «He recibido una alarma. ¿Hay algún problema?»
Desde ambas llegó la misma respuesta: «Todo está bien».
Venciendo la sensación de que un dedo helado estaba recorriendo lentamente mi columna vertebral, le
dije que aquella figura debió de ser un engaño de su vista; y que es bien sabido que esas figuras, cuyo
origen está en la enfermedad de los delicados nervios que rigen el funcionamiento de los ojos, a menudo
han inquietado a los pacientes, algunos de los cuales han tomado conciencia de la naturaleza de su aflicción
a incluso se lo han demostrado a sí mismos por medio de experimentos.
-En cuanto a lo del grito imaginario -seguí diciéndole, -escuche por un momento el viento en este valle
artificial mientras hablamos en voz tan baja, y el sonido que provocan los cables del telé grafo.
Me contestó que todo aquello estaba muy bien, después de que hubiéramos estado sentados un tiempo en
silencio y escuchando, pero que él debía saber algo sobre el viento y los cables, pues con fre cuencia había
pasado allí largas noches de invierno a solas y vigilante. Añadió que me rogaba que tuviera en cuenta que
no había terminado su historia.
Le pedí excusas y lentamente, tocándome el bra zo, añadió estas palabras:
-Seis horas después de la Aparición sucedió el conocido accidente de esta vía, y diez horas más tarde
sacaban los muertos y los heridos a través del túnel por el lugar en donde había estado la figura.
Me recorrió un desagradable estremecimiento, pero hice los mayores esfuerzos para sobreponerme.
Repliqué que no podía negar que se trataba de una coincidencia notable, bien calculada para impresionarme.
Pero era incuestionable que continuamente se producen notables coincidencias y que deben tenerse
en cuenta al tratar temas semejantes. Aunque debía admitir a buen seguro, añadí (pues creí ver que iba a
oponerme esa objeción), que los hombres con sentido común no tienen en cuenta esas coincidencias al
analizar de manera ordinaria la vida.
De nuevo me hizo cortésmente la observación de que no había terminado.
Por segunda vez le supliqué que me perdonara por la interrupción.
-Esto sucedió hace exactamente un año -dijo poniendo de nuevo la mano en mi brazo, y mirando por
encima de su hombro con ojos huecos. -Pasaron seis o siete meses, y ya me había recuperado de la sorpresa
y el shock cuando una mañana, al despuntar el día, me encontraba de pie en la puerta mirando hacia la luz
roja y vi de nuevo al espectro.
Se detuvo ahí y permaneció mirándome fijamente.
-¿Gritó algo?
-No. Guardaba silencio.
-¿Movía el brazo?
-No. Estaba apoyado sobre el haz de luz, con las dos manos ante el rostro, puestas así.
Seguí sus movimientos con la mirada y vi una acción de dolor. Ya había visto esa actitud en las esculturas
que hay sobre las tumbas.
-¿Subió hasta allí?
-Entré y me senté, en parte para pensar en ello, pero también en parte porque me sentía débil. Cuando
volví a salir, la luz del día lo iluminaba todo y el fantasma había desaparecido.
-¿Y no pasó nada? ¿La aparición no tuvo consecuencias?
Me tocó el brazo con el dedo índice dos o tres veces asintiendo fúnebremente cada vez:
-Aquel mismo día, cuando un tren salía del túnel me di cuenta al mirar hacia una ventanilla que en el
interior había una confusión de manos y cabezas, y que algo se movía. Lo vi durante el tiempo necesario
para pedir al maquinista que se detuviera. Puso el freno, pero el tren se deslizó hasta unos ciento cincuenta
metros de aquí, o más. Corrí hasta allí y al llegar escuché terribles gritos y lamentos. Una mujer joven y
hermosa había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos y la trajeron hasta aquí, colocándola
en este suelo que hay ahora entre nosotros.
Involuntariamente, eché hacia atrás mi silla y miré las tablas que él me señalaba.
-Así fue, señor. Ciertamente. Sucedió exactamente tal como se lo cuento.
No se me ocurría nada que decir, en ningún sentido, y tenía la boca muy seca. El viento y los cables
siguieron la historia con un gemido prolongado.
-Y ahora, señor, -siguió diciéndome -medite en ello y juzgue hasta qué punto está conturbada mi mente.
El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha aparecido allí, una y otra vez, sin seguir pauta
alguna.
-¿Junto a la luz?
-Junto a la luz de peligro.
-¿Y qué es lo que parece hacer?
Repitió, si ello es posible con mayor pasión y vehemencia, la misma gesticulación cuyo significado había
interpretado como: «¡por Dios, des pejen el camino!» Y luego siguió hablando.
-Por eso no tengo ni paz ni descanso. Durante muchos minutos seguidos, y de una manera dolorosa, me
grita: «¡cuidado ahí abajo!» Y sigue haciéndome señas. Hace que suene la campanilla...
Esa última frase me hizo pensar algo.
-¿Sonó la campanilla ayer por la noche cuando yo estaba aquí y usted salió hasta la puerta?
-Por dos veces.
-Bien, ya veo que su imaginación le está desorientando. Yo tenía la vista fija en la campanilla, y los oídos
bien abiertos a su sonido, y tan seguro como de que estoy vivo que NO sonó en esas ocasiones. No, ni en
ningún otro momento, salvo dentro del curso natural de las cosas físicas, cuando la estación comunicaba
con usted.
-Todavía no he cometido nunca un error, señor, -añadió agitando la cabeza -jamás he confundido la
llamada del espectro con la del hombre. La llamada del fantasma es una extraña vibración en la campana
que no viene de parte alguna, y no he afirmado que la campana se mueva delante de los ojos. No me extraña que usted no la oyera. Pero yo sí la escuché.
-¿Y estaba el espectro allí cuando miró?
-Allí estaba.
-¿Las dos veces?
-Las dos -repitió con firmeza.
-¿Querría venir conmigo hasta la puerta y mirar ahora?
Se mordió el labio inferior, como si lo que yo le había propuesto le desagradara, pero se levantó. Abrí la
puerta y salí hasta el primer escalón, mientras él permanecía en el umbral. Estaba allí la luz de peligro.
También la boca tenebrosa del túnel. Los altos muros de piedra húmeda de la zanja. Y por encima, las estrellas.
-¿Lo ve? -le pregunte fijándome especialmente en su rostro. Sus ojos estaban tensos, pero no mu cho más,
quizá, de lo que habrían estado los míos de haberlos dirigido tan ansiosamente hacia ese lugar.
-No –respondió -No está allí.
-Estamos de acuerdo -repliqué yo.
Volvimos a entrar, cerré la puerta y ocupamos nuestros asientos. Me concentré en encontrar el mejor
modo de aprovechar aquella ventaja, si así podía llamársele, cuando él reanudó la conversación de una
manera casual, como suponiendo que no podía existir entre nosotros ninguna cuestión seria, hasta el punto de que me sentí en la posición más débil.
-Ahora ya habrá entendido plenamente, señor, que lo que me turba de un modo tan terrible es la cuestión de cuál es el significado del espectro.
Le contesté que no estaba seguro de entenderle plenamente.
-¿Contra qué advierte? -dijo él pensativamente, con la mirada puesta en el fuego, y mirándome sólo de
vez en cuando. -¿Cuál es el peligro? ¿Dónde está? Sé que hay peligro en algún lugar de la vía. Que va a
suceder alguna calamidad terrible. No puedo dudar de ello en esta tercera ocasión, después de lo que ha
sucedido con anterioridad. Pero seguramente se tra ta de algún cruel aviso dirigido a mí. ¿Qué puedo hacer?
Sacó su pañuelo de bolsillo y se limpió las gotas de sudor que cubrían su frente.
-Si telegrafío diciendo que hay peligro en alguna de las direcciones, o en ambas, no puedo explicar el
motivo -siguió diciendo al tiempo que se secaba las palmas de las manos. -Tendría problemas y no serviría
de nada. Las cosas sucederían así: Mensaje: «¡Peligro! ¡Tengan cuidado!» Respuesta: «¿Qué peligro?
¿Dónde?» Mensaje: « No lo sé, pero por el amor de Dios, ¡tengan cuidado!» Me despedirían. ¿Qué otra
cosa podrían hacer?
Sentí una enorme piedad ante su dolor. Era la tortura mental de un hombre consciente oprimido más allá
de lo que era capaz de soportar por una responsabilidad ininteligible que significaba riesgo para alguna vida.
-Cuando apareció por primera vez bajo la luz de peligro -siguió diciendo al tiempo que se echaba hacia atrás los cabellos oscuros y se frotaba las sienes con las manos, con la agitación del dolor enfebrecido
-:¿por qué no me dijo dónde iba a producirse ese accidente... si iba a producirse? ¿Por qué no me dijo cómo
podía evitarse... si es que podía evitarse? Cuando en la segunda ocasión ocultó el rostro, ¿por qué en lugar
de hacer eso no me dijo que ella iba a morir y que les dejáramos llevarla a casa? Si en aquellas dos
ocasiones sólo vino para mostrarme que sus advertencias eran ciertas, y prepararme así para la tercera, ¿por
qué no me advierte ahora claramente? ¡Que el Señor me ayude! ¡Sólo soy un pobre guardavías en este
puesto solitario! ¿Por qué no advierte a alguien que pueda ser creído y tenga capacidad de actuar?
Cuando le vi en aquel estado entendí que por su propio bien, y por la seguridad pública, estaba obligado
por el momento a tranquilizarle. Por ello, dejando a un lado toda cuestión de realidad o irrealidad que hubiera entre nosotros, le manifesté que cualquiera que cumpliera plenamente con su deber tenía que
hacerlo bien por fuerza, y que al menos tenía el consuelo de que entendía cuál era su deber, aunque no
pudiera entender aquellas confusas apariciones. En este sentido tuve más éxito que en el in tento de razonar
con él para que abandonara sus convicciones. Se tranquilizó; las ocupaciones de su cargo empezaron a
exigir más su atención conforme avanzaba la noche, y lo abandoné a las dos de la mañana. Me había ofrecido a permanecer con él la noche entera, pero no quiso ni oír hablar de ello.
No veo razón alguna para ocultar que en más de una ocasión me volví para mirar la luz roja mientras
subía las escaleras, que no me gustaba esa luz roja, y que habría dormido muy mal de haber tenido mi cama
debajo de ella. Tampoco me gustaban las dos secuencias del accidente y de la joven muerta. No veo razón tampoco para ocultar ese hecho.
Pero lo que más ocupaba mi pensamiento era la consideración de cómo debería actuar una vez que había recibido tales revelaciones. Tenía pruebas de que aquel hombre era inteligente, vigilante, laborioso y
exacto, pero ¿cuánto tiempo seguiría siéndolo en aquel estado mental? Aunque su posición fuera
subordinada, seguía confiándosele una importantísima responsabilidad, ¿y me gustaría a mí, por ejemplo,
que mi vida estuviera sometida a la posibilidad de que siguiera cumpliendo su deber con precisión? Incapaz de superar la sensación de que habría algo de traición si comunicaba a sus superiores de la
compañía ferroviaria lo que el guardavías me había dicho, sin habérselo aclarado a él primero, proponiéndole otra salida, finalmente decidí ofrecerme a acompañarle (guardando el secreto por el momento) al
médico que supiéramos de mejor reputación que ejercía en aquella zona para conocer su opinión. A la noche siguiente iba a terminar su guardia, tal como me había dicho, y estaría libre una o dos horas después del amanecer, teniendo que reanudarla poco después del ocaso. Decidí por ello regresar en ese momento.
A la noche siguiente el tiempo era muy bueno y salí a pasear temprano para disfrutarlo. El sol no estaba
todavía demasiado bajo cuando crucé el campo cercano a la parte superior de la profunda zanja. Decidí
ampliar el paseo durante una hora, media hora en una dirección y otra media de regreso, para llegar a tiempo a la caseta del guardavías.
Antes de proseguir el paseo, me apoyé en el borde y miré mecánicamente hacia abajo situado en el mismo lugar desde el que lo había visto por primera vez. No puedo describir la conmoción que sentí
cuando vi que cerca de la boca del túnel aparecía un hombre que se tapaba los ojos con la manga izquierda y agitaba vehementemente el brazo derecho.
El horror inexpresable que me oprimió pasó en un momento, pues enseguida vi que se trataba realmente
de un hombre y que a su alrededor había un pequeño grupo de personas, a escasa distancia, a las que el primero estaba haciendo aquel gesto. Todavía no se había encendido la luz de peligro. Junto al palo que la
sujetaba había como una cabaña pequeña y baja, que no había visto antes, hecha con soportes de madera y lienzo encerado. No era más grande que una cama.
Con una sensación irresistible de que algo iba mal, acusándome y reprochándome por un mo mento que había cometido una acción fatal al dejar solo allí a aquel hombre, sin enviar a nadie que vigilara o corrigiera lo que él hacía, bajé por la escalera a toda la velocidad de la que fui capaz.
-¿Qué sucede? -pregunté a los hombres.
-El guardavías murió esta mañana, señor.
-¿No será el hombre que vivía en esa caseta?
-Así es, señor.
-¿Pero no el hombre al que yo conozco?
-Podrá reconocerlo si lo ha visto antes, señor, -dijo el hombre que hablaba en nombre de los demás,
quitándose con solemnidad el sombrero y levantando un extremo del lienzo - pues su rostro está entero.
-¡Ay! ¿Y como sucedió esto? -pregunté cambiando mi mirada de uno a otro mientras volvían a cubrirlo.
-Fue atropellado por una máquina, señor. Ningún hombre en Inglaterra conocía mejor su trabajo. Pero, aunque no sabemos por qué, no se apartó del raíl exterior. Era a plena luz del día. Había apagado la lámpara
y la llevaba en la mano. Cuando la máquina salió del túnel, le estaba dando la espalda, y la máquina le atropelló. Aquel hombre la conducía y podrá decirle cómo sucedió. Cuéntaselo al caballero, Tom.
El hombre, vestido con un arrugado traje oscuro, se acercó al lugar que ocupaba anteriormente junto a la boca del túnel.
-A1 coger la curva del túnel, señor, le vi al final, como a través de unas gafas para ver de lejos. No tenía
tiempo para cambiar la velocidad, pero sabía que él era muy cuidadoso. Como no parecía prestar atención al silbato, dejé de pitar cuando nos abalanzábamos sobre él y grité tan fuerte como pude.
-¿Y qué le dijo?
-Le dije: «¡El de ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Por Dios, despeje el camino!»
Me sobresalté.
-¡Ay! Fue un momento terrible, señor. No dejé de gritarle. Me llevé el brazo ante los ojos para no verlo y agite el otro hasta el final, pero no sirvió de nada.
Sin prolongar la narración en ninguna de sus curiosas circunstancias más que en otra, antes de terminar debo sin embargo señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor de la máquina no sólo incluía
las palabras que el desafortunado guardavías me había repetido que le acosaban, sino también las palabras que yo mismo, no sólo él, había asociado, y eso en mi propia mente, a los gestos que el guardavías había imitado.



[De All the Year Round]

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