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martes, 1 de julio de 2008

ANTOLOGIA DE CUENTOS DE CIENCIA FICCION -- y 2

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_Cristóbal Pérez Castejon - GASOLINERA GALACTICA
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Fecha estelar, 2297924. La primer oficial ha venido a mi despacho y de buenas a primeras me ha soltado que se nos esta terminando el nomonio. Así, sin preámbulos. Me he cabreado tanto que he acabado enseñadole los dientes. Al parecer tuvimos que escapar tan a uña de Kalia II que no dio tiempo a llenar a tope el deposito y ahora andamos con la reserva. Si tan solo esos chiflados de los berleis no estuviesen pisándonos los talones... también fue mala suerte ir a chafar a la mascota del embajador de Berleia con la rampa de descenso de la nave. Ahora están empeñados en convertirnos en átomos y esparcirnos por la galaxia. Aunque obviamente, nosotros no estamos por la labor.
Por tanto, tenemos que encontrar donde repostar y deprisa. Los sistemas de detección de largo alcance muestran algo parecido a un crucero a 50 años luz de nuestra posición actual. En menos de cuatro semanas lo tendremos encima... como la suerte no nos acompañe acabare como una bonita alfombra en el camarote de un comandante berliano.
Nuestra mejor opción parece ser un sistema solar en torno a una estrella mediana de color amarillo. No me gustan los soles amarillos: prefiero las estrellas azules, como las de nuestro planeta natal. ¡Ah!, la hierba violeta al atardecer, justo antes de empezar la caza... La boca se me hace agua al pensar en la jugosa carne de una presa. Estoy hasta el hocico de proteínas en cápsulas: los médicos dicen que las malditas pastillas contienen todos los elementos necesarios para nuestra supervivencia, pero al cabo de dos meses aburren miserablemente. Ojalá en torno a este sol encontremos algún alimento mas completo...

Fecha estelar 47555. El escáner muestra varios gigantes gaseosos que no nos valen para nada, un planeta tan cerca del sol que no podríamos bajar el escudo ni para empezar a buscar el nomonio y tres buenos candidatos en la parte interna del sistema. Empezaremos por el de en medio: la atmósfera parece respirable y esta razonablemente cerca del sol como para suponer que encontraremos elementos pesados sobre su superficie.
La moral de la manada esta baja. La comandante Trkkkk se sube por las paredes: la mayor parte de los tripulantes se pasan el día con el lomo erizado bufándose los unos a los otros y ella tiene que imponer orden. No puedo reprocharle nada: mi hermosa mesa de madera klimn, que me costo una pasta, esta destrozada. Lo siento por los créditos que me gaste en ella, pero yo tengo que afilarme las uñas en algún sitio, es lo único que me tranquiliza.

Fecha estelar 36428. Estamos en órbita del planeta. Es de un bonito color azul... aunque según la oficial científica casi todo es agua. Que asco, lo menos que me apetece en este momento es un baño. Por suerte hay varias zonas de tierra bastante amplias
El análisis espectrográfico nos ha dado varias sorpresas. La primera, que después de todo si hay trazas de nomonio: tenemos una posibilidad contra los berlianos. La segunda, que el planeta esta habitado por al menos una raza inteligente, pero no parecen tener todavía acceso al espacio. Hemos detectado naves voladoras de varios tipos, a veces en cantidades ingentes, desplazándose de un sitio a otro sobre la superficie. Además, utilizan señales radioelectricas para comunicarse. Los xenólogos están contentásemos: no se enteran de nada, por supuesto, pero afirman que es un descubrimiento trascendental en xenobiología. Me parece bien, pero preferiría tener el tanque lleno de nomonio y estar a mil años luz de distancia de esos malditos berleis y su chiflado sentido de la justicia...
He puesto a los tres ordenadores de la nave a intentar descifrar un tipo particular de señales que tienen buenas posibilidades de ser transmisiones de datos de baja velocidad. Tan baja, realmente, que parecen enviadas a mano. El resto de las emisiones suenan como un concierto de grillos en una tarde de verano... aunque los xenólogos afirman que corresponden a las voces de los habitantes del planeta. Vivir para ver...

Fecha estelar 44444. El código ha sido relativamente sencillo de descifrar... pero nos hemos quedado igual. Un puñado de símbolos sencillos, combinaciones de puntos y rallas que se unen formando palabras. Las tenemos a cientos... pero si no podemos establecer correspondencias con sus significados no nos valen para nada.
En cuanto a la situación en la superficie, al parecer los nativos se pelean (que original). Hemos detectado el estallido de explosivos químicos, muchas veces lanzados por las maquinas voladoras. Justo lo que nos faltaba: una raza guerrera. Toda la nave esta en zafarrancho de combate, aunque mas por los berlianos que otra cosa. Si los nativos no nos han detectado hasta el momento, no parece que haya que preocuparse demasiado por ellos.

Fecha estelar 445466. Tenemos que descender a la superficie como sea. El crucero berliano viene derechito hacia nosotros. Deben haber inventado algo desde la ultima vez que comerciamos con ellos: al parecer nos han detectado desde una distancia increíble, aunque estamos parados. Además, a todos nos apetece estirar las piernas. Y con un poco de suerte, igual los nativos son comestibles... se me eriza la piel del cogote de pensar en la idea.
Los xenólogos han conseguido contactar con una estación emisora de ondas electromagnéticas por el simple procedimiento de retransmitir lo mismo que enviaban en la misma frecuencia. Después de un par de días de experimentos, han conseguido una especie de código extraordinariamente burdo. Cuando pregunto que para que sirve me miran con cara de alelados... se que piensan que soy idiota, pero mis colmillos tienen casi cinco centímetros de largo y todos huelen a sumisión que tira de espaldas.
En cuanto a la situación de la guerra, al parecer los nativos del continente que tenemos debajo están luchando en solitario contra medio planeta. En las otras masas continentales no se combate, aunque hay indicios de que también están habitadas.
Nosotros aterrizaremos en la parte atacada. Me gustan esos nativos: pelean contra muchos y aunque su tierra se cubre de explosiones no cejan. Además, si van perdiendo nos necesitaran y posiblemente podremos conseguir el nomonio mas deprisa y con un trato mas ventajoso.

Fecha estelar 4454646. La lanzadera ha traído noticias desde el planeta. Los nativos son una especie de monos sin pelo que se cubren con laminas de tejidos variados. En las cabezas llevan unos cascos metálicos, posiblemente con fines ornamentales. Son bastante desagradables, y huelen mal, pero lo mas sorprendente es que el análisis de su armamento implica que esta basado en disparar proyectiles de nomonio. Al principio estabamos alucinados: solo los Xdfrrrg han conseguido defensas eficaces contra las armas de nomonio. Pero estos nativos son tan primitivos que simplemente lanzan el metal contra el adversario mediante la deflagración de una carga química.
Por lo demás, tienen un aspecto apetitoso. Tendremos que conseguir muestras rápidamente... igual podemos llenar la despensa antes de que lleguen los Berleis a fastidiarnos el banquete.
En el segundo viaje he bajado personalmente. Es tan agradable volver a pisar tierra firme que me han entrado ganas de restregarme contra el casco de la nave. No lo he hecho porque quedaría feo ante los monos y además la tripulación se lo tomaría a cachondeo: un capitán debe estar siempre a la altura de su puesto.
Lo que me recuerda que la comandante Trkkkk tiene un aroma muy extraño últimamente... espero que este tomando los supresores de celo regularmente, porque seria lo único que nos faltaría en este momento.

Fecha estelar 53443. Los nativos son francamente raros. No están completamente incivilizados: por lo menos tienen una estructura jerárquica bien definida. Los de los gorros metálicos son soldados. Los que les mandan, llevan unas gorras altas con adornos. Los que mandan a esos, a su vez, van vestidos con largos abrigos de cuero y cuando los ven aparecer todo el resto de los monos toman una postura de sumisión tan abyecta que provocan risa. A este paso, para cuando encontremos un interlocutor valido estaremos convertidos en hamburguesas berlianas...
Los lingüistas no han avanzado gran cosa. Tenemos símbolos para los números... algo es algo. Pero poco mas. Dicen que con tiempo... pero no tenemos tiempo para tonterías. Lo que si que tenemos es la palabra con la que al parecer nos designan: los que hacen de interlocutores con nosotros nos llaman algo que suena como "señor extraterrestre", pero los guerreros de los cascos nos llaman "hienas".
Por la tarde hemos tenido un agotador intercambio de información con los monos. Nos han enseñado representaciones visuales de su mundo (que horror, en blanco y negro y además llenas de saltos) y nosotros les hemos dado una charla holografía sobre nuestro origen y parte de nuestro viaje. Por supuesto, nos hemos callado las noticias sobre el crucero berliano: me pregunto hasta que punto son capaces de detectar lo nerviosos que estamos.

Fecha estelar 445566. Un golpe de suerte. Esta noche, los enemigos de nuestros queridos monitos han venido a destruirnos la nave. Han arrojado un montón de explosivos químicos... pero hace falta mucho mas para penetrar nuestro escudo. He dado orden de activar los láser... y en media hora nos hemos cargado cincuenta naves. Ha sido como una cacería de patos. Los nativos están muy impresionados: es evidente que ahora tenemos algo con lo que negociar.
Malas noticias desde bioquímica. Han terminado los análisis de las biomuestras que intercambiamos con los nativos. Bueno, nosotros les hemos pasado unas muestras de nativos de Malonia que teníamos en éxtasis... tampoco se trata de que sepan demasiado. Ellos en cambio, nos han traído varios especímenes completos, vestidos con un gracioso pijama a rayas y con no muy buen aspecto. Desgraciadamente, son venenosos: su bioquímica no solo es incompatible con la nuestra sino que nos mataría en cuestión de segundos. Una pena, sigo añorando carne fresca. No valen ni para cazarlos: son tan flojos que de un solo zarpazo se mueren y ni siquiera corren a una velocidad aceptable. Este planeta debe ser un balneario si estos monos miserables son la especie dominante...

Fecha estelar 4545464. Las negociaciones van por buen camino. Cuando les hemos enseñado una barra de nomonio han puesto una cara tan divertida que a todos nos ha costado aguantar la risa. Obviamente saben de que se trata... pero son buenos comerciantes, aunque sus olores les traicionan. Deben de tener un sentido del olfato muy atrofiado, porque sus caras dicen una cosa... y sus cuerpos otras. En cualquier caso, con nosotros no tienen ninguna posibilidad: todos llevamos puesto el traje energético durante todo el día. Esas armas de nomonio son primitivas, pero seguro que hacen unos agujeros feísimos...
En un par de horas de gesticulación (que aburridos que pueden ser estos primates, en todas partes es lo mismo) ha resultado evidente que quieren nuestros láser. No se para que, porque con sus generadores energéticos basados en combustibles fósiles no tienen energía ni para encender el panel de control. Así que he decidido dejarles diez cabezas nucleares de 10 kilotones con sus correspondientes vectores. Saben lo que es un cohete y nos han señalado sobre un mapa trazado desde la nave en órbita el objetivo de la demostración: una aglomeración de viviendas de los monos en la gran isla al norte del continente. Ktrrrr, como jefa de la expedición militar ha puesto objeciones. Pero cuando le he contado mi plan completo se ha mostrado encantada. Es una compañera fantástica, sin duda...

Fecha estelar 4343499. La demo ha sido un éxito. Hemos subido a un par de monos a la lanzadera para que pudieran presenciar mejor el espectáculo. Ni se han dado cuenta de que tenían media docena de disruptores neurales apuntándoles. A la hora fijada, el equipo de tierra ha lanzado el misil y unos minutos mas tarde la ciudad ha desaparecido del mapa. Los observadores estaban impresionados. Es injusto que un mundo tan rico en nomonio este poblado por una raza tan idiota. Cuando volvamos habrá que hacer algo al respecto.
Esa misma tarde han empezado a llegar las barras. Todos estamos aliviados: el crucero esta entrando en el sistema solar exterior y en menos de diez días lo tendremos encima.

Fecha estelar 5545454. Los nativos no parecen muy contentos de vernos marchar. Ha venido el jefazo supremo a despedirnos: un tipo bajito con una repulsiva mata de pelo justo encima de la nariz. Es un payaso: odio a estos monos gesticuladores. Los de la especie de los abrigos de cuero son mas parecidos a nosotros: fríos como serpientes pero letales.
Después de la ceremonia hemos escapado a uña. No podemos saltar hasta habernos alejado doce veces la distancia de este planeta al sol. Entre tanto, espero que el crucero berliano se pare a investigar que es lo que hemos estado haciendo sobre el planeta de los simios...

Fecha estelar 5434343. Todo ha salido de perlas. El crucero berliano, en efecto, se ha puesto en órbita: son tan metomentodo que no podían desperdiciar una ocasión de oro como esta. En ese momento, los misiles que hemos dejado atrás se han activado simultáneamente y han alcanzado a la nave en pocos segundos. No la han destruido, por supuesto: pero los berlianos están ahora mas cabreados con los pobres monitos que con nosotros. Justo antes de saltar al hiperespacio hemos detectado un pulso de radiación Génesis procedente del planeta: en este momento no debe ser un sitio muy saludable para la vida...
Los científicos están muy enfadados. Dicen que hemos estropeado una ocasión única para estudiar la evolución de una especie primitiva. Pero como tienen dos docenas de ejemplares en éxtasis para jugar, no gruñiran mucho tiempo. La comandante Trkkkk tampoco esta muy contenta con nuestro comportamiento en este asunto. Siente remordimientos por la putada que le hemos hecho a los monos: afirma que no nos hemos comportado con honor. Le he hecho ver que eran ellos o nosotros: uno no se quita de encima a un crucero berliano con sentimentalismos. Además, quien sabe: a lo mejor el crucero ha quedado lo suficientemente averiado como para quedarse varado en el planeta y podemos enviar a una nave mas pesada de las nuestras a rematar la faena. Así que tendremos un enooooorme planeta lleno de nomonio... y sin molestos habitantes que nos estorben.
No se ha quedado muy convencida, pero me da lo mismo: el negocio es el negocio. Además, los malditos monos ni siquiera eran buenos para comer...

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FIN
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Eduardo A. Ponce - LA FRONTERA



I
Anochecía. Un fino manto de arena y frío se deslizaba ominosamente sobre la ciudad. Allá en la frontera, dos soldados escrutan el horizonte, apostados en sus garitas, impertérritos ante las próximas quince horas de oscuridad.
Holes había aprendido, con el transcurrir de los años, a discernir casi instintivamente, a través de las continuas tormentas de arena, cuándo se aproximaba hacia la frontera algún traslúcido. Willis, sin embargo, acababa de salir de la Academia.
- Te digo que lo he visto, por el norte. Caminaba lentamente, pero su rastro era inconfundible - argumentaba Willis, sin despegar los ojos de los prismáticos de infrarrojos.
- Mira chico, llevo seis años en este desierto de muerte, y puedo asegurarte, que antes que esos prismáticos capten a un traslúcido, ya lo habrás sentido en tu cerebro y olido a tu alrededor - contestó Holes, mientras encendía un cigarrillo.
- Se como son los traslúcidos, en la Academia...
- En la Academia pueden simular traslúcidos, pero ni los tienen ni los pueden crear - miró con aire paternal a Willis -. No te preocupes muchacho. Tendrás ocasión de verlos - aspiró una bocanada - y entonces desearás estar en cualquier sitio menos en Goliath.
El sol de Goliath se había ocultado completamente, y en su lugar, cientos de estrellas salpicaban la noche goliatina. Era como la noche de otros planetas ya colonizados, como Banta, Mil-Días o Aurora. Pero en Goliath, las noches eran más largas y frías, y los días secos y calurosos. Las tempestades de arena, casi diarias, erosionaban los edificios de la Ciudadela, mientras los traslúcidos se encargaban de socavar las mentes de los hombres. Pero de eso hace ya mucho tiempo.

II
Mucho tiempo. Varios siglos terrestres.
Todo se remonta al primer día en que el hombre posó sus enormes naves sobre el planeta, que años después adoptaría el nombre definitivo de Goliath. Entonces sólo era un número.
Todos los parámetros aconsejaban la colonización, y doscientos hombres y mujeres dejaron todo y levantaron junto al desierto la primera colonia de Goliath, La Ciudadela.
Y entonces aparecieron ellos, desde los más profundo del desierto: los nativos de Goliath.
Y los llamamos traslúcidos, pues sus cuerpos se hayaban rodeados de un aura que les hacía parecer semitransparentes ante nuestros ojos de humano.
Pero se convirtieron en una plaga. La ciudad comenzó a inundarse de ellos. Nunca fue posible intercambiar palabra o gesto alguno con los nativos. Nos observaban permanentemente, pero jamás intentaron establecer contacto.
Los hombres, al contrario, lo intentamos una y otra vez, sin éxito. Parecían no disponer de órganos para la fonación, pero tampoco el idioma gestual formaba parte de su cultura.
Poseían un físico humanoide, dos enormes ojos, negros y profundos, centrados en un rostro indefinible, inexpresivo e inmutable. Una cabeza desproporcionadamente voluminosa respecto al diminuto y frágil tronco. Los dos brazos y las dos piernas completaban la figura del traslúcido, desnudo y asexuado, un cuerpo tan semejante al del hombre y sobre el que éste no podía saber nada más, pues los nativos sólo observaban, nunca comunicaban.
Poco a poco, sin embargo, comenzamos a observar los primeros cambios en los nativos. Dejaron de acercarse en elevado número, tal como lo hicieron durante los primeros meses, pero los pocos que se aventuraban a cruzar las puertas de La Ciudadela, eran diferentes.
Fue el biólogo evolutivo Qasar El-Hamed quien se apercibió de los primeros cambios en los traslúcidos. En los primeros días, podía observarse en éstos que no poseían una mano bien diferenciada, sino que al contrario, ésta se hundía en al aura que rodeaba al brazo, y jamás pudimos entonces saber si poseían dedos, membranas o cualquier otro tipo de órgano táctilo-prensil. Pero ante los ojos de Qasar empezaban a desfilar nativos con brazos terminados en manos, y éstas en dedos, cinco.
A Qasar El-Hamed no le cupo la menor duda de qué les estaba ocurriendo a los traslúcidos, cuando éstos empezaban a ser más altos, más proporcionados, sus ojos no sólo eran negros, la mirada había dejado de ser fría y distante. Sus rostros, a pesar de todo, poseían aún ese factor indescriptible que nos hace diferenciar siempre entre el original y la copia. Qasar El-Hamed sabía que, de seguir así la evolución de los nativos, las consecuencias sobre la población colona serían irreparables.

III
- ¿Que adoptan nuestros cuerpos? - El comandante Keel tenía puestos sus desorbitados ojos sobre el rostro impasible de Qasar -. ¿Qué quiere decir con esa estupidez? ¿Acaso se están apoderando de nosotros?.
- No digo que adopten nuestros cuerpos en el sentido de, como usted lo llama, apoderarse de nosotros - Qasar miró distraídamente por un instante hacia la ventana, mientras esperaba a que Keel volviera de nuevo a sentarse tras su escritorio -. Aunque puede que realmente termine por suceder lo que aventura. Mi teoría es que los traslúcidos tienen la habilidad de adoptar el físico, al menos, de cualquier otra especie o raza. Al principio de nuestra llegada, nos conocían poco, nunca habían visto a un ser humano, sin embargo, a fuerza de convivir con nosotros, los traslúcidos han empezado a habituarse a nuestra presencia, a nuestra imagen, y simplemente la adoptan.
- Todo lo que me cuenta es extraño, para mí son todos iguales, aunque ahora que lo pienso, sí es verdad que noto que son un poco más altos, y... - Keel quedó pensativo, nunca le habían preocupado demasiado los nativos, bastante tenía con luchar contra las tempestades, las noches, La Ciudadela -. ¿Cree que son inteligentes? ¿Y son capaces de copiar nuestra morfología?
- No lo sé. Si lo fueran, tal vez el adoptar nuestro físico sea un paso hacia un posible primer contacto. Pero aún está todo muy oscuro. No podemos comunicarnos con ellos, no sabemos tan siquiera si realmente tienen un cuerpo físico propio, e incluso tal vez simplemente sean criaturas totalmente irracionales que emplean todo sus esfuerzos en mimetizarse con nosotros, un simple acto de pura supervivencia. Sin embargo, mis observaciones apuntan a que evidencian un cierto grado de inteligencia, tal vez basada en principios diferentes a los que caracterizan la nuestra.
- O tal vez, sólo sean imaginaciones nuestras. La propia mente humana en su búsqueda continua de nuevas razas. Digamos... una paranoia colectiva. Usted ve evolucionar a sus nativos, y yo los veo como siempre, algo connatural al planeta, pero irrelevante para mis intereses y obligaciones.
- Todo puede ser. Pero recuerde, si una mañana se levanta y al abrir las ventanas se topa con media docena de comandantes Keel fisgoneando por su jardín, llámeme.
- ¿Nada mas, Qasar? - Keel decidió finalizar con la conversación.
- Era todo lo que tenía que decirle.
- Sepa entonces, que cuando eso ocurra tomaré las medidas que crea oportunas, y hasta entonces usted seguirá con su trabajo y yo con el mío. Buenos días.
Keel supo que a partir de ese día, miraría con más detenimiento a través de la ventana.

IV
Los nativos aprendieron a diferenciar ambos sexos, y no faltó el colono al que no le hubiera importado poner los cimientos de un nuevo mestizaje. Jamás se conseguiría sin embargo, pues los traslúcidos poseían la capacidad de evaporarse ante la proximidad o intimidación de un humano. El traslúcido iniciaba un proceso de difuminación, comenzando por las extremidades y finalizando en sus ojos, el aura lo envolvía, y luego ésta se disgregaba en millones de corpúsculos luminosos que eran arrastrados por el viento, de igual forma que lo eran los granos de arena en las tempestades que tan continuamente asolaban las noches goliatinas.
En los cerebros de muchos colonos empezó a tomar cuerpo la idea de que los traslúcidos tenían habilidades telepáticas, y que estaban hurgando en nuestros cerebros. Muchos se pusieron nerviosos y entonces el comandante Keel tuvo que tomar una determinación.

V
Y Keel tomó sus medidas. Recordó entonces, durante un breve momento, la conversación que mantuviera con Qasar tiempo atrás, y lamentó no tenerlo al lado en esos instantes. Qasar se habría puesto furioso de conocer las intenciones del comandante. Volvió a la realidad de la sala de juntas y habló a los máximos responsables de La Ciudadela.
- Una gran muralla rodeará a la ciudad, impediremos que cualquier traslúcido la cruce, instalaremos garitas y en ellas apostaremos soldados que evitarán que los nativos se acerquen a menos de cien metros de La Ciudadela.
Keel había hablado con rotundidad y concisión propias de un militar de carrera curtido en el infierno de Goliath. A pesar de ello, un murmullo de voces se fue elevando de la mesa mientras el comandante Keel continuaba exponiendo sus medidas.
- Un grupo de científicos está desarrollando unas defensas psicológicas, de tal forma que cualquier colono, salvo los soldados, podrán ignorar subconscientemente la presencia de los traslúcidos en este planeta...
Desde el fondo de la sala se escuchó una agitada voz acusadora.
- ¡Qasar jamás lo habría permitido. Va contra los principios elementales de la Carta Internacional de Exploraciones para la defensa de los derechos de las razas!
Keel, por supuesto, pensaba de manera diferente y no estaba dispuesto ha conceder ni un ápice de sus propuestas, por otra parte, de obligado cumplimiento, pues sabía que, como máximo responsable de La Ciudadela, tenía absoluto control de la misma.
- El biólogo evolutivo murió hace tiempo y sólo yo puedo dictar órdenes especiales para casos de emergencia, y esta es una situación de extrema gravedad. O ignoramos de alguna forma a los nativos o ellos terminarán con la poca lucidez que nos queda en nuestros cerebros. Además no es esta una misión de exploración, les recuerdo que se trata de una colonización. Si queremos que nuestra especie no se extinga, hemos de colonizar otros planetas. Y éste, tarde o temprano, albergará ciudades cien veces más populosas que La Ciudadela, que ahora yo gobierno - hizo una pausa mientras recorría su mirada a través de los perplejos rostros de los asistentes -. Recuérdenlo - prosiguió, alargando las palabras para que éstas retumbaran con mayor resonancia -, no vamos a exterminar a los nativos. Pero si no los detenemos, habremos fracasado. ¡Tantos años luz para naufragar ante unos seres de los que aún no se sabe seguro si tan siquiera son materiales! No ha lugar para la palabra fracaso en mi vocabulario.
- ¡Tampoco la palabra pasado, ni historia, parecen existir en él! - y el hombre que las pronunció salió de la sala apresuradamente. Nadie más se movió de sus asientos.

VI
- ¿Crees que nos han visto? - Emitió la mente de un traslúcido; suave y acompasada fue recibida en la mente de otro.
- No, recuerda que no nos pueden percibir mientras no conectemos con ellos - Esta otra poseía la gravedad propia de un traslúcido experimentado en conectar con otras mentes.
- ¿Por qué no lo hacemos cuando estemos muy cerca? - volvió a interrogar la mente del traslúcido más joven.
- Se nota que nunca has conectado. Si lo haces cerca sufrirás una gran descarga psíquica de él, y posiblemente al contrario también. Los dos podréis recibir un fuerte shock, y lo más probable en este caso, es que no puedas regresar. Te dispersarás irremediablemente.
- Sigamos entonces, y cuando lo creas oportuno me indicas el momento de iniciar el contacto.
Ambos dieron por terminado el diálogo y siguieron avanzando por el desierto, mientras en el lejano horizonte, una mancha gris fue delineando la desgarbada silueta de La Ciudadela.

VII
- ¡Ya los tengo! - gritó Holes -. Vienen hacia aquí, y son dos. Rápido, enfócalos Willis.
El novato desenfundó los prismáticos y apuntó hacia la dirección que le indicaba Holes.
- ¿Que hacemos ahora? - inquirió Willis.
- Esperar, aún están fuera de nuestro alcance - dijo Holes mientras no dejaba de seguir con los prismáticos la trayectoria de los intrusos.

VIII
- ¿Crees que nos han visto? - preguntó el traslúcido de mente más joven.
- Percibo que sí. Estoy empezando a conectar con uno de ellos. Inténtalo tu con el otro. - Esta vez era la mente experimentada quien emitía.
- Es difícil, parece que una barrera se interpone. Una densa e infranqueable muralla.
- Estamos lejos, aún es débil la conexión. Creo que yo lo tengo más fácil. La mente del mío es bastante ordenada.
Continuaron caminando sin perder ese inicio de conexión.

IX
- Ya han entrado, ahora hay que seleccionar, asegurar y disparar - esperó unos segundos y - ¡Ahora! - gritó -. Pero quedó decepcionado.
- ¿Pero qué te pasa ahora muchacho? - miró Holes acusadoramente a Willis - ¿No tendrás miedo, verdad?
- Yo, pues... no... no es exactamente miedo, siento como si...
- ¿Como si hurgaran en tu cerebro? Notas que no lo controlas del todo ¿no es cierto?
- Sí, eso es, hay algo que me impide disparar.
- ¿No te das cuenta? Son ellos, muchacho. Ellos se están introduciendo en tu cabeza, intentan protegerse, y al mismo tiempo, te desordenan un poco el coco - Holes ya había pasado por ello hacía algunos años -. Atiéndeme bien. He visto a muchos como tú volverse locos, dejarse perdida la mirada más allá de sus prismáticos y no regresar ni aún introduciéndoles en la cámara de rehabilitación. Quedaban tan fuera de control que hasta se olvidaban de respirar.
Willis permanecía mudo, luchando interiormente por recobrar el control de sí mismo mientras gruesos goterones de sudor comenzaban a resbalar por sus sienes.
- Escucha - continuó Holes - vas hacer lo que te digo, apunta con el láser al que viene en primer término, y cuando de la orden, dispara. ¿De acuerdo? ¿Podrás hacerlo?
- Sí, creo que podré.
- Concéntrate entonces.
Holes tomó el láser y apuntó a su blanco. Willis, con un poco de más trabajo cogió el arma y lanzó su mirada a través de la mira telescópica.
- ¡Dispara!

X
- Tengo miedo. ¡Creo que no podré!
- ¿Qué te ocurre?
- Siento peligro, quiere... quiere lanzarme su rayo de muerte.
- No te apresures, olvida que siente odio por ti, transmítele seguridad, confianza. Hazle pensar en lo que tanto tiempo lleva esperando. La posibilidad de un primer contacto.
- Vas a tener que ayudarme, yo...
- Lo siento, si te ayudo, entonces el otro...
El rayo de la muerte le alcanzó de lleno y su cuerpo se fue evaporando mientras su compañero se concentraba al máximo y apresuraba el paso hacia la muralla.
Cuanto más cerca, más posibilidades. O al menos eso creía.
- ¡No puedo! ¡No puedo matarlo!
- ¡Pero eres imbécil!
- No puedo disparar a mi propio rostro! - Grito Willis, empapado en sudor, manteniendo sus ojos fuertemente cerrados.
- ¡Te das cuenta! ¡Has esperado demasiado! - Holes cargó de nuevo su arma, y apuntó al doble de Willis, que seguía aproximándose con rapidez hacia sus posiciones.

XI
- ¡Estoy conectado! Creo descifrar cosas. ¡Son inteligentes! Sienten y piensan. Ahora... ahora tiene miedo, duda, desea matarme, pero hay algo que le frena. Hemos conseguido nuestro primer...
Y empezó el proceso de dispersión. Un resplandor, un breve y tembloroso fulgor, corpúsculos áureos disgregándose en mil, un millón, de direcciones. Una ligera brisa, y después, nada.

XII
- ¿Qué me ha pasado? - Balbuceó Willis, mientras sentía cómo sus escalofríos empezaban a desaparecer poco a poco.
- Nada novato. Te has desmayado - contestó Holes, en un tono más de compasión que de enfado - Fue una emoción demasiado fuerte el contemplarte a ti mismo a través de los prismáticos y con la obligación de disparar sobre tu propia cara.
- Me da vueltas toda la cabeza.
- Debes darme las gracias por mi reacción. De no haberlo hecho ahora no te quedaría ni el más mínimo gramo de razón.
- ¿Qué le ha pasado? Lo último que recuerdo es mi, bueno, su cara, mirándome fijamente.
- Tuve que actuar. Disparé.
- ¿Murió?
- Se evaporó. Como todos.
- Sin embargo, me dijo algo, estoy seguro. Le sentí muy cerca.
- Te hablaré claro, Willis. No vales para esto. Hay que tener un gran control sobre la mente, ser muy disciplinado. Cumplir con el deber, por encima de todo. - Pausa, Holes estudia la expresión del rostro de Willis - No estás preparado para esto. Pero no te preocupes, creo que lo arreglaré todo y podrás ser destinado a otro planeta menos conflictivo.
- No sé que decir, si gracias o...
- No digas nada. Piensa en lo maravilloso que será Goliath dentro de diez años, sin traslúcidos que nos desordenen las ideas, con inmensas ciudades en construcción y que algún día albergarán miles, millones de seres humanos.
Willis miró por el hueco que se abría en la estrecha garita. Comenzaba a levantarse un fuerte viento que hacía arrastrar consigo voluminosas masas de polvo gris, envolviendo el amanecer de Goliath en una granulosa estampa en tonos pastel. Se avecinaba una gran tormenta.
Las palabras de Holes le sonaban ya muy lejanas.

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FIN
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Carlos Gardini - PRIMERA LINEA



El cielo es un caldo rojo cruzado por tajos blancos. Colores sucios vibran en la nieve sucia. El ruido es una inyección en el cerebro.
Acurrucado en un pozo de zorro, el soldado Cáceres no tiene miedo. Piensa que el espectáculo vale la pena aunque el precio sea el miedo. De pronto es como si le sacaran la inyección, dejándole un hueco doloroso.
Un ruido se desprende del ruido. Un manotazo de tierra y nieve sacude al soldado Cáceres. Un silencio gomoso le tapa los oídos.
Cuando abre los ojos, el cielo es blanco, hiriente, liso. Y el silencio sigue, un silencio puntuado por ruidos goteantes, quebradizos: pasos, voces, instrumentos metálicos. El suelo es blando. El suelo es una cama, una cama en un cuarto de hospital. Un tubo de plástico le llega al brazo. Le duelen las manos.
Un médico joven se le acerca mirándolo de reojo.
- Quedáte tranquilo - le dice -. Te vas a poner bien.
- Mis manos - dice el soldado Cáceres -. Cómo están mis manos?
El médico tuerce la boca.
- No están - dice, sonriéndole a un jarrón con flores marchitas -. No están más.
No era lo único que había perdido.

Los días en el hospital eran largos, un corredor de sombras perdiéndose en un hueco negro. El hueco estaba lejos. Inmovilizado en la silla de ruedas, él no podía alcanzarlo. El corredor era opaco como un vidrio de botella, y detrás del vidrio había sombras. A veces las sombras se le acercaban, y adquirían un perfil borroso. Los rasgos se les deformaban cuando se apoyaban en el vidrio, y las voces sonaban distantes, voces envueltas en algodón.
Hoy tenés un plato especial, le decía una sombra. Pollo. ¿Querés que te guarde una pata de más? Y la sombra le guiñaba el ojo, le acariciaba el pelo a través del vidrio opaco. El soldado Cáceres miraba la manta que lo cubría de la cintura para abajo. Una pata de más, repetía estúpidamente.
O bien la sombra se le acercaba para ofrecerle un cigarrillo. El soldado Cáceres alzaba los muñones de los brazos, y la sombra, pacientemente, le ponía el cigarrillo en la boca, se lo prendía, lo compartía. Poco a poco el vidrio se resquebrajó. Alicia, le dijo una sombra un día, me llamo Alicia. Y la voz ya parecía de este mundo, un mundo donde los relojes sonaban y el tiempo transcurría. Alicia le contaba anécdotas de otros heridos de guerra, y de cómo se habían curado. O de cómo no se habían curado, él no hablaba nunca.
Cuando estuvo mejor (o eso le dijeron, que estaba mejor) pasaba el día frente al ventanal. Estaba en un piso alto, y mirando desde el ventanal veía el movimiento de afuera. El movimiento eran camiones militares cargando ataúdes, helicópteros descargando cadáveres y heridos en el parque, jeeps que entraban y salían, grupos de mujeres sin uniforme que traían paquetes y flores, pero el movimiento no era movimiento porque le faltaba el ruido. Sin el vidrio del ventanal habría ruido, pero siempre habría más y más vidrios aislándolo del ruido verdadero, la inyección en el cerebro. En medio del parque ondeaba la bandera. Nunca colgaba del mástil.
Siempre había viento, y siempre ondeaba. El soldado Cáceres miraba la bandera y buscaba en su memoria, buscaba algo que lo arrancara del sopor, algo que rompiera todos los vidrios. Un día recordó la letra de “Aurora” y le causó gracia. Le causó tanta gracia que cuando Alicia pasó por el corredor el soldado Cáceres se echó a reír.
- Veo que estás mejor - dijo Alicia, acercándose.
- Cuándo me muero - dijo el soldado Cáceres, poniéndose serio de golpe. No se sabía si era una pregunta, o qué.

Tenía que seguir viviendo. Eso decían, tenía que seguir viviendo. Cuando pensaba que tenía que seguir viviendo se preguntaba cuál era la parte amputada, si él, eso que quedaba de él, puro muñón, o las piernas o las manos perdidas. Qué le habían serruchado a qué? Había descubierto que uno era cosas que podían dejar de ser uno. Esas cosas no eran uno cuando se pudrían bajo la lluvia o la nieve en un fangal sanguinolento o entre desechos de hospital. O sí eran uno? Cuál era la parte mutilada? Cuál era él? Que él estuviera vivo y las otras partes muertas no era suficiente diferencia.
Era un misterio, y cuando pensaba en el misterio sentía ganas de llorar, y cuando lloraba pensaba en sus piernas, que al menos tendrían la suerte de no llorar por lo que les faltaba.
A veces recordaba a las mujeres. Veía enfermeras en el corredor, algunas atractivas, y pensaba en las mujeres. Imaginaba bocas, labios de vulva entreabriéndose, superficies húmedas.
Un día Alicia le puso un cigarrillo en los labios, le acarició el pelo traviesamente, le acomodó la manta bajo la cintura y por primera vez lo miró a los ojos.
- ¿Cómo está mi bebé? - le dijo -. Hoy tenés mejor cara. - No terminaba nunca de acomodarle la manta.
El la miró entre confundido y avergonzado.
- Perdonáme - dijo.
- ¿Perdonáme qué?
- Yo no puedo.
- ¿No podés qué? - dijo ella.
De golpe abrió la boca como quien recuerda algo, lo miró con severidad, tal vez con asco. Suspiró, dio media vuelta y se fue por el corredor.
El soldado Cáceres la siguió con los ojos, y no supo si él no había entendido. No supo qué no había entendido. Lloraba, y a través de las lágrimas vio de nuevo el vidrio, cada vez más grueso pero menos opaco.
Los otros ya no eran sombras. Tenían peso y consistencia, y tenían más peso y consistencia que él. Quería recordar, pero sólo encontraba hilachas de recuerdos humillantes. Un chico roba una revista de un quiosco, y lo sorprenden. El quiosquero no lo castiga, no lo denuncia, sólo dice que no te pesque otra vez. Cuando el chico vuelve al quiosco para comprar el diario para sus padres, sufre de nuevo la vergüenza, pues no sabe que para el quiosquero es sólo una travesura olvidada.
Cómo purificaría esos recuerdos, cómo les daría una forma que coincidiera con el dibujo acabado de una personalidad, algo que fuera sólido y no simplemente ridículo? Ahora todos los recuerdos serían así. La mirada de Alicia sería siempre un reproche, un que no te pesque otra vez. Ahora siempre se recordaría como ridículo, una cosa sin forma rebotando en un mundo de gente sólida. Un día estaba acurrucado en su pozo de zorro.
Siempre había tenido miedo, y había hablado del miedo con sus compañeros, pero ese día no tenía miedo, o estaba dispuesto a pagar el precio del miedo, y una bomba lo había despedazado. Era ridículo y doloroso, y ni siquiera había heroísmo, sólo una absurda falta de miedo.
Estaba mirando por el ventanal, viendo cómo los helicópteros aterrizaban en cámara lenta en medio del viento, y pensando nunca más, y preguntándose nunca más qué, cuando se le acercó un oficial. Al oficial le faltaba una pierna, y la cara era vagamente familiar. El soldado Cáceres recordó que lo había visto varias veces en el hospital, hablando con otros pacientes.
- ¿Cómo va eso? - dijo el oficial, acercando una silla de metal pintada de blanco y sentándose a su lado. Manejaba la muleta como un arma, como un privilegio.
Cómo va qué, pensó el soldado Cáceres, pero no dijo nada. Sonrió vagamente, como diciendo ahí anda. Era un oficial de reclutamiento de los grupos especiales MUTIL. El soldado Cáceres miró la insignia del brazo izquierdo. Entonces notó que estaba la manga, pero no el brazo.
El oficial le habló pausadamente. Sin duda él había oído hablar de las unidades MUTIL, aunque no las hubiera visto en combate. El soldado Cáceres sí las había visto en combate, pero no lo aclaró. Sabía que MUTIL era una sigla, dijo. Móvil Unitario Táctico Integral para Lisiados, explicó el oficial, y se lo escribió en un papel. Después le preguntó si tenía interés. El soldado Cáceres no respondió, y el oficial no repitió la pregunta. Siguió hablando. Mientras él hablaba, el soldado Cáceres pensaba en el ruido, y también pensaba en mujeres. También pensaba que el oficial no le había preguntado cómo se llamaba, e inexplicablemente eso lo deprimió.
- Acepto - dijo de golpe.
El oficial lo miró sorprendido, cortado en medio de una frase. Al fin sonrió y se levantó.
No tuvo el reflejo embarazoso de querer darle la mano. Le palmeó el hombro.
- Sólo una cosa - dijo de pronto, como si acabara de recordarlo -. ¿Usted no es judío, verdad? ¿Cómo dijo que se llamaba?
El soldado Cáceres, aliviado, le dijo cómo se llamaba.
- Bien, Cáceres. Le haré llegar los formularios.
El mes siguiente ingresó en un campo de adiestramiento MUTIL. Llegó en un ómnibus militar junto con otra tanda de mutilados dados de alta en el hospital. Todos tenían una franja de tela blanca en el pecho, con el apellido en rojo sobre la tela verde oliva. El rojo los identificaba como miembros de la fuerza especial. Los mandos del ómnibus estaban adaptados para lisiados. El chofer era un suboficial con las piernas inutilizadas.
Reía constantemente, y tenía la radio prendida. Por la radio pasaban un programa preparado especialmente por el enemigo. Una locutora de voz dulzona elogiaba el valor de los soldados que creían combatir por su patria, engañados por un gobierno inescrupuloso.
Elogiaba su valor, pero les decía que no valía la pena. Para ellos la guerra estaba perdida. El suboficial subía y bajaba el volumen continuamente, como si quisiera despedazar esa voz. Después venían segmentos de música folklórica, y el suboficial tarareaba convulsivamente. Cuando llegaron al campo de adiestramiento, apagó la radio.
- Estamos llegando, chicos - anunció, siempre riendo. Y prendió la radio.
El soldado Cáceres, que viajaba cerca del asiento del conductor, le sonrió extrañamente.
- Antes de la guerra era colectivero, después me enganché - le dijo el suboficial, frenando y abriendo las puertas dobles del ómnibus. El soldado Cáceres siguió sonriendo, pensando que era una broma. El suboficial apagó la radio -. ¿Vos qué hacías? - le preguntó.
El soldado Cáceres tardó en entender la pregunta. La guerra había durado años. El antes de la guerra pertenecía a un pasado remoto.
- No me acuerdo - dijo. Y era cierto, no se acordaba. Algo había muerto dentro de él. O quizá el recuerdo estaba en sus piernas o manos perdidas.
El suboficial prendió la radio. La locutora describía la habilidad de los grupos comando enemigos.
- Debe estar bien esa mina - dijo el suboficial -. ¿Te la imaginás con una muleta en el culo? Ese mismo día les dieron la primera clase. Los dividieron en grupos, y cada grupo tenía un oficial a cargo de la instrucción. El oficial a cargo no los trataba con piedad, ni con respeto, ni con nada. Los trataba como soldados. El oficial instructor del soldado Cáceres era un capitán sin una pierna, y sin una mano, y no lo disimulaba. Exhibía con orgullo las mutilaciones, y él también manejaba la muleta como un arma.
En lugar de la mano que le faltaba, la derecha, usaba un garfio retráctil de cuatro dedos. Se plantaba frente al pizarrón, apoyándose con firmeza en la muleta cromada, y tomaba la tiza con el garfio. Trazaba líneas rectas, sólidas, puras. Jamás le temblaba el pulso.
Lo primero que hizo fue describirles en detalle una unidad MUTIL. Cada unidad MUTIL era básicamente un minihelicóptero con autonomía de vuelo limitada que portaba gran cantidad de armamento de corto alcance. Cada unidad básica era provista con los accesorios que necesitaba cada soldado. Ninguna era igual a otra, pues cada cual respondía a un repertorio específico de mutilaciones. Los accesorios reemplazaban piernas y brazos, pies y manos, caderas y tobillos, y mediante piezas de plástico o metal se conectaban con los mandos: pedales, palancas o botones accionaban las armas y orientaban los rotores. Utilizaban la última tecnología médica en materia de prótesis, decía el capitán, y en ese énfasis se notaba la pobreza, la sofisticación de la pobreza.
Una unidad MUTIL era mucho más costosa que un infante, pero menos que un blindado; como arma antipersonal era mucho más rentable que una bomba de alta potencia, y mucho más barata que un avión derribado. Una escuadrilla de unidades funcionaba perfectamente como primera línea de ataque, pero en tierra eran vehículos torpes, enormes y grotescas sillas de cuatro ruedas. Los rotores eran plegables, para facilitar el transporte. El capitán dibujó y explicó todo esto con precisión, y luego les explicó por qué estaban allí. Estaban allí porque los mutilados eran una carga en la paz, una pensión costosa para el Estado, una aflicción para los parientes, muertos en vida.
Pero tenían algo más, mucho más que los enteros. Tenían temple. Se habían templado como acero en el fuego de la batalla. Templado como acero, repetía, como si él hubiera descubierto la frase. Estaban allí porque él iba a hacerles parir al héroe que tenían adentro. No eran la resaca sino la elite. El que no pensara así podía pedir la baja y pudrirse en la vida civil, una vida de llantos, pensiones y recriminaciones sordas.
Al día siguiente cada cual recibió su propia unidad adaptada. En la parte frontal tenían un blindaje, con una insignia pintada, un sol militar sin rayos.

El entrenamiento empezaba en la madrugada. Estaban lejos del frente, pero a menudo veían pasar, desde la pista de asfalto donde practicaban, aviones volando rumbo a la zona de combate. Las escuadrillas que volvían eran menos numerosas que las que iban. El soldado Cáceres oía el ruido en el cielo y recordaba ese cielo de ruidos, y cómo le habían sacado la inyección del cerebro. Sentía rencor contra el silencio. Creía haber encontrado una solución, un modo de purificar sus recuerdos, y la clave era el ruido.
El capitán los hacía maniobrar en formación sobre la pista de asfalto.
Hay que destruir despiadadamente al enemigo, decía. Como él nos destruyó a nosotros. Cada pieza de metal cromado, cada pieza de plástico opaco, debía ser una prolongación del cuerpo del mutilado. El soldado Cáceres ahora tenía manos, manos de acero. Con las manos de acero impulsaba torpemente las ruedas de su unidad, encendía el motor, y el viento del rotor principal le abofeteaba la cara donde no lo cubrían los anteojos ni el casco. El capitán los hacía desplazar rítmicamente sobre la pista, y era como ensayar para una comedia musical extravagante.
Como un ballet, decía el capitán. Tiene que salir como un ballet.
Los domingos tenían descanso. Era el día de la misa y el descanso y los juegos. Los curas que daban la misa y confesaban estaban enteros, o parecían enteros bajo las sotanas, y eso contribuía a aumentar su aura de santidad, o irrealidad, o extrañeza. En el campo de adiestramiento no había ningún entero, y un cuerpo sin mutilaciones empezaba a parecerles una cosa deforme. El soldado Cáceres creía notar un destello de reproche en la mirada de los curas, algo parecido a la mirada severa de Alicia.
Los curas hablaban de la paz de Cristo, pero la guerra no tenía descanso.
Las estelas de los jets surcaban el cielo, y el estruendo les llegaba en oleadas convulsivas aun durante la misa. Ese estruendo evocaba las llamaradas, los gritos, los borbotones de sangre, las máquinas al rojo vivo fundiéndose con los moribundos.
El domingo era día de sermones. Después del sermón de la misa venía el sermón del jefe del campo, que les hablaba de patriotismo y vocación de servicio. El que no tiene patriotismo ni vocación de servicio, decía, ése es un discapacitado. A media mañana venía el sermón informal del capitán.
Ese día se mezclaba con ellos como uno más, pero cuando hablaba recobraba la autoridad, siempre dispuesto a que cada cual pariera al héroe que llevaba adentro. La guerra no es inhumana, decía. Los animales no saben hacer la guerra. No hay nada más humano que la guerra. No hay nada más humano, decía con voz acerada, que la guerra.
Antes del mediodía jugaban al básquet. Formaban equipos, y usaban las unidades MUTIL para jugar. Hasta el juego formaba parte del adiestramiento: tenían que adiestrar ese cuerpo nuevo para ser soldados.
Soldados más perfectos, decía el capitán. Cualquier hombre sabe matar, pero sólo ellos eran verdaderos hijos de la guerra. Debían el cuerpo que tenían a la metralla del enemigo. Tenemos este cuerpo, decía, gracias a la metralla del enemigo. Y se señalaba el garfio retráctil, con orgullo y con odio.
El domingo era día de bromas. Bromeaban entre ellos cuando jugaban. Che paralítico, se decían cuando alguien no se desplazaba con agilidad. Che manco, se decían cuando alguien no atajaba un pase. Era día de bromas y de risas. Eran risas nuevas, risas de media boca, risas tuertas, risas con media cara congelada para siempre en un rictus de cólera o fastidio.
El soldado Cáceres tenía la cara entera, y los músculos faciales en buenas condiciones, pero aun así la risa se le había endurecido. No porque fuera una risa parca, o rencorosa, pero sospechaba que para los enteros pronto sería tan ilegible como la mueca de un simio. Alguna vez había leído que en los perros el bostezo significa gratitud hacia el amo. No sabía si era cierto, pero sí sabía que en él un bostezo ya no significaba sueño ni aburrimiento, sino simplemente que la cara se le contraía en un gesto que significaba algo que hasta entonces no había existido, que nacía con ellos.
El domingo era día de truco por la tarde. Era un truco diferente. Las señas no siempre servían; estaban pensadas para caras enteras, plásticas, no para máscaras medio quemadas, o medio paralizadas. Los mancos de una sola mano aprendían a barajar con esa sola mano. Los que no tenían ninguna aprendían a usar los garfios, y nadie los ayudaba. Cuando estuvieran bajo el fuego nadie los ayudaría; vibraciones nerviosas prolongadas en vibraciones eléctricas serían la diferencia entre la vida y la muerte.
Eran partidos tranquilos, sin risas ni cantos floridos; los cantos eran como repeticiones mecánicas, una música de pianola.
El domingo era día de camaradería. La camaradería era aprender a amigarse con uno en la imagen de los demás. Cuando entraran en combate, no habría demasiada coordinación. Sólo órdenes por radio, un blanco, y la voluntad de destruir y sobrevivir. Sólo acciones individuales, pero similares. La camaradería era un espejo partido, y ellos eran los pedazos.

Las últimas semanas empezaron las maniobras más intensas. Muchos habían sido descalificados. Algunos no habían podido acostumbrarse a orinar y defecar regularmente en los tubos de sus unidades: aunque nadie lo notara, se sentían desnudos. Otros querían volver a su hogar o su familia. Muchos ya tenían el suicidio pintado en la cara. Los restantes sólo esperaban el momento de matar y mutilar. Cuando hablaban, si hablaban, nunca se preguntaban dónde habían estado antes, cómo los habían herido. Antes no habían existido. Sólo ahora se estaban pariendo.
Las unidades MUTIL avanzaban como enjambres sobre las defensas enemigas.
El porcentaje de bajas por misión estaba calculado en un cincuenta por ciento. Eso incluía no sólo a los derribados por el fuego enemigo, sino a los derribados accidentalmente por sus compañeros, a los que se estrellaban por falta de combustible, a los que caían por fallas mecánicas en el equipo. El secreto era buscar el trayecto más corto hasta el blanco, aprovechar las municiones para causar el mayor daño posible y contar con mayor seguridad en el momento del descenso.
Llevaban poco combustible porque con menos combustible se cargaba más armamento, y además se evitaba que la acción conjunta perdiera concentración por un inoportuno exceso de iniciativa individual. Las unidades MUTIL abrían brechas, y en esas brechas penetraban la infantería y los blindados, con pérdidas mínimas.
- Por qué el enemigo no ha adoptado un equivalente? - preguntó una vez el soldado Cáceres.
Lo había intentado, explicó el capitán. No con mutilados de guerra. Habían usado unidades móviles con soldados enteros, pero no habían resultado. Eran costosas, por el gran número de bajas, y poco rentables, porque jamás tenían el ímpetu, el coraje, la voluntad de llegar a cualquier precio. Para esto, dijo el capitán, hace falta patriotismo. Para esto hace falta patriotismo, repitió. Además los otros no eran hijos de la guerra.
Las maniobras no eran la guerra, pero se parecían bastante. Los que sobrevivieron a las maniobras fueron despedidos por el capitán una mañana de lluvia, en una ceremonia sencilla donde fueron felicitados por el jefe del campo de adiestramiento y bendecidos por un capellán que no los miraba a los ojos. En el blindaje de las unidades, junto al sol sin rayos, les pintaron una inscripción en rojo:
LA VIRGEN NOS PROTEGE.
Cuando se abrieron las compuertas del avión de transporte el soldado Cáceres vio la nieve y puntos negros en la nieve. El avión acababa de girar trazando un arco y ahora daba la cola a las líneas enemigas. Globos de humo negro estallaban en el aire. Las unidades MUTIL se acercaron torpemente a las compuertas. Bajarían en paracaídas y en medio de la caída pondrían los rotores en funcionamiento.
El soldado Cáceres cayó girando en el aire, abrió el paracaídas cuando estuvo horizontal, sintió el tirón brusco del cordaje, vio que algunos se enredaban en el cordaje y se estrellaban. Alrededor se multiplicaban las explosiones. Un viento frío le golpeaba la cara, mezclándose con ráfagas de aire caliente. Dejó de mirar alrededor, pues el secreto era mirar hacia adelante. No se apresuró a maniobrar para evitar los proyectiles enemigos, pues sabía que el combustible no le permitía el lujo de apostar más al miedo que a la suerte. Esperó, y cuando estuvo cerca del suelo desplegó los rotores, los puso en marcha y soltó el esqueleto metálico donde estaba enganchado el paracaídas. Avanzó casi a ras del suelo, en línea recta. Allá adelante la nieve estaba entrecruzada de cicatrices.
Las cicatrices eran trincheras, y después de las trincheras había un bulto que parecía un depósito de material o una barraca. Apretó botones y palancas, moviendo frenéticamente todo el cuerpo, reservando los explosivos más potentes para último momento. A medida que se acercaba a las posiciones, la cortina de fuego se hacía más densa. Las venas le palpitaban como si tuvieran un exceso de sangre para un cuerpo que ya no necesitaba tanta. Cuando estuvo a poca distancia, descargó los proyectiles explosivos. Al lado vio pasar las estelas de los proyectiles de otros compañeros de escuadrilla. Un instante antes había carpas, blindados y redes de camuflaje, al siguiente llamaradas y cuerpos viboreando en el aire como cables pelados en la tormenta.
Aterrizó en la nieve cenagosa y esperó. A pocos metros descendieron otros compañeros. Algunos estaban en llamas. Atrás las primeras fuerzas de asalto desembarcaban de los helicópteros y terminaban de limpiar el terreno. Alrededor la nieve sucia estaba manchada por lamparones de sangre.
Era como si la tierra menstruara, renovándose. Sentía de nuevo la inyección en el cerebro. El ruido le taladraba los tímpanos como si su cabeza fuera una caja de resonancia. Una voz ladraba órdenes por la radio del casco. A lo lejos, en el horizonte de humo, helicópteros en llamas caían del cielo.
Como una lluvia de maná, pensó el soldado Cáceres.

Una hora más tarde los helicópteros descargaron al personal de auxilio.
Eran técnicos ceñudos y eficaces, y trabajaban con la rapidez de los mecánicos en las pistas de carrera. Cambiaban el tanque de combustible década unidad intacta por uno lleno, ajustaban las piezas flojas, descartaban las inútiles, renovaban las municiones, daban el visto bueno y revisaban las unidades derribadas en busca de material rescatable. Después las unidades MUTIL se remontaban nuevamente desde el terreno consolidado.
Avanzaban un centenar de metros, abrían nuevos claros en las defensas, hostigaban al enemigo en retirada o reconocían la zona. La única forma de pararlas era destruirlas: ninguna retrocedía, ni se posaba en la tierra de nadie, donde sería demasiado vulnerable.
Si el tripulante moría, casi siempre seguía disparando y a menudo se estrellaba contra las líneas defensivas. Cada etapa de la batalla pronto se volvió rutinaria para el soldado Cáceres. Despegue, vuelo en línea recta, descarga del material, compás de espera. Sólo en esa última fase se daba el lujo de observar la batalla, inmóvil como una osamenta fosilizada en medio del fuego de ambos bandos. Y entretanto recordaba, claro que recordaba. Alicia. Mujeres.
Pero las caricias tibias, la humedad salada, los labios entreabiertos, ya no podían compararse con la sangre, el aceite y el humo. Una sensación nueva le hormigueaba en los garfios de acero, en las piernas cromadas. Poco a poco se iba purificando. A fin de cuentas, el precio del espectáculo había valido la pena.

El tiempo ya no se medía en semanas o meses sino en desgarrones y convulsiones, un tiempo de tierra en llamas. Fuerzas gigantescas despedazaban la tierra, y el soldado Cáceres era un Cáceres entre muchos. Todos eran hermanos, fragmentos de un espejo partido.
Y de pronto hubo un silencio.
Era un silencio inmenso que se extendía sobre la tierra calcinada, sobre la nieve ennegrecida de lodo y sangre. El soldado Cáceres amaba esos silencios que puntuaban los momentos de gloria. Cesaban los estampidos de la artillería, el paleteo de los helicópteros, el rugido de los jets, el crujido de los blindados. Era como el silencio que sigue a la creación de un mundo, una paz de domingo. Hace mucho tiempo, pensaba Cáceres, la tierra vomitó sus vísceras, manchándose con sus propios excrementos. Después quedó agotada y las vísceras se convirtieron en cosas brillantes y cristalinas, y en algunas vetas de su corteza la tierra guardaba esos recuerdos, capas geológicas de paz seguidas por nuevos arranques de violencia.
Si uno estudiaba esa corteza, descubriría que la tierra estaba orgullosa de sus mutilaciones.
En esos silencios, el cielo era una membrana tensa, y todos esperaban.
Los prisioneros esperaban. Detrás de las alambradas, las caras desencajadas por el frío, por el recuerdo del frío, esperaban un traslado, un plato de sopa, un cigarrillo. Los combatientes esperaban.
Limpiaban las armas, se paseaban nerviosamente, charlaban. Los heridos esperaban. Los muertos esperaban. La tierra esperaba. Ellos también esperaban, pero su espera era diferente. Las unidades MUTIL se movían grotescamente en la nieve blanda, como grandes coleópteros, y la espera era un domingo. Nadie se les acercaba, nadie les hablaba. Sólo recibían miradas donde el respeto se mezclaba con el odio. Se les notaba en la cara? En la retina les quedaban grabadas las grandes visiones, la tierra abonada por los muertos, los helicópteros en llamas lloviendo del cielo como maná?
Pero esta vez el silencio se prolongó. Era como un telón. Como un ballet, recordó el soldado Cáceres.

Los helicópteros llegaron de noche, barriendo la nieve con haces blancos que de pronto eran círculos rosados y de pronto una luz sucia y polvorienta bajo una mole oscura que eclipsaba las estrellas. Varios integrantes del personal de auxilio bajaron de ellos, con movimientos urgentes, con listas en la mano. Empezaron a llamarlos por el nombre. Era raro, porque a un soldado MUTIL nunca lo llamaban por el nombre, nunca lo llamaban: le dictaban órdenes por radio, pero las órdenes eran voces grabadas, porque más que órdenes eran exhortaciones rítmicas, música de ballet. Además de raro era poco práctico, porque la mayoría de los anotados en las listas ya no estaban presentes.
La gente del personal de auxilio los hizo formar frente a los helicópteros. Les plegaron los rotores, y los subieron uno por uno. Después los helicópteros treparon en la noche y volaron hacia la retaguardia. Dentro de la cabina todos callaban, y había olor a miedo.
Los helicópteros de transporte aterrizaron en una base iluminada por reflectores. Llegaban, descargaban y despegaban enseguida para regresar al frente. Unidades MUTIL de distintas escuadrillas se estaban concentrando en la base. Las hacían esperar en la pista, en medio del ruido y del viento, y después las conducían a un galpón enorme rodeado por latas con brea encendida.
El interior del galpón estaba alumbrado por lámparas desnudas que despedían un fulgor amarillo y sucio. En el fondo había una tarima con un micrófono. Esperaron un par de horas, mientras el galpón se llenaba de combatientes. Afuera, el paleteo de los helicópteros de transporte era incesante. Varios PM se paseaban en los espacios vacíos, jugando con sus cachiporras blancas. No había ningún oficial MUTIL.
Al fin entró un coronel con uniforme de combate y casco. Era un entero, y tenía la cara roja, agitada, como si lo aguardaran asuntos más urgentes.
Subió a la tarima y acomodó el micrófono.
La patria les está agradecida, dijo, y el soldado Cáceres sintió una punzada en el vientre. Pronto habremos conseguido una paz justa, y la patria les está inmensamente agradecida. Una paz justa, pensó el soldado Cáceres sin entender. A través de los ojos empañados aún veía los helicópteros en llamas lloviendo del cielo como maná. Las generaciones venideras, dijo el coronel, conocerán las hazañas de hombres como ustedes, y grabarán sus nombres en el libro de la historia grande de nuestro pueblo.
Mientras hablaba el coronel, el personal de auxilio entraba empujando sillas de ruedas.
Algunos empezaron a separar los cuerpos de los combatientes de sus piezas cromadas. Trabajaban expeditivamente, como cuando estaban en la zona de combate. Los separaban de las unidades móviles, los instalaban en las sillas, les arrancaban la tela blanca con el apellido en rojo. Otros desmantelaban cada unidad MUTIL desocupada, amontonando las piezas en cajas de embalaje: armas, prótesis, cascos. Otros miembros
del personal tendían cables a lo largo del costado de galpón, e instalaban bultos que parecían explosivos en las esquinas y entre las vigas.
No sólo han infligido al enemigo pérdidas materiales, dijo el coronel. No sólo le han infligido pérdidas materiales, repitió, como si no recordara qué decir a continuación. Le han dado una lección moral, añadió resueltamente, una lección de hombría y coraje. Por eso mismo ellos querrán ensañarse con ustedes, utilizando estas unidades que nos enorgullecen como instrumento de propaganda, como una acusación. Querrán transformar su gloria en ignominia, pero no lo permitiremos, porque ustedes les darán una lección de amor a la paz. La justa paz que hemos pactado necesita esa lección de amor.
Las palabras retumbaban secamente en el galpón amarilleado por las lámparas. A su turno, el soldado Cáceres fue separado de su unidad e instalado en su silla de ruedas. Cada cicatriz del cuerpo le palpitaba. El discurso terminó con una exhortación que sonaba como un reproche.
Cuando los sacaron del galpón, todos tenían la cara desencajada, caras de doblemente mutilados. Sin ceremonias, casi con sigilo, el personal de auxilio los empujó hacia otra pista donde esperaban aviones de transporte. Sobre sus sombras panzonas volaban remolinos de nieve polvorienta, y en los remolinos se enredaban órdenes y gritos. Silla tras silla los subieron en los aviones.
Las turbohélices empezaron a girar y el rugido del avión acalló el rugido del viento en la mente del soldado Cáceres. Mientras el transporte carreteaba por la pista, miró hacia el galpón, que temblaba a la luz de las latas de brea. Los hombres del personal de auxilio seguían desenrollando cables.
- ¿Qué hacen con las unidades MUTIL? - preguntó el soldado Cáceres a un suboficial. El suboficial sonrió.
- Nunca hubo unidades MUTIL. Ahora, chicos, volvemos a casa.
El avión despegó y viró trazando un arco sobre la pista. Allá abajo una sombra hizo señas a otra y una secuencia de explosiones despedazó el galpón mientras ellos ascendían. Las llamaradas arrancaron destellos a la nieve arremolinada.
En la cabina penumbrosa, el soldado Cáceres miró a sus compañeros: un Cáceres tras otro, imágenes de un espejo partido. Rezando, preparándose para afrontar la paz.

_
FIN
-
Douglas Adams - EL JOVEN ZAPHOD Y UN TRABAJO SEGURO



Una inmensa nave voladora se movía velozmente sobre la superficie de un mar asombrosamente bello. Desde media mañana había estado desplazándose hacia adelante y hacia atrás, describiendo grandes arcos cada vez más anchos, hasta que finalmente atrajo la atención de los isleños locales, gente pacífica y amante de los frutos de mar, que se reunieron en la playa, entre cerrando los ojos ante la cegadora luz solar, para tratar de ver qué pasaba.
Cualquier persona de conocimientos sofisticados, que hubiera viajado, que hubiera tenido alguna experiencia, probablemente habría observado cuán parecida era la nave a un archivero, a un enorme y recientemente robado archivero acostado de espaldas, con los cajones al viento y volando.
Por su parte, los isleños, cuya experiencia era de otra clase, quedaron impresionados al ver qué poco se parecía a una langosta marina.
Charlaban, excitados, acerca de su total ausencia de pinzas, su rígida espalda sin curvas, y sobre el hecho de que parecía tener grandísimas dificultades para mantenerse en el suelo. Esta última característica les parecía especialmente jocosa. Se pusieron a dar muchos saltos para demostrarle a esa estúpida cosa que ellos creían que permanecer en el suelo era lo más fácil del mundo.
Pero este entretenimiento pronto comenzó a perder la gracia. Después de todo, dado que tenían perfectamente en claro que la cosa no era una langosta, y dado que su mundo tenía la bendición de poseer en abundancia cosas que sí eran langostas (una buena media docena de las cuales se encontraba en este momento en suculenta marcha por la playa hacia ellos), no vieron más razones para seguir perdiendo el tiempo con la cosa y en su lugar decidieron organizar de inmediato un almuerzo tardío consistente en langostas.
En ese preciso momento, la nave se detuvo repentinamente en el aire, se puso vertical y se zambulló de cabeza en el océano, con un gran estrépito de espuma que obligó a los isleños a huir gritando hasta los árboles.
Cuando resurgieron, nerviosos, unos minutos después, lo único que pudieron ver fue un círculo de agua suavemente delineado y algunas burbujas gorgoteantes.
Qué raro, se dijeron el uno al otro entre bocado y bocado de la mejor langosta que se pueda comer en cualquier parte de la Galaxia Occidental, ya es la segunda vez que sucede lo mismo en un año.

La nave que no era una langosta buceó directamente hasta una profundidad de sesenta metros, y se detuvo allí, en el espeso azul, al tiempo que inmensas masas de agua ondulaban a su alrededor. Mucho más alto, donde el agua era mágicamente clara, una brillante formación de peces se alejó con un destello. Más abajo, donde a la luz le resultaba difícil llegar, el color del agua se perdía en un azul oscuro y salvaje.
Aquí, a sesenta metros, el sol alumbraba débilmente. Un enorme mamífero marino de piel satinada pasó perezosamente, inspeccionando la nave con una especie de interés a medias, como si hubiese estado esperando encontrarse con algo así, y luego se deslizó hacia arriba, alejándose rumbo a la luz rizada.
La nave esperó un minuto o dos, tomando lecturas, y luego descendió otros treinta metros. A esta profundidad, el panorama se estaba poniendo seriamente oscuro. Pasado un momento, las luces internas de la nave se apagaron, y en el segundo o dos que pasaron hasta que de repente se encendieron los reflectores exteriores, la única luz visible provino de un pequeño cartel rosado, vagamente iluminado, que decía Corporación Beeblebrox de Salvataje y Asuntos Realmente Disparatados.
Los enormes reflectores se movieron hacia abajo, iluminando un vasto cardumen de peces plateados, los cuales viraron y se alejaron en silencioso pánico.
En la tenebrosa sala de control, que se extendía describiendo un amplio arco en la proa sin punta de la nave, cuatro cabezas estaban reunidas alrededor de una pantalla de computadora que estaba analizando las debilísimas e intermitentes señales que emanaban de lo profundo del lecho marino.
- Ahí está - dijo finalmente el dueño de una de las cabezas.
- ¿Podemos estar totalmente seguros? - dijo el dueño de otra de las cabezas.
- Ciento por ciento seguros - replicó el dueño de la primera cabeza.
- ¿Están un ciento por ciento seguros de que la nave que se estrelló contra el fondo de este océano es la nave de la que ustedes dijeron estar un ciento por ciento seguros que con una seguridad del ciento por ciento nunca podría estrellarse? - dijo el dueño de las dos cabezas que quedaban -. Eh - dijo levantando dos de sus manos -. Sólo preguntaba.
Los dos funcionarios de la Administración de Seguridad y Reaseguro Civil respondieron a esto con una mirada muy fría, pero el hombre con el número de cabezas sin par, o más bien dicho par, no lo advirtió. Se recostó en el asiento del piloto, abrió dos cervezas -una para él y la otra también- , apoyó los pies sobre la consola y le dijo "Hola, nene" a un pez que pasaba del otro lado del ultracristal.
- Sr. Beeblebrox - comenzó el más bajo y menos tranquilizador de los dos funcionarios, en voz baja.
- ¿Sí? - dijo Zaphod, golpeteando una lata repentinamente vacía contra algunos de los instrumentos más sensibles ¿Listos para el chapuzón? Vamos.
- Sr. Beeblebrox, dejemos una cosa perfectamente en claro...
- Sí, hagámoslo - dijo Zaphod -. Qué tal esto para empezar: ¿por qué no me dicen lo que hay realmente en esa nave?
- Se lo hemos dicho - dijo el funcionario -. Subproductos.
Zaphod intercambió consigo mismo una cansada mirada.
- Subproductos - dijo - ¿Subproductos de qué?
- De procesos - dijo el funcionario.
- ¿Qué procesos?
- Procesos que son perfectamente seguros.
- ¡Santa Zarquana Voostra! - exclamaron a coro ambas cabezas de Zaphod -. ¡Tan seguros que tuvieron que construir una nave que es una maldita fortaleza para llevar esos subproductos hasta el agujero negro más cercano y arrojarlos allí! Sólo que no pudo llegar porque el piloto tomó un desvío... ¿estoy en lo correcto?... para recoger algunas ¿langostas...? Está bien, el tipo era muy simpático, pero... quiero decir, bastante peculiar, esto parece un chiste, esto es un almuerzo de proporciones exageradas, esto es un inodoro aproximándose a la masa crítica, esto es... esto es... ¡un fracaso total del vocabulario!
- ¡Cállate! - gritó su cabeza derecha a su cabeza izquierda -. ¡Estamos desvariando!
Para calmarse, aferró firmemente la lata de cerveza que quedaba.
- Oigan, muchachos - prosiguió, después de un momento de paz y contemplación. Los dos funcionarios no dijeron nada.
Conversar a este nivel era algo a lo que sentían que no podían aspirar
- Sólo quiero saber - insistió Zaphod - en qué me están metiendo.

Marcó con un dedo las lecturas intermitentes que discurrían en la pantalla de la computadora. No las entendía, pero no le gustaba para nada su aspecto.
Eran todas confusas, con montones de números largos y cosas así.
- Se está rompiendo ¿verdad? - gritó -. La bodega está llena de barras aoristas radiantes epsilónicas o algo por el estilo, que freirán todo este sector del espacio durante trillones de años, y se está rompiendo. ¿Es así la historia? ¿Es eso lo que vamos a bajar a buscar? ¿Voy a salir de esa ruina con más cabezas todavía?
- No hay posibilidad de que sea una ruina, Sr. Beeblebrox - insistió el funcionario -. Le garantizo que la nave es perfectamente segura. No es posible que se rompa.
- ¿Entonces por qué están tan interesados en ir a verla?
- Nos gusta ir a ver cosas que son perfectamente seguras.
- ¡Maldiiiciooooón!
- Sr. Beeblebrox - dijo el funcionario, con paciencia -, ¿me permite recordarle que tiene usted un trabajo que hacer?
- Sí, bueno, tal vez se me fueron de repente las ganas de hacerlo. ¿Qué creen que soy, uno de esos tipos que no tienen ninguna clase de no-sé-qué morales... cómo se dice... esas cosas morales...
- ¿Escrúpulos?
- ...escrúpulos, gracias, o lo que sea ¿Y bien?
Los dos funcionarios aguardaron con calma. Tosieron suavemente para ayudarse a pasar el tiempo.
Zaphod suspiró algo así como "adónde va a llegar el mundo" para autoabsolverse de toda la culpa y se hamacó en el asiento.
- ¿Nave? - llamó.
- ¿Eh? - dijo la nave.
- Haz lo que yo hago.
La nave lo pensó durante unos milisegundos y luego, después de verificar por partida doble todos los sellos de sus escotillas reforzadas, comenzó, lenta e inexorablemente, bajo el débil resplandor de sus propias luces, a hundirse en las más hondas profundidades.

Ciento cincuenta metros.
Trescientos.
Seiscientos.
Aquí, a una presión de casi setenta atmósferas, en las heladas profundidades donde no alcanza la luz, la naturaleza guarda su imaginería más extravagante. Dos pesadillas de treinta centímetros de largo relucieron desenfrenadamente bajo la blanca luz, bostezaron, y volvieron a esfumarse en la negrura.
Setecientos cincuenta metros.
Junto a los sombríos límites de los haces de luz de la nave, cosas secretas y culpables pasaban rápidamente con sus ojos al acecho.
Gradualmente, la topografía del distante lecho oceánico que se aproximaba se iba resolviendo con cada vez más claridad en las pantallas de las computadoras, hasta que por fin pudo adivinarse una forma separada que se distinguía de lo que la rodeaba.
Era como una enorme fortaleza cilíndrica torcida, que a partir de la mitad de su longitud se ensanchaba notablemente a fin de alojar el pesado ultrablindaje con el que estaban revestidas las cruciales bodegas de carga, cuyos constructores habían supuesto que convertían a esta nave en la más segura e inexpugnable jamás construida. Antes del lanzamiento, el material estructural de ese sector había sido apaleado, golpeado, barrenado y sujeto a todos los ataques que sus constructores sabían que podía soportar, con el objeto de demostrar que podía soportarlos.
En tenso silencio de la cabina de mando se agudizó de modo perceptible cuando quedó claro que era ese sector el que se había partido bastante prolijamente en dos.
- En realidad es perfectamente segura - dijo uno de los funcionarios -, está construida de modo tal que si la nave se rompe, no hay ninguna posibilidad de que las bodegas de carga se fisuren.

Mil ciento sesenta y cinco metros.
Cuatro Trajes Inteligentes Alta-Pres-A salieron lentamente por la escotilla abierta de la nave de salvataje y nadaron a través la cortina de luces hacia la monstruosa figura que se destacaba oscuramente contra la noche marina. Se movían con una especie de gracia torpe casi cercana a la ingravidez, aunque oprimidos por un mundo de agua. Con la cabeza de la derecha, Zaphod escudriñó las negras inmensidades que tenía encima y, por un momento, su mente emitió un silencioso rugido de horror.
Echó un vistazo a su izquierda y se alivió al ver que su otra cabeza estaba entretenida observando sin interés en el video del casco los pronósticos meteorológicos brockianos de UltraCricket. Algo detrás de él, hacia la izquierda, iban los dos funcionarios de la Administración de Seguridad y reaseguro Civil; algo delante de él, hacia la derecha, iba el traje vacío, llevando sus implementos y controlando el camino.
Pasaron por la enorme hendedura de la rota espalda de la Nave Bunker Billón de Años e iluminaron el interior con sus linternas. Maquinaria mutilada, entre escotillas de sesenta centímetros de espesor destrozadas y retorcidas. Ahora vivía allí una familia de grandes y transparentes anguilas que parecían gustar del sitio.
El traje vacío los precedió a o largo del lóbrego y gigantesco casco de la nave, probando las compuertas estancas. La tercera que revisó se abrió con dificultad. Se apiñaron en el interior y esperaron durante largos minutos mientras los mecanismos de bombeo se encargaban de la espantosa presión ejercida por el océano y la reemplazaban lentamente con una presión igualmente espantosa de aire y gases inertes. Finalmente, la puerta interior se abrió y tuvieron acceso a un oscuro sector de bodegas exteriores de la Nave Bunker Billón de Años. Tuvieron que pasar varias puertas Titan-O-Hold de alta seguridad más, las cuales fueron abiertas una a una por los funcionarios, con una variedad de llaves quark. Muy pronto estuvieron tan metidos dentro de los poderosos campos de seguridad que la recepción de los pronósticos de Ultra-Cricket comenzó a debilitarse y Zaphod tuvo que cambiar a una de las videoestaciones de rock, ya que no existía sitio al que éstas no pudieran llegar.
Se abrió la puerta final y emergieron en un gran espacio sepulcral. Zaphod apuntó la linterna hacia la pared opuesta e iluminó de lleno un rostro de ojos enloquecidos que gritaba.
El propio Zaphod lanzó un grito en quinta disminuida, se le cayó la linterna y se sentó pesadamente en el piso, o más bien en un cuerpo, que había estado allí tirado por unos seis meses sin ser perturbado y que reaccionó al hecho de que se le sentaran encima explotando con gran violencia. Zaphod se preguntó qué hacer al respecto, y luego de un breve pero turbulento debate decidió que lo más indicado sería desmayarse.
Reaccionó unos minutos después y fingió no saber quién era, dónde estaba o cómo había llegado allí, pero no pudo convencer a nadie. Después fingió que su memoria volvía de golpe y que la impresión causada le provocaba otro desmayo pero, muy a su pesar, el traje -por el que estaba comenzando a sentir un serio rechazo- lo ayudó a ponerse de pie, forzándolo a hacerse cargo del entorno.
El entorno estaba iluminado con luz leve y enfermiza, y era desagradable en varios aspectos, el más obvio de los cuales era la colorida distribución de partes del fallecido y lamentado Oficial de navegación de la nave en los pisos, paredes y techo, y muy especialmente en la mitad inferior de su traje, el de Zaphod. El efecto era tan pasmosamente asqueroso que no volveremos a referirnos a él en ninguna parte de esta narración... salvo para dejar sentado que obligó a Zaphod a vomitar dentro del traje, el cual, consecuentemente, se quitó e intercambió, luego de realizar las modificaciones correspondientes en el alojamiento de la cabeza, con el traje vacío. Por desgracia, el hedor del aire fétido de la nave, seguido por el panorama de su propio traje, que caminaba por ahí envuelto en intestinos en putrefacción, fue suficiente para hacerlo vomitar también en el otro traje, problema con el cual él y el traje tendrían que aprender a convivir.
Listo. Eso es todo. No hay más asquerosidades.
Por lo menos, no hay más de esa asquerosidad en particular.
El dueño del rostro que gritaba ahora se había calmado ligeramente y estaba balbuceando incoherencias dentro de un tanque con líquido amarillo: un tanque de suspensión de emergencia.
- Fue una locura - balbuceaba - , ¡una locura! Le dije que podíamos probar la langosta al volver, pero él estaba enloquecido. ¡Obsesionado! ¿Ustedes alguna vez se ponen así por las langostas? Porque yo no. Me parecen demasiado gomosas y resbaladizas para comer, y su sabor no es gran cosa, es decir, ¿tienen sabor? Prefiero infinitamente las ostras, y así se lo dije. ¡Oh, Zarquon, se lo dije!
Zaphod contemplaba esta extraordinaria aparición que se agitaba en su tanque. El sujeto tenía adosados toda clase de tubos de supervivencia y su voz salía por unos parlantes que provocaban ecos demenciales en toda la nave, retornando, fantasmales, desde profundos y distantes corredores.
- Ahí fue donde estuve mal - gritó el loco -. Dije realmente que prefería las ostras y él dijo que era porque nunca había probado una langosta en serio, como las que comían en el sitio de donde venían sus antepasados, que era aquí, y que me lo demostraría. Dijo que no había problema, dijo que por la langosta de aquí valía la pena todo el viaje, y ni qué hablar del pequeño desvío que tomaríamos para llegar aquí, y juró que podía controlar la nave en la atmósfera, pero fue una locura,
- ¡Una locura! - gritó, e hizo una pausa, moviendo los ojos de un lado a otro, como si la palabra hubiera despertado algo en su mente -. ¡La nave quedó fuera de control! Yo no podía creer lo que estábamos haciendo, nada más que para demostrar una afirmación sobre la langosta, que realmente es un alimento tan sobrestimado. Lamento mencionar tanto a la langosta. Trataré de evitarlo por un minuto, pero he estado tanto tiempo solo con mis pensamientos estos meses en el tanque... ¿pueden imaginarse lo que es encontrarse encerrado en una nave con los mismos tipos durante meses, comiendo basura mientras un sujeto habla todo el tiempo solamente de langostas, y luego pasarse seis meses flotando en un tanque, pensando en ello? Prometo que trataré de no hablar de langostas, en serio.
- Langostas, langostas, langostas... ¡basta! Creo que soy el único sobreviviente. Soy el único que logró llegar a un tanque de emergencia antes de caer. Envié una señal de auxilio y luego nos estrellamos. Es un desastre, ¿verdad? Un desastre total, y todo porque al tipo le gustaban las langostas. ¿Tiene sentido lo que estoy diciendo? Me resulta difícil darme cuenta.
Los miró, suplicante, y su mente pareció bajar lentamente a tierra firme como una hoja que cae. Pestañeó y los miró con expresión rara, como un mono estudiando un pez extraño. Toqueteó con curiosidad el cristal del tanque con sus dedos arrugados.
Unas pequeñas y espesas burbujas amarillas se escaparon por su nariz y su boca, quedaron brevemente atrapadas en el estropajo de sus cabellos y luego continuaron su errática marcha hacia
arriba.
- Oh Zarquon, oh cielos - murmuró patéticamente para sí -. Me han encontrado. Me han rescatado...
- Bueno - dijo uno de los funcionarios rápidamente -, lo han encontrado, por lo menos.- Se dirigió hacia la computadora central que estaba en el medio de la cámara y comenzó a revisar rápidamente los circuitos de monitoreo principales de la nave buscando informes de averías -. Las bodegas de las barras aoristas están intactas - dijo.
- Santo cubil del dingo - gruñó Zaphod -, ¡hay barras aoristas a bordo...!
Las barras aoristas eran dispositivos empleados en una forma de producción de energía que ahora había sido felizmente abandonada. Cuando la búsqueda de nuevas fuentes de energía había llegado a un punto especialmente frenético, un brillante joven de pronto había localizado el único lugar que jamás había agotado sus disponibilidades energéticas: el pasado. Y esa misma noche, con el repentino golpe de sangre a la cabeza que tienden a inducir tales ideas repentinas, había inventado un método de explotación, y en el lapso de un año enormes trechos del pasado ya estaban siendo drenados de toda su energía, sencillamente agotándose. Los que declamaron que había que dejar al pasado intacto fueron acusados de incurrir en una forma de sentimentalismo extremadamente onerosa. El pasado proporcionaba una fuente de energía muy barata, abundante y limpia; siempre se podían montar algunas Reservas Naturales del Pasado, si alguien quería pagar por mantenerlas; en cuanto al reclamo de que drenar el pasado empobrecía el presente, bueno, tal vez así era, pero los efectos eran imposibles de medir y uno tenía que mantener el sentido de las proporciones.
Recién cuando se advirtió que el presente realmente estaba empobreciéndose y que la razón de esto era que los bastardos del futuro -holgazanes ladrones y egoístas- estaban haciendo exactamente lo mismo, todo el mundo se dio cuenta de que todas y cada una de las barras aoristas, y el terrible secreto de cómo se construían, debían ser completamente destruidas para siempre. Todos adujeron que era por el bien de sus abuelos y nietos, pero, desde luego, era por el bien de los nietos de sus abuelos y de los abuelos de sus nietos.
El funcionario de la Administración de Seguridad y Reaseguro Civil se encogió de hombros des preocupadamente.
- Son perfectamente seguras - dijo. Miró a Zaphod y de pronto dijo, con una franqueza poco característica -: Hay cosas peores que esas a bordo. O por lo menos - agregó, golpeteando una de las pantallas de la computadora -, espero que estén a bordo.
El otro funcionario lo atacó duramente.
- ¿Qué diablos piensas que estás diciendo? - le espetó.
El primero volvió a alzar los hombros. Dijo: - No importa. Que diga lo que quiera. Nadie le creería. Esa es la razón por la que escogimos usarlo a él en vez de hacer algo oficial, ¿verdad?
Cuanto más descabellada sea la historia que cuente, más parecerá que él es sólo un bohemio aventurero que está inventándola. Hasta puede contar que nosotros dijimos esto, y quedará como un paranoico. - Sonrió amablemente a Zaphod, que estaba hirviendo en su asqueroso traje -. Puede acompañarnos - le dijo - si lo desea.

- ¿Lo ve? - dijo el funcionario, examinando los sellos exteriores de ultra-titanio de la bodega de las barras aoristas -. Perfectamente a salvo, perfectamente seguro.
Dijo lo mismo al pasar por las bodegas que contenían armas químicas tan poderosas que una cucharadita podía infectar fatalmente todo un planeta.
Dijo lo mismo al pasar por las bodegas que contenían compuestos zeda- activos tan poderosos que una cucharadita podía volar todo un planeta.
Dijo lo mismo al pasar por las bodegas que contenían compuestos theta- activos tan poderosos que una cucharadita podía irradiar a todo un planeta.
- Me alegro de no ser un planeta - masculló Zaphod.
- No tiene nada que temer - aseguró el funcionario de la Administración de Seguridad y Reaseguro Civil -, los planetas son muy seguros. Siempre y cuando... - agregó, y luego hizo una pausa. Estaban aproximándose a la bodega más cercana al punto en que la espalda de la Nave Bunker Billón de Años estaba quebrada. Aquí el corredor estaba retorcido y deformado, y el piso tenía parches húmedos y pegajosos -. Ajá - dijo -. Ajá y doble ajá.
- ¿Qué hay en esta bodega? - exigió Zaphod.
- Subproductos - dijo el funcionario, cerrándose otra vez.
- ¿Subproductos... - insistió Zaphod con calma - de qué?
Ninguno de los funcionarios le contestó. En lugar de ello, examinaron la puerta de la bodega con mucho cuidado y vieron que sus sellos habían sido retorcidos y arrancados por la misma fuerza que había deformado todo el corredor. Uno de ellos tocó ligeramente la puerta. Se abrió de par en par con el contacto. Adentro estaba oscuro, con apenas un par de débiles luces amarillas al fondo.
- ¿De qué? - siseó Zaphod.
El funcionario líder miró al otro.
- Hay una cápsula de escape - dijo - que la tripulación debía usar para abandonar la nave antes de echarla en el agujero negro - dijo -. Creo que sería bueno saber que todavía está allí. - El otro funcionario asintió y se alejó sin decir palabra.
Con un ademán, el primer oficial indicó a Zaphod que entrara. Las grandes y débiles luces amarillas fosforecían a unos seis metros de distancia.
- El motivo - dijo, en voz baja - por el cual todas las cosas que hay en esta nave son, sigo manteniéndolo, seguras, es que realmente nadie está lo bastante loco para usarlas. Nadie. Al menos, nadie que estuviera así de loco podría jamás tener acceso a ellas. Cualquiera que sea tan loco o tan peligroso hace sonar alarmas muy profundas. La gente puede ser estúpida, pero no es tan estúpida.
- Subproductos - volvió a sisear Zaphod, y tenía que sisear para que no se oyera el temblor
de su voz- de qué.
- Eh... Gente Diseñada.
"Se le otorgó a la Corporación Cibernética Sirio un enorme fondo de investigaciones para diseñar y producir personalidades sintéticas por encargo. Los resultados fueron uniformemente desastrosos. Toda la "gente" y las "personalidades" resultaron ser amalgamas de ciertas características que sencillamente no podían coexistir en formas de vida de ocurrencia natural. La mayoría eran unos pobres y patéticos inadaptados, pero algunos eran profundísimamente peligrosos. Peligrosos porque no hacían sonar la alarma en las demás personas. Podían atravesar situaciones igual que los fantasmas atraviesan paredes, porque nadie detectaba el peligro.
"Los más peligrosos de todos eran tres idénticos... los pusieron en esta bodega, para ser lanzados, junto con la nave, fuera de este universo. No son malvados, en realidad son bastante sencillos y encantadores.
Pero son las criaturas más peligrosas que alguna vez hayan vivido, porque no hay nada que no hagan si se les permite, ni nada que no pueda permitírseles hacer...
Zaphod miró las débiles luces, las dos débiles luces amarillas. Cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la iluminación, vio que las dos luces enmarcaban un tercer espacio donde había algo roto. Unas manchas húmedas y pegajosas relucían opacamente en el suelo.
Zaphod y el funcionario caminaron con cautela hacia las luces. En ese momento, estallaron cuatro palabras del otro funcionario en sus comunicadores del casco.
- La cápsula no está - dijo sucintamente.
- Rastréala - respondió de inmediato el compañero de Zaphod -. Averigua con exactitud dónde ha ido. ¡Debemos saber dónde ha ido!
Zaphod abrió una enorme puerta deslizante de vidrio esmerilado. Detrás de ésta había un tanque lleno de líquido amarillo, y flotando dentro había un hombre, un hombre de apariencia amable, con muchas marcas de sonrisa en la cara. Parecía estar flotando con bastante resignación y sonriendo para sus adentros.
Otro sucinto mensaje llegó de pronto por el comunicador del casco. El planeta hacia el cual se había encaminado la cápsula de escape ya había sido identificado. Estaba en el Sector Galáctico ZZ9 Plural Z Alfa.
El hombre de apariencia amable del tanque parecía estar murmurando suavemente para sí, igual que lo había hecho el copiloto del otro tanque. Unas burbujitas amarillas adornaron como abalorios los labios del hombre. Zaphod encontró un pequeño parlante junto al tanque y lo encendió. Oyó que el hombre balbuceaba suavemente acerca de una brillante ciudad sobre una colina.
También oyó que el funcionario de la Administración de Seguridad y Reaseguro Civil impartía instrucciones para que el planeta ZZ9 Plural Z Alfa fuera puesto en condiciones "perfectamente seguras".
_
FIN
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Harry Harrison - RATAS ESPACIALES DEL CCC



Eso es, compadre, acerca un taburete, sí, ese mismo. Echa a Phrnnx en el suelo para que la duerma, hasta que se le pase. Ya sabes que los Krddls no aguantan la bebida, y mucho menos si beben flnnx, y encima fuman esa endemoniada hierba krmml. Bueno, deja que te sirva un trago de flnnx. Ay, siento haberte mojado la manga. Cuando se seque puedes rascarlo con un cuchillo. A tu salud y por que tus propulsores no te fallen cuando las hordas kpnnz te persigan.
No, lo siento, pero nunca había oído tu nombre hasta ahora. Demasiados hombres buenos vienen y se van, y los mejores son los que mueren antes, por desgracia. ¿Yo? No, nunca has oído hablar de mí, tampoco. Llámame sencillamente Viejo Sarge, es un nombre tan bueno como otro cualquiera. Hay hombres buenos, como te digo, y el mejor de todos ellos era... bueno, le llamaremos el Caballero Jax. También tenía otro nombre, pero hay una jovencita esperando en un planeta que podría nombrar, una jovencita que espera y contempla las estelas hirvientes de las astronaves, cuando llegan, porque está esperando a un hombre. Así que en honor a ella le llamaremos el Caballero Jax; a él también le gustaría este nombre, estoy seguro. Aunque la jovencita debe de estar ya canosa, o tal vez calva y medio artrítica de tanto esperar, allí sentada; pero esto es otra historia y no me corresponde a mí contarla. Por Orión que no me corresponde contarla. Bueno, sírvete tú mismo. Un buen trago, anda. Ya sé que es normal que los buenos flnnx exhalen humo verde, pero será mejor que cierres los ojos cuando bebas, si no quieres quedarte ciego en una semana, ja, ja, por el sagrado nombre del profeta Mrddll
Claro que sé lo que estás pensando. Lo que estás pensando es qué demonios hace una vieja rata como yo en un agujero como éste, aquí, al final de la galaxia, donde las estrellas marginales parpadean descoloridas y los fotones cansados viajan lentamente. Pues voy a decírtelo. Lo que estoy haciendo es emborracharme más, si cabe, que un planizzian pfrdffl, eso es lo que hago. Se dice que bebiendo se olvidan las cosas y por el Cisne que yo tengo un montón de cosas de las que no quiero acordarme. Estás mirando las cicatrices que tengo en las manos. Pues cada una de estas cicatrices es una historia completa, compadre, lo mismo que las que tengo en la espalda y en... bueno, ésa es una historia diferente. Voy a contarte algo; algo que es totalmente cierto, por el nombre sagrado de Mrddl, aunque tal vez cambie un nombre o dos, ya sabes, a causa de esa jovencita que espera.
¿Has oído alguna vez hablar del CCC? Ya veo, por como abres los ojos y por como palidece el bronceado espacial de tu piel, que sí que has oído hablar de ello. Pues para que lo sepas, tu seguro servidor aquí presente, el Viejo Sarge, fue una de las primeras ratas espaciales del CCC, y mi compadre entonces era el hombre al que llaman el Caballero Jax. Que el Gran Kramddl maldiga su nombre y borre la memoria de aquel primer día negro en que le vieron mis ojos...

- ¡Atención! ¡Firmes!
La voz del sargento restalló como un latigazo en los oídos expectantes de los cadetes matemáticamente alineados en filas sucesivas. Bajo el impacto de aquel latigazo acústico, clarín de la fatalidad, ciento tres pares de botas relucientes chocaron los talones con un solo golpe seco y los ochenta y siete cadetes quedaron en posición de firmes, tan rígidos como si fuesen de acero. (Habría que explicar ahora que algunos de ellos procedían de otros mundos y por eso tenían un número diferente de piernas y otras cosas.) No se oía respirar a nadie, ni se podía percibir el menor parpadeo mientras el coronel Von Thorax echó a andar por delante de las filas, examinándolos de arriba abajo, clavando en ellos su ojo de cristal desde detrás de su monóculo. Llevaba su pelo gris, duro como el alambre, cortado a cepillo, un uniforme negro, impecable, de tejido suave, y los dedos de acero de su brazo izquierdo ortopédico sostenían un cigarrillo de hierba krmml. La mano derecha, ortopédica como el brazo que la sostenía, se levantaba rítmicamente en rígido saludo hasta el borde de su gorra de visera con un movimiento perfecto, mientras de sus pulmones artificiales, que ronroneaban tenuemente, brotaba la energía necesaria para modular la voz estentóreo con que daba sus órdenes.
- ¡Descanso! Ahora escuchadme bien. Vosotros sois el grupo de hombres, y de cosas, naturalmente, que han sido escogidas entre los mundos civilizados de la galaxia. Para el primer año de entrenamiento fueron admitidos seis millones cuarenta y tres cadetes, la mayor parte de los cuales han ido causando baja de una forma u otra. Muy pocos alcanzaban el nivel exigido. Algunos fueron fusilados por maleantes, después que tuvimos que expulsarlos. Otros creían en toda esa demagogia liberaloide con que el comunismo se disfraza de tintes rosados para proclamar que la guerra y la matanza no son necesarios, y también hubo que expulsarlos y fusilarlos. A lo largo de los años se fue eliminando a todos los blandos y sólo quedó lo más duro del Cuerpo: ¡Vosotros! ¡Los militantes de la primera promoción de graduados del CCC! Listos y a punto para llevar los beneficios de la civilización a las estrellas. ¡Preparados para descubrir al fin lo que representan y defienden las iniciales CCC!
Un enorme clamor ascendió desde la masa de gargantas; un grito ronco de entusiasmo viril que retumbó en ecos sonoros contra las paredes del estadio. A una señal dada por Von Thorax se conectó un interruptor y una gran plancha de imperviomita se deslizó a modo de techumbre sobre el espacio abierto y lo dejó completamente sellado, protegido de toda mirada curiosa y de todo posible rayo de espionaje. El rauco clamor ascendió de tono con entusiasmo alucinante, y más de un tímpano se rompió aquel día. Sin embargo, a una señal del coronel, al levantar su mano, se hizo un silencio instantáneo.
- Vosotros, militantes del CCC, no estaréis solos cuando partáis para extender las fronteras de la civilización hacia las estrellas bárbaras. ¡Oh, no! Cada uno de vosotros llevará un compañero fiel a su lado. ¡El primer hombre de la primera fila, que dé un paso al frente para encontrar a su fiel compañero!
El hombre que había sido designado dio un paso rápido hacia delante y se detuvo con un fuerte taconazo que fue respondido por el «clang» metálico de una puerta al abrirse y, sin poder evitarlo, sin premeditación, todos los ojos se volvieron simultáneamente hacia aquel punto, hacia aquella oscura entrada de la que salió...
¿Cómo describirlo? ¿Cómo describir el torbellino que os envuelve, la tormenta que os azota, el vacío que os asfixia? Aquello que salió de allí era tan indescriptible como una fuerza natural desencadenada.
Era una criatura monstruosa que mediría unos tres metros hasta la cruz de los hombros y unos cuatro hasta la enorme y fea cabezota, cuya boca babeaba entrechocando los dientes. Semejante a un ciclón avanzó la bestia sobre sus cuatro patas como pistones, con grandes pezuñas anguladas que desgarraban a su paso la dura superficie del suelo del estadio, hecho de impervitio. Un verdadero monstruo nacido de una pesadilla, que se encabritó sobre sus patas traseras al negar frente a los militantes y dejó escapar un horrísono bramido que congelaba el alma.
- ¡Aquí lo tenéis! - tronó a su vez el coronel con voz estentóreo, echando saliva salpicada de sangre por entre sus labios -. Este es vuestro fiel compañero, el mutacamel, una mutación extraordinaria conseguida a partir de la noble bestia de la Antigua Tierra. El mutacamel, símbolo y orgullo del CCC. O lo que es lo mismo, del Cuerpo de Camellos de Combate. ¡Soldados, os presento a vuestro camello!
El militante que había sido seleccionado antes dio un paso al frente y levantó la mano para saludar a la noble bestia, que rápidamente le cortó el brazo de un mordisco. Su grito de dolor se mezcló al jadeo de sus otros compañeros, que observaban la escena sin demasiado interés, mientras los guardianes del camello, protegidos por vestimenta de cuero con hebiIlas metálicas, hacían retroceder a la bestia a golpes de porra y la conducían de nuevo a su chiquero.
Un médico le puso al hombre un torniquete en su muñón ensangrentado y se lo llevó a rastras, desvanecido.
- Esta es vuestra primera lección en camellos de combate - gritó el coronel con voz hosca -. Nunca le levantéis la mano. Vuestro compañero, con su nuevo brazo ortopédico, estoy seguro, ja, ja, de que no olvidará esta lección. ¡El siguiente, y su siguiente compañero!
De nuevo el remolino de la tempestad desencadenada y aquel horrible bramido espumeante del camello de combate al iniciar su carga, a toda carrera. Esta vez el soldado no levantó el brazo. Entonces lo que hizo el camello fue cortarle la cabeza de un bocado.
- No creo que se puedan poner cabezas ortopédicas - dijo el coronel mirando maliciosamente a su formación -. Guardemos un minuto de silencio por nuestro compañero que se ha ido al gran cohete de reposo en el cielo. Bien, ya basta. ¡Atención! Luego vendréis al campo de entrenamiento de los camellos para aprender cómo tenéis que manejar a vuestros fieles compañeros. Sin olvidar nunca que todos ellos tienen una dentadura completa hecha de imperviumita, y uñas de la misma sustancia, tan afiladas corno cuchillas de afeitar. ¡Rompan filas!
Los cuarteles de los cadetes del CCC eran famosos por su carencia absoluta de coquetería, o más bien por su decorado glacial Y su falta de comodidades. Las camas eran unas simples losas de impervitium -nada de colchones blandos que pudieran reblandecer las vértebras- y las sábanas, de tejido de saco muy fino. Desde luego no había mantas; ¿qué falta hacían, con una sana temperatura constantemente mantenida a cuatro grados centígrados? El resto de la instalación correspondía al mismo criterio, de modo que fue una enorme sorpresa para los graduados encontrarse, al volver de la ceremonia y los entrenamientos, con algunas innovaciones inesperadas. Había una pantalla en cada una de las bombillas, antes desnudas, colocadas junto a las camas para leer. Y un buen almohadón suave de dos centímetros de grosor, además. Estaban recogiendo ahora los beneficios de todos aquellos años de trabajo.
Entre todos los alumnos el mejor era, con gran ventaja sobre el resto, uno llamado M. Hay ciertos secretos que no se pueden revelar, algunos nombres que son importantes para sus seres queridos y sus vecinos. Por lo tanto voy a dejar la capa del anónimo sobre la verdadera identidad de este hombre llamado M. Bastará con que le llamemos «Acero», puesto que ése era el sobrenombre que le puso alguien que le conocía muy bien. Acero tenía por aquel entonces un compañero de cuarto llamado L. Más tarde, mucho más tarde, sería conocido por algunos como «el Caballero Jax», de modo que así le nombraremos nosotros para el propósito de esta narración: Caballero Jax, o simplemente Jax. Jax venía inmediatamente después de Acero en lo que se refiere a marcas escolares y deportivas, y los dos eran muy buenos amigos. Habían sido compañeros de cuarto durante todo el último año de instrucción y ahora estaban los dos allí, con los pies en alto, saboreando el inesperado confort del nuevo mobiliario, tomando a sorbos un tazón de café descafeinado, que se llamaba Kofe, y dando hondas chupadas a los cigarrillos desnicotinizados que fabricaba la misma escuela, y que se llamaban Denikcig, de acuerdo con el nombre que les había dado el fabricante. Los estudiantes del CCC, sin embargo, les llamaban «jadeadores» o «revientapulmones».
- Échame un reventador, ¿quieres, Jax? - dijo Acero, desde su cama, donde estaba tumbado con los brazos por detrás de la cabeza, soñando despierto en lo que le esperaba, ahora que ya tendría su propio camello muy pronto -. ¡Ouh! - exclamó al sentir que el paquete de cigarrillos arrojado por su amigo le daba en un ojo. Sacó uno de aquellos cilindros blancos y delgados, lo encendió, después de darle unos ligeros golpecitos contra la pared, y luego aspiró una profunda bocanada de humo refrescante - Aún no puedo creerlo - dijo echando humo mezclado con palabras.
- Pues es cierto, por Mrddl - dijo Jax sonriente -. Somos graduados. Ahora devuélveme el paquete de jadeadores para que yo también pueda echar unas bocanadas.
Acero le arrojó el paquete, pero lo hizo con tanto entusiasmo que fue a dar contra la pared e inmediatamente se encendieron todos los cigarrillos y el paquete estalló en llamas. Un vaso de agua acabó con la conflagración, pero, mientras aún humeaba, se iluminó la pantalla de comunicación con un tenue parpadeo rojo.
- Mensaje de alta prioridad - masculló Acero, mientras apretaba el botón de conexión. Los dos jóvenes saltaron de la cama y se quedaron en rígida posición de firmes al mismo tiempo que el rostro de hierro del coronel Von Thorax cubría la superficie entera de la pantalla.
- M, L, a mi despacho a toda velocidad - las palabras caían de sus labios como si fuesen goterones de plomo fundido.
¿Qué podía significar aquello?
- ¿Qué crees que pasa? - preguntó Jax mientras los dos amigos se dejaban caer por el conducto de descenso casi con rapidez de la gravedad.
- En seguida vamos a saberlo - contestó Acero mientras se dirigían a la puerta del «viejo» y pulsaban el botón anunciador.
Activada por algún mecanismo oculto, la puerta se abrió de par en par y ambos entraron en la estancia, no sin cierta inquietud. Pero... ¿qué era aquello? No era posible. El coronel los miraba sonriendo. Sonriendo. Una expresión que nunca hasta entonces habían visto en aquel rostro de granito.
- Poneos cómodos, muchachos - dijo, indicando con un gesto de la mano dos sillas muy confortables que brotaron del suelo al apretar él un botón -. Encontraréis cigarrillos en los brazos de esas servosillas, y también vino de Valumian o cerveza Snaggian.
- ¿No Kofe? - preguntó Jax con la boca abierta, y todos se echaron a reír.
- No creo que realmente queráis tomar Kofe - susurró el coronel a través de su laringe artificial -. Bebed, muchachos, ahora sois Ratas Espaciales del CCC. Vuestra juventud queda ya atrás. Y ahora, mirad esto.
Esto era una imagen tridimensional que se materializó en el aire delante de ellos cuando el coronel apretó un botón, la imagen de una nave espacial como nunca habían visto. Era tan esbelta como un pez espada, tan fina de alas como un pájaro, tan sólida como una ballena y tan armada como un caimán.
- ¡Kolon benditos! - exclamó Acero con la boca abierta de admiración -. ¡Eso es lo que yo llamo un pedazo de cohete!
- Algunos de nosotros preferimos llamarle el Invencible - dijo el coronel, no sin un cierto toque de humor.
- ¿Esto es la nave? Algo habíamos oído...
- Muy poco podéis haber oído, porque hemos tenido envuelto y bien envuelto este bebé desde sus comienzos. Tiene los motores más poderosos que se han fabricado hasta ahora, nuevos MacPherson perfeccionados, del último modelo, manipuladores de conducción Kelly perfeccionados también hasta tal punto que no los reconoceríais y también unos propulsores Fitzroy de doble fuerza que hacen que los antiguos parezcan juguetes para niños. Y aún me reservo lo mejor para el final...
- Nada puede ser mejor que lo que ya nos ha contado - interrumpió Acero.
- ¡Eso es lo que tú crees! - exclamó el coronel, echándose a reír, no sin cierta cordialidad, pero con un tono de voz como el de una lámina de acero al rasgarse -. La mejor noticia de todas es que tú, M, vas a ser el capitán de esta nueva superastronave, con el afortunado L como jefe de máquinas. - El afortunado L se sentiría mucho más feliz de ir como capitán, en lugar de como rey de las calderas - murmuró Jax, y los otros dos se echaron a reír ante lo que consideraban un buen chiste.
- Todo está completamente automatizado - prosiguió diciendo el coronel -, de modo que basta con una tripulación de dos. Pero debo advertimos que lleva una buena cantidad de aparatos a prueba, que hay que experimentar, de manera que los que vuelen con ella tienen que ser voluntarios...
- ¡Yo me presento voluntario! - gritó Acero.
- Yo tengo que ir a los lavabos un momento - dijo Jax levantándose de su asiento. Pero volvió a sentarse en el acto al ver cómo el desintegrador saltaba automáticamente de su funda a la mano del coronel -. ¡Ja, ja! Era sólo una broma. Claro que me presento voluntario.
- Ya sabía que podía contar con vosotros, muchachos. El CCC produce hombres. Camellos también, naturalmente. De modo que esto es lo que vais a hacer. Mañana, a las 0304 horas saldréis disparados por el éter con rumbo al Cisne. En dirección a un cierto planeta.
- Déjeme que intente adivinarlo - dijo Acero hoscamente y con los dientes apretados -. No estará pensando en enviarnos al mundo lleno de larshniks de Biru-2, ¿verdad?
- Pues sí. Esa es la primera base larshnik, el centro operacional de todo tráfico de drogas y de juego, el sitio donde descargan a los esclavos blancos, la sede de las destilerías de flnnx y el refugio de las hordas piratas.
- ¡El ideal para quien le guste la acción! - dijo Acero, con una mueca.
- No creas que es una broma eso que dices - convino el coronel -. Si yo fuese más joven y tuviese unas pocas piezas menos de repuesto en mi organismo, es la clase de oportunidad que me encantaría.
- Puede ir como jefe de máquinas - sugirió Jax.
- Silencio - dijo el coronel -. Caballeros, buena suerte, porque con vosotros va el honor del CCC.
- ¿Pero no los camellos? - preguntó Acero.
- Quizá la próxima vez. Existen, bueno... algunos problemas de ajuste. Hemos perdido cuatro graduados más mientras estamos sentados aquí. Es posible incluso que tengamos que cambiar de animales. Convertir el Cuerpo en el CPC.
- ¿Con perros de combate? - preguntó Jax.
- Perros o asnos. O tal vez recentales. Pero ése es mi problema, no el vuestro. Lo que os toca a vosotros es poneros en ruta y abrir en canal a Biru-2. Estoy seguro de que podéis hacerlo.
Si los aludidos no estaban tan seguros como el coronel se lo guardaron para sí, porque de este modo es como se hacen las cosas en el Cuerpo.
Así que, cumpliendo con su deber, a la mañana siguiente se metieron en el Invencible y a las 0304 horas precisas se lanzaron al espacio. Los trepidantes motores MacPherson transmitieron quintillones de ergios de energía a los reactores de propulsión, hasta que se encontraron al fin fuera del campo de gravedad de la madre Tierra.
Jax trabajaba en los motores, echando transvestita en la boca abierta del horno hambriento, hasta que Acero le indicó desde el puente que había llegado el momento del «cambio». A partir de entonces activaron los propulsores Kelly, devoradores de espacio. Acero apretó el botón que los ponía en marcha y la enorme aeronave dio un gran salto hacia las estrellas a siete veces la velocidad de la luz.
Como los propulsores eran totalmente automáticos, Jax fue a refrescarse un poco en el aseo, mientras su ropa era lavada automáticamente en la lavadora. Luego subió al puente.
- Bueno - exclamó Acero, levantando las cejas - no sabía que tuvieras esos gustos. Vaya con tus calzoncillos a lunares...
- Es lo único que tenía limpio. La lavadora ha disuelto el resto de mi ropa.
- No te preocupes. ¡Son los larshniks de Biru-2 los que tienen que preocuparse! Entraremos en su atmósfera justo dentro de diecisiete minutos, y he estado pensando todo el tiempo en lo que vamos a hacer a partir de ese momento.
- Bien, me alegro de que alguien haya estado pensando. Yo no he tenido tiempo de respirar siquiera, y menos aún de pensar.
- No te preocupes, amigo; estamos metidos en esto juntos. Tal como yo veo la cosa, tenemos dos opciones. Irrumpir directamente con los cañones disparando, o deslizarnos con sigilo.
- Ah, ¿realmente has estado pensando?
- No te lo tomaré en cuenta porque estás cansado. Nosotros vamos bien armados, pero creo que sus baterías de tierra son aún más potentes. De modo que sugiero la segunda solución: entrar con sigilo, sin que nos descubran.
- ¿No resulta eso un poco difícil yendo como vamos en esta nave de treinta millones de toneladas?
- Normalmente, sí. Pero ¿ves este botón que dice Invisibilidad? Mientras estabas cargando el combustible me explicaron cómo funciona. Es un nuevo invento, que no se ha utilizado hasta ahora, y que nos hará invisibles e indetectables por cualquiera de sus instrumentos.
- Así ya lo veo un poco más claro. Sólo nos quedan quince minutos. Debemos de estar ya bastante cerca. Conectemos el dispositivo de invisibilidad.
- ¡No hagas eso!
- Ya está hecho. ¿Qué es lo que pasa ahora?
- No mucho. Excepto que este aparato experimental de invisibilidad no dura más que trece minutos antes de consumirse por completo.
Y por desgracia, así fue. A una altura de cien kilómetros por encima de la yerma y agrietada superficie de Biru-2, el Invencible se materializó de nuevo.
En la mínima fracción de un milisegundo el poderoso sonar espacial y el superradar del planeta se habían cerrado en torno a la aeronave invasora y las subluces enviaban sus señales secretas, en espera de una respuesta correcta para asegurarse de que el intruso era uno de los suyos.
- Enviaré una señal, para entretenerlos un poco. Estos larshniks no son excesivamente inteligentes - dijo Acero, sonriendo. Apretó el botón del micrófono y lo conectó a la frecuencia de emergencia interestelar. Luego habló con voz sorda, carraspeante -: Agente X-9 a la primera base. Hemos cruzado fuego con la patrulla, me han quemado mis libros de código, pero me cargué a todos esos hijos de perra, ja, ja. Regreso a casa con un cargamento de ochocientas mil toneladas largas de la demoníaca hierba krmml.
La respuesta larshnik fue instantánea. Las bocas abiertas de miles de cañones desintegradores vomitaron rayos abrasadores de energía que desgarraban hasta la textura del espacio. Aquellos rayos corrosivos explotaron contra las pantallas defensivas de la nave espacial, penetraron a través de la coraza del viejo Invencible, que no estaba destinado a hacerse mucho más viejo, e incendiaron las planchas de su casco. La pura materia de que estaba hecho no era capaz de resistir la fuerza destructiva, consumidora, que nacía de las mismas entrañas del planeta y era vomitada por sus cañones contra el invasor. Así que las paredes impenetrables de la nave, hechas de imperialita, se vaporizaron instantáneamente y se convirtieron en gas muy fino, que a su vez se descompuso en los meros electrones y protones (y neutrones también) de que estaba compuesto.
La carne y la sangre no podían resistir tampoco tales fuerzas. Pero en los pocos segundos que tardó la nave en volatilizarse los dos valientes astronautas se habían lanzado ya al espacio dentro de sus corazas especiales. ¡Bien a tiempo! Los restos de lo que momentos antes había sido la poderosa astronave chocaron contra la atmósfera y segundos más tarde contra el suelo venenoso de Biru-2. Para un observador casual aquello era el fin. La poderosa astronave no volaría ya más, puesto que no quedaba de ella sino un montón confuso de restos humeantes, doscientas toneladas de chatarra retorcida, sin el menor signo de vida para los reptadores de superficie que salieron de una escotilla cercana, disimulada en la roca, y se arrastraron hasta los restos ardientes, detectando en todas direcciones con sus sensores activados al máximo.
«¡Informen!», transmitió la emisora de radio. «Sin señal de vida hasta quince decimales», respondió el maldiciente operador de los rastreadores, antes de indicarles que regresaran a su base. Sus patitas metálicas resonaron chirrientes contra la superficie desnuda del suelo y luego desaparecieron. Lo único que quedó allí fueron los restos aún humeantes de la astronave, siscando bajo la lluvia venenosa que caía como llanto sobre el metal caliente.
¿Habían muerto los dos amigos? Pensé que no ibas a preguntármelo nunca. Pues no, no habían muerto. Una milésima de segundo antes de que se estrellase la nave, dos armaduras espaciales casi indestructibles habían sido proyectadas en el vacío por el eyector con muelles de estilita, que los envió volando hacia el lejano horizonte, donde descendieron, sin ser detectados por los técnicos larshnik, tras un espolón de roca. Por pura casualidad este espolón de roca era el que disimulaba la escotilla por la que habían salido los rastreadores con sus aparatos de detección para su inútil búsqueda, y a la que habían vuelto siguiendo las órdenes de su maldiciente operador de radio, el cual, entontecido con la demoníaca hierba krmml, no percibió la ligerísima vibración de la aguja del detector cuando los rastreadores volvieron a su refugio bajo tierra, trayendo con ellos un nuevo cargamento que no llevaban cuando salieron.
- ¡Lo hemos conseguidos! ¡Estamos dentro de sus defensas! - se regocijó Acero -. Y no gracias a ti precisamente, pulsando aquel maldito botón de invisibilidad...
- ¿Cómo iba yo a saber...? - protestó Jax -. De todas formas, ya no podemos contar con la astronave, pero podemos contar con el elemento sorpresa. Ellos no saben que nosotros estamos aquí, pero nosotros sí sabemos que están ellos.
- Muy bien pensado. Sssh... - dijo Acero -. No te muevas. Estamos llegando a algo.
Los rastreadores habían entrado en una inmensa cámara, tallada en la roca, y que estaba llena de poderosas máquinas de guerra.
Lo único humano allí, si es que podía llamársele humano, era el operador de radio, cuyos dedos sucios intentaron apretar el control de los cañones tan pronto como percibió la presencia de los intrusos. Pero no tuvo tiempo. Los rayos de dos desintegradores hicieron diana en su cuerpo, y en una milésima de segundo no era más que un montón de carne carbonizada sobre su asiento. La justicia del Cuerpo estaba por fin llegando a la guarida larshnik.
Justicia era, impersonal y abstracta, imparcial y destructora, porque en aquella guarida no había «inocentes». Los rayos implacables de la venganza civilizada iban barriendo todo lo que se les ponía por delante, mientras los dos compañeros avanzaban por los corredores de la infamia disparando sus mortíferos cañones.
- Este es el Número Uno - dijo Acero, con una mueca, cuando llegaron frente a una inmensa puerta de impervialita contrachapado de oro ante la que se apiñaba una escuadra suicida, que realmente cometió suicidio bajo el fuego implacable de los dos amigos. La última resistencia débil, que no fue mucha, quedó pronto aniquilada y reducida a humo entre el estruendo de aquella lluvia de fuego. Los dos hombres penetraron triunfantes en el último reducto, el reducto central, manejado ahora por una sola figura de pie ante el panel de controles. La figura de Superlátigo en persona, cabeza secreta de todo el imperio del delito interestelar.
- Ha llegado tu hora - dijo, torva, la voz de Acero, al tiempo que encajonaba con su arma aquella figura vestida con su túnica negra y su opaco casco espacial -. Quítate el casco o mueres en un segundo.
La única respuesta fue un rugido acongojado de rabia impotente, y durante unos instantes las manos de la figura temblaron sobre los mandos de los cañones. Luego alzó los brazos lentamente, llevó las manos al casco y empezó a darle vueltas para quitárselo, levantándolo despacio...
- ¡Por el sagrado nombre del profeta Mrddl! clamaron los dos amigos al unísono, sin poder contenerse al ver lo que estaban viendo.
- Sí, ahora ya lo sabéis - dijo Superlátigo entre sus dientes apretados -. Pero, ja, ja, estoy seguro de que nunca lo sospechasteis siquiera.
- ¡Usted! - exclamó Acero, rompiendo por fin el helado silencio que les había dejado mudos un instante -. ¡Usted! ¡Usted! ¡USTED!
- Sí, yo mismo, el coronel Von Thorax, comandante del CCC. Nunca sospechasteis de mí, y yo, ¡cómo me reía de vosotros mientras tanto!
- Pero... - exclamó Jax -. ¿Por qué?
- ¿Por qué? La respuesta es obvia para cualquiera que no sea un puerco democrático interestelar, como lo sois vosotros. Lo único que los larshniks podían temer era algo del tipo del CCC, una fuerza que no se inclinase nunca ante ningún soborno exterior ni ante ninguna sedición interna, una fuerza ennoblecida por su fe en la causa del deber. Tipos como vosotros podíais habernos dado muchos problemas. Por eso, precisamente, nosotros fundamos el CCC y durante largo tiempo yo he sido el jefe de ambas organizaciones. Nuestros reclutas nos aportan lo mejor que los planetas civilizados pueden ofrecer, y ya me ocupo yo de que sean brutalizados, moralmente destruidos, agotados físicamente y sus espíritus aplastados para que de allí en adelante no representen ningún peligro. Naturalmente, algunos llegan hasta el fin, a pesar de que yo me esfuerce en hacerlo repugnante. Cada generación tiene su porcentaje inevitable de supermasoquistas. Pero ya me ocupo yo de que sean eliminados rápidamente, por un sistema o por otro.
- ¿Como la de enviarles en misiones suicidas, por ejemplo? - preguntó Acero con ironía.
- Es una buena manera.
- Una misión como ésta a la que nos envió usted. ¡Pero no dio resultado! ¡Ahora ya puedes ir diciendo tus oraciones, cochino larshnik, porque estás a punto de ir a encontrarte con tu creador!
- Mi creador? ¿Oraciones? ¿Habéis perdido la cabeza? Todos los larshniks somos ateos hasta el fin...
Y así llegó el fin, entre una ardiente nube de vapor. La muerte con aquellas palabras heréticas todavía en sus labios. No merecía otra cosa.
- Y ahora, ¿qué? - preguntó Acero.
- Ahora, esto - respondió Jax, disparando el arma que llevaba al brazo y dejándole inmovilizado bajo los efectos del rayo paralizador -. Ya no va a ser el segundo puesto para mí, contigo en el puente y yo en la cámara de calderas. De ahora en adelante soy yo quien lleva la batuta.
- ¡Estás loco! - susurró apenas Acero.
- Al contrario, estoy muy cuerdo, por primera vez en mi vida. El Superlátigo ha muerto. Viva el nuevo Superlátigo. Es mía, la galaxia entera es mía.
- ¿Y qué ocurre conmigo?
- Debería matarte, pero sería demasiado fácil. Y además, compartiste tus barras de chocolate conmigo. Será a ti a quien culpen de toda esta catástrofe. De la muerte del coronel Von Thorax y de todo lo demás que ha ocurrido aquí en la primera base. Todos se volverán contra ti, y te verás convertido en un paría que tiene que escapar, para salvar la vida, a las más remotas avanzadillas de la galaxia, donde vivirás por siempre en el terror.
- ¡Acuérdate de las barras de chocolate!
- Ya me acuerdo. Las únicas que me tocaron eran las que estaban rancias. Ahora... ¡Vete!
¿Aún quieres saber mi nombre? El que te di, de Viejo Sarge, es suficiente. ¿Mi historia? Sería demasiado para tus tiernos oídos, muchachito. Llena los vasos otra vez, así, y brinda conmigo. Es lo menos que puedes hacer por un pobre viejo que ha visto ya mucho en su vida. Un brindis de mala suerte, que sería mejor decir: el Gran aniquilamiento,
Krammdl maldiga para siempre al hombre que algunos conocieron como el Caballero Jax. ¿Qué si tengo hambre? Yo no... ¡no! ¡Una barra de chocolate, no!

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FIN

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Clive Jackson - LOS ESPADACHINES DE VARNIS




Las lunas gemelas iluminaban cavilosamente los sedientos suelos rojos de Marte y las ruinas de la ciudad de Khua-Loanis. Los vientos de la noche susurraban alrededor de los frágiles chapiteles y murmuraban en las caladas celosías de las ventanas de los templos vacíos, y el polvo rojo la convertía en una ciudad de cobre.
Era cerca de medianoche cuando un lejano tronar de cascos veloces llegó a la ciudad, y pronto los jinetes entraron estruendosamente por los antiquísimos portillos. Tharn, Señor Guerrero de Loanis, al aventajar a sus perseguidores en veinte varas escasas se dio cuenta, fatigosamente, que su delantera mermaba, con cruel espuela acicateó el costado de su Vorklo hexápodo. La fiel bestia dio un apagado relincho de dolor, tratando, infructuosamente, de obedecer.
Delante de Tharn, en la gran montura doble, iba sentada Lehni-tal-Loanis, Dama Real de Marte, que cabalgaba en el desmañado animal con suave garbo, inclinándose sobre su cuello estirado para murmurar rápidas palabras de aliento en sus achatadas orejas. Entonces se recostó contra el pecho de Tharn, cubierto con cota de malla, volviendo su bello rostro al suyo; lo tenía coloreado de un vivo carmín por la excitación de la briosa persecución y sus ojos ambarinos brillaban encendidos de amor hacia su extraño héroe, venido más allá del tiempo y del espacio.
- Aún ganaremos esta carrera Tharn mío - dijo a viva voz - Allende ese arco queda el Templo del Vapor Viviente y una vez allí podremos desafiar a las hordas de Varnis.
Acariciando con la vista su señera belleza, las suaves curvas del cuello, pechos y piernas que el viento dejaba al descubierto batiendo su breve vestimenta. Tharn sabía que aún cuando los Espadachines de Varnis pudieran arrebatarle la vida a él su extraña odisea no habría sido vivida en balde
Pero la joven había medido la distancia con certeza, no bien Tharn frenó su relinchante Vorklo, que resbalaba y se encabritaba ante las gigantes puertas del Templo los Espadachines alcanzaron el arco exterior, donde se apiñaron en una maldiciente mole. En breves momentos pudieron separarse y ahora venían cruzando el atrio a viva carrera, pero la demora había bastado para que Tharn pudiera desmontar y situarse en posición de combate frente a uno de los grandes vanos. Sabía que de poderlo defender durante unos instantes, hasta que Lehni-tal-Loanis lograra abrir la puerta, suyo sería entonces el secreto del Vapor Viviente, y con él, el dominio de todas las tierras de Loanis.
Primero trataron los Espadachines de echarles sus cabalgaduras encima, pero tan estrecho y profundo era el vano que Tharn solo tuvo que embestir hacia arriba con la punta de la espada y dar un salto hacia atrás, y la primera bestia caía muerta de una certera estocada que le atravesó el cuello de parte a parte. Su jinete había quedado aturdido por la caída, y saltando Tharn alcanzó el flanco del animal muerto y sin piedad decapitó al infortunado Espadachín. Aún quedaban con vida diez de sus enemigos, y ahora se le abalanzaban encima a pie, pero lo estrecho del vano solo les permitía atacar de cuatro en fila y la posición elevada de Tharn sobre la enorme carroña le daba la ventaja que necesitaba. En sus venas ardía el fuego de la pelea; se les reía en la cara a mandíbula batiente y su enrojecida espada tenía gélidas filigranas de muerte que ninguno de los Espadachines osaba enfrentar.
Lehni-tal-Loanis, pasando sus dedos hábiles sobre el corrompido bronce de la puerta, dio con la cerradura radioactiva e insertó el irisado y fulgurante anillo que llevaba en su pulgar. Con un pequeño sollozo de alivió oyó como empezaban a accionarse los ocultos resortes de seguridad.
El vetusto mecanismo iba abriendo la puerta con desesperante lentitud, pero pronto oyó Tharn la cristalina voz de la joven por encima del estrépito de las espadas entrechocantes.
- Adentro Tharn mío. ¡Ya es nuestro el secreto del vapor viviente!
Mas Tharn, con cuatro de sus enemigos muertos y siete aún por despachar, no podía batirse en retirada de su posición encima del Vorklo muerto sin correr el riesgo de ser reducido a la impotencia por el filo de la espada y Lehni-tal-Loanis, percatada de su dilema, de un salto se puso a su lado desenvainando su propio espadín, al tiempo que exclamaba:
- ¡Ay amor mío! ¡Yo seré tu brazo izquierdo!
Ahora sintieron los Espadachines de Varnis como los dedos fríos de la derrota les apretaban el corazón: dos, tres, cuatro mas de ellos vieron su sangre mezclarse con el polvo rojo del atrio, al tiempo que Tharn y su aguerrida princesa esgrimían sus fieras espadas en perfecto acorde.
Ya parecía que nada podría impedirles apoderarse del misterioso secreto del Vapor Viviente, pero no había contado con la pérfida traición de uno de los Espadachines sobrevivientes. Este dio un salto hacia atrás, retirándose de la refriega, y bruscamente arrojó su espada al suelo.
- ¡Al carajo! - gruñó, y sacando de su funda una pistola protónica, de un preciso disparo de sus rayos energéticos, hizo volar en pedazos a Lehni-tal-Loanis y a su amado Señor Guerrero venido desde más allá del tiempo y del espacio.

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FIN
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Frederic Brown - UN REGALO DE LA TIERRA



Dhar Ry meditaba a solas, sentado en su habitación.
Desde el exterior le llegó una onda de pensamiento equivalente a una llamada. Dirigió una simple mirada a la puerta y la hizo abrirse.
- Entra, amigo mío - dijo - Podría haberle hecho esta invitación por telepatía, pero, estando a solas, las palabras resultaban mas afectuosas.
Ejon Khee entro.
- Estas levantado todavía y es tarde.
- Si, Khee, dentro de una hora debe aterrizar el cohete de la Tierra y deseo verlo.
Ya se que aterrizara a unas mil millas de distancia, si los cálculos terrestres son correctos. Pero aún cuando fuese dos veces mas lejos, el resplandor de la explosión atómica seguir siendo visible.
He esperado mucho este primer contacto. Aunque no venga ningún terrícola en ese cohete, para ellos será el primer contacto con nosotros. Es cierto que nuestros equipos de telepatía han estado leyendo sus pensamientos durante muchos siglos, pero este ser el primer contacto físico entre Marte y la Tierra.
Khee se acomodó en el escabel.
- En efecto - dijo -. Ultimamente no he seguido las informaciones con detalle. ¿Porque utilizan una cabeza atómica? Se que suponen que nuestro planeta esta deshabitado, pero aun así...
- Observan el resplandor a través de sus telescopios para obtener... ¿Como lo llaman? un análisis espectroscópico. Eso les dirá mas de lo que saben ahora (o creen saber, ya que mucho es erróneo) sobre la atmósfera de nuestro planeta y de la composición de su superficie. Es como una prueba de puntería, Khee. Estarán aquí en persona dentro de unas conjunciones de nuestros planetas. Y entonces...
Marte se mantenía a la espera de la Tierra. Es decir, lo que quedaba: Una pequeña ciudad de unos novecientos habitantes. La civilización marciana era mas antigua que la de la Tierra, pero había llegado a su ocaso y esa ciudad y sus pobladores eran sus últimos vestigios. Deseaban que la Tierra entrara en contacto con ellos por razones interesadas y desinteresadas al mismo tiempo.
La civilización de Marte se había desarrollado en una dirección totalmente diferente a la terrestre. No había alcanzado ningún conocimiento importante en ciencias físicas ni en tecnología. En cambio, las ciencias sociales se perfeccionaron hasta tal punto que en cincuenta mil años no se había registrado un solo crimen ni producido mas de una guerra. Habían también experimentado un gran desarrollo en las ciencias parasicológicas, que la Tierra apenas empezaba a descubrir.
Marte podía enseñar mucho a la Tierra. Para empezar, la manera de evitar el crimen y la guerra. Después de estas cosas tan sencillas, seguían la telepatía, la telekinesis, la empatía...
Los marcianos confiaban que la tierra les enseñara algo de mas valor entre ellos: restaurar y rehabilitar un planeta agonizante, de modo que una raza a punto de desaparecer pudiera revivir y multiplicarse de nuevo.
Los dos planetas ganarían mucho y no perderían nada.
Y esa noche era cuando la Tierra haría su primera diana en Marte. Su próximo disparo, un cohete con uno o varios tripulantes, tendría lugar en la próxima conjunción, es decir, a dos años terrestres o cuatro marcianos. Los marcianos lo sabían, porque sus equipos telepáticos podían captar los suficientes pensamientos de los terrícolas como para conocer sus planes.
Desgraciadamente a tal distancia la comunicación era unilateral. Marte no podía pedir de la Tierra que acelerase su programa, ni informar a sus científicos acerca de la composición de la atmósfera de Marte, objetivo de ese primer lanzamiento.
Aquella noche, Ry, el jefe (traducción mas cercana de la palabra marciana), y Khee, su ayudante administrativo y amigo mas íntimo, se hallaban sentados y meditando hasta que se acerco la hora. Brindaron entonces por el futuro con una bebida mentolada, que producía a los marcianos el mismo efecto que el alcohol a los terrícolas y subieron a la terraza.
Dirigieron su vista al norte, en la dirección donde debía aterrizar el cohete. Las estrellas brillaban en la atmósfera.

En el observatorio numero 1 de la luna terrestre, Rog Everett, mirando por el ocular del telescopio de servicio, exclamo triunfante:
- ¡Exploto Willie! Cuando se revelen las películas, sabremos el resultado de nuestro impacto en este viejo planeta Marte.
Se incorporo, pues de momento no hacía mas que observar y estrechó la mano de Willie Sanger. Era un momento histórico.
- Espero que el cohete no haya matado a nadie. A ningún marciano, quiero decir, Rog. ¿Habrá hecho impacto en el centro inerte de la Gran Syrte?
- Muy cerca, en todo caso. Yo diría que a unas mil millas al sur. Y eso es puntería para un disparo a cincuenta millones de millas de distancia... ¿Willie crees que habrá marcianos?
Willie lo penso un segundo y respondió:
- No.
Tenia razón.
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Fredric Brown - TODO DEPENDE DE UN CABELLO

La esposa del señor Decker volvió de Haití.
Había ido sola. Habían decidido pasar un tiempo separados para arreglar luego amistosamente el divorcio. Pero eso nada había cambiado.
Se detestaban todavía un poco más que antes.
- Divide en dos partes - Exigió firmemente la señora Decker -. La mitad de tu dinero y de tus bienes.
- Es ridículo - Replicó con aspereza el señor Decker.
- ¿Ridiculo, eh? Si quisiera lo tendría todo. En Haití, he estudiado vudú.
- ¿Y qué?
- Que si no fuera una mujer honrada morirías por paralización del corazón. El vudú no deja huellas.
- ¡Tonterias! - Exclamó con superioridad el señor Decker.
- Bien, permíteme hacer la prueba. ¡Un trozo de uña o de cabello y verás!
¡Patrañas! - Afirmó el buen señor Decker.
- Te hago una proposición, probamos. Si no da resultado, nos divorciamos y no pido nada. Si sale bien, heredo y me voy muy agradecida.
- De acuerdo - Dijo el señor Decker
- Trae cera y un alfiler.
Se miró las uñas.
- Demasiado cortas. Te daré un cabello.
Fue al cuarto de baño y volvió con un cabello en un tubo de aspirina. La señora Decker había ablandado ya la cera. Hundió en ella el cabello y la modeló groseramente en forma de ser humano.
- Lo lamentarás - Aseguró, mientras hundía la aguja en el pecho de la estatuilla. El señor Decker se sorprendió, pero de manera agradable. No creía en el vudú, pero era prudente. Además, siempre le había irritado que su mujer no limpiase nunca el peine.
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FIN
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Gilberto Solís - SPITFIRE





Agosto 20, 1941
En algún lugar sobre Inglaterra...
¡El zumbido lo alertó de la proximidad de su enemigo! Desesperado giró la cabeza hacía uno y otro lado, buscándolo con la vista. ¡Ah! ¡ahí! ¡detrás, por arriba y acercándose con celeridad!.
A toda velocidad se elevó, trazando un arco hacia la izquierda. Su oponente, aun incapaz de salir de su picado, lo rebasó y se niveló unos 300 metros mas abajo.
Ahora era su turno.
Girando grácilmente se lanzó en una hábil catenaria sobre él, a la vez que aumentaba la velocidad.
Pero el otro lo había visto, giró con presteza a la derecha ciñéndose en el giro, en un intento bastante hábil por confrontarlo.
Al ver esta reacción desaceleró. Su blanco, ahora malogrado, se dirigió hacia él. Aumentó la velocidad una vez más. Si era un duelo lo que el otro quería, le iba a mostrar que él no era de los que los rehuían.
Ambos contendientes se aproximaron velozmente uno contra el otro. ¡Aquel que declinase el duelo estaba perdido! Con seguridad su adversario lo perseguiría hasta derrotarlo.
Pero ninguno cedió, antes bien; acelerando, se rebasaron uno al otro guiñando sobre sus ejes apenas a tiempo de evitar la colisión... ninguno abrió fuego.
Al salir de la suave curva ascendente que se habían visto obligados a efectuar, ambos rivales se saludaron, el uno con un sonoro rugido, el otro con un acrobático giro, y a continuación se separaron.

El piloto estaba contento, había sido una magnífico duelo y su oponente había estado a la altura. A pesar de que lo había sorprendido en un principio este se había repuesto con rapidez y reaccionando con pericia, el Spitfire MK-1 se alejó en dirección al Este, hacia su base.
Su rival, por su parte, también estaba satisfecho, había mantenido su territorio y expulsado a aquel intruso de ruidosa voz; incluso había disfrutado el duelo. Después de todo no es frecuente que dos SPITFIRES (escupe fuegos) se enfrenten en duelos amistosos sobre los cielos de Inglaterra. Contento, el dragón enfiló hacia el Norte, hacia su hogar.

FIN

Jorge Luis Borges - LAS RUINAS CIRCULARES




Nadie lo vio desembarcar en la anónima noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los labradores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a mucho siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatía contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese periodo, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor vivencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorceava rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo, era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las Criaturas excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviara al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Intimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: «Ahora estaré con mi hijo». O, más raramente: «El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy».
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer. Tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanquean río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.


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Eric Frank Russell - RETRANSMISION ETERNA



Por la gran cinta de cemento de la pista venía rugiendo el Stutz Special de doble cilindrada de Sampson. Detrás, acortando gradualmente la distancia que los separaba, tronaba el «Bala de Plata», piloteado por Stanley Ferguson. Las exclamaciones de aliento de una multitud de aficionados eran ahogadas por los crecientes bramidos de los escapes que echaban llamas, mientras los dos punteros se lanzaban hacia el final de la recta. Los banderines se agitaban retrasados en las tribunas como juncos en los remolinos de una corriente tormentosa.
Ambos corredores eran locos por la velocidad, y como locos tomaron la curva final. En lo alto del codo se separaron sonoramente, Ferguson tratando de pasar con la trompa de su coche la cola del otro, Sampson empleando toda su fibra para impedir que lo pasara. Las ruedas, con veloces sombras por rayos, giraban vertiginosamente a un pie del borde del terraplén.
Entonces sucedió.
Una rueda salió fuera del borde, arañó desesperadamente en el vacío. La consiguiente frenada chirrió cuando se desprendieron de la pista las torturadas gomas. Una mano invisible aferró la cola del «Baja de Plata», y la levantó por el aire hasta que la larga y bruñida máquina cayó clavada de trompa. Durante un espantoso instante se mantuvo en esa posición, como si las dos toneladas desafiaran la fuerza de gravedad, y dio una voltereta. Se oyó un horrible estrépito.
Sobre el ataúd de metal los demonios del fuego no tardaron en erigir un obelisco de humo.
El siniestro director de orquesta ejecutó el Lamento para un corredor. Utilizó como tambores el ruido de pies que corrían, el jadeo de los cuerpos mientras se amontonaban y convergían por millares como hormigas que asediaran un panal roto. Pulsó las cuerdas de los corazones, arrancó a las mujeres hondos sollozos, que resonaron como horrible antífona a los murmullos de los hombres de rostros pálidos. Entonces golpeó el gong de la ambulancia de la pista, hizo sonar los estridentes silbatos de los policías, y dio rienda suelta a la emoción de la multitud.
Las llamas crepitaron, chisporrotearon y se extinguieron andante bajo el creciente silbido de los extinguidores químicos. La armonía del dolor halló su metrónomo en el chirrido de una filmadora de noticiero.
Sampson se abrió paso murmurando: «Ferguson, Ferguson», con su rostro pálido y desencajado. Nadie reparó en él; todos trataban de ver el coche accidentado.
Hombres uniformados tiraban con fuerza de la pira cubierta de espuma. El cuerpo aplastado fue extraído, colocado en una camilla, e introducido en la parte trasera de la ambulancia de la pista, como entra un cuarto de carne en un horno. Había sido Ferguson, pero era carne. Los cocineros estaban vestidos de blanco.
Casi tan amante de la sangre como del dinero, la multitud se estiraba en los estribos de los coches, se amontonaba torpemente en la puerta del horno, clamaba, abría la boca y se le caía baba. Algunos se paseaban con el semblante tranquilo, otros con aires de inteligencia.
Del borde de la muchedumbre se escabulló un cazador de recuerdos. Traía un casco abollado y muy chamuscado. Lo llevaba con el aire furtivo de un vagabundo que se estuviera escapando con el casco de un caballero caído.
Pero Ferguson lo vio.
Ferguson vio, no solo al vagabundo, sino también a la multitud, al coche accidentado, a la ambulancia, al cadáver.
Lo que Ferguson era ahora contemplaba con paciente desinterés aquello que Ferguson había sido. La escena parecía carecer de sentido, no proporcionaba datos para la especulación. Su nuevo estado de existencia traía aparejada una comprensión extramundanal que no tenía nada en común con las mentes terrenales. El nuevo Ferguson no podía comprender las meras superficialidades. Tenía una percepción de un vasto fondo del cual él no era más que un miembro minúsculo; pero aún no se atrevía a volver en su vida hacia atrás tanteando hasta llegar a su origen. Tenía un viaje por delante, y no tenía por qué esperar. Aquello que había sido su cuerpo también teñía un viaje por delante. Pero sus respectivos caminos divergían...
El Ferguson que aún vivía comenzó a expandirse. Era un ente espiritual, una inteligencia etérea, insustancial, sin forma ni figura, que no estaba sujeta a ninguna de las leyes que se había visto obligado a obedecer cuando estaba encerrado en su envoltura de carne y hueso.
Se movió a la vez en tres dimensiones, viajando por un camino que aumentaba rápidamente de tamaño, con la misma rapidez de la velocidad del pensamiento. Avanzó por expansión hacia una meta que conocía, y avanzó con seguridad y urgencia, como alguien que, habiendo estado durante largo tiempo en el desierto, encuentra la ruta que lleva a un lejano oasis.
La fecunda Tierra cayó debajo de él, y observó cómo se alejaba con un desapego total. Todos su amores, todos sus miedos y todo su bullicioso tumulto estaban más desprovistos de significado que el aullido de un perro abandonado a medianoche.
Iba quedando atrás rápidamente. Una mota de polvo errante, maravillada, gimiente, belicosa, que rogaba los domingos para robar los lunes, semana tras semana, año tras año, era tras era. Aquello que una vez se había llamado Ferguson no pensaba, no se preocupaba, no lloraba. El Universo del cual había formado parte en otro tiempo parecía ahora formar parte de él; era una inversión total de la percepción y quizá también de la realidad. La inquieta mota de polvo que había sido la Tierra, con sus colonias de gérmenes, había cumplido su momentánea finalidad. La vio atravesar la boca de la aspiradora celeste.
Y desapareció.
El sistema solar y sus sistemas gemelos se encogieron, se fundieron en una simple chispa de luz, se redujeron luego a un punto increíblemente diminuto que fue absorbido finalmente por la remota lejanía, y desaparecieron.
Entre los torvos riscos de los espacios que separan a las nebulosas, la Vía Láctea brillaba como un gran lago de fuego plateado, y Algo sacó el tapón. El lago fluyó en un evanescente torrente hacia cavernas invisibles situadas más abajo. Se convirtió en un estanque, en un charco, en una salpicadura de saliva, y luego hasta la última gota dejó de verse.
El Universo y la suma de todos los Universos, junto con todas las cosas que han estado y han sido, estaban comprimidos en un barril. La compresión en continuo crecimiento los volcó, del barril, en una jarra. Una copa contenía todo lo que contenía la jarra; un dedal era la unidad de medida del contenido de la copa. El dedal, al ser vaciado, produjo una película de ígnea humedad, que enseguida se secó.
Todo había desaparecido. La idea llamada Ferguson había retornado a la inteligencia que la había concebido.

En la constelación de Perseo había un sol con siete planetas. Según una medida, éstos eran unas inmensas creaciones. Según otra medida, eran unas mariposas nocturnas alrededor de una llama. Delta era el quinto en antigüedad a partir del progenitor incandescente.
Delta no tenía tierras ni mares; su paisaje mostraba en todas partes la triste monotonía de un terreno fangoso interrumpido por charcas estancadas y sembrado de los productos de ese mismo fango.
Por debajo del fango había cosas retorcidas que habían desarrollado patas y pies; en la superficie, cosas salidas de huevos que tenían alas y membranas con las que podían aletear. El cálido fango bullía de abundante pestilencia, hacía crecer cosas con falsos troncos, ramas de imitación y hojas que no eran hojas; cosas que podían caminar, y correr, sobre sus raíces.
Todos los productos del fango eran poco exigentes y voraces. Todos comían carne en todo momento, y hasta a veces comían la carne de su propia carne. Tener rápidos miembros, alas o membranas era el único requisito para alcanzar el derecho a la vida. Todas ha especies eran a la vez vencedores y víctimas. Todas las razas corrían tras el premio que significaba una raza más lenta.
La base de la pirámide de la vida descansaba sobre la base de una pirámide invertida. Criaturas pequeñas en grado inimaginable subsistían sobre la base de la substancia de sus vecinos inmediatamente mas grandes, incluso hasta los relativamente gigantescos cóccidos, que se alimentaban con bacterias, que se alimentaban con parásitos, que se alimentaban de la base común a ambas pirámides.
La base común estaba constituida por las pequeñas ranas. Todos vivían de ellas, desde los de más arriba hacia abajo, y desde los de más abajo hacia arriba. Las pequeñas ranas no tenían de qué vivir, fuera de los insectos y de las revelaciones divinas. Por lo cual engullían a unos y tragaban las otras, Y se conservaban por su propia fecundidad.
El ritmo de la vida era rápido y agitado. Tan grandes eran los ruidos del estómago de los que comían a los que comían ranas que el deber obligatorio de las ranas era convertirse en la causa original de más ranas, y confirmar de este modo las fulgurantes verdades de la providencia.
Aldek era una rana y un huérfano. La mayor parte de las ranas eran huérfanos o ranas muertas. Aldek había visto cómo su madre era engullida por un veloz árbol. Deseaba seguir su ejemplo en la mayoría de las cosas, pero solo en la mayoría. Así se agazapó en la campana de una enorme flor de myra, masticó un jugoso insecto, y reflexionó acerca del misterioso modo en que se realizan los milagros.
El flexible estambre de la flor de myra acaricio de arriba abajo su verrugosa espina. Las flores de myra pasaban gran parte del tiempo acariciando a las pequeñas ranas. A Aldek nunca se le ocurrió asociar este reconfortante proceso con la polinización.
Un pequeño arbusto- vampiro apareció tambaleándose y chorreando fango. Se detuvo ante la flor de myra y contempló fijamente a Aldek. Sus cien hojas golpearon el centenar de labios que tenía, mientras las bayas rojas que eran sus piernas se movían de un lado a otro. Chapoteó un poco más cerca, pero no demasiado cerca. Le gustaban las rana pequeñas, pero no las flores de myra. Estas eran plantas sumamente desagradables: tenían mal olor y atrapaban presas. De modo que se sentó sobre sus raíces, y esperó. Aldek siguió masticando su insecto y esperó también.
Un haz de hinchados dedos incoloros, como los de un ahogado, tomaron al arbusto por las raíces, y lo hundieron. El arbusto se hundió con su rama más alta levantada en un gesto de desesperada súplica al cielo indiferente. El fango baboseó y aspiró, y luego subió y bajó como si estuviera a punto de vomitar. Una enorme burbuja subió hasta la superficie, chapaleó, y se reventó. Aldek expectoró, y se dejó acariciar.
Dos gurns salieron volando del cielo gris, batiendo con fuerza sus amplias alas, semejantes a las de los murciélagos. Siempre cazaban en parejas, y conocían a sus myras. Un gurn descendió hasta el fango, y aterrizó con un sonido apagado. Fijó la vista en Aldek, e hizo ademán de atraparlo. La flor de myra se preparó. El gurn extendió un largo tentáculo, semejante a un látigo, y pinchó con él a Aldek. Aldek se aplastó contra el fondo de su campana, y dejó que la naturaleza hiciera el resto.
La flor de myra se cerré malévolamente, y atrapó cinco pulgadas de tentáculo enroscado. El segundo gurn arrancó un pétalo con un diestro manotón de una pata provista de uñas. Cerrándose súbitamente, la flor comenzó a hundirse buscando refugio debajo del fango. Un gurn penetró por el hueco que había dejado el pétalo arrancado, y extrajo a Aldek como a un maní de una bolsa.
Aldek siguió el camino de todos los maníes. Lo hizo aterrorizado, protestando. Se infló, se puso a croar, luchó furiosamente, se infló aún más; pero siguió el camino de sus antepasados.
Entonces supo que no tenía de qué preocuparse.
Con la serena mirada de un Buda de bronce, contempló cómo su propio cuerpo se disolvía en los jugos gástricos de un reptil que volaba. Percibió este hecho en una forma muy impersonal; en realidad, no lo comprendió. Su comprensión hubiera sido de un alcance demasiado grande como para medir la mezquina significación de la comida de un gurn.
No le interesaban las ranas, ni nada relativo a ellas. La chispa de vida que había animado a la comida estaba ahora libre, llena de sapiencia, y henchida de un intenso deseo de viajar. Y viajó.
La excelencia de la vida con sustancia nada significaba frente a la excelencia de la vida sin sustancia. Creció, y se expandió considerablemente, extendiéndose con enorme rapidez, y excedió fácilmente el tamaño de la esfera en la que había vivido en otro tiempo. Delta se sumergió en la oblicuidad de la huidiza perspectiva, se redujo a un insignificante punto, y se borró.
Los resplandecientes copos de nieve esparcidos sobre las baldosas de la creación fueron barridos y amontonados por la escoba de la compresión en expansión. Los montones fueron reunidos en uno solo, y la masa del total no era más grande que la masa de uno. Con el montón se formó una bola de nieve, y la bola fue arrojada a distancias ilimitadas, derritiéndose y decreciendo a medida que volaba, hasta que finalmente sólo el núcleo de una punta de alfiler penetró en la abertura de la Nada... y fue tragado.

PORQUE EL FIN ERA UN COMIENZO
Y EN ESE COMIENZO HABIA UN PROPOSITO.

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FIN
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Arthur C. Clarke - REFUGIADO




La presente historia fue escrita en 1954, y no pretendo que no haya ningún parecido con algún personaje vivo. Desde que conocí al prototipo del «Príncipe Henry», en tres ocasiones y más concretamente en la última, aquí en Colombo, hace sólo unos pocos meses, cuando tuvimos una conversación curiosamente vinculada a esta historia.
Nuestro primer encuentro fue en una exposición allá por 1958, llamada, con gran optimismo, «Gran Bretaña en los albores de la Era Espacial». Su alteza real se rió y comentó con ironía: «Nunca lo logramos, ¿verdad?»
En realidad, no era del todo cierto, dado que, en la actualidad, hay muchos satélites del Reino Unido en órbita y pronto habrá (por cortesía del U.S. Space Shuttle) algunos británicos en el espacio. Pero no era eso exactamente en lo que yo estaba pensando.
Bueno, Isaac Newton «inventó» la gravedad. Tal vez algún día nosotros los británicos tengamos la fortuna de lograr «desinventarla».


- Cuando venga a bordo - dijo el capitán Saunders mientras esperaba que la rampa de desembarque quedara en posición -, ¿cómo deberé llamarle?
Hubo un prolongado silencio mientras el oficial de navegación y el ayudante del piloto se ponían de acuerdo respecto al problema del protocolo.
Luego, Mitchell cerró el control principal y todos los mecanismos y circuitos de la nave quedaron de inmediato en suspenso al cortarles el fluido eléctrico.
- La manera en que uno debe dirigirse a él - y lo pronunció con el mayor cuidado -, es «Su Alteza Real».
- ¡Bah! - rugió el capitán -. ¡Que me parta un rayo si alguna vez llego a usar una expresión tan ridícula!
- En estos tiempos de rápidos cambios y exaltación democrática - arguyó Chambers -, creo que «señor» es más que suficiente. Y no hay necesidad de preocuparse si uno se olvida. Hace ya mucho tiempo que nadie ha sido enviado a la Torre por algo de tan poca monta. Además, este Enrique no es un personaje tan severo como lo fue aquel otro de las muchas esposas.
- Según dicen - agregó Mitchell - parece ser que es un joven muy agradable, y también instruido. En ciertas ocasiones, ha efectuado preguntas técnicas que han puesto en aprietos a más de uno.
El capitán Saunders ignoró ese comentario y concluyó que, si el príncipe Enrique quería saber cómo funcionaba un Generador Compensador de Campo, Mitchell se lo explicaría sin ninguna dificultad. Se levantó cuidando muy bien sus movimientos, pues había estado trabajando en condiciones de escasa gravedad durante el vuelo, y ahora, en la Tierra, le suponía un gran esfuerzo mantener el equilibrio, y se dirigió al corredor que conducía a la compuerta inferior. Con un sofocado chasquido metálico, la puerta se abrió suavemente hacia un lado.
Iniciando una sonrisa, se dirigió a las cámaras de televisión y al heredero de la corona británica.
El hombre que algún día sería Enrique IX de Inglaterra no pasaba aún de los veinte años. Era de una estatura ligeramente inferior a la de tipo medio; tenía las facciones delicadas y bien proporcionadas, en total consonancia con lo impuesto por los cánones genealógicos. El capitán Saunders, que provenía de Dallas, y por tanto se hallaba poco dispuesto a dejarse impresionar por ningún príncipe, se encontró de repente impresionado por la tristeza de sus ojos. Eran ojos que ya habían visto demasiadas recepciones y desfiles, que estuvieron forzados a ser testigos de innumerables cosas carentes de sentido, que nunca tuvieron la oportunidad de pasear por lugares que no hubieran sido planificados previamente. Mirando aquel orgulloso y fatigado rostro, el capitán Saunders vislumbró por primera vez la extrema soledad de la realeza. Todo su desagrado respecto a esta institución le pareció de escasa importancia a la vista de su mayor defecto: lo que realmente consideraba mal en la monarquía era la deslealtad de infligir tal carga sobre ciertas personas.
Los pasillos del Centaurus eran demasiado estrechos como para permitir una visión general; pero pronto quedó claro que la novedad del nuevo ambiente no le incomodaba demasiado.
Y una vez que todos se hubieron acostumbrado a aquellos angostos recintos, Saunders olvidó sus reservas referentes al trato con el príncipe. Pronto tuvo con él la misma relación que con cualquier otro visitante. Una de las primeras lecciones que la realeza debe aprender es cómo lograr que la gente no se encuentre incómoda en su presencia.
- ¿Sabe una cosa, capitán? - dijo el príncipe con aire pensativo -. Este es un gran día para nosotros. Siempre esperé que fuera posible que una nave espacial partiera desde la misma Inglaterra. Sin embargo todavía se nos hace extraño tener una base propia después de tantos años. Dígame, ¿hace mucho que está usted vinculado con la propulsión a reacción?
- La verdad es que he hecho algunos cursos sobre ella. No obstante, lo que en realidad me ha dado el cabal dominio del tema ha sido sin duda la experiencia práctica de estos últimos años. He tenido la fortuna de que el desarrollo de mis estudios se haya realizado en el período en que la tecnología espacial estaba en pleno desarrollo y la propulsión química dejaba ya paso a los nuevos sistemas. En ese sentido, he tenido suerte. Algunas personas mayores que yo necesitaron volver a hacer cursos para ponerse al día en el tema, se vieron obligados a desvincularse de él, al no poder adaptarse a los nuevos sistemas de propulsión.
- ¿Tan grande es la diferencia?
- Por supuesto que sí. El tema de los reactores espaciales es de una enorme complejidad y entre un sistema y otro hay la misma diferencia que separa la navegación a vela de la de vapor. Es una analogía que oirá mencionar con frecuencia. Ha habido toda una épica respecto a los primeros tiempos de la navegación espacial por medio de combustibles químicos, del mismo modo que la hubo en los momentos culminantes de los grandes veleros oceánicos. Cuando el Centaurus despega, por ejemplo, lo hace tan silenciosamente como un globo, incluso con una aceleración reducidísima que no causa ninguna molestia. En cambio, el despegue de una gran nave a reacción se oye a muchos kilómetros de distancia, con gran estruendo, y se produce en medio de una enorme masa de gases incandescentes. Seguro que lo habrá visto más de una vez en películas de esa época.
- Oh, sí - respondió el príncipe con una sonrisa -, las he visto muchas veces. Creo que no me he perdido ninguna de las correspondientes a los inicios de la carrera espacial. La verdad es que lamenté la desaparición de la navegación a reacción. De todos modos, nunca habríamos podido tener una base de lanzamiento aquí en Salisbury Plain con el ruido que se hubiera producido. Hasta es probable que las mismas construcciones de Stonehenge se hubieran deteriorado.
- ¿Stonehenge? - preguntó Saunders mientras abría una escotilla para permitir el paso del príncipe a la bodega número tres.
- Sí, sí; el monumento paleolítico cercano a la base. Es con seguridad la construcción prehistórica mejor conservada. Tiene más de tres mil años. No está a más de diez kilómetros de aquí. Le recomiendo que lo vea. Lo hallará interesante.
El capitán Saunders ensayó una sonrisa. Curioso país éste. ¿En qué otro lugar podrían encontrarse contrastes de este tipo? Eso le hacía sentirse inmaduro y un poco tosco y se veía forzado a reconocer que, por ejemplo, Billy The Kid equivalía en Estados Unidos a un hecho como la historia antigua en Europa y que sería muy difícil encontrar en toda Texas algún rastro que excediera los quinientos años. Por primera vez le pareció creer que estaba entendiendo lo de la tradición. Eso le otorgaba al príncipe Enrique algo que él nunca había poseído: serenidad y equilibrio, confianza en sí mismo. Sí, sin duda todo eso. Y una clase de orgullo desprovisto de arrogancia.
Sorprendía el gran número de preguntas que el príncipe fue capaz de hacer en los treinta minutos que se habían destinado para ello durante su recorrido por el carguero. No eran las preguntas rutinarias que la gente suele hacer por simple cortesía y con escaso interés en las respuestas. Su Alteza Real, el príncipe Enrique, poseía muy buenos conocimientos de navegación espacial, y el capitán Saunders estaba agotado cuando volvió al comité de recepción que lo aguardaba pacientemente fuera del Centaurus.
- Le quedo muy agradecido, capitán - manifestó, estrechándole la mano a la salida de la nave -. Hacía tiempo que no pasaba un rato tan interesante. Espero que tenga una agradable estancia en Inglaterra, y un feliz viaje.
Luego, en compañía de su séquito y de los representantes de la base, continuaron con la visita de otras instalaciones, lo que dio oportunidad al personal de aduanas para verificar la documentación de la nave.
- Bien - dijo Mitchell -, ¿qué opina del príncipe?
- La verdad es que me ha sorprendido - respondió Saunders con franqueza -. Jamás me habría dado cuenta de que era un príncipe. Siempre pensé que formaban parte de un grupo de gente constituido por personas inútiles e impertinentes. Lo cierto es que conocía los fundamentos del Generador de Campo. ¿Sabes por casualidad si ha salido alguna vez al espacio?
- Me parece que en una ocasión. Fue como un salto por encima de la atmósfera en una nave de la Fuerza espacial. Pero no alcanzó la órbita. Regresó antes de ello... El primer ministro casi tuvo un ataque al corazón. Se produjeron debates en la Cámara y el Times le dedicó varios editoriales. Todos se hallaban de acuerdo en que el heredero del trono era demasiado valioso para arriesgarse con estos nuevos inventos. Por lo tanto, aunque tiene el rango de comodoro en la Real Fuerza Espacial, nunca ha estado en la Luna.
- ¡Pobre chico...! - exclamó el capitán Saunders.

Tuvo tres días de inactividad, puesto que no era asunto suyo supervisar la carga de la nave ni las tareas de mantenimiento que se llevaban a cabo antes del vuelo. Saunders conocía a muchos capitanes que daban vueltas por ahí, respirando pesadamente encima de los pescuezos de los maquinistas de servicio. Pero él no era de ese tipo. Además, deseaba ver Londres. Había estado en Marte, en Venus y en la Luna; pero ésta era su primera visita a Inglaterra. Mitchell y Chambers le habían proporcionado informaciones útiles y le habían dejado en el monorraíl de Londres antes de desaparecer para visitar a sus propias familias. Estarían de regreso en el aeropuerto espacial un día antes que él, a fin de comprobar que todo se encontraba en orden. Constituía un gran alivio tener unos oficiales en los que se pudiera confiar por completo. Carecían de imaginación y eran cautelosos, pero minuciosos hasta el fanatismo. Si decían que todo estaba en orden, Saunders sabía que podía despegar sin el menor recelo.
El esbelto y alargado cilindro silbó a través del muy cuidado paisaje. Estaba tan cerca del suelo, y viajaba tan de prisa, que sólo se podía captar una rápida impresión de las ciudades y campos que destellaban bajo él. Saunders pensó que todo era tan increíblemente compacto, que parecía hecho a una escala liliputiense. No había espacios abiertos, ni campos que tuviesen una extensión superior a un par de kilómetros en cada dirección. Aquello era suficiente para causar claustrofobia a un tejano, en particular a un tejano que era al mismo tiempo un piloto espacial.
El bien definido contorno de Londres apareció en el horizonte como el baluarte de una ciudad amurallada. Con escasas excepciones, los edificios eran muy bajos, tal vez de quince o veinte pisos. El monorraíl corría a través de un estrecho cañón, por encima de un parque muy atractivo; y de un río que cabía suponer que era el Támesis. Luego, se detenía tras una firme y poderosa explosión de desaceleración. Por un altavoz se oyó una voz tan moderada que parecía tener miedo a elevarse más de la cuenta: «Hemos llegado a Paddington -dijo-. Los pasajeros que vayan al Norte sírvanse continuar en sus asientos» Saunders sacó su equipaje de la redecilla y se encaminó hacia la estación.
Cuando entró en el Metro, pasó ante un quiosco y echó un vistazo a las revistas que exhibía. La mitad de ellas traían fotos del príncipe Enrique o de otros miembros de la familia real. Saunders pensó que aquello era demasiado para ser bueno. También se percató de que todos los periódicos de la tarde mostraban al príncipe entrando o saliendo del Centaurus. Compró unos ejemplares para leerlos en el Metro; o, como aquí le llamaban, el Tube.
Los comentarios editoriales tenían un monótono parecido. Al final, se alegraban. Inglaterra ya no necesitaba ocupar un asiento trasero entre las naciones punteras en la carrera del espacio. Ahora era posible operar una flota espacial sin tener millones de kilómetros cuadrados de desierto. Los navíos actuales, silenciosos y que desafiaban la gravedad, aterrizaban, si era necesario, en el Hyde Park, sin turbar ni siquiera a los patos que se hallaban en el Serpentín. Saunders encontró raro que esta clase de patriotismo hubiese logrado sobrevivir en la era espacial; pero supuso que los británicos se habían sentido bastante mal cuando tuvieron que alquilar lugares de lanzamiento a los australianos, los estadounidenses y los rusos.
El Metro de Londres era aún, después de un siglo y medio, el mejor sistema de transporte del mundo, y dejó a Saunders en su destino, sano y salvo, antes de diez minutos de haber dejado Paddington. En ese tiempo, el Centaurus podría haber cubierto setenta y cinco mil kilómetros; pero había que reconocer que el espacio no estaba tan atestado. Ni las órbitas de los ingenios espaciales eran tan tortuosas como las calles que Saunders tenía que salvar para llegar a su hotel. Todos los intentos por hacer un Londres más recto fracasaron de forma desalentadora; y transcurrió un cuarto de hora antes de que pudiera completar los últimos cien metros de su viaje.
Se quitó la chaqueta y se dejó caer en la cama. Quedó pensativo. Tres días tranquilos, y sin obligaciones, para él solo. Parecía demasiado bueno para ser verdad.
Así fue. Apenas había tenido tiempo para inspirar con fuerza cuando sonó el teléfono.
- ¿Capitán Saunders? Me alegro mucho de dar con usted. Aquí la «BBC». Tenemos un programa que se llama, «La ciudad por la noche», y nos hemos preguntado si...

El estrépito de la puerta de descompresión fue el sonido más dulce que Saunders había oído durante días. Ahora estaba a salvo; nadie podría llegar hasta él en su fortaleza blindada, y muy pronto se encontraría en la libertad del espacio. Y no es que lo hubiesen tratado mal. Por el contrario, se habían portado demasiado bien con él. Efectuó cuatro (¿o eran cinco?) apariciones en varios programas de televisión; asistió a más fiestas de las que podía recordar; hizo centenares de nuevos amigos y, por el estado en que ahora se hallaba, había olvidado a otros antiguos.
- ¿Quién extendió el rumor - preguntó a Mitchell cuando se encontraron en el puerto - de que los británicos eran reservados y distantes? Que el cielo me ayude si tengo que encontrarme con un inglés efusivo.
- Creí que lo habías pasado muy bien - le respondió Mitchell.
- Pregúntamelo mañana - replicó Saunders -. Para entonces ya me habré reintegrado por completo a mi psique.
- Te vi en el programa de entrevistas de anoche - comentó Chambers -. Parecías bastante fantasmal.
- Gracias. Ese tipo de simpático aliento es lo que me hace falta. Me gustaría que pensases en algún sinónimo de «aburrido» después de haber estado en pie hasta las tres de la madrugada.
- Tedioso - contestó en seguida Chambers.
- Soporífero - agregó Mitchell para no verse superado. - Ganas. Vamos a ver esos programas de revisiones y comprobemos lo que los maquinistas han hecho.
Una vez sentados ante el pupitre de control, el capitán Saunders volvió con rapidez a su manera de ser habitual y eficiente. Se encontraba de nuevo en casa y su entrenamiento había acabado. Sabía muy bien lo que debía hacer y lo hacía con matemática precisión. Uno a su derecha y otro a su izquierda, Mitchell y Chambers estaban comprobando sus instrumentos y llamando a la torre de control.
Tardaron una hora en realizar la elaborada rutina previa al vuelo. Cuando la última firma se estampó en la última hoja y la última lucecilla roja del panel de comprobaciones cambió a verde, Saunders se retrepó en su asiento y encendió un cigarrillo. Tenía diez minutos que consumir antes del despegue.
- Un día - dijo -, voy a llegar a Inglaterra de incógnito para averiguar cuál es la causa de que ese sitio se conserve. No comprendo cómo se puede amontonar tanta gente en una isla tan pequeña sin que se hunda.
- Tendrías que ver Holanda - le replicó Chambers -. Hace que Inglaterra parezca tan extensa como Texas.
- Y también está ese asunto de la familia real. Como ya sabrás, a cualquier sitio que fuera, todo el mundo me preguntaba qué he hecho con el príncipe Enrique: de qué hemos hablado, si me parece un tipo interesante... y cosas de ésas. He llegado a hartarme. No sé cómo habéis podido soportarlo durante un millar de años.
- No creas que la familia real es tan popular siempre - contestó Mitchell -. ¿Recuerdas lo que le sucedió a Carlos I? Y algunas de las cosas que hemos dicho acerca de los primeros Jorges son tan rudas como las observaciones que tu gente hizo después...
- Simplemente, nos gusta la tradición - prosiguió Chambers -. No tememos el cambio cuando llega el momento; pero, en lo que se refiere a la familia real, verás, se trata de algo único, y estamos muy orgullosos de ella. Es parecido a lo que tú sientes respecto a la Estatua de la Libertad.
- No es un ejemplo muy justo. Y no creo que sea correcto poner a unos seres humanos encima de un pedestal y tratarlos como si fueran... una especie de pequeños dioses. Por ejemplo, mira al príncipe Enrique. ¿Crees que tiene la menor posibilidad de hacer las cosas que realmente desea? Lo he visto tres veces por la tele cuando estuve en Londres. La primera inauguraba una escuela en alguna parte; la segunda dirigía un discurso a la Venerable Compañía de Pescaderos, en el Ayuntamiento. Juro que no me invento nada. Y la tercera soportaba una alocución de bienvenida por parte del alcalde de Podunk, o cualquier sitio equivalente...
- Wigan - le interrumpió Mitchell.
- Creo que preferiría vivir en una cárcel a llevar esa clase de vida... ¿Por qué no dejáis en paz al pobre chico?
Por una vez, ni Mitchell ni Chambers acudieron al desafío. Mantuvieron un silencio glacial.
«Me parece que lo he estropeado» - pensó Saunders -. Debería haber mantenido la boca cerrada; ahora he herido sus sentimientos. Debería haber recordado aquel consejo que leí no sé dónde: Los británicos tienen dos religiones, el cricket y la familia real. Nunca intentes criticar ni una cosa ni la otra.
La pesada pausa se vio interrumpida por la radio y la voz del controlador del puerto espacial.
- Control a Centaurus. Despejada su pista. Todo listo para el despegue.
- El programa de despegue empieza... ahora... - respondió Saunders, impulsando el conmutador principal.
Luego, se inclinó hacia atrás, con los ojos fijos en el panel de control y las manos cerca del tablero, preparadas para una acción instantánea.
Estaba tenso pero muy seguro. Cerebros mejores que el suyo (cerebros de metal y cristal y destellantes corrientes de electrones) se habían hecho cargo ahora del Centaurus. Si era necesario, podía tomar el mando; pero, hasta entonces, no se había ocupado nunca manualmente de una nave ni esperaba tener que hacerlo jamás. Si el sistema automático fallaba, podría cancelar el despegue y seguir en Tierra hasta que el fallo se hubiese arreglado.
El campo principal se puso en funcionamiento y el peso disminuyó en Centaurus. Se produjeron unos gruñidos de protesta por parte del casco de la nave y de su estructura, mientras los esfuerzos se redistribuían por sí mismos. Los brazos curvados de la horquilla de aterrizaje no soportaban ya ninguna carga, y la menor ráfaga de viento podría llevar al carguero por el espacio.
Llamaron de nuevo desde la torre de control.
- Su peso es ahora igual a cero. Compruebe los ajustes.
Saunders contempló los medidores. El empuje del campo era exactamente igual que el peso de la nave, y las lecturas de los medidores estaban de acuerdo con los totales de los planes de carga. En ese preciso instante, esta comprobación hubiese revelado la presencia de un simple polizón a bordo de la nave espacial; hasta tal punto eran sensibles los calibradores.
- Un millón quinientos sesenta mil cuatrocientos veinte kilogramos - leyó Saunders en los indicadores de impulso -. Bastante bien, comprobado dentro de una posible diferencia de quince kilos. La primera vez, sin embargo, estaba un poco por debajo del peso. Has debido comerte demasiados caramelos de tus rollizas amigas en Port Lowell, Mitch.
El piloto ayudante le devolvió una retorcida sonrisa. No había tenido nunca en Marte ninguna cita a ciegas que le hubiese proporcionado la no deseada reputación de preferir a las rubias monumentales.
No se produjo la menor sensación de movimiento; pero el Centaurus se encontraba ya deslizándose por el cielo veraniego. Su peso no sólo se había neutralizado sino que había Ilegado a invertirse. A los observadores que estuviesen debajo, les daría la impresión de una estrella que se remontase con suavidad, un globo plateado que trepase a través de las nubes y siguiera luego más allá. En torno de la nave, el azul de la atmósfera se ahondaba hacia la eterna oscuridad del espacio. Como un abalorio que se moviese a lo largo de un hilo invisible, el carguero seguía la pauta de las ondas de radio que lo llevarían de mundo en mundo.
Este, pensó el capitán Saunders, era su vigésimo sexto despegue de la Tierra. Pero la capacidad de maravillarse nunca se pierde, ni tampoco la creciente sensación de poder que proporciona hallarse sentado al panel de control, dueño de unas fuerzas más allá incluso de los antiguos dioses de la Humanidad. Nunca había dos partidas iguales. Unas tenían lugar al amanecer; otras hacia el crepúsculo vespertino. Había veces en que la Tierra tenía los cielos cubiertos. En otras ocasiones, se salía a través de unos cielos claros y deslumbrantes. El espacio en sí podía parecer inmutable; pero, en la Tierra, nunca se producía dos veces la misma situación, y ningún hombre veía dos veces el mismo paisaje o el mismo firmamento. Abajo, las olas del Atlántico marchaban eternamente hacia Europa. Por encima de ellas (¡pero muy por debajo del Centaurus!) las brillantes masas de nubes avanzaban delante de los mismos vientos. Inglaterra comenzó a emerger en el continente, y la línea de la costa europea se hizo más imprecisa y neblinosa mientras se hundía más allá de la curva del mundo. En la frontera oriental, una mancha fugitiva en el horizonte era el primer esbozo de América. Con una sola mirada, el capitán Saunders podía abarcar todas las leguas por las que Colón se había esforzado hacía ya mil quinientos años.
Con el silencio de la potencia sin límites, la nave se liberó de las últimas ligaduras que la unían a la Tierra. Para un observador exterior, el único signo de las energías que se estaban gastando hubiera radicado en el resplandor rojo de las aletas, situadas en torno al ecuador de la nave, mientras la pérdida de calor de los conversores de masa se disipaba en el espacio.
«14:03:45 -escribió nítidamente el capitán Saunders en el cuaderno de navegación-. Alcanzada la velocidad de escape. Desdeñable la desviación del rumbo.»
No tenía demasiado interés registrar aquella entrada. Los modestos cuarenta mil kilómetros por hora que habían sido el objetivo casi inalcanzable de los primeros astronautas, ya no tenían ningún valor, dado que el Centaurus seguía acelerando y continuaría durante horas ganando velocidad. Pero aquello poseía una profunda significación psicológica. Hasta este momento, de haber fracasado la potencia, hubieran caído de nuevo sobre la Tierra. En cambio, ahora, la gravedad ya no podía volver a capturarlos, pues habían logrado la libertad del espacio y podrían ir alcanzando los planetas. Naturalmente, en la práctica habría cosas espantosas que se deberían pagar en el caso de no llegar a Marte y entregar el cargamento según lo planeado. Pero el capitán Saunders, al igual que todos los hombres del espacio, era un romántico. Incluso en un plácido recorrido como éste, soñaba a veces en la gloria anillada de Saturno o en las sombrías vastedades de Neptuno, iluminado por los fuegos distantes de un Sol hundido.
Una hora después del despegue, según el solemne ritual, Chambers permitió que el ordenador del rumbo se hiciese cargo por sus propios mecanismos. Sacó las tres copas que se encontraban debajo de la mesa de los mapas. Mientras realizaba el brindis tradicional por Newton, Oberth y Einstein, Saunders se preguntó cómo se había originado esta pequeña ceremonia.
Las tripulaciones espaciales la habían realizado por lo menos durante sesenta años; tal vez incluso pudiera rastrearse hasta el legendario ingeniero de cohetes que realizó la observación:
«He gastado más alcohol en sesenta segundos del que jamás se llegará a vender en este piojoso bar..»
Dos horas después, había llegado ya al ordenador la última corrección del rumbo, que las estaciones de seguimiento de la Tierra le suministraban. Desde este momento hasta que Marte surgiese ante ellos, tendrían que obrar por su cuenta. Aquél era un pensamiento solitario, pero también curiosamente divertido. Saunders lo saboreó. Aquí se encontraban sólo ellos tres, y no habría nadie más en un espacio de millones de kilómetros.
En tales circunstancias, la detonación de una bomba atómica no hubiera sido más estremecedora que el modesto golpe que se produjo en la puerta de la cabina...
El capitán Saunders no se había visto más desconcertado en toda su vida. Con un gañido que había surgido de él antes de tener la menor posibilidad de inhibirlo, se escapó de su asiento y se alzó más de un metro antes de que la gravedad residual de la nave le arrastrase de nuevo hacia abajo. Chambers y Mitchell se comportaron con la tradicional flema británica. Se dieron la vuelta en sus asientos provistos de cinturones, miraron hacia la puerta y aguardaron a que el capitán tomase las medidas oportunas.
A Saunders le costó varios segundos recuperarse. De haberse visto enfrentado con lo que se pudiera llamar una emergencia normal, ya se hubiera encontrado a mitad de camino en un traje espacial. Pero un confiado golpe en la puerta de la cabina de control, cuando todos los demás tripulantes se encontraban a su lado, no constituía una prueba lo que se dice muy justa.
Un polizón era algo que resultaba imposible. El peligro había resultado tan obvio desde el principio de los vuelos espaciales comerciales, que se habían tomado al respecto las precauciones más severas. Saunders sabía que uno de sus oficiales había estado siempre de servicio durante las operaciones de carga; nadie hubiera podido entrar en la nave sin haber sido visto. Luego, tuvo lugar una detallada inspección antes del vuelo, llevada a cabo tanto por Mitchell como por Chambers. Finalmente, se llevó a cabo la comprobación de peso en el momento anterior al despegue, y eso resultaba de lo más concluyente. No, un polizón era algo totalmente...
El golpe en la puerta se oyó de nuevo. El capitán Saunders cerró los puños y adelantó el mentón. Pensó que, dentro de unos minutos, algún idiota romántico iba a sentirlo demasiado...
- Abra la puerta, Mr. Mitchell - gruñó Saunders.
Con un solo paso largo, el piloto ayudante cruzó la cabina y descorrió el pasador.
Durante lo que pareció un tiempo infinito, nadie hablo. Luego, el polizón, ondeando levemente en aquella baja gravedad, entró en la cabina. Se le veía muy dueño de sí mismo y también muy complacido.
- Buenas tardes, capitán Saunders - dijo -. Debo presentar mis disculpas por esta repentina intrusión...
Saunders tragó con fuerza. Luego, mientras las piezas de aquel rompecabezas iban poniéndose en su lugar, miró primero a Mitchell, luego a Chambers. Ambos oficiales le respondieron con una mirada cándida y unas expresiones de inefable inocencia.
- Así que era eso...
No hubo necesidad de más explicaciones. Todo quedaba clarísimo. Era fácil imaginar las complicadas negociaciones, las reuniones hasta medianoche, las falsificaciones de antecedentes, la descarga de mercancías no del todo necesarias que aquellos colegas, en los que confiaba tanto, habían estado llevando a cabo a sus espaldas. Estaba seguro de que todo aquello constituiría un relato interesante; pero no deseaba oír nada. Se hallaba demasiado atareado preguntándose qué tendría que decir el El Manual de la ley espacial respecto a una situación como aquélla, aunque ya se hallaba lúgubremente seguro de que carecería de la menor utilidad para él.
Era demasiado tarde para regresar, naturalmente... Los conspiradores no podían haberse equivocado en unos cálculos de esta especie. Tendría que poner lo mejor de su parte en lo que parecía iba a ser el viaje más movido de toda su carrera.
Se encontraba todavía tratando de hallar algo que decir cuando la señal de PRIORIDAD destelló en la consola de la radio. El polizón miró su reloj.
- Estaba esperando eso - manifestó -. Sin duda se trata del primer ministro. Creo que lo mejor será que hable con ese pobre hombre.
Saunders pensó también lo mismo.
- Muy bien, Su Alteza Real - respondió enfurruñado, con tanto énfasis que sus palabras parecían casi un insulto.
Luego, sintiéndose muy incómodo, se retiró a un rincón.
En efecto, se trataba del primer ministro, y parecía muy alterado. Varias veces empleó la frase «el deber que tenéis con nuestro pueblo», y se produjo un extraño ruido en su garganta mientras añadía algo acerca de la «devoción que vuestros súbditos tienen a la corona».
Saunders se percató, con algo más de sorpresa, de que sentía lo que estaba diciendo.
Mientras continuaba aquella arenga, Mitchell se inclinó hacia Saunders y le musitó algo al oído:
- El viejo tipo sabe que se encuentra en una mala situación. El pueblo apoyará al príncipe en cuanto se entere de lo que ha sucedido. Todo el mundo sabe que, durante años, anhelaba llegar al espacio.
- Me hubiera gustado que no eligiera mi nave - replicó Saunders -. Y no estoy seguro de que esto no represente un auténtico motín.
- Claro que lo es... Pero toma nota de mis palabras... Cuando todo esto haya acabado, vas a ser el único tejano en posesión de la Orden de la Jarretera. ¿No te parece una cosa agradable?
- Chist... - replicó Chambers.
El príncipe estaba hablando, y sus palabras cruzaban los abismos que ahora le separaban de la isla en la que un día iba a reinar.
- Lo siento, señor primer ministro - dijo -, si le he causado algún tipo de alarma. Regresaré tan pronto como resulte conveniente. Alguien tenía que hacerlo por primera vez, y me pareció que había llegado el momento de que un miembro de mi familia saliese de la Tierra. Constituirá una parte muy valiosa de mi educación y me hará mucho más adecuado para cumplir con mi deber. Adiós...
Dejó caer el micrófono y se acercó a la ventanilla de observación, el único lugar donde había una portilla de este tipo en toda la nave. Saunders le observó mientras permanecía allí, orgulloso y solitario; pero ya contento. Y vio cómo el príncipe observaba las estrellas a las que al fin había alcanzado, con lo que todo su enojo e indignación se fueron disipando.
Durante mucho tiempo nadie habló. Luego, el príncipe Enrique apartó la mirada del cegador resplandor que aparecía más allá de la portilla; contempló al capitán Saunders y sonrió.
- ¿Dónde está la cocina, capitán? - le preguntó -. Tal vez ya no esté muy ducho, pero cuando hacía escultismo solía ser el mejor cocinero de mi patrulla.
Saunders se relajó poco a poco y acabó devolviéndole la sonrisa. La tensión pareció huir de la sala de control. Marte estaba aún bastante lejos; pero en ese instante supo que, a fin de cuentas, aquel viaje no iba a ser malo...

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FIN
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Philip K. Dick - PODEMOS RECORDARLO TODO POR USTED




Despertó... y deseó estar en Marte.
Pensó en los valles. ¿Qué se sentiría al caminar por ellos? Creciendo incesantemente, el sueño fue en aumento a medida que recuperaba sus sentidos: el sueño y el ansia. Casi llegaba a sentir la abrumadora presencia del otro mundo, que solamente habían visto los agentes del Gobierno y los altos funcionarios. ¿Y un empleado como él? No, no era probable.
- ¿Te levantas o no? - preguntó su esposa Kirsten, con tono soñoliento y con su nota habitual de malhumor -. Si estás ya levantado, oprime el botón del café caliente en el maldito horno.
- Está bien - respondió Douglas Quail.
Descalzo, se dirigió desde el dormitorio a la cocina. Allí, tras haber hecho presión, obedientemente, sobre el botón del café caliente, tomó asiento ante la mesa, extrajo un bote pequeño, de color amarillo, de buen Dean Swift. Inhaló profundamente y la mezcla Beau Nash le produjo picor en la nariz y al mismo tiempo le quemó el paladar. Pero continuó inhalando; el producto le despertó y permitió que sus sueños, sus nocturnos deseos, sus ansias esporádicas se condensaran en algo parecido a la racionalidad.
- ¡Iré! - se dijo a sí mismo -. Antes de morir, veré Marte.
Por supuesto, era imposible, y aun soñando, esto lo sabía muy bien. Pero la luz del día, el ruido habitual que hacía su esposa al cepillarse el cabello ante el espejo del tocador..., todas las cosas conspiraron repentinamente para recordarle lo que él era.
«Un miserable empleado asalariado», se dijo con amargura. Kirsten le recordaba tal circunstancia por lo menos una vez al día, y él no la culpaba por ello; era una labor de esposa lograr que el marido asentara los pies firmemente sobre la tierra. En la Tierra, pensó, y se echó a reír. La frase le hacia gracia.
- ¿En qué estás pensando? - preguntó la esposa, cuando entró en la cocina arrastrando por el suelo un pico de su larga bata color rosa -. Apuesto a que estás soñando de nuevo. Estarás en las nubes, como siempre. Tienes la cabeza llena de pájaros.
- Sí - respondió él, mirando por la ventana de la cocina hacia los taxis aéreos y demás artilugios volantes, así como a la gente que se apresuraba para acudir a su trabajo. Al cabo de un rato, también él estaría entre todas aquellas personas. Como siempre.
- Apuesto a que tus sueños tienen algo que ver con alguna mujer - dijo Kirsten, sonrojándose.
- No - contestó -. Con un dios. Con el dios de la guerra. Tiene maravillosos cráteres y en sus profundidades crece toda clase de vida vegetal.
- Escucha - dijo Kirsten, agachándose a su lado y hablando calurosamente, a la vez que abandonaba por unos instantes el tono normal y áspero de su voz -. El fondo del océano... «nuestro» océano, es infinitamente más bello. Lo sabes bien; todo el mundo lo sabe. Alquila para un equipo de branquias artificiales, pide una semana de permiso en el trabajo y podremos sumergirnos y vivir en uno de esos maravillosos lugares de recreo acuáticos que están abiertos todo el año. Y además...
La mujer se detuvo y añadió tras una breve pausa: - No me escuchas. Deberías hacerlo. Eso es mucho mejor que tu obsesión por Marte. ¡Ni siquiera me escuchas! ¡Cielo santo!, ¡estás condenado, Doug! ¿Qué va a ser de ti?
- Me voy a trabajar - dijo él, poniéndose en pie y olvidándose del desayuno -. Eso es lo que va a ser de mi.
La esposa lo miró con expresión dubitativa y dijo: - Cada día estás peor, más y más fantástico. ¿Adónde te va a llevar todo esto?
- A Marte - contestó, abriendo la puerta del armario para coger una camisa limpia.

Tras haber descendido del taxi, Douglas Quail caminó lentamente a través de tres abarrotadas calzadas especiales para peatones, dirigiéndose hacia aquel umbral moderno y atractivo. Allí se detuvo contemplando el tráfico de media mañana y con suma calma leyó el rótulo de neón. Ya en el pasado lo había leído muchas veces pero nunca desde tan cerca. Esto era diferente. Lo que hacía ahora era algo más. Algo que más pronto o más tarde tenía que suceder.
REKAL INCORPORATED
¿Era ésta la respuesta? Después de todo, sólo era una ilusión, quizá muy convincente, pero no dejaba por ello de serio. Al menos objetivamente. Pero subjetivamente... todo lo contrario.
Y, de todas maneras, en los siguientes cinco minutos tenía una cita.
Respirando profundamente cierta cantidad del aire medio envenenado de Chicago, atravesó a continuación el policromo umbral y se acercó hasta el mostrador de la recepcionista.
La rubia y bella muchacha del mostrador, de atractivos senos e impecablemente ataviada, le saludó con suma simpatía:
- Buenos días, señor Quail.
- Sí - replicó él -. Estoy aquí para tratar acerca de un curso Rekal, como usted sabe.
- Por supuesto - dijo la recepcionista, tomando un pequeño auricular que había a su lado.
Luego anunció:
- El señor Douglas está aquí, señor McClane. ¿Puede entrar ahora, o es demasiado pronto?
Surgieron del auricular unos extraños sonidos.
- Sí, señor Quail - dijo la joven -. Puede usted entrar; el señor McClane le está esperando.
Al avanzar el señor Quail con ciertas dudas, la muchacha le advirtió:
- Habitación D, señor Quail. A su derecha.
Durante unos instantes creyó haberse perdido, pero pronto encontró la habitación indicada. Se abrió la puerta automáticamente. Tras una enorme mesa de despacho, se hallaba un hombre de mediana edad, de aspecto afable y ataviado con un traje gris marciano de piel de rana; solamente aquel atavío hubiese sido suficiente para indicar a Quail que acababa de acudir a visitar a la persona más adecuada.
- Siéntese, Douglas - dijo McClane, señalando con una mano regordeta hacia una silla que había frente a su mesa de despacho -. ¿De manera que desearía ir a Marte? Muy bien.
Quail tomó asiento, sintiéndose muy nervioso.
- No estoy muy seguro de que esto valga la pena - dijo -. Cuesta mucho y realmente tengo la impresión de que no conseguiré nada.
«Cuesta tanto como ir allá», pensó.
- Usted tendrá las pruebas tangibles de su viaje - aseguró enfáticamente el señor McClane -. Todas las pruebas que necesite. Vea usted esto.
El hombre revolvió en un cajón de su impresionante mesa, y del interior de un gran sobre color marrón, extrajo una pequeña cartulina impresa en relieve.
- Se trata de un billete de viaje. Demuestra que usted ha hecho el viaje de ida y vuelta. Postales...
Sobre la mesa extendió cuatro fotografías tridimensionales a todo color, para que Quail las viese. Luego añadió:
- Película. Fotografías que usted tomó de algunos lugares típicos de Marte con una cámara de cine alquilada...
Mostró las fotos a Quail y continuó:
- ...Más los nombres de las personas que ha conocido usted, objetos de recuerdo que llegarán de Marte en el mes próximo, y pasaporte, certificados de las vacunas que se le hayan puesto, y algunos detalles más.
El hombre guardó silencio y miró agudamente a Quail. Luego, añadió:
- Sabrá usted que ha viajado, que ha ido allá. No nos recordará a nosotros, ni a mí, ni siquiera el haber estado aquí. Será en su mente un verdadero viaje, le garantizamos eso. Dos semanas completas de recuerdos hasta su más mínimo detalle. Y no olvide esto: si alguna vez duda usted de que realmente ha hecho el viaje a Marte, puede volver aquí y se le devolverá la cantidad cobrada, íntegramente. ¿Se da cuenta?
- Pero no habré ido - dijo Quail -. No habré ido, por muchas pruebas que ustedes me den de tal cosa.
Quail lanzó un profundo suspiro y añadió tras una breve pausa:
- Y jamás habré sido un agente secreto de la Interplan.
Le parecía imposible que la fabulosa memoria que inyectaba Rekal pudiese desarrollar aquella labor.... a pesar de lo que había oído decir a la gente.
- Señor Quail - dijo pacientemente McClane -. Como usted mismo nos explicó en su carta, no tiene oportunidad, ni la más ligera posibilidad de ir alguna vez a Marte; no puede usted permitírselo, y lo que es mucho más importante, nunca podrá usted llegar a ser un agente secreto para Interplan ni para nadie. No puede serio ni lo será jamás. Esta es la única forma de alcanzar..., bien, el sueño de su vida, ¿no tengo razón, señor?
McClane cloqueó con la garganta y añadió:
- Pero puede «haberlo sido y haberlo hecho». Nos preocuparemos de que así sea. Y nuestros honorarios son muy razonables.
Tras pronunciar sus últimas palabras, McClane sonrió animadamente.
- ¿Es tan convincente esa memoria inyectable? - preguntó Quail.
- Mucho más que la realidad, señor. Si de verdad hubiese usted ido a Marte como agente de la Interplan, ahora habría olvidado muchas cosas; nuestro análisis sobre los sistemas de la verdadera memoria (auténticos recuerdos de principales acontecimientos de la vida de una persona) demuestran que siempre se pierden muchos detalles, detalles que se olvidan y que jamás vuelven a recordarse. Parte de lo que le ofrecemos es que todo cuanto «plantemos» en su memoria jamás lo olvidará. La serie de imágenes e ideas que se le inyectarán cuando esté usted en estado de inconsciencia es la creación de grandes expertos, hombres que han pasado años en Marte. En cada caso verificamos los detalles en forma realmente exhaustiva. Aparte de que ha elegido usted un sistema muy fácil para nosotros; si hubiese usted deseado ser emperador de la Alianza de Planetas interiores o hubiera elegido Plutón para su viaje, hubiésemos tenido muchas más dificultades..., y, por supuesto, los honorarios habrían sido también muy superiores.
Llevándose una mano al bolsillo interior de su chaqueta para extraer la cartera, Quail dijo:
- Está bien. Ha sido la ambición de toda mi vida, y sé que realmente nunca la conseguiré. De manera que imagino que tendré que aceptar esto.
- No piense de esa forma - dijo McClane, severamente -. No está usted aceptando lo que podríamos llamar un segundo plato. La memoria real con todas sus vaguedades, omisiones, por no citar también sus distorsiones, sí que es en realidad un segundo plato.
McClane aceptó el dinero y oprimió un botón que había sobre su mesa. Luego, cuando se abrió la puerta para dar paso a dos hombres fornidos, añadió:
- Está bien, señor Quail. Irá usted a Marte como agente secreto.
McClane se levantó, estrechó la mano de Quail, húmeda a causa de los nervios, y concluyó:
- O mejor dicho, ya está usted en camino esta tarde a las cuatro y media regresará a la Tierra y un taxi le llevará hasta su vivienda, y como ya le he dicho, nunca recordará haberme visto o haber venido aquí; en realidad, ni siquiera sabrá nada de nuestra existencia.
Con la boca reseca por el nerviosismo, Quail siguió a los dos técnicos; lo que sucediese a continuación dependería de ellos.
«¿Llegaré a creer que realmente estuve en Marte? - se preguntó -. ¿Llegaré a estar seguro de que al fin logré la ambición de toda mi vida?»
Quail tenía la intuición de que algo, sin saber por qué, saldría mal. Pero ignoraba de qué podía tratarse.
Tendría que esperar para saberlo.

El aparato de comunicación interior de McClane, que le conectaba con el área de trabajo de la firma, sonó, y dijo una voz:
- El señor Quail está en este momento bajo, los efectos sedantes, señor. ¿Quiere usted supervisar esta operación, o seguimos adelante?
- Es de rutina - observó McClane. Puede usted continuar, Lowe; no creo que tenga usted ninguna dificultad.
La programación de la memoria artificial de un viaje a otro planeta -con o sin la adición de ser agente secreto- se realizaba en la firma con monótona regularidad. En un solo mes, McClane calculaba que probablemente se llevarían a cabo unas veinte veces; los viajes interplanetarios artificiales se habían convertido en pan diario.
- Lo que usted diga, señor McClane - respondió la voz de Lowe.
El aparato de comunicación interior guardó silencio.
Acercándose hasta la sección abovedada de la cámara situada detrás de su despacho, McClane buscó un paquete Tres y otro Sesenta y dos: viaje a Marte; espía secreto interplanetario. Luego regresó con ambos paquetes a su mesa de despacho, tomó asiento cómodamente, Y extrajo todo el contenido..., objetos y documentos que se depositarían en la vivienda de Quail mientras los técnicos de laboratorio se ocupaban en fabricar la falsa memoria.
Un localizador de ideas, y McClane pensó que aunque aquél era el objeto de mayor tamaño, también era el que les producía mayores beneficios económicos. Un transmisor tan diminuto que el agente podría tragárselo si le capturaban. Libro de claves que se parecían asombrosamente a uno auténtico..., los modelos de la firma eran extraordinariamente seguros: basados, siempre que era posible, sobre las verdaderas claves de Estados Unidos. Diversos objetos que no parecían tener aplicación alguna, pero que formarían, al unirse en la memoria de Quail, base sólida sobre su imaginario viaje: media moneda, ya antigua, de plata, y con un valor de cincuenta centavos, varias anotaciones de los sermones de John Donne escritas incorrectamente, cada una de ellas en un trozo de papel fino y transparente, varios sobrecitos de cerillas de bares de Marte, una cuchara de acero inoxidable en la que se leían grabadas las siguientes palabras: «Propiedad del Kibutsim Nacional de Marte», un diminuto rollo de alambre que...
Sonó, una vez más, el aparato de comunicación interior.
- Señor McClane, siento mucho molestarle, pero sucede algo raro. Quizá fuese mejor que viniese usted un momento. Quail está ahora bajo efectos sedantes; reaccionó bien bajo la narquidrina; está completamente inconsciente, pero...
- Voy ahora mismo.
Intuyendo alguna dificultad seria, McClane abandonó su despacho. Un momento después aparecía en la zona de trabajo. Sobre una cama higiénica yacía Douglas Quail, respirando lenta y regularmente, con los ojos cerrados parecía enterarse muy débilmente, sólo débilmente, de la presencia de los dos técnicos y del propio McClane.
- ¿No hay espacio para insertar falsos modelos de memoria? - interrogó McClane, con irritación -. Habrá suficiente para dos semanas; está empleado en la oficina de Emigración de la Costa Occidental, que es una agencia del Gobierno, y debido a ello indudablemente durante el año pasado habrá disfrutado de dos semanas de vacaciones. Repito que con eso será suficiente.
Los detalles menudos siempre molestaban a McClane. - Nuestro problema - dijo Lowe - es algo muy diferente. - Se inclinó sobre la cama y dijo a Quail -: Repítale al señor McClane lo que acaba de contamos.
Los ojos grises del hombre que yacía boca arriba sobre la cama miraron al rostro de McClane. Este los observó con atención. Su expresión se había endurecido y tenían un aspecto inorgánico, pulido, como piedras semipreciosas. McClane no estaba muy seguro de que le gustase lo que estaba viendo. Aquel brillo de los ojos era demasiado frío.
- ¿Qué desea usted ahora? - preguntó Quail, ásperamente -. Salgan de aquí antes de que los destroce a todos.
Estudió detenidamente a McClane y añadió: - Especialmente usted. Sí, está usted a cargo de esta operación de contraespionaje.
Lowe dijo:
- ¿Cuánto tiempo ha estado usted en Marte?
- Un mes - respondió Quail, con el mismo tono.
- ¿Y cuál fue su propósito al ir allí? - Exigió Lowe.
Los delgados labios de Quail se retorcieron un tanto, pero no habló. Finalmente, arrastrando las palabras hasta lograr que sonaran con evidente acento de hostilidad, dijo:
- Agente de Interplan. Ya se lo he dicho. ¿No graba usted todo cuanto se habla? Ponga en marcha esa cinta grabada para que la escuche su jefe y déjeme tranquilo.
Cerró los ojos. La dureza de las pupilas se esfumó.
McClane se sintió inmediatamente aliviado.
Lowe dijo calmosamente:
- Este es un hombre duro, señor McClane.
- No lo será - respondió McClane -. No lo será cuando de nuevo dispongamos que pierda su eslabón de memoria. Se mostrará tan dócil como antes.
Luego añadió, dirigiéndose a Quail:
- ¿De manera que ésa era la razón por la que tanto ansiaba ir a Marte?
Sin abrir los ojos respondió:
- Nunca quise ir a Marte. Me destinaron Y no tuve más remedio que Ir. Confieso que sentía curiosidad por ir. ¿Quién no la hubiese sentido?
De nuevo abrió los ojos Y miró a los tres hombres en particular a McClane. Luego murmuró:
- Buen suero de la verdad éste que usted tiene aquí. Me ha hecho recordar cosas que había olvidado completamente.
Hubo un silencio y luego murmuró, como si hablara para sí:
- ¿Y Kirsten? ¿Estaría complicada en todo esto? Un contacto de Interplan vigilándome... para tener la seguridad de que yo no recuperase la memoria... ¿podría ser? No me extraña que se burlara tanto de mis deseos de ir allá.
Muy débilmente, sonrió. La sonrisa más bien de comprensión, se desvaneció casi inmediatamente.
McClane dijo:
- Por favor, créame, señor Quail; hemos tropezado con esto enteramente por accidente. En el trabajo que nos...
- Le creo - respondió Quail.
Este último parecía cansado. La droga continuaba profundizando más y más en él.
- ¿Dónde dije que había estado? - interrogó -. ¿Marte? Es difícil recordar. Sé que me gustaría haberlo visto; y creo que también le gustaría a todo el mundo.
Pero yo...
Su voz se debilitó extraordinariamente, Y Musitó:
- ...yo, soy un simple empleado, un empleado que no sirve para nada...
Incorporándose, Lowe dijo a su superior:
- Desea una falsa memoria que corresponde a un viaje que realmente ha hecho. Y una razón falsa que es la verdadera razón. Está diciendo la verdad; está muy sumido en la narquidrina. El viaje aparece muy vivido en su mente, al menos bajo el efecto de los sedantes. Pero aparentemente no puede recordarlo en estado de vigilia. Alguien, probablemente en los laboratorios de ciencias militares del Gobierno, borró sus recuerdos conscientes; todo cuanto sabía era que ir a Marte significaba para él algo especial, lo mismo que ser agente secreto. Esto no pudieron borrarlo; no es un recuerdo sino un deseo, indudablemente el mismo que le impulsó a presentarse voluntario para tal destino.
El otro técnico, Keeler, dijo a McClane:
- ¿Qué hacemos? ¿Injertar un modelo de falsa memoria sobre la verdadera? No se puede predecir cuáles serán los resultados. Podría recordar parte del verdadero viaje, y la confusión producir un intervalo psicopático. Se vería obligado a retener dos sujetos opuestos en su mente, y hacerlo simultáneamente: que fue a Marte y que no fue. Que es auténtico agente de Interplan y que no lo es... Creo que debemos despertarlo sin realizar ninguna implantación de falsa memoria y sacarlo de aquí. Esto es un hierro candente.
- De acuerdo - respondió McClane.
Al asentir a la propuesta de Keeler se le ocurrió otra idea y preguntó:
- ¿Pueden ustedes predecir qué es lo que recordará cuando salga del estado de estupor?
- Imposible de predecir - respondió Lowe -. Probablemente albergue, a partir de ahora, algún débil recuerdo de su verdadero viaje, y también es muy probable que tenga serias dudas sobre su veracidad. Quizá decida que en nuestra programación hubo un fallo. También podría recordar haber venido aquí; esto podría borrarse si usted lo desea.
- Cuanto menos nos relacionemos con este hombre, mejor - dijo McClane - No debemos jugar con esto. Ya hemos sido lo suficientemente estúpidos, o infortunados, como para descubrir a un auténtico espía de Interplan, tan perfectamente camuflado que ni siquiera él mismo sabía quién era... o, más bien, quién es.
Cuanto antes se desembarazasen de aquel individuo que se hacía llamar Douglas Quail, sería mejor.
- ¿Piensa usted instalar los paquetes Tres y Sesenta y dos en su alojamiento? - preguntó Lowe.
- No - dijo McClane -. Y vamos a devolverle la mitad de los honorarios cobrados.
- ¡La mitad! ¿Por qué la mitad?
McClane respondió débilmente:
- Creo que es un buen arreglo.

Cuando el coche llegó a su residencia, situada en un extremo de Chicago, Douglas se dijo a sí mismo que, sin duda alguna, era una buena cosa haber regresado a la Tierra.
El largo período de estancia de un mes en Marte ya había comenzado a difuminarse en su memoria; solo le quedaba una vaga imagen de los Profundos cráteres, la omnipresente erosión de las colinas, de la vitalidad, del movimiento mismo. Un mundo de polvo donde pocas cosas ocurrían, un mundo en el que buena parte del día era preciso pasarlo comprobando una y otra vez las reservas de oxígeno. También recordaba las formas de vida, los modestos cactus color gris marrón y los gusanos.
De hecho se había traído de Marte varios ejemplares moribundos de la fauna de aquel planeta; los había pasado de contrabando por las aduanas. Después de todo, no constituían ninguna amenaza; no podían sobrevivir en la densa atmósfera de la Tierra.
Introdujo una mano en el bolsillo en busca del pequeño estuche que contenía los gusanos, pero en su lugar extrajo un sobre.
Al abrirlo descubrió, perplejo, que contenía quinientas setenta cartulinas de crédito en forma de billetes de bajo valor.
«¿De dónde ha salido esto? - se preguntó a sí mismo -. ¿Acaso no me gasté en el viaje hasta la última moneda que poseía?»
Junto con el dinero había una hoja de papel marcada con las palabras: «Retenida la mitad de los honorarios» y firmaba «McClane». La fecha era la del día.
- Recuerda - dijo Quail, en voz alta.
- ¿Recordar qué, señor o señora? - inquirió respetuosamente el conductor-robot del taxi.
- ¿Tiene una guía telefónica? - preguntó.
- Desde luego que sí, señor o señora.
Se abrió un pequeño compartimiento, y de su interior se deslizó una diminuta guía telefónica de Cook County.
- La redacción de esta guía es extraña - comentó Quail, al hojearla en sus páginas amarillas.
Sintió cierto temor. Hizo un esfuerzo para disimularlo, y luego dijo:
- Aquí está. Lléveme a Rekal Incorporated. He cambiado de idea, ya no quiero ir a casa.
- Sí, señor o señora - respondió el robot.
Un momento después, el taxi se lanzaba en dirección opuesta.
- ¿Puedo usar su teléfono? - preguntó
- Con sumo placer - dijo el robot, presentándole un lujoso teléfono con tridivisión en color, completamente nuevo.
Quail marcó el número de su vivienda. Y con una breve pausa, vio la imagen en miniatura, pero muy auténtica, de Kirsten en la pequeña pantalla del aparato.
- Estuve en Marte - le dijo.
- Estás borracho, o algo peor - replicó ella, retorciendo los labios irónicamente.
- Te estoy diciendo la verdad.
- ¿Cuándo? - preguntó Kirsten.
- No lo sé - dijo Quail, realmente confuso -. Creo que fue un viaje simulado. Por medio de un sistema de memorias extrarreales o como diablos se llame. Pero no tuvo resultado.
Kirsten dijo de nuevo:
- Estás borracho.
E inmediatamente colgó.
Quail lo hizo a continuación, sintiendo que se sonrojaba. «Siempre el mismo tono», se dijo a sí mismo, encolerizado. Siempre las mismas recriminaciones como si ella lo supiese todo y él nada. «¡Qué matrimonio!», pensó amargado.
Un momento más tarde, el taxi se detuvo junto a la acera de un edificio color rosa, pequeño, y muy atractivo. Un rótulo policromo de neón decía: «Rekal incorporated».
La elegante. recepcionista se sorprendió al principio, pero acto seguido se dominó para saludar:
- ¡Hola, señor ¿Cómo está usted? ¿Olvidó alguna cosa?
- El resto de los honorarios que aboné.
Más compuesta ya, la recepcionista dijo: - ¿Honorarios? Creo que se equivoca, señor
Estuvo usted aquí discutiendo la posibilidad de la realización de un viaje, pero... la muchacha se encogió de hombros y dijo, tras breve pausa:
- Tal y como tengo entendido, ese viaje no tuvo lugar.
Quail respondió:
- Lo recuerdo todo muy bien, señorita. La carta a Rekal, que inició todo este asunto. Recuerdo mi llegada aquí y mi visita al señor McClane. Y recuerdo, asimismo. cómo los dos técnicos de laboratorio me llevaron del despacho para administrarme una droga.
No tenía nada de extraño que la firma le hubiera devuelto la mitad de la cantidad desembolsada. No había dado resultado la falsa memoria de su viaje a Marte, al menos no enteramente, como se lo habían asegurado.
- Señor - dijo la muchacha -, aunque sea usted un empleado de poca importancia es usted un hombre de buen ver, y cuando se indigna estropea sus facciones. Si se sintiera usted mejor, yo podría..., bien, podría permitirle que me llevara a algún sitio.
Quail se puso furioso.
- La recuerdo a usted muy bien - dijo con tono de indignación -. Y recuerdo la promesa del señor McClane de que si recordaba mi visita a Rekal Incorporated me devolverían mi dinero en su totalidad. ¿Dónde está el señor McClane?
Tras una demora, probablemente tan larga como pudieron lograr, el señor Quail se encontró nuevamente sentado ante la impresionante mesa de despacho, exactamente como lo había estado una hora antes aquel mismo día.
- Poseen ustedes una maravillosa técnica - dijo Quail sardónicamente con enorme resentimiento -. Los llamados «recuerdos» de un viaje a Marte como agente secreto de Interplan son vagos y confusos, aparte de estar llenos de contradicciones. Y recuerdo claramente el trato que hice aquí con ustedes. Debería llevar este caso a la oficina de Mejores Negocios.
En aquellos momentos, Quail ardía de indignación. La sensación de haber sido engañado le abrumaba y había vencido su acostumbrada aversión a discutir abiertamente.
Con gran cautela, McClane dijo:
- Capitulemos, Le devolveremos el resto de sus honorarios. Admito que no hemos hecho nada en absoluto por usted.
El tono de las últimas palabras de McClane era de resignación.
Quail dijo, con tono acusador:
- Ni siquiera me han proporcionado los diversos objetos que, según ustedes, demostrarían mi estancia en Marte. Toda esa comedia que me contaron no llegó a materializarse en nada. Ni siquiera un billete de viaje. Ninguna postal. Ni pasaporte. Ningún certificado de vacuna, nada...
- Escuche, - dijo McClane -. Supongamos que le digo...
McClane se detuvo repentinamente y dijo al cabo de un breve silencio:
- Bien, dejémoslo así.
Hizo presión sobre el botón de la comunicación interior y añadió:
- Shirley, por favor, ¿quiere usted preparar un cheque por valor de quinientos setenta para el señor? Gracias.
Luego miró nuevamente a Quail.
Inmediatamente llegó el cheque; la recepcionista lo dejó ante McClane y, una vez más, desapareció, dejando solos a los dos hombres que continuaban mirándose fijamente desde ambos lados de la impresionante mesa de despacho.
- Permítame advertirle algo - dijo McClane, al firmar el cheque y entregárselo -. No hable con nadie sobre su..., bien..., sobre su reciente viaje a Marte.
- ¿Qué viaje?
- Bien, me refiero al viaje que ha hecho usted parcialmente. Actúe como si no lo recordara. Simule que jamás tuvo lugar. No me pregunte por qué, pero acepte mi consejo; será mejor para todos nosotros.
McClane había comenzado a sudar abundantemente. Hubo otra pausa de silencio, y añadió:
- Y ahora, señor Quail, tengo que trabajar con otros clientes, ¿comprende?
Se puso en pie y acompañó a Quail hasta la puerta.
Dijo al abrirla:
- Una firma que trabaja tan deficientemente no debería tener ningún cliente.
Acto seguido cerró la puerta a su espalda.

De nuevo hacia casa, en el taxi, reflexionó sobre la redacción de la carta que dirigiría a la oficina de Mejores Negocios, División de la Tierra. Tan pronto como tomase asiento ante su máquina de escribir lo haría; era su deber advertir a otras personas para que se alejaran de Rekal Incorporated.
Cuando llegó a su alojamiento, se sentó ante su máquina de escribir portátil, abrió los cajones y comenzó a buscar papel carbón, hasta que se dio cuenta de la presencia de una caja familiar. Una caja que él había llenado cuidadosamente en Marte con fauna, y más tarde la había pasado de contrabando por la aduana.
Al abrir la caja vio, sin acabar de creerlo, seis gusanos muertos y ciertas variedades de vida unicelular con las que se alimentaban los gusanos marcianos. Los protozoos estaban secos, casi hechos polvo, pero los reconoció inmediatamente; le había costado un día de trabajo recogerlos entre las grandes rocas de color oscuro. Recordaba que había sido un maravilloso viaje de descubrimientos.
«Pero yo no he ido a Marte» se dijo a sí mismo.
Sin embargo, por otra parte...
Se presentó Kirsten en la puerta de la habitación cargada con una cierta cantidad de verduras.
- ¿Cómo es que estás en casa a estas horas?
La voz de la esposa, con su eterno y monótono tono de acusación.
- ¿Fui yo a Marte? - preguntó Quail -. Tú debes saberlo.
- No, por supuesto que no has ido a Marte y también tú deberías saberlo. ¿Acaso no estás siempre hablando de que deseas ir?
Quail dijo:
- Te aseguro que creo que he ido ya. - Hubo un silencio, y Quail añadió luego: - Y a la vez, creo que no fui.
- Decídete entre una cosa u otra.
- ¿Cómo puedo hacerlo? - interrogó Quail, con una extraña mueca -. Los dos recuerdos están firmemente grabados en mi mente; uno es real y el otro no, pero no puedo diferenciar cuál es el auténtico y cuál es el falso. ¿Por qué no puedo confiar en ti? Tú les importas muy poco.
Su esposa podía hacer, al menos, aquello por él... aunque en lo sucesivo no volviese a hacer ya nada en su beneficio.
Kirsten dijo con voz monótona y controlada: - Doug, si no vuelves a ser una persona normal, hemos terminado. Voy a dejarte.
- Estoy en apuros - replicó con voz un tanto ronca -. Probablemente me encamino hacia un estado psicopático. Espero que no, pero puede que así sea. De todas maneras, eso lo explicaría todo.
Depositando en el suelo la cesta de las verduras, Kirsten caminó hacia el armario.
- No estaba bromeando - dijo con suma calma. Sacó del armario un abrigo, se lo puso, y regresó hasta la puerta para añadir:
- Te telefonearé uno de estos días. Esta es mi despedida, Doug. Espero que salgas pronto de todo esto. Realmente, lo deseo por tu bien.
- ¡Espera! - exclamó desesperadamente Quail -. Solamente dímelo para estar seguro. Dime si fui o no..., dime cuál de mis dos recuerdos es el verdadero, el real...
Al pronunciar estas últimas palabras, se dio cuenta de que también podían haber alterado los canales de su memoria.
La puerta se cerró. Finalmente, su esposa se había ido.
Una voz dijo a sus espaldas:
- Bien, todo ha terminado. Ahora levante las manos Quail. Y por favor, dé media vuelta para mirar hacia aquí.
Quail se volvió instintivamente sin alzar las manos.
El hombre que se hallaba frente a él vestía el uniforme color canela de la agencia policíaca Interplan, y su pistola parecía ser un modelo de las Naciones Unidas. Por alguna razón, aquel rostro era familiar a Quail; familiar en una forma borrosa que no acababa de localizar. Sin embargo, nerviosamente, alzó ambas manos.
- Usted recuerda su viaje a Marte - dijo el policía -. Conocemos todos sus actos de hoy y todos sus pensamientos.... en particular sus importantes pensamientos en el recorrido que hizo desde su casa hasta Rekal Incorporated. Tenemos un teletransmisor en el interior de su cerebro que nos mantiene constantemente informados.
Un transmisor telepático, aplicación del plasma vivo que se había descubierto en la Luna. Quail sintió un estremecimiento de aversión. Aquella cosa vivía dentro de él, en el interior de su propio cerebro, alimentándose, escuchando... Pero la policía Interplan usaba aquel procedimiento. Por lo tanto, era probablemente cierto, por muy deprimente que resultara.
- ¿Por qué a mí? - interrogó Quail, roncamente. ¿Qué era lo que él había hecho... o pensado? ¿Y qué tenla que ver todo aquello con Rekal incorporated?
- Fundamentalmente - dijo el policía Interplan -, esto nada tiene que ver con Rekal; es más bien un asunto entre usted y nosotros.
El policía señaló hacia uno de sus oídos y añadió: - Todavía estoy recogiendo sus procesos mentales mediante su transmisor telepático.
Se fijó en que el hombre llevaba en uno de sus oídos una especie de enchufe blanco de plástico. El policía continuó:
- De manera que debo advertirle que cualquier cosa que piense podrá emplearse contra usted.
El hombre sonrió. Hubo una larga pausa de silencio. Luego, siguió hablando:
- No es que ahora importen mucho ciertas cosas. Lo que sí es molesto es que, bajo los efectos de la narquidrina, en Rekal Incorporated usted relató ante los técnicos y el propietario, señor McClane, detalles de su viaje, adónde fue usted, para quién, y algunas de las cosas que hizo. Los dos técnicos y el señor McClane estaban muy atemorizados. Deseaban no haberle visto jamás...
Nueva pausa de silencio, y el policía concluyó: - Y tienen razón.
Quail dijo:
- Yo no hice jamás ningún viaje. Se trata solamente de una falsa memoria implantada en mí por los técnicos de McClane.
Pero inmediatamente pensó en la caja de su mesa de despacho que contenía formas de vida marcianas. Y recordó las dificultades y molestias sufridas para recogerlas. El recuerdo parecía real. Y la caja con aquellas formas de vida sin duda alguna era auténtica. A menos que McClane la hubiese instalado allí. Quizá aquella era una de las «pruebas» que había mencionado McClane tan alegremente.
«El recuerdo de mi viaje a Marte - pensó - no me convence. Pero desgraciadamente ha convencido a la agencia de policía Interplan. Creen que realmente fui a Marte y suponen que al menos lo hice parcialmente»
- No solamente sabemos que ha ido usted a Marte - añadió el policía, en respuesta a sus pensamientos - sino también que usted recuerda bastantes cosas como para constituir un peligro para nosotros. Y no vale la pena suprimir su recuerdo de todas las cosas, porque usted simplemente acudiría a Rekal Incorporated otra vez y reanudaría el experimento. Y tampoco podemos hacer nada contra McClane y su sistema porque no tenemos jurisdicción sobre nadie, excepto sobre nuestra propia gente. De todas maneras, McClane no ha cometido ningún delito.
El policía hizo otra de sus habituales pausas y añadió, tras mirar fijamente a Quail:
- Ni técnicamente, usted tampoco. Usted acudió a Rekal Incorporated con la idea de recuperar la memoria. Usted fue allí, y así lo consideramos, por las mismas razones que acude el resto de la gente.... gentes con vidas monótonas y oscuras: el ansia de aventura. Pero desgraciadamente, la vida de usted no ha sido ni monótona ni oscura, y ya ha disfrutado demasiadas emociones; la última cosa que necesitaba usted en este mundo era un curso de Rekal Incorporated. Nada hubiese podido ser más fatídico para usted o para nosotros. Y en realidad, también para McClane.
Quail preguntó:
- ¿Por qué es peligroso para ustedes que yo recuerde mi viaje..., mi supuesto viaje, lo que yo hice allí?
- Porque lo que usted hizo - respondió el policía Interplan - no está de acuerdo con nuestra intachable imagen pública paternal y protectora. Usted hizo, por nosotros, lo que nosotros jamás hacemos. Como usted recordará, gracias a la narquidrina. Esa caja de gusanos muertos y algas está en su mesa de despacho desde hace seis meses, desde que usted regresó. Y en ningún momento mostró usted la menor curiosidad hacia ella. Ni siquiera sabíamos que la tenía hasta que usted la recordó cuando se dirigía a casa desde Rekal; entonces vinimos aquí a buscarla... Vinimos dos a por ella.
Otro silencio y el policía añadió innecesariamente. - Sin suerte; no había tiempo suficiente.
Un segundo policía Interplan se unió al primero; los dos conferenciaron brevemente. Mientras tanto, pensó rápidamente. En aquel instante recordaba más cosas. El policía tenía razón acerca de la narquidrina. Ellos, Interplan, probablemente también la usaban. ¿Probablemente? Estaba seguro de que lo hacían. Había visto cómo se la administraban a un detenido. ¿Dónde había ocurrido tal cosa? ¿En algún lugar de la Tierra? Decidió que más probablemente en la Luna, al percibir la imagen que se perfilaba en su defectuosa memoria.
Y recordaba algo más. Las razones de «ellos» para enviarle a Marte; el trabajo que habla hecho.
No tenía nada de extraño que hubiesen purgado su memoria.
- ¡Oh, cielos! - exclamó el primero de los dos policías, interrumpiendo la conversación que sostenía con su compañero.
Evidentemente, acababa de captar los pensamientos de Quail.
- Bien, ahora el problema es mucho peor, mucho peor de lo que hubiésemos pensado.
Avanzó hacia Quail apuntándole con la pistola. - Tenemos que matarle - dijo -. Y ahora mismo.
Nerviosamente, su compañero dijo: - ¿Por qué ahora mismo? ¿Acaso no podemos enviarle a Interplan Nueva York y dejar que allí...?
- El ya sabe perfectamente por qué tiene que ser ahora mismo - dijo el primer policía.
El hombre también parecía sentirse muy nervioso, pero Quail se daba cuenta de que se debía a una razón muy diferente. Su memoria había vuelto a él casi repentinamente. Y por tal razón, entendía el nerviosismo del policía.
- En Marte maté a un hombre - dijo Quail -. Tras haberme desembarazado de quince guardaespaldas. Algunos de ellos armados con pistolas especiales, como lo están ustedes.
Quail había sido entrenado durante un período de cinco años por Interplan para convertirse en un asesino. Un asesino profesional. Conocía varias formas de desembarazarse de cualquier adversario armado.... como aquellos dos agentes de la policía, y el que mostraba el diminuto audífono también lo sabía.
Si se movía con suficiente rapidez...
La pistola disparó. Pero Quail ya se había movido hacia un lado, décimas de segundo antes, y al mismo tiempo había derribado al agente mediante un golpe de karate aplicado a la garganta con la velocidad del relámpago. En un instante se apoderó de su pistola y apuntó al otro agente, que se mostraba enormemente sorprendido.
- Captó mis pensamientos - dijo Quail, jadeando con vehemencia -. Sabía lo que yo estaba a punto de hacer, pero aun así, lo hice.
Medio tendido en el suelo, el agente golpeado murmuró:
- No usará, esa pistola contra ti, Sam; acabo de captar ese pensamiento suyo. Sabe que está acabado y no ignora que nosotros lo sabemos. Vamos, Quail...
Trabajosamente, lanzando algunos gruñidos de dolor, el agente se puso en pie. Luego, extendió una mano.
- La pistola - dijo a Quail -. No puede usted usarla, y si me la entrega, prometo no matarle; será usted juzgado ante un tribunal, y alguien que ocupe un alto puesto en Interplan decidirá. Así, pues, no lo haré yo... Puede que borren su memoria una vez más. No lo sé. Pero ya sabe usted por qué iba a matarle; no podía evitar que usted recordará cosas. De manera que, en cierto modo, mis razones para matarle ya son cosa del pasado.
Quail, sin soltar el arma, salió corriendo de la habitación, dirigiéndose al ascensor. «Si me seguís -pensó-, os mataré.» Los agentes no lo hicieron. Oprimió el botón del ascensor y se abrieron las puertas.
Se dio cuenta de que los policías no le habían seguido. Evidentemente, habían captado sus pensamientos y decidían no correr riesgos.
El ascensor, al sentir su peso, descendió. Había escapado... por el momento. Pero, ¿qué sucedería a continuación? ¿Dónde podría ir?
El ascensor llegó a la planta baja; un momento más tarde, Quail se unía a la multitud de peatones que caminaban apresuradamente por los canales especiales de las calzadas. Le dolía la cabeza y se sentía enfermo. Pero al menos había evitado la muerte; casi le habían asesinado en su propia casa.
Pensó que, probablemente, lo intentarían de nuevo. «Cuando me encuentren», pensó. Y con aquel transmisor en su cerebro no tardarían en descubrir su paradero.
Irónicamente, había logrado lo que pidiera a Rekal Incorporated. Aventura, peligro, policía Interplan, un viaje secreto y peligroso en el que él se jugaba la vida. Todo cuanto había ansiado como falsa memoria.
Ahora podían apreciarse las ventajas de que aquello fuera un recuerdo, pero nada más.

A solas, en un banco del parque, reflexionó mientras contemplaba los rebaños de peatones alegres y desenfadados, unos seres semipájaros importados de las dos lunas de Marte, capaces de emprender el vuelo aun en contra de la fuerte gravedad de la Tierra.
«Puede que aún pueda regresar a Marte», pensó.
Pero, y después, ¿qué? Las cosas serían mucho peor en Marte. La organización política cuyo líder había asesinado le localizaría en el mismo momento en que descendiera de la nave; allí le perseguirían en el acto tanto «ellos» como Interplan.
«¿Podéis escuchar mis pensamientos?», se preguntó. Fácil camino hacia la paranoia; solo allí, sentado, sintió cómo le controlaban, cómo grababan sus pensamientos, cómo discutían entre ellos...
Sintió un estremecimiento, se puso en pie, y caminó sin rumbo, con ambas manos metidas en los bolsillos. Se daba cuenta de que no tenía la menor importancia el lugar adonde pudiese ir. «Siempre estaréis conmigo - pensó - mientras tenga dentro de mi cabeza este dispositivo.»
«Haré un trato con vosotros - pensó para sí y para ellos -. ¿No podéis implantar una falsa memoria en mí otra vez, como lo hicisteis antes, para vivir una vida rutinaria olvidando que alguna vez estuve en Marte? ¿Algo que asimismo me haga olvidar totalmente haber visto un uniforme de Interplan y haber sostenido en la mano. una pistola?»
Una voz dentro de su cerebro respondió: «Como ya se le ha explicado cuidadosamente a usted, eso no sería suficiente».
Asombrado, Quail se detuvo.
«Comunicamos antiguamente con usted en esta forma - continuó diciendo la voz - cuando estaba usted operando en el campo, en Marte. Han pasado meses desde que lo hicimos por última vez; pensábamos, de hecho, que jamás tendríamos que volver a hacerlo. ¿Dónde está usted?»
«Paseando - respondió Quail -. Caminando hacia mi muerte.»
Y pensó para sí: «Provocado por las pistolas de vuestros agentes.»
Luego, preguntó:
«¿Cómo pueden estar seguros de que no sería suficiente? ¿Acaso no tienen resultado las técnicas de Rekal?»
«Como ya hemos dicho - respondió la voz -, si se le proporcionan a usted un conjunto de memorias normalizadas, usted se sentiría... intranquilo. Inevitablemente acudiría de nuevo a Rekal o quizá a cualquier otra firma competidora. No podemos pasar por eso dos veces.»
«Supongamos - dijo Quail - que una vez se cancelen mis auténticos recuerdos, se implante en mí algo más completo que una memoria normalizada. Algo que pudiese satisfacer mis ansias. Eso ya se ha demostrado; y probablemente ésa es la razón por la que ustedes me han contratado. Pero pueden inventar algo más, algo que sea igual. Fui el hombre más rico de la Tierra, pero finalmente doné todo mi dinero a fundaciones educativas. O fui, quizá, un famoso explorador espacial. Cualquier cosa por el estilo, ¿no valdría cualquier cosa de estas?
Hubo un largo silencio.
«Hagan la prueba - dijo Quail, desesperadamente -. Pongan a trabajar a sus famosos psiquiatras militares; exploren mi mente. Averigüen cuál es mi sueño más ansiado.»
Quail trató de pensar.
«Mujeres - murmuró a continuación -, miles de ellas, como las tuvo don Juan. Playboy interplanetario... Una querida en cada ciudad de la Tierra, Luna y Marte.
«Y luego abandoné, todo eso a causa del agotamiento. Por favor, hagan la prueba.»
«Entonces, ¿se entregaría usted voluntariamente? - Preguntó la voz en el interior de su cabeza. Si convenimos, y es posible tal solución, se entregaría?» Tras un breve intervalo de duda, respondió:»
«Si, correré el riesgo... con la condición de que no me maten.»
«Haga usted el primer movimiento - dijo la voz inmediatamente -, entréguese a nosotros e investigaremos esa línea de posibilidad. Sin embargo, si no lo podemos hacer, si sus recuerdos comienzan a surgir nuevamente como ha sucedido esta vez, entonces...»
Hubo otro silencio, y a continuación la voz concluyó:
«... Tendremos que destruirle. Esto debe usted comprenderlo. Bien, Quail, ¿todavía quiere usted probar?»
«SI», respondió.
De lo contrario, la única alternativa en aquellos. momentos era la muerte, una muerte segura. Por lo menos aceptando la prueba le quedaba una posibilidad de sobrevivir por muy débil que fuese.
«Preséntese en nuestro cuartel general de Nueva York - resumió la voz del agente Interplan -. En el 580 de la Quinta Avenida, planta doce. Una vez se haya entregado nuestros psiquiatras comenzarán a trabajar sobre usted. Haremos diversas clases de pruebas. Trataremos de determinar su último deseo por muy fantástico que sea, y entonces le llevaremos a Rekal y procuraremos que tal deseo se haga realidad en su mente. Y... buena suerte. Es evidente que le debemos algo. Actuó usted muy bien para nosotros.»
El tono de voz carecía de malicia; si algo expresaba, ellos -la organización- sentían simpatía hacia él.
«Gracias», dijo Quail.
Y acto seguido comenzó a buscar un taxi-robot.

- Señor Quail - dijo el psiquiatra de Interplan, hombre de edad madura y facciones graves -, posee usted unos sueños de fantasía realmente interesantes. Probablemente son algo que ni siquiera usted mismo supone. Espero que no le molestará mucho conocerlos.
El oficial de alta graduación de Interplan que se hallaba presente dijo bruscamente:
- Será mejor que no se moleste mucho al escuchar esto, si no desea recibir un balazo.
El psiquiatra continuó:
- A diferencia de la fantasía de desear ser un agente secreto de Interplan, que, hablando relativamente no es más que un producto de madurez, y que poseía cierto carácter plausible, esta producción es un sueño grotesco de su infancia; no tiene nada de particular que usted no lo recuerde. Su fantasía es la siguiente: tiene usted nueve años de edad, y camina a solas por un sendero del campo. Una variedad, poco familiar, de nave espacial, procedente de otro sistema estelar aterriza directamente frente a usted. Nadie en la Tierra, excepto usted, la ve. Las criaturas que hay en su interior son muy pequeñas e indefensas, algo parecidas a los ratones de campo, aun cuando están intentando invadir la Tierra. Docenas de miles de otras naves semejantes están a punto de ponerse en camino, cuando esta nave de exploración dé la señal.
- Y se supone que yo he de detenerlos - dijo Quail, experimentando una sensación mezcla de diversión y disgusto -. Simplemente de un manotazo o aplastándolos con el pie.
- No - replicó el psiquiatra, pacientemente -. Usted detiene la invasión, pero no destruyendo a esos seres. En su lugar, usted muestra hacia ellos amabilidad o piedad, aunque sea por telepatía - su medio de comunicación -, porque ya sabe usted a lo que han venido. Ellos nunca han recibido semejante trato por parte de un organismo vivo, y para demostrar su aprecio, pactan con usted.
Quail dijo:
- No invadirán la Tierra mientras yo viva, ¿verdad?
- Exactamente.
A continuación, el psiquiatra se dirigió al oficial de Interplan:
- Puede usted ver que encaja en su personalidad, a pesar de su falso desprecio.
- Así, pues, simplemente con seguir viviendo - dijo Quail, con creciente sensación de placer -, simplemente con seguir alentando, salvo a la Tierra de una invasión.
- Entonces, en efecto, soy el personaje más importante de la Tierra. Sin levantar un dedo siquiera
- Evidentemente, señor - respondió el psiquiatra - y conste que esto es una base en su Psique; ésta es una fantasía de infancia. Algo que, sin una terapia profunda y sin tratamiento de drogas, usted jamás habría recordado. Pero siempre ha existido en usted; se hallaba en estado latente, pero sin cesar jamás.
El jefe de policía se dirigió entonces a McClane, que se halla sentado, escuchando atentamente.
- ¿Puede usted implantar un modelo de esta clase en él?
- Manejamos toda clase de fantasía que pueda existir - dijo McClane -. Francamente, he oído cosas peores que ésta. Por supuesto que podemos hacerlo. Dentro de veinticuatro horas, no habrá deseado haber salvado a la Tierra. Será algo que creerá ha sucedido realmente.
El oficial de la policía dijo:
- Entonces ya puede usted comenzar su trabajo como preparación previa, ya hemos borrado en él el recuerdo de su viaje a Marte.
- ¿Qué viaje? - preguntó Quail.
Nadie le contestó, y así, aunque de mala gana, abandonó el asunto. Pronto se presentó un vehículo de la policía. El, McClane y el jefe de la policía subieron y se dirigieron hacia Rekal Incorporated.
- Será mejor que esta vez no cometa usted errores - dijo el jefe de la policía al nervioso McClane.
- No veo que haya nada que pueda salir mal - respondió McClane, sudando abundantemente -. Esto nada tiene que ver con Marte o con Interplan. Simplemente se tratará de la detención de una invasión de la Tierra procedente de otro sistema estelar.
McClane movió la cabeza, y tras una breve pausa de silencio, continuó:
- ¡Cielos, qué clase de sueños!
Y tras pronunciar estas últimas palabras, se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo.
Nadie dijo nada.
- En realidad, es conmovedor - añadió McClane.
- Pero arrogante - dijo el oficial de policía -. Porque cuando él muera volverá a presentarse la amenaza de invasión. No tiene nada de extraño que no lo recuerde; es la fantasía más grande que he oído en mi vida. Luego, miró a Quail con expresión de desaprobación. - ¡Y pensar que hemos anotado a este hombre en nuestra nómina!
Cuando llegaron a Rekal Incorporated, la recepcionista Shirley les recibió apresuradamente en la oficina exterior.
- Bien venido sea de nuevo, señor Quail - dijo la muchacha -. Siento mucho que anteriormente las cosas hubiesen salido mal; estoy segura de que ahora todo saldrá mejor.
Todavía enjugándose el sudor de la frente con el pañuelo, McClane dijo:
- Todo saldrá mejor.
Actuando con rapidez, llamó a Lowe y a Keeler, y les siguió, a ellos y a Quail, hasta la zona de trabajo. Después regresó a su despacho en compañía de Shirley y del jefe de policía. Para esperar.
- ¿Tenemos algún paquete preparado para esto, señor McClane? - preguntó Shirley, tropezando con él en su agitación y sonrojándose modestamente.
- Creo que sí.
McClane trató de recordar. Luego abandonó el intento y consultó el gráfico.
Decidió en voz alta:
- Una combinación de los paquetes Ochenta, Veinte y Seis.
De la sección de cámara abovedada que había tras su despacho extrajo los adecuados paquetes y los llevó hasta su mesa de despacho para examinarlos.
- Del Ochenta - explicó - una varilla mágica de curación, que le entregaron al cliente en cuestión, esta vez el señor Quail..., la raza de seres de otro sistema estelar. Una muestra de gratitud.
- ¿Todavía surte efectos? - preguntó el oficial.
- Lo hizo en otro tiempo - respondió McClane -. Pero él, bien, la usó hace años curando aquí y allá. Ahora sólo es un objeto. Aunque la recuerde vívidamente.
McClane cloqueó con la garganta, y luego abrió el paquete Veinte.
- Documento del secretario general de las Naciones Unidas, dándole las gracias por haber salvado a la Tierra; esto no es precisamente una cosa muy adecuada porque parte de la fantasía de Quail se basa en que nadie conoce la invasión, excepto él, pero en nombre de la verosimilitud lo incluiremos.
McClane inspeccionó el paquete Seis a continuación. ¿Qué significaba aquello? No lo recordaba; frunciendo el ceño, introdujo una mano en el interior de la bolsa de plástico, mientras que Shirley y el oficial de la policía le contemplaban con curiosidad.
- Escritura en un idioma extraño - dijo Shirley.
- Esto demuestra quiénes eran - dijo McClane - y de dónde llegaron. Se incluye un detallado mapa estelar señalando su vuelo y el sistema de origen. Por supuesto, lo han hecho «ellos» y él no sabe leerlo. Pero sí recuerda que se lo leyeron personalmente en su propia lengua.
McClane depositó los tres paquetes sobre el centro de la mesa de despacho, y añadió:
- Se debe llevar esto a la vivienda de Quail, para que cuando llegue a casa los encuentre. Y estas cosas confirmarán su fantasía. Procedimiento operativo normalizado.
Luego reflexionó sobre cómo irían las operaciones de Lowe y Keeler.
Sonó el aparato de comunicación interior.
- Señor McClane, siento mucho molestarle.
Era la voz de Lowe; McClane quedó como congelado cuando la reconoció. Quedó pasmado y mudo.
- Sucede algo y sería mejor que viniese usted a supervisar la operación. Como anteriormente, Quail reaccionó bien bajo la narquidrina, está inconsciente, relajado, y tiene buena recepción, pero...
McClane salió disparado hacia la zona de trabajo.
Sobre una cama higiénica yacía Douglas Quail respirando lentamente y con regularidad, con los ojos medio cerrados, y casi sin percibir a los que le rodeaban.
- Comenzamos a interrogarle - dijo Lowe, muy pálido - para averiguar exactamente cuándo situar el recuerdo-fantasía de haber salvado a la Tierra. Y cosa extraña...
- Me advirtieron que no lo dijera - murmuró Quail, con voz extrañamente ronca -. Ese fue el convenio. Ni siquiera se suponía que llegara a recordarlo. Pero, ¿Cómo podría olvidar un suceso como aquél?
- «Creo que fue difícil - reflexionó McClane -, pero lo hizo usted... hasta ahora.»
- Incluso me entregaron una especie de pergamino como muestra de gratitud - añadió - Lo tengo escondido en mi alojamiento. Se lo enseñaré.
McClane dijo al oficial de la policía, que le había seguido:
- Bien, le sugiero que no le maten. Si lo hacen, «ellos» regresarán.
- También, me entregaron una varilla mágica para curar - añadió con los ojos totalmente cerrados -. Así fue como maté a aquel hombre en Marte. Está en mi cajón, junto con la caja de gusanos y plantas ya resecas.
Sin pronunciar una sola palabra, el oficial de Interplan abandonó la zona de trabajo.
«Lo mejor que podría hacer ahora sería desembarazarme de esos paquetes-prueba», se dijo a sí mismo McClane, resignadamente.
Caminó, lentamente, hacia su despacho, pensando en que, después de todo, también debía desembarazarse de aquella citación del secretario general de las Naciones Unidas...
La verdadera citación probablemente no tardaría mucho tiempo en llegar.

_
FIN

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