LA ESTIRPE DE CAÍN
TINA ROSENBERG
TINA ROSENBERG
PROLOGO
de
Horacio Verbitsky
de
Horacio Verbitsky
Tina Rosenberg es una de las mejores periodistas norteamericanas, autora de
libros de investigación que no se quedan en la superficie y tratan de llegar al
corazón de los hechos. Así ocurrió con Children of Cain. Violence and the violent
in Latin America, sobre la sociedad, la guerrilla y la represión en las décadas de
plomo, y con The Haunted Land, acerca del postcomunismo en Europa Oriental,
que el año pasado obtuvo tanto el Premio Nacional del Libro de los Estados
Unidos como el Pullitzer. Lamentablemente ninguno de ellos ha sido traducido al
castellano, omisión que Página/12 comienza a salvar parcialmente hoy, con la
publicación del capítulo de Los Hijos de Caín dedicado a Alfredo Astiz y a la
Escuela de Mecánica de la Armada. Su actualidad no requiere mayor explicación.
Cuando se lo propuse, me pregunto qué podría agregar su trabajo, publicado en
1991, es decir antes de las confesiones de Pernías y Rolón, de Scilingo y de Astiz,
a todo lo que ya saben los argentinos acerca de la guerra sucia. Tal vez no
demasiado en cuanto a información sobre los hechos, aunque el capítulo no deja
de ser un buen resumen de lo sucedido, digno de figurar en cualquier biblioteca
argentina. Pero Tina Rosenberg tiene la distancia que a nosotros nos falta. Habla
con los sobrevivientes como ningún juez o periodista argentino lo hizo nunca.
Trata de entender, no de juzgar, y penetra en algunos rasgos de la sociedad
argentina con una profundidad iluminadora, aunque sea, posible disentir con más
de una de sus afirmaciones. Tal vez haya que esperar a que un intelectual como
Martín Grass se decida a escribir sus Memorias de Aquel Infierno para ir más allí
de donde Tina Rosenberg con tanta sutileza nos conduce. Por ahora, la lectura de
este relato ayuda a entender la guerra sucia y a sus actores, pero también a la
Argentina y sus mitos, como el de la isla de refinamiento del viejo mundo en un
océano de barbarie.
Así como Borges decía que en el Corán no hay camellos porque fue escrito por
árabes, ningún escritor argentino ha dado cuentas de cómo fue posible que las
cumbres del horror se alcanzaran en el que Tina Rosenberg llama "el país más
europeo y desarrollado de Latinoamérica" y por obra de la más civilizada y
aristocrática de sus Fuerzas Armadas", caballeros que se sentían llamados a
salvar el mundo occidental y despreciaban a los cabecitas negras. Sus diálogos
con ex prisioneras que no sabían si el oficial que golpeaba a la puerta de sus
celdas las iba a llevar a la mesa de tortura o a comer a la Recoleta; con almirantes
que se vanaglorian de no ser africanos y creen que hay un modo civilizado de
torturar y asesinar; con ex oficiales que cuentan cómo en la ESMA les enseñaron
a secuestrar y aplicar la picana eléctrica; con coroneles que narran la esencia
inhumana de la formación militar recibida durante generaciones; con militantes por
los derechos humanos para quienes Astiz llegó a ser una obsesión personal; con
el afable padre del marino que le abre las puertas de su casa; sus referencias al
espíritu de Cruzada que dominó a las Fuerzas Armadas en aquellos años; al uso
de la tortura como castigo más que como instrumento para obtener información; a
las influencias superpuestas del prusianismo germano, el colonialismo francés y la
contrainsurgencia estadounidense; al rol de la jerarquía eclesiástica en apoyo de
la masacre, y al ánimo rencoroso y vengativo que a partir del golpe de 1930
impregnó toda la política argentina, brindan un cuadro tan desagradable como
impresionante de nuestra sociedad, intolerante, necrofilica y feroz, que nadie
interesado en la verdad debería ignorar. Algunas de sus páginas son
estremecedoras, como la borrachera en la que el torturador y su víctima lloran
juntos la muerte de un militante que se suicidó para evitar el secuestro.
Astiz es una silueta borrosa que se va tornando más nítida a partir de los diversos
testimonios de quienes fueron sus amigos de infancia, sus camaradas en la
ESMA, sus víctimas o quienes intentaron llevarlo ante la Justicia. No es un
monstruo, anota, sorprendida, Tina Rosenberg, al avanzar en la comprensión de
un fenómeno más complejo que los lugares comunes con los que había iniciado
su itinerario. Amante de la música clásica y de la lectura, de los buenos cuadros y
de la escultura, fascinado por los prisioneros, con quienes se quedaba hablando
interminablemente en la ESMA, donde se sentía verdaderamente vivo, e incapaz
de dar un paso por fuera del sendero marcado por las órdenes, las jerarquías, los
prejuicios y las mentiras del útero institucional que lo contiene, Astiz va surgiendo
a medida que progresa el relato como un personaje cada vez más inquietante, no
un marginal en la Armada, sino su prototipo mismo, no un psicópata como el Tigre
Acosta, sino el buen marino que luchó por sus convicciones, capaz de las peores
atrocidades sin siquiera ese margen de duda que Aldo Rico definió de una vez
para siempre como la jactancia de los intelectuales.
El aporte de Tina Rosenberg, que no consiguió cambiar más que unas pocas
palabras ocasionales con su personaje, es fundamental para apreciar qué significa
la caída de Astiz, por obra de otra periodista, Gabriela Cerruti, que casi una
década después lo hizo hablar. Su fulminante separación de. las filas, simultánea
con el certificado de defunción del campo clandestino de concentración en el que
actuó, en ambos casos por decisión política acatada sin reparos por la actual
conducción naval, no son hechos menores. Por más que los fundamentos de la
baja hayan puesto el acento antes en lo que Astiz dijo que en lo que hizo, y a
pesar de la absurda propuesta de una conciliación imposible entre dos
concepciones antagónicas de la vida, la expulsión del prototipo y el fin de la ESMA
simbolizan la bancarrota de un modelo de oficial, de un tipo de organización y
formación militar, y el cierre de un período histórico. Pero la última página de este
libro nos recuerda una tarea pendiente, que la sociedad argentina no puede eludir,
para que ese cierre sea definitivo, para expropiar la sonrisa que tanto impresionó a
Tina Rosenberg en el rostro de Astiz y devolverla a quienes corresponde.
libros de investigación que no se quedan en la superficie y tratan de llegar al
corazón de los hechos. Así ocurrió con Children of Cain. Violence and the violent
in Latin America, sobre la sociedad, la guerrilla y la represión en las décadas de
plomo, y con The Haunted Land, acerca del postcomunismo en Europa Oriental,
que el año pasado obtuvo tanto el Premio Nacional del Libro de los Estados
Unidos como el Pullitzer. Lamentablemente ninguno de ellos ha sido traducido al
castellano, omisión que Página/12 comienza a salvar parcialmente hoy, con la
publicación del capítulo de Los Hijos de Caín dedicado a Alfredo Astiz y a la
Escuela de Mecánica de la Armada. Su actualidad no requiere mayor explicación.
Cuando se lo propuse, me pregunto qué podría agregar su trabajo, publicado en
1991, es decir antes de las confesiones de Pernías y Rolón, de Scilingo y de Astiz,
a todo lo que ya saben los argentinos acerca de la guerra sucia. Tal vez no
demasiado en cuanto a información sobre los hechos, aunque el capítulo no deja
de ser un buen resumen de lo sucedido, digno de figurar en cualquier biblioteca
argentina. Pero Tina Rosenberg tiene la distancia que a nosotros nos falta. Habla
con los sobrevivientes como ningún juez o periodista argentino lo hizo nunca.
Trata de entender, no de juzgar, y penetra en algunos rasgos de la sociedad
argentina con una profundidad iluminadora, aunque sea, posible disentir con más
de una de sus afirmaciones. Tal vez haya que esperar a que un intelectual como
Martín Grass se decida a escribir sus Memorias de Aquel Infierno para ir más allí
de donde Tina Rosenberg con tanta sutileza nos conduce. Por ahora, la lectura de
este relato ayuda a entender la guerra sucia y a sus actores, pero también a la
Argentina y sus mitos, como el de la isla de refinamiento del viejo mundo en un
océano de barbarie.
Así como Borges decía que en el Corán no hay camellos porque fue escrito por
árabes, ningún escritor argentino ha dado cuentas de cómo fue posible que las
cumbres del horror se alcanzaran en el que Tina Rosenberg llama "el país más
europeo y desarrollado de Latinoamérica" y por obra de la más civilizada y
aristocrática de sus Fuerzas Armadas", caballeros que se sentían llamados a
salvar el mundo occidental y despreciaban a los cabecitas negras. Sus diálogos
con ex prisioneras que no sabían si el oficial que golpeaba a la puerta de sus
celdas las iba a llevar a la mesa de tortura o a comer a la Recoleta; con almirantes
que se vanaglorian de no ser africanos y creen que hay un modo civilizado de
torturar y asesinar; con ex oficiales que cuentan cómo en la ESMA les enseñaron
a secuestrar y aplicar la picana eléctrica; con coroneles que narran la esencia
inhumana de la formación militar recibida durante generaciones; con militantes por
los derechos humanos para quienes Astiz llegó a ser una obsesión personal; con
el afable padre del marino que le abre las puertas de su casa; sus referencias al
espíritu de Cruzada que dominó a las Fuerzas Armadas en aquellos años; al uso
de la tortura como castigo más que como instrumento para obtener información; a
las influencias superpuestas del prusianismo germano, el colonialismo francés y la
contrainsurgencia estadounidense; al rol de la jerarquía eclesiástica en apoyo de
la masacre, y al ánimo rencoroso y vengativo que a partir del golpe de 1930
impregnó toda la política argentina, brindan un cuadro tan desagradable como
impresionante de nuestra sociedad, intolerante, necrofilica y feroz, que nadie
interesado en la verdad debería ignorar. Algunas de sus páginas son
estremecedoras, como la borrachera en la que el torturador y su víctima lloran
juntos la muerte de un militante que se suicidó para evitar el secuestro.
Astiz es una silueta borrosa que se va tornando más nítida a partir de los diversos
testimonios de quienes fueron sus amigos de infancia, sus camaradas en la
ESMA, sus víctimas o quienes intentaron llevarlo ante la Justicia. No es un
monstruo, anota, sorprendida, Tina Rosenberg, al avanzar en la comprensión de
un fenómeno más complejo que los lugares comunes con los que había iniciado
su itinerario. Amante de la música clásica y de la lectura, de los buenos cuadros y
de la escultura, fascinado por los prisioneros, con quienes se quedaba hablando
interminablemente en la ESMA, donde se sentía verdaderamente vivo, e incapaz
de dar un paso por fuera del sendero marcado por las órdenes, las jerarquías, los
prejuicios y las mentiras del útero institucional que lo contiene, Astiz va surgiendo
a medida que progresa el relato como un personaje cada vez más inquietante, no
un marginal en la Armada, sino su prototipo mismo, no un psicópata como el Tigre
Acosta, sino el buen marino que luchó por sus convicciones, capaz de las peores
atrocidades sin siquiera ese margen de duda que Aldo Rico definió de una vez
para siempre como la jactancia de los intelectuales.
El aporte de Tina Rosenberg, que no consiguió cambiar más que unas pocas
palabras ocasionales con su personaje, es fundamental para apreciar qué significa
la caída de Astiz, por obra de otra periodista, Gabriela Cerruti, que casi una
década después lo hizo hablar. Su fulminante separación de. las filas, simultánea
con el certificado de defunción del campo clandestino de concentración en el que
actuó, en ambos casos por decisión política acatada sin reparos por la actual
conducción naval, no son hechos menores. Por más que los fundamentos de la
baja hayan puesto el acento antes en lo que Astiz dijo que en lo que hizo, y a
pesar de la absurda propuesta de una conciliación imposible entre dos
concepciones antagónicas de la vida, la expulsión del prototipo y el fin de la ESMA
simbolizan la bancarrota de un modelo de oficial, de un tipo de organización y
formación militar, y el cierre de un período histórico. Pero la última página de este
libro nos recuerda una tarea pendiente, que la sociedad argentina no puede eludir,
para que ese cierre sea definitivo, para expropiar la sonrisa que tanto impresionó a
Tina Rosenberg en el rostro de Astiz y devolverla a quienes corresponde.
LA ESTIRPE DE CAIN
Trece años más tarde se siguen reuniendo, cada jueves a las tres y media de la
tarde, algunos cientos de personas congregadas para caminar lentamente en
círculo en Plaza de Mayo alrededor de una estatua de la libertad, con su espada y
su lanza. Llevan pañuelos blancos cruzados con las leyendas "Irene Krichmar,
Miguel Angel Butrón, Desaparecidos, 18/6/76, Argentina" o "José Valeriano
Quiroga, Desaparecido, 28/6/76". Con los años, a medida que fueron andando, la
palabra "desaparecido" se transformó en un verbo transitivo en el vocabulario
global, y las expresiones "ser desaparecido" y "hacer desaparecer a alguien" se
asentaban en la conciencia del mundo, ubicadas allí por sus hijos. Las Madres de
Plaza de Mayo estaban cada semana mas grises, más gordas y caminaban más
lentamente, pero estaban decididas a caminar en la plaza cada jueves hasta que
sus hijos aparecieran de nuevo, lo que significa que caminarían para siempre.
No todas eran madres. Algunas eran abuelas, maridos o esposas de los
desaparecidos, padres, hermanos, parientes de todas clase, y gente que llegaba
simplemente para mostrar su apoyo a las Madres de Plaza de Mayo. En los
primeros meses eran todas madres. Luego, a fines de la primavera de 1977,
cuando la Junta Militar tenía un año y medio y había hecho desaparecer a más de
6500 argentinos en lo que luego se conoció como la guerra sucia, apareció en la
plaza un joven rubio con cara angelical de niño de cinco años y sonrisa a lo
Kennedy. Explicó que su nombre era Gustavo Niño, que tenía 26 años y que era
estudiante, que venía de Mar del Plata -una ciudad a seis horas en auto de
Buenos A¡res- y que su hermano había desaparecido. Durante ese tiempo, había
60 mujeres de 40 y 50 años y un joven. Gustavo era, obviamente, de buena
familia. María del Rosario Caballero, una de las madres, me lo contó cuando la
conocí en 1988. Pero estaba lejos de su casa y su vida de estudiante era dura.
Llevaba el mismo suéter azul casi todos los días. "Siempre parecía un poco
aterrorizado, y nosotras cuidábamos de él. Rápidamente se convirtió en el favorito
de Azucena Villaflor, nuestra fundadora. La gente nueva que se unía al grupo a
veces pensaba que era su hijo", dijo Caballero. Las Madres habían elegido
caminar en la plaza frente al palacio presidencial, de manera que los miembros de
la Junta pudieran verlas desde sus oficinas. Era peligroso, y todavía más peligroso
para un joven, especialmente para alguien tan apasionado como Gustavo. Una
vez, se peleó a golpe de puños con un policía que trataba de desbandar una
manifestación.
Gustavo se lanzó a trabajar, siempre proponiendo más reuniones y slogans más
fuertes. Iba a todas las misas conmemorativas. Se integró con otro grupo de gente
-parientes de los desaparecidos, amigos y hasta dos monjas francesas- formado
con el fin de juntar dinero para publicar un aviso a página entera en La Nación, el
diario líder en la Argentina. El aviso -una respetable carta requiriendo información
acerca del paradero de los desaparecidos- iba a publicarse el 10 de diciembre de
1977, y se titularía "Sólo pedimos la verdad". El 8 de diciembre el grupo se reunió
para juntar los últimos pesos para el aviso en la Iglesia de Santa Cruz, una iglesia
de cemento marrón en un barrio de trabajadores. Gustavo llegó con una chica
rubia a la que presentó como su hermana. "¿Gustavito, qué estás haciendo acá? -
preguntó Caballero-. La iglesia está rodeada de desconocidos. Es peligroso, no
deberías estar acá"
"¿Cómo me voy a perder un día tan importante?", dijo Gustavo. Pasaron la bolsa
de la colecta. Luego Gustavo se levantó y dijo que salía para tomar un poco de
aire fresco. Mientras se iba, sacó algunos billetes de su bolsillo y los agitó,
haciendo señales a ciertos miembros del grupo. Los extraños que estaban dando
vueltas afuera entraron en la iglesia, con las armas desenfundadas.
"¡Arresto por drogas!", gritaron los hombres. Cinco Renault se detuvieron. Los
hombres metieron a los empujones en los coches a siete miembros del grupo, uno
de los cuales era una monja francesa de 43 años, la hermana Alice Domon, y
salieron velozmente.
Caballero estaba gritando. "¡Calláte, vieja loca! -gritó uno de los hombres desde
atrás-. ¿Querés venir con nosotros?"
"No pude ver si se llevaron a Gustavo", me contó Caballero. Unos días después
también desaparecieron Azucena Villaflor y otra monja francesa, Léonie Duquet,
de 62 años.
Más tarde, un testimonio de los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la
Armada indicaba que Villaflor, las monjas y el resto del grupo terminaron en las
cámaras de tortura de la ESMA. Mientras recibía shocks eléctricos, la hermana
Alicia preguntaba sobre el destino del "muchacho rubio".
"Estábamos seguras de que se llevaron a Gustavo", dijo Caballero. El jueves
siguiente, a la hora de siempre en Plaza de Mayo, las mujeres lo vieron, parado
contra una pared, semiescondido en las sombras. "Estábamos shockeadas -dijo-.
Se veía horrible."
"Tengo que hablar con ustedes", murmuró Gustavo.
"¿Estás loco? -dijeron las Madres-. Andate de acá, corré, andá, es demasiado
peligroso". Y Gustavo se fue.
Fue después de todo esto que un miembro del grupo que se exilió en Francia
escribió para decir que un hombre rubio, de cara angelical, con el nombre de
Alberto Escudero, se había juntado con una organización de solidaridad argentina
en París. "Pensamos que en realidad trabaja para la Marina", escribió la mujer; la
Marina tenía una célula en París que se infiltraba en los grupos de exiliados. La
mujer envió una foto. Alberto Escudero era Gustavo Niño.
Durante los años siguientes la cara de Gustavo Niño se volvió famosa en todo el
mundo. En 1981 una revista australiana publicó fotos de Gustavo, usando
entonces su nombre real, Alfredo Astiz, tomadas cuando era agregado naval en la
embajada argentina en Johannesburgo, Sudáfrica. Luego, en 1982, apareció una
foto del teniente Astiz, esta vez con barba, firmando un documento de rendición a
bordo del buque de guerra británico "Plymouth" después de la guerra de las
Malvinas. Otra foto: el teniente Astiz, aún con barba, con aire solemne, volando de
Londres a Buenos Aires luego de ser interrogado por los británicos. Y todavía otra
foto más: Astiz, ahora un teniente a cargo, de uniforme, en el asiento trasero de un
coche, en 1985, abandonando el edificio de Tribunales luego de que lo acusaran
por la desaparición de Dagmar Hagelin, una sueco-argentina a quien, según
parecía, le había disparado en la frente una mañana, la había puesto en el baúl de
un coche, y la había llevado a un campo de concentración. Y otra más: Astiz con
su uniforme blanco de la Marina, pasando detrás de Ragnar Hagelin, el padre de
la chica sueca, acusador y acusado.
Pero luego las fotos cambiaron; la sonrisa volvió: un Astiz muy tostado sobre una
reposera en la playa del Yacht Club de Mar del Plata, el cabello agitado al viento.
Astiz bailando en la discoteca Le Club, con la camisa arremangada. Astiz parado
en la playa del Yacht Club en traje de baño, charlando con otro oficial naval que
estuvo con él en las Malvinas. El teniente Astiz, en chaqueta y gorra blanca de la
Marina en el Día de la Armada, en mayo de 1988, fotografiado en Bahía Blanca,
donde había anclado su barco, el destructor "Hércules-: parecía un joven Robert
Redford que reía exhibiendo sus dientes al mundo.
Fue esta última foto, reimpresa en un diario chileno, la que un día llegó en Chile a
mi escritorio. La miré por mucho tiempo y ese día decidí intentar entender el
mundo de Alfredo Astiz: un ciudadamo del más europeo y desarrollado de los
países de Latinoamérica; un miembro de la más civilizada y aristocrática de sus
Fuerzas Armadas; el hijo de un padre oficial de la Marina y de una madre
holandesa de sangre azul; un amante de Van Gogh, de Calder y de la música
clásica; bien viajado, bien educado y bien leído; y oficial del departamento de
operaciones del grupo de tareas 3.2.2 durante la guerra sucia, el más notable
grupo de torturadores y asesinos de la Junta más notablemente asesina en la
historia contemporánea de Latinoamérica, y responsable personal y directo del
secuestro de cientos de personas que sufrieron torturas inimaginables y luego
desaparecieron para siempre.
Mientras que la violencia en Colombia tiene sus raíces en la falta de un orden
social y en la incapacidad del gobierno para poner reglas a una sociedad ruidosa y
caótica, en la Argentina la Junta que el 24 de marzo de 1976 llegó al poder gracias
a un golpe militar creó exactamente la situación opuesta. La Junta, que bautizó a
su gobierno "Proceso de Reorganización Nacional" o "el Proceso" -que es también
el título de la novela de Kafka-, asfixió a la Argentina a fuerza de orden social. Lo
ruidoso o caótico simplemente se evaporó en el aire. De todos modos, el problema
de raíz era el mismo: un desprecio por la ley y la política como modo de resolver
los problemas en países marcados por enormes contrastes sociales. Y los
resultados fueron los mismos. La Junta proclamaba su violencia como una guerra
contra la guerrilla, principalmente el grupo llamado los Montoneros, que retendía
adoptar el pensamiento nacionalista y populista de Juan Domingo Perón, el
general cuya presidencia en los años 40 y 50 dio forma a la Argentina moderna.
Pero la guerra sucia también eliminó a terroristas tan peligrosos como los
periodistas, los psiquiatras, los trabajadores sociales y los líderes sindicales de la
Argentina.
En 1981, cuando todo había terminado, un civil, Raúl Alfonsín, elegido presidente
de la Argentina en 1983, nombró a un grupo de eminentes argentinos para formar
la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). La
comisión envió a sus miembros por toda la Argentina, a España, México,
Venezuela y otros países para recoger testimonios, acumulando finalmente 50 mil
páginas. La comisión determinó que el gobierno había producido -o, mejor dicho,
no produjo- más de 9000 desapariciones. Se publicó una seleción de los
testimonios bajo el título Nunca más.
Nunca más es, como escribió el filósofo del derecho Ronald Dworkin en la
introducción a la versión en inglés, un relato desde el infierno: historias de
prisioneros cuyas heridas estaban infectadas con gusanos; una mujer que se
atravesó la lengua con los dientes por el dolor de los electroshocks; una violación
anal con varillas electrificadas de metal. En el testimonio de un hombre
encarcelado en Campo de Mayo, Archivo 2819, se lee:
"( ... ) a los prisioneros se nos obligaba a permanecer sentados sin respaldo en el
suelo, es decir, sin apoyarnos en la pared, desde que nos levantábamos, a las
seis de la mañana, hasta que nos acostábamos, a las 20. Pasábamos 14 horas
por día en esa posición... No podíamos pronunciar palabra alguna y ni siquiera
girar la cabeza. En una oportunidad, un compañero dejó de figurar en la lista de
los interrogatorios, y quedó olvidado. Así pasaron seis meses, y sólo se dieron
cuenta porque a uno de los custodios le pareció raro que no lo llamaran para nada
y siempre estuviera en la misma situación... Lo comunicó a los interrogadores, y
estos decidieron 'trasladarlo' -matarlo- esa semana, porque ya no poseía interés
para ellos. Este compañero estuvo sentado, encapuchado, sin hablar y sin
moverse durante seis meses, esperando la muerte."
Miriam Lewin tenía 19 años cuando fue capturada el 17 de mayo de 1977. Fui a
verla doce años más tarde. Había sido una de los prisioneros de Astiz. Era
estudiante en la Universidad de Buenos Aires y , miembro de la Juventud
Universitaria Peronista, una organización creada por los Montoneros que hacía
trabajo político en la universidad. Según otros prisioneros, Lewin era una
montonera de perfil bajo, aunque ella negara haber hecho algo más que trabajo de
organización política.
En todo caso, en el momento de su captura llevaba la píldora suicida de cianuro,
como hacían los Montoneros, y se la metió en la boca. Los soldados se la
arrancaron antes de que pudiera morderla. Miembros de la Fuerza Aérea la
llevaron a una prisión secreta y la torturaron en una pieza donde había pintada
una esvástica en la pared; Lewin es judía. Le ordenaron que escribiera una
autocrítica, arrepintiéndose de su activismo pas ado. Ella la escribió, y después la
leyó con peluca y anteojos frente a una cámara de televisión, como sus captores
le ordenaron. Por alguna razón, la Fuerza Aérea la destinó después a la Marina. El
26 de marzo de 1978, encapuchada, esposada y con los pies engrillados, la
metieron en el baúl de un coche y la llevaron a lo que posteriormente ella
descubrió que era la ESMA. Permaneció allí hasta el 10 de enero de 1979, cuando
fue puesta en libertad -o sea: se le permitió volver a su casa, cuidadosamente
vigilada, y se le exigió que pasara todo el año siguiente haciendo trabajos forzados
para la Marina-.
Me encontré con ella diez años después de su liberación, en su pequeño
departamento de un viejo edificio situado en un barrio de trabajadores en Buenos
Aires. Estaba tratando de encontrar tantos antiguos prWorteros, de la ESMA cosflo
pudiera, con la esperanza de entender la guerra sucia y a Astiz. Lewin, una mujer
pequeña, con pelo rubio por los hombros, trabajaba en Buenos Aires en la oficina
porteña de uno de los gobiernos de provincia de la Argentina, y en su tiempo libre
escribía para una revista de izquierda. Su departamento estaba ocupado por
tablas de skate, soldados de juguete y los gritos de sus dos hijos pequeños.
"Astiz me llevó a cenar", dijo.
No entendí. "¿Qué hizo?
"Me llevó a cenar. Fue cuando ya había sido liberada de la ESMA, pero todavía
me seguían vigilando. Astiz había sido transferido a la embajada en Sudáfrica,
junto al almirante Chamorro, el jefe de la ESMA. Un día pasó y me llevó a cenar y
a tomar un café en un bar de Belgrano.
-Mecontó que el almirante Chamorro lo invitó a cenar con otro oficial para que
pudieran conocer a la hija de Chamorro y a un amigo de ella. Chamorro decía:
'Ustedes los jóvenes tienen que pensar en casarse', guiñando el ojo todo el
tiempo. Cuando se pusieron a hablar sobre política, Astiz comenzó a exaltar a
Fidel Castro y a los montoneros pero hablando como si fuera en serio. La hija y su
amigo se escandalizaron. Finalmente, Chamorro concluyó que estaba
bromeando."
"¿La llevó a cenar para decirle eso?"
"Me dijo que quería despedirse. Dijo que me respetaba y creía sinceramente que
yo me había rehabilitado. Escribió sus direcciones en Sudáfrica y la de su familia
en Mar del Plata con tinta verde en una servilleta. 'En caso de que necesite algo,
dijo, "
Yo pensaba: no suena como si fuera un monstruo. Muchas cosas que Lewin me
contó acerca de su estadía en prisión me sorprendieron. Había sido torturada
físicamente sólo durante sus primeros días en los campos. Le habían dado trabajo
para hacer: que tradujera artículos. Le habían permitido llamar a su familia. Esta
no era la guerra sucia de la que me habían hablado. Antes de irme del
departamento de Miriam Lewin le pregunté, como hacía cada vez que veía a un
prisionero de esa época, si podía ponerme en contacto con otros que hubieran
estado allí dentro. Como Lewin, los otros me dijeron que a ellos les habían dado
trabajos para hacer y que oficiales de la Marina los habían llevado a cenar tanto
mientras estaban en la ESMA como después.
Medité sobre ello por unos días, y luego repentinamente me percaté de que las
historias que había recogido sobre la ESMA tenían todas algo en común: venían
de los sobrevivientes. Pero el propósito del campo de concentración no es el de
crear sobrevivientes, sino el de asegurar que muy pocas personas sobrevivan.
Cada prisionero que atravesó las puertas de la ESMA tenía asignado un número.
En los 92 meses de existencia de la ESMA los números se elevaron a 5000.
Varios cientos sobrevivieron: torturados, y liberados después de algunos días.
Poco menos de cien fueron, como Miriam Lewin, mantenidos durante años en un
infierno alucinógeno en el cual la línea entre prisioneros y guardias se
desdibujaba, sin poder nunca asegurarse si el oficial que tocaba la puerta los
llevaría a la mesa de tortura o afuera a comer un bife. Por razones que comprendí
más tarde, esas personas eran fundamentalmente montoneros. Los otros que
pasaban por la ESMA -entre 4000 y 4500 personas, la gran mayoría de las cuales
nunca habían tomado un arma- murieron durante la tortura o en los "traslados"
semanales. A cada prisionero que "trasladaban" le inyectaban Pentotal para evitar
que se resistiera, y para prevenirle el trauma psicológico a la tripulación de la
cuadrilla de¡ avión. Los miércoles -por alguna razón siempre eran miércoles- era
subido un prisionero a un avión Fokker como parte de un grupo de veinte y
arrojado al mar.
"Ahora usted me pregunta, ¿por qué debíamos gastar una inyección en esos
prisioneros? Pero lo hicimos", me dijo más tarde el almirante Horacio Mayorga. Su
intento de convencerme de que la Marina torturaba y mataba asus prisioneros de
un modo civilizado es consistente con el mito que los argentinos crearon sobre sí
mismos: que solamente un accidente de la geografía había puesto a los
argentinos -a los de ascendencia italiana, británica y española, con su piel blanca
y sus uñas manicuradas- en Latinoamérica, como una isla del refinamiento del
Viejo Mundo encallada en un mar bárbaro. Sus vecinos de herencia indígena y los
argentinos de piel oscura eran tratados con sorna como cabecitas negras. Los
militares se jactaban de sus raíces europeas y de su misión de salvar a la
civilización occidental. La Junta de la guerra sucia se consideraba a si misma una
junta de caballeros y el golpe "una acción consciente emprendida con
responsabilidad, y no motivada por interés o deseo de poder", según el anuncio
inicial del general Jorge Rafael Videla, presidente de la Junta.
De todas las armas de las Fuerzas Armadas, la Marina es tradicionalmente la de
clase alta. Así como la Argentina mira desde arriba a sus vecinos indígenas, así es
como los altos, blancos y bien educados marinos ven al Ejército y a la policía. Son
casi diplomáticos, los gentlemen de la Marina. Pero en la época en que cerró sus
prisiones, en noviembre de 1983, pocos días antes de que Alfonsín asumiera, el
campo de concentración de estos gentlemen, la ESMA, podía reclamar la
distinción de ser el campo de exterminio más grande de la guerra sucia.
La Escuela de Mecánica de la Armada, sobre la Avenida del Libertador, en
Buenos Aires, es blanca con un techo rojo de terracota. Los pinos son puntos en el
césped frente al pórtico ornado con cuatro columnas y coronado por el escudo de
la República Argentina. El campo de concentración en sí estaba ubicado en el club
de oficiales de la ESMA, un edificio de tres plantas con un sótano. Los prisioneros
dormían en el tercer piso y en el ático. El sótano estaba ocupado por una
enfermería, un laboratorio fotográfico y cámaras de tortura. Una de las salas de
tortura estaba insonorizada y, cuando no estaba ocupada de otro modo, servía
como sala audiovisual. Los oficiales dormían en el primer piso y en el segundo. En
el tercero estaba la bodega, un depósito gigante donde guardaban los bienes
robados de las casas de los prisioneros. Hacia fines de 1977 se instaló un grupo
de oficinas conocidas como "La Pecera", llamadas así porque las oficinas estaban
separadas por paredes transparentes de acrilico. La Pecera, monitoreada por un
circuito cerrado de televisión, era donde los prisioneros trabajaban.
Hablé con varias personas que habían sido torturadas en la ESMA. Una era María
Elisa Landín, una maestra de escuela que tenía 50 años en el momento en que
fue secuestrada. Los militares entraron a su casa cinco veces, buscando a su hijo
Martín, llevándose cosas de la casa en cada visita. En la sexta visita se llevaron a
Landín y a su esposo a la ESMA, donde ella fue torturada con electricidad
aplicada en los pechos y en la vagina y golpeada hasta que se desmayó. "Acá
nosotros somos los únicos dioses", decía su torturador. Más tarde la pareja fue
liberada. Poco después su hijo desapareció.
Landín creía que el motivo por el que la torturaron no era la búsqueda de
información -sus torturadores debían haberse percatado de que era improbable
que ella conociera el paradero de su hijo- sino el deseo de castigarla, quizá para
reducir el interés de su hijo en la política, quizá para alarmar a los otros, o quizá
simplemente para ilustrar quién era el amo y señor de su vida y de su muerte.
En los primeros años de la administración de Alfonsín el semanario de Buenos
Aires La Semana publicó dos largas entrevistas a Raúl Vilariño, que era un
suboficial en el departamento de operaciones del grupo de tareas 3.3.2. Su trabajo
no era torturar -eso correspondía a la gente de inteligencia- pero presenció la
tortura. Vilariño era un cabecita negra, un hombre de limitada estatura, fornido,
con piel oscura, proveniente de una familia pobre. Al cierre de la guerra sucia dejó
la Marina y desarrolló problemas de conciencia, lo que lo llevó primero a tocar las
puertas de La Semana y luego de Tribunales.
Esto es parte de lo que Vilariño dijo:
"Vamos a poner un 50 por ciento y un 50 por ciento. Del 50 por ciento que no era
culpable, vamos a suponer, un 25 por ciento tenía ideología, aunque por el hecho
de tener ideas, no vamos a decir que vaya a hacer mal a nadie...¿Cuántas veces a
usted lo mandan a hacer una diligencia y lleva bien anotado el número, y sin
embargo pregunta a ver si es ahí? Nosotros no podíamos preguntar si ahí vivía un
guerrillero ... Llega un momento que ya no se puede actuar cortesmente, por usar
una palabra ... Yo no le niego que se cometieron quinientos mil desmanes. Pero
esos desmanes eran porque los datos obtenidos no eran los correctos. También
pasaba que la gente, ante el miedo, oponía una cierta resistencia que era
malinterpretada por el grupo, que ya estaba psicológicamente preparado para ver
detrás de una puerta que se cerraba, quinientos rostros de guerrilleros y
quinientas bocas de armas.
Había una puerta en la que un individuo, una noche que estaba contento, había
escrito: "Camino a la felicidad". Detrás de esa puerta estaba la cámara de torturas,
picana eléctrica, un elástico de hierro de una cama conectado a 220, un electrodo
de cero a setenta voltios, silla, presnas y todo tipo de elementos que pudieran
servir para torturar. No se los puede imaginar: elementos cortantes, punzantes,
cámaras de bicicletas rellenas de arena para golpear sin dejar rastros... Muchos
de estos métodos fueron copiados de la Policía Federal...
¿A usted alguna vez le dió un golpe de corriente una heladera, la canilla del baño
o algún aparato eléctrico? Eso súmelo por cien y multiplíquelo por mil ... Eso es lo
que puede sentir una persona que está siendo torturada, que tal vez es culpable,
que tal vez no es culpable ... Yo le voy a contar un caso: una chica de diecisiete
años que se llamaba Graciela Rossi Estrada. Era una piba de aspecto muy triste
... Debido a que faltaba alguien del grupo, yo estaba ahí y pude comprobar cómo
era torturada. Comenzaron con los simples procedimientos de cualquier rufián de
película policial de poca monta: colillas de cigarrillos, manoseos, tiradas de
cabello, golpes, pellizcones. Como no se lograba obtener lo que se deseaba
escuchar aparentemente, y digo aparentemente porque tengo grandes dudas de
que las sesiones de tortura fueran lo suficientemente satisfactorias ya que más de
una vez se sindicaba a Fulano de Tal para que en la confesión dijese tal o cual
cosa, entonces, como decía, a eso de la media hora de estar golpeándola, la
llevaron a la picana eléctrica donde fue picaneada hasta que se desmayó.
Entonces, tomada con mucha delicadeza de los pelos por un individuo y por otro
de las piernas, fue tirada en una celda, donde se le arrojó un balde de agua para
que se hinchara. A las cuatro o cinco horas, el estado de la piba era deplorable
porque se había hinchado. Fue llevada nuevamente a la sala de torturas. Allí, en
ese momento, por Dios, por la madre y por todos los seres queridos que tenía, iba
a firmar hasta el asesinato de Kennedy y no sé si su intervención en la batalla de
Waterloo. Por eso digo que los datos obtenidos de la tortura no eran fehacientes la
mayor parte de las veces: se los acomodaba para ir justificando la gente que había
detenida.
Una vez le pregunté al padre Sosa (un sacerdote) si le parecía bien lo que
estábamos haciendo y él me dijo que había que pensar como un cirujano. Si había
que amputar el mal, no se podía estar pensando en la estética del paciente...
Era muy fácil ver cómo entraba un camión con leña, un camión con mercadería y
luego, otro camión con leña. Se tiraba la leña, se tiraban los cuerpos, se tiraba
más leña y se prendía fuego. Ahí también se quemaban vehículos que no
convenía que fuesen encontrados ... Mengele (apodo del médico) me comentó en
un momento que los cadáveres, a medida que se iban quemando, las
articulaciones se iban abigarrando hasta quedar así, todas como artrósicas.
Entonces me dijo: "La próxima vez les voy a cortar los tendones para que queden
mejor".
Bueno, uno de los sistemas lindos que tenía Mengele era una, cucharita, ¿no es
cierto? A las embarazadas se les introducía esa cucharita u otro instrumento
metálico en la vagina hasta que tocara el feto ... Entonces, se le daba la descarga
de 220. En una palabra: se pícaneaba a la criatura.
(pregunta) Y usted, ¿qué hacía ante semejantes atrocidades?
Y .. vomitar. ¿Qué quiere que haga?
¿Había quienes gozaban con eso?
Sí. Por supuesto que sí."
La experiencia de Vilariño era de alguna manera típica de la ESMA y de otra
manera no era para nada típica. Era típica en que otras personas habían
presenciado o sufrido los hechos que él presenció; el testimonio de los prisioneros
no dejaba dudas de que lo que Vilariño describió tuvo lugar. Y no cabe duda de
que todos en la ESMA sabían que estas cosas pasaban. Lo que no era típico que
todo esto llegara, se supiera. Debe haber habido muchos que no creían que todo
detenido era un- terrorista. Debe haber habido otros que cuestionaban, como lo
hizo Vilariño, la base entera de la ESMA. Pero siempre dejaban el asunto a la gran
sabiduría de la Marina. No era un asunto para civiles. Nadie más confesó sus
crímenes en una entrevista a treinta páginas para una revista nacional.
El grupo de tareas 3.3.2 tenía algunas docenas de integrantes en cada momento,
divididos en inteligencia, operaciones y logística. Sus miembros eran voluntarios, y
formar parte del grupo de tareas era considerado en la Armada en cierto modo
formar parte de una orden religiosa, por su rigor -vivían en la ESMA y podían
pasar la noche con sus famílias solamente tres veces al mes- y por el nivel de
comproníso requerido.
El grupo de tareas fue formado en mayo de 1976, dos meses después de que la
Junta tomara el poder. La Junta consideró que su tarea principal era matar a
aquellos que se opusieran a ella, una asignación básicamente puesta en práctica
por el Ejército y la Policía Federal. El representante de la Marina en la Junta, el
almirante Emilio Massera, creó el grupo de tareas para permitir que la Armada
participara en la "lucha antisubversiva" y para incrementar de ese modo su poder
respecto al de los otros servicios. El mismo Massera, llamado en clave Cero, salió
a la calle para ayudar en el primer y bautismal secuestro.
El departamento de operaciones del grupo de tareas conducía hasta seis misiones
por día, secuestrando prisioneros en la calle o entrando en sus casas. Luego,
operaciones debía vendar y esposar a cada prisionero y llevarlo a inteligencia.
Inteligencia debía torturarlo, habitualmente con una picana eléctrica. Un miembro
del departamento de operaciones debía estar presente para escuchar lo que la
víctima decia, por si acaso eso pudiera generar una nueva misión. Esta rutina, que
se hacía durante las 24 horas del día, enriqueció mucho el vocabulario argentino.
Entre las palabras que contribuyeron a este enriquecimiento estaban chupado
(secuestrado), traslado (tirar a la víctima desde un avión al río), mandado para
arriba (el mismo sentido) y dar máquina (aplicar la picana eléctrica).
No había trabajo sin gratificaciones. "Los muchachos deben ser compensados por
los riesgos que corren", decía Massera. Cuando un prisionero era chupado, sus
bienes también eran chupados, y terminaban en la Bodega, un depósito de libros,
aparatos de televisión, colchones, lavarropas, pinturas, muebles y ropas. Una
mujer que fue enviada a trabajar en la Pecera se encontró con su living entero -
sillas de mimbre, un sofá y un estéreo- que estaban ahora en servicio en la sala de
estar de la Pecera. Normalmente, los cargamentos de bienes que llegaban a la
ESMA no permanecían demasiado tiempo antes de partir hacia las casas de
varios oficiales de la Armada. Se decía que el contraalmirante Rubén Chamorro,
director de la ESMA, coleccionaba grabaciones de tango.
Hacia el final de 1976 el grupo de tareas comenzó un experimento seguramente
único en los anales de la represión. Algunos prisioneros, quizás una centena
(Miriam Lewin entre ellos), no fueron asesinados. Fueron dejados vivos con dos
propósitos: reinfiltrarlos en los Montoneros para capturar más colegas suyos, y
hacerles escribir discursos y producir materiales que sirvieran a los objetivos
políticos del almirante Massera. Era un plan que estaba a la altura de la audacia
de Massera, el de las cejas tupidas, la sonrisa de estrella de cine, el genio irónico,
el que escoltaba jóvenes actrices y amaba la vida nocturna, el que salió a navegar
una tarde con el esposo de su amante y volvió solo.
"Estaba bailando con Massera en una fiesta de Año Nuevo -me dijo una mujer, hija
de una familia de la Marina---. Para charlar, le pregunté si era verdad que todavía
seguía viéndose con cierta actriz. Sonrió y dijo: 'Querida, cuando termino con una
amante, la mando asesinar'."
"Di por sentado que estaba bromeando -dijo la mujer-, pero no estaba del todo
segura."
Massera se sintió enclaustrado en la gris burocracia de la Junta, escondido detrás
de la formalidad de cuello duro de Jorge Videla, el general del Ejército que era
presidente. Cuando la Junta adoptó una política económica thatcheriana
comparable a la del general Pinochet en el vecino Chile, Massera formó el Partido
de la Democracia Social (incluso intentó ser reconocido como el representante
oficial en la Argentina de la Internacional Socialista), que enfatizaba el populismo
al estilo de Perón, y creía que tenía el potencial necesario para convertirse en un
caudillo o en un hombre fuerte, a la manera de Perón.
Para que lo ayudaran, recurrió a los peronistas que estaban bajo su poder -los
guerrilleros montoneros capturados y sus simpatizantes dentro de la ESMA-. Ellos,
bajo amenaza de muerte, prepararon sus resúmenes de prensa y escribieron los
discursos, artículos, y scripts radiales que serían utilizados en los medios que
Massera controlaba. Massera podía usar a un prisionero montonero que había
entrado a la ESMA como un publicista político o bien hacerlo asesinar domo un
peligroso subversivo. O las dos cosas. En setiembre de 1978, cuando Massera
dejó la Junta, con sus ambiciones políticas intactas, reunió a los residentes de
larga data de la ESMA en el Salón Dorado de la planta baja para su despedida.
"Todos hemos vivido cosas desagradables -dijo a sus prisioneros Massera, con
traje de civil-. El hecho de que estemos en dos grupos diferentes es meramente
circunstancia¡. Espero que algún día nos encontremos nuevamente, con una taza
de café en la mesa entre nosotros!' Luego estrechó la mano de cada uno y caminó
hacia la puerta principal, y los miembros de su gabinete montonero fueron llevados
arriba e inmovilizados en sus grilletes de hierro y de madera.
"Era difícil de entender para nosotros --dijo Miriam Lewin diez años más tarde-.
Massera era tan increíblemente arrogante. Quería usar nuestras habilidades
técnicas y nuestra inteligencia para ganar apoyo popular. Pensaba que, como los
Montoneros y la Juventud Peronista habían tenido tanto éxito, nosotros éramos la
clave para hacer de él el nuevo Perón "
"¿Por qué colaboró usted con eso?, le pregunté.
"Lo hacíamos para conseguir seguir viviendo", respondió. Estaba cocinando
repollitos de Bruselas para sus hijos. "Comenzaré por el comienzo -continuó desde
la cocina-. Cuando llegué a la ESMA, transferida de la prisión de la Fuerza Aérea,
me llevaron a la Pecera y un oficial llamado Scheller me habló. Dijo que pensaban
que yo era recuperable y que, si me portaba bien, tendría algún contacto con mi
familia. Me llevaron al sótano. Pude escuchar voces de otros prisioneros que
estaban obviamente andando alrededor y vi gente lavando platos y trabajando en
un laboratorio fotográfico. No entendía qué estaba pasando."
Ella descubrió que había dos clases de prisioneros permanentes en la ESMA. El
Mini-Staff, un grupo pequeñísimo compuesto por los colaboradores reales: gente
se que había quebrado bajo tortura---o,en algunos casos, hasta antes de ser
torturada- y había delatado a sus compañeros, y que había salido a la calle con los
oficiales navales para señalar gente, volviéndose algunos de ellos más feroces
que los propios guardias en su colaboración. Algunos de esos prisioneros se
quedaron trabajando para la Marina años después. Coca Bazán, una montonera
de la línea dura, se casó después con el contraalmirante Chamorro, el jefe
también de línea dura de la ESMA, lo acompañó a Sudáfrica y, después de su
muerte, entró a un ashram en la India. Otra, Mercedes Carazzo, que guardó
silencio bajo tortura y durante los meses siguientes, finalmente quebró cuando el
grupo de tareas mató a su esposo. Luego se enamoró de su asesino, el teniente
Antonio Pernía, y comenzó a trabajar para la Marina, viajando con Pernía al centro
piloto de la Armada en París, donde había ido Astiz.
Los otros, como Lewin, componían el Staff. Esta gente no había delatado a sus
compañeros o lo había hecho sólo bajo tortura, contra su voluntad. Trabajaban
con la Marina haciendo traducciones o esciribiendo discursos pero nunca se
fracturaron ideológicamente. "Un oficial me preguntó qué sabía hacer, y yo dije
que Podía traducir inglés y francés -dijo Miriam Lewin-. Así me pusieron a trabajar
haciendo traducciones o escribiendo material Para Promocionar turismo que luego
sería usado por el Ministerio de Relaciones Exteriores, por las estaciones de radio
de onda corta del gobierno argentino, o por el Canal 13; todo lo que controlaba
Massera. Otra gente trabajó en la biblioteca, hizo taquigrafía y archivado, elaboró
material audiovisual o trabajó en el laboratorio fotográfico produciendo
documentos. A un prisionero le dijeron que escribiera la historia de los sindicatos
argentinos para mostrar que siempre habían sido infiltrados por subversivos."
Otros trabajaron para Massera afuera de la ESMA, administrando propiedades
robadas a los prisioneros.
"Vos aprendías a simular estar recuperado -dijo Lewin-. Ellos te incitaban a hablar,
y vos te arrepentías de haber hecho uso de la violencia, o decías que tus
anteriores jefes montoneros eran traidores que se fueron a vivir afuera y dejaron a
sus tropas en la Argentina como presa fácil." La mejor estrategia era no estar
demasiado convencido de manera inmediata, los hombres de la Marina no eran
tan estúpidos. Lewin y los otros miembros del Staff mentían veinticuatro horas al
día. Les mentían a sus captores y les mentían a sus compañeros prisioneros. No
podían confiar en nadie; ¿quién podía decir cuáles eran los prisioneros que
simulaban colaboración y cuáles eran los colaboradores reales? Eso era
verdaderamente el teatro de la guerrilla.
"Era riesgoso -dijo Lewin- Si te agarraban para que señalaras gente, empezaban
por llevarte en compañía de otro prisionero que era un colaborador real. Después,
¿qué pasaba si vos veías a alguien que conocías? Si no lo señalabas, el
colaborador real te quería cagar."
Su hijo se negaba a comer los repollitos de Bruselas. "¿Preferís zanahorias?", le
preguntó Lewin. Fue a la cocina para rallar zanahorias. Fijó su vista en un gran
muñeco con uniforme militar. Le pregunté qué clase de soldado era. "Un general",
respondió.
Lewin volvió. "Siempre debíamos ser muy cuidadosos para parecer recuperados.
Si algún loco quería que te enamoraras de él, vos te enamorabas de él. Era como
darle tu billetera a un tipo con una pistola' "
El loco número uno era el capitán de corbeta Jorge Acosta, que impulsaba el
grupo de tareas. Conocido como El Tigre, Acosta era claramente un psicópata. En
un minuto podía estar besando a una prisionera a través de la capucha, regocijado
al verla en la mesa de tortura de la ESMA, y al minuto siguiente moviendo el dial
de la picana eléctrica cada vez más alto, con la cara distorsionada por la
concentración.
Acosta, que padecía de insomnio, rondaba por la ESMA a la noche, despertando a
las mujeres a las tres de la mañana para contarles algunas ideas acerca de cómo
combatir a los montoneros, y ellas escuchaban, asintiendo a cada detalle, hasta
que él terminara. A cualquier hora de la noche un prisionero podía ser despertado
para sentir el aliento de un oficial cernirse sobre él, como si fuera un insecto en
una caja. En sus descansos, en lugar de ir al comedor de oficiales, los oficiales
navales iban seguido a la Pecera para tomar un café y hablar con los prisioneros.
A veces los hombres no iban a su casa a la noche, incluso cuando podían. En
parte porque eran dedicados cazadores de montoneros, pero en parte también
porque nunca antes habían conocido mujeres como las montoneras. Una noche
tres oficiales llevaron a cenar afuera a siete u ocho mujeres prisioneras. Las
prisioneras siempre estaban dispuestas a ir, para congraciarse con ellos y mostrar
cuán recuperadas estaban. Acosta estaba casi gritándoles en el restaurante.
"Ustedes saben que nuestras relaciones con las mujeres desde que las conocimos
a ustedes están prácticamente destruidas", dijo. Dijo que todos ellos estaban
casados con hijas de otros oficiales navales, mujeres que no sabían cómo hablar.
En cambio, las prisioneras podían hablar sobre libros, películas o política.
Pero las mujeres siempre decían lo que los hombres de la Armada querían
escuchar. Las simulaciones eran convincentes para los oficiales navales porque
muchos de los prisioneros realmente habían quebrado. Cuando hablé con los ex
montoneros, diez años después de su encarcelamiento, todavía estaban
horrorizados de que tanta gente entre sus filas -gente con años de activismo y de
entrenamiento ideológico- hayan delatado a sus superiores, a sus mejores
activistas, incluso a sus mejores amigos. "Nos sentíamos derrotados -dijo Lewin-.
En 1974 los que eran capturados no quebraban. Pensábamos que estábamos
creciendo; pensábamos que la gente estaba con nosotros. La situación era
diferente; la moral estaba alta. Más tarde comenzamos a sentir que cada persona
que caía era sólo una más de los miles que caían. Si tu jefe cayó antes que vos y
te delataba, y ya perdiste treinta y cinco amigos, tu esposo y tu hermano, en el
momento en que caés vos ya tenés un sentido de la muerte y de la derrota.
Después de un tiempo empezás a pensar, ¿cómo es que mi jefe colaboró y por
qué yo, que soy sólo un pobre soldado de infantería, no debería salvar mi vida?"
Pero la colaboración no era garantía de supervivencia. Mucha gente que quebró y
señaló compañeros fue asesinada. Muchos de los que no delataron a nadie
salieron vivos. Cuando Massera dejó la Junta en 1978, no tenía intenciones de
dejar su gabinete a su sucesor, el almirante Armando Lambruschini. Massera
todavía quería ser presidente y todavía necesitaba el trabajo esclavo de sus
prisioneros. Así, los prisioneros "recuperados- comenzaron a trabajar afuera, en
las instituciones controladas por Massera. Lewin fue a trabajar a una inmobiliaria
que administraba propiedades robadas a los otros prisioneros. Después fue a la
oficina de prensa del Ministerio de Bienestar Social, que estaba bajo la dirección
de Massera, y pasaba su tiempo preparando los resúmenes de prensa que
Massera leía cada día.
A medida que estaba cada vez más "recuperada", le daban más libertad. Primero
le permitieron llamar a sus parientes una vez por mes, luego más frecuentemente.
Después le fueron permitidas visitas nocturnas. Le pregunté por qué no escapó
durante esas visitas. "Yo también me lo pregunté en ciertos momentos -dijo-. La
respuesta es que teníamos lazos emocionales con los que estaban adentro, y
siempre nos decíamos 'si alguien escapa, van a mandar para arriba a cada uno de
los que están adentro'." Finalmente, todavía trabajando para Massera, todavía
viendo y visitando el staff de la ESMA, le permitieron vivir en un departamento.
Cuando ella y Carlos García, otro prisionero, decidieron casarse, le pidieron
permiso al comandante Luis D'Imperio, que había reemplazado a Chamorro como
jefe de la ESMA. En marzo de 1980 la pareja pidió autorización para visitar a la tía
de Lewin en Nueva York. Los autorizaron. Volvieron a la Argentina cuatro años
más tarde, después de la caída de la Junta.
Cuando el grupo de tareas 3.3.2 nació en mayo de 1976, el teniente Alfredo
Ignacio Astiz tenía 25 años. Recientemente graduado en la Academia Naval, se
alojaba en Mar del Plata, una ciudad de veraneo y base naval de la provincia de
Buenos Aires. Allí recibió instrucción sobre cómo atacar edificios, seguir a
sospechosos e infiltrarse en grupos sospechosos. Para Astiz y los otros
luchadores en la guerra antisubversiva, trabajar en el legendario grupo de tareas
era el cumplimiento de un sueño. Astiz pidió un traslado y en enero de 1977 entró
a la ESMA como miembro del departamento de operaciones.
Era bueno en su trabajo. Implicaba cierto riesgo -ocasionalmente tuvo que
secuestrar a quienes eran, de hecho, guerrilleros armados- y Astiz encabezaba
varias operaciones al día. Cuando le daban un día libre, preguntaba si algunos
turnos habían quedado sin cubrir y, si había alguno, se ofrecía a cumplirlo
voluntariamente. Rápidamente adquirió autonomía e influencia, liderando ataques
y secuestros y ayudando a planificar otros nuevos. Probablemente no torturaba -
eso recaía en los hombres de inteligencia- pero frecuentemente veía sesiones de
tortura para actuar rápidamente a partir de una nueva información que pudiera
surgir en las sesiones. Era físicamente fuerte, marcaba goles frecuentemente
cuando el equipo de fútbol del grupo de tareas jugaba contra el equipo de los '
prisioneros, y los demás pensaban que era valiente. Cuando lo mandaban a
encontrar a un subversivo, volvía con un subversivo. Volvía con cientos de ellos,
todos subversivos por definición, habiendo sido capturados por Astiz.
El 26 de enero de 1977, Astiz cometió un error que, junto a la infiltración en las
Madres de Plaza de Mayo, lo convirtió en un símbolo internacional de la guerra
sucia. Eran las 8 y 20 de una mañana de verano en El Palomar, en las afueras de
Buenos Aires. Astiz y otros siete oficiales de operaciones fuertemente armados
habían pasado la noche acechando la casa de Norma Susana Burgos, una líder
montonera que había sido secuestrada anteriormente. Buscaban a la compañera
montonera de Burgos, María Antonia Berger. Una mujer alta, rubia y atlética, que
parecía responder a la descripción de Berger, venía caminando hacia la casa. Los
hombres se aproximaron a ella, y ella empezó a correr. Sin advertir que no era
Berger sino Dagmar Hagelin, una suecoargentina de 17 años, Astiz fue tras ella.
"Cuando Dagmar llevaba más de 30 metros de sus perseguidores, el teniente
Astiz puso rodilla en tierra, extrajo su pistola reglamentaria y disparó (un solo
proyectil) sobre la adolescente, la que cayó de bruces en la calzada", confirmaron
los testigos en Nunca más. "Astiz corrió hacia la víctima y siguió apuntándole con
su pistola mientras el cabo Peralta apuntaba también con su arma a un vecino del
lugar, Oscar Eles, de profesión taxista, y le obligó a entregar el taxi. Movido el
vehículo hasta el lugar donde permanecía caída Dagmar, colocaron en el baúl el
cuerpo sangrante de la víctima."
Muchas cosas no quedan claras sobre la historia de Dagmar Hagelin. No está
claro si era una montonera de bajo nivel o sólo una simpatizante; vivía con un
amigo en un departamento que había alquilado con un nombre falso, y se pasaba
la tarde tipeando propaganda pro montonera. No está claro por qué los testigos
que inicialmente identificaron a Astiz como el hombre que le disparó cambiaron
más tarde su testimonio. Y no está claro qué pasó con Dagmar. Fue reconocida
por prisioneros en la ESMA, en una silla de ruedas, con la cabeza vendada,
imposibilitada de hablar. Vilariño, en su entrevista con la revista La Semana, dijo
que la vio en un instituto de rehabilitación de la Marina, en Mar del Plata. Y
después no se la vio nunca más.
El gobierno sueco pidió que Astiz fuese extraditado para someterlo a juicio.
Argentina se negó. Más tarde el gobierno francés también requirió la extradición
de Astiz para juzgarlo por el secuestro de las dos monjas. Dentro de la ESMA era
un secreto a voces que Astiz se había quemado -mala suerte por haberse topado
con los europeos- y se consideraba que los casos estaban demasiado calientes
como para discutirlos. Le susurraron a los nuevos prisioneros que no hablaran
sobre la chica sueca ni sobre las "monjas voladoras", como terminaron siendo
conocidas luego de haber sido puestas en el Fokker semanal y arrojadas al mar.
Astiz se sentía vivo en la ESMA. "Le encantaba hablar -recordó Elisa Tokar, una
prisionera que Astiz había capturado personalmente en una calle de Buenos Aires-
. Estaba siempre con nosotros en la Pecera cuando podía pasar su tiempo libre en
el club de oficiales. No lo queríamos con nosotros. Si estaba ahí, debíamos
simular que estábamos trabajando." Le gustaba especialmente hablar con los
prisioneros que venían de buenas familias y tenían buen educación, gente que,
pensaba, estaba culturalmente a su altura. "En París nunca me perdí los museos y
las exhibiciones", les decía a los prisioneros, y continuaba extendiéndose sobre
los móviles de Calder o su pied-á-terre en la Rue Lecorbe, pronuciando el francés
como Dios manda. Hablaba perfectamente inglés. Un tío en Holanda lo había
introducido en Van Gogh, a quien adoraba. Leía libros. Un amigo suyo me dijo que
encontró Nicaragua: tan violentamente dulce, un libro sobre la Nicaragua
sandinista del escritor izquierdista argentino Julio Cortázar, en el auto de Astiz.
Fue reconocido al salir de ver la película Rosa Luxemburgo.
"Solía hablarme de música -dijo Tokar-. A mí me encanta el rock. El odiaba el rock
y -amaba la música clásica. Hablábamos fundamentalmente de música, o me
preguntaba qué pensaba sobre algún acontecimiento político. Yo siempre traté de
decirle lo que quería escuchar. Odiaba al peronismo. Odiaba cualquier clase de
populismo."
Y odiaba al almirante Massera, que había bloqueado el ascenso de su padre al
grado de contraalmirante, varios años atrás. Era más que un resentimiento
familiar. Odiaba las ambiciones políticas de Massera, su populismo y su
corrupción. Odiaba la manera en que Massera y Acosta robaban. Astiz nunca
robó. Pensaba que Massera estaba traicionando a la Armada. El creía
fervientemente en la Marina, en su nivel cultural, en su tradicional código de
conducta y adhesión a la jerarquía y al orden. "Era un pequeño señor marinero, un
gentleman inglés -dijo Tokar---. Era muy superior con sus subordinados y muy
respetuoso de sus superiores. Y solía decir usted cuando hablaba con los
prisioneros más viejos."
"Un día estábamos viendo televisión, y apareció un médico negro de Estados
Unidos --dijo Miriam Lewin-. Pienso que era un funcionario de la Sociedad del
Cáncer. Astiz dijo con desprecio:
'Ni siquiera puede hablar un inglés decente. Es el complejo de culpa
norteamericano el que pone a los negros, como este tipo, en posiciones
importantes. Pero los negros no tienen cerebro para eso. Miren a África. El único
país en África que está desarrollado es Sudáfrica'. Menospreciaba de modo
semejante a los cabecitas negras. Siempre decía que no les gustaba trabajar, que
gastaban todo lo que ganaban en alcohol. Como no trabajaban, no podían
progresar." Astiz dedicaba días enteros a explicar sus teorías sociales a los
prisioneros, asegurándose todo el tiempo --- con una resolución creciente- que
tenía razón. Desdeñaba a Jimmy Carter, cuyos experimentos con los derechos
humanos estaban haciendo peligrar al mundo capitalista. Margaret Thatcher era
su líder ideal. El telegrama de congratulaciones que le mandó en su victoria
electoral volvió para atorrnentarlo cuando, cinco años después, firmó la rendición
incondicional en la guerra de las Malvinas a bordo de un barco inglés.
En su libro La pista suiza, Juan Gasparini, un compañero de escuela de Astiz,
contó sus impresiones de cuando lo encontró veinte años más tarde en la ESMA,
donde los caminos tan divergentes de ambos desembocaban en una especie de
reencuentro. Uno de los sobrenombres de Astiz era El Rubio. "¿Por qué voy a
mentir?', escribió Gasparini. Su antiguo compañero era un hijo de puta, "pero
digamos que conmigo El Rubio fue un tipo diferente". Astiz concertaba llamados
telefónicos a la familia de Gasparini y logró liberarlo del campo de concentración
luego de veinte meses -once de los cuales los pasó engrillado-, a pesar del hecho
de que Acosta ya lo había marcado para "traslado".
Un sábado por la noche, cuando Astiz era el oficial de mayor rango a cargo, fue a
la celda de Gasparini y llamó a un suboficial para sacarle los grilletes. "Yo me
hago responsable", dijo Astiz, y lo llevó en auto a Gasparini al centro. La primera
parada fue en una librería. "Compráte lo que quieras. Te vas a volver loco en el
camarote ése donde estás". Astiz pagó. Luego, a instancias de Astiz, fueron a La
Paz, el bar de referencia de la contracultura izquierdista de Buenos Aires. Astiz
bebía un cognac tras otro, y los dos hablaron de libros, de rugby, de política y de
guerra.---Amí no me tenés que versear -dijo Astiz-. Acá los dos hablamos a calzón
quitado. A vos te conozco, y vos sabés que yo no te voy a hacer nada. Cuando te
lavan el cerebro con esa historieta de la justicia social, no hay arreglo. ¿O te creés
que soy como el Tigre, que se le ha puesto que con sacarlos a cenar y
comprándoles un par de pilchas les va a cambiar la manera de pensar? En el
fondo vos sos lo mismo, aunque con lo que te pasó y con lo que has visto, no te
vas a meter más en ninguna aventura rara. No tenés necesidad de decirme que no
pensás igual ni parecido porque no hace falta. Vos sabés muy bien que yo no soy
el Tigre. Todos saben que lo detesto. Como a Massera, que le cortó la carrera a
mi viejo. El Tigre es un enfermo. Pero por más que esté medio loco, coincidimos
en algo, lo que es eficaz: hay que terminar de matar a todos los irrecuperables,
porque si quedan dos o tres vivos, dentro de unos años el baile empieza de vuelta.
Vos quedate tranquilo que salís. Mientras esté yo, por más que el Tigre no te
trague, no te hagas problemas. Acá vamos a decidir las libertades dentro del GT.
Lo que digan de arriba no corre. Ya vas a ver.
-Y lo vi", escribió Gasparini. "Y fue así
Cuando Silvia Labayru, la prisionera que simuló ser la hermana de Astiz cuando
se infiltró en la Madres de Plaza de Mayo, tuvo un bebé, Astiz se la llevó de la
prisión para registrarlo, presentándose como el marido, falsificó la firma del
hombre, y despues le dio el bebé a su abuela. Se llevó a otra prisionera para que
viera a su padre moribundo y luego la escoltó en el funeral. Años después, cuando
la mujer testificó contra él en los juicios durante el gobierno de Alfonsín, Astiz le
dijo a sus amigos que se sentía shockeado y traicionado.
"Desgraciadamente necesitábamos símbolos -dijo Elisa Tokar-. Lamento que haya
sido Astiz. Preferiría que hubiese sido Acosta.
"Tenia una mejor relación con aquellos prisioneros que no se quebraban bajo
tortura --dijo Carlos García-. A Acosta le gustaban aquellos que se quebraban; le
gustaba ver a la gente arrodillada. Astiz no era así. Tenía una mala relación con
los colaboradores en el Mini-Staff. Recuerdo que una vez salió a una reunión en
donde iba a estar con un colaborador que iba para identificar gente. Hubo un
problema y la reunión terminó en un tiroteo. Más tarde, el colaborador le dijo a
Astiz: 'Estaba tan preocupado. Pensé que le había pasado algo'. Astiz me lo contó
tiempo después. Me dijo: 'Cuatro horas antes era un gran soldado montonero.
Ahora está preocupado por mí y no por sus compañeros. Me da asco'."
"Era una especie de enemigo digno para nosotros -dijo Lewin-. No era corrupto.
No violó. Peleaba contra la subversión y el comunismo, no trataba de hacerse rico.
Su visión del mundo era la de un Neanderthal, pero estaba convencido de lo que
estaba haciendo. Estaba ahí para 'salvar' a su país."
"No comparto la idea de un 'enernigo digno' -dijo Graciela Daleo, una de las
montoneras más duras-. Un enemigo respetable debería haber peleado
limpiamente o habernos juzgado en los tribunales. Astiz pudo no haber disfrutado
la represión, pero era parte de un sistema que secuestraba gente indefensa, la
mantenía en condiciones inhumanas y la mataba."
Por lo menos una persona más en Buenos Aires compartía mi fascinación por
Alfredo Astiz. Horacio Méndez Carreras es ahogado. El 20 de diciembre de 1983,
diez días después de que Alfonsín hiciera su juramento como presidente, Méndez
Carreras recibió un llamado del gobierno francés pidiéndole que abriera un caso
contra Astiz por el asesinato de las monjas. Al año siguiente consiguió otro cliente,
el gobierno sueco, interesado en el caso de Dagmar Hagelin. Comenzó estos
casos mientras Alfonsín llevaba a juicio a los miembros de la Junta, pero veía al
mismo tiempo cómo las posibilidades de justicia se iban reduciendo a medida que
las Fuerzas Armadas hacían todo lo que Podían para bloquear los juicios.
Obligaron a Alfonsín a pasar, en 1986, la Ley del Punto Final, que establece un
final para los juicios y en 1987 la Ley de Obediencia Debida, que exoneraba a los
oficiales de los rangos inferiores con el argumento de que solamente habían
estado cumpliendo órdenes. Con la Ley de Obediencia Debida, las posibilidades
de justicia desaparecieron enteramente.
"Montgomer y tenía una fotografía de Rommel sobre su escritorio. Yo tenía una
foto de Astiz", dijo Méndez Carreras. En la foto, tomada de una revista, Astiz
aparece con un suéter rojo, sentado en el reservado de un restaurante, con la
cabeza entre las manos. El 5 de junio de 1987, el día en que la Obediencia Debida
llegó a ser ley, Méndez Carreras quemó la foto.
La primera vez que lo vi a Carreras, en agosto de 1988, todavía estaba trabajando
en un caso relacionado con la ESMA. Los comandantes regionales, la gente que
le había dado órdenes al director de la ESMA, Rubén Chamorro, tenían un rango
suficientemente alto como para caer fuera de la jurisdicción de las leyes de
Obediencia Debida y del Punto Final; todavía podían ser juzgados. Para cuando
volví, un año después, el nuevo presidente, Carlos Menem, había terminado hasta
con los juicios de los oficiales de alto rango; ya no era posible hacer prosperar una
sentencia contra Astiz o contra la ESMA. La Armada promovió a Astiz y, protectora
del hombre muchas veces considerado como un símbolo del joven oficial heroico
(y ansiosa por refregárselo en las narices a Alfonsín), le asignó felicitar a los
chicos en el destructor "Hércules" el Día de la Armada. Para Méndez Carreras,
Alfredo Astiz era ahora sólo un hobby.
Mendez Carreras y yo pasamos tardes enteras en el pequeño estudio que
comparte con otro abogado, intercambiando anécdotas, jugando al "¿Qué más
sabés?", y leyendo transcripciones de los juicios. "Está terriblemente preocupado
por el efecto que esto tiene en su posición social", dijo Méndez Carreras. "Va a los
partidos de polo. En Bahía Blanca pertenece al Golf Club, y siempre está rodeado
por jóvenes que lo tratan como a un héroe. Les enseña buceo' "
"Tiene un departamento en Buenos Aires --continuó-. Hipotecó por segunda vez
su departamento para que su cuñado pudiera comprarse un coche. ¡Qué altruista!"
Yo tenía que reírme frente a la cantidad de trivialidades que Méndez Carreras
conocía de Astiz. "¿Sabía usted que, cuando era agregado naval en Sudáfrica, fue
condecorado dos veces por el gobierno sudafricano? Amaba Sudáfrica y siempre
hablaba de lo mucho que admiraba al país. Allí compró un BMW."
La última vez que vi a Méndez Carreras, mencionó que Astiz probablemente iría a
un partido de polo el fin de semana siguiente para ver al hijo de un amigo mutuo.
"Voy a ir -dijo---. Voy a ponerme un disfraz de gaucho con un gran sombrero, y
cuando esté cerca de él, voy a acercarme y le voy a decir: 'Sólo quiero saber una
cosa, Alfredo. ¿Dónde están las monjas? ¿Están en el mar o están enterradas en
algún lugar? ¿Dónde están las monjas?" No tuvo la oportunidad de hacerle estas
preguntas; el partido se suspendió por lluvia.
"Sueño con él -dijo Méndez Carreras-. Tuve un sueño en el que a él lo juzgaban, y
Dagmar estaba en una cuna a su lado. Fui a hablarlo con un analista."
Torné el tren a Mar del Plata, donde nació Astiz y donde todavía vive su familia.
En verano Mar del Plata es un balneario, repleto de gente de vacaciones; pero en
invierno es descolorida y lluviosa, y sólo se ven dos surfistas y algunos perros en
la playa.
La casa donde nació Astiz -el 17 de noviembre de 1950- es una modesta casa de
dos plantas de ladrillo y piedra blanca, ccoonn uunn balcón en balaustrada.
Su familia se había mudado seis años antes a otra parte de la ciudad, a un barrio
de familias de oficiales navales jubilados. La nueva casa de la familia es moderna,
con un jardín de rocas y una ventana decorada con cortinados orientales. La
hermana de Alfredo, María Eugenia, una modelo con cabello largo y con reflejos,
respondió a la puerta y llamó a su padre. Alftedo Astiz Sr., un hombre calvo con
ojos brillantes, que vestía un suéter y pantalones de corderoy, vino a la puerta. Me
cayó bien inmediatamente.
"No voy a hablar sobre Alfredo -dijo-. Realmente lo siento. Usted se tomó mucho
trabajo para llegar aquí. Sólo por eso merece un mejor tratamiento." Y me invitó a
entrar.
Nos sentamos en el sofá del living. "No podría decirle demasiado inclusive si
quisiera -dijo-. Nunca le pregunté a Alfredo Ignacio acerca de lo que realmente
pasó. Decidí dejarlo hablar cuando él quisiese. "
Comenzó a hablar acerca de los juicios en general. "Creo que la gente tiene una
perspectiva equivocada -dijo-. Los juicios fueron inaceptables. Los indultos no
deberían ser aceptados porque implican que algo se ha hecho mal. Los
comandantes de la Junta fueron juzgados por cosas que fueron consideradas
crímenes sólo después del hecho. ¡La justicia acá es un chiste! Mire lo que pasó
con Alfredo. Fue encontrado inocente en un tribunal militar. Después lo volvió a
juzgar un tribunal civil. Ellos sabían que era inocente. Realmente pusieron en juicio
a las Fuerzas Armadas en su totalidad.
Astiz padre me dijo que se retiró de la Armada en 1915 como comandante del
crucero "Belgrano". Vivió durante dos años en Washington --dijo- tomando cursos
en el Colegio Interamericano de Defensa. "Pero nunca aprendí inglés. Alfredo
habla un buen inglés porque cuando era chico lo mandarnos a tomar clases de
inglés." A Astiz padre le gustaban los Estados Unidos pero temía que la gente allí
no entendiera lo que había pasado en la Argentina.
Alfonsín -decía- no merecía la reputación que gozaba fuera de la Argentina.
"Estaba rodeado de marxistas -dijo---. Voy a darle el beneficio de la duda. No sé si
él mismo era marxista. Pero se dejó usar por la izquierda."
Llamamos a un taxi. "He hablado más de lo que debería -dijo-. Espero que
entienda por qué no quiero hablar sobre Alfredo. Si usted vuelve en circunstancias
diferentes, puede quedarse con nosotros, y todos podremos ir a la playa."
Cuando Alfredo Astiz era niño, sus compañeros de curso lo llamaban "Hermano
marinero", porque hablaba sólo del mar. Cuando entró a la Escuela de Oficiales de
la Armada, luego de la secundaria, fue como si estuviese siguiendo un destino
predeterminado.
"Así trabaja la Marina", dijo Pilar. Pilar era la amiga de la infancia de Astiz en
Bahía Blanca, una ciudad naval que está al sur de Mar del Plata, adonde la familia
se mudó cuando Astiz era niño. "Los padres son oficiales de la Marina, de
derecha, antiperonistas a muerte. Su actitud es elitista, con conciencia de clase y
antisemita. Sus hijos fueron luego a la Escuela Naval, donde los profesores les
decían que ellos debían dirigir el país."
Pilar -no es su verdadero nombre- también venía de una familia de la Marina.
Creció pensando exactamente como Astiz hasta que escandalizó a su padre
insistiendo en ir a la universidad, y allí descubrió que había en el mundo más de lo
que Bahía Blanca le había enseñado. "Bahía Blanca es Disneyworld", dijo Pilar.
En Bahía Blanca los chicos van a las escuelas de la Marina en buses de la Marina,
sus familias van a misa con curas de la Marina en iglesias de la Marina, pasan sus
fines de semana en los clubes de la Marina, van a hospitales de la Marina o son
enterrados en cementerios de la Marina. Si un marino dice una estupidez se
burlan diciéndole: "No seas civil---. Las únicas opiniones que se escuchan o leen
son opiniones de la Marina. "La misma gente es dueña de la radio, la televisión y
los diarios -dijo Pilar-. Cuando es elegido un gobierno constitucional, ellos entran
en duelo.
"Cuando hay un golpe, celebran".
"Una mujer que a los 24 años no está casada es una solterona. Si sale con
muchos chicos, es una puta. Sus principios son muy estrictos respecto del sexo y
la familia. Las hijas de las familias de la Marina se casan con jóvenes oficiales. Yo
no sé por qué no se vuelven todos ciegos y retardados. Vivís para las apariencias.
Es una religión de las apariencias. La mujer nunca estudia. Tu carrera es tu
esposo, y vos sos un elemento decorativo. Allí hay un montón de gente muy
infeliz."
Y los muchachos entran a la Marina, donde, desde los 15 años, olisquean las
embriagadoras brisas saladas del prestigio y la majestad: el uniforme blanco, el
barco haciendo un surco limpio en el agua, los puertos extranjeros. La Marina es
una ciencia, tiene una historia. "El Ejército es para los brutos -dijo Pilar---. La
Marina es como la diplomacia."
Las madres adoraban a ' Astiz. Pensaban qué lindo chico, y de qué buena familia.
Políticamente, su familia era como el resto. "No se les debe haber ocurrido objetar
lo que hizo Alfredo. Mi familia, por ejemplo, pensaba que era un héroe. Nosotros
jodíamos con su reputación, decíamos que no podía tener un bebé en los brazos
porque lo torturaría. Si hizo algo mal, ellos deliberadamente no lo querían saber.
No eran indiferentes a lo que había hecho, lo apoyaban. De alguna manera, Astiz
representaba a los oficiales jóvenes de la Marina. Si Alfredo cae, ellos saben que
están en el mismo bote. En mi casa, si la gente era arrestada, decíamos 'por algo
será'."
"Una vez le pregunté a Alfredo: ¿por qué era necesaria la tortura? Entiendo los
secuestros, pero ¿por qué la tortura? Me dijo que así obtenés información rápida,
antes de que otras personas se escapen. El estaba tranquilo con lo que había
hecho."
Llamé a Jorge Sgavetti, el mejor amigo de Astiz. Sgavetti, hijo de un hombre de la
Marina, trabaja en una agencia de publicidad. Vino a mi hotel para tomar un café.
Era un hombre simpático y fuerte, con bigotes, vestido con un piloto de camello.
Le dije que quería hablar con Astiz.
"Usted no es la primera periodista que intenta ver a Alfredo", dijo. Me hizo un
cuestionario durante unas horas: quién era, si había votado a Carter, qué pensaba
de Pinochet o qué pensaba de la lucha antisubversiva.
No me dijo nada sobre Astiz pero prometió llamarlo de mi parte. Estuve unos días
en Bahía Blanca esperando su llamado, caminando por la ventosa llanura. Jorge
finalmente me informó que no había podido encontrar a Astiz; probablemente,
estaba en el mar o de vacaciones.
En la mañana del día en que tenía previsto dejar Bahía Blanca paré un taxi para
que me llevara a Puerto Be1grano, la base naval que está a media hora de la
ciudad. La base está tapizada de césped y árboles. Entramos con Marito, el
taxista. Estaba interesada en saber cómo vivían los oficiales de la Armada, así que
fuimos a visitar algunas casas. Paramos enfrente de una casa donde una mujer
estaba ocupándose de su jardín. Dijo que su problema más grande era tener que
arreglarse con el sueldo de su marido, un oficial naval de rango inferior que
llegaba a 140 pesos por mes. Pero había beneficios, decía: escuela privada para
los chicos, un club social con courts de tenis y un campo de golf y un hospital. Dijo
que tenía cáncer. Ella y su marido raramente abandonaban la base.
Fuimos a hablar con varias familias más. Supe que Astiz vivía en el primer piso de
la casa de oficiales. ¿Estaba en su casa? Y si estaba, ¿podría pasar la guardia?
¿El me vería? ¿Qué hubiera pasado si sus superiores descubrían que una
periodista estaba tratando de llegar hasta él? Decidí que era mejor esperar a
Jorge para arreglar algo.
Cuando llegamos a la entrada para abandonar la base, un guardia preguntó por
nuestros pases. "¿Pases?", dije. Nadie nos había detenido en el momento de
entrar. El guardia llamó a la policía, que nos llevó hasta la comisaría. Primero nos
interrogó un oficial muy menor, luego otro oficial no tan menor y después todavía
uno menos menor. Finalmente nos separaron, pusieron a Marito en una habitación
pequeña, y a mí me enviaron a la oficina de inteligencia. Me encontré con el
teniente comandante Emesto Alcayaga, el jefe de Inteligencia, un hombre de cara
redonda y sonriente. Miró mi pasaporte, tomando nota especialmente de las
estampillas de Nicaragua. Me preguntó dónde vivía. Chile, le dije. "Con quienes
nosotros casi entramos en guerra recientemente", me dijo en forma amable.
«¿Para quién trabaja?"
-Trabajo free-lance", dije.
-¿Y tomó un taxi hasta la base? Es caro tomar taxis cuando uno no tiene un
empleador."
Le expliqué que los horarios del bus no me hubieran permitido llegar a tiempo al
aeropuerto para el vuelo nocturno a Buenos Aires. Yo estaba muy contenta de que
los encargados del equipaje en el aeropuerto de Bogotá hubieran robado hace
poco tiempo mi cámara. También estaba contenta de haber tomado notas en
inglés.
"¿Para qué vino a la base?"
No quería decirle nada sobre Astiz. "Estoy escribiendo un artículo sobre lo bajos
que son los salarios militares", dije. Estaba tratando de recordar si le había dicho
algo a Marito en el viaje, dado que habíamos hablado un montón. Suspiró. "Pienso
que va a perder su vuelo", dijo.
Un hombre entró en la habitación. Habían estado interrogando a Marito. "No tiene
documentos -aclaró-. Dijo que los dejó en el coche. ¿Voy con él a buscarlos?"
Alcayaga asintió. Los oficiales llamaron a la compañía de taxis y también a un
negocio de alfombras que el taxista manejaba colateralmente, a fin de verificar su
identidad.
Alcayaga me llevó afuera y me metió en un Ford Falcon naranja. "¿Por qué no me
dice a quién visitó?", dijo.
Paramos en la casa de la mujer con cáncer. Su marido estaba en la casa. No
parecían muy contentos de recibir la visita del jefe de Inteligencia. Pero la mujer
dijo que yo había pasado unos diez minutos con ella y que sí, habíamos hablado
sobre el problema de vivir con un salario militar. Alcayaga miró sorprendido. Nos
llevó de vuelta a su oficina.
"¿Usted quiere saber cómo se hace para vivir con un salario militar? Pregúnteme",
dijo. Saqué mi notebook y le hice algunas preguntas. Finalmente dije que no tenía
más preguntas para él, y le pregunté si él quería hacerme alguna. Me dijo que no.
"La próxima vez que usted quiera ser turista en una base naval -dijo- pida permiso.
Hay un vuelo que sale para Buenos Aires esta noche, ¿Por qué no lo toma?"
Teminaron de interrogar a Marito y nos llevaron de vuelta a Bahía Blanca. El se rió
y dijo que todo ese día le había parecido una aventura interesante. Le di una
propina importante. Cuando llegué al aeropuerto esa noche, el teniente
comandante Alcayaga estaba allí, esperándome. Me estuvo rnirando hasta que
me puse en la cola para entrar al avión, con una pequeña sonrisa en la cara.
Las primeras Fuerzas Armadas argentinas eran bandas de gauchos al servicio de
los terratenientes locales. El primer ejército nacional fue un equipo de voluntarios,
tan desorganizados como mal abastecidos, que se congregaron sin la bendición
del virrey español para defender a la Argentina, que todavía era una colonia, de
las invasiones inglesas en 1808. Con la Independencia de 1816 se planteó la
necesidad de tener Fuerzas Armadas reales. En 1869 se estableció la Academia
Militan En 1873, Argentina compró sus primeros cañones Krupp, y a partir de ese
momento Alemania se convirtió en su principal abastecedor de armas. Cuando
Julio Roca, presidente argentino en el fin del siglo, decidió que quería un ejército
profesional, se fijó en el ejército más exitoso del mundo en materia de
entrenamiento, el ejército alemán. En 1900 se creó la Escuela Superior de Guerra.
Cuatro de cada diez profesores eran alemanes. Los oficiales argentinos también
iban a Alemania para estudiar.
"Nuestras reglas eran casi una traducción directa del alemán", dijo el coronel Luis
Perlinger, que entró en la Escuela de Guerra en 1937. Cuando hablé con él,
Perlinger tenía 67 años, estaba jubilado del Ejército y trabajando en un doctorado
de Ciencia Política. Era hijo, nieto y bisnieto de oficiales militares argentinos. "Mi
leche materna tenía sabor militar -dijo-. La conversación en la mesa era sobre
tenientes y coroneles. Cuando era joven, soñaba con una muerte heroica, un
clarín sonando y un féretro envuelto en una bandera."
Estábamos sentados en el estudio de Perlinger; las paredes estaban cubiertas de
fotos de sus antepasados militares y su diploma del ejército de Franco en España.
Le pregunté algo sobre la educación militar. "No había educación -respondió-. Era
entrenamiento. La educación te da conceptos sobre el bien y el mal.
El entrenamiento produce robots. Yo estaba entrenado. Cuando uno entra en el
ejército alemán, le dan un perrito. Cuando el perro está crecido, le ordenan
matarlo. Eso es entrenamiento. Esa es la razón por la cual había oficiales de la SS
y por la cual en la Argentina los soldados sólo cumplían órdenes. "
"Nunca escuché a un oficial diciendo abiertamente que era pro nazi. Pero todos
fuimos educados para ser antidemocráticos, antitrabajadores y antipopulistas. Si la
gente no era de derecha, la convertían rápidamente."
La profesionalización en la Argentina también acarreó la politización. En un país
que tenía un gobierno civil mucho más débil que el de Alemania, los militares
comenzaron a creer que los civiles existían para servir a los propósitos militares.
Las Fuerzas Armadas se convirtieron en un fuerte grupo de interés que
presionaba por más armas, más ingresos y soluciones militares para los
problemas de la Argentina. Hasta fines de la década del 20, el Ejército se ocupaba
de su traba o tradicional, librando guerras para extender o proteger el territorio
argentino. Pero cuando las guerras terminaron, los militares se encontraron
desocupados. El nuevo Ejército "profesional" Argentino -disciplinado, entrenado a
la europea, educado para pensarse a sí mismo como el salvador del paíscomenzó
a preguntarse por qué debía recibir órdenes de los civiles, que eran
indisciplinados, que no eran ni profesionales ni entrenados en Europa, y que
obviamente hacían un caos de la Argentina.
La Armada estuvo sujeta a influencias diferentes. Su fundador, el hombre que
organizó las fuerzas navales argentinas para pelear en la guerra de la
Independencia, fue Guillermo Brown, un irlandés. La Armada Real, considerada la
flota más importante del mundo, se convirtió en el modelo argentino. Argentina
compré sus buques a los británicos; su rival, Brasil, era cliente de Estados Unidos.
A medida que se aproximaba la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña,
preocupada por su abastecimiento de granos y carnes, creó la Marina Mercante
argentina. Pero Gran Bretaña no tenía la misma influencia en la Armada como la
que tenía Alemania en el Ejército Argentino. Los oficiales navales no iban a Gran
Bretaña para estudiar; los británicos no colonizaron a la Academia Naval
Argentina. Las consideraciones políticas conservadoras de la Armada eran
claramente el resultado de su composición social. En la Armada, repleta de
miembros de la clase alta anglófila, los hombres se aislaban más en las bases o
en los barcos. Ni en tierra ni en el agua se mezclaban con los argentinos
comunes.
En 1928 Hipólito Yrigoyen fue electo presidente por segunda vez. Yrigoyen era el
caudillo de la Unión Cívica Radical, el partido de los inmigrantes de la Argentina,
llamado Radical por su lucha por el sufragio universal. El segundo período
presidencia] de Yrigoyen marcó 14 años de poder ininterrumpido para los
radicales, y la oligarquía se desesperaba por recuperar el control. Después,
Yrigoyen comenzó a hablar acerca de la corrupción en las Fuerzas Armadas. Fue
demasiado para los ya intranquilos e irritados militares. En 1930 el general José
Uriburu, que había sido director de la Escuela de Guerra, derrocó a Yrigoyen y se
convirtió en el primer dictador militar moderno en dirigir a la Argentina.
En su mensaje al pueblo argentino justificó el golpe como "una respuesta al clamor
público contra la inercia, la corrupción administrativa, la anarquía en las
universidades, la politización como primera tarea del gobierno, el descrédito
internacional y las continuas acciones que denigraban a las Fuerzas Armadas".
Era el primero de los catorce golpes militares que la Argentina tendría que ver en
los sesenta años siguientes.
Durante la Segunda Guerra Mundial los intereses económicos argentinos estaban
con los aliados -Argentina vendía carne y granos a Gran Bretaña a precios
exorbitantes- pero el corazón del gobierno estaba con el Eje. Además de los lazos
militares con Alemania., Perón había sido agregado militar en Italia al comienzo de
su carrera y nunca había ocultado su admiración por Benito Mussolini. Recién en
marzo de 1945 la Argentina le declaró la guerra a Alemania, y lo hizo bajo la
presión de Estados Unidos. Después de la guerra, con el ejército alemán
demolido, el Ejército Argentino tuvo que buscar tutela en otros lados. Esa vez la
faena recayó sobre los franceses, que llevaron a la Argentina un nuevo concepto
militar: la contrainsurgencia.
En 1955 el teniente coronel Carlos Jorge Rosas, que por ese entonces estudiaba
en Francia, volvió a la Argentina como director asistente de la Escuela de Guerra.
A pedido de Rosas, Francia le envió dos tenientes coroneles. Durante los cuatro
años siguientes, los franceses dieron clases de contrainsurgencia en la Academia
Militar, instruyendo a los estudiantes que veinte años después formaron las juntas
del Proceso. El fracaso de las fuerzas contrainsurgentes francesas para contener
las revoluciones en las antiguas colonias de Argelia e Indochina no opacó el
entusiasmo francés por la estrategia. Parecía lógico. A partir del momento en que
el nuevo equilibrio nuclear volvió improbable la guerra convencional, el nuevo
estilo de guerra era la revolución subversiva. De allí que la tarea para los dos
bandos no fuera la derrota de un ejército enemigo sino la conquista física y moral
de un pueblo. Los militares no debían pelear contra un poder externo sino contra
una amenaza subversiva interna, la punta de lanza del avance universal del
comunismo internacional. Era corno una doctrina mística con el aura de una
cruzada medieval: "Debemos enfatizar que el carácter de este conflicto
corresponde a las guerras religiosas del pasado: un carácter ideológico", leía
Rosas en 1957. "Sus consecuencias probables: la supervivencia o la desaparición
de la civilización occidental." Con apuestas tan altas, cualquier cosa inferior a una
guerra total no era sólo un error: era un pecado. El enemigo no recibiría tregua
alguna. Las leyes convencionales de la guerra no se podían aplicar.
A los líderes militares argentinos les fascinó la contrainsurgencia. En primer lugar,
les daba trabajo. En su libro de 1964 La crisis del Ejército, el coronel argentino
Mario Horacio Orsolini escribió que las teorías francesas llenaron el vacío
producido por la casi completa desaparición de la posibilidad de una guerra entre
nuestro país y sus vecinos". Y el comunismo era un enemigo mucho más
dramático que Paraguay o Bolivia, una oscura fuerza todopoderosa que
lentamente se tragaba a la humanidad. El manual de entrenamiento del Ejército de
1966 -lectura obligada para cualquier soldado- establecía su visión del mundo:
"El comunismo quiere destruir al ser humano, a la familia, a los padres, a la
propiedad, al Estado y a Dios... No existe nada en el comunismo para unir a la
mujer con el hogar y con la familia porque, al proclamar su emancipación, el
comunismo la separa de su vida doméstica y de la crianza de los niños para
arrojarla a la vida pública y la producción colectiva, igual que los hombres... El
padre es el líder natural de la familia. La madre se encuentra a sí misma
asociándose a su autoridad... De acuerdo con la voluntad de Dios, los ricos deben
usar su exceso para aliviar la miseria. El pobre debería saber que ni la pobreza ni
el hecho de pasarse la vida trabajando constituyen un deshonor, como lo probó el
ejemplo del hijo de Dios. Los pobres son los más amados por Dios".
Las doctrinas francesas también les dieron a los militares una razón para
profundizar su participación en la política. No había campos de batalla, era una
guerra total. Una guerra contra el enemigo interno significaba usar propaganda,
operaciones psicológicas y la infiltración de grupos políticos. Los políticos, siempre
considerados ineptos e ineficaces, eran ahora pensados como el enemigo o los
engañados por el enemigo. Los civiles siempre estaban hablando sobre los temas
del Norte-Sur, cuando los militares veían la amenaza real del Este; la ineptitud de
los políticos estaba permitiendo a la subversión penetrar en la Argentina.
El capitán José Luis D'Andrea Mohr, ahora retirado, entró en la Escuela de Guerra
en 1956, el mismo año que Rosas. "Nunca estudiamos el marxismo en
profundidad -dijo-. Sólo lo estudiábarnos lo suficiente como para declararle la
guerra. Empezábamos la instrucción viendo cómo combatir a las guerrillas
revolucionarias -de las cuales no había ninguna en la Argentina-. Nos enseñaban
que debíamos estar siempre en guardia, que el enemigo estaba en todas partes:
peronismo ortodoxo o sindicatos combativos. Nos entrenaban para estar listos
para tomar posesión de una planta de gas o de municipalidades cuando la
revolución estallara. Hacíamos ejercicios, corriendo hacia. una estación de radio
para tomarla -por supuesto, sin informar a la gente dentro del lugar---. Teníamos
listas de nombres de personas, como directores de radio o gobernadores, que
eran nuestro objetivo. "
En la fiesta de Año Nuevo de 1959, un joven abogado cubano con tres mil
guerrilleros derrocó al dictador -apoyado por Estados Unidos- Fulgencio Batista,
estableciendo lo que rápidamente se convirtió en un Estado comunista y
confirmando todo lo que los militares argentinos sospechaban acerca de la
necesidad de estar siempre vigilantes. La victoria de Fidel Castro también
preocupaba a otro poder que anteriormente había mostrado poco interés en los
militares latinoamericanos: Estados Unidos.
Estados Unidos había establecido la Junta Interamericana de Defensa y las
escuelas de entrenamiento en la zona del Canal de Panamá y en su propio
territorio después de la Segunda Guerra Mundial, pero estas escuelas nunca
habían atraído demasiado la atención del Pentágono. De todas maneras,
conmovido por Cuba, Estados Unidos adoptó en 1962 la estrategia
contrainsurgente. Como su contraparte francesa, la doctrina norteamericana de la
contrainsurgencia tenía un objetivo supremo: derrotar al comunismo. El
comunismo internacional era visto como una enfermedad que podía afectar a
cualquier nación del Tercer Mundo. "La lección contundente del conflicto en
Indochina -dijo el general Maxwell Taylor, el entonces máximo oficial militar
norteamericano, en un discurso de 1965- es que nunca debemos dejar que una
situación como la de Vietnam aparezca nuevamente. Fuimos demasiado lentos en
reconocer la extensión de la amenaza subversiva. Ahora sabemos que cada país
en desarrollo debe estar constantemente en estado de alerta, buscando esos
síntomas que, sí se les permite crecer de manera irrestricta, podrían
eventualmente terminar en una desastrosa situación como la de Vietnam del Sur."
La versión norteamericana de la contrainsurgencia difería de la francesa en que
acompañaba las acciones militares contra la guerrilla con intentos -a medias
sinceros- de proveer una alternativa a la revolución; sinceros a medias porque las
medidas importantes, como la domesticación de militares brutales, estaban
prohibidas, ya que podían interferir en la lucha antiguerrillera. En la jerga estos
programas eran conocidos como la construcción de la nación". El por entonces
secretario adjunto de Estado para Asuntos Interamericanos, Nelson Rockefeller,
escribió luego de una misión de investigación para el presidente Nixon en 1969
que la militar es---lafuerza esencial para el cambio social constructivo... la cuestión
no es si hay democracia o no, sino encontrar orden". Los gobiernos civiles eran
desordenados y ruidosos. No tenían líneas establecidas de mando. Era más fácil
modernizar a los mil¡tares, de modo que Estados Unidos se dedicó a ello,
creyendo que una fuerza militar moderna empujaría con ella al resto de la
sociedad. Con la Alianza para el Progreso del presidente John F. Kennedy, los
ejércitos locales se convirtieron en activos modernizadores, construyendo puentes,
cavando caminos y edificando sus naciones.
La doctrina de la contrainsurgencia tuvo éxito solamente dos veces en la historia.
Los británicos la emplearon para asfixiar una insurreción izquierdista en Malasia, y
en Filipinas, dirigidos por el gurú de la contrainsurgencia norteamericana, Edward
Lansdale, la usaron contra la rebelión Huk. Desde entonces, las variantes de esta
doctrina fracasaron en todas partes: la francesa en Indochina y en Argelia, la de
Estados Unidos en Vietnam y en El Salvador, y la de las tropas apoyadas por los
norteamericanos en muchas otras naciones. A veces no sólo fracasaban sino que
también expandían aún más la brutalidad, el estado de terror y la corrupción que
alimentaba a los movimientos guerrilleros.
La paradoja de la contrainsurgencia norteamericana es que dentro de Estados
Unidos los militares se comportan de una manera ejemplar. Las Fuerzas Armadas
están completamente bajo poder civil. Los generales juegan un papel pequeño en
la formulación de políticas. Nadie puede defender como argumento que un recorte
en el presupuesto de defensa o la elección de un liberal presidente demócrata
pueda provocar un golpe militar.
Pero cuando Estados Unidos entrenaba a los militares afuera, la relación cívicomilitar
que emergía era totalmente diferente. En parte, la diferencia aparecía
porque, en la tarea de contener al comunismo, el trabajo de los militares
norteamericanos tiene lugar fuera de sus fronteras, siendo que Estados Unidos no
tiene ningún movimiento guerrillero por contener en su territorio. Pero los militares
en los países clientes de los norteamericanos eran educados para contener
insurgencias izquierdistas dentro de sus propias poblaciones. Y muchos eran
ejércitos con largas historias de exagerado poder. El dinero y el tiempo
desperdiciado en modernizar un ejército como el argentino reforzaba en el soldado
la idea de que podía dirigir su país mejor que cualquier civil y de que sus lazos con
Estados Unidos eran mejores que los de un civil. Cuando, en lugar del Ministerio
de Obras Públicas, es el Ejército el que construye hospitales y cava los caminos,
el mensaje para el soldado es claro: mientras los civiles vacilan, los militares
construyen.
La doctrina de la contrainsurgencia no sólo alimenta las sospechas de las Fuerzas
Armadas en su gobierno sino también en su pueblo. Consultado acerca de una
mujer que estaba en una silla de ruedas cuando fue capturada por los militares, el
general Videla replicó: "Uno se convierte en terrorista no sólo matando con un
arma o colocando una bomba, sino también llevando a otros hacia ideas que van
contra nuestra civilización occidental y cristiana". La observación de Videla no es
un gran salto respecto del aviso del general Taylor de que la subversión debía ser
descubierta y amputada antes de que apareciese; los síntomas iniciales de la
subversión también son conocidos como política.
"Entré a la Marina porque quería defender a la Argentina -me dijo el ex oficial Julio
César Urién-. Yo era idealista. Pero el trabajo que me estaba destinado no era el
que yo esperaba. En 1970, en lugar de entrenamos para defender las fronteras,
éramos entrenados para ser un ejército de ocupación. La escuela era un constante
machacar sobre los demonios del marxismo. Si querías alcanzar un alto rango, era
mejor que tuvieras la ideología correcta. El enemigo era el peronismo, Estados
Unidos no podía hacer nada malo. Todas las armas y los manuales venían de
Estados Unidos. Los uniformes tenían la inscripción "USA en el bolsillo."
¿Cuánta de la guerra sucia era "Made in USA"? Formalmente, muy poca. En
1977, por encima de las objeciones del ex secretario de Estado Henry Kissinger, el
Congreso norteamericano cortó toda ayuda a los militares argentinos a causa de
las violaciones a los derechos humanos cometidas por la Junta. Históricamente, la
Argentina ha sido el país latinoamericano más independiente de Estados Unidos,
el que recibió en proporción a su tamaño el menor monto de ayuda militar y envió
la más pequeña cantidad de oficiales a las escuelas de entrenamiento
norteamericanas. Pero era una independencia relativa, pues entre 1950 y 1978
Estados Unidos dio 250 millones de dólares e invitó a 4017 soldados argentinos
para entrenarse en Estados Unidos o en la zona del Canal de Panarná. Entre ellos
estaban el general Videla, que asistió a la Escuela de las Américas en 1964, y el
almirante Massera, graduado del Colegio Interamericano de Defensa en
Washington en 1963.
Lo que aprendieron fue un tema de inteminable mitologización en la izquierda
latinoamericana. María del Rosario Caballero, de las Madres de Plaza de Mayo,
me dijo sin reparos que los argentinos fueron a las escuelas de entrenamiento
norteamericanas para aprender cómo se tortura. No era literalmente el caso,
aunque ahora se sabe que un manual usado esporádicamente sobre un período
de décadas sí recomienda el uso de la tortura psicológica y aún el asesinato en
algunas situaciones. Los argentinos parecían sumamente capaces de inventar
torturas por sí mismos, la picana es descendiente del punzón eléctrico autóctono
aplicado al ganado en los grandes ranchos argentinos.
El papel de la Escuela de las Américas era más subrepticio. Su propósito, como el
de otros programas de entrenamiento, era enseñar a los soldados extranjeros a
usar las herramientas que Estados Unidos les daba. Estas herramientas no
incluían solamente tanques y metralletas; los cursos más populares se centraban
en otra arma de guerra: la estrategia contrainsurgente. Entre 1970 y 1975 hubo
más soldados que fueron a "Contrainsurgencia urbana" y "Oficial de inteligencia
militar" que a cualquier otro curso. Otras clases populares eran "Control de
disturbios", "Guerra psicológica", "Contraguerrilla" e "Información pública". Aunque
los cursos técnicos contenían dosis pesadas de contrainsurgencia, el resumen de
"Mantenimiento de la automotivación de los oficiales" en 1969 habla de "falacias
de la teoría comunista, organizaciones de frentes comunistas en América latina y
comunismo vs. democracia".
Si, de vez en cuando, los manuales oficiales de la Escuela de las Américas
permitieron el uso de la tortura psicológica, frecuentemente los entrenadores iban
más allá. "Nuestros instructores eran personas que habían estado en Vietnam",
dijo Ernesto Urién, el hermano de Julio César, que estudió en la Escuela para las
Américas mientras era oficial del Ejército Argentino en los 70. "El tema de la
tortura aparecía en charlas informales, y ellos decían "hagan lo que deban para
obtener lo que necesitan. Las herramientas que elijan, legales o ilegales,
dependen de ustedes "
En el Pentágono, a los directores de los Programas de Educación y Entrenamiento
Militar Internacional y a los supervisores de las escuelas de entrenamiento se les
pusieron los pelos de punta frente a la acusación de que el programa era
insensible a los derechos humanos. Spiro Manolas, un hombre grandote y
paciente que dirige el EEMI, sonrió con cansancio cuando le saqué el tema:
"Nuestros objetivos eran, primeramente, crear una relación entre Estados Unidos y
los países latinoamericanos -dijo-; segundo, asegurar la operabilidad del
equipamiento que se llevaban, y tercero, la atención puesta en los derechos
humanos".
Le pregunté de qué manera se enseñaba el mensaje. Manolas me mostró un
documento del EEMI que contenía viajes de campo para los estudiantes a
empresas, bancos, diarios y estaciones experimentales de agricultura. "Ellos ven
los progresos que hicieron aquí las mujeres y las minorías -afirmó-. He tenido
gente que me dijo: 'No pensaba que Estados Unidos fuera una sociedad
respetuosa de la ley, y acá veo gente que frena en los semáforos'. Entran al
Pentágono y ven soldados negros en la puerta.
También ven un depósito con bóvedas abiertas en los que nadie roba nada. No
necesitás un curso para eso. Se rebelarían si les diéramos clases de educación
cívica. La gente dice 'he visto que la democracia puede funcionar'. No les podés
decir 'ahora ustedes, colombianos, no le corten la cabeza a la gente'. Los habrás
perdido." "Podría ser embarazoso -dijo Ralph Novak, el especialista en
Latinoamérica que participó en la entrevista, No podemos acogotarlos. Sólo
podemos mostrarles cómo nos comportamos.
Durante un rato, hablamos sobre si el EEMI corre el riesgo de fortalecer a los
militares a expensas de los gobiernos civiles; después de todo, no hay equivalente
civil para el EEMI. "No hay tiempo para entrenar civiles -dijo Manolas, Estoy de
acuerdo con que el papel de los militares no es el de construir las instituciones de
una sociedad. Es de desear que en su momento los civiles lo hagan. Por el
momento, hay un problema inmediato que resolver."
"Yo uso la analogía de llamar a un bombero o a un decorador 'de interiores
cuando tu casa se está incendiando---, dijo Novak.
Lo que les molestaba a los dos era que Estados Unidos cortó relaciones con los
bomberos latinoamericanos precisamente cuando la llama estaba más caliente.
"La actitud de Carter fue cortar con El Salvador, con Chile, con Argentina y con
Somoza -dijo Novak-. Bueno, sos un violador de los derechos humanos. No
trabajaremos contigo; no vamos a tratar de cambiarte. Esos países nos dicen,
'miren, ustedes hacen negocios con la Unión Soviética y con China. Nosotros
somos sus amigos, y sólo porque tenemos un problema interno en el que
probablemente hemos sido demasiado rudos, ustedes nos tachan'. Si hubiéramos
seguido trabajando con Chile y con la Argentina, podríamos haber mantenido
contactos con ciertos oficiales, limando los bordes y concientizado a la gente
acerca de cómo son las cosas en Estados Unidos."
Ellos siempre regresaron a la idea de la amistad. El EEMI no podia haber
enfatizado el tema de los derechos humanos porque habría entrado en conflicto
con la principal prioridad de Estados Unidos: "crear una relación" con los militares
latinoamericanos, como afirmó Manolas. En 1962, ante el Congreso, el secretario
de Defensa Robert McNamara declaró: "No necesito subrayar el valor de tener en
posiciones de líderes a hombres que tuvieron un conocimiento de primera mano
sobre cómo hacen las cosas los norteamericanos y cómo piensan. Hacernos
amigos de estos hombres no tiene precio para nosotros".
Le pregunté a Manolas cómo evaluaba su éxito el EEMI. Me mostró un álbum
llamado "Entrenamiento Norteamericano Para Personal Militar Extranjero". El
primer cuadro está encabezado por "Alumnos del EEMI que alcanzaron posiciones
de importancia". En la parte inferior de la página se explicaba que incluía -
Generales u oficiales de primer rango que lograron posiciones eminentes (por
ejemplo, presidente o jefe de Estado, ministros de Gobierno, miembros del
Parlamento, etc.)". En los once países de la región interamericana, 223 oficiales
habían logrado pertenecer a este grupo, gente como Anastasio Somoza, Manuel
Antonio Noriega y Emilio Massera. En otras palabras, mientras más golpes
militares realizados por los alumnos, más éxito.
Pero Manolas y Novak parecían pensar que estos hombres irían a renunciar a sus
creencias culturales de toda la vida después de una visita al periódico Telegraph
and News de Macon, Georgia, como si "Sueño con Jeannie" y "The Cosby Show"
no estuvieran ya en casi cualquier living latinoamericano, o como si los latinos no
supieran ya de memoria esas idiosincrasias "gringas" como el debido proceso de
la ley, que Estados Unidos podía permitirse porque no tenía que combatir contra la
amenaza comunista. Y con algunas frases claves -sí, sí, ahora veo cómo la
democracia puede funcionar- los latinos habrían engañado a los norteamericanos.
Estados Unidos se dejó engañar. Como dijo Manolas, los latinos no toleraban
conferencias sobre derechos humanos. Pero hay maneras más subrepticias de
hacer llegar un mensaje sobre el respeto a los civiles y, en lugar de esto, Estados
Unidos parecía comunicar lo contrario: hay un mundo duro ahí fuera. Un hombre
tiene que hacer lo que tiene que hacer. Los militares norteamericanos le dijeron
claramente a los argentinos que los derechos humanos eran una política que
debían vender durante las horas de trabajo. Pero en los cocktails, ellos se
confesaban: "Entre usted y yo, está bien lo que están haciendo", contó el almirante
retirado argentino Horacio Mayorga, recordando los días de la Junta. "Ellos decían
'rnaten a todos los guerrilleros que quieran, pero háganlo de modo tal que eso no
provoque escándalo público'. Esa fue la promesa que hizo la primera Junta. Por
supuesto,
en público decían exactamente lo opuesto. "
El general norteamericano Gordon Sumner, jefe de la Junta Interamericana de
Defensa, pronunció un discurso en la Cámara Argentino-Norteamericana de
Comercio en octubre de 1977,en el cual apoyaba el levantamiento de las
sanciones que Estados Unidos- le aplicaba a la Argentina. En privado fue más
allá. "El mensaje que estuvo transn-titiendo Sumner era que Carter era un
demócrata liberal y chiflado, una aberración tolerable porque pasaría rápido", dijo
Jack Child, un teniente coronel del Ejército que ofició de traductor de Sumner.
"Creía que sancionando a la Argentina por las violaciones de los derechos
humanos estábamos ayudando a nuestros enemigos. Después de que Reagan
fuera elegido, decía: 'Las cosas volverán a la normalidad"
Julio César Urién pudo ver una traducción de estas políticas en la práctica de
todos los días en sus clases de la Marina en 197 1. "En setiembre de 1971 fui
enviado a la ESMA, en Buenos Aires", dijo. "Eramos doscientos personas
divididas en grupos de ocho, y cada uno de nosotros pasaba dos meses con un
oficial diferente. Fue lo que luego se transformó en los departamentos de
operaciones e inteligencia en la ESMA, Pienso que la idea era comprometernos
personalmente. Actuábamos como paramilitares, aprendiendo cómo seguir a la
gente, secuestrarla, y después cómo quebrarla."
¿Cómo la quebraban?
"Tortura -dijo-. Yo hice un curso de maniobras antisubversivas en Tierra del
Fuego. Fui asignado para ser el jefe comunista. Hicimos ejercicios en los que
realmente me torturaban con electroshocks, atándome a una barra y haciéndome
el 'submarino' (poniéndome la cabeza bajo el agua). Después estudiaban mis
reacciones. Nos enseñaron que la tortura es una forma moral de combatir al
enemigo. Te aislaban de la sociedad. Traían a curas para que digan 'sí, está bien'.
Tus fines de semana estaban restringidos. Si tenías un grado universitario,
estabas contaminado; los estudiantes de pelo largo eran el enemigo. Algunos
soldados tuvieron problemas aprendiendo a torturar. Se condicionaba a todos a
pensar que si no se torturaba, uno era débil."
Cuando conocí a Urién, ya no estaba en la Marina. Había sido uno de esos
soldados que tuvieron problemas para aprender a torturar. El padre de Urién había
sido amigo de Perón, y fue educado en un hogar peronista. Quizá por esto o
porque no venía de una familia militar, Urién se apartó, y muy lejos, de la
educación que recibió en la Marina. Cada vez más desilusionado con la escuela
militar, a principios de los 70 se unió secretamente a los Montoneros. Cuando
Perón volvió de su exilio en España a la Argentina, el guardiamarina Julio César
Urién lideró un abortado levantamiento pro peronista junto a quince jóvenes
oficiales navales. Pasó los siguientes ocho años y medio en prisión y fue liberado
cuando Alfonsín llegó a ser presidente.
Urién era el prisionero, sus compañeros eran sus carceleros. Entre sus
companeros estaba Alfredo Astiz. "Astiz era una buena persona --dijo Urién-. Era
un buen jugador de rugby y siempre tenía buenas notas. Tenía una tremenda
admiración por Estados Unidos. Siempre iba por encima y más allá del llamado del
deber. Si yo me hubiese quedado ahí, habría terminado como él. Es un producto
de la política, un cumplidor creyente de las órdenes. No está en los bordes de la
Marina. El es la Marina."
Si la brutalidad militar era el producto de años de adoctrinamiento metódico, la de
los Montoneros, el principal blanco de los militares, parecía ser la espontánea
expresión de un enojo salvaje e informe. Los argentinos dicen que, para alguien
que no es argentino, es virtualmente imposible entender a los Montoneros e
igualmente lo es para muchos argentinos. Incluso algunos de los mismos
montoneros, mirando hacia atrás, se maravillan de la rabia del movimiento, o
bronca, como lo llaman los argentinos, y de su vengatividad. Pero la irracionalidad
de los Montoneros era el resultado enteramente racional de años de bronca en la
política argentina, de una gran tradición de intolerancia, de crueldad y de
resentimiento.
Los santos patronos de los Montoneros fijaron el tono. El general Perón había sido
agregado militar en la embajada argentina en Roma a principios de los años 40.
Cuando volvió a la Argentina, se unió a los organizadores de un golpe militar en
1943 y se convirtió en ministro de Trabajo. Enseguida se apropió del movimiento
sindical en pleno desarrollo, construyéndolo sobre líneas fascistas, convirtiéndolo
en la base de su poder personal. Luego de que Perón fuera elegido presidente en
1946, edificó un Estado corporativo con los trabajadores en su base, creando
nuevos sindicatos y expandiendo los ministerios y las empresas del Estado con los
fondos que la Argentina había acumulado durante la Segunda Guerra Mundial.
Bajo el gobierno de Perón, la Argentina se convirtió en un jardín de invierno, con
un importante sector manufacturero aislado por uno de los más altos niveles de
protección en el mundo. Los terratenientes que habían controlado la Argentina
miraban con horror cómo Perón los excluía mientras les abría las puertas a los
trabajadores inmigrantes del interior del país.
Evita, la esposa de Perón, era una hija ¡legítima de una familia pobre de las
pampas que se tiñó el pelo de rubio y se convirtió en una actriz de radio en
Buenos Aires. Como primera dama, pronunciaba discursos amenazando con
incendiar el rico Barrio Norte de Buenos Aires. Estableció su propia fundación,
donde se sentaba a veces 20 horas al día, regalando máquinas de coser,
bicicletas, juguetes o dinero a sus agradecidos y lagrimeantes peticionarios.
Juntos, los Perón presidieron los últimos años buenos de la Argentina. En los 30
Argentina era el quinto país más rico del mundo, con un ingreso per cápita en
1937 equivalente al de Francia, y con más autos per cápita que Gran Bretaña. De
todos los europeos, sólo los suizos y los húngaros tenían más médicos por
persona que los argentinos.
Evita Perón, en su viaje triunfante por la Europa de posguerra, firmó acuerdos
para donar ayuda alimenticia a Italia y a España. En 1949, la Fundación Eva
Perón entregó dinero a los pobres de Washington, D.C. Después de Perón, la
Argentina pasó a formar parte del Tercer Mundo, con la industria estancada por el
proteccionismo, su sociedad polarizada y su caída nutrida por la ineficiencia, la
corrupción y la demagogia de las cuales Perón era enormemente responsable, por
haberlas institucionalizado. Perón sólo tuvo éxito en la imitación de la censura y de
la intolerancia fascista. La disciplina y la eficiencia se le escaparon; era un
Mussolini que no podía hacer que los trenes funcionaran a horario. Pero los
argentinos todavía viven de la embriagadora memoria de los días de Perón.
Perón fue derrocado en 1955 por un golpe, y el peronismo fue proscripto; pero el
pueblo no lo había olvidado. En 1973 Perón retornó de su exilio en Madrid para
ser elegido presidente; pero para entonces era un hombre senil y conservador que
lideraba una administración vacilante, y murió luego a menos de un año de haber
asumido. Dejó al país en manos de suvicepresidenta, María Estela (Isabel)
Martínez de Perón, la mujer con la que se casó después de la muerte de Evita.
Isabel era una bailarina treinta y cinco años menor cuando la conoció en el bar
Happy Land, en la ciudad de Panamá. El poder, durante su administración, estuvo
en manos de un Rasputín, José López Rega, que era su secretario privado y su
brujo personal. El gobierno se vio rápidamente consumido por el caos, por la
corrupción y por un 700 por ciento de inflación anual. El peronismo había
fracasado, pero la gente todavía no olvidaba a Perón.
Evita había muerto de cáncer a los treinta y tres años, la misma edad que Jesús,
según me recordó una mujer en una de las conmemoraciones anuales de su
muerte. Después de su muerte, el sindicato de los trabajadores de la alimentación
envió un telegrama al papa Pío XII pidiendo su canonización. La idea fue
desechada por el Papa pero prendió en la Argentina; a finales de los 80 los
argentinos todavía tenían colgados de sus paredes llamativas fotografías pintadas
de los Perón, medallitas de Evita abrochadas en sus suéters, y comnemoraban el
segundo exacto de su pasaje a la inmortalidad. En algunos libros escolares estaba
pintada con un halo, y un texto de segundo grado ofrecía la siguiente oración:
"Nuestra mamita que estás en el cielo... Hada madrina que ríe entre los ángeles...
Evita, te prometo que seré bueno".
La obsesión argentina con los Perón bordea la necrofilia. El general Pedro
Eugenio Aramburu, que ayudó a derrocar a Perón, robó el cuerpo de Evita y lo
envió fuera de la Argentina. El primer crimen espectacular de los montoneros fue
la ejecución de Aramburu, en parte como venganza por el secuestro del cadáver
de Evita. En junio de 1987 alguien rompió las puertas del mausoleo que guarda los
restos de Juan Domingo Perón en el cementerio de la Chacarita, bajó hasta el
segundo nivel, traspasó el vidrio de seguridad, hizo un hueco en uno de los lados
del féretro, y cortó las manos de Perón. Una carta enviada a los líderes peronistas
pedía un rescate de ocho millones de dólares, y una carta de Isabel, que había
sido enterrada con Perón, se incluía en la carta del rescate. Los peronistas
llamaron a un día de duelo. Hubo una huelga nacional de cuatro horas y una
suspensión del tránsito.
Los ídolos de los montoneros no eran los Perón de carne y hueso sino los Perón
del mito. Los Perón reales era cualquier cosa menos revolucionarios. La estrategia
de Evita para el cambio social consistía en darles limosna a aquellos que venían a
pedirla. En su segundo período, Perón era un derechista titubeante que nunca
quiso recibir a los líderes de la Juventud Peronista. Pero durante ese período los
Montoneros cerraron sus ojos ante los repetidos desaires de Perón y ante su
tolerancia por los escuadrones de la muerte de derecha de López Rega.
Continuaron llamándose a sí mismos "los soldados del verdadero Perón".
Los montoneros tomaron su nombre de las bandas de combatientes irregulares en
la guerra de la Independencia argentina. Los líderes de la organización, y
notablemente Mario Firmenich, venían de un grupo de estudiantes católicos de
derecha. Su ideología era más turbia que la de Perón. Montoneros se formó en
1968 con un anuncio de un grupo en gran parte constituido por estudiantes que
seguían una doctrina de "origen nacionalista, justicialista (nombre formal del
peronismo) y cristiana". Lo que parecían querer era vago: "libera?' a la Argentina
del imperialismo y la oligarquía, aunque no eran marxistas ni tenían lazos con
organizaciones o países extranjeros. En 1970, cuando el partido tenía
probablemente sólo veinte miembros, irrumpieron en la escena nacional con el
secuestro y asesinato del general Aramburu.
Ayudada por la publicidad de la muerte de Aramburu, el ala política de Montoneros
organizó o se apropió de frentes como la Juventud de Trabajadores Peronistas, la
Federación de Estudian~ tes Secundarios y la Juventud Universitaria Peronista,
que recibió el 44 por ciento de los votos en las elecciones estudiantiles de la
Universidad de Buenos Aires en 1973. Por ese entonces Montoneros podía
concentrar a cientos de miles de jóvenes en las asambleas políticas.
Los montoneros también crearon un "Ejército del Pueblo", un espejo preciso del
espíritu del ejército al que se oponían. Tenían sus rangos, estaban organizados en
pelotones, columnas y companías, y el disenso o la debilidad eran considerados
como una
traición. Si un miembro hablaba, aunque fuese bajo la más brutal de las torturas, él
o ella podían ser condenados a muerte por un consejo de guerra montonero. Eran
fanáticos mesiánicos; el eslogan de la Juventud Peronista era "Al enemigo, ni
justicia". Al principio las acciones de los montoneros y las de sus aliados
trotskistas del Ejército Revolucionario del Pueblo estaban generalmente dirigidas
contra la propiedad. Asaltaban bancos u otros símbolos de la sociedad burguesa.
Las pocas personas que ellos mataban eran soldados o policías conectados con
los derechistas escuadrones de la muerte. En setiembre de 1974 lograron
secuestrar a Jorge Born, director de la multinacional argentina de granos Bunge y
Bom, y a su hermano Juan, el gerente, y mataron a dos personas que pasaban. El
secuestro fue el más ventajoso de la historia mundial: los montoneros se fueron
con más de seis millones de dólares, más camiones de ropa y comida para los
habitantes de las villas y nuevos contratos para los trabajadores de Bunge y Born.
Pero cada año la violencia montonera se volvió más indiscriminada .
De todas maneras, no eran los montoneros los responsables de la mayor parte de
la violencia en Argentina. Hacia 1974, los derechistas escuadrones de la muerte,
algunos sostenidos por el secretario de Isabel Perón, López Rega, estaban
matando más gente que las guerrillas izquierdistas. Al año siguiente el Ejército
aniquiló al Ejército Revolucionario del Pueblo, que nunca tuvo más que quinientos
o seiscientos guerrilleros.
Montoneros era más fuerte, con no más de cinco mil soldados (la Asamblea
Permanente por los Derechos Humanos usa la cifra de mil quinientos), pero no
controlaba ningún territorio y hacia el final del gobierno de Isabel Perón estaba
perdiendo apoyo político. Lo que es más importante es que existe una
considerable evidencia de que Mario Firmenich, el líder de los montoneros, estaba
sirviendo a dos señores, siendo el otro el Ejército argentino.
Martin Edwin Andersen, un reportero que vivió en la Argentina durante cinco años,
construye la siguiente argumentación para apoyar la hipótesis de la doble vida de
Firmenich. Primero, los montoneros reivindicaron como propios dos asesinatos
muy impopulares -y, de hecho, cometidos por los escuadrones de la muerte de
López Rega- que les hicieron perder apoyo público. Segundo, la conferencia de
prensa que Firmenich mantuvo cuando el secuestrado Jorge Born fue liberado
tuvo lugar en una casa clandestina y segura que en realidad pertenecía al servicio
de in' teligencia del Estado. Tercero, Firmenich fue el único líder montonero que
sobrevivió a la destrucción de tres grupos diferentes de líderes montoneros en los
años 70. Cuarto, el Ejército capturó en la calle a la esposa embarazada de
Firmenich en julio de 1976 y, en una completa inversión de su política normal, la
colocó en una cárcel para presos comunes, liberó a su hijo cuando nació y guardó
el secreto de su captura durante cinco años. Quinto, los únicos jefes montoneros
asesinados fueron los del ala marxista del partido, no los del ala católica de
Firmenich. Sexto, las operaciones militares que Firmenich ordenó en los últimos
años fueron misiones suicidas para los jóvenes cuadros que las llevaron a cabo.
(Un ejemplo: Firmenich hizo una conferencia de prensa pública en 1979 en
homenaje a los militantes montoneros, quienes aparecieron ante las cámaras en
uniforme. Un mes después él los envió "clandestinamente" al interior de la
Argentina, donde, por supuesto, fueron inmediatamente atrapados y asesinados.)
Finalmente, Andersen dice que habló con un oficial de inteligencia norteamericano
que tuvo contacto frecuente con los manipuladores de Firmenich en la Argentina
militar.
La guerra sucia había terminado incluso antes de empezar. Cuando la Junta tomó
el poder, el Ejército Revolucionario del Pueblo había sido aniquilado y los
montoneros, domados, quebrados y probablemente infiltrados en el nivel más alto.
La guerra de la Junta no era una guerra; era pura y simplemente represión. De
1969 a 1979, según La Nación, los terroristas de izquierda mataron a 790
personas. De 1971 a 1979 las fuerzas del gobierno o los paramilitares asesinaron
o hicieron desaparecer al menos a 10.483 personas, la suma de los casos
reportados en Nunca más y las muertes en supuestas batallas reportadas en los
diarios. Sólo en el mes de noviembre de 1976 poco menos veinte personas fueron
asesinadas por la izquierda, mientras que seiscientas fueron asesinadas o
desaparecidas por la derecha. En todo el período de la guerra sucia la Marina
perdió once hombres: seis oficiales y cinco alistados. En la ESMA, donde cerca de
4500 prisioneros murieron, el grupo de tareas 3.3.2 perdió un marino.
La izquierda nunca fue una amenaza seria, y los militares lo sabían. Una directiva
escrita por Videla seis meses antes del golpe estimaba los miembros del Ejército
Revolucionario del Pueblo entre 430 y 600. En abril de 1977 la Junta estimaba que
la fuerza de Montoneros estaba entre las 2843 y las 2883 personas. Un año más
tarde un memorándum interno de la Junta se refería a la "virtual aniquilación de las
organizaciones subversivas con la pérdida de aproximadamente el noventa por
ciento de sus cuadros". Y la represión continuaba. La Junta exageró la amenaza
montonera para tener una excusa para aniquilar a la izquierda argentina no
violenta.
A pesar de que el caos de Argentina en los meses previos al golpe fue en gran
parte un caos de derecha, los militares una vez más escucharon el llamado para
entrar. El gobierno de la Junta empezó con el acostumbrado anuncio que había
sido difundido y repetido en la radio con cada golpe militar desde 1930. El general
Videla dijo el 25 marzo de 1976, un día después del golpe:
"Las Fuerzas Armadas han asumido la dirección del Estado en cumplimiento de
una obligación ante la cual no se pueden echar atrás. Lo hacen sólo después de
una calma reflexión acerca de las irreparables consecuencias para el destino de la
nación que senan causadas por la adopción de una instancia diferente.
"Durante el período que comienza hoy, las Fuerzas Armadas desarrollarán un
programa, gobernado por modelos claramente definidas por el orden interno y el
trabajo duro, por la observancia total de los principios morales y éticos, por la
justicia, por la organización integral del hombre y por el respeto a sus derechos y
de su dignidad... y la tarea de erradicar, de una vez y para siempre, los vicios que
afectan a la nación."
La razón era la misma, pero este golpe era diferente. Los golpes previos habían
sido el trabajo de caudillos carismáticos que llenaban sus gabinetes de civiles.
Este golpe fue dirigido por un grupo de hombres incoloros -Massera era la
excepción- que llevó al poder a las Fuerzas Armadas en su conjunto. Lo que
también era nuevo era su ferocidad, sin rival en Sudamérica en todo el siglo.
"Primero tenemos que matar a todos los subversivos -decía el general Ibérico
Saint Jean, que fue gobernador de la provincia de Buenos Aires-, luego a sus
simpatizantes; después a aquellos que son indiferentes; y finalmente, debemos
matar a todos los que son tímidos."
Como los subversivos reales estaban en gran parte muertos en el momento del
golpe, los militares se volvieron contra líderes sindicales, intelectuales, líderes
estudiantiles, y algunos curas y monjas progresistas. Mataron a estudiantes
secundarios que, como simpatizantes montoneros, manifestaron por un boleto
estudiantil más barato. Encarcelaron a Adolfo Pérez Esquivel mientras era
nominado para el premio Nobel de la Paz que recibió en 1980. A Orlando Yorio, un
cura izquierdista, le dijeron dentro de la ESMA: "Usted no es un guerrillero, no está
implicado en la violencia, pero no se da cuenta de que cuando va a vivir a una
villa, está juntando a la gente, está uniendo a los pobres, y unir a los pobres es
subversión".
El padre Yorio no era el único cura en la ESMA, pero era uno de los pocos que no
estaba en el staff. "Cuando teníamos dudas, íbamos con nuestros consejeros
espirituales, que sólo podían ser miembros del vicariato castrense, y ellos ponían
nuestra mente en paz", le dijo el almirante Horacio Zaratiegui a una revista. La
Iglesia Católica argentina confirmó la convicción militar de que combatir a los
izquierdistas era tarea del Señor. Quizás esto no era sorpresivo en un país cuyo
gobierno todavía aprobaba las designaciones de nuevos obispos y les pagaba un
sueldo equivalente al ochenta por ciento del salario de un juez federal, un país en
el cual el nuncio papal citaba a Santo Tomás para bendecir a las tropas del
Ejército.
Los curas observaban las sesiones de tortura y ayudaban en las desapariciones.
Había más de ochenta obispos en Argentina, y más o menos cuatro se opusieron
públicamente a la represión; uno de ellos, Enrique Angelelli, fue asesinado en lo
que se probó como un accidente automovilístico planeado. El pensamiento de la
mayoría de los obispos podía ser fácilmente confundido con la perspectiva de la
Junta. "¿Desaparecidos? -decía el cardenal Juan Carlos Aramburu-. Las cosas no
deben mezclarse. ¿Usted sabe que hay algunas personas 'desaparecidas' que
hoy están viviendo cómoda y tranquilamente en Europa?". O el obispo de Salta,
Carlos Mariano Pérez: "Las Madres de Plaza de Mayo deben ser eliminadas". O el
arzobispo de La Plata Antonio Plaza, que en 1985 decía que los juicios a los
miembros de la Junta son "una venganza de las fuerzas subversivas y una
basura... Escomo Nuremberg al revés, donde los criminales están juzgando a
quienes derrotaron al terrorismo".
Quizá sea un principio de la naturaleza humana que la gente que hace preguntas
sobre una guerra raramente es la que gana. Ciertamente, los oficiales de la Marina
que conocí no parecían tener muchas dudas, al menos públicamente. "Estoy muy
contento de que me haya llamado -me dijo el almirante Mayorga por teléfono-. En
Estados Unidos y Europa hay muchos malentendidos sobre la guerra
antisubversiva. Siento que las únicas personas que la entienden son las personas
que la vivieron los argentinos." Me invitó a que lo visitara a su casa para poder
explicarme cómo fue la guerra.
Mayorga se retiró de la Marina en 1973 y hoy pasa los días criando abejas. Su
casa está repleta de muebles adornados y alfombras orientales, pero el hall de
entrada está bloqueado por tres mesas de picnic cubiertas con plástico brillante; el
jardín de infantes vecino usa su casa como comedor todos los días. El mismo,
según dijo, había sido presidente de la Asociación de Padres en la escuela de sus
hijos. "Esta no es una república bananera -dijo, mientras nos establecíamos en su
living con tazas de café fuerte-. La gente habla de nosotros como si fuésemos
salvajes africanos. Hablan como si no fuéramos personas."
¿Por qué era necesario torturar?, le pregunté.
"¡Teníamos que pelear como peleaban ellos! -dijo-. Los norteamericanos lo
hicieron en Vietnam; los franceses, en Argelia. La guerra contra la subversión no
podía ganarse sin. tortura. Cuando el avión con los jugadores uruguayos de rugby
cayó en los Andes, tuvieron que comerse a los muertos", prosiguió. "No eran
caníbales, pero comían para vivir. Nosotros también comimos para vivir."
"Más de una vez vomité luego de ver cosas horribles. Eramos condenables.
Matábamos a la gente sin juicio previo, aunque sabíamos igualmente que eran
guerrilleros. Pero sabíamos también que los jueces los dejarían libres. No
podíamos pedirles permiso a los jueces para hacer un allanamiento en un bastión
guerrillero. Es terrible estar torturando seres humanos, pero lo hicimos para que
otros no sufran más. Como un buen cristiano, tengo problemas de conciencia. Un
general francés dijo que, si usted quiere combatir a la subversión, tiene que
meterse en el barro y ensuciarse; si no, abandonar la lucha. Debemos condenar la
tortura. El día que dejemos de condenar la tortura (aunque hayamos torturado), el
día que seamos insensibles a las madres que perdieron a sus hijos guerrilleros -
aunque fueran guerrilleros- será el día en que dejemos de ser seres humanos."
Lo que es importante, dijo Mayorga, es que la Marina combatió como si fueran
gentlemen. "La imagen de la mujer que fue violada, de los muchachos que
robaban o de las torturas indescriptibles eran mentiras. ¿Por qué los soldados
habrían violado?.
Las mujeres estaban sucias; hacía mucho tiempo que no se bañaban. Los
hombres no tenían necesidad de violar. Estaban peleando aquí, en Buenos Aires,
con un montón de mujeres alrededor.
No había robos. Si un grupo de hombres encontraba una maleta y descubría que
contenía medio millón de dólares, eran devueltos hasta el último dólar. Las
maletas irían en un lugar, las llaves en otro. ¡Somos oficiales de la Marina! No
vamos a ensuciarnos por un reloj de oro. "
Derivé la conversación hacia Astiz. Un militar que es juzgado por un tribunal militar
debe tener, además de su abogado, un defensor que habitualmente es un
respetado oficial retirado. Para su juicio, Astiz había elegido a Mayorga, que
aceptó con entusiasmo y ofreció su living como cuartel para la preparación de la
defensa de Astiz.
Mayorga hablaba de Astiz como si fuera su hijo. "Las mujeres estaban locas por
Alfredo, porque era simpático y atractivo. Pero cortó con su novia cuando todo
esto empezó, diciéndole 'no quieras casarte conmigo. Me van a matar'. Había
estado varias veces en mi casa y siempre decía que sólo iba a vivir algunos años
rnás."
Cuando Astiz y sus abogados militares se encontraban en la casa de Mayorga, el
oficial más joven hacía los mandados. Ese era Astiz. Un día, viniendo del almacén
con dos botellas de Coca-Cola, uno de los hombres lo miró y exclamó "¡aquí está,
el ángel de la muerte!". Los demás miraron al soldado con cara de bebé cargando
las botellas de Coca y se rieron.
"Ese mismo día, mientras se iba -me dijo Mayorga- Astiz me llevó aparte y me dijo
'quiero agradecerle mucho el haberme invitado aquí. Usted salió de su confortable
retiro para defenderme. No cualquiera lo haría'. Yo le respondí 'de ninguna
manera, vos estabas en la calle arriesgando tu vida para que la gente no me
matara' ,
"Usted sabe -me dijo Mayorga-, tengo amigos que son de izquierda. Disfruto
hablando con ellos. No tengo nada contra los izquierdistas que luchan con ideas."
Pero parecía no haber nadie que cayera en esta categoría. Las Madres de Plaza
de Mayo, decía, llevaban armas. Las monjas eran terroristas -no izquierdistas sino
terroristas- ¿Por qué se las llevaron a ellas y no a otros que trabajaban ahí? El
Centro de Estudios Legales y Sociales, altamente respetado por su trabajo por los
derechos humanos, era "la fachada legal de la izquierda revolucionaria". Hasta el
gris y sobrio presidente Alfonsín era sospechoso. "Hay quien dice que es marxista.
Yo pienso que es ingenuo. Tiene a un montón de montoneros entre sus
consejeros. Su política es sembrar el odio, diciendo que todos nosotros somos
asesinos".
¿La prensa? "No me haga hablar", dijo Mayorga. Los europeos eran los peores,
pero los norteamericanos eran casi igual de malos. "Los periodistas sólo
entrevistan a las Madres de Plaza de Mayo -dijo-. Nunca intentan entender lo que
realmente pasó."
"Yo quiero entender lo que pasó." Le dije que quería hablar con oficiales militares,
especialmente de la Marina, sobre los cuales había escuchado muchas historias
cuya veracidad era difícil de determinar. Mayorga lo pensó un rato. "Puedo
presentarle a alguien que trabajó en la ESMA -me dijo-. Llámeme la semana que
viene. "
Cuando lo llamé, me invitó a volver a su casa el martes siguiente a las cinco de la
tarde. Me dijo que alguien me estaría esperando.
Me pidió que lo llamara Jorge y nunca supe su nombre real. Era un teniente en
servicio activo y no le había pedido permiso a su superior para verme. Era un
hombre de más de cuarenta años, de estatura mediana, ligeramente calvo, con
mejillas pesadas y orejas largas, que estaba vestido con una camisa azul y una
corbata roja. Al principio parecía nervioso. Había calculado mal el tiempo de viaje
y había llegado unos minutos más temprano, así que había estado caminando por
el barrio -había una ligera llovizna- hasta la hora de la entrevista. Pero a medida
que empezó a hablar, sus nervios desaparecieron.
Me dijo que respondería cualquier pregunta que yo le hiciese en forma honesta, y
que si no podía responder, diría simplemente "sin comentarios". Fumó durante
toda la conversación, que duró tres horas. Habló bien y era agradable e
inteligente.
Jorge dijo que había servido en la ESMA desde 1977 a 1979, habiendo entrado en
el grupo de tareas 3.3.2 como teniente, y que en distintos momentos había
trabajado en las tres ramas: operaciones, inteligencia y logística. Había sido el
superior inmediato de Alfredo Astiz.
"Según la propaganda -dijo-, éste fue un gobierno militar que reprimió a sus
adversarios políticos. Eso es falso. Fue una guerra contra una organización
guerrillera armada, la organización terrorista más poderosa del mundo, que tenía
quince mil militantes y otros treinta mil simpatizantes en las universidades. Esto es
muy importante. Si usted no lo mira como una guerra, no tiene sentido. Teníamos
que luchar en el campo enemigo. Si el enemigo estaba en las calles con ropas de
civil, ahí era adonde teníamos que ir."
Le pregunté acerca de su trabajo en la ESMA. "Estábamos llenos de ofertas de
gente voluntaria para participar, hasta oficiales retirados -dijo-. Todos vivíamos allí,
veinticuatro horas al día. Era como ir al mar durante cuatro meses. Los guerrilleros
eran fanáticos. Vivían para la guerra. Teníamos que hacer lo mismo."
"Quisiera saber algo sobre la tortura dentro de la ESMA", le dije.
Jorge me miró. Estaba callado. Luego, el almirante Mayorga interrumpió. "La
semana pasada, le dije exactamente a la señora Rosenberg por qué habíamos
sido forzados a usar la tortura para obtener información rápidamente", dijo. Jorge
miró a Mayorga.
Respiró profundamente. "Para comprender por qué necesitamos usar la tortura,
usted tiene que entender cómo trabajaba el enernigo", comenzó. Después entró
en un largo discurso sobre la estructura de las células montoneras, enfatizando su
disciplina.
"Si a las nueve y media de la noche uno de los montoneros no había llegado a su
casa, su compañero tomaba las armas, los documentos y el dinero, y se iba,
incendiando lo que no se podía llevar. Ibamos al día siguiente y no había nada. Si
un montonero no hablaba con un contacto predeterminado durante dos días
seguidos, la organización lo daba por muerto. Podríamos haber capturado a un
guerrillero y no tocarlo, confiando en que la razón prevaleciera en él en cosa de
una semana y en que nos dijera todo. Pero él sólo hubiera mirado su reloj y
hubiera sonreído, diciendo 'qué hora es'. Unas horas más y nosotros habríamos
perdido. Su compañera habría huido y su organización habría sido disuelta. Trate
de combatir esto con la Convención de Ginebra. Si usted les leía los derechos de
Miranda (como lo hace la policía en Estados Unidos a sospechosos capturados),
se hubiera muerto de risa.
"Que violábamos, que torturábamos a la gente con cigarrillos encendidos, esas
son todas mentiras. Lo que hicimos fue usar electroshocks a alto voltaje y
aplicados a las piernas. La gente no lo podía soportar, y no genera daño
permanente. Muchas personas decidieron colaborar incluso sin tortura, una vez
que vieron cómo actuábamos y cómo los tratábamos, que éramos oficiales de la
Marina y no salvajes, que los militares no son diablos con caras de nazis. Todavía
tengo amigos entre los ex prisioneros.
Soy el padrino de un hijo de un prisionero. "
¿Usted torturaba personalmente?", le pregunté.
El asintió. "Fue horrible -dijo, El prisionero estaba acostado, y yo tenía que
interrogarlo. Me sentía destruido. Cuando uno piensa en el 'enemigo', es algo
despersonalizado. Pero no es así... Uno tiene que acostumbrarse."
"Al principio, le seré honesto, nos fue muy difícil acostumbrarnos a torturar. Somos
como cualquiera. La persona a la que le gusta la guerra está loca. Todos
hubiésemos preferido luchar en uniforme, una lucha entre gentlemen donde todos
más tarde salen a cenar. Lo último que deseábamos era interrogar. Con las otras
ramas del servicio era diferente. La policía interrogaba con una rabia insalubre.
Pero ellos tienen un nivel humano e intelectual menor al nuestro."
"¿Estados. Unidos le enseñó cómo torturar en la Escuela para las Américas?", le
pregunté.
Jorge se rió. "La Escuela de las Américas fue inútil -dijo-. Teníamos que aprender
cómo hacerlo a medida que lo hacíamos.
Yo leí un montón acerca de los métodos franceses en Argelia.
Eso ayudó un poco, "
Estaba orgulloso de lo que habían inventado y contaba la historia como si
estuviera narrando un thriller. "Cuando agarraba a alguien, no le preguntaba '¿sos
un guerrillero?". Le decía sos un guerrillero. Tu jefe es este tipo. Vos vivís en esta
dirección. Ahora habláme de Juan y María'. El, por supuesto, no decía nada. Pero
cinco minutos más tarde le mostrábamos a Juan y María, que estaban vivos y
trabajando para nosotros. Eso lo destruía psicológicamente hasta el punto de
darse cuenta de que su colaboración era inevitable."
"Pero seguro que ocasionalmente cometían errores -le dije, Murió mucha gente
inocente."
"En la primera fase de la guerra cualquiera que era capturado era ejecutado --dijo,
prendiendo otro cigarrillo, Sabíamos que, si los poníamos frente a los tribunales,
pedirían todas las garantías de¡ sistema al que estaban atacando. Habrían sido
liberados." Pensó un rato. "Digamos que diez mil guerrilleros desaparecieron. Si
no lo hubiéramos hecho, ¿cuánta gente hubiera muerto en manos de la guerrilla?
¿Cuántos jóvenes se hubieran unido a ellos? Es una barbaridad, pero así es la
guerra. En la Segunda Guerra Mundial murieron cincuenta millones de personas,
veinticinco millones de los cuales eran civiles. Y ésa fue una guerra limpia. Una
guerra limpia."
"Estábamos apoyados por la Iglesia --continuó-. No era que los curas dijeran
'vayan y torturen', pero la Iglesia decía que había dos grupos y que nosotros
éramos los que teníamos razón. En enero de 1977, el vicario castrense dijo que
teníamos que limpiar el país de guerrilleros. Yo realmente siento que unas
Fuerzas Armadas cualesquiera, con un nivel decente de cultura y sentimiento
humano, hubieran hecho lo mismo que hicimos nosotros."
Le dije que quería saber algo sobre Astiz.
"Astiz estaba directamente bajo mis órdenes -dijo Jorge-. Todo lo que hizo fueron
cosas que yo le ordené que hiciese. Era uno de los más jóvenes, un teniente.
Ahora la prensa lo transformó en una combinación de James Bond y Josef
Mengele. Pero todo lo que hizo fue siguiendo una orden."
¿Y qué hay sobre las monjas?, dije. ¿Eran terroristas? Sonrió y dejó el cigarrillo.
"Sin comentarios", dijo.
¿Dónde están ahora? ¿Están enterradas en algún lugar?-, le pregunté, esperando
obtener una respuesta a la pregunta que afligía a Horacio Méndez Carreras, el
abogado de las monjas.
"Sin comentarios -dijo nuevamente-. Pero diré que las Madres, cuando
comenzaron, tenían conexiones con los grupos terroristas."
¿Y Dagmar Hagelin?
"Dagmar era guerrillera -dijo, Y no era sueca. Su abuelo era sueco. Ella era
argentina. Y nunca estuvo en la ESMA. Fue otro grupo de tareas el que se la llevó.
Astiz no tuvo nada que ver con ella."
"Yo le pregunto, si hubiésemos sido asesinos salvajes de ese tipo, ¿cómo es que
las Fuerzas Armadas mantuvieron en servicio activo a la gente que trabajó en la
ESMA y hasta la promovieron posteriormente? ¿Cómo es que fuimos
voluntariamente a juicio y algunos de nosotros están en la cárcel? Le pregunto, si
Astiz hubiese sido un asesino tan salvaje, ¿la Marina entera lo habría defendido?
¡Si lo fue, entonces todos éramos asesinos como él.!
La Junta finalmente cayó. Pero no fue por una afrenta pública contra la represión
ni porque la Junta colapsara bajo el peso de su corrupción ni por el desastre
económico en el que hundió a la Argentina. Colapsó porque perdió una guerra.
Tratando de distraer la atención de una economía en estado de desintegración, la
Junta invadió las Malvinas y las Georgias, dos grupos de islas al sureste de la
Argentina que habían sido gobernadas por los británicos desde 1833. Aunque los
argentinos disfrutaron las ventajas de la sorpresa y de la proximidad, la invasión
fracasó. Murieron cerca de mil personas, 712 de ellas, argentinas.
El ataque sufrió de la típica miopía de una dictadura. El presidente de la Junta, el
general Leopoldo Galtieri, creía que a Gran Bretaña, una democracia, le faltaba la
resolución necesaria para ganar o siquiera pelear la guerra. La invasión fue
llevada a cabo en abril, un momento elegido por su valor político y no militar; había
diez grados bajo cero en las Malvinas. Galtieri nunca hubiera esperado que
Estados Unidos, que dependía de los argentinos para el entrenamiento de los
contras que combatían al gobierno de Nicaragua, se pusiera del lado de Gran
Bretaña. Y, ciego al estado de paria internacional en el que se encontraba la
Argentina a causa de las violaciones de los derechos humanos, Galtieri estaba
convencido de que sus vecinos latinoamericanos se aliarían con la causa. Nunca
se preparó para una guerra real. La comisión de las Fuerzas Armadas argentinas
que investigó el desastre de las Malvinas, la comisión Rattenbach, escribió más
tarde "los soldados tenían un mes de instrucción. Gran Bretaña disfrutaba de una
superioridad aérea y de un dominio marítimo total. El ataque fue hecho cuando el
jefe de Inteligencia estaba de visita en Estados Unidos. Las decisiones
favorecieron el enemigo". Los hombres tenían tan poca comida que algunos tenían
que robar para comer. Algunos jamás habían disparado un rifle. Los reclutas del
norte tropical eran enviados a las islas en chaquetas livianas. La Argentina, con
miedo a que los británicos hundieran su portaaviones, el "25 de Mayo", lo dejaron
anclado en el puerto.
Para tomar las Georgias, a setecientas millas al este de las Malvinas, la Marina
envió solamente catorce hombres, vestidos con ropas ligeras, armados con rifles
automáticos, explosivos y una pistola, comandados por un teniente que había
vuelto recientemente de una gira diplomática en Sudáfrica. El teniente era Alfredo
Astiz.
La invasión de Astiz a Puerto Leith, una aldea de cazadores de ballenas en las
Georgias, fue la continuación de una carrera militar basada en la victoria sobre los
que no tenían defensa. Pero cuando los británicos llegaron una semana y media
después, con el HMS "Endurance", el HMS "Plymouth", un destructor y seis
helicópteros, Astiz se rindió sin disparar un tiro, violando el artículo 751 del Código
Militar: "Será condenado a reclusión por tres a cinco años el militar que,
combatiendo con un enemigo extranjero, se rinda o capitule sin haber agotado las
municiones o perdido dos tercios del efectivo a sus órdenes". Los aviones
británicos que sobrevolaban las Malvinas arrojaban panfletos para las tropas
argentinas diciendo, "hagan como el capitán* Astiz. Consciente de la superioridad
de las fuerzas británicas, se rindió con todos los honores". Una foto de Astiz
firmando el documento de rendición en el HMS "Plymouth" fue enviada a todo el
mundo. Cuando los gobiernos francés y sueco se dieron cuenta de quién había
sido atrapado por los británicos, pidieron la custodia de Astiz, y la Marina británica
lo llevó a Inglaterra en calidad de prisionero de guerra de la - primera ministro que
él tanto admiraba. La Convención de Ginebra, un documento que por lo menos los
británicos tomaban seriamente, establecía que debía volver en los días
subsiguientes.
Caído en desgracia, Galtieri renunció y su sucesor, el general Reynaldo Bignone,
llamó a elecciones. El candidato peronista perdió frente a Raúl Alfonsín, de la
Unión Cívica Radical. Alfonsín era un abogado decente y modesto de una
pequeña ciudad, que había enfatizado el tema de los derechos humanos en su
campaña. Días después de su victoria, Alfonsín nombró a la comisión que
investigaría las violaciones y eventualmente escribiría el Nunca más. Ordenó al
Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que procesara a los nueve líderes de
las primeras tres juntas por asesinato, tortura, robo, arresto ilegal y crímenes
adicionales. Más tarde, los juicios fueron extendidos a otros oficiales militares.
Alfonsín retiró a más de cincuenta generales y recortó el presupuesto de defensa
de Argentina en casi un cincuenta por ciento.
Los juicios fueron únicos en la historia mundial. No eran acusaciones como las del
estilo de Nuremberg, donde los conquistadores establecieron nuevas reglas con
las cuales juzgar a los conquistados. En lugar de eso, los tribunales eran los de un
gobierno electo, sometiendo a juicio a miembros de un régimen anterior solamente
por actos que eran crímenes en el momento de su comisión, con un respeto total
por el debido proceso de la ley.
La decisión de comenzar los juicios en tribunales militares intentaba permitir a los
militares limpiar su propia casa. Los juicios estuvieron sujetos a revisión por una
corte federal, el Tribunal Federal de Apelaciones, que también podía llamar a
nuevos testigos. Si después de seis meses el Consejo Supremo de las Fuerzas
Armadas no completaba sus audiencias, el caso debía trasladarse a las cortes
civiles.
Los militares no mostraron interés en limpiar su propia casa. El Consejo Supremo
de las Fuerzas Armadas no había procesado a los miembros de las juntas, y el
caso fue derivado al Tribunal Federal Superior de Apelaciones de Buenos Aires el
22 de abril de 1985, y duró seis meses frente a jueces nombrados bajo el gobiemo
militar. Los pasillos de los Tribunales siempre estaban llenos, con las cámaras
televisando los procedimientos; se publicaba semanalmente un libro textual del
juicio.
Los miembros de la Junta declinaron su cooperación, presenciando sus juicios
sólo cuando se les requería. Por primera vez en sus carreras ellos y sus abogados
mostraban una preocupación meticulosa por el debido proceso. El discurso de
diecisiete minutos que el almirante Massera pronunció para su defensa, escrito y
leído con su habitual jactancia y elocuencia, resumía la actitud de la Junta. "No
vine aquí a defenderme'?, comenzó. "Nadie necesita defenderse por haber
ganado una guerra justa." Massera dijo que si se hubiese perdido la guerra
"ninguno de nosotros -estaría aquí", porque las instituciones judiciales habrían
sido reemplazadas por tribunales populares. Los generales han "ganado la guerra
de las armas, pero perdido la guerra psicológica", dijo. Aquellos que habían
perdido la guerra estaban ahora acusando a los vencedores y querían aplicar "los
derechos humanos" sólo con los terroristas.
El 9 de diciembre de 1985, la corte entregó su opinión. Cientos de páginas
después, el veredicto absolvía a cuatro de los acusados y condenaba a cinco,
sentenciando a Videla y a Massera, que habían dirigido el Ejército y la Marina
durante los peores años de la represión, a cadena perpetua. Videla fue hallado
culpable de dieciséis casos de hómicidio agravados por el estado de indefensión
de la víctima, cincuenta casos de homicidio agravados por comisión de un grupo
de tres o más de tres personas, trescientos seis casos de falsos arrestos
agravados, noventa y tres de tortura, cuatro de tortura seguida de muerte, y
veintiséis de robo. La lista de los crímenes de Massera era similar.
Al mismo tiempo los tribunales abrieron la posibilidad de litigios privados contra
oficiales militares. Uno de los primeros fue el litigio contra Astiz que llevó adelante
Ragnar Hagelin, el padre de Dagmar. El Consejo Supremo de las Fuerzas
Armadas ganó el derecho de procesar el caso. "No participé en ningún arresto de
una mujer en una calle pública", testificó Astiz. Dijo que se enteró del caso de
Dagmar "a través de los diarios". Nunca había escuchado el nombre de los
prisioneros que el fiscal le fue nombrando, y no sabía lo que era "La Pecera" en la
ESMA.
"¿Está usted afectado por la campaña periodística en su contra?", le preguntó el
fiscal, siempre sondeando.
"Profundamente -replicó Astiz, Socialmente, he sido repudiado en varios círculos.
Ni siquiera pude visitar a mis padres en Mar del Plata."
Después, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas declaró a Astiz inocente,
porque nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo crimen, anunciando, para
sorpresa de Hagelin, que Astiz ya había sido procesado -en tribunales militares
secretos en 198 1- y declarado inocente por falta de evidencia.
Más tarde, el juicio de Astiz se trasladó a la Cámara Federal de Apelaciones. Astiz
intentó sabotear el juicio presentándose en el careo con uniforme militar. Pero el
juicio prosiguió. La corte lo encontró responsable por el arresto ilegal de Dagmar
Hagelin (se negó la presunción de su muerte y por eso no fue juzgado por
asesinato), pero estableció que el estatuto de limitaciones, se, había agotado en el
caso.
Mientras tanto, Astiz también era procesado como parte de las. acusaciones
generales por su participación en los crímenes de la ESMA. Los oficiales de la
ESMA estuvieron de acuerdo en testificar en los juicios, pero su memoria colectiva
era pobre. El Tigre testificó sobre la ESMA: "No hubo lo que se podrían llamar
detenciones. Era como si alguien fuera a la comisaría y le preguntaran, '¿esto es
lo que hizo?". Si decía que no había hecho nada... podía irse".
Los juicios militares aún contenían momentos inspirados. Uno de ellos fue este
fragmento de testimonio: "Un soldado siempre sigue órdenes: pero un oficial es un
gentleman tanto como un soldado, y si siempre se refugia en la obediencia debida,
estaría traicionando la confianza que la Nación deposita en él cuando se le confían
las cosas más preciadas: el cuidado de su país, de sus tradiciones y de la sangre
de sus hijos". Estas palabras -extraídas del juicio militar de Astiz del 21 de abril de
1986- no fueron dichas por el fiscal sino por el mismo Astiz. Pero, comportándose
como siempre, el buen marino siguió diciendo: "Me siento libre en mi conciencia
profesional, dado que mis superiores, que constituyen la institución, nunca me
sancionaron por las cosas que hoy se cuestionan".
El tribunal militar dejó los casos de la ESMA, entre otros, en diciembre de 1986, y
éstos fueron trasladados a los tribunales civiles. Otra vez, el Tigre Acosta
comenzó su testimonio diciendo "no tengo conocimiento de que hubiera
prisioneros en la Escuela de Mecánica".
Mientras tanto, dentro de las Fuerzas Armadas ocurrían movimientos que
eventualmente pondrían fin al proceso. Durante el juicio de Astiz por la detención
de Dagmar Hagelin, el alto comando de la Marina avisó a Alfonsín que los oficiales
estaban amenazando con una revuelta en caso de que Astiz fuese condenado.
Muchos oficiales veían a Astiz como el símbolo del joven oficial de la Marina, que
había luchado valientemente en la ESMA y, acerca de su rendición en las
Georgias del Sur, bueno, a Astiz simplemente lo habían dejado solo. ¿Catorce
hombres para tornar una isla entera? Los militares estaban enfrentando la
posibilidad de años de juicios públicos manchando su buen nombre y honor.
Creció la presión sobre Alfonsín, que era consciente de la historia de golpes de su
país. En diciembre de 1986 propuso la Ley de Punto Final, que estipulaba que
todos los casos requerían presentaciones de acusaciones criminales y llamados a
los acusados antes del 22 de febrero de 1987, o sea, sesenta días después.
Cualquier caso no presentado para esa fecha sería improcedente.
La Ley de Punto Final significaba una afrenta para la izquierda, pero hizo poco
para apaciguar a los militares. Hacia el fin de los sesenta días, más de trescientos
casos todavía estaban legalmente en proceso. Cuando un mayor, Ernesto
Barreiro, se negó a ser juzgado en una corte civil, cerca de cuatrocientos militares
se rebelaron en su apoyo durante la Semana Santa de 1987. Los soldados
tomaron tres bases en nueve días en Córdoba, el Gran Buenos Aires y Salta.
Argentina reaccionó con vehemencia. Cerca de medio millón de personas se
reunieron en Plaza de Mayo para apoyar a Alfonsín, y cincuenta mil civiles
rodearon los campamentos de los militares rebeldes. Se rindieron. Pero el
mensaje de los militares quedó clarísimo. Tres días más tarde la Corte Suprema
de Justicia suspendió el juicio de setenta oficiales de la ESMA. Un mes después
de los levantamientos de Semana Santa, el 13 de mayo de 1987, Alfonsín pidió al
Congreso que adoptara la Ley de Obediencia Debida, que terminaba con las
acusaciones para oficiales con el grado de teniente coronel o cualquier otro
inferior, quienes, decía, sólo habían seguido órdenes. En efecto, la ley benefició
con una amnistía a casi todos los oficiales en servicio activo. Una versión aún más
ampliada de la ley fue puesta en vigor el 5 de junio. Los juicios podían proseguir
de allí en más para cerca de ochenta oficiales retirados y dos en servicio activo. Y
Horacio Méndez Carreras incendió sus fotos de Astiz.
Astiz, absuelto por los tribunales militares secretos en 1981 en la causa del
secuestro de Dagmar Hagelin, se convirtió en el único oficial por debajo del rango
de general que fue encontrado inocente en la guerra sucia. Juan Gauna,
secretario de Defensa de Alfonsín -un escalón inferior del ministro de Defensa---,
es un hombre de cara lúgubre con bolsas permanentes debajo de sus ojos.
Cuando lo entrevisté en 1988 en su oficina, dominada por una gran cruz, ya había
tratado con dos rebeliones militares -una tercera se estaba acercando- y las dos
leyes que marcaron el retroceso de Alfonsín en la cuestión de los juicios. "El
peligro de golpe clásico no existía ---dijo- Pero el sistema padecía muchos
problemas latentes que podían crecer hasta convertirse en un quiebre completo,
una batalla entre civiles y militares. Eso sería desobediencia general, y un
gobierno sin el poder de poner todo nuevamente en vereda. Eso es anarquía."
Y prosiguió: "Los militares se sintieron castigados. Están permanentemente a la
defensiva. No tiene sentido tener el país entero dividido. Tenemos que preservar
las instituciones del país".
Gauna creía que la Ley de Obediencia Debida había resuelto el problema. "Antes
de este gobierno este ministerio era un títere de las Fuerzas Armadas. Ahora es al
revés; nosotros damos las órdenes." Sonrió débilmente. No se veía como el
hombre que daba órdenes.
El problema militar no había sido resuelto. Alfonsín, que técnicamente era el
comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, se negó a aprobar el ascenso de
Astiz. La Marina amenazó con una revuelta si no se le acordaba ese ascenso. Se
llegó a un acuerdo: Alfonsín aceptó ascenderlo, pero luego sería retirado del
servicio activo. El 23 de diciembre de 1987, Astiz se convirtió en teniente de
corbeta. Pero la Marina no lo retiró.
En enero de 1988 hubo otro levantamiento. Fue derrotado. Once meses después
hubo otro. Los rebeldes se rindieron al día siguiente a las tropas leales a Alfonsín.
Las rebeliones se fueron calmando a medida que los núlitares encontraban menos
cosas contra las cuales rebelarse. Los comandantes de la Junta todavía estaban
en la cárcel -si es que lujosos cottages de cuatro ambientes con jardineros,
cocineros, valets, teléfono, y privilegios de visita podían ser considerados como
una cárcel-. Su libertad de movimiento estaba nominalmente restringida, pero en
cualquier momento en que Massera o Videla tuvieran ganas de salir, sólo tenían
que requerir un tratamiento médico en un hospital de Buenos Aires. En 1989, los
diarios publicaron fotos de Massera caminando sin custodia por las calles de
Buenos Aires.
Poco a poco, hasta el patético remanente del triunfo de la ley fue cayendo. En
octubre de 1989, el sucesor de Alfonsín, Carlos Menem, que había pasado la
prisión bajo la Junta, perdonó a treinta y nueve oficiales militares condenados por
violaciones a los derechos humanos, a ciento setenta y cuatro oficiales militares
involucrados en los levantamientos, algunos de los cuales habían sido
condenados por el fracaso de las Malvinas, y a sesenta y cuatro montoneros. Sólo
seis militares -incluyendo a Massera y a Videla- y Firmenich estaban todavía en
prisión, y Menem los perdonó el 29 de diciembre de 1990. Videla dijo luego de su
liberación que su único crimen fue "defender a la Nación contra la agresión
subversiva y prevenir el establecimiento de un régimen totalitario". Ni siquiera el
perdón fue la "reivindicación total" que sentía merecer. En diciembre de 1990, un
día antes de que George Bush llegara a Argentina durante su gira sudamericana,
con Menem prometiendo la inminencia de un perdón, hubo otra rebelión.
Los militares argentinos de la post Junta son los ex jóvenes oficiales de la guerra
sucia y de las Malvinas. Muchos de ellos retienen la ideología de la guerra sucia,
pero ahora se sienten todavía más aislados respecto de sus compatriotas, que
parecen desagradecidos hacia los sacrificios de los militares. El concepto del
honor militar -"El honor es la riqueza más grande que puede poseer un militar:
mantenerlo sin mancha es el deber más sagrado de todo miembro de las Fuerzas
Armadas", declaró una ley de 1983 del entonces presidente Bignone- se ha
convertido en una idea flotando en el espacio, disociada del comportamiento
correcto o de la victoria en el campo de batalla. Es un fin en sí mismo. Una fuerza
militar que llevó a la Argentina a la censura mundial por su brutalidad, por su ruina
económica y por su decisión de empezar una guerra ridícula sostenida con una
incompe tencia grotesca demanda ser honrada, simplemente, por existir.
Trece años después del comienzo de la guerra sucia, la Escuela de Mecánica de
la Armada continúa ensombreciendo las vidas de los hombres y mujeres que la
habitaron. Las conversaciones con los prisioneros de entonces están teñidas de
culpa, no necesariamente porque hayan hablado bajo tortura sino simplemente por
haber sobrevivido. "No delaté a nadie" me dijo tres veces Graciela Daleo, la
montonera más dura, en nuestra primera entrevista.
"Hace sólo un año que pude liberarme de la ESMA", dijo Elisa Tokar, que había
abandonado físicamente la ESMA once años antes. "Todavía me sentía
secuestrada. Me sentía tan culpable como los secuestradores, porque había
vivido. Sentía que debe haber una razón. No delaté a nadie, pero hasta tipiar era
traición.
Podría haber dicho, 'no voy a tipiar para usted'. No puedo juzgar a nadie. Solía ser
muy rígida con la gente que colaboró. Conozco un hombre que delató a cuatro
personas sin siquiera haber sido torturado. Ahora no puedo juzgarlo. No sé cuál
era su situación.
Quizá yo hubiera hecho lo mismo' "
Una noche tarde fui a un café de Buenos Aires para encontrarme con otra ex
prisionera, una mujer que se había sentido demasiado débil para testificar en los
juicios. "Hablé bajo tortura", dijo. Estaba doblando su servilleta. "Nunca he hablado
de esto antes. Me torturaron, y yo les di los nombres de otra familia. Me dijeron
que iban a visitar a la familia, sólo para hablar. Luego volvieron. Mi torturador vino,
y le pregunté qué había pasado. Me miró y me dijo 'el hombre está muerto. Se
tomó su pastilla de cianuro y murió'. Empecé a llorar. El también estaba llorando,
nosotros dos, solos, llorando. Me dijo 'mirá, no es tu culpa. Todo es mi culpa.
Obtuve la información de vos torturándote, y lo planeamos mal. Es mi culpa'.
Después me llevó a un bar, y los dos nos emborrachamos."
¿Y qué pasó con otros sobrevivientes de la ESMA? Muchos de los hombres de las
Fuerzas Armadas no hubieran querido torturar. Lo hicieron porque arriesgaban sus
carreras y, a veces, sus vidas, si se negaban. Pero torturar no es lo mismo que
presionar un botón de un mis¡¡. Un torturador debe mirar a su víctima a los ojos y
escucharla gritar. Tiene que hacerla gritar. La víctima de la tortura no es la única
con heridas.
"Una vez, vi a Scheller excitado de tanto torturar -me dijo una ex prisionera, Nilda
Actis, hablando de su torturador---. Estaba como poseído por la Luna. Estaba
caminando por el hall gritando, pateando puertas, gritándonos." Pero ese animal
rabioso tenía otro costado. "Cerca de un mes después de que fuera capturada
estábamos hablando -dijo Actis-. Me había preguntado sobre mi vida, y yo se la
estaba contando. Me interrumpió y me dijo 'algún día te voy a pedir perdón por lo
que te hice'. Le dije que nunca lo perdonaría y que él nunca me pediría ser
perdonado porque estaba convencido de que lo que estaba haciendo estaba bien
y que continuaría haciéndolo. "
Los torturadores franceses en Argelia fueron los hombres que más tarde
organizaron actos de terrorismo y trataron de asesinar a Charles de Gaulle y
derrocar a su gobierno. Raúl Vilariño, el cabo que se arrepintió en las páginas de
la revista La Semana, le contó a su entrevistador:
"Si nunca le deja ver sangre caliente, el animal es casi doméstico. ¿Qué pasa con
una persona, de todas esas que se acostumbraron a sentir sangre? ¿De qué
trabajan ahora? ¿Promotores de ventas de inmuebles?".
Traté de rastrear a Vilariño. El último hombre que lo había entrevistado dijo que
había estado entrando y saliendo de la cárcel por fraude en tarjetas de crédito y
que no podía pagar sus cuentas. Llamé a su familia en Coronel Suárez, una
ciudad de las pampas. Habían pasado años, dijeron, desde que la última vez que
habían escuchado algo sobre él.
Jorge Ácosta, el Tigre, había sido deshonorablemente destituido de la Marina.
Habiendo perdido el foco para sus energías que el grupo de tareas le daba, se
había convertido en alguien salvaje y tuvo problemas de disciplina. El desenlace
llegó cuando posó para una foto de una revista con una modelo que llevaba su
gorra de uniforme. También fue procesado por fraude bancario.
Estos hombres se destruyeron a sí mismos. Fue el destino de Vilariño, porque se
había juzgado a sí mismo y se había encontrado culpable. Fue el destino de
Acosta, un psicópata, porque no pudo juzgarse del todo a sí mismo. Los hombres
que pudieron crear otra ESMA no eran estos hombres sino quienes habían
alcanzado un veredicto distinto sobre sí mismos: los "enemigos valiosos", los
hombres que no habían violado ni robado ni torturado sino que simplemente
habían luchado por sus creencias.
"Me siento libre en mi conciencia profesional", había dicho Astiz en su juicio. ¿Era
verdad? Este hombre, que había cazado a sus víctimas en las calles de Buenos
Aires y que todavía las cazaba en sus sueños, ¿se cazó a sí mismo? Este
hombre, que había llevado a cientos a la mesa de tortura, ¿se torturó a sí mismo?
Astiz había ido a visitar a Dagmar Hagelin después de haberle disparado. Me lo
dijeron los prisioneros que presenciaron el encuentro y me lo dijo Pilar, su amiga
de la adolescencia, que lo había escuchado de él mismo. Hagelin estaba en una
silla de ruedas, con la cabeza vendada. "Soy el que te disparó", le dijo. Tratando
de hacer conversación, notó que tenían rasgos nórdicos en común. Le dijo que la
había confundido con otra persona. Le pidió perdón. Si ella lo entendió, no se
sabe.
Cuando todavía usaba el nombre de Gustavo Niño, había vuelto a ver a las
Madres de Plaza de Mayo una semana después de haber participado en su
secuestro.---Tengo que hablar con ustedes", había susurrado urgiéndolas desde
las sombras. ¿Qué les iba a decir?
Astiz había dicho, por medio de su amigo Jorge Sgavetti, que no hablaría
conmigo. Yo sabía que nunca había hablado con los periodistas. Pero quería al
menos verlo, tenía la esperanza de sacar algunos indicios de quién era, aun de un
breve encuentro.
Sgavetti me dijo que Astiz venía a Buenos Aires los fines de semana para ver a su
novia. Fui al aeropuerto de Ezeiza un día frío de agosto para encontrar los vuelos
de la Marina que venían de Puerto Be1grano. Cinco minutos después de que me
sentara en el sillón del aeropuerto, aterrizó un avión de la Marina, y Astiz salió y
caminó hacia la puerta. Era más petiso de lo que esperaba, y su cabello era rubio
como la arena. Llevaba un blazer, camisa y corbata azul. Lo reconocí
inmediatamente. Caminé hacia él y dije "Señor Capitán", y se detuvo. Después de
que le explicara por qué quería hablar con él, me dijo que no podía hablar
conmigo, que era un oficial militar en servicio activo y que no estaba autorizado
para hablar sin permiso, un permiso que los dos sabíamos que no le sería dado.
Fue amable, muy cortés; su sonrisa era deslumbrante. Su cara, aunque con la
edad de 39 años, era la de un chico angelical.---Le deseo suerte, señorita, pero
éstas son las reglas del juego", dijo, y Alfredo Astiz siempre había seguido las
reglas. Sus pesadillas privadas seguirían cerradas a mí.
Pero no importó; lo poco que vi fue suficiente. Cuando nuestra conversación
terminó, Astiz se volvió hacia otro oficial. Ambos estaban hablando, y Astiz -se rió,
con la cabeza inclinada y sus dientes brillando mientras caminaba, igual que en
las fotos de los diarios. Su risa era burlona, victoriosa, la risa de un hombre que
sabía que caminaría en libertad por el resto de sus días.
tarde, algunos cientos de personas congregadas para caminar lentamente en
círculo en Plaza de Mayo alrededor de una estatua de la libertad, con su espada y
su lanza. Llevan pañuelos blancos cruzados con las leyendas "Irene Krichmar,
Miguel Angel Butrón, Desaparecidos, 18/6/76, Argentina" o "José Valeriano
Quiroga, Desaparecido, 28/6/76". Con los años, a medida que fueron andando, la
palabra "desaparecido" se transformó en un verbo transitivo en el vocabulario
global, y las expresiones "ser desaparecido" y "hacer desaparecer a alguien" se
asentaban en la conciencia del mundo, ubicadas allí por sus hijos. Las Madres de
Plaza de Mayo estaban cada semana mas grises, más gordas y caminaban más
lentamente, pero estaban decididas a caminar en la plaza cada jueves hasta que
sus hijos aparecieran de nuevo, lo que significa que caminarían para siempre.
No todas eran madres. Algunas eran abuelas, maridos o esposas de los
desaparecidos, padres, hermanos, parientes de todas clase, y gente que llegaba
simplemente para mostrar su apoyo a las Madres de Plaza de Mayo. En los
primeros meses eran todas madres. Luego, a fines de la primavera de 1977,
cuando la Junta Militar tenía un año y medio y había hecho desaparecer a más de
6500 argentinos en lo que luego se conoció como la guerra sucia, apareció en la
plaza un joven rubio con cara angelical de niño de cinco años y sonrisa a lo
Kennedy. Explicó que su nombre era Gustavo Niño, que tenía 26 años y que era
estudiante, que venía de Mar del Plata -una ciudad a seis horas en auto de
Buenos A¡res- y que su hermano había desaparecido. Durante ese tiempo, había
60 mujeres de 40 y 50 años y un joven. Gustavo era, obviamente, de buena
familia. María del Rosario Caballero, una de las madres, me lo contó cuando la
conocí en 1988. Pero estaba lejos de su casa y su vida de estudiante era dura.
Llevaba el mismo suéter azul casi todos los días. "Siempre parecía un poco
aterrorizado, y nosotras cuidábamos de él. Rápidamente se convirtió en el favorito
de Azucena Villaflor, nuestra fundadora. La gente nueva que se unía al grupo a
veces pensaba que era su hijo", dijo Caballero. Las Madres habían elegido
caminar en la plaza frente al palacio presidencial, de manera que los miembros de
la Junta pudieran verlas desde sus oficinas. Era peligroso, y todavía más peligroso
para un joven, especialmente para alguien tan apasionado como Gustavo. Una
vez, se peleó a golpe de puños con un policía que trataba de desbandar una
manifestación.
Gustavo se lanzó a trabajar, siempre proponiendo más reuniones y slogans más
fuertes. Iba a todas las misas conmemorativas. Se integró con otro grupo de gente
-parientes de los desaparecidos, amigos y hasta dos monjas francesas- formado
con el fin de juntar dinero para publicar un aviso a página entera en La Nación, el
diario líder en la Argentina. El aviso -una respetable carta requiriendo información
acerca del paradero de los desaparecidos- iba a publicarse el 10 de diciembre de
1977, y se titularía "Sólo pedimos la verdad". El 8 de diciembre el grupo se reunió
para juntar los últimos pesos para el aviso en la Iglesia de Santa Cruz, una iglesia
de cemento marrón en un barrio de trabajadores. Gustavo llegó con una chica
rubia a la que presentó como su hermana. "¿Gustavito, qué estás haciendo acá? -
preguntó Caballero-. La iglesia está rodeada de desconocidos. Es peligroso, no
deberías estar acá"
"¿Cómo me voy a perder un día tan importante?", dijo Gustavo. Pasaron la bolsa
de la colecta. Luego Gustavo se levantó y dijo que salía para tomar un poco de
aire fresco. Mientras se iba, sacó algunos billetes de su bolsillo y los agitó,
haciendo señales a ciertos miembros del grupo. Los extraños que estaban dando
vueltas afuera entraron en la iglesia, con las armas desenfundadas.
"¡Arresto por drogas!", gritaron los hombres. Cinco Renault se detuvieron. Los
hombres metieron a los empujones en los coches a siete miembros del grupo, uno
de los cuales era una monja francesa de 43 años, la hermana Alice Domon, y
salieron velozmente.
Caballero estaba gritando. "¡Calláte, vieja loca! -gritó uno de los hombres desde
atrás-. ¿Querés venir con nosotros?"
"No pude ver si se llevaron a Gustavo", me contó Caballero. Unos días después
también desaparecieron Azucena Villaflor y otra monja francesa, Léonie Duquet,
de 62 años.
Más tarde, un testimonio de los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la
Armada indicaba que Villaflor, las monjas y el resto del grupo terminaron en las
cámaras de tortura de la ESMA. Mientras recibía shocks eléctricos, la hermana
Alicia preguntaba sobre el destino del "muchacho rubio".
"Estábamos seguras de que se llevaron a Gustavo", dijo Caballero. El jueves
siguiente, a la hora de siempre en Plaza de Mayo, las mujeres lo vieron, parado
contra una pared, semiescondido en las sombras. "Estábamos shockeadas -dijo-.
Se veía horrible."
"Tengo que hablar con ustedes", murmuró Gustavo.
"¿Estás loco? -dijeron las Madres-. Andate de acá, corré, andá, es demasiado
peligroso". Y Gustavo se fue.
Fue después de todo esto que un miembro del grupo que se exilió en Francia
escribió para decir que un hombre rubio, de cara angelical, con el nombre de
Alberto Escudero, se había juntado con una organización de solidaridad argentina
en París. "Pensamos que en realidad trabaja para la Marina", escribió la mujer; la
Marina tenía una célula en París que se infiltraba en los grupos de exiliados. La
mujer envió una foto. Alberto Escudero era Gustavo Niño.
Durante los años siguientes la cara de Gustavo Niño se volvió famosa en todo el
mundo. En 1981 una revista australiana publicó fotos de Gustavo, usando
entonces su nombre real, Alfredo Astiz, tomadas cuando era agregado naval en la
embajada argentina en Johannesburgo, Sudáfrica. Luego, en 1982, apareció una
foto del teniente Astiz, esta vez con barba, firmando un documento de rendición a
bordo del buque de guerra británico "Plymouth" después de la guerra de las
Malvinas. Otra foto: el teniente Astiz, aún con barba, con aire solemne, volando de
Londres a Buenos Aires luego de ser interrogado por los británicos. Y todavía otra
foto más: Astiz, ahora un teniente a cargo, de uniforme, en el asiento trasero de un
coche, en 1985, abandonando el edificio de Tribunales luego de que lo acusaran
por la desaparición de Dagmar Hagelin, una sueco-argentina a quien, según
parecía, le había disparado en la frente una mañana, la había puesto en el baúl de
un coche, y la había llevado a un campo de concentración. Y otra más: Astiz con
su uniforme blanco de la Marina, pasando detrás de Ragnar Hagelin, el padre de
la chica sueca, acusador y acusado.
Pero luego las fotos cambiaron; la sonrisa volvió: un Astiz muy tostado sobre una
reposera en la playa del Yacht Club de Mar del Plata, el cabello agitado al viento.
Astiz bailando en la discoteca Le Club, con la camisa arremangada. Astiz parado
en la playa del Yacht Club en traje de baño, charlando con otro oficial naval que
estuvo con él en las Malvinas. El teniente Astiz, en chaqueta y gorra blanca de la
Marina en el Día de la Armada, en mayo de 1988, fotografiado en Bahía Blanca,
donde había anclado su barco, el destructor "Hércules-: parecía un joven Robert
Redford que reía exhibiendo sus dientes al mundo.
Fue esta última foto, reimpresa en un diario chileno, la que un día llegó en Chile a
mi escritorio. La miré por mucho tiempo y ese día decidí intentar entender el
mundo de Alfredo Astiz: un ciudadamo del más europeo y desarrollado de los
países de Latinoamérica; un miembro de la más civilizada y aristocrática de sus
Fuerzas Armadas; el hijo de un padre oficial de la Marina y de una madre
holandesa de sangre azul; un amante de Van Gogh, de Calder y de la música
clásica; bien viajado, bien educado y bien leído; y oficial del departamento de
operaciones del grupo de tareas 3.2.2 durante la guerra sucia, el más notable
grupo de torturadores y asesinos de la Junta más notablemente asesina en la
historia contemporánea de Latinoamérica, y responsable personal y directo del
secuestro de cientos de personas que sufrieron torturas inimaginables y luego
desaparecieron para siempre.
Mientras que la violencia en Colombia tiene sus raíces en la falta de un orden
social y en la incapacidad del gobierno para poner reglas a una sociedad ruidosa y
caótica, en la Argentina la Junta que el 24 de marzo de 1976 llegó al poder gracias
a un golpe militar creó exactamente la situación opuesta. La Junta, que bautizó a
su gobierno "Proceso de Reorganización Nacional" o "el Proceso" -que es también
el título de la novela de Kafka-, asfixió a la Argentina a fuerza de orden social. Lo
ruidoso o caótico simplemente se evaporó en el aire. De todos modos, el problema
de raíz era el mismo: un desprecio por la ley y la política como modo de resolver
los problemas en países marcados por enormes contrastes sociales. Y los
resultados fueron los mismos. La Junta proclamaba su violencia como una guerra
contra la guerrilla, principalmente el grupo llamado los Montoneros, que retendía
adoptar el pensamiento nacionalista y populista de Juan Domingo Perón, el
general cuya presidencia en los años 40 y 50 dio forma a la Argentina moderna.
Pero la guerra sucia también eliminó a terroristas tan peligrosos como los
periodistas, los psiquiatras, los trabajadores sociales y los líderes sindicales de la
Argentina.
En 1981, cuando todo había terminado, un civil, Raúl Alfonsín, elegido presidente
de la Argentina en 1983, nombró a un grupo de eminentes argentinos para formar
la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). La
comisión envió a sus miembros por toda la Argentina, a España, México,
Venezuela y otros países para recoger testimonios, acumulando finalmente 50 mil
páginas. La comisión determinó que el gobierno había producido -o, mejor dicho,
no produjo- más de 9000 desapariciones. Se publicó una seleción de los
testimonios bajo el título Nunca más.
Nunca más es, como escribió el filósofo del derecho Ronald Dworkin en la
introducción a la versión en inglés, un relato desde el infierno: historias de
prisioneros cuyas heridas estaban infectadas con gusanos; una mujer que se
atravesó la lengua con los dientes por el dolor de los electroshocks; una violación
anal con varillas electrificadas de metal. En el testimonio de un hombre
encarcelado en Campo de Mayo, Archivo 2819, se lee:
"( ... ) a los prisioneros se nos obligaba a permanecer sentados sin respaldo en el
suelo, es decir, sin apoyarnos en la pared, desde que nos levantábamos, a las
seis de la mañana, hasta que nos acostábamos, a las 20. Pasábamos 14 horas
por día en esa posición... No podíamos pronunciar palabra alguna y ni siquiera
girar la cabeza. En una oportunidad, un compañero dejó de figurar en la lista de
los interrogatorios, y quedó olvidado. Así pasaron seis meses, y sólo se dieron
cuenta porque a uno de los custodios le pareció raro que no lo llamaran para nada
y siempre estuviera en la misma situación... Lo comunicó a los interrogadores, y
estos decidieron 'trasladarlo' -matarlo- esa semana, porque ya no poseía interés
para ellos. Este compañero estuvo sentado, encapuchado, sin hablar y sin
moverse durante seis meses, esperando la muerte."
Miriam Lewin tenía 19 años cuando fue capturada el 17 de mayo de 1977. Fui a
verla doce años más tarde. Había sido una de los prisioneros de Astiz. Era
estudiante en la Universidad de Buenos Aires y , miembro de la Juventud
Universitaria Peronista, una organización creada por los Montoneros que hacía
trabajo político en la universidad. Según otros prisioneros, Lewin era una
montonera de perfil bajo, aunque ella negara haber hecho algo más que trabajo de
organización política.
En todo caso, en el momento de su captura llevaba la píldora suicida de cianuro,
como hacían los Montoneros, y se la metió en la boca. Los soldados se la
arrancaron antes de que pudiera morderla. Miembros de la Fuerza Aérea la
llevaron a una prisión secreta y la torturaron en una pieza donde había pintada
una esvástica en la pared; Lewin es judía. Le ordenaron que escribiera una
autocrítica, arrepintiéndose de su activismo pas ado. Ella la escribió, y después la
leyó con peluca y anteojos frente a una cámara de televisión, como sus captores
le ordenaron. Por alguna razón, la Fuerza Aérea la destinó después a la Marina. El
26 de marzo de 1978, encapuchada, esposada y con los pies engrillados, la
metieron en el baúl de un coche y la llevaron a lo que posteriormente ella
descubrió que era la ESMA. Permaneció allí hasta el 10 de enero de 1979, cuando
fue puesta en libertad -o sea: se le permitió volver a su casa, cuidadosamente
vigilada, y se le exigió que pasara todo el año siguiente haciendo trabajos forzados
para la Marina-.
Me encontré con ella diez años después de su liberación, en su pequeño
departamento de un viejo edificio situado en un barrio de trabajadores en Buenos
Aires. Estaba tratando de encontrar tantos antiguos prWorteros, de la ESMA cosflo
pudiera, con la esperanza de entender la guerra sucia y a Astiz. Lewin, una mujer
pequeña, con pelo rubio por los hombros, trabajaba en Buenos Aires en la oficina
porteña de uno de los gobiernos de provincia de la Argentina, y en su tiempo libre
escribía para una revista de izquierda. Su departamento estaba ocupado por
tablas de skate, soldados de juguete y los gritos de sus dos hijos pequeños.
"Astiz me llevó a cenar", dijo.
No entendí. "¿Qué hizo?
"Me llevó a cenar. Fue cuando ya había sido liberada de la ESMA, pero todavía
me seguían vigilando. Astiz había sido transferido a la embajada en Sudáfrica,
junto al almirante Chamorro, el jefe de la ESMA. Un día pasó y me llevó a cenar y
a tomar un café en un bar de Belgrano.
-Mecontó que el almirante Chamorro lo invitó a cenar con otro oficial para que
pudieran conocer a la hija de Chamorro y a un amigo de ella. Chamorro decía:
'Ustedes los jóvenes tienen que pensar en casarse', guiñando el ojo todo el
tiempo. Cuando se pusieron a hablar sobre política, Astiz comenzó a exaltar a
Fidel Castro y a los montoneros pero hablando como si fuera en serio. La hija y su
amigo se escandalizaron. Finalmente, Chamorro concluyó que estaba
bromeando."
"¿La llevó a cenar para decirle eso?"
"Me dijo que quería despedirse. Dijo que me respetaba y creía sinceramente que
yo me había rehabilitado. Escribió sus direcciones en Sudáfrica y la de su familia
en Mar del Plata con tinta verde en una servilleta. 'En caso de que necesite algo,
dijo, "
Yo pensaba: no suena como si fuera un monstruo. Muchas cosas que Lewin me
contó acerca de su estadía en prisión me sorprendieron. Había sido torturada
físicamente sólo durante sus primeros días en los campos. Le habían dado trabajo
para hacer: que tradujera artículos. Le habían permitido llamar a su familia. Esta
no era la guerra sucia de la que me habían hablado. Antes de irme del
departamento de Miriam Lewin le pregunté, como hacía cada vez que veía a un
prisionero de esa época, si podía ponerme en contacto con otros que hubieran
estado allí dentro. Como Lewin, los otros me dijeron que a ellos les habían dado
trabajos para hacer y que oficiales de la Marina los habían llevado a cenar tanto
mientras estaban en la ESMA como después.
Medité sobre ello por unos días, y luego repentinamente me percaté de que las
historias que había recogido sobre la ESMA tenían todas algo en común: venían
de los sobrevivientes. Pero el propósito del campo de concentración no es el de
crear sobrevivientes, sino el de asegurar que muy pocas personas sobrevivan.
Cada prisionero que atravesó las puertas de la ESMA tenía asignado un número.
En los 92 meses de existencia de la ESMA los números se elevaron a 5000.
Varios cientos sobrevivieron: torturados, y liberados después de algunos días.
Poco menos de cien fueron, como Miriam Lewin, mantenidos durante años en un
infierno alucinógeno en el cual la línea entre prisioneros y guardias se
desdibujaba, sin poder nunca asegurarse si el oficial que tocaba la puerta los
llevaría a la mesa de tortura o afuera a comer un bife. Por razones que comprendí
más tarde, esas personas eran fundamentalmente montoneros. Los otros que
pasaban por la ESMA -entre 4000 y 4500 personas, la gran mayoría de las cuales
nunca habían tomado un arma- murieron durante la tortura o en los "traslados"
semanales. A cada prisionero que "trasladaban" le inyectaban Pentotal para evitar
que se resistiera, y para prevenirle el trauma psicológico a la tripulación de la
cuadrilla de¡ avión. Los miércoles -por alguna razón siempre eran miércoles- era
subido un prisionero a un avión Fokker como parte de un grupo de veinte y
arrojado al mar.
"Ahora usted me pregunta, ¿por qué debíamos gastar una inyección en esos
prisioneros? Pero lo hicimos", me dijo más tarde el almirante Horacio Mayorga. Su
intento de convencerme de que la Marina torturaba y mataba asus prisioneros de
un modo civilizado es consistente con el mito que los argentinos crearon sobre sí
mismos: que solamente un accidente de la geografía había puesto a los
argentinos -a los de ascendencia italiana, británica y española, con su piel blanca
y sus uñas manicuradas- en Latinoamérica, como una isla del refinamiento del
Viejo Mundo encallada en un mar bárbaro. Sus vecinos de herencia indígena y los
argentinos de piel oscura eran tratados con sorna como cabecitas negras. Los
militares se jactaban de sus raíces europeas y de su misión de salvar a la
civilización occidental. La Junta de la guerra sucia se consideraba a si misma una
junta de caballeros y el golpe "una acción consciente emprendida con
responsabilidad, y no motivada por interés o deseo de poder", según el anuncio
inicial del general Jorge Rafael Videla, presidente de la Junta.
De todas las armas de las Fuerzas Armadas, la Marina es tradicionalmente la de
clase alta. Así como la Argentina mira desde arriba a sus vecinos indígenas, así es
como los altos, blancos y bien educados marinos ven al Ejército y a la policía. Son
casi diplomáticos, los gentlemen de la Marina. Pero en la época en que cerró sus
prisiones, en noviembre de 1983, pocos días antes de que Alfonsín asumiera, el
campo de concentración de estos gentlemen, la ESMA, podía reclamar la
distinción de ser el campo de exterminio más grande de la guerra sucia.
La Escuela de Mecánica de la Armada, sobre la Avenida del Libertador, en
Buenos Aires, es blanca con un techo rojo de terracota. Los pinos son puntos en el
césped frente al pórtico ornado con cuatro columnas y coronado por el escudo de
la República Argentina. El campo de concentración en sí estaba ubicado en el club
de oficiales de la ESMA, un edificio de tres plantas con un sótano. Los prisioneros
dormían en el tercer piso y en el ático. El sótano estaba ocupado por una
enfermería, un laboratorio fotográfico y cámaras de tortura. Una de las salas de
tortura estaba insonorizada y, cuando no estaba ocupada de otro modo, servía
como sala audiovisual. Los oficiales dormían en el primer piso y en el segundo. En
el tercero estaba la bodega, un depósito gigante donde guardaban los bienes
robados de las casas de los prisioneros. Hacia fines de 1977 se instaló un grupo
de oficinas conocidas como "La Pecera", llamadas así porque las oficinas estaban
separadas por paredes transparentes de acrilico. La Pecera, monitoreada por un
circuito cerrado de televisión, era donde los prisioneros trabajaban.
Hablé con varias personas que habían sido torturadas en la ESMA. Una era María
Elisa Landín, una maestra de escuela que tenía 50 años en el momento en que
fue secuestrada. Los militares entraron a su casa cinco veces, buscando a su hijo
Martín, llevándose cosas de la casa en cada visita. En la sexta visita se llevaron a
Landín y a su esposo a la ESMA, donde ella fue torturada con electricidad
aplicada en los pechos y en la vagina y golpeada hasta que se desmayó. "Acá
nosotros somos los únicos dioses", decía su torturador. Más tarde la pareja fue
liberada. Poco después su hijo desapareció.
Landín creía que el motivo por el que la torturaron no era la búsqueda de
información -sus torturadores debían haberse percatado de que era improbable
que ella conociera el paradero de su hijo- sino el deseo de castigarla, quizá para
reducir el interés de su hijo en la política, quizá para alarmar a los otros, o quizá
simplemente para ilustrar quién era el amo y señor de su vida y de su muerte.
En los primeros años de la administración de Alfonsín el semanario de Buenos
Aires La Semana publicó dos largas entrevistas a Raúl Vilariño, que era un
suboficial en el departamento de operaciones del grupo de tareas 3.3.2. Su trabajo
no era torturar -eso correspondía a la gente de inteligencia- pero presenció la
tortura. Vilariño era un cabecita negra, un hombre de limitada estatura, fornido,
con piel oscura, proveniente de una familia pobre. Al cierre de la guerra sucia dejó
la Marina y desarrolló problemas de conciencia, lo que lo llevó primero a tocar las
puertas de La Semana y luego de Tribunales.
Esto es parte de lo que Vilariño dijo:
"Vamos a poner un 50 por ciento y un 50 por ciento. Del 50 por ciento que no era
culpable, vamos a suponer, un 25 por ciento tenía ideología, aunque por el hecho
de tener ideas, no vamos a decir que vaya a hacer mal a nadie...¿Cuántas veces a
usted lo mandan a hacer una diligencia y lleva bien anotado el número, y sin
embargo pregunta a ver si es ahí? Nosotros no podíamos preguntar si ahí vivía un
guerrillero ... Llega un momento que ya no se puede actuar cortesmente, por usar
una palabra ... Yo no le niego que se cometieron quinientos mil desmanes. Pero
esos desmanes eran porque los datos obtenidos no eran los correctos. También
pasaba que la gente, ante el miedo, oponía una cierta resistencia que era
malinterpretada por el grupo, que ya estaba psicológicamente preparado para ver
detrás de una puerta que se cerraba, quinientos rostros de guerrilleros y
quinientas bocas de armas.
Había una puerta en la que un individuo, una noche que estaba contento, había
escrito: "Camino a la felicidad". Detrás de esa puerta estaba la cámara de torturas,
picana eléctrica, un elástico de hierro de una cama conectado a 220, un electrodo
de cero a setenta voltios, silla, presnas y todo tipo de elementos que pudieran
servir para torturar. No se los puede imaginar: elementos cortantes, punzantes,
cámaras de bicicletas rellenas de arena para golpear sin dejar rastros... Muchos
de estos métodos fueron copiados de la Policía Federal...
¿A usted alguna vez le dió un golpe de corriente una heladera, la canilla del baño
o algún aparato eléctrico? Eso súmelo por cien y multiplíquelo por mil ... Eso es lo
que puede sentir una persona que está siendo torturada, que tal vez es culpable,
que tal vez no es culpable ... Yo le voy a contar un caso: una chica de diecisiete
años que se llamaba Graciela Rossi Estrada. Era una piba de aspecto muy triste
... Debido a que faltaba alguien del grupo, yo estaba ahí y pude comprobar cómo
era torturada. Comenzaron con los simples procedimientos de cualquier rufián de
película policial de poca monta: colillas de cigarrillos, manoseos, tiradas de
cabello, golpes, pellizcones. Como no se lograba obtener lo que se deseaba
escuchar aparentemente, y digo aparentemente porque tengo grandes dudas de
que las sesiones de tortura fueran lo suficientemente satisfactorias ya que más de
una vez se sindicaba a Fulano de Tal para que en la confesión dijese tal o cual
cosa, entonces, como decía, a eso de la media hora de estar golpeándola, la
llevaron a la picana eléctrica donde fue picaneada hasta que se desmayó.
Entonces, tomada con mucha delicadeza de los pelos por un individuo y por otro
de las piernas, fue tirada en una celda, donde se le arrojó un balde de agua para
que se hinchara. A las cuatro o cinco horas, el estado de la piba era deplorable
porque se había hinchado. Fue llevada nuevamente a la sala de torturas. Allí, en
ese momento, por Dios, por la madre y por todos los seres queridos que tenía, iba
a firmar hasta el asesinato de Kennedy y no sé si su intervención en la batalla de
Waterloo. Por eso digo que los datos obtenidos de la tortura no eran fehacientes la
mayor parte de las veces: se los acomodaba para ir justificando la gente que había
detenida.
Una vez le pregunté al padre Sosa (un sacerdote) si le parecía bien lo que
estábamos haciendo y él me dijo que había que pensar como un cirujano. Si había
que amputar el mal, no se podía estar pensando en la estética del paciente...
Era muy fácil ver cómo entraba un camión con leña, un camión con mercadería y
luego, otro camión con leña. Se tiraba la leña, se tiraban los cuerpos, se tiraba
más leña y se prendía fuego. Ahí también se quemaban vehículos que no
convenía que fuesen encontrados ... Mengele (apodo del médico) me comentó en
un momento que los cadáveres, a medida que se iban quemando, las
articulaciones se iban abigarrando hasta quedar así, todas como artrósicas.
Entonces me dijo: "La próxima vez les voy a cortar los tendones para que queden
mejor".
Bueno, uno de los sistemas lindos que tenía Mengele era una, cucharita, ¿no es
cierto? A las embarazadas se les introducía esa cucharita u otro instrumento
metálico en la vagina hasta que tocara el feto ... Entonces, se le daba la descarga
de 220. En una palabra: se pícaneaba a la criatura.
(pregunta) Y usted, ¿qué hacía ante semejantes atrocidades?
Y .. vomitar. ¿Qué quiere que haga?
¿Había quienes gozaban con eso?
Sí. Por supuesto que sí."
La experiencia de Vilariño era de alguna manera típica de la ESMA y de otra
manera no era para nada típica. Era típica en que otras personas habían
presenciado o sufrido los hechos que él presenció; el testimonio de los prisioneros
no dejaba dudas de que lo que Vilariño describió tuvo lugar. Y no cabe duda de
que todos en la ESMA sabían que estas cosas pasaban. Lo que no era típico que
todo esto llegara, se supiera. Debe haber habido muchos que no creían que todo
detenido era un- terrorista. Debe haber habido otros que cuestionaban, como lo
hizo Vilariño, la base entera de la ESMA. Pero siempre dejaban el asunto a la gran
sabiduría de la Marina. No era un asunto para civiles. Nadie más confesó sus
crímenes en una entrevista a treinta páginas para una revista nacional.
El grupo de tareas 3.3.2 tenía algunas docenas de integrantes en cada momento,
divididos en inteligencia, operaciones y logística. Sus miembros eran voluntarios, y
formar parte del grupo de tareas era considerado en la Armada en cierto modo
formar parte de una orden religiosa, por su rigor -vivían en la ESMA y podían
pasar la noche con sus famílias solamente tres veces al mes- y por el nivel de
comproníso requerido.
El grupo de tareas fue formado en mayo de 1976, dos meses después de que la
Junta tomara el poder. La Junta consideró que su tarea principal era matar a
aquellos que se opusieran a ella, una asignación básicamente puesta en práctica
por el Ejército y la Policía Federal. El representante de la Marina en la Junta, el
almirante Emilio Massera, creó el grupo de tareas para permitir que la Armada
participara en la "lucha antisubversiva" y para incrementar de ese modo su poder
respecto al de los otros servicios. El mismo Massera, llamado en clave Cero, salió
a la calle para ayudar en el primer y bautismal secuestro.
El departamento de operaciones del grupo de tareas conducía hasta seis misiones
por día, secuestrando prisioneros en la calle o entrando en sus casas. Luego,
operaciones debía vendar y esposar a cada prisionero y llevarlo a inteligencia.
Inteligencia debía torturarlo, habitualmente con una picana eléctrica. Un miembro
del departamento de operaciones debía estar presente para escuchar lo que la
víctima decia, por si acaso eso pudiera generar una nueva misión. Esta rutina, que
se hacía durante las 24 horas del día, enriqueció mucho el vocabulario argentino.
Entre las palabras que contribuyeron a este enriquecimiento estaban chupado
(secuestrado), traslado (tirar a la víctima desde un avión al río), mandado para
arriba (el mismo sentido) y dar máquina (aplicar la picana eléctrica).
No había trabajo sin gratificaciones. "Los muchachos deben ser compensados por
los riesgos que corren", decía Massera. Cuando un prisionero era chupado, sus
bienes también eran chupados, y terminaban en la Bodega, un depósito de libros,
aparatos de televisión, colchones, lavarropas, pinturas, muebles y ropas. Una
mujer que fue enviada a trabajar en la Pecera se encontró con su living entero -
sillas de mimbre, un sofá y un estéreo- que estaban ahora en servicio en la sala de
estar de la Pecera. Normalmente, los cargamentos de bienes que llegaban a la
ESMA no permanecían demasiado tiempo antes de partir hacia las casas de
varios oficiales de la Armada. Se decía que el contraalmirante Rubén Chamorro,
director de la ESMA, coleccionaba grabaciones de tango.
Hacia el final de 1976 el grupo de tareas comenzó un experimento seguramente
único en los anales de la represión. Algunos prisioneros, quizás una centena
(Miriam Lewin entre ellos), no fueron asesinados. Fueron dejados vivos con dos
propósitos: reinfiltrarlos en los Montoneros para capturar más colegas suyos, y
hacerles escribir discursos y producir materiales que sirvieran a los objetivos
políticos del almirante Massera. Era un plan que estaba a la altura de la audacia
de Massera, el de las cejas tupidas, la sonrisa de estrella de cine, el genio irónico,
el que escoltaba jóvenes actrices y amaba la vida nocturna, el que salió a navegar
una tarde con el esposo de su amante y volvió solo.
"Estaba bailando con Massera en una fiesta de Año Nuevo -me dijo una mujer, hija
de una familia de la Marina---. Para charlar, le pregunté si era verdad que todavía
seguía viéndose con cierta actriz. Sonrió y dijo: 'Querida, cuando termino con una
amante, la mando asesinar'."
"Di por sentado que estaba bromeando -dijo la mujer-, pero no estaba del todo
segura."
Massera se sintió enclaustrado en la gris burocracia de la Junta, escondido detrás
de la formalidad de cuello duro de Jorge Videla, el general del Ejército que era
presidente. Cuando la Junta adoptó una política económica thatcheriana
comparable a la del general Pinochet en el vecino Chile, Massera formó el Partido
de la Democracia Social (incluso intentó ser reconocido como el representante
oficial en la Argentina de la Internacional Socialista), que enfatizaba el populismo
al estilo de Perón, y creía que tenía el potencial necesario para convertirse en un
caudillo o en un hombre fuerte, a la manera de Perón.
Para que lo ayudaran, recurrió a los peronistas que estaban bajo su poder -los
guerrilleros montoneros capturados y sus simpatizantes dentro de la ESMA-. Ellos,
bajo amenaza de muerte, prepararon sus resúmenes de prensa y escribieron los
discursos, artículos, y scripts radiales que serían utilizados en los medios que
Massera controlaba. Massera podía usar a un prisionero montonero que había
entrado a la ESMA como un publicista político o bien hacerlo asesinar domo un
peligroso subversivo. O las dos cosas. En setiembre de 1978, cuando Massera
dejó la Junta, con sus ambiciones políticas intactas, reunió a los residentes de
larga data de la ESMA en el Salón Dorado de la planta baja para su despedida.
"Todos hemos vivido cosas desagradables -dijo a sus prisioneros Massera, con
traje de civil-. El hecho de que estemos en dos grupos diferentes es meramente
circunstancia¡. Espero que algún día nos encontremos nuevamente, con una taza
de café en la mesa entre nosotros!' Luego estrechó la mano de cada uno y caminó
hacia la puerta principal, y los miembros de su gabinete montonero fueron llevados
arriba e inmovilizados en sus grilletes de hierro y de madera.
"Era difícil de entender para nosotros --dijo Miriam Lewin diez años más tarde-.
Massera era tan increíblemente arrogante. Quería usar nuestras habilidades
técnicas y nuestra inteligencia para ganar apoyo popular. Pensaba que, como los
Montoneros y la Juventud Peronista habían tenido tanto éxito, nosotros éramos la
clave para hacer de él el nuevo Perón "
"¿Por qué colaboró usted con eso?, le pregunté.
"Lo hacíamos para conseguir seguir viviendo", respondió. Estaba cocinando
repollitos de Bruselas para sus hijos. "Comenzaré por el comienzo -continuó desde
la cocina-. Cuando llegué a la ESMA, transferida de la prisión de la Fuerza Aérea,
me llevaron a la Pecera y un oficial llamado Scheller me habló. Dijo que pensaban
que yo era recuperable y que, si me portaba bien, tendría algún contacto con mi
familia. Me llevaron al sótano. Pude escuchar voces de otros prisioneros que
estaban obviamente andando alrededor y vi gente lavando platos y trabajando en
un laboratorio fotográfico. No entendía qué estaba pasando."
Ella descubrió que había dos clases de prisioneros permanentes en la ESMA. El
Mini-Staff, un grupo pequeñísimo compuesto por los colaboradores reales: gente
se que había quebrado bajo tortura---o,en algunos casos, hasta antes de ser
torturada- y había delatado a sus compañeros, y que había salido a la calle con los
oficiales navales para señalar gente, volviéndose algunos de ellos más feroces
que los propios guardias en su colaboración. Algunos de esos prisioneros se
quedaron trabajando para la Marina años después. Coca Bazán, una montonera
de la línea dura, se casó después con el contraalmirante Chamorro, el jefe
también de línea dura de la ESMA, lo acompañó a Sudáfrica y, después de su
muerte, entró a un ashram en la India. Otra, Mercedes Carazzo, que guardó
silencio bajo tortura y durante los meses siguientes, finalmente quebró cuando el
grupo de tareas mató a su esposo. Luego se enamoró de su asesino, el teniente
Antonio Pernía, y comenzó a trabajar para la Marina, viajando con Pernía al centro
piloto de la Armada en París, donde había ido Astiz.
Los otros, como Lewin, componían el Staff. Esta gente no había delatado a sus
compañeros o lo había hecho sólo bajo tortura, contra su voluntad. Trabajaban
con la Marina haciendo traducciones o esciribiendo discursos pero nunca se
fracturaron ideológicamente. "Un oficial me preguntó qué sabía hacer, y yo dije
que Podía traducir inglés y francés -dijo Miriam Lewin-. Así me pusieron a trabajar
haciendo traducciones o escribiendo material Para Promocionar turismo que luego
sería usado por el Ministerio de Relaciones Exteriores, por las estaciones de radio
de onda corta del gobierno argentino, o por el Canal 13; todo lo que controlaba
Massera. Otra gente trabajó en la biblioteca, hizo taquigrafía y archivado, elaboró
material audiovisual o trabajó en el laboratorio fotográfico produciendo
documentos. A un prisionero le dijeron que escribiera la historia de los sindicatos
argentinos para mostrar que siempre habían sido infiltrados por subversivos."
Otros trabajaron para Massera afuera de la ESMA, administrando propiedades
robadas a los prisioneros.
"Vos aprendías a simular estar recuperado -dijo Lewin-. Ellos te incitaban a hablar,
y vos te arrepentías de haber hecho uso de la violencia, o decías que tus
anteriores jefes montoneros eran traidores que se fueron a vivir afuera y dejaron a
sus tropas en la Argentina como presa fácil." La mejor estrategia era no estar
demasiado convencido de manera inmediata, los hombres de la Marina no eran
tan estúpidos. Lewin y los otros miembros del Staff mentían veinticuatro horas al
día. Les mentían a sus captores y les mentían a sus compañeros prisioneros. No
podían confiar en nadie; ¿quién podía decir cuáles eran los prisioneros que
simulaban colaboración y cuáles eran los colaboradores reales? Eso era
verdaderamente el teatro de la guerrilla.
"Era riesgoso -dijo Lewin- Si te agarraban para que señalaras gente, empezaban
por llevarte en compañía de otro prisionero que era un colaborador real. Después,
¿qué pasaba si vos veías a alguien que conocías? Si no lo señalabas, el
colaborador real te quería cagar."
Su hijo se negaba a comer los repollitos de Bruselas. "¿Preferís zanahorias?", le
preguntó Lewin. Fue a la cocina para rallar zanahorias. Fijó su vista en un gran
muñeco con uniforme militar. Le pregunté qué clase de soldado era. "Un general",
respondió.
Lewin volvió. "Siempre debíamos ser muy cuidadosos para parecer recuperados.
Si algún loco quería que te enamoraras de él, vos te enamorabas de él. Era como
darle tu billetera a un tipo con una pistola' "
El loco número uno era el capitán de corbeta Jorge Acosta, que impulsaba el
grupo de tareas. Conocido como El Tigre, Acosta era claramente un psicópata. En
un minuto podía estar besando a una prisionera a través de la capucha, regocijado
al verla en la mesa de tortura de la ESMA, y al minuto siguiente moviendo el dial
de la picana eléctrica cada vez más alto, con la cara distorsionada por la
concentración.
Acosta, que padecía de insomnio, rondaba por la ESMA a la noche, despertando a
las mujeres a las tres de la mañana para contarles algunas ideas acerca de cómo
combatir a los montoneros, y ellas escuchaban, asintiendo a cada detalle, hasta
que él terminara. A cualquier hora de la noche un prisionero podía ser despertado
para sentir el aliento de un oficial cernirse sobre él, como si fuera un insecto en
una caja. En sus descansos, en lugar de ir al comedor de oficiales, los oficiales
navales iban seguido a la Pecera para tomar un café y hablar con los prisioneros.
A veces los hombres no iban a su casa a la noche, incluso cuando podían. En
parte porque eran dedicados cazadores de montoneros, pero en parte también
porque nunca antes habían conocido mujeres como las montoneras. Una noche
tres oficiales llevaron a cenar afuera a siete u ocho mujeres prisioneras. Las
prisioneras siempre estaban dispuestas a ir, para congraciarse con ellos y mostrar
cuán recuperadas estaban. Acosta estaba casi gritándoles en el restaurante.
"Ustedes saben que nuestras relaciones con las mujeres desde que las conocimos
a ustedes están prácticamente destruidas", dijo. Dijo que todos ellos estaban
casados con hijas de otros oficiales navales, mujeres que no sabían cómo hablar.
En cambio, las prisioneras podían hablar sobre libros, películas o política.
Pero las mujeres siempre decían lo que los hombres de la Armada querían
escuchar. Las simulaciones eran convincentes para los oficiales navales porque
muchos de los prisioneros realmente habían quebrado. Cuando hablé con los ex
montoneros, diez años después de su encarcelamiento, todavía estaban
horrorizados de que tanta gente entre sus filas -gente con años de activismo y de
entrenamiento ideológico- hayan delatado a sus superiores, a sus mejores
activistas, incluso a sus mejores amigos. "Nos sentíamos derrotados -dijo Lewin-.
En 1974 los que eran capturados no quebraban. Pensábamos que estábamos
creciendo; pensábamos que la gente estaba con nosotros. La situación era
diferente; la moral estaba alta. Más tarde comenzamos a sentir que cada persona
que caía era sólo una más de los miles que caían. Si tu jefe cayó antes que vos y
te delataba, y ya perdiste treinta y cinco amigos, tu esposo y tu hermano, en el
momento en que caés vos ya tenés un sentido de la muerte y de la derrota.
Después de un tiempo empezás a pensar, ¿cómo es que mi jefe colaboró y por
qué yo, que soy sólo un pobre soldado de infantería, no debería salvar mi vida?"
Pero la colaboración no era garantía de supervivencia. Mucha gente que quebró y
señaló compañeros fue asesinada. Muchos de los que no delataron a nadie
salieron vivos. Cuando Massera dejó la Junta en 1978, no tenía intenciones de
dejar su gabinete a su sucesor, el almirante Armando Lambruschini. Massera
todavía quería ser presidente y todavía necesitaba el trabajo esclavo de sus
prisioneros. Así, los prisioneros "recuperados- comenzaron a trabajar afuera, en
las instituciones controladas por Massera. Lewin fue a trabajar a una inmobiliaria
que administraba propiedades robadas a los otros prisioneros. Después fue a la
oficina de prensa del Ministerio de Bienestar Social, que estaba bajo la dirección
de Massera, y pasaba su tiempo preparando los resúmenes de prensa que
Massera leía cada día.
A medida que estaba cada vez más "recuperada", le daban más libertad. Primero
le permitieron llamar a sus parientes una vez por mes, luego más frecuentemente.
Después le fueron permitidas visitas nocturnas. Le pregunté por qué no escapó
durante esas visitas. "Yo también me lo pregunté en ciertos momentos -dijo-. La
respuesta es que teníamos lazos emocionales con los que estaban adentro, y
siempre nos decíamos 'si alguien escapa, van a mandar para arriba a cada uno de
los que están adentro'." Finalmente, todavía trabajando para Massera, todavía
viendo y visitando el staff de la ESMA, le permitieron vivir en un departamento.
Cuando ella y Carlos García, otro prisionero, decidieron casarse, le pidieron
permiso al comandante Luis D'Imperio, que había reemplazado a Chamorro como
jefe de la ESMA. En marzo de 1980 la pareja pidió autorización para visitar a la tía
de Lewin en Nueva York. Los autorizaron. Volvieron a la Argentina cuatro años
más tarde, después de la caída de la Junta.
Cuando el grupo de tareas 3.3.2 nació en mayo de 1976, el teniente Alfredo
Ignacio Astiz tenía 25 años. Recientemente graduado en la Academia Naval, se
alojaba en Mar del Plata, una ciudad de veraneo y base naval de la provincia de
Buenos Aires. Allí recibió instrucción sobre cómo atacar edificios, seguir a
sospechosos e infiltrarse en grupos sospechosos. Para Astiz y los otros
luchadores en la guerra antisubversiva, trabajar en el legendario grupo de tareas
era el cumplimiento de un sueño. Astiz pidió un traslado y en enero de 1977 entró
a la ESMA como miembro del departamento de operaciones.
Era bueno en su trabajo. Implicaba cierto riesgo -ocasionalmente tuvo que
secuestrar a quienes eran, de hecho, guerrilleros armados- y Astiz encabezaba
varias operaciones al día. Cuando le daban un día libre, preguntaba si algunos
turnos habían quedado sin cubrir y, si había alguno, se ofrecía a cumplirlo
voluntariamente. Rápidamente adquirió autonomía e influencia, liderando ataques
y secuestros y ayudando a planificar otros nuevos. Probablemente no torturaba -
eso recaía en los hombres de inteligencia- pero frecuentemente veía sesiones de
tortura para actuar rápidamente a partir de una nueva información que pudiera
surgir en las sesiones. Era físicamente fuerte, marcaba goles frecuentemente
cuando el equipo de fútbol del grupo de tareas jugaba contra el equipo de los '
prisioneros, y los demás pensaban que era valiente. Cuando lo mandaban a
encontrar a un subversivo, volvía con un subversivo. Volvía con cientos de ellos,
todos subversivos por definición, habiendo sido capturados por Astiz.
El 26 de enero de 1977, Astiz cometió un error que, junto a la infiltración en las
Madres de Plaza de Mayo, lo convirtió en un símbolo internacional de la guerra
sucia. Eran las 8 y 20 de una mañana de verano en El Palomar, en las afueras de
Buenos Aires. Astiz y otros siete oficiales de operaciones fuertemente armados
habían pasado la noche acechando la casa de Norma Susana Burgos, una líder
montonera que había sido secuestrada anteriormente. Buscaban a la compañera
montonera de Burgos, María Antonia Berger. Una mujer alta, rubia y atlética, que
parecía responder a la descripción de Berger, venía caminando hacia la casa. Los
hombres se aproximaron a ella, y ella empezó a correr. Sin advertir que no era
Berger sino Dagmar Hagelin, una suecoargentina de 17 años, Astiz fue tras ella.
"Cuando Dagmar llevaba más de 30 metros de sus perseguidores, el teniente
Astiz puso rodilla en tierra, extrajo su pistola reglamentaria y disparó (un solo
proyectil) sobre la adolescente, la que cayó de bruces en la calzada", confirmaron
los testigos en Nunca más. "Astiz corrió hacia la víctima y siguió apuntándole con
su pistola mientras el cabo Peralta apuntaba también con su arma a un vecino del
lugar, Oscar Eles, de profesión taxista, y le obligó a entregar el taxi. Movido el
vehículo hasta el lugar donde permanecía caída Dagmar, colocaron en el baúl el
cuerpo sangrante de la víctima."
Muchas cosas no quedan claras sobre la historia de Dagmar Hagelin. No está
claro si era una montonera de bajo nivel o sólo una simpatizante; vivía con un
amigo en un departamento que había alquilado con un nombre falso, y se pasaba
la tarde tipeando propaganda pro montonera. No está claro por qué los testigos
que inicialmente identificaron a Astiz como el hombre que le disparó cambiaron
más tarde su testimonio. Y no está claro qué pasó con Dagmar. Fue reconocida
por prisioneros en la ESMA, en una silla de ruedas, con la cabeza vendada,
imposibilitada de hablar. Vilariño, en su entrevista con la revista La Semana, dijo
que la vio en un instituto de rehabilitación de la Marina, en Mar del Plata. Y
después no se la vio nunca más.
El gobierno sueco pidió que Astiz fuese extraditado para someterlo a juicio.
Argentina se negó. Más tarde el gobierno francés también requirió la extradición
de Astiz para juzgarlo por el secuestro de las dos monjas. Dentro de la ESMA era
un secreto a voces que Astiz se había quemado -mala suerte por haberse topado
con los europeos- y se consideraba que los casos estaban demasiado calientes
como para discutirlos. Le susurraron a los nuevos prisioneros que no hablaran
sobre la chica sueca ni sobre las "monjas voladoras", como terminaron siendo
conocidas luego de haber sido puestas en el Fokker semanal y arrojadas al mar.
Astiz se sentía vivo en la ESMA. "Le encantaba hablar -recordó Elisa Tokar, una
prisionera que Astiz había capturado personalmente en una calle de Buenos Aires-
. Estaba siempre con nosotros en la Pecera cuando podía pasar su tiempo libre en
el club de oficiales. No lo queríamos con nosotros. Si estaba ahí, debíamos
simular que estábamos trabajando." Le gustaba especialmente hablar con los
prisioneros que venían de buenas familias y tenían buen educación, gente que,
pensaba, estaba culturalmente a su altura. "En París nunca me perdí los museos y
las exhibiciones", les decía a los prisioneros, y continuaba extendiéndose sobre
los móviles de Calder o su pied-á-terre en la Rue Lecorbe, pronuciando el francés
como Dios manda. Hablaba perfectamente inglés. Un tío en Holanda lo había
introducido en Van Gogh, a quien adoraba. Leía libros. Un amigo suyo me dijo que
encontró Nicaragua: tan violentamente dulce, un libro sobre la Nicaragua
sandinista del escritor izquierdista argentino Julio Cortázar, en el auto de Astiz.
Fue reconocido al salir de ver la película Rosa Luxemburgo.
"Solía hablarme de música -dijo Tokar-. A mí me encanta el rock. El odiaba el rock
y -amaba la música clásica. Hablábamos fundamentalmente de música, o me
preguntaba qué pensaba sobre algún acontecimiento político. Yo siempre traté de
decirle lo que quería escuchar. Odiaba al peronismo. Odiaba cualquier clase de
populismo."
Y odiaba al almirante Massera, que había bloqueado el ascenso de su padre al
grado de contraalmirante, varios años atrás. Era más que un resentimiento
familiar. Odiaba las ambiciones políticas de Massera, su populismo y su
corrupción. Odiaba la manera en que Massera y Acosta robaban. Astiz nunca
robó. Pensaba que Massera estaba traicionando a la Armada. El creía
fervientemente en la Marina, en su nivel cultural, en su tradicional código de
conducta y adhesión a la jerarquía y al orden. "Era un pequeño señor marinero, un
gentleman inglés -dijo Tokar---. Era muy superior con sus subordinados y muy
respetuoso de sus superiores. Y solía decir usted cuando hablaba con los
prisioneros más viejos."
"Un día estábamos viendo televisión, y apareció un médico negro de Estados
Unidos --dijo Miriam Lewin-. Pienso que era un funcionario de la Sociedad del
Cáncer. Astiz dijo con desprecio:
'Ni siquiera puede hablar un inglés decente. Es el complejo de culpa
norteamericano el que pone a los negros, como este tipo, en posiciones
importantes. Pero los negros no tienen cerebro para eso. Miren a África. El único
país en África que está desarrollado es Sudáfrica'. Menospreciaba de modo
semejante a los cabecitas negras. Siempre decía que no les gustaba trabajar, que
gastaban todo lo que ganaban en alcohol. Como no trabajaban, no podían
progresar." Astiz dedicaba días enteros a explicar sus teorías sociales a los
prisioneros, asegurándose todo el tiempo --- con una resolución creciente- que
tenía razón. Desdeñaba a Jimmy Carter, cuyos experimentos con los derechos
humanos estaban haciendo peligrar al mundo capitalista. Margaret Thatcher era
su líder ideal. El telegrama de congratulaciones que le mandó en su victoria
electoral volvió para atorrnentarlo cuando, cinco años después, firmó la rendición
incondicional en la guerra de las Malvinas a bordo de un barco inglés.
En su libro La pista suiza, Juan Gasparini, un compañero de escuela de Astiz,
contó sus impresiones de cuando lo encontró veinte años más tarde en la ESMA,
donde los caminos tan divergentes de ambos desembocaban en una especie de
reencuentro. Uno de los sobrenombres de Astiz era El Rubio. "¿Por qué voy a
mentir?', escribió Gasparini. Su antiguo compañero era un hijo de puta, "pero
digamos que conmigo El Rubio fue un tipo diferente". Astiz concertaba llamados
telefónicos a la familia de Gasparini y logró liberarlo del campo de concentración
luego de veinte meses -once de los cuales los pasó engrillado-, a pesar del hecho
de que Acosta ya lo había marcado para "traslado".
Un sábado por la noche, cuando Astiz era el oficial de mayor rango a cargo, fue a
la celda de Gasparini y llamó a un suboficial para sacarle los grilletes. "Yo me
hago responsable", dijo Astiz, y lo llevó en auto a Gasparini al centro. La primera
parada fue en una librería. "Compráte lo que quieras. Te vas a volver loco en el
camarote ése donde estás". Astiz pagó. Luego, a instancias de Astiz, fueron a La
Paz, el bar de referencia de la contracultura izquierdista de Buenos Aires. Astiz
bebía un cognac tras otro, y los dos hablaron de libros, de rugby, de política y de
guerra.---Amí no me tenés que versear -dijo Astiz-. Acá los dos hablamos a calzón
quitado. A vos te conozco, y vos sabés que yo no te voy a hacer nada. Cuando te
lavan el cerebro con esa historieta de la justicia social, no hay arreglo. ¿O te creés
que soy como el Tigre, que se le ha puesto que con sacarlos a cenar y
comprándoles un par de pilchas les va a cambiar la manera de pensar? En el
fondo vos sos lo mismo, aunque con lo que te pasó y con lo que has visto, no te
vas a meter más en ninguna aventura rara. No tenés necesidad de decirme que no
pensás igual ni parecido porque no hace falta. Vos sabés muy bien que yo no soy
el Tigre. Todos saben que lo detesto. Como a Massera, que le cortó la carrera a
mi viejo. El Tigre es un enfermo. Pero por más que esté medio loco, coincidimos
en algo, lo que es eficaz: hay que terminar de matar a todos los irrecuperables,
porque si quedan dos o tres vivos, dentro de unos años el baile empieza de vuelta.
Vos quedate tranquilo que salís. Mientras esté yo, por más que el Tigre no te
trague, no te hagas problemas. Acá vamos a decidir las libertades dentro del GT.
Lo que digan de arriba no corre. Ya vas a ver.
-Y lo vi", escribió Gasparini. "Y fue así
Cuando Silvia Labayru, la prisionera que simuló ser la hermana de Astiz cuando
se infiltró en la Madres de Plaza de Mayo, tuvo un bebé, Astiz se la llevó de la
prisión para registrarlo, presentándose como el marido, falsificó la firma del
hombre, y despues le dio el bebé a su abuela. Se llevó a otra prisionera para que
viera a su padre moribundo y luego la escoltó en el funeral. Años después, cuando
la mujer testificó contra él en los juicios durante el gobierno de Alfonsín, Astiz le
dijo a sus amigos que se sentía shockeado y traicionado.
"Desgraciadamente necesitábamos símbolos -dijo Elisa Tokar-. Lamento que haya
sido Astiz. Preferiría que hubiese sido Acosta.
"Tenia una mejor relación con aquellos prisioneros que no se quebraban bajo
tortura --dijo Carlos García-. A Acosta le gustaban aquellos que se quebraban; le
gustaba ver a la gente arrodillada. Astiz no era así. Tenía una mala relación con
los colaboradores en el Mini-Staff. Recuerdo que una vez salió a una reunión en
donde iba a estar con un colaborador que iba para identificar gente. Hubo un
problema y la reunión terminó en un tiroteo. Más tarde, el colaborador le dijo a
Astiz: 'Estaba tan preocupado. Pensé que le había pasado algo'. Astiz me lo contó
tiempo después. Me dijo: 'Cuatro horas antes era un gran soldado montonero.
Ahora está preocupado por mí y no por sus compañeros. Me da asco'."
"Era una especie de enemigo digno para nosotros -dijo Lewin-. No era corrupto.
No violó. Peleaba contra la subversión y el comunismo, no trataba de hacerse rico.
Su visión del mundo era la de un Neanderthal, pero estaba convencido de lo que
estaba haciendo. Estaba ahí para 'salvar' a su país."
"No comparto la idea de un 'enernigo digno' -dijo Graciela Daleo, una de las
montoneras más duras-. Un enemigo respetable debería haber peleado
limpiamente o habernos juzgado en los tribunales. Astiz pudo no haber disfrutado
la represión, pero era parte de un sistema que secuestraba gente indefensa, la
mantenía en condiciones inhumanas y la mataba."
Por lo menos una persona más en Buenos Aires compartía mi fascinación por
Alfredo Astiz. Horacio Méndez Carreras es ahogado. El 20 de diciembre de 1983,
diez días después de que Alfonsín hiciera su juramento como presidente, Méndez
Carreras recibió un llamado del gobierno francés pidiéndole que abriera un caso
contra Astiz por el asesinato de las monjas. Al año siguiente consiguió otro cliente,
el gobierno sueco, interesado en el caso de Dagmar Hagelin. Comenzó estos
casos mientras Alfonsín llevaba a juicio a los miembros de la Junta, pero veía al
mismo tiempo cómo las posibilidades de justicia se iban reduciendo a medida que
las Fuerzas Armadas hacían todo lo que Podían para bloquear los juicios.
Obligaron a Alfonsín a pasar, en 1986, la Ley del Punto Final, que establece un
final para los juicios y en 1987 la Ley de Obediencia Debida, que exoneraba a los
oficiales de los rangos inferiores con el argumento de que solamente habían
estado cumpliendo órdenes. Con la Ley de Obediencia Debida, las posibilidades
de justicia desaparecieron enteramente.
"Montgomer y tenía una fotografía de Rommel sobre su escritorio. Yo tenía una
foto de Astiz", dijo Méndez Carreras. En la foto, tomada de una revista, Astiz
aparece con un suéter rojo, sentado en el reservado de un restaurante, con la
cabeza entre las manos. El 5 de junio de 1987, el día en que la Obediencia Debida
llegó a ser ley, Méndez Carreras quemó la foto.
La primera vez que lo vi a Carreras, en agosto de 1988, todavía estaba trabajando
en un caso relacionado con la ESMA. Los comandantes regionales, la gente que
le había dado órdenes al director de la ESMA, Rubén Chamorro, tenían un rango
suficientemente alto como para caer fuera de la jurisdicción de las leyes de
Obediencia Debida y del Punto Final; todavía podían ser juzgados. Para cuando
volví, un año después, el nuevo presidente, Carlos Menem, había terminado hasta
con los juicios de los oficiales de alto rango; ya no era posible hacer prosperar una
sentencia contra Astiz o contra la ESMA. La Armada promovió a Astiz y, protectora
del hombre muchas veces considerado como un símbolo del joven oficial heroico
(y ansiosa por refregárselo en las narices a Alfonsín), le asignó felicitar a los
chicos en el destructor "Hércules" el Día de la Armada. Para Méndez Carreras,
Alfredo Astiz era ahora sólo un hobby.
Mendez Carreras y yo pasamos tardes enteras en el pequeño estudio que
comparte con otro abogado, intercambiando anécdotas, jugando al "¿Qué más
sabés?", y leyendo transcripciones de los juicios. "Está terriblemente preocupado
por el efecto que esto tiene en su posición social", dijo Méndez Carreras. "Va a los
partidos de polo. En Bahía Blanca pertenece al Golf Club, y siempre está rodeado
por jóvenes que lo tratan como a un héroe. Les enseña buceo' "
"Tiene un departamento en Buenos Aires --continuó-. Hipotecó por segunda vez
su departamento para que su cuñado pudiera comprarse un coche. ¡Qué altruista!"
Yo tenía que reírme frente a la cantidad de trivialidades que Méndez Carreras
conocía de Astiz. "¿Sabía usted que, cuando era agregado naval en Sudáfrica, fue
condecorado dos veces por el gobierno sudafricano? Amaba Sudáfrica y siempre
hablaba de lo mucho que admiraba al país. Allí compró un BMW."
La última vez que vi a Méndez Carreras, mencionó que Astiz probablemente iría a
un partido de polo el fin de semana siguiente para ver al hijo de un amigo mutuo.
"Voy a ir -dijo---. Voy a ponerme un disfraz de gaucho con un gran sombrero, y
cuando esté cerca de él, voy a acercarme y le voy a decir: 'Sólo quiero saber una
cosa, Alfredo. ¿Dónde están las monjas? ¿Están en el mar o están enterradas en
algún lugar? ¿Dónde están las monjas?" No tuvo la oportunidad de hacerle estas
preguntas; el partido se suspendió por lluvia.
"Sueño con él -dijo Méndez Carreras-. Tuve un sueño en el que a él lo juzgaban, y
Dagmar estaba en una cuna a su lado. Fui a hablarlo con un analista."
Torné el tren a Mar del Plata, donde nació Astiz y donde todavía vive su familia.
En verano Mar del Plata es un balneario, repleto de gente de vacaciones; pero en
invierno es descolorida y lluviosa, y sólo se ven dos surfistas y algunos perros en
la playa.
La casa donde nació Astiz -el 17 de noviembre de 1950- es una modesta casa de
dos plantas de ladrillo y piedra blanca, ccoonn uunn balcón en balaustrada.
Su familia se había mudado seis años antes a otra parte de la ciudad, a un barrio
de familias de oficiales navales jubilados. La nueva casa de la familia es moderna,
con un jardín de rocas y una ventana decorada con cortinados orientales. La
hermana de Alfredo, María Eugenia, una modelo con cabello largo y con reflejos,
respondió a la puerta y llamó a su padre. Alftedo Astiz Sr., un hombre calvo con
ojos brillantes, que vestía un suéter y pantalones de corderoy, vino a la puerta. Me
cayó bien inmediatamente.
"No voy a hablar sobre Alfredo -dijo-. Realmente lo siento. Usted se tomó mucho
trabajo para llegar aquí. Sólo por eso merece un mejor tratamiento." Y me invitó a
entrar.
Nos sentamos en el sofá del living. "No podría decirle demasiado inclusive si
quisiera -dijo-. Nunca le pregunté a Alfredo Ignacio acerca de lo que realmente
pasó. Decidí dejarlo hablar cuando él quisiese. "
Comenzó a hablar acerca de los juicios en general. "Creo que la gente tiene una
perspectiva equivocada -dijo-. Los juicios fueron inaceptables. Los indultos no
deberían ser aceptados porque implican que algo se ha hecho mal. Los
comandantes de la Junta fueron juzgados por cosas que fueron consideradas
crímenes sólo después del hecho. ¡La justicia acá es un chiste! Mire lo que pasó
con Alfredo. Fue encontrado inocente en un tribunal militar. Después lo volvió a
juzgar un tribunal civil. Ellos sabían que era inocente. Realmente pusieron en juicio
a las Fuerzas Armadas en su totalidad.
Astiz padre me dijo que se retiró de la Armada en 1915 como comandante del
crucero "Belgrano". Vivió durante dos años en Washington --dijo- tomando cursos
en el Colegio Interamericano de Defensa. "Pero nunca aprendí inglés. Alfredo
habla un buen inglés porque cuando era chico lo mandarnos a tomar clases de
inglés." A Astiz padre le gustaban los Estados Unidos pero temía que la gente allí
no entendiera lo que había pasado en la Argentina.
Alfonsín -decía- no merecía la reputación que gozaba fuera de la Argentina.
"Estaba rodeado de marxistas -dijo---. Voy a darle el beneficio de la duda. No sé si
él mismo era marxista. Pero se dejó usar por la izquierda."
Llamamos a un taxi. "He hablado más de lo que debería -dijo-. Espero que
entienda por qué no quiero hablar sobre Alfredo. Si usted vuelve en circunstancias
diferentes, puede quedarse con nosotros, y todos podremos ir a la playa."
Cuando Alfredo Astiz era niño, sus compañeros de curso lo llamaban "Hermano
marinero", porque hablaba sólo del mar. Cuando entró a la Escuela de Oficiales de
la Armada, luego de la secundaria, fue como si estuviese siguiendo un destino
predeterminado.
"Así trabaja la Marina", dijo Pilar. Pilar era la amiga de la infancia de Astiz en
Bahía Blanca, una ciudad naval que está al sur de Mar del Plata, adonde la familia
se mudó cuando Astiz era niño. "Los padres son oficiales de la Marina, de
derecha, antiperonistas a muerte. Su actitud es elitista, con conciencia de clase y
antisemita. Sus hijos fueron luego a la Escuela Naval, donde los profesores les
decían que ellos debían dirigir el país."
Pilar -no es su verdadero nombre- también venía de una familia de la Marina.
Creció pensando exactamente como Astiz hasta que escandalizó a su padre
insistiendo en ir a la universidad, y allí descubrió que había en el mundo más de lo
que Bahía Blanca le había enseñado. "Bahía Blanca es Disneyworld", dijo Pilar.
En Bahía Blanca los chicos van a las escuelas de la Marina en buses de la Marina,
sus familias van a misa con curas de la Marina en iglesias de la Marina, pasan sus
fines de semana en los clubes de la Marina, van a hospitales de la Marina o son
enterrados en cementerios de la Marina. Si un marino dice una estupidez se
burlan diciéndole: "No seas civil---. Las únicas opiniones que se escuchan o leen
son opiniones de la Marina. "La misma gente es dueña de la radio, la televisión y
los diarios -dijo Pilar-. Cuando es elegido un gobierno constitucional, ellos entran
en duelo.
"Cuando hay un golpe, celebran".
"Una mujer que a los 24 años no está casada es una solterona. Si sale con
muchos chicos, es una puta. Sus principios son muy estrictos respecto del sexo y
la familia. Las hijas de las familias de la Marina se casan con jóvenes oficiales. Yo
no sé por qué no se vuelven todos ciegos y retardados. Vivís para las apariencias.
Es una religión de las apariencias. La mujer nunca estudia. Tu carrera es tu
esposo, y vos sos un elemento decorativo. Allí hay un montón de gente muy
infeliz."
Y los muchachos entran a la Marina, donde, desde los 15 años, olisquean las
embriagadoras brisas saladas del prestigio y la majestad: el uniforme blanco, el
barco haciendo un surco limpio en el agua, los puertos extranjeros. La Marina es
una ciencia, tiene una historia. "El Ejército es para los brutos -dijo Pilar---. La
Marina es como la diplomacia."
Las madres adoraban a ' Astiz. Pensaban qué lindo chico, y de qué buena familia.
Políticamente, su familia era como el resto. "No se les debe haber ocurrido objetar
lo que hizo Alfredo. Mi familia, por ejemplo, pensaba que era un héroe. Nosotros
jodíamos con su reputación, decíamos que no podía tener un bebé en los brazos
porque lo torturaría. Si hizo algo mal, ellos deliberadamente no lo querían saber.
No eran indiferentes a lo que había hecho, lo apoyaban. De alguna manera, Astiz
representaba a los oficiales jóvenes de la Marina. Si Alfredo cae, ellos saben que
están en el mismo bote. En mi casa, si la gente era arrestada, decíamos 'por algo
será'."
"Una vez le pregunté a Alfredo: ¿por qué era necesaria la tortura? Entiendo los
secuestros, pero ¿por qué la tortura? Me dijo que así obtenés información rápida,
antes de que otras personas se escapen. El estaba tranquilo con lo que había
hecho."
Llamé a Jorge Sgavetti, el mejor amigo de Astiz. Sgavetti, hijo de un hombre de la
Marina, trabaja en una agencia de publicidad. Vino a mi hotel para tomar un café.
Era un hombre simpático y fuerte, con bigotes, vestido con un piloto de camello.
Le dije que quería hablar con Astiz.
"Usted no es la primera periodista que intenta ver a Alfredo", dijo. Me hizo un
cuestionario durante unas horas: quién era, si había votado a Carter, qué pensaba
de Pinochet o qué pensaba de la lucha antisubversiva.
No me dijo nada sobre Astiz pero prometió llamarlo de mi parte. Estuve unos días
en Bahía Blanca esperando su llamado, caminando por la ventosa llanura. Jorge
finalmente me informó que no había podido encontrar a Astiz; probablemente,
estaba en el mar o de vacaciones.
En la mañana del día en que tenía previsto dejar Bahía Blanca paré un taxi para
que me llevara a Puerto Be1grano, la base naval que está a media hora de la
ciudad. La base está tapizada de césped y árboles. Entramos con Marito, el
taxista. Estaba interesada en saber cómo vivían los oficiales de la Armada, así que
fuimos a visitar algunas casas. Paramos enfrente de una casa donde una mujer
estaba ocupándose de su jardín. Dijo que su problema más grande era tener que
arreglarse con el sueldo de su marido, un oficial naval de rango inferior que
llegaba a 140 pesos por mes. Pero había beneficios, decía: escuela privada para
los chicos, un club social con courts de tenis y un campo de golf y un hospital. Dijo
que tenía cáncer. Ella y su marido raramente abandonaban la base.
Fuimos a hablar con varias familias más. Supe que Astiz vivía en el primer piso de
la casa de oficiales. ¿Estaba en su casa? Y si estaba, ¿podría pasar la guardia?
¿El me vería? ¿Qué hubiera pasado si sus superiores descubrían que una
periodista estaba tratando de llegar hasta él? Decidí que era mejor esperar a
Jorge para arreglar algo.
Cuando llegamos a la entrada para abandonar la base, un guardia preguntó por
nuestros pases. "¿Pases?", dije. Nadie nos había detenido en el momento de
entrar. El guardia llamó a la policía, que nos llevó hasta la comisaría. Primero nos
interrogó un oficial muy menor, luego otro oficial no tan menor y después todavía
uno menos menor. Finalmente nos separaron, pusieron a Marito en una habitación
pequeña, y a mí me enviaron a la oficina de inteligencia. Me encontré con el
teniente comandante Emesto Alcayaga, el jefe de Inteligencia, un hombre de cara
redonda y sonriente. Miró mi pasaporte, tomando nota especialmente de las
estampillas de Nicaragua. Me preguntó dónde vivía. Chile, le dije. "Con quienes
nosotros casi entramos en guerra recientemente", me dijo en forma amable.
«¿Para quién trabaja?"
-Trabajo free-lance", dije.
-¿Y tomó un taxi hasta la base? Es caro tomar taxis cuando uno no tiene un
empleador."
Le expliqué que los horarios del bus no me hubieran permitido llegar a tiempo al
aeropuerto para el vuelo nocturno a Buenos Aires. Yo estaba muy contenta de que
los encargados del equipaje en el aeropuerto de Bogotá hubieran robado hace
poco tiempo mi cámara. También estaba contenta de haber tomado notas en
inglés.
"¿Para qué vino a la base?"
No quería decirle nada sobre Astiz. "Estoy escribiendo un artículo sobre lo bajos
que son los salarios militares", dije. Estaba tratando de recordar si le había dicho
algo a Marito en el viaje, dado que habíamos hablado un montón. Suspiró. "Pienso
que va a perder su vuelo", dijo.
Un hombre entró en la habitación. Habían estado interrogando a Marito. "No tiene
documentos -aclaró-. Dijo que los dejó en el coche. ¿Voy con él a buscarlos?"
Alcayaga asintió. Los oficiales llamaron a la compañía de taxis y también a un
negocio de alfombras que el taxista manejaba colateralmente, a fin de verificar su
identidad.
Alcayaga me llevó afuera y me metió en un Ford Falcon naranja. "¿Por qué no me
dice a quién visitó?", dijo.
Paramos en la casa de la mujer con cáncer. Su marido estaba en la casa. No
parecían muy contentos de recibir la visita del jefe de Inteligencia. Pero la mujer
dijo que yo había pasado unos diez minutos con ella y que sí, habíamos hablado
sobre el problema de vivir con un salario militar. Alcayaga miró sorprendido. Nos
llevó de vuelta a su oficina.
"¿Usted quiere saber cómo se hace para vivir con un salario militar? Pregúnteme",
dijo. Saqué mi notebook y le hice algunas preguntas. Finalmente dije que no tenía
más preguntas para él, y le pregunté si él quería hacerme alguna. Me dijo que no.
"La próxima vez que usted quiera ser turista en una base naval -dijo- pida permiso.
Hay un vuelo que sale para Buenos Aires esta noche, ¿Por qué no lo toma?"
Teminaron de interrogar a Marito y nos llevaron de vuelta a Bahía Blanca. El se rió
y dijo que todo ese día le había parecido una aventura interesante. Le di una
propina importante. Cuando llegué al aeropuerto esa noche, el teniente
comandante Alcayaga estaba allí, esperándome. Me estuvo rnirando hasta que
me puse en la cola para entrar al avión, con una pequeña sonrisa en la cara.
Las primeras Fuerzas Armadas argentinas eran bandas de gauchos al servicio de
los terratenientes locales. El primer ejército nacional fue un equipo de voluntarios,
tan desorganizados como mal abastecidos, que se congregaron sin la bendición
del virrey español para defender a la Argentina, que todavía era una colonia, de
las invasiones inglesas en 1808. Con la Independencia de 1816 se planteó la
necesidad de tener Fuerzas Armadas reales. En 1869 se estableció la Academia
Militan En 1873, Argentina compró sus primeros cañones Krupp, y a partir de ese
momento Alemania se convirtió en su principal abastecedor de armas. Cuando
Julio Roca, presidente argentino en el fin del siglo, decidió que quería un ejército
profesional, se fijó en el ejército más exitoso del mundo en materia de
entrenamiento, el ejército alemán. En 1900 se creó la Escuela Superior de Guerra.
Cuatro de cada diez profesores eran alemanes. Los oficiales argentinos también
iban a Alemania para estudiar.
"Nuestras reglas eran casi una traducción directa del alemán", dijo el coronel Luis
Perlinger, que entró en la Escuela de Guerra en 1937. Cuando hablé con él,
Perlinger tenía 67 años, estaba jubilado del Ejército y trabajando en un doctorado
de Ciencia Política. Era hijo, nieto y bisnieto de oficiales militares argentinos. "Mi
leche materna tenía sabor militar -dijo-. La conversación en la mesa era sobre
tenientes y coroneles. Cuando era joven, soñaba con una muerte heroica, un
clarín sonando y un féretro envuelto en una bandera."
Estábamos sentados en el estudio de Perlinger; las paredes estaban cubiertas de
fotos de sus antepasados militares y su diploma del ejército de Franco en España.
Le pregunté algo sobre la educación militar. "No había educación -respondió-. Era
entrenamiento. La educación te da conceptos sobre el bien y el mal.
El entrenamiento produce robots. Yo estaba entrenado. Cuando uno entra en el
ejército alemán, le dan un perrito. Cuando el perro está crecido, le ordenan
matarlo. Eso es entrenamiento. Esa es la razón por la cual había oficiales de la SS
y por la cual en la Argentina los soldados sólo cumplían órdenes. "
"Nunca escuché a un oficial diciendo abiertamente que era pro nazi. Pero todos
fuimos educados para ser antidemocráticos, antitrabajadores y antipopulistas. Si la
gente no era de derecha, la convertían rápidamente."
La profesionalización en la Argentina también acarreó la politización. En un país
que tenía un gobierno civil mucho más débil que el de Alemania, los militares
comenzaron a creer que los civiles existían para servir a los propósitos militares.
Las Fuerzas Armadas se convirtieron en un fuerte grupo de interés que
presionaba por más armas, más ingresos y soluciones militares para los
problemas de la Argentina. Hasta fines de la década del 20, el Ejército se ocupaba
de su traba o tradicional, librando guerras para extender o proteger el territorio
argentino. Pero cuando las guerras terminaron, los militares se encontraron
desocupados. El nuevo Ejército "profesional" Argentino -disciplinado, entrenado a
la europea, educado para pensarse a sí mismo como el salvador del paíscomenzó
a preguntarse por qué debía recibir órdenes de los civiles, que eran
indisciplinados, que no eran ni profesionales ni entrenados en Europa, y que
obviamente hacían un caos de la Argentina.
La Armada estuvo sujeta a influencias diferentes. Su fundador, el hombre que
organizó las fuerzas navales argentinas para pelear en la guerra de la
Independencia, fue Guillermo Brown, un irlandés. La Armada Real, considerada la
flota más importante del mundo, se convirtió en el modelo argentino. Argentina
compré sus buques a los británicos; su rival, Brasil, era cliente de Estados Unidos.
A medida que se aproximaba la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña,
preocupada por su abastecimiento de granos y carnes, creó la Marina Mercante
argentina. Pero Gran Bretaña no tenía la misma influencia en la Armada como la
que tenía Alemania en el Ejército Argentino. Los oficiales navales no iban a Gran
Bretaña para estudiar; los británicos no colonizaron a la Academia Naval
Argentina. Las consideraciones políticas conservadoras de la Armada eran
claramente el resultado de su composición social. En la Armada, repleta de
miembros de la clase alta anglófila, los hombres se aislaban más en las bases o
en los barcos. Ni en tierra ni en el agua se mezclaban con los argentinos
comunes.
En 1928 Hipólito Yrigoyen fue electo presidente por segunda vez. Yrigoyen era el
caudillo de la Unión Cívica Radical, el partido de los inmigrantes de la Argentina,
llamado Radical por su lucha por el sufragio universal. El segundo período
presidencia] de Yrigoyen marcó 14 años de poder ininterrumpido para los
radicales, y la oligarquía se desesperaba por recuperar el control. Después,
Yrigoyen comenzó a hablar acerca de la corrupción en las Fuerzas Armadas. Fue
demasiado para los ya intranquilos e irritados militares. En 1930 el general José
Uriburu, que había sido director de la Escuela de Guerra, derrocó a Yrigoyen y se
convirtió en el primer dictador militar moderno en dirigir a la Argentina.
En su mensaje al pueblo argentino justificó el golpe como "una respuesta al clamor
público contra la inercia, la corrupción administrativa, la anarquía en las
universidades, la politización como primera tarea del gobierno, el descrédito
internacional y las continuas acciones que denigraban a las Fuerzas Armadas".
Era el primero de los catorce golpes militares que la Argentina tendría que ver en
los sesenta años siguientes.
Durante la Segunda Guerra Mundial los intereses económicos argentinos estaban
con los aliados -Argentina vendía carne y granos a Gran Bretaña a precios
exorbitantes- pero el corazón del gobierno estaba con el Eje. Además de los lazos
militares con Alemania., Perón había sido agregado militar en Italia al comienzo de
su carrera y nunca había ocultado su admiración por Benito Mussolini. Recién en
marzo de 1945 la Argentina le declaró la guerra a Alemania, y lo hizo bajo la
presión de Estados Unidos. Después de la guerra, con el ejército alemán
demolido, el Ejército Argentino tuvo que buscar tutela en otros lados. Esa vez la
faena recayó sobre los franceses, que llevaron a la Argentina un nuevo concepto
militar: la contrainsurgencia.
En 1955 el teniente coronel Carlos Jorge Rosas, que por ese entonces estudiaba
en Francia, volvió a la Argentina como director asistente de la Escuela de Guerra.
A pedido de Rosas, Francia le envió dos tenientes coroneles. Durante los cuatro
años siguientes, los franceses dieron clases de contrainsurgencia en la Academia
Militar, instruyendo a los estudiantes que veinte años después formaron las juntas
del Proceso. El fracaso de las fuerzas contrainsurgentes francesas para contener
las revoluciones en las antiguas colonias de Argelia e Indochina no opacó el
entusiasmo francés por la estrategia. Parecía lógico. A partir del momento en que
el nuevo equilibrio nuclear volvió improbable la guerra convencional, el nuevo
estilo de guerra era la revolución subversiva. De allí que la tarea para los dos
bandos no fuera la derrota de un ejército enemigo sino la conquista física y moral
de un pueblo. Los militares no debían pelear contra un poder externo sino contra
una amenaza subversiva interna, la punta de lanza del avance universal del
comunismo internacional. Era corno una doctrina mística con el aura de una
cruzada medieval: "Debemos enfatizar que el carácter de este conflicto
corresponde a las guerras religiosas del pasado: un carácter ideológico", leía
Rosas en 1957. "Sus consecuencias probables: la supervivencia o la desaparición
de la civilización occidental." Con apuestas tan altas, cualquier cosa inferior a una
guerra total no era sólo un error: era un pecado. El enemigo no recibiría tregua
alguna. Las leyes convencionales de la guerra no se podían aplicar.
A los líderes militares argentinos les fascinó la contrainsurgencia. En primer lugar,
les daba trabajo. En su libro de 1964 La crisis del Ejército, el coronel argentino
Mario Horacio Orsolini escribió que las teorías francesas llenaron el vacío
producido por la casi completa desaparición de la posibilidad de una guerra entre
nuestro país y sus vecinos". Y el comunismo era un enemigo mucho más
dramático que Paraguay o Bolivia, una oscura fuerza todopoderosa que
lentamente se tragaba a la humanidad. El manual de entrenamiento del Ejército de
1966 -lectura obligada para cualquier soldado- establecía su visión del mundo:
"El comunismo quiere destruir al ser humano, a la familia, a los padres, a la
propiedad, al Estado y a Dios... No existe nada en el comunismo para unir a la
mujer con el hogar y con la familia porque, al proclamar su emancipación, el
comunismo la separa de su vida doméstica y de la crianza de los niños para
arrojarla a la vida pública y la producción colectiva, igual que los hombres... El
padre es el líder natural de la familia. La madre se encuentra a sí misma
asociándose a su autoridad... De acuerdo con la voluntad de Dios, los ricos deben
usar su exceso para aliviar la miseria. El pobre debería saber que ni la pobreza ni
el hecho de pasarse la vida trabajando constituyen un deshonor, como lo probó el
ejemplo del hijo de Dios. Los pobres son los más amados por Dios".
Las doctrinas francesas también les dieron a los militares una razón para
profundizar su participación en la política. No había campos de batalla, era una
guerra total. Una guerra contra el enemigo interno significaba usar propaganda,
operaciones psicológicas y la infiltración de grupos políticos. Los políticos, siempre
considerados ineptos e ineficaces, eran ahora pensados como el enemigo o los
engañados por el enemigo. Los civiles siempre estaban hablando sobre los temas
del Norte-Sur, cuando los militares veían la amenaza real del Este; la ineptitud de
los políticos estaba permitiendo a la subversión penetrar en la Argentina.
El capitán José Luis D'Andrea Mohr, ahora retirado, entró en la Escuela de Guerra
en 1956, el mismo año que Rosas. "Nunca estudiamos el marxismo en
profundidad -dijo-. Sólo lo estudiábarnos lo suficiente como para declararle la
guerra. Empezábamos la instrucción viendo cómo combatir a las guerrillas
revolucionarias -de las cuales no había ninguna en la Argentina-. Nos enseñaban
que debíamos estar siempre en guardia, que el enemigo estaba en todas partes:
peronismo ortodoxo o sindicatos combativos. Nos entrenaban para estar listos
para tomar posesión de una planta de gas o de municipalidades cuando la
revolución estallara. Hacíamos ejercicios, corriendo hacia. una estación de radio
para tomarla -por supuesto, sin informar a la gente dentro del lugar---. Teníamos
listas de nombres de personas, como directores de radio o gobernadores, que
eran nuestro objetivo. "
En la fiesta de Año Nuevo de 1959, un joven abogado cubano con tres mil
guerrilleros derrocó al dictador -apoyado por Estados Unidos- Fulgencio Batista,
estableciendo lo que rápidamente se convirtió en un Estado comunista y
confirmando todo lo que los militares argentinos sospechaban acerca de la
necesidad de estar siempre vigilantes. La victoria de Fidel Castro también
preocupaba a otro poder que anteriormente había mostrado poco interés en los
militares latinoamericanos: Estados Unidos.
Estados Unidos había establecido la Junta Interamericana de Defensa y las
escuelas de entrenamiento en la zona del Canal de Panamá y en su propio
territorio después de la Segunda Guerra Mundial, pero estas escuelas nunca
habían atraído demasiado la atención del Pentágono. De todas maneras,
conmovido por Cuba, Estados Unidos adoptó en 1962 la estrategia
contrainsurgente. Como su contraparte francesa, la doctrina norteamericana de la
contrainsurgencia tenía un objetivo supremo: derrotar al comunismo. El
comunismo internacional era visto como una enfermedad que podía afectar a
cualquier nación del Tercer Mundo. "La lección contundente del conflicto en
Indochina -dijo el general Maxwell Taylor, el entonces máximo oficial militar
norteamericano, en un discurso de 1965- es que nunca debemos dejar que una
situación como la de Vietnam aparezca nuevamente. Fuimos demasiado lentos en
reconocer la extensión de la amenaza subversiva. Ahora sabemos que cada país
en desarrollo debe estar constantemente en estado de alerta, buscando esos
síntomas que, sí se les permite crecer de manera irrestricta, podrían
eventualmente terminar en una desastrosa situación como la de Vietnam del Sur."
La versión norteamericana de la contrainsurgencia difería de la francesa en que
acompañaba las acciones militares contra la guerrilla con intentos -a medias
sinceros- de proveer una alternativa a la revolución; sinceros a medias porque las
medidas importantes, como la domesticación de militares brutales, estaban
prohibidas, ya que podían interferir en la lucha antiguerrillera. En la jerga estos
programas eran conocidos como la construcción de la nación". El por entonces
secretario adjunto de Estado para Asuntos Interamericanos, Nelson Rockefeller,
escribió luego de una misión de investigación para el presidente Nixon en 1969
que la militar es---lafuerza esencial para el cambio social constructivo... la cuestión
no es si hay democracia o no, sino encontrar orden". Los gobiernos civiles eran
desordenados y ruidosos. No tenían líneas establecidas de mando. Era más fácil
modernizar a los mil¡tares, de modo que Estados Unidos se dedicó a ello,
creyendo que una fuerza militar moderna empujaría con ella al resto de la
sociedad. Con la Alianza para el Progreso del presidente John F. Kennedy, los
ejércitos locales se convirtieron en activos modernizadores, construyendo puentes,
cavando caminos y edificando sus naciones.
La doctrina de la contrainsurgencia tuvo éxito solamente dos veces en la historia.
Los británicos la emplearon para asfixiar una insurreción izquierdista en Malasia, y
en Filipinas, dirigidos por el gurú de la contrainsurgencia norteamericana, Edward
Lansdale, la usaron contra la rebelión Huk. Desde entonces, las variantes de esta
doctrina fracasaron en todas partes: la francesa en Indochina y en Argelia, la de
Estados Unidos en Vietnam y en El Salvador, y la de las tropas apoyadas por los
norteamericanos en muchas otras naciones. A veces no sólo fracasaban sino que
también expandían aún más la brutalidad, el estado de terror y la corrupción que
alimentaba a los movimientos guerrilleros.
La paradoja de la contrainsurgencia norteamericana es que dentro de Estados
Unidos los militares se comportan de una manera ejemplar. Las Fuerzas Armadas
están completamente bajo poder civil. Los generales juegan un papel pequeño en
la formulación de políticas. Nadie puede defender como argumento que un recorte
en el presupuesto de defensa o la elección de un liberal presidente demócrata
pueda provocar un golpe militar.
Pero cuando Estados Unidos entrenaba a los militares afuera, la relación cívicomilitar
que emergía era totalmente diferente. En parte, la diferencia aparecía
porque, en la tarea de contener al comunismo, el trabajo de los militares
norteamericanos tiene lugar fuera de sus fronteras, siendo que Estados Unidos no
tiene ningún movimiento guerrillero por contener en su territorio. Pero los militares
en los países clientes de los norteamericanos eran educados para contener
insurgencias izquierdistas dentro de sus propias poblaciones. Y muchos eran
ejércitos con largas historias de exagerado poder. El dinero y el tiempo
desperdiciado en modernizar un ejército como el argentino reforzaba en el soldado
la idea de que podía dirigir su país mejor que cualquier civil y de que sus lazos con
Estados Unidos eran mejores que los de un civil. Cuando, en lugar del Ministerio
de Obras Públicas, es el Ejército el que construye hospitales y cava los caminos,
el mensaje para el soldado es claro: mientras los civiles vacilan, los militares
construyen.
La doctrina de la contrainsurgencia no sólo alimenta las sospechas de las Fuerzas
Armadas en su gobierno sino también en su pueblo. Consultado acerca de una
mujer que estaba en una silla de ruedas cuando fue capturada por los militares, el
general Videla replicó: "Uno se convierte en terrorista no sólo matando con un
arma o colocando una bomba, sino también llevando a otros hacia ideas que van
contra nuestra civilización occidental y cristiana". La observación de Videla no es
un gran salto respecto del aviso del general Taylor de que la subversión debía ser
descubierta y amputada antes de que apareciese; los síntomas iniciales de la
subversión también son conocidos como política.
"Entré a la Marina porque quería defender a la Argentina -me dijo el ex oficial Julio
César Urién-. Yo era idealista. Pero el trabajo que me estaba destinado no era el
que yo esperaba. En 1970, en lugar de entrenamos para defender las fronteras,
éramos entrenados para ser un ejército de ocupación. La escuela era un constante
machacar sobre los demonios del marxismo. Si querías alcanzar un alto rango, era
mejor que tuvieras la ideología correcta. El enemigo era el peronismo, Estados
Unidos no podía hacer nada malo. Todas las armas y los manuales venían de
Estados Unidos. Los uniformes tenían la inscripción "USA en el bolsillo."
¿Cuánta de la guerra sucia era "Made in USA"? Formalmente, muy poca. En
1977, por encima de las objeciones del ex secretario de Estado Henry Kissinger, el
Congreso norteamericano cortó toda ayuda a los militares argentinos a causa de
las violaciones a los derechos humanos cometidas por la Junta. Históricamente, la
Argentina ha sido el país latinoamericano más independiente de Estados Unidos,
el que recibió en proporción a su tamaño el menor monto de ayuda militar y envió
la más pequeña cantidad de oficiales a las escuelas de entrenamiento
norteamericanas. Pero era una independencia relativa, pues entre 1950 y 1978
Estados Unidos dio 250 millones de dólares e invitó a 4017 soldados argentinos
para entrenarse en Estados Unidos o en la zona del Canal de Panarná. Entre ellos
estaban el general Videla, que asistió a la Escuela de las Américas en 1964, y el
almirante Massera, graduado del Colegio Interamericano de Defensa en
Washington en 1963.
Lo que aprendieron fue un tema de inteminable mitologización en la izquierda
latinoamericana. María del Rosario Caballero, de las Madres de Plaza de Mayo,
me dijo sin reparos que los argentinos fueron a las escuelas de entrenamiento
norteamericanas para aprender cómo se tortura. No era literalmente el caso,
aunque ahora se sabe que un manual usado esporádicamente sobre un período
de décadas sí recomienda el uso de la tortura psicológica y aún el asesinato en
algunas situaciones. Los argentinos parecían sumamente capaces de inventar
torturas por sí mismos, la picana es descendiente del punzón eléctrico autóctono
aplicado al ganado en los grandes ranchos argentinos.
El papel de la Escuela de las Américas era más subrepticio. Su propósito, como el
de otros programas de entrenamiento, era enseñar a los soldados extranjeros a
usar las herramientas que Estados Unidos les daba. Estas herramientas no
incluían solamente tanques y metralletas; los cursos más populares se centraban
en otra arma de guerra: la estrategia contrainsurgente. Entre 1970 y 1975 hubo
más soldados que fueron a "Contrainsurgencia urbana" y "Oficial de inteligencia
militar" que a cualquier otro curso. Otras clases populares eran "Control de
disturbios", "Guerra psicológica", "Contraguerrilla" e "Información pública". Aunque
los cursos técnicos contenían dosis pesadas de contrainsurgencia, el resumen de
"Mantenimiento de la automotivación de los oficiales" en 1969 habla de "falacias
de la teoría comunista, organizaciones de frentes comunistas en América latina y
comunismo vs. democracia".
Si, de vez en cuando, los manuales oficiales de la Escuela de las Américas
permitieron el uso de la tortura psicológica, frecuentemente los entrenadores iban
más allá. "Nuestros instructores eran personas que habían estado en Vietnam",
dijo Ernesto Urién, el hermano de Julio César, que estudió en la Escuela para las
Américas mientras era oficial del Ejército Argentino en los 70. "El tema de la
tortura aparecía en charlas informales, y ellos decían "hagan lo que deban para
obtener lo que necesitan. Las herramientas que elijan, legales o ilegales,
dependen de ustedes "
En el Pentágono, a los directores de los Programas de Educación y Entrenamiento
Militar Internacional y a los supervisores de las escuelas de entrenamiento se les
pusieron los pelos de punta frente a la acusación de que el programa era
insensible a los derechos humanos. Spiro Manolas, un hombre grandote y
paciente que dirige el EEMI, sonrió con cansancio cuando le saqué el tema:
"Nuestros objetivos eran, primeramente, crear una relación entre Estados Unidos y
los países latinoamericanos -dijo-; segundo, asegurar la operabilidad del
equipamiento que se llevaban, y tercero, la atención puesta en los derechos
humanos".
Le pregunté de qué manera se enseñaba el mensaje. Manolas me mostró un
documento del EEMI que contenía viajes de campo para los estudiantes a
empresas, bancos, diarios y estaciones experimentales de agricultura. "Ellos ven
los progresos que hicieron aquí las mujeres y las minorías -afirmó-. He tenido
gente que me dijo: 'No pensaba que Estados Unidos fuera una sociedad
respetuosa de la ley, y acá veo gente que frena en los semáforos'. Entran al
Pentágono y ven soldados negros en la puerta.
También ven un depósito con bóvedas abiertas en los que nadie roba nada. No
necesitás un curso para eso. Se rebelarían si les diéramos clases de educación
cívica. La gente dice 'he visto que la democracia puede funcionar'. No les podés
decir 'ahora ustedes, colombianos, no le corten la cabeza a la gente'. Los habrás
perdido." "Podría ser embarazoso -dijo Ralph Novak, el especialista en
Latinoamérica que participó en la entrevista, No podemos acogotarlos. Sólo
podemos mostrarles cómo nos comportamos.
Durante un rato, hablamos sobre si el EEMI corre el riesgo de fortalecer a los
militares a expensas de los gobiernos civiles; después de todo, no hay equivalente
civil para el EEMI. "No hay tiempo para entrenar civiles -dijo Manolas, Estoy de
acuerdo con que el papel de los militares no es el de construir las instituciones de
una sociedad. Es de desear que en su momento los civiles lo hagan. Por el
momento, hay un problema inmediato que resolver."
"Yo uso la analogía de llamar a un bombero o a un decorador 'de interiores
cuando tu casa se está incendiando---, dijo Novak.
Lo que les molestaba a los dos era que Estados Unidos cortó relaciones con los
bomberos latinoamericanos precisamente cuando la llama estaba más caliente.
"La actitud de Carter fue cortar con El Salvador, con Chile, con Argentina y con
Somoza -dijo Novak-. Bueno, sos un violador de los derechos humanos. No
trabajaremos contigo; no vamos a tratar de cambiarte. Esos países nos dicen,
'miren, ustedes hacen negocios con la Unión Soviética y con China. Nosotros
somos sus amigos, y sólo porque tenemos un problema interno en el que
probablemente hemos sido demasiado rudos, ustedes nos tachan'. Si hubiéramos
seguido trabajando con Chile y con la Argentina, podríamos haber mantenido
contactos con ciertos oficiales, limando los bordes y concientizado a la gente
acerca de cómo son las cosas en Estados Unidos."
Ellos siempre regresaron a la idea de la amistad. El EEMI no podia haber
enfatizado el tema de los derechos humanos porque habría entrado en conflicto
con la principal prioridad de Estados Unidos: "crear una relación" con los militares
latinoamericanos, como afirmó Manolas. En 1962, ante el Congreso, el secretario
de Defensa Robert McNamara declaró: "No necesito subrayar el valor de tener en
posiciones de líderes a hombres que tuvieron un conocimiento de primera mano
sobre cómo hacen las cosas los norteamericanos y cómo piensan. Hacernos
amigos de estos hombres no tiene precio para nosotros".
Le pregunté a Manolas cómo evaluaba su éxito el EEMI. Me mostró un álbum
llamado "Entrenamiento Norteamericano Para Personal Militar Extranjero". El
primer cuadro está encabezado por "Alumnos del EEMI que alcanzaron posiciones
de importancia". En la parte inferior de la página se explicaba que incluía -
Generales u oficiales de primer rango que lograron posiciones eminentes (por
ejemplo, presidente o jefe de Estado, ministros de Gobierno, miembros del
Parlamento, etc.)". En los once países de la región interamericana, 223 oficiales
habían logrado pertenecer a este grupo, gente como Anastasio Somoza, Manuel
Antonio Noriega y Emilio Massera. En otras palabras, mientras más golpes
militares realizados por los alumnos, más éxito.
Pero Manolas y Novak parecían pensar que estos hombres irían a renunciar a sus
creencias culturales de toda la vida después de una visita al periódico Telegraph
and News de Macon, Georgia, como si "Sueño con Jeannie" y "The Cosby Show"
no estuvieran ya en casi cualquier living latinoamericano, o como si los latinos no
supieran ya de memoria esas idiosincrasias "gringas" como el debido proceso de
la ley, que Estados Unidos podía permitirse porque no tenía que combatir contra la
amenaza comunista. Y con algunas frases claves -sí, sí, ahora veo cómo la
democracia puede funcionar- los latinos habrían engañado a los norteamericanos.
Estados Unidos se dejó engañar. Como dijo Manolas, los latinos no toleraban
conferencias sobre derechos humanos. Pero hay maneras más subrepticias de
hacer llegar un mensaje sobre el respeto a los civiles y, en lugar de esto, Estados
Unidos parecía comunicar lo contrario: hay un mundo duro ahí fuera. Un hombre
tiene que hacer lo que tiene que hacer. Los militares norteamericanos le dijeron
claramente a los argentinos que los derechos humanos eran una política que
debían vender durante las horas de trabajo. Pero en los cocktails, ellos se
confesaban: "Entre usted y yo, está bien lo que están haciendo", contó el almirante
retirado argentino Horacio Mayorga, recordando los días de la Junta. "Ellos decían
'rnaten a todos los guerrilleros que quieran, pero háganlo de modo tal que eso no
provoque escándalo público'. Esa fue la promesa que hizo la primera Junta. Por
supuesto,
en público decían exactamente lo opuesto. "
El general norteamericano Gordon Sumner, jefe de la Junta Interamericana de
Defensa, pronunció un discurso en la Cámara Argentino-Norteamericana de
Comercio en octubre de 1977,en el cual apoyaba el levantamiento de las
sanciones que Estados Unidos- le aplicaba a la Argentina. En privado fue más
allá. "El mensaje que estuvo transn-titiendo Sumner era que Carter era un
demócrata liberal y chiflado, una aberración tolerable porque pasaría rápido", dijo
Jack Child, un teniente coronel del Ejército que ofició de traductor de Sumner.
"Creía que sancionando a la Argentina por las violaciones de los derechos
humanos estábamos ayudando a nuestros enemigos. Después de que Reagan
fuera elegido, decía: 'Las cosas volverán a la normalidad"
Julio César Urién pudo ver una traducción de estas políticas en la práctica de
todos los días en sus clases de la Marina en 197 1. "En setiembre de 1971 fui
enviado a la ESMA, en Buenos Aires", dijo. "Eramos doscientos personas
divididas en grupos de ocho, y cada uno de nosotros pasaba dos meses con un
oficial diferente. Fue lo que luego se transformó en los departamentos de
operaciones e inteligencia en la ESMA, Pienso que la idea era comprometernos
personalmente. Actuábamos como paramilitares, aprendiendo cómo seguir a la
gente, secuestrarla, y después cómo quebrarla."
¿Cómo la quebraban?
"Tortura -dijo-. Yo hice un curso de maniobras antisubversivas en Tierra del
Fuego. Fui asignado para ser el jefe comunista. Hicimos ejercicios en los que
realmente me torturaban con electroshocks, atándome a una barra y haciéndome
el 'submarino' (poniéndome la cabeza bajo el agua). Después estudiaban mis
reacciones. Nos enseñaron que la tortura es una forma moral de combatir al
enemigo. Te aislaban de la sociedad. Traían a curas para que digan 'sí, está bien'.
Tus fines de semana estaban restringidos. Si tenías un grado universitario,
estabas contaminado; los estudiantes de pelo largo eran el enemigo. Algunos
soldados tuvieron problemas aprendiendo a torturar. Se condicionaba a todos a
pensar que si no se torturaba, uno era débil."
Cuando conocí a Urién, ya no estaba en la Marina. Había sido uno de esos
soldados que tuvieron problemas para aprender a torturar. El padre de Urién había
sido amigo de Perón, y fue educado en un hogar peronista. Quizá por esto o
porque no venía de una familia militar, Urién se apartó, y muy lejos, de la
educación que recibió en la Marina. Cada vez más desilusionado con la escuela
militar, a principios de los 70 se unió secretamente a los Montoneros. Cuando
Perón volvió de su exilio en España a la Argentina, el guardiamarina Julio César
Urién lideró un abortado levantamiento pro peronista junto a quince jóvenes
oficiales navales. Pasó los siguientes ocho años y medio en prisión y fue liberado
cuando Alfonsín llegó a ser presidente.
Urién era el prisionero, sus compañeros eran sus carceleros. Entre sus
companeros estaba Alfredo Astiz. "Astiz era una buena persona --dijo Urién-. Era
un buen jugador de rugby y siempre tenía buenas notas. Tenía una tremenda
admiración por Estados Unidos. Siempre iba por encima y más allá del llamado del
deber. Si yo me hubiese quedado ahí, habría terminado como él. Es un producto
de la política, un cumplidor creyente de las órdenes. No está en los bordes de la
Marina. El es la Marina."
Si la brutalidad militar era el producto de años de adoctrinamiento metódico, la de
los Montoneros, el principal blanco de los militares, parecía ser la espontánea
expresión de un enojo salvaje e informe. Los argentinos dicen que, para alguien
que no es argentino, es virtualmente imposible entender a los Montoneros e
igualmente lo es para muchos argentinos. Incluso algunos de los mismos
montoneros, mirando hacia atrás, se maravillan de la rabia del movimiento, o
bronca, como lo llaman los argentinos, y de su vengatividad. Pero la irracionalidad
de los Montoneros era el resultado enteramente racional de años de bronca en la
política argentina, de una gran tradición de intolerancia, de crueldad y de
resentimiento.
Los santos patronos de los Montoneros fijaron el tono. El general Perón había sido
agregado militar en la embajada argentina en Roma a principios de los años 40.
Cuando volvió a la Argentina, se unió a los organizadores de un golpe militar en
1943 y se convirtió en ministro de Trabajo. Enseguida se apropió del movimiento
sindical en pleno desarrollo, construyéndolo sobre líneas fascistas, convirtiéndolo
en la base de su poder personal. Luego de que Perón fuera elegido presidente en
1946, edificó un Estado corporativo con los trabajadores en su base, creando
nuevos sindicatos y expandiendo los ministerios y las empresas del Estado con los
fondos que la Argentina había acumulado durante la Segunda Guerra Mundial.
Bajo el gobierno de Perón, la Argentina se convirtió en un jardín de invierno, con
un importante sector manufacturero aislado por uno de los más altos niveles de
protección en el mundo. Los terratenientes que habían controlado la Argentina
miraban con horror cómo Perón los excluía mientras les abría las puertas a los
trabajadores inmigrantes del interior del país.
Evita, la esposa de Perón, era una hija ¡legítima de una familia pobre de las
pampas que se tiñó el pelo de rubio y se convirtió en una actriz de radio en
Buenos Aires. Como primera dama, pronunciaba discursos amenazando con
incendiar el rico Barrio Norte de Buenos Aires. Estableció su propia fundación,
donde se sentaba a veces 20 horas al día, regalando máquinas de coser,
bicicletas, juguetes o dinero a sus agradecidos y lagrimeantes peticionarios.
Juntos, los Perón presidieron los últimos años buenos de la Argentina. En los 30
Argentina era el quinto país más rico del mundo, con un ingreso per cápita en
1937 equivalente al de Francia, y con más autos per cápita que Gran Bretaña. De
todos los europeos, sólo los suizos y los húngaros tenían más médicos por
persona que los argentinos.
Evita Perón, en su viaje triunfante por la Europa de posguerra, firmó acuerdos
para donar ayuda alimenticia a Italia y a España. En 1949, la Fundación Eva
Perón entregó dinero a los pobres de Washington, D.C. Después de Perón, la
Argentina pasó a formar parte del Tercer Mundo, con la industria estancada por el
proteccionismo, su sociedad polarizada y su caída nutrida por la ineficiencia, la
corrupción y la demagogia de las cuales Perón era enormemente responsable, por
haberlas institucionalizado. Perón sólo tuvo éxito en la imitación de la censura y de
la intolerancia fascista. La disciplina y la eficiencia se le escaparon; era un
Mussolini que no podía hacer que los trenes funcionaran a horario. Pero los
argentinos todavía viven de la embriagadora memoria de los días de Perón.
Perón fue derrocado en 1955 por un golpe, y el peronismo fue proscripto; pero el
pueblo no lo había olvidado. En 1973 Perón retornó de su exilio en Madrid para
ser elegido presidente; pero para entonces era un hombre senil y conservador que
lideraba una administración vacilante, y murió luego a menos de un año de haber
asumido. Dejó al país en manos de suvicepresidenta, María Estela (Isabel)
Martínez de Perón, la mujer con la que se casó después de la muerte de Evita.
Isabel era una bailarina treinta y cinco años menor cuando la conoció en el bar
Happy Land, en la ciudad de Panamá. El poder, durante su administración, estuvo
en manos de un Rasputín, José López Rega, que era su secretario privado y su
brujo personal. El gobierno se vio rápidamente consumido por el caos, por la
corrupción y por un 700 por ciento de inflación anual. El peronismo había
fracasado, pero la gente todavía no olvidaba a Perón.
Evita había muerto de cáncer a los treinta y tres años, la misma edad que Jesús,
según me recordó una mujer en una de las conmemoraciones anuales de su
muerte. Después de su muerte, el sindicato de los trabajadores de la alimentación
envió un telegrama al papa Pío XII pidiendo su canonización. La idea fue
desechada por el Papa pero prendió en la Argentina; a finales de los 80 los
argentinos todavía tenían colgados de sus paredes llamativas fotografías pintadas
de los Perón, medallitas de Evita abrochadas en sus suéters, y comnemoraban el
segundo exacto de su pasaje a la inmortalidad. En algunos libros escolares estaba
pintada con un halo, y un texto de segundo grado ofrecía la siguiente oración:
"Nuestra mamita que estás en el cielo... Hada madrina que ríe entre los ángeles...
Evita, te prometo que seré bueno".
La obsesión argentina con los Perón bordea la necrofilia. El general Pedro
Eugenio Aramburu, que ayudó a derrocar a Perón, robó el cuerpo de Evita y lo
envió fuera de la Argentina. El primer crimen espectacular de los montoneros fue
la ejecución de Aramburu, en parte como venganza por el secuestro del cadáver
de Evita. En junio de 1987 alguien rompió las puertas del mausoleo que guarda los
restos de Juan Domingo Perón en el cementerio de la Chacarita, bajó hasta el
segundo nivel, traspasó el vidrio de seguridad, hizo un hueco en uno de los lados
del féretro, y cortó las manos de Perón. Una carta enviada a los líderes peronistas
pedía un rescate de ocho millones de dólares, y una carta de Isabel, que había
sido enterrada con Perón, se incluía en la carta del rescate. Los peronistas
llamaron a un día de duelo. Hubo una huelga nacional de cuatro horas y una
suspensión del tránsito.
Los ídolos de los montoneros no eran los Perón de carne y hueso sino los Perón
del mito. Los Perón reales era cualquier cosa menos revolucionarios. La estrategia
de Evita para el cambio social consistía en darles limosna a aquellos que venían a
pedirla. En su segundo período, Perón era un derechista titubeante que nunca
quiso recibir a los líderes de la Juventud Peronista. Pero durante ese período los
Montoneros cerraron sus ojos ante los repetidos desaires de Perón y ante su
tolerancia por los escuadrones de la muerte de derecha de López Rega.
Continuaron llamándose a sí mismos "los soldados del verdadero Perón".
Los montoneros tomaron su nombre de las bandas de combatientes irregulares en
la guerra de la Independencia argentina. Los líderes de la organización, y
notablemente Mario Firmenich, venían de un grupo de estudiantes católicos de
derecha. Su ideología era más turbia que la de Perón. Montoneros se formó en
1968 con un anuncio de un grupo en gran parte constituido por estudiantes que
seguían una doctrina de "origen nacionalista, justicialista (nombre formal del
peronismo) y cristiana". Lo que parecían querer era vago: "libera?' a la Argentina
del imperialismo y la oligarquía, aunque no eran marxistas ni tenían lazos con
organizaciones o países extranjeros. En 1970, cuando el partido tenía
probablemente sólo veinte miembros, irrumpieron en la escena nacional con el
secuestro y asesinato del general Aramburu.
Ayudada por la publicidad de la muerte de Aramburu, el ala política de Montoneros
organizó o se apropió de frentes como la Juventud de Trabajadores Peronistas, la
Federación de Estudian~ tes Secundarios y la Juventud Universitaria Peronista,
que recibió el 44 por ciento de los votos en las elecciones estudiantiles de la
Universidad de Buenos Aires en 1973. Por ese entonces Montoneros podía
concentrar a cientos de miles de jóvenes en las asambleas políticas.
Los montoneros también crearon un "Ejército del Pueblo", un espejo preciso del
espíritu del ejército al que se oponían. Tenían sus rangos, estaban organizados en
pelotones, columnas y companías, y el disenso o la debilidad eran considerados
como una
traición. Si un miembro hablaba, aunque fuese bajo la más brutal de las torturas, él
o ella podían ser condenados a muerte por un consejo de guerra montonero. Eran
fanáticos mesiánicos; el eslogan de la Juventud Peronista era "Al enemigo, ni
justicia". Al principio las acciones de los montoneros y las de sus aliados
trotskistas del Ejército Revolucionario del Pueblo estaban generalmente dirigidas
contra la propiedad. Asaltaban bancos u otros símbolos de la sociedad burguesa.
Las pocas personas que ellos mataban eran soldados o policías conectados con
los derechistas escuadrones de la muerte. En setiembre de 1974 lograron
secuestrar a Jorge Born, director de la multinacional argentina de granos Bunge y
Bom, y a su hermano Juan, el gerente, y mataron a dos personas que pasaban. El
secuestro fue el más ventajoso de la historia mundial: los montoneros se fueron
con más de seis millones de dólares, más camiones de ropa y comida para los
habitantes de las villas y nuevos contratos para los trabajadores de Bunge y Born.
Pero cada año la violencia montonera se volvió más indiscriminada .
De todas maneras, no eran los montoneros los responsables de la mayor parte de
la violencia en Argentina. Hacia 1974, los derechistas escuadrones de la muerte,
algunos sostenidos por el secretario de Isabel Perón, López Rega, estaban
matando más gente que las guerrillas izquierdistas. Al año siguiente el Ejército
aniquiló al Ejército Revolucionario del Pueblo, que nunca tuvo más que quinientos
o seiscientos guerrilleros.
Montoneros era más fuerte, con no más de cinco mil soldados (la Asamblea
Permanente por los Derechos Humanos usa la cifra de mil quinientos), pero no
controlaba ningún territorio y hacia el final del gobierno de Isabel Perón estaba
perdiendo apoyo político. Lo que es más importante es que existe una
considerable evidencia de que Mario Firmenich, el líder de los montoneros, estaba
sirviendo a dos señores, siendo el otro el Ejército argentino.
Martin Edwin Andersen, un reportero que vivió en la Argentina durante cinco años,
construye la siguiente argumentación para apoyar la hipótesis de la doble vida de
Firmenich. Primero, los montoneros reivindicaron como propios dos asesinatos
muy impopulares -y, de hecho, cometidos por los escuadrones de la muerte de
López Rega- que les hicieron perder apoyo público. Segundo, la conferencia de
prensa que Firmenich mantuvo cuando el secuestrado Jorge Born fue liberado
tuvo lugar en una casa clandestina y segura que en realidad pertenecía al servicio
de in' teligencia del Estado. Tercero, Firmenich fue el único líder montonero que
sobrevivió a la destrucción de tres grupos diferentes de líderes montoneros en los
años 70. Cuarto, el Ejército capturó en la calle a la esposa embarazada de
Firmenich en julio de 1976 y, en una completa inversión de su política normal, la
colocó en una cárcel para presos comunes, liberó a su hijo cuando nació y guardó
el secreto de su captura durante cinco años. Quinto, los únicos jefes montoneros
asesinados fueron los del ala marxista del partido, no los del ala católica de
Firmenich. Sexto, las operaciones militares que Firmenich ordenó en los últimos
años fueron misiones suicidas para los jóvenes cuadros que las llevaron a cabo.
(Un ejemplo: Firmenich hizo una conferencia de prensa pública en 1979 en
homenaje a los militantes montoneros, quienes aparecieron ante las cámaras en
uniforme. Un mes después él los envió "clandestinamente" al interior de la
Argentina, donde, por supuesto, fueron inmediatamente atrapados y asesinados.)
Finalmente, Andersen dice que habló con un oficial de inteligencia norteamericano
que tuvo contacto frecuente con los manipuladores de Firmenich en la Argentina
militar.
La guerra sucia había terminado incluso antes de empezar. Cuando la Junta tomó
el poder, el Ejército Revolucionario del Pueblo había sido aniquilado y los
montoneros, domados, quebrados y probablemente infiltrados en el nivel más alto.
La guerra de la Junta no era una guerra; era pura y simplemente represión. De
1969 a 1979, según La Nación, los terroristas de izquierda mataron a 790
personas. De 1971 a 1979 las fuerzas del gobierno o los paramilitares asesinaron
o hicieron desaparecer al menos a 10.483 personas, la suma de los casos
reportados en Nunca más y las muertes en supuestas batallas reportadas en los
diarios. Sólo en el mes de noviembre de 1976 poco menos veinte personas fueron
asesinadas por la izquierda, mientras que seiscientas fueron asesinadas o
desaparecidas por la derecha. En todo el período de la guerra sucia la Marina
perdió once hombres: seis oficiales y cinco alistados. En la ESMA, donde cerca de
4500 prisioneros murieron, el grupo de tareas 3.3.2 perdió un marino.
La izquierda nunca fue una amenaza seria, y los militares lo sabían. Una directiva
escrita por Videla seis meses antes del golpe estimaba los miembros del Ejército
Revolucionario del Pueblo entre 430 y 600. En abril de 1977 la Junta estimaba que
la fuerza de Montoneros estaba entre las 2843 y las 2883 personas. Un año más
tarde un memorándum interno de la Junta se refería a la "virtual aniquilación de las
organizaciones subversivas con la pérdida de aproximadamente el noventa por
ciento de sus cuadros". Y la represión continuaba. La Junta exageró la amenaza
montonera para tener una excusa para aniquilar a la izquierda argentina no
violenta.
A pesar de que el caos de Argentina en los meses previos al golpe fue en gran
parte un caos de derecha, los militares una vez más escucharon el llamado para
entrar. El gobierno de la Junta empezó con el acostumbrado anuncio que había
sido difundido y repetido en la radio con cada golpe militar desde 1930. El general
Videla dijo el 25 marzo de 1976, un día después del golpe:
"Las Fuerzas Armadas han asumido la dirección del Estado en cumplimiento de
una obligación ante la cual no se pueden echar atrás. Lo hacen sólo después de
una calma reflexión acerca de las irreparables consecuencias para el destino de la
nación que senan causadas por la adopción de una instancia diferente.
"Durante el período que comienza hoy, las Fuerzas Armadas desarrollarán un
programa, gobernado por modelos claramente definidas por el orden interno y el
trabajo duro, por la observancia total de los principios morales y éticos, por la
justicia, por la organización integral del hombre y por el respeto a sus derechos y
de su dignidad... y la tarea de erradicar, de una vez y para siempre, los vicios que
afectan a la nación."
La razón era la misma, pero este golpe era diferente. Los golpes previos habían
sido el trabajo de caudillos carismáticos que llenaban sus gabinetes de civiles.
Este golpe fue dirigido por un grupo de hombres incoloros -Massera era la
excepción- que llevó al poder a las Fuerzas Armadas en su conjunto. Lo que
también era nuevo era su ferocidad, sin rival en Sudamérica en todo el siglo.
"Primero tenemos que matar a todos los subversivos -decía el general Ibérico
Saint Jean, que fue gobernador de la provincia de Buenos Aires-, luego a sus
simpatizantes; después a aquellos que son indiferentes; y finalmente, debemos
matar a todos los que son tímidos."
Como los subversivos reales estaban en gran parte muertos en el momento del
golpe, los militares se volvieron contra líderes sindicales, intelectuales, líderes
estudiantiles, y algunos curas y monjas progresistas. Mataron a estudiantes
secundarios que, como simpatizantes montoneros, manifestaron por un boleto
estudiantil más barato. Encarcelaron a Adolfo Pérez Esquivel mientras era
nominado para el premio Nobel de la Paz que recibió en 1980. A Orlando Yorio, un
cura izquierdista, le dijeron dentro de la ESMA: "Usted no es un guerrillero, no está
implicado en la violencia, pero no se da cuenta de que cuando va a vivir a una
villa, está juntando a la gente, está uniendo a los pobres, y unir a los pobres es
subversión".
El padre Yorio no era el único cura en la ESMA, pero era uno de los pocos que no
estaba en el staff. "Cuando teníamos dudas, íbamos con nuestros consejeros
espirituales, que sólo podían ser miembros del vicariato castrense, y ellos ponían
nuestra mente en paz", le dijo el almirante Horacio Zaratiegui a una revista. La
Iglesia Católica argentina confirmó la convicción militar de que combatir a los
izquierdistas era tarea del Señor. Quizás esto no era sorpresivo en un país cuyo
gobierno todavía aprobaba las designaciones de nuevos obispos y les pagaba un
sueldo equivalente al ochenta por ciento del salario de un juez federal, un país en
el cual el nuncio papal citaba a Santo Tomás para bendecir a las tropas del
Ejército.
Los curas observaban las sesiones de tortura y ayudaban en las desapariciones.
Había más de ochenta obispos en Argentina, y más o menos cuatro se opusieron
públicamente a la represión; uno de ellos, Enrique Angelelli, fue asesinado en lo
que se probó como un accidente automovilístico planeado. El pensamiento de la
mayoría de los obispos podía ser fácilmente confundido con la perspectiva de la
Junta. "¿Desaparecidos? -decía el cardenal Juan Carlos Aramburu-. Las cosas no
deben mezclarse. ¿Usted sabe que hay algunas personas 'desaparecidas' que
hoy están viviendo cómoda y tranquilamente en Europa?". O el obispo de Salta,
Carlos Mariano Pérez: "Las Madres de Plaza de Mayo deben ser eliminadas". O el
arzobispo de La Plata Antonio Plaza, que en 1985 decía que los juicios a los
miembros de la Junta son "una venganza de las fuerzas subversivas y una
basura... Escomo Nuremberg al revés, donde los criminales están juzgando a
quienes derrotaron al terrorismo".
Quizá sea un principio de la naturaleza humana que la gente que hace preguntas
sobre una guerra raramente es la que gana. Ciertamente, los oficiales de la Marina
que conocí no parecían tener muchas dudas, al menos públicamente. "Estoy muy
contento de que me haya llamado -me dijo el almirante Mayorga por teléfono-. En
Estados Unidos y Europa hay muchos malentendidos sobre la guerra
antisubversiva. Siento que las únicas personas que la entienden son las personas
que la vivieron los argentinos." Me invitó a que lo visitara a su casa para poder
explicarme cómo fue la guerra.
Mayorga se retiró de la Marina en 1973 y hoy pasa los días criando abejas. Su
casa está repleta de muebles adornados y alfombras orientales, pero el hall de
entrada está bloqueado por tres mesas de picnic cubiertas con plástico brillante; el
jardín de infantes vecino usa su casa como comedor todos los días. El mismo,
según dijo, había sido presidente de la Asociación de Padres en la escuela de sus
hijos. "Esta no es una república bananera -dijo, mientras nos establecíamos en su
living con tazas de café fuerte-. La gente habla de nosotros como si fuésemos
salvajes africanos. Hablan como si no fuéramos personas."
¿Por qué era necesario torturar?, le pregunté.
"¡Teníamos que pelear como peleaban ellos! -dijo-. Los norteamericanos lo
hicieron en Vietnam; los franceses, en Argelia. La guerra contra la subversión no
podía ganarse sin. tortura. Cuando el avión con los jugadores uruguayos de rugby
cayó en los Andes, tuvieron que comerse a los muertos", prosiguió. "No eran
caníbales, pero comían para vivir. Nosotros también comimos para vivir."
"Más de una vez vomité luego de ver cosas horribles. Eramos condenables.
Matábamos a la gente sin juicio previo, aunque sabíamos igualmente que eran
guerrilleros. Pero sabíamos también que los jueces los dejarían libres. No
podíamos pedirles permiso a los jueces para hacer un allanamiento en un bastión
guerrillero. Es terrible estar torturando seres humanos, pero lo hicimos para que
otros no sufran más. Como un buen cristiano, tengo problemas de conciencia. Un
general francés dijo que, si usted quiere combatir a la subversión, tiene que
meterse en el barro y ensuciarse; si no, abandonar la lucha. Debemos condenar la
tortura. El día que dejemos de condenar la tortura (aunque hayamos torturado), el
día que seamos insensibles a las madres que perdieron a sus hijos guerrilleros -
aunque fueran guerrilleros- será el día en que dejemos de ser seres humanos."
Lo que es importante, dijo Mayorga, es que la Marina combatió como si fueran
gentlemen. "La imagen de la mujer que fue violada, de los muchachos que
robaban o de las torturas indescriptibles eran mentiras. ¿Por qué los soldados
habrían violado?.
Las mujeres estaban sucias; hacía mucho tiempo que no se bañaban. Los
hombres no tenían necesidad de violar. Estaban peleando aquí, en Buenos Aires,
con un montón de mujeres alrededor.
No había robos. Si un grupo de hombres encontraba una maleta y descubría que
contenía medio millón de dólares, eran devueltos hasta el último dólar. Las
maletas irían en un lugar, las llaves en otro. ¡Somos oficiales de la Marina! No
vamos a ensuciarnos por un reloj de oro. "
Derivé la conversación hacia Astiz. Un militar que es juzgado por un tribunal militar
debe tener, además de su abogado, un defensor que habitualmente es un
respetado oficial retirado. Para su juicio, Astiz había elegido a Mayorga, que
aceptó con entusiasmo y ofreció su living como cuartel para la preparación de la
defensa de Astiz.
Mayorga hablaba de Astiz como si fuera su hijo. "Las mujeres estaban locas por
Alfredo, porque era simpático y atractivo. Pero cortó con su novia cuando todo
esto empezó, diciéndole 'no quieras casarte conmigo. Me van a matar'. Había
estado varias veces en mi casa y siempre decía que sólo iba a vivir algunos años
rnás."
Cuando Astiz y sus abogados militares se encontraban en la casa de Mayorga, el
oficial más joven hacía los mandados. Ese era Astiz. Un día, viniendo del almacén
con dos botellas de Coca-Cola, uno de los hombres lo miró y exclamó "¡aquí está,
el ángel de la muerte!". Los demás miraron al soldado con cara de bebé cargando
las botellas de Coca y se rieron.
"Ese mismo día, mientras se iba -me dijo Mayorga- Astiz me llevó aparte y me dijo
'quiero agradecerle mucho el haberme invitado aquí. Usted salió de su confortable
retiro para defenderme. No cualquiera lo haría'. Yo le respondí 'de ninguna
manera, vos estabas en la calle arriesgando tu vida para que la gente no me
matara' ,
"Usted sabe -me dijo Mayorga-, tengo amigos que son de izquierda. Disfruto
hablando con ellos. No tengo nada contra los izquierdistas que luchan con ideas."
Pero parecía no haber nadie que cayera en esta categoría. Las Madres de Plaza
de Mayo, decía, llevaban armas. Las monjas eran terroristas -no izquierdistas sino
terroristas- ¿Por qué se las llevaron a ellas y no a otros que trabajaban ahí? El
Centro de Estudios Legales y Sociales, altamente respetado por su trabajo por los
derechos humanos, era "la fachada legal de la izquierda revolucionaria". Hasta el
gris y sobrio presidente Alfonsín era sospechoso. "Hay quien dice que es marxista.
Yo pienso que es ingenuo. Tiene a un montón de montoneros entre sus
consejeros. Su política es sembrar el odio, diciendo que todos nosotros somos
asesinos".
¿La prensa? "No me haga hablar", dijo Mayorga. Los europeos eran los peores,
pero los norteamericanos eran casi igual de malos. "Los periodistas sólo
entrevistan a las Madres de Plaza de Mayo -dijo-. Nunca intentan entender lo que
realmente pasó."
"Yo quiero entender lo que pasó." Le dije que quería hablar con oficiales militares,
especialmente de la Marina, sobre los cuales había escuchado muchas historias
cuya veracidad era difícil de determinar. Mayorga lo pensó un rato. "Puedo
presentarle a alguien que trabajó en la ESMA -me dijo-. Llámeme la semana que
viene. "
Cuando lo llamé, me invitó a volver a su casa el martes siguiente a las cinco de la
tarde. Me dijo que alguien me estaría esperando.
Me pidió que lo llamara Jorge y nunca supe su nombre real. Era un teniente en
servicio activo y no le había pedido permiso a su superior para verme. Era un
hombre de más de cuarenta años, de estatura mediana, ligeramente calvo, con
mejillas pesadas y orejas largas, que estaba vestido con una camisa azul y una
corbata roja. Al principio parecía nervioso. Había calculado mal el tiempo de viaje
y había llegado unos minutos más temprano, así que había estado caminando por
el barrio -había una ligera llovizna- hasta la hora de la entrevista. Pero a medida
que empezó a hablar, sus nervios desaparecieron.
Me dijo que respondería cualquier pregunta que yo le hiciese en forma honesta, y
que si no podía responder, diría simplemente "sin comentarios". Fumó durante
toda la conversación, que duró tres horas. Habló bien y era agradable e
inteligente.
Jorge dijo que había servido en la ESMA desde 1977 a 1979, habiendo entrado en
el grupo de tareas 3.3.2 como teniente, y que en distintos momentos había
trabajado en las tres ramas: operaciones, inteligencia y logística. Había sido el
superior inmediato de Alfredo Astiz.
"Según la propaganda -dijo-, éste fue un gobierno militar que reprimió a sus
adversarios políticos. Eso es falso. Fue una guerra contra una organización
guerrillera armada, la organización terrorista más poderosa del mundo, que tenía
quince mil militantes y otros treinta mil simpatizantes en las universidades. Esto es
muy importante. Si usted no lo mira como una guerra, no tiene sentido. Teníamos
que luchar en el campo enemigo. Si el enemigo estaba en las calles con ropas de
civil, ahí era adonde teníamos que ir."
Le pregunté acerca de su trabajo en la ESMA. "Estábamos llenos de ofertas de
gente voluntaria para participar, hasta oficiales retirados -dijo-. Todos vivíamos allí,
veinticuatro horas al día. Era como ir al mar durante cuatro meses. Los guerrilleros
eran fanáticos. Vivían para la guerra. Teníamos que hacer lo mismo."
"Quisiera saber algo sobre la tortura dentro de la ESMA", le dije.
Jorge me miró. Estaba callado. Luego, el almirante Mayorga interrumpió. "La
semana pasada, le dije exactamente a la señora Rosenberg por qué habíamos
sido forzados a usar la tortura para obtener información rápidamente", dijo. Jorge
miró a Mayorga.
Respiró profundamente. "Para comprender por qué necesitamos usar la tortura,
usted tiene que entender cómo trabajaba el enernigo", comenzó. Después entró
en un largo discurso sobre la estructura de las células montoneras, enfatizando su
disciplina.
"Si a las nueve y media de la noche uno de los montoneros no había llegado a su
casa, su compañero tomaba las armas, los documentos y el dinero, y se iba,
incendiando lo que no se podía llevar. Ibamos al día siguiente y no había nada. Si
un montonero no hablaba con un contacto predeterminado durante dos días
seguidos, la organización lo daba por muerto. Podríamos haber capturado a un
guerrillero y no tocarlo, confiando en que la razón prevaleciera en él en cosa de
una semana y en que nos dijera todo. Pero él sólo hubiera mirado su reloj y
hubiera sonreído, diciendo 'qué hora es'. Unas horas más y nosotros habríamos
perdido. Su compañera habría huido y su organización habría sido disuelta. Trate
de combatir esto con la Convención de Ginebra. Si usted les leía los derechos de
Miranda (como lo hace la policía en Estados Unidos a sospechosos capturados),
se hubiera muerto de risa.
"Que violábamos, que torturábamos a la gente con cigarrillos encendidos, esas
son todas mentiras. Lo que hicimos fue usar electroshocks a alto voltaje y
aplicados a las piernas. La gente no lo podía soportar, y no genera daño
permanente. Muchas personas decidieron colaborar incluso sin tortura, una vez
que vieron cómo actuábamos y cómo los tratábamos, que éramos oficiales de la
Marina y no salvajes, que los militares no son diablos con caras de nazis. Todavía
tengo amigos entre los ex prisioneros.
Soy el padrino de un hijo de un prisionero. "
¿Usted torturaba personalmente?", le pregunté.
El asintió. "Fue horrible -dijo, El prisionero estaba acostado, y yo tenía que
interrogarlo. Me sentía destruido. Cuando uno piensa en el 'enemigo', es algo
despersonalizado. Pero no es así... Uno tiene que acostumbrarse."
"Al principio, le seré honesto, nos fue muy difícil acostumbrarnos a torturar. Somos
como cualquiera. La persona a la que le gusta la guerra está loca. Todos
hubiésemos preferido luchar en uniforme, una lucha entre gentlemen donde todos
más tarde salen a cenar. Lo último que deseábamos era interrogar. Con las otras
ramas del servicio era diferente. La policía interrogaba con una rabia insalubre.
Pero ellos tienen un nivel humano e intelectual menor al nuestro."
"¿Estados. Unidos le enseñó cómo torturar en la Escuela para las Américas?", le
pregunté.
Jorge se rió. "La Escuela de las Américas fue inútil -dijo-. Teníamos que aprender
cómo hacerlo a medida que lo hacíamos.
Yo leí un montón acerca de los métodos franceses en Argelia.
Eso ayudó un poco, "
Estaba orgulloso de lo que habían inventado y contaba la historia como si
estuviera narrando un thriller. "Cuando agarraba a alguien, no le preguntaba '¿sos
un guerrillero?". Le decía sos un guerrillero. Tu jefe es este tipo. Vos vivís en esta
dirección. Ahora habláme de Juan y María'. El, por supuesto, no decía nada. Pero
cinco minutos más tarde le mostrábamos a Juan y María, que estaban vivos y
trabajando para nosotros. Eso lo destruía psicológicamente hasta el punto de
darse cuenta de que su colaboración era inevitable."
"Pero seguro que ocasionalmente cometían errores -le dije, Murió mucha gente
inocente."
"En la primera fase de la guerra cualquiera que era capturado era ejecutado --dijo,
prendiendo otro cigarrillo, Sabíamos que, si los poníamos frente a los tribunales,
pedirían todas las garantías de¡ sistema al que estaban atacando. Habrían sido
liberados." Pensó un rato. "Digamos que diez mil guerrilleros desaparecieron. Si
no lo hubiéramos hecho, ¿cuánta gente hubiera muerto en manos de la guerrilla?
¿Cuántos jóvenes se hubieran unido a ellos? Es una barbaridad, pero así es la
guerra. En la Segunda Guerra Mundial murieron cincuenta millones de personas,
veinticinco millones de los cuales eran civiles. Y ésa fue una guerra limpia. Una
guerra limpia."
"Estábamos apoyados por la Iglesia --continuó-. No era que los curas dijeran
'vayan y torturen', pero la Iglesia decía que había dos grupos y que nosotros
éramos los que teníamos razón. En enero de 1977, el vicario castrense dijo que
teníamos que limpiar el país de guerrilleros. Yo realmente siento que unas
Fuerzas Armadas cualesquiera, con un nivel decente de cultura y sentimiento
humano, hubieran hecho lo mismo que hicimos nosotros."
Le dije que quería saber algo sobre Astiz.
"Astiz estaba directamente bajo mis órdenes -dijo Jorge-. Todo lo que hizo fueron
cosas que yo le ordené que hiciese. Era uno de los más jóvenes, un teniente.
Ahora la prensa lo transformó en una combinación de James Bond y Josef
Mengele. Pero todo lo que hizo fue siguiendo una orden."
¿Y qué hay sobre las monjas?, dije. ¿Eran terroristas? Sonrió y dejó el cigarrillo.
"Sin comentarios", dijo.
¿Dónde están ahora? ¿Están enterradas en algún lugar?-, le pregunté, esperando
obtener una respuesta a la pregunta que afligía a Horacio Méndez Carreras, el
abogado de las monjas.
"Sin comentarios -dijo nuevamente-. Pero diré que las Madres, cuando
comenzaron, tenían conexiones con los grupos terroristas."
¿Y Dagmar Hagelin?
"Dagmar era guerrillera -dijo, Y no era sueca. Su abuelo era sueco. Ella era
argentina. Y nunca estuvo en la ESMA. Fue otro grupo de tareas el que se la llevó.
Astiz no tuvo nada que ver con ella."
"Yo le pregunto, si hubiésemos sido asesinos salvajes de ese tipo, ¿cómo es que
las Fuerzas Armadas mantuvieron en servicio activo a la gente que trabajó en la
ESMA y hasta la promovieron posteriormente? ¿Cómo es que fuimos
voluntariamente a juicio y algunos de nosotros están en la cárcel? Le pregunto, si
Astiz hubiese sido un asesino tan salvaje, ¿la Marina entera lo habría defendido?
¡Si lo fue, entonces todos éramos asesinos como él.!
La Junta finalmente cayó. Pero no fue por una afrenta pública contra la represión
ni porque la Junta colapsara bajo el peso de su corrupción ni por el desastre
económico en el que hundió a la Argentina. Colapsó porque perdió una guerra.
Tratando de distraer la atención de una economía en estado de desintegración, la
Junta invadió las Malvinas y las Georgias, dos grupos de islas al sureste de la
Argentina que habían sido gobernadas por los británicos desde 1833. Aunque los
argentinos disfrutaron las ventajas de la sorpresa y de la proximidad, la invasión
fracasó. Murieron cerca de mil personas, 712 de ellas, argentinas.
El ataque sufrió de la típica miopía de una dictadura. El presidente de la Junta, el
general Leopoldo Galtieri, creía que a Gran Bretaña, una democracia, le faltaba la
resolución necesaria para ganar o siquiera pelear la guerra. La invasión fue
llevada a cabo en abril, un momento elegido por su valor político y no militar; había
diez grados bajo cero en las Malvinas. Galtieri nunca hubiera esperado que
Estados Unidos, que dependía de los argentinos para el entrenamiento de los
contras que combatían al gobierno de Nicaragua, se pusiera del lado de Gran
Bretaña. Y, ciego al estado de paria internacional en el que se encontraba la
Argentina a causa de las violaciones de los derechos humanos, Galtieri estaba
convencido de que sus vecinos latinoamericanos se aliarían con la causa. Nunca
se preparó para una guerra real. La comisión de las Fuerzas Armadas argentinas
que investigó el desastre de las Malvinas, la comisión Rattenbach, escribió más
tarde "los soldados tenían un mes de instrucción. Gran Bretaña disfrutaba de una
superioridad aérea y de un dominio marítimo total. El ataque fue hecho cuando el
jefe de Inteligencia estaba de visita en Estados Unidos. Las decisiones
favorecieron el enemigo". Los hombres tenían tan poca comida que algunos tenían
que robar para comer. Algunos jamás habían disparado un rifle. Los reclutas del
norte tropical eran enviados a las islas en chaquetas livianas. La Argentina, con
miedo a que los británicos hundieran su portaaviones, el "25 de Mayo", lo dejaron
anclado en el puerto.
Para tomar las Georgias, a setecientas millas al este de las Malvinas, la Marina
envió solamente catorce hombres, vestidos con ropas ligeras, armados con rifles
automáticos, explosivos y una pistola, comandados por un teniente que había
vuelto recientemente de una gira diplomática en Sudáfrica. El teniente era Alfredo
Astiz.
La invasión de Astiz a Puerto Leith, una aldea de cazadores de ballenas en las
Georgias, fue la continuación de una carrera militar basada en la victoria sobre los
que no tenían defensa. Pero cuando los británicos llegaron una semana y media
después, con el HMS "Endurance", el HMS "Plymouth", un destructor y seis
helicópteros, Astiz se rindió sin disparar un tiro, violando el artículo 751 del Código
Militar: "Será condenado a reclusión por tres a cinco años el militar que,
combatiendo con un enemigo extranjero, se rinda o capitule sin haber agotado las
municiones o perdido dos tercios del efectivo a sus órdenes". Los aviones
británicos que sobrevolaban las Malvinas arrojaban panfletos para las tropas
argentinas diciendo, "hagan como el capitán* Astiz. Consciente de la superioridad
de las fuerzas británicas, se rindió con todos los honores". Una foto de Astiz
firmando el documento de rendición en el HMS "Plymouth" fue enviada a todo el
mundo. Cuando los gobiernos francés y sueco se dieron cuenta de quién había
sido atrapado por los británicos, pidieron la custodia de Astiz, y la Marina británica
lo llevó a Inglaterra en calidad de prisionero de guerra de la - primera ministro que
él tanto admiraba. La Convención de Ginebra, un documento que por lo menos los
británicos tomaban seriamente, establecía que debía volver en los días
subsiguientes.
Caído en desgracia, Galtieri renunció y su sucesor, el general Reynaldo Bignone,
llamó a elecciones. El candidato peronista perdió frente a Raúl Alfonsín, de la
Unión Cívica Radical. Alfonsín era un abogado decente y modesto de una
pequeña ciudad, que había enfatizado el tema de los derechos humanos en su
campaña. Días después de su victoria, Alfonsín nombró a la comisión que
investigaría las violaciones y eventualmente escribiría el Nunca más. Ordenó al
Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que procesara a los nueve líderes de
las primeras tres juntas por asesinato, tortura, robo, arresto ilegal y crímenes
adicionales. Más tarde, los juicios fueron extendidos a otros oficiales militares.
Alfonsín retiró a más de cincuenta generales y recortó el presupuesto de defensa
de Argentina en casi un cincuenta por ciento.
Los juicios fueron únicos en la historia mundial. No eran acusaciones como las del
estilo de Nuremberg, donde los conquistadores establecieron nuevas reglas con
las cuales juzgar a los conquistados. En lugar de eso, los tribunales eran los de un
gobierno electo, sometiendo a juicio a miembros de un régimen anterior solamente
por actos que eran crímenes en el momento de su comisión, con un respeto total
por el debido proceso de la ley.
La decisión de comenzar los juicios en tribunales militares intentaba permitir a los
militares limpiar su propia casa. Los juicios estuvieron sujetos a revisión por una
corte federal, el Tribunal Federal de Apelaciones, que también podía llamar a
nuevos testigos. Si después de seis meses el Consejo Supremo de las Fuerzas
Armadas no completaba sus audiencias, el caso debía trasladarse a las cortes
civiles.
Los militares no mostraron interés en limpiar su propia casa. El Consejo Supremo
de las Fuerzas Armadas no había procesado a los miembros de las juntas, y el
caso fue derivado al Tribunal Federal Superior de Apelaciones de Buenos Aires el
22 de abril de 1985, y duró seis meses frente a jueces nombrados bajo el gobiemo
militar. Los pasillos de los Tribunales siempre estaban llenos, con las cámaras
televisando los procedimientos; se publicaba semanalmente un libro textual del
juicio.
Los miembros de la Junta declinaron su cooperación, presenciando sus juicios
sólo cuando se les requería. Por primera vez en sus carreras ellos y sus abogados
mostraban una preocupación meticulosa por el debido proceso. El discurso de
diecisiete minutos que el almirante Massera pronunció para su defensa, escrito y
leído con su habitual jactancia y elocuencia, resumía la actitud de la Junta. "No
vine aquí a defenderme'?, comenzó. "Nadie necesita defenderse por haber
ganado una guerra justa." Massera dijo que si se hubiese perdido la guerra
"ninguno de nosotros -estaría aquí", porque las instituciones judiciales habrían
sido reemplazadas por tribunales populares. Los generales han "ganado la guerra
de las armas, pero perdido la guerra psicológica", dijo. Aquellos que habían
perdido la guerra estaban ahora acusando a los vencedores y querían aplicar "los
derechos humanos" sólo con los terroristas.
El 9 de diciembre de 1985, la corte entregó su opinión. Cientos de páginas
después, el veredicto absolvía a cuatro de los acusados y condenaba a cinco,
sentenciando a Videla y a Massera, que habían dirigido el Ejército y la Marina
durante los peores años de la represión, a cadena perpetua. Videla fue hallado
culpable de dieciséis casos de hómicidio agravados por el estado de indefensión
de la víctima, cincuenta casos de homicidio agravados por comisión de un grupo
de tres o más de tres personas, trescientos seis casos de falsos arrestos
agravados, noventa y tres de tortura, cuatro de tortura seguida de muerte, y
veintiséis de robo. La lista de los crímenes de Massera era similar.
Al mismo tiempo los tribunales abrieron la posibilidad de litigios privados contra
oficiales militares. Uno de los primeros fue el litigio contra Astiz que llevó adelante
Ragnar Hagelin, el padre de Dagmar. El Consejo Supremo de las Fuerzas
Armadas ganó el derecho de procesar el caso. "No participé en ningún arresto de
una mujer en una calle pública", testificó Astiz. Dijo que se enteró del caso de
Dagmar "a través de los diarios". Nunca había escuchado el nombre de los
prisioneros que el fiscal le fue nombrando, y no sabía lo que era "La Pecera" en la
ESMA.
"¿Está usted afectado por la campaña periodística en su contra?", le preguntó el
fiscal, siempre sondeando.
"Profundamente -replicó Astiz, Socialmente, he sido repudiado en varios círculos.
Ni siquiera pude visitar a mis padres en Mar del Plata."
Después, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas declaró a Astiz inocente,
porque nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo crimen, anunciando, para
sorpresa de Hagelin, que Astiz ya había sido procesado -en tribunales militares
secretos en 198 1- y declarado inocente por falta de evidencia.
Más tarde, el juicio de Astiz se trasladó a la Cámara Federal de Apelaciones. Astiz
intentó sabotear el juicio presentándose en el careo con uniforme militar. Pero el
juicio prosiguió. La corte lo encontró responsable por el arresto ilegal de Dagmar
Hagelin (se negó la presunción de su muerte y por eso no fue juzgado por
asesinato), pero estableció que el estatuto de limitaciones, se, había agotado en el
caso.
Mientras tanto, Astiz también era procesado como parte de las. acusaciones
generales por su participación en los crímenes de la ESMA. Los oficiales de la
ESMA estuvieron de acuerdo en testificar en los juicios, pero su memoria colectiva
era pobre. El Tigre testificó sobre la ESMA: "No hubo lo que se podrían llamar
detenciones. Era como si alguien fuera a la comisaría y le preguntaran, '¿esto es
lo que hizo?". Si decía que no había hecho nada... podía irse".
Los juicios militares aún contenían momentos inspirados. Uno de ellos fue este
fragmento de testimonio: "Un soldado siempre sigue órdenes: pero un oficial es un
gentleman tanto como un soldado, y si siempre se refugia en la obediencia debida,
estaría traicionando la confianza que la Nación deposita en él cuando se le confían
las cosas más preciadas: el cuidado de su país, de sus tradiciones y de la sangre
de sus hijos". Estas palabras -extraídas del juicio militar de Astiz del 21 de abril de
1986- no fueron dichas por el fiscal sino por el mismo Astiz. Pero, comportándose
como siempre, el buen marino siguió diciendo: "Me siento libre en mi conciencia
profesional, dado que mis superiores, que constituyen la institución, nunca me
sancionaron por las cosas que hoy se cuestionan".
El tribunal militar dejó los casos de la ESMA, entre otros, en diciembre de 1986, y
éstos fueron trasladados a los tribunales civiles. Otra vez, el Tigre Acosta
comenzó su testimonio diciendo "no tengo conocimiento de que hubiera
prisioneros en la Escuela de Mecánica".
Mientras tanto, dentro de las Fuerzas Armadas ocurrían movimientos que
eventualmente pondrían fin al proceso. Durante el juicio de Astiz por la detención
de Dagmar Hagelin, el alto comando de la Marina avisó a Alfonsín que los oficiales
estaban amenazando con una revuelta en caso de que Astiz fuese condenado.
Muchos oficiales veían a Astiz como el símbolo del joven oficial de la Marina, que
había luchado valientemente en la ESMA y, acerca de su rendición en las
Georgias del Sur, bueno, a Astiz simplemente lo habían dejado solo. ¿Catorce
hombres para tornar una isla entera? Los militares estaban enfrentando la
posibilidad de años de juicios públicos manchando su buen nombre y honor.
Creció la presión sobre Alfonsín, que era consciente de la historia de golpes de su
país. En diciembre de 1986 propuso la Ley de Punto Final, que estipulaba que
todos los casos requerían presentaciones de acusaciones criminales y llamados a
los acusados antes del 22 de febrero de 1987, o sea, sesenta días después.
Cualquier caso no presentado para esa fecha sería improcedente.
La Ley de Punto Final significaba una afrenta para la izquierda, pero hizo poco
para apaciguar a los militares. Hacia el fin de los sesenta días, más de trescientos
casos todavía estaban legalmente en proceso. Cuando un mayor, Ernesto
Barreiro, se negó a ser juzgado en una corte civil, cerca de cuatrocientos militares
se rebelaron en su apoyo durante la Semana Santa de 1987. Los soldados
tomaron tres bases en nueve días en Córdoba, el Gran Buenos Aires y Salta.
Argentina reaccionó con vehemencia. Cerca de medio millón de personas se
reunieron en Plaza de Mayo para apoyar a Alfonsín, y cincuenta mil civiles
rodearon los campamentos de los militares rebeldes. Se rindieron. Pero el
mensaje de los militares quedó clarísimo. Tres días más tarde la Corte Suprema
de Justicia suspendió el juicio de setenta oficiales de la ESMA. Un mes después
de los levantamientos de Semana Santa, el 13 de mayo de 1987, Alfonsín pidió al
Congreso que adoptara la Ley de Obediencia Debida, que terminaba con las
acusaciones para oficiales con el grado de teniente coronel o cualquier otro
inferior, quienes, decía, sólo habían seguido órdenes. En efecto, la ley benefició
con una amnistía a casi todos los oficiales en servicio activo. Una versión aún más
ampliada de la ley fue puesta en vigor el 5 de junio. Los juicios podían proseguir
de allí en más para cerca de ochenta oficiales retirados y dos en servicio activo. Y
Horacio Méndez Carreras incendió sus fotos de Astiz.
Astiz, absuelto por los tribunales militares secretos en 1981 en la causa del
secuestro de Dagmar Hagelin, se convirtió en el único oficial por debajo del rango
de general que fue encontrado inocente en la guerra sucia. Juan Gauna,
secretario de Defensa de Alfonsín -un escalón inferior del ministro de Defensa---,
es un hombre de cara lúgubre con bolsas permanentes debajo de sus ojos.
Cuando lo entrevisté en 1988 en su oficina, dominada por una gran cruz, ya había
tratado con dos rebeliones militares -una tercera se estaba acercando- y las dos
leyes que marcaron el retroceso de Alfonsín en la cuestión de los juicios. "El
peligro de golpe clásico no existía ---dijo- Pero el sistema padecía muchos
problemas latentes que podían crecer hasta convertirse en un quiebre completo,
una batalla entre civiles y militares. Eso sería desobediencia general, y un
gobierno sin el poder de poner todo nuevamente en vereda. Eso es anarquía."
Y prosiguió: "Los militares se sintieron castigados. Están permanentemente a la
defensiva. No tiene sentido tener el país entero dividido. Tenemos que preservar
las instituciones del país".
Gauna creía que la Ley de Obediencia Debida había resuelto el problema. "Antes
de este gobierno este ministerio era un títere de las Fuerzas Armadas. Ahora es al
revés; nosotros damos las órdenes." Sonrió débilmente. No se veía como el
hombre que daba órdenes.
El problema militar no había sido resuelto. Alfonsín, que técnicamente era el
comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, se negó a aprobar el ascenso de
Astiz. La Marina amenazó con una revuelta si no se le acordaba ese ascenso. Se
llegó a un acuerdo: Alfonsín aceptó ascenderlo, pero luego sería retirado del
servicio activo. El 23 de diciembre de 1987, Astiz se convirtió en teniente de
corbeta. Pero la Marina no lo retiró.
En enero de 1988 hubo otro levantamiento. Fue derrotado. Once meses después
hubo otro. Los rebeldes se rindieron al día siguiente a las tropas leales a Alfonsín.
Las rebeliones se fueron calmando a medida que los núlitares encontraban menos
cosas contra las cuales rebelarse. Los comandantes de la Junta todavía estaban
en la cárcel -si es que lujosos cottages de cuatro ambientes con jardineros,
cocineros, valets, teléfono, y privilegios de visita podían ser considerados como
una cárcel-. Su libertad de movimiento estaba nominalmente restringida, pero en
cualquier momento en que Massera o Videla tuvieran ganas de salir, sólo tenían
que requerir un tratamiento médico en un hospital de Buenos Aires. En 1989, los
diarios publicaron fotos de Massera caminando sin custodia por las calles de
Buenos Aires.
Poco a poco, hasta el patético remanente del triunfo de la ley fue cayendo. En
octubre de 1989, el sucesor de Alfonsín, Carlos Menem, que había pasado la
prisión bajo la Junta, perdonó a treinta y nueve oficiales militares condenados por
violaciones a los derechos humanos, a ciento setenta y cuatro oficiales militares
involucrados en los levantamientos, algunos de los cuales habían sido
condenados por el fracaso de las Malvinas, y a sesenta y cuatro montoneros. Sólo
seis militares -incluyendo a Massera y a Videla- y Firmenich estaban todavía en
prisión, y Menem los perdonó el 29 de diciembre de 1990. Videla dijo luego de su
liberación que su único crimen fue "defender a la Nación contra la agresión
subversiva y prevenir el establecimiento de un régimen totalitario". Ni siquiera el
perdón fue la "reivindicación total" que sentía merecer. En diciembre de 1990, un
día antes de que George Bush llegara a Argentina durante su gira sudamericana,
con Menem prometiendo la inminencia de un perdón, hubo otra rebelión.
Los militares argentinos de la post Junta son los ex jóvenes oficiales de la guerra
sucia y de las Malvinas. Muchos de ellos retienen la ideología de la guerra sucia,
pero ahora se sienten todavía más aislados respecto de sus compatriotas, que
parecen desagradecidos hacia los sacrificios de los militares. El concepto del
honor militar -"El honor es la riqueza más grande que puede poseer un militar:
mantenerlo sin mancha es el deber más sagrado de todo miembro de las Fuerzas
Armadas", declaró una ley de 1983 del entonces presidente Bignone- se ha
convertido en una idea flotando en el espacio, disociada del comportamiento
correcto o de la victoria en el campo de batalla. Es un fin en sí mismo. Una fuerza
militar que llevó a la Argentina a la censura mundial por su brutalidad, por su ruina
económica y por su decisión de empezar una guerra ridícula sostenida con una
incompe tencia grotesca demanda ser honrada, simplemente, por existir.
Trece años después del comienzo de la guerra sucia, la Escuela de Mecánica de
la Armada continúa ensombreciendo las vidas de los hombres y mujeres que la
habitaron. Las conversaciones con los prisioneros de entonces están teñidas de
culpa, no necesariamente porque hayan hablado bajo tortura sino simplemente por
haber sobrevivido. "No delaté a nadie" me dijo tres veces Graciela Daleo, la
montonera más dura, en nuestra primera entrevista.
"Hace sólo un año que pude liberarme de la ESMA", dijo Elisa Tokar, que había
abandonado físicamente la ESMA once años antes. "Todavía me sentía
secuestrada. Me sentía tan culpable como los secuestradores, porque había
vivido. Sentía que debe haber una razón. No delaté a nadie, pero hasta tipiar era
traición.
Podría haber dicho, 'no voy a tipiar para usted'. No puedo juzgar a nadie. Solía ser
muy rígida con la gente que colaboró. Conozco un hombre que delató a cuatro
personas sin siquiera haber sido torturado. Ahora no puedo juzgarlo. No sé cuál
era su situación.
Quizá yo hubiera hecho lo mismo' "
Una noche tarde fui a un café de Buenos Aires para encontrarme con otra ex
prisionera, una mujer que se había sentido demasiado débil para testificar en los
juicios. "Hablé bajo tortura", dijo. Estaba doblando su servilleta. "Nunca he hablado
de esto antes. Me torturaron, y yo les di los nombres de otra familia. Me dijeron
que iban a visitar a la familia, sólo para hablar. Luego volvieron. Mi torturador vino,
y le pregunté qué había pasado. Me miró y me dijo 'el hombre está muerto. Se
tomó su pastilla de cianuro y murió'. Empecé a llorar. El también estaba llorando,
nosotros dos, solos, llorando. Me dijo 'mirá, no es tu culpa. Todo es mi culpa.
Obtuve la información de vos torturándote, y lo planeamos mal. Es mi culpa'.
Después me llevó a un bar, y los dos nos emborrachamos."
¿Y qué pasó con otros sobrevivientes de la ESMA? Muchos de los hombres de las
Fuerzas Armadas no hubieran querido torturar. Lo hicieron porque arriesgaban sus
carreras y, a veces, sus vidas, si se negaban. Pero torturar no es lo mismo que
presionar un botón de un mis¡¡. Un torturador debe mirar a su víctima a los ojos y
escucharla gritar. Tiene que hacerla gritar. La víctima de la tortura no es la única
con heridas.
"Una vez, vi a Scheller excitado de tanto torturar -me dijo una ex prisionera, Nilda
Actis, hablando de su torturador---. Estaba como poseído por la Luna. Estaba
caminando por el hall gritando, pateando puertas, gritándonos." Pero ese animal
rabioso tenía otro costado. "Cerca de un mes después de que fuera capturada
estábamos hablando -dijo Actis-. Me había preguntado sobre mi vida, y yo se la
estaba contando. Me interrumpió y me dijo 'algún día te voy a pedir perdón por lo
que te hice'. Le dije que nunca lo perdonaría y que él nunca me pediría ser
perdonado porque estaba convencido de que lo que estaba haciendo estaba bien
y que continuaría haciéndolo. "
Los torturadores franceses en Argelia fueron los hombres que más tarde
organizaron actos de terrorismo y trataron de asesinar a Charles de Gaulle y
derrocar a su gobierno. Raúl Vilariño, el cabo que se arrepintió en las páginas de
la revista La Semana, le contó a su entrevistador:
"Si nunca le deja ver sangre caliente, el animal es casi doméstico. ¿Qué pasa con
una persona, de todas esas que se acostumbraron a sentir sangre? ¿De qué
trabajan ahora? ¿Promotores de ventas de inmuebles?".
Traté de rastrear a Vilariño. El último hombre que lo había entrevistado dijo que
había estado entrando y saliendo de la cárcel por fraude en tarjetas de crédito y
que no podía pagar sus cuentas. Llamé a su familia en Coronel Suárez, una
ciudad de las pampas. Habían pasado años, dijeron, desde que la última vez que
habían escuchado algo sobre él.
Jorge Ácosta, el Tigre, había sido deshonorablemente destituido de la Marina.
Habiendo perdido el foco para sus energías que el grupo de tareas le daba, se
había convertido en alguien salvaje y tuvo problemas de disciplina. El desenlace
llegó cuando posó para una foto de una revista con una modelo que llevaba su
gorra de uniforme. También fue procesado por fraude bancario.
Estos hombres se destruyeron a sí mismos. Fue el destino de Vilariño, porque se
había juzgado a sí mismo y se había encontrado culpable. Fue el destino de
Acosta, un psicópata, porque no pudo juzgarse del todo a sí mismo. Los hombres
que pudieron crear otra ESMA no eran estos hombres sino quienes habían
alcanzado un veredicto distinto sobre sí mismos: los "enemigos valiosos", los
hombres que no habían violado ni robado ni torturado sino que simplemente
habían luchado por sus creencias.
"Me siento libre en mi conciencia profesional", había dicho Astiz en su juicio. ¿Era
verdad? Este hombre, que había cazado a sus víctimas en las calles de Buenos
Aires y que todavía las cazaba en sus sueños, ¿se cazó a sí mismo? Este
hombre, que había llevado a cientos a la mesa de tortura, ¿se torturó a sí mismo?
Astiz había ido a visitar a Dagmar Hagelin después de haberle disparado. Me lo
dijeron los prisioneros que presenciaron el encuentro y me lo dijo Pilar, su amiga
de la adolescencia, que lo había escuchado de él mismo. Hagelin estaba en una
silla de ruedas, con la cabeza vendada. "Soy el que te disparó", le dijo. Tratando
de hacer conversación, notó que tenían rasgos nórdicos en común. Le dijo que la
había confundido con otra persona. Le pidió perdón. Si ella lo entendió, no se
sabe.
Cuando todavía usaba el nombre de Gustavo Niño, había vuelto a ver a las
Madres de Plaza de Mayo una semana después de haber participado en su
secuestro.---Tengo que hablar con ustedes", había susurrado urgiéndolas desde
las sombras. ¿Qué les iba a decir?
Astiz había dicho, por medio de su amigo Jorge Sgavetti, que no hablaría
conmigo. Yo sabía que nunca había hablado con los periodistas. Pero quería al
menos verlo, tenía la esperanza de sacar algunos indicios de quién era, aun de un
breve encuentro.
Sgavetti me dijo que Astiz venía a Buenos Aires los fines de semana para ver a su
novia. Fui al aeropuerto de Ezeiza un día frío de agosto para encontrar los vuelos
de la Marina que venían de Puerto Be1grano. Cinco minutos después de que me
sentara en el sillón del aeropuerto, aterrizó un avión de la Marina, y Astiz salió y
caminó hacia la puerta. Era más petiso de lo que esperaba, y su cabello era rubio
como la arena. Llevaba un blazer, camisa y corbata azul. Lo reconocí
inmediatamente. Caminé hacia él y dije "Señor Capitán", y se detuvo. Después de
que le explicara por qué quería hablar con él, me dijo que no podía hablar
conmigo, que era un oficial militar en servicio activo y que no estaba autorizado
para hablar sin permiso, un permiso que los dos sabíamos que no le sería dado.
Fue amable, muy cortés; su sonrisa era deslumbrante. Su cara, aunque con la
edad de 39 años, era la de un chico angelical.---Le deseo suerte, señorita, pero
éstas son las reglas del juego", dijo, y Alfredo Astiz siempre había seguido las
reglas. Sus pesadillas privadas seguirían cerradas a mí.
Pero no importó; lo poco que vi fue suficiente. Cuando nuestra conversación
terminó, Astiz se volvió hacia otro oficial. Ambos estaban hablando, y Astiz -se rió,
con la cabeza inclinada y sus dientes brillando mientras caminaba, igual que en
las fotos de los diarios. Su risa era burlona, victoriosa, la risa de un hombre que
sabía que caminaría en libertad por el resto de sus días.
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