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viernes, 23 de mayo de 2008

¡BIENVENIDO, FORASTERO! -- ROBERT BLACH

¡BIENVENIDO, FORASTERO!

Welcome, stranger

Robert Bloch

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Poco después de la salida del sol, Rel abandonó el módulo de mando Situado sobre una órbita circular de veinte kilómetros se encontraba justo fuera de la vista de la superficie del planeta, y allí continuaría hasta el crepúsculo.
A bordo de la navecilla, después del aturdimiento de los primeros instantes, Rel aspiraba a pleno pulmón el oxígeno de la atmósfera rarificada. Al descender hacia la superficie verde, respiró con mayor facilidad.
Todo marcharía muy bien, se repetía. No había nada que temer. En fin de cuentas era una misión corriente y maloliente, sin nada muy especial. Por otra parte, si se tratase de una misión importante, no le habrían elegido a él para llevarla a cabo. El programa era muy sencillo.
El planeta al que se acercaba había sido objeto durante años de una minuciosa observación. En el pasado, otros, más inteligentes y expertos que Rel, se habían posado ya aquí. Y volvieron con montones de datos, montones de libros y de cintas grabadas. Tales productos eran de factura bastante grosera, como podía esperarse procediendo de una civilización primitiva; pero con ello bastaba.
Estudiando dichos materiales, los colegas de Rel habían podido enterarse de lo que deseaban saber. Al parecer, en ese planeta no existía una cultura uniforme, y durante mucho tiempo Rel y sus superiores se preguntaron qué grupo predominaba, qué idioma había que estudiar y qué comportamiento convenía asimilar. Una investigación intensificada y unas exploraciones complementarias les proporcionaron a no tardar las respuestas apetecidas. Unos módulos dé reconocimiento que habían sobrevolado en diversas ocasiones la superficie del planeta vinieron a corroborar sus conclusiones.
Los mamíferos del grupo más evolucionado —que se daban a sí mismos el nombre de hombres— habitaban una larga faja de tierra limitada en los dos costados por extensiones inmensas de agua. La faja en cuestión era conocida por el nombre de Estados Unidos de América del Norte. Su centro, el Midwest, estaba lleno de ciudades, era una zona de gran densidad de población.
En una de aquellas ciudades había de aterrizar Rel. Bah, una misión sin problemas... su Krala le ha descrito la situación con mucha lógica:
—Has recibido la formación adecuada. Conoces la lengua, el inglés. Has leído los libros. Has escuchado las grabaciones. Tu preparación ha sido completa. Por consiguiente, no has de encontrar ninguna dificultad en hacerte pasar por un hombre, durante una breve estancia.
»No hay el menor problema en lo tocante al aspecto exterior: te decoloraremos la piel, te pondremos una peluca hecha con cabellos para colocártela sobre el cráneo y nos hemos procurado las prendas típicas que conviene llevar, comprendidos los pies... eso se llama zapatos, y te permitirá disimular las membranas. Parecerás un hombre, hablarás como un hombre, actuarás como un hombre.
»Lo demás no es sino simple cuestión de saber observar.
Lo cierto es que el Krala tenía razón. Cuando Rel se vio dentro del disfraz, no daba crédito a sus ojos.
—No hay nada sorprendente en todo esto —explicó el Krala—. Bien mirado, existen muchas similitudes entre nosotros y los habitantes de ese planeta... al igual que el planeta mismo, por su parte, se parece mucho al nuestro. Desde el punto de vista atmosférico y orgánico, la analogía es notable. La gravedad, prácticamente idéntica. Evidentemente, éstos son los motivos por los cuales nos ha interesado ese planeta. Aunque es pobre y no muy atractivo, quizá con el tiempo establezcamos ahí una colonia.
—De acuerdo, pasaré allá un día de observación. Pero ¿no deseas ningún dato en concreto? Podría evaluar la capacidad física y psíquica de aquellos mamíferos, probar de descubrir la naturaleza de las armas que posean...
El Krala se puso color naranja de regocijo.
—No vale la pena, no es ninguna misión de espionaje. Estamos perfectamente al corriente de su tecnología (muy rudimentaria por el momento). Hablan siempre de la energía en términos de implosión y explosión. En la esfera de las facultades mentales, también están muy retrasados.
»No, tranquilízate, la conquista del planeta por la fuerza no ofrecería la menor dificultad. Tu misión consiste simplemente en determinar si vale la pena conquistarlo o no.
—Pero tú has dicho que se ha comprobado que las condiciones eran ideales. Gravedad, temperatura y contenido de oxígeno son satisfactorios. No está mal de recursos naturales, alimento, agua, todo lo que nuestra raza necesita para conservar la vida. ¿Y no basta con ello?
El Krala se puso rosado de perplejidad.
—Bien —dijo—. Ahora voy a expresarme en términos cinéticos. Tú conoces nuestra política en materia de colonización: una conquista por la fuerza representa un gasto considerable de tiempo y de energía, y lo que se derrocha para someter y gobernar a los autóctonos suele resultar desproporcionado. Por esto hemos observado siempre los planetas examinando nuestras posibilidades de infiltrarnos en ellos. Si hemos comprobado que el modo de vida nos conviene, enviamos progresivamente nuestra gente allá. Los nuestros se mezclan insensiblemente con la población que haya, y al cabo de una generación gozamos de un dominio numérico completo. Hasta dicho momento no nos manifestamos. Nuestra gente suele estar, entonces, en los puestos clave, tan bien situada que es posible efectuar la conquista desde el interior. Cuantos menos esfuerzos nos cuesta la conquista, mayor es la energía vital preservada. Un detalle fundamental.
Rel escuchaba, amarilleando de comprensión a pesar del maquillaje.
—Entonces ¿debo observar, nada más, si el modo de vida de aquellos indígenas puede convenirnos?
—Exacto. Pasarás el día como un ser humano medio... o de un americano, cualquiera que sea su esfera. Claro, debes tener cuidado en no hacerte notar, antes al contrario, debes mezclarte con ellos. Come y bebe. Estudia atentamente todas y cada una de tus reacciones. Trata de determinar en la medida de lo posible cómo sería la vida de nuestros colonos ahí durante el tiempo que tendrían que pasar disfrazados. La decisión dependerá de ti exclusivamente.
Rel notó que se teñía de rojo; pero las últimas palabras del Krala le ensombrecieron inmediatamente.
—No hay por qué enrojecer —advirtió el Krala en tono seco—. Como te dije, esta decisión no tiene, en realidad, una gran importancia. Hay millares de mundos similares. Si tuviera una importancia vital, no te habríamos elegido a ti para esta misión. Tenemos montones de observadores más experimentados.
»Pero no podemos perder tiempo ni energías. Te hemos elegido a ti, precisamente, perfecta muestra media, porque tus reacciones corresponden a las del colono medio que nos proponemos enviar a ese planeta. Estamos dispuestos a guiarnos por tu opinión. Y ahora ve a ver tu Bezzter para los últimos preparativos.
Rel fue a casa de su Bezzter y quedaron resueltos los últimos detalles. El día elegido era uno durante el cual los mamíferos no trabajaban, sino que se reunían en zonas arboladas para solazarse. Así Rel podría circular con toda libertad sin haber de salir de los bosques, y al mismo tiempo tendría ocasiones bastantes para mezclarse con aquellos mamíferos sin correr demasiados riesgos.
—¿Y la navecilla? —protestó Rel—. Se fijarán en ella, como se fijaron en las anteriores. Algunos libros mencionan tales observaciones... ovnis, o ufos, ¿no es así como los llaman?
Le tranquilizaron al momento sobre este particular, En un día de fiesta, un domingo (según lo llamaban ellos) y a una hora tan temprana, el módulo de reconocimiento pasaría inadvertido. Nadie iba tan temprano a las zonas boscosas. En el curso de las misiones precedentes habían descubierto un lugar en el que Rel podría esconder la astronave por el tiempo que pasaría en los bosques.
Y así fue como Rel plantó el pie, a eso de las ocho la mañana, en el parque zoológico de Milwaukee (Wisconsin).
Se había fijado con grandísima atención en el emplazamiento del escondite y dirigido la astronave sobre el gran cercado. Eligiendo una zona central, había descendido muy suavemente sobre unas rocas, a mitad decamino entre la anfractuosidad y la barrera metálica.
El parque estaba desierto. Ni la menor silueta humana en ninguna dirección. Rel se dedicó unos elogios y empujó prestamente el pequeño transportador hacia la abertura de la cueva.
¡Oh, qué calma y qué sosiego reinaban aquí! Rel había de contenerse para no ponerse color naranja, bajo la decoloración, al pensar en los honores que le habrían dispensado si hubiesen esperado verle llegar. En lugar de pasar inadvertido, habría encontrado un comité de recepción y...


El comité de recepción le esperaba en la boca de la cueva. Era grande y blanco, tenía cuatro patas terminadas en unos garfios acerados, y unas fauces rojas, rodeadas de trituradores amarillos. Aquel ser se levantaba sobre las patas traseras y rugía.
Rel se puso negro de miedo. Instintivamente se parapetó detrás de la navecilla, cuidando de mantenerla entre él y la bestia. El monstruo blanco empezaba a dar zarpazos contra el módulo transportador..., pero esto no inquietaba ni poco ni mucho a Rel, porque el vehículo era indestructible. Así pues, lo hizo resbalar hacia el interior de la caverna, mientras la bestia se batía en retirada ante él. Pero ya dentro de la cueva, el módulo de reconocimiento no resultaba obstáculo suficiente. Al monstruo blanco le bastaba con rodearlo para saltar. Cosa que hizo lanzando rugidos.
Rel volvió la espalda y echó a correr. La enorme bestia le seguía con paso pesado. Rel corrió hacia los barrotes metálicos con el propósito de pasar al otro lado y escapar hacia la zona boscosa de más allá. La bestia le pisaba los talones. Rel sabía que ya levantaba las patas, dispuesta a clavar las uñas y desgarrar. Saltó hacia los barrotes... y el suelo se hundió bajo sus pies.
Rel no se había fijado en el foso. Cayó abajo con ruido sordo. Allá arriba, el monstruo blanco gruñía, pero no hacía ademán de seguirle. Lenta, penosamente, el, astronauta se levantó y empezó a trepar por la reja.
Ahora los gruñidos venían de todas las anfractuosidades. Las entradas de cada una de ellas se poblaron súbitamente de otros monstruos: negros, grises, pardos (los mayores) levantados sobre dos patas y lanzando unos aullidos formidables. Rel llegó por fin a la punta de los barrotes y las lanzas metálicas le pincharon el pecho.
Estuvo a punto de volver a caer, pero consiguió pasar las piernas al otro lado. La parte baja de sus vestidos se desgarró en las puntas aceradas. Rel cayó sobre la hierba y se derrumbó, falto de respiración.
Por fin se alejó vacilando, hasta que los rugidos no fueron más que un murmullo lejano. Cruzaba el parque, y sus cuatro pulmones iban recobrando la actividad normal. Ahora se acercaba a una estrecha faja negra que corría entre dos zonas de césped. Quiso franquearla..
Con enorme ruido metálico, un ingenio mecánico enorme que corría sobre unas ruedas se precipitó sobre él. Faltó el grueso de un papel de fumar, nada más, para que el hocico brillante de la máquina le hundiera el pecho.
—¡Eh, tú! —gritó una voz grosera desde el interior—. ¿Tanto cuesta .mirar donde andas? ¿Estás ciego o qué?
Rel halló la seguridad en el césped del otro lado, y echó a correr de nuevo. Llegó a una zona libre, poblada de hierba corta y se paró en la orilla. Imposible determinar con qué propósito habían dispuesto aquel espacio. Lo mejor era probar de atravesarlo. Por otra parte, en pocos momentos le habían sucedido demasiadas cosas. Rel decidió tenderse un momento.
Cuánto rato había pasado estirado allí, no habría podido decirlo. El sol estaba ya alto cuando abrió los ojos de nuevo, despertado por unos gritos estridentes.
En esos instantes, un grupo bastante nutrido de mamíferos ocupaba el espacio libre que tenía delante. El caso es que parecían mucho menores de lo que había creído. Luego comprendió la causa: eran retoños, embriones que no habían llegado al estado adulto. Más de una docena de ellos corrían dando vueltas al terreno... unos cuantos se habían agrupado en un extremo, detrás de otro que manejaba un garrote, y otros aún se escalonaban de forma aparentemente arbitraria a mayor distancia todavía.
En el centro del terreno, uno de aquellos mamíferos jóvenes lanzaba violentamente un arma redonda en dirección al que empuñaba el garrote. Éste no se apartaba, no; al contrario, probaba de golpear el arma con el palo que tenía en las manos.
Los otros gritaban.
Rel concluyó que aquello había de ser una especie de juego.
Alguna que otra vez, el tipo del garrote conseguía golpear el proyectil y se ponía a correr furiosamente de un mamífero a otro dentro del terreno. Y entonces todos los demás aullaban de lo lindo.
Rel se acercó para observar mejor. Era en verdad una especie de juego, una actividad lúdica primitiva desprovista de significado, pero sin peligro. Exigía cierta medida de coordinación y destreza en lanzar el arma redonda, golpearla y correr. Los otros, en el terreno, se limitaban a coger el arma y tirarla a derecha e izquierda.
—¡Eh, señor..., apártese de ahí!
Uno de aquellos engendros estaba gritando, al parecer dirigiéndose a él. Rel sonrió para corresponder al cumplido, guiñó los ojos.., y recibió el proyectil en plena cara.
Sin duda había quedado aturdido horas enteras. Ahora el parque estaba lleno de criaturas dichosas y despreocupadas en un mundo de pesadilla. Porque aquello era una pesadilla... al menos para Rel.
Los mamíferos se hallaban por todas partes. Se lanzaban a la carrera por las estrechas fajas negras, junto a sus gruesas máquinas: los automóviles. Ahora lo recordaba. Le habían hablado de aquello. Aunque no le habían dicho nada de los vehículos de dos ruedas, más pequeños, pero más ruidosos y peligrosos, que se metían por entre los grandes, soltando unos rugidos semejantes a los de los animales de las cuevas.
Tampoco le habían hablado de aquellos otros vehículos de dos ruedas que circulaban sin ruido por los céspedes, propulsados por mamíferos jóvenes. Varias veces faltó poquísimo para que le derribaran.
En contraste, los vehículos de cuatro ruedas y propulsión femenina eran poco peligrosos. Se desplazaban a una velocidad extraordinariamente reducida. Sin embargo, llevaban dentro una cosa que metía mucho ruido, Rel consiguió echar un vistazo al origen de aquellos sones: provenían de una especie de modelos reducidos de los indígenas, dotados de una faz singularmente congestionada. Aquellos modelos armaban un jaleo espantoso y, por lo general, despedían un olor acre, fétido. Rel no llegaba a comprender por qué los mamíferos adultos los miraban con tanto orgullo. Tampoco comprendía el motivo de que aquellos ejemplares, tanto machos como hembras, se contemplasen unos a otros con una expresión de ternura arrobada. Su aspecto no llegaba a ser repulsivo, es verdad, pero distaba mucho de poder aplaudirse. Como en los libros, vio que algunos machos aspiraban el hedor nauseabundo que exhalaban unos tubitos que tenían entre los labios. Aquello lo llamaban fumar.
La mayor parte de los machos y buen número de mujeres llevaban una especie de pantallitas delante de los ojos... para darse gusto. (Sobre este punto también estaba informado ya) Al parecer, aquellas paredes transparentes aumentaban su débil potencia visual.
Aquellos machos con tubos y aquellas hembras con pantallas ofendían profundamente el sentido estético de Rel, y cuando éste divisó al otro lado de un arbusto a un macho que dejaba el tubo para abrazar a una mujer con pantallas, le invadió una oleada de asco irresistible. ¡Por lo visto y por increíble que pueda parecer, aquellos dos se estaban ayuntando!
Rel se alejó. La tarde iba transcurriendo; le dolían las piernas y los palmeados pies sufrían bastante dentro de su estrecho alojamiento. El calor era insoportable y, además, Rel tenía los estómagos vacíos.
Buscaba un sitio libre. Allá al fondo, bajo los árboles, había mesas y bancos. Varios grupos de indígenas de ambos sexos se habían congregado allí, armando gran alboroto. Pero quedaba un asiento libre.
Rel se detuvo para observar la mesa de la izquierda donde unos mamíferos viejos y un grupo de otros más jóvenes estaban, clarísimamente, procediendo a alimentarse.
El macho más viejo levantó la cabeza y se fijó en él.
—¿Tiene hambre, acaso?
Rel identificó la palabra. Se relacionaba con la alimentación. Se sentía tentado... Ademas, después de todo, tenía el deber de mezclarse con ellos, ¿no? Y asintió.
—Entonces, venga acá con nosotros... Nos queda mucho. Mamuchka, dale un plato al señor.
Rel aceptó un plato de cartón que la hembra más anciana llenó de comida.
—¡Animo, coma! —le estimuló el macho viejo—. Choucroute y salchicha polaca. Dale también Bratwurst. ¿Le gusta el Bratwurst?
Rel cogió los utensilios que le ofrecían. Cuchillo y tenedor. Conocía su funcionamiento, lo había estudiado. El alimento quemaba.
—¿Usted se llama, señor...?
Rel entornó los ojos y deglutió antes de contestar. Había escogido un nombre... bueno, había sido el Krala quien se lo había elegido.
—John Smith —respondió.
—Schmidt, ¿eh? Yo soy Rudy Krauss.
Una manaza fuerte aprisionó la de Rel, la retuvo y se la estrujó dolorosamente.
—En la esquina de la Tercera y de Burleigh tenemos el domicilio. ¿Sabe dónde dan la vuelta los autobuses?
Rudy Krauss le devoraba con los ojos.
—¡Y ahora, una cerveza! —Estalló en una sonora carcajada—. Me siento en forma. Después de este día, bien merecemos un vaso. Ánimo, usted también.
Rel tenía sed. Bebió, tosió y volvió a beber. Rudy Krauss le llenaba otra vez el vaso. No paraba de hablar, y todo lo que Rel tenía que hacer, por lo visto, era opinar; opinar y beber. Opinar y beber.
El mundo empezaba a nublarse. Era casi de noche, pero aquella niebla venía de otra cosa. A los mamíferos jóvenes los llamaban niños, aprendió Rel, entre otras cosas. Butch y Jeanie insistían en que los acompañara a la llanura de los juegos (¿qué podía ser eso?) para que les empujara en los columpios.
—Claro que os empujará, ¿eh? —exclamó Krauss—. ¡Vamos, antes de partir, vacíe! La cerveza se está acabando.
Rel bebió. Luego los niños le llevaron cerca de un bosque metálico; ellos se sentaron en unas barquillas suspendidas por cadenas y él empujó. Iban y venían. Butch rebotó contra los estómagos de Rel, y éste tuvo que sentarse. Al cabo de un rato, estaba sentado a su vez en una de aquellas barquillas, y los niños le empujaban. Cada vez más alto. Todo se nubló y se puso a girar.
Rel pensó que perdería la vida antes que terminase aquello.


Ahora la oscuridad era completa y la gente se marchaba. Rel se dirigió hacia las cuevas. Trepar por los barrotes fue un verdadero calvario. Se olvidó de la existencia del foso. Nueva caída. El monstruo blanco volvía a estar allí, esperándolo. Pero Rel consiguió esquivarle al fin, llegó a la navecilla y salió sin excesivas dificultades.
Y luego, como por milagro, estaba de regreso en el módulo de mando, bajo la mirada verdosa del Krala.
—¡Mírate! —le dijo éste con voz apagada—. ¡Arañazos, chichones y vestidos destrozados! ¿Qué ha pasado? ¿Has trabado una lucha física?
—No —contestó penosamente Rel—. Me he divertido de la misma manera que los hombres. Estábamos completamente equivocados respecto a ellos. Son unos monstruos. Se divierten criando animales espantosos. Dejan que sus hijos se tiren armas a la cara. Su comportamiento social y sexual es intolerable. Jamás lograremos aprender correctamente su lenguaje... Los ejemplares que me han dirigido la palabra se expresaban de una manera, completamente distinta a la que poseemos en las grabaciones.
El Krala meditó unos instantes.
—Estas dificultades se pueden superar mediante una formación adecuada. Lo que me interesa son las bases de supervivencia. ¿Qué encontraremos como alimento y como bebida?
—Su bebida se llama cerveza. Es una cosa que hincha la cabeza y los estómagos y deforma la visión. El alimento se llama escabeche, Bratwurst, salchicha polaca, salami, Knackwurst, choucroute y...
Rel, de súbito, se había puesto transparente, y luego enfermo..., muy enfermo.
El Krala bajó la cabeza.
—Muy bien —murmuró—. Acabas de darme la respuesta. Es evidente que no podríamos adaptarnos.


A millares de afios luz de allí, en la esquina Tercera Avenida-Burleigh, Rudy Krauss meditaba en la cama. «Había sido una merienda muy agradable —pensó—. Y aquel tipo joven, aquel Schmidt, tampoco estaba mal. Tenía cara de apreciar la cocina de Mamuchka y la buena cerveza.»
Y una vez formados estos pensamientos, el salvador del planeta se tumbó de costado, eructó satisfecho y se durmió.

¡Bien venido, forastero! Robert Bloch
Welcome, stranger.
Háblame de horror... no me digas más cosas tiernas

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