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martes, 27 de octubre de 2009

S.K. / CERRADURAS


STEPHEN
KING
Cerraduras
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El primer y repentino juicio de Conklin fue que este hombre, Michael Briggs, no era la clase de
persona que normalmente solicitara ayuda psiquiátrica. Iba vestido con unos pantalones negros
de pana1 (sic), una pulcra camisa azul y una chaqueta deportiva que combinaba más o menos
con ambas prendas. Su pelo era largo, casi hasta los hombros. Su cara estaba bronceada. Sus
largas manos estaban agrietadas, con costras en algunos lugares y cuando la alzó sobre el
escritorio para estrechársela, sintió la aspereza de sus callos.
––Hola, Sr. Briggs.
––Hola ––Briggs dibujó una enfermiza y cómoda sonrisa. Sus ojos recorrieron la
habitación y se centraron en el sofá, todo en una sola ojeada. Conklin había visto a ese hombre
antes, pero no lo asociaba con alguien que hubiera estado en su terapia anteriormente. Ellos
sabían que el sofá estaría allí. Este Briggs de manos desgastadas estaba buscando el símbolo
más conocido de aquella profesión... el que veían en las películas y series de televisión.
––¿Es usted empleado de la construcción? –– preguntó Conklin.
––Sí ––Briggs se sentó atentamente frente al escritorio.
––¿Quiere hablarme de su hijo?
––Sí.
––Jeremy.
––Sí.
Hubo un pequeño silencio. Conklin, que usaba el silencio como una herramienta, estaba
obviamente menos incómodo que Briggs. La Sra. Adrian, su enfermera y recepcionista, recogió
la llamada cinco días antes, y dijo que Briggs parecía sonado... un hombre que se controlaba,
dijo, pero por muy poco. La especialidad de Conklin no era sicología infantil y su agenda
estaba atestada, pero la evaluación del formulario mecanografiado de Nancy Adrian sobre aquel
hombre que tenía ahora enfrente lo había intrigado. Michael Briggs tenían cuarenta y cinco
años, un empleado de la construcción que vivía en Lovinger, Nueva York, una localidad a 40
millas de la ciudad de Nueva York. Era viudo. Él quería hablar con Conklin sobre su hijo,
Jeremy, que tenía siete años. Nancy le había prometido que le devolverían la llamada al final
del día.
––Dígale que llame a Milton Abrams de Albany ––había dicho Conklin, deslizándole a
Nancy el formulario sobre el escritorio.
––¿Podría aconsejarle que lo viera en una cita y después decidiera al respecto? ––
preguntó (sic) Nancy Adrian.
Conklin la miró, luego se apoyó sobre el respaldo de la silla y sacó su paquete de
tabaco. Cada mañana lo llenaba exactamente con diez Winston 100’s al salir de casa., y no
fumaba nada más hasta el día siguiente. No era tan bueno como dejarlo, eso lo sabía; solo era la
única tregua que había podido alcanzar. Ahora estaban al final del día ––no más pacientes, en
cualquier caso–– y se merecía un cigarrillo. Y la reacción de Nancy hacia Briggs lo intrigaba.
Sugerencias como aquellas no eran oídas normalmente... pero eran raras. Y las intuiciones de la
mujer eran buenas.
––¿Por qué? ––preguntó, prendiendo el cigarrillo.
––Bueno, le sugerí que visitara a Milton Abrams (vive cerca de Briggs, y le gustan los
niños), pero Briggs ya lo conocía un poco. Trabajó en un equipo de construcción que construyó
una piscina en la casa de campo de Abrams hace dos años. Él dijo que lo visitaría si usted aún
lo recomendaba después de oír lo que tenía que decirle. Él quería contárselo a un total
desconocido antes primero y obtener una opinión. Él dijo “Se lo contaría a un sacerdote si fuera
católico”.
––Uhm.
––Él dijo, “quiero saber qué le pasará a mi hijo... si soy por mí o qué” Sonaba agresivo
en esto, pero también sonaba muy, muy asustado.
––El niño tiene...
––Siete años.
––Y usted quiere que lo vea.
Ella se encogió de hombros, luego sonrió. Tenía cuarenta y cinco años, pero cuando
sonreía parecía que todavía tenía veinte.
1 Courderoy en el original.
––Sonaba... concreto. Como si pudiera contar una historia clara y sin sombras.
Fenómenos, no efímeros.
––Expóngame todo lo que quiera... todavía no voy a subirle el sueldo.
Ella arrugó la nariz, y luego sonrió. A su modo, él quería a Nancy Adrian (sic). Una
vez, tomando unas copas, la llamó la Della Street de la Psiquiatría, y ella casi le pega. Él
valoraba su perspicacia, y ahora estaba ahí, clara y simple:
––Él sonaba como un hombre que piensa que hay algo estropeado en la psique de su
hijo. Y ha llamado a la oficina de un psiquiatra neoyorquino. Un caro psiquiatra neoyorquino.
Y parecía muy asustado.
––Está bien. Suficiente ––aplastó el cigarrillo, no sin pesar–– . Cítelo la semana que
viene, el Martes o el Miércoles, a las cuatro en punto.
Y ahí estaban, Miércoles por la tarde, no a las cuatro en punto, pero sí a las 4:03
exactamente... y ahí estaba el Sr. Briggs sentado delante de él con sus desgastadas manos
entrelazadas en el regazo y mirando preocupadamente a Conklin.

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