SCIFI -- OPERACION TERROR -- MURRAY LEINSTER
OPERACIÓN
TERROR
Murray Leinster
TERROR
Murray Leinster
Capítulo primero
Por la mañana, la pantalla de radar informó de algo extraño en el espacio exterior.
Lockley se despertó a las ocho menos veinte según lo acostumbrado. Dormía sobre una
colchoneta neumática en una ladera de la montaña, rodeado de bosques. No era una
cosa desusada. Estaba allí para llevar a cabo una medición lineal con destino a un mapa
detallado del Boulder Lake National Park, que se hallaba en construcción. Medir aquella
zona, incluso con los más complicados aparatos electrónicos, era una tarea sumamente
sencilla para Lockley.
Esta mañana al despertarse recordó que había vuelto a soñar con Jill Holmes, lo cual
se estaba convirtiendo en un hábito que debía desechar. Sólo la había visto cuatro veces,
y ella estaba a punto de casarse con otro. Debía dejar de pensar en la joven.
Se desperezó, preparándose para incorporarse. En el mismo instante, estaban
sucediendo ciertas cosas en varios lugares lejos de allí. En realidad, no se había
observado todavía ningún objeto extraño en el espacio. Esto ocurriría más tarde. Pero en
el complejo de radar de Alaska, un empleado de servicio fue relevado por otro. El
empleado entrante se hizo cargo del monitor de la gigantesca antena del radar, que
grababa sus observaciones en la cinta magnética.
Aquella precisa mañana ocurrió que sólo otro radar escrutaba el firmamento a lo largo
de la costa del Pacífico. En aquella zona existía la instalación de Alaska y la de Oregón.
Era sumamente desusado que sólo operasen aquellos dos observatorios. Los
funcionarios que estaban enterados de ello pensarían que los organismos oficiales habían
cometido un desliz. Sin embargo, todo se desarrollaba normalmente. Todo era normal, por
ejemplo, en el Centro de Información Militar de Denver. La Compañía Agrimensura no
veía nada desusado en que Lockley estuviese en su puesto, y otros individuos se hallasen
en los lugares correspondientes en la zona que iba a convertirse en el parque nacional
Boulder Lake. También parecía perfectamente natural que hubiese por allí excavadoras,
taladradoras, vigilantes, agrimensores, albañiles y otros trabajadores diversos,
desayunándose todos cómodamente en el campamento construido para la realización del
proyecto. Todo parecía completamente normal en todas partes.
Cuando la instalación de radar de Alaska informó sobre algo raro en el espacio, el
estado de las cosas, en general, no era alarmante ni tranquilizador. Pero a las 8,02, hora
del Pacífico, la situación cambió. A aquella hora, Alaska comunicó que un cuerpo celeste
inesperado de considerable tamaño se hallaba fuera de la atmósfera, moviéndose con
sorprendente lentitud tratándose de un cuerpo en el espacio. Su curso era parabólico y
probablemente aterrizaría en un rincón de Dakota del Sur. Podía ser un bólido... un
meteorito, grande y lento. No era probable, pero el conjunto del comunicado era en sí
poco plausible.
El mensaje llegó al Centro de Información Militar de Denver a las 8,05. A las 8,06 había
sido transmitido a Washington, y se ordenó el despegue de todos los aviones disponibles
en la costa del Pacífico. El radar de la unidad de Oregón informó sobre el mismo objeto a
las 8,07. Añadió que el objeto se hallaba a setecientas cincuenta millas de altitud y a
cuatrocientas millas de la costa, encaminándose hacia las playas de Oregón, moviéndose
en dirección noroeste a sudeste. No había ninguna gran ciudad en dicha trayectoria. El
punto de impacto calculado por la estación de Oregón era cerca de Dakota del Sur. A
medida que otros cálculos siguieron a los primeros, apareció un segundo lugar de caída y
luego un tercero. Después la estación de Oregón comunicó inverosímilmente que el
objeto iba frenando la velocidad de descenso. De acuerdo con esto, se pronosticaron
sucesivamente otros tres puntos de aterrizaje. El objeto, afirmaban estos cálculos, llegaría
a la tierra cerca de Boulder Lake, Colorado, en la parte destinada a convertirse en parque
nacional. La hora de impacto sería aproximadamente las 8,14 de la mañana.
Estos sucesos tuvieron lugar acto seguido de despertarse Lockley en el monte, pero no
se enteró de los mismos. No se hallaba muy cerca del lago, que iba a ser el centro de un
lugar apto para las vacaciones de la gente que ama la vida al aire libre.
El lago era casi circular, profundo, muy azul. Ocupaba lo que había sido el cráter de un
volcán millones de años antes. Las excavadoras ya estaban trazando los caminos a
través de los bosques. Los obreros trabajaban con niveladoras y mezcladoras de cemento
en las carreteras y en los puentes que cruzaban los arroyos de la región. Se había
establecido un campamento para ellos. Se había planeado un gran hotel junto al lago y ya
se estaba estacando el terreno donde más adelante sería alzado el edificio. Había lubinas
en el lago y truchas en los riachuelos. Un enorme remolque con todo el equipo iba
recorriendo las sendas, atendiendo a todos estos asuntos. El día anterior Lockley lo había
visto brillar a la luz del sol, moviéndose hacia el lago por la carretera cercana a su
observatorio.
Pero esto había sido ayer. Esta mañana se había despertado bajo un cielo de color gris
pálido. Todo el cielo estaba cubierto de nubes. Aspiró el aroma de las coníferas, el musgo
y las rocas a la luz matinal. Oyó el susurro de las hojas de los árboles agitadas por la
brisa. Observó las nubes. Estaban muy altas. La atmósfera al nivel del suelo era
totalmente transparente. Volvió la cabeza y vio que el paisaje agreste que le rodeaba
parecía sumamente apacible y satisfactorio.
Las montañas se elevaban en torno suyo. Un valle yacía a unos mil pies de
profundidad, y más allá se extendían otros valles, atravesados por un arroyo que
acarreaba un agua blanca hacia un destino desconocido. No muchos durmientes pueden
despertarse ante un panorama tan majestuoso.
Lockley lo contempló, aunque sin concederle plena atención. Estaba preocupado
pensando en Jill Holmes, que por desdicha estaba prometida para casarse con Vale, el
cual también trabajaba en el parque a unas treinta millas al nordeste, cerca del Boulder
Lake. Lockley no le conocía muy bien puesto que era nuevo en la Compañía.
Se hallaba situado al nordeste con un instrumento agrimensor electrónico semejante al
de Lockley, y realizando la misma tarea. Jill había sido destinada por una revista para
redactar unos artículos respecto a la manera de construir un parque nacional, y vivía en el
campamento a fin de reunir material para sus artículos. Se había enterado de varias
cosas gracias a Vale y a otros ingenieros, mientras Lockley había estado pensando en
hechos interesantes que comunicarle. Pero había fracasado. Cuando pensaba en ella
pensaba asimismo en el triste hecho de que se hallaba prometida. Era una idea muy
desdichada. Entonces intentó dejar de pensar en ella. Pero su cerebro seguía
regocijándose con la evocación de su imagen.
A las ocho menos diez, Lockley empezó a vestirse, al estilo montaraz. Primero se puso
el sombrero. Se hallaba sobre el montón de prendas de vestir. Luego fue poniéndose el
resto de las ropas en orden contrario al que se las había quitado.
A las ocho en punto, hizo una pequeña fogata. No tenía la menor noción de que aquel
día tuviese que ocurrir nada fuera de lo normal. Todavía no había sido comunicado nada
raro desde el observatorio de Alaska. A las 8,10 tenía una sartén con tocino y huevos
friéndose al fuego y un pote con café junto al mismo. Tuvieron lugar los sucesos
extraordinarios del día, pero él no se enteró de nada. Por ejemplo, el Centro de
Información Militar de Denver había sido prevenido de lo que más adelante se denominó
«Operación Terror», mientras Lockley se hallaba preparándose tranquilamente su
desayuno y meditando, con el ceño fruncido, en Jill.
Naturalmente, no sabía nada sobre órdenes de emergencia ni de haber despegado
multitud de aviones. No estaba informado de nada respecto al espacio, ni de un objeto
que aparentemente se encaminaba hacia Boulder Lake. Cuando llegó la hora del impacto,
según los cálculos efectuados, Lockley estaba vigilando el café que hervía ya en el pote,
para retirarlo de entre las llamas.
A las 8,13 y no a las 8,14, esta información procede de las cintas grabadas, hubo un
choque extremadamente pequeño, captado por el sismógrafo de Berkeley en California.
Fue un choque menor, con la intensidad de la explosión de cien toneladas de alto
explosivo a una gran distancia, apenas suficiente para poder localizar su situación, que
era Boulder Lake. La causa de la explosión o choque no fue observado visualmente. No
había habido tiempo para poner en alerta a los observadores, y en todo caso el objeto
había debido estar fuera de la atmósfera hasta los últimos segundos de su caída, y donde
cayó la masa de nubes era bastante espesa. Por tanto, nadie comunicó haberlo visto
caer. Al menos, no en seguida, y poco después sólo lo manifestó una persona.
Lockley no oyó el impacto. Estaba apurando una taza de café y reflexionando en sus
problemas. Pero una roca delicadamente sostenida en equilibrio a un centenar de yardas
más abajo del sitio donde él se hallaba acampado se deslizó rodando por la ladera de la
colina. Inició con ello, un ligero alud de rocas y tierra. La avalancha no llegó muy lejos,
pero la primera roca desequilibrada fue rodando y saltando hasta bastante lejos.
El eco resonó entre los montes, pero no muy fuerte, y terminó pronto. Lockley pensó
automáticamente en media docena de posibles causas para el alud, pero no se le ocurrió
pensar en un imperceptible temblor producido por un choque como el de una tremenda
explosión a treinta millas de distancia.
Ocho minutos más tarde oyó un estruendo fragoroso en tono bajo hacia el nordeste.
Era increíblemente sordo. Fue rodando y reverberando más allá del horizonte. La
detonación de un centenar de toneladas de trilita o un impacto equivalente pudo ser
captada a treinta millas, pero a tal distancia no sonaba como una explosión.
Terminó de desayunarse bastante deprimido. A la sazón, tres cuartas partes de la
Fuerza Aérea de la costa del Pacífico se hallaba en el aire, y al cabo de unos instantes
más aeroplanos ascendieron hacia lo alto. Inevitablemente, aquella profusión de tráfico
aéreo fue observada por la población. Los periodistas comenzaron a telefonear a las
bases aéreas preguntando dónde se había dado una alarma, o algo más grave.
Tales preguntas eran naturales en aquellos días. Todo el mundo estaba trastornado.
Para un observador acostumbrado, las perspectivas parecían las de un mundo
condenado al desastre. Había crisis en las Naciones Unidas, que ya habían sido
reorganizadas una vez y necesitaban otro nuevo arreglo. Había una disputa entre los
Estados Unidos y Rusia respecto a unos satélites recientemente colocados en órbita. Se
sospechaba que transportaban bombas de fusión listas para ser lanzadas sobre blancos
seleccionados por anticipado. Los rusos acusaban a los americanos, y los segundos a los
primeros, y es posible que ambos tuvieran razón.
El mundo llevaba tanto tiempo agitado que había refugios atómicos desde Chillicothe,
Ohio, a Singapur en Malaya. Había problemas permanentes en diversos lugares donde
prácticamente podía producirse un estallido en cualquier momento. Los pueblos de todas
las naciones vivían constantemente con el alma en vilo. Había presiones continuas sobre
los gobiernos y los partidos políticos, de forma que todos los gobiernos vacilaban y los
partidos estaban desvalidos. Nadie entreveía una paz duradera, ni podía nadie soñar con
alcanzar una edad de cierta longevidad, sino, a lo sumo, una mediana edad. La llegada de
un objeto procedente del espacio exterior estaba magníficamente calculado para provocar
un estupor emocional en todas las naciones del globo.
Pero Lockley procedió a desayunarse sin premoniciones. El viento soplaba y desde
todas las bases aéreas a lo largo de la costa los bombarderos iban despegando en
formaciones destinadas a interceptar todo lo que volase o todos los cohetes con cabezas
de proyectil atómicas que los radares pudieran detectar.
A las ocho veinte, Lockley se dirigió al instrumento electrónico agrimensor que debía
utilizar aquella mañana. Era una modificación de los aparatos usados para registrar los
satélites artificiales en sus órbitas y medir las distancias desde centenares de millas tejos
con escasas pulgadas de error. El propósito era lograr un mapa del parque de la mayor
exactitud. Había otros instrumentos similares en otras posiciones, todos distanciados
entre sí. Lockley tenía que llamar cada mañana a los distintos puntos de medición para
comprobar la exactitud de sus cálculos. Dos se hallaban emplazados en puntos de
preferencia del lineado continental. A los veinte minutos de colaboración mutua, las
distancias de los seis instrumentos emplazados podían ser medidas con asombrosa
precisión y unidas a las marcas de altura diseminadas ya por todo el continente. Había
aviones que estaban volando, y tomaban fotografías desde treinta mil pies de altura.
Revelarían los puntos de vigilancia y las medidas entre éstos serían exactas y las fotos
podrían ser usadas como estereoscópicas para revelar las líneas de contorno, y en pocos
días se obtendría un buen mapa, un auténtico sueño de un cartógrafo, respecto a
seguridad y detalle.
Esta era la intención. Pero aunque Lockley todavía no estaba enterado, se había
comunicado que algo había aterrizado procedente del espacio y se había captado un
impacto, por lo cual dentro de poco todas las condiciones se modificarían. Hay que
subrayar, no obstante, que un impacto equivalente a una explosión de cien toneladas de
trilita era un choque muy pequeño para el aterrizaje de un bólido. Añadido al freno de la
velocidad observada, el conjunto debía levantar agudísimas sospechas. Que es lo que
ocurrió...
A las 8,20, Lockley llamó a Sattell que se hallaba a su nordeste. Los instrumentos
agrimensores utilizan microondas, dando lecturas de las distancias contando por ciclos y
leyendo las diferencias de fase. Por conveniencia, las microondas pueden ser moduladas
por un micrófono, con el mismo aparato puede servir para comunicar con otro, en tanto
prosiguen las mediciones. El instrumento, para ello, tenía que quedar apuntado
exactamente en línea recta hacia otro aparato de recepción. Asimismo, no había manera
de llamar a un individuo para que se pusiese a la escucha. Éste debía hallarse ya atento y
también con su aparato debidamente apuntado.
Lockley soltó la clavija de modulación y giró el instrumento.
—Llamando a Sattell — dijo —. Llamando a Sattell. Lockley llamando a Sattell.
Lo repitió una docena de veces. Estaba a punto de desistir y llamar a Vale, cuando
Sattell contestó. Habíase despertado más tarde que Lockley. Eran casi las nueve. Pero
Sattell había esperado la llamada. Siempre verificaban por las mañanas el funcionamiento
de sus aparatos.
—Bien — exclamó Lockley al fin —. Verificaré con Vale y con el resto del parque y
luego confrontaremos todas las observaciones.
Sattell asintió. Lockley, aunque era absurdo, comenzó a sentirse inquieto por tener que
comunicarse con Vale. No tenía nada contra aquel sujeto, pero Vale era, en cierto modo,
su rival, aunque Jill no estaba enterada de su locura y Vale tampoco podía sospecharla.
Se despidió de Sattell y apuntó el aparato hacia la dirección de Vale. Eran ya las nueve
y diez minutos. Una vez apuntado el aparato, giró la clavija y empezó a decir, con la
misma paciencia que antes:
—Llamando a Vale. Llamando a Vale. Lockley llamando a Vale. Cambio.
Cambió la clavija para recepción. La voz de Vale resonó al instante, ronca y frenética.
—¡Lockley, escúchame! No hay tiempo para hablar mucho. Te estaba esperando. Algo
ha caído del cielo hace una hora, cerca de aquí. Ha aterrizado en Boulder Lake, y en el
último instante se ha producido una terrorífica explosión. Entonces, una ola monstruosa
ha barrido el lago hasta las playas. El objeto que ha caído se ha desvanecido bajo el
agua. ¡Yo lo vi, Lockley! Lockley parpadeó.
—¿Quéeee?
—¡Un objeto cayó del cielo! — jadeó Vale —. Aterrizó en d lago con una explosión
terrible. Se hundió. Luego reapareció en la superficie. Flotó. Llevaba pegadas cosas en
los costados, tubos o cables. Después se movió por el lago y salió a la playa. Se abrió
una especie de escotilla y... ¡de su interior surgieron unos seres muy extraños! ¡No son
hombres!
Lockley volvió a parpadear.
—Oye, mira...
—¡Maldición! — exclamó Vale, chillonamente —. Te estoy diciendo lo que acabo de
ver. Un objeto que ha caído del cielo, te repito. Criaturas que no son hombres. Están
diseminadas por la playa. No sé qué significa esto. ¿Lo entiendes? El objeto que cayó
está flotando en el lago. ¡Puedo verlo!
Lockley tragó saliva. No sabía nada de los informes de las estaciones de radar o de lo
captado por el sismógrafo. Apenas había visto caer una roca en medio de un pequeño
alud por la ladera de la montaña, oyendo un sordo ruido sobre el horizonte, pero todo ello
no se prestaba a ser relacionado con un caso semejante. Su primera idea fue que Vale no
estaba bien de la cabeza.
—Escucha — replicó pronunciando despacio —, hay una radio de onda corta en el
campamento. La emplean para dar órdenes y comunicados. Ve allí y diles oficialmente lo
que has visto. Primero al servicio del parque y luego intenta establecer conexión con el
Ejército.
La voz de Vale volvió a dejarse oír, aguda y desesperada.
—¡No me creen! He comunicado con ellos. Creen que soy un chiflado. Traslada la
noticia, por favor, a alguien que quiera investigar. Estoy viendo el objeto, Lockley. En este
instante. Y Jill se halla sobre el campamento...
Lockley se sintió extrañamente aliviado. Si Jill estaba cerca del campamento, al menos
no se hallaba a solas con aquel tipo que se había vuelto loco. La reacción era normal.
Lockley no había visto nada extraordinario, por tanto, el informe de Vale tenía que ser
falso.
—Escucha — continuó Vale —, el objeto cayó. Hubo una terrible explosión. Se
desvaneció bajo el agua. Durante un rato no ocurrió nada más. Luego reapareció sobre la
superficie y buscó un sitio propicio a un desembarco. De su interior surgieron unos seres.
No puedo describirlos. Son como unos puntitos, incluso con mis prismáticos. ¡Pero no son
humanos! Hay muchos. Empezaron a sacar cosas del objeto, llevándolas a tierra. Su
equipo. Se han instalado. No sé qué significa todo esto. Algunos se han marchado de
exploración. He divisado una vaharada de humo o vapor por donde se mueven.
¿Lockley...?
—Estoy escuchando — dijo el joven, con sequedad —. ¡Sigue!
—Comunica esto — le ordenó Vale, febrilmente —. ¡Que hablen con el Centro de
Información Militar de Denver, o con otro organismo oficial! El grupo de seres extraños
que ha ido de exploración no ha regresado todavía. Yo estoy observando. Informaré de
todo cuanto ocurra. Que esto llegue al Gobierno. Es real. No puedo creerlo, pero lo estoy
viendo. ¡Comunícalo de prisa!
Dejó de hablar, Lockley, dolorosamente, volvió a reajustar el aparato hacia Sattell, a
treinta millas al sudeste.. Sorprendentemente, Sattell contestó a la primera llamada.
—¡Hola! — exclamó con acento de asombro —. Acabo de recibir una llamada de la
Compañía. Por lo visto el Ejército sabe que aquí hay un equipo agrimensor, y han llamado
para avisar que los radares habían descubierto algo que caía del espacio exterior, poco
después de las ocho. Querían saber si alguno de nuestros observadores sabía algo
peculiar sobre el asunto.
A Lockley se le erizó de pronto el cabello. El informe de Vale le había inquietado, pero
más la chifladura del joven que otra cosa. ¡Y sin embargo, tal vez fuese cierto!
Instantáneamente recordó que Jill se hallaba muy cerca del lugar donde estaban
sucediendo unas cosas tan inverosímiles y tremendas.
—Vale me ha dicho — respondió Lockley, con voz insegura — que vio de algo. Su
relato es tan irreal que no lo he creído. Pero ahora debes transmitir lo que Vale asegura
haber visto. Está esperando instrucciones. Comunicará todo lo que observe. Yo me hallo
a treinta millas de distancia de su puesto, pero él ha visto caer el objeto. Tal vez los seres
extraños de que ha hablado le descubran. ¡Escucha!
Repitió a continuación lo que Vale le había manifestado. Decírselo a otra persona, sin
saber por qué, hacía parecer todo el asunto menos real y más horroroso como posible
peligro para Jill. No le preocupaba que atrás personas, aparte de la muchacha, pudiesen
hallarse en peligro.
Cuando Sattell desconectó para transmitir la noticia, Lockley estaba sudando. Algo
había caído del espacio. El hecho le parecía asombroso y terrible. Su mente se rebelaba
contra la idea de seres no humanos que podían construir naves espaciales y viajar por los
espacios, pero los radares habían detectado la llegada de una nave, y se estaban
realizando pesquisas oficiales que casi se ajustaban a la descripción de Vale, el cual tal
vez no había soñado, según Lockley había pensado también al principio.
Ajustó el aparato hacia la posición de Vale. Le temblaban las manos, aunque una parte
de su cerebro insistía obstinadamente en que la alarma no tenía razón de ser, y que en
aquella época tal clase de visiones eran algo corriente, por lo que el sentido común tenía
que considerarlo como los gritos de «¡lobo!» ( ). Pero tal vez un día se presentaría el lobo.
Tal vez ya...
Lockley tuvo dificultades para dirigir la antena hacia la exacta posición de Vale. Se dijo
que era un tonto al asustarse de aquella manera. Que si sobrevenía algún desastre a la
tierra procedería más de las imbecilidades del hombre que de seres de otros mundos. Y
sin embargo...
Pero había otras personas en otros lugares que sentían menos escepticismo. El
comunicado de Vale pasó al Centro de Información Militar y de allí al Pentágono. Mientras
tanto, el Centro de Información ordenó que un avión de reconocimiento fotografiase el
lago desde el aire. En el Pentágono, los oficiales del estado mayor dictaron órdenes para
que fuesen verificados cuidadosamente los informes de los dos radares y del testigo
ocular. Había que aprovechar los camiones situados en ciertos sitios y las tropas que
estaban de ejercicio en otros distintos. Había un complicado papeleo en!a organización de
todo movimiento de tropas, especialmente si se trataba de adoptar un plan no previsto en
los Estados Unidos.
Sin embargo, todo dependía de lo que mostrasen las fotos obtenidas por el avión.
Lockley no vio el avión ni lo oyó volar. En el cielo había, como siempre, un impalpable
murmullo. Pero sobresalía por encima de todo un susurro que parecía dirigirse
rápidamente hacia el norte. El avión que lo provocaba era invisible. Volaba por encima de
la capa de nubes que todavía ocultaban casi todo el firmamento. Continuó durante cierto
tiempo y luego se extinguió detrás de los montes, hacia Boulder Lake.
Lockley trató de hablar con Vale para decirle que los radares habían apoyado su
informe, y que los militares se encargaban del asunto. Pero aunque lo llamó varias veces
no hubo respuesta.
Mucho después, cuando Lockley ya estaba medio muerto de ansiedad, volvió a
escucharse el susurro del avión. Lockley siguió sin darse cuenta. Estaba demasiado
ocupado con sus intentos para comunicarse cotí Vale, y con sombrías figuraciones de lo
que podía ocurrir cuando los desconocidos de otro mundo descubriesen a los obreros
cerca del lago, con Jill entre ellos. Se imaginó las atrocidades que aquellos monstruos
podrían cometer, al llevar a cabo lo que tal vez considerarían un examen científico de la
fauna terrestre. Pero incluso esto fue menos terrible que las imágenes que siguieron bajo
la presunción de que los ocupantes de la nave espacial pudiesen ser hombres.
—¡Llamando a Vale... Vale, óyeme! — repitió continuamente la llamada —. ¡Lockley
llamando a Vale! ¡Vamos, hombre, contesta!
Giró la clavija, y escuchó. Entonces le llegó la voz de Vale.
—Estoy aquí — dijo la voz —. He estado tratando de averiguar por dónde andaba la
partida exploradora. Lockley conmutó la clavija y contestó:
—El Ejército le ha preguntado a la Compañía si alguno de nosotros había visto caer
algo del cielo. Le dije a Sattell que transmitiese tu información. Ahora debe estar en el
Pentágono. Dos radares captaron el rastro del objeto que ha caído cerca de tu posición.
Bien, escucha: vete al campamento. Seguramente, recibirán allí órdenes por onda corta
de despejarlo. ¡Ve allí! Asegúrate de que Jill está bien.
Cambió una vez más. La voz de Vale sonó desesperada.
—Ha... hace poco un grupo de seres surgió del lago Un grupo explorador. He podido
ver una nube de humo que tal vez usen como arma. Temo que encuentren el
campamento, y Jill...
Lockley apretó los dientes. Vale continuó:
—Yo... no puedo ver adonde han ido. Hace poco los que han quedado cerca del lago
hundieron el objeto volador. ¡Deliberadamente! No sé por qué. Pero hay un grupo de esos
monstruos explorando. No sé lo que intentan...
—¡Vete al campamento — le contestó Lockley gritando — y cuídate de Jill! Los
hombres deben estar presos del mayor pánico. El Ejército ya debe saber lo que ha
sucedido. Enviarán helicópteros a recogeros. Enviarán alguna clase de ayuda. ¡Pero tú
cuídate de Jill!
La voz de Vale cambió. —¡Espera, oigo algo... espera!
Silencio. En torno a Lockley había los mismos sonidos normales de la naturaleza. Los
insectos zumbaban. Los pájaros cantaban. Habían ligeros susurros y sonidos estridentes,
todo lo cual constituye el silencio de los bosques.
La voz de Vale se elevó de tono, hasta convertirse casi en un alarido.
—¡El grupo... explorador! ¡Está aquí! ¡Deben haber captado nuestra retransmisión! ¡Me
están buscando! ¡Me han visto! ¡Vienen...!
Hubo un chasquido como si Vale hubiese dejado caer el micrófono. Se oyeron jadeos,
golpes y como unos murmullos ahogados de la voz de Vale. Luego un estruendo.
Lockley siguió escuchando, con las manos apretadas por el furor de no poder
intervenir. Le pareció oír movimientos. Una vez estuvo seguro de escuchar algo como las
pisadas de un animal sobre la roca. Después, de manera clara, oyó como unos cloqueos.
Comprendió que alguien o algo se había apoderado del micrófono. Más cloqueos, más
peleas. Luego, pareció como si el micrófono hubiese chocado contra el suelo. Hubo un
sordo chasquido. Después... silencio.
Con bastante serenidad, Lockley giró el aparato y lo apostó en dirección a Sattell.
Llamó con voz alterada hasta que aquél contestó. Le transmitió con todo cuidado que
Vale había hablado con él, y lo que había oído después de lo dicho por el otro: el
estruendo, el ruido de golpes y jadeos los cloqueos y la destrucción del instrumento
destinado a realizar mediciones.
Sattell pareció muy agitado. Ante la insistencia de Lockley, escribió todo lo que éste le
había comunicado. Luego explicó con nerviosismo que se habían recibido órdenes de la
Compañía. El Ejército quería que todo el mundo se alejase de la zona de Boulder Lake. A
Vale le habían ordenado que se marchase de su puesto. Lo mismo que a los obreros.
Lockley también debía abandonar la región lo antes posible.
Cuando Sattell interrumpió la comunicación, Lockley hizo lo mismo. Dejó el aparato
donde pudiese hallarse relativamente a salvo de las inclemencias del tiempo. Abandonó
su campamento. A una milla colina abajo y a cuatro millas al oeste había una carretera
que conducía a Boulder Lake. Cuando el parque estuviese abierto al público sería muy
concurrida, pero el último vehículo que el joven haKd divisado por allí era el enorme
remolque del servicio de control de la Compañía. Aquel vehículo había ido el día antes
hacia Boulder Lake.
Se dirigió a la carretera, siguiendo una senda hasta el lugar donde había dejado
aparcado su coche. Trepó al mismo y puso en marcha el motor. Se movió con cierta
deliberación. Claro está, sabía que lo que iba a intentar era inútil, desesperado. Tal vez
suicida. Pero tenía que hacerlo.
Se encaminó hacia el norte, lanzando el pequeño auto a toda velocidad. No pensaba
seguir las instrucciones. No pretendía abandonar la zona del parque. Se dirigía a Boulder
Lake. Jill estaba allí y se sentiría avergonzado toda la vida si buscaba la seguridad
personal sin haber intentado ayudarla.
Al cabo de unas millas le asaltó una idea. El aparato agrimensor debía estar
directamente apuntado hacia otro para poder comunicar. Sin embargo, la lucha que había
captado por su receptor debía haber desviado a todas luces el instrumento de Vale, y en
cambio había podido oír todo lo ocurrido hasta el final.
No podía entender cómo el haz electrónico había conseguido mantenerse
perfectamente alineado mientras lo cogían y lo arrojaban al suelo.
Pero esta rareza no cambió sus sentimientos. Jill se hallaba en peligro cerca de
aquellos monstruos, que Vale había dicho no eran humanos. Lockley no aceptaba por
completo aquella declaración, pero estaba ocurriendo algo y Jill se hallaba en medio del
asunto. Por tanto, Lockley debía ir a cuidar de ella, por su propia tranquilidad. Y por la de
Jill. No era un comportamiento razonable. Era emocional. No se paró a preguntarse qué
era creíble y qué increíble. No se detuvo a pensar nada.
Apretó a fondo el acelerador del coche y partió como una flecha hacia Boulder Lake.
Capítulo II
El automóvil era de tipo corriente; uno de esos vehículos que consumen menos esencia
y ofrecen menos comodidades que los modelos normales. Asimismo, para la economía
del combustible, desarrollaba poca velocidad. Pero Lockley lo envió rodando por la
carretera con la máxima rapidez posible.
La carretera seguía un amplio valle, cuyo suelo lo constituía un prado. Luego corría por
entre unos abruptos acantilados, y cruzaba algunos puentes de cemento por encima de
riachuelos no muy anchos ni profundos. Una vez se internó por lo que casi parecía un
túnel, y el poderoso ruido del motor pareció multiplicarse cien veces entre aquellos muros
tan cercanos.
No vio a ningún otro coche durante el recorrido por aquella carretera. Dos veces avistó
venados. Continuamente, las bandadas de pájaros que picoteaban en el camino, se
dispersaban al paso del auto. Una vez, observó cierto movimiento por el rabillo del ojo,
pero cuando miró con más atención no descubrió nada. Probablemente se trataba de un
puma huyendo ante el automóvil. Al cabo de cinco millas vio un camión vacío que se
alejaba de Boulder Lake y el campamento en dirección al mundo civilizado.
Los dos vehículos se cruzaron, combinando los ruidos de sus motores. El camión no
llevaba prisa. Iba traqueteando al tiempo que su mercancía se iba balanceando en la
enorme caja del coche. Su conductor y el ayudante no debían hallarse enterados de nada
de lo ocurrido. Probablemente se habían detenido en algún parador a tomar un bocadillo,
mientras el camión permanecía en la carretera.
Lockley continuó otras diez millas. Las curvas de que se hallaba repleta la carretera le
obligaban a acortar la marcha. Gruñía cada vez que el coche iba perdiendo velocidad
cuando ascendía una cuesta, especialmente en las muy prolongadas. Divisó un oso en
una ladera, deteniéndose en su exploración de un arbusto de fresas para contemplar el
paso del coche. Vio otro venado. Y una vez un animal más pequeño, probablemente un
coyote, se zambulló entre unas matas, permaneciendo oculto mientras el auto estuvo a la
vista.
Más millas de carretera desierta. Y luego, un tramo muy largo y muy recto. De repente,
vio una serie de vehículos viniendo en dirección contraria en el momento de emprender
una curva. No iban en fila india, como suele hacerse en los viajes, sino que atestaban
todo el ancho del camino. La carretera estaba bloqueada por toda clase de vehículos que
se alejaban del lago, no a marcha moderada sino a una endiablada velocidad.
Se precipitaron contra Lockley. Grandes y pequeños camiones; autos de turismo entre
ellos; unas cuantas motocicletas que corrían arrimadas a las cunetas. Parecían apretarse
todos los coches entre sí, produciendo un fragoroso estruendo. El escape de los gases
enrarecían la atmósfera. Al divisar a Lockley comenzaron a tocar frenéticamente los
claxons.
Lockley se apartó de la carretera, desviándose hasta traspasar la cuneta. Se paró. La
masa de vehículos se abalanzó hacia él y pasó rauda. Había más de lo que había juzgado
al principio. Había excavadoras, remolques, transportadores de tierra, coches
descapotables, camiones-tanques, algún que otro sedán y, en resumen, una colección
completa de toda la gama de vehículos que ruedan con gasolina y gas-oil.
Cada uno de ellos iba repleto de personal. Los camiones llevaban todas las puertas
abiertas, y los obreros se hallaban embutidos en su interior. Los coches de turismo
parecían reventar por culpa de cuantos viajaban en ellos, apretados, sudorosos. El tráfico
llenaba por completo la carretera de cuneta a cuneta. Pasó como en tromba, entre un
estrépito ensordecedor y una nube de gases.
Desaparecieron a gran velocidad en otra curva. Pero a continuación comenzaron a
desfilar los coches más viejos, menos atestados, y después los vehículos más
espaciosos, sin tanta prisa. De todos modos, procuraban adelantarse entre sí, como
temiendo quedarse rezagados.
Un auto pasó por la izquierda. En su interior iban cinco individuos. El conductor frenó y
habló en dirección al auto de Lockley.
—¡No siga adelante! ¡Han ordenado que nos larguemos todos! ¡Todo el mundo tiene
que irse de Boulder Lake! Cuando pueda, dé media vuelta y síganos!
Tras haber avisado a Lockley, volvió la vista hacia atrás, intentando volver a poner en
marcha el coche. Lockley saltó del auto y se acercó.
—¿Están refiriéndose a lo que ha caído del cielo? — preguntó —. Había una chica en
el campamento. Jill Holmes. Escribía artículos para una revista. ¿Saben si alguien la ha
recogido?
El individuo que le había avisado continuó mirando en busca de una brecha en la que
poder encajar su coche. La carretera no se hallaba ya tan atestada como antes, pero aún
resultaba imposible internarse en la corriente del tráfico sin chocar. Luego, giró la cabeza,
mirando directamente a Lockley.
—¡Atiza! Alguien me dijo que la buscase. Yo estaba recogiendo hombres y cargándolos
donde podía. ¡Me olvidé!
—No se había marchado de allí cuando nosotros nos largamos — agregó uno de los
que iban en el asiento —. La vi. Pero pensé que podría coger otro coche.
—¡Esa jovencita no nos ha pasado! — rugió el del volante —. A menos que se halle en
alguno de atrás...
Lockley apretó los dientes. Comenzó a espiar a cada uno de los autos que se
acercaban. Una chica entre aquellos fugitivos tenía que ir sentada en la cabina de un
camión, o junto al chofer de un turismo, y aún en uno de estos últimos él podría verla,
incluso en los asientos de atrás.
—Si no la veo — dijo con sequedad — me dirigiré al campamento y veré si todavía está
allí. El chofer pareció aliviado.
—Si se ha quedado atrás es culpa suya. Y si usted va a buscarla, tenga mucho
cuidado. Ha habido una explosión esta mañana. Tres tipos fueron a ver lo ocurrido. No
regresaron. Otros dos marcharon en su busca, y algo les golpeó por el camino. Olieron
algo peor que basura podrida. Luego se vieron paralizados, como por un cable de alta
tensión. Vieron extraños colores y oyeron sonidos muy raros, sin que pudiesen mover ni
un solo dedo. Su coche se averió. Luego pudieron moverse, salieron del auto y
regresaron... a todo correr. Acababan de llegar al campamento cuando se recibieron por
radio órdenes de despejar toda la zona del lago. Si va en busca de esa joven tenga
cuidado — añadió agudamente —: Vaya, ahí tenemos una oportunidad de continuar el
viaje. ¡Hasta la vista!
Había una brecha en el tráfico, que estaba ya disminuyendo. El chofer desvió de nuevo
el coche hacia la carretera. Luego aceleró a su máxima velocidad. Otro coche que seguía
detrás frenó casi en seco evitando el encontronazo. Después, el tráfico continuó su ruta.
Pero empezaba a disminuir. Principalmente se trataba de coches particulares, propiedad
de los funcionarios.
De pronto, dejó de verse ningún coche a lo largo de la recta. Lockley miró hacia atrás y
reemprendió su marcha hacia el lugar de donde los demás huían. A sus espaldas
escuchó el alejamiento de los coches fugitivos. Apretó su acelerador y arrancó.
Se había producido una explosión en el lago, según aquel chófer. Esto estaba
comprobado. Tres hombres habían ido a investigar lo ocurrido. Esto era razonable. No
habían vuelto. Considerando lo comunicado por Vale, casi era inevitable. Luego, otros dos
hombres habían bajado en busca de los tres primeros y... ¡esto sí era nuevo! Un olor peor
que el de la basura podrida! Parálisis en un vehículo, el cual había quedado averiado. Y
durante la parálisis habían vislumbrado extraños colores y escuchado ruidos inauditos.
Lockley no se atrevía a imaginar ninguna hipótesis. Pero los hombres habían estado
paralizados cierto tiempo, y habían, en cambio, experimentado algunas sensaciones.
Luego habían huido hacia el campamento, temiendo evidentemente que volviese a
asaltarles la parálisis. Su relato debía haber erizado el cabello de todos sus oyentes,
porque al llegar la orden de evacuación, todos se habían apresurado a obedecer con una
presteza que lindaba con el pánico. Pero aparentemente no había sucedido nada más.
Los primeros tres hombres seguían desaparecidos... o al menos no se había
mencionado su regreso. O les habían matado o estaban cautivos, a juzgar por el relato de
Vale y su propia azarosa experiencia. Vale también debía estar muerto o prisionero,
aunque a Lockley todavía le parecía muy extraño haber podido seguir oyendo la
comunicación del aparato del joven, después de la irrupción de los seres del otro mundo.
Vale había sido capturado o asesinado. Los tres hombres desaparecidos seguramente
habían corrido la misma suerte. Los otros dos habían sido paralizados, pero no
asesinados ni hechos prisioneros. Simplemente, les habían retenido hasta que, por un
oscuro motivo, habían sido liberados y habían podido huir.
El coche atravesó un puente y efectuó un viraje. Había una profunda garganta y la
carretera corría por encima. Luego venía un terreno ondulante donde las curvas se
multiplicaban.
Pasó otro auto, queriendo alcanzar a los anteriores. En las siguientes diez millas quizás
pasaron una docena más. Habrían arrancado más tarde, y por esto iban más rezagados
que el grupo principal. Jill no iba en ellos. Otro coche aún apareció mucho más despacio,
produciendo un enorme ruido. Su chófer hacía todo cuanto podía para seguir adelante.
El sentido común le dijo a Lockley que el relato de Vale había sido completamente
comprobado. Había habido un aterrizaje a cargo de unos seres espaciales. La muerte o
captura de los tres sujetos que habían ido a investigar la causa de la explosión parecía
bastante natural: los extraños ocupantes de la nave espacial deseaban estudiar los
habitantes del mundo en que habían caído.
La parálisis y libertad subsiguiente de los otros dos indicaba que los extraños seres ya
se hallaban satisfechos con los tres ejemplares humanos que poseían para estudiar la
raza. Tenían, además, a Vale. No intentaban ocultar su llegada, que por otra parte habría
sido imposible. Pero era bastante plausible que deseasen informarse con respecto al
mundo en que habían desembarcado, y cuando juzgasen que ya sabían bastante
emprenderían la acción que juzgasen más oportuna.
Todo ello era perfectamente razonable, pero había otra posibilidad. La otra explicación
posible era... considerándolo todo, más probable. Y parecía ofrecer aspectos aún más
aterradores.
Apretó el acelerador. Jill Holmes. La había visto cuatro veces estaba comprometida con
Vale. Parecía extremadamente probable que no hubiese dejado el campamento junto con
los obreros. Si Lockley no hubiese estado obsesionado con la joven, habría intentado
asegurarse de que ella se hallaba allí, antes de correr ciegamente en su busca. Pero si se
hallaba aún en el campamento, corría un grave peligro.
Ya hacía un buen rato que no veía ningún vehículo del campamento. Pero se veía una
curva muy pronunciada al frente. Lockley tomó el viraje frenéticamente. Se oyó un motor,
y un coche se presentó en dirección contraria, alejado del borde de la calzada. Rozó el
pequeño coche que Lockley conducía. El auto saltó con violencia y dio dos o tres vueltas
sobre su eje. Fue a parar a una zanja, parándose con el parabrisas roto y los
parachoques destrozados, aunque el motor seguía funcionando. Lockley había frenado
por instinto.
El otro coche siguió corriendo sin detenerse. Lockley permaneció un momento inmóvil,
aturdido por la rapidez del choque. Luego reaccionó. Salió del auto. Debido a su pequeño
tamaño, pensó que podría volver a ponerlo en la carretera, usando unas ramas como
palancas. Pero aquello le costaría varias horas, y se hallaba irrazonablemente convencido
de que a Jill la habían dejado en el campamento.
Faltaban unas cinco millas hasta Boulder Lake, y casi la misma distancia hasta el
campamento. Le llevaría menos tiempo continuar a pie hasta el campamento que intentar
llevar el coche a la calzada. El tiempo era esencial, y fuesen de la raza que fuesen los
ocupantes del vehículo del espacio, estarían enterados del objeto de una carretera.
Localizarían mucho antes un coche o un caminante en una calzada que a pie por entre los
árboles.
Echó a andar. Se encaminó hacia la vecindad del lugar descrito por Vale, en el que un
objeto había descendido del cielo. Iba hacia allí por el temor de Jill. Le pareció que lo
mejor hubiese sido ir arrastrándose, pero necesitaba desesperadamente hacer uso de la
mayor velocidad posible.
Caminó a campo traviesa en dirección al campamento. Todo el resto del universo no
parecía haberse enterado de la aparición de algo extraordinario. Los pájaros piaban y los
insectos zumbaban a su alrededor, y las hojas de los árboles susurraban quedamente,
agitadas por la suave brisa. Un conejo corrió hacia unas matas ante la presencia del
hombre. Pero no había indicios de que unos seres extraños se moviesen en las
proximidades del joven. Reflexionó que iba en busca de una muchacha a la que apenas
conocía, y que seguramente no necesitaría su ayuda.
En otras partes del mundo las cosas no seguían un ritmo tan tranquilo. A aquella hora
había ya tropas en movimiento en largos convoyes de camiones que transportaban el
personal. Había destacamentos de cohetes dirigidos que se aprestaban a la defensa
contra un probable ataque. Todos los aviones militares de la costa habían despegado,
siendo alimentados mediante aeroplanos-cisterna, dispuestos a emprender cualquier
acción ofensiva o defensiva, si llegaba el caso. Se habían difundido las instrucciones
radiadas al campamento, y todo el mundo sabía que el parque nacional de Boulder Lake
había sido evacuado para evitar el contacto con los seres extraterráqueos. Se sabía que
dichos seres se habían apoderado de tres hombres, o los habían asesinado por de porte.
Había informes respecto a la parálisis sufrida por otros dos, y se hablaba de rayos de la
muerte y gases venenosos. Se describían como indescriptibles, según «concepciones
artísticas», en la televisión y los periódicos. Según las circunstancias, aquellos seres
semejaban lagartos o babosas. Se les pintaba como aves carnívoras y octópodas. Los
dibujantes se aprovechaban de la falta de fotografías. Pintaban a los seres espaciales
llevando a cabo acciones agresivas, o atacando a Vale y llevándoselo consigo. Se
afirmaba que lo habían hecho con miras a la vivisección. Ninguna de las ideas de los
dibujantes eran plausibles, en el sentido biológico. Aquellas criaturas habían sido
descritas incluso como lanzando rayos caloríficos contra los seres humanos, los cuales se
convertían dramáticamente en humo cuando los rayos los alcanzaban. Naturalmente,
también había dibujos de mujeres que eran apresadas por los seres del espacio. Según
era sabido, sólo había una mujer en el campamento, pero este inconveniente no había
molestado a los dibujantes en lo más mínimo.
Los Estados Unidos se vieron apresados en una corriente de pánico. Pero la mayoría
de los habitantes continuaron desempeñando normalmente sus tareas, siguiendo su
rutina habitual, y los trenes llegaron todos a tiempo.
El público de los Estados Unidos estaba ya acostumbrado a las noticias falaces de los
periódicos y la radio. Inconscientemente, las relegaban a la misma categoría que las
películas de miedo, que algún día podían llegar a ser verdad, pero todavía no lo eran.
Esta historia parecía más amedrentadora que la mayoría, pero todavía se aceptaba como
un entretenimiento más o menos curioso. Así, gran parte de los Estados Unidos se
estremecía con cierto mal disimulado placer a cada nueva noticia y a medida que iban
apareciendo descripciones del aterrizaje de los monstruos inteligentes, aguardando con
ansiedad la revelación de la verdad. Lo cierto era que la mayoría de los habitantes de la
nación no creían en el aterrizaje. Era como la amenaza rusa. Podía ocurrir y tal vez
llegaría a ser efectiva, pero todavía no se había materializado con respecto a
Norteamérica.
Una declaración oficial ayudó a llevar la tranquilidad al ánimo del público. El
Departamento de Defensa publicó un boletín: un objeto había caído del espacio dentro del
Boulder Lake, Colorado. Aparentemente se trataba de un enorme meteorito. Cuando,
antes de la caída, las estaciones de radar habían informado, las autoridades de la
defensa habían aprovechado aquella oportunidad para efectuar unas pruebas de
emergencia ante una grave alarma. Las pruebas habían desencadenado todo un
programa de entrenamiento y una serie de medidas defensivas, ensayándolas contra el
ataque de otro; posibles enemigos. Una vez caído el meteorito, las maniobras de defensa
continuaban como una brillante prueba de la habilidad defensiva de las fuerzas
combinadas de la nación. Sin embargo, se proseguía la investigación respecto al objeto y
su aterrizaje.
Lockley siguió subiendo y bajando colinas, contorneando las peñas diseminadas por
toda la región. Se movía por un paisaje que no parecía hallarse fuera de lo normal. El sol
resplandecía en lo alto. Las nubes, esparcidas ya, sólo ocupaban un tercio del
firmamento. Todos los ruidos de la naturaleza seguían su rítmico compás. Por fin llegó a
una nueva calzada atravesada en su camino. Había una excavadora abandonada,
bastante nueva y en perfecto orden, oliendo a gas-oil y aceite. Continuó su marcha por el
bosque. Se hallaba ya en el campamento. Había barracones Quonset y estructuras
prefabricadas. Calzadas de greda y cables que enlazaban los distintos edificios. Un
cobertizo alargado lleno de mesas y bancos bajo su techumbre. Era un comedor. No
había nadie a la vista. Sin embargo, todos los equipos continuaban en su sitio. Otro
barracón mostraba una serie de tuberías que surgían por el tejado, y de las mismas aún
salía humo. Había un edificio que debía ser una cantina. Había todo lo que podía
necesitar un poblado en miniatura, aunque todo era temporal. Pero no había movimiento,
ni ruido, ni la menor señal de vida, excepto el humo que se elevaba de las chimeneas de
la cocina. Lockley fue bajando por el campamento. Todo estaba en silencio. No había
signos de vida. Miró inquieto a su alrededor. Naturalmente, era inútil mirar en los
dormitorios, pero se encaminó al comedor. Todavía habían sobre la mesa platos y vasos,
la mayoría sucios. Y unas cuantas moscas. No muchas. En la cocina vio las ahumadas
paredes y comida enlatada. Los fogones seguían funcionando. Lockley distinguió la llama
azulada del gas butano. Continuó su búsqueda. La puerta de la cantina estaba abierta.
Allí los hombres podían comprar lo que quisiesen, pero ahora no había ni compradores ni
vendedores.
El silencio y la desolación del lugar era resultado de menos de una hora atrás. Y le
pareció que no conduciría a ningún fin práctico llamar en voz alta a Jill. Lockley estaba
trastornado por aquel silencio sobre un sol tan resplandeciente. Era estremecedor. Los
hombres no se habían trasladado de campamento. Simplemente, se habían marchado
dejándose todo el equipo. No se habían llevado nada. Y no había señales de Jill. Pensó
que seguramente la joven habría estado esperando la llegada de Vale al campamento, ya
que con toda seguridad su primer pensamiento habría sido velar por su seguridad. Sí,
habría esperado que Vale acudiese a rescatarla. Pero Vale o estaba muerto o prisionero
de los seres que habían llegado con el objeto caído del cielo. Tenía que seguir buscando
a Jill.
Lockley dirigió la mirada hacia los montes en cuyas laderas Vale había estado
midiendo la línea de la base entre su puesto y el de Lockley. El puesto no podía divisarse
desde el campamento, pero el joven buscaba una diminuta figura que pudiera ser Jill,
trepando valientemente para avisar a Vale de unos sucesos que éste había sabido antes
que nadie.
Entonces, Lockley oyó un leve ruido. Era débil, con un ritmo irregular. Tenía la cadencia
de una conversación. Su pulso se aceleró de repente. En aquel barracón se veía el mástil
de la emisora de onda corta que comunicaba con el mundo exterior. Lockley corrió hacia
allá. Sus pasos resonaron fuertemente en el silencioso campamento, ahogando el sonido
hacia el que se dirigía.
Se detuvo en la puerta. Oyó la voz de Jill exclamando con angustia:
—¡Pero estoy segura que habría venido a buscarme! — una pausa —. No queda nadie
ya, y yo... — otra pausa —. ¡Estaba en el monte! ¡Al menos, un helicóptero podría...!
—¡Jill! — gritó Lockley. Oyó un jadeo.
—Alguien llama. Un momento — dijo la joven. Acudió al umbral. Al ver a Lockley
mostró su desencanto.
—He venido para ver si estabas sin novedad — balbució él, con torpeza —. ¿Hablabas
con alguien de fuera?
—Sí. ¿Sabes tú algo?
—Temo que sí — asintió Lockley —. Pero ahora lo más importante es salir de aquí. Les
diré que nos marchamos, ¿de acuerdo?
Ella se apartó a un lado. Lockley se dirigió a la emisora que parecía casi un teléfono
ordinario aunque se hallaba conectado a una caja con discos numerados y clavijas. Había
un radio de bolsillo, un transistor, sobre la emisora. Lockley cogió el micrófono. Se
identificó. Añadió que había querido cerciorarse de que Jill se hallaba fuera de peligro y
que había visto una densa masa de vehículos en la carretera, evacuando a todos los
empleados en la obra. Luego agregó:
—Tengo un coche a cuatro millas de aquí. Está en una zanja, pero probablemente
podré sacarlo. Sería más seguro para la señorita Holmes si ustedes enviasen un
helicóptero a recogerla.
La respuesta fue dada en tono militar. Parecía proceder de un civil autoritario, que no
sabía nada de nada.
—Corto — dijo Lockley, secamente, soltando el micrófono. Cogió el transistor y se lo
metió en un bolsillo. Podía ser de utilidad.
—Dicen que intente sacar mi coche de la zanja — le dijo a Jill, enojado —. Supongo
que no poseen helicópteros disponibles. Claro que si estos seres extraños andan por los
alrededores, es mejor que no se sobrevuele la zona del aterrizaje, a fin de no
encolerizarles. Al menos, no antes de que estemos dispuestos a emprender una acción
eficaz. Vámonos. Tenemos que salir de aquí.
—Pero estoy esperando... — la joven parecía angustiada —. Quiso que me marchase
ayer. Casi nos peleamos por ello. Seguramente vendrá a ver si estoy bien...
—Tengo malas noticias — la atajó Lockley. Luego le describió, lo más delicadamente
que pudo, su última conversación con Vale. Era la que había terminado con una serie de
jadeos y cloqueos, transmitidos por el receptor, hasta que el aparato debió ser arrojado al
suelo. No mencionó el extraño hecho de que el instrumento hubiese seguido
perfectamente apuntado mientras ocurría toda la tremenda e invisible escena. No había la
menor explicación para ello. Lo que le había contado ya era bastante estremecedor. La
joven se puso mortalmente pálida, mirando fijamente a Lockley.
—Pero... pero... — tuvo que tragar —. Tal vez esté herido y no... muerto. Puede estar
vivo y necesitar ayuda. Si hay seres espaciales en alguna parte, quizá lo han dejado por
muerto y sólo se halle inconsciente... Puede venir a buscarme... Iré... iré... a asegurarme
de que está...
—No es probable — replicó el joven tras cierta vacilación —. No, no es probable que lo
hayan dejado herido. Pero si usted lo cree conveniente, yo iré a investigar. En primer
lugar, puedo trepar más de prisa. Mi coche se halla metido en una zanja. Vaya usted y
espéreme junto a él. Al menos se halla lejos del lago y allí estará más segura. Yo iré en
busca de Vale.
Le explicó con todo detalle cómo podría encontrar el auto. Debía atravesar una colina
que se alzaba a la salida del campamento y descender por el lado opuesto. Se hallaba al
sur de una excavadora abandonada. Fuera de vista.
La joven volvió a tragar.
—Si... si Vale necesita ayuda — dijo al cabo —, yo podría serle más útil que usted.
Pero me esperaré donde empieza el bosque. Puedo ocultarme en caso necesario, y... y
tal vez usted pueda precisar de mis servicios.
Lockley comprendió que la joven estaba pensando que tal vez Vale estuviese herido y
pudiese desear verla. Le dio el ansiado permiso. Ambos cruzaron el campamento. Él le
entregó el transistor para que pudiese captar las noticias. Cuando la joven se halló fuera
de su vista, por entre el bosque, Lockley se desvió hacia la falda de la montaña donde
Vale había tenido su puesto de observación. Se trataba de un muro perteneciente a un
cráter viejo de un millón de años, por el que tuvo que trepar. Procuró no correr riesgos
inútiles. Mientras subía se movió a plena vista. Si la gente de la cápsula espacial estaba
observando, se fijarían en él y no en Jill. Si emprendían alguna acción, sería contra él y no
contra Jill. Sin saber por qué, se creía mejor dotado que la joven para defenderse.
Siguió subiendo. El mundo volvía a estar normal como de ordinario. A cada lado había
picos montañosos. Originalmente, habían sido volcanes casi todos. Comenzó a escalar,
rodeado de montañas de más de quinientos pies. El cielo estaba purísimo. Ascendió mil
pies. Dos. Tres. Por entre los picos podía divisar el lugar, a treinta millas de distancia,
donde había estado él al rayar el día.
Siguió su ascenso hacia la parte posterior del flanco de la montaña. Desde allí no podía
ver el Boulder Lake. Por otro lado, ninguna persona situada en el lago podía verle a él.
Sólo un grupo de exploración que también podría descubrir a Jill, sería capaz de verle,
como un punto que se movía por el monte.
Llegó al plano en que se encontraba el puesto de Vale. Comenzó a moverse con
cautela en torno a las masas rocosas. El viento soplaba por su lado, zumbándole en los
oídos. Una vez desalojó un pedrusco, que rodó ladera abajo, alborotando el ambiente.
Vio el lugar en que Vale debía haber estado cuando observó la caída del objeto. Halló
el colchón neumático del joven y las cenizas de su fogata. También encontró el
agrimensor. Había sido aplastado por una piedra enorme que habían lanzado contra el
aparato intencionadamente, pero antes había sido desplazado. No se hallaba cerca del
punto de observación desde el cual debía realizar las mediciones por pulgadas sobre
distancias de muchas millas.
No había otra señal de lo que había ocurrido en el lugar. Las cenizas del fuego no
habían sido esparcidas. El colchón neumático de Vale presentaba su aspecto corriente,
como si nadie hubiese dormido en él. Lockley inspeccionó el saliente rocoso palmo a
palmo. No había manchas rojas que pudiesen indicar sangre. Nada...
No. En un trecho de tierra entre dos piedras había una huella. No era una huella
normal. La había hecho una pezuña, pero no de caballo ni de burro. Tampoco se trataba
de un sendero ovejero. No era la huella de ningún animal conocido en la tierra. Pero
estaba impresa. Lockley reflexionó si la criatura que la había hecho cloquearía, o si
rugiría. Ambas cosas parecían igualmente improbables.
Atisbo con precaución hacia el lago que se hallaba casi a media milla más abajo. El
agua estaba diáfanamente azul. Sólo reflejaba la pared del cráter y el panorama más allá
de la zona donde la lava volcánica había caído. Nada se movía por allí. No había ningún
aparato visible en la playa, como había dicho Vale. Pero algo había sucedido en el lago.
Los árboles al borde del mismo estaban tronchados y caídos. Masas de malezas habían
sido arrancadas de la tierra. Había ramajes rotos a diez yardas del lago, y agujeros donde
antes sólo había habido una tierra suave. Una enorme ola habíase desbordado por la
orilla circular del lago. Había irrumpido como una marejada de muchos pies de altura
hacia la playa. Era una evidencia sumamente convincente de que algo enorme y pesado
había caído desde el cielo.
Pero Lockley no observó ningún movimiento ni novedad alguna en el paisaje
circundante. No oyó nada que no fuese un sonido completamente normal.
Y entonces olió algo.
Era un hedor horrible, como de reptil. Era el olor de la jungla, a muerte y podredumbre.
Más aún, era peor que el hedor de la descomposición.
Echó a andar para alejarse de allí. Y entonces la luz le cegó. Cerrar los párpados no le
sirvió de nada. Había toda clase de colores, intolerablemente chillones, que
relampagueaban adoptando toda clase de formas y combinaciones, sucediéndose unas a
otras en fracciones de segundo. Sólo podía ver aquella luz. Luego, captó el sonido. Era
ronco. Cacofónico. Era un tumulto desorganizado en el que las notas musicales y los
desacordes, lamentos y chillidos se combinaban hasta lo inverosímil. Y entonces sintió
todo el horror de su situación al comprobar que no podía moverse. Cada pulgada de su
cuerpo estaba rígida. Sintiose invadido por una mortal angustia. Le parecía estar
sosteniendo una alambrada de alta tensión.
Sabía que había caído al suelo. Estaba cegado por la luz y ensordecido por el tumulto,
y su olfato estaba lleno del nauseabundo hedor de la jungla y la descomposición. Estas
sensaciones le duraron años, al parecer.
Y de repente, todas las impresiones cesaron como por ensalmo. Pero siguió sin poder
ver; sus pupilas todavía estaban deslumbradas por los juegos de luces y colores. No
podía oír nada. Había quedado sordo por los ruidos extraños que habían atronado sus
oídos. Se movió y se dio cuenta, pero no sentía nada. Sus manos y todo su cuerpo estaba
como embotado.
Luego sintió que la posición de sus brazos y piernas iba cambiando. Luchó, ciego,
sordo y sin sentir nada. Sabía que estaba preso a algo, y que no podía ya moverse.
Y después, gradualmente, muy despacio, recobró los sentidos. Oyó los cloqueos. Al
principio eran débiles, mientras sus agotados tímpanos apenas podían registrar los
sonidos. Comenzó a recuperar el sentido del tacto, aunque sólo podía palpar pelaje a su
alrededor.
Le estaban levantando. Le pareció que se trataba más de garras que de dedos los que
le asían. Quedose de pie, balanceándose. Había perdido el sentido del equilibrio, sin
darse cuenta. Fue recuperándolo muy lentamente. Pero no veía nada. Unas manos como
zarpas, o unas zarpas como manos, le estaban empujando. Sintió que le giraban y le
empujaban. Se tambaleó. Dio un traspiés por la necesidad de mantenerse erguido. Los
empujones y golpes continuaron. Sintió que le conducían hacia alguna parte. Se dio
cuenta de que sus brazos habían perdido su utilidad porque se hallaban atados con
cuerdas o correas.
Entumecido, respondió a los empujones. No podía rebelarse. Comenzó a descender.
Le guiaban hacia abajo. Le guiaban sin gentileza, pero también sin brutalidad.
Esperaba la recuperación de la vista, pero no llegaba.
Y fue entonces cuando comprendió la verdad: le habían vendado los ojos.
A su alrededor podía oír aquel cloqueo. Empezó a descender desvalidamente la
montaña, rodeado y guiado y a veces empujado por unos seres invisibles.
Capítulo III
Fue un largo descenso, más largo aún por la venda de los ojos y por el agarrotamiento
forzado de los brazos. Más de una vez tropezó. Y dos veces cayó. Las manos como
zarpas, o las zarpas como manos, le levantaron devolviéndole al camión que habían
elegido para él. Siguió oyendo los cloqueos. Comprendió que se estaban refiriendo a él.
Un cloqueo o un silbido en tono de aviso le advertía del lugar donde debía mostrarse
cuidadoso.
Empezó a aceptar los avisos. Se le ocurrió que los cloqueos sonaban más bien como
los silbatos que los niños se llevan a la boca, fallando al soplar en ellos. Gradualmente fue
recobrando la normalidad de sus sentidos. Incluso sus ojos, bajo la venda, dejaron de
distinguir sólo tinieblas, divisando aquel color gris que el ojo humano puede captar en la
oscuridad.
Más cloqueos. Mucho después sintió sus pasos al nivel del suelo. Posiblemente había
descendido una media milla. No había intentado hablar durante todo el descenso. Habría
sido inútil. Si deseaban matarle, le matarían de todas formas. Pero entonces no tenía
sentido que se hubiesen tomado la molestia de hacerle bajar todo aquel largo trecho, por
el muro exterior del cráter. Sus captores, evidentemente, deseaban hacerle servir para
algo.
Entonces, bruscamente le mantuvieron sujeto tal vez por espacio de una hora. Le
pareció que debían esperar instrucciones, o que estaban llevando a cabo algunos
preparativos. Luego, captó el ruido de algo o alguien que se acercaba. Más cloqueos.
Fue conducido otro largo trecho. Entonces, unas zarpas o manos le levantaron. Oyó un
sonido de metal. Los que le sostenían lo dejaron caer. Cayó unos tres o cuatro pies,
yendo a parar a la arena. Sobre su cabeza sintió de nuevo un golpe metálico.
—¡Bienvenido a nuestra ciudad! — exclamó luego una voz sarcástica, con acento
humano —. ¿Dónde te atraparon?
—En la montaña — contestó Lockley —, al intentar ver lo que estaban haciendo.
¿Queréis soltarme, por favor?
Unas manos trabajaron en la cuerda que ataba sus brazos contra su cuerpo. La cuerda
se aflojó. Se quitó la venda.
Se hallaba en una especie de subterráneo con paredes y techo de metal, de unos ocho
pies de anchura y la misma altura, y unos doce de longitud. Tenía un suelo arenoso. Por
un agujero circular, por el que le habían dejado caer, penetraba una ligera penumbra, a
pesar de estar tapado. Ya había tres hombres en aquel encierro. Estaban vestidos como
los obreros del campamento. Uno era alto, otro gordo con bigote, y el tercero más
desmedrado. Fue éste quien habló.
—¿Los has visto? — preguntó.
Lockley meneó la cabeza. Los tres le contemplaron y asintieron. Lockley vio que no
llevaban mucho tiempo encerrados. El suelo arenoso mostraba unas huellas, como si los
tres se hubiesen paseado angustiadamente. Pero a juzgar por el escaso número de
huellas, casi todo el tiempo debían haber estado sentados en el suelo.
—Nosotros no los vimos tampoco — continuó el tipo bajito —. Esta mañana hubo una
formidable explosión en el lago. Cogimos un coche, el mío, y fuimos a ver qué había
ocurrido. Luego, algo nos golpeó. A los tres. Luces. Ruidos. Un maldito hedor. Y una
sensación como de descarga eléctrica. Nos vendaron y amarraron. Nos trajeron aquí. Y
ésta es nuestra historia. ¿Qué te ocurrió a ti... y qué nos ha ocurrido a nosotros?
—No estoy seguro — díjole Lockley.
Titubeó. Después les contó lo de Vale y lo que había comunicado. Los tres prisioneros
no tenían ninguna explicación que dar respecto a lo que les había sucedido. Parecieron
aliviados al verse informados, aunque la información fuese muy poco alentadora.
—¿Unos fulanos de Marte, eh? — exclamó el bigotudo —. Bueno, supongo que
nosotros haríamos lo mismo si nos presentásemos en Marte. Tienen que procurar poder
hablar con los que vivimos en este planeta. Y supongo que nos emplearán en esto... a
menos que se os ocurra algo mejor.
Lockley, por temperamento, tendía a anticipar un futuro siempre peor que el pasado. La
sugerencia de que los ocupantes de la cápsula espacial les hubiesen aprendo para poder
aprender a comunicarse con los terráqueos le pareció excesivamente optimista. Y no lo
creyó. Le parecía muy improbable que los invasores del espacio estuviesen
completamente desprovistos de información con respecto a la humanidad. La elección de
Boulder Lake, por ejemplo, como punto de aterrizaje, no podía haber sido hecha desde el
espacio. Si necesitaban aguas profundas para amarar, lo cual parecía ser lo más
probable, lo mejor habría ser efectuar un descenso en el mar. La nave podía sumergirse,
y podía moverse por el lago. Vale lo había dicho. Inevitablemente, una cápsula así habría
escogido las aguas del océano para su inmersión. Aterrizar en el lago de un cráter, uno de
los dos o tres más convenientes en todo el continente, indicaba que poseían información
anticipada. Una detallada información. Prácticamente, demostraba un conocimiento de, al
menos, un idioma humano, mediante el cual habían podido obtener la información relativa
al lago. ¡Quien quiera que hiciese uso del lago no era un extraño a la tierra!
Sí... Necesitaron un amaraje en aguas profundas, y sabían que Boulder Lake les
ofrecía la oportunidad. Probablemente sabían mucho más. Pero si no sabían que Jill le
estaba esperando al principio de la carretera, sería mucho mejor no pasarles la
información Por esto, explicó, por si acaso su conversación era escuchada:
—Yo formaba parte de un equipo agrimensor cuando empezó este suceso. Verificaba
mis instrumentos con un individuo llamado Vale.
Repitió exactamente, por segunda vez, lo que Vale le había comunicado, respecto al
objeto caído del cielo y a los seres que habían surgido del mismo. Luego contó lo que
había hecho. Pero omitió toda referencia a Jill. Refirió su venida al lago como resultado de
la incredulidad. Asimismo, tampoco mencionó la fuga de la población del campamento.
Cuando terminó la historia, pareció el relato de un hombre que había cometido una
tontería, pero no sonó como la narración de un joven que sólo piensa en una muchacha.
El gordinflón del bigote hizo una o dos preguntas. El alto efectuó otras. Lockley
contestó a algunas.
Las respuestas resultaron inquietantes. Ninguno de los cuatro había entrevisto a sus
captores. Habían oído los cloqueos al ser conducidos a aquella bóveda, y evidentemente
eran un lenguaje ignorado, aunque no humano. Todos habían sido atados y vendados. No
les habían dado comida desde su captura y les habían dejado en aquel compartimento
metálico aguardando la suerte reservada por sus carceleros.
—¡Quizá quieren enseñarnos a hablar como ellos — dijo el del bigote —, o quizá
querrán destruirnos para ver de qué estamos hechos. O tal vez —hizo una mueca —
quieren saber si somos buenos para comer.
—¿Por qué nos han vendado los ojos? — inquirió el bajito.
Lockley comenzaba a sospechar el motivo. Era una respuesta a la notabilidad que
representaba que una nave espacial destinada a sumergirse en aguas profundas hubiese
elegido el lago de un cráter como lugar de inmersión.
—Vale me dijo al principio que no eran seres humanos, aunque en sus prismáticos no
eran más que unos puntitos. Más tarde, cuando los vio de cerca, no me dijo lo que
semejaban.
—Deben ser fantásticos — opinó el alto.
—Quizás — arguyó el del bigote, intentando bromear — no quieren que les veamos
porque nos asustaríamos. O quizá no pretendían vendarnos los ojos sino sólo taparnos.
Tal vez no les importa que los veamos, pero les molesta vernos.
—Este cajón donde estamos — dijo Lockley de repente —. Está hecho por manos
humanas.
—Ya nos lo hemos figurado antes — asintió el gordinflón —. Es la cáscara de un
depósito de abono vegetal para el hotel que se iba a edificar aquí arriba. Tenían que
hundirlo en el suelo, llenándolo de basuras, que luego se pudrirían y entonces servirían de
fertilizante. Pero esos monstruos del espacio lo están empleando para mantenernos
encerrados. Bien, ¿qué van a hacer con nosotros?
Se oyeron unos débiles cloqueos. La tapa del agujero se levantó ligeramente. Cayeron
tres conejos. La tapa volvió a caer con un sonido metálico. Los conejos temblaron y se
agazaparon, aterrados, en un rincón.
—¿Es así como van a alimentarnos? — preguntó el gordinflón.
—¡No, diablo! — exclamó el alto, con evidente disgusto —. Los han metido aquí como
a nosotros. Son animales. Como nosotros. Esta es una jaula temporal. Hay un suelo
arenoso en el que podemos enterrar cosas. No nos costará nada hacer la limpieza. Los
conejos y nosotros estaremos enjaulados hasta que esos tipos estén listos para hacer con
nosotros lo que hayan pensado hacer.
—¿Y qué será? — inquirió el bajito.
No hubo respuesta. Podían asesinarles o dejarles vivir. No podían ya hacer nada.
Mientras tanto, Lockley evaluaba a los tres obreros cautivos como unos buenos
compañeros estando de su parte, y peligrosos en contra. Pero ahora no podía emprender
ninguna acción práctica... Una simple guardia exterior, capaz de paralizarles por algún
medio desconocido, tornaba en imbecilidad cualquier intento de fuga.
—¿Qué clase de monstruos son? — se interesó el bajito —. Tal vez podríamos
imaginarnos lo que harán con nosotros si conociésemos su aspecto.
—Tienen ojos como nosotros — dijo Lockley. Los tres le miraron.
—Aterrizaron a la luz del día — continuó el joven —. A plena luz. Ciertamente,
escogieron la hora de aterrizaje. Y escogieron una hora temprana para tener más tiempo
de día en el que moverse e instalarse antes de la llegada de la noche. Si fuesen seres
ciegos, habrían escogido la noche.
—Parece razonable — opinó el alto —. No había pensado en ello.
—Me vieron desde lejos — siguió Lockley —, y yo no les vi. Con que tienen buena
vista. Me apresaron en lo alto de la montaña pero antes tuvieron que seguirme hasta allá
arriba para ver cuáles eran mis intenciones. Cuando vieron que estaba investigando en el
puesto de Vale y contemplaba el lago, me paralizaron y me trajeron aquí. Con que tienen
ojos como los nuestros.
—¿Y a ese Vale — preguntó el bajito —, qué le ocurrió?
—Seguramente lo mismo que nos ocurrirá a nosotros — contestó Lockley.
—¿Qué es?
Lockley no respondió. Pensaba en Jill, aguardándole angustiadamente a la salida del
bosque, cerca del campamento. Seguramente le había visto subir. Podía haberle seguido
en la ascensión hasta las cercanías del campamento de Vale. Pero no habría observado
su captura y todavía podía estar esperándole. No era probable que Jill hubiese ido a caer
voluntariamente en la trampa que ya había engullido a Vale y a él mismo. Debía haber
comprendido que aquel lugar debía ser evitado.
Seguramente intentaría llegar hasta la zanja donde se hallaba el coche. Le había oído
pedir por radio un helicóptero para que la recogiesen. No se lo habían prometido; en
realidad, se lo habían negado. Pero si Jill continuaba extraviada, seguramente alguien se
arriesgaría a volar bajo para averiguar si estaba esperando ser rescata da. Un aeroplano
ligero podría aterrizar en la carretera si temían hacerlo en un helicóptero. Jill encontraría
la manera de salir del apuro. Estaba en peligro porque había esperado lealmente que
Vale bajase al campamento a buscarla. Y ahora...
Transcurrió el tiempo. El sol había caldeado el metal. En el interior del depósito hacía
un calor intolerable. Se oyeron cloqueos. La tapa de la cárcel provisional fue levantada. Al
interior fueron arrojadas media docena de aves silvestres. La tapa volvió a caer. Lockley
escuchó atentamente. Cerraban desde fuera. Naturalmente, debía haber un cerrojo en la
parte exterior para impedir que los osos pudiesen apoderarse de la basura que
contendría.
El calor fue en aumento. La sed era un problema. Una sola vez habían oído un rumor
procedente del exterior. Era un zumbido que, incluso a través de un muro de metal, sólo
podía ser el de un helicóptero. Zumbó y zumbó, siendo cada vez más fuerte. Luego,
bruscamente, calló. Esto fue todo. Todo lo que los cuatro prisioneros encerrados en
aquella tumba de metal supieron de lo que estaba ocurriendo en el mundo exterior.
Pero en realidad estaban sucediendo muchas cosas. Los camiones que transportaban
tropas habían llegado al borde del parque nacional de Boulder Lake, pocas horas después
de que el campamento hubiese sido abandonado. Los obreros habían contado su historia,
en la que si escaseaban los detalles no faltaba la imaginación. Los tres obreros
desaparecidos tenían su suerte contada en distintas versiones, todas ellas dramáticas y
terroríficas. Los dos hombres que habían sido paralizados por algún agente desconocido,
describieron sus impresiones más tarde. Sus relatos fueron inmediatamente transmitidos
a todos los periódicos. A la sazón resultaba que eran varias docenas de hombres los que
habían visto caer el objeto al lago. No había notas de comparación, sin embargo, por lo
que las descripciones variaban desde un globo en forma de pera que habíase balanceado
en el firmamento antes de descender tras los montes hacia el lago, hasta una detallada
pintura de una nave espacial en forma de torpedo, de color plateado, con escotillas y
cohetes llameantes, y una bandera desconocida desplegada en un mástil.
Naturalmente, ninguno de tales relatos podía ser verdadero. La velocidad del objeto al
caer, según habían informado las estaciones de radar, verificadas con la hora del impacto
controlada por el sismógrafo, no había permitido que el objeto se balancease en el aire
para ser admirado.
Pero había bastantes detalles y relatos de testigos casi presenciales de los alarmantes
sucesos para que el Departamento de Defensa juzgase necesario efectuar una segunda
declaración. Era una corrección de la primera versión. E intentaba ser todavía más
tranquilizadora.
El boletín afirmaba simplemente que un bólido — un objeto meteorice grande, y de
lento descenso — había sido observado por radar cayendo a la tierra. Había sido
detectado durante todo su descenso. Había ido a parar al lago del parque nacional en
proyecto. Las fotografías aéreas tomadas mostraban que el agua del lago había sufrido
un intenso trastorno. Se había creído prudente alejar a los obreros del parque en
construcción, y todo lo demás había sido el resultado de unas maniobras de defensa
efectuadas para un caso de emergencia. Naturalmente, la investigación con respecto al
bólido proseguía infatigablemente.
El redactor del boletín, evidentemente, se había apoyado en el comunicado de Vale, no
diciendo más que lo imprescindible para no levantar la alarma. El boletín continuaba
afirmando que no existía justificación para los alarmantes reportajes que habían
difundidos por las agencias de noticias. Este acontecimiento no estaba, repetía, no estaba
en modo alguno asociado con la guerra fría tan prolongada. Se trataba simplemente de un
meteorito caído del espacio, que por fortuna había ido a parar a una zona declarada
parque nacional, y aún más afortunadamente dentro de un lago, con lo que no había sido
dañado el patrimonio de bosques y terrenos del parque.
Naturalmente, el boletín no surtió el menor efecto. Era demasiado tarde. Había sido
lanzado en el mismo instante en que la temperatura de la prisión metálica — que parecía
haberse convertido en un ataúd de metal — había empezado a descender. El sol había
desaparecido ya tras una montaña y la caja metálica se hallaba envuelta en sombras.
De nuevo se abrió la tapa de la lata gigante. Al interior fue arrojado un puercoespín. La
tapa volvió a descender. Esto ocurría a las cinco de la. tarde.
—Si suponen que así van a alimentarnos — dijo el bajito —, podían haber atrapado
algo más comestible que un puercoespín.
Ahora el cajón contenía a cuatro hombres, tres conejos, aterrorizados en un rincón,
media docena de aves y el recién llegado puercoespín. Todos los animales estaban
agrupados lejos de los hombres. Y a cualquier movimiento impensado, los pájaros
comenzaban a revolotear por aquel estrecho pozo, golpeando contra la metálica
estructura.
—Diría — observó Lockley, dirigiéndose al alto — que su sospecha es la probable. Los
conejos, las aves y el puercoespín deben ser considerados seres viviente locales. Y
nosotros también. Y tal vez lo seamos. Una raza superior de animales. Quizá pretenden
mantenernos enjaulados hasta que estén dispuestos a someternos a examen. Esperemos
que no se les ocurra dejar caer un oso aquí dentro para hacernos compañía.
—¡O serpientes! — exclamó el alto —. No sé qué hora será. Me sentiré mejor cuando
caiga la noche. En la oscuridad no es probable que encuentren serpientes.
Lockley no contestó. Pero si Boulder Lake había sido escogido como lugar de aterrizaje
mediante información previamente adquirida, no era probable que encerrasen a los osos y
las serpientes conjuntamente con los seres humanos.
Estos habrían sido matados al instante, a menos que los necesitasen para algún uso
práctico. Empezó a devanarse los sesos. Podía hacer muchas conjeturas, pero ninguna
sería completamente la verdadera.
Sólo una parecía prometedora, y presumía una serie de condiciones. Lockley no podía
estar seguro. Sabía que había sido izado antes de dejarle caer en el interior del pozo de
metal. La tapa del mismo se hallaba sobre el nivel del suelo. No se hallaba todavía
hundido en donde se pretendía colocarlo. Evidentemente todavía no se hallaba en su
permanente posición. La luz en su interior era muy escasa, pero podía distinguir a los
demás ocupantes. También podía divisar las placas metálicas que formaban la parte
interior del cajón de basuras.
Inconscientemente, hundió la mano bajo la arena que llenaba el fondo de la prisión. A
cuatro pulgadas de profundidad se terminaba la capa arenosa y empezaba la tierra. Palpó
en torno. Halló raíces herbosas. Entonces, el cajón estaba simplemente apoyado en
tierra, sin base, cosa perfectamente natural puesto que debía servir como depósito de
basuras hasta su conversión en fertilizantes, mediante la descomposición. La arena...
Siguió explorando.
Esperó. Los otros tres estaban quietos. La ligera luminosidad en torno al reborde del
agujero superior desapareció. El interior del depósito se convirtió en un pozo de negrura.
—¿Puede alguien imaginar la hora? — preguntó, cuando le pareció que habían
transcurrido milenios.
—Supongo que ha transcurrido una semana — contestó la voz del bigotudo —, pero
probablemente sólo son las. diez o las once de la noche. Seguramente nos dejarán aquí
dentro hasta mañana.
—Creo que no es preciso aguardar — dijo Lockley —. Nos hemos estado muy quietos.
Probablemente piensan que somos especímenes muy bien educados de la vida salvaje
de este planeta. No esperarán que intentemos nada a estas horas. Supongamos que
salimos.
—¿Cómo? — preguntó el bajito.
—Este cajón — explicó Lockley cuidadosamente — descansa sobre el suelo, sin base.
He cavado a través de la arena y he hallado el reborde del metal. Si descansa sólo sobre
tierra y no sobre la roca, podremos cavar con las manos. Empecemos ahora mismo. Yo
principiaré y vosotros escucharéis.
Y comenzó a cavar con las manos, apartando antes la arena en un razonable espacio.
Sentía cierto sardónico interés en lo que podría suceder. Sospechaba que no ocurriría
nada irremediable.
Era posible que los monstruos del espacio hubiesen aceptado aquel cajón metálico
como una muy conveniente jaula donde meter animales. Ellos mismos lo habrían
colocado sobre la arena. ¿Cómo podían saber que esto significaba una jaula en la tierra?
Claro que todo ello podía ser una prueba para comprobar el grado de inteligencia
animal. Y casi todos los animales habrían intentado salir de allí.
Siguió cavando. La tierra era dura, y la parte superior estaba llena de entrelazadas
raíces. Lockley las fue desgarrando. Una vez lo hubo logrado, la faena fue más rápida. Se
hallaba ya bajo el muro metálico. Comenzó a excavar hacia arriba. Su mano llegó al aire
libre.
—Ahora puede relevarme uno de vosotros — dijo en voz baja —. Creo que lo
conseguiremos. Pero antes tenemos que trazar nuestro plan. No debemos hablar una vez
fuera del depósito, o todo se irá a rodar. Por ejemplo, ¿debemos mantenernos juntos o
debemos separarnos?
—¡Caramba! — exclamó el bajito —. Podremos contarle a todo el mundo nuestra
experiencia. Nos separaremos. Si cogen a uno de nosotros, los demás tal vez podremos
escapar. Es mejor que nos separemos.
Se arrastró hasta Lockley en la oscuridad.
—¿Dónde estás cavando? Sí, ya lo noto. Hazte a un lado y déjame sitio.
—¿Todos estáis de acuerdo en separarnos? — inquirió el joven.
Sí, lo estaban. Lockley se sintió aliviado. El bajito comenzó a trabajar febrilmente. Sólo
se oía el rumor de las respiraciones, y la ocasional caída de la tierra contra el metal del
depósito.
—Esta tierra es muy blanda — susurró el bajito —. Podremos agrandar bastante el
agujero.
Poco después, el hombre bajito suspendió su labor, jadeando.
—Ahora iré yo — se ofreció el alto.
Poco después penetró el aire fresco del exterior. La atmósfera del depósito mejoró. El
olor de la tierra removida y del aire fresco era agradable. El del bigote relevó al alto.
Luego le tocó el turno de nuevo a Lockley.
—Creo que ya está — susurró al final —. Bueno, adelante. ¡No habléis fuera!
Se estrecharon todos las manos susurrando ¡buena suerte!, y se internaron por el
agujero, saliendo uno a uno al aire de la noche. Innumerables estrellas brillaban en e
cielo. Se reflejaban en las aguas del lago, que se hallaba muy cerca. Lockley se movió en
silencio. En la oscuridad que acababa de abandonar, sus ojos se habían acostumbrado a
las tinieblas casi completas. Se alejó de las relucientes aguas. Puso densas matorrales
entre él y sus antiguos compañeros. Procuró no hacer el menor ruido.
Les oyó murmurar todos juntos. Habían ya salido todos. Pero se habían puesto de
acuerdo en separarse. Continuó su camino, aliviado. La próxima vez que les viese, las
circunstancias serían muy diferentes. Creía que, eran tipos muy competentes.
Guiado por la Osa Mayor, se dirigió directamente hacia el lugar donde Jill debía aún
estar aguardándole. Por la inclinación de la cola de la Osa comprendió que era casi
medianoche. Jill seguramente pensaría que había sucedido lo peor. Tenía que
encontrarla...
Eran las dos cuando llegó al lugar donde Jill hubiera debido esperarle. Se dejó ver
abiertamente. Llamó en voz baja. No hubo respuesta. Volvió a llamar varias veces,
repitiendo el nombre de la joven.
Divisó algo blanco. Era un trozo de papel colocado en la rama de un arbusto, de la que
habían arrancado todas las hojas para hacerlo más visible. Lockley lo cogió y vio una
escritura que la luz de las estrellas no le permitió discernir. Se internó en el bosque hasta
que se atrevió a hacer funcionar su encendedor. Entonces leyó el mensaje.
«He visto unos seres moviéndose por el campamento. No eran humanos. Temo que
me estén buscando. Me marcho a esperarle junto al coche, si consigo encontrarlo».
La joven había escrito en inglés, confiando que los seres del espacio no podrían
entenderlo. Lockley no estaba tan seguro, pero nadie había tocado el mensaje. Si lo
habían leído, lo habían dejado allí para tenderle una emboscada.
Se encaminó por entre las tinieblas hacia la zanja donde había quedado su coche.
Le pareció un largo trayecto, aunque se detuvo a beber a orillas de un arroyuelo, sobre
el que un puente nuevo casi estaba terminado. De noche, sin embargo, y desconocedor
de aquellos parajes, era difícil determinar las distancias. En realidad, estaba angustiado,
temiendo haber dejado el lugar ya a sus espaldas. Pese a todo, no había visto por
ninguna parte la excavadora abandonada. Por fin la vio y torció hacia el sur, no tardando
ya en hallar la carretera. Su coche no podía hallarse a más de un cuarto de milla. Fue
acercándose, cada vez más arrimado a la cuneta. De pronto oyó una música. Débil pero
real, siendo aquél el último sonido que hubiera esperado oír en pleno monte, antes del
amanecer. Hizo crujir la bota en la tierra. La música calló al instante.
—¿Jill? — preguntó en voz baja. Oyó un jadeo.
—Hallé el lugar donde estaba Vale — dijo, en tono más alto —. No había sangre. Ni
señales de que le hubiesen asesinado. Pero me atraparon. Me llevaron con otros tres
hombres, que habían dado por muertos y estan vivos. Nos fugamos. Es por esto que
espero que Vale esté aún con vida, y que pueda escapar o ser rescatado.
Lo dijo, en parte para que la joven estuviese segura de que era él quien le hablaba.
Pero técnicamente, también era cierto. Había esperanzas de que Vale estuviese vivo aún.
Siempre hay que tener esperanzas, por muy negro que se vea el porvenir. Aunque
Lockley opinaba que Vale tenía muchas probabilidades de estar muerto.
Jill avanzó unos pasos.
—No estaba... no estaba segura de que fuese usted — dijo, titubeando —. Vi los
monstruos, a distancia. Al principio, los tomé por seres humanos. Por eso cuando le vi a
usted... me asusté.
—Lo siento. No tengo muy buenas noticias, la verdad.
—¡Son buenas noticias! — insistió la joven, aproximándose más —. Si le han
capturado, Vale les hará comprender que es un hombre, y que los hombres son seres
inteligentes, no animales, y que por tanto deben ser amigos nuestros y nosotros de ellos.
La voz de la joven era resuelta, animosa. Lockley pensó que mientras le había estado
aguardando, se había estado preparando para negar que ni siquiera la peor noticia fuese
la última. Y así seguiría hasta que viese con sus propios ojos el cadáver de Vale.
—¿Quiere contarme exactamente lo que ha descubierto? — preguntóle la muchacha.
—Se lo diré mientras me ocupo del coche. Debemos marcharnos de aquí antes de que
amanezca.
Se dirigió hacia el auto, metido a medias en la zanja, y apoyado por otra parte en unos
vástagos que había roto por completo. Empezó a levantarlo con ayuda de unas fuertes
ramas. Mientras lo hacía le contó a Jill su aventura, la presencia en el depósito de basura
de los tres obreros y cómo habían tenido que convivir unas horas con unos conejos, unos
pájaros y un puercoespín.
—¡Pero no les mataron! — insistió Jill —. Y tampoco mataron a los otros dos, atacados
de parálisis, que pudieron regresar al campamento. Contándole a usted, seis hombres
han estado a merced de esos extraños seres, sin que hayan sufrido el menor daño.
¿Entonces, por qué hubieran debido matar a un séptimo hombre?
Lockley tardó cierto tiempo en responder. Ninguno de los otros seis, pensó, había
presentado combate. Sólo Vale se había peleado con la tripulación del vehículo espacial.
Era el único, además, que los había visto.
—Sí, tiene razón — concedió al fin —. Pero esto de nada sirve.
Se metió debajo del coche. Se deslizó hacia la parte delantera. Hubo un fugitivo
destello de una llama. Luego se apagó.
El joven volvió a reaparecer y se incorporó.
—Estamos en un brete — dijo —. Una de las ruedas delanteras se halla casi en ángulo
agudo respecto a las otras. Se ha roto un eje. No hay forma de hacer andar el coche,
aunque logre llevarlo a la carretera. Tendremos que ir andando. Debe haber soldados no
muy lejos de aquí. Si los tropezamos todo irá bien. ¡Pero es mala suerte!
Lockley se había equivocado en sus cálculos. No había soldados por el parque, ni fue
mala suerte que el coche estuviese averiado. De haber podido llevarlo a la carretera, el
vehículo habría sido víctima de un encontronazo y ambos jóvenes hubieran podido hallar
la muerte. Pero esto sólo lo revelaría el futuro.
No cogieron nada del auto porque no podían ver más allá del presente. Echaron a
andar siguiendo la carretera por la que pensaban hallarían a los soldados. No era el
camino más corto para salir del parque. Al contrario, resultaba mucho más largo de lo que
habría sido un atajo. Pero Lockley esperaba ver algunos tanques, al menos, contra los
que las desconocidas armas resultasen inútiles. Se encaminaron, pues, hacia la carretera
principal. Lockley estaba desarmado. Carecían de comida. El joven no había probado
bocado desde la mañana anterior.
Cuando llegó la aurora — gris, callada — y el rocío en la hierba y las hojas de los
árboles reflejó la luminosidad del cielo, Lockley y Jill se desviaron hacia el bosque. El
joven halló una rama muy fuerte que, desprovista de hojas, le sirvió de bastón. Mientras
tanto, Jill había estado escuchando la radio de bolsillo. La apagó.
—Esperaba las noticias — explicó, con decisión —. El gobierno sabe ya que había
seres en la nave espacial, y él — debía referirse a Vale — intentará hacerles comprender
qué clase de seres somos. Dentro de poco, podremos comunicarnos con ellos en
términos amistosos. Pero no hay noticias todavía. Supongo que es demasiado temprano.
Lockley asintió, con reservas. Reanudaron la marcha por la humedecida carretera. A
medida que la luz fue aumentando, Lockley escrutó varias veces el rostro de Jill. Parecía
muy cansada. El joven reflexionó tristemente que estaba pensando en Vale. No le había
dedicado casi ni un solo pensamiento a Lockley. Incluso ahora, especialmente, todos sus
pensamientos eran para Vale.
Cuando apareció la luz del sol sobre los picos que les rodeaban, el joven dijo, fingiendo
indiferencia:
—Lleva usted veinticuatro horas sin descansar, y dudo que haya comido nada. Yo
tampoco. Si los soldados aparecen por aquí, oiremos los motores. Creo que lo mejor será
apartarnos de la carretera y descansar un poco. Y quizá pueda encontrar algo comestible.
Pocas regiones montañosas pueden ser tan estériles que no ofrezcan nada alimenticio.
Usualmente existen los arbustos de moras y fresas. También es comestible una especie
de maíz silvestre. Los vástagos de los helechos son parecidos a los espárragos. Hay unas
plantas silvestres con espinos, cuyas hojas, cuando son tiernas, procuran alimento y,
claro está, están las setas. Incluso en una roca puede hallarse una especie de liquen
comestible si se seca por completo antes de hacer con él sopa o caldo.
Empero, antes de ir en busca de comida, Lockley dijo con brusquedad:
—Usted dijo que había visto que esos seres no son hombres. ¿Qué parecían?
—Estaban muy lejos — le confesó Jill —. No los vi con claridad. Tenían el tamaño de
un hombre, pero no lo eran. ¡Estaban tan lejos, que no puedo decir nada más!
Lockley meditó sobre aquellas palabras y finalmente se encogió de hombros.
—Bien, descanse. Volveré en seguida.
Se alejó. Estaba hambriento y comenzó a buscar afanosamente por entre las matas.
Pero su cerebro luchaba por imaginarse un ser que tuviese el tamaño de un hombre y, sin
serlo, lo pareciese a cierta distancia. Sacudió la cabeza con impaciencia y prestó toda su
atención a la busca del alimento.
Halló unas matas de moras en un ladera donde había bastante tierra para que los
arbustos arraigasen, aunque no los árboles. Los osos las habían devastado, pero todavía
quedaban bastantes para los dos jóvenes.
Llenó con ellas su sombrero y regresó hacia Jill. La joven había vuelto a poner el
transistor en marcha, pero a muy bajo volumen. Dejó el sombrero con las moras al lado
de la muchacha. Ésta levantó una mano para que no hablase. Los rayos del sol se
filtraban por entre las ramas y los troncos de los árboles estaban teñidos de amarillo.
Comieron las moras mientras escuchaban las noticias.
Se procedió a la lectura de otro boletín oficial. Des pues de doce horas desde la
radiación del último, pre tendidamente tranquilizador, de nada servía ya fingir que el
objeto caído en Boulder Lake era sólo un meteorito.
El pretexto de que se trataba de un objeto natural fue diciendo el locutor, había sido
abandonado. Pero continuaba el deseo de tranquilizar los ánimos. Los aviones habían
intentado fotografiar el objeto que se hallaba en el lago. No se había logrado captar
ninguna imagen satisfactoria, aunque sí fotos de los daños causados en la playa del lago
por las enormes olas, producto del impacto de la nave espacial. Habían sido apostadas
tropas, formando un cordón, en torno a la zona del parque nacional, para impedir que
penetrasen en el mismo personas irresponsables, deseosas de contemplar a los
desconocidos visitantes del espacio. Continuaban sabiéndose nuevos detalles del
aterrizaje. Habían sido interrogados los trabajadores del campamento y los dos individuos
que habían quedado paralizados momentáneamente. Al parecer, sólo cuatro hombres
habían sido hechos prisioneros por los visitantes. Uno era Vale, testigo ocular del
descenso de la nave. Los otros tres habían ido a investigar la tremenda explosión que
había acompañado al aterrizaje en el lago. Desde entonces nadie había vuelto a verles.
Esto, no obstante, no implicaba que hubiesen muerto. Era posible que los invasores
enemigos o huéspedes — que habían desembarcado en territorio americano estuviesen
tratando de aprender nuestro idioma para poder comunicarse con el pueblo americano.
Lockley contempló el semblante de Jill. Al escuchar la referencia a Vale se había
puesto blanco, pero cuando vio que Lockley la estaba mirando, recobró su constante
determinación.
—Ignoran que los visitantes no le han matado a usted y que tanto usted como los otro
tres han logrado escapar. Alguien debería comunicárselo.
Lockley no contestó. En su cerebro existía el hecho de que los dos sujetos que habían
sido paralizados, los otros tres y él mismo, presos y luego fugados, no habían visto a sus
captores. Vale, en cambio, sí. El locutor continuó hablando en tono de confianza,
formando que el día anterior por la tarde un helicóptero había sobrevolado las montañas
para examinar el lugar de aterrizaje con todo detalle, ya que no era posible hacerlo desde
un avión.
Lockley recordó el zumbido que él y los otros habían oído desde la jaula de metal.
El helicóptero, de repente, había cesado en sus comunicaciones Se opinaba que le
había fallado el motor. No obstante, más tarde, un rapidísimo jet había intentado un vuelo
rasante. El piloto había informado que a quince mil pies de altitud había notado de pronto
un olor nauseabundo. Luego quedó ciego, sordo y con los músculos agarrotados por
espasmos. Quedó paralizado. La experiencia sólo duró unos segundos. Era como si
hubiese penetrado en una zona iluminada por un poderoso reflector que producía
aquellas sensaciones, saliendo de la misma poco después. Instintivamente había
realizado maniobras evasivas, alejándose de allí, pero dos veces antes de haber
atravesado la línea del horizonte, había vuelto a sentir cierta parálisis y el dolor. Los
científicos determinaron que el informe de los hombres que habían quedado paralizados y
el del piloto concordaban entre sí. Se llegó a la conclusión de que quienquiera que
hubiese aterrizado en Boulder Lake poseía un haz de rayos — que podían ser llamados
rayos de terror debido a los efectos que provocaban —, de alguna clase de radiación que
producía parálisis y dolor agónico. A menos que los tres obreros apresados hubiesen
muerto por su causa, no podía considerarse a tales rayos como de la muerte.
Las noticias continuaron siendo radiadas en tono de confianza y sinceridad. Era natural
que los pobladores de otro planeta adoptasen precauciones contra los posibles habitantes
hostiles del mundo recién descubierto. Pero debían agotarse todos los esfuerzos para
establecer un contacto amistoso con los visitantes del espacio. Su arma parecía ser de
corto alcance, sin efectos mortales para la raza humana. Ocasionalmente, se habían
notado algunos de tales efectos entre los soldados que habían establecido el cordón de
seguridad en la zona del parque,, pero sólo habían producido dolor y nunca parálisis. No
obstante, las tropas en cuestión habían retrocedido. Mientras tanto, se habían enviado
cohetes nucleares a las zonas donde pudiesen hacer falta bombas atómicas contra la
nave espacial si se presentaba la ocasión. Pero el gobierno se mostraba extremadamente
ansioso de establecer sus contactos con los seres extraterrestres de modo amistoso,
porque el contacto con una raza más avanzada que la nuestra, sólo podía reportar
ingentes ventajas. Por tanto, las bombas atómicas serían empleadas sólo como último
recurso. Una bomba atómica destruiría a los seres espaciales y su nave, y ésta era
inapreciable para nosotros. Se pedía a la nación que se mantuviese en calma. Si la nave
parecía ser peligrosa, siempre podría ser destruida.
El boletín de noticias llegó a su fin.
—Él les hará comprender — insistió Jill, refiriéndose a su novio — que los hombres no
son puercoespines ni conejos. Cuando entiendan que los humanos somos una raza
inteligente, todo irá bien.
—Debemos recordar una cosa, Jill — arguyó Lockley, mal de su agrado —. No
vendaron los ojos de los conejos ni del puercoespín. Sólo vendaron a los hombres.
Ella le contempló con fijeza.
—Uno de los obreros que estaban conmigo en aquel sendero — prosiguió Lockley —,
creía que no querían que les viésemos porque son monstruos. Esto no es probable - hizo
una pausa -. Tal vez nos vendaron para que no viésemos, precisamente, que no lo son.
Capítulo IV
—La evidencia — continuó Lockley, mirando a Jill, que estaba del color de la ceniza —
se inclina por completo hacia la idea de unos monstruos. Pero ha habido algo en esas
noticias de la radio que apela al valor, y quiero que se dé cuenta. Vamos a necesitarlo:
—Si no son monstruos — replicó Jill, con tono estridente —, entonces... entonces son
hombres. Nosotros sólo estamos en guerra fría con otra nación, cuyo gobierno es capaz
de utilizar un truco semejante. Por tanto, si los hombres de la nave espacial no son
monstruos, matarán a cualquiera que lo descubra.
—Sí, pero la evidencia — insistió Lockley — parece demostrar que en realidad son
monstruos. Usted ha tenido mucha confianza en Vale. Pero ahora estamos un aprieto. A
Vale le gustaría verla a salvo, y en aquel boletín ha habido algo que no me ha gustado.
—¿Qué ha sido?
—Dos cosas — le explicó Lockley con sequedad —. Una la han dicho y la otra no. No
han dicho nada referente a que los soldados hayan sido enviados a Boulder Lake para
darles la bienvenida a los misteriosos seres espaciales, diciéndoles que son nuestros
invitados y que sería preferible que no empleen sus rayos del terror o paralizantes contra
los seres humanos. Nosotros, usted y yo, contábamos precisamente con la presencia de
soldados en esta zona. Pero resulta que no hay ninguno. Jill, aún pálida, frunció el ceño
en un afán de concentración.
—Y lo que nos dijeron en la emisión fue lo siguiente — prosiguió Lockley —. Las tropas
han formado un cordón en torno al parque. Han sido aterrorizados mediante los rayos
paralizantes. La radio ha afirmado que su poder había quedado reducido por la distancia y
que la tropa sólo había acusado cierto malestar. Pero les han ordenado retroceder. ¿Se
da cuenta? ¡Han retrocedido!
Jill le miró fijamente, comprendiendo de repente.
—Esto significa...
—Significa — la atajó Lockley — que los rayos del terror son un arma muy poderosa.
Su alcance es de muchas millas o decenas de millas. Todavía ignoramos cómo los
manejan. Cualquiera que haya llegado en la nave espacial que Vale divisó, posee un
arma del que nuestro Ejército no sabe aún ninguna característica. Y nosotros no podemos
esperar que nos rescaten. Tenemos que salir de aquí por nuestros propios medios.
Literalmente. Con que debemos olvidarnos de las carreteras. Desde ahora en adelante
tendremos que procurar pasar completamente desapercibidos. Y tenemos que pensar
sólo en esto. Jill meneó la cabeza como para ahuyentar sus tristes ideas.
—Sí, tiene razón — dijo —. Vale quisiera que me pusiese a salvo. Y si nada puedo
hacer para anudarle, al menos tampoco deseo tenerle preocupado. Está bien. ¿Por dónde
tenemos que ir?
Lockley la guió lejos de la carretera que unía Boulder Lake con el mundo exterior.
Llegaron poco después a una hendidura provocada por la que debía pasar más adelante
la calzada. La superficie de cemento de la ruta se extendía hasta las rocas a cada lado.
No existía tierra en la que pudieran quedar impresas las pisadas.
—Treparemos por esta ladera y nos internaremos por el bosque — le propuso Lockley
—, porque no es tan fácil que nos descubran por entre la maleza como en la carretera.
Los tipos del lago deben saber muy bien para qué sirven las carreteras. Creerán que si
averiguamos cómo funciona su rayo del terror, les atacaremos por las carreteras. Por
tanto, sus sistemas de vigilancia se centrará en las rutas. Por tanto, si nos apartamos de
los caminos evitaremos ser descubiertos. Es una suerte que lleve usted un buen calzado.
Éste puede ser el factor decisivo si queremos continuar con vida.
Comenzaron la ascensión. Gracias a la carencia de huellas, nadie podría averiguar que
habían abandonado la carretera en aquel punto. En realidad, no existía el menor signo de
su existencia, aparte del coche en la zanja. Se conocía la presencia de Lockley pero no la
de Jill.
El joven estaba inquieto por haber tenido que atraer la atención de Jill hacia su propia
situación en vez de dejarla absorberse en el posible o probable destino corrido por Vale.
Pero para lograr salir con vida de aquel trance iban a necesitar algo más que
sentimentalismo. Y Lockley no podía llevar todo el peso del asunto.
Había una invasión en proceso. Aparentemente podía tratarse de un invasión del
espacio, en cuyo caso el terror producido, sería el miedo a lo desconocido. Pero Lockley
había concebido la posibilidad de que sólo se tratase de una invasión del otro lado del
mundo, invasión era temida por los americanos al menos una vez cada veinticuatro horas.
Y entonces el terror sería provocado por el miedo a algo ya casi conocido.
Toda la tierra estaba temblando por culpa de la, al parecer, inevitable demostración de
poderío por parte de las naciones más potentes del globo. Su rivalidad parecía
irreconciliable. La mayor parte de la humanidad temía la aparición del conflicto con cierta
resignación porque no parecía haber forma de evitarla. Y se admitía como muy posible
que en una guerra de esta clase pereciese toda la humanidad, incluso las plantas y los
microbios. Era irónico que la única esperanza que todo el mundo parecía alentar era que
una de ambas naciones rivales descubriese o inventase un arma tan mortífera y nueva
que pudiese exigir la rendición de la otra sin la declaración de una guerra atómica.
Las bombas atómicas lo habrían logrado, de haberlas poseído sólo una nación. Pero
ahora ambas se hallaban fuertemente armadas con unas armas tan traidoras, de forma
que una guerra podía significar sólo la destrucción de ambas potencias en poco tiempo.
No había forma de precaverse contra la desesperada y terrible réplica por parte de los
supervivientes de la nación agredida. Era la certidumbre de dicha réplica lo que sostenía
la guerra fría, una guerra de provocaciones, de trucos de espionaje y contraespionaje,
aunque no de exterminio mutuo.
Pero Lockley había sugerido — porque era la peor de las posibilidades — que la nación
rival de América hubiese desarrollado una nueva arma que pudiese ser la vencedora, en
tanto no pudiese ser atribuida a sus auténticos poseedores. Si los Estados Unidos se
creían atacados desde el espacio exterior, no enviarían cohetes contra los atacantes.
Pedirían ayuda, y ésta les sería otorgada incluso por sus rivales si el ataque procedía de
otro planeta. Los hombres siempre se unen contra los seres que no son humanos. Pero si
se trataba sólo de una nave espacial procedente del otro lado del telón de acero,
fingiendo venir de un mundo desconocido... América podría ser conquistada porque
creería que luchaba contra monstruos y no contra hombres.
Esto no era probable, pero era posible. No existía ninguna prueba, pero en tal caso
todas las pruebas habrían sido evitadas. Y si su idea era la verdad, el desastre sería
mucho peor que la invasión desde otro planeta. Aquel primer aterrizaje podía ser sólo una
prueba para asegurarse de que la nueva arma era desconocida de los americanos, los
cuales estaban indefensos contra la misma. La dotación de la nave estaría dispuesta a
enfrentarse con la muerte. En cierto sentido, si para destruirlos había que emplear una
bomba atómica, sería un triunfo para la nación rival. Porque otras naves podrían aterrizar
en ciudades americanas, donde no podrían ser lanzadas bombas atómicas sin poner en
peligro de muerte a millones de personas, las cuales se rendirían bajo pena de muerte.
Lockley contempló el sol. Luego consultó su reloj.
—Debemos ir hacia el sur — dijo —. Es el camino más corto para llegar adonde
podremos considerarnos relativamente a salvo, y donde podré comunicarle a alguien
cuanto sé respecto a este asunto.
Jill le siguió obediente. Se adentraron en el bosque. No podían ya ser vistos desde la
carretera. Ni siquiera desde el aire. Cuando habían recorrido una milla, Jill efectuó una
última protesta.
—¡Es imposible que no sean monstruos! ¡No puede ser!
—Sean lo que sean — replicó el joven —, no quiero que pongan sus zarpas sobre
nosotros.
Reanudaron la marcha. Una vez, desde un grupo de árboles, divisaron la carretera que
corría más abajo, a su izquierda. Estaba desierta. A los pocos metros efectuaba un viraje,
perdiéndose de vista hacia la izquierda. Siguieron subiendo y bajando colinas. El camino
no era difícil, con los bosques desprovistos de maleza y el suelo tapizado por las hojas
caídas de las ramas. Al frente se presentó una pendiente iluminada por el sol cubierta de
matas espinosas, que debía ser evitada.
Lockley de repente se detuvo en seco. Palideció. Asió la mano de Jill y dio media
vuelta. Prácticamente la arrastró hacia el bosque que acababan de abandonar.
—¿Qué ocurre? — el semblante demudado del joven la obligó a hablar en susurros.
Él le ordenó que callase. Había olido algo. Un olor débil pero repugnante. Era el hedor
de la selva o la podredumbre. También podía ser la peste que desprenden los reptiles.
Era una mezcla de todos los peores olores imaginables. Era horrible. Era infinitamente
peor que la peste de la descomposición.
Silencio. Quietud. Los pájaros cantaban a cierta distancia. No ocurrió nada.
Absolutamente nada. Tras largo rato, Lockley dijo de repente:
—Tengo una idea. Se compagina con la emisión que hemos escuchado antes. Voy a
intentar comprobarla. Si me ocurre algo, no trate de ayudarme.
Había olfateado la peste al menos quince minutos antes, cuando había arrastrado a Jill
hasta el bosque, pero no había habido ningún otro indicio de la presencia de monstruos
terrestres o espaciales por allí. Se agazapó y se arrastró por entre los arbustos. Llegó al
lugar donde había notado el olor. Volvió a olfatear. Retrocedió. El olor seguía flotando en
el ambiente, débil, pero reconocible. Avanzó, se detuvo y volvió a retroceder. Continuó
con suma precaución, extendiendo la mano al frente.
Se detuvo de improviso. Luego retrocedió, con el semblante encolerizado.
—Tuvimos suerte al no poder utilizar el coche — dijo, cuando estuvo junto a Jill —. Nos
habrían matado, o algo peor.
Ella esperó con los ojos desorbitados.
—Lo que paraliza a los hombres y los animales — explicó —, es un haz de rayos
proyectados aún no sé cómo. Hemos estado a punto de ser atrapados. Probablemente es
similar al radar. Pensé que habrían puesto vigilancia en las carreteras. Pero han hecho
algo mejor. Proyectan los rayos. Cuando el haz de rayos bloquea una carretera, todo el
que pasa por la misma queda paralizado. Los ojos quedan cegados por una fantasía
inconcebible de distintos colores, se oyen ruidos inimaginables, se siente una angustia
indecible y se huele lo que olimos nosotros. Entonces sobreviene la parálisis. Ayer
proyecta ron estos rayos sobre mí y me capturaron. Otro haz de rayos similar en el
camino hacia el lago es lo que inmovilizó a los tres obreros, y más tarde a los otros dos
cuyo coche se averió, y que quedaron paralizados hasta que el haz de rayos fue
desviado.
—¡Pero nosotros sólo hemos olido algo nauseabundo! — protestó Jill.
—Usted lo olió. Por esto la hice retroceder. Yo lo había olido ya antes. Cuando empecé
a arrastrarme hacia delante comencé a entrever ráfagas de luz y ruidos extraños y a sentir
cierta comezón en la piel. Extendí la mano hacia delante... y quedó paralizada. Entonces
retrocedí — calló y luego añadió —: Bueno, Vámonos.
—¿Qué haremos?
—Cambiaremos la dirección de nuestra marcha. Si seguimos avanzando nos veremos
paralizados. Es un haz de rayos muy apretado, pero seguramente se dispersa por los
bordes. Intentaremos seguirlo lateralmente hasta que no podamos continuar o hasta que
lleguemos adonde deseamos ir. A menos — añadió —, que haya otro haz de rayos que
se cruce con el primero. Entonces, nos veríamos atrapados.
Emprendieron la marcha.
Cubrieron cuatro millas de camino áspero y dificultoso antes de que Jill diese señales
de cansancio. Entonces Lockley hizo alto al borde de un arroyuelo. Divisó unos peces en
sus claras aguas e intentó inventar un medio para pescarlos. Fracasó.
—Tampoco serviría de nada pescarlos. El resplandor del fuego sería visto de noche y
la columna de humo advertiría nuestra presencia de día. Y los tipos esos del lago podrían
dirigir su haz de rayos hacia nosotros. Nos iremos de aquí cuando usted haya
descansado.
Examinó el arroyo. Paseó por ambas orillas. Desapareció en un recodo del riachuelo.
Jill esperó, al principio inquieta, luego íntimamente angustiada.
Lockley regresó con las manos llenas de hojas de helechos y pimpollos recientes, con
las puntas curvadas y los extremos de sus raíces casi blanquecinas.
—Temo que esto será nuestra cena — anunció —. Su gusto es parecido al de los
espárragos crudos, similar al del maní en crudo, por lo que no nos hará daño alguno. Esto
es lo malo de comer vegetales silvestres. En su mayor parte pertenecen al orden de las
espinacas.
—Nos lo tragaremos — asintió Jill.
Por primera vez le contempló detenidamente. Hasta que se sintió angustiada al verle
doblar el recodo, no le había considerado como un ser de carne y hueso. Había sido sólo
un hombre que la estaba ayudando porque Vale no se hallaba presente. Ahora, en
cambio, se dijo que Vale debía estarle muy agradecido por aquella valiosa ayuda.
—Ya estoy mejor — añadió.
Él asintió y volvió a abrir la marcha. Vigilaba al sol para orientarse. Dos o tres millas
después del primer alto, dijo bruscamente:
—Creo que el haz de rayos del terror debe estar ya hacia allá — extendió una mano —.
Tengo otra idea. Iré a investigar.
—¡Tenga cuidado! — le recomendó Jill, inquieta nuevamente.
Lockley se alejó, adoptando toda clase de precauciones. La joven sabía que estaba
buscando el hedor tan peculiar de aquellos seres, el cual significaba el primer síntoma de
la proximidad de los rayos.
Lockley se detuvo a media milla de distancia, descansando mientras la joven le seguía
con la mirada. Anduvo atrás y adelante. Marcó un sitio con una piedra. Retrocedió un
buen trecho y se quitó el reloj de la muñeca. Lo dejó sobre el repecho de una roca y lo
golpeó. Lo pateó luego varias veces, cambiándolo de posición de vez en cuando. Luego,
lo destrozó con un pedrusco. Se incorporó y regresó, llevando algo que relució como el
oro por un instante.
Se detuvo antes de llegar a la roca que había puesto como señal. Realizó algunas
cosas extrañas, de espaldas a Jill. De vez en cuando, a su lado, se veía aquel mismo
destello dorado.
Retrocedió. Llevaba en la mano algo parecido a una pequeña espiral. Era el muelle de
su reloj antimagnético. Lo sostuvo un poco para que ella lo viese claramente y luego se lo
metió en el bolsillo.
—Ya sé qué es el rayo del terror — anunció con amargura —. Es un haz de radiaciones
del orden del radar, de los rayos X y otros similares. Sólo una antena puede captarlo y
este muelle es como una antena inmejorable. En ciertos sitios apenas pude detectar el
olor, pero cuando el muelle saltó capté más que mi cuerpo, y la peste fue horrible.
Entonces fui hasta el lugar donde mi piel había comenzado a picarme y vi las luces y oí
los ruidos. El muelle significó una gran diferencia. Hasta hallé la dirección del haz de
rayos. JiU parecía asustada.
—Procede de Boulder Lake — continuó el joven —. ¡Sí, es el rayo del terror! Uno
puede quedar preso en él sin darse cuenta. Y supongo que si tuviese bastante fuerza
sería también un rayo de la muerte.
Jill pareció titubear.
—Lo están empleando a baja tensión para no matar — añadió Lockley con frialdad —.
Nos están asustando, sencillamente. Dejan que nos demos cuenta de que nos hallamos
indefensos ante un rayo, y que meditemos sobre sus consecuencias. ¡Estoy seguro que
procuraron a propósito que nos escapásemos de aquel depósito de basura para que
pudiésemos contar todo lo ocurrido! Pero si ahora encontramos personas muertas en
alguna población arrasada, ya sabremos qué las ha matado, y cuando nos pidan
cortésmente que nos convirtamos en sus esclavos, sabremos que tendremos que acatar
sus órdenes o perecer.
Jill esperó. Cuando le pareció que Lockley había concluido su discurso, preguntó:
—Si son monstruos, ¿cree que querrán esclavizarnos? El joven vaciló, y luego replicó,
con una mueca:
—Tengo la costumbre, Jill, de mirar hacia el futuro y esperar que ocurra siempre lo más
desagradable. Tal vez así me encontraré agradablemente sorprendido, si obran de otra
forma.
—Supongamos que no son monstruos — observó Jill —. ¿Entonces, qué?
—Entonces — contestó Lockley — se trata de un instrumento de la guerra fría para
averiguar si desde detrás del telón de acero pueden esclavizarnos sin que nos demos
cuenta. Naturalmente, en tal caso, los tipos de la nave espacial preferirán antes morir que
darse a conocer.
—Y esto — agregó Jill, con desmayo — no ofrece muchas posibilidades para...
No nombró a Vale. No pudo. Lockley volvió a hacer una mueca.
—No estoy seguro, Jill. La evidencia parece demostrar que son unos monstruos. Pero
en ambos casos, lo que debemos hacer es procurar establecer contacto con el Ejército y
comunicar lo que hemos averiguado. Yo he podido probar un rayo estacionado, aunque
de manera imperfecta. El cuerpo de tropa ha sido alejado mediante un rayo móvil o
intermitente. No debe ser sencillo experimentar con cualquiera de ambos. Bueno,
vámonos.
La muchacha se levantó. Cuando él reanudó la marcha, le siguió. Treparon por unas
escarpadas laderas y descendieron hacia un valle. El sol comenzó a ponerse hacia el
oeste. La marcha era pesada. Para Lockley, acostumbrado a viajar por los montes, era
fatigosa. Para Jill era mucho peor.
Llegaron a una ladera desnuda, en la que no crecían ni árboles ni arbustos.
Desembocaba en un claro natural, de varios acres de extensión. Lockley paseó la mirada
por todo el paisaje. Unos diminutos árboles de denso follaje intentaban avanzar hacia el
claro. Gruñó de satisfacción.
—Siéntese y descanse — le ordenó a la muchacha —. Enviaré un mensaje.
Rompió varias ramas de las verdes coniferas. Salió al claro y empezó a dejarlas en el
suelo, según una norma previamente establecida. Volvió al bosque y rompió más. Muy
lentamente, porque las líneas tenían que ser amplias y espesas, fueron apareciendo las
letras de S. O. S. en color verde oscuro sobre el suelo del claro. Las letras tenían unos
treinta pies de altura, y los rasgos poseían cinco pies de anchura. Podrían verse
distintamente desde el aire.
—Creo que con esto conseguiremos algo — dijo Lockley con satisfacción. Si lo ven, tal
vez un helicóptero se arriesgará a venir a rescatarnos — la miró apreciativamente —.
Creo que todavía podrá gozar de una buena comida.
—Quiero decirle algo — contestó la joven, pensativamente —. Opino que usted ha
estado intentando animarme. Si esos seres espaciales no son monstruos, no dejarán con
vida a nadie que les haya visto, ¿no es cierto? Y si es así...
—Sabemos de seis hombres que han sido capturados por ellos — replicó Lockley —,
entre los cuales me cuento yo. Los seis han podido escaparse. Tal vez Vale haya podido
hacer lo mismo. No saben custodiar a sus presos. Claro que no sabremos ni podemos
saberlo hasta que la radio anuncie la libertad de Vale. Pero por ahora no hay motivo para
suponer que haya muerto.
—¡Pero si les vio cuando luchó contra ellos...!
—La evidencia — repitió Lockley — demuestra que vio a los monstruos, de acuerdo. Lo
único para dudarlo, sin embargo, es que a nosotros cuatro nos vendaron.
Jill pareció reflexionar profundamente.
—Bien — exclamó con resolución —, intentaré conservar una esperanza.
—Buena chica — repuso Lockley.
Esperaron. El joven estaba impaciente por sí mismo y contra el destino. Sabía que
había enfrentado a Jill con la realidad, cuando tal vez ya no era necesario, gracias a la
señal de S. O. S. Ya era bastante peliaguda la situación de ambos para que todavía
tuviera que añadir cierta dosis de crueldad.
Al cabo de mucho tiempo oyeron un tenue zumbido en el aire. Debía haber habido
otros cuando se hallaban en las escarpaduras de los montes, pero su preocupación por
orientarse no les había permitido prestar oído atento a dichos ruidos. Había aviones que
sobrevolaban por toda la zona del lago. Al principio habían despegado en respuesta al
aviso lanzado por los radares respecto a un objeto descendiente. Ahora volaban trazando
amplios círculos en torno a la zona del parque. Volaban alto por lo que resultaban
invisibles desde tierra.
Pero los pilotos podían ver. Cuando una escuadrilla era relevada por otra, aterrizaba
con una serie de fotografías para ser reveladas y examinadas con lupas, en busca de
algún signo de actividad desplegada por los seres extraterrestres.
Un subteniente descubrió el S. O. S. en una de las fotografías. A continuación tuvo
lugar una extensa conferencia. Se midieron las longitudes de las sombras. Se calcularon
el tamaño y la pendiente y las condiciones probables de la superficie del claro.
Un avión muy ligero despegó poco después del aeródromo más cercano a Boulder
Lake.
Lockley y Jill lo oyeron mucho antes de que apareciera a la vista. Volaba bajo, rasando
su vuelo entre los valles y las montañas para evitar ser avistado contra el cielo. Los dos
jóvenes lo oyeron al principio como un débil susurro. El sonido fue en aumento, disminuyó
y volvió a subir de tono.
Apareció por entre dos picos montañosos y sobrevoló el espacio abierto, donde se
destacaban las enormes letras. Lockley y Jill corrieron hacia allá, frenéticamente, agitando
las manos. El avión trazó varios círculos, calculando las condiciones para su aterrizaje.
Volvió a alejarse para buscar un abordamiento satisfactorio.
Se ladeó. Realizó un medio viraje y volvió a ladearse alocadamente, ascendió y por fin
descendió en picado...
Llegó apenas a veinte pies del suelo. Barrió el claro, tocándolo casi con el tren de
aterrizaje... y volvió a remontarse hacia las montañas. El sonido de su motor se fue
alejando, disminuyó y al final se desvaneció. Parecía haber escapado de una trampa.
Lockley se tornó lívido.
Comenzó a gritar ferozmente.
—¡Idiota! ¡Vuelve aquí! ¡Estúpido!
Cogió a Jill de la mano. Corrieron juntos. Evidentemente, algo había desconcertado al
piloto de la avioneta. Habría quedado ensordecido y cegado, con los músculos
agarrotados y los dedos entumecidos en las manos. Debía haber sido captado por el rayo
del terror. Y ahora se estaría regocijando de haber podido escapar al mismo. Por esto
había regresado hacia el horizonte. Y cuando llegase a su base, les parecería a sus jefes
que ya habían llegado demasiado tarde para el rescate. Si los fugitivos eran quienes
habían erigido aquellas letras, evidentemente debían haber sido capturados, por los seres
de Boulder Lake, los cuales, además, habrían querido tender una trampa para un avión.
Era una decisión razonable.
Pero lo que extrañó a los oficiales del campo de aviación, cuando en efecto llegaron a
esta conclusión, era que el haz de rayos hubiese sido apuntado hacia el piloto del aparato
antes de aterrizar. Mejor hubiese sido paralizarlo una vez en tierra, y él y la avioneta les
habrían suministrado considerable información a los monstruos del otro mundo. Sí, era
muy intrigante.
Lockley y Jill regresaron corriendo al bosque que se alzaba al borde del claro. Lockley
apretó los labios para no malgastar el aliento maldiciendo la estupidez del piloto. La
llegada y los círculos trazados por el avión habían sido un público reconocimiento de la
presencia cerca del claro de ambos fugitivos. Si el rayo del terror podía paralizar a un
piloto en pleno vuelo, también debía poder ser apuntado hacia dos seres indiferentes en
tierra. No tenían ya la menor esperanza.
Completamente desesperado, Lockley ayudó a Jill a bajar una ladera que conducía
hasta un valle situado mucho más al abrigo de las montañas.
Olfateó y olió a jungla, a almizcle, a ciénaga, a podredumbre, a flores a toda, la gama
imaginable de olores discordantes. En sus ojos se posaron ráfagas de todos los colores
existentes en éste y otros mundos. Oyó el caótico clamor que significaba que sus nervios
auditivos, como los visuales y los olfatorios y su piel estaban estimulados por una violenta
actividad, portadores de todos los mensajes que podían suministrar de una vez.
Gruñó en voz alta. Intentó buscar un lugar que fuese un seguro refugio para Jill, para
que cuando los invasores la buscasen, no la descubriesen. Pero esperaba que de un
momento a otro sus músculos se envarasen, y todo su cuerpo quedase alertado antes de
concluir su búsqueda.
No fue esto lo que ocurrió. Gradualmente, el olor se fue desvaneciendo. Se debilitaron
los colores que veía ante sus ojos. El horrible clamoreo que sus nervios auditivos le
retransmitían fue cesando poco a poco. Él y Jill habían estado a merced de los invisibles
operadores del rayo del terror. Quizá éste les había captado por accidente. O podía haber
sido debilitado...
Todo, en conjunto, resultaba muy intrigante.
Capítulo V
Cuando cayó la oscuridad, Lockley y Jill se hallaban ya a varias millas del claro donde
habían confeccionado las letras de S. O. S. Se hallaban bajo una densa cortina de hojas
de un árbol monstruoso cuyas raíces sobresalían del suelo alfombrado. Formaban un
refugio contra la observación a distancia. Lockley había descubierto un árbol caído con
parte de raíces rotas en la base del tronco. Con las manos fue rompiendo ramitas para
tener una provisión de leña. Pero entonces cayó en la cuenta de que sin una marmita no
podía cocer los pimpollos de helecho recolectados. O tenían que hervirlos, o no podían
guisarlos en absoluto.
—Haremos una ensalada — le dijo a Jill —, aunque sin sal, aceite ni vinagre, y
comeremos todos los que podamos.
La joven se hallaba completamente exhausta antes de que el sol se hundiera tras el
horizonte, pero Lockley no se atrevía a dejarla descansar más de lo justamente necesario.
Una vez la ofreció llevarla en brazos, a lo que ella se negó. Ahora estaba sentada entre
unas grandes raíces, reposando.
—Deberíamos captar noticias — le sugirió él. La muchacha hizo un fatigado gesto de
asentimiento. Lockley giró el botón de la radio y la sintonizó. Las noticias menudeaban.
Unos días atrás, el boletín de informaciones de los programas se limitaban a unas noticias
escuetas, de apenas cinco minutos de duración en conjunto, que abarcaban en forma casi
telegráfica las novedades del mundo entero. Parte de dichos cinco minutos, además,
estaba dedicada al anuncio de la casa presentadora del programa. Ahora, en cambio, la
música era rara. Se oían ocasionales melodías, pero la mayor parte quedaban
interrumpidas para emitir nuevas interpretaciones de la amenaza a la tierra existente en
Boulder Lake. Todos los personajes eminentes del mundo eran invitados a dar su opinión
respecto a dicha amenaza, al objeto caído del cielo y a los seres que lo tripulaban. La
mayoría no tenían opinión alguna que sugerir, pero se regocijaban de la oportunidad de
perorar ante un vasto aunque invisible auditorio. Pero alguna cosa había que intercalar
entre las guías comerciales.
Las noticias captadas por Lockley y Jill eran, específicas. Las pequeñas poblaciones
colindantes con la zona de Boulder Lake estaban siendo completamente evacuadas.
Científicos extranjeros habían llegado a los Estados Unidos, y se hallaban en el puesto de
mando del área próxima al parque nacional, no lejos del lago. Los cohetes dirigidos
estaban apuntados, listos para ser disparados. hacia el lago y sus montañas colindantes,
si la situación llegaba a exigirlo. Un avión había volado hacia el lago con una cámara
televisiva que transmitía todo lo que sus lentes captaban. Llegó al lago y la cámara no
retransmitió exactamente nada que ya no hubiese sido captado y retransmitido. Pero de
repente algo había fallado en el avión, el cual había comenzado a caer. La cámara había
seguido retransmitiendo durante la caída, hasta su destrucción. Los radiotransmisores
militares estaban radiando señales en todas las frecuencias de onda concebibles hacia lo
que universalmente se llamaba ya la nave espacial de otro mundo. No habían obtenido
respuestas. Los científicos extranjeros habían afirmado ni e el rayo del terror — rayo
paralizante, rayo de la muerte — era de naturaleza electrónica.
Lockley había creído que Jill estaba dormida, pero su voz surgió de entre la protección
ofrecida por el árbol.
—¡Usted lo descubrió! ¡Usted vio que era un rayo de tipo electrónico!
—Me limité a investigar un rayo estacionado — replicó Lockley —. Ellos, no. Lo cual
empeora el asunto. Nadie puede realizar observaciones científicas perfectas de algo que
le ciega, le ensordece y le paraliza, mientras está trabajando. Respecto a esto hay varias
cosas que me intrigan. ¿Por qué todavía no han matado a nadie? Han logrado asustar a
la gente sin necesidad de matar. ¿Y por qué no recibimos nosotros toda la fuerza del
rayo, una vez que el avión se hubo alejado del claro? De haberlo querido, podían
habernos atrapado con suma facilidad. ¿Por qué no lo hicieron?
—Si la gente se marcha de los pueblos — dijo Jill... con voz muy agotada y adormilada
—, tal vez piensan que ya es bastante. Podrán apoderarse de las ciudades...
Lockley no respondió, y Jill no siguió. Su respiración se tornó lenta y regular. Estaba
tan exhausta que ni el hambre había logrado mantenerla despierta.
Lockley trató de meditar. Estaba el asunto de la alimentación. Había bastantes
helechos por allí pero no tenían substancia alguna. Necesitaba poner más atención para
descubrir las agrupaciones de setas. Tal vez se habían alejado ya bastante ya del lago
como para poder dedicarse a la caza de comida. Se hallaban exactamente en la situación
de los bosquimanos australianos que vivían exclusivamente de los productos de la selva,
con la caza no demasiado eficaz. Pero los salvajes australianos no eran tan delicados
como él y Jill. Comían raíces e insectos. En esta situación los prejuicios eran un
obstáculo.
Consideró la idea con sarcasmo mezclado con amargura. Dos días de alimentación
inadecuada y ya se veía asaltado por tales ideas. Pero él y Jill no serían los únicos en
dedicarse a tales elucubraciones si las cosas continuaban como hasta entonces. Las
poblaciones en torno a Boulder Lake estaban siendo evacuadas. El cordón que habían
establecido había retrocedido. Había pánico, no sólo en América, sino también en Europa,
donde corría el rumor de otros posibles aterrizajes procedentes del espacio exterior. Los
mercados indudablemente cerrarían al día siguiente, si no estaban cerrados ya. Había
comenzado el éxodo en masa de las ciudades, y no tardaría en cundir el frenesí de la
velocidad entre los que pretenderían adelantar a los demás en las carreteras. Si los
monstruos del espacio deseaban algo más que el alejamiento de los humanos de su lugar
de aterrizaje, se produciría un auténtico caos. Si se movían agresivamente, cundiría el
pánico hasta desembocar en una catástrofe, con los habitantes exiliados de las ciudades
hambrientas, sin trabajo, sin dinero... ¿Era posible que una docena o dos de monstruos
pudiesen arrasar una civilización sin necesidad de matar a un solo ser humano
directamente?
Oyó un ruido. Apagó la radio, asiendo el bastón que probablemente no iba a servirle de
nada cuando llegase la ocasión.
El ruido continuó. Hubo crujidos de hojas y luego una especie de chasquido. No podía
tratarse de un ser muy grande. Parecía deambular tranquilamente por la montaña, en
medio de la oscuridad, sin sentirse alarmado ni desear alarmar a nadie.
Otra vez el chasquido. Y de pronto Lockley supo lo que era. Volvió a verse en el
depósito metálico, cuando estuvo prisionero de los invasores del espacio. Se levantó y
corrió hacia el ruido. El bicho no se alejó. Continuó enfrascado en su camino con la misma
pacífica indiferencia de antes. Lockley corrió hacia un árbol. Tropezó con una rama caída
del suelo. Buscó el lugar donde se hallaba el animal. Silencio. Encendió el mechero y a su
luz divisó al puercoespín convertido en una erizada bola, desafiando plácidamente a todos
los carnívoros, incluido el hombre. Un puercoespín es, normalmente, ¡a única criatura
salvaje que carece de enemigos. Hasta los hombres suelen dejarle tranquilo porque a
menudo ha salvado las vidas de los cazadores extraviados y de los viajeros famélicos.
Esto lo logra, simplemente, no huyendo de la presencia de nadie.
Lockley se clasificó a sí mismo como un viajero famélico. Abatió el palo después de
haber hecho brillar por segunda vez su encendedor.
Consiguió encender un pequeño fuego de raíces y ramitas. Guisó al puercoespín y el
olor aromático casi sacó a Jill de su embotamiento.
—¿Qué...?
—Cenaremos tarde — le anunció Lockley con gravedad —. Una especie de desayuno
anticipado. Coja este palo. Tiene insertado un pedazo de puercoespín. ¡Tenga cuidado,
que está quemando!
—¡Ooooh! exclamó la joven —. Luego añadió —: ¿Ya tiene usted?
—Mucho — le aseguró el joven —. Lo atrapé con mi bastón y sólo pretendió encerrarse
media docena de veces mientras lo estaba pelando y limpiando.
Jill comió ávidamente y cuando terminó él le ofreció más, pero no aceptó hasta que
Lockley hubo devorado su parte.
No apuraron todo el puercoespín. Había sido una cena extraña y amistosa, en medio
de las tinieblas, sin más claridad que el débil resplandor arrojado por las brasas.
—Creo que me he convertido en un adicto a las noticias — dijo el joven —. ¿Quiere
que oigamos lo que están diciendo por radio?
—Claro está — contestó Jill, y añadió con cierta torpeza —. Quizá sea por causa de
este tosco refrigerio, pero... bueno, espero que sigamos siendo buenos amigos cuando
toda esta pesadilla haya concluido. No conozco a nadie más a quien me gustase decirle
esto.
—Considere — repuso Lockley — que acabo de dirigirle una elocuente y agradecida
respuesta.
Pero su expresión en la oscuridad no era de felicidad. Se había enamorado de Jill
después del segundo encuentro, y ambas veces ella había estado acompañada de Vale.
Iba a casarse con Vale. Pero según todas las pruebas. Vale o estaba muerto o
prisionero de los invasores; en el último caso, sus posibilidades de vivir para casarse con
Jill eran escasas y en el primero seguramente no era aquélla la ocasión más adecuada
para revivir su recuerdo.
Sintonizó una emisora que radiaba noticias. Supuso que casi todas las emisoras
estarían en el aire toda la noche. Admitían ya oficialmente que el objeto de Boulder Lake
era una nave espacial que había permitido desembarcar a invasores de otro planéala a la
tierra. Los boletines del gobierno hablaban de unos «visitantes», en términos algo
velados, pero el público no creía ya en tales seguridades. Al principio, el aterrizaje había
parecido otro horror exagerado de la clase que continuamente circulaban por los
periódicos sensacionalistas. Ahora el público empezaba a tomárselo en serio, y la gente
podía comenzar a dejar de acudir al trabajo y los trenes a llegar con retraso. Cuando esto
sucediese, habría llegado la hecatombe.
Las noticias llegaron a través de una voz resonante que reveló estos hechos:
Se había ordenado la evacuación de otros cuatro pueblos en las proximidades de
Boulder Lake. El arma electrónica de los invasores había hecho retroceder el cordón
militar unas cinco millas. Pero la noticia principal era que los monstruos del espacio
habían roto el silencio por radio. Aparentemente, habían examinado y reparado el
transistor de onda corta del helicóptero que habían abatido.
Poco después del crepúsculo, afirmó el locutor, había sido recibida una comunicación
en un centro militar. Había hablado una voz humana, primero murmurando
atropelladamente y luego pronunciando confusa y angustiadamente, especie de mensaje,
que había sido grabado, y que la emisora volvió a reproducir:
«¿Qué diablos es esto...? ¡Oh...! ¿Qué queréis de mí...? Esto parece el transmisor del
helicóptero... Hum... ¡Ah!, está conectado... ¿Qué debo hacer, hablar? No sé si deseáis
que hable con vosotros o con los míos. Tal vez deseáis que diga que lo estoy pasando
muy bien y que me alegro de que estéis... Pues, no. A mí me gustaría estar en el mundo
civilizado... Si esto es captado por algún centro receptor, soy Joe Blake, el
radiotelegrafista del helicóptero 2-11. íbamos hacia Boulder Lake cuando olimos la
«peste». A continuación vi luces ante mis ojos. Quedé ciego. Después oí un estruendo
como si todo el infierno se hubiese derrumbado de repente. Y entonces me sentí como
atrapado por un cable de alta tensión. No podía mover ni el dedo meñique. Estuve así
hasta que el helicóptero se aplastó. Cuando volví en mí, estaba vendado igual que ahora.
No sé lo que les ha ocurrido a mis compañeros de equipo. No los he visto. ¡No he visto
nada! Pero acaban de ponerme delante de lo que me imagino es el transistor en onda
corta del aparato y me han urgido a...
La voz grabada terminaba bruscamente. Volvió a oírse al locutor. Agregó que el
radiotelegrafista del helicóptero había podido radiar más información antes de ser
desconectado el transmisor.
—Seguro — dijo Lockley cuando terminó el noticiario — a que el resto de la
información decía que los invasores han conseguido hacerle comprender que la tierra
debe rendirse a ellos por completo.
—¿Por qué?
—¿Qué otra cosa pueden querer decir? Llegar aquí y jugar al escondite, cuando
pueden alejar al Ejército a voluntad y han conseguido impedir que los aviones vuelen
sobre su base, es absurdo. Tal vez no sepan que poseemos la bomba atómica, pero
estoy seguro de que sí lo saben. Parte de esta información desconocida puede haber sido
lanzada para que no intentemos usarla contra ellos. Sería una jugada apropiada, aunque
no les serviría de nada.
—Usted insinuó — dijo despacio — que tal vez fuesen hombres, disfrazados de
monstruos. Pero esto significaría que la persona que les viese sería asesinada sin piedad
para que no revelase su secreto.
—Pienso que puede abandonar esta idea — la consoló Lockley —. No actúan como
hombres. Alejar el avión que venía en busca nuestra y no emplear el mismo rayo contra
los fugitivos... ¡no, no es la manera como actuarían unos hombres que pretendiesen
apoderarse del continente! Y apartar al Ejército para que el cordón siga establecido algo
más lejos, tampoco es la táctica que podría emplear nuestro más probable enemigo.
Hubieran destruido todo el cordón con el rayo del terror convertido en rayo de la muerte.
—¿Y si no pudiesen?
—No habrían desembarcado con un arma incapaz de matar a nad — replicó Lockley —
. Es mucho más probable que sean auténticos monstruos. Aunque no actúan como tales.
Jill quedó callada unos instantes.
—¿Ni siquiera unos monstruos que deseasen entablar amistad con nosotros?
—No creo que hubiesen preparado un desembarco por sorpresa — respondió Lockley,
tras meditar unos segundos —. Habrían aterrizado en la Luna poniéndose en
comunicación con nosotros hasta atraer nuestra curiosidad hacia ellos, y luego habrían
dispuesto un aterrizaje, o habrían preparado un encuentro con pilotos en órbita, o algo por
el estilo. Pero no lo han hecho así. Han efectuado un desembarco o aterrizaje por
sorpresa, limpiando su base de seres humanos, y manteniéndose en el anonimato. Pero
si juzgasen que somos animales, como los conejos, matarían a la gente en vez de
paralizarla y luego dejarla libre. ¡La verdad, no puedo imaginarme a unos monstruos
obrando así!
—Entonces...
—Será mejor que procure dormir — dijo Lockley —. Nos espera una jornada bastante
dura.
—Sí — asintió Jill, a regañadientes —. Buenas noches.
—Buenas noches.
Continuó despierto. Era divertido que estuviese intranquilo a causa de los animales
salvajes. Había fieras en el parque, y él no poseía más que un palo como única arma.
Pero sabía que casi todas las fieras evitan al hombre debido a un súbito y asombroso
instinto natural.
Los osos grises, antes de la aparición del hombre blanco en su territorio, despreciaban
tanto a los seres humanos que podían ser considerados como la especie predominante
en Norteamérica. Habían llegado a asaltar un poblado indio, llevándose a uno de ellos
para comérselo tranquilamente. Las flechas y las lanzas de los indios resultaban
ineficaces contra tales fieras. Cuando Stonewall Jackson era teniente del Ejército de los
Estados Unidos en el Oeste para proteger a los colonizadores blancos, él y un
destacamento de caballería fueron atacados sin provocación por un oso gris que se
mostró sumamente desdeñoso hacia ellos. El teniente Jackson montaba un caballo tuerto,
y consiguió llevar al oso hacia el lado ciego del caballo a fin de poder atacarlo. Con su
sable partió la cabeza del animal, desde el cráneo hasta el hocico. Es la única vez en la
historia que ha sido matado un oso gris con un sable. Pero en la actualidad ningún oso
gris atacaría a un hombre a no verse acorralado. Incluso los oseznos, sin la menor
experiencia, se aterran al husmear el rastro del hombre.
Todo esto era cierto. Además, los preparativos para el parque incluían mucha actividad
por parte de la unidad de Control de la Vida Salvaje, que estaba persuadiendo a los osos
a congregarse en una zona, disponiendo en ella comida apropiada para ellos, y
adoptando otras diversas medidas para los ciervos y otros animales. Habían puesto
truchas en los riachuelos y lubinas en el lago. El enorme remolque del Control era muy
familiar por aquellos contornos. Lockley lo había visto dirigirse hacia el lago el día antes
del aterrizaje.
Instintivamente se preguntó a qué zona del parque habrían decidido los del Control
situar a los pumas.
Había dormido al aire libre innumerables veces sin pensar en los pumas. Pero teniendo
que cuidar de Jill estaba preocupado. Pese a ello, se hallaba terriblemente fatigado, y
sabía que en un remoto lugar de su cerebro había algo desagradable que intentaba
aflorar a su pensamiento consciente. Era como una intuición. Cansado y medio dormido,
intentó captarla. Fracasó.
Se despertó de repente. Había crujidos entre los árboles. Algo se movía lentamente y a
intermitencias hacia él. Podía ser cualquier cosa, incluso uno de los seres de Boulder
Lake. Escuchó otros rumores. Otro ser. La primera criatura estaba cerca ahora, sin
moverse en línea recta. La segunda la seguía, muy pegada a ella.
A Lockley se le erizó el cabello. Los seres del espacio podían poseer unos sentidos
muy desarrollados que los hombres han perdido al civilizarse, por ejemplo, un excelente
olfato.
Un ser así dotado podía encontrar a Lockley y a Jill en la oscuridad, tras haberles
rastreado durante millas. Y una cosa tan desarrollada en un ser que podía estar más
adelantado que los hombres, resultaba más aterrador todavía. Asió el palo con
desesperación, a sabiendas de que un ser espacial podría paralizarle con el rayo del
terror.
Hubo siseos y cloqueos. Se parecían mucho a los que sus captores se habían dirigido
entre sí y a él mismo cuando fue vendado y conducido al depósito de basura. Muy
similares pero no idénticos. Sin embargo, Lockley seguía teniendo erizado el pelo y
agarrado el bastón desesperadamente.
Los siseos y los cloqueos crecieron de intensidad. Luego se produjo un ruido
indescriptible y uno de los dos seres invisibles huyó frenéticamente. Debía dar grandes
saltos bajo los árboles.
poblado indio, llevándose a uno de ellos para comérselo tranquilamente. Las flechas y
las lanzas de los indios resultaban ineficaces contra tales fieras. Cuando Stonewall
Jackson era teniente del Ejército de los Estados Unidos en el Oeste para proteger a los
colonizadores blancos, él y un destacamento de caballería fueron atacados sin
provocación por un oso gris que se mostró sumamente desdeñoso hacia ellos. El teniente
Jackson montaba un caballo tuerto, y consiguió llevar al oso hacia el lado ciego del
caballo a fin de poder atacarlo. Con su sable partió la cabeza del animal, desde el cráneo
hasta el hocico. Es la única vez en la historia que ha sido matado un oso gris con un
sable. Pero en la actualidad ningún oso gris atacaría a un hombre a no verse acorralado.
Incluso los oseznos, sin la menor experiencia, se aterran al husmear el rastro del hombre.
Todo esto era cierto. Además, los preparativos para el parque incluían mucha actividad
por parte de la unidad de Control de la Vida Salvaje, que estaba persuadiendo a los osos
a congregarse en una zona, disponiendo en ella comida apropiada para ellos, y
adoptando otras diversas medidas para los ciervos y otros animales. Habían puesto
truchas en los riachuelos y lubinas en el lago. El enorme remolque del Control era muy
familiar por aquellos contornos. Lockley lo había visto dirigirse hacia el lago el día antes
del aterrizaje.
Instintivamente se preguntó a qué zona del parque habrían decidido los del Control
situar a los pumas.
Había dormido al aire libre innumerables veces sin pensar en los pumas. Pero teniendo
que cuidar de Jill estaba preocupado. Pese a ello, se hallaba terriblemente fatigado, y
sabía que en un remoto lugar de su cerebro había algo desagradable que intentaba
aflorar a su pensamiento consciente. Era como una intuición. Cansado y medio dormido,
intentó captarla. Fracasó.
Se despertó de repente. Había crujidos entre los árboles. Algo se movía lentamente y a
intermitencias hacia él. Podía ser cualquier cosa, incluso uno de los seres de Boulder
Lake. Escuchó otros rumores. Otro ser. La primera criatura estaba cerca ahora, sin
moverse en línea recta. La segunda la seguía, muy pegada a ella.
A Lockley se le erizó el cabello. Los seres del espacio podían poseer unos sentidos
muy desarrollados que los hombres han perdido al civilizarse, por ejemplo, un excelente
olfato.
Un ser así dotado podía encontrar a Lockley y a Jill en la oscuridad, tras haberles
rastreado durante millas. Y una cosa tan desarrollada en un ser que podía estar más
adelantado que los hombres, resultaba más aterrador todavía. Asió el palo con
desesperación, a sabiendas de que un ser espacial podría paralizarle con el rayo del
terror.
Hubo siseos y cloqueos. Se parecían mucho a los que sus captores se habían dirigido
entre sí y a él mismo cuando fue vendado y conducido al depósito de basura. Muy
similares pero no idénticos. Sin embargo, Lockley seguía teniendo erizado el pelo y
agarrado el bastón desesperadamente.
Los siseos y los cloqueos crecieron de intensidad. Luego se produjo un ruido
indescriptible y uno de los dos seres invisibles huyó frenéticamente. Debía dar grandes
saltos bajo los árboles.
Entonces comenzó a esparcirse aquel olor familiar, olido ya cien veces antes. Era el
olor de la mofeta, atacada por un carnívoro y defendiéndose con su arma. Pero una
mofeta no es nada comparada con el rayo del terror. Su efluvio sólo ofende un sentido,
afecta sólo a un grupo de nervios sensitivos. El rayo del terror...
Lockley abrió la boca para reír, pero no lo hizo. Aquella intuición de su mente acababa
de abrirse paso en su cerebro. Se quedó aterrado.
—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? — balbució Jill atropelladamente —. Ese olor...
—Es sólo una mofeta — la calmó Lockley —. Pero acaba de darme muy malas
noticias. Ahora ya sé cómo actúa el rayo del terror. Y no puede hacerse nada. Nada.
¡En absoluto!
De repente se encolerizó, en la oscuridad, porque acababa de comprender la inutilidad
de combatir a los seres que se habían apoderado de Boulder Lake. No había nada que
pudiera impedirles apoderarse de toda la tierra, fuesen o no fuesen monstruos espaciales.
Capítulo VI
Eran las nueve de la noche cuando Lockley había matado al puercoespín, y las diez
cuando Jill se había retirado a dormir entre las raíces del corpulento árbol. Poco después
de medianoche, Lockley había sido despertado por la mofeta que había puesto en fuga al
animal de presa a unas cien yardas escasas del improvisado campamento. Pero en el
intermedio había ocurrido otro acontecimiento de gran trascendencia.
Algo había salido del parque nacional de Boulder Lake. Todos los seres humanos
habían huido de allí. Lo habían abandonado a los seres del espacio. Pero algo había
salido de allí.
Claro está, nadie lo había visto. Nadie podía acercársele, lo cual quedó
inmediatamente demostrado. Ningún ser humano podía resistirlo a una distancia de siete
millas. Evidentemente, era una especie de vehículo, porque proyectaba el rayo del terror
hacia el frente y a los lados, y cuando se halló fuera del territorio del parque, lo proyectó
también hacia atrás. Los hombres que habían sufrido el menor contacto con aquellos
rayos de terror y angustia, se apresuraban a apartarse para evitarlos. Así, cuando algo
salió del parque y comenzó a esparcir los temidos rayos, todo el mundo se apartó,
dejando el campo libre a los invasores.
Su avance pudo ser seguido, a medida que llegaban las informaciones, en un mapa
desplegado en el puesto de mando militar de la zona. Los comunicados describían el
desarrollo de un rayo de fuerza increíble que había construido como una bolsa en la línea
circular del cordón militar. La bolsa, que no era más que la línea del cordón replegándose,
se había convertido en un semicírculo de varias millas de radio. Continuaban
retrocediendo, y en el mapa aparecía como un seudópodo empujado por una enorme
ameba. Era la zona de efectividad de un arma desconocida en la tierra... la zona donde
los seres humanos no podían permanecer.
Con deliberación, el objeto móvil e invisible se separó del similar y mayor arma de
batalla que era su hogar y su lugar de nacimiento. Se movía con gran lentitud hacia el
pequeño poblado de Maplewood, a veinte millas lejos del parque.
Los «jeeps» y las motocicletas iban huyendo ante su avance, situándose fuera del
alcance de los rayos del terror. Se aseguraban de que todas las granjas y lugares
habitados quedaban desiertos antes de que los rayos del terror pudiesen engullirlos.
Atravesaron el pueblo de Maplewood y frenéticamente se llevaron todo lo que estaba con
vida, personas y animales. Luego se dedicaron a limpiar toda la región.
El aparato invisible continuó avanzando desde el parque. En lo alto se oía como un
sordo zumbido, pero se trataba de aviones provistos de bombas trazando círculos sobre
la zona ocupada por los monstruos. En dichos aviones había hombres que deseaban
descender en picado y destruir aquella zona invadida. Pero el Pentágono había cursado
órdenes tajantes. Mientras los invasores no matasen a nadie, no debían ser atacados. El
gobierno poseía diversas razones para desear establecer un contacto amistoso con una
raza capaz de viajar por las estrellas. Pero existía aún un motivo más poderoso. Los
monstruos todavía no habían comenzado a asesinar, pero se sospechaba que poseían un
terrible poder destructor. Por tanto, se había ordenado con firmeza que no fuese
empleado ningún cohete o bomba atómica, a menos que los invasores desencadenasen
el rompimiento de las hostilidades. Sus cautivos — la dotación del helicóptero — podría
ser liberada si los monstruos y los seres humanos colaboraban amistosamente. ¡Por lo
tanto... nada de provocaciones!
El objeto que nadie veía avanzaba cómodamente por el terreno comprendido entre el
parque y Maplewood. En el centro de aquella zona había algo que engendraba el rayo del
terror y probablemente llevaba pasajeros. Fuese lo que fuese, iba avanzando y en
Maplewood y más allá de siete millas en cada dirección, los soldados estaban atentos a
sus movimientos. Los artilleros tenían los cañones preparados para disparar contra el
objeto, si conseguían obtener las coordenadas de tiro y el permiso para entrar en acción.
Los aviones estaban listos para soltar sus bombas si llegaban a ordenárselo. Y a no
muchas millas de distancia había cohetes dispuestos a demostrar su puntería y capacidad
devastadora, a una sola voz de mando. Pero no ocurrió nada. Ni siquiera se permitió a los
aviones lanzar una bengala. Podía ser tomada como un acto de hostilidad.
El vehículo invisible se quedó en Maplewood dos horas. Al término de ese plazo
retrocedió deliberadamente hacia el parque. Abandonó el pueblo sin haber tocado nada,
salvo unos curiosos robos efectuados en unos almacenes y tiendas de aparatos
electrodomésticos, y uno o dos garajes. Parecía como si, sumamente curiosos, los
monstruos del lago hubiesen salido del parque sólo para averiguar los descubrimientos
efectuados por los humanos. Continuó lenta y deliberadamente su marcha hacia el
parque. Los humanos regresaron cautelosamente hacia la zona que antes habían
abandonado. No muchos, sólo los suficientes para estar seguros de que el objeto había
regresado efectivamente al lugar del que había salido. Los soldados estaban ya
retornando a la recién abandonada población de Maplewood cuando el vehículo invisible
alteró el alcance y la orientación de su arma contra la población. Se hallaba entonces a
menos de siete millas en su camino de vuelta hacia Boulder Lake. Los militares se habían
ya felicitado por lo que habían aprendido. Los proyectores de rayos del lago poseían sólo
un alcance de siete millas, pero aquel objeto móvil y no identificado aún, llevaba un
armamento de menos alcance. Según esto, los hombres y animales fuera de un radio de
siete millas se hallaban a salvo. Lo cual era una buena noticia.
Y entonces el objeto móvil hizo algo. El rayo del terror que era proyectado en todas
direcciones dobló su intensidad. Los soldados que acababan de regresar a Maplewood
olieron la «peste» y vieron brillantes y cegadoras luces. Un estruendo los ensordeció.
Cayeron con todos sus músculos rígidos y paralizados. Durante cinco minutos el arma
móvil de los invasores mantuvo paralizados a todos los seres vivientes dentro de un radio
de quince millas. Luego, durante treinta segundos paralizó a los situados en un radio de
treinta millas. Y durante un infante convulsionó a los hombres y animales que se hallaban
mucho más lejos todavía. Y todas estas víctimas del rayo del terror sintieron, a partir de
entonces, un invencible horror hacia el rayo invisible.
El objeto móvil que nadie había podido vislumbrar regresó al parque. Y entonces los
hombres pudieron volver a los mismos sitios que antes habían sido evacuados.
Parecía que nada había cambiado, pero en realidad todo había sido modificado. Si los
invasores poseían armamento móvil, la victoria sobre ellos no podría obtenerse con una
sola bomba atómica lanzada sobre Boulder Lake. Podía haber docenas de armas móviles
diseminadas por toda la zona del parque. Cualquier ataque atómico necesitaría multiplicar
su violencia para asegurar el resultado. En vez de una bomba, se necesitarían cincuenta.
Habría que destruir todo el parque y las montañas adyacentes. Y la radiactividad de
tantas bombas, pondría en peligro a la nación entera.
Los invasores gozaban de una situación invulnerable. Mientras se estaba demostrando
esta situación, Jill dormía pesadamente entre las raíces del árbol y Lockley dormitaba a
pocos pasos de distancia. Creía que con ello protegía mejor a la joven.
Se despertó al alba, y casi en el mismo instante lo hizo Jill. Le sonrió y trató de
levantarse. Tenía todo el cuerpo dolorido debido a la forzada postura adoptada durante la
noche. Pero era un nuevo día y tenían desayuno. El puercoespín guisado la noche antes.
—Me siento bastante más animada que ayer — dijo Jill, royendo uno de los huesecitos.
—Es un error — replicó Lockley —. Si se empieza con malos presagios, el día mejora a
medida que aquéllos no se cumplen. Pero empezar con animación sólo sirve para
desesperarse a medida que las esperanzas se van desvaneciendo.
—¿Tienes malos presagios? — quiso saber la joven.
—Decididamente, sí.
Era verdad. Aun sin saber nada de la demostración de terror efectuada la noche antes
por los invasores, sabía como actuaba el rayo de aquéllos, aunque no podía imaginar
cómo lo generaban. Y tampoco podía figurarse ninguna defensa contra el mismo. Pero si
Jill se había despertado animada no había motivo para frustrarle aquel pequeño placer.
Ya podría desesperarse más tarde, comenzando por la prueba de la muerte de Vale.
—Deberíamos escuchar las noticias — sugirió ella —. Uno o dos presagios pueden
venirse al suelo si lo hacemos.
La principal noticia fue. naturalmente, el examen llevado a cabo por los seres del
espacio en la pequeña ciudad de Maplewood y su regreso al parque. Había informes de
unas huellas en nada parecidas a las de ningún ser vivo de la tierra. Había un
comunicado muy optimista de los científicos que se ocupan del problema del rayo del
terror. Alguien había efectuado unos cálculos mediante los cuales se obtendría una
imitación del rayo del terror Una vez conseguido, sería fácil encontrar la manera de
neutralizarlo.
Lockley emitió un gruñido. El Wutor se mostró entusiasmado con el descubrimiento
realizado por los científicos. Casi no se refirió al hecho de que los seres humanos
hubiesen tenido que evacuar un espacio mucho más amplio que al principio. Había una
declaración de un importante funcionario asegurando que era una tontería preocuparse
por la falta de alimentos. Lockley volvió a gruñir cuando finalizó la emisión.
—La idea de que todo lo que se imita puede ser contrarrestado es una tontería —
comentó, amargado —. Nosotros podemos imitar los sonidos y en cambio no hay forma
de aniquilarlos.
Jill había ya comido una parte sustanciosa del puercoespín mientras escuchaba las
noticias. No era un desayuno muy satisfactorio, pero se sentía intensamente animada
después de dos días de extenuación.
—Pero tal vez esto no hará ninguna falta — observó — cuando usted cuente lo que
sabe. No es probable que nadie fuera del parque haya podido estudiar y probar los rayos
tan atentamente como usted.
Echaron a andar. Lockley tenía la ventaja de conocer perfectamente todo el parque,
gracias a sus mediciones. Sabía casi exactamente dónde se encontraban. Y asimismo
sabía, con un estrecho margen de error, por dónde se hallaba el rayo de los invasores.
Aunque había roto el reloj, el sol le orientaba como si fuese una brújula, y podía mantener
razonablemente una línea recta hacia el lindero del parque.
Poco después comenzaron una hondonada con curvas bastante continuas y
pronunciadas que les conducían hacia su destino, sin exigirles ningún ascenso. Fue en
esta zona donde se vieron de repente frente a un gran oso pardo. Se hallaba sólo a cien
pies de distancia. Los contempló inquisitivamente, levantando el hocico para captar su
olor.
Lockley se agachó y cogió una piedra. La arrojó. Chocó contra las rocas del suelo. El
oso dejó escapar un sordo gruñido y se alejó lentamente.
—Yo no me habría atrevido a hacer esto — confesó Jill.
—Era un oso macho — le explicó Lockley —. De haber sido una hembra con sus
oseznos tampoco lo habría intentado.
Continuaron la marcha. A media mañana Lockley encontró unas setas. Eran insípidas y
sólo su agudo apetito las hizo comestibles, pero se llenó los bolsillos con ellas. Algo
después encontraron unas fresas, y mientras las recogían y se las comían, el joven dio
una conferencia sobre las plantas silvestres comestibles de los montes. Jill le escuchaba
con aparente interés. Cuando dejaron el arbusto de las fresas torcieron a la izquierda para
evitar una empinada ladera. Y de pronto, Lockley se detuvo en seco. En el mismo instante
Jill se asió de su brazo. Palideció.
Dieron media vuelta y echaron a correr.
A un centenar de yardas, Lockley aflojó el paso. Se pararon. Al cabo de un momento, el
joven consiguió sonreír.
—Un reflejo condicionado — comentó —. Olemos algo y corremos. Pero creo que se
trata del familiar rayo del terror que cruza las carreteras para evitar que los humanos las
utilicen. Si se tratase de un proyector portátil, no estaríamos ya hablando aquí.
Jill jadeó, aliviada en parte.
—Hay algo que debería intentar — continuó Lockley —. Debí probarlo ayer cuando
rompí el reloj.
Retrocedió hacia el lugar donde habían olido aquella desagradable y nauseabunda
peste.
—¡Tenga cuidado! — le recomendó Jill.
Asintió. Sacó el muelle en espiral de su bolsillo. Se adelantó con toda precaución hasta
el sitio donde el olor comenzaba a dejarse sentir. Manteniéndose algo apartado, arrojó un
extremo del muelle hacia allí, sujetando el otro extremo. Volvió a recuperarlo y repitió la
operación. Se movió hacia un lado. De nuevo balanceó el muelle. Atrás y adelante. Luego
volvió a retirarlo y rodeó su mano izquierda y la muñeca con varias vueltas del muelle.
Volvió a avanzar.
Regresó sin ningún cambio en su expresión.
—Nada — anunció —. Actúa en cierto modo. Lo mismo que una antena; por esto el
muelle capta mejor el rayo que mi mano. Pero intenté construir una jaula Faraday.
Detendría casi toda la radiación electromagnética, pero no estos rayos. La atraviesan
como los electrones a través de la rejilla de una radio.
Devolvió el muelle a su bolsillo.
—Bueno — hizo una mueca —, continuemos. Tenía cierta esperanza, pero me
consuela pensar que tipos más listos que yo tampoco han averiguado nada todavía.
Reanudaron la marcha una vez más. Esta vez no eligieron un camino fácil, sino que
ascendieron por un? loma de varios centenares de pies hasta llegar a la cumbre donde
iniciaron el descenso al otro lado.
—Descubrí una cosa, si es que significa algo — dijo Lockley, en la cima de la loma —.
El rayo se diluye en los bordes, pero se trata de una filtración, no de una difusión. Se
parece mucho a la luz de un foco. De noche se distingue la luz de un foco porque las
motas de polvo diseminan cierta parte del mismo. Pero la mayor parte de la luz va en
línea recta. Este rayo obra igual. Es difícil imaginar un límite a su alcance.
Emprendió el descenso, seguido de Jill. Cuando llevaban cubiertas más de dos millas,
dijo la joven:
—Usted dijo que ya sabía cómo actuaba. Los rayos de la radio y el radar no tienen
estos efectos. ¿Cómo son los de estos rayos?
—Se cambia en corriente de alta frecuencia cuando incide sobre alguna superficie.
Pero la alta frecuencia no penetra en la carne ni el metal, sólo en su superficie. Así,
cuando un rayo hiere a un hombre sólb engendra alta frecuencia en su piel. Éste
engendra corrientes contrarias por debajo, estimulando a los nervios sensoriales de
nuestros ojos, oídos, olfato y piel. Cada nervio suministra su propia clase de sensación. Si
pasa una corriente por su lengua, sentirá un sabor. Una corriente en sus ojos, provocará
haces de luz. Por tanto, este rayo hace que nuestros nervios informen de cuanto son
capaces de informar, verdadero o no, y por esto quedamos ciegos o sordos. Entonces, los
nervios de los músculos les comunican que deben contraerse y éstos obedecen.
Entonces, quedamos paralizados.
—¿Y si existe una forma de generar la alta frecuencia en la piel humana — preguntó
Jill —, no hay nada para contrarrestarlo?
—Nada — contestó Lockley lastimosamente.
—Tal vez usted podría descubrir un medio para impedir esta generación de alta
frecuencia.
Él se encogió de hombros. Jill frunció el ceño. No había olvidado a Vale, pero le debía
cierta gratitud a Lockley. Femenina lente, empezaba a pagarle su deuda apremiándole
para que hiciese algo considerado como imposible.
—¡Al menos — agregó —, no puede ser un rayo de la muerte!
Lockley la miró.
—Está equivocada — replicó fríamente —. Puede serlo.
Jill volvió a fruncir el ceño. No por esta declaración sino porque no había conseguido
distraerle de sus tristes reflexiones. También ella tenía motivos para sentirse triste. Pero
sin darse cuenta cabal de ello, Jill había comenzado a sentir una gran confianza en
Lockley. Era tranquilizador que supiese encontrar comida, y aún más que fuese capaz de
ahuyentar a un oso. Claro que todo ello no era razón bastante para creer que pudiera
inventar algo para contrarrestar el arma al parecer invencible de los invasores. Y aunque
lograse animarle para luchar contra los monstruos, ello no seria más que una forma de
demostrar también su lealtad hacia Vale. Lo creía firmemente.
A última hora de la tarde, dijo Lockley:
—Otras cuatro o cinco millas y podremos salir del parque, encontrándonos en una
carretera que espero no se halle también bloqueada por el rayo del terror. Seguramente
hallaremos alguna granja donde podamos conseguir una comida decente.
—¡Huevos fritos! — exclamó Jill.
—Probablemente.
Continuaron andando. Tres millas. Cuatro. Cinco. Cinco y media. Bajaron una
pendiente no muy pronunciada y llegaron a un camino de piso muy endurecido con
señales de rodadas y un cartel urgiendo a los conductores a mostrarse precavidos. Había
unos sembrados y una fila de postes de teléfono con hijos en perfecto estado.
—Iremos hacia el oeste — anunció Lockley —. Por allá tiene que haber una granja.
—Y gente — exclamó Jill —. ¡Tengo una facha horrible!
Él la contempló con aprobación.
—No. Está muy bien. Estupenda.
Era agradable que pareciese decirlo convencido.
—Tal vez — dijo ella, instantáneamente — podré saber algo de... de...
—Vale — terminó Lockley —. Pero no se desanime si no averiguamos nada. Puede
haber huido o haber sido liberado sin que nadie lo sepa.
—¡Liberado! — gritó ella, sorprendida —. Esto es algo que no había pensado.
Seguramente, habrá intentado hacerles comprender que los humanos somos inteligentes
y que deben mostrarse amistosos con nosotros. Esto debió ser lo primero en que pensó
Vale. Y a lo mejor pueden haberlo dejado en libertad para que empiece a preparar el
terreno.
—Sí — dijo el joven, pero su tono carecía de expresión.
Otra milla, ahora ya por el camino endurecido. Parecía raro andar sobre aquella
superficie dura después de haber atravesado tantas millas por diferentes clases de
terreno. Era la hora del ocaso del sol. Había una granja bastante apartada del camino,
escasamente visible más allá de un campo de maíz. La casa parecía abandonada. Pero
se hallaba en muy buen estado. Por algún lado había unas gallinas, pero se intuía el
vacío.
Lockley llamó. Volvió a llamar. Fue a la puerta y estaba a punto de golpearla cuando la
hoja se abrió.
—Evacuada — dijo —. ¿Se ha dado cuenta de que hay una línea telefónica tendida de
aquí al camino?
Buscó por todas las habitaciones. Encontró el teléfono. Levantó el receptor y oyó el
zumbido del tono. Intentó hablar con la telefonista de servicio. No hubo respuesta. Buscó
una guía telefónica y marcó otro número. Fue marcando varios números. El «sheriff». El
capellán. El médico. Un garaje. Otra vez la telefonista. Un almacén... Los teléfonos
repiqueteaban en los lugares marcados, pero no contestaba nadie.
—Buscaré en las ponedoras de las gallinas — anunció Jill. Regresó con unos cuantos
huevos.
—Las gallinas tenían hambre — declaró la joven —. Les he echado algo de grano y he
dejado abierta la puerta del gallinero. Me pregunto si también las debió alcanzar el rayo.
—Sí.
Lockley encendió la lumbre y Jill cocinó los huevos que pertenecían a gente
desconocida que poseía aquella granja y la había evacuado, obedeciendo las órdenes
recibidas. Se sentían incómodos, moviéndose libremente por la casa de unos
desconocidos. Les parecía estar abusando de unos invisibles anfitriones.
—Debo lavar los platos — dijo Jill, cuando hubieron terminado.
—No — arguyó Lockley —. Vámonos. Tenemos que encontrar a los soldados, o un
teléfono que funcione.
—De todas formas, no sé mucho de lavar platos — se disculpó la joven.
Lockley dejó un billete de banco sobre la mesa de la cocina, con un cuchillo encima
para sujetarlo. Cerraron la puerta de la casa. Habían comido algo más, aparte de los
huevos, y la sensación que experimentaban era admirable. Volvieron a encontrarse en el
camino.
—Creo que debemos ir hacia el oeste — dijo Lockley —. Han bloqueado la carretera
por el este con el rayo del terror.
El sol había ya traspuesto el horizonte, pero todavía se veía un ligero resplandor en el
firmamento. Divisaron la luna nueva prácticamente oculta por la claridad crepuscular.
Echaron a andar por un camino civilizado, con una alambrada a un lado y al otro la fila de
los postes telefónicos.
—Me parece que ya estamos a salvo — dijo Jill —. Todo parece tranquilizador en torno
nuestro.
—Pero será mejor que mantengamos el olfato alerta — la advirtió el joven —. Sabemos
que un rayo puede llegar hasta aquí y que probablemente, no, ciertamente atraviesa este
camino. Debe haber más de uno.
—¡Oh!, sí — asintió Jill. Luego agregó, siguiendo el hilo de sus pensamientos —.
Supongo que le nombrarán algo así como embajador ante nuestro gobierno para que
entable las negociaciones de amistad. ¡Sí, les habrá convencido!
Volvía a pensar en Vale. Lockley no dijo nada.
La noche había caído ya. Sobre sus cabezas brillaban miríadas de estrellas. Divisaron
los hilos de teléfono combados entre los postes contiguos. Pasaron por una portalada
abierta donde otro cable telefónico conducía a otra granja. Pero si no tenía que haber
nadie al otro extremo, no valía la pena intentar telefonear.
Oyeron un ruido a sus espaldas. Se contemplaron mutuamente a la pálida luz de las
estrellas. El estruendo se fue acercando.
—¡No... no puede ser! — exclamó Jill, maravillada.
—Es un motor — asintió él. No podía sentirse aún aliviado —. Parece un camión. No sé
si...
Se sentía angustiado. Pero era absurdo. Sólo los seres humanos podían emplear
camiones con motor.
Vieron un tenue resplandor. Iba acercándose a medida que aumentaba el rugido del
motor. Decididamente se trataba de un camión. Se escuchaban, además, esos extraños
ruidos que hacen siempre los camiones, aparte del motor.
Llegó a la curva que acababan de doblar. Los faros comenzaron a barrer los maizales
que crecían a los lados del camino. Primero apareció un faro. Luego el otro. Un enorme
camión con remolque avanzaba hacia ellos. Jill levantó la mano para que se detuviese. La
luz brilló sobre su figura.
Rechinaron los frenos. La poderosa combinación de camión y remolque, frenó casi en
seco. Un hombre se asomó.
—¿Eh, qué están haciendo aquí? — preguntó, con asombro —. ¡Todo el mundo se ha
largado! ¿No han oído que todos los habitantes de la zona deben marcharse a veinte
millas lejos del parque? ¡Hay unos monstruos allí!
¡Unos tipos de Marte u otro planeta! ¡Se comen a las personas!
A la luz de las estrellas, Lockley reconoció la marca familiar del Control de la Vida
Salvaje. Oyó como Jill, temblorosa la voz, explicaba que había estado en el campamento,
quedándose rezagada, y cómo ella y Lockley habían conseguido salir del parque.
—Necesitamos un teléfono — añadió —. Tenemos que proporcionarle al Ejército cierta
información. Es muy importante — entonces tragó saliva —. Y me gustaría saber si ha
oído usted algo de un tal Vale. Fue hecho prisionero por esos monstruos, ¿No saben si lo
han dejado libre?
El chófer titubeó.
—No, señorita — dijo al fin —. No sé nada de él. Pero me cuidaré de ustedes dos.
¡Deben estar agotados! Jud, pasa al remolque y haz un poco de sitio para esos dos
amigos en el asiento delantero — añadió, a guisa de explicación —: Hay cajas y material
en el fondo, señorita. Ustedes suban aquí conmigo.
Se abrió la portezuela de la cabina. Por la misma salió un tipo bajito. Silenciosamente,
se dirigió al remolque y saltó a su interior. Jill trepó por la abierta portezuela. Lockley la
siguió. Todavía se sentía intranquilo sin saber por qué, pero juzgó que era ya una
costumbre, adoptada los días pasados.
—Estamos transportando material para el ejército — explicó el conductor cuando
Lockley cerró la puerta de la cabina —. Están siguiendo el rastro del rayo del terror, y nos
lo van avisando por radio, para que podamos evitarlo. No hemos tenido la menor molestia.
¡Nunca me figuré que tendría que jugar al escondite con los marcianos! ¿Qué clase de
tipos son?
Puso en marcha el motor. Camión y remolque comenzaron a rodar por el camino.
Lockley estaba irritado consigo mismo por no poder calmarse y sentirse a salvo, como los
acontecimientos parecían demostrar.
Más adelante se preguntó por qué no había utilizado su cerebro en aquel asunto como
había hecho con otros durante los pasados días.
Pero no lo hizo.
Capítulo VII
El conductor sentía enorme curiosidad por saber cosas de la zona donde se suponía
que no podía sobrevivir ningún ser humano. Formuló diversas preguntas, especialmente
insistiendo sobre los seres espaciales. Jill afirmó haberlos visto, pero a muy larga
distancia. Habían estado investigando el campamento evacuado. Tenían el tamaño de un
hombre. No podía describirlos, pero no eran seres humanos. Al chófer le pareció increíble
que no los hubiese examinado con más detalle.
Lockley acudió en su defensa. Dijo que los invasores lo habían retenido prisionero, y
había logrado escapar. Entonces, la curiosidad del conductor llegó a su colmo. Quería
conocer todos los detalles de la inimitable experiencia. Expresó un desencanto incrédulo
cuando Lockley le aseguró que no podía darle ninguna descripción de aquellos seres.
Cuando quedó convencido, se lanzó a un detallado discurso de las descripciones
efectuadas por los obreros del campamento. Pintó a los invasores como caballos con
pezuñas, provistos de cuernos y antenas, equipados con brazos múltiples, como los
octópodos y con ojos de facetas múltiples, como los insectos.
Parecía considerar este retrato con inmensa satisfacción, a medida que el camión
gruñía y renqueaba en medio de la noche.
Los faros brillaban delante del vehículo. Más allá, los prados y los montes estaban
envueltos en tinieblas. De vez en cuando, cruzaban pequeños caminos vecinales.
Indudablemente llevaban a granjas esparcidas por la región, pero por ninguna parte se
veía el menor destello luminoso. Aquella parte del mundo estaba desierta, con la soledad
de un paisaje del que ha sido borrada toda actividad humana.
Jill efectuó una pregunta. El conductor recayó en su locuacidad. Hizo un retrato
dramático del terror que. había sobrecogido a todo el mundo, la suspensión de todos los
antagonistas ante la general amenaza para todos los hombres y naciones de la tierra.
Incluso había paz allí donde los agitadores de profesión habían comprendido que las
cosas empeorarían si los monstruos conseguían apoderarse del globo. Pero el chófer
insistió en que los Estados Unidos conservaban la calma.
—Nosotros, los americanos, no estamos asustados. Somos gente educada y sabemos
que nuestros científicos sabrán contrarrestar esta amenaza. Tal como dijo ayer la radio,
un tipo belga había llegado a la conclusión de que el rayo envenenado tenía que ser algo
parecido a un rayo de radar o de láser o de algo por el estilo. Y los científicos americanos
están colaborando con sus colegas ingleses, franceses, italianos, alemanes y rusos.
¡Todos los mejores cerebros del mundo trabajan conjuntamente! ¡Los marcianos se
arrepentirán de haberse presentado como invasores en lugar de efectuar una visita de
cortesía! ¡Suerte tendrán si les permitimos regresar a Marte!
Lockley deseaba conocer los resultados a que habían llegado los científicos.
—La radio — prosiguió el conductor — trabaja con ondas como las de una balsa. Se
extienden hacia fuera y llegan a los sitios donde hay instrumentos que pueden
detectarlas. El radar lanza la misma clase de ondas, pero más pequeñas, que chocan con
el sitio donde hay un aparato que puede detectarlas. Son ondas rizadas.
Lockley creyó entender que se refería a ondas onduladas, redondeadas por arriba y en
el seno. En realidad, era una manera excelente de definirlas.
—Éstas son las ondas naturales — continuó el conductor—. Las de los relámpagos,
por ejemplo. Todos los fenómenos atmosféricos, las chispas de los motores y los
circuitos, las generan. Esta clase de ondas son generadas en todos los circuitos
eléctricos, además de serlo en todos los fenómenos naturales.
«Nosotros podemos resistirlas — continuó el chófer —, porque estamos
acostumbrados a ellas. Por tanto, no reparamos nunca en ellas ni las sentimos cuando
inciden en nuestra piel. Estamos acostumbrados a ellas. Pero los científicos afirman que
hay ondas que no son naturales. No son como las rizadas. Son como las olas de una
tormenta, con espuma y todo. Y esa es la clase de ondas que podemos sentir. Como las
olas de una tormenta, de bordes aguzados. Podemos sentirlas porque nos molestan. Y
estos marcianos tienen esta clase de ondas. Pero como ya sabemos qué ondas son,
ahora vamos a fastidiarles. Y yo, por mi parte, estoy reservándoles una enorme patada
que pienso propinarles... bueno, allí donde a esos monstruos pueda hacerles más daño.
Lockley seguía mostrándose suspicaz y enojado consigo mismo. Jill se hallaba ya a
salvo. El chófer se hallaba muy bien informado, aunque seguramente a aquellas horas lo
estaría todo el mundo. ¡Había motivos para estarlo!
El camión iba traqueteando por las tinieblas. En el cielo, muy arriba, acababa de llegar
una escuadrilla de aparatos para relevar a la anterior que había estado sobrevolando el
parque. Otra escuadrilla, la que acababa de ser relevada, se dirigía al sudoeste. Los
motores roncaban sordamente. Pero mucho más arriba, donde brillaban las estrellas, todo
era silencio.
Lockley seguía en tensión y estaba ya harto de ella. Jill estaba a salvo. Intentó razonar
para alejar su inquietud. La cabina del camión iba bamboleándose. Ir en un vehículo
enorme es muy distinto que hacerlo en un turismo. El chófer había dejado de hablar.
Parecía estar canturreando mientras guiaba. Se había interesado mucho por los
invasores, pero le habían tenido sin cuidado las aventuras de los dos jóvenes en el
parque. No había preguntado cómo se habían alimentado. Estaba pensando en otra cosa.
Lockley comenzó a meditar sobre todas las preguntas formuladas por el chófer desde
que habían subido a la cabina. Y luego en todas sus respuestas. Conducía para el
Ejército. Éste iba siguiendo el rastro del rayo del terror y lo notificaba al camión por radio,
a fin de que el vehículo pudiese dar los rodeos necesarios para evitarlo. Esto era lo que
había dicho. Parecía plausible, pero...
—Hay una cosa que me extraña — exclamó de pronto el conductor —. Esos tipejos le
vendaron a usted y también a los otros muchachos. ¿Por qué cree que lo hicieron?
—Para impedir que les viéramos — replicó Lockley, con sequedad.
—¿Pero por qué no querían ser vistos?
—Porque — explicó Lockley — tal vez no son marcianos. Tal vez no son monstruos.
Pueden ser hombres.
Tan pronto como lo dijo se arrepintió amargamente. Era rolo una sospecha, y todas las
pruebas tendían a demostrar lo contrario. El conductor se sobresaltó visiblemente. Luego,
volvió la cabeza.
—¿De dónde ha sacado esta idea? — preguntó —. ¿Dónde están las pruebas? ¿Por
qué se lo imagina de esta manera?
—Me vendaron — repuso Lockley con sencillez. Una pausa.
—¡Resulta divertido que piense que son hombres! — dijo luego el conductor,
pareciendo vejado —. ¡Diablos! Perdóneme, señorita, pero lo cierto es que pueden existir
otras muchas razones para querer vendarlos. ¡Quizá forme parte de su religión!
—Quizá — concedió Lockley. Estaba enojado consigo mismo por haber dicho algo
innecesariamente dramático.
—¿No tiene ningún otro motivo para pensar que son hombres? — insistió el conductor
—. Ningún otro motivo, en absoluto?
—En absoluto — asintió Lockley.
—Entonces, opino que es una razón muy tonta.
—Sí, es posible — volvió a conceder Lockley.
Había sido indiscreto pero no con exceso. Tal vez sólo había soltado aquella
imprudente frase por el cansancio que sentía al experimentar todavía aquella inquietud
que le obligaba a vigilar la región por la que atravesaban, preocupándose aún por la
seguridad de Jill y la suya propia, y por tener que meditar cada palabra que pronunciaba a
fin de no levantar mayor tristeza en el espíritu de la joven con respecto a Vale.
—¿Adonde vamos? — quiso saber Jill —. Necesitamos encontrar un teléfono. Quiero...
quiero enterarme de una cosa. Y mi compañero tiene algo que decirles a los militares.
—Nos dirigimos hacia un depósito de municiones del ejército — explicóle el chófer,
amablemente —, a cargar material para los chicos que están haciendo cordón en torno al
parque. Dentro de poco atravesaremos Serena. Muy gracioso. Todo el mundo ha sido
evacuado por el ejército. Buena cosa. Los habitantes de Maplewood no querían
marcharse antes de la llegada de los marcianos al pueblo.
El camión-remolque continuó su traqueteo por la carretera. El conductor se retrepó en
su asiento, vigilando el camino con experta mirada. Los faros dejaron entrever otra
carretera que se cruzaba con la que seguían, en cuyo cruce había una estación de
servicio, con todas las luces apagadas, y cuatro o cinco viviendas agrupadas, sin el menor
signo de vida. El grupo de casas no tardó en quedar atrás. Al cabo de otra milla, Jill
exclamó:
—¡Luces! ¡Una ciudad y está iluminada!
—Es Serena — le explicó el conductor —. Las calles están iluminadas porque la
electricidad viene de muy lejos. Además, las luces son un indicador para los aviones, que
así pueden saber exactamente dónde están y donde se halla el parque. Desde arriba no
se distingue muy bien la tierra, a oscuras.
Las farolas de la calle parecieron parpadear al paso del camión. Siguieron rodando por
la ciudad. Llegaron al distrito comercial. Había calles amplias, completamente desiertas, y
la calle principal tenía dos direcciones. El camión avanzó por la derecha. A cada lado
había edificios de tres o cuatro plantas. Todas las ventanas estaban oscurecidas
reflejando sólo el resplandor de los faroles. No había un alma en toda la ciudad. No había
habido destrucción, pero era una población muerta. Las luces brillaban en unas calles tan
vacías que hubiese sido mejor apagarlas.
—¡Miren! ¡Aquella ventana! — exclamó Jill, de repente.
Al frente, en la ciudad desierta, muerta, una sola ventana dejaba filtrar la claridad de la
luz eléctrica del interior, semejando una isla en medio de la soledad universal.
—¡Iré a echar un vistazo! — dijo el chófer —. Aquí no debe haber nadie.
El camión rechinó al frenar. El chófer saltó al suelo. Se oyó un rumor en el remolque, y
el tipo bajito que les había cedido el sitio a los jóvenes, apareció por detrás del vehículo.
Lockley divisó el nombre de una compañía telefónica local silueteado a la luz de la
ventana. Abrió la portezuela. Jill le siguió al instante. Los cuatro — el chófer, el ayudante,
Jill y Lockley — penetraron en el vestíbulo del edificio para investigar por qué se hallaba
encendida la luz en una habitación de una ciudad en la que sus veinte mil habitantes se
suponía habían sido evacuados.
Había una puerta con un cristal opaco, que daba paso al cuarto iluminado. El chófer
giró el picaporte y entró. La estancia olía a alcohol. Un individuo de mejillas hundidas
dormía pesadamente en una butaca, con la cabeza reclinada sobre el pecho.
El chófer lo sacudió.
—¡Despierta, amigo! — gritó con voz tajante —. Hay orden de que todos los paisanos
se larguen de esta ciudad. ¿No querrás que vengan los soldados a sacarte de aquí por la
fuerza, verdad?
Volvió a sacudirle. El cadavérico sujeto parpadeó y abrió los ojos. El olor a alcohol era
ahora casi inaguantable. Contempló con ferocidad al chófer.
—¿Quién diablos eres tú? — preguntó engallado.
El chófer se lo dijo, repitiendo lo que ya había dicho antes. El borracho asumió un aire
de dignidad ofendida.
—¡Si quiero quedarme aquí es asunto mío! ¿Quién diablos sois todos vosotros para
venir a molestar a un ciudadano que cumple con la contribución y la ley? ¿Sois los
marcianos? ¡No quiero saber nada con vosotros!
Volvió a hundirse en la butaca y continuó durmiendo.
—¡Tenemos que sacarlo de aquí! — exclamó el conductor con sequedad —. Pero no
sé dónde ponerlo. Voy a preguntar por radio qué debo hacer. Quizás enviarán un «jeep»
del Ejército a recogerlo. ¡Este tipo podría ser la causa de que estallase el jaleo!
Salió de la casa. El ayudante le siguió. No había pronunciado una sola palabra. Lockley
lanzó un gruñido.
—La centralita tiene línea para conferencias — dijo Jill, al instante —. Sé cómo hacerla
funcionar. ¿Lo intento?
Lockley asintió con énfasis. Jill se sentó en el asiento de la telefonista y se puso el
casco. Insertó una clavija y movió la manivela.
—Una vez tuve que redactar un artículo sobre la manera como... Hola, Serena al habla.
Tengo un mensaje importante f;a el jefe del cordón militar. ¿Puede ponerme, por favor?
Hablaba en tono profesional. Levantó la mirada y le sonrió a Lockley. Volvió a hablar
por el micrófono que le colgaba frente a la boca.
—Un momento, por favor — agregó luego. Cubrió el micrófono con la mano —. No
pueden ponerme con el general. Su ayudante tomará el mensaje y si resulta importante...
—De acuerdo — replicó Lockley —. Deme el teléfono.
La joven dejó libre el asiento y le entregó al muchacho el casco con los auriculares y el
micrófono.
—Me llamo Lockley — comenzó diciendo el joven —. Estaba de servicio en el parque
por cuenta de la Compañía de Mediciones, la mañana en que descendió el objeto del
cielo. Transmití el mensaje de Vale describiendo el aterrizaje y los seres que habían
salido del aparato. Estaba hablando con él cuando fue apresado por esos monstruos.
Informé de todo a la Compañía por medio del Satélite. Probablemente estará usted
enterado de estas comunicaciones.
Una voz aguda contestó cordialmente que así era.
—He conseguido salir del parque — prosiguió Lockley —. He logrado realizar un
experimento con un rayo del terror estacionario. Tengo información de importancia
respecto a la desmodulación del rayo antes de que ataque.
La voz aguda contestó apresuradamente que Lockey hablaría con el general en
persona. Hubo varios chasquidos y una larga espera. Lockley movió la cabeza con
impaciencia.
—Me encuentro en Serena — dijo, cuando oyó una voz distinta —. Me ha traído aquí el
camión-remolque del Control de la Vida Salvaje del nuevo parque nacional, que nos ha
recogido a la salida del mismo. Lo menciono porque el chófer afirma que está trabajando
ahora por cuenta del Ejército. La información que tengo que dar es...
Breve y sucintamente, comenzó a dar toda la información recogida sobre el rayo del
terror. Su forma de ser detectado, de manera que nadie necesitaba ser atrapado por el
mismo. La carencia total de efectividad de una jaula de Faraday para comprobarlo. Su
empleo en las carreteras y contra los aviones volando a poca altura. Su fallo al no haber
podido descubrir a Lockley ni a Jill. Había otra evidencia de que los monstruos no lo eran
en absoluto...
La voz le interrumpió tajantemente. Le pidió que esperase. Su información sería
grabada. Lockley esperó, mordiéndose los labios. La voz volvió a dejarse oír tras larga
espera. Le animó a continuar hablando.
El chófer del camión estaba tardando mucho en comunicar con el Ejército. Lo hubiese
logrado antes por teléfono que por radio.
La voz repitióle a Lockley que continuase con su relato. Y entonces, con sumo cuidado,
Lockley explicó las contradicciones en la conducta de los invasores. Las vendas en los
ojos. La facilidad con que él mismo y los otros tres obreros del campamento habían
podido escaparse de su encierro, casi como si ésta hubiera sido la idea de sus captores,
no deseando más que hacerles pensar que les tenían considerados exactamente igual
que a los conejos o los erizos. Unos auténticos seres espaciales no se habrían molestado
en producir tal impresión. Pero si había seres humanos colaborando con los monstruos,
era posible que contribuyesen con algunos trucos, que diesen la impresión de que en el
lago sólo se hallaban seres del espacio.
—Repito que no actúan como lo harían unos seres extraterrenales que hubiesen
desembarcado por primera vez en la tierra. Aparentemente su nave está destinada a
posarse en aguas profundas. En su primer aterrizaje, habrían escogido el mar. Pero
sabían que Boulder Lake era bastante profundo para amortiguar su caída. ¿Cómo lo han
sabido? No nos han matado como a animales locales para estudio, sino que dejaron caer
otros en el depósito de basura para convencernos de que nos consideraban a todos igual.
¿Por qué intentaron asustarnos y luego nos dejaron huir?
—¿Qué deduce usted de todo esto? — le interrumpió la voz del otro extremo del hilo.
—Que han sido aconsejados — replicó Lockley —. Saben demasiadas cosas de este
planeta y sus habitantes. Alguien les ha estado explicando cuestiones respecto a la
psicología humana y les ha sugerido que nos conquisten sin destruir las ciudades ni las
fábricas ni nuestra utilidad como esclavos. ¡Seremos mucho más valiosos si logran
capturarnos de esta manera! ¡Estoy seguro de que tienen hombres de su parte que les
aconsejan! Sugiero que tales individuos han pactado con ellos para gobernar la tierra por
cuenta de los invasores, pagándoles el tributo que exijan. Afirmo que no nos enfrentamos
con una invasión de seres espaciales solamente, sino de monstruos y hombres en activa
cooperación, que actúan no sólo como consejeros sino también como espías. Y además...
—¡Señor Lockley! — exclamó la voz, en tono iracundo —. Señor Lockley, ¿qué es lo
que ha estado haciendo? — no esperó la respuesta —. ¿Cómo puede creerse calificado
para ofrecer opiniones gratuitas contradiciendo toda la información y las decisiones de los
científicos y los militares? ¿De dónde saca la autoridad para efectuar tales declaraciones?
¡Me ha hecho perder el tiempo! Usted...
Lockey se quitó el casco y lo arrojó contra la centralita. Se levantó.
El chófer y el ayudante regresaron en aquel instante. Cogieron al borracho y lo llevaron
hacia la puerta. Algo se deslizó de uno de los bolsillos del borracho. Era una cartera. Ni el
chófer ni su ayudante la vieron. Salieron de la estancia, llevándose al individuo
inconsciente. Jill se agachó y recogió la cartera. Contempló el semblante de Lockley.
—¿Qué...?
—Estoy pensando — la interrumpió el joven — qué debemos hacer ahora. Esto no
marcha.
—Vuelvo en seguida — le dijo Jill.
Salió para entregarle la cartera al chófer, que por lo visto había recibido órdenes de
poner al borracho en el remolque y llevarlo a alguna parte.
Lockley lanzó una maldición cuando ella hubo desaparecido. Entrelazó y desentrelazó
las manos. Se paseó por la estancia.
Jill volvió, lívido el rostro.
—Abrieron la puerta del remolque para dejarlo allí — exclamó jadeante —. ¡Y había
otros tipos allí dentro! ¡Más de dos! ¡Y máquinas! No jaulas para animales ni cajas de
municiones, sino motores, generadores, objetos de electricidad... ¡Estoy asustada!
—¡Soy un imbécil! — gritó Lockley —. Debí figurármelo. Y ahora...
La puerta encristalada se abrió. En su marco apareció el chófer. Empuñaba un
revólver.
—Lo siento — dijo con voz calmosa —. Debieron mostrarse más cuidadosos. Pero la
chica ha visto demasiado. Y yo...
El revólver apuntaba a Lockley. Jill se arrojó contra el arma. Lockley se desvió y cargó
contra el chófer con toda su fuerza. Largo un potente puñetazo contra el mentón del
conductor. Éste dio un traspiés hacia atrás. Lockley se había apoderado del revólver casi
antes de que tocase el suelo.
—¡De prisa! — gritó —. ¿Dónde está la maquinaria? ¿En la parte delantera o posterior
del remolque?
—Por todas partes — jadeó Jill —. Pero principalmente en la delantera. ¿Pero, qué...?
—¡Vaya al vestíbulo! — le ordenó el joven —. ¡Busque una puerta por atrás!
Le dio un ligero empujón. La muchacha se dirigió a la parte trasera del edificio mientras
Lockley se apostaba en la puerta de la calle. Del remolque saltó el ayudante. Le siguió
otro tipo. Y otro más.
Lockley disparó desde el umbral. Una bala atravesó la parte delantera del camión. Otra
se incrustó en la parte media del remolque. Y una tercera quedó situada entre ambos
impactos. Los tres individuos se arrojaron al suelo con presteza, creyendo ser el blanco
del revólver. Jill gritó inarticuladamente desde la parte trasera del edificio. Lockley corrió
hacia allá. Vio la noche estrellada. Ella le esperaba, temblando. Salieron fuera y Lockley
cerró suavemente la puerta a sus espaldas.
La cogió de la mano y corrieron en la oscuridad. En lo alto se veía un ligero resplandor
debido a las luces de las calles, pero había densas tinieblas en algunas zonas de la
ciudad.
—Tenemos que quedarnos quietos — dijo Lockley apresuradamente y en voz baja —.
Quizás haya logrado destrozar parte de la maquinaria. ¡De lo contrario, todo ha terminado!
La parte posterior de una casa. Un callejón. Corrieron hacia él. Era una calle con
árboles, donde los faroles arrojaban negras sombras entre los conos iluminados.
Corrieron a lo largo de la calle. En un lado había residencias. El distrito comercial no era
muy grande. Lockley encontró una cerca y luego la puerta. La abrió calladamente y volvió
a cerrarla a sus espaldas. Recorrieron un sendero situado entre dos edificios a oscuras,
donde había vivido gente, pero, que ahora estaba abandonado.
Un patio posterior. Una valla. Lockley le ayudó a Jill a saltarla. Otro callejón. Otra calle.
Pero ésta no estaba atravesada por la que llevaba a la oficina de teléfonos. Desde la
centralita nadie podía verles.
La bendita irregularidad de las calles continuó. Corrieron sin descanso hasta que la
respiración de Jill fue sólo un jadeo entrecortado. Lockley estaba empapado de sudor,
temiendo a cada instante oler aquella «peste», resultado de todos los olores fétidos en
apretada combinación, y luego divisar las luces de colores originadas en sus propios ojos
y escuchar los sonidos que sólo existían en sus nervios auditivos para saber acabar
sintiendo la parálisis de todos sus músculos.
Oyeron el rugido del motor. del remolque a varios centenares de yardas de distancia. El
camión había comenzado a rodar. Sabían que se estaba moviendo por las calles, en tanto
sus ocupantes intentaban penetrar las tinieblas en busca de ambos jóvenes.
—¡Lo alcancé! ¡Alcancé al generador! — jadeó Lockley... ¡Tengo que haberlo tocado!
¡De otro modo habrían enfocado el rayo del terror contra nosotros!
Calló. Los dos se detuvieron. Se hallaban en un barrio donde había residencias
rodeadas de jardines. Los faroles de las calles arrojaban conos de luz brillante contra las
casas, pero todas las ventanas estaban atrancadas y a oscuras. Aquella calle, como la
mayoría de la pequeña. ciudad, estaba bordeada por árboles a cada lado. Había fragancia
de árboles y hierba en el aire.
—No estamos a salvo — articuló Lockley —, pero acabo de descubrir que no hay
seguridad absoluta en ningún sitio.
Los dientes de Jill castañetearon.
—¿Qué haremos? ¿Qué era aquella maquinaria? Me... me asusté porque allí dentro no
había lo que el chófer nos había dicho. Pero ¿qué era?
—Sospecho — respondió Lockley — que se trata de un generador del rayo del terror.
Los invasores deben tener a seres humanos como amigos. Y éstos espían a todos los
demás. Colaboran con los monstruos. Aparentemente, hasta les han confiado los
proyectores del rayo del terror.
Lockley iba hablando en tanto meditaba. A cierta distancia se oía el traqueteo del
camión por la ciudad. No era un método muy prometedor de encontrar a dos fugitivos.
Éstos podían esconderse si el vehículo aparecía en el extremo de la calle en que estaban.
La búsqueda no podía proseguir indefinidamente. Seguramente aquello terminaría
dejando en la ciudad a algunos individuos para que la recorriesen a pie. Pero tampoco era
un método seguro. De todos modos, Jill y Lockley no podían quedarse allí.
—Debemos buscar un garaje con capacidad para dos coches — dijo el joven —. Tal
vez no lo hallemos, pero debemos buscarlo. Si alguien tenía dos coches, tal vez habrá
dejado uno. Sea como sea, lo pondré en marcha. Mientras tanto, iremos saliendo de la
ciudad, aunque tengamos que alejarnos de ella a pie.
Dejaron de pasar por las calles con sus dramáticos contrastes de luz y sombras.
Anduvieron por detrás de una hilera de lo que podían considerarse mansiones en Serena.
A veces tropezaban con macizos de flores y una vez Jill se enredó los pies en una
manguera de riego.
Casi todos los garajes estaban vacíos o contenían sólo las herramientas de jardinería.
Luego, algo le obligó a Lockley a levantar la mirada. Una torrecita esbelta, parecida a
un mástil, se elevaba hacia el cielo. Su base se hallaba en el jardín de una mansión con
amplios portales. Había un garaje para dos autos, y la portalada estaba abierta.
—La radio de un aficionado — exclamó Lockley —. ¡Me pregunto si...
Pero antes miró en el garaje. Había un coche. Subió al mismo después de haber
abierto la portezuela con suma facilidad. La llave todavía estaba en el contacto.
Comprobó que el depósito contenía casi tres cuartos de esencia. Era una suerte casi
increíble.
—Probablemente intentaban llevárselo y luego cambiaron de idea — dijo —. Bien,
abriré la puerta de la casa y probaré de realizar un pequeño hurto. ¡Sólo deseo que el
dueño de la casa posea una batería de repuesto!
Irrumpir dentro fue sencillo. Una de las ventanas del j porche respondió a la presión.
Lockley saltó al interior de la casa, Jill le siguió.
El equipo de radio estaba en el sótano. Estaba provisto de una batería suplementaria,
como las emisoras oficiales. En caso de tormenta o desastre, cuando las líneas de fuerza
quedan inutilizadas, los aparatos aficionados de Estados Unidos pueden seguir
funcionando como sistemas de comunicación de emergencia, sin emplear la fuerza
externa. Aquel aparato estaba provisto del mismo equipo que los demás miembros de la
organización.
Lockley encendió las válvulas. Sintonizó a una frecuencia general.
—¡«May Day»! ¡«May Day»! — comenzó a decir, sin levantar la voz. Esta llamada de
emergencia tiene preferencia sobre todas las demás, excepto el S.O.S., pero es menos
inequívoca cuando se emite débilmente.
Hubo respuesta a los pocos instantes. Lockley suplicó que siguieran sintonizándole
mientras esperaba más llamadas. Tenía ya media docena de curiosos aficionados cuando
comenzó a radiar lo que deseaba que supiera el mundo.
Lo contó todo con brevedad y tono convincente.
—Cambio — dijo luego, y esperó que se produjesen diversas preguntas.
No hubo preguntas. Su emisión había sido interferida. Alguna otra estación, o varias,
estaban transmitiendo en la misma onda a un volumen ensordecedor, evidentemente
desde un lugar no muy apartado. Lockley no sabía cuándo había comenzado la
interferencia. Podía haberse originado tan pronto empezó a hablar. Era probable que
ninguna de sus palabras hubiera sido captada desde el exterior.
Pero un buscador de orientaciones podría haber traicionado su posición.
Capítulo VIII
Era una maniobra azarosa sacar el coche a la calle. Lockley temía que al poner en
marcha el motor, el ruido atronaría la callada ciudad, pudiendo ser oído a larga distancia.
El movimiento de la palanca de marcha duró sólo un segundo. Tal vez hubiese individuos
al acecho, pero no podrían localizar el coche antes de que el motor estuviese en marcha y
el coche corriendo ya velozmente. Mientras tanto, el camión-remolque seguía atronando
las calles. Naturalmente, era posible que hubieran sido apostados observadores en
diversos lugares para tratar de hallar a Jill y Lockley.
El joven llevó el coche a la calle con el mayor silencio posible. No encendió los faros ni
las luces de posición. Luego frenó y colocó al coche en dirección contraria al ruido del
camión. De un salto envió el coche adelante. Entonces le asaltó una idea que le heló el
espinazo. Es posible usar un receptor de onda corta para captar las chispas de ignición de
un coche. Aunque a veces también puede estar estropeado un receptor. Era característico
de Lockley pensar siempre en lo peor.
Puso el coche en marcha, aguzando los oídos, atento al ruido del camión. Comenzó a
rodar lentamente, alejándose del distrito comercial. Conducir despacio requería una
enorme fuerza de voluntad cuando todo parecía apremiarle para huir de aquella ciudad lo
antes posible. Pero apretó los dientes. Un coche hace mucho menos ruido cuando se
mueve despacio. Lo hizo rodar tan silenciosamente como un fantasma junto a los árboles
y bajo los faroles callejeros.
Salieron de la ciudad. Las últimas luces quedaron a sus espaldas. Al frente no tenían
ya más que la luminosidad de las estrellas y una carretera desconocida, plagada de
virajes y recodos. Había señales de tráfico, apenas visible sin la luz de los faros. Lockley
conducía sin luces. Cualquier resplandor podía haber constituido una guía para los
hombres del remolque.
La luz de una noche estrellada no es buena para conducir, y cuando una carretera
atraviesa un bosque todos los nervios se ponen en tensión. Lockley conducía muy alerta,
tensos todos sus músculos. Pero después de una serie de curvas con altos árboles a
cada lado, apretó el freno y detuvo el auto.
—¿Qué pasa? — preguntó Jill, al verle buscar algo bajo el panel de los mandos.
—Creo — le explicó el joven — que debí estropear algo del camión. De otra forma
habrían intentado atraparnos con el rayo del terror.
Pero era probable que pudiesen reparar el daño causado. Y de todas maneras había
más rayos. Probablemente estaban funcionando los estacionarios, y como el camión
debía saber dónde estaban emplazados, llamando seguramente por radio para que los
obturasen cuando el vehículo debía atravesarlos. Sí, emplear el remolque del Control
había sido muy hábil.
Arrancó algo. Era un trozo de cable y empezó a doblarlo por uno de sus extremos.
—Si sospechan que hemos conseguido un coche — observó — esperarán que
lleguemos a una carretera bloqueada por el rayo, lo cual nos paralizaría por completo. Por
tanto, voy a adoptar una pequeña precaución. Mire — le puso el extremo del cable en una
mano —. Es la antena de la radio del coche. Nos avisará de la misma forma que el muelle
de mi reloj en el parque. Sosténgalo.
—De acuerdo — accedió Jill.
—¡Ah!, otra cosa — añadió él. Saltó del coche y cerró la portezuela con rapidez. Se
dirigió hacia atrás. Se oyó el ruido de vidrios rotos. Regresó y explicó—: Así no
funcionarán las luces del freno. Ahora será tan difícil seguir nuestro rastro como lo fue la
otra noche el del remolque.
Jill dio un brinco dentro del coche al ponerse éste en marcha.
—¿Quiere decir que...? ¡Oh!
—Es lo más probable — asintió Lockley —. Sí, el vehículo que salió del parque y ocupó
Maplewood, proyectando el rayo del terror en todas direcciones era el remolque. Alguien
de su dotación debió calzarse unos zapatos fantásticos para dejar unas huellas
monstruosas. Cometieron unos cuantos robos para crear la ilusión de que se trataba de
seres espaciales que deseaban estudiar los adelantos realizados por el hombre.
Continuaron el viaje a unas quince millas por hora, oían zumbar los insectos en la
noche. En el cielo sonaba constantemente el rumor de los aviones de las Fuerzas Aéreas
que patrullaban fuera del parque.
—Pareció desalentado — observó Jill — cuando habló por teléfono con el general.
—Lo estaba — confesó Lockley —. Y lo estoy. Se negó a admitir que pudiesen estar
equivocados. Creo que es algo político, y yo estaba contradiciendo la opinión oficial de
sus superiores. Tendré que dirigirme a alguien de menos categoría... o de mucha más.
Tal vez...
—¡Alto! — exclamó Jill con voz estrangulada. Frenó.
—Sostenga el cable — le dijo ella —. Estoy oliendo aquella horrible peste.
Lockley se colocó el cable en su mano. Sintió la misma, sensación que Jill.
—El rayo del terror cruza la carretera — dijo con calma —. Quizá contra nosotros, quizá
no. Pero creo que algo más atrás hay un camino que atraviesa.
Hizo retroceder el auto. Aplastó también las luces de retroceso. Condujo sólo a la luz
de las estrellas. Maniobró para girar el coche. Deshizo el camino por donde acababan de
venir. Al cabo de una milla había otra carretera, desviándose de la que seguían. Torció
por ella. Media hora más tarde, Jill exclamó vivamente:
—¡Frene!
La carretera estaba también bloqueada por otro rayo invisible. Cualquier coche rodando
a una velocidad razonable penetraría en él antes de que el conductor pudiera darse
cuenta.
—Mala cosa — rezongó Lockley con placidez —. Deben haber elegido los mejores
sitios para el bloqueo. Tendremos que seguir al azar, probando todos los caminos y
senderos que salen del parque. No sé hasta qué punto pueden tener rodeada la zona.
En el cielo se produjo un destello luminoso. Lockley levantó la mirada. Otro destello.
Relampagueaba. El cielo se estaba encapotando.
—Esto es peor — gruñó con voz alterada —, He intentado todas las formas existentes
para alejarnos del parque, siempre guiándonos por la luz de las estrellas. Pero ¿qué haré
en tinieblas?
Siguió conduciendo. Las nubes se iban acumulando en el cielo. Una vez Lockley
observó un leve resplandor en lo alto y apretó los dientes. A la primera oportunidad puso
el coche en dirección contraria. El resplandor podía ser Serena, y tal vez las revueltas de
la carretera y la falta de faros le habían llevado hasta sus cercanías. Dos veces más Jill le
avisó del peligro del rayo del terror. Una de ellas, llevado por su creciente ansiedad,
estuvo a punto de no frenar a tiempo. Cuando el coche se detuvo por fin sentía ya la
comezón en su piel. También veía extrañas luces ante los ojos y una discordante
sucesión de sonidos que, por asociación con los sufrimientos pasados, casi le obligaron a
vomitar. Quizás aquella dispersión extra del rayo del terror se producía a través del metal
del coche.
Cuando salió de la zona peligrosa el cielo estaba nublado en sus tres cuartas partes y
poco después no quedaba ya más que un trecho sumamente limitado de estrellas.
Continuamente brillaban los relámpagos. No tardó mucho en depender de ellos para ver
la ruta.
Comenzó a llover. Los relámpagos se sucedían casi sin interrupción. La carretera
giraba y volvía a girar. Dos veces el coche estuvo a punto de salir de la cuneta, pero
Lockley consiguió enderezarlo en el último instante. A medida que transcurría el tiempo
las cosas iban empeorando. Era urgente que se alejasen de Serena a causa del remolque
del Control de Vida Salvaje que podía apoderarse de Jill y él mismo si el generador de los
rayos era reparado. y cuyos ocupantes podían asesinarlos si no lo era. Pero todavía era
más urgente encontrar a seres dispuestos a escuchar su información y ver el mejor uso
que podía hacerse de la misma. Sin embargo, conducir lloviendo y en tinieblas, sin faros y
a poca velocidad, resultaba completamente exhaustivo.
—Creo — dijo al cabo — que me dirigiré a la primera granja que divise a la luz de los
relámpagos. Trataré de meter el auto en un granero para que no pueda ser visto al rayar
el día. ¡Es fácil que, sin querer, fuésemos a parar de nuevo al parque!
Efectuó un giro cuando un relámpago le dejó entrever una senda junto a un buzón
rural. Al fondo de la senda había una finca. Y un granero. Saltó del auto y al instante
quedó completamente empapado por la lluvia, pero exploró el espacio que había detrás
de las grandes puertas dobles. Giró el coche y lo guió hasta el interior del cobertizo,
dando marcha atrás.
—Así — le explicó a Jill —, si necesitamos marcharnos de prisa, no habrá que
maniobrar antes.
Permanecieron sentados en el coche, escudriñando las tinieblas que les rodeaban. No
había ninguna luz, excepto cuando relampagueaba. Lograron descubrir la granja, de cuyo
tejado caían al suelo grandes chorros de agua. Había un gallinero. Había vallas. No
distinguían ni la puerta de la cerca ni la carretera a través de la cortina de agua, pero
Lockley sabía que había un espeso arbolado a la entrada del sendero.
—Esperaremos — dijo el joven con enojo —, y tal vez por la mañana descubriremos
que estamos atrapados. Si por el contrario estamos lejos de Serena (no tengo la menor
idea por ahora), continuaremos. Si no, permaneceremos ocultos hasta la noche y
supongo que las estrellas nos auxiliarán cuando nos vayamos.
—Nos iremos — le animó Jill —. Pero ¿adonde?
—A cualquier sitio lejos de Boulder Lake, donde yo sea un ser humano y no un triste
paisano. Donde pueda explicar algunas cosas a personas que sepan escuchar si no es ya
muy tarde.
—No lo es — le aseguró Jill.
Hubo una pausa. La lluvia iba cayendo a cántaros. Los relámpagos seguían
destellando. Se oyó el eco de un trueno.
—No sabía — intentó Jill reanudar la conversación — que usted pensaba que los
invasores (los monstruos) tienen seres humanos que les ayudan.
—El conjunto de la operación no es totalmente humano — le explicó él —. Pero hay
indicios de que hay alguien con ellos que nos conoce. Por ejemplo, nadie ha muerto. Al
menos, no públicamente. Esto ha sido arreglado por alguien que comprendió que si había
matanza todos lucharíamos hasta el fin de nuestras vidas y les enseñaríamos a los
nuestros a pelear después de nosotros.
La joven meditó aquellas palabras.
—Usted lo haría — opinó luego —, pero no todo el mundo. Ciertas personas harían
cualquier cosa para seguir viviendo. Usted no, claro.
La lluvia chocaba estrepitosamente contra el techo del granero.
—Pero lo que ha sucedido — continuó Lockley — no es lo que planearían unos seres
humanos. Éstos, si proyectasen una conquista, sabrían que no conseguirían nuestra
rendición. Si esto fuese una especie de ataque al estilo de Pearl Harbour por enemigos
humanos, y ya podemos adivinar quiénes serían, habrían empezado matándonos en gran
escala desde el principio. Si hubiesen aterrizado los monstruos sin información respecto a
nosotros, podían haber perpetrado algunas matanzas también, con la estúpida idea de
acobardarnos. Pero no ha habido matanzas. Por tanto, no se trata de un truco de la
guerra fría ni de un aterrizaje impremeditado por parte de unos monstruos. Por tanto, tiene
que existir una desviación en alguna parte. La colaboración de monstruos con hombres es
sólo una sospecha. No estoy muy satisfecho con esta idea, pero hasta ahora es la única
plausible.
Jill permaneció silenciosa largo rato. Luego exclamó, sin venir a cuento:
—Usted debió ser un buen amigo de...
—¿De Vale? — concluyó Lockley —. No. Le conocía, esto es todo. Hace muy pocos
meses que entró en la compañía. No creo haber hablado con él una docena de veces, y
cuatro de ellas él estaba con usted. ¿Por qué piensa que éramos íntimos amigos?
—Por lo que usted ha hecho por mí — respondió ella en la oscuridad.
Lockley esperó a que brillase un relámpago para observar la expresión del semblante
de la muchacha. Ésta le estaba mirando fijamente.
—No lo hice por Vale — fue la respuesta.
—¿Entonces por qué?
—Lo habría hecho por cualquiera — repuso Lockley sin inmutarse.
En cierto modo era verdad. Pero no habría ido al campamento para ver si alguien se
había quedado rezagado. No se le habría ocurrido tal idea.
—Creo que eso no es verdad — objetó Jill.
No hubo respuesta. Si Vale estaba vivo, Jill estaba prometida a él; aunque si todo iba
bien, Lockley no estaba dispuesto a ser tan tonto como jugar a lo romántico y permitirle a
la joven casarse con Vale por descuido. Por otra parte, si Vale estaba muerto, no iba a ser
tan idiota que intentase conquistarla antes de que ella se hubiese recobrado de la noticia.
Una muchacha puede perdonarse a sí misma la ruptura de su compromiso con un hombre
vivo, pero nunca su deslealtad para con un muerto.
—Creo que deberíamos cambiar de tema — replicó él —. Le contaré por qué fui al lago
a buscarla cuando todo esto haya concluido. Tuve mis motivos. Todavía los sigo teniendo.
Y los daré a conocer en su día, tanto si a Vale le gusta como si no. Pero no ahora.
Se produjo un largo silencio, mientras la lluvia seguía cayendo implacable y el mundo
no era más que una cortina de agua y relámpagos.
—Gracias — dijo Jill —. Ya estoy satisfecha. Continuaron sentados en silencio, en
tanto iban transcurriendo las horas. De vez en cuando dormitaban. La conclusión de la
lluvia despertó a Lockley. Empezaban a filtrarse las primeras claridades del alba. El
firmamento todavía seguía encapotado. La tierra estaba empapada. Había goteras en el
techo del granero, y la lluvia se había filtrado al interior. También caía todavía agua de la
casa, ya visible, y de los árboles que casi la circundaban.
Lockley abrió la portezuela del coche y salió calladamente. Jill no se despertó. Visitó el
gallinero, del que surgieron una babel de cloqueos y cacareos. Recogió unos huevos. Fue
a la casa, chapoteando en el césped, y evitando los charcos del suelo. Encontró pan,
jarras de conservas y latas de comida. Inspeccionó el sendero. Las rodadas del coche
habían desaparecido. Asintió satisfecho.
Volvió al granero. La claridad no era completa todavía. Cerró casi las puertas a sus
espaldas, dejando sólo una grieta de cuatro pulgadas para poder atisbar por ella. El coche
se hallaba completamente fuera de vista, sin la menor señal de un ser viviente por los
alrededores.
—Ha cerrado la puerta — dijo Jill —. ¿Por qué?
—Temo que estemos tan mal como al principio — explicó mal de su agrado —. A
menos que esté equivocado, hemos efectuado un rodeo durante la tormenta y nos
encontramos cerca del lindero del parque. Ésta no es la carretera por la que fui yo en su
busca, en la que mi coche sufrió el accidente. Ésta es otra. Opino que no nos hallamos a
más de veinte millas del lago, y no es esto lo que yo quería.
Comenzó a vaciarse los bolsillos.
—He encontrado un poco de comida. Tendremos que esperar hasta la noche y
procurar abrirnos paso hasta el cordón, a la luz de las estrellas.
Hubo un nuevo silencio, sólo roto por el gotear del agua. Lockley se sentía impaciente y
angustiado. Sabía que había obrado como un idiota al intentar escapar de la zona
evacuada en coche. Pero nc podía haber actuado de otra forma. Su mayor estupidez
había sido no sospechar nada cuando había divisado el camión-remolque avanzando por
una carretera que él sabía estaba bloqueada por el rayo del terror. Y tal vez también
había sido un idiota al negarse a explicar por qué había ido hasta el campamento para
velar por la seguridad de Jill, cuando su razón le había dicho que no era asunto suyo.
La claridad había aumentado. A través de la rendija de la puerta del granero podía
divisar la casa. Y también parte del sendero y los árboles del otro lado de la carretera.
Estaba dejando la comida en el asiento cuando de repente se inmovilizó, escuchando.
El silencio que precede al día había sido alterado por un distante rumor de un motor de
combustión interna. Era un ruido familiar. Excepto el impacto de las gotas al caer de las
hojas de los árboles y del tejado de la casa, era el único sonido audible en todo el mundo.
—No creo que puedan verse las huellas del coche a la entrada del sendero — dijo en
voz baja —. La lluvia debe haberlas borrado por completo. No es probable, además, que
nos busquen por aquí. Pero sólo me quedan tres balas en el revólver. Tal vez será mejor
que salga usted y se oculte en el maizal. Tal vez, si la situación empeora, creerán que la
he abandonado en cualquier parte.
—No — rechazó ella la proposición —. Dejaría huellas en la tierra mojada y me
descubrirían.
Lockley gruñó entre dientes. Empuñó el revólver que le había arrebatado al chófer del
camión en Serena. La examinó con tristeza. Sería inútil, pero...
Jill se le acercó, espiando su expresión.
El estruendo del camión se iba acercando, cada vez más alto. Disminuyó un momento
cuando una curva de la carretera llevó al vehículo por detrás de un grupo de árboles que
amortiguó el ruido. Pero de repente resonó con más potencia. Se hallaba tremendamente
cerca.
Lockley miró por la rendija de la puerta, procurando que su rostro no pudiera ser visto
desde el exterior.
El camión-remolque del Control de Vida Salvaje pasó gruñendo. Parecía atronar el
espacio. Sus ruedas produjeron una rociada cuando se hundieron en una profunda charca
cerca del sendero.
Luego se fue alejando. Jill respiró aliviada. Lockley la previno con el gesto.
Escuchó. El ruido se fue extinguiendo paulatinamente durante lo que debió ser una
milla al menos. Entonces oyeron cómo frenaba. Lockley tuvo que aplicar el oído muy
atento para poder captar el sonido de un motor parado. Tal vez fuese su imaginación.
Ciertamente, en cualquier otro instante menos silencioso no hubiese podido oírlo.
—¿Cree que..? — comenzó a susurrar Jill. Él volvió a hacerla callar con el gesto. El
distante motor continuaba parado. Un minuto. Dos. Tres. Entonces volvió a oírse el lejano
rugido del motor. El camión reanudaba la marcha. El sonido fue disminuyendo.
—Han llegado a un lugar donde el rayo del terror bloqueaba la carretera — explicó
Lockley —. Han frenado y han llamado por la onda corta; entonces el rayo ha sido
desconectado y el camión ha podido pasar adelante. Indudablemente el rayo debe estar
de nuevo conectado.
Luchó hasta adoptar una decisión.
—Nos desayunaremos — dijo —. Tendremos que comernos los huevos crudos, pero
necesitamos comer. Luego, trazaremos un plan. Quizá sea conveniente que nos
olvidemos de toda clase de vehículos y tratemos de llegar hasta el cordón a pie, hurtando
la comida en las granjas que hallemos al paso. No pueden ser muchos los...
colaboradores. Y, naturalmente, nos mantendremos ocultos.
Abrió una jarrita de conserva.
—Pero sería preferible viajar en coche si esta noche aclara y brillan las estrellas. Al
menos resultaría menos cansado para usted.
—Tal vez haya noticias — le atajó Jill prácticamente.
Le temblaban las manos cuando colocó el transistor sobre la capota del auto. Lockley
lo notó. También él experimentaba el agotamiento de aquella prolongada fuga a través de
los bosques, donde a cada instante les acechaba un peligro mortal. Y se hallaba, además,
angustiado por la certeza de que había seres humanos cooperando plenamente con los
invasores. Era inimaginable que alguien pudiera ser traidor, no sólo a su propio país, sino
a toda la raza humana. Se sintió incrédulo. ¡No podía ser cierto! Pero lo era.
La radio dejó escapar unos cuantos ruidos. Lockley la giró en otra dirección. Sonó una
música. Jill hizo una mueca. Apretó los labios para no dejar ver lo que sentía.
«¡Boletín especial de noticias! — dijo la radio al fin —. ¡Boletín especial de noticias! El
Pentágono anuncia que por primera vez ha sido reproducido el rayo de! terror empleado
por los invasores espaciales en Boulder Lake. Trabajando contra reloj, los equipos de
científicos americanos y extranjeros han construido un proyector de lo que es un tipo de
radiación electrónica completamente nuevo, que reproduce todos los efectos causados
por el rayo del terror de los invasores. Sin embargo, aún es de poca potencia y no ha
causado efectos paralizantes al experimentar con animales. No obstante, algunos se han
sometido voluntariamente a la prueba y han manifestado que las sensaciones
experimentadas por los miembros del cordón militar en torno a Boulder Lake fueron las
mismas. Se halla en marcha un programa acelerado para el desarrollo del proyector. Al
mismo tiempo, otro programa para desarrollar la manera, de contraatacarlo prometo
brillantes y próximos resultados. Las autoridades confían plenamente en que se hallará
una defensa completa contra esta misteriosa arma dentro de muy poco tiempo. No hay
ninguna razón para temer que la Tierra sea incapaz de defenderse contra los invasores
de nuestro planeta y los nuevos refuerzos que puedan recibir.»
Se suspendió el boletín informativo y un anuncio reclamó la atención de los oyentes
hacia las virtudes de una pastilla antialérgica. Jill escrutó el semblante de Lockley. Estaba
contraído.
La radio reanudó la emisión del noticiario. Con esta esperanza segura de poder
defendernos contra el arma de los invasores, dijo el locutor, era altamente importante no
destruir la nave espacial enemiga, ya que resultan! muy útil su examen y posterior
estudio. El empleo de la; bombas atómicas quedaba, por lo tanto, descartado por el
momento. Pero se usarían en caso necesario. Mientras tanto, contra tal emergencia, se
ampliarían las zonas de evacuación. La gente sería trasladada a otros territorios para que
la radioactividad no afectase a ningún ser humano.
Otro anuncio. Lockley desconectó la radio.
—¿Qué opina? — inquirió Jill.
—Me gustaría que no hubiesen lanzado esta emisión — replicó Lockley —. Si sólo
hubiese monstruos complicados en esta invasión, que no supiesen inglés, estaría todo
muy bien. Pero con la ayuda de los seres humanos, resulta funesta. Si estamos a punto
de hallar la manera de contrarrestar su arma, la utilizarán antes de que los científicos
terminen sus tareas. Poco después, agregó con amargura:
—Hubo un momento, a continuación de la última gran guerra mundial, en que sólo
nosotros tuvimos la bomba y nadie más. ¡Entonces no podía existir una guerra fría!. Hubo
años en que hubiésemos podido destruir a los demás, sin que nadie hubiese podido
oponerse. Y ahora hay otros que están en esta misma posición. Pueden destruirnos y
nosotros estamos indefensos. Y esto durará una semana, o dos o tres. Será muy
sorprendente que no se aprovechen de esta oportunidad.
Jill intentó comer algo de lo que Lockley había traído. Pero le fue imposible. Empezó a
sollozar calladamente.
Lockley se maldijo por haberla puesto en aquel estado.
—¡Por favor! — la consoló —. Esto es lo peor que puede suceder, pero no lo más
probable. La joven trató de contener las lágrimas.
—Sí, nos hallamos atascados — insistió él —. No sería raro que dentro de pocos días
se produjese otro aterrizaje espacial. O varios. Pero esos monstruos no desean matar a la
gente. Quieren un mundo con gente capacitada para trabajar para ellos. Lo han
demostrado. Evitarán toda matanza. No permitirán que los hombres que les ayudan
destruyan a la humanidad que desean viva y útil.
Jill apretó las manos.
—¡Pero sería preferible morir antes que sufrir tal humillación!
—¡Espere! — protestó Lockley —. Hemos reproducido el rayo del terror. ¿Cree que
esto se quedará así? Los científicos que saben cómo fabricarlo se esparcirán por doce o
cien sitios, donde no puedan ser descubiertos, y continuarán trabajando en secreto hasta
que obtengan los rayos y una protección contra los mismos, y luego algo más mortal
todavía. ¡Los seres humanos no podemos ser vencidos! ¡Lucharemos hasta el final de los
tiempos, hasta la consumación de los siglos!
—Pero usted mismo dijo — arguyó Jill, desesperada — que no podía existir una
defensa contra el rayo! ¡Lo dijo!
—Me hallaba desalentado — protestó Lockley —. No reflexioné debidamente. Sin
equipo de ninguna clase, hallé la manera de detectar al rayo antes de que fuese lo
bastante fuerte para paralizarnos. Usted lo sabe. Los científicas poseen equipos e
instrumentos, y ahora que poseen ya el rayo ensayarán varios métodos. Lo harán mucho
mejor que yo. Pueden intentar por heterodino. Por efectos de interferencia. Pueden
descubrir algo para reflejarlo, o pueden probar por refracción.
Hizo una pausa, observándola ansiosamente. Ella sollozó sólo una vez.
—Pero otras armas... — dijo.
—Tal vez no haya ninguna más. Y quizás un truco de refracción ayudará a
contrarrestar sus efectos. Ahora se dispersa por los bordes. Así es como nosotros
estamos prevenidos. Es refractado por los iones del aire. Estos actúan como las gotas de
rocío: refractan la luz del sol y originan el arco iris después de la lluvia. Y nosotros
captamos antes que nada el efecto del olor. Esto demuestra que hay refracción.
Escrutó su rostro. La joven tragó con dificultad. Lo que acababa de decir apenas tenía
sentido. Ni siquiera tenía razón. Existe evidencia de que los nervios olfatorios son mucho
más sensibles que los ópticos o los auditivos, mientras que los nervios musculares son
menos sensibles todavía. Pero Lockley no estaba de humor para reparar en tales
sutilezas. Sólo deseaba tranquilizar a Jill.
Y entonces sus ojos casi se desorbitaron y permanecieron fijos más allá de la
muchacha. Había estado hablando distraídamente, con la única intención de reanimarla,
mientras una parte de su cerebro había estado escuchando. Y aquella parle separada de
su mente le había oído decir algo muy valioso.
Permaneció inmóvil unos segundos, mirando al vacío.
—Acaba de ocurrírseme... —exclamó de repente —. No sé por qué no lo pensé antes.
El rayo del terror se dispersa un poco, como un rayo de luz en la niebla. Se dispersa en
los iones, como la luz en las gotitas de agua. ¡Exacto!
Calló, reflexionando arduamente.
—¡Continúe! — le animó la joven. Lo que él acababa de explicarle apenas tenía sentido
para ella, pero comprendía que era algo importante.
—Bueno, un rayo emitido por un faro queda obstaculizado por una nube, que es un
conjunto de gotitas de niebla agrupadas en un mismo lugar. Resbala por su superficie
pero no puede penetrar en la masa gaseosa — de repente pareció indignado por no haber
sabido ver antes lo que resultaba tan claro ahora —. Si pudiéramos fabricar una nube de
iones, pararía al rayo del terror como las nubes naturales detienen al rayo de luz.
Podríamos...
Calló de nuevo, y Jill mudó de expresión. Volvió a mirarle confiada. Incluso parecía
sentirse orgullosa de que Lockley luchase por resolver aquel problema, en tanto
chasqueaba los dedos inconscientemente.
—Vale y yo — continuó ávidamente — teníamos instrumentos electrónicos para
nuestras mediciones. Algunos de sus elementos tenían que estar encerrados en plástico
pues de lo contrario hubieran ionizado el aire, dispersando corriente como en un
cortocircuito. Si ahora poseyese esos instrumentos... No, tendría que quitar el plástico, lo
cual no podría hacerlo sin romper algo.
—¿Qué sucedería — se interesó Jill — si pudiese hacer lo que está pensando?
—Podría — le explicó Lockley — fabricar un artilugio que crease una nube de iones en
tomo a la persona que lo llevase. Y podría reflejar parte del rayo de! terror y refractar el
resto para que no pudiese hacer contacto con el cuerpo humano.
—Entonces, esta noche entraremos en un pueblo abandonado y cogeremos todo lo
que usted necesite... — insinuó Jill.
—¡No! — la interrumpió el joven, con alivio en la voz —. Creo que lo único que necesito
es un rallador de queso y el transistor. Y en esta granja debe haber un rallador.
Escuchó por la rendija de la puerta y salió del granero. No tardó mucho en volver. No
sólo traía un rallador de queso sino uno de nuez moscada. Ambos hechos de hojas
delgadas de metal en los que se habían perforado numerosos agujeros muy diminutos, de
forma que los bordes de cada agujerito se hallaban retorcidos hacia un mismo cara para
formar la superficie ralladora. Lockley sabía que aquellos puntos afilados, cargados
eléctricamente, forman minúsculos chorros de aire ionizado que desvían la llama de una
vela. Y en aquellos ralladores había miles de puntitos.
Se sentó a trabajar en el asiento del coche, alejando de sí el revólver con las tres balas
en la recámara. E revólver estaba reservado para Jill en caso de futuro acontecimientos,
en los que ya sería de poco o ningún valor práctico.
Operó en el transistor con su navaja para establece un circuito que oscilaría cuando se
conectase la batería Habría inducción para elevar el voltaje en los puntos extremos de las
oscilaciones en repetidas ondas de corriente de un signo en los innumerables agujeritos
de los ralladores. Y habría un efecto que no había previsto. Los puntos formadores de
iones eran de longitudes y trazados minúsculamente diferentes, de forma que la radiación
que inevitablemente acompaña a las nubes de iones sería de unas longitudes de onda
minúsculamente variables. Las consecuencias de emplear los dos ralladores era, claro
está, que los asombrosos puntos de energía se manifestaban en unos bultitos
ultramicroscópicos a una considerable distancia del artilugio. Pero Lockley no lo había
planeado así. Ello era debido a los materiales que se había visto obligado a emplear a
falta de otros mejores.
—Sólo puedo comprobar la producción de iones aquí — le dijo a Jill cuando hubo
terminado —. Si sirve, debe hacer vacilar la llama del encendedor cuando se acerque a
los puntos. En tal caso, me dirigiré a la carretera, al punto en que se detuvo el remolque.
Pienso que en aquel lugar la ruta está bloqueada por un rayo del terror.
Embebido en su idea, movió el interruptor. Instantáneamente se oyó una estruendosa,
ensordecedora explosión. El revólver había volado en mil pedazos, destrozando el
parabrisas y rasgando el tapizado del auto.
Lockley fue en busca de una horca. Estaba dispuesto a vender cara su vida. El humo
de la pólvora invadió el granero. No ocurrió nada más.
—Esto puede ser otra arma de los monstruos — dijo al cabo de unos instantes llenos
de tensión —. Debí imaginarlo. Pueden haber usado una radiación o un rayo que no
habíamos sospechado para desarmar a las tropas del cordón. Y si es esto lo que han
intentado, no tienen más que barrer el cielo con ello y todos los bombarderos serán
eliminados.
Pero no hubo otros sonidos que los decrecientes impactos de las gotas de lluvia que
lentamente iban cayendo al suelo por las goteras y desde las hojas de los árboles.
—Bien, en realidad sólo han destrozado nuestra única arma — continuó Lockley con
frialdad —. Debe tratarse de un rayo detonador que ha hecho estallar los cartuchos. Esto
sería una protección perfecta contra las bombas atómicas, si el explosivo químico que los
hace estallar pudiera ser disparado a distancia. ¡Son gente lista estos monstruos!
—¡Vamos! — agregó a continuación —. Ahora es más necesario que nunca poder
llegar a algún sitio donde puedan escuchar lo que tengo que decirles.
—¿Pero llegar adonde? — exclamó Jill.
—Nos internaremos por el bosque hasta la noche — explicóle el joven —, y entretanto
comprobaré la utilidad de este artefacto contra el bloqueo de las carreteras, aunque si los
monstruos poseen un rayo detonador, de poco \a a servirnos. ¡Vamos!
Se llenó los bolsillos de comida y echó a andar.
La mañana se hallaba en toda su plenitud. El sol era ya visible, rojo hacia oriente.
—¡Ande pisando la hierba! — la aconsejó Lockley.
No había por qué dejar huellas en el suelo, aunque no hubiese motivos para creer que
la explosión de la pistola hubiese sido oída. Lockley, además, consideraba que si los
invasores acababan de utilizar una nueva arma, se producirían explosiones de mayor o
menor violencia en todo el territorio evacuado y en otras zonas dentro de su radio de
acción. No habría muchas granjas sin un rifle al menos colgado en cualquier sitio. Y
también habría cartuchos. Si los monstruos del espacio poseían un rayo detonador, tal
como tenían el rayo del terror, toda esperanza podía ser abandonada.
Atravesaron una finca y luego la fueron bordeando. Rápidamente y de manera furtiva
pasaron hacia el bosque fronterizo. Quedaron empapados casi inmediatamente. Las hojas
caídas, húmedas, se pegaban a las suelas de sus zapatos. Las ramas bajas les
humedecían constantemente el rostro. Lockley, tan pronto como se halló al socaire de la
carretera, emprendió la dirección tomada por el remolque. Le entregó a Jill el hilo de
bronce que había sido la espiral de su reloj.
—Podríamos captar el rayo con la humedad del suelo — dijo —, en contacto con las
suelas de los zapatos, pero será más seguro usar esto.
Continuaron un largo trecho.
—¡No me gusta esto! — murmuró Lockley —. Ya deberíamos haberlo...
—Creo que lo estoy oliendo — le interrumpió Jill.
—Voy a probar — dijo Lockley. Detectó el olor nauseabundo, tan repelente como
siempre. Hizo retroceder a Jill.
—Espere aquí, junto a este árbol. Aquí podré encontrarla con facilidad y estará también
a salvo de los efectos del rayo.
Dio media vuelta y se alejó.
—¡Por favor, tenga cuidado! — le recomendó Jill.
—No hace mucho — le contestó él, deteniéndose y hablando por encima del hombro —
pensaba que tenía una importante información que suministrar al alto mando, por lo que
debía defender mi existencia. Ahora ya no estoy tan seguro de mi importancia. Sin
embargo, pienso que usted todavía necesita alguien que la proteja.
—¡Sí, es cierto! — exclamó ella —. ¡Y usted lo sabe!
—Volveré — le aseguró el muchacho.
Se marchó, sosteniendo la espiral del reloj.
Se movía con extremada precaución. El olor se presentó y fue creciendo de intensidad.
Comenzó a sentir también las primeras luces de colores ante sus ojos. Era el síntoma que
seguía al olor al acercarse a un rayo del terror. Después sus oídos comenzaron a captar
un débil aunque discordante murmullo. Conectó el aparato fabricado con los dos
ralladores y los elementos del transistor. El olor cesó. Las débiles lucecitas se
desvanecieron. Y los rencos murmullos se extinguieron.
Desconectó el aparato productor de los iones. Los síntomas reaparecieron. Lo conectó
y desconectó dos veces más. Dio un paso al frente. Volvió a efectuar la misma prueba. La
nube de iones formada en los innumerables puntitos del aparato eran invisibles, pero
refractaban o reflejaban, en cualquier caso, neutralizaban el arma de los monstruos de
Boulder Lake. Continuó adelante y en un momento dado sintió una ligera comezón en su
piel, oyó una especie de susurro muy lejano y olfateó el olor nauseabundo como algo tan
diluido que apenas podía notarse.
Siguió adelante y aquellas débiles sensaciones cesaron. Impaciente volvió a
desconectar el artefacto. Había atravesado el rayo del terror.
Comenzó a retroceder con el aparato conectado una vez más, y en el punto donde
había experimentado las débiles manifestaciones de los efectos del rayo, se detuvo a
saborear su triunfo, ahora tal vez ya inútil. Si los monstruos poseían un rayo detonador, su
victoria no significara ya nada. Sin embargo, hubiera podido significarlo todo. Prestó
atención y distinta, aunque débilmente, experimentó los efectos del rayo del terror.
Luego, dejó de sentirlos. En absoluto. Las sensaciones se habían esfumado.
Oyó chillar a Jill frenéticamente. Echó a correr hacia el lugar donde la había dejado.
Corrió. Saltó. Cayó una vez, y maldijo contra la rama caída que le había hecho tropezar.
Llegó al árbol y Jill no estaba allí. Observó las mellas de sus zapatos por entre las
húmedas hojas caídas. Conducían hacia la carretera.
Oyó golpear una portezuela de un coche y un motor que arrancaba. Corrió más de
prisa que antes.
El motor se fue alejando. Y Lockley llegó a la carretera sólo a tiempo de ver la parte
posterior de un vehículo militar pintado de color pardo a unas trescientas yardas de
distancia. Dobló una curva de la carretera y desapareció. Se dirigía hacia el lugar donde el
rayo del terror bloqueaba la carretera, encaminándose evidentemente hacia Boulder Lake.
Estaba claro lo acontecido. Desde su lugar junto al corpulento árbol, la joven había
divisado un vehículo militar que se aproximaba. Y ella y Lockley habían estado intentando
llegar al cordón de tropas en torno al parque.
No había motivo alguno para desconfiar de unos hombres en uniforme o de un coche
militar. Jill había echado a correr hacia la carretera. Por mera coincidencia, el vehículo,
evidentemente atestado de individuos que colaboraban con los invasores, se había
detenido en el punto donde debía esperar a que los monstruos desconectasen el
proyector a fin de franquearles el paso. La joven se había aproximado al vehículo. Y algo
la había asustado Entonces había chillado.
Pero había sido izada arriba del coche, el cual continuó su marcha antes que el rayo.
Capítulo IX
Era muy probable que en aquel momento Lockley se despreciase profundamente, más
que cualquier otro ser viviente. Se reprochó amargamente por la captura de Jill. Si había
seres humanos colaborando con los invasores, el destino de la joven sería sin duda más
horrendo que en manos de los monstruos solos. Al fin y al cabo, existía una sola nación
que pudiese colaborar con los seres extraterrestres en la conquista de la tierra, y sus
tropas no se distinguían precisamente por su conducta amable hacia sus prisioneros.
Y Jill era su cautiva. Las marcas del vehículo militar podían indicar que se trataba de un
coche robado o que sus marcas y su pintura eran una impostura. Era casi seguro que Jill
se había dirigido al camión en la confianza de que sólo podía tratarse de soldados
americanos, y sólo en el último instante había descubierto su error.
Lockley, sin embargo, no reflexionó estas cosas en detalle, al principio. Corrió detrás
del coche como un poseso, incapaz de sentir nada que no fuese horror y una furia tan
terrible que le habría impulsado a matar a todos los invasores con febril intensidad.
De repente oyó unos ruidos roncos, entrecortados. Se dio cuenta de que se trataba de
su propia respiración jadeante. Le faltaba el aliento, en tanto Jill era conducida fuera de su
alcance en un vehículo que recorría diez yardas por cada una de las suyas. Se detuvo y,
cosa rara, se sintió totalmente tranquilo y calmado. Era capaz de pensar serenamente. La
única diferencia entre éste y su modo normal de pensar, era que ahora, sólo podía
concentrarse en una cosa: en la completa venganza de los crímenes cometidos por los
invasores... y de los que seguramente cometerían contra Jill. La llevarían a Boulder Lake.
Por tanto, él tenía que dirigirse hacia allá, fuese como fuese, y destruir a todos los seres
vivos de allí, borrando hasta las huellas de su llegada a la tierra.
Lo cual, claro está, era natural e irrazonable. Pero la razón habría sido antinatural en
tales circunstancias.
Anduvo paralelo a la carretera, con fría resolución. En el resto del mundo, el tiempo
transcurría sin el conocimiento de su estado emocional. El resto del mundo también
estaba padeciendo sus propias agonías emotivas.
Los Estados Unidos se estaban haciendo popular entre las naciones a las que
disgustaba todas las cosas americanas, excepto aquéllas que les habían regalado si bien
continuasen odiando a los dadores. Ahora, sin embargo, los Estados Unidos habíanse
visto invadido desde el espacio por unos seres que empleaban armas de un tipo
desconocido en la tierra. Si los Estados Unidos resultaban conquistados, no habría
ninguna otra nación libre en el mundo. Por tanto, gran parte del antiamericanismo habíase
desvanecido bajo la presión de un ardiente deseo de que América del Norte triunfase en
su defensa.
Además, anticipándose a otros aterrizajes que podían tener lugar en diversos puntos
de la tierra, los Estados Unidos habían ofrecido compartir su depósito de bombas
atómicas con cualquier nación que fuese invadida. La popularidad americana había
aumentado. El hecho de que Rusia no hubiese efectuado la misma proposición había
tenido sus repercusiones. Los Estados Unidos invitaban a los científicos de cada país a
que ayudasen a solucionar la amenaza del rayo del terror, comprometiéndose a compartir
cualquier descubrimiento en favor de su defensa, con el resto del mundo. Esto también
sirvió para mejorar grandemente la imagen pública de los Estados Unidos en el
extranjero.
Pero Lockley no sabía nada de esto. Su transistor ya no existía para procurarle
noticias. Había sido reconstruido para otro uso, junto con un rallador de queso y otro de
nuez moscada. Lockley llevaba al hombro dicho aparato detector. Pero si hubiese
conocido los cambios de popularidad de su país, tampoco le habrían interesado. Sólo
podía concentrar su mente en un tema y cuanto con él se relacionase.
Siguió andando a lo largo de la carretera, poseído por el demonio del odio. Iba a pie a
falta de coche. Estaba desarmado. En aquel momento creía que toda la humanidad se
hallaba desarmada, en efecto si no de hecho. Por tanto, no tenía ningún plan, sino sólo un
odio infinito.
Pero cómo se veía obligado a atravesar los diversos rayos diseminados por la región
para llegar a quienes deseaba destruir, comprendió que era necesario estar seguro de
poder cruzarlos, verificando el buen estado de su equipo. Conectó el detector. Luego
volvió a desconectarlo para economizar las pilas. Siguió avanzando, pensando sólo en
una cosa, examinando todas las posibilidades de vengarse con apasionada paciencia,
descartando todas las ideas por impracticables, pero sin descorazonarse nunca.
Olfateó el olor fétido, sólo a causa de su connotación. Conectó el detector y prosiguió
adelante. Comprendió que había penetrado en un rayo del terror por las ligeras
sensaciones que llegaban hasta él a través de la nube de iones del artilugio por él
fabricado. Después cesaron. Comprendió que había atravesado la zona peligrosa. Oyó
aproximarse un vehículo. Un coche o un camión acababa de detenerse más allá del rayo
que bloqueaba la carretera, esperando a que desconectasen el proyector.
Lockley se internó hacia la espesura, decidido a no dejarse ver de nadie hasta poder
vengarse de quienes se habían apoderado de Jill.
Estaba escondido cuando apareció el coche. Era un auto corriente con una antena en
la parte posterior. Avanzaba confiadamente por la carretera. A un centenar de yardas del
joven, se produjeron una serie de explosiones. Por las ventanillas comenzó a salir humo.
El motor se paró y el coche giró alocadamente, yendo a parar a una zanja, junto a la
cuneta. Un individuo saltó del coche, golpeándose las piernas. Un revólver en su
cartuchera le había estallado con todos sus cartuchos. La revolverá le había salvado de
serias lesiones, pero le ardían las ropas. Otros dos individuos salieron también a toda
prisa. En la parte posterior del auto se habían producido otras explosiones. Los tres
maldecían atropelladamente.
Después, uno de ellos dijo algo que estimuló a los demás a huir de la carretera. El
tercer individuo cojeó afanosamente detrás de los dos primeros.
Lockley, contemplando y odiando a los tres tipos al mismo tiempo, comprendió cuando
el rayo del terror volvió a hacer su aparición. Lo sintió aunque muy débilmente, debido a
su protección. Las explosiones habían tenido lugar cuando el coche se hallaba en la zona
que ahora volvía a abarcar el rayo. Los hombres del coche, asombrados y amedrentados,
habían huido porque sabían que el rayo debía volver a interceptar la carretera y no
querían verse sorprendidos en medio del mismo.
Lockley observó que los colaboradores humanos de los monstruos no tenían protección
contra el rayo del terror. Tal vez los monstruos del espacio estaban protegidos solamente
cerca de los proyectores. Esto era algo que podía afectar a sus planes de venganza. Lo
archivó en su cerebro. Entonces se dio cuenta de que las armas del coche habían
estallado exactamente como el revólver en el asiento del coche, en el granero. La
explosión no estaba asociada con el rayo del terror. El rayo no había estado funcionando
cuando su revólver había estallado. No le parecía razonable que si los monstruos poseían
un rayo detonador lo empleasen contra sus propios colaboradores.
No. Unos seres racionales no se mostrarían tan contradictorios.
Entonces Lockley contempló el artefacto de su invención. Consideró el hecho de que
su revólver había explotado en el instante en que había conectado el aparato. Las armas
de este otro coche habían estallado también cuando el vehículo se hallaba a poca
distancia de él.
Echó a andar, reflexionando claramente y con precisión sobre el asunto. Incluso se
acordó de desconectar el detector porque lo necesitaría para vengar a Jill. Pero cuando
intentó volver a meditar en algún asunto no relacionado con su venganza, su cerebro
quedó agitado y confuso.
A dos millas a lo largo de la carretera, que todavía no había demostrado dirigirse hacia
Boulder Lake, había una granja. Halló la puerta cerrada. Sin idea consciente, la forzó.
Registró los armarios. Encontró un rifle y una caja medio llena de cartuchos. Los estudió y
luego dejó el arma y todos los cartuchos, menos tres. Salió. Después dejó caer un
cartucho en la carretera. Anduvo veinte pasos y dejó caer otro. Veinticinco yardas más
allá dejó caer el tercero. Entonces contó cuidadosamente trescientos pies alejándose de
la carretera. El vehículo había estado a esta distancia de su escondite cuando se habían
producido las explosiones.
Conectó el aparato detector. Dos de los tres cartuchos estallaron. El más alejado no.
No se regocijó. Continuó sin júbilo, pero el conocimiento de que podía hacer estallar los
explosivos a una distancia de ciento veinticinco yardas entró a formar parte de su aún no
esbozado plan de venganza. Había algo en el aparato que había construido que hacía
detonar los explosivos a una distancia de poco más de cien yardas. No sentía curiosidad,
aunque la explicación era sencilla. El montaje heterodino de las ondas de extremada alta
frecuencia producía puntos de energía hasta que aquéllas comenzaban a perder fuerza.
Había puntos infinitesimales en los que, durante longitud infinitesimales de tiempo,
existían condiciones de energía comparables a un chispazo. Esto no había sido
proyectado en principio, pero la razón era muy clara. Llegó a un lugar donde la carretera
para Boulder Lake se ramificaba de la ruta que había estado siguiendo. Torció por ella,
andando a paso vivo.
Tres millas más hacia el lago, escuchó el ruido de un motor a sus espaldas. Se desvió
de la calzada y apretó el interruptor. Un camión de media tonelada apareció traqueteando
por la carretera. Fue acercándose cada vez más.
La munición que llevaba hizo explosión. El motor se paró y la camioneta cayó de
costado. Lockley no intentó aproximarse. Tal vez el chófer no habría muerto, y él no sería
capaz de dejar con vida, a sabiendas, a ningún individuo que estuviese asociado con los
captores de Jill. Se alejó del camión y continuó su marcha por la carretera.
Siete millas más arriba apareció un camión procedente de Boulder Lake. Lockley se
situó discretamente fuera de vista. Conectó su instrumento. Un cañón se desintegró en
medio de una estruendosa explosión. El camión quedó destrozado. Era interesante
observar que los motores de los vehículos solían pararse invariablemente cuando los
explosivos estallaban. Ello era, naturalmente, porque el aire ionizado es más o menos
buen conductor. En una nube de iones, las bujías sufren un cortocircuito y no salta la
chispa en el interior de los cilindros.
Hubo otro dos vehículos que intentaron pasar junto a Lockley (aunque sin saberlo) en
su camino hacia Boulder Lake. Ambos salían del parque. Los dejó destrozados junto a la
calzada. Mientras tanto, iba avanzando afanosamente hacia el lugar donde Vale había
comunicado el primero que un objeto había caído del cielo. ¿Cuántos días hacía de ello?
¿Tres..., cuatro?
A la sazón, Lockley había sido un ciudadano tranquilo y cortés, inclinado al pesimismo
respecto al futuro, pero muy considerado hacia los derechos de sus semejantes. Ahora,
había cambiado. Sólo sentía una emoción, un odio tal como jamás hubiera podido
imaginar. Este odio no tenía más que un motivo: tomar una completa y aniquiladora
venganza por lo que le habían hecho a Jill.
Continuó caminando. Tenía que recorrer más de veinte millas desde el comienzo del
parque. Y se veía obligado a ir a pie, porque tenía que cruzar zonas invadidas por los
rayos del terror, y los motores de los automóviles no funcionaban cuando operaba su
aparato detector. Era una diminuta figura entre montañas, marchando solitario por un
camino tortuoso, yendo decidido hacia la destrucción de los invasores del espacio exterior
y de los hombres que colaboraban con ellos para la conquista de la tierra. Para este
propósito llevaba el más extraño de los equipos: un artefacto fabricado con un transistor y
un rallador de queso.
Llevaba comida en los bolsillos, pero no podía comer. Durante la tarde se impacientó
con su peso y fue arrojándolo todo al suelo. Pero estaba sediento. Más de una vez se
arrodilló para beber en los arroyuelos sobre los que los constructores de la carretera
habían colocado pequeños puentes de cemento.
A las tres de la tarde un camión apareció detrás suyo. El joven iba andando entre dos
escarpados acantilados que le convertían casi en un enano. La carretera proseguía por
entre una hondonada de altos muros montañosos. No había sitio donde poder ocultarse.
Cuando oyó el motor, se detuvo y le hizo frente. El camión había recogido a varios
lesionados de los coches destrozados por la ruta. Algunos estaban malheridos. El camión
fue avanzando hasta llegar cerca del joven. Los esperó en calma, ya que no parecía
probable que llegasen a pensar que un hombre solo había provocado todas las
catástrofes. El chófer del camión, ni los heridos, indudablemente no habían pensado tal
cosa. Lockley parecía en realidad la víctima de otro accidente.
El camión aflojó la marcha. No había desconocidos en Boulder Lake. Había sólo la
fuerza humana que ayudada a los monstruos, tal como Lockley se había figurado. Así,
pues, el camión fue frenando, disponiéndose a recoger a Lockley.
A ciento veinticinco yardas del joven, las armas de la cabina del vehículo estallaron
violentamente. El motor se paró también. El camión salió disparado contra la cuneta. Dio
media vuelta y se inmovilizó.
Lockley dio media vuelta y siguió andando. Consideró con frialdad que estaba
completamente a salvo. No había quedado ninguna arma en buen estado a sus espaldas.
Les hombres también se hallaban malparados. No intentarían nada, aparte de procurar
informar sobre su situación, rogando ayuda. La comunicación podría ser efectuada por
radio, que no habría quedado destruida.
Media hora más tarde, Lockley comenzó a sentir la comezón que significaba que su
aparato le estaba protegiendo de un rayo del terror. La picazón duró muy poco j tiempo,
pero quince minutos después reapareció. A partir de entonces fue presentándose a
distintos intervalos. Cinco minutos, ocho, diez, tres, seis, uno. Cada vez el rayo hubiera
debido paralizarle, produciéndole intensos padecimientos. Un individuo sin aparato
protector habría tenido sus nervios destrozados por un tormento que aparecía tan
violentamente a intervalos imprevisibles.
Lockley trató de explicarse por qué esta aplicación del rayo desgastador de los nervios
no había sido empleado antes. Para cualquier individuo indefenso resultaría peor que un
dolor continuo. Ningún ser vivo podría resistirse a ninguna exigencia hallándose expuesto
a tales tormentos.
El rayo estaba siendo proyectado evidentemente a intervalos irregulares, y el fenómeno
duró hora y media. Cualquiera, excepto Lockley amparado por su nube de iones, hubiera
quedado reducido a un puro caso de histeria. Luego, de repente, cesaron las radiaciones.
Pero Lockley dejó su aparato en funcionamiento.
Transcurrida otra media hora — casi a las cinco —, pareció que los invasores
presumían que cualquier enemigo debía haber quedado inerme por completo. Enviaron
una expedición para averiguar qué les había sucedido a los vehículos en la carretera.
Lockley vio cuatro coches y una camioneta en cerrada formación, viniendo hacia él
desde el lago. Iban muy próximos entre sí para la mutua protección. Se movían
lentamente, como invitando al destino que había destruido a los otros.
Los comunicados por onda corta debían parecerles muy improbables, pero la
expedición iba equipada para investigar aquellos inverosímiles sucesos.
Los cuatro coches contenían cinco individuos cada uno. Cada cual iba armado con un
rifle conteniendo un solo cartucho en la recámara y ninguno en los cargadores. Los rifles
apuntaban al frente. Había más munición en la camioneta que seguía detrás, pero el
vehículo estaba blindado. Si la munición estallaba, no causaría ningún daño. En caso
contrario, podría usarse contra el único individuo mencionado por el conductor del último
camión destrozado.
Pero Lockley los veía venir. Trepó a un muro rocoso junto al camino hasta llegar a una
pequeña hondonada que se alejaba de la carretera. Se apostó en un lugar donde era
altamente improbable que le descubriesen. Esperó.
Apareció la caravana de coches. Rodó briosamente hacia Lockley, a unas treinta millas
por hora. Tal vez separaban unas diez yardas a cada coche, y algo menos a la camioneta
del último. Pasaron, todos los hombres alerta, a unos cuarenta pies por debajo de
Lockley.
No hizo nada. Tenía ya el aparato conectado. Vigiló en completa calma.
El coche en cabeza se detuvo como si se hallase delante de un muro de ladrillos,
mientras los rifles de su interior volaban en mil pedazos. El segundo coche chocó con el
primero, estallando sus rifles. El tercer coche. El cuarto. La camioneta se apelotonó sobre
los otros, al tiempo que toda la munición explotaba a la vez. El camión se convirtió en un
montón de hierros retorcidos. Lockley continuó por la hondonada. A partir de aquel
momento debía evitar la carretera. Calculó que llegaría a Boulder Lake media hora
después de anochecido. Pensó que por aquel entonces Jill llevaría más de doce horas en
poder de los invasores, y al menos diez en su cuartel general.
Antes de emprender la ascensión que le conduciría hasta los invasores, Lockley se
detuvo ante un arroyuelo. Bebió afanosamente.
Capítulo X
En el cielo apareció la luna nueva cuando los últimos colores del crepúsculo se
desvanecieron en occidente en medio de una algarabía de mortecinos tonos. El satélite
de la tierra arrojaba poca luz, no mucha más que las estrellas solas. Sin embargo,
ayudaría a Lockley mientras brillase. Conocía el terreno hasta Boulder Lake, pero no en
detalle. Y no sería prudente mostrarse abiertamente para destruir a los enemigos de su
nación.
Aprovechó la luz de la luna para su aproximación al lago por la ruta más impracticable.
Cuando el astro nocturno se ocultó tras las montañas, continuó ascendiendo,
deslizándose a veces peligrosamente, para luego descender y volver a subir, según las
exigencias del abrupto terreno. Su cerebro se hallaba absorto reflexionando lo que
debería hacer. Los coches dañados en la carretera habrían hecho comprender a los
invasores que podía causarles graves molestias. Adoptarían todas las precauciones
posibles para protegerse contra su ataque.
Era típico de Lockley imaginarse todos los obstáculos que podían ser acumulados en
su camino. Durante la última media hora de su agotadora travesía, por ejemplo, se vio
atormentado por una medida que sus enemigos podían emplear para enterarse de su
presencia. Si ellos, sencillamente, dejaban cartuchos de rifle en el suelo a intervalos de
veinticinco o cincuenta yardas, no podría cruzar aquella línea con su aparato conectado
sin volar dichos cartuchos. Era una medida muy posible, que le hizo sudar de
preocupación.
Pero era algo improbable. Para llevarlo a cabo, había que saber cómo operaba el
campo detonador y qué extensión tenía. Y esto sólo lo sabía Lockley. Por lo tanto nadie
podía emplear este medio defensivo contra él.
Fue abriéndose paso hacia la parte posterior de Boulder Lake, por entre los matorrales
y los peñascos. Poco después pudo dirigir la vista hacia su punto de destino. A derecha e
izquierda, masas rocosas estaban recortadas contra el cielo estrellado. Miró hacia el lago
y la playa donde el hotel debía ser construido, y a los distintos lugares donde los caminos
salían de la selvatiquez.
Había habido cambios desde la vez que él había estado examinando el puesto de
medición de Vale y antes de que el rayo del terror le hubiese capturado. Los catalogó
mentalmente, pero aquella visión le resultó intolerable. Todo lo que veía, allí donde la
humanidad creía que sólo anidaban unos monstruos del espacio, era obra de los
hombres. El furor se apoderó de él ante aquella vista. El odio. La ira...
En el resto del mundo se estaba experimentando una clase de emoción completamente
diferente sobre el asunto de los invasores. Los Estados Unidos habían anunciado a todo
el mundo que los científicos americanos y extranjeros, trabajando unidos, habían
solucionado el misterio del arma dejos seres espaciales. Habían logrado producir un
duplicado del rayo del terror. Era un arma no menos eficaz ni menos absoluta que la de
los invasores. Y asimismo había sido descubierta una completa defensa. Iba a ser
fabricada a toda prisa. Los experimentales generadores del antirrayo serían colocados en
posición adecuada para frustrar y derrotar a los monstruos que habían aterrizado sobre la
tierra. Destacamentos militares, protegidos por tales generadores, se dirigirían al alba
hacia Boulder Lake. Al concluir el día siguiente los monstruos estarían muertos o
prisioneros, y su nave espacial se hallaría indudablemente en manos de los científicos
para su estudio.
Además, los Estados Unidos proporcionarían armas defensivas a otras naciones. En
muy pocos, meses cada continente y cada nación de la tierra se hallaría equipada para
desafiar cualquier aterrizaje espacial que pudiese tener lugar. El mundo podría
defenderse por sí mismo.. Estaría equipado para ello. Y ésta era la resolución de los
Estados Unidos porque el mundo no podía coexistir medio libre y medio esclavizado por
los seres de un distante planeta. Las noticias procedían de todas las fuentes de
información. El arma espacial había sido comprendida y podía ser desafiada. Pronto todo
el mundo contaría con antirrayos. Era necesario que la Tierra estuviese preparada y lo
estaría.
Ésta fue la información que regocijó a todo el mundo, aunque todavía no permitió que
nadie se calmase porque los seres del espacio aún seguían ocupando una diminuta
porción de la Tierra. Pero la humanidad en peso deseaba la confirmación de las noticias
recibidas.
Lockley no sabía nada de tales noticias. Se estremecía de furia, porque lo que veía
ante él era tan asombroso como increíble.
No reinaba la oscuridad en el espacio que tenia debajo. Había brillantes focos
colocados en distintos lugares, iluminando una extensa zona. Y había unas cuantas
figuras a la vista. Pero lo que los focos le mostraron hizo rugir a Lockley de rabia y odio.
Los focos pertenecían a un tipo completamente terrestre. Había vehículos aparcados
en un espacio nivelado. Eran de fabricación humana. No había ninguna nave espacial en
el lago, sino un cohete de tres pisos de altura, listo para su disparo. Era de la clase
empleada por los humanos para situar a los satélites artificiales en órbita. Lockley incluso
conocía su denominación, y que empleaban los nuevos combustibles sólidos para su
propulsión.
En el cubil de los seres del espacio exterior no había nada extraño. No había nada a la
vista que fuese raro, ni extraterrestre. Y Lockley produjo unos gruñidos inarticulados
porque vio con absoluta claridad que en aquel lugar nunca había habido nada procedente
del espacio exterior.
No había monstruos. Nunca los había habido. Y la verdad era todavía más
enfurecedora que la decepción.
Porque esto sólo podía significar la muerte del mundo. Esto era un intento de librar la
última guerra en la tierra. Los hombres habían fingido ser seres espaciales para que
América luchase contra unos fantasmas, mientras su gran rival militar pretendía ayudarla,
a la vez que la apuñalaba por la espalda.
Naturalmente, era completamente lógico. Un ataque admitido mediante los rayos del
terror en forma de rayos de la muerte, habría aparejado consigo una réplica por parte de
América. Contra un gran enemigo humano, los cohetes podían rodear la tierra para caer
sobre las ciudades del enemigo, convirtiéndolas, a ellas y a sus habitantes, en gas
incandescente. Un ataque por parte de los humanos y sobre los humanos significaría la
última guerra de la tierra, en la que toda la humanidad podía perecer. Ningún triunfo
previsible al principio podía impedir una completa respuesta. Pero si el ataque parecía
proceder del espacio, las armas y el valor de los americanos se malgastarían contra unos
seres que no eran más que fantasmas.
Lockley avanzó unos pasos. Sólo él estaba enterado de la verdadera situación. Incluso
la venganza por Jill debía ser dejada a un lado, si deseaba emprender una temeraria
acción contra aquel estado de cosas. Pero no. Una plena y terrible venganza requería una
acción fría y premeditada. Y Lockley comenzó a descender, dispuesto a llevarla a la
práctica.
Empezó por arrastrarse hacia los focos, no queriendo darse por enterado de que
existían algunas lagunas en su imagen de la escena total. Por ejemplo, aquellas luces
podían ser detectadas por un avión. Aquel hecho no se le ocurrió a Lockley. No se paró a
considerar que el camuflaje del enemigo no tenía utilidad alguna en lo que a la
observación aérea se refería. No pensó en ello. Siguió avanzando.
Se acercó a la zona iluminada. No andaba, se arrastraba. Empezó a prestar atención a
los sonidos. Si pudiese acercarse lo bastante al cohete para hacer estallar sus depósitos
de combustible sólido...
Esto sería a la vez una venganza y un acto expeditivo. Si el combustible estallaba,
aniquilaría el campamento. Destruiría a todos los seres vivos allí presentes. Pero habría
fragmentos de la explosión. Habría cadáveres. Habría restos. Y aquellos cadáveres y
aquellos restos serían inequívocamente humanos. La última guerra no podría ser evitada,
pero al menos sería librada contra el verdadero enemigo de América y no contra unos
monstruos imaginarios.
Valía la pena morir para conseguirlo. Pero Jill...
El avance de Lockley era penosamente lento, pero necesitaba que así fuese.
Escuchaba atentamente.
Oyó el débil rumor de los aviones sobrevolando el lago. Estaban muy altos. Había
zumbidos de insectos. los gritos de los pájaros nocturnos y el susurro de la brisa entre los
árboles.
Hubo otro sonido. Uno nuevo. Era inexplicable. Era un murmullo extraño e intermitente.
Tenía cierto ritmo irregular, un ritmo familiar.
Continuó arrastrándose.
A su izquierda se produjo un súbito movimiento. Luego se paró. Podía ser un individuo
de vigilancia que había simplemente mudado de posición. Lockley se inmovilizó y luego
prosiguió con mayor precaución. Palpaba el suelo ante él, en busca de ramitas que
podían crujir bajo su peso.
El murmullo continuaba. Lockley se dio cuenta d? que era una voz humana. Era
potente y con tonos armónicos, pero aún demasiado débil para que pudiera distinguir una
sola palabra.
Cruzó una leve prominencia con matorrales. Éstos crecían en apretados grupos y tuvo
que rodearlos con prudente cautela.
El murmullo cambió y prosiguió. Lockley se apretó contra el suelo. Los hombres
pasaban un centenar de pies más abajo. Les veía silueteados contra los iluminados
coches y camiones aparcados, y en el espacio existente en torno al enorme cohete. No
llevaban rifles, y seguramente ninguna clase de armas. La marcha de Lockley por la
carretera les había advertido del inútil usó de las armas, al menos a corta distancia. Ahora
estaban esperándole. Quizás aquellos individuos iban a relevar a otros vigías de la colina.
Vio a otros tipos. Parecían moverse incansablemente por la zona iluminada.
El murmullo era ya más alto. Podía casi entender las palabras. Avanzó otras cien
yardas hacia el cohete y la voz cambió otra vez. Entonces quedó asombrado. ¡La voz le
estaba llamando! ¡Le llamaba por su nombre!
«¡Lockley, Lockley! ¡No haga ninguna locura! ¡Todo puede explicarse fácilmente!
¡Reconocerá mi voz! ¡Habló conmigo por teléfono desde Serena!»
Lockley reconoció la voz. Era la del general que había sonado pomposa e indignada, al
negarse a escuchar las declaraciones de Lockley. Ahora, surgiendo de los altavoces
esparcidos por todo el lugar y resonando por los acantilados, era la misma voz pero con
inflexiones más persuasivas y aplacadoras.
«Usted me sorprendió — continuó la voz crispadamente —. Descubrió que había seres
humanos mezclados en este asunto. Era importante lograr el factor sorpresa. Intenté
intimidarle, lo cual fue un error. Mientras estaba hablando con usted, sus sospechas
fueron comunicadas por radio por el conductor del remolque. Quise amedrentarle. Usted
no es un tipo que se deje asustar con facilidad. Pero todo puede ser explicado. ¡Todo!
¡Aquí está Vale para demostrarlo!»
Hubo un instante de pausa. Entonces la voz de Vale surgió por los altavoces.
«Lockley, soy Vale. Todo es un engaño. Había un buen motivo para ello, pero tú
tropezaste con los hechos. Había razones para mantenerlo todo en secreto. Ni siquiera se
lo dije a Jill. Esto no es una traición, Lockley. ¡No somos traidores! Sal y te lo explicaré
todo. Aquí está Sattell.»
Y la voz de Sattell resonó por las colinas:
«¡Vale tiene razón, Lockley! No supe lo que se tramaba. Me engañaron como a todos.
¡Pero todo está bien! ¡Todo está perfectamente bien! Cuando comprendas esto
entenderás que tenías que ser engañado tal como lo fui yo. Acércate y todo te será
explicado a tu entera satisfacción, te lo prometo.»
Lockley hizo una mueca. ¿Cómo se hallaba Sattell allí? ¿Y el general al mando del
cordón? Y aún más, ¿por qué le llamaban por su nombre en vez de intentar matarle?
¿Por qué había centinelas en las colinas si tan ansiosos estaban de explicárselo todo y no
de asesinarle? ¿Cómo podían esperar engañarle, cuando Jill...
Hubo una pausa y entonces llegó lo que evidentemente consideraban un mensaje
decisivo. Era la voz de Jill, agotada y desesperada.
«Por favor, salga y escuche! Venga, por favor, y deje que se lo expliquen todo. Pueden
hacerlo. Yo lo comprendo y les creo. Es verdad. No es una traición... Le... le ruego que
venga y permita que le expliquen por qué ha sucedido todo esto...»
No pudo terminar. Estaba temblando. Su voz estaba tensa. Enronquecida. Y Lockley
maldijo, iracundo. Entonces la voz continuó:
«¡Lockley, Lockley! ¡No haga ninguna locura! ¡Todo puede explicarse fácilmente!
¡Reconocerá mi voz! ¡Habló conmigo por teléfono desde Serena!»
La voz repetía, palabra por palabra e inflexión por inflexión, exactamente lo que había
dicho antes. Las otras voces siguieron por el mismo orden. Habían sido grabadas.
En la condición en que se encontraba el cerebro de Lockley, la grabación alejó toda la
autoridad de las voces. Jill, en particular, sonaba como si hubiese sido torturada para
quebrantar su voluntad y obligarla a decir lo que sus captores deseaban. No había podido
intercalar ningún aviso, porque la habían forzado a repetir y repetir el mensaje, hasta que
sus captores habían quedado satisfechos.
Ahora todo esto quedaría vengado. Todo en absoluto. Y Jill le quedaría eternamente
agradecida, aunque no volviesen a verse nunca más; agradecida por la monstruosa
explosión que limpiaría aquel lugar de todo ser vivo.
Lockley, de pronto, vio un método por el que su venganza podía quedar algo
aumentada. Incluso resultaría más satisfactoria y justa. Oculto en los matorrales mientras
las voces repetían infatigablemente su grabada persuasión, fabricó un sencillo
instrumento. Lo anexionó al aparato que llevaba. Si su mano lo asía con firmeza,
funcionaría. Si su mano lo soltaba, también. Por tanto, si conseguía situarse a ciento
veinticinco yardas del cohete, podría dejarse ver y permitirles saber lo que les aguardaba
y por qué.
Con infinita paciencia llegó a un lugar casi cerca del círculo de guardias desarmados,
junto al cohete. Esperó, i Los centinelas vigilaban atentamente. No les gustaba proteger
una cosa sin armamento. Estaban nerviosos. Los, interminables y repetidos mensajes
habían destrozado sus nervios.
Su tensión hacía que el truco más viejo del mundo, sirviese para los propósitos de
Lockley. Arrojó una piedra desde un lugar muy oscuro. Pegó y rebotó contra otra piedra,
yendo a parar dentro de un matorral distanciado de Lockley. Todos los centinelas se
precipitaron a aquel lugar para apresar al sujeto desconocido, causante del ruido.
En sus prisas se atropellaron, chocando unos contra otros.
Y Lockley cortó, y una voz chilló aterrada. Entonces Lockley se situó de espaldas a la
base del cohete, blandiendo el rallador de queso burlonamente y gritó.
Se produjo un completo silencio. Sólo continuó resonando la voz monótona de los
altavoces. Le tocaba a la de Sattell.
«...todo está bien! ¡Todo está perfectamente bien! Cuando comprendas esto
entenderás que tenías que ser engañado tal como lo fui yo. Acércate y todo te será...»
Alguien cortó la grabación. Hubo un momento de indecisión y luego un individuo de
uniforme con dos estrellas de general en sus hombreras avanzó y se enfrentó con
Lockley.
—¡Ah, Lockley! — exclamó vivamente —. ¿Éste es el aparato que destruye los coches
y hace estallar la munición, eh? ¿Piensa volar el cohete?
—¡Voy a intentarlo! — exclamó Lockley —. Escuche — mostró cómo cualquier cosa
que intentasen hacerle sólo serviría para que apretase antes el interruptor de conexión —.
Quería que lo supieseis antes de volarlo todo! ¿Dónde está Jill? ¿Jill Holmes? Uno de
vuestros coches la apresó y la trajo aquí. ¿Dónde está?
—La enviamos al campamento — respondió el general — para el caso de que usted
consiguiese llegar hasta aquí, e intentase hacer lo que intenta. En otras palabras, está a
salvo. Aunque no tardará en venir. Se le notificará su llegada aquí... si el cohete no
estalla.
Lockley apretó los dientes.
—¡Dejaremos esto bien arreglado antes de que ella llegue!
Apareció Vale. Avanzó y se colocó al lado del general.
—Realizamos un trabajo que es demasiado perfecto, Lockley — dijo bruscamente —.
Ensayé mi parte hasta que salió perfecta. ¿Qué te hizo sospechar, Lockley? ¿Te diste
cuenta de que mantuvimos enfocado el agrimensor para que pudieses oírlo todo hasta el
final? Esto nos ha tenido muy preocupados.
Los faros de un coche iluminaron una ladera.
—Como ves — continuó Vale —, tuvo que ser realizado de este modo. Sattell lanzó
una maldición cuando se lo explicamos. Pensó que había cometido una tontería.
Pero hay cosas que no pueden realizarse honradamente.
Lockley se sentía físicamente enfermo. Jill había estado — todavía lo estaba —
prometida a Vale. Había estado angustiada por él. Le había sido leal. ¡Y Vale estaba
ayudando a los invasores! Abrió la boca para hablar con amargura, cuando apareció
Sattell.
Se alineó junto al general y Vale.
—También me engañaron, Lockley — exclamó con amargura —. Pero todo va bien.
Tenían que hacerlo. Pensaron que te habían engañado. Aquellos tres obreros que
estuvieron contigo en el depósito de basura el otro día, afirmaron que habías sido
engañado. ¡Y pertenecían al servicio secreto!
—¿Eres muy convincente, verdad? — rugió el joven —. Pero...
—Créeme — le atajó Sattell —. Piensas que me he unido a una pandilla de espías y
traidores. Piensas que...
Subrayó con precisión exactamente lo que Lockley pensaba: que aquellos monstruos
fantasmas debían tener entretenida a América mientras otra nación la asesinaba por la
espalda. Era una acertada pintura de lo que pensaba Lockley.
—¡Pero estás equivocado! — insistió Sattell —. ¡Éste es un pequeño truco para nuestra
nación y para la seguridad de todo el mundo! ¡Es un truco para contrarrestar
precisamente lo que acabo de describirte!
Los lejanos faros se iban acercando. Pero ningún coche podía llegar desde el
campamento con tanta rapidez.
—Lo cierto es — añadió el general — que nuestros espías nos/han informado de que
otra poderosa nación ha desarrollado este rayo que ahora estamos mostrando a todo el
mundo. Nosotros también lo poseemos. ¡Y no podíamos usarlo, pero ellos sí quieren! Y si
no lo empleasen contra nosotros, lo usarían en cualquier sucio truco de emergencia.
Conque fraguamos esta invasión para persuadir a todos los países de la tierra a armarse
contra este terrible instrumento. ¡Sólo una invasión por los monstruos del espacio
justificaría ese armamento, a los ojos de algunos políticos. ¡Naturalmente, se armarán
también contra nosotros... como contra los demás.
Hablaba casi con indiferencia. Una mirada al semblante de Lockley le habría dicho que
la persuasión no servía de nada.
—Este truco, con la defensa que intentábamos revelar — añadió el general —,
significaba que un arma completamente aborrecible no sería usada jamás, ni para
empezar ni para acabar una guerra. Tal vez jamás llegue a producirse una guerra por
haber dicho que hay monstruos volando por el espacio...
Lockley tenía la confusa impresión de que estaba soñando aquella escena. ¡No era
ésta la manera como las cosas tenían que ocurrir! ¡No, esto no era cierto! Cuando
apretase o soltase el improvisado interruptor en su mano, el cohete que tenía a sus
espaldas desaparecería en una monstruosa llamarada, y él y los tres individuos que le
estaban haciendo frente se desvanecerían, y volvería a abrirse un cráter en el lago, y
volarían los desvencijados coches por el aire...
—Era un trabajo interesante — siguió Vale —. El Ejército arrojó un centenar de
toneladas de explosivo en el lago. Los dos radares que comunicaron la presencia de una
nave espacial en el espacio exterior, estuvieron a cargo de dos individuos nombrados
especialmente para dicha ocasión, los cuales recibieron órdenes directas del Presidente.
Elegimos un día con el cielo encapotado; los operadores del radar insertaron sus
grabaciones falsificadas y enviaron sus reportajes; y el Ejército hizo estallar los explosivos
del lago. A partir de entonces, había que utilizar el rayo del terror.
—Debo subrayar — agregó el general, sin alterarse — que no ha perdido la vida ningún
ser humano por todo lo que hemos hecho. ¿Cree que los espías se mostrarían tan
cuidadosos?
—Están ustedes arguyendo — replicó Lockley —. Desean que crea en ustedes. ¡Pero
está Jill! ¿Qué le ha ocurrido? ¿Cómo le hicieron grabar la cinta? ¿Dónde está? ¡Ella no
me dirá que todo va bien!
Los faros barrieron la zona iluminada. El coche se detuvo.
Jill apareció a la vista de Lockley. Le vio de pie contra la base del cohete. Corrió hacia
él.
Se paró al llegar a la altura del general, Vale y Sattell. Parecía agotada y
desesperadamente angustiada.
—¿Qué le han hecho? — preguntó Lockley con fiereza.
Ella sacudió la cabeza.
—Na... nada. No podía permanecer en el campamento cuando estaba segura de que
usted intentaría ayudarme. Por esto vine. No sé todavía lo que le han contado, pero es la
verdad. Nos han engañado, como tenían que engañar al mundo entero. ¡Créalo! ¡Por
favor, créalo!
—¿Qué le han hecho? — repitió con furia.
—¿Qué le han hecho al mundo? — exclamó Jill —. Han hecho que todas las naciones
consideren a la nuestra como los verdaderos defensores de la libertad. ¡Y lo somos! ¡Han
hecho que todo el mundo esté preparado para combatir contra los monstruos si se
presentan, y para luchar contra los hombres que intenten esclavizarnos con el rayo del
terror o de cualquier otra clase! ¿Habrían hecho esto unos traidores?
Lockley sabía que tenía que decidirse. Era la suya una insoportable responsabilidad.
No estaba convencido, ni siquiera ahora por Jill. Pero tampoco estaba seguro de tener
razón.
—¿Por qué no me matan? — preguntó —. Podrían matarme a distancia. No tenían que
acercarse tanto para hablarme. ¿Si el cohete estallase, que importaría todo?
—Usted consiguió una protección contra el rayo del terror — contestó el general —.
También nosotros. Pero nuestras defensas pesan dos toneladas. La suya no constituye
ninguna carga. Y... — sus ojos se posaron sobre el rallador de queso que Lockley llevaba
al hombro — y la suya hace detonar los explosivos. ¡Si pudiésemos equipar al mundo con
esto, Lockley, habríamos conquistado la paz!
Lockley pensó en una prueba decisiva. Hizo una mueca.
—¿Quieren que me arriesgue a ser un traidor? De acuerdo, ¿qué se me ofrece?
El general se encogió de hombros, centelleantes los ojos. Vale extendió las manos.
Sattell maldijo. Jill se humedeció los labios. Lockley se volvió hacia ella.
—Usted quiere hacerme creer — le dijo agriamente —. ¿Qué me ofrece usted si yo les
entrego a estos hombres, que usted asegura que son leales y no son espías ni traidores,
mi invento? ¿Qué me ofrece?
La joven le miró con fijeza. Luego dijo serenamente:
—Nada.
Lockley vaciló todavía, un largo instante. Pero había sido la respuesta adecuada. Nadie
que hubiese sido comprado, sobornado o amedrentado para convertirlo en traidor habría
contestado así.
—Éste — contestó Lockley —, por extraña coincidencia, es precisamente mi precio.
Arrancó un cable. Luego tendió la combinación del rallador con el transistor al general.
—Le explicaré más tarde cómo funciona — dijo fatigadamente —, si no he cometido
una equivocación...
Después de algún tiempo, el general se le acercó. Lockley estaba ya convencido. La
reacción de los hombres que habían estado de guardia y los conductores de camión era
concluyente. Le contemplaron con cierto respeto cordial, lo cual no hubiese sido la
reacción de unos invasores o unos traidores.
—Hemos estado examinando este pequeño instrumento, Lockley — le dijo el general
alegremente —. ¡Es perfecto para nuestros propósitos! Mucho mejor que un generador de
dos toneladas para la interferencia y destrucción del rayo del terror. ¡Maravilloso! ¿Y sabe
lo que significa? Con la creencia mundial de que hemos sido atacados desde el espacio y
nuestra gran demostración de haber vuelto a apoderarnos de Boulder Lake...
—¿Cómo solucionarán ésto? — preguntó Lockley sin gran interés.
—El cohete — le explicó el general —. Cuando las tropas penetren en Boulder Lake, el
cohete despegará. Hacia el espacio exterior. Y diremos que los invasores se alejan por
haber descubierto que su arma ya es inútil y que empezábamos a dominarles.
—¡Oh! — exclamó Lockley sencillamente.
—¡Pero lo verdaderamente maravilloso es su artefacto! — alabó el general —. Pueden
ser fabricados por miliares. Y me han dicho que a un precio ridiculamente barato. Todo el
mundo querrá uno, y nosotros los venderemos. ¡Ningún gobierno podrá impedirlo! ¡Ni
siquiera Rusia! ¿No lo ve, Lockley?
Lockley sacudió la cabeza. Tenía tendencia a contemplar siempre el lado pesimista de
las cosas. Y el futuro no le parecía excesivamente brillante.
—¿No lo ve? — repitió el general, sonriendo —. Detona los explosivos, ¿entiende? ¡No
hay ningún mal en ello! Donde los explosivos sean fabricados con fines industriales, habrá
que cuidar sólo que ese aparato no quede conectado demasiado cerca. En nueve
décimas partes del mundo, además, no se permite a los civiles el uso de armas. ¡Pero
imagínese las consecuencias!
Lockley estaba agotado. Asqueado consigo mismo. El general sonrió de oreja a oreja.
—¡Cuando estos aparatos se distribuyan, ni la policía secreta podrá ir armada! ¿Qué
valdrán entonces los dictadores? ¿Qué valdrán los soldados? La guerra fría terminará,
Lockley, porque no podrá haber un ejército conquistador en el sentido moderno. Los
tanques no podrán correr. Los coches se pararán. Y los cañones... Una invasión tendría
que ser realizada con transporte animal y las tropas armadas con lanzas y flechas. ¡Esto
significa el desarme, Lockley! ¡La consumación de algo tanto tiempo deseado! Ahora
empiezo a pensar que podré alcanzar una edad madura. ¡Nunca me había atrevido a
pensarlo antes!
Lockley consiguió conversar con Jill. La joven estaba avergonzada. Tal vez angustiada.
Lockley pensaba que no había casi nada que decir, ahora que Vale estaba vivo y ella ya
no corría ningún peligro. Le alargó la mano para despedirse.
—Creo... — baubució ella con cierta dificultad —, creo que debo decirle que ya... ya no
estoy prometida. Le... le dije que no quería casarme con una persona cuyo trabajo deba
ser un secreto para mí.
Lockley se quedó inmóvil.
—¿No piensa casarse con Vale? — le preguntó con incredulidad.
—No... ooo — repuso ella, muy nerviosa —. Esto le dije.
Lockley tragó saliva con dificultad.
—¿Qué contestó él?
—No... no le gustó. Pero lo comprendió. Le expliqué las cosas. Y dijo... dijo que le
felicitaba a usted.
Lockley hizo un ademán apropiado. Ella sollozó suavemente, estrechada entre los
brazos del joven.
—Temía tanto que tú no... que tú no... Lockley adoptó las medidas más convenientes
para consolarla y asegurarle que él sí quería, para siempre y eternamente y... Mucho
después, él le preguntó con interés:
—¿Qué dijiste a Vale cuando él te rogó que me felicitases?
—Le dije — replicó Jill — que lo haría si todo salía según mis deseos. Y así ha sido. Te
felicito, querido. ¿Y ahora, no me felicitas tú a mí?
El cohete despegó y se alejó hacia el vacío. Era ya el amanecer y en aquellos instantes
comenzaron a propalarse las noticias de la ocupación por parte del ejército de la zona de
Boulder Lake. Cuando la humanidad se despertó aquella mañana, quedó informada de
que los monstruos del espacio habían regresado a su planeta, frustrados en sus
intenciones por la inteligencia de los científicos terrestres. Un destacamento especial se
encargó del lago. Era curioso que el mismo parecía haber estado ya allí cuando fue
formulada la pregunta. Era muy raro que no hubiese quedado a la orilla del lago ninguno
de los extraños artefactos que los invasores debían haber traído consigo a la tierra.
Pero había recuerdos. Los últimos boletines comunicaron que los Estados Unidos
estaban intentando producir en gran cantidad unos pequeños aparatos que desafiarían al
rayo del terror, los cuales podrían ser repartidos por todo el mundo. ¡No podía
demostrarse una mayor amistad! Los Estados Unidos también proponían una amplia
alianza mundial para la defensa contra los futuros ataques llevados a cabo por los
monstruos del espacio, con armamento común y una completa colaboración de los
gobiernos.
El mundo debía unirse contra los monstruos. Y la gente, en una postura defensiva
contra los enemigos procedentes de las estrellas, no combatirían entre sí.
Y había algunas personas que estaban sumamente complacidas. Conocían las
posibilidades de los pequeños ar tefactos, que serían producidos en el tamaño de los
paquetes de cigarrillos. Sabiendo lo que podían hacer, esperaban muy interesados para
ver qué iba a suceder en ciertas naciones cuando su policía secreta no pudiese llevar
armas de fuego y los soldados solamente pudiesen disparar flechas y lanzas.
Sí, esperaban muy interesados...
FIN
Por la mañana, la pantalla de radar informó de algo extraño en el espacio exterior.
Lockley se despertó a las ocho menos veinte según lo acostumbrado. Dormía sobre una
colchoneta neumática en una ladera de la montaña, rodeado de bosques. No era una
cosa desusada. Estaba allí para llevar a cabo una medición lineal con destino a un mapa
detallado del Boulder Lake National Park, que se hallaba en construcción. Medir aquella
zona, incluso con los más complicados aparatos electrónicos, era una tarea sumamente
sencilla para Lockley.
Esta mañana al despertarse recordó que había vuelto a soñar con Jill Holmes, lo cual
se estaba convirtiendo en un hábito que debía desechar. Sólo la había visto cuatro veces,
y ella estaba a punto de casarse con otro. Debía dejar de pensar en la joven.
Se desperezó, preparándose para incorporarse. En el mismo instante, estaban
sucediendo ciertas cosas en varios lugares lejos de allí. En realidad, no se había
observado todavía ningún objeto extraño en el espacio. Esto ocurriría más tarde. Pero en
el complejo de radar de Alaska, un empleado de servicio fue relevado por otro. El
empleado entrante se hizo cargo del monitor de la gigantesca antena del radar, que
grababa sus observaciones en la cinta magnética.
Aquella precisa mañana ocurrió que sólo otro radar escrutaba el firmamento a lo largo
de la costa del Pacífico. En aquella zona existía la instalación de Alaska y la de Oregón.
Era sumamente desusado que sólo operasen aquellos dos observatorios. Los
funcionarios que estaban enterados de ello pensarían que los organismos oficiales habían
cometido un desliz. Sin embargo, todo se desarrollaba normalmente. Todo era normal, por
ejemplo, en el Centro de Información Militar de Denver. La Compañía Agrimensura no
veía nada desusado en que Lockley estuviese en su puesto, y otros individuos se hallasen
en los lugares correspondientes en la zona que iba a convertirse en el parque nacional
Boulder Lake. También parecía perfectamente natural que hubiese por allí excavadoras,
taladradoras, vigilantes, agrimensores, albañiles y otros trabajadores diversos,
desayunándose todos cómodamente en el campamento construido para la realización del
proyecto. Todo parecía completamente normal en todas partes.
Cuando la instalación de radar de Alaska informó sobre algo raro en el espacio, el
estado de las cosas, en general, no era alarmante ni tranquilizador. Pero a las 8,02, hora
del Pacífico, la situación cambió. A aquella hora, Alaska comunicó que un cuerpo celeste
inesperado de considerable tamaño se hallaba fuera de la atmósfera, moviéndose con
sorprendente lentitud tratándose de un cuerpo en el espacio. Su curso era parabólico y
probablemente aterrizaría en un rincón de Dakota del Sur. Podía ser un bólido... un
meteorito, grande y lento. No era probable, pero el conjunto del comunicado era en sí
poco plausible.
El mensaje llegó al Centro de Información Militar de Denver a las 8,05. A las 8,06 había
sido transmitido a Washington, y se ordenó el despegue de todos los aviones disponibles
en la costa del Pacífico. El radar de la unidad de Oregón informó sobre el mismo objeto a
las 8,07. Añadió que el objeto se hallaba a setecientas cincuenta millas de altitud y a
cuatrocientas millas de la costa, encaminándose hacia las playas de Oregón, moviéndose
en dirección noroeste a sudeste. No había ninguna gran ciudad en dicha trayectoria. El
punto de impacto calculado por la estación de Oregón era cerca de Dakota del Sur. A
medida que otros cálculos siguieron a los primeros, apareció un segundo lugar de caída y
luego un tercero. Después la estación de Oregón comunicó inverosímilmente que el
objeto iba frenando la velocidad de descenso. De acuerdo con esto, se pronosticaron
sucesivamente otros tres puntos de aterrizaje. El objeto, afirmaban estos cálculos, llegaría
a la tierra cerca de Boulder Lake, Colorado, en la parte destinada a convertirse en parque
nacional. La hora de impacto sería aproximadamente las 8,14 de la mañana.
Estos sucesos tuvieron lugar acto seguido de despertarse Lockley en el monte, pero no
se enteró de los mismos. No se hallaba muy cerca del lago, que iba a ser el centro de un
lugar apto para las vacaciones de la gente que ama la vida al aire libre.
El lago era casi circular, profundo, muy azul. Ocupaba lo que había sido el cráter de un
volcán millones de años antes. Las excavadoras ya estaban trazando los caminos a
través de los bosques. Los obreros trabajaban con niveladoras y mezcladoras de cemento
en las carreteras y en los puentes que cruzaban los arroyos de la región. Se había
establecido un campamento para ellos. Se había planeado un gran hotel junto al lago y ya
se estaba estacando el terreno donde más adelante sería alzado el edificio. Había lubinas
en el lago y truchas en los riachuelos. Un enorme remolque con todo el equipo iba
recorriendo las sendas, atendiendo a todos estos asuntos. El día anterior Lockley lo había
visto brillar a la luz del sol, moviéndose hacia el lago por la carretera cercana a su
observatorio.
Pero esto había sido ayer. Esta mañana se había despertado bajo un cielo de color gris
pálido. Todo el cielo estaba cubierto de nubes. Aspiró el aroma de las coníferas, el musgo
y las rocas a la luz matinal. Oyó el susurro de las hojas de los árboles agitadas por la
brisa. Observó las nubes. Estaban muy altas. La atmósfera al nivel del suelo era
totalmente transparente. Volvió la cabeza y vio que el paisaje agreste que le rodeaba
parecía sumamente apacible y satisfactorio.
Las montañas se elevaban en torno suyo. Un valle yacía a unos mil pies de
profundidad, y más allá se extendían otros valles, atravesados por un arroyo que
acarreaba un agua blanca hacia un destino desconocido. No muchos durmientes pueden
despertarse ante un panorama tan majestuoso.
Lockley lo contempló, aunque sin concederle plena atención. Estaba preocupado
pensando en Jill Holmes, que por desdicha estaba prometida para casarse con Vale, el
cual también trabajaba en el parque a unas treinta millas al nordeste, cerca del Boulder
Lake. Lockley no le conocía muy bien puesto que era nuevo en la Compañía.
Se hallaba situado al nordeste con un instrumento agrimensor electrónico semejante al
de Lockley, y realizando la misma tarea. Jill había sido destinada por una revista para
redactar unos artículos respecto a la manera de construir un parque nacional, y vivía en el
campamento a fin de reunir material para sus artículos. Se había enterado de varias
cosas gracias a Vale y a otros ingenieros, mientras Lockley había estado pensando en
hechos interesantes que comunicarle. Pero había fracasado. Cuando pensaba en ella
pensaba asimismo en el triste hecho de que se hallaba prometida. Era una idea muy
desdichada. Entonces intentó dejar de pensar en ella. Pero su cerebro seguía
regocijándose con la evocación de su imagen.
A las ocho menos diez, Lockley empezó a vestirse, al estilo montaraz. Primero se puso
el sombrero. Se hallaba sobre el montón de prendas de vestir. Luego fue poniéndose el
resto de las ropas en orden contrario al que se las había quitado.
A las ocho en punto, hizo una pequeña fogata. No tenía la menor noción de que aquel
día tuviese que ocurrir nada fuera de lo normal. Todavía no había sido comunicado nada
raro desde el observatorio de Alaska. A las 8,10 tenía una sartén con tocino y huevos
friéndose al fuego y un pote con café junto al mismo. Tuvieron lugar los sucesos
extraordinarios del día, pero él no se enteró de nada. Por ejemplo, el Centro de
Información Militar de Denver había sido prevenido de lo que más adelante se denominó
«Operación Terror», mientras Lockley se hallaba preparándose tranquilamente su
desayuno y meditando, con el ceño fruncido, en Jill.
Naturalmente, no sabía nada sobre órdenes de emergencia ni de haber despegado
multitud de aviones. No estaba informado de nada respecto al espacio, ni de un objeto
que aparentemente se encaminaba hacia Boulder Lake. Cuando llegó la hora del impacto,
según los cálculos efectuados, Lockley estaba vigilando el café que hervía ya en el pote,
para retirarlo de entre las llamas.
A las 8,13 y no a las 8,14, esta información procede de las cintas grabadas, hubo un
choque extremadamente pequeño, captado por el sismógrafo de Berkeley en California.
Fue un choque menor, con la intensidad de la explosión de cien toneladas de alto
explosivo a una gran distancia, apenas suficiente para poder localizar su situación, que
era Boulder Lake. La causa de la explosión o choque no fue observado visualmente. No
había habido tiempo para poner en alerta a los observadores, y en todo caso el objeto
había debido estar fuera de la atmósfera hasta los últimos segundos de su caída, y donde
cayó la masa de nubes era bastante espesa. Por tanto, nadie comunicó haberlo visto
caer. Al menos, no en seguida, y poco después sólo lo manifestó una persona.
Lockley no oyó el impacto. Estaba apurando una taza de café y reflexionando en sus
problemas. Pero una roca delicadamente sostenida en equilibrio a un centenar de yardas
más abajo del sitio donde él se hallaba acampado se deslizó rodando por la ladera de la
colina. Inició con ello, un ligero alud de rocas y tierra. La avalancha no llegó muy lejos,
pero la primera roca desequilibrada fue rodando y saltando hasta bastante lejos.
El eco resonó entre los montes, pero no muy fuerte, y terminó pronto. Lockley pensó
automáticamente en media docena de posibles causas para el alud, pero no se le ocurrió
pensar en un imperceptible temblor producido por un choque como el de una tremenda
explosión a treinta millas de distancia.
Ocho minutos más tarde oyó un estruendo fragoroso en tono bajo hacia el nordeste.
Era increíblemente sordo. Fue rodando y reverberando más allá del horizonte. La
detonación de un centenar de toneladas de trilita o un impacto equivalente pudo ser
captada a treinta millas, pero a tal distancia no sonaba como una explosión.
Terminó de desayunarse bastante deprimido. A la sazón, tres cuartas partes de la
Fuerza Aérea de la costa del Pacífico se hallaba en el aire, y al cabo de unos instantes
más aeroplanos ascendieron hacia lo alto. Inevitablemente, aquella profusión de tráfico
aéreo fue observada por la población. Los periodistas comenzaron a telefonear a las
bases aéreas preguntando dónde se había dado una alarma, o algo más grave.
Tales preguntas eran naturales en aquellos días. Todo el mundo estaba trastornado.
Para un observador acostumbrado, las perspectivas parecían las de un mundo
condenado al desastre. Había crisis en las Naciones Unidas, que ya habían sido
reorganizadas una vez y necesitaban otro nuevo arreglo. Había una disputa entre los
Estados Unidos y Rusia respecto a unos satélites recientemente colocados en órbita. Se
sospechaba que transportaban bombas de fusión listas para ser lanzadas sobre blancos
seleccionados por anticipado. Los rusos acusaban a los americanos, y los segundos a los
primeros, y es posible que ambos tuvieran razón.
El mundo llevaba tanto tiempo agitado que había refugios atómicos desde Chillicothe,
Ohio, a Singapur en Malaya. Había problemas permanentes en diversos lugares donde
prácticamente podía producirse un estallido en cualquier momento. Los pueblos de todas
las naciones vivían constantemente con el alma en vilo. Había presiones continuas sobre
los gobiernos y los partidos políticos, de forma que todos los gobiernos vacilaban y los
partidos estaban desvalidos. Nadie entreveía una paz duradera, ni podía nadie soñar con
alcanzar una edad de cierta longevidad, sino, a lo sumo, una mediana edad. La llegada de
un objeto procedente del espacio exterior estaba magníficamente calculado para provocar
un estupor emocional en todas las naciones del globo.
Pero Lockley procedió a desayunarse sin premoniciones. El viento soplaba y desde
todas las bases aéreas a lo largo de la costa los bombarderos iban despegando en
formaciones destinadas a interceptar todo lo que volase o todos los cohetes con cabezas
de proyectil atómicas que los radares pudieran detectar.
A las ocho veinte, Lockley se dirigió al instrumento electrónico agrimensor que debía
utilizar aquella mañana. Era una modificación de los aparatos usados para registrar los
satélites artificiales en sus órbitas y medir las distancias desde centenares de millas tejos
con escasas pulgadas de error. El propósito era lograr un mapa del parque de la mayor
exactitud. Había otros instrumentos similares en otras posiciones, todos distanciados
entre sí. Lockley tenía que llamar cada mañana a los distintos puntos de medición para
comprobar la exactitud de sus cálculos. Dos se hallaban emplazados en puntos de
preferencia del lineado continental. A los veinte minutos de colaboración mutua, las
distancias de los seis instrumentos emplazados podían ser medidas con asombrosa
precisión y unidas a las marcas de altura diseminadas ya por todo el continente. Había
aviones que estaban volando, y tomaban fotografías desde treinta mil pies de altura.
Revelarían los puntos de vigilancia y las medidas entre éstos serían exactas y las fotos
podrían ser usadas como estereoscópicas para revelar las líneas de contorno, y en pocos
días se obtendría un buen mapa, un auténtico sueño de un cartógrafo, respecto a
seguridad y detalle.
Esta era la intención. Pero aunque Lockley todavía no estaba enterado, se había
comunicado que algo había aterrizado procedente del espacio y se había captado un
impacto, por lo cual dentro de poco todas las condiciones se modificarían. Hay que
subrayar, no obstante, que un impacto equivalente a una explosión de cien toneladas de
trilita era un choque muy pequeño para el aterrizaje de un bólido. Añadido al freno de la
velocidad observada, el conjunto debía levantar agudísimas sospechas. Que es lo que
ocurrió...
A las 8,20, Lockley llamó a Sattell que se hallaba a su nordeste. Los instrumentos
agrimensores utilizan microondas, dando lecturas de las distancias contando por ciclos y
leyendo las diferencias de fase. Por conveniencia, las microondas pueden ser moduladas
por un micrófono, con el mismo aparato puede servir para comunicar con otro, en tanto
prosiguen las mediciones. El instrumento, para ello, tenía que quedar apuntado
exactamente en línea recta hacia otro aparato de recepción. Asimismo, no había manera
de llamar a un individuo para que se pusiese a la escucha. Éste debía hallarse ya atento y
también con su aparato debidamente apuntado.
Lockley soltó la clavija de modulación y giró el instrumento.
—Llamando a Sattell — dijo —. Llamando a Sattell. Lockley llamando a Sattell.
Lo repitió una docena de veces. Estaba a punto de desistir y llamar a Vale, cuando
Sattell contestó. Habíase despertado más tarde que Lockley. Eran casi las nueve. Pero
Sattell había esperado la llamada. Siempre verificaban por las mañanas el funcionamiento
de sus aparatos.
—Bien — exclamó Lockley al fin —. Verificaré con Vale y con el resto del parque y
luego confrontaremos todas las observaciones.
Sattell asintió. Lockley, aunque era absurdo, comenzó a sentirse inquieto por tener que
comunicarse con Vale. No tenía nada contra aquel sujeto, pero Vale era, en cierto modo,
su rival, aunque Jill no estaba enterada de su locura y Vale tampoco podía sospecharla.
Se despidió de Sattell y apuntó el aparato hacia la dirección de Vale. Eran ya las nueve
y diez minutos. Una vez apuntado el aparato, giró la clavija y empezó a decir, con la
misma paciencia que antes:
—Llamando a Vale. Llamando a Vale. Lockley llamando a Vale. Cambio.
Cambió la clavija para recepción. La voz de Vale resonó al instante, ronca y frenética.
—¡Lockley, escúchame! No hay tiempo para hablar mucho. Te estaba esperando. Algo
ha caído del cielo hace una hora, cerca de aquí. Ha aterrizado en Boulder Lake, y en el
último instante se ha producido una terrorífica explosión. Entonces, una ola monstruosa
ha barrido el lago hasta las playas. El objeto que ha caído se ha desvanecido bajo el
agua. ¡Yo lo vi, Lockley! Lockley parpadeó.
—¿Quéeee?
—¡Un objeto cayó del cielo! — jadeó Vale —. Aterrizó en d lago con una explosión
terrible. Se hundió. Luego reapareció en la superficie. Flotó. Llevaba pegadas cosas en
los costados, tubos o cables. Después se movió por el lago y salió a la playa. Se abrió
una especie de escotilla y... ¡de su interior surgieron unos seres muy extraños! ¡No son
hombres!
Lockley volvió a parpadear.
—Oye, mira...
—¡Maldición! — exclamó Vale, chillonamente —. Te estoy diciendo lo que acabo de
ver. Un objeto que ha caído del cielo, te repito. Criaturas que no son hombres. Están
diseminadas por la playa. No sé qué significa esto. ¿Lo entiendes? El objeto que cayó
está flotando en el lago. ¡Puedo verlo!
Lockley tragó saliva. No sabía nada de los informes de las estaciones de radar o de lo
captado por el sismógrafo. Apenas había visto caer una roca en medio de un pequeño
alud por la ladera de la montaña, oyendo un sordo ruido sobre el horizonte, pero todo ello
no se prestaba a ser relacionado con un caso semejante. Su primera idea fue que Vale no
estaba bien de la cabeza.
—Escucha — replicó pronunciando despacio —, hay una radio de onda corta en el
campamento. La emplean para dar órdenes y comunicados. Ve allí y diles oficialmente lo
que has visto. Primero al servicio del parque y luego intenta establecer conexión con el
Ejército.
La voz de Vale volvió a dejarse oír, aguda y desesperada.
—¡No me creen! He comunicado con ellos. Creen que soy un chiflado. Traslada la
noticia, por favor, a alguien que quiera investigar. Estoy viendo el objeto, Lockley. En este
instante. Y Jill se halla sobre el campamento...
Lockley se sintió extrañamente aliviado. Si Jill estaba cerca del campamento, al menos
no se hallaba a solas con aquel tipo que se había vuelto loco. La reacción era normal.
Lockley no había visto nada extraordinario, por tanto, el informe de Vale tenía que ser
falso.
—Escucha — continuó Vale —, el objeto cayó. Hubo una terrible explosión. Se
desvaneció bajo el agua. Durante un rato no ocurrió nada más. Luego reapareció sobre la
superficie y buscó un sitio propicio a un desembarco. De su interior surgieron unos seres.
No puedo describirlos. Son como unos puntitos, incluso con mis prismáticos. ¡Pero no son
humanos! Hay muchos. Empezaron a sacar cosas del objeto, llevándolas a tierra. Su
equipo. Se han instalado. No sé qué significa todo esto. Algunos se han marchado de
exploración. He divisado una vaharada de humo o vapor por donde se mueven.
¿Lockley...?
—Estoy escuchando — dijo el joven, con sequedad —. ¡Sigue!
—Comunica esto — le ordenó Vale, febrilmente —. ¡Que hablen con el Centro de
Información Militar de Denver, o con otro organismo oficial! El grupo de seres extraños
que ha ido de exploración no ha regresado todavía. Yo estoy observando. Informaré de
todo cuanto ocurra. Que esto llegue al Gobierno. Es real. No puedo creerlo, pero lo estoy
viendo. ¡Comunícalo de prisa!
Dejó de hablar, Lockley, dolorosamente, volvió a reajustar el aparato hacia Sattell, a
treinta millas al sudeste.. Sorprendentemente, Sattell contestó a la primera llamada.
—¡Hola! — exclamó con acento de asombro —. Acabo de recibir una llamada de la
Compañía. Por lo visto el Ejército sabe que aquí hay un equipo agrimensor, y han llamado
para avisar que los radares habían descubierto algo que caía del espacio exterior, poco
después de las ocho. Querían saber si alguno de nuestros observadores sabía algo
peculiar sobre el asunto.
A Lockley se le erizó de pronto el cabello. El informe de Vale le había inquietado, pero
más la chifladura del joven que otra cosa. ¡Y sin embargo, tal vez fuese cierto!
Instantáneamente recordó que Jill se hallaba muy cerca del lugar donde estaban
sucediendo unas cosas tan inverosímiles y tremendas.
—Vale me ha dicho — respondió Lockley, con voz insegura — que vio de algo. Su
relato es tan irreal que no lo he creído. Pero ahora debes transmitir lo que Vale asegura
haber visto. Está esperando instrucciones. Comunicará todo lo que observe. Yo me hallo
a treinta millas de distancia de su puesto, pero él ha visto caer el objeto. Tal vez los seres
extraños de que ha hablado le descubran. ¡Escucha!
Repitió a continuación lo que Vale le había manifestado. Decírselo a otra persona, sin
saber por qué, hacía parecer todo el asunto menos real y más horroroso como posible
peligro para Jill. No le preocupaba que atrás personas, aparte de la muchacha, pudiesen
hallarse en peligro.
Cuando Sattell desconectó para transmitir la noticia, Lockley estaba sudando. Algo
había caído del espacio. El hecho le parecía asombroso y terrible. Su mente se rebelaba
contra la idea de seres no humanos que podían construir naves espaciales y viajar por los
espacios, pero los radares habían detectado la llegada de una nave, y se estaban
realizando pesquisas oficiales que casi se ajustaban a la descripción de Vale, el cual tal
vez no había soñado, según Lockley había pensado también al principio.
Ajustó el aparato hacia la posición de Vale. Le temblaban las manos, aunque una parte
de su cerebro insistía obstinadamente en que la alarma no tenía razón de ser, y que en
aquella época tal clase de visiones eran algo corriente, por lo que el sentido común tenía
que considerarlo como los gritos de «¡lobo!» ( ). Pero tal vez un día se presentaría el lobo.
Tal vez ya...
Lockley tuvo dificultades para dirigir la antena hacia la exacta posición de Vale. Se dijo
que era un tonto al asustarse de aquella manera. Que si sobrevenía algún desastre a la
tierra procedería más de las imbecilidades del hombre que de seres de otros mundos. Y
sin embargo...
Pero había otras personas en otros lugares que sentían menos escepticismo. El
comunicado de Vale pasó al Centro de Información Militar y de allí al Pentágono. Mientras
tanto, el Centro de Información ordenó que un avión de reconocimiento fotografiase el
lago desde el aire. En el Pentágono, los oficiales del estado mayor dictaron órdenes para
que fuesen verificados cuidadosamente los informes de los dos radares y del testigo
ocular. Había que aprovechar los camiones situados en ciertos sitios y las tropas que
estaban de ejercicio en otros distintos. Había un complicado papeleo en!a organización de
todo movimiento de tropas, especialmente si se trataba de adoptar un plan no previsto en
los Estados Unidos.
Sin embargo, todo dependía de lo que mostrasen las fotos obtenidas por el avión.
Lockley no vio el avión ni lo oyó volar. En el cielo había, como siempre, un impalpable
murmullo. Pero sobresalía por encima de todo un susurro que parecía dirigirse
rápidamente hacia el norte. El avión que lo provocaba era invisible. Volaba por encima de
la capa de nubes que todavía ocultaban casi todo el firmamento. Continuó durante cierto
tiempo y luego se extinguió detrás de los montes, hacia Boulder Lake.
Lockley trató de hablar con Vale para decirle que los radares habían apoyado su
informe, y que los militares se encargaban del asunto. Pero aunque lo llamó varias veces
no hubo respuesta.
Mucho después, cuando Lockley ya estaba medio muerto de ansiedad, volvió a
escucharse el susurro del avión. Lockley siguió sin darse cuenta. Estaba demasiado
ocupado con sus intentos para comunicarse cotí Vale, y con sombrías figuraciones de lo
que podía ocurrir cuando los desconocidos de otro mundo descubriesen a los obreros
cerca del lago, con Jill entre ellos. Se imaginó las atrocidades que aquellos monstruos
podrían cometer, al llevar a cabo lo que tal vez considerarían un examen científico de la
fauna terrestre. Pero incluso esto fue menos terrible que las imágenes que siguieron bajo
la presunción de que los ocupantes de la nave espacial pudiesen ser hombres.
—¡Llamando a Vale... Vale, óyeme! — repitió continuamente la llamada —. ¡Lockley
llamando a Vale! ¡Vamos, hombre, contesta!
Giró la clavija, y escuchó. Entonces le llegó la voz de Vale.
—Estoy aquí — dijo la voz —. He estado tratando de averiguar por dónde andaba la
partida exploradora. Lockley conmutó la clavija y contestó:
—El Ejército le ha preguntado a la Compañía si alguno de nosotros había visto caer
algo del cielo. Le dije a Sattell que transmitiese tu información. Ahora debe estar en el
Pentágono. Dos radares captaron el rastro del objeto que ha caído cerca de tu posición.
Bien, escucha: vete al campamento. Seguramente, recibirán allí órdenes por onda corta
de despejarlo. ¡Ve allí! Asegúrate de que Jill está bien.
Cambió una vez más. La voz de Vale sonó desesperada.
—Ha... hace poco un grupo de seres surgió del lago Un grupo explorador. He podido
ver una nube de humo que tal vez usen como arma. Temo que encuentren el
campamento, y Jill...
Lockley apretó los dientes. Vale continuó:
—Yo... no puedo ver adonde han ido. Hace poco los que han quedado cerca del lago
hundieron el objeto volador. ¡Deliberadamente! No sé por qué. Pero hay un grupo de esos
monstruos explorando. No sé lo que intentan...
—¡Vete al campamento — le contestó Lockley gritando — y cuídate de Jill! Los
hombres deben estar presos del mayor pánico. El Ejército ya debe saber lo que ha
sucedido. Enviarán helicópteros a recogeros. Enviarán alguna clase de ayuda. ¡Pero tú
cuídate de Jill!
La voz de Vale cambió. —¡Espera, oigo algo... espera!
Silencio. En torno a Lockley había los mismos sonidos normales de la naturaleza. Los
insectos zumbaban. Los pájaros cantaban. Habían ligeros susurros y sonidos estridentes,
todo lo cual constituye el silencio de los bosques.
La voz de Vale se elevó de tono, hasta convertirse casi en un alarido.
—¡El grupo... explorador! ¡Está aquí! ¡Deben haber captado nuestra retransmisión! ¡Me
están buscando! ¡Me han visto! ¡Vienen...!
Hubo un chasquido como si Vale hubiese dejado caer el micrófono. Se oyeron jadeos,
golpes y como unos murmullos ahogados de la voz de Vale. Luego un estruendo.
Lockley siguió escuchando, con las manos apretadas por el furor de no poder
intervenir. Le pareció oír movimientos. Una vez estuvo seguro de escuchar algo como las
pisadas de un animal sobre la roca. Después, de manera clara, oyó como unos cloqueos.
Comprendió que alguien o algo se había apoderado del micrófono. Más cloqueos, más
peleas. Luego, pareció como si el micrófono hubiese chocado contra el suelo. Hubo un
sordo chasquido. Después... silencio.
Con bastante serenidad, Lockley giró el aparato y lo apostó en dirección a Sattell.
Llamó con voz alterada hasta que aquél contestó. Le transmitió con todo cuidado que
Vale había hablado con él, y lo que había oído después de lo dicho por el otro: el
estruendo, el ruido de golpes y jadeos los cloqueos y la destrucción del instrumento
destinado a realizar mediciones.
Sattell pareció muy agitado. Ante la insistencia de Lockley, escribió todo lo que éste le
había comunicado. Luego explicó con nerviosismo que se habían recibido órdenes de la
Compañía. El Ejército quería que todo el mundo se alejase de la zona de Boulder Lake. A
Vale le habían ordenado que se marchase de su puesto. Lo mismo que a los obreros.
Lockley también debía abandonar la región lo antes posible.
Cuando Sattell interrumpió la comunicación, Lockley hizo lo mismo. Dejó el aparato
donde pudiese hallarse relativamente a salvo de las inclemencias del tiempo. Abandonó
su campamento. A una milla colina abajo y a cuatro millas al oeste había una carretera
que conducía a Boulder Lake. Cuando el parque estuviese abierto al público sería muy
concurrida, pero el último vehículo que el joven haKd divisado por allí era el enorme
remolque del servicio de control de la Compañía. Aquel vehículo había ido el día antes
hacia Boulder Lake.
Se dirigió a la carretera, siguiendo una senda hasta el lugar donde había dejado
aparcado su coche. Trepó al mismo y puso en marcha el motor. Se movió con cierta
deliberación. Claro está, sabía que lo que iba a intentar era inútil, desesperado. Tal vez
suicida. Pero tenía que hacerlo.
Se encaminó hacia el norte, lanzando el pequeño auto a toda velocidad. No pensaba
seguir las instrucciones. No pretendía abandonar la zona del parque. Se dirigía a Boulder
Lake. Jill estaba allí y se sentiría avergonzado toda la vida si buscaba la seguridad
personal sin haber intentado ayudarla.
Al cabo de unas millas le asaltó una idea. El aparato agrimensor debía estar
directamente apuntado hacia otro para poder comunicar. Sin embargo, la lucha que había
captado por su receptor debía haber desviado a todas luces el instrumento de Vale, y en
cambio había podido oír todo lo ocurrido hasta el final.
No podía entender cómo el haz electrónico había conseguido mantenerse
perfectamente alineado mientras lo cogían y lo arrojaban al suelo.
Pero esta rareza no cambió sus sentimientos. Jill se hallaba en peligro cerca de
aquellos monstruos, que Vale había dicho no eran humanos. Lockley no aceptaba por
completo aquella declaración, pero estaba ocurriendo algo y Jill se hallaba en medio del
asunto. Por tanto, Lockley debía ir a cuidar de ella, por su propia tranquilidad. Y por la de
Jill. No era un comportamiento razonable. Era emocional. No se paró a preguntarse qué
era creíble y qué increíble. No se detuvo a pensar nada.
Apretó a fondo el acelerador del coche y partió como una flecha hacia Boulder Lake.
Capítulo II
El automóvil era de tipo corriente; uno de esos vehículos que consumen menos esencia
y ofrecen menos comodidades que los modelos normales. Asimismo, para la economía
del combustible, desarrollaba poca velocidad. Pero Lockley lo envió rodando por la
carretera con la máxima rapidez posible.
La carretera seguía un amplio valle, cuyo suelo lo constituía un prado. Luego corría por
entre unos abruptos acantilados, y cruzaba algunos puentes de cemento por encima de
riachuelos no muy anchos ni profundos. Una vez se internó por lo que casi parecía un
túnel, y el poderoso ruido del motor pareció multiplicarse cien veces entre aquellos muros
tan cercanos.
No vio a ningún otro coche durante el recorrido por aquella carretera. Dos veces avistó
venados. Continuamente, las bandadas de pájaros que picoteaban en el camino, se
dispersaban al paso del auto. Una vez, observó cierto movimiento por el rabillo del ojo,
pero cuando miró con más atención no descubrió nada. Probablemente se trataba de un
puma huyendo ante el automóvil. Al cabo de cinco millas vio un camión vacío que se
alejaba de Boulder Lake y el campamento en dirección al mundo civilizado.
Los dos vehículos se cruzaron, combinando los ruidos de sus motores. El camión no
llevaba prisa. Iba traqueteando al tiempo que su mercancía se iba balanceando en la
enorme caja del coche. Su conductor y el ayudante no debían hallarse enterados de nada
de lo ocurrido. Probablemente se habían detenido en algún parador a tomar un bocadillo,
mientras el camión permanecía en la carretera.
Lockley continuó otras diez millas. Las curvas de que se hallaba repleta la carretera le
obligaban a acortar la marcha. Gruñía cada vez que el coche iba perdiendo velocidad
cuando ascendía una cuesta, especialmente en las muy prolongadas. Divisó un oso en
una ladera, deteniéndose en su exploración de un arbusto de fresas para contemplar el
paso del coche. Vio otro venado. Y una vez un animal más pequeño, probablemente un
coyote, se zambulló entre unas matas, permaneciendo oculto mientras el auto estuvo a la
vista.
Más millas de carretera desierta. Y luego, un tramo muy largo y muy recto. De repente,
vio una serie de vehículos viniendo en dirección contraria en el momento de emprender
una curva. No iban en fila india, como suele hacerse en los viajes, sino que atestaban
todo el ancho del camino. La carretera estaba bloqueada por toda clase de vehículos que
se alejaban del lago, no a marcha moderada sino a una endiablada velocidad.
Se precipitaron contra Lockley. Grandes y pequeños camiones; autos de turismo entre
ellos; unas cuantas motocicletas que corrían arrimadas a las cunetas. Parecían apretarse
todos los coches entre sí, produciendo un fragoroso estruendo. El escape de los gases
enrarecían la atmósfera. Al divisar a Lockley comenzaron a tocar frenéticamente los
claxons.
Lockley se apartó de la carretera, desviándose hasta traspasar la cuneta. Se paró. La
masa de vehículos se abalanzó hacia él y pasó rauda. Había más de lo que había juzgado
al principio. Había excavadoras, remolques, transportadores de tierra, coches
descapotables, camiones-tanques, algún que otro sedán y, en resumen, una colección
completa de toda la gama de vehículos que ruedan con gasolina y gas-oil.
Cada uno de ellos iba repleto de personal. Los camiones llevaban todas las puertas
abiertas, y los obreros se hallaban embutidos en su interior. Los coches de turismo
parecían reventar por culpa de cuantos viajaban en ellos, apretados, sudorosos. El tráfico
llenaba por completo la carretera de cuneta a cuneta. Pasó como en tromba, entre un
estrépito ensordecedor y una nube de gases.
Desaparecieron a gran velocidad en otra curva. Pero a continuación comenzaron a
desfilar los coches más viejos, menos atestados, y después los vehículos más
espaciosos, sin tanta prisa. De todos modos, procuraban adelantarse entre sí, como
temiendo quedarse rezagados.
Un auto pasó por la izquierda. En su interior iban cinco individuos. El conductor frenó y
habló en dirección al auto de Lockley.
—¡No siga adelante! ¡Han ordenado que nos larguemos todos! ¡Todo el mundo tiene
que irse de Boulder Lake! Cuando pueda, dé media vuelta y síganos!
Tras haber avisado a Lockley, volvió la vista hacia atrás, intentando volver a poner en
marcha el coche. Lockley saltó del auto y se acercó.
—¿Están refiriéndose a lo que ha caído del cielo? — preguntó —. Había una chica en
el campamento. Jill Holmes. Escribía artículos para una revista. ¿Saben si alguien la ha
recogido?
El individuo que le había avisado continuó mirando en busca de una brecha en la que
poder encajar su coche. La carretera no se hallaba ya tan atestada como antes, pero aún
resultaba imposible internarse en la corriente del tráfico sin chocar. Luego, giró la cabeza,
mirando directamente a Lockley.
—¡Atiza! Alguien me dijo que la buscase. Yo estaba recogiendo hombres y cargándolos
donde podía. ¡Me olvidé!
—No se había marchado de allí cuando nosotros nos largamos — agregó uno de los
que iban en el asiento —. La vi. Pero pensé que podría coger otro coche.
—¡Esa jovencita no nos ha pasado! — rugió el del volante —. A menos que se halle en
alguno de atrás...
Lockley apretó los dientes. Comenzó a espiar a cada uno de los autos que se
acercaban. Una chica entre aquellos fugitivos tenía que ir sentada en la cabina de un
camión, o junto al chofer de un turismo, y aún en uno de estos últimos él podría verla,
incluso en los asientos de atrás.
—Si no la veo — dijo con sequedad — me dirigiré al campamento y veré si todavía está
allí. El chofer pareció aliviado.
—Si se ha quedado atrás es culpa suya. Y si usted va a buscarla, tenga mucho
cuidado. Ha habido una explosión esta mañana. Tres tipos fueron a ver lo ocurrido. No
regresaron. Otros dos marcharon en su busca, y algo les golpeó por el camino. Olieron
algo peor que basura podrida. Luego se vieron paralizados, como por un cable de alta
tensión. Vieron extraños colores y oyeron sonidos muy raros, sin que pudiesen mover ni
un solo dedo. Su coche se averió. Luego pudieron moverse, salieron del auto y
regresaron... a todo correr. Acababan de llegar al campamento cuando se recibieron por
radio órdenes de despejar toda la zona del lago. Si va en busca de esa joven tenga
cuidado — añadió agudamente —: Vaya, ahí tenemos una oportunidad de continuar el
viaje. ¡Hasta la vista!
Había una brecha en el tráfico, que estaba ya disminuyendo. El chofer desvió de nuevo
el coche hacia la carretera. Luego aceleró a su máxima velocidad. Otro coche que seguía
detrás frenó casi en seco evitando el encontronazo. Después, el tráfico continuó su ruta.
Pero empezaba a disminuir. Principalmente se trataba de coches particulares, propiedad
de los funcionarios.
De pronto, dejó de verse ningún coche a lo largo de la recta. Lockley miró hacia atrás y
reemprendió su marcha hacia el lugar de donde los demás huían. A sus espaldas
escuchó el alejamiento de los coches fugitivos. Apretó su acelerador y arrancó.
Se había producido una explosión en el lago, según aquel chófer. Esto estaba
comprobado. Tres hombres habían ido a investigar lo ocurrido. Esto era razonable. No
habían vuelto. Considerando lo comunicado por Vale, casi era inevitable. Luego, otros dos
hombres habían bajado en busca de los tres primeros y... ¡esto sí era nuevo! Un olor peor
que el de la basura podrida! Parálisis en un vehículo, el cual había quedado averiado. Y
durante la parálisis habían vislumbrado extraños colores y escuchado ruidos inauditos.
Lockley no se atrevía a imaginar ninguna hipótesis. Pero los hombres habían estado
paralizados cierto tiempo, y habían, en cambio, experimentado algunas sensaciones.
Luego habían huido hacia el campamento, temiendo evidentemente que volviese a
asaltarles la parálisis. Su relato debía haber erizado el cabello de todos sus oyentes,
porque al llegar la orden de evacuación, todos se habían apresurado a obedecer con una
presteza que lindaba con el pánico. Pero aparentemente no había sucedido nada más.
Los primeros tres hombres seguían desaparecidos... o al menos no se había
mencionado su regreso. O les habían matado o estaban cautivos, a juzgar por el relato de
Vale y su propia azarosa experiencia. Vale también debía estar muerto o prisionero,
aunque a Lockley todavía le parecía muy extraño haber podido seguir oyendo la
comunicación del aparato del joven, después de la irrupción de los seres del otro mundo.
Vale había sido capturado o asesinado. Los tres hombres desaparecidos seguramente
habían corrido la misma suerte. Los otros dos habían sido paralizados, pero no
asesinados ni hechos prisioneros. Simplemente, les habían retenido hasta que, por un
oscuro motivo, habían sido liberados y habían podido huir.
El coche atravesó un puente y efectuó un viraje. Había una profunda garganta y la
carretera corría por encima. Luego venía un terreno ondulante donde las curvas se
multiplicaban.
Pasó otro auto, queriendo alcanzar a los anteriores. En las siguientes diez millas quizás
pasaron una docena más. Habrían arrancado más tarde, y por esto iban más rezagados
que el grupo principal. Jill no iba en ellos. Otro coche aún apareció mucho más despacio,
produciendo un enorme ruido. Su chófer hacía todo cuanto podía para seguir adelante.
El sentido común le dijo a Lockley que el relato de Vale había sido completamente
comprobado. Había habido un aterrizaje a cargo de unos seres espaciales. La muerte o
captura de los tres sujetos que habían ido a investigar la causa de la explosión parecía
bastante natural: los extraños ocupantes de la nave espacial deseaban estudiar los
habitantes del mundo en que habían caído.
La parálisis y libertad subsiguiente de los otros dos indicaba que los extraños seres ya
se hallaban satisfechos con los tres ejemplares humanos que poseían para estudiar la
raza. Tenían, además, a Vale. No intentaban ocultar su llegada, que por otra parte habría
sido imposible. Pero era bastante plausible que deseasen informarse con respecto al
mundo en que habían desembarcado, y cuando juzgasen que ya sabían bastante
emprenderían la acción que juzgasen más oportuna.
Todo ello era perfectamente razonable, pero había otra posibilidad. La otra explicación
posible era... considerándolo todo, más probable. Y parecía ofrecer aspectos aún más
aterradores.
Apretó el acelerador. Jill Holmes. La había visto cuatro veces estaba comprometida con
Vale. Parecía extremadamente probable que no hubiese dejado el campamento junto con
los obreros. Si Lockley no hubiese estado obsesionado con la joven, habría intentado
asegurarse de que ella se hallaba allí, antes de correr ciegamente en su busca. Pero si se
hallaba aún en el campamento, corría un grave peligro.
Ya hacía un buen rato que no veía ningún vehículo del campamento. Pero se veía una
curva muy pronunciada al frente. Lockley tomó el viraje frenéticamente. Se oyó un motor,
y un coche se presentó en dirección contraria, alejado del borde de la calzada. Rozó el
pequeño coche que Lockley conducía. El auto saltó con violencia y dio dos o tres vueltas
sobre su eje. Fue a parar a una zanja, parándose con el parabrisas roto y los
parachoques destrozados, aunque el motor seguía funcionando. Lockley había frenado
por instinto.
El otro coche siguió corriendo sin detenerse. Lockley permaneció un momento inmóvil,
aturdido por la rapidez del choque. Luego reaccionó. Salió del auto. Debido a su pequeño
tamaño, pensó que podría volver a ponerlo en la carretera, usando unas ramas como
palancas. Pero aquello le costaría varias horas, y se hallaba irrazonablemente convencido
de que a Jill la habían dejado en el campamento.
Faltaban unas cinco millas hasta Boulder Lake, y casi la misma distancia hasta el
campamento. Le llevaría menos tiempo continuar a pie hasta el campamento que intentar
llevar el coche a la calzada. El tiempo era esencial, y fuesen de la raza que fuesen los
ocupantes del vehículo del espacio, estarían enterados del objeto de una carretera.
Localizarían mucho antes un coche o un caminante en una calzada que a pie por entre los
árboles.
Echó a andar. Se encaminó hacia la vecindad del lugar descrito por Vale, en el que un
objeto había descendido del cielo. Iba hacia allí por el temor de Jill. Le pareció que lo
mejor hubiese sido ir arrastrándose, pero necesitaba desesperadamente hacer uso de la
mayor velocidad posible.
Caminó a campo traviesa en dirección al campamento. Todo el resto del universo no
parecía haberse enterado de la aparición de algo extraordinario. Los pájaros piaban y los
insectos zumbaban a su alrededor, y las hojas de los árboles susurraban quedamente,
agitadas por la suave brisa. Un conejo corrió hacia unas matas ante la presencia del
hombre. Pero no había indicios de que unos seres extraños se moviesen en las
proximidades del joven. Reflexionó que iba en busca de una muchacha a la que apenas
conocía, y que seguramente no necesitaría su ayuda.
En otras partes del mundo las cosas no seguían un ritmo tan tranquilo. A aquella hora
había ya tropas en movimiento en largos convoyes de camiones que transportaban el
personal. Había destacamentos de cohetes dirigidos que se aprestaban a la defensa
contra un probable ataque. Todos los aviones militares de la costa habían despegado,
siendo alimentados mediante aeroplanos-cisterna, dispuestos a emprender cualquier
acción ofensiva o defensiva, si llegaba el caso. Se habían difundido las instrucciones
radiadas al campamento, y todo el mundo sabía que el parque nacional de Boulder Lake
había sido evacuado para evitar el contacto con los seres extraterráqueos. Se sabía que
dichos seres se habían apoderado de tres hombres, o los habían asesinado por de porte.
Había informes respecto a la parálisis sufrida por otros dos, y se hablaba de rayos de la
muerte y gases venenosos. Se describían como indescriptibles, según «concepciones
artísticas», en la televisión y los periódicos. Según las circunstancias, aquellos seres
semejaban lagartos o babosas. Se les pintaba como aves carnívoras y octópodas. Los
dibujantes se aprovechaban de la falta de fotografías. Pintaban a los seres espaciales
llevando a cabo acciones agresivas, o atacando a Vale y llevándoselo consigo. Se
afirmaba que lo habían hecho con miras a la vivisección. Ninguna de las ideas de los
dibujantes eran plausibles, en el sentido biológico. Aquellas criaturas habían sido
descritas incluso como lanzando rayos caloríficos contra los seres humanos, los cuales se
convertían dramáticamente en humo cuando los rayos los alcanzaban. Naturalmente,
también había dibujos de mujeres que eran apresadas por los seres del espacio. Según
era sabido, sólo había una mujer en el campamento, pero este inconveniente no había
molestado a los dibujantes en lo más mínimo.
Los Estados Unidos se vieron apresados en una corriente de pánico. Pero la mayoría
de los habitantes continuaron desempeñando normalmente sus tareas, siguiendo su
rutina habitual, y los trenes llegaron todos a tiempo.
El público de los Estados Unidos estaba ya acostumbrado a las noticias falaces de los
periódicos y la radio. Inconscientemente, las relegaban a la misma categoría que las
películas de miedo, que algún día podían llegar a ser verdad, pero todavía no lo eran.
Esta historia parecía más amedrentadora que la mayoría, pero todavía se aceptaba como
un entretenimiento más o menos curioso. Así, gran parte de los Estados Unidos se
estremecía con cierto mal disimulado placer a cada nueva noticia y a medida que iban
apareciendo descripciones del aterrizaje de los monstruos inteligentes, aguardando con
ansiedad la revelación de la verdad. Lo cierto era que la mayoría de los habitantes de la
nación no creían en el aterrizaje. Era como la amenaza rusa. Podía ocurrir y tal vez
llegaría a ser efectiva, pero todavía no se había materializado con respecto a
Norteamérica.
Una declaración oficial ayudó a llevar la tranquilidad al ánimo del público. El
Departamento de Defensa publicó un boletín: un objeto había caído del espacio dentro del
Boulder Lake, Colorado. Aparentemente se trataba de un enorme meteorito. Cuando,
antes de la caída, las estaciones de radar habían informado, las autoridades de la
defensa habían aprovechado aquella oportunidad para efectuar unas pruebas de
emergencia ante una grave alarma. Las pruebas habían desencadenado todo un
programa de entrenamiento y una serie de medidas defensivas, ensayándolas contra el
ataque de otro; posibles enemigos. Una vez caído el meteorito, las maniobras de defensa
continuaban como una brillante prueba de la habilidad defensiva de las fuerzas
combinadas de la nación. Sin embargo, se proseguía la investigación respecto al objeto y
su aterrizaje.
Lockley siguió subiendo y bajando colinas, contorneando las peñas diseminadas por
toda la región. Se movía por un paisaje que no parecía hallarse fuera de lo normal. El sol
resplandecía en lo alto. Las nubes, esparcidas ya, sólo ocupaban un tercio del
firmamento. Todos los ruidos de la naturaleza seguían su rítmico compás. Por fin llegó a
una nueva calzada atravesada en su camino. Había una excavadora abandonada,
bastante nueva y en perfecto orden, oliendo a gas-oil y aceite. Continuó su marcha por el
bosque. Se hallaba ya en el campamento. Había barracones Quonset y estructuras
prefabricadas. Calzadas de greda y cables que enlazaban los distintos edificios. Un
cobertizo alargado lleno de mesas y bancos bajo su techumbre. Era un comedor. No
había nadie a la vista. Sin embargo, todos los equipos continuaban en su sitio. Otro
barracón mostraba una serie de tuberías que surgían por el tejado, y de las mismas aún
salía humo. Había un edificio que debía ser una cantina. Había todo lo que podía
necesitar un poblado en miniatura, aunque todo era temporal. Pero no había movimiento,
ni ruido, ni la menor señal de vida, excepto el humo que se elevaba de las chimeneas de
la cocina. Lockley fue bajando por el campamento. Todo estaba en silencio. No había
signos de vida. Miró inquieto a su alrededor. Naturalmente, era inútil mirar en los
dormitorios, pero se encaminó al comedor. Todavía habían sobre la mesa platos y vasos,
la mayoría sucios. Y unas cuantas moscas. No muchas. En la cocina vio las ahumadas
paredes y comida enlatada. Los fogones seguían funcionando. Lockley distinguió la llama
azulada del gas butano. Continuó su búsqueda. La puerta de la cantina estaba abierta.
Allí los hombres podían comprar lo que quisiesen, pero ahora no había ni compradores ni
vendedores.
El silencio y la desolación del lugar era resultado de menos de una hora atrás. Y le
pareció que no conduciría a ningún fin práctico llamar en voz alta a Jill. Lockley estaba
trastornado por aquel silencio sobre un sol tan resplandeciente. Era estremecedor. Los
hombres no se habían trasladado de campamento. Simplemente, se habían marchado
dejándose todo el equipo. No se habían llevado nada. Y no había señales de Jill. Pensó
que seguramente la joven habría estado esperando la llegada de Vale al campamento, ya
que con toda seguridad su primer pensamiento habría sido velar por su seguridad. Sí,
habría esperado que Vale acudiese a rescatarla. Pero Vale o estaba muerto o prisionero
de los seres que habían llegado con el objeto caído del cielo. Tenía que seguir buscando
a Jill.
Lockley dirigió la mirada hacia los montes en cuyas laderas Vale había estado
midiendo la línea de la base entre su puesto y el de Lockley. El puesto no podía divisarse
desde el campamento, pero el joven buscaba una diminuta figura que pudiera ser Jill,
trepando valientemente para avisar a Vale de unos sucesos que éste había sabido antes
que nadie.
Entonces, Lockley oyó un leve ruido. Era débil, con un ritmo irregular. Tenía la cadencia
de una conversación. Su pulso se aceleró de repente. En aquel barracón se veía el mástil
de la emisora de onda corta que comunicaba con el mundo exterior. Lockley corrió hacia
allá. Sus pasos resonaron fuertemente en el silencioso campamento, ahogando el sonido
hacia el que se dirigía.
Se detuvo en la puerta. Oyó la voz de Jill exclamando con angustia:
—¡Pero estoy segura que habría venido a buscarme! — una pausa —. No queda nadie
ya, y yo... — otra pausa —. ¡Estaba en el monte! ¡Al menos, un helicóptero podría...!
—¡Jill! — gritó Lockley. Oyó un jadeo.
—Alguien llama. Un momento — dijo la joven. Acudió al umbral. Al ver a Lockley
mostró su desencanto.
—He venido para ver si estabas sin novedad — balbució él, con torpeza —. ¿Hablabas
con alguien de fuera?
—Sí. ¿Sabes tú algo?
—Temo que sí — asintió Lockley —. Pero ahora lo más importante es salir de aquí. Les
diré que nos marchamos, ¿de acuerdo?
Ella se apartó a un lado. Lockley se dirigió a la emisora que parecía casi un teléfono
ordinario aunque se hallaba conectado a una caja con discos numerados y clavijas. Había
un radio de bolsillo, un transistor, sobre la emisora. Lockley cogió el micrófono. Se
identificó. Añadió que había querido cerciorarse de que Jill se hallaba fuera de peligro y
que había visto una densa masa de vehículos en la carretera, evacuando a todos los
empleados en la obra. Luego agregó:
—Tengo un coche a cuatro millas de aquí. Está en una zanja, pero probablemente
podré sacarlo. Sería más seguro para la señorita Holmes si ustedes enviasen un
helicóptero a recogerla.
La respuesta fue dada en tono militar. Parecía proceder de un civil autoritario, que no
sabía nada de nada.
—Corto — dijo Lockley, secamente, soltando el micrófono. Cogió el transistor y se lo
metió en un bolsillo. Podía ser de utilidad.
—Dicen que intente sacar mi coche de la zanja — le dijo a Jill, enojado —. Supongo
que no poseen helicópteros disponibles. Claro que si estos seres extraños andan por los
alrededores, es mejor que no se sobrevuele la zona del aterrizaje, a fin de no
encolerizarles. Al menos, no antes de que estemos dispuestos a emprender una acción
eficaz. Vámonos. Tenemos que salir de aquí.
—Pero estoy esperando... — la joven parecía angustiada —. Quiso que me marchase
ayer. Casi nos peleamos por ello. Seguramente vendrá a ver si estoy bien...
—Tengo malas noticias — la atajó Lockley. Luego le describió, lo más delicadamente
que pudo, su última conversación con Vale. Era la que había terminado con una serie de
jadeos y cloqueos, transmitidos por el receptor, hasta que el aparato debió ser arrojado al
suelo. No mencionó el extraño hecho de que el instrumento hubiese seguido
perfectamente apuntado mientras ocurría toda la tremenda e invisible escena. No había la
menor explicación para ello. Lo que le había contado ya era bastante estremecedor. La
joven se puso mortalmente pálida, mirando fijamente a Lockley.
—Pero... pero... — tuvo que tragar —. Tal vez esté herido y no... muerto. Puede estar
vivo y necesitar ayuda. Si hay seres espaciales en alguna parte, quizá lo han dejado por
muerto y sólo se halle inconsciente... Puede venir a buscarme... Iré... iré... a asegurarme
de que está...
—No es probable — replicó el joven tras cierta vacilación —. No, no es probable que lo
hayan dejado herido. Pero si usted lo cree conveniente, yo iré a investigar. En primer
lugar, puedo trepar más de prisa. Mi coche se halla metido en una zanja. Vaya usted y
espéreme junto a él. Al menos se halla lejos del lago y allí estará más segura. Yo iré en
busca de Vale.
Le explicó con todo detalle cómo podría encontrar el auto. Debía atravesar una colina
que se alzaba a la salida del campamento y descender por el lado opuesto. Se hallaba al
sur de una excavadora abandonada. Fuera de vista.
La joven volvió a tragar.
—Si... si Vale necesita ayuda — dijo al cabo —, yo podría serle más útil que usted.
Pero me esperaré donde empieza el bosque. Puedo ocultarme en caso necesario, y... y
tal vez usted pueda precisar de mis servicios.
Lockley comprendió que la joven estaba pensando que tal vez Vale estuviese herido y
pudiese desear verla. Le dio el ansiado permiso. Ambos cruzaron el campamento. Él le
entregó el transistor para que pudiese captar las noticias. Cuando la joven se halló fuera
de su vista, por entre el bosque, Lockley se desvió hacia la falda de la montaña donde
Vale había tenido su puesto de observación. Se trataba de un muro perteneciente a un
cráter viejo de un millón de años, por el que tuvo que trepar. Procuró no correr riesgos
inútiles. Mientras subía se movió a plena vista. Si la gente de la cápsula espacial estaba
observando, se fijarían en él y no en Jill. Si emprendían alguna acción, sería contra él y no
contra Jill. Sin saber por qué, se creía mejor dotado que la joven para defenderse.
Siguió subiendo. El mundo volvía a estar normal como de ordinario. A cada lado había
picos montañosos. Originalmente, habían sido volcanes casi todos. Comenzó a escalar,
rodeado de montañas de más de quinientos pies. El cielo estaba purísimo. Ascendió mil
pies. Dos. Tres. Por entre los picos podía divisar el lugar, a treinta millas de distancia,
donde había estado él al rayar el día.
Siguió su ascenso hacia la parte posterior del flanco de la montaña. Desde allí no podía
ver el Boulder Lake. Por otro lado, ninguna persona situada en el lago podía verle a él.
Sólo un grupo de exploración que también podría descubrir a Jill, sería capaz de verle,
como un punto que se movía por el monte.
Llegó al plano en que se encontraba el puesto de Vale. Comenzó a moverse con
cautela en torno a las masas rocosas. El viento soplaba por su lado, zumbándole en los
oídos. Una vez desalojó un pedrusco, que rodó ladera abajo, alborotando el ambiente.
Vio el lugar en que Vale debía haber estado cuando observó la caída del objeto. Halló
el colchón neumático del joven y las cenizas de su fogata. También encontró el
agrimensor. Había sido aplastado por una piedra enorme que habían lanzado contra el
aparato intencionadamente, pero antes había sido desplazado. No se hallaba cerca del
punto de observación desde el cual debía realizar las mediciones por pulgadas sobre
distancias de muchas millas.
No había otra señal de lo que había ocurrido en el lugar. Las cenizas del fuego no
habían sido esparcidas. El colchón neumático de Vale presentaba su aspecto corriente,
como si nadie hubiese dormido en él. Lockley inspeccionó el saliente rocoso palmo a
palmo. No había manchas rojas que pudiesen indicar sangre. Nada...
No. En un trecho de tierra entre dos piedras había una huella. No era una huella
normal. La había hecho una pezuña, pero no de caballo ni de burro. Tampoco se trataba
de un sendero ovejero. No era la huella de ningún animal conocido en la tierra. Pero
estaba impresa. Lockley reflexionó si la criatura que la había hecho cloquearía, o si
rugiría. Ambas cosas parecían igualmente improbables.
Atisbo con precaución hacia el lago que se hallaba casi a media milla más abajo. El
agua estaba diáfanamente azul. Sólo reflejaba la pared del cráter y el panorama más allá
de la zona donde la lava volcánica había caído. Nada se movía por allí. No había ningún
aparato visible en la playa, como había dicho Vale. Pero algo había sucedido en el lago.
Los árboles al borde del mismo estaban tronchados y caídos. Masas de malezas habían
sido arrancadas de la tierra. Había ramajes rotos a diez yardas del lago, y agujeros donde
antes sólo había habido una tierra suave. Una enorme ola habíase desbordado por la
orilla circular del lago. Había irrumpido como una marejada de muchos pies de altura
hacia la playa. Era una evidencia sumamente convincente de que algo enorme y pesado
había caído desde el cielo.
Pero Lockley no observó ningún movimiento ni novedad alguna en el paisaje
circundante. No oyó nada que no fuese un sonido completamente normal.
Y entonces olió algo.
Era un hedor horrible, como de reptil. Era el olor de la jungla, a muerte y podredumbre.
Más aún, era peor que el hedor de la descomposición.
Echó a andar para alejarse de allí. Y entonces la luz le cegó. Cerrar los párpados no le
sirvió de nada. Había toda clase de colores, intolerablemente chillones, que
relampagueaban adoptando toda clase de formas y combinaciones, sucediéndose unas a
otras en fracciones de segundo. Sólo podía ver aquella luz. Luego, captó el sonido. Era
ronco. Cacofónico. Era un tumulto desorganizado en el que las notas musicales y los
desacordes, lamentos y chillidos se combinaban hasta lo inverosímil. Y entonces sintió
todo el horror de su situación al comprobar que no podía moverse. Cada pulgada de su
cuerpo estaba rígida. Sintiose invadido por una mortal angustia. Le parecía estar
sosteniendo una alambrada de alta tensión.
Sabía que había caído al suelo. Estaba cegado por la luz y ensordecido por el tumulto,
y su olfato estaba lleno del nauseabundo hedor de la jungla y la descomposición. Estas
sensaciones le duraron años, al parecer.
Y de repente, todas las impresiones cesaron como por ensalmo. Pero siguió sin poder
ver; sus pupilas todavía estaban deslumbradas por los juegos de luces y colores. No
podía oír nada. Había quedado sordo por los ruidos extraños que habían atronado sus
oídos. Se movió y se dio cuenta, pero no sentía nada. Sus manos y todo su cuerpo estaba
como embotado.
Luego sintió que la posición de sus brazos y piernas iba cambiando. Luchó, ciego,
sordo y sin sentir nada. Sabía que estaba preso a algo, y que no podía ya moverse.
Y después, gradualmente, muy despacio, recobró los sentidos. Oyó los cloqueos. Al
principio eran débiles, mientras sus agotados tímpanos apenas podían registrar los
sonidos. Comenzó a recuperar el sentido del tacto, aunque sólo podía palpar pelaje a su
alrededor.
Le estaban levantando. Le pareció que se trataba más de garras que de dedos los que
le asían. Quedose de pie, balanceándose. Había perdido el sentido del equilibrio, sin
darse cuenta. Fue recuperándolo muy lentamente. Pero no veía nada. Unas manos como
zarpas, o unas zarpas como manos, le estaban empujando. Sintió que le giraban y le
empujaban. Se tambaleó. Dio un traspiés por la necesidad de mantenerse erguido. Los
empujones y golpes continuaron. Sintió que le conducían hacia alguna parte. Se dio
cuenta de que sus brazos habían perdido su utilidad porque se hallaban atados con
cuerdas o correas.
Entumecido, respondió a los empujones. No podía rebelarse. Comenzó a descender.
Le guiaban hacia abajo. Le guiaban sin gentileza, pero también sin brutalidad.
Esperaba la recuperación de la vista, pero no llegaba.
Y fue entonces cuando comprendió la verdad: le habían vendado los ojos.
A su alrededor podía oír aquel cloqueo. Empezó a descender desvalidamente la
montaña, rodeado y guiado y a veces empujado por unos seres invisibles.
Capítulo III
Fue un largo descenso, más largo aún por la venda de los ojos y por el agarrotamiento
forzado de los brazos. Más de una vez tropezó. Y dos veces cayó. Las manos como
zarpas, o las zarpas como manos, le levantaron devolviéndole al camión que habían
elegido para él. Siguió oyendo los cloqueos. Comprendió que se estaban refiriendo a él.
Un cloqueo o un silbido en tono de aviso le advertía del lugar donde debía mostrarse
cuidadoso.
Empezó a aceptar los avisos. Se le ocurrió que los cloqueos sonaban más bien como
los silbatos que los niños se llevan a la boca, fallando al soplar en ellos. Gradualmente fue
recobrando la normalidad de sus sentidos. Incluso sus ojos, bajo la venda, dejaron de
distinguir sólo tinieblas, divisando aquel color gris que el ojo humano puede captar en la
oscuridad.
Más cloqueos. Mucho después sintió sus pasos al nivel del suelo. Posiblemente había
descendido una media milla. No había intentado hablar durante todo el descenso. Habría
sido inútil. Si deseaban matarle, le matarían de todas formas. Pero entonces no tenía
sentido que se hubiesen tomado la molestia de hacerle bajar todo aquel largo trecho, por
el muro exterior del cráter. Sus captores, evidentemente, deseaban hacerle servir para
algo.
Entonces, bruscamente le mantuvieron sujeto tal vez por espacio de una hora. Le
pareció que debían esperar instrucciones, o que estaban llevando a cabo algunos
preparativos. Luego, captó el ruido de algo o alguien que se acercaba. Más cloqueos.
Fue conducido otro largo trecho. Entonces, unas zarpas o manos le levantaron. Oyó un
sonido de metal. Los que le sostenían lo dejaron caer. Cayó unos tres o cuatro pies,
yendo a parar a la arena. Sobre su cabeza sintió de nuevo un golpe metálico.
—¡Bienvenido a nuestra ciudad! — exclamó luego una voz sarcástica, con acento
humano —. ¿Dónde te atraparon?
—En la montaña — contestó Lockley —, al intentar ver lo que estaban haciendo.
¿Queréis soltarme, por favor?
Unas manos trabajaron en la cuerda que ataba sus brazos contra su cuerpo. La cuerda
se aflojó. Se quitó la venda.
Se hallaba en una especie de subterráneo con paredes y techo de metal, de unos ocho
pies de anchura y la misma altura, y unos doce de longitud. Tenía un suelo arenoso. Por
un agujero circular, por el que le habían dejado caer, penetraba una ligera penumbra, a
pesar de estar tapado. Ya había tres hombres en aquel encierro. Estaban vestidos como
los obreros del campamento. Uno era alto, otro gordo con bigote, y el tercero más
desmedrado. Fue éste quien habló.
—¿Los has visto? — preguntó.
Lockley meneó la cabeza. Los tres le contemplaron y asintieron. Lockley vio que no
llevaban mucho tiempo encerrados. El suelo arenoso mostraba unas huellas, como si los
tres se hubiesen paseado angustiadamente. Pero a juzgar por el escaso número de
huellas, casi todo el tiempo debían haber estado sentados en el suelo.
—Nosotros no los vimos tampoco — continuó el tipo bajito —. Esta mañana hubo una
formidable explosión en el lago. Cogimos un coche, el mío, y fuimos a ver qué había
ocurrido. Luego, algo nos golpeó. A los tres. Luces. Ruidos. Un maldito hedor. Y una
sensación como de descarga eléctrica. Nos vendaron y amarraron. Nos trajeron aquí. Y
ésta es nuestra historia. ¿Qué te ocurrió a ti... y qué nos ha ocurrido a nosotros?
—No estoy seguro — díjole Lockley.
Titubeó. Después les contó lo de Vale y lo que había comunicado. Los tres prisioneros
no tenían ninguna explicación que dar respecto a lo que les había sucedido. Parecieron
aliviados al verse informados, aunque la información fuese muy poco alentadora.
—¿Unos fulanos de Marte, eh? — exclamó el bigotudo —. Bueno, supongo que
nosotros haríamos lo mismo si nos presentásemos en Marte. Tienen que procurar poder
hablar con los que vivimos en este planeta. Y supongo que nos emplearán en esto... a
menos que se os ocurra algo mejor.
Lockley, por temperamento, tendía a anticipar un futuro siempre peor que el pasado. La
sugerencia de que los ocupantes de la cápsula espacial les hubiesen aprendo para poder
aprender a comunicarse con los terráqueos le pareció excesivamente optimista. Y no lo
creyó. Le parecía muy improbable que los invasores del espacio estuviesen
completamente desprovistos de información con respecto a la humanidad. La elección de
Boulder Lake, por ejemplo, como punto de aterrizaje, no podía haber sido hecha desde el
espacio. Si necesitaban aguas profundas para amarar, lo cual parecía ser lo más
probable, lo mejor habría ser efectuar un descenso en el mar. La nave podía sumergirse,
y podía moverse por el lago. Vale lo había dicho. Inevitablemente, una cápsula así habría
escogido las aguas del océano para su inmersión. Aterrizar en el lago de un cráter, uno de
los dos o tres más convenientes en todo el continente, indicaba que poseían información
anticipada. Una detallada información. Prácticamente, demostraba un conocimiento de, al
menos, un idioma humano, mediante el cual habían podido obtener la información relativa
al lago. ¡Quien quiera que hiciese uso del lago no era un extraño a la tierra!
Sí... Necesitaron un amaraje en aguas profundas, y sabían que Boulder Lake les
ofrecía la oportunidad. Probablemente sabían mucho más. Pero si no sabían que Jill le
estaba esperando al principio de la carretera, sería mucho mejor no pasarles la
información Por esto, explicó, por si acaso su conversación era escuchada:
—Yo formaba parte de un equipo agrimensor cuando empezó este suceso. Verificaba
mis instrumentos con un individuo llamado Vale.
Repitió exactamente, por segunda vez, lo que Vale le había comunicado, respecto al
objeto caído del cielo y a los seres que habían surgido del mismo. Luego contó lo que
había hecho. Pero omitió toda referencia a Jill. Refirió su venida al lago como resultado de
la incredulidad. Asimismo, tampoco mencionó la fuga de la población del campamento.
Cuando terminó la historia, pareció el relato de un hombre que había cometido una
tontería, pero no sonó como la narración de un joven que sólo piensa en una muchacha.
El gordinflón del bigote hizo una o dos preguntas. El alto efectuó otras. Lockley
contestó a algunas.
Las respuestas resultaron inquietantes. Ninguno de los cuatro había entrevisto a sus
captores. Habían oído los cloqueos al ser conducidos a aquella bóveda, y evidentemente
eran un lenguaje ignorado, aunque no humano. Todos habían sido atados y vendados. No
les habían dado comida desde su captura y les habían dejado en aquel compartimento
metálico aguardando la suerte reservada por sus carceleros.
—¡Quizá quieren enseñarnos a hablar como ellos — dijo el del bigote —, o quizá
querrán destruirnos para ver de qué estamos hechos. O tal vez —hizo una mueca —
quieren saber si somos buenos para comer.
—¿Por qué nos han vendado los ojos? — inquirió el bajito.
Lockley comenzaba a sospechar el motivo. Era una respuesta a la notabilidad que
representaba que una nave espacial destinada a sumergirse en aguas profundas hubiese
elegido el lago de un cráter como lugar de inmersión.
—Vale me dijo al principio que no eran seres humanos, aunque en sus prismáticos no
eran más que unos puntitos. Más tarde, cuando los vio de cerca, no me dijo lo que
semejaban.
—Deben ser fantásticos — opinó el alto.
—Quizás — arguyó el del bigote, intentando bromear — no quieren que les veamos
porque nos asustaríamos. O quizá no pretendían vendarnos los ojos sino sólo taparnos.
Tal vez no les importa que los veamos, pero les molesta vernos.
—Este cajón donde estamos — dijo Lockley de repente —. Está hecho por manos
humanas.
—Ya nos lo hemos figurado antes — asintió el gordinflón —. Es la cáscara de un
depósito de abono vegetal para el hotel que se iba a edificar aquí arriba. Tenían que
hundirlo en el suelo, llenándolo de basuras, que luego se pudrirían y entonces servirían de
fertilizante. Pero esos monstruos del espacio lo están empleando para mantenernos
encerrados. Bien, ¿qué van a hacer con nosotros?
Se oyeron unos débiles cloqueos. La tapa del agujero se levantó ligeramente. Cayeron
tres conejos. La tapa volvió a caer con un sonido metálico. Los conejos temblaron y se
agazaparon, aterrados, en un rincón.
—¿Es así como van a alimentarnos? — preguntó el gordinflón.
—¡No, diablo! — exclamó el alto, con evidente disgusto —. Los han metido aquí como
a nosotros. Son animales. Como nosotros. Esta es una jaula temporal. Hay un suelo
arenoso en el que podemos enterrar cosas. No nos costará nada hacer la limpieza. Los
conejos y nosotros estaremos enjaulados hasta que esos tipos estén listos para hacer con
nosotros lo que hayan pensado hacer.
—¿Y qué será? — inquirió el bajito.
No hubo respuesta. Podían asesinarles o dejarles vivir. No podían ya hacer nada.
Mientras tanto, Lockley evaluaba a los tres obreros cautivos como unos buenos
compañeros estando de su parte, y peligrosos en contra. Pero ahora no podía emprender
ninguna acción práctica... Una simple guardia exterior, capaz de paralizarles por algún
medio desconocido, tornaba en imbecilidad cualquier intento de fuga.
—¿Qué clase de monstruos son? — se interesó el bajito —. Tal vez podríamos
imaginarnos lo que harán con nosotros si conociésemos su aspecto.
—Tienen ojos como nosotros — dijo Lockley. Los tres le miraron.
—Aterrizaron a la luz del día — continuó el joven —. A plena luz. Ciertamente,
escogieron la hora de aterrizaje. Y escogieron una hora temprana para tener más tiempo
de día en el que moverse e instalarse antes de la llegada de la noche. Si fuesen seres
ciegos, habrían escogido la noche.
—Parece razonable — opinó el alto —. No había pensado en ello.
—Me vieron desde lejos — siguió Lockley —, y yo no les vi. Con que tienen buena
vista. Me apresaron en lo alto de la montaña pero antes tuvieron que seguirme hasta allá
arriba para ver cuáles eran mis intenciones. Cuando vieron que estaba investigando en el
puesto de Vale y contemplaba el lago, me paralizaron y me trajeron aquí. Con que tienen
ojos como los nuestros.
—¿Y a ese Vale — preguntó el bajito —, qué le ocurrió?
—Seguramente lo mismo que nos ocurrirá a nosotros — contestó Lockley.
—¿Qué es?
Lockley no respondió. Pensaba en Jill, aguardándole angustiadamente a la salida del
bosque, cerca del campamento. Seguramente le había visto subir. Podía haberle seguido
en la ascensión hasta las cercanías del campamento de Vale. Pero no habría observado
su captura y todavía podía estar esperándole. No era probable que Jill hubiese ido a caer
voluntariamente en la trampa que ya había engullido a Vale y a él mismo. Debía haber
comprendido que aquel lugar debía ser evitado.
Seguramente intentaría llegar hasta la zanja donde se hallaba el coche. Le había oído
pedir por radio un helicóptero para que la recogiesen. No se lo habían prometido; en
realidad, se lo habían negado. Pero si Jill continuaba extraviada, seguramente alguien se
arriesgaría a volar bajo para averiguar si estaba esperando ser rescata da. Un aeroplano
ligero podría aterrizar en la carretera si temían hacerlo en un helicóptero. Jill encontraría
la manera de salir del apuro. Estaba en peligro porque había esperado lealmente que
Vale bajase al campamento a buscarla. Y ahora...
Transcurrió el tiempo. El sol había caldeado el metal. En el interior del depósito hacía
un calor intolerable. Se oyeron cloqueos. La tapa de la cárcel provisional fue levantada. Al
interior fueron arrojadas media docena de aves silvestres. La tapa volvió a caer. Lockley
escuchó atentamente. Cerraban desde fuera. Naturalmente, debía haber un cerrojo en la
parte exterior para impedir que los osos pudiesen apoderarse de la basura que
contendría.
El calor fue en aumento. La sed era un problema. Una sola vez habían oído un rumor
procedente del exterior. Era un zumbido que, incluso a través de un muro de metal, sólo
podía ser el de un helicóptero. Zumbó y zumbó, siendo cada vez más fuerte. Luego,
bruscamente, calló. Esto fue todo. Todo lo que los cuatro prisioneros encerrados en
aquella tumba de metal supieron de lo que estaba ocurriendo en el mundo exterior.
Pero en realidad estaban sucediendo muchas cosas. Los camiones que transportaban
tropas habían llegado al borde del parque nacional de Boulder Lake, pocas horas después
de que el campamento hubiese sido abandonado. Los obreros habían contado su historia,
en la que si escaseaban los detalles no faltaba la imaginación. Los tres obreros
desaparecidos tenían su suerte contada en distintas versiones, todas ellas dramáticas y
terroríficas. Los dos hombres que habían sido paralizados por algún agente desconocido,
describieron sus impresiones más tarde. Sus relatos fueron inmediatamente transmitidos
a todos los periódicos. A la sazón resultaba que eran varias docenas de hombres los que
habían visto caer el objeto al lago. No había notas de comparación, sin embargo, por lo
que las descripciones variaban desde un globo en forma de pera que habíase balanceado
en el firmamento antes de descender tras los montes hacia el lago, hasta una detallada
pintura de una nave espacial en forma de torpedo, de color plateado, con escotillas y
cohetes llameantes, y una bandera desconocida desplegada en un mástil.
Naturalmente, ninguno de tales relatos podía ser verdadero. La velocidad del objeto al
caer, según habían informado las estaciones de radar, verificadas con la hora del impacto
controlada por el sismógrafo, no había permitido que el objeto se balancease en el aire
para ser admirado.
Pero había bastantes detalles y relatos de testigos casi presenciales de los alarmantes
sucesos para que el Departamento de Defensa juzgase necesario efectuar una segunda
declaración. Era una corrección de la primera versión. E intentaba ser todavía más
tranquilizadora.
El boletín afirmaba simplemente que un bólido — un objeto meteorice grande, y de
lento descenso — había sido observado por radar cayendo a la tierra. Había sido
detectado durante todo su descenso. Había ido a parar al lago del parque nacional en
proyecto. Las fotografías aéreas tomadas mostraban que el agua del lago había sufrido
un intenso trastorno. Se había creído prudente alejar a los obreros del parque en
construcción, y todo lo demás había sido el resultado de unas maniobras de defensa
efectuadas para un caso de emergencia. Naturalmente, la investigación con respecto al
bólido proseguía infatigablemente.
El redactor del boletín, evidentemente, se había apoyado en el comunicado de Vale, no
diciendo más que lo imprescindible para no levantar la alarma. El boletín continuaba
afirmando que no existía justificación para los alarmantes reportajes que habían
difundidos por las agencias de noticias. Este acontecimiento no estaba, repetía, no estaba
en modo alguno asociado con la guerra fría tan prolongada. Se trataba simplemente de un
meteorito caído del espacio, que por fortuna había ido a parar a una zona declarada
parque nacional, y aún más afortunadamente dentro de un lago, con lo que no había sido
dañado el patrimonio de bosques y terrenos del parque.
Naturalmente, el boletín no surtió el menor efecto. Era demasiado tarde. Había sido
lanzado en el mismo instante en que la temperatura de la prisión metálica — que parecía
haberse convertido en un ataúd de metal — había empezado a descender. El sol había
desaparecido ya tras una montaña y la caja metálica se hallaba envuelta en sombras.
De nuevo se abrió la tapa de la lata gigante. Al interior fue arrojado un puercoespín. La
tapa volvió a descender. Esto ocurría a las cinco de la. tarde.
—Si suponen que así van a alimentarnos — dijo el bajito —, podían haber atrapado
algo más comestible que un puercoespín.
Ahora el cajón contenía a cuatro hombres, tres conejos, aterrorizados en un rincón,
media docena de aves y el recién llegado puercoespín. Todos los animales estaban
agrupados lejos de los hombres. Y a cualquier movimiento impensado, los pájaros
comenzaban a revolotear por aquel estrecho pozo, golpeando contra la metálica
estructura.
—Diría — observó Lockley, dirigiéndose al alto — que su sospecha es la probable. Los
conejos, las aves y el puercoespín deben ser considerados seres viviente locales. Y
nosotros también. Y tal vez lo seamos. Una raza superior de animales. Quizá pretenden
mantenernos enjaulados hasta que estén dispuestos a someternos a examen. Esperemos
que no se les ocurra dejar caer un oso aquí dentro para hacernos compañía.
—¡O serpientes! — exclamó el alto —. No sé qué hora será. Me sentiré mejor cuando
caiga la noche. En la oscuridad no es probable que encuentren serpientes.
Lockley no contestó. Pero si Boulder Lake había sido escogido como lugar de aterrizaje
mediante información previamente adquirida, no era probable que encerrasen a los osos y
las serpientes conjuntamente con los seres humanos.
Estos habrían sido matados al instante, a menos que los necesitasen para algún uso
práctico. Empezó a devanarse los sesos. Podía hacer muchas conjeturas, pero ninguna
sería completamente la verdadera.
Sólo una parecía prometedora, y presumía una serie de condiciones. Lockley no podía
estar seguro. Sabía que había sido izado antes de dejarle caer en el interior del pozo de
metal. La tapa del mismo se hallaba sobre el nivel del suelo. No se hallaba todavía
hundido en donde se pretendía colocarlo. Evidentemente todavía no se hallaba en su
permanente posición. La luz en su interior era muy escasa, pero podía distinguir a los
demás ocupantes. También podía divisar las placas metálicas que formaban la parte
interior del cajón de basuras.
Inconscientemente, hundió la mano bajo la arena que llenaba el fondo de la prisión. A
cuatro pulgadas de profundidad se terminaba la capa arenosa y empezaba la tierra. Palpó
en torno. Halló raíces herbosas. Entonces, el cajón estaba simplemente apoyado en
tierra, sin base, cosa perfectamente natural puesto que debía servir como depósito de
basuras hasta su conversión en fertilizantes, mediante la descomposición. La arena...
Siguió explorando.
Esperó. Los otros tres estaban quietos. La ligera luminosidad en torno al reborde del
agujero superior desapareció. El interior del depósito se convirtió en un pozo de negrura.
—¿Puede alguien imaginar la hora? — preguntó, cuando le pareció que habían
transcurrido milenios.
—Supongo que ha transcurrido una semana — contestó la voz del bigotudo —, pero
probablemente sólo son las. diez o las once de la noche. Seguramente nos dejarán aquí
dentro hasta mañana.
—Creo que no es preciso aguardar — dijo Lockley —. Nos hemos estado muy quietos.
Probablemente piensan que somos especímenes muy bien educados de la vida salvaje
de este planeta. No esperarán que intentemos nada a estas horas. Supongamos que
salimos.
—¿Cómo? — preguntó el bajito.
—Este cajón — explicó Lockley cuidadosamente — descansa sobre el suelo, sin base.
He cavado a través de la arena y he hallado el reborde del metal. Si descansa sólo sobre
tierra y no sobre la roca, podremos cavar con las manos. Empecemos ahora mismo. Yo
principiaré y vosotros escucharéis.
Y comenzó a cavar con las manos, apartando antes la arena en un razonable espacio.
Sentía cierto sardónico interés en lo que podría suceder. Sospechaba que no ocurriría
nada irremediable.
Era posible que los monstruos del espacio hubiesen aceptado aquel cajón metálico
como una muy conveniente jaula donde meter animales. Ellos mismos lo habrían
colocado sobre la arena. ¿Cómo podían saber que esto significaba una jaula en la tierra?
Claro que todo ello podía ser una prueba para comprobar el grado de inteligencia
animal. Y casi todos los animales habrían intentado salir de allí.
Siguió cavando. La tierra era dura, y la parte superior estaba llena de entrelazadas
raíces. Lockley las fue desgarrando. Una vez lo hubo logrado, la faena fue más rápida. Se
hallaba ya bajo el muro metálico. Comenzó a excavar hacia arriba. Su mano llegó al aire
libre.
—Ahora puede relevarme uno de vosotros — dijo en voz baja —. Creo que lo
conseguiremos. Pero antes tenemos que trazar nuestro plan. No debemos hablar una vez
fuera del depósito, o todo se irá a rodar. Por ejemplo, ¿debemos mantenernos juntos o
debemos separarnos?
—¡Caramba! — exclamó el bajito —. Podremos contarle a todo el mundo nuestra
experiencia. Nos separaremos. Si cogen a uno de nosotros, los demás tal vez podremos
escapar. Es mejor que nos separemos.
Se arrastró hasta Lockley en la oscuridad.
—¿Dónde estás cavando? Sí, ya lo noto. Hazte a un lado y déjame sitio.
—¿Todos estáis de acuerdo en separarnos? — inquirió el joven.
Sí, lo estaban. Lockley se sintió aliviado. El bajito comenzó a trabajar febrilmente. Sólo
se oía el rumor de las respiraciones, y la ocasional caída de la tierra contra el metal del
depósito.
—Esta tierra es muy blanda — susurró el bajito —. Podremos agrandar bastante el
agujero.
Poco después, el hombre bajito suspendió su labor, jadeando.
—Ahora iré yo — se ofreció el alto.
Poco después penetró el aire fresco del exterior. La atmósfera del depósito mejoró. El
olor de la tierra removida y del aire fresco era agradable. El del bigote relevó al alto.
Luego le tocó el turno de nuevo a Lockley.
—Creo que ya está — susurró al final —. Bueno, adelante. ¡No habléis fuera!
Se estrecharon todos las manos susurrando ¡buena suerte!, y se internaron por el
agujero, saliendo uno a uno al aire de la noche. Innumerables estrellas brillaban en e
cielo. Se reflejaban en las aguas del lago, que se hallaba muy cerca. Lockley se movió en
silencio. En la oscuridad que acababa de abandonar, sus ojos se habían acostumbrado a
las tinieblas casi completas. Se alejó de las relucientes aguas. Puso densas matorrales
entre él y sus antiguos compañeros. Procuró no hacer el menor ruido.
Les oyó murmurar todos juntos. Habían ya salido todos. Pero se habían puesto de
acuerdo en separarse. Continuó su camino, aliviado. La próxima vez que les viese, las
circunstancias serían muy diferentes. Creía que, eran tipos muy competentes.
Guiado por la Osa Mayor, se dirigió directamente hacia el lugar donde Jill debía aún
estar aguardándole. Por la inclinación de la cola de la Osa comprendió que era casi
medianoche. Jill seguramente pensaría que había sucedido lo peor. Tenía que
encontrarla...
Eran las dos cuando llegó al lugar donde Jill hubiera debido esperarle. Se dejó ver
abiertamente. Llamó en voz baja. No hubo respuesta. Volvió a llamar varias veces,
repitiendo el nombre de la joven.
Divisó algo blanco. Era un trozo de papel colocado en la rama de un arbusto, de la que
habían arrancado todas las hojas para hacerlo más visible. Lockley lo cogió y vio una
escritura que la luz de las estrellas no le permitió discernir. Se internó en el bosque hasta
que se atrevió a hacer funcionar su encendedor. Entonces leyó el mensaje.
«He visto unos seres moviéndose por el campamento. No eran humanos. Temo que
me estén buscando. Me marcho a esperarle junto al coche, si consigo encontrarlo».
La joven había escrito en inglés, confiando que los seres del espacio no podrían
entenderlo. Lockley no estaba tan seguro, pero nadie había tocado el mensaje. Si lo
habían leído, lo habían dejado allí para tenderle una emboscada.
Se encaminó por entre las tinieblas hacia la zanja donde había quedado su coche.
Le pareció un largo trayecto, aunque se detuvo a beber a orillas de un arroyuelo, sobre
el que un puente nuevo casi estaba terminado. De noche, sin embargo, y desconocedor
de aquellos parajes, era difícil determinar las distancias. En realidad, estaba angustiado,
temiendo haber dejado el lugar ya a sus espaldas. Pese a todo, no había visto por
ninguna parte la excavadora abandonada. Por fin la vio y torció hacia el sur, no tardando
ya en hallar la carretera. Su coche no podía hallarse a más de un cuarto de milla. Fue
acercándose, cada vez más arrimado a la cuneta. De pronto oyó una música. Débil pero
real, siendo aquél el último sonido que hubiera esperado oír en pleno monte, antes del
amanecer. Hizo crujir la bota en la tierra. La música calló al instante.
—¿Jill? — preguntó en voz baja. Oyó un jadeo.
—Hallé el lugar donde estaba Vale — dijo, en tono más alto —. No había sangre. Ni
señales de que le hubiesen asesinado. Pero me atraparon. Me llevaron con otros tres
hombres, que habían dado por muertos y estan vivos. Nos fugamos. Es por esto que
espero que Vale esté aún con vida, y que pueda escapar o ser rescatado.
Lo dijo, en parte para que la joven estuviese segura de que era él quien le hablaba.
Pero técnicamente, también era cierto. Había esperanzas de que Vale estuviese vivo aún.
Siempre hay que tener esperanzas, por muy negro que se vea el porvenir. Aunque
Lockley opinaba que Vale tenía muchas probabilidades de estar muerto.
Jill avanzó unos pasos.
—No estaba... no estaba segura de que fuese usted — dijo, titubeando —. Vi los
monstruos, a distancia. Al principio, los tomé por seres humanos. Por eso cuando le vi a
usted... me asusté.
—Lo siento. No tengo muy buenas noticias, la verdad.
—¡Son buenas noticias! — insistió la joven, aproximándose más —. Si le han
capturado, Vale les hará comprender que es un hombre, y que los hombres son seres
inteligentes, no animales, y que por tanto deben ser amigos nuestros y nosotros de ellos.
La voz de la joven era resuelta, animosa. Lockley pensó que mientras le había estado
aguardando, se había estado preparando para negar que ni siquiera la peor noticia fuese
la última. Y así seguiría hasta que viese con sus propios ojos el cadáver de Vale.
—¿Quiere contarme exactamente lo que ha descubierto? — preguntóle la muchacha.
—Se lo diré mientras me ocupo del coche. Debemos marcharnos de aquí antes de que
amanezca.
Se dirigió hacia el auto, metido a medias en la zanja, y apoyado por otra parte en unos
vástagos que había roto por completo. Empezó a levantarlo con ayuda de unas fuertes
ramas. Mientras lo hacía le contó a Jill su aventura, la presencia en el depósito de basura
de los tres obreros y cómo habían tenido que convivir unas horas con unos conejos, unos
pájaros y un puercoespín.
—¡Pero no les mataron! — insistió Jill —. Y tampoco mataron a los otros dos, atacados
de parálisis, que pudieron regresar al campamento. Contándole a usted, seis hombres
han estado a merced de esos extraños seres, sin que hayan sufrido el menor daño.
¿Entonces, por qué hubieran debido matar a un séptimo hombre?
Lockley tardó cierto tiempo en responder. Ninguno de los otros seis, pensó, había
presentado combate. Sólo Vale se había peleado con la tripulación del vehículo espacial.
Era el único, además, que los había visto.
—Sí, tiene razón — concedió al fin —. Pero esto de nada sirve.
Se metió debajo del coche. Se deslizó hacia la parte delantera. Hubo un fugitivo
destello de una llama. Luego se apagó.
El joven volvió a reaparecer y se incorporó.
—Estamos en un brete — dijo —. Una de las ruedas delanteras se halla casi en ángulo
agudo respecto a las otras. Se ha roto un eje. No hay forma de hacer andar el coche,
aunque logre llevarlo a la carretera. Tendremos que ir andando. Debe haber soldados no
muy lejos de aquí. Si los tropezamos todo irá bien. ¡Pero es mala suerte!
Lockley se había equivocado en sus cálculos. No había soldados por el parque, ni fue
mala suerte que el coche estuviese averiado. De haber podido llevarlo a la carretera, el
vehículo habría sido víctima de un encontronazo y ambos jóvenes hubieran podido hallar
la muerte. Pero esto sólo lo revelaría el futuro.
No cogieron nada del auto porque no podían ver más allá del presente. Echaron a
andar siguiendo la carretera por la que pensaban hallarían a los soldados. No era el
camino más corto para salir del parque. Al contrario, resultaba mucho más largo de lo que
habría sido un atajo. Pero Lockley esperaba ver algunos tanques, al menos, contra los
que las desconocidas armas resultasen inútiles. Se encaminaron, pues, hacia la carretera
principal. Lockley estaba desarmado. Carecían de comida. El joven no había probado
bocado desde la mañana anterior.
Cuando llegó la aurora — gris, callada — y el rocío en la hierba y las hojas de los
árboles reflejó la luminosidad del cielo, Lockley y Jill se desviaron hacia el bosque. El
joven halló una rama muy fuerte que, desprovista de hojas, le sirvió de bastón. Mientras
tanto, Jill había estado escuchando la radio de bolsillo. La apagó.
—Esperaba las noticias — explicó, con decisión —. El gobierno sabe ya que había
seres en la nave espacial, y él — debía referirse a Vale — intentará hacerles comprender
qué clase de seres somos. Dentro de poco, podremos comunicarnos con ellos en
términos amistosos. Pero no hay noticias todavía. Supongo que es demasiado temprano.
Lockley asintió, con reservas. Reanudaron la marcha por la humedecida carretera. A
medida que la luz fue aumentando, Lockley escrutó varias veces el rostro de Jill. Parecía
muy cansada. El joven reflexionó tristemente que estaba pensando en Vale. No le había
dedicado casi ni un solo pensamiento a Lockley. Incluso ahora, especialmente, todos sus
pensamientos eran para Vale.
Cuando apareció la luz del sol sobre los picos que les rodeaban, el joven dijo, fingiendo
indiferencia:
—Lleva usted veinticuatro horas sin descansar, y dudo que haya comido nada. Yo
tampoco. Si los soldados aparecen por aquí, oiremos los motores. Creo que lo mejor será
apartarnos de la carretera y descansar un poco. Y quizá pueda encontrar algo comestible.
Pocas regiones montañosas pueden ser tan estériles que no ofrezcan nada alimenticio.
Usualmente existen los arbustos de moras y fresas. También es comestible una especie
de maíz silvestre. Los vástagos de los helechos son parecidos a los espárragos. Hay unas
plantas silvestres con espinos, cuyas hojas, cuando son tiernas, procuran alimento y,
claro está, están las setas. Incluso en una roca puede hallarse una especie de liquen
comestible si se seca por completo antes de hacer con él sopa o caldo.
Empero, antes de ir en busca de comida, Lockley dijo con brusquedad:
—Usted dijo que había visto que esos seres no son hombres. ¿Qué parecían?
—Estaban muy lejos — le confesó Jill —. No los vi con claridad. Tenían el tamaño de
un hombre, pero no lo eran. ¡Estaban tan lejos, que no puedo decir nada más!
Lockley meditó sobre aquellas palabras y finalmente se encogió de hombros.
—Bien, descanse. Volveré en seguida.
Se alejó. Estaba hambriento y comenzó a buscar afanosamente por entre las matas.
Pero su cerebro luchaba por imaginarse un ser que tuviese el tamaño de un hombre y, sin
serlo, lo pareciese a cierta distancia. Sacudió la cabeza con impaciencia y prestó toda su
atención a la busca del alimento.
Halló unas matas de moras en un ladera donde había bastante tierra para que los
arbustos arraigasen, aunque no los árboles. Los osos las habían devastado, pero todavía
quedaban bastantes para los dos jóvenes.
Llenó con ellas su sombrero y regresó hacia Jill. La joven había vuelto a poner el
transistor en marcha, pero a muy bajo volumen. Dejó el sombrero con las moras al lado
de la muchacha. Ésta levantó una mano para que no hablase. Los rayos del sol se
filtraban por entre las ramas y los troncos de los árboles estaban teñidos de amarillo.
Comieron las moras mientras escuchaban las noticias.
Se procedió a la lectura de otro boletín oficial. Des pues de doce horas desde la
radiación del último, pre tendidamente tranquilizador, de nada servía ya fingir que el
objeto caído en Boulder Lake era sólo un meteorito.
El pretexto de que se trataba de un objeto natural fue diciendo el locutor, había sido
abandonado. Pero continuaba el deseo de tranquilizar los ánimos. Los aviones habían
intentado fotografiar el objeto que se hallaba en el lago. No se había logrado captar
ninguna imagen satisfactoria, aunque sí fotos de los daños causados en la playa del lago
por las enormes olas, producto del impacto de la nave espacial. Habían sido apostadas
tropas, formando un cordón, en torno a la zona del parque nacional, para impedir que
penetrasen en el mismo personas irresponsables, deseosas de contemplar a los
desconocidos visitantes del espacio. Continuaban sabiéndose nuevos detalles del
aterrizaje. Habían sido interrogados los trabajadores del campamento y los dos individuos
que habían quedado paralizados momentáneamente. Al parecer, sólo cuatro hombres
habían sido hechos prisioneros por los visitantes. Uno era Vale, testigo ocular del
descenso de la nave. Los otros tres habían ido a investigar la tremenda explosión que
había acompañado al aterrizaje en el lago. Desde entonces nadie había vuelto a verles.
Esto, no obstante, no implicaba que hubiesen muerto. Era posible que los invasores
enemigos o huéspedes — que habían desembarcado en territorio americano estuviesen
tratando de aprender nuestro idioma para poder comunicarse con el pueblo americano.
Lockley contempló el semblante de Jill. Al escuchar la referencia a Vale se había
puesto blanco, pero cuando vio que Lockley la estaba mirando, recobró su constante
determinación.
—Ignoran que los visitantes no le han matado a usted y que tanto usted como los otro
tres han logrado escapar. Alguien debería comunicárselo.
Lockley no contestó. En su cerebro existía el hecho de que los dos sujetos que habían
sido paralizados, los otros tres y él mismo, presos y luego fugados, no habían visto a sus
captores. Vale, en cambio, sí. El locutor continuó hablando en tono de confianza,
formando que el día anterior por la tarde un helicóptero había sobrevolado las montañas
para examinar el lugar de aterrizaje con todo detalle, ya que no era posible hacerlo desde
un avión.
Lockley recordó el zumbido que él y los otros habían oído desde la jaula de metal.
El helicóptero, de repente, había cesado en sus comunicaciones Se opinaba que le
había fallado el motor. No obstante, más tarde, un rapidísimo jet había intentado un vuelo
rasante. El piloto había informado que a quince mil pies de altitud había notado de pronto
un olor nauseabundo. Luego quedó ciego, sordo y con los músculos agarrotados por
espasmos. Quedó paralizado. La experiencia sólo duró unos segundos. Era como si
hubiese penetrado en una zona iluminada por un poderoso reflector que producía
aquellas sensaciones, saliendo de la misma poco después. Instintivamente había
realizado maniobras evasivas, alejándose de allí, pero dos veces antes de haber
atravesado la línea del horizonte, había vuelto a sentir cierta parálisis y el dolor. Los
científicos determinaron que el informe de los hombres que habían quedado paralizados y
el del piloto concordaban entre sí. Se llegó a la conclusión de que quienquiera que
hubiese aterrizado en Boulder Lake poseía un haz de rayos — que podían ser llamados
rayos de terror debido a los efectos que provocaban —, de alguna clase de radiación que
producía parálisis y dolor agónico. A menos que los tres obreros apresados hubiesen
muerto por su causa, no podía considerarse a tales rayos como de la muerte.
Las noticias continuaron siendo radiadas en tono de confianza y sinceridad. Era natural
que los pobladores de otro planeta adoptasen precauciones contra los posibles habitantes
hostiles del mundo recién descubierto. Pero debían agotarse todos los esfuerzos para
establecer un contacto amistoso con los visitantes del espacio. Su arma parecía ser de
corto alcance, sin efectos mortales para la raza humana. Ocasionalmente, se habían
notado algunos de tales efectos entre los soldados que habían establecido el cordón de
seguridad en la zona del parque,, pero sólo habían producido dolor y nunca parálisis. No
obstante, las tropas en cuestión habían retrocedido. Mientras tanto, se habían enviado
cohetes nucleares a las zonas donde pudiesen hacer falta bombas atómicas contra la
nave espacial si se presentaba la ocasión. Pero el gobierno se mostraba extremadamente
ansioso de establecer sus contactos con los seres extraterrestres de modo amistoso,
porque el contacto con una raza más avanzada que la nuestra, sólo podía reportar
ingentes ventajas. Por tanto, las bombas atómicas serían empleadas sólo como último
recurso. Una bomba atómica destruiría a los seres espaciales y su nave, y ésta era
inapreciable para nosotros. Se pedía a la nación que se mantuviese en calma. Si la nave
parecía ser peligrosa, siempre podría ser destruida.
El boletín de noticias llegó a su fin.
—Él les hará comprender — insistió Jill, refiriéndose a su novio — que los hombres no
son puercoespines ni conejos. Cuando entiendan que los humanos somos una raza
inteligente, todo irá bien.
—Debemos recordar una cosa, Jill — arguyó Lockley, mal de su agrado —. No
vendaron los ojos de los conejos ni del puercoespín. Sólo vendaron a los hombres.
Ella le contempló con fijeza.
—Uno de los obreros que estaban conmigo en aquel sendero — prosiguió Lockley —,
creía que no querían que les viésemos porque son monstruos. Esto no es probable - hizo
una pausa -. Tal vez nos vendaron para que no viésemos, precisamente, que no lo son.
Capítulo IV
—La evidencia — continuó Lockley, mirando a Jill, que estaba del color de la ceniza —
se inclina por completo hacia la idea de unos monstruos. Pero ha habido algo en esas
noticias de la radio que apela al valor, y quiero que se dé cuenta. Vamos a necesitarlo:
—Si no son monstruos — replicó Jill, con tono estridente —, entonces... entonces son
hombres. Nosotros sólo estamos en guerra fría con otra nación, cuyo gobierno es capaz
de utilizar un truco semejante. Por tanto, si los hombres de la nave espacial no son
monstruos, matarán a cualquiera que lo descubra.
—Sí, pero la evidencia — insistió Lockley — parece demostrar que en realidad son
monstruos. Usted ha tenido mucha confianza en Vale. Pero ahora estamos un aprieto. A
Vale le gustaría verla a salvo, y en aquel boletín ha habido algo que no me ha gustado.
—¿Qué ha sido?
—Dos cosas — le explicó Lockley con sequedad —. Una la han dicho y la otra no. No
han dicho nada referente a que los soldados hayan sido enviados a Boulder Lake para
darles la bienvenida a los misteriosos seres espaciales, diciéndoles que son nuestros
invitados y que sería preferible que no empleen sus rayos del terror o paralizantes contra
los seres humanos. Nosotros, usted y yo, contábamos precisamente con la presencia de
soldados en esta zona. Pero resulta que no hay ninguno. Jill, aún pálida, frunció el ceño
en un afán de concentración.
—Y lo que nos dijeron en la emisión fue lo siguiente — prosiguió Lockley —. Las tropas
han formado un cordón en torno al parque. Han sido aterrorizados mediante los rayos
paralizantes. La radio ha afirmado que su poder había quedado reducido por la distancia y
que la tropa sólo había acusado cierto malestar. Pero les han ordenado retroceder. ¿Se
da cuenta? ¡Han retrocedido!
Jill le miró fijamente, comprendiendo de repente.
—Esto significa...
—Significa — la atajó Lockley — que los rayos del terror son un arma muy poderosa.
Su alcance es de muchas millas o decenas de millas. Todavía ignoramos cómo los
manejan. Cualquiera que haya llegado en la nave espacial que Vale divisó, posee un
arma del que nuestro Ejército no sabe aún ninguna característica. Y nosotros no podemos
esperar que nos rescaten. Tenemos que salir de aquí por nuestros propios medios.
Literalmente. Con que debemos olvidarnos de las carreteras. Desde ahora en adelante
tendremos que procurar pasar completamente desapercibidos. Y tenemos que pensar
sólo en esto. Jill meneó la cabeza como para ahuyentar sus tristes ideas.
—Sí, tiene razón — dijo —. Vale quisiera que me pusiese a salvo. Y si nada puedo
hacer para anudarle, al menos tampoco deseo tenerle preocupado. Está bien. ¿Por dónde
tenemos que ir?
Lockley la guió lejos de la carretera que unía Boulder Lake con el mundo exterior.
Llegaron poco después a una hendidura provocada por la que debía pasar más adelante
la calzada. La superficie de cemento de la ruta se extendía hasta las rocas a cada lado.
No existía tierra en la que pudieran quedar impresas las pisadas.
—Treparemos por esta ladera y nos internaremos por el bosque — le propuso Lockley
—, porque no es tan fácil que nos descubran por entre la maleza como en la carretera.
Los tipos del lago deben saber muy bien para qué sirven las carreteras. Creerán que si
averiguamos cómo funciona su rayo del terror, les atacaremos por las carreteras. Por
tanto, sus sistemas de vigilancia se centrará en las rutas. Por tanto, si nos apartamos de
los caminos evitaremos ser descubiertos. Es una suerte que lleve usted un buen calzado.
Éste puede ser el factor decisivo si queremos continuar con vida.
Comenzaron la ascensión. Gracias a la carencia de huellas, nadie podría averiguar que
habían abandonado la carretera en aquel punto. En realidad, no existía el menor signo de
su existencia, aparte del coche en la zanja. Se conocía la presencia de Lockley pero no la
de Jill.
El joven estaba inquieto por haber tenido que atraer la atención de Jill hacia su propia
situación en vez de dejarla absorberse en el posible o probable destino corrido por Vale.
Pero para lograr salir con vida de aquel trance iban a necesitar algo más que
sentimentalismo. Y Lockley no podía llevar todo el peso del asunto.
Había una invasión en proceso. Aparentemente podía tratarse de un invasión del
espacio, en cuyo caso el terror producido, sería el miedo a lo desconocido. Pero Lockley
había concebido la posibilidad de que sólo se tratase de una invasión del otro lado del
mundo, invasión era temida por los americanos al menos una vez cada veinticuatro horas.
Y entonces el terror sería provocado por el miedo a algo ya casi conocido.
Toda la tierra estaba temblando por culpa de la, al parecer, inevitable demostración de
poderío por parte de las naciones más potentes del globo. Su rivalidad parecía
irreconciliable. La mayor parte de la humanidad temía la aparición del conflicto con cierta
resignación porque no parecía haber forma de evitarla. Y se admitía como muy posible
que en una guerra de esta clase pereciese toda la humanidad, incluso las plantas y los
microbios. Era irónico que la única esperanza que todo el mundo parecía alentar era que
una de ambas naciones rivales descubriese o inventase un arma tan mortífera y nueva
que pudiese exigir la rendición de la otra sin la declaración de una guerra atómica.
Las bombas atómicas lo habrían logrado, de haberlas poseído sólo una nación. Pero
ahora ambas se hallaban fuertemente armadas con unas armas tan traidoras, de forma
que una guerra podía significar sólo la destrucción de ambas potencias en poco tiempo.
No había forma de precaverse contra la desesperada y terrible réplica por parte de los
supervivientes de la nación agredida. Era la certidumbre de dicha réplica lo que sostenía
la guerra fría, una guerra de provocaciones, de trucos de espionaje y contraespionaje,
aunque no de exterminio mutuo.
Pero Lockley había sugerido — porque era la peor de las posibilidades — que la nación
rival de América hubiese desarrollado una nueva arma que pudiese ser la vencedora, en
tanto no pudiese ser atribuida a sus auténticos poseedores. Si los Estados Unidos se
creían atacados desde el espacio exterior, no enviarían cohetes contra los atacantes.
Pedirían ayuda, y ésta les sería otorgada incluso por sus rivales si el ataque procedía de
otro planeta. Los hombres siempre se unen contra los seres que no son humanos. Pero si
se trataba sólo de una nave espacial procedente del otro lado del telón de acero,
fingiendo venir de un mundo desconocido... América podría ser conquistada porque
creería que luchaba contra monstruos y no contra hombres.
Esto no era probable, pero era posible. No existía ninguna prueba, pero en tal caso
todas las pruebas habrían sido evitadas. Y si su idea era la verdad, el desastre sería
mucho peor que la invasión desde otro planeta. Aquel primer aterrizaje podía ser sólo una
prueba para asegurarse de que la nueva arma era desconocida de los americanos, los
cuales estaban indefensos contra la misma. La dotación de la nave estaría dispuesta a
enfrentarse con la muerte. En cierto sentido, si para destruirlos había que emplear una
bomba atómica, sería un triunfo para la nación rival. Porque otras naves podrían aterrizar
en ciudades americanas, donde no podrían ser lanzadas bombas atómicas sin poner en
peligro de muerte a millones de personas, las cuales se rendirían bajo pena de muerte.
Lockley contempló el sol. Luego consultó su reloj.
—Debemos ir hacia el sur — dijo —. Es el camino más corto para llegar adonde
podremos considerarnos relativamente a salvo, y donde podré comunicarle a alguien
cuanto sé respecto a este asunto.
Jill le siguió obediente. Se adentraron en el bosque. No podían ya ser vistos desde la
carretera. Ni siquiera desde el aire. Cuando habían recorrido una milla, Jill efectuó una
última protesta.
—¡Es imposible que no sean monstruos! ¡No puede ser!
—Sean lo que sean — replicó el joven —, no quiero que pongan sus zarpas sobre
nosotros.
Reanudaron la marcha. Una vez, desde un grupo de árboles, divisaron la carretera que
corría más abajo, a su izquierda. Estaba desierta. A los pocos metros efectuaba un viraje,
perdiéndose de vista hacia la izquierda. Siguieron subiendo y bajando colinas. El camino
no era difícil, con los bosques desprovistos de maleza y el suelo tapizado por las hojas
caídas de las ramas. Al frente se presentó una pendiente iluminada por el sol cubierta de
matas espinosas, que debía ser evitada.
Lockley de repente se detuvo en seco. Palideció. Asió la mano de Jill y dio media
vuelta. Prácticamente la arrastró hacia el bosque que acababan de abandonar.
—¿Qué ocurre? — el semblante demudado del joven la obligó a hablar en susurros.
Él le ordenó que callase. Había olido algo. Un olor débil pero repugnante. Era el hedor
de la selva o la podredumbre. También podía ser la peste que desprenden los reptiles.
Era una mezcla de todos los peores olores imaginables. Era horrible. Era infinitamente
peor que la peste de la descomposición.
Silencio. Quietud. Los pájaros cantaban a cierta distancia. No ocurrió nada.
Absolutamente nada. Tras largo rato, Lockley dijo de repente:
—Tengo una idea. Se compagina con la emisión que hemos escuchado antes. Voy a
intentar comprobarla. Si me ocurre algo, no trate de ayudarme.
Había olfateado la peste al menos quince minutos antes, cuando había arrastrado a Jill
hasta el bosque, pero no había habido ningún otro indicio de la presencia de monstruos
terrestres o espaciales por allí. Se agazapó y se arrastró por entre los arbustos. Llegó al
lugar donde había notado el olor. Volvió a olfatear. Retrocedió. El olor seguía flotando en
el ambiente, débil, pero reconocible. Avanzó, se detuvo y volvió a retroceder. Continuó
con suma precaución, extendiendo la mano al frente.
Se detuvo de improviso. Luego retrocedió, con el semblante encolerizado.
—Tuvimos suerte al no poder utilizar el coche — dijo, cuando estuvo junto a Jill —. Nos
habrían matado, o algo peor.
Ella esperó con los ojos desorbitados.
—Lo que paraliza a los hombres y los animales — explicó —, es un haz de rayos
proyectados aún no sé cómo. Hemos estado a punto de ser atrapados. Probablemente es
similar al radar. Pensé que habrían puesto vigilancia en las carreteras. Pero han hecho
algo mejor. Proyectan los rayos. Cuando el haz de rayos bloquea una carretera, todo el
que pasa por la misma queda paralizado. Los ojos quedan cegados por una fantasía
inconcebible de distintos colores, se oyen ruidos inimaginables, se siente una angustia
indecible y se huele lo que olimos nosotros. Entonces sobreviene la parálisis. Ayer
proyecta ron estos rayos sobre mí y me capturaron. Otro haz de rayos similar en el
camino hacia el lago es lo que inmovilizó a los tres obreros, y más tarde a los otros dos
cuyo coche se averió, y que quedaron paralizados hasta que el haz de rayos fue
desviado.
—¡Pero nosotros sólo hemos olido algo nauseabundo! — protestó Jill.
—Usted lo olió. Por esto la hice retroceder. Yo lo había olido ya antes. Cuando empecé
a arrastrarme hacia delante comencé a entrever ráfagas de luz y ruidos extraños y a sentir
cierta comezón en la piel. Extendí la mano hacia delante... y quedó paralizada. Entonces
retrocedí — calló y luego añadió —: Bueno, Vámonos.
—¿Qué haremos?
—Cambiaremos la dirección de nuestra marcha. Si seguimos avanzando nos veremos
paralizados. Es un haz de rayos muy apretado, pero seguramente se dispersa por los
bordes. Intentaremos seguirlo lateralmente hasta que no podamos continuar o hasta que
lleguemos adonde deseamos ir. A menos — añadió —, que haya otro haz de rayos que
se cruce con el primero. Entonces, nos veríamos atrapados.
Emprendieron la marcha.
Cubrieron cuatro millas de camino áspero y dificultoso antes de que Jill diese señales
de cansancio. Entonces Lockley hizo alto al borde de un arroyuelo. Divisó unos peces en
sus claras aguas e intentó inventar un medio para pescarlos. Fracasó.
—Tampoco serviría de nada pescarlos. El resplandor del fuego sería visto de noche y
la columna de humo advertiría nuestra presencia de día. Y los tipos esos del lago podrían
dirigir su haz de rayos hacia nosotros. Nos iremos de aquí cuando usted haya
descansado.
Examinó el arroyo. Paseó por ambas orillas. Desapareció en un recodo del riachuelo.
Jill esperó, al principio inquieta, luego íntimamente angustiada.
Lockley regresó con las manos llenas de hojas de helechos y pimpollos recientes, con
las puntas curvadas y los extremos de sus raíces casi blanquecinas.
—Temo que esto será nuestra cena — anunció —. Su gusto es parecido al de los
espárragos crudos, similar al del maní en crudo, por lo que no nos hará daño alguno. Esto
es lo malo de comer vegetales silvestres. En su mayor parte pertenecen al orden de las
espinacas.
—Nos lo tragaremos — asintió Jill.
Por primera vez le contempló detenidamente. Hasta que se sintió angustiada al verle
doblar el recodo, no le había considerado como un ser de carne y hueso. Había sido sólo
un hombre que la estaba ayudando porque Vale no se hallaba presente. Ahora, en
cambio, se dijo que Vale debía estarle muy agradecido por aquella valiosa ayuda.
—Ya estoy mejor — añadió.
Él asintió y volvió a abrir la marcha. Vigilaba al sol para orientarse. Dos o tres millas
después del primer alto, dijo bruscamente:
—Creo que el haz de rayos del terror debe estar ya hacia allá — extendió una mano —.
Tengo otra idea. Iré a investigar.
—¡Tenga cuidado! — le recomendó Jill, inquieta nuevamente.
Lockley se alejó, adoptando toda clase de precauciones. La joven sabía que estaba
buscando el hedor tan peculiar de aquellos seres, el cual significaba el primer síntoma de
la proximidad de los rayos.
Lockley se detuvo a media milla de distancia, descansando mientras la joven le seguía
con la mirada. Anduvo atrás y adelante. Marcó un sitio con una piedra. Retrocedió un
buen trecho y se quitó el reloj de la muñeca. Lo dejó sobre el repecho de una roca y lo
golpeó. Lo pateó luego varias veces, cambiándolo de posición de vez en cuando. Luego,
lo destrozó con un pedrusco. Se incorporó y regresó, llevando algo que relució como el
oro por un instante.
Se detuvo antes de llegar a la roca que había puesto como señal. Realizó algunas
cosas extrañas, de espaldas a Jill. De vez en cuando, a su lado, se veía aquel mismo
destello dorado.
Retrocedió. Llevaba en la mano algo parecido a una pequeña espiral. Era el muelle de
su reloj antimagnético. Lo sostuvo un poco para que ella lo viese claramente y luego se lo
metió en el bolsillo.
—Ya sé qué es el rayo del terror — anunció con amargura —. Es un haz de radiaciones
del orden del radar, de los rayos X y otros similares. Sólo una antena puede captarlo y
este muelle es como una antena inmejorable. En ciertos sitios apenas pude detectar el
olor, pero cuando el muelle saltó capté más que mi cuerpo, y la peste fue horrible.
Entonces fui hasta el lugar donde mi piel había comenzado a picarme y vi las luces y oí
los ruidos. El muelle significó una gran diferencia. Hasta hallé la dirección del haz de
rayos. JiU parecía asustada.
—Procede de Boulder Lake — continuó el joven —. ¡Sí, es el rayo del terror! Uno
puede quedar preso en él sin darse cuenta. Y supongo que si tuviese bastante fuerza
sería también un rayo de la muerte.
Jill pareció titubear.
—Lo están empleando a baja tensión para no matar — añadió Lockley con frialdad —.
Nos están asustando, sencillamente. Dejan que nos demos cuenta de que nos hallamos
indefensos ante un rayo, y que meditemos sobre sus consecuencias. ¡Estoy seguro que
procuraron a propósito que nos escapásemos de aquel depósito de basura para que
pudiésemos contar todo lo ocurrido! Pero si ahora encontramos personas muertas en
alguna población arrasada, ya sabremos qué las ha matado, y cuando nos pidan
cortésmente que nos convirtamos en sus esclavos, sabremos que tendremos que acatar
sus órdenes o perecer.
Jill esperó. Cuando le pareció que Lockley había concluido su discurso, preguntó:
—Si son monstruos, ¿cree que querrán esclavizarnos? El joven vaciló, y luego replicó,
con una mueca:
—Tengo la costumbre, Jill, de mirar hacia el futuro y esperar que ocurra siempre lo más
desagradable. Tal vez así me encontraré agradablemente sorprendido, si obran de otra
forma.
—Supongamos que no son monstruos — observó Jill —. ¿Entonces, qué?
—Entonces — contestó Lockley — se trata de un instrumento de la guerra fría para
averiguar si desde detrás del telón de acero pueden esclavizarnos sin que nos demos
cuenta. Naturalmente, en tal caso, los tipos de la nave espacial preferirán antes morir que
darse a conocer.
—Y esto — agregó Jill, con desmayo — no ofrece muchas posibilidades para...
No nombró a Vale. No pudo. Lockley volvió a hacer una mueca.
—No estoy seguro, Jill. La evidencia parece demostrar que son unos monstruos. Pero
en ambos casos, lo que debemos hacer es procurar establecer contacto con el Ejército y
comunicar lo que hemos averiguado. Yo he podido probar un rayo estacionado, aunque
de manera imperfecta. El cuerpo de tropa ha sido alejado mediante un rayo móvil o
intermitente. No debe ser sencillo experimentar con cualquiera de ambos. Bueno,
vámonos.
La muchacha se levantó. Cuando él reanudó la marcha, le siguió. Treparon por unas
escarpadas laderas y descendieron hacia un valle. El sol comenzó a ponerse hacia el
oeste. La marcha era pesada. Para Lockley, acostumbrado a viajar por los montes, era
fatigosa. Para Jill era mucho peor.
Llegaron a una ladera desnuda, en la que no crecían ni árboles ni arbustos.
Desembocaba en un claro natural, de varios acres de extensión. Lockley paseó la mirada
por todo el paisaje. Unos diminutos árboles de denso follaje intentaban avanzar hacia el
claro. Gruñó de satisfacción.
—Siéntese y descanse — le ordenó a la muchacha —. Enviaré un mensaje.
Rompió varias ramas de las verdes coniferas. Salió al claro y empezó a dejarlas en el
suelo, según una norma previamente establecida. Volvió al bosque y rompió más. Muy
lentamente, porque las líneas tenían que ser amplias y espesas, fueron apareciendo las
letras de S. O. S. en color verde oscuro sobre el suelo del claro. Las letras tenían unos
treinta pies de altura, y los rasgos poseían cinco pies de anchura. Podrían verse
distintamente desde el aire.
—Creo que con esto conseguiremos algo — dijo Lockley con satisfacción. Si lo ven, tal
vez un helicóptero se arriesgará a venir a rescatarnos — la miró apreciativamente —.
Creo que todavía podrá gozar de una buena comida.
—Quiero decirle algo — contestó la joven, pensativamente —. Opino que usted ha
estado intentando animarme. Si esos seres espaciales no son monstruos, no dejarán con
vida a nadie que les haya visto, ¿no es cierto? Y si es así...
—Sabemos de seis hombres que han sido capturados por ellos — replicó Lockley —,
entre los cuales me cuento yo. Los seis han podido escaparse. Tal vez Vale haya podido
hacer lo mismo. No saben custodiar a sus presos. Claro que no sabremos ni podemos
saberlo hasta que la radio anuncie la libertad de Vale. Pero por ahora no hay motivo para
suponer que haya muerto.
—¡Pero si les vio cuando luchó contra ellos...!
—La evidencia — repitió Lockley — demuestra que vio a los monstruos, de acuerdo. Lo
único para dudarlo, sin embargo, es que a nosotros cuatro nos vendaron.
Jill pareció reflexionar profundamente.
—Bien — exclamó con resolución —, intentaré conservar una esperanza.
—Buena chica — repuso Lockley.
Esperaron. El joven estaba impaciente por sí mismo y contra el destino. Sabía que
había enfrentado a Jill con la realidad, cuando tal vez ya no era necesario, gracias a la
señal de S. O. S. Ya era bastante peliaguda la situación de ambos para que todavía
tuviera que añadir cierta dosis de crueldad.
Al cabo de mucho tiempo oyeron un tenue zumbido en el aire. Debía haber habido
otros cuando se hallaban en las escarpaduras de los montes, pero su preocupación por
orientarse no les había permitido prestar oído atento a dichos ruidos. Había aviones que
sobrevolaban por toda la zona del lago. Al principio habían despegado en respuesta al
aviso lanzado por los radares respecto a un objeto descendiente. Ahora volaban trazando
amplios círculos en torno a la zona del parque. Volaban alto por lo que resultaban
invisibles desde tierra.
Pero los pilotos podían ver. Cuando una escuadrilla era relevada por otra, aterrizaba
con una serie de fotografías para ser reveladas y examinadas con lupas, en busca de
algún signo de actividad desplegada por los seres extraterrestres.
Un subteniente descubrió el S. O. S. en una de las fotografías. A continuación tuvo
lugar una extensa conferencia. Se midieron las longitudes de las sombras. Se calcularon
el tamaño y la pendiente y las condiciones probables de la superficie del claro.
Un avión muy ligero despegó poco después del aeródromo más cercano a Boulder
Lake.
Lockley y Jill lo oyeron mucho antes de que apareciera a la vista. Volaba bajo, rasando
su vuelo entre los valles y las montañas para evitar ser avistado contra el cielo. Los dos
jóvenes lo oyeron al principio como un débil susurro. El sonido fue en aumento, disminuyó
y volvió a subir de tono.
Apareció por entre dos picos montañosos y sobrevoló el espacio abierto, donde se
destacaban las enormes letras. Lockley y Jill corrieron hacia allá, frenéticamente, agitando
las manos. El avión trazó varios círculos, calculando las condiciones para su aterrizaje.
Volvió a alejarse para buscar un abordamiento satisfactorio.
Se ladeó. Realizó un medio viraje y volvió a ladearse alocadamente, ascendió y por fin
descendió en picado...
Llegó apenas a veinte pies del suelo. Barrió el claro, tocándolo casi con el tren de
aterrizaje... y volvió a remontarse hacia las montañas. El sonido de su motor se fue
alejando, disminuyó y al final se desvaneció. Parecía haber escapado de una trampa.
Lockley se tornó lívido.
Comenzó a gritar ferozmente.
—¡Idiota! ¡Vuelve aquí! ¡Estúpido!
Cogió a Jill de la mano. Corrieron juntos. Evidentemente, algo había desconcertado al
piloto de la avioneta. Habría quedado ensordecido y cegado, con los músculos
agarrotados y los dedos entumecidos en las manos. Debía haber sido captado por el rayo
del terror. Y ahora se estaría regocijando de haber podido escapar al mismo. Por esto
había regresado hacia el horizonte. Y cuando llegase a su base, les parecería a sus jefes
que ya habían llegado demasiado tarde para el rescate. Si los fugitivos eran quienes
habían erigido aquellas letras, evidentemente debían haber sido capturados, por los seres
de Boulder Lake, los cuales, además, habrían querido tender una trampa para un avión.
Era una decisión razonable.
Pero lo que extrañó a los oficiales del campo de aviación, cuando en efecto llegaron a
esta conclusión, era que el haz de rayos hubiese sido apuntado hacia el piloto del aparato
antes de aterrizar. Mejor hubiese sido paralizarlo una vez en tierra, y él y la avioneta les
habrían suministrado considerable información a los monstruos del otro mundo. Sí, era
muy intrigante.
Lockley y Jill regresaron corriendo al bosque que se alzaba al borde del claro. Lockley
apretó los labios para no malgastar el aliento maldiciendo la estupidez del piloto. La
llegada y los círculos trazados por el avión habían sido un público reconocimiento de la
presencia cerca del claro de ambos fugitivos. Si el rayo del terror podía paralizar a un
piloto en pleno vuelo, también debía poder ser apuntado hacia dos seres indiferentes en
tierra. No tenían ya la menor esperanza.
Completamente desesperado, Lockley ayudó a Jill a bajar una ladera que conducía
hasta un valle situado mucho más al abrigo de las montañas.
Olfateó y olió a jungla, a almizcle, a ciénaga, a podredumbre, a flores a toda, la gama
imaginable de olores discordantes. En sus ojos se posaron ráfagas de todos los colores
existentes en éste y otros mundos. Oyó el caótico clamor que significaba que sus nervios
auditivos, como los visuales y los olfatorios y su piel estaban estimulados por una violenta
actividad, portadores de todos los mensajes que podían suministrar de una vez.
Gruñó en voz alta. Intentó buscar un lugar que fuese un seguro refugio para Jill, para
que cuando los invasores la buscasen, no la descubriesen. Pero esperaba que de un
momento a otro sus músculos se envarasen, y todo su cuerpo quedase alertado antes de
concluir su búsqueda.
No fue esto lo que ocurrió. Gradualmente, el olor se fue desvaneciendo. Se debilitaron
los colores que veía ante sus ojos. El horrible clamoreo que sus nervios auditivos le
retransmitían fue cesando poco a poco. Él y Jill habían estado a merced de los invisibles
operadores del rayo del terror. Quizá éste les había captado por accidente. O podía haber
sido debilitado...
Todo, en conjunto, resultaba muy intrigante.
Capítulo V
Cuando cayó la oscuridad, Lockley y Jill se hallaban ya a varias millas del claro donde
habían confeccionado las letras de S. O. S. Se hallaban bajo una densa cortina de hojas
de un árbol monstruoso cuyas raíces sobresalían del suelo alfombrado. Formaban un
refugio contra la observación a distancia. Lockley había descubierto un árbol caído con
parte de raíces rotas en la base del tronco. Con las manos fue rompiendo ramitas para
tener una provisión de leña. Pero entonces cayó en la cuenta de que sin una marmita no
podía cocer los pimpollos de helecho recolectados. O tenían que hervirlos, o no podían
guisarlos en absoluto.
—Haremos una ensalada — le dijo a Jill —, aunque sin sal, aceite ni vinagre, y
comeremos todos los que podamos.
La joven se hallaba completamente exhausta antes de que el sol se hundiera tras el
horizonte, pero Lockley no se atrevía a dejarla descansar más de lo justamente necesario.
Una vez la ofreció llevarla en brazos, a lo que ella se negó. Ahora estaba sentada entre
unas grandes raíces, reposando.
—Deberíamos captar noticias — le sugirió él. La muchacha hizo un fatigado gesto de
asentimiento. Lockley giró el botón de la radio y la sintonizó. Las noticias menudeaban.
Unos días atrás, el boletín de informaciones de los programas se limitaban a unas noticias
escuetas, de apenas cinco minutos de duración en conjunto, que abarcaban en forma casi
telegráfica las novedades del mundo entero. Parte de dichos cinco minutos, además,
estaba dedicada al anuncio de la casa presentadora del programa. Ahora, en cambio, la
música era rara. Se oían ocasionales melodías, pero la mayor parte quedaban
interrumpidas para emitir nuevas interpretaciones de la amenaza a la tierra existente en
Boulder Lake. Todos los personajes eminentes del mundo eran invitados a dar su opinión
respecto a dicha amenaza, al objeto caído del cielo y a los seres que lo tripulaban. La
mayoría no tenían opinión alguna que sugerir, pero se regocijaban de la oportunidad de
perorar ante un vasto aunque invisible auditorio. Pero alguna cosa había que intercalar
entre las guías comerciales.
Las noticias captadas por Lockley y Jill eran, específicas. Las pequeñas poblaciones
colindantes con la zona de Boulder Lake estaban siendo completamente evacuadas.
Científicos extranjeros habían llegado a los Estados Unidos, y se hallaban en el puesto de
mando del área próxima al parque nacional, no lejos del lago. Los cohetes dirigidos
estaban apuntados, listos para ser disparados. hacia el lago y sus montañas colindantes,
si la situación llegaba a exigirlo. Un avión había volado hacia el lago con una cámara
televisiva que transmitía todo lo que sus lentes captaban. Llegó al lago y la cámara no
retransmitió exactamente nada que ya no hubiese sido captado y retransmitido. Pero de
repente algo había fallado en el avión, el cual había comenzado a caer. La cámara había
seguido retransmitiendo durante la caída, hasta su destrucción. Los radiotransmisores
militares estaban radiando señales en todas las frecuencias de onda concebibles hacia lo
que universalmente se llamaba ya la nave espacial de otro mundo. No habían obtenido
respuestas. Los científicos extranjeros habían afirmado ni e el rayo del terror — rayo
paralizante, rayo de la muerte — era de naturaleza electrónica.
Lockley había creído que Jill estaba dormida, pero su voz surgió de entre la protección
ofrecida por el árbol.
—¡Usted lo descubrió! ¡Usted vio que era un rayo de tipo electrónico!
—Me limité a investigar un rayo estacionado — replicó Lockley —. Ellos, no. Lo cual
empeora el asunto. Nadie puede realizar observaciones científicas perfectas de algo que
le ciega, le ensordece y le paraliza, mientras está trabajando. Respecto a esto hay varias
cosas que me intrigan. ¿Por qué todavía no han matado a nadie? Han logrado asustar a
la gente sin necesidad de matar. ¿Y por qué no recibimos nosotros toda la fuerza del
rayo, una vez que el avión se hubo alejado del claro? De haberlo querido, podían
habernos atrapado con suma facilidad. ¿Por qué no lo hicieron?
—Si la gente se marcha de los pueblos — dijo Jill... con voz muy agotada y adormilada
—, tal vez piensan que ya es bastante. Podrán apoderarse de las ciudades...
Lockley no respondió, y Jill no siguió. Su respiración se tornó lenta y regular. Estaba
tan exhausta que ni el hambre había logrado mantenerla despierta.
Lockley trató de meditar. Estaba el asunto de la alimentación. Había bastantes
helechos por allí pero no tenían substancia alguna. Necesitaba poner más atención para
descubrir las agrupaciones de setas. Tal vez se habían alejado ya bastante ya del lago
como para poder dedicarse a la caza de comida. Se hallaban exactamente en la situación
de los bosquimanos australianos que vivían exclusivamente de los productos de la selva,
con la caza no demasiado eficaz. Pero los salvajes australianos no eran tan delicados
como él y Jill. Comían raíces e insectos. En esta situación los prejuicios eran un
obstáculo.
Consideró la idea con sarcasmo mezclado con amargura. Dos días de alimentación
inadecuada y ya se veía asaltado por tales ideas. Pero él y Jill no serían los únicos en
dedicarse a tales elucubraciones si las cosas continuaban como hasta entonces. Las
poblaciones en torno a Boulder Lake estaban siendo evacuadas. El cordón que habían
establecido había retrocedido. Había pánico, no sólo en América, sino también en Europa,
donde corría el rumor de otros posibles aterrizajes procedentes del espacio exterior. Los
mercados indudablemente cerrarían al día siguiente, si no estaban cerrados ya. Había
comenzado el éxodo en masa de las ciudades, y no tardaría en cundir el frenesí de la
velocidad entre los que pretenderían adelantar a los demás en las carreteras. Si los
monstruos del espacio deseaban algo más que el alejamiento de los humanos de su lugar
de aterrizaje, se produciría un auténtico caos. Si se movían agresivamente, cundiría el
pánico hasta desembocar en una catástrofe, con los habitantes exiliados de las ciudades
hambrientas, sin trabajo, sin dinero... ¿Era posible que una docena o dos de monstruos
pudiesen arrasar una civilización sin necesidad de matar a un solo ser humano
directamente?
Oyó un ruido. Apagó la radio, asiendo el bastón que probablemente no iba a servirle de
nada cuando llegase la ocasión.
El ruido continuó. Hubo crujidos de hojas y luego una especie de chasquido. No podía
tratarse de un ser muy grande. Parecía deambular tranquilamente por la montaña, en
medio de la oscuridad, sin sentirse alarmado ni desear alarmar a nadie.
Otra vez el chasquido. Y de pronto Lockley supo lo que era. Volvió a verse en el
depósito metálico, cuando estuvo prisionero de los invasores del espacio. Se levantó y
corrió hacia el ruido. El bicho no se alejó. Continuó enfrascado en su camino con la misma
pacífica indiferencia de antes. Lockley corrió hacia un árbol. Tropezó con una rama caída
del suelo. Buscó el lugar donde se hallaba el animal. Silencio. Encendió el mechero y a su
luz divisó al puercoespín convertido en una erizada bola, desafiando plácidamente a todos
los carnívoros, incluido el hombre. Un puercoespín es, normalmente, ¡a única criatura
salvaje que carece de enemigos. Hasta los hombres suelen dejarle tranquilo porque a
menudo ha salvado las vidas de los cazadores extraviados y de los viajeros famélicos.
Esto lo logra, simplemente, no huyendo de la presencia de nadie.
Lockley se clasificó a sí mismo como un viajero famélico. Abatió el palo después de
haber hecho brillar por segunda vez su encendedor.
Consiguió encender un pequeño fuego de raíces y ramitas. Guisó al puercoespín y el
olor aromático casi sacó a Jill de su embotamiento.
—¿Qué...?
—Cenaremos tarde — le anunció Lockley con gravedad —. Una especie de desayuno
anticipado. Coja este palo. Tiene insertado un pedazo de puercoespín. ¡Tenga cuidado,
que está quemando!
—¡Ooooh! exclamó la joven —. Luego añadió —: ¿Ya tiene usted?
—Mucho — le aseguró el joven —. Lo atrapé con mi bastón y sólo pretendió encerrarse
media docena de veces mientras lo estaba pelando y limpiando.
Jill comió ávidamente y cuando terminó él le ofreció más, pero no aceptó hasta que
Lockley hubo devorado su parte.
No apuraron todo el puercoespín. Había sido una cena extraña y amistosa, en medio
de las tinieblas, sin más claridad que el débil resplandor arrojado por las brasas.
—Creo que me he convertido en un adicto a las noticias — dijo el joven —. ¿Quiere
que oigamos lo que están diciendo por radio?
—Claro está — contestó Jill, y añadió con cierta torpeza —. Quizá sea por causa de
este tosco refrigerio, pero... bueno, espero que sigamos siendo buenos amigos cuando
toda esta pesadilla haya concluido. No conozco a nadie más a quien me gustase decirle
esto.
—Considere — repuso Lockley — que acabo de dirigirle una elocuente y agradecida
respuesta.
Pero su expresión en la oscuridad no era de felicidad. Se había enamorado de Jill
después del segundo encuentro, y ambas veces ella había estado acompañada de Vale.
Iba a casarse con Vale. Pero según todas las pruebas. Vale o estaba muerto o
prisionero de los invasores; en el último caso, sus posibilidades de vivir para casarse con
Jill eran escasas y en el primero seguramente no era aquélla la ocasión más adecuada
para revivir su recuerdo.
Sintonizó una emisora que radiaba noticias. Supuso que casi todas las emisoras
estarían en el aire toda la noche. Admitían ya oficialmente que el objeto de Boulder Lake
era una nave espacial que había permitido desembarcar a invasores de otro planéala a la
tierra. Los boletines del gobierno hablaban de unos «visitantes», en términos algo
velados, pero el público no creía ya en tales seguridades. Al principio, el aterrizaje había
parecido otro horror exagerado de la clase que continuamente circulaban por los
periódicos sensacionalistas. Ahora el público empezaba a tomárselo en serio, y la gente
podía comenzar a dejar de acudir al trabajo y los trenes a llegar con retraso. Cuando esto
sucediese, habría llegado la hecatombe.
Las noticias llegaron a través de una voz resonante que reveló estos hechos:
Se había ordenado la evacuación de otros cuatro pueblos en las proximidades de
Boulder Lake. El arma electrónica de los invasores había hecho retroceder el cordón
militar unas cinco millas. Pero la noticia principal era que los monstruos del espacio
habían roto el silencio por radio. Aparentemente, habían examinado y reparado el
transistor de onda corta del helicóptero que habían abatido.
Poco después del crepúsculo, afirmó el locutor, había sido recibida una comunicación
en un centro militar. Había hablado una voz humana, primero murmurando
atropelladamente y luego pronunciando confusa y angustiadamente, especie de mensaje,
que había sido grabado, y que la emisora volvió a reproducir:
«¿Qué diablos es esto...? ¡Oh...! ¿Qué queréis de mí...? Esto parece el transmisor del
helicóptero... Hum... ¡Ah!, está conectado... ¿Qué debo hacer, hablar? No sé si deseáis
que hable con vosotros o con los míos. Tal vez deseáis que diga que lo estoy pasando
muy bien y que me alegro de que estéis... Pues, no. A mí me gustaría estar en el mundo
civilizado... Si esto es captado por algún centro receptor, soy Joe Blake, el
radiotelegrafista del helicóptero 2-11. íbamos hacia Boulder Lake cuando olimos la
«peste». A continuación vi luces ante mis ojos. Quedé ciego. Después oí un estruendo
como si todo el infierno se hubiese derrumbado de repente. Y entonces me sentí como
atrapado por un cable de alta tensión. No podía mover ni el dedo meñique. Estuve así
hasta que el helicóptero se aplastó. Cuando volví en mí, estaba vendado igual que ahora.
No sé lo que les ha ocurrido a mis compañeros de equipo. No los he visto. ¡No he visto
nada! Pero acaban de ponerme delante de lo que me imagino es el transistor en onda
corta del aparato y me han urgido a...
La voz grabada terminaba bruscamente. Volvió a oírse al locutor. Agregó que el
radiotelegrafista del helicóptero había podido radiar más información antes de ser
desconectado el transmisor.
—Seguro — dijo Lockley cuando terminó el noticiario — a que el resto de la
información decía que los invasores han conseguido hacerle comprender que la tierra
debe rendirse a ellos por completo.
—¿Por qué?
—¿Qué otra cosa pueden querer decir? Llegar aquí y jugar al escondite, cuando
pueden alejar al Ejército a voluntad y han conseguido impedir que los aviones vuelen
sobre su base, es absurdo. Tal vez no sepan que poseemos la bomba atómica, pero
estoy seguro de que sí lo saben. Parte de esta información desconocida puede haber sido
lanzada para que no intentemos usarla contra ellos. Sería una jugada apropiada, aunque
no les serviría de nada.
—Usted insinuó — dijo despacio — que tal vez fuesen hombres, disfrazados de
monstruos. Pero esto significaría que la persona que les viese sería asesinada sin piedad
para que no revelase su secreto.
—Pienso que puede abandonar esta idea — la consoló Lockley —. No actúan como
hombres. Alejar el avión que venía en busca nuestra y no emplear el mismo rayo contra
los fugitivos... ¡no, no es la manera como actuarían unos hombres que pretendiesen
apoderarse del continente! Y apartar al Ejército para que el cordón siga establecido algo
más lejos, tampoco es la táctica que podría emplear nuestro más probable enemigo.
Hubieran destruido todo el cordón con el rayo del terror convertido en rayo de la muerte.
—¿Y si no pudiesen?
—No habrían desembarcado con un arma incapaz de matar a nad — replicó Lockley —
. Es mucho más probable que sean auténticos monstruos. Aunque no actúan como tales.
Jill quedó callada unos instantes.
—¿Ni siquiera unos monstruos que deseasen entablar amistad con nosotros?
—No creo que hubiesen preparado un desembarco por sorpresa — respondió Lockley,
tras meditar unos segundos —. Habrían aterrizado en la Luna poniéndose en
comunicación con nosotros hasta atraer nuestra curiosidad hacia ellos, y luego habrían
dispuesto un aterrizaje, o habrían preparado un encuentro con pilotos en órbita, o algo por
el estilo. Pero no lo han hecho así. Han efectuado un desembarco o aterrizaje por
sorpresa, limpiando su base de seres humanos, y manteniéndose en el anonimato. Pero
si juzgasen que somos animales, como los conejos, matarían a la gente en vez de
paralizarla y luego dejarla libre. ¡La verdad, no puedo imaginarme a unos monstruos
obrando así!
—Entonces...
—Será mejor que procure dormir — dijo Lockley —. Nos espera una jornada bastante
dura.
—Sí — asintió Jill, a regañadientes —. Buenas noches.
—Buenas noches.
Continuó despierto. Era divertido que estuviese intranquilo a causa de los animales
salvajes. Había fieras en el parque, y él no poseía más que un palo como única arma.
Pero sabía que casi todas las fieras evitan al hombre debido a un súbito y asombroso
instinto natural.
Los osos grises, antes de la aparición del hombre blanco en su territorio, despreciaban
tanto a los seres humanos que podían ser considerados como la especie predominante
en Norteamérica. Habían llegado a asaltar un poblado indio, llevándose a uno de ellos
para comérselo tranquilamente. Las flechas y las lanzas de los indios resultaban
ineficaces contra tales fieras. Cuando Stonewall Jackson era teniente del Ejército de los
Estados Unidos en el Oeste para proteger a los colonizadores blancos, él y un
destacamento de caballería fueron atacados sin provocación por un oso gris que se
mostró sumamente desdeñoso hacia ellos. El teniente Jackson montaba un caballo tuerto,
y consiguió llevar al oso hacia el lado ciego del caballo a fin de poder atacarlo. Con su
sable partió la cabeza del animal, desde el cráneo hasta el hocico. Es la única vez en la
historia que ha sido matado un oso gris con un sable. Pero en la actualidad ningún oso
gris atacaría a un hombre a no verse acorralado. Incluso los oseznos, sin la menor
experiencia, se aterran al husmear el rastro del hombre.
Todo esto era cierto. Además, los preparativos para el parque incluían mucha actividad
por parte de la unidad de Control de la Vida Salvaje, que estaba persuadiendo a los osos
a congregarse en una zona, disponiendo en ella comida apropiada para ellos, y
adoptando otras diversas medidas para los ciervos y otros animales. Habían puesto
truchas en los riachuelos y lubinas en el lago. El enorme remolque del Control era muy
familiar por aquellos contornos. Lockley lo había visto dirigirse hacia el lago el día antes
del aterrizaje.
Instintivamente se preguntó a qué zona del parque habrían decidido los del Control
situar a los pumas.
Había dormido al aire libre innumerables veces sin pensar en los pumas. Pero teniendo
que cuidar de Jill estaba preocupado. Pese a ello, se hallaba terriblemente fatigado, y
sabía que en un remoto lugar de su cerebro había algo desagradable que intentaba
aflorar a su pensamiento consciente. Era como una intuición. Cansado y medio dormido,
intentó captarla. Fracasó.
Se despertó de repente. Había crujidos entre los árboles. Algo se movía lentamente y a
intermitencias hacia él. Podía ser cualquier cosa, incluso uno de los seres de Boulder
Lake. Escuchó otros rumores. Otro ser. La primera criatura estaba cerca ahora, sin
moverse en línea recta. La segunda la seguía, muy pegada a ella.
A Lockley se le erizó el cabello. Los seres del espacio podían poseer unos sentidos
muy desarrollados que los hombres han perdido al civilizarse, por ejemplo, un excelente
olfato.
Un ser así dotado podía encontrar a Lockley y a Jill en la oscuridad, tras haberles
rastreado durante millas. Y una cosa tan desarrollada en un ser que podía estar más
adelantado que los hombres, resultaba más aterrador todavía. Asió el palo con
desesperación, a sabiendas de que un ser espacial podría paralizarle con el rayo del
terror.
Hubo siseos y cloqueos. Se parecían mucho a los que sus captores se habían dirigido
entre sí y a él mismo cuando fue vendado y conducido al depósito de basura. Muy
similares pero no idénticos. Sin embargo, Lockley seguía teniendo erizado el pelo y
agarrado el bastón desesperadamente.
Los siseos y los cloqueos crecieron de intensidad. Luego se produjo un ruido
indescriptible y uno de los dos seres invisibles huyó frenéticamente. Debía dar grandes
saltos bajo los árboles.
poblado indio, llevándose a uno de ellos para comérselo tranquilamente. Las flechas y
las lanzas de los indios resultaban ineficaces contra tales fieras. Cuando Stonewall
Jackson era teniente del Ejército de los Estados Unidos en el Oeste para proteger a los
colonizadores blancos, él y un destacamento de caballería fueron atacados sin
provocación por un oso gris que se mostró sumamente desdeñoso hacia ellos. El teniente
Jackson montaba un caballo tuerto, y consiguió llevar al oso hacia el lado ciego del
caballo a fin de poder atacarlo. Con su sable partió la cabeza del animal, desde el cráneo
hasta el hocico. Es la única vez en la historia que ha sido matado un oso gris con un
sable. Pero en la actualidad ningún oso gris atacaría a un hombre a no verse acorralado.
Incluso los oseznos, sin la menor experiencia, se aterran al husmear el rastro del hombre.
Todo esto era cierto. Además, los preparativos para el parque incluían mucha actividad
por parte de la unidad de Control de la Vida Salvaje, que estaba persuadiendo a los osos
a congregarse en una zona, disponiendo en ella comida apropiada para ellos, y
adoptando otras diversas medidas para los ciervos y otros animales. Habían puesto
truchas en los riachuelos y lubinas en el lago. El enorme remolque del Control era muy
familiar por aquellos contornos. Lockley lo había visto dirigirse hacia el lago el día antes
del aterrizaje.
Instintivamente se preguntó a qué zona del parque habrían decidido los del Control
situar a los pumas.
Había dormido al aire libre innumerables veces sin pensar en los pumas. Pero teniendo
que cuidar de Jill estaba preocupado. Pese a ello, se hallaba terriblemente fatigado, y
sabía que en un remoto lugar de su cerebro había algo desagradable que intentaba
aflorar a su pensamiento consciente. Era como una intuición. Cansado y medio dormido,
intentó captarla. Fracasó.
Se despertó de repente. Había crujidos entre los árboles. Algo se movía lentamente y a
intermitencias hacia él. Podía ser cualquier cosa, incluso uno de los seres de Boulder
Lake. Escuchó otros rumores. Otro ser. La primera criatura estaba cerca ahora, sin
moverse en línea recta. La segunda la seguía, muy pegada a ella.
A Lockley se le erizó el cabello. Los seres del espacio podían poseer unos sentidos
muy desarrollados que los hombres han perdido al civilizarse, por ejemplo, un excelente
olfato.
Un ser así dotado podía encontrar a Lockley y a Jill en la oscuridad, tras haberles
rastreado durante millas. Y una cosa tan desarrollada en un ser que podía estar más
adelantado que los hombres, resultaba más aterrador todavía. Asió el palo con
desesperación, a sabiendas de que un ser espacial podría paralizarle con el rayo del
terror.
Hubo siseos y cloqueos. Se parecían mucho a los que sus captores se habían dirigido
entre sí y a él mismo cuando fue vendado y conducido al depósito de basura. Muy
similares pero no idénticos. Sin embargo, Lockley seguía teniendo erizado el pelo y
agarrado el bastón desesperadamente.
Los siseos y los cloqueos crecieron de intensidad. Luego se produjo un ruido
indescriptible y uno de los dos seres invisibles huyó frenéticamente. Debía dar grandes
saltos bajo los árboles.
Entonces comenzó a esparcirse aquel olor familiar, olido ya cien veces antes. Era el
olor de la mofeta, atacada por un carnívoro y defendiéndose con su arma. Pero una
mofeta no es nada comparada con el rayo del terror. Su efluvio sólo ofende un sentido,
afecta sólo a un grupo de nervios sensitivos. El rayo del terror...
Lockley abrió la boca para reír, pero no lo hizo. Aquella intuición de su mente acababa
de abrirse paso en su cerebro. Se quedó aterrado.
—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? — balbució Jill atropelladamente —. Ese olor...
—Es sólo una mofeta — la calmó Lockley —. Pero acaba de darme muy malas
noticias. Ahora ya sé cómo actúa el rayo del terror. Y no puede hacerse nada. Nada.
¡En absoluto!
De repente se encolerizó, en la oscuridad, porque acababa de comprender la inutilidad
de combatir a los seres que se habían apoderado de Boulder Lake. No había nada que
pudiera impedirles apoderarse de toda la tierra, fuesen o no fuesen monstruos espaciales.
Capítulo VI
Eran las nueve de la noche cuando Lockley había matado al puercoespín, y las diez
cuando Jill se había retirado a dormir entre las raíces del corpulento árbol. Poco después
de medianoche, Lockley había sido despertado por la mofeta que había puesto en fuga al
animal de presa a unas cien yardas escasas del improvisado campamento. Pero en el
intermedio había ocurrido otro acontecimiento de gran trascendencia.
Algo había salido del parque nacional de Boulder Lake. Todos los seres humanos
habían huido de allí. Lo habían abandonado a los seres del espacio. Pero algo había
salido de allí.
Claro está, nadie lo había visto. Nadie podía acercársele, lo cual quedó
inmediatamente demostrado. Ningún ser humano podía resistirlo a una distancia de siete
millas. Evidentemente, era una especie de vehículo, porque proyectaba el rayo del terror
hacia el frente y a los lados, y cuando se halló fuera del territorio del parque, lo proyectó
también hacia atrás. Los hombres que habían sufrido el menor contacto con aquellos
rayos de terror y angustia, se apresuraban a apartarse para evitarlos. Así, cuando algo
salió del parque y comenzó a esparcir los temidos rayos, todo el mundo se apartó,
dejando el campo libre a los invasores.
Su avance pudo ser seguido, a medida que llegaban las informaciones, en un mapa
desplegado en el puesto de mando militar de la zona. Los comunicados describían el
desarrollo de un rayo de fuerza increíble que había construido como una bolsa en la línea
circular del cordón militar. La bolsa, que no era más que la línea del cordón replegándose,
se había convertido en un semicírculo de varias millas de radio. Continuaban
retrocediendo, y en el mapa aparecía como un seudópodo empujado por una enorme
ameba. Era la zona de efectividad de un arma desconocida en la tierra... la zona donde
los seres humanos no podían permanecer.
Con deliberación, el objeto móvil e invisible se separó del similar y mayor arma de
batalla que era su hogar y su lugar de nacimiento. Se movía con gran lentitud hacia el
pequeño poblado de Maplewood, a veinte millas lejos del parque.
Los «jeeps» y las motocicletas iban huyendo ante su avance, situándose fuera del
alcance de los rayos del terror. Se aseguraban de que todas las granjas y lugares
habitados quedaban desiertos antes de que los rayos del terror pudiesen engullirlos.
Atravesaron el pueblo de Maplewood y frenéticamente se llevaron todo lo que estaba con
vida, personas y animales. Luego se dedicaron a limpiar toda la región.
El aparato invisible continuó avanzando desde el parque. En lo alto se oía como un
sordo zumbido, pero se trataba de aviones provistos de bombas trazando círculos sobre
la zona ocupada por los monstruos. En dichos aviones había hombres que deseaban
descender en picado y destruir aquella zona invadida. Pero el Pentágono había cursado
órdenes tajantes. Mientras los invasores no matasen a nadie, no debían ser atacados. El
gobierno poseía diversas razones para desear establecer un contacto amistoso con una
raza capaz de viajar por las estrellas. Pero existía aún un motivo más poderoso. Los
monstruos todavía no habían comenzado a asesinar, pero se sospechaba que poseían un
terrible poder destructor. Por tanto, se había ordenado con firmeza que no fuese
empleado ningún cohete o bomba atómica, a menos que los invasores desencadenasen
el rompimiento de las hostilidades. Sus cautivos — la dotación del helicóptero — podría
ser liberada si los monstruos y los seres humanos colaboraban amistosamente. ¡Por lo
tanto... nada de provocaciones!
El objeto que nadie veía avanzaba cómodamente por el terreno comprendido entre el
parque y Maplewood. En el centro de aquella zona había algo que engendraba el rayo del
terror y probablemente llevaba pasajeros. Fuese lo que fuese, iba avanzando y en
Maplewood y más allá de siete millas en cada dirección, los soldados estaban atentos a
sus movimientos. Los artilleros tenían los cañones preparados para disparar contra el
objeto, si conseguían obtener las coordenadas de tiro y el permiso para entrar en acción.
Los aviones estaban listos para soltar sus bombas si llegaban a ordenárselo. Y a no
muchas millas de distancia había cohetes dispuestos a demostrar su puntería y capacidad
devastadora, a una sola voz de mando. Pero no ocurrió nada. Ni siquiera se permitió a los
aviones lanzar una bengala. Podía ser tomada como un acto de hostilidad.
El vehículo invisible se quedó en Maplewood dos horas. Al término de ese plazo
retrocedió deliberadamente hacia el parque. Abandonó el pueblo sin haber tocado nada,
salvo unos curiosos robos efectuados en unos almacenes y tiendas de aparatos
electrodomésticos, y uno o dos garajes. Parecía como si, sumamente curiosos, los
monstruos del lago hubiesen salido del parque sólo para averiguar los descubrimientos
efectuados por los humanos. Continuó lenta y deliberadamente su marcha hacia el
parque. Los humanos regresaron cautelosamente hacia la zona que antes habían
abandonado. No muchos, sólo los suficientes para estar seguros de que el objeto había
regresado efectivamente al lugar del que había salido. Los soldados estaban ya
retornando a la recién abandonada población de Maplewood cuando el vehículo invisible
alteró el alcance y la orientación de su arma contra la población. Se hallaba entonces a
menos de siete millas en su camino de vuelta hacia Boulder Lake. Los militares se habían
ya felicitado por lo que habían aprendido. Los proyectores de rayos del lago poseían sólo
un alcance de siete millas, pero aquel objeto móvil y no identificado aún, llevaba un
armamento de menos alcance. Según esto, los hombres y animales fuera de un radio de
siete millas se hallaban a salvo. Lo cual era una buena noticia.
Y entonces el objeto móvil hizo algo. El rayo del terror que era proyectado en todas
direcciones dobló su intensidad. Los soldados que acababan de regresar a Maplewood
olieron la «peste» y vieron brillantes y cegadoras luces. Un estruendo los ensordeció.
Cayeron con todos sus músculos rígidos y paralizados. Durante cinco minutos el arma
móvil de los invasores mantuvo paralizados a todos los seres vivientes dentro de un radio
de quince millas. Luego, durante treinta segundos paralizó a los situados en un radio de
treinta millas. Y durante un infante convulsionó a los hombres y animales que se hallaban
mucho más lejos todavía. Y todas estas víctimas del rayo del terror sintieron, a partir de
entonces, un invencible horror hacia el rayo invisible.
El objeto móvil que nadie había podido vislumbrar regresó al parque. Y entonces los
hombres pudieron volver a los mismos sitios que antes habían sido evacuados.
Parecía que nada había cambiado, pero en realidad todo había sido modificado. Si los
invasores poseían armamento móvil, la victoria sobre ellos no podría obtenerse con una
sola bomba atómica lanzada sobre Boulder Lake. Podía haber docenas de armas móviles
diseminadas por toda la zona del parque. Cualquier ataque atómico necesitaría multiplicar
su violencia para asegurar el resultado. En vez de una bomba, se necesitarían cincuenta.
Habría que destruir todo el parque y las montañas adyacentes. Y la radiactividad de
tantas bombas, pondría en peligro a la nación entera.
Los invasores gozaban de una situación invulnerable. Mientras se estaba demostrando
esta situación, Jill dormía pesadamente entre las raíces del árbol y Lockley dormitaba a
pocos pasos de distancia. Creía que con ello protegía mejor a la joven.
Se despertó al alba, y casi en el mismo instante lo hizo Jill. Le sonrió y trató de
levantarse. Tenía todo el cuerpo dolorido debido a la forzada postura adoptada durante la
noche. Pero era un nuevo día y tenían desayuno. El puercoespín guisado la noche antes.
—Me siento bastante más animada que ayer — dijo Jill, royendo uno de los huesecitos.
—Es un error — replicó Lockley —. Si se empieza con malos presagios, el día mejora a
medida que aquéllos no se cumplen. Pero empezar con animación sólo sirve para
desesperarse a medida que las esperanzas se van desvaneciendo.
—¿Tienes malos presagios? — quiso saber la joven.
—Decididamente, sí.
Era verdad. Aun sin saber nada de la demostración de terror efectuada la noche antes
por los invasores, sabía como actuaba el rayo de aquéllos, aunque no podía imaginar
cómo lo generaban. Y tampoco podía figurarse ninguna defensa contra el mismo. Pero si
Jill se había despertado animada no había motivo para frustrarle aquel pequeño placer.
Ya podría desesperarse más tarde, comenzando por la prueba de la muerte de Vale.
—Deberíamos escuchar las noticias — sugirió ella —. Uno o dos presagios pueden
venirse al suelo si lo hacemos.
La principal noticia fue. naturalmente, el examen llevado a cabo por los seres del
espacio en la pequeña ciudad de Maplewood y su regreso al parque. Había informes de
unas huellas en nada parecidas a las de ningún ser vivo de la tierra. Había un
comunicado muy optimista de los científicos que se ocupan del problema del rayo del
terror. Alguien había efectuado unos cálculos mediante los cuales se obtendría una
imitación del rayo del terror Una vez conseguido, sería fácil encontrar la manera de
neutralizarlo.
Lockley emitió un gruñido. El Wutor se mostró entusiasmado con el descubrimiento
realizado por los científicos. Casi no se refirió al hecho de que los seres humanos
hubiesen tenido que evacuar un espacio mucho más amplio que al principio. Había una
declaración de un importante funcionario asegurando que era una tontería preocuparse
por la falta de alimentos. Lockley volvió a gruñir cuando finalizó la emisión.
—La idea de que todo lo que se imita puede ser contrarrestado es una tontería —
comentó, amargado —. Nosotros podemos imitar los sonidos y en cambio no hay forma
de aniquilarlos.
Jill había ya comido una parte sustanciosa del puercoespín mientras escuchaba las
noticias. No era un desayuno muy satisfactorio, pero se sentía intensamente animada
después de dos días de extenuación.
—Pero tal vez esto no hará ninguna falta — observó — cuando usted cuente lo que
sabe. No es probable que nadie fuera del parque haya podido estudiar y probar los rayos
tan atentamente como usted.
Echaron a andar. Lockley tenía la ventaja de conocer perfectamente todo el parque,
gracias a sus mediciones. Sabía casi exactamente dónde se encontraban. Y asimismo
sabía, con un estrecho margen de error, por dónde se hallaba el rayo de los invasores.
Aunque había roto el reloj, el sol le orientaba como si fuese una brújula, y podía mantener
razonablemente una línea recta hacia el lindero del parque.
Poco después comenzaron una hondonada con curvas bastante continuas y
pronunciadas que les conducían hacia su destino, sin exigirles ningún ascenso. Fue en
esta zona donde se vieron de repente frente a un gran oso pardo. Se hallaba sólo a cien
pies de distancia. Los contempló inquisitivamente, levantando el hocico para captar su
olor.
Lockley se agachó y cogió una piedra. La arrojó. Chocó contra las rocas del suelo. El
oso dejó escapar un sordo gruñido y se alejó lentamente.
—Yo no me habría atrevido a hacer esto — confesó Jill.
—Era un oso macho — le explicó Lockley —. De haber sido una hembra con sus
oseznos tampoco lo habría intentado.
Continuaron la marcha. A media mañana Lockley encontró unas setas. Eran insípidas y
sólo su agudo apetito las hizo comestibles, pero se llenó los bolsillos con ellas. Algo
después encontraron unas fresas, y mientras las recogían y se las comían, el joven dio
una conferencia sobre las plantas silvestres comestibles de los montes. Jill le escuchaba
con aparente interés. Cuando dejaron el arbusto de las fresas torcieron a la izquierda para
evitar una empinada ladera. Y de pronto, Lockley se detuvo en seco. En el mismo instante
Jill se asió de su brazo. Palideció.
Dieron media vuelta y echaron a correr.
A un centenar de yardas, Lockley aflojó el paso. Se pararon. Al cabo de un momento, el
joven consiguió sonreír.
—Un reflejo condicionado — comentó —. Olemos algo y corremos. Pero creo que se
trata del familiar rayo del terror que cruza las carreteras para evitar que los humanos las
utilicen. Si se tratase de un proyector portátil, no estaríamos ya hablando aquí.
Jill jadeó, aliviada en parte.
—Hay algo que debería intentar — continuó Lockley —. Debí probarlo ayer cuando
rompí el reloj.
Retrocedió hacia el lugar donde habían olido aquella desagradable y nauseabunda
peste.
—¡Tenga cuidado! — le recomendó Jill.
Asintió. Sacó el muelle en espiral de su bolsillo. Se adelantó con toda precaución hasta
el sitio donde el olor comenzaba a dejarse sentir. Manteniéndose algo apartado, arrojó un
extremo del muelle hacia allí, sujetando el otro extremo. Volvió a recuperarlo y repitió la
operación. Se movió hacia un lado. De nuevo balanceó el muelle. Atrás y adelante. Luego
volvió a retirarlo y rodeó su mano izquierda y la muñeca con varias vueltas del muelle.
Volvió a avanzar.
Regresó sin ningún cambio en su expresión.
—Nada — anunció —. Actúa en cierto modo. Lo mismo que una antena; por esto el
muelle capta mejor el rayo que mi mano. Pero intenté construir una jaula Faraday.
Detendría casi toda la radiación electromagnética, pero no estos rayos. La atraviesan
como los electrones a través de la rejilla de una radio.
Devolvió el muelle a su bolsillo.
—Bueno — hizo una mueca —, continuemos. Tenía cierta esperanza, pero me
consuela pensar que tipos más listos que yo tampoco han averiguado nada todavía.
Reanudaron la marcha una vez más. Esta vez no eligieron un camino fácil, sino que
ascendieron por un? loma de varios centenares de pies hasta llegar a la cumbre donde
iniciaron el descenso al otro lado.
—Descubrí una cosa, si es que significa algo — dijo Lockley, en la cima de la loma —.
El rayo se diluye en los bordes, pero se trata de una filtración, no de una difusión. Se
parece mucho a la luz de un foco. De noche se distingue la luz de un foco porque las
motas de polvo diseminan cierta parte del mismo. Pero la mayor parte de la luz va en
línea recta. Este rayo obra igual. Es difícil imaginar un límite a su alcance.
Emprendió el descenso, seguido de Jill. Cuando llevaban cubiertas más de dos millas,
dijo la joven:
—Usted dijo que ya sabía cómo actuaba. Los rayos de la radio y el radar no tienen
estos efectos. ¿Cómo son los de estos rayos?
—Se cambia en corriente de alta frecuencia cuando incide sobre alguna superficie.
Pero la alta frecuencia no penetra en la carne ni el metal, sólo en su superficie. Así,
cuando un rayo hiere a un hombre sólb engendra alta frecuencia en su piel. Éste
engendra corrientes contrarias por debajo, estimulando a los nervios sensoriales de
nuestros ojos, oídos, olfato y piel. Cada nervio suministra su propia clase de sensación. Si
pasa una corriente por su lengua, sentirá un sabor. Una corriente en sus ojos, provocará
haces de luz. Por tanto, este rayo hace que nuestros nervios informen de cuanto son
capaces de informar, verdadero o no, y por esto quedamos ciegos o sordos. Entonces, los
nervios de los músculos les comunican que deben contraerse y éstos obedecen.
Entonces, quedamos paralizados.
—¿Y si existe una forma de generar la alta frecuencia en la piel humana — preguntó
Jill —, no hay nada para contrarrestarlo?
—Nada — contestó Lockley lastimosamente.
—Tal vez usted podría descubrir un medio para impedir esta generación de alta
frecuencia.
Él se encogió de hombros. Jill frunció el ceño. No había olvidado a Vale, pero le debía
cierta gratitud a Lockley. Femenina lente, empezaba a pagarle su deuda apremiándole
para que hiciese algo considerado como imposible.
—¡Al menos — agregó —, no puede ser un rayo de la muerte!
Lockley la miró.
—Está equivocada — replicó fríamente —. Puede serlo.
Jill volvió a fruncir el ceño. No por esta declaración sino porque no había conseguido
distraerle de sus tristes reflexiones. También ella tenía motivos para sentirse triste. Pero
sin darse cuenta cabal de ello, Jill había comenzado a sentir una gran confianza en
Lockley. Era tranquilizador que supiese encontrar comida, y aún más que fuese capaz de
ahuyentar a un oso. Claro que todo ello no era razón bastante para creer que pudiera
inventar algo para contrarrestar el arma al parecer invencible de los invasores. Y aunque
lograse animarle para luchar contra los monstruos, ello no seria más que una forma de
demostrar también su lealtad hacia Vale. Lo creía firmemente.
A última hora de la tarde, dijo Lockley:
—Otras cuatro o cinco millas y podremos salir del parque, encontrándonos en una
carretera que espero no se halle también bloqueada por el rayo del terror. Seguramente
hallaremos alguna granja donde podamos conseguir una comida decente.
—¡Huevos fritos! — exclamó Jill.
—Probablemente.
Continuaron andando. Tres millas. Cuatro. Cinco. Cinco y media. Bajaron una
pendiente no muy pronunciada y llegaron a un camino de piso muy endurecido con
señales de rodadas y un cartel urgiendo a los conductores a mostrarse precavidos. Había
unos sembrados y una fila de postes de teléfono con hijos en perfecto estado.
—Iremos hacia el oeste — anunció Lockley —. Por allá tiene que haber una granja.
—Y gente — exclamó Jill —. ¡Tengo una facha horrible!
Él la contempló con aprobación.
—No. Está muy bien. Estupenda.
Era agradable que pareciese decirlo convencido.
—Tal vez — dijo ella, instantáneamente — podré saber algo de... de...
—Vale — terminó Lockley —. Pero no se desanime si no averiguamos nada. Puede
haber huido o haber sido liberado sin que nadie lo sepa.
—¡Liberado! — gritó ella, sorprendida —. Esto es algo que no había pensado.
Seguramente, habrá intentado hacerles comprender que los humanos somos inteligentes
y que deben mostrarse amistosos con nosotros. Esto debió ser lo primero en que pensó
Vale. Y a lo mejor pueden haberlo dejado en libertad para que empiece a preparar el
terreno.
—Sí — dijo el joven, pero su tono carecía de expresión.
Otra milla, ahora ya por el camino endurecido. Parecía raro andar sobre aquella
superficie dura después de haber atravesado tantas millas por diferentes clases de
terreno. Era la hora del ocaso del sol. Había una granja bastante apartada del camino,
escasamente visible más allá de un campo de maíz. La casa parecía abandonada. Pero
se hallaba en muy buen estado. Por algún lado había unas gallinas, pero se intuía el
vacío.
Lockley llamó. Volvió a llamar. Fue a la puerta y estaba a punto de golpearla cuando la
hoja se abrió.
—Evacuada — dijo —. ¿Se ha dado cuenta de que hay una línea telefónica tendida de
aquí al camino?
Buscó por todas las habitaciones. Encontró el teléfono. Levantó el receptor y oyó el
zumbido del tono. Intentó hablar con la telefonista de servicio. No hubo respuesta. Buscó
una guía telefónica y marcó otro número. Fue marcando varios números. El «sheriff». El
capellán. El médico. Un garaje. Otra vez la telefonista. Un almacén... Los teléfonos
repiqueteaban en los lugares marcados, pero no contestaba nadie.
—Buscaré en las ponedoras de las gallinas — anunció Jill. Regresó con unos cuantos
huevos.
—Las gallinas tenían hambre — declaró la joven —. Les he echado algo de grano y he
dejado abierta la puerta del gallinero. Me pregunto si también las debió alcanzar el rayo.
—Sí.
Lockley encendió la lumbre y Jill cocinó los huevos que pertenecían a gente
desconocida que poseía aquella granja y la había evacuado, obedeciendo las órdenes
recibidas. Se sentían incómodos, moviéndose libremente por la casa de unos
desconocidos. Les parecía estar abusando de unos invisibles anfitriones.
—Debo lavar los platos — dijo Jill, cuando hubieron terminado.
—No — arguyó Lockley —. Vámonos. Tenemos que encontrar a los soldados, o un
teléfono que funcione.
—De todas formas, no sé mucho de lavar platos — se disculpó la joven.
Lockley dejó un billete de banco sobre la mesa de la cocina, con un cuchillo encima
para sujetarlo. Cerraron la puerta de la casa. Habían comido algo más, aparte de los
huevos, y la sensación que experimentaban era admirable. Volvieron a encontrarse en el
camino.
—Creo que debemos ir hacia el oeste — dijo Lockley —. Han bloqueado la carretera
por el este con el rayo del terror.
El sol había ya traspuesto el horizonte, pero todavía se veía un ligero resplandor en el
firmamento. Divisaron la luna nueva prácticamente oculta por la claridad crepuscular.
Echaron a andar por un camino civilizado, con una alambrada a un lado y al otro la fila de
los postes telefónicos.
—Me parece que ya estamos a salvo — dijo Jill —. Todo parece tranquilizador en torno
nuestro.
—Pero será mejor que mantengamos el olfato alerta — la advirtió el joven —. Sabemos
que un rayo puede llegar hasta aquí y que probablemente, no, ciertamente atraviesa este
camino. Debe haber más de uno.
—¡Oh!, sí — asintió Jill. Luego agregó, siguiendo el hilo de sus pensamientos —.
Supongo que le nombrarán algo así como embajador ante nuestro gobierno para que
entable las negociaciones de amistad. ¡Sí, les habrá convencido!
Volvía a pensar en Vale. Lockley no dijo nada.
La noche había caído ya. Sobre sus cabezas brillaban miríadas de estrellas. Divisaron
los hilos de teléfono combados entre los postes contiguos. Pasaron por una portalada
abierta donde otro cable telefónico conducía a otra granja. Pero si no tenía que haber
nadie al otro extremo, no valía la pena intentar telefonear.
Oyeron un ruido a sus espaldas. Se contemplaron mutuamente a la pálida luz de las
estrellas. El estruendo se fue acercando.
—¡No... no puede ser! — exclamó Jill, maravillada.
—Es un motor — asintió él. No podía sentirse aún aliviado —. Parece un camión. No sé
si...
Se sentía angustiado. Pero era absurdo. Sólo los seres humanos podían emplear
camiones con motor.
Vieron un tenue resplandor. Iba acercándose a medida que aumentaba el rugido del
motor. Decididamente se trataba de un camión. Se escuchaban, además, esos extraños
ruidos que hacen siempre los camiones, aparte del motor.
Llegó a la curva que acababan de doblar. Los faros comenzaron a barrer los maizales
que crecían a los lados del camino. Primero apareció un faro. Luego el otro. Un enorme
camión con remolque avanzaba hacia ellos. Jill levantó la mano para que se detuviese. La
luz brilló sobre su figura.
Rechinaron los frenos. La poderosa combinación de camión y remolque, frenó casi en
seco. Un hombre se asomó.
—¿Eh, qué están haciendo aquí? — preguntó, con asombro —. ¡Todo el mundo se ha
largado! ¿No han oído que todos los habitantes de la zona deben marcharse a veinte
millas lejos del parque? ¡Hay unos monstruos allí!
¡Unos tipos de Marte u otro planeta! ¡Se comen a las personas!
A la luz de las estrellas, Lockley reconoció la marca familiar del Control de la Vida
Salvaje. Oyó como Jill, temblorosa la voz, explicaba que había estado en el campamento,
quedándose rezagada, y cómo ella y Lockley habían conseguido salir del parque.
—Necesitamos un teléfono — añadió —. Tenemos que proporcionarle al Ejército cierta
información. Es muy importante — entonces tragó saliva —. Y me gustaría saber si ha
oído usted algo de un tal Vale. Fue hecho prisionero por esos monstruos, ¿No saben si lo
han dejado libre?
El chófer titubeó.
—No, señorita — dijo al fin —. No sé nada de él. Pero me cuidaré de ustedes dos.
¡Deben estar agotados! Jud, pasa al remolque y haz un poco de sitio para esos dos
amigos en el asiento delantero — añadió, a guisa de explicación —: Hay cajas y material
en el fondo, señorita. Ustedes suban aquí conmigo.
Se abrió la portezuela de la cabina. Por la misma salió un tipo bajito. Silenciosamente,
se dirigió al remolque y saltó a su interior. Jill trepó por la abierta portezuela. Lockley la
siguió. Todavía se sentía intranquilo sin saber por qué, pero juzgó que era ya una
costumbre, adoptada los días pasados.
—Estamos transportando material para el ejército — explicó el conductor cuando
Lockley cerró la puerta de la cabina —. Están siguiendo el rastro del rayo del terror, y nos
lo van avisando por radio, para que podamos evitarlo. No hemos tenido la menor molestia.
¡Nunca me figuré que tendría que jugar al escondite con los marcianos! ¿Qué clase de
tipos son?
Puso en marcha el motor. Camión y remolque comenzaron a rodar por el camino.
Lockley estaba irritado consigo mismo por no poder calmarse y sentirse a salvo, como los
acontecimientos parecían demostrar.
Más adelante se preguntó por qué no había utilizado su cerebro en aquel asunto como
había hecho con otros durante los pasados días.
Pero no lo hizo.
Capítulo VII
El conductor sentía enorme curiosidad por saber cosas de la zona donde se suponía
que no podía sobrevivir ningún ser humano. Formuló diversas preguntas, especialmente
insistiendo sobre los seres espaciales. Jill afirmó haberlos visto, pero a muy larga
distancia. Habían estado investigando el campamento evacuado. Tenían el tamaño de un
hombre. No podía describirlos, pero no eran seres humanos. Al chófer le pareció increíble
que no los hubiese examinado con más detalle.
Lockley acudió en su defensa. Dijo que los invasores lo habían retenido prisionero, y
había logrado escapar. Entonces, la curiosidad del conductor llegó a su colmo. Quería
conocer todos los detalles de la inimitable experiencia. Expresó un desencanto incrédulo
cuando Lockley le aseguró que no podía darle ninguna descripción de aquellos seres.
Cuando quedó convencido, se lanzó a un detallado discurso de las descripciones
efectuadas por los obreros del campamento. Pintó a los invasores como caballos con
pezuñas, provistos de cuernos y antenas, equipados con brazos múltiples, como los
octópodos y con ojos de facetas múltiples, como los insectos.
Parecía considerar este retrato con inmensa satisfacción, a medida que el camión
gruñía y renqueaba en medio de la noche.
Los faros brillaban delante del vehículo. Más allá, los prados y los montes estaban
envueltos en tinieblas. De vez en cuando, cruzaban pequeños caminos vecinales.
Indudablemente llevaban a granjas esparcidas por la región, pero por ninguna parte se
veía el menor destello luminoso. Aquella parte del mundo estaba desierta, con la soledad
de un paisaje del que ha sido borrada toda actividad humana.
Jill efectuó una pregunta. El conductor recayó en su locuacidad. Hizo un retrato
dramático del terror que. había sobrecogido a todo el mundo, la suspensión de todos los
antagonistas ante la general amenaza para todos los hombres y naciones de la tierra.
Incluso había paz allí donde los agitadores de profesión habían comprendido que las
cosas empeorarían si los monstruos conseguían apoderarse del globo. Pero el chófer
insistió en que los Estados Unidos conservaban la calma.
—Nosotros, los americanos, no estamos asustados. Somos gente educada y sabemos
que nuestros científicos sabrán contrarrestar esta amenaza. Tal como dijo ayer la radio,
un tipo belga había llegado a la conclusión de que el rayo envenenado tenía que ser algo
parecido a un rayo de radar o de láser o de algo por el estilo. Y los científicos americanos
están colaborando con sus colegas ingleses, franceses, italianos, alemanes y rusos.
¡Todos los mejores cerebros del mundo trabajan conjuntamente! ¡Los marcianos se
arrepentirán de haberse presentado como invasores en lugar de efectuar una visita de
cortesía! ¡Suerte tendrán si les permitimos regresar a Marte!
Lockley deseaba conocer los resultados a que habían llegado los científicos.
—La radio — prosiguió el conductor — trabaja con ondas como las de una balsa. Se
extienden hacia fuera y llegan a los sitios donde hay instrumentos que pueden
detectarlas. El radar lanza la misma clase de ondas, pero más pequeñas, que chocan con
el sitio donde hay un aparato que puede detectarlas. Son ondas rizadas.
Lockley creyó entender que se refería a ondas onduladas, redondeadas por arriba y en
el seno. En realidad, era una manera excelente de definirlas.
—Éstas son las ondas naturales — continuó el conductor—. Las de los relámpagos,
por ejemplo. Todos los fenómenos atmosféricos, las chispas de los motores y los
circuitos, las generan. Esta clase de ondas son generadas en todos los circuitos
eléctricos, además de serlo en todos los fenómenos naturales.
«Nosotros podemos resistirlas — continuó el chófer —, porque estamos
acostumbrados a ellas. Por tanto, no reparamos nunca en ellas ni las sentimos cuando
inciden en nuestra piel. Estamos acostumbrados a ellas. Pero los científicos afirman que
hay ondas que no son naturales. No son como las rizadas. Son como las olas de una
tormenta, con espuma y todo. Y esa es la clase de ondas que podemos sentir. Como las
olas de una tormenta, de bordes aguzados. Podemos sentirlas porque nos molestan. Y
estos marcianos tienen esta clase de ondas. Pero como ya sabemos qué ondas son,
ahora vamos a fastidiarles. Y yo, por mi parte, estoy reservándoles una enorme patada
que pienso propinarles... bueno, allí donde a esos monstruos pueda hacerles más daño.
Lockley seguía mostrándose suspicaz y enojado consigo mismo. Jill se hallaba ya a
salvo. El chófer se hallaba muy bien informado, aunque seguramente a aquellas horas lo
estaría todo el mundo. ¡Había motivos para estarlo!
El camión iba traqueteando por las tinieblas. En el cielo, muy arriba, acababa de llegar
una escuadrilla de aparatos para relevar a la anterior que había estado sobrevolando el
parque. Otra escuadrilla, la que acababa de ser relevada, se dirigía al sudoeste. Los
motores roncaban sordamente. Pero mucho más arriba, donde brillaban las estrellas, todo
era silencio.
Lockley seguía en tensión y estaba ya harto de ella. Jill estaba a salvo. Intentó razonar
para alejar su inquietud. La cabina del camión iba bamboleándose. Ir en un vehículo
enorme es muy distinto que hacerlo en un turismo. El chófer había dejado de hablar.
Parecía estar canturreando mientras guiaba. Se había interesado mucho por los
invasores, pero le habían tenido sin cuidado las aventuras de los dos jóvenes en el
parque. No había preguntado cómo se habían alimentado. Estaba pensando en otra cosa.
Lockley comenzó a meditar sobre todas las preguntas formuladas por el chófer desde
que habían subido a la cabina. Y luego en todas sus respuestas. Conducía para el
Ejército. Éste iba siguiendo el rastro del rayo del terror y lo notificaba al camión por radio,
a fin de que el vehículo pudiese dar los rodeos necesarios para evitarlo. Esto era lo que
había dicho. Parecía plausible, pero...
—Hay una cosa que me extraña — exclamó de pronto el conductor —. Esos tipejos le
vendaron a usted y también a los otros muchachos. ¿Por qué cree que lo hicieron?
—Para impedir que les viéramos — replicó Lockley, con sequedad.
—¿Pero por qué no querían ser vistos?
—Porque — explicó Lockley — tal vez no son marcianos. Tal vez no son monstruos.
Pueden ser hombres.
Tan pronto como lo dijo se arrepintió amargamente. Era rolo una sospecha, y todas las
pruebas tendían a demostrar lo contrario. El conductor se sobresaltó visiblemente. Luego,
volvió la cabeza.
—¿De dónde ha sacado esta idea? — preguntó —. ¿Dónde están las pruebas? ¿Por
qué se lo imagina de esta manera?
—Me vendaron — repuso Lockley con sencillez. Una pausa.
—¡Resulta divertido que piense que son hombres! — dijo luego el conductor,
pareciendo vejado —. ¡Diablos! Perdóneme, señorita, pero lo cierto es que pueden existir
otras muchas razones para querer vendarlos. ¡Quizá forme parte de su religión!
—Quizá — concedió Lockley. Estaba enojado consigo mismo por haber dicho algo
innecesariamente dramático.
—¿No tiene ningún otro motivo para pensar que son hombres? — insistió el conductor
—. Ningún otro motivo, en absoluto?
—En absoluto — asintió Lockley.
—Entonces, opino que es una razón muy tonta.
—Sí, es posible — volvió a conceder Lockley.
Había sido indiscreto pero no con exceso. Tal vez sólo había soltado aquella
imprudente frase por el cansancio que sentía al experimentar todavía aquella inquietud
que le obligaba a vigilar la región por la que atravesaban, preocupándose aún por la
seguridad de Jill y la suya propia, y por tener que meditar cada palabra que pronunciaba a
fin de no levantar mayor tristeza en el espíritu de la joven con respecto a Vale.
—¿Adonde vamos? — quiso saber Jill —. Necesitamos encontrar un teléfono. Quiero...
quiero enterarme de una cosa. Y mi compañero tiene algo que decirles a los militares.
—Nos dirigimos hacia un depósito de municiones del ejército — explicóle el chófer,
amablemente —, a cargar material para los chicos que están haciendo cordón en torno al
parque. Dentro de poco atravesaremos Serena. Muy gracioso. Todo el mundo ha sido
evacuado por el ejército. Buena cosa. Los habitantes de Maplewood no querían
marcharse antes de la llegada de los marcianos al pueblo.
El camión-remolque continuó su traqueteo por la carretera. El conductor se retrepó en
su asiento, vigilando el camino con experta mirada. Los faros dejaron entrever otra
carretera que se cruzaba con la que seguían, en cuyo cruce había una estación de
servicio, con todas las luces apagadas, y cuatro o cinco viviendas agrupadas, sin el menor
signo de vida. El grupo de casas no tardó en quedar atrás. Al cabo de otra milla, Jill
exclamó:
—¡Luces! ¡Una ciudad y está iluminada!
—Es Serena — le explicó el conductor —. Las calles están iluminadas porque la
electricidad viene de muy lejos. Además, las luces son un indicador para los aviones, que
así pueden saber exactamente dónde están y donde se halla el parque. Desde arriba no
se distingue muy bien la tierra, a oscuras.
Las farolas de la calle parecieron parpadear al paso del camión. Siguieron rodando por
la ciudad. Llegaron al distrito comercial. Había calles amplias, completamente desiertas, y
la calle principal tenía dos direcciones. El camión avanzó por la derecha. A cada lado
había edificios de tres o cuatro plantas. Todas las ventanas estaban oscurecidas
reflejando sólo el resplandor de los faroles. No había un alma en toda la ciudad. No había
habido destrucción, pero era una población muerta. Las luces brillaban en unas calles tan
vacías que hubiese sido mejor apagarlas.
—¡Miren! ¡Aquella ventana! — exclamó Jill, de repente.
Al frente, en la ciudad desierta, muerta, una sola ventana dejaba filtrar la claridad de la
luz eléctrica del interior, semejando una isla en medio de la soledad universal.
—¡Iré a echar un vistazo! — dijo el chófer —. Aquí no debe haber nadie.
El camión rechinó al frenar. El chófer saltó al suelo. Se oyó un rumor en el remolque, y
el tipo bajito que les había cedido el sitio a los jóvenes, apareció por detrás del vehículo.
Lockley divisó el nombre de una compañía telefónica local silueteado a la luz de la
ventana. Abrió la portezuela. Jill le siguió al instante. Los cuatro — el chófer, el ayudante,
Jill y Lockley — penetraron en el vestíbulo del edificio para investigar por qué se hallaba
encendida la luz en una habitación de una ciudad en la que sus veinte mil habitantes se
suponía habían sido evacuados.
Había una puerta con un cristal opaco, que daba paso al cuarto iluminado. El chófer
giró el picaporte y entró. La estancia olía a alcohol. Un individuo de mejillas hundidas
dormía pesadamente en una butaca, con la cabeza reclinada sobre el pecho.
El chófer lo sacudió.
—¡Despierta, amigo! — gritó con voz tajante —. Hay orden de que todos los paisanos
se larguen de esta ciudad. ¿No querrás que vengan los soldados a sacarte de aquí por la
fuerza, verdad?
Volvió a sacudirle. El cadavérico sujeto parpadeó y abrió los ojos. El olor a alcohol era
ahora casi inaguantable. Contempló con ferocidad al chófer.
—¿Quién diablos eres tú? — preguntó engallado.
El chófer se lo dijo, repitiendo lo que ya había dicho antes. El borracho asumió un aire
de dignidad ofendida.
—¡Si quiero quedarme aquí es asunto mío! ¿Quién diablos sois todos vosotros para
venir a molestar a un ciudadano que cumple con la contribución y la ley? ¿Sois los
marcianos? ¡No quiero saber nada con vosotros!
Volvió a hundirse en la butaca y continuó durmiendo.
—¡Tenemos que sacarlo de aquí! — exclamó el conductor con sequedad —. Pero no
sé dónde ponerlo. Voy a preguntar por radio qué debo hacer. Quizás enviarán un «jeep»
del Ejército a recogerlo. ¡Este tipo podría ser la causa de que estallase el jaleo!
Salió de la casa. El ayudante le siguió. No había pronunciado una sola palabra. Lockley
lanzó un gruñido.
—La centralita tiene línea para conferencias — dijo Jill, al instante —. Sé cómo hacerla
funcionar. ¿Lo intento?
Lockley asintió con énfasis. Jill se sentó en el asiento de la telefonista y se puso el
casco. Insertó una clavija y movió la manivela.
—Una vez tuve que redactar un artículo sobre la manera como... Hola, Serena al habla.
Tengo un mensaje importante f;a el jefe del cordón militar. ¿Puede ponerme, por favor?
Hablaba en tono profesional. Levantó la mirada y le sonrió a Lockley. Volvió a hablar
por el micrófono que le colgaba frente a la boca.
—Un momento, por favor — agregó luego. Cubrió el micrófono con la mano —. No
pueden ponerme con el general. Su ayudante tomará el mensaje y si resulta importante...
—De acuerdo — replicó Lockley —. Deme el teléfono.
La joven dejó libre el asiento y le entregó al muchacho el casco con los auriculares y el
micrófono.
—Me llamo Lockley — comenzó diciendo el joven —. Estaba de servicio en el parque
por cuenta de la Compañía de Mediciones, la mañana en que descendió el objeto del
cielo. Transmití el mensaje de Vale describiendo el aterrizaje y los seres que habían
salido del aparato. Estaba hablando con él cuando fue apresado por esos monstruos.
Informé de todo a la Compañía por medio del Satélite. Probablemente estará usted
enterado de estas comunicaciones.
Una voz aguda contestó cordialmente que así era.
—He conseguido salir del parque — prosiguió Lockley —. He logrado realizar un
experimento con un rayo del terror estacionario. Tengo información de importancia
respecto a la desmodulación del rayo antes de que ataque.
La voz aguda contestó apresuradamente que Lockey hablaría con el general en
persona. Hubo varios chasquidos y una larga espera. Lockley movió la cabeza con
impaciencia.
—Me encuentro en Serena — dijo, cuando oyó una voz distinta —. Me ha traído aquí el
camión-remolque del Control de la Vida Salvaje del nuevo parque nacional, que nos ha
recogido a la salida del mismo. Lo menciono porque el chófer afirma que está trabajando
ahora por cuenta del Ejército. La información que tengo que dar es...
Breve y sucintamente, comenzó a dar toda la información recogida sobre el rayo del
terror. Su forma de ser detectado, de manera que nadie necesitaba ser atrapado por el
mismo. La carencia total de efectividad de una jaula de Faraday para comprobarlo. Su
empleo en las carreteras y contra los aviones volando a poca altura. Su fallo al no haber
podido descubrir a Lockley ni a Jill. Había otra evidencia de que los monstruos no lo eran
en absoluto...
La voz le interrumpió tajantemente. Le pidió que esperase. Su información sería
grabada. Lockley esperó, mordiéndose los labios. La voz volvió a dejarse oír tras larga
espera. Le animó a continuar hablando.
El chófer del camión estaba tardando mucho en comunicar con el Ejército. Lo hubiese
logrado antes por teléfono que por radio.
La voz repitióle a Lockley que continuase con su relato. Y entonces, con sumo cuidado,
Lockley explicó las contradicciones en la conducta de los invasores. Las vendas en los
ojos. La facilidad con que él mismo y los otros tres obreros del campamento habían
podido escaparse de su encierro, casi como si ésta hubiera sido la idea de sus captores,
no deseando más que hacerles pensar que les tenían considerados exactamente igual
que a los conejos o los erizos. Unos auténticos seres espaciales no se habrían molestado
en producir tal impresión. Pero si había seres humanos colaborando con los monstruos,
era posible que contribuyesen con algunos trucos, que diesen la impresión de que en el
lago sólo se hallaban seres del espacio.
—Repito que no actúan como lo harían unos seres extraterrenales que hubiesen
desembarcado por primera vez en la tierra. Aparentemente su nave está destinada a
posarse en aguas profundas. En su primer aterrizaje, habrían escogido el mar. Pero
sabían que Boulder Lake era bastante profundo para amortiguar su caída. ¿Cómo lo han
sabido? No nos han matado como a animales locales para estudio, sino que dejaron caer
otros en el depósito de basura para convencernos de que nos consideraban a todos igual.
¿Por qué intentaron asustarnos y luego nos dejaron huir?
—¿Qué deduce usted de todo esto? — le interrumpió la voz del otro extremo del hilo.
—Que han sido aconsejados — replicó Lockley —. Saben demasiadas cosas de este
planeta y sus habitantes. Alguien les ha estado explicando cuestiones respecto a la
psicología humana y les ha sugerido que nos conquisten sin destruir las ciudades ni las
fábricas ni nuestra utilidad como esclavos. ¡Seremos mucho más valiosos si logran
capturarnos de esta manera! ¡Estoy seguro de que tienen hombres de su parte que les
aconsejan! Sugiero que tales individuos han pactado con ellos para gobernar la tierra por
cuenta de los invasores, pagándoles el tributo que exijan. Afirmo que no nos enfrentamos
con una invasión de seres espaciales solamente, sino de monstruos y hombres en activa
cooperación, que actúan no sólo como consejeros sino también como espías. Y además...
—¡Señor Lockley! — exclamó la voz, en tono iracundo —. Señor Lockley, ¿qué es lo
que ha estado haciendo? — no esperó la respuesta —. ¿Cómo puede creerse calificado
para ofrecer opiniones gratuitas contradiciendo toda la información y las decisiones de los
científicos y los militares? ¿De dónde saca la autoridad para efectuar tales declaraciones?
¡Me ha hecho perder el tiempo! Usted...
Lockey se quitó el casco y lo arrojó contra la centralita. Se levantó.
El chófer y el ayudante regresaron en aquel instante. Cogieron al borracho y lo llevaron
hacia la puerta. Algo se deslizó de uno de los bolsillos del borracho. Era una cartera. Ni el
chófer ni su ayudante la vieron. Salieron de la estancia, llevándose al individuo
inconsciente. Jill se agachó y recogió la cartera. Contempló el semblante de Lockley.
—¿Qué...?
—Estoy pensando — la interrumpió el joven — qué debemos hacer ahora. Esto no
marcha.
—Vuelvo en seguida — le dijo Jill.
Salió para entregarle la cartera al chófer, que por lo visto había recibido órdenes de
poner al borracho en el remolque y llevarlo a alguna parte.
Lockley lanzó una maldición cuando ella hubo desaparecido. Entrelazó y desentrelazó
las manos. Se paseó por la estancia.
Jill volvió, lívido el rostro.
—Abrieron la puerta del remolque para dejarlo allí — exclamó jadeante —. ¡Y había
otros tipos allí dentro! ¡Más de dos! ¡Y máquinas! No jaulas para animales ni cajas de
municiones, sino motores, generadores, objetos de electricidad... ¡Estoy asustada!
—¡Soy un imbécil! — gritó Lockley —. Debí figurármelo. Y ahora...
La puerta encristalada se abrió. En su marco apareció el chófer. Empuñaba un
revólver.
—Lo siento — dijo con voz calmosa —. Debieron mostrarse más cuidadosos. Pero la
chica ha visto demasiado. Y yo...
El revólver apuntaba a Lockley. Jill se arrojó contra el arma. Lockley se desvió y cargó
contra el chófer con toda su fuerza. Largo un potente puñetazo contra el mentón del
conductor. Éste dio un traspiés hacia atrás. Lockley se había apoderado del revólver casi
antes de que tocase el suelo.
—¡De prisa! — gritó —. ¿Dónde está la maquinaria? ¿En la parte delantera o posterior
del remolque?
—Por todas partes — jadeó Jill —. Pero principalmente en la delantera. ¿Pero, qué...?
—¡Vaya al vestíbulo! — le ordenó el joven —. ¡Busque una puerta por atrás!
Le dio un ligero empujón. La muchacha se dirigió a la parte trasera del edificio mientras
Lockley se apostaba en la puerta de la calle. Del remolque saltó el ayudante. Le siguió
otro tipo. Y otro más.
Lockley disparó desde el umbral. Una bala atravesó la parte delantera del camión. Otra
se incrustó en la parte media del remolque. Y una tercera quedó situada entre ambos
impactos. Los tres individuos se arrojaron al suelo con presteza, creyendo ser el blanco
del revólver. Jill gritó inarticuladamente desde la parte trasera del edificio. Lockley corrió
hacia allá. Vio la noche estrellada. Ella le esperaba, temblando. Salieron fuera y Lockley
cerró suavemente la puerta a sus espaldas.
La cogió de la mano y corrieron en la oscuridad. En lo alto se veía un ligero resplandor
debido a las luces de las calles, pero había densas tinieblas en algunas zonas de la
ciudad.
—Tenemos que quedarnos quietos — dijo Lockley apresuradamente y en voz baja —.
Quizás haya logrado destrozar parte de la maquinaria. ¡De lo contrario, todo ha terminado!
La parte posterior de una casa. Un callejón. Corrieron hacia él. Era una calle con
árboles, donde los faroles arrojaban negras sombras entre los conos iluminados.
Corrieron a lo largo de la calle. En un lado había residencias. El distrito comercial no era
muy grande. Lockley encontró una cerca y luego la puerta. La abrió calladamente y volvió
a cerrarla a sus espaldas. Recorrieron un sendero situado entre dos edificios a oscuras,
donde había vivido gente, pero, que ahora estaba abandonado.
Un patio posterior. Una valla. Lockley le ayudó a Jill a saltarla. Otro callejón. Otra calle.
Pero ésta no estaba atravesada por la que llevaba a la oficina de teléfonos. Desde la
centralita nadie podía verles.
La bendita irregularidad de las calles continuó. Corrieron sin descanso hasta que la
respiración de Jill fue sólo un jadeo entrecortado. Lockley estaba empapado de sudor,
temiendo a cada instante oler aquella «peste», resultado de todos los olores fétidos en
apretada combinación, y luego divisar las luces de colores originadas en sus propios ojos
y escuchar los sonidos que sólo existían en sus nervios auditivos para saber acabar
sintiendo la parálisis de todos sus músculos.
Oyeron el rugido del motor. del remolque a varios centenares de yardas de distancia. El
camión había comenzado a rodar. Sabían que se estaba moviendo por las calles, en tanto
sus ocupantes intentaban penetrar las tinieblas en busca de ambos jóvenes.
—¡Lo alcancé! ¡Alcancé al generador! — jadeó Lockley... ¡Tengo que haberlo tocado!
¡De otro modo habrían enfocado el rayo del terror contra nosotros!
Calló. Los dos se detuvieron. Se hallaban en un barrio donde había residencias
rodeadas de jardines. Los faroles de las calles arrojaban conos de luz brillante contra las
casas, pero todas las ventanas estaban atrancadas y a oscuras. Aquella calle, como la
mayoría de la pequeña. ciudad, estaba bordeada por árboles a cada lado. Había fragancia
de árboles y hierba en el aire.
—No estamos a salvo — articuló Lockley —, pero acabo de descubrir que no hay
seguridad absoluta en ningún sitio.
Los dientes de Jill castañetearon.
—¿Qué haremos? ¿Qué era aquella maquinaria? Me... me asusté porque allí dentro no
había lo que el chófer nos había dicho. Pero ¿qué era?
—Sospecho — respondió Lockley — que se trata de un generador del rayo del terror.
Los invasores deben tener a seres humanos como amigos. Y éstos espían a todos los
demás. Colaboran con los monstruos. Aparentemente, hasta les han confiado los
proyectores del rayo del terror.
Lockley iba hablando en tanto meditaba. A cierta distancia se oía el traqueteo del
camión por la ciudad. No era un método muy prometedor de encontrar a dos fugitivos.
Éstos podían esconderse si el vehículo aparecía en el extremo de la calle en que estaban.
La búsqueda no podía proseguir indefinidamente. Seguramente aquello terminaría
dejando en la ciudad a algunos individuos para que la recorriesen a pie. Pero tampoco era
un método seguro. De todos modos, Jill y Lockley no podían quedarse allí.
—Debemos buscar un garaje con capacidad para dos coches — dijo el joven —. Tal
vez no lo hallemos, pero debemos buscarlo. Si alguien tenía dos coches, tal vez habrá
dejado uno. Sea como sea, lo pondré en marcha. Mientras tanto, iremos saliendo de la
ciudad, aunque tengamos que alejarnos de ella a pie.
Dejaron de pasar por las calles con sus dramáticos contrastes de luz y sombras.
Anduvieron por detrás de una hilera de lo que podían considerarse mansiones en Serena.
A veces tropezaban con macizos de flores y una vez Jill se enredó los pies en una
manguera de riego.
Casi todos los garajes estaban vacíos o contenían sólo las herramientas de jardinería.
Luego, algo le obligó a Lockley a levantar la mirada. Una torrecita esbelta, parecida a
un mástil, se elevaba hacia el cielo. Su base se hallaba en el jardín de una mansión con
amplios portales. Había un garaje para dos autos, y la portalada estaba abierta.
—La radio de un aficionado — exclamó Lockley —. ¡Me pregunto si...
Pero antes miró en el garaje. Había un coche. Subió al mismo después de haber
abierto la portezuela con suma facilidad. La llave todavía estaba en el contacto.
Comprobó que el depósito contenía casi tres cuartos de esencia. Era una suerte casi
increíble.
—Probablemente intentaban llevárselo y luego cambiaron de idea — dijo —. Bien,
abriré la puerta de la casa y probaré de realizar un pequeño hurto. ¡Sólo deseo que el
dueño de la casa posea una batería de repuesto!
Irrumpir dentro fue sencillo. Una de las ventanas del j porche respondió a la presión.
Lockley saltó al interior de la casa, Jill le siguió.
El equipo de radio estaba en el sótano. Estaba provisto de una batería suplementaria,
como las emisoras oficiales. En caso de tormenta o desastre, cuando las líneas de fuerza
quedan inutilizadas, los aparatos aficionados de Estados Unidos pueden seguir
funcionando como sistemas de comunicación de emergencia, sin emplear la fuerza
externa. Aquel aparato estaba provisto del mismo equipo que los demás miembros de la
organización.
Lockley encendió las válvulas. Sintonizó a una frecuencia general.
—¡«May Day»! ¡«May Day»! — comenzó a decir, sin levantar la voz. Esta llamada de
emergencia tiene preferencia sobre todas las demás, excepto el S.O.S., pero es menos
inequívoca cuando se emite débilmente.
Hubo respuesta a los pocos instantes. Lockley suplicó que siguieran sintonizándole
mientras esperaba más llamadas. Tenía ya media docena de curiosos aficionados cuando
comenzó a radiar lo que deseaba que supiera el mundo.
Lo contó todo con brevedad y tono convincente.
—Cambio — dijo luego, y esperó que se produjesen diversas preguntas.
No hubo preguntas. Su emisión había sido interferida. Alguna otra estación, o varias,
estaban transmitiendo en la misma onda a un volumen ensordecedor, evidentemente
desde un lugar no muy apartado. Lockley no sabía cuándo había comenzado la
interferencia. Podía haberse originado tan pronto empezó a hablar. Era probable que
ninguna de sus palabras hubiera sido captada desde el exterior.
Pero un buscador de orientaciones podría haber traicionado su posición.
Capítulo VIII
Era una maniobra azarosa sacar el coche a la calle. Lockley temía que al poner en
marcha el motor, el ruido atronaría la callada ciudad, pudiendo ser oído a larga distancia.
El movimiento de la palanca de marcha duró sólo un segundo. Tal vez hubiese individuos
al acecho, pero no podrían localizar el coche antes de que el motor estuviese en marcha y
el coche corriendo ya velozmente. Mientras tanto, el camión-remolque seguía atronando
las calles. Naturalmente, era posible que hubieran sido apostados observadores en
diversos lugares para tratar de hallar a Jill y Lockley.
El joven llevó el coche a la calle con el mayor silencio posible. No encendió los faros ni
las luces de posición. Luego frenó y colocó al coche en dirección contraria al ruido del
camión. De un salto envió el coche adelante. Entonces le asaltó una idea que le heló el
espinazo. Es posible usar un receptor de onda corta para captar las chispas de ignición de
un coche. Aunque a veces también puede estar estropeado un receptor. Era característico
de Lockley pensar siempre en lo peor.
Puso el coche en marcha, aguzando los oídos, atento al ruido del camión. Comenzó a
rodar lentamente, alejándose del distrito comercial. Conducir despacio requería una
enorme fuerza de voluntad cuando todo parecía apremiarle para huir de aquella ciudad lo
antes posible. Pero apretó los dientes. Un coche hace mucho menos ruido cuando se
mueve despacio. Lo hizo rodar tan silenciosamente como un fantasma junto a los árboles
y bajo los faroles callejeros.
Salieron de la ciudad. Las últimas luces quedaron a sus espaldas. Al frente no tenían
ya más que la luminosidad de las estrellas y una carretera desconocida, plagada de
virajes y recodos. Había señales de tráfico, apenas visible sin la luz de los faros. Lockley
conducía sin luces. Cualquier resplandor podía haber constituido una guía para los
hombres del remolque.
La luz de una noche estrellada no es buena para conducir, y cuando una carretera
atraviesa un bosque todos los nervios se ponen en tensión. Lockley conducía muy alerta,
tensos todos sus músculos. Pero después de una serie de curvas con altos árboles a
cada lado, apretó el freno y detuvo el auto.
—¿Qué pasa? — preguntó Jill, al verle buscar algo bajo el panel de los mandos.
—Creo — le explicó el joven — que debí estropear algo del camión. De otra forma
habrían intentado atraparnos con el rayo del terror.
Pero era probable que pudiesen reparar el daño causado. Y de todas maneras había
más rayos. Probablemente estaban funcionando los estacionarios, y como el camión
debía saber dónde estaban emplazados, llamando seguramente por radio para que los
obturasen cuando el vehículo debía atravesarlos. Sí, emplear el remolque del Control
había sido muy hábil.
Arrancó algo. Era un trozo de cable y empezó a doblarlo por uno de sus extremos.
—Si sospechan que hemos conseguido un coche — observó — esperarán que
lleguemos a una carretera bloqueada por el rayo, lo cual nos paralizaría por completo. Por
tanto, voy a adoptar una pequeña precaución. Mire — le puso el extremo del cable en una
mano —. Es la antena de la radio del coche. Nos avisará de la misma forma que el muelle
de mi reloj en el parque. Sosténgalo.
—De acuerdo — accedió Jill.
—¡Ah!, otra cosa — añadió él. Saltó del coche y cerró la portezuela con rapidez. Se
dirigió hacia atrás. Se oyó el ruido de vidrios rotos. Regresó y explicó—: Así no
funcionarán las luces del freno. Ahora será tan difícil seguir nuestro rastro como lo fue la
otra noche el del remolque.
Jill dio un brinco dentro del coche al ponerse éste en marcha.
—¿Quiere decir que...? ¡Oh!
—Es lo más probable — asintió Lockley —. Sí, el vehículo que salió del parque y ocupó
Maplewood, proyectando el rayo del terror en todas direcciones era el remolque. Alguien
de su dotación debió calzarse unos zapatos fantásticos para dejar unas huellas
monstruosas. Cometieron unos cuantos robos para crear la ilusión de que se trataba de
seres espaciales que deseaban estudiar los adelantos realizados por el hombre.
Continuaron el viaje a unas quince millas por hora, oían zumbar los insectos en la
noche. En el cielo sonaba constantemente el rumor de los aviones de las Fuerzas Aéreas
que patrullaban fuera del parque.
—Pareció desalentado — observó Jill — cuando habló por teléfono con el general.
—Lo estaba — confesó Lockley —. Y lo estoy. Se negó a admitir que pudiesen estar
equivocados. Creo que es algo político, y yo estaba contradiciendo la opinión oficial de
sus superiores. Tendré que dirigirme a alguien de menos categoría... o de mucha más.
Tal vez...
—¡Alto! — exclamó Jill con voz estrangulada. Frenó.
—Sostenga el cable — le dijo ella —. Estoy oliendo aquella horrible peste.
Lockley se colocó el cable en su mano. Sintió la misma, sensación que Jill.
—El rayo del terror cruza la carretera — dijo con calma —. Quizá contra nosotros, quizá
no. Pero creo que algo más atrás hay un camino que atraviesa.
Hizo retroceder el auto. Aplastó también las luces de retroceso. Condujo sólo a la luz
de las estrellas. Maniobró para girar el coche. Deshizo el camino por donde acababan de
venir. Al cabo de una milla había otra carretera, desviándose de la que seguían. Torció
por ella. Media hora más tarde, Jill exclamó vivamente:
—¡Frene!
La carretera estaba también bloqueada por otro rayo invisible. Cualquier coche rodando
a una velocidad razonable penetraría en él antes de que el conductor pudiera darse
cuenta.
—Mala cosa — rezongó Lockley con placidez —. Deben haber elegido los mejores
sitios para el bloqueo. Tendremos que seguir al azar, probando todos los caminos y
senderos que salen del parque. No sé hasta qué punto pueden tener rodeada la zona.
En el cielo se produjo un destello luminoso. Lockley levantó la mirada. Otro destello.
Relampagueaba. El cielo se estaba encapotando.
—Esto es peor — gruñó con voz alterada —, He intentado todas las formas existentes
para alejarnos del parque, siempre guiándonos por la luz de las estrellas. Pero ¿qué haré
en tinieblas?
Siguió conduciendo. Las nubes se iban acumulando en el cielo. Una vez Lockley
observó un leve resplandor en lo alto y apretó los dientes. A la primera oportunidad puso
el coche en dirección contraria. El resplandor podía ser Serena, y tal vez las revueltas de
la carretera y la falta de faros le habían llevado hasta sus cercanías. Dos veces más Jill le
avisó del peligro del rayo del terror. Una de ellas, llevado por su creciente ansiedad,
estuvo a punto de no frenar a tiempo. Cuando el coche se detuvo por fin sentía ya la
comezón en su piel. También veía extrañas luces ante los ojos y una discordante
sucesión de sonidos que, por asociación con los sufrimientos pasados, casi le obligaron a
vomitar. Quizás aquella dispersión extra del rayo del terror se producía a través del metal
del coche.
Cuando salió de la zona peligrosa el cielo estaba nublado en sus tres cuartas partes y
poco después no quedaba ya más que un trecho sumamente limitado de estrellas.
Continuamente brillaban los relámpagos. No tardó mucho en depender de ellos para ver
la ruta.
Comenzó a llover. Los relámpagos se sucedían casi sin interrupción. La carretera
giraba y volvía a girar. Dos veces el coche estuvo a punto de salir de la cuneta, pero
Lockley consiguió enderezarlo en el último instante. A medida que transcurría el tiempo
las cosas iban empeorando. Era urgente que se alejasen de Serena a causa del remolque
del Control de Vida Salvaje que podía apoderarse de Jill y él mismo si el generador de los
rayos era reparado. y cuyos ocupantes podían asesinarlos si no lo era. Pero todavía era
más urgente encontrar a seres dispuestos a escuchar su información y ver el mejor uso
que podía hacerse de la misma. Sin embargo, conducir lloviendo y en tinieblas, sin faros y
a poca velocidad, resultaba completamente exhaustivo.
—Creo — dijo al cabo — que me dirigiré a la primera granja que divise a la luz de los
relámpagos. Trataré de meter el auto en un granero para que no pueda ser visto al rayar
el día. ¡Es fácil que, sin querer, fuésemos a parar de nuevo al parque!
Efectuó un giro cuando un relámpago le dejó entrever una senda junto a un buzón
rural. Al fondo de la senda había una finca. Y un granero. Saltó del auto y al instante
quedó completamente empapado por la lluvia, pero exploró el espacio que había detrás
de las grandes puertas dobles. Giró el coche y lo guió hasta el interior del cobertizo,
dando marcha atrás.
—Así — le explicó a Jill —, si necesitamos marcharnos de prisa, no habrá que
maniobrar antes.
Permanecieron sentados en el coche, escudriñando las tinieblas que les rodeaban. No
había ninguna luz, excepto cuando relampagueaba. Lograron descubrir la granja, de cuyo
tejado caían al suelo grandes chorros de agua. Había un gallinero. Había vallas. No
distinguían ni la puerta de la cerca ni la carretera a través de la cortina de agua, pero
Lockley sabía que había un espeso arbolado a la entrada del sendero.
—Esperaremos — dijo el joven con enojo —, y tal vez por la mañana descubriremos
que estamos atrapados. Si por el contrario estamos lejos de Serena (no tengo la menor
idea por ahora), continuaremos. Si no, permaneceremos ocultos hasta la noche y
supongo que las estrellas nos auxiliarán cuando nos vayamos.
—Nos iremos — le animó Jill —. Pero ¿adonde?
—A cualquier sitio lejos de Boulder Lake, donde yo sea un ser humano y no un triste
paisano. Donde pueda explicar algunas cosas a personas que sepan escuchar si no es ya
muy tarde.
—No lo es — le aseguró Jill.
Hubo una pausa. La lluvia iba cayendo a cántaros. Los relámpagos seguían
destellando. Se oyó el eco de un trueno.
—No sabía — intentó Jill reanudar la conversación — que usted pensaba que los
invasores (los monstruos) tienen seres humanos que les ayudan.
—El conjunto de la operación no es totalmente humano — le explicó él —. Pero hay
indicios de que hay alguien con ellos que nos conoce. Por ejemplo, nadie ha muerto. Al
menos, no públicamente. Esto ha sido arreglado por alguien que comprendió que si había
matanza todos lucharíamos hasta el fin de nuestras vidas y les enseñaríamos a los
nuestros a pelear después de nosotros.
La joven meditó aquellas palabras.
—Usted lo haría — opinó luego —, pero no todo el mundo. Ciertas personas harían
cualquier cosa para seguir viviendo. Usted no, claro.
La lluvia chocaba estrepitosamente contra el techo del granero.
—Pero lo que ha sucedido — continuó Lockley — no es lo que planearían unos seres
humanos. Éstos, si proyectasen una conquista, sabrían que no conseguirían nuestra
rendición. Si esto fuese una especie de ataque al estilo de Pearl Harbour por enemigos
humanos, y ya podemos adivinar quiénes serían, habrían empezado matándonos en gran
escala desde el principio. Si hubiesen aterrizado los monstruos sin información respecto a
nosotros, podían haber perpetrado algunas matanzas también, con la estúpida idea de
acobardarnos. Pero no ha habido matanzas. Por tanto, no se trata de un truco de la
guerra fría ni de un aterrizaje impremeditado por parte de unos monstruos. Por tanto, tiene
que existir una desviación en alguna parte. La colaboración de monstruos con hombres es
sólo una sospecha. No estoy muy satisfecho con esta idea, pero hasta ahora es la única
plausible.
Jill permaneció silenciosa largo rato. Luego exclamó, sin venir a cuento:
—Usted debió ser un buen amigo de...
—¿De Vale? — concluyó Lockley —. No. Le conocía, esto es todo. Hace muy pocos
meses que entró en la compañía. No creo haber hablado con él una docena de veces, y
cuatro de ellas él estaba con usted. ¿Por qué piensa que éramos íntimos amigos?
—Por lo que usted ha hecho por mí — respondió ella en la oscuridad.
Lockley esperó a que brillase un relámpago para observar la expresión del semblante
de la muchacha. Ésta le estaba mirando fijamente.
—No lo hice por Vale — fue la respuesta.
—¿Entonces por qué?
—Lo habría hecho por cualquiera — repuso Lockley sin inmutarse.
En cierto modo era verdad. Pero no habría ido al campamento para ver si alguien se
había quedado rezagado. No se le habría ocurrido tal idea.
—Creo que eso no es verdad — objetó Jill.
No hubo respuesta. Si Vale estaba vivo, Jill estaba prometida a él; aunque si todo iba
bien, Lockley no estaba dispuesto a ser tan tonto como jugar a lo romántico y permitirle a
la joven casarse con Vale por descuido. Por otra parte, si Vale estaba muerto, no iba a ser
tan idiota que intentase conquistarla antes de que ella se hubiese recobrado de la noticia.
Una muchacha puede perdonarse a sí misma la ruptura de su compromiso con un hombre
vivo, pero nunca su deslealtad para con un muerto.
—Creo que deberíamos cambiar de tema — replicó él —. Le contaré por qué fui al lago
a buscarla cuando todo esto haya concluido. Tuve mis motivos. Todavía los sigo teniendo.
Y los daré a conocer en su día, tanto si a Vale le gusta como si no. Pero no ahora.
Se produjo un largo silencio, mientras la lluvia seguía cayendo implacable y el mundo
no era más que una cortina de agua y relámpagos.
—Gracias — dijo Jill —. Ya estoy satisfecha. Continuaron sentados en silencio, en
tanto iban transcurriendo las horas. De vez en cuando dormitaban. La conclusión de la
lluvia despertó a Lockley. Empezaban a filtrarse las primeras claridades del alba. El
firmamento todavía seguía encapotado. La tierra estaba empapada. Había goteras en el
techo del granero, y la lluvia se había filtrado al interior. También caía todavía agua de la
casa, ya visible, y de los árboles que casi la circundaban.
Lockley abrió la portezuela del coche y salió calladamente. Jill no se despertó. Visitó el
gallinero, del que surgieron una babel de cloqueos y cacareos. Recogió unos huevos. Fue
a la casa, chapoteando en el césped, y evitando los charcos del suelo. Encontró pan,
jarras de conservas y latas de comida. Inspeccionó el sendero. Las rodadas del coche
habían desaparecido. Asintió satisfecho.
Volvió al granero. La claridad no era completa todavía. Cerró casi las puertas a sus
espaldas, dejando sólo una grieta de cuatro pulgadas para poder atisbar por ella. El coche
se hallaba completamente fuera de vista, sin la menor señal de un ser viviente por los
alrededores.
—Ha cerrado la puerta — dijo Jill —. ¿Por qué?
—Temo que estemos tan mal como al principio — explicó mal de su agrado —. A
menos que esté equivocado, hemos efectuado un rodeo durante la tormenta y nos
encontramos cerca del lindero del parque. Ésta no es la carretera por la que fui yo en su
busca, en la que mi coche sufrió el accidente. Ésta es otra. Opino que no nos hallamos a
más de veinte millas del lago, y no es esto lo que yo quería.
Comenzó a vaciarse los bolsillos.
—He encontrado un poco de comida. Tendremos que esperar hasta la noche y
procurar abrirnos paso hasta el cordón, a la luz de las estrellas.
Hubo un nuevo silencio, sólo roto por el gotear del agua. Lockley se sentía impaciente y
angustiado. Sabía que había obrado como un idiota al intentar escapar de la zona
evacuada en coche. Pero nc podía haber actuado de otra forma. Su mayor estupidez
había sido no sospechar nada cuando había divisado el camión-remolque avanzando por
una carretera que él sabía estaba bloqueada por el rayo del terror. Y tal vez también
había sido un idiota al negarse a explicar por qué había ido hasta el campamento para
velar por la seguridad de Jill, cuando su razón le había dicho que no era asunto suyo.
La claridad había aumentado. A través de la rendija de la puerta del granero podía
divisar la casa. Y también parte del sendero y los árboles del otro lado de la carretera.
Estaba dejando la comida en el asiento cuando de repente se inmovilizó, escuchando.
El silencio que precede al día había sido alterado por un distante rumor de un motor de
combustión interna. Era un ruido familiar. Excepto el impacto de las gotas al caer de las
hojas de los árboles y del tejado de la casa, era el único sonido audible en todo el mundo.
—No creo que puedan verse las huellas del coche a la entrada del sendero — dijo en
voz baja —. La lluvia debe haberlas borrado por completo. No es probable, además, que
nos busquen por aquí. Pero sólo me quedan tres balas en el revólver. Tal vez será mejor
que salga usted y se oculte en el maizal. Tal vez, si la situación empeora, creerán que la
he abandonado en cualquier parte.
—No — rechazó ella la proposición —. Dejaría huellas en la tierra mojada y me
descubrirían.
Lockley gruñó entre dientes. Empuñó el revólver que le había arrebatado al chófer del
camión en Serena. La examinó con tristeza. Sería inútil, pero...
Jill se le acercó, espiando su expresión.
El estruendo del camión se iba acercando, cada vez más alto. Disminuyó un momento
cuando una curva de la carretera llevó al vehículo por detrás de un grupo de árboles que
amortiguó el ruido. Pero de repente resonó con más potencia. Se hallaba tremendamente
cerca.
Lockley miró por la rendija de la puerta, procurando que su rostro no pudiera ser visto
desde el exterior.
El camión-remolque del Control de Vida Salvaje pasó gruñendo. Parecía atronar el
espacio. Sus ruedas produjeron una rociada cuando se hundieron en una profunda charca
cerca del sendero.
Luego se fue alejando. Jill respiró aliviada. Lockley la previno con el gesto.
Escuchó. El ruido se fue extinguiendo paulatinamente durante lo que debió ser una
milla al menos. Entonces oyeron cómo frenaba. Lockley tuvo que aplicar el oído muy
atento para poder captar el sonido de un motor parado. Tal vez fuese su imaginación.
Ciertamente, en cualquier otro instante menos silencioso no hubiese podido oírlo.
—¿Cree que..? — comenzó a susurrar Jill. Él volvió a hacerla callar con el gesto. El
distante motor continuaba parado. Un minuto. Dos. Tres. Entonces volvió a oírse el lejano
rugido del motor. El camión reanudaba la marcha. El sonido fue disminuyendo.
—Han llegado a un lugar donde el rayo del terror bloqueaba la carretera — explicó
Lockley —. Han frenado y han llamado por la onda corta; entonces el rayo ha sido
desconectado y el camión ha podido pasar adelante. Indudablemente el rayo debe estar
de nuevo conectado.
Luchó hasta adoptar una decisión.
—Nos desayunaremos — dijo —. Tendremos que comernos los huevos crudos, pero
necesitamos comer. Luego, trazaremos un plan. Quizá sea conveniente que nos
olvidemos de toda clase de vehículos y tratemos de llegar hasta el cordón a pie, hurtando
la comida en las granjas que hallemos al paso. No pueden ser muchos los...
colaboradores. Y, naturalmente, nos mantendremos ocultos.
Abrió una jarrita de conserva.
—Pero sería preferible viajar en coche si esta noche aclara y brillan las estrellas. Al
menos resultaría menos cansado para usted.
—Tal vez haya noticias — le atajó Jill prácticamente.
Le temblaban las manos cuando colocó el transistor sobre la capota del auto. Lockley
lo notó. También él experimentaba el agotamiento de aquella prolongada fuga a través de
los bosques, donde a cada instante les acechaba un peligro mortal. Y se hallaba, además,
angustiado por la certeza de que había seres humanos cooperando plenamente con los
invasores. Era inimaginable que alguien pudiera ser traidor, no sólo a su propio país, sino
a toda la raza humana. Se sintió incrédulo. ¡No podía ser cierto! Pero lo era.
La radio dejó escapar unos cuantos ruidos. Lockley la giró en otra dirección. Sonó una
música. Jill hizo una mueca. Apretó los labios para no dejar ver lo que sentía.
«¡Boletín especial de noticias! — dijo la radio al fin —. ¡Boletín especial de noticias! El
Pentágono anuncia que por primera vez ha sido reproducido el rayo de! terror empleado
por los invasores espaciales en Boulder Lake. Trabajando contra reloj, los equipos de
científicos americanos y extranjeros han construido un proyector de lo que es un tipo de
radiación electrónica completamente nuevo, que reproduce todos los efectos causados
por el rayo del terror de los invasores. Sin embargo, aún es de poca potencia y no ha
causado efectos paralizantes al experimentar con animales. No obstante, algunos se han
sometido voluntariamente a la prueba y han manifestado que las sensaciones
experimentadas por los miembros del cordón militar en torno a Boulder Lake fueron las
mismas. Se halla en marcha un programa acelerado para el desarrollo del proyector. Al
mismo tiempo, otro programa para desarrollar la manera, de contraatacarlo prometo
brillantes y próximos resultados. Las autoridades confían plenamente en que se hallará
una defensa completa contra esta misteriosa arma dentro de muy poco tiempo. No hay
ninguna razón para temer que la Tierra sea incapaz de defenderse contra los invasores
de nuestro planeta y los nuevos refuerzos que puedan recibir.»
Se suspendió el boletín informativo y un anuncio reclamó la atención de los oyentes
hacia las virtudes de una pastilla antialérgica. Jill escrutó el semblante de Lockley. Estaba
contraído.
La radio reanudó la emisión del noticiario. Con esta esperanza segura de poder
defendernos contra el arma de los invasores, dijo el locutor, era altamente importante no
destruir la nave espacial enemiga, ya que resultan! muy útil su examen y posterior
estudio. El empleo de la; bombas atómicas quedaba, por lo tanto, descartado por el
momento. Pero se usarían en caso necesario. Mientras tanto, contra tal emergencia, se
ampliarían las zonas de evacuación. La gente sería trasladada a otros territorios para que
la radioactividad no afectase a ningún ser humano.
Otro anuncio. Lockley desconectó la radio.
—¿Qué opina? — inquirió Jill.
—Me gustaría que no hubiesen lanzado esta emisión — replicó Lockley —. Si sólo
hubiese monstruos complicados en esta invasión, que no supiesen inglés, estaría todo
muy bien. Pero con la ayuda de los seres humanos, resulta funesta. Si estamos a punto
de hallar la manera de contrarrestar su arma, la utilizarán antes de que los científicos
terminen sus tareas. Poco después, agregó con amargura:
—Hubo un momento, a continuación de la última gran guerra mundial, en que sólo
nosotros tuvimos la bomba y nadie más. ¡Entonces no podía existir una guerra fría!. Hubo
años en que hubiésemos podido destruir a los demás, sin que nadie hubiese podido
oponerse. Y ahora hay otros que están en esta misma posición. Pueden destruirnos y
nosotros estamos indefensos. Y esto durará una semana, o dos o tres. Será muy
sorprendente que no se aprovechen de esta oportunidad.
Jill intentó comer algo de lo que Lockley había traído. Pero le fue imposible. Empezó a
sollozar calladamente.
Lockley se maldijo por haberla puesto en aquel estado.
—¡Por favor! — la consoló —. Esto es lo peor que puede suceder, pero no lo más
probable. La joven trató de contener las lágrimas.
—Sí, nos hallamos atascados — insistió él —. No sería raro que dentro de pocos días
se produjese otro aterrizaje espacial. O varios. Pero esos monstruos no desean matar a la
gente. Quieren un mundo con gente capacitada para trabajar para ellos. Lo han
demostrado. Evitarán toda matanza. No permitirán que los hombres que les ayudan
destruyan a la humanidad que desean viva y útil.
Jill apretó las manos.
—¡Pero sería preferible morir antes que sufrir tal humillación!
—¡Espere! — protestó Lockley —. Hemos reproducido el rayo del terror. ¿Cree que
esto se quedará así? Los científicos que saben cómo fabricarlo se esparcirán por doce o
cien sitios, donde no puedan ser descubiertos, y continuarán trabajando en secreto hasta
que obtengan los rayos y una protección contra los mismos, y luego algo más mortal
todavía. ¡Los seres humanos no podemos ser vencidos! ¡Lucharemos hasta el final de los
tiempos, hasta la consumación de los siglos!
—Pero usted mismo dijo — arguyó Jill, desesperada — que no podía existir una
defensa contra el rayo! ¡Lo dijo!
—Me hallaba desalentado — protestó Lockley —. No reflexioné debidamente. Sin
equipo de ninguna clase, hallé la manera de detectar al rayo antes de que fuese lo
bastante fuerte para paralizarnos. Usted lo sabe. Los científicas poseen equipos e
instrumentos, y ahora que poseen ya el rayo ensayarán varios métodos. Lo harán mucho
mejor que yo. Pueden intentar por heterodino. Por efectos de interferencia. Pueden
descubrir algo para reflejarlo, o pueden probar por refracción.
Hizo una pausa, observándola ansiosamente. Ella sollozó sólo una vez.
—Pero otras armas... — dijo.
—Tal vez no haya ninguna más. Y quizás un truco de refracción ayudará a
contrarrestar sus efectos. Ahora se dispersa por los bordes. Así es como nosotros
estamos prevenidos. Es refractado por los iones del aire. Estos actúan como las gotas de
rocío: refractan la luz del sol y originan el arco iris después de la lluvia. Y nosotros
captamos antes que nada el efecto del olor. Esto demuestra que hay refracción.
Escrutó su rostro. La joven tragó con dificultad. Lo que acababa de decir apenas tenía
sentido. Ni siquiera tenía razón. Existe evidencia de que los nervios olfatorios son mucho
más sensibles que los ópticos o los auditivos, mientras que los nervios musculares son
menos sensibles todavía. Pero Lockley no estaba de humor para reparar en tales
sutilezas. Sólo deseaba tranquilizar a Jill.
Y entonces sus ojos casi se desorbitaron y permanecieron fijos más allá de la
muchacha. Había estado hablando distraídamente, con la única intención de reanimarla,
mientras una parte de su cerebro había estado escuchando. Y aquella parle separada de
su mente le había oído decir algo muy valioso.
Permaneció inmóvil unos segundos, mirando al vacío.
—Acaba de ocurrírseme... —exclamó de repente —. No sé por qué no lo pensé antes.
El rayo del terror se dispersa un poco, como un rayo de luz en la niebla. Se dispersa en
los iones, como la luz en las gotitas de agua. ¡Exacto!
Calló, reflexionando arduamente.
—¡Continúe! — le animó la joven. Lo que él acababa de explicarle apenas tenía sentido
para ella, pero comprendía que era algo importante.
—Bueno, un rayo emitido por un faro queda obstaculizado por una nube, que es un
conjunto de gotitas de niebla agrupadas en un mismo lugar. Resbala por su superficie
pero no puede penetrar en la masa gaseosa — de repente pareció indignado por no haber
sabido ver antes lo que resultaba tan claro ahora —. Si pudiéramos fabricar una nube de
iones, pararía al rayo del terror como las nubes naturales detienen al rayo de luz.
Podríamos...
Calló de nuevo, y Jill mudó de expresión. Volvió a mirarle confiada. Incluso parecía
sentirse orgullosa de que Lockley luchase por resolver aquel problema, en tanto
chasqueaba los dedos inconscientemente.
—Vale y yo — continuó ávidamente — teníamos instrumentos electrónicos para
nuestras mediciones. Algunos de sus elementos tenían que estar encerrados en plástico
pues de lo contrario hubieran ionizado el aire, dispersando corriente como en un
cortocircuito. Si ahora poseyese esos instrumentos... No, tendría que quitar el plástico, lo
cual no podría hacerlo sin romper algo.
—¿Qué sucedería — se interesó Jill — si pudiese hacer lo que está pensando?
—Podría — le explicó Lockley — fabricar un artilugio que crease una nube de iones en
tomo a la persona que lo llevase. Y podría reflejar parte del rayo de! terror y refractar el
resto para que no pudiese hacer contacto con el cuerpo humano.
—Entonces, esta noche entraremos en un pueblo abandonado y cogeremos todo lo
que usted necesite... — insinuó Jill.
—¡No! — la interrumpió el joven, con alivio en la voz —. Creo que lo único que necesito
es un rallador de queso y el transistor. Y en esta granja debe haber un rallador.
Escuchó por la rendija de la puerta y salió del granero. No tardó mucho en volver. No
sólo traía un rallador de queso sino uno de nuez moscada. Ambos hechos de hojas
delgadas de metal en los que se habían perforado numerosos agujeros muy diminutos, de
forma que los bordes de cada agujerito se hallaban retorcidos hacia un mismo cara para
formar la superficie ralladora. Lockley sabía que aquellos puntos afilados, cargados
eléctricamente, forman minúsculos chorros de aire ionizado que desvían la llama de una
vela. Y en aquellos ralladores había miles de puntitos.
Se sentó a trabajar en el asiento del coche, alejando de sí el revólver con las tres balas
en la recámara. E revólver estaba reservado para Jill en caso de futuro acontecimientos,
en los que ya sería de poco o ningún valor práctico.
Operó en el transistor con su navaja para establece un circuito que oscilaría cuando se
conectase la batería Habría inducción para elevar el voltaje en los puntos extremos de las
oscilaciones en repetidas ondas de corriente de un signo en los innumerables agujeritos
de los ralladores. Y habría un efecto que no había previsto. Los puntos formadores de
iones eran de longitudes y trazados minúsculamente diferentes, de forma que la radiación
que inevitablemente acompaña a las nubes de iones sería de unas longitudes de onda
minúsculamente variables. Las consecuencias de emplear los dos ralladores era, claro
está, que los asombrosos puntos de energía se manifestaban en unos bultitos
ultramicroscópicos a una considerable distancia del artilugio. Pero Lockley no lo había
planeado así. Ello era debido a los materiales que se había visto obligado a emplear a
falta de otros mejores.
—Sólo puedo comprobar la producción de iones aquí — le dijo a Jill cuando hubo
terminado —. Si sirve, debe hacer vacilar la llama del encendedor cuando se acerque a
los puntos. En tal caso, me dirigiré a la carretera, al punto en que se detuvo el remolque.
Pienso que en aquel lugar la ruta está bloqueada por un rayo del terror.
Embebido en su idea, movió el interruptor. Instantáneamente se oyó una estruendosa,
ensordecedora explosión. El revólver había volado en mil pedazos, destrozando el
parabrisas y rasgando el tapizado del auto.
Lockley fue en busca de una horca. Estaba dispuesto a vender cara su vida. El humo
de la pólvora invadió el granero. No ocurrió nada más.
—Esto puede ser otra arma de los monstruos — dijo al cabo de unos instantes llenos
de tensión —. Debí imaginarlo. Pueden haber usado una radiación o un rayo que no
habíamos sospechado para desarmar a las tropas del cordón. Y si es esto lo que han
intentado, no tienen más que barrer el cielo con ello y todos los bombarderos serán
eliminados.
Pero no hubo otros sonidos que los decrecientes impactos de las gotas de lluvia que
lentamente iban cayendo al suelo por las goteras y desde las hojas de los árboles.
—Bien, en realidad sólo han destrozado nuestra única arma — continuó Lockley con
frialdad —. Debe tratarse de un rayo detonador que ha hecho estallar los cartuchos. Esto
sería una protección perfecta contra las bombas atómicas, si el explosivo químico que los
hace estallar pudiera ser disparado a distancia. ¡Son gente lista estos monstruos!
—¡Vamos! — agregó a continuación —. Ahora es más necesario que nunca poder
llegar a algún sitio donde puedan escuchar lo que tengo que decirles.
—¿Pero llegar adonde? — exclamó Jill.
—Nos internaremos por el bosque hasta la noche — explicóle el joven —, y entretanto
comprobaré la utilidad de este artefacto contra el bloqueo de las carreteras, aunque si los
monstruos poseen un rayo detonador, de poco \a a servirnos. ¡Vamos!
Se llenó los bolsillos de comida y echó a andar.
La mañana se hallaba en toda su plenitud. El sol era ya visible, rojo hacia oriente.
—¡Ande pisando la hierba! — la aconsejó Lockley.
No había por qué dejar huellas en el suelo, aunque no hubiese motivos para creer que
la explosión de la pistola hubiese sido oída. Lockley, además, consideraba que si los
invasores acababan de utilizar una nueva arma, se producirían explosiones de mayor o
menor violencia en todo el territorio evacuado y en otras zonas dentro de su radio de
acción. No habría muchas granjas sin un rifle al menos colgado en cualquier sitio. Y
también habría cartuchos. Si los monstruos del espacio poseían un rayo detonador, tal
como tenían el rayo del terror, toda esperanza podía ser abandonada.
Atravesaron una finca y luego la fueron bordeando. Rápidamente y de manera furtiva
pasaron hacia el bosque fronterizo. Quedaron empapados casi inmediatamente. Las hojas
caídas, húmedas, se pegaban a las suelas de sus zapatos. Las ramas bajas les
humedecían constantemente el rostro. Lockley, tan pronto como se halló al socaire de la
carretera, emprendió la dirección tomada por el remolque. Le entregó a Jill el hilo de
bronce que había sido la espiral de su reloj.
—Podríamos captar el rayo con la humedad del suelo — dijo —, en contacto con las
suelas de los zapatos, pero será más seguro usar esto.
Continuaron un largo trecho.
—¡No me gusta esto! — murmuró Lockley —. Ya deberíamos haberlo...
—Creo que lo estoy oliendo — le interrumpió Jill.
—Voy a probar — dijo Lockley. Detectó el olor nauseabundo, tan repelente como
siempre. Hizo retroceder a Jill.
—Espere aquí, junto a este árbol. Aquí podré encontrarla con facilidad y estará también
a salvo de los efectos del rayo.
Dio media vuelta y se alejó.
—¡Por favor, tenga cuidado! — le recomendó Jill.
—No hace mucho — le contestó él, deteniéndose y hablando por encima del hombro —
pensaba que tenía una importante información que suministrar al alto mando, por lo que
debía defender mi existencia. Ahora ya no estoy tan seguro de mi importancia. Sin
embargo, pienso que usted todavía necesita alguien que la proteja.
—¡Sí, es cierto! — exclamó ella —. ¡Y usted lo sabe!
—Volveré — le aseguró el muchacho.
Se marchó, sosteniendo la espiral del reloj.
Se movía con extremada precaución. El olor se presentó y fue creciendo de intensidad.
Comenzó a sentir también las primeras luces de colores ante sus ojos. Era el síntoma que
seguía al olor al acercarse a un rayo del terror. Después sus oídos comenzaron a captar
un débil aunque discordante murmullo. Conectó el aparato fabricado con los dos
ralladores y los elementos del transistor. El olor cesó. Las débiles lucecitas se
desvanecieron. Y los rencos murmullos se extinguieron.
Desconectó el aparato productor de los iones. Los síntomas reaparecieron. Lo conectó
y desconectó dos veces más. Dio un paso al frente. Volvió a efectuar la misma prueba. La
nube de iones formada en los innumerables puntitos del aparato eran invisibles, pero
refractaban o reflejaban, en cualquier caso, neutralizaban el arma de los monstruos de
Boulder Lake. Continuó adelante y en un momento dado sintió una ligera comezón en su
piel, oyó una especie de susurro muy lejano y olfateó el olor nauseabundo como algo tan
diluido que apenas podía notarse.
Siguió adelante y aquellas débiles sensaciones cesaron. Impaciente volvió a
desconectar el artefacto. Había atravesado el rayo del terror.
Comenzó a retroceder con el aparato conectado una vez más, y en el punto donde
había experimentado las débiles manifestaciones de los efectos del rayo, se detuvo a
saborear su triunfo, ahora tal vez ya inútil. Si los monstruos poseían un rayo detonador, su
victoria no significara ya nada. Sin embargo, hubiera podido significarlo todo. Prestó
atención y distinta, aunque débilmente, experimentó los efectos del rayo del terror.
Luego, dejó de sentirlos. En absoluto. Las sensaciones se habían esfumado.
Oyó chillar a Jill frenéticamente. Echó a correr hacia el lugar donde la había dejado.
Corrió. Saltó. Cayó una vez, y maldijo contra la rama caída que le había hecho tropezar.
Llegó al árbol y Jill no estaba allí. Observó las mellas de sus zapatos por entre las
húmedas hojas caídas. Conducían hacia la carretera.
Oyó golpear una portezuela de un coche y un motor que arrancaba. Corrió más de
prisa que antes.
El motor se fue alejando. Y Lockley llegó a la carretera sólo a tiempo de ver la parte
posterior de un vehículo militar pintado de color pardo a unas trescientas yardas de
distancia. Dobló una curva de la carretera y desapareció. Se dirigía hacia el lugar donde el
rayo del terror bloqueaba la carretera, encaminándose evidentemente hacia Boulder Lake.
Estaba claro lo acontecido. Desde su lugar junto al corpulento árbol, la joven había
divisado un vehículo militar que se aproximaba. Y ella y Lockley habían estado intentando
llegar al cordón de tropas en torno al parque.
No había motivo alguno para desconfiar de unos hombres en uniforme o de un coche
militar. Jill había echado a correr hacia la carretera. Por mera coincidencia, el vehículo,
evidentemente atestado de individuos que colaboraban con los invasores, se había
detenido en el punto donde debía esperar a que los monstruos desconectasen el
proyector a fin de franquearles el paso. La joven se había aproximado al vehículo. Y algo
la había asustado Entonces había chillado.
Pero había sido izada arriba del coche, el cual continuó su marcha antes que el rayo.
Capítulo IX
Era muy probable que en aquel momento Lockley se despreciase profundamente, más
que cualquier otro ser viviente. Se reprochó amargamente por la captura de Jill. Si había
seres humanos colaborando con los invasores, el destino de la joven sería sin duda más
horrendo que en manos de los monstruos solos. Al fin y al cabo, existía una sola nación
que pudiese colaborar con los seres extraterrestres en la conquista de la tierra, y sus
tropas no se distinguían precisamente por su conducta amable hacia sus prisioneros.
Y Jill era su cautiva. Las marcas del vehículo militar podían indicar que se trataba de un
coche robado o que sus marcas y su pintura eran una impostura. Era casi seguro que Jill
se había dirigido al camión en la confianza de que sólo podía tratarse de soldados
americanos, y sólo en el último instante había descubierto su error.
Lockley, sin embargo, no reflexionó estas cosas en detalle, al principio. Corrió detrás
del coche como un poseso, incapaz de sentir nada que no fuese horror y una furia tan
terrible que le habría impulsado a matar a todos los invasores con febril intensidad.
De repente oyó unos ruidos roncos, entrecortados. Se dio cuenta de que se trataba de
su propia respiración jadeante. Le faltaba el aliento, en tanto Jill era conducida fuera de su
alcance en un vehículo que recorría diez yardas por cada una de las suyas. Se detuvo y,
cosa rara, se sintió totalmente tranquilo y calmado. Era capaz de pensar serenamente. La
única diferencia entre éste y su modo normal de pensar, era que ahora, sólo podía
concentrarse en una cosa: en la completa venganza de los crímenes cometidos por los
invasores... y de los que seguramente cometerían contra Jill. La llevarían a Boulder Lake.
Por tanto, él tenía que dirigirse hacia allá, fuese como fuese, y destruir a todos los seres
vivos de allí, borrando hasta las huellas de su llegada a la tierra.
Lo cual, claro está, era natural e irrazonable. Pero la razón habría sido antinatural en
tales circunstancias.
Anduvo paralelo a la carretera, con fría resolución. En el resto del mundo, el tiempo
transcurría sin el conocimiento de su estado emocional. El resto del mundo también
estaba padeciendo sus propias agonías emotivas.
Los Estados Unidos se estaban haciendo popular entre las naciones a las que
disgustaba todas las cosas americanas, excepto aquéllas que les habían regalado si bien
continuasen odiando a los dadores. Ahora, sin embargo, los Estados Unidos habíanse
visto invadido desde el espacio por unos seres que empleaban armas de un tipo
desconocido en la tierra. Si los Estados Unidos resultaban conquistados, no habría
ninguna otra nación libre en el mundo. Por tanto, gran parte del antiamericanismo habíase
desvanecido bajo la presión de un ardiente deseo de que América del Norte triunfase en
su defensa.
Además, anticipándose a otros aterrizajes que podían tener lugar en diversos puntos
de la tierra, los Estados Unidos habían ofrecido compartir su depósito de bombas
atómicas con cualquier nación que fuese invadida. La popularidad americana había
aumentado. El hecho de que Rusia no hubiese efectuado la misma proposición había
tenido sus repercusiones. Los Estados Unidos invitaban a los científicos de cada país a
que ayudasen a solucionar la amenaza del rayo del terror, comprometiéndose a compartir
cualquier descubrimiento en favor de su defensa, con el resto del mundo. Esto también
sirvió para mejorar grandemente la imagen pública de los Estados Unidos en el
extranjero.
Pero Lockley no sabía nada de esto. Su transistor ya no existía para procurarle
noticias. Había sido reconstruido para otro uso, junto con un rallador de queso y otro de
nuez moscada. Lockley llevaba al hombro dicho aparato detector. Pero si hubiese
conocido los cambios de popularidad de su país, tampoco le habrían interesado. Sólo
podía concentrar su mente en un tema y cuanto con él se relacionase.
Siguió andando a lo largo de la carretera, poseído por el demonio del odio. Iba a pie a
falta de coche. Estaba desarmado. En aquel momento creía que toda la humanidad se
hallaba desarmada, en efecto si no de hecho. Por tanto, no tenía ningún plan, sino sólo un
odio infinito.
Pero cómo se veía obligado a atravesar los diversos rayos diseminados por la región
para llegar a quienes deseaba destruir, comprendió que era necesario estar seguro de
poder cruzarlos, verificando el buen estado de su equipo. Conectó el detector. Luego
volvió a desconectarlo para economizar las pilas. Siguió avanzando, pensando sólo en
una cosa, examinando todas las posibilidades de vengarse con apasionada paciencia,
descartando todas las ideas por impracticables, pero sin descorazonarse nunca.
Olfateó el olor fétido, sólo a causa de su connotación. Conectó el detector y prosiguió
adelante. Comprendió que había penetrado en un rayo del terror por las ligeras
sensaciones que llegaban hasta él a través de la nube de iones del artilugio por él
fabricado. Después cesaron. Comprendió que había atravesado la zona peligrosa. Oyó
aproximarse un vehículo. Un coche o un camión acababa de detenerse más allá del rayo
que bloqueaba la carretera, esperando a que desconectasen el proyector.
Lockley se internó hacia la espesura, decidido a no dejarse ver de nadie hasta poder
vengarse de quienes se habían apoderado de Jill.
Estaba escondido cuando apareció el coche. Era un auto corriente con una antena en
la parte posterior. Avanzaba confiadamente por la carretera. A un centenar de yardas del
joven, se produjeron una serie de explosiones. Por las ventanillas comenzó a salir humo.
El motor se paró y el coche giró alocadamente, yendo a parar a una zanja, junto a la
cuneta. Un individuo saltó del coche, golpeándose las piernas. Un revólver en su
cartuchera le había estallado con todos sus cartuchos. La revolverá le había salvado de
serias lesiones, pero le ardían las ropas. Otros dos individuos salieron también a toda
prisa. En la parte posterior del auto se habían producido otras explosiones. Los tres
maldecían atropelladamente.
Después, uno de ellos dijo algo que estimuló a los demás a huir de la carretera. El
tercer individuo cojeó afanosamente detrás de los dos primeros.
Lockley, contemplando y odiando a los tres tipos al mismo tiempo, comprendió cuando
el rayo del terror volvió a hacer su aparición. Lo sintió aunque muy débilmente, debido a
su protección. Las explosiones habían tenido lugar cuando el coche se hallaba en la zona
que ahora volvía a abarcar el rayo. Los hombres del coche, asombrados y amedrentados,
habían huido porque sabían que el rayo debía volver a interceptar la carretera y no
querían verse sorprendidos en medio del mismo.
Lockley observó que los colaboradores humanos de los monstruos no tenían protección
contra el rayo del terror. Tal vez los monstruos del espacio estaban protegidos solamente
cerca de los proyectores. Esto era algo que podía afectar a sus planes de venganza. Lo
archivó en su cerebro. Entonces se dio cuenta de que las armas del coche habían
estallado exactamente como el revólver en el asiento del coche, en el granero. La
explosión no estaba asociada con el rayo del terror. El rayo no había estado funcionando
cuando su revólver había estallado. No le parecía razonable que si los monstruos poseían
un rayo detonador lo empleasen contra sus propios colaboradores.
No. Unos seres racionales no se mostrarían tan contradictorios.
Entonces Lockley contempló el artefacto de su invención. Consideró el hecho de que
su revólver había explotado en el instante en que había conectado el aparato. Las armas
de este otro coche habían estallado también cuando el vehículo se hallaba a poca
distancia de él.
Echó a andar, reflexionando claramente y con precisión sobre el asunto. Incluso se
acordó de desconectar el detector porque lo necesitaría para vengar a Jill. Pero cuando
intentó volver a meditar en algún asunto no relacionado con su venganza, su cerebro
quedó agitado y confuso.
A dos millas a lo largo de la carretera, que todavía no había demostrado dirigirse hacia
Boulder Lake, había una granja. Halló la puerta cerrada. Sin idea consciente, la forzó.
Registró los armarios. Encontró un rifle y una caja medio llena de cartuchos. Los estudió y
luego dejó el arma y todos los cartuchos, menos tres. Salió. Después dejó caer un
cartucho en la carretera. Anduvo veinte pasos y dejó caer otro. Veinticinco yardas más
allá dejó caer el tercero. Entonces contó cuidadosamente trescientos pies alejándose de
la carretera. El vehículo había estado a esta distancia de su escondite cuando se habían
producido las explosiones.
Conectó el aparato detector. Dos de los tres cartuchos estallaron. El más alejado no.
No se regocijó. Continuó sin júbilo, pero el conocimiento de que podía hacer estallar los
explosivos a una distancia de ciento veinticinco yardas entró a formar parte de su aún no
esbozado plan de venganza. Había algo en el aparato que había construido que hacía
detonar los explosivos a una distancia de poco más de cien yardas. No sentía curiosidad,
aunque la explicación era sencilla. El montaje heterodino de las ondas de extremada alta
frecuencia producía puntos de energía hasta que aquéllas comenzaban a perder fuerza.
Había puntos infinitesimales en los que, durante longitud infinitesimales de tiempo,
existían condiciones de energía comparables a un chispazo. Esto no había sido
proyectado en principio, pero la razón era muy clara. Llegó a un lugar donde la carretera
para Boulder Lake se ramificaba de la ruta que había estado siguiendo. Torció por ella,
andando a paso vivo.
Tres millas más hacia el lago, escuchó el ruido de un motor a sus espaldas. Se desvió
de la calzada y apretó el interruptor. Un camión de media tonelada apareció traqueteando
por la carretera. Fue acercándose cada vez más.
La munición que llevaba hizo explosión. El motor se paró y la camioneta cayó de
costado. Lockley no intentó aproximarse. Tal vez el chófer no habría muerto, y él no sería
capaz de dejar con vida, a sabiendas, a ningún individuo que estuviese asociado con los
captores de Jill. Se alejó del camión y continuó su marcha por la carretera.
Siete millas más arriba apareció un camión procedente de Boulder Lake. Lockley se
situó discretamente fuera de vista. Conectó su instrumento. Un cañón se desintegró en
medio de una estruendosa explosión. El camión quedó destrozado. Era interesante
observar que los motores de los vehículos solían pararse invariablemente cuando los
explosivos estallaban. Ello era, naturalmente, porque el aire ionizado es más o menos
buen conductor. En una nube de iones, las bujías sufren un cortocircuito y no salta la
chispa en el interior de los cilindros.
Hubo otro dos vehículos que intentaron pasar junto a Lockley (aunque sin saberlo) en
su camino hacia Boulder Lake. Ambos salían del parque. Los dejó destrozados junto a la
calzada. Mientras tanto, iba avanzando afanosamente hacia el lugar donde Vale había
comunicado el primero que un objeto había caído del cielo. ¿Cuántos días hacía de ello?
¿Tres..., cuatro?
A la sazón, Lockley había sido un ciudadano tranquilo y cortés, inclinado al pesimismo
respecto al futuro, pero muy considerado hacia los derechos de sus semejantes. Ahora,
había cambiado. Sólo sentía una emoción, un odio tal como jamás hubiera podido
imaginar. Este odio no tenía más que un motivo: tomar una completa y aniquiladora
venganza por lo que le habían hecho a Jill.
Continuó caminando. Tenía que recorrer más de veinte millas desde el comienzo del
parque. Y se veía obligado a ir a pie, porque tenía que cruzar zonas invadidas por los
rayos del terror, y los motores de los automóviles no funcionaban cuando operaba su
aparato detector. Era una diminuta figura entre montañas, marchando solitario por un
camino tortuoso, yendo decidido hacia la destrucción de los invasores del espacio exterior
y de los hombres que colaboraban con ellos para la conquista de la tierra. Para este
propósito llevaba el más extraño de los equipos: un artefacto fabricado con un transistor y
un rallador de queso.
Llevaba comida en los bolsillos, pero no podía comer. Durante la tarde se impacientó
con su peso y fue arrojándolo todo al suelo. Pero estaba sediento. Más de una vez se
arrodilló para beber en los arroyuelos sobre los que los constructores de la carretera
habían colocado pequeños puentes de cemento.
A las tres de la tarde un camión apareció detrás suyo. El joven iba andando entre dos
escarpados acantilados que le convertían casi en un enano. La carretera proseguía por
entre una hondonada de altos muros montañosos. No había sitio donde poder ocultarse.
Cuando oyó el motor, se detuvo y le hizo frente. El camión había recogido a varios
lesionados de los coches destrozados por la ruta. Algunos estaban malheridos. El camión
fue avanzando hasta llegar cerca del joven. Los esperó en calma, ya que no parecía
probable que llegasen a pensar que un hombre solo había provocado todas las
catástrofes. El chófer del camión, ni los heridos, indudablemente no habían pensado tal
cosa. Lockley parecía en realidad la víctima de otro accidente.
El camión aflojó la marcha. No había desconocidos en Boulder Lake. Había sólo la
fuerza humana que ayudada a los monstruos, tal como Lockley se había figurado. Así,
pues, el camión fue frenando, disponiéndose a recoger a Lockley.
A ciento veinticinco yardas del joven, las armas de la cabina del vehículo estallaron
violentamente. El motor se paró también. El camión salió disparado contra la cuneta. Dio
media vuelta y se inmovilizó.
Lockley dio media vuelta y siguió andando. Consideró con frialdad que estaba
completamente a salvo. No había quedado ninguna arma en buen estado a sus espaldas.
Les hombres también se hallaban malparados. No intentarían nada, aparte de procurar
informar sobre su situación, rogando ayuda. La comunicación podría ser efectuada por
radio, que no habría quedado destruida.
Media hora más tarde, Lockley comenzó a sentir la comezón que significaba que su
aparato le estaba protegiendo de un rayo del terror. La picazón duró muy poco j tiempo,
pero quince minutos después reapareció. A partir de entonces fue presentándose a
distintos intervalos. Cinco minutos, ocho, diez, tres, seis, uno. Cada vez el rayo hubiera
debido paralizarle, produciéndole intensos padecimientos. Un individuo sin aparato
protector habría tenido sus nervios destrozados por un tormento que aparecía tan
violentamente a intervalos imprevisibles.
Lockley trató de explicarse por qué esta aplicación del rayo desgastador de los nervios
no había sido empleado antes. Para cualquier individuo indefenso resultaría peor que un
dolor continuo. Ningún ser vivo podría resistirse a ninguna exigencia hallándose expuesto
a tales tormentos.
El rayo estaba siendo proyectado evidentemente a intervalos irregulares, y el fenómeno
duró hora y media. Cualquiera, excepto Lockley amparado por su nube de iones, hubiera
quedado reducido a un puro caso de histeria. Luego, de repente, cesaron las radiaciones.
Pero Lockley dejó su aparato en funcionamiento.
Transcurrida otra media hora — casi a las cinco —, pareció que los invasores
presumían que cualquier enemigo debía haber quedado inerme por completo. Enviaron
una expedición para averiguar qué les había sucedido a los vehículos en la carretera.
Lockley vio cuatro coches y una camioneta en cerrada formación, viniendo hacia él
desde el lago. Iban muy próximos entre sí para la mutua protección. Se movían
lentamente, como invitando al destino que había destruido a los otros.
Los comunicados por onda corta debían parecerles muy improbables, pero la
expedición iba equipada para investigar aquellos inverosímiles sucesos.
Los cuatro coches contenían cinco individuos cada uno. Cada cual iba armado con un
rifle conteniendo un solo cartucho en la recámara y ninguno en los cargadores. Los rifles
apuntaban al frente. Había más munición en la camioneta que seguía detrás, pero el
vehículo estaba blindado. Si la munición estallaba, no causaría ningún daño. En caso
contrario, podría usarse contra el único individuo mencionado por el conductor del último
camión destrozado.
Pero Lockley los veía venir. Trepó a un muro rocoso junto al camino hasta llegar a una
pequeña hondonada que se alejaba de la carretera. Se apostó en un lugar donde era
altamente improbable que le descubriesen. Esperó.
Apareció la caravana de coches. Rodó briosamente hacia Lockley, a unas treinta millas
por hora. Tal vez separaban unas diez yardas a cada coche, y algo menos a la camioneta
del último. Pasaron, todos los hombres alerta, a unos cuarenta pies por debajo de
Lockley.
No hizo nada. Tenía ya el aparato conectado. Vigiló en completa calma.
El coche en cabeza se detuvo como si se hallase delante de un muro de ladrillos,
mientras los rifles de su interior volaban en mil pedazos. El segundo coche chocó con el
primero, estallando sus rifles. El tercer coche. El cuarto. La camioneta se apelotonó sobre
los otros, al tiempo que toda la munición explotaba a la vez. El camión se convirtió en un
montón de hierros retorcidos. Lockley continuó por la hondonada. A partir de aquel
momento debía evitar la carretera. Calculó que llegaría a Boulder Lake media hora
después de anochecido. Pensó que por aquel entonces Jill llevaría más de doce horas en
poder de los invasores, y al menos diez en su cuartel general.
Antes de emprender la ascensión que le conduciría hasta los invasores, Lockley se
detuvo ante un arroyuelo. Bebió afanosamente.
Capítulo X
En el cielo apareció la luna nueva cuando los últimos colores del crepúsculo se
desvanecieron en occidente en medio de una algarabía de mortecinos tonos. El satélite
de la tierra arrojaba poca luz, no mucha más que las estrellas solas. Sin embargo,
ayudaría a Lockley mientras brillase. Conocía el terreno hasta Boulder Lake, pero no en
detalle. Y no sería prudente mostrarse abiertamente para destruir a los enemigos de su
nación.
Aprovechó la luz de la luna para su aproximación al lago por la ruta más impracticable.
Cuando el astro nocturno se ocultó tras las montañas, continuó ascendiendo,
deslizándose a veces peligrosamente, para luego descender y volver a subir, según las
exigencias del abrupto terreno. Su cerebro se hallaba absorto reflexionando lo que
debería hacer. Los coches dañados en la carretera habrían hecho comprender a los
invasores que podía causarles graves molestias. Adoptarían todas las precauciones
posibles para protegerse contra su ataque.
Era típico de Lockley imaginarse todos los obstáculos que podían ser acumulados en
su camino. Durante la última media hora de su agotadora travesía, por ejemplo, se vio
atormentado por una medida que sus enemigos podían emplear para enterarse de su
presencia. Si ellos, sencillamente, dejaban cartuchos de rifle en el suelo a intervalos de
veinticinco o cincuenta yardas, no podría cruzar aquella línea con su aparato conectado
sin volar dichos cartuchos. Era una medida muy posible, que le hizo sudar de
preocupación.
Pero era algo improbable. Para llevarlo a cabo, había que saber cómo operaba el
campo detonador y qué extensión tenía. Y esto sólo lo sabía Lockley. Por lo tanto nadie
podía emplear este medio defensivo contra él.
Fue abriéndose paso hacia la parte posterior de Boulder Lake, por entre los matorrales
y los peñascos. Poco después pudo dirigir la vista hacia su punto de destino. A derecha e
izquierda, masas rocosas estaban recortadas contra el cielo estrellado. Miró hacia el lago
y la playa donde el hotel debía ser construido, y a los distintos lugares donde los caminos
salían de la selvatiquez.
Había habido cambios desde la vez que él había estado examinando el puesto de
medición de Vale y antes de que el rayo del terror le hubiese capturado. Los catalogó
mentalmente, pero aquella visión le resultó intolerable. Todo lo que veía, allí donde la
humanidad creía que sólo anidaban unos monstruos del espacio, era obra de los
hombres. El furor se apoderó de él ante aquella vista. El odio. La ira...
En el resto del mundo se estaba experimentando una clase de emoción completamente
diferente sobre el asunto de los invasores. Los Estados Unidos habían anunciado a todo
el mundo que los científicos americanos y extranjeros, trabajando unidos, habían
solucionado el misterio del arma dejos seres espaciales. Habían logrado producir un
duplicado del rayo del terror. Era un arma no menos eficaz ni menos absoluta que la de
los invasores. Y asimismo había sido descubierta una completa defensa. Iba a ser
fabricada a toda prisa. Los experimentales generadores del antirrayo serían colocados en
posición adecuada para frustrar y derrotar a los monstruos que habían aterrizado sobre la
tierra. Destacamentos militares, protegidos por tales generadores, se dirigirían al alba
hacia Boulder Lake. Al concluir el día siguiente los monstruos estarían muertos o
prisioneros, y su nave espacial se hallaría indudablemente en manos de los científicos
para su estudio.
Además, los Estados Unidos proporcionarían armas defensivas a otras naciones. En
muy pocos, meses cada continente y cada nación de la tierra se hallaría equipada para
desafiar cualquier aterrizaje espacial que pudiese tener lugar. El mundo podría
defenderse por sí mismo.. Estaría equipado para ello. Y ésta era la resolución de los
Estados Unidos porque el mundo no podía coexistir medio libre y medio esclavizado por
los seres de un distante planeta. Las noticias procedían de todas las fuentes de
información. El arma espacial había sido comprendida y podía ser desafiada. Pronto todo
el mundo contaría con antirrayos. Era necesario que la Tierra estuviese preparada y lo
estaría.
Ésta fue la información que regocijó a todo el mundo, aunque todavía no permitió que
nadie se calmase porque los seres del espacio aún seguían ocupando una diminuta
porción de la Tierra. Pero la humanidad en peso deseaba la confirmación de las noticias
recibidas.
Lockley no sabía nada de tales noticias. Se estremecía de furia, porque lo que veía
ante él era tan asombroso como increíble.
No reinaba la oscuridad en el espacio que tenia debajo. Había brillantes focos
colocados en distintos lugares, iluminando una extensa zona. Y había unas cuantas
figuras a la vista. Pero lo que los focos le mostraron hizo rugir a Lockley de rabia y odio.
Los focos pertenecían a un tipo completamente terrestre. Había vehículos aparcados
en un espacio nivelado. Eran de fabricación humana. No había ninguna nave espacial en
el lago, sino un cohete de tres pisos de altura, listo para su disparo. Era de la clase
empleada por los humanos para situar a los satélites artificiales en órbita. Lockley incluso
conocía su denominación, y que empleaban los nuevos combustibles sólidos para su
propulsión.
En el cubil de los seres del espacio exterior no había nada extraño. No había nada a la
vista que fuese raro, ni extraterrestre. Y Lockley produjo unos gruñidos inarticulados
porque vio con absoluta claridad que en aquel lugar nunca había habido nada procedente
del espacio exterior.
No había monstruos. Nunca los había habido. Y la verdad era todavía más
enfurecedora que la decepción.
Porque esto sólo podía significar la muerte del mundo. Esto era un intento de librar la
última guerra en la tierra. Los hombres habían fingido ser seres espaciales para que
América luchase contra unos fantasmas, mientras su gran rival militar pretendía ayudarla,
a la vez que la apuñalaba por la espalda.
Naturalmente, era completamente lógico. Un ataque admitido mediante los rayos del
terror en forma de rayos de la muerte, habría aparejado consigo una réplica por parte de
América. Contra un gran enemigo humano, los cohetes podían rodear la tierra para caer
sobre las ciudades del enemigo, convirtiéndolas, a ellas y a sus habitantes, en gas
incandescente. Un ataque por parte de los humanos y sobre los humanos significaría la
última guerra de la tierra, en la que toda la humanidad podía perecer. Ningún triunfo
previsible al principio podía impedir una completa respuesta. Pero si el ataque parecía
proceder del espacio, las armas y el valor de los americanos se malgastarían contra unos
seres que no eran más que fantasmas.
Lockley avanzó unos pasos. Sólo él estaba enterado de la verdadera situación. Incluso
la venganza por Jill debía ser dejada a un lado, si deseaba emprender una temeraria
acción contra aquel estado de cosas. Pero no. Una plena y terrible venganza requería una
acción fría y premeditada. Y Lockley comenzó a descender, dispuesto a llevarla a la
práctica.
Empezó por arrastrarse hacia los focos, no queriendo darse por enterado de que
existían algunas lagunas en su imagen de la escena total. Por ejemplo, aquellas luces
podían ser detectadas por un avión. Aquel hecho no se le ocurrió a Lockley. No se paró a
considerar que el camuflaje del enemigo no tenía utilidad alguna en lo que a la
observación aérea se refería. No pensó en ello. Siguió avanzando.
Se acercó a la zona iluminada. No andaba, se arrastraba. Empezó a prestar atención a
los sonidos. Si pudiese acercarse lo bastante al cohete para hacer estallar sus depósitos
de combustible sólido...
Esto sería a la vez una venganza y un acto expeditivo. Si el combustible estallaba,
aniquilaría el campamento. Destruiría a todos los seres vivos allí presentes. Pero habría
fragmentos de la explosión. Habría cadáveres. Habría restos. Y aquellos cadáveres y
aquellos restos serían inequívocamente humanos. La última guerra no podría ser evitada,
pero al menos sería librada contra el verdadero enemigo de América y no contra unos
monstruos imaginarios.
Valía la pena morir para conseguirlo. Pero Jill...
El avance de Lockley era penosamente lento, pero necesitaba que así fuese.
Escuchaba atentamente.
Oyó el débil rumor de los aviones sobrevolando el lago. Estaban muy altos. Había
zumbidos de insectos. los gritos de los pájaros nocturnos y el susurro de la brisa entre los
árboles.
Hubo otro sonido. Uno nuevo. Era inexplicable. Era un murmullo extraño e intermitente.
Tenía cierto ritmo irregular, un ritmo familiar.
Continuó arrastrándose.
A su izquierda se produjo un súbito movimiento. Luego se paró. Podía ser un individuo
de vigilancia que había simplemente mudado de posición. Lockley se inmovilizó y luego
prosiguió con mayor precaución. Palpaba el suelo ante él, en busca de ramitas que
podían crujir bajo su peso.
El murmullo continuaba. Lockley se dio cuenta d? que era una voz humana. Era
potente y con tonos armónicos, pero aún demasiado débil para que pudiera distinguir una
sola palabra.
Cruzó una leve prominencia con matorrales. Éstos crecían en apretados grupos y tuvo
que rodearlos con prudente cautela.
El murmullo cambió y prosiguió. Lockley se apretó contra el suelo. Los hombres
pasaban un centenar de pies más abajo. Les veía silueteados contra los iluminados
coches y camiones aparcados, y en el espacio existente en torno al enorme cohete. No
llevaban rifles, y seguramente ninguna clase de armas. La marcha de Lockley por la
carretera les había advertido del inútil usó de las armas, al menos a corta distancia. Ahora
estaban esperándole. Quizás aquellos individuos iban a relevar a otros vigías de la colina.
Vio a otros tipos. Parecían moverse incansablemente por la zona iluminada.
El murmullo era ya más alto. Podía casi entender las palabras. Avanzó otras cien
yardas hacia el cohete y la voz cambió otra vez. Entonces quedó asombrado. ¡La voz le
estaba llamando! ¡Le llamaba por su nombre!
«¡Lockley, Lockley! ¡No haga ninguna locura! ¡Todo puede explicarse fácilmente!
¡Reconocerá mi voz! ¡Habló conmigo por teléfono desde Serena!»
Lockley reconoció la voz. Era la del general que había sonado pomposa e indignada, al
negarse a escuchar las declaraciones de Lockley. Ahora, surgiendo de los altavoces
esparcidos por todo el lugar y resonando por los acantilados, era la misma voz pero con
inflexiones más persuasivas y aplacadoras.
«Usted me sorprendió — continuó la voz crispadamente —. Descubrió que había seres
humanos mezclados en este asunto. Era importante lograr el factor sorpresa. Intenté
intimidarle, lo cual fue un error. Mientras estaba hablando con usted, sus sospechas
fueron comunicadas por radio por el conductor del remolque. Quise amedrentarle. Usted
no es un tipo que se deje asustar con facilidad. Pero todo puede ser explicado. ¡Todo!
¡Aquí está Vale para demostrarlo!»
Hubo un instante de pausa. Entonces la voz de Vale surgió por los altavoces.
«Lockley, soy Vale. Todo es un engaño. Había un buen motivo para ello, pero tú
tropezaste con los hechos. Había razones para mantenerlo todo en secreto. Ni siquiera se
lo dije a Jill. Esto no es una traición, Lockley. ¡No somos traidores! Sal y te lo explicaré
todo. Aquí está Sattell.»
Y la voz de Sattell resonó por las colinas:
«¡Vale tiene razón, Lockley! No supe lo que se tramaba. Me engañaron como a todos.
¡Pero todo está bien! ¡Todo está perfectamente bien! Cuando comprendas esto
entenderás que tenías que ser engañado tal como lo fui yo. Acércate y todo te será
explicado a tu entera satisfacción, te lo prometo.»
Lockley hizo una mueca. ¿Cómo se hallaba Sattell allí? ¿Y el general al mando del
cordón? Y aún más, ¿por qué le llamaban por su nombre en vez de intentar matarle?
¿Por qué había centinelas en las colinas si tan ansiosos estaban de explicárselo todo y no
de asesinarle? ¿Cómo podían esperar engañarle, cuando Jill...
Hubo una pausa y entonces llegó lo que evidentemente consideraban un mensaje
decisivo. Era la voz de Jill, agotada y desesperada.
«Por favor, salga y escuche! Venga, por favor, y deje que se lo expliquen todo. Pueden
hacerlo. Yo lo comprendo y les creo. Es verdad. No es una traición... Le... le ruego que
venga y permita que le expliquen por qué ha sucedido todo esto...»
No pudo terminar. Estaba temblando. Su voz estaba tensa. Enronquecida. Y Lockley
maldijo, iracundo. Entonces la voz continuó:
«¡Lockley, Lockley! ¡No haga ninguna locura! ¡Todo puede explicarse fácilmente!
¡Reconocerá mi voz! ¡Habló conmigo por teléfono desde Serena!»
La voz repetía, palabra por palabra e inflexión por inflexión, exactamente lo que había
dicho antes. Las otras voces siguieron por el mismo orden. Habían sido grabadas.
En la condición en que se encontraba el cerebro de Lockley, la grabación alejó toda la
autoridad de las voces. Jill, en particular, sonaba como si hubiese sido torturada para
quebrantar su voluntad y obligarla a decir lo que sus captores deseaban. No había podido
intercalar ningún aviso, porque la habían forzado a repetir y repetir el mensaje, hasta que
sus captores habían quedado satisfechos.
Ahora todo esto quedaría vengado. Todo en absoluto. Y Jill le quedaría eternamente
agradecida, aunque no volviesen a verse nunca más; agradecida por la monstruosa
explosión que limpiaría aquel lugar de todo ser vivo.
Lockley, de pronto, vio un método por el que su venganza podía quedar algo
aumentada. Incluso resultaría más satisfactoria y justa. Oculto en los matorrales mientras
las voces repetían infatigablemente su grabada persuasión, fabricó un sencillo
instrumento. Lo anexionó al aparato que llevaba. Si su mano lo asía con firmeza,
funcionaría. Si su mano lo soltaba, también. Por tanto, si conseguía situarse a ciento
veinticinco yardas del cohete, podría dejarse ver y permitirles saber lo que les aguardaba
y por qué.
Con infinita paciencia llegó a un lugar casi cerca del círculo de guardias desarmados,
junto al cohete. Esperó, i Los centinelas vigilaban atentamente. No les gustaba proteger
una cosa sin armamento. Estaban nerviosos. Los, interminables y repetidos mensajes
habían destrozado sus nervios.
Su tensión hacía que el truco más viejo del mundo, sirviese para los propósitos de
Lockley. Arrojó una piedra desde un lugar muy oscuro. Pegó y rebotó contra otra piedra,
yendo a parar dentro de un matorral distanciado de Lockley. Todos los centinelas se
precipitaron a aquel lugar para apresar al sujeto desconocido, causante del ruido.
En sus prisas se atropellaron, chocando unos contra otros.
Y Lockley cortó, y una voz chilló aterrada. Entonces Lockley se situó de espaldas a la
base del cohete, blandiendo el rallador de queso burlonamente y gritó.
Se produjo un completo silencio. Sólo continuó resonando la voz monótona de los
altavoces. Le tocaba a la de Sattell.
«...todo está bien! ¡Todo está perfectamente bien! Cuando comprendas esto
entenderás que tenías que ser engañado tal como lo fui yo. Acércate y todo te será...»
Alguien cortó la grabación. Hubo un momento de indecisión y luego un individuo de
uniforme con dos estrellas de general en sus hombreras avanzó y se enfrentó con
Lockley.
—¡Ah, Lockley! — exclamó vivamente —. ¿Éste es el aparato que destruye los coches
y hace estallar la munición, eh? ¿Piensa volar el cohete?
—¡Voy a intentarlo! — exclamó Lockley —. Escuche — mostró cómo cualquier cosa
que intentasen hacerle sólo serviría para que apretase antes el interruptor de conexión —.
Quería que lo supieseis antes de volarlo todo! ¿Dónde está Jill? ¿Jill Holmes? Uno de
vuestros coches la apresó y la trajo aquí. ¿Dónde está?
—La enviamos al campamento — respondió el general — para el caso de que usted
consiguiese llegar hasta aquí, e intentase hacer lo que intenta. En otras palabras, está a
salvo. Aunque no tardará en venir. Se le notificará su llegada aquí... si el cohete no
estalla.
Lockley apretó los dientes.
—¡Dejaremos esto bien arreglado antes de que ella llegue!
Apareció Vale. Avanzó y se colocó al lado del general.
—Realizamos un trabajo que es demasiado perfecto, Lockley — dijo bruscamente —.
Ensayé mi parte hasta que salió perfecta. ¿Qué te hizo sospechar, Lockley? ¿Te diste
cuenta de que mantuvimos enfocado el agrimensor para que pudieses oírlo todo hasta el
final? Esto nos ha tenido muy preocupados.
Los faros de un coche iluminaron una ladera.
—Como ves — continuó Vale —, tuvo que ser realizado de este modo. Sattell lanzó
una maldición cuando se lo explicamos. Pensó que había cometido una tontería.
Pero hay cosas que no pueden realizarse honradamente.
Lockley se sentía físicamente enfermo. Jill había estado — todavía lo estaba —
prometida a Vale. Había estado angustiada por él. Le había sido leal. ¡Y Vale estaba
ayudando a los invasores! Abrió la boca para hablar con amargura, cuando apareció
Sattell.
Se alineó junto al general y Vale.
—También me engañaron, Lockley — exclamó con amargura —. Pero todo va bien.
Tenían que hacerlo. Pensaron que te habían engañado. Aquellos tres obreros que
estuvieron contigo en el depósito de basura el otro día, afirmaron que habías sido
engañado. ¡Y pertenecían al servicio secreto!
—¿Eres muy convincente, verdad? — rugió el joven —. Pero...
—Créeme — le atajó Sattell —. Piensas que me he unido a una pandilla de espías y
traidores. Piensas que...
Subrayó con precisión exactamente lo que Lockley pensaba: que aquellos monstruos
fantasmas debían tener entretenida a América mientras otra nación la asesinaba por la
espalda. Era una acertada pintura de lo que pensaba Lockley.
—¡Pero estás equivocado! — insistió Sattell —. ¡Éste es un pequeño truco para nuestra
nación y para la seguridad de todo el mundo! ¡Es un truco para contrarrestar
precisamente lo que acabo de describirte!
Los lejanos faros se iban acercando. Pero ningún coche podía llegar desde el
campamento con tanta rapidez.
—Lo cierto es — añadió el general — que nuestros espías nos/han informado de que
otra poderosa nación ha desarrollado este rayo que ahora estamos mostrando a todo el
mundo. Nosotros también lo poseemos. ¡Y no podíamos usarlo, pero ellos sí quieren! Y si
no lo empleasen contra nosotros, lo usarían en cualquier sucio truco de emergencia.
Conque fraguamos esta invasión para persuadir a todos los países de la tierra a armarse
contra este terrible instrumento. ¡Sólo una invasión por los monstruos del espacio
justificaría ese armamento, a los ojos de algunos políticos. ¡Naturalmente, se armarán
también contra nosotros... como contra los demás.
Hablaba casi con indiferencia. Una mirada al semblante de Lockley le habría dicho que
la persuasión no servía de nada.
—Este truco, con la defensa que intentábamos revelar — añadió el general —,
significaba que un arma completamente aborrecible no sería usada jamás, ni para
empezar ni para acabar una guerra. Tal vez jamás llegue a producirse una guerra por
haber dicho que hay monstruos volando por el espacio...
Lockley tenía la confusa impresión de que estaba soñando aquella escena. ¡No era
ésta la manera como las cosas tenían que ocurrir! ¡No, esto no era cierto! Cuando
apretase o soltase el improvisado interruptor en su mano, el cohete que tenía a sus
espaldas desaparecería en una monstruosa llamarada, y él y los tres individuos que le
estaban haciendo frente se desvanecerían, y volvería a abrirse un cráter en el lago, y
volarían los desvencijados coches por el aire...
—Era un trabajo interesante — siguió Vale —. El Ejército arrojó un centenar de
toneladas de explosivo en el lago. Los dos radares que comunicaron la presencia de una
nave espacial en el espacio exterior, estuvieron a cargo de dos individuos nombrados
especialmente para dicha ocasión, los cuales recibieron órdenes directas del Presidente.
Elegimos un día con el cielo encapotado; los operadores del radar insertaron sus
grabaciones falsificadas y enviaron sus reportajes; y el Ejército hizo estallar los explosivos
del lago. A partir de entonces, había que utilizar el rayo del terror.
—Debo subrayar — agregó el general, sin alterarse — que no ha perdido la vida ningún
ser humano por todo lo que hemos hecho. ¿Cree que los espías se mostrarían tan
cuidadosos?
—Están ustedes arguyendo — replicó Lockley —. Desean que crea en ustedes. ¡Pero
está Jill! ¿Qué le ha ocurrido? ¿Cómo le hicieron grabar la cinta? ¿Dónde está? ¡Ella no
me dirá que todo va bien!
Los faros barrieron la zona iluminada. El coche se detuvo.
Jill apareció a la vista de Lockley. Le vio de pie contra la base del cohete. Corrió hacia
él.
Se paró al llegar a la altura del general, Vale y Sattell. Parecía agotada y
desesperadamente angustiada.
—¿Qué le han hecho? — preguntó Lockley con fiereza.
Ella sacudió la cabeza.
—Na... nada. No podía permanecer en el campamento cuando estaba segura de que
usted intentaría ayudarme. Por esto vine. No sé todavía lo que le han contado, pero es la
verdad. Nos han engañado, como tenían que engañar al mundo entero. ¡Créalo! ¡Por
favor, créalo!
—¿Qué le han hecho? — repitió con furia.
—¿Qué le han hecho al mundo? — exclamó Jill —. Han hecho que todas las naciones
consideren a la nuestra como los verdaderos defensores de la libertad. ¡Y lo somos! ¡Han
hecho que todo el mundo esté preparado para combatir contra los monstruos si se
presentan, y para luchar contra los hombres que intenten esclavizarnos con el rayo del
terror o de cualquier otra clase! ¿Habrían hecho esto unos traidores?
Lockley sabía que tenía que decidirse. Era la suya una insoportable responsabilidad.
No estaba convencido, ni siquiera ahora por Jill. Pero tampoco estaba seguro de tener
razón.
—¿Por qué no me matan? — preguntó —. Podrían matarme a distancia. No tenían que
acercarse tanto para hablarme. ¿Si el cohete estallase, que importaría todo?
—Usted consiguió una protección contra el rayo del terror — contestó el general —.
También nosotros. Pero nuestras defensas pesan dos toneladas. La suya no constituye
ninguna carga. Y... — sus ojos se posaron sobre el rallador de queso que Lockley llevaba
al hombro — y la suya hace detonar los explosivos. ¡Si pudiésemos equipar al mundo con
esto, Lockley, habríamos conquistado la paz!
Lockley pensó en una prueba decisiva. Hizo una mueca.
—¿Quieren que me arriesgue a ser un traidor? De acuerdo, ¿qué se me ofrece?
El general se encogió de hombros, centelleantes los ojos. Vale extendió las manos.
Sattell maldijo. Jill se humedeció los labios. Lockley se volvió hacia ella.
—Usted quiere hacerme creer — le dijo agriamente —. ¿Qué me ofrece usted si yo les
entrego a estos hombres, que usted asegura que son leales y no son espías ni traidores,
mi invento? ¿Qué me ofrece?
La joven le miró con fijeza. Luego dijo serenamente:
—Nada.
Lockley vaciló todavía, un largo instante. Pero había sido la respuesta adecuada. Nadie
que hubiese sido comprado, sobornado o amedrentado para convertirlo en traidor habría
contestado así.
—Éste — contestó Lockley —, por extraña coincidencia, es precisamente mi precio.
Arrancó un cable. Luego tendió la combinación del rallador con el transistor al general.
—Le explicaré más tarde cómo funciona — dijo fatigadamente —, si no he cometido
una equivocación...
Después de algún tiempo, el general se le acercó. Lockley estaba ya convencido. La
reacción de los hombres que habían estado de guardia y los conductores de camión era
concluyente. Le contemplaron con cierto respeto cordial, lo cual no hubiese sido la
reacción de unos invasores o unos traidores.
—Hemos estado examinando este pequeño instrumento, Lockley — le dijo el general
alegremente —. ¡Es perfecto para nuestros propósitos! Mucho mejor que un generador de
dos toneladas para la interferencia y destrucción del rayo del terror. ¡Maravilloso! ¿Y sabe
lo que significa? Con la creencia mundial de que hemos sido atacados desde el espacio y
nuestra gran demostración de haber vuelto a apoderarnos de Boulder Lake...
—¿Cómo solucionarán ésto? — preguntó Lockley sin gran interés.
—El cohete — le explicó el general —. Cuando las tropas penetren en Boulder Lake, el
cohete despegará. Hacia el espacio exterior. Y diremos que los invasores se alejan por
haber descubierto que su arma ya es inútil y que empezábamos a dominarles.
—¡Oh! — exclamó Lockley sencillamente.
—¡Pero lo verdaderamente maravilloso es su artefacto! — alabó el general —. Pueden
ser fabricados por miliares. Y me han dicho que a un precio ridiculamente barato. Todo el
mundo querrá uno, y nosotros los venderemos. ¡Ningún gobierno podrá impedirlo! ¡Ni
siquiera Rusia! ¿No lo ve, Lockley?
Lockley sacudió la cabeza. Tenía tendencia a contemplar siempre el lado pesimista de
las cosas. Y el futuro no le parecía excesivamente brillante.
—¿No lo ve? — repitió el general, sonriendo —. Detona los explosivos, ¿entiende? ¡No
hay ningún mal en ello! Donde los explosivos sean fabricados con fines industriales, habrá
que cuidar sólo que ese aparato no quede conectado demasiado cerca. En nueve
décimas partes del mundo, además, no se permite a los civiles el uso de armas. ¡Pero
imagínese las consecuencias!
Lockley estaba agotado. Asqueado consigo mismo. El general sonrió de oreja a oreja.
—¡Cuando estos aparatos se distribuyan, ni la policía secreta podrá ir armada! ¿Qué
valdrán entonces los dictadores? ¿Qué valdrán los soldados? La guerra fría terminará,
Lockley, porque no podrá haber un ejército conquistador en el sentido moderno. Los
tanques no podrán correr. Los coches se pararán. Y los cañones... Una invasión tendría
que ser realizada con transporte animal y las tropas armadas con lanzas y flechas. ¡Esto
significa el desarme, Lockley! ¡La consumación de algo tanto tiempo deseado! Ahora
empiezo a pensar que podré alcanzar una edad madura. ¡Nunca me había atrevido a
pensarlo antes!
Lockley consiguió conversar con Jill. La joven estaba avergonzada. Tal vez angustiada.
Lockley pensaba que no había casi nada que decir, ahora que Vale estaba vivo y ella ya
no corría ningún peligro. Le alargó la mano para despedirse.
—Creo... — baubució ella con cierta dificultad —, creo que debo decirle que ya... ya no
estoy prometida. Le... le dije que no quería casarme con una persona cuyo trabajo deba
ser un secreto para mí.
Lockley se quedó inmóvil.
—¿No piensa casarse con Vale? — le preguntó con incredulidad.
—No... ooo — repuso ella, muy nerviosa —. Esto le dije.
Lockley tragó saliva con dificultad.
—¿Qué contestó él?
—No... no le gustó. Pero lo comprendió. Le expliqué las cosas. Y dijo... dijo que le
felicitaba a usted.
Lockley hizo un ademán apropiado. Ella sollozó suavemente, estrechada entre los
brazos del joven.
—Temía tanto que tú no... que tú no... Lockley adoptó las medidas más convenientes
para consolarla y asegurarle que él sí quería, para siempre y eternamente y... Mucho
después, él le preguntó con interés:
—¿Qué dijiste a Vale cuando él te rogó que me felicitases?
—Le dije — replicó Jill — que lo haría si todo salía según mis deseos. Y así ha sido. Te
felicito, querido. ¿Y ahora, no me felicitas tú a mí?
El cohete despegó y se alejó hacia el vacío. Era ya el amanecer y en aquellos instantes
comenzaron a propalarse las noticias de la ocupación por parte del ejército de la zona de
Boulder Lake. Cuando la humanidad se despertó aquella mañana, quedó informada de
que los monstruos del espacio habían regresado a su planeta, frustrados en sus
intenciones por la inteligencia de los científicos terrestres. Un destacamento especial se
encargó del lago. Era curioso que el mismo parecía haber estado ya allí cuando fue
formulada la pregunta. Era muy raro que no hubiese quedado a la orilla del lago ninguno
de los extraños artefactos que los invasores debían haber traído consigo a la tierra.
Pero había recuerdos. Los últimos boletines comunicaron que los Estados Unidos
estaban intentando producir en gran cantidad unos pequeños aparatos que desafiarían al
rayo del terror, los cuales podrían ser repartidos por todo el mundo. ¡No podía
demostrarse una mayor amistad! Los Estados Unidos también proponían una amplia
alianza mundial para la defensa contra los futuros ataques llevados a cabo por los
monstruos del espacio, con armamento común y una completa colaboración de los
gobiernos.
El mundo debía unirse contra los monstruos. Y la gente, en una postura defensiva
contra los enemigos procedentes de las estrellas, no combatirían entre sí.
Y había algunas personas que estaban sumamente complacidas. Conocían las
posibilidades de los pequeños ar tefactos, que serían producidos en el tamaño de los
paquetes de cigarrillos. Sabiendo lo que podían hacer, esperaban muy interesados para
ver qué iba a suceder en ciertas naciones cuando su policía secreta no pudiese llevar
armas de fuego y los soldados solamente pudiesen disparar flechas y lanzas.
Sí, esperaban muy interesados...
FIN
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