EL SER
Se cernía en las tinieblas; la corteza metálica fulguraba tenuemente en silencio, impulsada hacia arriba por fuerzas antigravitatorias. La mortaja de la noche cubría el planeta alejado de la luna. Abajo, en la región cubierta por las sombras, un animal contemplaba con ojos desorbitados la fosforescencia mortecina de la esfera suspendida en lo alto. Contracción de músculos. Sordo tamborilear de garras que huyen sobre la superficie dura de la tierra. Otra vez el silencio solitario, rasgado apenas por el susurro del viento Horas. Horas negras en su lenta metamorfosis, al gris primero y después a un rosado difuso. Moteada por los primeros rayos solares, la esfera metálica resplandecía con un suave fulgor ultraterreno.
Fue como introducir la mano en un horno ardiente.
—¡Oh, Dios mío, cómo quema! —dijo él con una mueca, y volvió a posar la mano sobre el volante húmedo de sudor.
—Es tu imaginación —dijo Marian.
Estaba aplastada contra las fundas de plástico recalentado que cubrían el asiento. Un kilómetro atrás había asomado los pies por la ventanilla, sin quitarse las sandalias. Tenía los ojos cerrados, y el aliento entrecortado se escapaba entre sus labios resecos. El viento cálido le abanicaba la cara, desordenándole los cortos cabellos rubios.
Se retorció incómoda, mientras tironeaba del angosto cinturón de los shorts.
—No hace calor —afirmó—; está tan fresco como un oasis.
—¡Ojalá! —masculló Les.
Se inclinó levemente hacia adelante y la camisa húmeda, pegada a la espalda, le hizo rechinar los dientes.
—El peor mes para conducir —refunfuñó.
Habían partido de Los Angeles, tres días antes, rumbo a Nueva York, para visitar a la familia de Manan. Desde el principio, las temperaturas habían sido verdaderamente tropicales; después de tres días de calor bochornoso, estaban sin energías.
Por otra parte, el ritmo que se habían impuesto no contribuía a mejorar las cosas. Seiscientos kilómetros por día, teóricamente no parecían excesivos; pero en la práctica conducir a esa velocidad era un verdadero martirio. Había que viajar por desvíos polvorientos, levantando nubes de tierra por los tramos de caminos en reparación, cubiertos de baches, y tratando de no sobrepasar los treinta kilómetros por hora para no quebrar un eje ni desnucarse; y cada media hora, más o menos, debían ascender largas cuestas empinadas que ponían el agua del radiador casi en el punto de ebullición. Después se veían forzados a esperar largos minutos ―en medio del calor sofocante― para que el motor se enfriara, ayudándolo, a veces, con un poco del agua que llevaban para ellos. No había más remedio que sentarse a esperar en medio de aquel horno.
—De este lado ya estoy listo, dame vuelta —dijo Les, sin aliento.
—Ja, ja —repuso Marian en voz baja.
—¿Queda un poco de agua?
Marian extendió la mano izquierda para levantar la pesada tapa de la nevera portátil. Tanteó en el fresco interior hasta encontrar el termo y lo sacudió.
—Vacío —anunció, con un gesto de desaliento.
—Como mi cabeza —agregó él, en tono disgustado—. ¿Cómo acepté esto de conducir hasta Nueva York, en pleno mes de agosto?
—Bueno, bueno, basta ya —contestó ella, perdiendo el deseo de bromear—. No te acalores.
—Maldición —replicó Les ásperamente—. ¿Cuándo volverá este infernal desvío al maldito camino?
—Maldito, maldito, maldito —repitió ligeramente el eco femenino.
Él no replicó, pero sus manos se crisparon con fuerza sobre el volante.
Llevaban horas viajando por ese maldito camino, apartados de la ruta, que estaba en reparación, debido a un solo letrero: “Ruta 66 - Desvío”. Después de haber cruzado más de cinco intersecciones en menos de dos horas, ya ni siquiera estaban seguros de encontrarse en el camino correcto. Apresurados por dejar atrás el desierto, no habían prestado demasiada atención a las señales de los cruces.
—Querido, allí hay una estación —dijo Marian—; quizá nos den un poco de agua.
—Y nafta, de paso —agregó él, mientras miraba la aguja del indicador—. Y alguna indicación para volver al camino.
—Al maldito camino —agregó ella.
El asomo de una sonrisa cambió apenas la expresión de Les, mientras se desviaba del sendero. Detuvo el coche frente a dos bombas de gasolina con la pintura descascarada, plantadas frente a una casucha precaria.
—Este lugar se las trae —dijo él, sin ningún entusiasmo.
—Para gente de categoría —agregó Marian, volviendo a cerrar los ojos y respirando agudamente con la boca abierta.
Nadie salió de la casita.
—Por favor, no me digas que está abandonada —dijo Les, disgustado, después de echar una mirada alrededor.
Marian abrió los ojos y bajó sus largas piernas.
—¿No hay nadie por aquí? —preguntó.
—No parece —dijo Les.
Abrió la portezuela, arriesgándose a salir. Cuando se puso de pie, un gruñido involuntario le sacudió el cuerpo y sintió que se le aflojaban las rodillas. Era como si lo hubieran sumergido en un baño caliente.
—¡Dios mío! —exclamó, apartando la vista de las reverberaciones oscuras que le lamían los tobillos.
—¿Qué sucede?
—¡Este calor! —respondió.
Cruzó el pedazo de tierra caliente y resquebrajada y pasó entre las dos bombas, que lucían sus manijas herrumbradas, para llegar a la puerta de la casita. Y no hemos hecho siquiera un tercio del camino, murmuró tristemente para sí.
A su espalda, Marian cerró la portezuela con un golpe seco; Les oyó el rumor de sus sandalias sobre el suelo.
La sensación de frescura que se desprendía de la oscuridad duró sólo un segundo. En seguida el aire húmedo y viciado envolvió a Les, haciéndole bufar de disgusto.
La casita estaba desierta. El reducido espacio incluía una mesa ―cuyas patas desparejas sostenían una superficie llena de cicatrices―, una silla sin respaldo, y un surtidor de Coca Cola cubierto de telarañas; sobre la pared, almanaques y listas de precios. Un raído visillo cubría la ventana hasta el marco inferior, dejando pasar una luz mortecina a través de sus numerosas rasgaduras.
Retrocedió hacia la puerta, haciendo crujir las maderas del suelo.
—¿No hay nadie? —preguntó Marian.
Él negó con la cabeza. Por un momento se miraron sin expresión. Ella se enjugó la frente con el pañuelo húmedo.
—Bueno, ¡adelante! —dijo, en tono agrio.
En ese momento se escuchó el matraqueo de un coche por el desparejo sendero que iba desde el camino al desierto. Alejándose unos pasos de la casita, divisaron un viejo camión remolcador de fabricación casera, que se acercaba ruidosamente a la estación, en una línea no muy recta. A lo lejos, más allá del camino, sobresalía la baja silueta de la casa de donde había salido.
—Llegan socorros —dijo Marian—. ¡Ojalá que traigan agua!
Mientras el camión frenaba con un chirrido junto a la casita, pudieron ver la cara quemada por el sol del hombre que conducía. Era un individuo de treinta y tantos años, de aspecto hosco, vestido con una camisa y un mono azul desteñido cubierto de remiendos. Por debajo del sombrero manchado de grasa asomaban unos mechones de cabello largo y lacio.
El gesto que les hizo al salir del camión no fue una sonrisa. Fue algo parecido a una contracción nerviosa de la inexpresiva boca, de labios delgados. Se acercó a ellos en varios trancos espasmódicos, paseando la mirada del uno a la otra.
—¿Quieren gasolina? —preguntó a Les, con voz dura y ronca.
—Sí, por favor.
Por un momento, el hombre miró a Les como si no comprendiera. Luego, se dirigió al Ford con un gruñido, sacando la llave de la bomba del bolsillo posterior del mono. Al llegar frente al guardabarros delantero echo un vistazo a la matrícula.
Trató de desenroscar la tapa del tanque de gasolina con sus dedos callosos, y se quedó mirándola estúpidamente.
—Tiene llave —le explicó Les, apresurándose a alcanzárselas.
El hombre las tomó en silencio y abrió la cerradura. Sacó la tapa y la colocó sobre el cierre del portaequipajes.
—¿Quiere común? —preguntó, levantando la mirada, oculta por las anchas alas del sombrero.
—Sí —contesto Les.
—¿Cuánto?
—Puede llenarlo.
El hombre posó apenas la mano sobre el capot ardiente y la retiró con brusquedad, dejando escapar una exclamación. Sacó un pañuelo y se envolvió la mano para levantar el capot. Al desenroscar la tapa del radiador, el agua hirviente salió en espumarajos, derramándose sobre el suelo reseco entre nubes de vapor.
—Lo único que faltaba… —murmuró Les para sí.
El agua de la manguera estaba casi a la misma temperatura. Mientras Les la aplicaba al radiador, Marian se acercó y puso el dedo en el líquido que salía en lentos borbotones.
—¡Oh, Dios! —exclamó, desilusionada. Mirando al hombre del mono, preguntó—: ¿No tiene un poco de agua fresca?
El hombre permanecía con la cabeza inclinada, apretada la boca en una línea estrecha y las comisuras hacia abajo. Marian volvió a repetir la pregunta, sin obtener respuesta.
—El clásico arizoniano de sangre de horchata —susurró a Les, y se acercó al hombre para preguntarle—: Disculpe…
Él levantó la cabeza, sobresaltado, revelando de pronto el brillo oscuro de sus ojos.
—¿Sí, señora? —dijo rápidamente.
—¿Nos podría conseguir un poco de agua fresca, para beber?
El grueso pellejo de la garganta se estremeció.
—Aquí no hay, señora —dijo—, pero… ―la voz se le quebró, y continuó mirándola sin expresión—. Ustedes son de California, ¿no es cierto? —preguntó.
—Así es.
—Van… ¿muy lejos?
—A Nueva York —contestó ella, con impaciencia—. Pero, ¿no es posible que tenga…?
—Nueva York —repitió el hombre—. Bastante lejos ―sus desteñidas cejas se unieron en medio de la frente.
—¿Qué pasa con el agua? —insistió Marian.
—Bueno… —respondió él, haciendo un esfuerzo por sonreír—. Aquí no hay, pero si quieren ir hasta mi casa, mi mujer les dará agua.
—Ah, menos mal —dijo Marian encogiéndose levemente de hombros.
—Mientras mi mujer les trae el agua, pueden ver el zoológico que tengo —dijo el hombre, agachándose junto al guardabarros para comprobar si el tanque se estaba llenando.
—Tenemos que ir a su casa para conseguir agua —anunció Marian a Les, que revisaba una de las baterías.
—¿Qué? Oh, está bien.
El hombre desconectó la manguera y volvió a tapar el tanque de nafta.
—Así que Nueva York, ¿eh? —repitió, mirándolos.
Marian asintió con una sonrisa amable. Les bajó el capot y la pareja entró en el coche para seguir tras el camión hasta la casa.
—Tiene un zoológico —dijo Marian, inexpresiva.
—Qué bien —repuso Les, poniendo en marcha el coche para bajar la suave pendiente.
—Me enfurecen —dijo Marian.
Habían visto docenas de esos zoológicos desde que salieron de Los Angeles. Por lo general, se encontraban cerca de las estaciones de servicio, para atraer clientes. Casi sin excepción, eran colecciones lastimosas: pequeñas jaulas áridas en las que tiritaba algún zorro enflaquecido, cuyos apagados ojos completaban el aspecto enfermizo. Unas cuantas serpientes se enroscaban aletargadas y, tal vez, algún águila con las plumas apolilladas miraba hacia abajo desde una jaula. Por lo general, en medio de esa exhibición denominada pomposamente zoológico había alguno que otro lobo, o un coyote encadenado, lastimosa bestia que recorría constantemente el mismo círculo determinado por la cadena. Nunca miraban a la gente; los ojillos enrojecidos vagaban siempre hacia adelante, indiferentes, mientras el animal caminaba incesante, las patas delgadas como palos.
—Los detesto —dijo Marian, con amargura.
—Ya lo sé, querida —contestó Les.
—Si no fuera porque necesitamos agua, no me acercaría a esa casa vieja.
—Está bien —dijo Les, con una sonrisa.
Mientras trataba de esquivar los baches del callejón, agregó, haciendo castañetear los dedos:
—¡Ah! Olvidé preguntarle cómo debo hacer para volver al camino.
—Podrás preguntarle cuando lleguemos a la casa —dijo ella.
Era una estructura de dos pisos, de un descolorido tono parduzco. Detrás había una hilera de cobertizos bajos, casi cuadrados.
—El zoo —anunció Les—. Tigres, leones, toda clase de animales.
—¡Tonterías! —replicó ella.
Frenó el coche frente a la silenciosa casa. Al mismo tiempo, el hombre del sombrero saltó del polvoriento asiento del camión.
—Ya les traigo el agua —dijo rápidamente, dirigiéndose a la casa. Se detuvo por un momento, echando un vistazo hacia atrás, hizo un gesto con la cabeza y dijo—: El zoológico está atrás.
Le vieron subir los escalones de la vieja casa. Les se desperezó con ganas, parpadeando bajo el fuerte resplandor del sol.
—¿Quieres ir a ver el zoológico? —preguntó, tratando de no sonreír.
—No.
—Oh, vamos…
—No quiero ver eso.
—Yo voy a echar un vistazo.
—Bueno, está bien —dijo ella—. Pero sé que me voy a enojar.
Caminaron en torno a la casa hasta llegar a un costado protegido por las sombras.
—¡Oh, qué bien se está aquí! —exclamó Marian.
—Escucha, se olvidó de cobrarnos…
—Ya lo hará —dijo ella.
Se acercaron a la primera jaula y miraron por la pequeña ventanilla, asegurada con pesados tornillos.
—Vacía —dijo Les.
—¡Qué bien!
—Si así es el resto…
Se acercaron lentamente a la jaula siguiente.
—Mira qué pequeñas son —dijo Marian, con pena—. ¿Acaso a él le gustaría estar encerrado en un lugar reducido? ―se detuvo en seco—. No. No quiero ver —dijo—. No quiero ver sufrir a esas pobres bestias.
—Voy a dar un vistazo, nada más —dijo él.
—Eres un malvado.
Se acercó a la segunda jaula. Lo que allí vio le arrancó una exclamación de asombro.
—¡Marian!
El grito le puso la piel de gallina.
—¿Qué pasa? —preguntó, mientras corría, ansiosa, hacia donde estaba él.
—¡Mira!
—¡Oh, Dios mío! —susurró, temblorosa.
Dentro había un hombre.
Ella permaneció mirándolo con una expresión de incredulidad, sin sentir siquiera las gruesas gotas de sudor que le corrían por la frente hacia las sienes.
El hombre, echado en el suelo sobre una mugrienta frazada del ejército, parecía una muñeca con las articulaciones rotas. Sus ojos abiertos nada veían. Las pupilas dilatadas indicaban que estaba drogado. Las manos sucias descansaban exangües sobre el suelo cubierto de paja, como torcidos sarmientos de piel y hueso. Su boca entreabierta y floja era una herida que dejaba entrever los dientes amarillentos. Los labios resecos estaban partidos.
Les se volvió, y su mirada se cruzó con la de Marian; la vio palidecer sin que el rostro, tenso, modificara su expresión.
—¿Qué es esto? —preguntó ella, temblándole la voz.
—No lo sé… ―volvió los ojos hacia la jaula, como si le costara creer lo que había visto. Miró nuevamente a su mujer y repitió—: No lo sé.
El corazón le latía con fuerza en el pecho. Continuaron mirándose por unos segundos, los ojos muy abiertos llenos de sorpresa e incredulidad.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Marian, en un susurro.
Les tragó saliva, como si algo duro se le hubiera atravesado en la garganta, y volvió la vista hacia la jaula. Casi involuntariamente, dijo:
—¡Hola! Dígame, ¿no puede…?
El hombre estaba en estado comatoso; su garganta se agitó, pero sin ruido alguno.
—Les, ¿y qué pasaría si…?
Los cabellos de Les se erizaron súbitamente: Marian observaba con mudo recelo la tercera jaula.
Echó a correr, y sus pasos repercutieron sobre la tierra reseca, levantando polvo. Al llegar a la jaula siguiente, exclamó:
—¡No!
Dejó que Marian se acercara, sacudido por violentos escalofríos.
—¡Pero por Dios, esto es monstruoso! —gritó ella, mirando horrorizada al segundo hombre enjaulado.
El hombre les dirigió una mirada vidriosa y sin vida. Por un momento, su cuerpo laxo trató de incorporarse un poco, y sus labios se agitaron en un esfuerzo por hablar. Por las comisuras le corría un hilo de saliva que llegaba hasta el mentón, ennegrecido por la barba. Su cara sudorosa, surcada por líneas de mugre, parecía una máscara de súplica impotente. Después, la cabeza le cayó sobre el hombro y los ojos rodaron hacia atrás.
Marian se alejó de la jaula, tomándose la cara entre las manos temblorosas.
—Ese hombre está loco —susurró, dirigiendo una dura mirada hacia la casa silenciosa.
Les se volvió súbitamente: los dos se acordaron del dueño de la casa que los enviara a ver el zoológico.
—Les, ¿qué podemos hacer? —preguntó Marian con un tono de creciente histeria.
Les se hallaba desprovisto de toda sensación, aniquilado por el impacto de lo que acababan de ver. Por largo rato permaneció inmóvil, tembloroso, mirando a su mujer como si todo formara parte de un sueño fantástico.
Al fin logró pronunciar algunas palabras, sintiendo que el calor lo envolvía en una oleada sofocante.
—Huyamos de aquí —dijo de pronto, tomándole la mano.
Sólo se oía el ronco jadeo de los dos y las rápidas pisadas de Marian sobre el suelo endurecido. El intenso calor parecía vibrar, quitándoles el aliento y cubriéndolos de sudor.
—Más rápido —balbuceó Les, tironeándola de la mano.
Pero al llegar a la esquina de la casa, retrocedieron con una violenta contracción de músculos.
—¡No! —gritó Marian.
Simultáneamente, su rostro se transformó en una torcida máscara de terror.
Allí, parado entre ellos y el coche, el hombre les apuntaba con una escopeta de doble caño.
Sin saber porqué, un pensamiento cruzó rápidamente la imaginación de Les: nadie sabía dónde estaban él y Marian; nadie sabría siquiera por dónde empezar a buscarlos. Ya dominado por el pánico, recordó que el otro había mirado la matrícula de California.
Se oyó entonces la voz dura e inexpresiva del hombre ordenándoles:
—Y ahora, vuelvan al zoológico.
Después de encerrarlos en una de las jaulas, Merv Ketter volvió lentamente hacia la casa, con la pesada arma colgando del brazo derecho.
Durante todo el proceso no había experimentado ningún placer en lo que hacía; sólo una sensación temporal de alivio, que alcanzó a distender levemente la tensión de su cuerpo. Pero la tensión volvía gradualmente a apoderarse de él. Sólo desaparecía en los escasos minutos que requería atrapar y enjaular a otra persona. Y en esa ocasión parecía aún más fuerte. Era la primera vez que ponía a una mujer en una de las jaulas. Consciente de esa circunstancia, sintió en el pecho un frío nudo de desesperación. Una mujer…, había enjaulado a una mujer. Con la respiración agitada, ascendió los escalones desvencijados de la galería posterior.
Segundos después, mientras la puerta de tejido se cerraba tras él, apretó los labios en un rictus desafiante. “Y bien, ¿qué pretendían de mí?”, pensó. Arrojó bruscamente la escopeta sobre la mesa de la cocina, cubierta con un hule amarillo. Otro resuello profundo pareció partirle el pecho. “¿Qué otra cosa podía hacer?”, se preguntó, como si entablara una discusión consigo mismo.
Al ir hacia la tranquila sala, salpicada por medallones de sol, el eco de sus botas resonó sobre el gastado linóleo. Desanimado, se dejó caer pesadamente sobre un viejo sillón, levantando un poco de polvo. ¿Qué otra cosa podía hacer? No tenía alternativa.
Volvió a mirarse por milésima vez, en el brazo izquierdo, el pequeño bulto rojizo inserto bajo la curva del codo. Incrustado en su carne, el pequeño cono metálico continuaba zumbando suavemente. No tenía necesidad de escucharlo, jamás dejaba de zumbar.
Estaba exhausto. Se dejó caer hacia atrás con un gruñido, apoyando la cabeza en el alto respaldo del sillón. Dejó vagar la mirada opaca hasta el otro extremo de la habitación, a través de los rayos temblorosos de luz, llenos de partículas de polvo suspendidas Allí estaba la repisa de la chimenea; sobre ella, el rifle Mauser, la pistola Luger, el proyectil de mortero y la granada de mano: todas sus armas bien conservadas. Por su atormentado cerebro pasó la vaga idea de apoyar la pistola contra la sien, acercar el Mauser a su costado y colocar la granada junto al estómago, tirando de la clavija.
Héroe de guerra. La frase le arañaba cruelmente la conciencia. Hacía mucho que había perdido todo significado para él, que había dejado de ser un consuelo. Ser un soldado condecorado con medallas y cintas, objeto de admiración y alabanzas, en un tiempo había tenido algún sentido…
Después, Elsie había muerto. Entonces, las batallas y el orgullo se convirtieron en cosa del pasado. Quedó solo en ese desierto, con sus trofeos, sus medallas y nada más. Hasta que un buen día se internó en el desierto, dispuesto a cazar.
Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados; sólo la agitación de su garganta revelaba una íntima perturbación. ¿De qué valía pensar y lamentarse? Sólo le quedaba el deseo de vivir. Quizá fuese un deseo estúpido e inútil, pero así y todo era muy real, y no podía ignorarlo ni desembarazarse de él. Ni siquiera cuando hubieron desaparecido dos hombres, o cinco; no, ni aún cuando fueron siete.
Sin piedad se clavó las sucias uñas en la palma de la mano, hasta hacer brotar la sangre. Una idea lo rondaba, sin darle tregua: una mujer, una mujer era diferente. Nunca había pensado enjaular a una mujer.
Se descargó con fuerza un puñetazo sobre la pierna, tratando de desahogar su ira. No había podido evitarlo. Por cierto, había visto la patente de California, pero en ese momento no pensó hacerlo. Fue después, cuando la mujer le pidió agua; entonces sintió que no tenía alternativa: debía hacerlo.
Le quedaban dos hombres solamente.
Al enterarse de que la pareja iba a Nueva York, la tensión comenzó a ir y venir, a aflojar y apretar, con un ritmo implacable, revelándole, en su propia carne, lo que sucedería: iba a decirles que fueran a ver el zoológico.
De pronto pensó que habría sido mejor aplicarles una inyección. Podían gritar. No le importaba tanto por el hombre; estaba acostumbrado a oír gritos de hombres. Pero de una mujer…
Merv Ketter abrió los ojos y miró, despojado de toda esperanza, la repisa de la chimenea: el retrato de su mujer muerta, las armas que fueran su gloria… y que ahora carecían de sentido; meros trozos de acero y madera sin valor alguno, sin esencia.
Héroe.
La palabra le dio náuseas.
El viscoso latido comenzó a apagarse y se detuvo por completo por un instante para recomenzar después, llenando el interior de la concha con un siseo espumoso. Una agitación ondulante se propagó a través de varias formaciones musculares. La criatura se agitó. Había llegado la hora.
Una idea. La informe burbuja de aire, transparente como un velo, se aglutinó solidificándose. La criatura comenzó a moverse: primero una ondulación, después un gelatinoso serpentear dentro de la burbuja resplandeciente. Un golpe seco, un movimiento escurridizo; un cúmulo de tejidos viscosos que emergen con un temblor.
La idea otra vez. Una onda directriz. La entrada en la atmósfera, con un siseo. El sordo balanceo de metales. Se abre. Se cierra con un chasquido.
Es la hora en que la sangre del crepúsculo bordea el horizonte. Henchida de algo informe y vivo, la esfera descolorida comienza una lenta y silenciosa inmersión en el aire.
La tierra se va enfriando. La criatura se posa, al fin, sobre la superficie. Ha llegado. Todo ser vivo huye espantado ante su avance implacable. Allí por donde pasa, el suelo conserva una estela iridiscente con tonos cambiantes de verde y amarillo.
—Cuidado —susurró Marian.
Sorprendido, Les estuvo a punto de dejar caer la lima de uñas. Escondió la mano con un movimiento brusco, y un tic nervioso comenzó a tironearle la mejilla cubierta de sudor. Retrocedió un poco hacia la sombra.
El sol casi se había puesto.
—¿Viene hacia aquí? —preguntó Marian, afónica por la sed.
—No lo sé.
Aguardó, tenso, mientras el hombre del mono se acercaba, haciendo taconear sus botas en el suelo reseco. Hizo un esfuerzo para tragar, pero el calor de la tarde le había absorbido toda la humedad; su garganta emitió un chasquido inútil. ¿Qué sucedería si el hombre descubría la profunda ranura limada en la barra de la ventana?
Con el rostro impasible, el hombre del sombrero caminaba rápidamente, describiendo con sus brazos pequeños y tensos arcos a los lados del cuerpo.
—¿Qué pensará hacer? —preguntó Marian. El repentino retorno del miedo le había hecho olvidar, por un momento, la incomodidad física.
Les se limitó a mover la cabeza. Toda la tarde se había estado haciendo la misma pregunta. Desde los primeros minutos de horror, cuando el hombre los encerrara para volver después a la casa, hasta el momento en que Marian encontró la lima de uñas en el bolsillo de sus pantalones. Entonces, el pánico que los dominara había cedido un tanto ante la esperanza de evadirse. Pero la misma pregunta lo había estado torturando sin cesar: ¿qué iría a hacer aquel hombre con ellos?
Pero esa vez el hombre no se dirigía a la jaula donde estaban. Un alivio momentáneo hizo aflojar la tensión que los atenaceaba. El hombre ni siquiera miró en esa dirección. Hasta parecía que sus ojos evitaban dirigirse hacia ellos.
Después lo perdieron de vista. Oyeron, en cambio, que abría una de las jaulas. El chirrido de las bisagras enmohecidas ató un nudo en el estómago de Les.
El hombre volvió a aparecer en el campo visual de los dos. Marian contuvo el aliento. Le vieron arrastrar por el suelo al hombre inconsciente, cuyos tacones iban dejando estrechos surcos en el polvo.
Después de recorrer unos pocos metros, el hombre del mono soltó los brazos flaccidos, y el cuerpo cayó con un golpe seco. Sólo entonces miró hacia atrás, dando un respingo con la cabeza. Notaron que se le estremecía la garganta; tragó con dificultad y movió los ojos rápidamente, mirando en todas direcciones.
—¿Qué estará buscando? —preguntó Marian con un susurro tembloroso.
—No lo sé, querida.
—Lo va a dejar allí —gimoteó ella.
Ante sus ojos, empañados por el miedo, el hombre del mono volvió a la casa con paso rápido y decidido, moviendo la cabeza convulsivamente al mirar a uno y otro lado.
¿Qué mirará, Dios mío?, se preguntó Les, cada vez más temeroso.
De pronto, el hombre se detuvo en mitad de un paso; con una contracción nerviosa, se apretó con fuerza el brazo izquierdo. Después se lanzó en una carrera precipitada, subiendo de dos en dos los escalones de la galería. Entró con un portazo, cuyo eco se prolongó por varios segundos. Después volvió a reinar un silencio absoluto.
—Tengo miedo —dijo Marian, con un hilo inseguro de voz, dominando apenas el sollozo que le apretaba la garganta.
Él también tenía miedo. No sabía exactamente de qué, pero estaba aterrorizado. Lo dominaba un horror paralizante, endureciéndole los músculos de la espalda y del cuello. No podía apartar la vista del hombre tirado en el suelo, boca arriba, mirando sin ver un cielo que se iba inundando de sombras.
Tuvo un nuevo sobresalto al oír que la puerta posterior de la casa se cerraba de un golpe; después giró una llave.
El silencio. Como triste mortaja, parecía envolverlos con su peso fatal. El hombre continuaba inmóvil sobre el suelo. Ellos, jadeantes, no podían apartar los ojos del hombre caído.
Marian apretó el puño y se clavó los dientes en los nudillos blanquecinos. Ya los rayos solares bordeaban el horizonte con una cinta escarlata.
Ningún ruido. Nada.
Silencio total.
Un sonido.
Contuvieron la respiración. Paralizados en la misma posición, los dos, con la boca entreabierta, se esforzaron por identificar aquel sonido nunca oído. Una rigidez letal les dominaba el cuerpo. Escucharon…
Una sacudida, un deslizamiento, el oscilante fluir de…
—¡Oh, Dios!
La voz de la mujer se perdió en un jadeo entrecortado; volvió el cuerpo hacia otro lado y se protegió los ojos con las manos temblorosas.
La oscuridad creciente hacía más indefinido lo que Les trataba de ver. Envuelto en la fetidez de la jaula, continuaba paralizado e insensible, con el rostro pálido como un cadáver.
Algo se estaba acercando al hombre, arrastrándose por el suelo. Una cosa informe que, no obstante, tenía cierta forma; algo semejante a un enorme reptil: una masa viscosa, una gelatina brillante.
Un estertor quebrado le inmovilizó las cuerdas vocales. Quiso retroceder y no pudo. Se negó a mirar. No quería oír aquel espantoso regurgitar, semejante al agua absorbida por una gran alcantarilla, al sordo borbotear del sebo hirviente.
¡No! ¡No!, repetía su cerebro entumecido, negándose a aceptar la realidad. ¡No, no, no!
El grito los hizo saltar y Marian cayó, temblorosa, contra una de las paredes de la jaula, estremecida por el nauseabundo choque.
El hombre ya no estaba en el suelo. Les se quedó contemplando el lugar donde había estado y vio, en su lugar, la masa gelatinosa que palpitaba como un gran bulto de plancton ondulante en su medio fluído.
Siguió mirando hasta que el hombre fue devorado por completo.
Luego se volvió, sostenido apenas por sus piernas insensibles, y avanzó trastrabillando hasta Marian. Las manos convulsivas de ella se clavaron como garras en su espalda, y la cara surcada de lágrimas buscó el apoyo de su hombro. La rodeó automáticamente con sus brazos; su rostro helado no revelaba emoción alguna. Ese abrazo instintivo fue sólo un reflejo de su necesidad de consolarla, y de aplacar su terror.
Pero no pudo hacerlo. Era como si una bestia invisible le hubiera desgarrado el pecho, arrancándole las entrañas. Nada quedaba de él; sólo un hueco enorme, un vacío helado. En ese hueco sentía una puñalada cada vez que recordaba el porqué de su cautiverio.
Cuando estalló el grito, Merv se tapó los oídos entre ambas manos, con tanta fuerza que comenzó a dolerle la cabeza.
No podía escapar. No había puerta ni ventana lo bastante hermética, ni pared tan sólida como para impedir que los gritos se filtraran hasta allí.
Tal vez estaban realmente en su conciencia, donde no había puertas ni ventanas para impedir el paso del horror convertido en grito. Sí, tal vez estuvieran en su mente. Eso explicaría por qué continuaba oyéndolos en sueños.
Una vez que todo hubo pasado, cuando Merv tuvo la seguridad de que aquella cosa se había ido, fue lentamente a la cocina y abrió la puerta. Entonces, como un robot accionado por mecanismos implacables, buscó el almanaque, para dibujar un círculo alrededor de la fecha: 22 de Agosto.
Era la víctima número ocho.
Su mano laxa dejó caer el lápiz, que rodó por el linóleo del suelo. Dieciséis días…; un hombre, día por medio, durante dieciséis jornadas. Era un cálculo aritmético simple. La verdad, en cambio, era mucho más complicada.
Comenzó a recorrer la sala a grandes trancos. Al pasar por la zona de luz de la lámpara, un resplandor lechoso ponía de relieve sus facciones, marcadas por la fatiga, que se esfumaban cuando volvía a la penumbra. Dieciséis días. Parecía mentira que sólo dieciséis días atrás hubiera salido al desierto a cazar conejos. Parecían dieciséis largos años.
Una vez más recordó aquella escena, repetida hasta el cansancio por su mente. Se vio a la hora del crepúsculo, arrastrando los pies por las arenas del desierto, el rifle apoyado en la cadera; volvía la cabeza en todas direcciones, los ojos vigilantes protegidos por el sombrero.
De pronto, al pasar la cresta de un médano cubierto de matorrales, se había detenido, con el aliento entrecortado y los ojos fijos en la esfera, que resplandecía como una luz sumergida en el agua. Al verla, su corazón dio un vuelco y todos los músculos del cuerpo se pusieron en tensión.
Se acercó poco a poco, hasta quedar casi debajo del globo luminoso que reflejaba los rayos rojizos del sol decadente.
Soltó una exclamación al ver la cavidad circular que aparecía en la superficie de la esfera. En esa cavidad, flotando, aparecía…
Giró bruscamente y comenzó a subir la pendiente, jadeando por el esfuerzo y la desesperación, dejando en la arena la huella impresa de sus botas. Al llegar a la cima, el pánico lo hizo correr a grandes zancadas, mientras el arma que sujetaba con la mano derecha le golpeaba la pierna.
En ese momento había escuchado un sonido por sobre su cabeza; era como un escape de gas. Trataba de mirar por sobre el hombro, los ojos desorbitados. Después, un grito helado le transformó la cara en una máscara de horror.
Diez metros hacia arriba apareció un bulto luminoso.
Merv se inclinó hacia adelante, tratando de seguir en su desesperada carrera. Sentía, desde atrás, un vaho fétido. Se volvió a mirar y vio, horrorizado, que aquella cosa descendía sobre él. Ya estaba a tres metros de distancia, a dos, a uno…
Merv Ketter se echó de rodillas al suelo, se volvió de un brinco y apuntó con el rifle. El estampido quebró el silencio del desierto.
Un grito ahogado murió en su garganta, al ver que el proyectil rebotaba contra la reluciente esfera como una piedra contra una pelota de goma. Se arrojó al suelo, sobre un costado; algo le penetró en el brazo, haciéndole caer el rifle de la mano exangüe. Un metro… noventa centímetros… El calor hacía reverberar el aire ante sus ojos; aquel olor nauseabundo lo iba envolviendo.
Levantó los brazos.
—¡No! —exclamó.
Una vez había saltado a un pozo de agua, sin mirar, y se había quedado empantanado allí, en el fango no muy profundo. Ahora tuvo la misma sensación…, sólo que el limo venía hacia él.
La envoltura de gases ahogó sus gritos; sus miembros debilitados quedaron prisioneros de un tejido gelatinoso. En torno a sus ojos, inmovilizados por el miedo, pudo ver una albúmina palpitante en la que flotaban corpúsculos brillantes en continuo movimiento. El horror le oprimía el cerebro; fue como si la muerte le sorbiera la vida.
Pero no estaba muerto.
Respiró profundamente, inhalando un aire granuloso y maloliente. Sus pulmones trabajaban con esfuerzo, y al respirar lo sacudieron fuertes arcadas.
Después sintió que algo se movía en su cerebro.
Trató de gritar, retorciéndose como un poseído para liberarse de aquella extraña sensación, pero no lo consiguió. Era como si pequeñas serpientes se deslizaran entre los tejidos de su cerebro; sintió sus mordeduras en la fuente misma de sus pensamientos.
Las serpientes se enroscaban, apretándose más y más contra las paredes del cráneo. “Podríamos matarte en este mismo momento” parecían decirle, por medio de palabras impresas en ácido hirviente. Todos los músculos de su cara estaban en tensión, imposibilitados de efectuar movimiento alguno en ese engrudo putrefacto.
Continuaron formándose palabras que le quemaban el cerebro, estampándose en forma indeleble en su conciencia. “Debes conseguirme alimento”.
Aun en ese momento, de pie ante el calendario, seguía tiritando.
¿Podía, acaso, haber actuado de otra manera? La pregunta era semejante al ruego de un envilecido suplicante. El ser le había sorbido los sesos. Sabía todo lo referente a su pasado, a su casa, a su mujer, a la estación de servicio.
Le ordenaba lo que debía hacer, sin dejarle ninguna elección. Tenía que hacerlo. ¿Habría alguien capaz de resistir? ¿Alguien, en su lugar, no habría prometido lo que fuera para librarse de ese horror?
Con una expresión de derrota, sin dejar de temblar, comenzó a subir las escaleras, inseguro, sabiendo que el sueño no vendría, pero sin dejar de cumplir con la rutina.
Se dejó caer sobre la cama, un pie asomado por el borde. Sus ojos sin vida contemplaban la alfombra que Elsie tejiera tanto tiempo atrás.
Sí, era cierto: había prometido obedecer las órdenes del extraño ser. Como medida de seguridad, llevaba inserto en el brazo el pequeño cono zumbante que él le inyectara. Para escapar tendría que desgarrar su propia carne, a costa de su vida.
Una vez logrado su objetivo, lo había vomitado sobre las arenas del desierto; allí permaneció, inmóvil y mudo, mientras el ser se alejaba lentamente de la tierra.
En su cerebro vibraba aún el eco de las últimas palabras de amenaza: “Dentro de dos días”.
Aquél fue el comienzo de la ronda interminable y fatigosa: atrapar gente inocente para proteger su vida del fin que la amenazaba.
Lo más terrible, lo que verdaderamente lo horrorizaba, era saber que volvería a hacerlo. Sabía que era capaz de cualquier cosa con tal de mantener alejada a la criatura. Aunque eso significara que la mujer debiera…
Apretó los labios, cerró los ojos con fuerza y se sentó en la cama, sin poder controlar el temblor que lo sacudía.
¿Qué haría después que la pareja se fuera? ¿Y si nadie más pasaba por la estación de servicio? ¿Qué podía hacer si la policía venía a averiguar la desaparición de once personas?
Agobiado por tantos interrogantes, los hombros inclinados hacia adelante, dejó escapar un sollozo de angustia.
Antes de recostarse, sorbió un buen trago de whisky de una botella casi vacía. Permaneció tendido en la oscuridad, convertido en un resorte de nervios, esperando… El pequeño foco de calor que irradiaba del estómago no lograba combatir el helado vacío que se había apoderado de todo su ser.
El cono continuaba zumbándole en el brazo.
Después de quitar la última barra de la jaula, Les permaneció quieto unos instantes, inclinada la cabeza sobre el pecho; un jadeo irregular le brotaba entre los dientes apretados. Estaba exhausto: punzantes dolores le aguijoneaban cada músculo de la espalda, hombros y brazos.
Al fin dejó escapar un sonido sibilante.
—Vamos —barbotó.
Hizo un enorme esfuerzo para ayudar a Marian a salir por la ventana, a pesar del temblor de sus brazos.
—No hagas ruido —le previno.
La tremenda fatiga y la penuria combinada de la sed, el hambre y el calor lo abrumaban de manera tal que apenas podía hablar. Además, los calambres musculares no cesaban.
No pudo levantar la pierna. Tuvo que salir de cabeza por la abertura de bordes dentados, retorciéndose para darse impulso mientras las astillas se le clavaban en la piel resbaladiza de sudor. Cayó con un golpe seco, sintiendo los pinchazos del dolor en los brazos extendidos. Durante un segundo la oscuridad se pobló de puntos luminosos.
Marian lo ayudó a ponerse de pie.
—Vamos —repitió, casi sin aliento.
Salieron a la carrera hacia el frente de la casa. Súbitamente él la tomó de la muñeca, haciéndola detenerse en seco.
—Quítate esas sandalias —le ordenó con voz ronca.
Ella se inclinó prestamente y soltó las hebillas.
La casa estaba a oscuras. Corrieron en torno a la esquina posterior y pasaron rápidamente por el costado, cuyas ventanas reflejaban la luz lunar. Marian dio un respingo de dolor al apoyar el pie desnudo sobre una piedra filosa.
Llegaron, por fin, al frente de la casa.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Les.
El coche estaba allí todavía. Mientras se acercaban corriendo, él sacó la billetera del bolsillo posterior. Con los dedos temblorosos tentó el interior del pequeño monedero y encontró el frío metal de la llave de repuesto. Tenía la certeza de que la otra llave ya no estaría en el coche.
Llegaron.
—Rápido —susurró Les, abriendo la puerta del coche.
Se sentó con precaución. El aire fresco de la noche lo hizo tiritar. Con la llave buscó a tientas la ranura del contacto. Habían dejado las puertas abiertas, pensando cerrarlas cuando el motor arrancara.
Encontró al fin la ranura e introdujo la llave; hizo una pausa, conteniendo el aliento. Si el hombre le había hecho daño al motor, estaban perdidos.
—¡Listos! —murmuró, dando arranque.
El motor tosió y volvió a apagarse con un gruñido. Les tragó saliva varias veces, mientras dirigía hacia la casa una mirada cargada de temor.
—¡Dios mío!, ¿no arranca? —susurró Marian.
Les sintió que se le erizaba la piel de los brazos y de las piernas.
—No sé —contestó con rapidez—. Tal vez esté frío solamente. Eso espero.
Contuvo el aliento una vez más, y volvió a dar arranque, tratando de apresurarse.
Sólo se produjo un ronquido aletargado. ¡Oh, Dios mío¡Le ha hecho algo al motor, pensó Les, desanimado y completamente tenso de terror. Una idea repentina le trazó profundas arrugas en la frente: ¿Y si lo empujáramos hasta el camino?
—¡Les!
Su esposa le apretaba el brazo; instintivamente, dirigió la mirada hacia la casa.
En una ventana del segundo piso había aparecido una luz.
—¡Oh, Jesús!, arranca de una vez —gritó ella, con voz entrecortada.
Apretó el botón con tanta fuerza que el dedo le quedó entumecido.
El motor comenzó a sacudirse; una ola de alivio lo invadió como una bendición. Ambos cerraron las puertas al mismo tiempo y en seguida trató de calentar el motor. Apenas había logrado ponerlo en primera cuando el hombre asomó el torso y la cabeza por la ventana. Pareció gritarles algo, pero el rugido del motor les impidió oírlo.
El coche dio un salto hacia adelante y se detuvo. Les volvió a insistir con el botón, dejando escapar un bufido de impotencia. El motor volvió a arrancar y él soltó el embrague. Las ruedas subían y bajaban por el terreno irregular.
Mientras tanto, el hombre había desaparecido de la ventana; Marian, que no perdía de vista la casa, vio encenderse una luz en la planta baja.
—Date prisa —rogó.
Lentamente, el coche empezó a tomar velocidad; Les lo puso en segunda, tratando de maniobrar en un cerrado semicírculo. Las ruedas patinaron sobre la tierra apelmazada, y lo puso en tercera para salir al callejón. Los faros delanteros proyectaron en la oscuridad un brillante cono de luz.
La repentina explosión que se produjo a sus espaldas les hizo saltar hacia adelante convulsivamente. En seguida un objeto extraño perforó el techo del coche, con un chirrido desagradable. Les hundió el acelerador hasta el suelo y el coche avanzó de un salto, balanceándose sobre el terreno.
Otro disparo rasgó la noche, haciendo saltar la mitad de la ventanilla posterior en una lluvia de fragmentos. Volvieron a encogerse bruscamente; Les dejó escapar un gruñido al sentir en el costado del cuello el borde filoso de una astilla.
Las manos le saltaron sobre el volante; el vehículo se hundió en un pozo pequeño, virando casi hasta la cuneta de la izquierda. Les se aferró con fuerza al volante y, empleando toda la energía que le quedaba en los brazos, volvió el coche hacia el centro del camino mientras gritaba a su mujer:
—¿Dónde está?
Ella se volvió con rapidez.
—No alcanzo a verlo…
El tragó saliva varias veces, mientras todo su cuerpo registraba los barquinazos del coche sobre los baches y las luces delanteras brincaban sin descanso, marcando el mismo ritmo enloquecedor.
Pensamientos angustiantes le aguijoneaban la imaginación: ir hasta el próximo pueblo, buscar al comisario, tratar de salvar al otro pobre diablo…
Llegó finalmente a un trecho liso del camino y volvió a pisar el acelerador. Ir hasta el próximo pueblo y…
Fue ella quien gritó:
—¡Cuidadoooo!
No tuvo tiempo de frenar. La parte delantera del Ford embistió el pesado portón que cruzaba el callejón, y el coche se detuvo con un golpe seco que les sacudió el cuello. Marian fue lanzada hacia adelante, y se golpeó el costado de la cabeza contra el parabrisas. El motor se apagó, al tiempo que los faros se hacían añicos.
El impacto dejó a Les sin respiración, haciéndolo rebotar contra el volante.
—¡Pronto, querida! —susurró.
—Mi cabeza, mi cabeza —musitó Marian, con un sollozo.
Por unos segundos Les, mudo e inmóvil, se limitó a mirarla, mientras ella sacudía la cabeza hacia ambos lados y se cogía la frente con la mano, en una expresión de fuerte dolor. Reaccionó al fin: abriendo la puerta, tomó la mano libre de su esposa.
—Marian, tenemos que irnos…
Bruscamente la sacó del coche, y la rodeó con su brazo para prestarle apoyo: ella continuaba llorando incontrolablemente.
Escuchó los pasos de las botas que se acercaban por detrás y pudo distinguir sobre el hombro el ojo de una linterna que los enfocaba.
Al llegar al portón, Marian se desplomó Les permaneció junto a ella, sosteniéndola, trémulo de impotencia, mientras el hombre se acercaba con la linterna en una mano y una pistola del cuarenta y cinco en la otra.
El hombre sólo dijo una palabra:
—¡Regresen! —ordenó, con la respiración entrecortada, agitando el caño de la pistola en dirección a la casa.
—Mi mujer está herida —dijo Les—. Se golpeó la cabeza contra el parabrisas… ¡No puede ponerla otra vez en esa jaula!
—¡Regresen, he dicho!
La determinación y el tono del hombre impresionaron a Les.
—Por favor, no puede caminar. Está inconsciente.
El cuerpo del hombre, desnudo hasta la cintura, se sacudía en temblores espasmódicos.
—Llévela alzada, entonces —le dijo.
—Pero…
—¿Quiere que lo acribille ahora mismo? —gritó el hombre, frenético.
—No, no —balbuceó Les, sin dejar de temblar, mientras levantaba el lánguido cuerpo de Marian.
El hombre se hizo a un lado, y Les emprendió el regreso tratando de vigilar al mismo tiempo sus pasos y la cara de Marian.
—Querida —susurró—. ¿Marian?
La cabeza de ella colgaba flácida sobre el brazo que la sostenía; con el vaivén de cada paso, el pelo rubio le rozaba las sienes y la frente.
Él había llegado al colmo de la tensión. Se sintió a punto de gritar, pero optó por formular una súbita pregunta por sobre el hombro:
—¿Por qué hace esto?
No hubo respuesta. Sólo se oía el rítmico taconear de las botas sobre los cráteres del suelo.
—¿Cómo es capaz de hacer esto? —insistió Les, con la voz quebrada—. Atrapar a un semejante y entregárselo a ese… ¡Dios sabe qué cosa es!
—¡Cállese!
Pero el tono del hombre empezaba a revelar más abatimiento que enojo.
—Mire, deje que se vaya mi mujer —repuso Les, impulsivamente—. Yo me quedo, si quiere, pero… ¡Por favor! Deje que ella se vaya.
El otro no respondió. Les volvió hacia Marian una mirada cargada de temores, mordiéndose los labios para no traicionar su frustración.
—Marian —dijo, temblando inconteniblemente en el frío nocturno—. Marian…
La casa solitaria se proyectaba sombría contra la lisa superficie del desierto.
―¡Por amor de Dios, no vuelva a ponerla en esa jaula! —gritó Les, en el límite de la desesperación.
―Regrese —repitió el hombre. Su tono inexpresivo, desprovisto de toda emoción, no dejaba entrever ninguna promesa.
Les estaba rígido. De haber estado solo, con toda seguridad hubiese girado sobre sus talones para saltar sobre el hombre. Nada habría logrado hacerlo trasponer nuevamente el cerco de la casa, ni acercarse a esas jaulas y al ser aquél.
Pero estaba Marian.
Pasó por sobre el rifle tirado en el suelo y oyó detrás de sí el gruñido del hombre al agacharse para levantarlo.
En ese momento lo dominaba una idea fija: cómo salir de ese lugar.
De pronto ocurrió algo inesperado. El hombre se le acercó apresuradamente por detrás; un pinchazo le hirió el hombro izquierdo. El súbito alfilerazo le quitó el aliento. Trató de reaccionar lo más rápidamente posible, volviéndose hacia el otro, pero tenía en los brazos el peso muerto de Marian.
—¿Qué pretende?
Pero ya era tarde. Antes de terminar la frase sintió que un líquido ardiente y aletargante le corría por las venas. Una pesada lasitud se apoderó de todos sus miembros; ni siquiera pudo oponer resistencia cuando el hombre le quitó a Marian de los brazos.
Dio un paso inseguro hacia adelante; la noche se pobló de incandescentes puntos luminosos. Sus piernas parecían de goma; debajo de él, el suelo era algo fluído como el agua.
—No —murmuró, entredormido.
Luego se desplomó, sin sentir siquiera el impacto de su cuerpo contra el suelo.
Tibio era el vientre de la esfera. Un vapor espeso y ondulante poblaba sus entrañas. El ser descansaba en la húmeda penumbra; su cuerpo informe se sacudía en latidos regulares y monótonos. Estaba satisfecho y cómodo, grotescamente enroscado, como un gato cósmico ante un enorme hogar.
Por dos días.
Una serie de gritos penetrantes despertaron a Les. Aunque lentamente, comenzó a reanimarse e hizo un esfuerzo por hablar, pero sus labios parecían hechos de cemento. Le colgaban insensibles, perdida por el momento la capacidad de pronunciar palabras. Haciendo un gran esfuerzo logró abrir los párpados, pesados como el plomo.
El aire de la jaula, poblado de extraños reflejos, parecía hervir. Los ojos vidriosos parpadeaban sin llegar a comprender. A sus costados, las manos inermes semejaban las inmóviles aletas de un pez moribundo.
El grito provenía de la jaula vecina. Terminado el efecto de la droga, aquel pobre diablo no podía reprimir la histeria. Él sabía los motivos.
La frente sudorosa de Les se plegó en arrugas paralelas. Por lo menos podía pensar. Su cuerpo insensible semejaba una piedra enorme e inútil, pero dentro de ese bulto paralizado, el cerebro continuaba trabajando.
Cerró los ojos. Lo más horrible de la situación era conocer el final. Permanecer tirado en aquel lugar, completamente indefenso, sabiendo de antemano lo que le estaba reservado.
Un temblor pareció sacudirle el cuerpo, pero no estaba seguro. ¿Qué sería aquella cosa? No tenía ningún punto de referencia para clasificarla, ninguna base racional de donde partir. Lo que había visto aquella noche estaba más allá de toda…
¿Qué día era? ¿Dónde estaba?
¡Marian!
Trató de volver la cabeza. Hizo un esfuerzo enorme, como si quisiera hacer rodar una enorme roca. La saliva le corría por las comisuras de los labios. Tras unos segundos de intensa concentración, logró abrir los ojos. El terror clavaba puñales en su cerebro, si bien su rostro no revelaba cambio alguno de expresión.
Marian no estaba junto a él.
Tendida blandamente sobre la cama, continuaba todavía bajo el efecto de la droga. El hombre había renovado la compresa fría que le cubría la frente hasta el cardenal de la sien derecha.
El hombre permanecía en silencio, mirándola. Acababa de regresar de las jaulas. Había ido a aplicarte una inyección al hombre que gritara. Se preguntó de qué estaría compuesta la droga que el ser le había proporcionado, y qué efecto tendría sobre las personas. Deseó, por alguna razón, que las dejara completamente insensibles.
Era el último día de vida que le quedaba a aquel sujeto.
No, se dijo a sí mismo. Era sólo imaginación de su parte; la mujer no se parecía en nada a Elsie. Era producto de su imaginación. Simplemente, deseaba que se pareciera. Ahí estaba la cosa. Tragó con dificultad. ¡Estúpido! Mentalmente se abofeteó con la palabra. No era parecida a Elsie.
Por un momento, recorrió con la mirada el cuerpo de la mujer: la suave elevación del busto, las caderas delicadas, las piernas bien formadas. Marian. Así la había llamado el marido. Era un lindo nombre.
Se alejó de la cama con un movimiento brusco y salió de la habitación.
¿Qué le estaba sucediendo? ¿Qué creía que iba a hacer? ¿Acaso dejarla escapar? Había sido una locura llevarla a la casa dos noches atrás y ponerla en el otro dormitorio. No tenía sentido. ¿Podía, acaso, permitirse algún sentimiento de conmiseración hacia ella o hacia nadie? Si cedía a ese tipo de impulso, estaba perdido. Eso era cosa segura.
Mientras descendía los escalones, trató de recordarse a si mismo el horror de ser absorbido dentro de esa masa gelatinosa. Trató de revivir aquella pesadilla, que superaba toda imaginación. Pero, por alguna razón, su mente no se concentraba en esa idea: el recuerdo desaparecía como una nube llevada por el viento, y quedaba vacante para pensar en esa mujer, Marian. Sí, se parecía un poco a Elsie; el mismo color de cabello, la misma boca… ¡No!
La dejaría en el dormitorio sólo mientras durase el efecto de la droga. Después volvería a ponerla en la jaula. Son ellos o yo, pensó. Trató de convencerse a sí mismo, repitiéndose la misma idea: Por nadie en el mundo voy a morir de esa manera.
Continuó discutiendo consigo mismo durante todo el camino hasta la estación de servicio.
Debo estar loco. He llegado al extremo de llevarla a mi casa y sentir compasión por ella, se djjo. No me lo puedo permitir; de ninguna manera. Todo lo que ella significa para mí son dos días. Eso es todo, dos días de tregua y nada más.
La estación estaba abandonada y silenciosa. Merv detuvo el camión y descendió.
Comenzó a pasearse nerviosamente entre las bombas, sintiendo el crujir de las botas sobre la tierra caliente. Su rostro estaba tenso de furia. No puedo permitir que se vaya. Las palabras eran como un látigo con el que se castigaba a sí mismo. Un súbito temblor le recorrió el cuerpo al darse cuenta que había estado en lucha contra sí mismo durante dos días enteros.
Apretó lo puños hasta la lividez. Si al menos se tratase de un hombre… Levantó el brazo izquierdo y se miró el bulto rojizo. ¿Por qué no podía arrancárselo de la carne? Por qué?
Entonces se acercó un coche. Era el coche polvoriento y recalentado de un viajante. Merv comenzó a llenar el tanque de nafta y a controlar el agua. Al mismo tiempo, protegido por el ala del sombrero, no cesaba de mirar al pequeño hombre de cara rojiza vestido con traje de lino y sombrero panamá. Podría cambiar a la mujer por él. Antes de formularse el pensamiento, ya había tomado cuerpo en su mente. Echó un vistazo a la matrícula: Arizona.
Contrajo los músculos de la cara. No. Siempre lo había hecho con coches de otros estados. Resultaba más seguro. Tendré que dejarlo ir, pensó con pena. No hay más remedio. No me puedo permitir el lujo.
Pero cuando el hombre comenzó a buscar en su billetera, Merv sintió que la mano se le iba a la tibia culata del cuarenta y cinco.
El hombrecito miró boquiabierto el arma.
—¿Qué es esto? —preguntó, débilmente.
Pero Merv no le contestó.
La negra mano de la noche rozó la burbuja palpitante. La Tierra emergía ante su líquida existencia. ¿Por qué el aire no le prestaba alimento suficiente? ¿Por qué era tan débil el empuje de la atmósfera? En esa tierra desgastada y agonizante se habían agotado los gases vivificantes.
En medio de su lento deslizar, durante su penoso avance, el ser pensó en escapar.
¿Cuánto hacia que se encontraba en tan desolado lugar? Imposible decirlo. En ese planeta el Sol salía y se escondía con una rapidez apabullante; la luz y la oscuridad se sucedían con la misma velocidad del relámpago.
En la nave, los instrumentos cronométricos estaban destrozados. Era imposible repararlos. Ya no había ningún patrón, ninguna guía métrica que sirviera de norma. Perdido en ese tenebroso desierto rocoso, el ser sólo podía deambular en busca de alimento.
En la tenebrosa distancia aparecía la morada del habitante de ese planeta: ángulos absurdos e insensatas alturas. Eran bestias estúpidas, incapaces de razonar, capaces sólo de emitir agudos chillidos y agitar los tentáculos como las plantas nocturnas de su propio planeta. Sus cuerpos, endurecidos por el calcio, deparaban escaso alimento, obligando al ser a comer con mucha más frecuencia.
Ya estaba cerca. El zumbido era más audible.
Como de costumbre, el animal estaba allí, tirado sobre el suelo con los tentáculos flojos y encogidos. Surgieron del ser oleadas de pensamiento, que absorbieron los jugos lánguidos de la mente del animal.
Si ésa era toda la inteligencia de que disponían, se hallaba en un territorio dominado por la barbarie. El ser continuó acercándose, sorbiendo e hinchándose sobre la tierra barrida por el viento.
El animal se agitó, provocando en el ser un sentimiento de repulsión. De no encontrarse hambriento y sin ayuda, jamás se forzaría a absorber esa bestia huesuda y temblorosa.
La burbuja rozó un tentáculo. El ser se derramó sobre la forma animal y se detuvo temblando. Sus células visuales le revelaron el ojo distendido del animal, que miraba hacia arriba. Sus células auditivas recogieron los ruidos salvajes y estrangulados que emitía el animal al morir. Las células táctiles distinguieron la débil agitación del cuerpo.
Y en lo más profundo de sí, el ser percibía el zumbido incesante que salía de la cueva oscura donde estaba el primer animal, agazapado y tembloroso, el que llevaba en el tentáculo el cono de localización.
El ser continuaba comiendo. Se preguntó si habría alimento suficiente para prolongar su vida… por mil años de tiempo terrestre.
Seguía tendido en el suelo de la jaula. De pronto, sintió la mirada del hombre clavada en él; el corazón comenzó a latirle con más fuerza. Pocos minutos antes había estado probando las paredes de la jaula; oyó entonces que la puerta de la cocina se cerraba de un golpe y los pasos de unas botas descendían la escalera. Reaccionó de inmediato, poniéndose de espaldas, mientras trataba, desesperadamente, de recordar la posición exacta en que había estado mientras durara el efecto de la droga; dejó caer las manos flojas a los costados, levantó levemente la pierna izquierda y cerró los ojos. El otro no debía darse cuenta de que había recuperado la conciencia. Tenía que abrir la puerta completamente desprevenido.
Hizo un esfuerzo para controlar su respiración, dándole un ritmo plácido y parejo, aunque le provocaba dolores de estómago. El hombre continuaba mirándolo en silencio. En cuanto abra la puerta saltaré sobre él, pensó Les.
Un escalofrío nervioso le hizo mover la garganta. ¿Se daría cuenta el hombre de que estaba fingiendo? Con todos los músculos en tensión, aguardaba el chirrido de la puerta al abrirse. Era su oportunidad para escapar.
No tendría ninguna otra ocasión para salvarse. Eso vendría esa noche.
De pronto, sintió que los pasos del hombre comenzaban a alejarse. Les abrió los ojos repentinamente, desfigurado su rostro por una expresión de horror e incredulidad. ¡El hombre no tenía intención de abrir su jaula!
Continuó tirado en la misma posición por un largo rato, tembloroso, mirando en silencio la ventana enrejada donde había estado el hombre unos minutos antes. Sentía deseos de llorar, de golpear los puños contra la puerta hasta hacerlos sangrar.
—¡No! ¡No! —murmuró, desfallecido.
Por fin hizo un esfuerzo y se puso de rodillas para mirar, con cautela, por sobre el borde de la ventana. El hombre no estaba a la vista.
Volvió a agacharse y comenzó a revisar sus bolsillos.
La billetera… no había nada que pudiera servirle: un pañuelo, un trozo de lápiz, algunas monedas, un peine.
Nada más.
Colocó todos esos adminículos en la palma de la mano y se quedó contemplándolos largo rato como si, de alguna manera, encerraran la respuesta a su desesperada situación. Tenía que haber una salida; no podía soportar la idea de acabar como el otro hombre, que el maldito lo dejara allí para que esa cosa lo…
—¡No!
Con un movimiento espasmódico, arrojó todas las cosas al suelo de la jaula, mientras los labios hacían un gran esfuerzo por contener un grito de indignación. No podía ser verdad; debía tratarse de un sueño espantoso.
Volvió a arrodillarse con desesperación y, una vez más, comenzó a palpar con sus dedos temblorosos las paredes de la jaula en busca de una hendija, un madero suelto, cualquier cosa.
Mientras continuaba su inútil búsqueda, hacía esfuerzos desesperados para no pensar en lo que la noche le depararía. Pero eso era lo único en lo que no podía dejar de pensar.
Ella se enderezó, jadeante; las manos callosas del hombre le acariciaban el pelo. Lo miró con los ojos desorbitados por el horror, y en ese momento él retiró la mano.
—Elsie —susurró.
El aliento cargado de whisky le daba en la cara; ella trató de echarse hacia atrás con un gesto de asco.
—Elsie —repitió él con voz espesa, mirándola con ojos vidriosos de borracho.
Ella se hizo atrás cuanto pudo, hasta apoyar la espalda contra el respaldo de la cama. El hombre aspiraba bocanadas de caliente aliento por la boca abierta; los mechones de pelo oscuro se le pegaban, húmedos, a las sienes.
—Elsie, fue sin querer —dijo—. Elsie…, por favor, no tengas miedo.
—¿Don…dónde está mi marido?
La tomó con fuerza de una mano, atrayéndola hacia sí como si fuera una muñeca de trapo. Lo tenía tan cerca que se sentía envuelta en su aliento.
—No —jadeó apenas, tratando de empujarlo hacia atrás por los hombros.
—Te quiero, Elsie. Te quiero.
—¡Les!
El grito estalló en la pequeña habitación. El hombre le tomó la mejilla en la mano, y ella apartó bruscamente la cabeza.
—¡Está muerto! —le gritó con voz ronca—. Lo devoró. Lo devoró, ¿me escucha?
Ella cayó contra el respaldo, enmudecida de horror.
—No —dijo, sin darse cuenta siquiera que había hablado.
—¿Cree que lo hice por mi voluntad? —preguntó él, con tono entrecortado, mientras una lágrima le surcaba la mejilla ennegrecida por la barba—. ¿Cree que sentí placer al hacerlo? —un sollozo le sacudió el pecho—. No quise hacerlo, pero usted no sabe…, no tiene siquiera una idea. Estuve dentro de eso. Sí, ¡oh Dios mío! No se imagina lo que es eso. No, no se lo imagina…
Se dejó caer pesadamente en la cama, sacudido por fuertes sollozos.
—No quería hacerlo. Por Dios, le digo que yo no quería…
Ella se apretó la boca con el puño cerrado. Le faltaba la respiración. Su mente hacía un enorme esfuerzo para no creer. No, no era verdad. No podía ser.
Bajó de la cama de un salto y en un segundo estuvo de pie. Fuera se estaba poniendo el sol. Trató de tranquilizarse a sí misma pensando que hasta la noche no vendría el monstruo; se decía que aún no estaba oscuro. Pero en realidad no sabía por cuánto tiempo había estado inconsciente.
El hombre la miró, con los ojos ribeteados de rojo.
—¿Qué hace?
Pero ella trató de correr hacia la puerta.
Cuando ya iba a abrirla, el hombre chocó contra ella y los dos dieron contra la pared. Sintió que se quedaba sin aliento; al mismo tiempo, la herida de la cabeza comenzó a palpitarle nuevamente. El hombre la sujetó, y sus manos comenzaron a recorrerle desesperadas los hombros y el pecho.
—Elsie, Elsie —murmuraba, mientras trataba de besarla.
En ese momento, la chica vio la pesada jarra sobre la mesa cercana. Sintió los dedos del hombre apretándola más y sus labios presionados contra los de ella. Asió entonces la jarra, la levantó y…
Grandes trozos de cerámica blanca se esparcieron sobre el suelo; el grito del hombre resonó en la habitación.
Marian se apoyó en la pared, tratando de recuperar el aliento; volvió la mirada hacia el cuerpo del hombre crispado en el suelo, y hacia los gruesos dedos que trataban de asir la alfombra.
Volvió la vista rápidamente a la ventana. Ya era casi de noche.
Con un movimiento rápido se inclinó sobre el cuerpo del hombre y revolvió los bolsillos del mono hasta encontrar el llavero. Salió corriendo de la habitación y pudo ver, por sobre el hombro, que el hombre se volvía para quedar de espaldas en el suelo mientras gemía.
Corrió por el pasillo y abrió de un tirón la puerta de entrada. Ya la sangre del crepúsculo teñía el contorno del cielo.
Saltó los peldaños de la galería y corrió en zigzag en torno a la casa, sin sentir siquiera las piedras que iba pisando. No apartaba la vista de la hilera de jaulas. No es cierto, no es cierto, se repetía mentalmente. Me mintió. A pesar de esos pensamientos que trataban de tranquilizarla no pudo contener un profundo sollozo.
Me mintió, se dijo.
La cortina de la noche descendía abruptamente mientras ella se acercaba a la primera jaula, sostenida apenas por sus temblorosas piernas.
Vacía.
Otro sollozo se ahogó en su garganta. Corrió hasta la otra jaula. ¡Le había mentido!
Vacía. ¡No!
―¡Les!
―¡Marian!
Con un impulso, él se enderezó en la jaula, con el rostro iluminado por una súbita esperanza.
—¡Oh, querido! —su voz se había convertido en un murmullo débil y vacilante—. Me dijo que…
—Marian, apresúrate, abre la puerta. Ya viene.
Un frío terror se apoderó nuevamente de ella. Instintivamente volvió la cabeza a un costado, y su mirada asombrada trató de penetrar el oscuro desierto.
—¡Marian!
Mientras probaba una de las llaves, las manos le temblaban incontrolablemente. Se mordió el labio hasta sentir dolor. Probó otra llave. Tampoco abría.
―¡Date prisa!
―¡Oh, Dios mío! —gimoteó ella, mientras sus manos inseguras probaban otra llave.
Tampoco correspondía.
—No puedo encontrarla…
—Está bien, tesoro —dijo él de pronto, como si otro hablara en su lugar… Está bien, no desesperes, hay tiempo de sobra ―respiró profundamente―. Prueba la otra llave. Está bien. Así. ¡Ah! No, esa no es. Prueba la otra…
Aunque trataba de darle ánimo, el estómago se le retorcía en un nudo cada vez más apretado.
Los dientes de Marian perforaban la piel del labio inferior. Dio un respingo y dejó caer el llavero. Exhaló un quejido ahogado, en tanto se agachaba para levantarlo. Podía escuchar, a través del desierto, el resuello sibilante, cada vez más poderoso.
—¡Oh, Les, no puedo, no puedo!
—Está bien, querida —dijo él, súbitamente resignado—. No importa, corre hacia el camino.
Ella lo miró, vacío el rostro de toda expresión.
—¿Qué?
—Querida, ¡por amor de Dios! No te quedes allí parada… ¡Corre!
Ella trató de juntar el resto de aliento que aún le quedaba, controló el temblor de sus manos y volviendo a clavarse los dientes en el labio lastimado, probó otra llave, después otra y la siguiente, mientras Les la miraba horrorizado, tratando de vigilar el desierto oscuro por sobre su hombro.
—Oh, querida, no…
La cerradura quedó abierta de golpe. Con un gruñido irreprimible, Les empujó la puerta y tomó la mano de Marian; el chasquido sibilante temblaba en el aire nocturno.
—¡Corre! —jadeó Les—. No mires hacia atrás.
Corrieron a toda velocidad, alejándose desesperadamente de las jaulas, y de la masa gelatinosa de dos metros de altura que temblaba como un gran borbotón de vida arrojado por una escudilla pantagruélica. Trataron de no oír, de no ver, con los ojos siempre hacia adelante; corriendo sin interrupción a grandes trancos, impulsados por el miedo.
El coche estaba otra vez frente a la casa; tenía hundida la parte delantera. Abrieron las puertas de un golpe y subieron rápidamente. La temblorosa mano de Les encontró la llave de contacto. La hizo girar y dio arranque.
—¡Les, viene hacia aquí!
Los engranajes chirriaron y el coche dio un brinco hacia adelante. Él no miró hacia atrás; cambió la marcha, pisando el acelerador para salir al callejón.
Giró a la derecha, dirigiéndose al pueblo que recordaba haber pasado, hacía tanto tiempo que parecían años. Hundió hasta el piso el pedal del acelerador y el coche empezó a tomar velocidad. Sin faros delanteros no podía ver el camino, pero tampoco podía levantar el pie; parecía pegado al pedal.
El coche rugía por el camino oscuro; Les respiró normalmente por primera vez.
El ser se balanceaba sobre el suelo, soltando espumarajos por la furia contenida en sus tejidos; el animal no había cumplido con lo pactado, no veía alimento para él. El ser continuó arrastrándose, formando círculos de furia, siempre en busca de algo; las células visuales registrando el suelo. Su informidad acorazada y luminosa recorría la tierra resquebrajada. Se dirigió a la casa como una ola viscosa, acercándose al zumbido que emitía el cono.
El brazo de Merv hizo un movimiento espasmódico; se irguió de un brinco, con los ojos muy abiertos, tratando de ver. Los alfilerazos de dolor que sentía en la cabeza y en el brazo le revelaron que volvía en sí. El cono parecía una araña que hurgaba, que le hincaba las patas filosas como navajas, tratando de penetrar más profundamente en su carne. Se puso de rodillas haciendo un gran esfuerzo; el dolor le nublaba la mirada.
Apenas se había puesto de pie cuando un ruido estrepitoso conmovió toda la casa. Tuvo una violenta convulsión, y la mandíbula se le aflojó de dolor. La punzada en el brazo era cada vez más intensa; de pronto, supo la verdad. Jadeante, dio un salto hasta el vestíbulo para mirar hacia el oscuro pozo de la escalera.
El ser ascendía la escalera ondulando espasmódicamente; sus setenta ojos brillantes y deformes se adelantaban hacia el animal. Su amorfo bulto se sacudía con gruñidos y siseos furiosos; se levantaba y dejaba caer por los escalones.
Los escalones de atrás eran su única salvación. Ya no podía respirar, siquiera; el aire parecía licuado en sus pulmones. Los tacos de sus botas repiquetearon por el vestíbulo y a través del dormitorio oscuro. Detrás se oía el ruido de la barandilla que cedía y estallaba en pedazos al llegar el ser al segundo piso, doblado como una vejiga bifurcada, para desplegarse nuevamente y seguir avanzando.
Merv se lanzó por la empinada escalera, agarrándose con manos temblorosas de la barandilla; el corazón le martillaba en el pecho sin control. El dolor que le atenaceaba el brazo le arrancó un grito ronco.
Estuvo a punto de perder el sentido.
Al llegar al último escalón, oyó destrozarse la puerta de su dormitorio y la furia incontrolada del ser mientras…
Se hundía y levantaba nuevamente para pasar la puerta de la escalera posterior, haciéndola astillas para acomodar su volumen. Podía escuchar abajo los latidos del animal en fuga. Perdió de pronto su adhesividad, y salió rodando por las escaleras, mientras sus setecientos tentáculos se aferraban a las astillas de madera.
Cayó sobre el ultimo peldaño, su bulto informe chocó contra la puerta y se esparció en el suelo de la cocina.
Merv se acercó a la repisa de la sala. Levantó el brazo, apuntando hacia abajo con el máuser, al tiempo que giraba sobre sus talones; en ese momento, el ser desbordado cayó como una cascada luminosa a través de la puerta.
En la habitación resonaron vanas explosiones: Merv descargaba el arma sobre el bulto que se aproximaba. Las balas saltaron impotentes de sus cápsulas. El hombre dio un salto hacia atrás, con un grito de horror, dejando caer el arma. Un movimiento del brazo descolgó el retrato de su esposa, que se destrozó contra el suelo. Su mente enferma alcanzó a ver la cara sonriente de Elsie, detrás del vidrio destrozado.
Luego apretó algo duro con la mano, y supode inmediato, lo que debía hacer.
Dio un salto hacia el costado; al mismo tiempo, la masa brillante retrocedió para arrojarse sobre él. La repisa se hizo astillas, la puerta explotó hacia fuera.
Entonces, mientras el ser volvía a levantarse para arrojarse sobre él, Merv quitó el resorte de la granada y la apretó contra su pecho.
―Bestia estúpida… Te mataré por…
¿DOLOR?
Los tejidos explotaron desgarrando la cobertura, y el ser corrió por el suelo como un torrente de lava disuelta.
El silencio invadió la habitación. Una a una se iban apagando las fuentes de pensamiento del ser, a medida que la atmósfera ahogaba la vida en cada uno de sus tejidos. Sus restos se estremecieron débilmente, las células del ser y sus gelatinosas membranas fueron traspasadas por la agonía. Los pensamientos se desvanecían.
Quedaban sólo gotas de los fluídos vitales, de los rayos de lámpara que daban calor y vida a la materia palpitante. Las células se dividían, los distintos organismos perdían su independencia, el ondulante contenido de la vejiga de comida se distendía, se hinchaba. ¿Dónde están los amos, que me dieron vida para que pudiera alimentarlos sin perder jamás mis fuerzas y mi forma?
Entonces el ser, originado en tumores hidropónicos, murió, habiendo olvidado que había devorado al amo dormido, ingiriendo, junto con su cuerpo, todo el conocimiento que encerraba su cerebro.
Ese año, la mañana del sábado 22 de agosto se produjo una violenta explosión en el desierto; quienes estaban a treinta kilómetros de distancia recogieron en sus patios extraños trozos de metal.
Debió de ser un meteoro, dijeron. Pero era sólo por decir algo.
Se cernía en las tinieblas; la corteza metálica fulguraba tenuemente en silencio, impulsada hacia arriba por fuerzas antigravitatorias. La mortaja de la noche cubría el planeta alejado de la luna. Abajo, en la región cubierta por las sombras, un animal contemplaba con ojos desorbitados la fosforescencia mortecina de la esfera suspendida en lo alto. Contracción de músculos. Sordo tamborilear de garras que huyen sobre la superficie dura de la tierra. Otra vez el silencio solitario, rasgado apenas por el susurro del viento Horas. Horas negras en su lenta metamorfosis, al gris primero y después a un rosado difuso. Moteada por los primeros rayos solares, la esfera metálica resplandecía con un suave fulgor ultraterreno.
Fue como introducir la mano en un horno ardiente.
—¡Oh, Dios mío, cómo quema! —dijo él con una mueca, y volvió a posar la mano sobre el volante húmedo de sudor.
—Es tu imaginación —dijo Marian.
Estaba aplastada contra las fundas de plástico recalentado que cubrían el asiento. Un kilómetro atrás había asomado los pies por la ventanilla, sin quitarse las sandalias. Tenía los ojos cerrados, y el aliento entrecortado se escapaba entre sus labios resecos. El viento cálido le abanicaba la cara, desordenándole los cortos cabellos rubios.
Se retorció incómoda, mientras tironeaba del angosto cinturón de los shorts.
—No hace calor —afirmó—; está tan fresco como un oasis.
—¡Ojalá! —masculló Les.
Se inclinó levemente hacia adelante y la camisa húmeda, pegada a la espalda, le hizo rechinar los dientes.
—El peor mes para conducir —refunfuñó.
Habían partido de Los Angeles, tres días antes, rumbo a Nueva York, para visitar a la familia de Manan. Desde el principio, las temperaturas habían sido verdaderamente tropicales; después de tres días de calor bochornoso, estaban sin energías.
Por otra parte, el ritmo que se habían impuesto no contribuía a mejorar las cosas. Seiscientos kilómetros por día, teóricamente no parecían excesivos; pero en la práctica conducir a esa velocidad era un verdadero martirio. Había que viajar por desvíos polvorientos, levantando nubes de tierra por los tramos de caminos en reparación, cubiertos de baches, y tratando de no sobrepasar los treinta kilómetros por hora para no quebrar un eje ni desnucarse; y cada media hora, más o menos, debían ascender largas cuestas empinadas que ponían el agua del radiador casi en el punto de ebullición. Después se veían forzados a esperar largos minutos ―en medio del calor sofocante― para que el motor se enfriara, ayudándolo, a veces, con un poco del agua que llevaban para ellos. No había más remedio que sentarse a esperar en medio de aquel horno.
—De este lado ya estoy listo, dame vuelta —dijo Les, sin aliento.
—Ja, ja —repuso Marian en voz baja.
—¿Queda un poco de agua?
Marian extendió la mano izquierda para levantar la pesada tapa de la nevera portátil. Tanteó en el fresco interior hasta encontrar el termo y lo sacudió.
—Vacío —anunció, con un gesto de desaliento.
—Como mi cabeza —agregó él, en tono disgustado—. ¿Cómo acepté esto de conducir hasta Nueva York, en pleno mes de agosto?
—Bueno, bueno, basta ya —contestó ella, perdiendo el deseo de bromear—. No te acalores.
—Maldición —replicó Les ásperamente—. ¿Cuándo volverá este infernal desvío al maldito camino?
—Maldito, maldito, maldito —repitió ligeramente el eco femenino.
Él no replicó, pero sus manos se crisparon con fuerza sobre el volante.
Llevaban horas viajando por ese maldito camino, apartados de la ruta, que estaba en reparación, debido a un solo letrero: “Ruta 66 - Desvío”. Después de haber cruzado más de cinco intersecciones en menos de dos horas, ya ni siquiera estaban seguros de encontrarse en el camino correcto. Apresurados por dejar atrás el desierto, no habían prestado demasiada atención a las señales de los cruces.
—Querido, allí hay una estación —dijo Marian—; quizá nos den un poco de agua.
—Y nafta, de paso —agregó él, mientras miraba la aguja del indicador—. Y alguna indicación para volver al camino.
—Al maldito camino —agregó ella.
El asomo de una sonrisa cambió apenas la expresión de Les, mientras se desviaba del sendero. Detuvo el coche frente a dos bombas de gasolina con la pintura descascarada, plantadas frente a una casucha precaria.
—Este lugar se las trae —dijo él, sin ningún entusiasmo.
—Para gente de categoría —agregó Marian, volviendo a cerrar los ojos y respirando agudamente con la boca abierta.
Nadie salió de la casita.
—Por favor, no me digas que está abandonada —dijo Les, disgustado, después de echar una mirada alrededor.
Marian abrió los ojos y bajó sus largas piernas.
—¿No hay nadie por aquí? —preguntó.
—No parece —dijo Les.
Abrió la portezuela, arriesgándose a salir. Cuando se puso de pie, un gruñido involuntario le sacudió el cuerpo y sintió que se le aflojaban las rodillas. Era como si lo hubieran sumergido en un baño caliente.
—¡Dios mío! —exclamó, apartando la vista de las reverberaciones oscuras que le lamían los tobillos.
—¿Qué sucede?
—¡Este calor! —respondió.
Cruzó el pedazo de tierra caliente y resquebrajada y pasó entre las dos bombas, que lucían sus manijas herrumbradas, para llegar a la puerta de la casita. Y no hemos hecho siquiera un tercio del camino, murmuró tristemente para sí.
A su espalda, Marian cerró la portezuela con un golpe seco; Les oyó el rumor de sus sandalias sobre el suelo.
La sensación de frescura que se desprendía de la oscuridad duró sólo un segundo. En seguida el aire húmedo y viciado envolvió a Les, haciéndole bufar de disgusto.
La casita estaba desierta. El reducido espacio incluía una mesa ―cuyas patas desparejas sostenían una superficie llena de cicatrices―, una silla sin respaldo, y un surtidor de Coca Cola cubierto de telarañas; sobre la pared, almanaques y listas de precios. Un raído visillo cubría la ventana hasta el marco inferior, dejando pasar una luz mortecina a través de sus numerosas rasgaduras.
Retrocedió hacia la puerta, haciendo crujir las maderas del suelo.
—¿No hay nadie? —preguntó Marian.
Él negó con la cabeza. Por un momento se miraron sin expresión. Ella se enjugó la frente con el pañuelo húmedo.
—Bueno, ¡adelante! —dijo, en tono agrio.
En ese momento se escuchó el matraqueo de un coche por el desparejo sendero que iba desde el camino al desierto. Alejándose unos pasos de la casita, divisaron un viejo camión remolcador de fabricación casera, que se acercaba ruidosamente a la estación, en una línea no muy recta. A lo lejos, más allá del camino, sobresalía la baja silueta de la casa de donde había salido.
—Llegan socorros —dijo Marian—. ¡Ojalá que traigan agua!
Mientras el camión frenaba con un chirrido junto a la casita, pudieron ver la cara quemada por el sol del hombre que conducía. Era un individuo de treinta y tantos años, de aspecto hosco, vestido con una camisa y un mono azul desteñido cubierto de remiendos. Por debajo del sombrero manchado de grasa asomaban unos mechones de cabello largo y lacio.
El gesto que les hizo al salir del camión no fue una sonrisa. Fue algo parecido a una contracción nerviosa de la inexpresiva boca, de labios delgados. Se acercó a ellos en varios trancos espasmódicos, paseando la mirada del uno a la otra.
—¿Quieren gasolina? —preguntó a Les, con voz dura y ronca.
—Sí, por favor.
Por un momento, el hombre miró a Les como si no comprendiera. Luego, se dirigió al Ford con un gruñido, sacando la llave de la bomba del bolsillo posterior del mono. Al llegar frente al guardabarros delantero echo un vistazo a la matrícula.
Trató de desenroscar la tapa del tanque de gasolina con sus dedos callosos, y se quedó mirándola estúpidamente.
—Tiene llave —le explicó Les, apresurándose a alcanzárselas.
El hombre las tomó en silencio y abrió la cerradura. Sacó la tapa y la colocó sobre el cierre del portaequipajes.
—¿Quiere común? —preguntó, levantando la mirada, oculta por las anchas alas del sombrero.
—Sí —contesto Les.
—¿Cuánto?
—Puede llenarlo.
El hombre posó apenas la mano sobre el capot ardiente y la retiró con brusquedad, dejando escapar una exclamación. Sacó un pañuelo y se envolvió la mano para levantar el capot. Al desenroscar la tapa del radiador, el agua hirviente salió en espumarajos, derramándose sobre el suelo reseco entre nubes de vapor.
—Lo único que faltaba… —murmuró Les para sí.
El agua de la manguera estaba casi a la misma temperatura. Mientras Les la aplicaba al radiador, Marian se acercó y puso el dedo en el líquido que salía en lentos borbotones.
—¡Oh, Dios! —exclamó, desilusionada. Mirando al hombre del mono, preguntó—: ¿No tiene un poco de agua fresca?
El hombre permanecía con la cabeza inclinada, apretada la boca en una línea estrecha y las comisuras hacia abajo. Marian volvió a repetir la pregunta, sin obtener respuesta.
—El clásico arizoniano de sangre de horchata —susurró a Les, y se acercó al hombre para preguntarle—: Disculpe…
Él levantó la cabeza, sobresaltado, revelando de pronto el brillo oscuro de sus ojos.
—¿Sí, señora? —dijo rápidamente.
—¿Nos podría conseguir un poco de agua fresca, para beber?
El grueso pellejo de la garganta se estremeció.
—Aquí no hay, señora —dijo—, pero… ―la voz se le quebró, y continuó mirándola sin expresión—. Ustedes son de California, ¿no es cierto? —preguntó.
—Así es.
—Van… ¿muy lejos?
—A Nueva York —contestó ella, con impaciencia—. Pero, ¿no es posible que tenga…?
—Nueva York —repitió el hombre—. Bastante lejos ―sus desteñidas cejas se unieron en medio de la frente.
—¿Qué pasa con el agua? —insistió Marian.
—Bueno… —respondió él, haciendo un esfuerzo por sonreír—. Aquí no hay, pero si quieren ir hasta mi casa, mi mujer les dará agua.
—Ah, menos mal —dijo Marian encogiéndose levemente de hombros.
—Mientras mi mujer les trae el agua, pueden ver el zoológico que tengo —dijo el hombre, agachándose junto al guardabarros para comprobar si el tanque se estaba llenando.
—Tenemos que ir a su casa para conseguir agua —anunció Marian a Les, que revisaba una de las baterías.
—¿Qué? Oh, está bien.
El hombre desconectó la manguera y volvió a tapar el tanque de nafta.
—Así que Nueva York, ¿eh? —repitió, mirándolos.
Marian asintió con una sonrisa amable. Les bajó el capot y la pareja entró en el coche para seguir tras el camión hasta la casa.
—Tiene un zoológico —dijo Marian, inexpresiva.
—Qué bien —repuso Les, poniendo en marcha el coche para bajar la suave pendiente.
—Me enfurecen —dijo Marian.
Habían visto docenas de esos zoológicos desde que salieron de Los Angeles. Por lo general, se encontraban cerca de las estaciones de servicio, para atraer clientes. Casi sin excepción, eran colecciones lastimosas: pequeñas jaulas áridas en las que tiritaba algún zorro enflaquecido, cuyos apagados ojos completaban el aspecto enfermizo. Unas cuantas serpientes se enroscaban aletargadas y, tal vez, algún águila con las plumas apolilladas miraba hacia abajo desde una jaula. Por lo general, en medio de esa exhibición denominada pomposamente zoológico había alguno que otro lobo, o un coyote encadenado, lastimosa bestia que recorría constantemente el mismo círculo determinado por la cadena. Nunca miraban a la gente; los ojillos enrojecidos vagaban siempre hacia adelante, indiferentes, mientras el animal caminaba incesante, las patas delgadas como palos.
—Los detesto —dijo Marian, con amargura.
—Ya lo sé, querida —contestó Les.
—Si no fuera porque necesitamos agua, no me acercaría a esa casa vieja.
—Está bien —dijo Les, con una sonrisa.
Mientras trataba de esquivar los baches del callejón, agregó, haciendo castañetear los dedos:
—¡Ah! Olvidé preguntarle cómo debo hacer para volver al camino.
—Podrás preguntarle cuando lleguemos a la casa —dijo ella.
Era una estructura de dos pisos, de un descolorido tono parduzco. Detrás había una hilera de cobertizos bajos, casi cuadrados.
—El zoo —anunció Les—. Tigres, leones, toda clase de animales.
—¡Tonterías! —replicó ella.
Frenó el coche frente a la silenciosa casa. Al mismo tiempo, el hombre del sombrero saltó del polvoriento asiento del camión.
—Ya les traigo el agua —dijo rápidamente, dirigiéndose a la casa. Se detuvo por un momento, echando un vistazo hacia atrás, hizo un gesto con la cabeza y dijo—: El zoológico está atrás.
Le vieron subir los escalones de la vieja casa. Les se desperezó con ganas, parpadeando bajo el fuerte resplandor del sol.
—¿Quieres ir a ver el zoológico? —preguntó, tratando de no sonreír.
—No.
—Oh, vamos…
—No quiero ver eso.
—Yo voy a echar un vistazo.
—Bueno, está bien —dijo ella—. Pero sé que me voy a enojar.
Caminaron en torno a la casa hasta llegar a un costado protegido por las sombras.
—¡Oh, qué bien se está aquí! —exclamó Marian.
—Escucha, se olvidó de cobrarnos…
—Ya lo hará —dijo ella.
Se acercaron a la primera jaula y miraron por la pequeña ventanilla, asegurada con pesados tornillos.
—Vacía —dijo Les.
—¡Qué bien!
—Si así es el resto…
Se acercaron lentamente a la jaula siguiente.
—Mira qué pequeñas son —dijo Marian, con pena—. ¿Acaso a él le gustaría estar encerrado en un lugar reducido? ―se detuvo en seco—. No. No quiero ver —dijo—. No quiero ver sufrir a esas pobres bestias.
—Voy a dar un vistazo, nada más —dijo él.
—Eres un malvado.
Se acercó a la segunda jaula. Lo que allí vio le arrancó una exclamación de asombro.
—¡Marian!
El grito le puso la piel de gallina.
—¿Qué pasa? —preguntó, mientras corría, ansiosa, hacia donde estaba él.
—¡Mira!
—¡Oh, Dios mío! —susurró, temblorosa.
Dentro había un hombre.
Ella permaneció mirándolo con una expresión de incredulidad, sin sentir siquiera las gruesas gotas de sudor que le corrían por la frente hacia las sienes.
El hombre, echado en el suelo sobre una mugrienta frazada del ejército, parecía una muñeca con las articulaciones rotas. Sus ojos abiertos nada veían. Las pupilas dilatadas indicaban que estaba drogado. Las manos sucias descansaban exangües sobre el suelo cubierto de paja, como torcidos sarmientos de piel y hueso. Su boca entreabierta y floja era una herida que dejaba entrever los dientes amarillentos. Los labios resecos estaban partidos.
Les se volvió, y su mirada se cruzó con la de Marian; la vio palidecer sin que el rostro, tenso, modificara su expresión.
—¿Qué es esto? —preguntó ella, temblándole la voz.
—No lo sé… ―volvió los ojos hacia la jaula, como si le costara creer lo que había visto. Miró nuevamente a su mujer y repitió—: No lo sé.
El corazón le latía con fuerza en el pecho. Continuaron mirándose por unos segundos, los ojos muy abiertos llenos de sorpresa e incredulidad.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Marian, en un susurro.
Les tragó saliva, como si algo duro se le hubiera atravesado en la garganta, y volvió la vista hacia la jaula. Casi involuntariamente, dijo:
—¡Hola! Dígame, ¿no puede…?
El hombre estaba en estado comatoso; su garganta se agitó, pero sin ruido alguno.
—Les, ¿y qué pasaría si…?
Los cabellos de Les se erizaron súbitamente: Marian observaba con mudo recelo la tercera jaula.
Echó a correr, y sus pasos repercutieron sobre la tierra reseca, levantando polvo. Al llegar a la jaula siguiente, exclamó:
—¡No!
Dejó que Marian se acercara, sacudido por violentos escalofríos.
—¡Pero por Dios, esto es monstruoso! —gritó ella, mirando horrorizada al segundo hombre enjaulado.
El hombre les dirigió una mirada vidriosa y sin vida. Por un momento, su cuerpo laxo trató de incorporarse un poco, y sus labios se agitaron en un esfuerzo por hablar. Por las comisuras le corría un hilo de saliva que llegaba hasta el mentón, ennegrecido por la barba. Su cara sudorosa, surcada por líneas de mugre, parecía una máscara de súplica impotente. Después, la cabeza le cayó sobre el hombro y los ojos rodaron hacia atrás.
Marian se alejó de la jaula, tomándose la cara entre las manos temblorosas.
—Ese hombre está loco —susurró, dirigiendo una dura mirada hacia la casa silenciosa.
Les se volvió súbitamente: los dos se acordaron del dueño de la casa que los enviara a ver el zoológico.
—Les, ¿qué podemos hacer? —preguntó Marian con un tono de creciente histeria.
Les se hallaba desprovisto de toda sensación, aniquilado por el impacto de lo que acababan de ver. Por largo rato permaneció inmóvil, tembloroso, mirando a su mujer como si todo formara parte de un sueño fantástico.
Al fin logró pronunciar algunas palabras, sintiendo que el calor lo envolvía en una oleada sofocante.
—Huyamos de aquí —dijo de pronto, tomándole la mano.
Sólo se oía el ronco jadeo de los dos y las rápidas pisadas de Marian sobre el suelo endurecido. El intenso calor parecía vibrar, quitándoles el aliento y cubriéndolos de sudor.
—Más rápido —balbuceó Les, tironeándola de la mano.
Pero al llegar a la esquina de la casa, retrocedieron con una violenta contracción de músculos.
—¡No! —gritó Marian.
Simultáneamente, su rostro se transformó en una torcida máscara de terror.
Allí, parado entre ellos y el coche, el hombre les apuntaba con una escopeta de doble caño.
Sin saber porqué, un pensamiento cruzó rápidamente la imaginación de Les: nadie sabía dónde estaban él y Marian; nadie sabría siquiera por dónde empezar a buscarlos. Ya dominado por el pánico, recordó que el otro había mirado la matrícula de California.
Se oyó entonces la voz dura e inexpresiva del hombre ordenándoles:
—Y ahora, vuelvan al zoológico.
Después de encerrarlos en una de las jaulas, Merv Ketter volvió lentamente hacia la casa, con la pesada arma colgando del brazo derecho.
Durante todo el proceso no había experimentado ningún placer en lo que hacía; sólo una sensación temporal de alivio, que alcanzó a distender levemente la tensión de su cuerpo. Pero la tensión volvía gradualmente a apoderarse de él. Sólo desaparecía en los escasos minutos que requería atrapar y enjaular a otra persona. Y en esa ocasión parecía aún más fuerte. Era la primera vez que ponía a una mujer en una de las jaulas. Consciente de esa circunstancia, sintió en el pecho un frío nudo de desesperación. Una mujer…, había enjaulado a una mujer. Con la respiración agitada, ascendió los escalones desvencijados de la galería posterior.
Segundos después, mientras la puerta de tejido se cerraba tras él, apretó los labios en un rictus desafiante. “Y bien, ¿qué pretendían de mí?”, pensó. Arrojó bruscamente la escopeta sobre la mesa de la cocina, cubierta con un hule amarillo. Otro resuello profundo pareció partirle el pecho. “¿Qué otra cosa podía hacer?”, se preguntó, como si entablara una discusión consigo mismo.
Al ir hacia la tranquila sala, salpicada por medallones de sol, el eco de sus botas resonó sobre el gastado linóleo. Desanimado, se dejó caer pesadamente sobre un viejo sillón, levantando un poco de polvo. ¿Qué otra cosa podía hacer? No tenía alternativa.
Volvió a mirarse por milésima vez, en el brazo izquierdo, el pequeño bulto rojizo inserto bajo la curva del codo. Incrustado en su carne, el pequeño cono metálico continuaba zumbando suavemente. No tenía necesidad de escucharlo, jamás dejaba de zumbar.
Estaba exhausto. Se dejó caer hacia atrás con un gruñido, apoyando la cabeza en el alto respaldo del sillón. Dejó vagar la mirada opaca hasta el otro extremo de la habitación, a través de los rayos temblorosos de luz, llenos de partículas de polvo suspendidas Allí estaba la repisa de la chimenea; sobre ella, el rifle Mauser, la pistola Luger, el proyectil de mortero y la granada de mano: todas sus armas bien conservadas. Por su atormentado cerebro pasó la vaga idea de apoyar la pistola contra la sien, acercar el Mauser a su costado y colocar la granada junto al estómago, tirando de la clavija.
Héroe de guerra. La frase le arañaba cruelmente la conciencia. Hacía mucho que había perdido todo significado para él, que había dejado de ser un consuelo. Ser un soldado condecorado con medallas y cintas, objeto de admiración y alabanzas, en un tiempo había tenido algún sentido…
Después, Elsie había muerto. Entonces, las batallas y el orgullo se convirtieron en cosa del pasado. Quedó solo en ese desierto, con sus trofeos, sus medallas y nada más. Hasta que un buen día se internó en el desierto, dispuesto a cazar.
Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados; sólo la agitación de su garganta revelaba una íntima perturbación. ¿De qué valía pensar y lamentarse? Sólo le quedaba el deseo de vivir. Quizá fuese un deseo estúpido e inútil, pero así y todo era muy real, y no podía ignorarlo ni desembarazarse de él. Ni siquiera cuando hubieron desaparecido dos hombres, o cinco; no, ni aún cuando fueron siete.
Sin piedad se clavó las sucias uñas en la palma de la mano, hasta hacer brotar la sangre. Una idea lo rondaba, sin darle tregua: una mujer, una mujer era diferente. Nunca había pensado enjaular a una mujer.
Se descargó con fuerza un puñetazo sobre la pierna, tratando de desahogar su ira. No había podido evitarlo. Por cierto, había visto la patente de California, pero en ese momento no pensó hacerlo. Fue después, cuando la mujer le pidió agua; entonces sintió que no tenía alternativa: debía hacerlo.
Le quedaban dos hombres solamente.
Al enterarse de que la pareja iba a Nueva York, la tensión comenzó a ir y venir, a aflojar y apretar, con un ritmo implacable, revelándole, en su propia carne, lo que sucedería: iba a decirles que fueran a ver el zoológico.
De pronto pensó que habría sido mejor aplicarles una inyección. Podían gritar. No le importaba tanto por el hombre; estaba acostumbrado a oír gritos de hombres. Pero de una mujer…
Merv Ketter abrió los ojos y miró, despojado de toda esperanza, la repisa de la chimenea: el retrato de su mujer muerta, las armas que fueran su gloria… y que ahora carecían de sentido; meros trozos de acero y madera sin valor alguno, sin esencia.
Héroe.
La palabra le dio náuseas.
El viscoso latido comenzó a apagarse y se detuvo por completo por un instante para recomenzar después, llenando el interior de la concha con un siseo espumoso. Una agitación ondulante se propagó a través de varias formaciones musculares. La criatura se agitó. Había llegado la hora.
Una idea. La informe burbuja de aire, transparente como un velo, se aglutinó solidificándose. La criatura comenzó a moverse: primero una ondulación, después un gelatinoso serpentear dentro de la burbuja resplandeciente. Un golpe seco, un movimiento escurridizo; un cúmulo de tejidos viscosos que emergen con un temblor.
La idea otra vez. Una onda directriz. La entrada en la atmósfera, con un siseo. El sordo balanceo de metales. Se abre. Se cierra con un chasquido.
Es la hora en que la sangre del crepúsculo bordea el horizonte. Henchida de algo informe y vivo, la esfera descolorida comienza una lenta y silenciosa inmersión en el aire.
La tierra se va enfriando. La criatura se posa, al fin, sobre la superficie. Ha llegado. Todo ser vivo huye espantado ante su avance implacable. Allí por donde pasa, el suelo conserva una estela iridiscente con tonos cambiantes de verde y amarillo.
—Cuidado —susurró Marian.
Sorprendido, Les estuvo a punto de dejar caer la lima de uñas. Escondió la mano con un movimiento brusco, y un tic nervioso comenzó a tironearle la mejilla cubierta de sudor. Retrocedió un poco hacia la sombra.
El sol casi se había puesto.
—¿Viene hacia aquí? —preguntó Marian, afónica por la sed.
—No lo sé.
Aguardó, tenso, mientras el hombre del mono se acercaba, haciendo taconear sus botas en el suelo reseco. Hizo un esfuerzo para tragar, pero el calor de la tarde le había absorbido toda la humedad; su garganta emitió un chasquido inútil. ¿Qué sucedería si el hombre descubría la profunda ranura limada en la barra de la ventana?
Con el rostro impasible, el hombre del sombrero caminaba rápidamente, describiendo con sus brazos pequeños y tensos arcos a los lados del cuerpo.
—¿Qué pensará hacer? —preguntó Marian. El repentino retorno del miedo le había hecho olvidar, por un momento, la incomodidad física.
Les se limitó a mover la cabeza. Toda la tarde se había estado haciendo la misma pregunta. Desde los primeros minutos de horror, cuando el hombre los encerrara para volver después a la casa, hasta el momento en que Marian encontró la lima de uñas en el bolsillo de sus pantalones. Entonces, el pánico que los dominara había cedido un tanto ante la esperanza de evadirse. Pero la misma pregunta lo había estado torturando sin cesar: ¿qué iría a hacer aquel hombre con ellos?
Pero esa vez el hombre no se dirigía a la jaula donde estaban. Un alivio momentáneo hizo aflojar la tensión que los atenaceaba. El hombre ni siquiera miró en esa dirección. Hasta parecía que sus ojos evitaban dirigirse hacia ellos.
Después lo perdieron de vista. Oyeron, en cambio, que abría una de las jaulas. El chirrido de las bisagras enmohecidas ató un nudo en el estómago de Les.
El hombre volvió a aparecer en el campo visual de los dos. Marian contuvo el aliento. Le vieron arrastrar por el suelo al hombre inconsciente, cuyos tacones iban dejando estrechos surcos en el polvo.
Después de recorrer unos pocos metros, el hombre del mono soltó los brazos flaccidos, y el cuerpo cayó con un golpe seco. Sólo entonces miró hacia atrás, dando un respingo con la cabeza. Notaron que se le estremecía la garganta; tragó con dificultad y movió los ojos rápidamente, mirando en todas direcciones.
—¿Qué estará buscando? —preguntó Marian con un susurro tembloroso.
—No lo sé, querida.
—Lo va a dejar allí —gimoteó ella.
Ante sus ojos, empañados por el miedo, el hombre del mono volvió a la casa con paso rápido y decidido, moviendo la cabeza convulsivamente al mirar a uno y otro lado.
¿Qué mirará, Dios mío?, se preguntó Les, cada vez más temeroso.
De pronto, el hombre se detuvo en mitad de un paso; con una contracción nerviosa, se apretó con fuerza el brazo izquierdo. Después se lanzó en una carrera precipitada, subiendo de dos en dos los escalones de la galería. Entró con un portazo, cuyo eco se prolongó por varios segundos. Después volvió a reinar un silencio absoluto.
—Tengo miedo —dijo Marian, con un hilo inseguro de voz, dominando apenas el sollozo que le apretaba la garganta.
Él también tenía miedo. No sabía exactamente de qué, pero estaba aterrorizado. Lo dominaba un horror paralizante, endureciéndole los músculos de la espalda y del cuello. No podía apartar la vista del hombre tirado en el suelo, boca arriba, mirando sin ver un cielo que se iba inundando de sombras.
Tuvo un nuevo sobresalto al oír que la puerta posterior de la casa se cerraba de un golpe; después giró una llave.
El silencio. Como triste mortaja, parecía envolverlos con su peso fatal. El hombre continuaba inmóvil sobre el suelo. Ellos, jadeantes, no podían apartar los ojos del hombre caído.
Marian apretó el puño y se clavó los dientes en los nudillos blanquecinos. Ya los rayos solares bordeaban el horizonte con una cinta escarlata.
Ningún ruido. Nada.
Silencio total.
Un sonido.
Contuvieron la respiración. Paralizados en la misma posición, los dos, con la boca entreabierta, se esforzaron por identificar aquel sonido nunca oído. Una rigidez letal les dominaba el cuerpo. Escucharon…
Una sacudida, un deslizamiento, el oscilante fluir de…
—¡Oh, Dios!
La voz de la mujer se perdió en un jadeo entrecortado; volvió el cuerpo hacia otro lado y se protegió los ojos con las manos temblorosas.
La oscuridad creciente hacía más indefinido lo que Les trataba de ver. Envuelto en la fetidez de la jaula, continuaba paralizado e insensible, con el rostro pálido como un cadáver.
Algo se estaba acercando al hombre, arrastrándose por el suelo. Una cosa informe que, no obstante, tenía cierta forma; algo semejante a un enorme reptil: una masa viscosa, una gelatina brillante.
Un estertor quebrado le inmovilizó las cuerdas vocales. Quiso retroceder y no pudo. Se negó a mirar. No quería oír aquel espantoso regurgitar, semejante al agua absorbida por una gran alcantarilla, al sordo borbotear del sebo hirviente.
¡No! ¡No!, repetía su cerebro entumecido, negándose a aceptar la realidad. ¡No, no, no!
El grito los hizo saltar y Marian cayó, temblorosa, contra una de las paredes de la jaula, estremecida por el nauseabundo choque.
El hombre ya no estaba en el suelo. Les se quedó contemplando el lugar donde había estado y vio, en su lugar, la masa gelatinosa que palpitaba como un gran bulto de plancton ondulante en su medio fluído.
Siguió mirando hasta que el hombre fue devorado por completo.
Luego se volvió, sostenido apenas por sus piernas insensibles, y avanzó trastrabillando hasta Marian. Las manos convulsivas de ella se clavaron como garras en su espalda, y la cara surcada de lágrimas buscó el apoyo de su hombro. La rodeó automáticamente con sus brazos; su rostro helado no revelaba emoción alguna. Ese abrazo instintivo fue sólo un reflejo de su necesidad de consolarla, y de aplacar su terror.
Pero no pudo hacerlo. Era como si una bestia invisible le hubiera desgarrado el pecho, arrancándole las entrañas. Nada quedaba de él; sólo un hueco enorme, un vacío helado. En ese hueco sentía una puñalada cada vez que recordaba el porqué de su cautiverio.
Cuando estalló el grito, Merv se tapó los oídos entre ambas manos, con tanta fuerza que comenzó a dolerle la cabeza.
No podía escapar. No había puerta ni ventana lo bastante hermética, ni pared tan sólida como para impedir que los gritos se filtraran hasta allí.
Tal vez estaban realmente en su conciencia, donde no había puertas ni ventanas para impedir el paso del horror convertido en grito. Sí, tal vez estuvieran en su mente. Eso explicaría por qué continuaba oyéndolos en sueños.
Una vez que todo hubo pasado, cuando Merv tuvo la seguridad de que aquella cosa se había ido, fue lentamente a la cocina y abrió la puerta. Entonces, como un robot accionado por mecanismos implacables, buscó el almanaque, para dibujar un círculo alrededor de la fecha: 22 de Agosto.
Era la víctima número ocho.
Su mano laxa dejó caer el lápiz, que rodó por el linóleo del suelo. Dieciséis días…; un hombre, día por medio, durante dieciséis jornadas. Era un cálculo aritmético simple. La verdad, en cambio, era mucho más complicada.
Comenzó a recorrer la sala a grandes trancos. Al pasar por la zona de luz de la lámpara, un resplandor lechoso ponía de relieve sus facciones, marcadas por la fatiga, que se esfumaban cuando volvía a la penumbra. Dieciséis días. Parecía mentira que sólo dieciséis días atrás hubiera salido al desierto a cazar conejos. Parecían dieciséis largos años.
Una vez más recordó aquella escena, repetida hasta el cansancio por su mente. Se vio a la hora del crepúsculo, arrastrando los pies por las arenas del desierto, el rifle apoyado en la cadera; volvía la cabeza en todas direcciones, los ojos vigilantes protegidos por el sombrero.
De pronto, al pasar la cresta de un médano cubierto de matorrales, se había detenido, con el aliento entrecortado y los ojos fijos en la esfera, que resplandecía como una luz sumergida en el agua. Al verla, su corazón dio un vuelco y todos los músculos del cuerpo se pusieron en tensión.
Se acercó poco a poco, hasta quedar casi debajo del globo luminoso que reflejaba los rayos rojizos del sol decadente.
Soltó una exclamación al ver la cavidad circular que aparecía en la superficie de la esfera. En esa cavidad, flotando, aparecía…
Giró bruscamente y comenzó a subir la pendiente, jadeando por el esfuerzo y la desesperación, dejando en la arena la huella impresa de sus botas. Al llegar a la cima, el pánico lo hizo correr a grandes zancadas, mientras el arma que sujetaba con la mano derecha le golpeaba la pierna.
En ese momento había escuchado un sonido por sobre su cabeza; era como un escape de gas. Trataba de mirar por sobre el hombro, los ojos desorbitados. Después, un grito helado le transformó la cara en una máscara de horror.
Diez metros hacia arriba apareció un bulto luminoso.
Merv se inclinó hacia adelante, tratando de seguir en su desesperada carrera. Sentía, desde atrás, un vaho fétido. Se volvió a mirar y vio, horrorizado, que aquella cosa descendía sobre él. Ya estaba a tres metros de distancia, a dos, a uno…
Merv Ketter se echó de rodillas al suelo, se volvió de un brinco y apuntó con el rifle. El estampido quebró el silencio del desierto.
Un grito ahogado murió en su garganta, al ver que el proyectil rebotaba contra la reluciente esfera como una piedra contra una pelota de goma. Se arrojó al suelo, sobre un costado; algo le penetró en el brazo, haciéndole caer el rifle de la mano exangüe. Un metro… noventa centímetros… El calor hacía reverberar el aire ante sus ojos; aquel olor nauseabundo lo iba envolviendo.
Levantó los brazos.
—¡No! —exclamó.
Una vez había saltado a un pozo de agua, sin mirar, y se había quedado empantanado allí, en el fango no muy profundo. Ahora tuvo la misma sensación…, sólo que el limo venía hacia él.
La envoltura de gases ahogó sus gritos; sus miembros debilitados quedaron prisioneros de un tejido gelatinoso. En torno a sus ojos, inmovilizados por el miedo, pudo ver una albúmina palpitante en la que flotaban corpúsculos brillantes en continuo movimiento. El horror le oprimía el cerebro; fue como si la muerte le sorbiera la vida.
Pero no estaba muerto.
Respiró profundamente, inhalando un aire granuloso y maloliente. Sus pulmones trabajaban con esfuerzo, y al respirar lo sacudieron fuertes arcadas.
Después sintió que algo se movía en su cerebro.
Trató de gritar, retorciéndose como un poseído para liberarse de aquella extraña sensación, pero no lo consiguió. Era como si pequeñas serpientes se deslizaran entre los tejidos de su cerebro; sintió sus mordeduras en la fuente misma de sus pensamientos.
Las serpientes se enroscaban, apretándose más y más contra las paredes del cráneo. “Podríamos matarte en este mismo momento” parecían decirle, por medio de palabras impresas en ácido hirviente. Todos los músculos de su cara estaban en tensión, imposibilitados de efectuar movimiento alguno en ese engrudo putrefacto.
Continuaron formándose palabras que le quemaban el cerebro, estampándose en forma indeleble en su conciencia. “Debes conseguirme alimento”.
Aun en ese momento, de pie ante el calendario, seguía tiritando.
¿Podía, acaso, haber actuado de otra manera? La pregunta era semejante al ruego de un envilecido suplicante. El ser le había sorbido los sesos. Sabía todo lo referente a su pasado, a su casa, a su mujer, a la estación de servicio.
Le ordenaba lo que debía hacer, sin dejarle ninguna elección. Tenía que hacerlo. ¿Habría alguien capaz de resistir? ¿Alguien, en su lugar, no habría prometido lo que fuera para librarse de ese horror?
Con una expresión de derrota, sin dejar de temblar, comenzó a subir las escaleras, inseguro, sabiendo que el sueño no vendría, pero sin dejar de cumplir con la rutina.
Se dejó caer sobre la cama, un pie asomado por el borde. Sus ojos sin vida contemplaban la alfombra que Elsie tejiera tanto tiempo atrás.
Sí, era cierto: había prometido obedecer las órdenes del extraño ser. Como medida de seguridad, llevaba inserto en el brazo el pequeño cono zumbante que él le inyectara. Para escapar tendría que desgarrar su propia carne, a costa de su vida.
Una vez logrado su objetivo, lo había vomitado sobre las arenas del desierto; allí permaneció, inmóvil y mudo, mientras el ser se alejaba lentamente de la tierra.
En su cerebro vibraba aún el eco de las últimas palabras de amenaza: “Dentro de dos días”.
Aquél fue el comienzo de la ronda interminable y fatigosa: atrapar gente inocente para proteger su vida del fin que la amenazaba.
Lo más terrible, lo que verdaderamente lo horrorizaba, era saber que volvería a hacerlo. Sabía que era capaz de cualquier cosa con tal de mantener alejada a la criatura. Aunque eso significara que la mujer debiera…
Apretó los labios, cerró los ojos con fuerza y se sentó en la cama, sin poder controlar el temblor que lo sacudía.
¿Qué haría después que la pareja se fuera? ¿Y si nadie más pasaba por la estación de servicio? ¿Qué podía hacer si la policía venía a averiguar la desaparición de once personas?
Agobiado por tantos interrogantes, los hombros inclinados hacia adelante, dejó escapar un sollozo de angustia.
Antes de recostarse, sorbió un buen trago de whisky de una botella casi vacía. Permaneció tendido en la oscuridad, convertido en un resorte de nervios, esperando… El pequeño foco de calor que irradiaba del estómago no lograba combatir el helado vacío que se había apoderado de todo su ser.
El cono continuaba zumbándole en el brazo.
Después de quitar la última barra de la jaula, Les permaneció quieto unos instantes, inclinada la cabeza sobre el pecho; un jadeo irregular le brotaba entre los dientes apretados. Estaba exhausto: punzantes dolores le aguijoneaban cada músculo de la espalda, hombros y brazos.
Al fin dejó escapar un sonido sibilante.
—Vamos —barbotó.
Hizo un enorme esfuerzo para ayudar a Marian a salir por la ventana, a pesar del temblor de sus brazos.
—No hagas ruido —le previno.
La tremenda fatiga y la penuria combinada de la sed, el hambre y el calor lo abrumaban de manera tal que apenas podía hablar. Además, los calambres musculares no cesaban.
No pudo levantar la pierna. Tuvo que salir de cabeza por la abertura de bordes dentados, retorciéndose para darse impulso mientras las astillas se le clavaban en la piel resbaladiza de sudor. Cayó con un golpe seco, sintiendo los pinchazos del dolor en los brazos extendidos. Durante un segundo la oscuridad se pobló de puntos luminosos.
Marian lo ayudó a ponerse de pie.
—Vamos —repitió, casi sin aliento.
Salieron a la carrera hacia el frente de la casa. Súbitamente él la tomó de la muñeca, haciéndola detenerse en seco.
—Quítate esas sandalias —le ordenó con voz ronca.
Ella se inclinó prestamente y soltó las hebillas.
La casa estaba a oscuras. Corrieron en torno a la esquina posterior y pasaron rápidamente por el costado, cuyas ventanas reflejaban la luz lunar. Marian dio un respingo de dolor al apoyar el pie desnudo sobre una piedra filosa.
Llegaron, por fin, al frente de la casa.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Les.
El coche estaba allí todavía. Mientras se acercaban corriendo, él sacó la billetera del bolsillo posterior. Con los dedos temblorosos tentó el interior del pequeño monedero y encontró el frío metal de la llave de repuesto. Tenía la certeza de que la otra llave ya no estaría en el coche.
Llegaron.
—Rápido —susurró Les, abriendo la puerta del coche.
Se sentó con precaución. El aire fresco de la noche lo hizo tiritar. Con la llave buscó a tientas la ranura del contacto. Habían dejado las puertas abiertas, pensando cerrarlas cuando el motor arrancara.
Encontró al fin la ranura e introdujo la llave; hizo una pausa, conteniendo el aliento. Si el hombre le había hecho daño al motor, estaban perdidos.
—¡Listos! —murmuró, dando arranque.
El motor tosió y volvió a apagarse con un gruñido. Les tragó saliva varias veces, mientras dirigía hacia la casa una mirada cargada de temor.
—¡Dios mío!, ¿no arranca? —susurró Marian.
Les sintió que se le erizaba la piel de los brazos y de las piernas.
—No sé —contestó con rapidez—. Tal vez esté frío solamente. Eso espero.
Contuvo el aliento una vez más, y volvió a dar arranque, tratando de apresurarse.
Sólo se produjo un ronquido aletargado. ¡Oh, Dios mío¡Le ha hecho algo al motor, pensó Les, desanimado y completamente tenso de terror. Una idea repentina le trazó profundas arrugas en la frente: ¿Y si lo empujáramos hasta el camino?
—¡Les!
Su esposa le apretaba el brazo; instintivamente, dirigió la mirada hacia la casa.
En una ventana del segundo piso había aparecido una luz.
—¡Oh, Jesús!, arranca de una vez —gritó ella, con voz entrecortada.
Apretó el botón con tanta fuerza que el dedo le quedó entumecido.
El motor comenzó a sacudirse; una ola de alivio lo invadió como una bendición. Ambos cerraron las puertas al mismo tiempo y en seguida trató de calentar el motor. Apenas había logrado ponerlo en primera cuando el hombre asomó el torso y la cabeza por la ventana. Pareció gritarles algo, pero el rugido del motor les impidió oírlo.
El coche dio un salto hacia adelante y se detuvo. Les volvió a insistir con el botón, dejando escapar un bufido de impotencia. El motor volvió a arrancar y él soltó el embrague. Las ruedas subían y bajaban por el terreno irregular.
Mientras tanto, el hombre había desaparecido de la ventana; Marian, que no perdía de vista la casa, vio encenderse una luz en la planta baja.
—Date prisa —rogó.
Lentamente, el coche empezó a tomar velocidad; Les lo puso en segunda, tratando de maniobrar en un cerrado semicírculo. Las ruedas patinaron sobre la tierra apelmazada, y lo puso en tercera para salir al callejón. Los faros delanteros proyectaron en la oscuridad un brillante cono de luz.
La repentina explosión que se produjo a sus espaldas les hizo saltar hacia adelante convulsivamente. En seguida un objeto extraño perforó el techo del coche, con un chirrido desagradable. Les hundió el acelerador hasta el suelo y el coche avanzó de un salto, balanceándose sobre el terreno.
Otro disparo rasgó la noche, haciendo saltar la mitad de la ventanilla posterior en una lluvia de fragmentos. Volvieron a encogerse bruscamente; Les dejó escapar un gruñido al sentir en el costado del cuello el borde filoso de una astilla.
Las manos le saltaron sobre el volante; el vehículo se hundió en un pozo pequeño, virando casi hasta la cuneta de la izquierda. Les se aferró con fuerza al volante y, empleando toda la energía que le quedaba en los brazos, volvió el coche hacia el centro del camino mientras gritaba a su mujer:
—¿Dónde está?
Ella se volvió con rapidez.
—No alcanzo a verlo…
El tragó saliva varias veces, mientras todo su cuerpo registraba los barquinazos del coche sobre los baches y las luces delanteras brincaban sin descanso, marcando el mismo ritmo enloquecedor.
Pensamientos angustiantes le aguijoneaban la imaginación: ir hasta el próximo pueblo, buscar al comisario, tratar de salvar al otro pobre diablo…
Llegó finalmente a un trecho liso del camino y volvió a pisar el acelerador. Ir hasta el próximo pueblo y…
Fue ella quien gritó:
—¡Cuidadoooo!
No tuvo tiempo de frenar. La parte delantera del Ford embistió el pesado portón que cruzaba el callejón, y el coche se detuvo con un golpe seco que les sacudió el cuello. Marian fue lanzada hacia adelante, y se golpeó el costado de la cabeza contra el parabrisas. El motor se apagó, al tiempo que los faros se hacían añicos.
El impacto dejó a Les sin respiración, haciéndolo rebotar contra el volante.
—¡Pronto, querida! —susurró.
—Mi cabeza, mi cabeza —musitó Marian, con un sollozo.
Por unos segundos Les, mudo e inmóvil, se limitó a mirarla, mientras ella sacudía la cabeza hacia ambos lados y se cogía la frente con la mano, en una expresión de fuerte dolor. Reaccionó al fin: abriendo la puerta, tomó la mano libre de su esposa.
—Marian, tenemos que irnos…
Bruscamente la sacó del coche, y la rodeó con su brazo para prestarle apoyo: ella continuaba llorando incontrolablemente.
Escuchó los pasos de las botas que se acercaban por detrás y pudo distinguir sobre el hombro el ojo de una linterna que los enfocaba.
Al llegar al portón, Marian se desplomó Les permaneció junto a ella, sosteniéndola, trémulo de impotencia, mientras el hombre se acercaba con la linterna en una mano y una pistola del cuarenta y cinco en la otra.
El hombre sólo dijo una palabra:
—¡Regresen! —ordenó, con la respiración entrecortada, agitando el caño de la pistola en dirección a la casa.
—Mi mujer está herida —dijo Les—. Se golpeó la cabeza contra el parabrisas… ¡No puede ponerla otra vez en esa jaula!
—¡Regresen, he dicho!
La determinación y el tono del hombre impresionaron a Les.
—Por favor, no puede caminar. Está inconsciente.
El cuerpo del hombre, desnudo hasta la cintura, se sacudía en temblores espasmódicos.
—Llévela alzada, entonces —le dijo.
—Pero…
—¿Quiere que lo acribille ahora mismo? —gritó el hombre, frenético.
—No, no —balbuceó Les, sin dejar de temblar, mientras levantaba el lánguido cuerpo de Marian.
El hombre se hizo a un lado, y Les emprendió el regreso tratando de vigilar al mismo tiempo sus pasos y la cara de Marian.
—Querida —susurró—. ¿Marian?
La cabeza de ella colgaba flácida sobre el brazo que la sostenía; con el vaivén de cada paso, el pelo rubio le rozaba las sienes y la frente.
Él había llegado al colmo de la tensión. Se sintió a punto de gritar, pero optó por formular una súbita pregunta por sobre el hombro:
—¿Por qué hace esto?
No hubo respuesta. Sólo se oía el rítmico taconear de las botas sobre los cráteres del suelo.
—¿Cómo es capaz de hacer esto? —insistió Les, con la voz quebrada—. Atrapar a un semejante y entregárselo a ese… ¡Dios sabe qué cosa es!
—¡Cállese!
Pero el tono del hombre empezaba a revelar más abatimiento que enojo.
—Mire, deje que se vaya mi mujer —repuso Les, impulsivamente—. Yo me quedo, si quiere, pero… ¡Por favor! Deje que ella se vaya.
El otro no respondió. Les volvió hacia Marian una mirada cargada de temores, mordiéndose los labios para no traicionar su frustración.
—Marian —dijo, temblando inconteniblemente en el frío nocturno—. Marian…
La casa solitaria se proyectaba sombría contra la lisa superficie del desierto.
―¡Por amor de Dios, no vuelva a ponerla en esa jaula! —gritó Les, en el límite de la desesperación.
―Regrese —repitió el hombre. Su tono inexpresivo, desprovisto de toda emoción, no dejaba entrever ninguna promesa.
Les estaba rígido. De haber estado solo, con toda seguridad hubiese girado sobre sus talones para saltar sobre el hombre. Nada habría logrado hacerlo trasponer nuevamente el cerco de la casa, ni acercarse a esas jaulas y al ser aquél.
Pero estaba Marian.
Pasó por sobre el rifle tirado en el suelo y oyó detrás de sí el gruñido del hombre al agacharse para levantarlo.
En ese momento lo dominaba una idea fija: cómo salir de ese lugar.
De pronto ocurrió algo inesperado. El hombre se le acercó apresuradamente por detrás; un pinchazo le hirió el hombro izquierdo. El súbito alfilerazo le quitó el aliento. Trató de reaccionar lo más rápidamente posible, volviéndose hacia el otro, pero tenía en los brazos el peso muerto de Marian.
—¿Qué pretende?
Pero ya era tarde. Antes de terminar la frase sintió que un líquido ardiente y aletargante le corría por las venas. Una pesada lasitud se apoderó de todos sus miembros; ni siquiera pudo oponer resistencia cuando el hombre le quitó a Marian de los brazos.
Dio un paso inseguro hacia adelante; la noche se pobló de incandescentes puntos luminosos. Sus piernas parecían de goma; debajo de él, el suelo era algo fluído como el agua.
—No —murmuró, entredormido.
Luego se desplomó, sin sentir siquiera el impacto de su cuerpo contra el suelo.
Tibio era el vientre de la esfera. Un vapor espeso y ondulante poblaba sus entrañas. El ser descansaba en la húmeda penumbra; su cuerpo informe se sacudía en latidos regulares y monótonos. Estaba satisfecho y cómodo, grotescamente enroscado, como un gato cósmico ante un enorme hogar.
Por dos días.
Una serie de gritos penetrantes despertaron a Les. Aunque lentamente, comenzó a reanimarse e hizo un esfuerzo por hablar, pero sus labios parecían hechos de cemento. Le colgaban insensibles, perdida por el momento la capacidad de pronunciar palabras. Haciendo un gran esfuerzo logró abrir los párpados, pesados como el plomo.
El aire de la jaula, poblado de extraños reflejos, parecía hervir. Los ojos vidriosos parpadeaban sin llegar a comprender. A sus costados, las manos inermes semejaban las inmóviles aletas de un pez moribundo.
El grito provenía de la jaula vecina. Terminado el efecto de la droga, aquel pobre diablo no podía reprimir la histeria. Él sabía los motivos.
La frente sudorosa de Les se plegó en arrugas paralelas. Por lo menos podía pensar. Su cuerpo insensible semejaba una piedra enorme e inútil, pero dentro de ese bulto paralizado, el cerebro continuaba trabajando.
Cerró los ojos. Lo más horrible de la situación era conocer el final. Permanecer tirado en aquel lugar, completamente indefenso, sabiendo de antemano lo que le estaba reservado.
Un temblor pareció sacudirle el cuerpo, pero no estaba seguro. ¿Qué sería aquella cosa? No tenía ningún punto de referencia para clasificarla, ninguna base racional de donde partir. Lo que había visto aquella noche estaba más allá de toda…
¿Qué día era? ¿Dónde estaba?
¡Marian!
Trató de volver la cabeza. Hizo un esfuerzo enorme, como si quisiera hacer rodar una enorme roca. La saliva le corría por las comisuras de los labios. Tras unos segundos de intensa concentración, logró abrir los ojos. El terror clavaba puñales en su cerebro, si bien su rostro no revelaba cambio alguno de expresión.
Marian no estaba junto a él.
Tendida blandamente sobre la cama, continuaba todavía bajo el efecto de la droga. El hombre había renovado la compresa fría que le cubría la frente hasta el cardenal de la sien derecha.
El hombre permanecía en silencio, mirándola. Acababa de regresar de las jaulas. Había ido a aplicarte una inyección al hombre que gritara. Se preguntó de qué estaría compuesta la droga que el ser le había proporcionado, y qué efecto tendría sobre las personas. Deseó, por alguna razón, que las dejara completamente insensibles.
Era el último día de vida que le quedaba a aquel sujeto.
No, se dijo a sí mismo. Era sólo imaginación de su parte; la mujer no se parecía en nada a Elsie. Era producto de su imaginación. Simplemente, deseaba que se pareciera. Ahí estaba la cosa. Tragó con dificultad. ¡Estúpido! Mentalmente se abofeteó con la palabra. No era parecida a Elsie.
Por un momento, recorrió con la mirada el cuerpo de la mujer: la suave elevación del busto, las caderas delicadas, las piernas bien formadas. Marian. Así la había llamado el marido. Era un lindo nombre.
Se alejó de la cama con un movimiento brusco y salió de la habitación.
¿Qué le estaba sucediendo? ¿Qué creía que iba a hacer? ¿Acaso dejarla escapar? Había sido una locura llevarla a la casa dos noches atrás y ponerla en el otro dormitorio. No tenía sentido. ¿Podía, acaso, permitirse algún sentimiento de conmiseración hacia ella o hacia nadie? Si cedía a ese tipo de impulso, estaba perdido. Eso era cosa segura.
Mientras descendía los escalones, trató de recordarse a si mismo el horror de ser absorbido dentro de esa masa gelatinosa. Trató de revivir aquella pesadilla, que superaba toda imaginación. Pero, por alguna razón, su mente no se concentraba en esa idea: el recuerdo desaparecía como una nube llevada por el viento, y quedaba vacante para pensar en esa mujer, Marian. Sí, se parecía un poco a Elsie; el mismo color de cabello, la misma boca… ¡No!
La dejaría en el dormitorio sólo mientras durase el efecto de la droga. Después volvería a ponerla en la jaula. Son ellos o yo, pensó. Trató de convencerse a sí mismo, repitiéndose la misma idea: Por nadie en el mundo voy a morir de esa manera.
Continuó discutiendo consigo mismo durante todo el camino hasta la estación de servicio.
Debo estar loco. He llegado al extremo de llevarla a mi casa y sentir compasión por ella, se djjo. No me lo puedo permitir; de ninguna manera. Todo lo que ella significa para mí son dos días. Eso es todo, dos días de tregua y nada más.
La estación estaba abandonada y silenciosa. Merv detuvo el camión y descendió.
Comenzó a pasearse nerviosamente entre las bombas, sintiendo el crujir de las botas sobre la tierra caliente. Su rostro estaba tenso de furia. No puedo permitir que se vaya. Las palabras eran como un látigo con el que se castigaba a sí mismo. Un súbito temblor le recorrió el cuerpo al darse cuenta que había estado en lucha contra sí mismo durante dos días enteros.
Apretó lo puños hasta la lividez. Si al menos se tratase de un hombre… Levantó el brazo izquierdo y se miró el bulto rojizo. ¿Por qué no podía arrancárselo de la carne? Por qué?
Entonces se acercó un coche. Era el coche polvoriento y recalentado de un viajante. Merv comenzó a llenar el tanque de nafta y a controlar el agua. Al mismo tiempo, protegido por el ala del sombrero, no cesaba de mirar al pequeño hombre de cara rojiza vestido con traje de lino y sombrero panamá. Podría cambiar a la mujer por él. Antes de formularse el pensamiento, ya había tomado cuerpo en su mente. Echó un vistazo a la matrícula: Arizona.
Contrajo los músculos de la cara. No. Siempre lo había hecho con coches de otros estados. Resultaba más seguro. Tendré que dejarlo ir, pensó con pena. No hay más remedio. No me puedo permitir el lujo.
Pero cuando el hombre comenzó a buscar en su billetera, Merv sintió que la mano se le iba a la tibia culata del cuarenta y cinco.
El hombrecito miró boquiabierto el arma.
—¿Qué es esto? —preguntó, débilmente.
Pero Merv no le contestó.
La negra mano de la noche rozó la burbuja palpitante. La Tierra emergía ante su líquida existencia. ¿Por qué el aire no le prestaba alimento suficiente? ¿Por qué era tan débil el empuje de la atmósfera? En esa tierra desgastada y agonizante se habían agotado los gases vivificantes.
En medio de su lento deslizar, durante su penoso avance, el ser pensó en escapar.
¿Cuánto hacia que se encontraba en tan desolado lugar? Imposible decirlo. En ese planeta el Sol salía y se escondía con una rapidez apabullante; la luz y la oscuridad se sucedían con la misma velocidad del relámpago.
En la nave, los instrumentos cronométricos estaban destrozados. Era imposible repararlos. Ya no había ningún patrón, ninguna guía métrica que sirviera de norma. Perdido en ese tenebroso desierto rocoso, el ser sólo podía deambular en busca de alimento.
En la tenebrosa distancia aparecía la morada del habitante de ese planeta: ángulos absurdos e insensatas alturas. Eran bestias estúpidas, incapaces de razonar, capaces sólo de emitir agudos chillidos y agitar los tentáculos como las plantas nocturnas de su propio planeta. Sus cuerpos, endurecidos por el calcio, deparaban escaso alimento, obligando al ser a comer con mucha más frecuencia.
Ya estaba cerca. El zumbido era más audible.
Como de costumbre, el animal estaba allí, tirado sobre el suelo con los tentáculos flojos y encogidos. Surgieron del ser oleadas de pensamiento, que absorbieron los jugos lánguidos de la mente del animal.
Si ésa era toda la inteligencia de que disponían, se hallaba en un territorio dominado por la barbarie. El ser continuó acercándose, sorbiendo e hinchándose sobre la tierra barrida por el viento.
El animal se agitó, provocando en el ser un sentimiento de repulsión. De no encontrarse hambriento y sin ayuda, jamás se forzaría a absorber esa bestia huesuda y temblorosa.
La burbuja rozó un tentáculo. El ser se derramó sobre la forma animal y se detuvo temblando. Sus células visuales le revelaron el ojo distendido del animal, que miraba hacia arriba. Sus células auditivas recogieron los ruidos salvajes y estrangulados que emitía el animal al morir. Las células táctiles distinguieron la débil agitación del cuerpo.
Y en lo más profundo de sí, el ser percibía el zumbido incesante que salía de la cueva oscura donde estaba el primer animal, agazapado y tembloroso, el que llevaba en el tentáculo el cono de localización.
El ser continuaba comiendo. Se preguntó si habría alimento suficiente para prolongar su vida… por mil años de tiempo terrestre.
Seguía tendido en el suelo de la jaula. De pronto, sintió la mirada del hombre clavada en él; el corazón comenzó a latirle con más fuerza. Pocos minutos antes había estado probando las paredes de la jaula; oyó entonces que la puerta de la cocina se cerraba de un golpe y los pasos de unas botas descendían la escalera. Reaccionó de inmediato, poniéndose de espaldas, mientras trataba, desesperadamente, de recordar la posición exacta en que había estado mientras durara el efecto de la droga; dejó caer las manos flojas a los costados, levantó levemente la pierna izquierda y cerró los ojos. El otro no debía darse cuenta de que había recuperado la conciencia. Tenía que abrir la puerta completamente desprevenido.
Hizo un esfuerzo para controlar su respiración, dándole un ritmo plácido y parejo, aunque le provocaba dolores de estómago. El hombre continuaba mirándolo en silencio. En cuanto abra la puerta saltaré sobre él, pensó Les.
Un escalofrío nervioso le hizo mover la garganta. ¿Se daría cuenta el hombre de que estaba fingiendo? Con todos los músculos en tensión, aguardaba el chirrido de la puerta al abrirse. Era su oportunidad para escapar.
No tendría ninguna otra ocasión para salvarse. Eso vendría esa noche.
De pronto, sintió que los pasos del hombre comenzaban a alejarse. Les abrió los ojos repentinamente, desfigurado su rostro por una expresión de horror e incredulidad. ¡El hombre no tenía intención de abrir su jaula!
Continuó tirado en la misma posición por un largo rato, tembloroso, mirando en silencio la ventana enrejada donde había estado el hombre unos minutos antes. Sentía deseos de llorar, de golpear los puños contra la puerta hasta hacerlos sangrar.
—¡No! ¡No! —murmuró, desfallecido.
Por fin hizo un esfuerzo y se puso de rodillas para mirar, con cautela, por sobre el borde de la ventana. El hombre no estaba a la vista.
Volvió a agacharse y comenzó a revisar sus bolsillos.
La billetera… no había nada que pudiera servirle: un pañuelo, un trozo de lápiz, algunas monedas, un peine.
Nada más.
Colocó todos esos adminículos en la palma de la mano y se quedó contemplándolos largo rato como si, de alguna manera, encerraran la respuesta a su desesperada situación. Tenía que haber una salida; no podía soportar la idea de acabar como el otro hombre, que el maldito lo dejara allí para que esa cosa lo…
—¡No!
Con un movimiento espasmódico, arrojó todas las cosas al suelo de la jaula, mientras los labios hacían un gran esfuerzo por contener un grito de indignación. No podía ser verdad; debía tratarse de un sueño espantoso.
Volvió a arrodillarse con desesperación y, una vez más, comenzó a palpar con sus dedos temblorosos las paredes de la jaula en busca de una hendija, un madero suelto, cualquier cosa.
Mientras continuaba su inútil búsqueda, hacía esfuerzos desesperados para no pensar en lo que la noche le depararía. Pero eso era lo único en lo que no podía dejar de pensar.
Ella se enderezó, jadeante; las manos callosas del hombre le acariciaban el pelo. Lo miró con los ojos desorbitados por el horror, y en ese momento él retiró la mano.
—Elsie —susurró.
El aliento cargado de whisky le daba en la cara; ella trató de echarse hacia atrás con un gesto de asco.
—Elsie —repitió él con voz espesa, mirándola con ojos vidriosos de borracho.
Ella se hizo atrás cuanto pudo, hasta apoyar la espalda contra el respaldo de la cama. El hombre aspiraba bocanadas de caliente aliento por la boca abierta; los mechones de pelo oscuro se le pegaban, húmedos, a las sienes.
—Elsie, fue sin querer —dijo—. Elsie…, por favor, no tengas miedo.
—¿Don…dónde está mi marido?
La tomó con fuerza de una mano, atrayéndola hacia sí como si fuera una muñeca de trapo. Lo tenía tan cerca que se sentía envuelta en su aliento.
—No —jadeó apenas, tratando de empujarlo hacia atrás por los hombros.
—Te quiero, Elsie. Te quiero.
—¡Les!
El grito estalló en la pequeña habitación. El hombre le tomó la mejilla en la mano, y ella apartó bruscamente la cabeza.
—¡Está muerto! —le gritó con voz ronca—. Lo devoró. Lo devoró, ¿me escucha?
Ella cayó contra el respaldo, enmudecida de horror.
—No —dijo, sin darse cuenta siquiera que había hablado.
—¿Cree que lo hice por mi voluntad? —preguntó él, con tono entrecortado, mientras una lágrima le surcaba la mejilla ennegrecida por la barba—. ¿Cree que sentí placer al hacerlo? —un sollozo le sacudió el pecho—. No quise hacerlo, pero usted no sabe…, no tiene siquiera una idea. Estuve dentro de eso. Sí, ¡oh Dios mío! No se imagina lo que es eso. No, no se lo imagina…
Se dejó caer pesadamente en la cama, sacudido por fuertes sollozos.
—No quería hacerlo. Por Dios, le digo que yo no quería…
Ella se apretó la boca con el puño cerrado. Le faltaba la respiración. Su mente hacía un enorme esfuerzo para no creer. No, no era verdad. No podía ser.
Bajó de la cama de un salto y en un segundo estuvo de pie. Fuera se estaba poniendo el sol. Trató de tranquilizarse a sí misma pensando que hasta la noche no vendría el monstruo; se decía que aún no estaba oscuro. Pero en realidad no sabía por cuánto tiempo había estado inconsciente.
El hombre la miró, con los ojos ribeteados de rojo.
—¿Qué hace?
Pero ella trató de correr hacia la puerta.
Cuando ya iba a abrirla, el hombre chocó contra ella y los dos dieron contra la pared. Sintió que se quedaba sin aliento; al mismo tiempo, la herida de la cabeza comenzó a palpitarle nuevamente. El hombre la sujetó, y sus manos comenzaron a recorrerle desesperadas los hombros y el pecho.
—Elsie, Elsie —murmuraba, mientras trataba de besarla.
En ese momento, la chica vio la pesada jarra sobre la mesa cercana. Sintió los dedos del hombre apretándola más y sus labios presionados contra los de ella. Asió entonces la jarra, la levantó y…
Grandes trozos de cerámica blanca se esparcieron sobre el suelo; el grito del hombre resonó en la habitación.
Marian se apoyó en la pared, tratando de recuperar el aliento; volvió la mirada hacia el cuerpo del hombre crispado en el suelo, y hacia los gruesos dedos que trataban de asir la alfombra.
Volvió la vista rápidamente a la ventana. Ya era casi de noche.
Con un movimiento rápido se inclinó sobre el cuerpo del hombre y revolvió los bolsillos del mono hasta encontrar el llavero. Salió corriendo de la habitación y pudo ver, por sobre el hombro, que el hombre se volvía para quedar de espaldas en el suelo mientras gemía.
Corrió por el pasillo y abrió de un tirón la puerta de entrada. Ya la sangre del crepúsculo teñía el contorno del cielo.
Saltó los peldaños de la galería y corrió en zigzag en torno a la casa, sin sentir siquiera las piedras que iba pisando. No apartaba la vista de la hilera de jaulas. No es cierto, no es cierto, se repetía mentalmente. Me mintió. A pesar de esos pensamientos que trataban de tranquilizarla no pudo contener un profundo sollozo.
Me mintió, se dijo.
La cortina de la noche descendía abruptamente mientras ella se acercaba a la primera jaula, sostenida apenas por sus temblorosas piernas.
Vacía.
Otro sollozo se ahogó en su garganta. Corrió hasta la otra jaula. ¡Le había mentido!
Vacía. ¡No!
―¡Les!
―¡Marian!
Con un impulso, él se enderezó en la jaula, con el rostro iluminado por una súbita esperanza.
—¡Oh, querido! —su voz se había convertido en un murmullo débil y vacilante—. Me dijo que…
—Marian, apresúrate, abre la puerta. Ya viene.
Un frío terror se apoderó nuevamente de ella. Instintivamente volvió la cabeza a un costado, y su mirada asombrada trató de penetrar el oscuro desierto.
—¡Marian!
Mientras probaba una de las llaves, las manos le temblaban incontrolablemente. Se mordió el labio hasta sentir dolor. Probó otra llave. Tampoco abría.
―¡Date prisa!
―¡Oh, Dios mío! —gimoteó ella, mientras sus manos inseguras probaban otra llave.
Tampoco correspondía.
—No puedo encontrarla…
—Está bien, tesoro —dijo él de pronto, como si otro hablara en su lugar… Está bien, no desesperes, hay tiempo de sobra ―respiró profundamente―. Prueba la otra llave. Está bien. Así. ¡Ah! No, esa no es. Prueba la otra…
Aunque trataba de darle ánimo, el estómago se le retorcía en un nudo cada vez más apretado.
Los dientes de Marian perforaban la piel del labio inferior. Dio un respingo y dejó caer el llavero. Exhaló un quejido ahogado, en tanto se agachaba para levantarlo. Podía escuchar, a través del desierto, el resuello sibilante, cada vez más poderoso.
—¡Oh, Les, no puedo, no puedo!
—Está bien, querida —dijo él, súbitamente resignado—. No importa, corre hacia el camino.
Ella lo miró, vacío el rostro de toda expresión.
—¿Qué?
—Querida, ¡por amor de Dios! No te quedes allí parada… ¡Corre!
Ella trató de juntar el resto de aliento que aún le quedaba, controló el temblor de sus manos y volviendo a clavarse los dientes en el labio lastimado, probó otra llave, después otra y la siguiente, mientras Les la miraba horrorizado, tratando de vigilar el desierto oscuro por sobre su hombro.
—Oh, querida, no…
La cerradura quedó abierta de golpe. Con un gruñido irreprimible, Les empujó la puerta y tomó la mano de Marian; el chasquido sibilante temblaba en el aire nocturno.
—¡Corre! —jadeó Les—. No mires hacia atrás.
Corrieron a toda velocidad, alejándose desesperadamente de las jaulas, y de la masa gelatinosa de dos metros de altura que temblaba como un gran borbotón de vida arrojado por una escudilla pantagruélica. Trataron de no oír, de no ver, con los ojos siempre hacia adelante; corriendo sin interrupción a grandes trancos, impulsados por el miedo.
El coche estaba otra vez frente a la casa; tenía hundida la parte delantera. Abrieron las puertas de un golpe y subieron rápidamente. La temblorosa mano de Les encontró la llave de contacto. La hizo girar y dio arranque.
—¡Les, viene hacia aquí!
Los engranajes chirriaron y el coche dio un brinco hacia adelante. Él no miró hacia atrás; cambió la marcha, pisando el acelerador para salir al callejón.
Giró a la derecha, dirigiéndose al pueblo que recordaba haber pasado, hacía tanto tiempo que parecían años. Hundió hasta el piso el pedal del acelerador y el coche empezó a tomar velocidad. Sin faros delanteros no podía ver el camino, pero tampoco podía levantar el pie; parecía pegado al pedal.
El coche rugía por el camino oscuro; Les respiró normalmente por primera vez.
El ser se balanceaba sobre el suelo, soltando espumarajos por la furia contenida en sus tejidos; el animal no había cumplido con lo pactado, no veía alimento para él. El ser continuó arrastrándose, formando círculos de furia, siempre en busca de algo; las células visuales registrando el suelo. Su informidad acorazada y luminosa recorría la tierra resquebrajada. Se dirigió a la casa como una ola viscosa, acercándose al zumbido que emitía el cono.
El brazo de Merv hizo un movimiento espasmódico; se irguió de un brinco, con los ojos muy abiertos, tratando de ver. Los alfilerazos de dolor que sentía en la cabeza y en el brazo le revelaron que volvía en sí. El cono parecía una araña que hurgaba, que le hincaba las patas filosas como navajas, tratando de penetrar más profundamente en su carne. Se puso de rodillas haciendo un gran esfuerzo; el dolor le nublaba la mirada.
Apenas se había puesto de pie cuando un ruido estrepitoso conmovió toda la casa. Tuvo una violenta convulsión, y la mandíbula se le aflojó de dolor. La punzada en el brazo era cada vez más intensa; de pronto, supo la verdad. Jadeante, dio un salto hasta el vestíbulo para mirar hacia el oscuro pozo de la escalera.
El ser ascendía la escalera ondulando espasmódicamente; sus setenta ojos brillantes y deformes se adelantaban hacia el animal. Su amorfo bulto se sacudía con gruñidos y siseos furiosos; se levantaba y dejaba caer por los escalones.
Los escalones de atrás eran su única salvación. Ya no podía respirar, siquiera; el aire parecía licuado en sus pulmones. Los tacos de sus botas repiquetearon por el vestíbulo y a través del dormitorio oscuro. Detrás se oía el ruido de la barandilla que cedía y estallaba en pedazos al llegar el ser al segundo piso, doblado como una vejiga bifurcada, para desplegarse nuevamente y seguir avanzando.
Merv se lanzó por la empinada escalera, agarrándose con manos temblorosas de la barandilla; el corazón le martillaba en el pecho sin control. El dolor que le atenaceaba el brazo le arrancó un grito ronco.
Estuvo a punto de perder el sentido.
Al llegar al último escalón, oyó destrozarse la puerta de su dormitorio y la furia incontrolada del ser mientras…
Se hundía y levantaba nuevamente para pasar la puerta de la escalera posterior, haciéndola astillas para acomodar su volumen. Podía escuchar abajo los latidos del animal en fuga. Perdió de pronto su adhesividad, y salió rodando por las escaleras, mientras sus setecientos tentáculos se aferraban a las astillas de madera.
Cayó sobre el ultimo peldaño, su bulto informe chocó contra la puerta y se esparció en el suelo de la cocina.
Merv se acercó a la repisa de la sala. Levantó el brazo, apuntando hacia abajo con el máuser, al tiempo que giraba sobre sus talones; en ese momento, el ser desbordado cayó como una cascada luminosa a través de la puerta.
En la habitación resonaron vanas explosiones: Merv descargaba el arma sobre el bulto que se aproximaba. Las balas saltaron impotentes de sus cápsulas. El hombre dio un salto hacia atrás, con un grito de horror, dejando caer el arma. Un movimiento del brazo descolgó el retrato de su esposa, que se destrozó contra el suelo. Su mente enferma alcanzó a ver la cara sonriente de Elsie, detrás del vidrio destrozado.
Luego apretó algo duro con la mano, y supode inmediato, lo que debía hacer.
Dio un salto hacia el costado; al mismo tiempo, la masa brillante retrocedió para arrojarse sobre él. La repisa se hizo astillas, la puerta explotó hacia fuera.
Entonces, mientras el ser volvía a levantarse para arrojarse sobre él, Merv quitó el resorte de la granada y la apretó contra su pecho.
―Bestia estúpida… Te mataré por…
¿DOLOR?
Los tejidos explotaron desgarrando la cobertura, y el ser corrió por el suelo como un torrente de lava disuelta.
El silencio invadió la habitación. Una a una se iban apagando las fuentes de pensamiento del ser, a medida que la atmósfera ahogaba la vida en cada uno de sus tejidos. Sus restos se estremecieron débilmente, las células del ser y sus gelatinosas membranas fueron traspasadas por la agonía. Los pensamientos se desvanecían.
Quedaban sólo gotas de los fluídos vitales, de los rayos de lámpara que daban calor y vida a la materia palpitante. Las células se dividían, los distintos organismos perdían su independencia, el ondulante contenido de la vejiga de comida se distendía, se hinchaba. ¿Dónde están los amos, que me dieron vida para que pudiera alimentarlos sin perder jamás mis fuerzas y mi forma?
Entonces el ser, originado en tumores hidropónicos, murió, habiendo olvidado que había devorado al amo dormido, ingiriendo, junto con su cuerpo, todo el conocimiento que encerraba su cerebro.
Ese año, la mañana del sábado 22 de agosto se produjo una violenta explosión en el desierto; quienes estaban a treinta kilómetros de distancia recogieron en sus patios extraños trozos de metal.
Debió de ser un meteoro, dijeron. Pero era sólo por decir algo.
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