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lunes, 29 de diciembre de 2008

PHILIP J. FARMER -- EL HACEDOR DE UNIVERSOS

El hacedor de universos

PHILIP J. FARMER

***
Capítulo I

EL CUERNO DE PLATA

Del otro lado de las puertas gimió el fantasma de una trompeta. Fueron siete notas desmayadas y lejanas, el tejido ectoplasmático de un espíritu plateado, si acaso las sombras están hechas de sonido.

Era imposible que hubiera tras las puertas corredizas una trompeta ni un hombre que la hiciera sonar, y Robert Wolff lo sabía. Un minuto antes había inspeccionado el sótano. Allí no había sino el piso de cemento, las paredes blancas de yeso, el soporte con sus perchas, un estante y una bombilla eléctrica.

Sin embargo, había oído notas de trompeta, muy apagadas, como si llegaran desde algún sitio tras el muro del mundo. Estaba solo y no tenía, por lo tanto, quien le confirmara la realidad de aquello que no podía ser real. Ese cuarto no era un sitio adecuado para semejante experiencia. Pero tal vez él era la persona adecuada para ello. En los últimos tiempos lo perturbaban sueños misteriosos. Durante el día pasaban por su mente pensamientos extraños y súbitas visiones, fugaces, pero vívidas y sorprendentes. No las deseaba, no las esperaba, y no podía resistirías.

Se sentía preocupado. No era justo caer en el agotamiento mental, precisamente cuando estaba a punto de jubilarse, sin embargo, lo que había pasado con otros podía ocurrirle a él. Lo mejor sería hacerse reconocer por un médico. Pero no podía decidirse a hacer lo que el sentido común indicaba. Y seguía esperando, sin decir nada a nadie, y menos que a nadie, a su mujer.

En ese momento contemplaba fijamente las puertas del sótano; estaba en el cuarto de recreo de una casa nueva, construida por Hohokam. Si el cuerno volvía a sonar, abriría las puertas para asegurarse de que no había nada allí dentro. Entonces, una vez seguro de que aquellas notas eran sólo producto de su mente enferma, descartaría la idea de comprar esa casa. No prestaría atención a las histéricas protestas de su esposa; consultaría en primer lugar a un médico, y después a un psicoterapeuta.

–¡Robert! – llamó su esposa –. ¿Hasta cuándo piensas quedarte allí? Sube. Quiero hablar contigo y con el señor Bresson.

Un momento, querida – pidió.

Ella volvió a llamarlo, esa vez desde muy cerca. Él se volvió Brenda Wolff estaba en lo alto de la escalerilla que bajaba hasta el cuarto de recreo. Tenía su misma edad: sesenta y seis años. La belleza de su juventud había quedado enterrada bajo la grasa, el maquillaje espeso y las, arrugas empolvadas, los gruesos anteojos y el cabello teñido de azul acerado. Al verla hizo una mueca de dolor, como lo hacía cada vez que veía en el espejo su propia cabeza calva, las líneas que le surcaban las mejillas desde la nariz a la boca y las estrellas de piel ajada que se abrían en la comisura de los ojos enrojecidos. ¿Acaso era ése su problema, el no poder ajustarse a lo que todos los hombres debían padecer, lo quisieran o no? ¿O acaso no era el deterioro físico lo que le disgustaba, sino el hecho de que ni Brenda ni él hubiesen realizado sus sueños juveniles? No había modo de evitar las señales que el tiempo dejaba en la carne, pero la vida había sido generosa con él, al permitirle llegar hasta esa edad. No podía alegar falta de tiempo como excusa por no haber plasmado en belleza sus proyectos. Tampoco podía echarle las culpas al mundo. Él, y sólo él, era el responsable; al menos tenía la suficiente energía como para reconocerlo. No reprochaba al universo ni a esa pequeña parte de él que era su esposa. No chillaba, no gruñía ni sollozaba, como Brenda.

A veces le habría sido fácil gemir y sollozar. No había muchas personas en sus condiciones, incapaces de recordar absolutamente nada sobre sus primeros veinte años. Es decir, él calculaba que eran veinte, basándose en la opinión de los Wolff; ellos decían que aparentaba unos veinte años cuando lo adoptaron.

El viejo Wolff le encontró vagando por las colinas de Kentucky, cerca de la frontera con Indiana. No sabía quién era ni cómo había llegado hasta allí. Nada representaban para él Kentucky, ni los Estados Unidos de América, ni tampoco el idioma inglés.

Los Wolff, tras recogerlo, notificaron a la policía. Ninguna investigación oficial logró identificarlo. En otros tiempos, una historia como ésa podría haber concitado la atención de todo el país, pero en ese momento la nación salía de una guerra contra el Káiser, y tenía cosas más importantes en que pensar. Robert, así llamado en memoria del hijo de Wolff, ya fallecido, ayudó a cultivar la granja. Fue también a la escuela, puesto que no recordaba haber recibido educación alguna.

Hubo algo peor que la falta de conocimientos formales: su ignorancia acerca de cómo debía comportarse. Con cierta frecuencia ofendía o turbaba a los demás. La gente de las colinas lo hizo blanco de sus desprecios, y a veces de sus reacciones airadas. Pero aprendió con rapidez, y se ganó el respeto de todos con su férrea voluntad de trabajo y con la fuerza que empleaba para defenderse.

Le llevó muy poco tiempo cursar los distintos niveles escolares; era como si estuviese recordando en vez de aprender. Aunque le faltaban muchos años de asistencia a clase, dio sin dificultad el examen de ingreso a la universidad. Allí comenzó su eterno amor por las lenguas muertas. Amaba especialmente el griego; despertaba ecos en su alma, y lo sentía como su propio idioma.

Tras graduarse en la universidad de Chicago, dictó cátedra en varias universidades del este y del medio oeste. Se casó con Brenda, una muchacha hermosa y adorable. Al menos, eso pensó al principio; después llegó la desilusión, pero todavía podía considerarse un hombre feliz.

El misterio de su amnesia y su origen lo habían preocupado. Por un largo tiempo no reparó en ello, pero ahora, al llegar el retiro...

Robert – dijo Brenda en voz alta –, ¡ ven ahora mismo! El señor Bresson es un hombre muy ocupado.

El señor Bresson, sin duda, debe saber que a muchos clientes les gusta examinar la casa con tiempo. ¿Es que ya no la quieres?

Brenda le echó una mirada furiosa y se marchó, indignada. Él suspiró; más tarde lo acusaría de hacerla quedar como una tonta frente al agente de la inmobiliaria.

Se volvió otra vez hacia el sótano. ¿Por qué no se atrevía a abrir las puertas? Era absurdo quedarse así, paralizado, en un estado de indecisión psicotica. Pero cuando la trompeta volvió a emitir las siete notas, sonando a todo volumen tras una gruesa barricada, no pudo sino dar un respingo.

El corazón le golpeaba sordamente contra las costillas, como un puño interior. Se obligó a dar un paso hacia las puertas; puso la mano en la ranura enchapada de bronce y deslizó la puerta hacia un lado. El suave rumor de los rodillos apagó el sonido del cuerno.

Los paneles blancos de la pared habían desaparecido. Eran la entrada a una escena que jamás habría podido imaginar, aunque debía ser un producto de su imaginación.

La luz del sol brotaba de aquella abertura, bastante amplia como para permitirle el paso. La escena estaba parcialmente cubierta por una vegetación con aspecto arbóreo, aunque no parecían árboles terráqueos. A través de las ramas y del follaje pudo ver un cielo verde y brillante. Bajó la mirada, hacia la escena que se desarrollaba bajo los árboles. Seis o siete criaturas de pesadilla estaban reunidas en la base de un gigantesco canto rodado. Este era de roca rojiza, impregnada de cuarzo, y tenía la tosca forma de un hongo venenoso. Aquellos seres deformes, cubiertos de pelaje negro, estaban de espaldas a él, pero uno recortaba su perfil contra el cielo verde. Tenía una cabeza brutal, inhumana, y una expresión malévola. El rostro y el cuerpo estaban cubiertos de protuberancias, en forma de grumos de carne que le daban la apariencia de algo inconcluso, como si su creador lo hubiese dejado sin pulir. Las dos piernas cortas recordaban las patas traseras de un perro. Tenía los brazos extendidos hacia el joven que ocupaba la parte plana de la roca.

Este vestía sólo un taparrabos de piel de ante y calzaba mocasines. Era alto, musculoso y de anchas espaldas; tenía la piel tostada por el sol, y su cabello, largo y grueso, era rojizo como el cobre; el rostro, anguloso y fuerte, presentaba un labio superior muy largo. Era él quien tenía el instrumento cuyas notas escuchara Wolff.

Uno de aquellos seres deformes trepó hacia el hombre; éste lo apartó de un puntapié y se llevó a los labios la trompeta de plata. En ese momento vio a Wolff, de pie ante la abertura. Le dirigió una amplia sonrisa, descubriendo los dientes blancos y brillantes, y exclamó:

– ¡Así que al fin has venido!

Wolff no respondió ni hizo el menor movimiento. Sólo pudo pensar: «¡Ahora me he vuelto loco! ¡No sólo tengo alucinaciones auditivas, sino también visuales! ¿Qué he de hacer? ¿Debo salir corriendo, a los gritos? ¿O ir tranquilamente a decirle a Brenda que necesito ver ya mismo a un médico? ¡ Ya mismo! Sin demoras ni explicaciones. Calla, Brenda; me voy

Retrocedió. La abertura comenzaba a cerrarse; las paredes blancas iban recobrando su solidez. Mejor dicho: él empezaba a recuperar la realidad.

–¡Toma esto! – gritó el joven, desde lo alto de la roca –. ¡ Atájalo!

Y le arrojó el cuerno. El instrumento voló, girando por los aires en dirección a la abertura; la luz que se filtraba por entre el follaje arrancó a la plata reflejos de sol. En el preciso momento en que las paredes se cerraban, el cuerno pasó por la grieta y golpeó a Wolff en las rodillas.

Wolff lanzó una exclamación de dolor: el fuerte impacto no tenía nada de ectoplásmico. A través de la angosta abertura pudo ver que el joven pelirrojo levantaba una mano, formando un círculo con el pulgar y el índice, y sonreía ampliamente, gritando:

–¡ Buena suerte! ¡ Espero verte pronto! ¡ Me llamo Kickaha!

Como un ojo que se cierra con el sueño, la abertura de la pared se contrajo. La luz se borró, y los objetos comenzaron a esfumarse. Pero Wolff alcanzó a echar un último vistazo. En ese momento, una muchacha apoyaba la cabeza contra el tronco de un árbol.

Sus ojos eran inhumanamente grandes en relación con el rostro, como los de un gato. Tenía los labios gruesos y rojos, y la piel dorada. La cabellera, espesa y ondulada, le colgaba suelta a los costados de la cara y era listada como el pelaje del tigre, y su largura, llegaba casi hasta el suelo, se acentuaba al estar recostada contra el árbol.

Las paredes se tornaron blancas como el ojo de un cadáver. Todo quedó como en un principio; pero allí estaba el dolor en sus rodillas y la dureza del cuerno contra su tobillo.

Lo levantó, para examinarlo a la luz del cuarto. Aunque estaba atónito, ya no se creía demente. Había visto una escena de otro universo, y de allí se le había entregado un objeto. Por qué o cómo, no lo sabia.

El cuerno media casi setenta y cinco centímetros, y pesaba poco más de cien gramos. Tenía la forma de un cuerno de búfalo africano, salvo en la base, donde se ensanchaba considerablemente. La punta terminaba en una boquilla de cierto material suave y dorado. El resto era de plata, o de algún metal semejante. Aunque no tenía válvulas, notó en la parte inferior siete botoncitos en hilera. Por dentro, a muy poca distancia de la boca, tenía una telaraña de hilos plateados. Al sostener el instrumento en cierto ángulo con respecto a la luz proveniente de las bombillas del cIelorraso, la telaraña parecía seguir hacia el interior del cuerno.

En ese momento, la luz tocó la superficie del instrumento, revelando algo que él no había notado en el primer examen. Era un jeroglífico inscrito en la mitad. Nunca había visto nada parecido, a pesar de ser experto en todo tipo de escrituras alfabéticas, ideográficas o pictográficas.

–¡ Robert! – gritó su esposa.

–¡ Ya subo, querida!

Puso el cuerno en la esquina derecha del sótano, y cerró la puerta. No podía hacer otra cosa, a menos que escapara de la casa con el cuerno. Si aparecía con él, tanto su esposa como Bresson lo interrogarían al respecto. Y puesto que no lo tenía al entrar, no podría decir que era suyo. Bresson sabría que lo había encontrado allí, en la propiedad de la agencia, y querría tomarlo bajo su custodia.

Wolff sintió la agonía de la incertidumbre. ¿Cómo sacar el cuerno de la casa? ¿Cómo impedir que Bresson mostrara la propiedad a otros interesados, tal vez ese mismo día? De ser así, descubrirían el cuerno en cuanto abrieran la puerta del sótano, y cualquier cliente llamaría la atención de Bresson sobre él.

Subió los escalones hacia la gran sala. Brenda echaba chispas por los ojos. En cuanto a Bresson, un hombrecillo gordinflón y con gafas, de unos treinta y cinco años, parecía incómodo a pesar de su sonrisa.

– Bueno, ¿qué le parece? – preguntó.

– Magnífica – replicó Wolff –. Me recuerda al tipo de casas que se construyen allá donde vivíamos.

Son muy bonitas – dijo Bresson –. Yo también soy del medio oeste, y comprendo que no quieran ustedes vivir en una casa al estilo de los ranchos. No es que las desprecie; en realidad, la mía es de ese tipo.

Wolff se llegó hasta la ventana para mirar hacia fuera. El sol primaveral de la tarde brillaba esplendoroso en el cielo azul de Arizona. El prado estaba cubierto por fresco césped de Bermuda, plantado tres semanas antes, tan nuevo como las casas construidas en ese proyecto de urbanización de Casas Hohokam.

Casi todas las casas están construidas al nivel del suelo. Cuesta mucho excavar este caliche duro, pero las casas no son caras, considerando su calidad.

«Si no hubiesen excavado el caliche para construir el cuarto de recreo, pensó Wolff, «¿qué habría visto el hombre del otro lado al abrirse la entrada? Indudablemente, habría visto sólo tierra, y por lo tanto no habría podido deshacerse del cuerno.

– Tal vez usted llevó en los diarios que debimos demorar esta urbanización – dijo Bresson –. Mientras cavábamos descubrimos una ciudad primitiva de los Hohokam.

–¿Hohokam? – preguntó la señora Wolff –. ¿Quiénes eran?

– Mucha gente que viene a Arizona no los ha oído nombrar – replicó Bresson –. Pero no se puede vivir en la zona de Phoenix sin saber de ellos, tarde o temprano. Eran los indios que habitaron hace mucho tiempo el Valle del Sol. Deben haber llegado aquí hace al menos mil doscientos anos. Cavaron canales de riego, construyeron ciudades y desarrollaron una alegre civilización. Pero algo les ocurrió, y nadie sabe qué fue. Desaparecieron de pronto, hace algunos siglos. Algunos arqueólogos sostienen que los papagos, los pimas y los diaspares son sus descendientes.

– Yo los he visto – observó la señora Wolff, con un resoplido –. No parecen capaces de construir nada, salvo esas míseras chozas de adobe de la reserva.

Wolff, casi furioso, se volvió para replicar:

– Tampoco los mayas modernos parecen capaces de haber construido sus templos ni de inventar el concepto del cero. Pero lo hicieron.

Brenda bufó. El señor Bresson, con una sonrisa cada vez más mecánica, continuó:

– De cualquier modo, tuvimos que suspender las excavaciones hasta que los arqueólogos acabaron. Eso demoró las operaciones en tres meses, pero no podíamos hacer nada; el estado nos ató de pies y manos. En realidad, es una suerte para ustedes. Si no nos hubieran demorado, a esta altura todas las casas estarían vendidas. Todo es para bien, ¿verdad?

Y los miró a los dos, con una sonrisa brillante.

Wolff hizo una pausa para tomar aliento; sabía lo que le esperaba por parte de Brenda.

– La compramos – dijo –. Firmaremos los papeles ahora mismo.

–¡Robert! – chilló la señora –. ¡Ni siquiera me has consultado!

– Lo siento, querida, pero ya he tomado mi decisión.

–¡Bien, pero yo no!

– Bueno, bueno, señores – intervino Bresson, con una sonrisa desesperada –, no hay necesidad de precipitarse. Tómense tiempo y convérsenlo. Aunque alguien viniera a comprar esta misma casa (y puede ocurrir antes de la noche, pues se venden como pan caliente), hay muchas otras como ésta.

– Quiero esta casa.

– Robert, ¿estás loco? – gimió Brenda –. Nunca te he visto así.

– Te he dado el gusto casi en todo – dijo él –. Quería que fueras feliz. Esta vez, deja que yo me dé el gusto. No es mucho pedir. Además, esta mañana dijiste que querías una casa de este tipo, y las de Hohokam son las únicas que podemos pagar. Firmemos los papeles ahora. Puedo darle un cheque como sena.

– Yo no firmaré, Robert.

–¿Por qué no lo discuten tranquilamente? – sugirió Bresson –. Cuando lleguen a una decisión, estaré a las órdenes de ustedes.

–¿No basta con mi firma? – preguntó Robert.

– Lo siento – dijo Bresson, sin perder su trabajosa sonrisa –, pero necesitamos también la de la señora.

Brenda adquirió una expresión de triunfo.

– Prométame que no se la mostrará a ningún otro interesado – dijo Wolff –. Al menos, hasta mañana. Si teme perder una venta, le dejaré una señal.

– Oh, no es necesario – concedió Bresson, dirigiéndose hacia la puerta, con una prisa que denunciaba el deseo de salir de aquella embarazosa situación –. No la mostraré a nadie hasta tener su respuesta, por la mañana.

Ninguno de los dos abrió la boca, ya en el camino de regreso al motel Sands, en Tempe. Brenda permanecía rígidamente sentada, con la vista fija hacia delante. Wolff, que le echaba una mirada de tanto en tanto, notó que su nariz parecía cada vez más aguda, y los labios más delgados; si eso continuaba así, terminaría por parecer un gordo papagayo.

Y cuando por fin soltara la lengua y empezara a hablar, seria un verdadero papagayo gordo. Estallaría en el mismo torrente de reproches y amenazas, ya viejo y gastado, pero aún poderoso. Le reprocharía su abandono de todos esos años, le recordaría por enésima vez que no sacaba la nariz de sus libros, o que se dedicaba a deportes tales como el tiro con arco, la esgrima o el alpinismo, en los que ella no podía participar debido a su artritis. Y desplegaría los años de infelicidad, o supuesta infelicidad, para terminar con violentos y amargos sollozos.

¿Por qué seguía con ella? Sólo sabía que en su juventud la había amado profundamente, y también que sus acusaciones no eran del todo injustas. Más aún, la idea de una separación le resultaba dolorosa, más dolorosa aún que la idea de permanecer a su lado.

Sin embargo, tenía derecho a recoger los frutos de sus esfuerzos como profesor de inglés y de idiomas clásicos. Gozaba de suficiente dinero y tiempo libre como para llevar a cabo los estudios que sus tareas le habían obligado a postergar. Hasta podría viajar, con esa casa de Arizona como base. O tal vez no. Brenda no se negaría a acompañarlo (por el contrario, insistiría en hacerlo). Pero se aburriría tanto que acabaría por amargarle la vida. Era imposible culparía por ello, ya que no compartían los mismos intereses. Pero ¿hasta qué punto era justo que él abandonara todo cuanto enriquecía su vida por hacerla feliz? Sobre todo, teniendo en cuenta que, de cualquier manera, ella jamás sería feliz.

Tal como esperaba, Brenda quebró el silencio después de cenar. La escuchó, trató de manifestarle una serena oposición y de señalar la falta de lógica, la injusticia y el poco fundamento de sus recriminaciones. No sirvió de nada. Ella acabó con los sollozos de costumbre, amenazándolo con abandonarlo o con suicidarse.

Esta vez él no cedió.

– Quiero esa casa – dijo, con firmeza –; quiero disfrutar de la vida como lo he planeado. Eso es todo.

Poniéndose el sobretodo, caminó a grandes pasos hacia la puerta.

– Volveré más tarde – agregó..., tal vez.

Brenda lanzó un alarido y le arrojó un cenicero. Wolff agachó la cabeza, y el objeto rebotó contra la puerta, arrancando un trozo de madera. Por fortuna, en esa oportunidad ella no lo siguió para hacerle una escena fuera del cuarto, como otras veces.

Ya era de noche; la luna no había surgido aún, y la única luz provenía de las ventanas del motel, de las farolas que iluminaban las calles y del tránsito en boulevard Apache. Wolff condujo el coche basta el boulevard y se dirigió hacia el este, para tomar después hacia el sur. En pocos minutos estaba en la ruta hacia las Casas Hohokam. Con sólo pensar en lo que iba a hacer, el corazón aceleraba sus latidos y la piel se le erizaba. Por primera vez en su vida consideraba seriamente la posibilidad de cometer un acto delictivo.

El barrio estaba profusamente iluminado: se oían música ruidosa y voces de niños que jugaban en las calles, mientras los padres vigilaban desde las ventanas.

Continuó por Mesa y regresó por Tempe, bajando por Van Buren, hasta llegar al corazón de Phoenix. Tomó hacia el norte y luego hacia el este, hasta encontrarse en la ciudad de Scottsdale. Allí se detuvo por una hora y media en un pequeño bar. Se permitió el lujo de cuatro medidas de Vat 69, pero no más. En realidad, tenía miedo de sentirse borracho cuando llevara a cabo su proyecto.

Cuando regresó a las Casas Hohokam, las luces se habían apagado, y el silencio volvía a reinar en el desierto. Estacionó el coche tras la casa que había visitado esa tarde. Con el puño derecho enguantado, rompió la ventana del cuarto de recreo.

Pronto estuvo dentro, jadeante; el corazón le latía como si hubiese corrido varias calles. Sonrió para sí, a pesar del miedo. Puesto que era muy imaginativo, se había concebido algunas veces como ladrón; no como un ladrón común, por supuesto, sino como un Raffles. Acababa de descubrir que respetaba demasiado la ley como para convertirse en un gran criminal, o siquiera en un raterillo. Aquel acto insignificante le remordía la conciencia, a pesar de considerarlo ampliamente justificado. Más aún, el temor a caer preso estaba a punto de hacerle abandonar el proyecto. Tras llevar una vida tranquila, decente y respetable, todo estaría arruinado si lo detenían. ¿Valía acaso la pena?

Decidió que sí. Si se echaba atrás en ese momento, lamentaría lo perdido por el resto de su vida. Lo esperaba la mayor de todas las aventuras, una aventura como ningún hombre la habría vivido anteriormente. Mostrarse cobarde en ese momento equivaldría a suicidarse, pues no sería capaz de soportar la pérdida del cuerno ni las posteriores auto–recriminaciones por su falta de coraje.

El cuarto de recreo estaba completamente oscuro; tuvo que buscar a tientas el camino hasta el sótano. Ubicó las puertas corredizas y abrió la izquierda, como lo habría hecho esa tarde. Lo hizo con mucha suavidad, para evitar el ruido, y se detuvo a escuchar durante varios segundos lo que ocurría en el interior de la casa.

Con la puerta totalmente corrida hacia un lado, retrocedió unos cuantos pasos. Se llevó el cuerno a la boca y sopló con suavidad. El trompetazo fue tan poderoso que le tomó desprevenido y le hizo soltar el cuerno. Finalmente logró encontrarlo, a tientas, en un rincón de la habitación.

La segunda vez sopló con fuerza y sin embargo la nota que surgió no fue más alta que la vez anterior. Algo regulaba los decibeles, tal vez la telaraña plateada que estaba en el interior del instrumento. Durante varios minutos permaneció inmóvil, con el cuerno levantado a la altura de la boca, tratando de reconstruir mentalmente la serie exacta de las siete notas que escuchara anteriormente. Sin duda, los siete botoncitos de la parte inferior determinaban las notas, pero era imposible descubrir cuál sin pruebas que llamaran la atención.

– Qué diablos – murmuró, encogiéndose de hombros.

Y volvió a soplar, probando en esa oportunidad el primero de los botones, para seguir con los demás. Surgieron siete notas potentes. Los valores eran los que él recordaba, pero no en la misma secuencia.

Al apagarse el último sonido se oyó un grito a la distancia y una luz atravesó la ventana de la habitación. Wolff se sintió presa del pánico. Con un juramento, volvió a levantar el cuerno hasta sus labios y oprimió los botones en un orden que, era de esperar, reproduciría el sésamoábrete, la clave musical para entrar en el otro mundo. El tercer intento pareció reproducir la serie emitida por el joven sentado en el hongo de piedra.

En ese momento, por la ventana rota asomó una linterna. Una voz profunda amenazó:

–¡A ver, usted! ¡ Salga de allí! ¡ Salga o disparo!

Simultáneamente, una luz verdosa apareció sobre la pared, se abrió paso y se fundió formando una abertura.

A través de ella brilló la luz de la luna. Los árboles y la roca eran sólo siluetas contra un resplandor verde–plateado; éste surgía de un gran globo, del que sólo se veían los bordes.

No se demoró. Habría vacilado de no estar sobre aviso, pero sabia bien que era necesario correr. El otro mundo le ofrecía incertidumbres y peligros, pero en éste le esperaban, definitiva e inevitablemente, la ignominia y la vergüenza. En tanto el guardián repetía sus órdenes, Wolff lo dejó atrás con todo su mundo. Se vio obligado a realizar un difícil movimiento para pasar por la reducida abertura. Una vez que se encontró del otro lado, se volvió para echar una mirada final al mundo que abandonaba; la entrada se había reducido al tamaño de un ojo de buey; en pocos segundos había desaparecido.

***

Capítulo II

EL JARDÍN DEL EDÉN

Wolff, sentado en el césped, descansó hasta que pudo respirar con más facilidad. Habría sido irónico que tanta conmoción resultara demasiado para su viejo corazón. «Ingresó fallecido», I.F. Quienes lo recibieran (fueran quien fuesen) tendrían que enterrarlo con el siguiente epitafio: El terráqueo desconocido.

Entonces se sintió mejor; hasta logró reír por lo bajo mientras se ponía de pie. Echó una mirada a su alrededor, con cierto confiado coraje. La temperatura era bastante templada; alrededor de los treinta grados, por lo que podía calcular. El aire estaba saturado de perfumes extraños y muy agradables. Los reclamos de los pájaros (ojalá fueran sólo eso) lo circundaban por doquier. Desde algún sitio, a lo lejos, llegaba un gruñido sordo, pero no se asustó. Tenía la certeza, sin fundamentos racionales, de que era el estruendo de la marea, apagado por la distancia. La luna era enorme, dos veces y media mayor que la terrestre.

El cielo había perdido el verde brillante que luciera durante el día; con excepción del esplendor lunar, era tan negro como el cielo nocturno del mundo que acababa de dejar. Grandes estrellas vagaban por él, en movimientos veloces y hacia cualquier dirección; al contemplarlas se sintió mareado por la confusión y el temor. Una de ellas se precipitó hacia él, tomándose más y más grande, más y más brillante, hasta caer a unos pocos metros de distancia. La luz de su esplendor anaranjado le permitió ver cuatro grandes alas elípticas, varias patas suspendidas y, por un segundo, el contorno de una cabeza provista de antenas. Se trataba de alguna especie de luciérnaga, cuyas alas desplegadas medían al menos unos tres metros.

Wolff contempló el vuelo y las pulsaciones de aquellas constelaciones vivientes, hasta acostumbrarse a ellas. Dudó un momento sobre la dirección por tomar, hasta que lo decidió el tronar de la marea. Fuese a donde fuese, la costa sería un buen punto de partida.

Avanzó lenta y cautelosamente, deteniéndose con frecuencia para escuchar e inspeccionar las sombras.

A corta distancia se oyó un gruñido profundo. Se acostó en el pasto, bajo la sombra de un espeso arbusto, y trató de respirar sin ruido. Hubo un sonido áspero y se oyó el crujir de una ramita. Wolff levantó apenas la cabeza, lo bastante como para mirar el claro de luna que tenía delante. Un cuerpo grande caminaba a pocos metros, arrastrando los pies; era un ser bípedo, erguido, pero velludo y oscuro.

Se detuvo súbitamente, y el corazón de Wolff falló por un instante. Aquel ser movió la cabeza hacia delante y hacia atrás, revelando un perfil goriloide. Sin embargo, no se trataba de un gorila; al menos, según el concepto terrestre. La piel no era totalmente negra; presentaba anchas bandas negras, alternada con otras blancas, más angostas, que le cruzaban en zigzag el cuerpo y las patas. Los brazos eran mucho más cortos que los de su congénere terráqueo; las patas eran, no sólo más largas, sino también más rectas. Además, la frente, aunque sobresalida sobre los ojos, era bastante alta.

Emitió un balbuceo; no era el grito ni el gemido de un animal, sino una serie de sílabas claramente moduladas. El gorila no estaba solo. La luna verdosa reveló una porción de piel desnuda a su lado. Una mujer caminaba junto a la bestia, que la tenía abrazada por los hombros.

Wolff no logró verle la cara, pero aquellas piernas largas y esbeltas, aquella agradable forma del brazo, las nalgas redondeadas y el cabello largo y negro le hicieron preguntarse si sería igualmente hermosa de frente.


Hablaba con el gorila, con una voz que era como el sonido de campanas de plata. El gorila le respondió, y los dos salieron del sector iluminado por la luna verde, para entrar a la negrura de la selva.

Wolff, demasiado asustado, demoró en levantarse.

Al fin se puso de pie y avanzó por entre los matorrales, que no eran tan espesos como los de una selva terráquea. En realidad, los arbustos estaban bien separados. De no ser por el exotismo de aquel ambiente, no habría clasificado a esa flora como selvática. Se parecía más a un parque, sobre todo en el césped, con aspecto de recién cortado.

Unos pocos pasos más adelante, lo sorprendió el resoplido de un animal que pasó corriendo frente a él. Alcanzó a divisar una cornamenta rojiza, un hocico blanco, grandes ojos pálidos y un cuerpo moteado. El animal desapareció con tanta rapidez como había aparecido, pero pocos segundos después Wolff oyó pasos a su espalda. Al volverse vio al mismo ciervo, parado a algunos metros de distancia. El animal, al saberse visto, se adelantó poco a poco y hundió el hocico húmedo en la mano que se le ofrecía. Después, con una especie de ronroneo, trató de frotar el flanco contra Wolff, pero no hizo sino empujarlo, puesto que pesaba unos doscientos kilos. Wolff se recostó contra él, le acarició las grandes orejas ahuecadas, le rascó el hocico y palmeó suavemente sus costillas; el ciervo le dio varios lametazos, con una lengua larga y húmeda, levemente áspera, como la de los leones. Él confiaba en que pronto se cansaría de demostrarle su afecto, y así fue. Se alejó con un salto tan súbito como el que lo había traído.

Aquello lo hizo sentirse menos amenazado. Ningún animal podía mostrarse tan manso con un desconocido, si estaba acostumbrado a huir de cazadores o de otros animales carnívoros.

El fragor de la marea se hizo más audible. Diez minutos después se encontró al borde de la playa. Allí se arrodilló bajo una fronda ancha y alta, para examinar la escena a la luz de la luna. La playa era de arena blanca y muy fina, como pudo comprobar al hundir su mano en ella. Se prolongaba hacia ambos lados hasta donde alcanzaba la vista, y formaba una banda d# doscientos metros entre el bosque y el mar. A cierta distancia se veían fogatas, junto a las cuales brincaban las siluetas de hombres y mujeres. Sus gritos y sus risas, aunque apagados por la distancia, le confirmaron que se trataba de seres humanos.

Volvió a mirar a su alrededor. A trescientos metros de distancia, casi en el agua, divisó a dos seres cuyo aspecto le cortó la respiración.

Fue la forma de su cuerpo y no lo que hacían, lo que le causó tanta sorpresa. Desde la cintura hacia arriba, los dos eran tan humanos como él, pero allí donde debían arrancar las piernas, el cuerpo se les convertía en cola de pez.

No pudo contener su curiosidad. Tras ocultar el cuerno entre la hojarasca, se arrastró por el borde de la selva; cuando estuvo frente a la pareja se detuvo a observarla. Si pertenecían a la especie de las sirenas, no eran, por cierto, semí–peces. Las aletas caudales estaban colocadas en un plano horizontal, a diferencia de la de los peces. Y la cola no parecía estar cubierta por escamas.

Todo el cuerpo híbrido estaba cubierto por suave piel dorada.

Tosió, y ellos levantaron la vista. El macho gritó, la hembra soltó un alarido. De inmediato se irguieron sobre la punta de la cola y avanzaron hacia las olas, con movimientos tan veloces que Wolff no pudo distinguirlos sino como un borrón. La luna iluminó una cabeza oscura que asomaba un instante entre las olas, y una aleta erguida por sobre las aguas.

La marea rodaba, estrellándose contra las arenas blancas. La luna era enorme y verde. Una brisa marina le acarició el rostro sudoroso y siguió rumbo a la selva. Algunos gritos misteriosos se entretejieron a sus espaldas, en la oscuridad, mientras el ruido de la juerga humana subía desde la playa.

Permaneció largo rato enredado en sus pensamientos. Había notado algo familiar en el habla de las sirenas, y también en los balbuceos del cebrila (acababa de acuñar el término adecuado para denominar al gorila) y su compañera. Aunque no identificara una sola palabra, los sonidos y la entonación le recordaban vagamente algo. ¿Qué? Por cierto, nunca hasta entonces había oído aquel idioma. Tal vez era parecido a alguno de los lenguajes terrestres, y él lo habría escuchado en una grabación o en una película.

Una mano se cerró sobre su hombro; lo levantó en el aire y lo hizo girar. Se encontró frente al hocico gótico de un cebrila, que lo miraba con ojos cavernosos y le soltaba su aliento a alcohol. La bestia dijo algo; la mujer salió de entre los arbustos y se le aproximó lentamente. En cualquier otra oportunidad, Wolff habría quedado sin aliento ante su cuerpo magnifico y su hermoso rostro. Por desgracia, era otra cosa la que ahora dificultaba su respiración. El gigantesco simio podía arrojarlo al océano con la misma facilidad y rapidez empleada por las sirenas al zambullirse. Y su enorme mano podía cerrarse sobre él, estrujándole la carne, quebrándole los huesos.

La mujer dijo algunas palabras; el cebrila respondió. Y entonces Wolff logró comprender algunos vocablos. Aquel idioma se aproximaba al griego pre–homérico, al micénico.

Pudo haberles hablado inmediatamente, para asegurarles que era inofensivo y que no llevaba malas intenciones, pero no lo hizo. Por otra parte, estaba demasiado atónito para pensar con claridad; además, conocía muy poco el griego de ese periodo, aunque se pareciera al eólico jónico del bardo ciego.

Al fin logró balbucear unas pocas frases inapropiadas; de cualquier modo, no le importaba tanto el sentido de lo que decía como hacerles comprender que no iba a hacerles daño. El cebrila gruñó al oírlo; dirigió algunas palabras a la muchacha y dejó a Wolff sobre la arena. Éste suspiró con alivio, aunque el dolor del hombro le arrancó una mueca. La mano enorme de aquel monstruo era realmente poderosa; si no se tenía en cuenta su tamaño y la abundancia del vello su forma era casi humana.

La mujer le tiró de la camisa, con expresión de leve disgusto. Wolff descubriría más tarde que le causaba repulsión, puesto que nunca hasta entonces había visto a un gordo. Más aún, las ropas la intrigaban. Siguió tirándole de la camisa, y él optó por quitársela antes de que lo hiciera el cebrila a pedido de ella. La mujer miró la prenda con curiosidad, la olió, dijo «¡Ugh!», e hizo nuevos gestos.

Habría preferido no comprender, pues no tenía el menor interés en obedecerle, pero decidió que era mejor hacerlo. No había razones para desencantaría, o, peor aún, disgustar al cebrila.

Se quitó las ropas y aguardó nuevas órdenes. La mujer rió con ganas; el cebrila, entre ladridos, se golpeó un muslo con su mano enorme; las palmadas sonaron como hachazos en un tronco. Él y la mujer se abrazaron, riendo histéricamente, y se alejaron rumbo a la costa, tambaleándose a causa de las carcajadas.

Furioso, humillado, lleno de vergüenza, pero también contento de haber salido del trance sin sufrir daño, Wolff se puso otra vez los calzoncillos. Recogió su ropa interior, las medias y los zapatos y se volvió hacia la selva. Tras sacar el cuerno de su escondite, permaneció sentado allí por largo rato, preguntándose qué haría. Al fin se quedó dormido.

Despertó por la mañana, con los músculos doloridos, con hambre y sediento.

La playa estaba llena de vida. Además de las sirenas (machos y hembras) que había visto la noche anterior, había varias focas de gran tamaño, cuya piel era de un brillante color anaranjado; avanzaban y retrocedían pesadamente por la arena, persiguiendo las pelotas de ámbar que les arrojaban las sirenas. Un hombre con cuernos de carnero, piernas velludas y corta cola de cabra perseguía a una mujer muy parecida a la compañera del cebrila; pero ésta tenía cabello rubio. La mujer corrió hasta que él logró alcanzarla y la llevó alzada, riendo, hasta la arena. Lo que allí ocurrió demostraba que esos seres eran tan inocentes, tan desprovistos de la noción de pecado y de inhibiciones como debieron serlo Adán y Eva.

Aquello era más que interesante, pero se le despertaron urgencias mucho más inmediatas al ver que una sirenita comía en la playa. Tenía una gran fruta amarilla y ovalada en una mano, y en la otra una hemisfera similar a un coco. La compañera del enastado, agachada junto a una hoguera, a pocos metros de distancia, asaba un pescado en la punta de una varilla. El olor le hizo agua la boca, y su estómago retumbó.

En primer término necesitaba beber. Puesto que la única agua a la vista era la del océano, cruzó la playa hacía el oleaje.

Su aparición causó la impresión que él esperaba: sorpresa, retiro, cierta aprensión. Para mirarlo, todos interrumpieron sus actividades, por muy absorbentes que fueran. Cuando se aproximó a algunos de ellos, lo saludaron con los ojos dilatados y la boca abierta, y se apartaron un poco. Algunos de los machos permanecieron donde estaban, como si esperaran que él dijera «¡buuu!» para escapar. Él, por su parte, no tenía interés en desafiarlos; el más pequeño era lo bastante musculoso como para sobrepasar la fuerza de su cuerpo viejo y fatigado.

Se metió basta la cintura en el oleaje y probó el agua. Había visto que los otros la bebían, y esperaba que fuera pasable. La encontró pura y fresca; tenía un regusto que nunca había sentido hasta entonces. Tras beber hasta el hartazgo, tuvo la sensación de haber recibido una transfusión de sangre joven. Emergió del océano y volvió a cruzar la playa hacia la jungla. Los otros habían vuelto a sus entretenimientos y a la comida; lo contemplaron de frente, más audaces, pero nadie le dijo nada. Les respondió con una sonrisa, pero eso pareció sorprenderlos. Ya en la selva, buscó las frutas y los cocos que había visto comer a la sirena. La fruta amarilla sabia a pastel de duraznos, y la pulpa del seudococo recordaba el gusto de un bife muy tierno, mezclado con trozos de nuez.

Después se sintió satisfecho, con una sola excepción: extrañaba su pipa. Pero en aquel paraíso no parecía existir el tabaco.

En los días siguientes recorrió la selva y se entretuvo en la playa o en el mar. Para entonces, la gente de la playa se había acostumbrado a su presencia, y hasta comenzaba a reír cuando él hacia sus apariciones matutinas. Un día, varios de aquellos seres saltaron sobre él para quitarle las ropas, riendo estruendosamente. Corrió detrás de una mujer que se llevaba sus calzoncillos, pero ella se internó en la selva; cuando reapareció, traía las manos vacías. A esa altura, Wolff podía hablar lo bastante como para hacerse comprender con frases trabajosas. Durante sus años de estudio y de enseñanza había adquirido un vocabulario griego muy amplio; sólo le fue necesario aprender la entonación y ciertas palabras que no figuraban en su Autehnreith.

–¿Por qué hiciste eso? – preguntó a la hermosa ninfa de ojos negros.

– Quería saber qué ocultabas bajo esos sucios harapos. Desnudo eres feo, pero con ellos lo eres aún más.

–¿Obsceno? – sugirió él, pero la ninfa no comprendió esa palabra.

Wolff, encogiéndose de hombros, recordó aquello de «Cuando en Roma...». Aunque eso se parecía más al Jardín del Edén. La temperatura era agradable de día y de noche; variaba apenas unos cuatro grados. No había dificultades en obtener gran variedad de alimentos, no hacia falta trabajar, no existían los alquileres, ni la política, ni tensión alguna, con excepción de la urgencia sexual, fácilmente satisfecha; no había animosidad entre las razas ni entre las naciones. Y todo era gratuito. ¿O no? El principio básico del universo terráqueo decía que nadie puede obtener algo por nada. ¿Sería igual allí? Alguien debía hacerse cargo de las cuentas.

Por las noches dormía sobre un montón de pasto, dentro del hueco de un gran árbol. Éste era sólo uno entre muchos miles de huecos semejantes, ya que cierto tipo de árboles ofrecía ese alojamiento natural. Sin embargo, Wolff no se demoraba en la cama por las mañanas. Durante varios días se levantó antes del alba, para ver llegar al sol. En realidad, «llegar» resulta un término más correcto que «salir»; el sol, por cierto, no salía. Del otro lado del mar había una enorme elevación montañosa, tan alta que no se podía distinguir la cima. El sol surgía por un lado de la montaña, a cierta altura por sobre el horizonte. Seguía su marcha en línea recta, cruzando el cielo verde, y desaparecía otra vez al tocar el otro lado de la montaña.

Una hora después aparecía la luna; también ella surgía desde atrás de la montaña, recorría el cielo, siempre a la misma altura, y volvía a ocultarse detrás de la elevación. Todas las noches llovía intensamente durante una hora. En esos momentos, Wolff solía despertarse, pues el aire se volvía más fresco; se hundía entonces entre la hojarasca, estremecido, y trataba de retomar el sueño.

Con cada noche se le hizo más difícil volver a dormirse. Pensaba en su propio mundo, en sus amigos, en su trabajo; pensaba en las diversiones que había disfrutado allí..., y en su mujer. ¿Qué estaría haciendo Brenda? Lamentándose por él, sin duda. Por amarga, antipática y quejosa que se hubiese mostrado con frecuencia, lo amaba, y su desaparición seria una sorpresa y una perdida. Sin embargo, no le faltarían recursos; siempre había insistido en tomar más seguros de los que él podía costear, y ése había sido tema para frecuentes disputas. Pero Wolff no tardó en recordar que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera cobrar los seguros, ya que no había pruebas de que él hubiese muerto. Ella podría vivir de la pensión social hasta que se lo declarara legalmente muerto. Eso representaría una drástica disminución en el modo de vivir, pero le alcanzaría para mantenerse.

Por cierto, Wolff no tenía intenciones de regresar. Estaba recobrando su juventud. Aunque comía en abundancia, iba perdiendo peso, y sus músculos ganaban fuerza y resistencia. Sentía las piernas elásticas, y un espíritu alegre que había perdido en algún momento, apenas pasados los veinte años. En la séptima mañana descubrió, al frotarse el cráneo, que estaba cubierto de cortos cabellos. En la décima despertó con dolor de encías; se frotó la carne hinchada, preguntándose si estaría por caer enfermo. Había olvidado ya que podían existir las enfermedades, pues se sentía hasta entonces extraordinariamente bien, y nunca había visto enfermos entre la gente de la playa, como él los llamaba.

Las encías siguieron molestándole durante una semana; acabó por beber el licor que se producía, por fermentación natural, en el interior de la nuez de ponche. Esta fruta crecía en grandes racimos, en lo alto de un árbol esbelto, de ramas cortas y frágiles color de malva, con hojas amarillas semejantes a las del tabaco. Cuando se cortaba la cáscara correosa con una piedra afilada, la fruta exhalaba un olor a ponche de frutas. En cuanto al sabor, era como ginebra con agua tónica, con una medida de licor amargo de cerezas; era fuerte como el tequila, y logró calmarle el dolor de encías, además del malhumor que éste le había provocado.

Nueve días después de que apareciera esa molestia, asomaron diez diminutos dientes blancos y duros. Además, las obturaciones de oro que tenía en las muelas fueron expulsadas por un crecimiento de marfil natural. Y una espesa cabellera cubrió su cráneo, antes desnudo.

Eso no fue todo. La grasa se había consumido con el ejercicio de la natación, la carrera y el escalamiento. Las venas prominentes de la vejez se hundieron en una carne suave y firme. Podía correr largos tramos sin perder el aliento ni forzar el corazón. Todo esto le causaba un deleite no exento de sorpresa; ¿por qué y cómo había ocurrido?

Cuando interrogó a algunos miembros entre el gentío de la playa con respecto a su juventud universal, sólo obtuvo una respuesta: «Es la voluntad del Señor».

Al principio creyó que se referían al Creador, y eso le resultó extraño. Por lo que podía ver, no tenían religión alguna. Al menos, no llevaban a cabo reuniones, rituales ni sacramentos.

–¿Quién es el Señor? – preguntó, pensando que tal vez había traducido mal la palabra wanaks, y que ésta tenía un significado ligeramente distinto del que le otorgaba Homero.

Ipsewas, el cebrila, que era el más inteligente de cuantos había conocido allí, le respondió:

– Vive en la punta del mundo, más allá de Okeanos.

Y al decir así, señaló, por sobre el mar, la elevación que se alzaba al otro lado.

– El Señor vive en un palacio hermoso e inviolable, en la cima del mundo. Es él quien creó este mundo y quien nos hizo a nosotros. Solía bajar con frecuencia a entretenerse con nosotros. Hacemos lo que el Señor nos dice, y jugamos con él, pero siempre tenemos miedo. Si se enoja, si algo le disgusta, puede matarnos. O algo peor.

Wolff asintió, con una sonrisa. Por lo visto, Ipsewas y los otros no tenían, con respecto a los orígenes y al funcionamiento de su mundo, una idea más racional que su propio pueblo. Pero la multitud de la playa llevaba cierta ventaja sobre los terráqueos: la uniformidad de opinión. Cuantos interrogó le dieron la misma opinión que el cebrila.

– Es la voluntad del Señor. Él hizo el mundo y nos hizo a nosotros.

–¿Cómo lo sabéis? – preguntó Wolff.

No esperaba de la posible respuesta nada mejor de lo que había obtenido en la Tierra al efectuar la misma pregunta, pero se llevó una sorpresa.

– Oh – replicó una sirena, Paiawa –, el Señor nos lo dijo. Además, también me lo dijo mi madre, y ella debía saber. El Señor hizo su cuerpo; ella lo recuerda, aunque pasó hace mucho, mucho tiempo.

–¿De veras? – comentó Wolff, preguntándose si la jovencita no estaría tomándole el pelo, y pensando que sería delicioso pagarle en la misma moneda –. ¿Y dónde está tu madre? Me gustaría hablar con ella.

Paiawa movió la mano hacia el oeste.

– Por allá – dijo.

«Por allá» podía estar a miles de kilómetros de distancia, puesto que él no tenía la menor idea de la extensión de la playa.

– Hace mucho que no la veo – agregó Paiawa.

–¿Cuánto?

Paiawa arrugó su frente adorable y ahuecó los labios. Wolff sintió la tentación de besarla. ¡Y qué cuerpo! Con el retorno a la juventud, se le estaba acentuando la conciencia del sexo.

Paiawa le sonrió, diciendo:

– Sientes interés por mi, ¿verdad?

Wolff se ruborizó, y se habría alejado de ella, de no esperar una respuesta a su pregunta.

–¿Cuántos años llevas sin ver a tu madre?

Paiawa no pudo responderle. La palabra «año» no figuraba en su vocabulario.

Él se alejó velozmente, encogiéndose de hombros, y desapareció bajo el follaje ricamente colorido, junto a la playa. La sirena lo llamó, al principio con coquetería, disgustada después, al comprender que él no volvería; entonces hizo algunos comentarios despectivos sobre él, comparado con los otros varones. Él no trató de discutir; su dignidad no se lo permitía, y por otra parte, ella tenía razón. Aunque recuperaba rápidamente la juventud y la fuerza, aún no podía compararse a los especímenes casi perfectos que lo rodeaban.

Abandonó esos pensamientos para dedicarse a la historia de Paiawa. Si pudiera localizar a la madre, o a algún contemporáneo en edad, podría descubrir otras cosas acerca del Señor. Aunque lo dicho por Paiawa habría sido increíble en la Tierra, no lo ponía en duda. Esa gente no mentía; ni siquiera conocía la ficción. Tal sinceridad tenía sus ventajas, pero también significaba que gozaban de una imaginación muy limitada y de poco ingenio. Reían con frecuencia, pero siempre por cosas obvias e infantiles. No pasaban de las payasadas y de las bromas pesadas.

Wolff notó que le costaba concentrarse en un solo tema, y soltó una maldición. La dispersión de sus ideas se acentuaba día a día. ¿En qué estaba pensando cuando saltó a la infelicidad que le causaba su inadaptación a la sociedad local? Oh, si, en la madre de Paiawa. Alguno de los más viejos podría informarlo... si lograba localizar a alguno. ¿Cómo identificarlos, si todos los adultos parecían de la misma edad? Había sólo unos pocos en la primera juventud, apenas tres entre los muchos cientos que había visto hasta entonces. Más aún, lo mismo ocurría entre los muchos animales y pájaros del lugar, algunos bastante extraños.

Si bien los nacimientos eran escasos, la balanza se igualaba por la falta de muertes. Sólo había visto tres animales muertos, dos por accidente y el tercero al luchar con otro por una hembra. También en ese caso se trató de un accidente, pues el macho derrotado, un antílope de color limón con cuatro cuernos curvados en forma de ocho, se había roto el cuello al saltar un tronco en la huida.

La carne del animal muerto no tuvo oportunidad de pudrirse. Varias criaturas omnipresentes devoraron el cadáver en menos de una hora; parecían pequeños zorros bípedos de hocico blanco, orejas de galgo y patas de mono. Esos zorros recorrían la jungla recogiendo toda la basura: frutas, nueces, moras, cadáveres. Preferían lo podrido, y desdeñaban la fruta fresca por la magullada. Pero no eran notas desafinadas en esa sinfonía de belleza y de vida. Aún en el jardín del Edén eran necesarios los recolectores de residuos.

A veces, la mirada de Wolff se perdía por sobre aquel Okeanos azul, encrespado en blanco, y se fijaba en la cordillera, llamada Thayaphayawoed. Tal vez el Señor vivía realmente allí. Quizá valiera la pena cruzar el mar para escalar aquellos picos abruptos, si existía la posibilidad de recelar en parte el misterio del universo. Pero cuanto más trataba de calcular la altura de Thayaphayawoed, menos probable le parecía el proyecto. Los abismos negros se lanzaban hacia arriba, más y más, hasta que fallaba la vista y la mente parecía vacilar. Era imposible que nadie viviera en la cima, pues el aire no sería respirable.

***

Capitulo 3

CRISEYA

Un día, Robert Wolff sacó el cuerno de plata de su escondrijo en el hueco de un árbol y se encaminó, a través de la selva, hacia la roca desde donde el hombre que se presentara como Kickaha le había arrojado el cuerno. Tanto Kickaha como aquellas criaturas deformes habían desaparecido de la vista, como si nunca hubiesen existido; nadie parecía haberlos visto ni saber de ellos. Wolff decidió regresar a su mundo natal para darle otra oportunidad. Si sus ventajas le parecían mayores que las de aquel planeta edénico, permanecería allí. O quizá viajaría de uno a otro, para obtener lo mejor de cada uno. Cuando se cansara de uno, pasaría unas vacaciones en el otro.

Por el camino aceptó la invitación de Elikopis, que le ofreció una copa y un rato de charla. Elikopis, cuyo nombre significaba «la de los ojos brillantes», era una hermosa dríada de magníficas curvas. Era lo más parecido a un ser humano normal que conociera en ese planeta. Tenía el cabello color púrpura intenso, pero aparte de ese detalle, una vez vestida con las ropas apropiadas, no habría despertado en la Tierra más atención que cualquier otra mujer de extraordinaria belleza.

Además, era uno de los pocos que podían llevar una conversación interesante; los demás no hacían sino charlar sin ton ni son, reír sonoramente sin motivos y pasar por alto las palabras de aquellos con quienes hablaban. Wolff se había sentido disgustado y deprimido al notar que, tanto los de la playa como los del bosque, se limitaban al monólogo, por muy gregarios que fueran o por muy enfrascados que parecieran en la conversación.

Elikopis era diferente, tal vez porque no formaba parte de ningún grupo, aunque tal vez fuera a la inversa. Los nativos de aquel mundo a la orilla del mar, sin poseer siquiera la tecnología de los aborígenes australianos (puesto que ni siquiera eso necesitaban) habían desarrollado relaciones sociales extremadamente complejas. Cada grupo tenía zonas definidas en la playa o en el bosque, y distintos grados de prestigio personal. Cada individuo podía recitar en detalle, y con gran placer, su ubicación horizontal vertical en relación con los demás miembros del grupo, que solían ser unos treinta. Podían enumerar, con respecto a cada uno, las disputas, las reconciliaciones, los defectos y las virtudes, la destreza o la incapacidad atléticas, la habilidad en sus juegos infantiles, y evaluar también la potencia sexual.

Elikopis tenía un sentido del humor tan brillante como sus ojos, pero también cierta sensibilidad. Aquel día le mostró algo inusitado: un espejo de vidrio con marco dorado, tachonado de diamantes. Wolff no había visto en ese mundo más que unos pocos productos manufacturados.

–¿Cómo conseguiste eso? – preguntó.

– Oh, el Señor me lo dio – replicó Elikopis –. Una vez, hace mucho tiempo, fui una de sus favoritas. Cada vez que bajaba de la cumbre del mundo para visitar esta zona pasaba mucho tiempo conmigo. Las mujeres que más amó fuimos Criseya y yo. ¿Creerás que los otros todavía nos odian por eso? Esa es la razón por la cual estoy tan sola; aunque estar con los otros no es mucho mejor.

–¿Y cómo era el Señor?

Ella respondió, riendo:

– Desde el cuello hacia abajo, era alto y bien formado, como tú.

Lo abrazó y empezó a besarlo en la mejilla; sus labios buscaron lentamente la oreja.

–¿Y su rostro? – preguntó Wolff.

– No sé. Podía tocarlo, pero no verlo. Me cegaba su resplandor. Cuando se me acercaba, yo tenía que cerrar los ojos.

Elikopis le cerró la boca con sus besos, y él olvidó sus preguntas. Pero más tarde, mientras ella yacía a su lado sobre el pasto suave, semidormida, Wolff tomó el espejo y se miró en él. El corazón se le dilató de alegría. Había recuperado el aspecto que tuviera a los veinticinco años, cosa que, aun presintiéndola, no había podido verificar basta entonces.

«Y si regreso a la Tierra», pensó, «¿envejeceré con tanta rapidez como he rejuvenecido aquí?»

Se levantó, pensativo. Al cabo se dijo: «¿A qué estoy jugando? No regresaré.»

– Si te marchas – dijo Elikopis, soñolienta –, busca a Criseya. Algo le ha ocurrido: huye cada vez que alguien se le aproxima; huye hasta de mí, su única amiga. Ha pasado por algo horrible, de lo que no quiere hablar. La amarás. No es como los otros; es como yo.

– Está bien – respondió Wolff, distraído –, lo haré. Caminó hasta verse solo. Aunque ya no pensaba utilizar la entrada por la que había venido, tenía interés en probar el cuerno. Tal vez hubiese otras entradas. Quizá se abría una puerta dondequiera que sonaba el cuerno.

Se detuvo bajo una cornucopia de las numerosas que abundaban en la zona. Tenía sesenta metros de altura y nueve de diámetro; su corteza era suave, casi aceitosa, y de color azul celeste; las ramas tenían el grosor de un muslo y una longitud de veinte metros aproximadamente. Carecían de follaje, pero en cada punta brotaba una flor dura, de dos metros y medio de longitud, cuya forma era exactamente la de una cornucopia. Esas flores soltaban de tanto en tanto pequeños chorros de una materia similar al chocolate, que sabía a miel, aunque con un ligero regusto a tabaco; la mezcla era extraña, pero Wolff la encontraba agradable; todas las criaturas de la selva solían comerla.

Allí, bajo la cornucopia, hizo sonar el cuerno. No apareció ninguna puerta. Volvió a hacer el intento a unos cien metros de distancia, pero tampoco tuvo éxito. Por lo tanto, dedujo que el cuerno funcionaba sólo en ciertas zonas, y tal vez exclusivamente en el sitio marcado por la roca en forma de hongo.

De pronto divisó la cabeza de aquella joven que surgiera detrás del árbol la primera vez que se abrió la puerta. Tenía la misma cara en forma de corazón, los mismos ojos enormes; labios gruesos y rojos, cabellera listada en negro y castaño rojizo.

Le hizo una señal de saludo, pero la muchacha huyó. Su cuerpo era hermoso, y tenía las piernas más largas, en proporción con el cuerpo, que cualquier otra mujer que él hubiera visto. Además, era más esbelta que las mujeres de ese mundo, todas de curvas amplias y pechos demasiado generosos.

Wolff corrió tras ella. La muchacha le echó una mirada por sobre el hombro y continuó corriendo, con un grito de desesperación. Wolff estuvo a punto de detenerse, pues nunca había causado semejante reacción en los demás nativos. Aunque en un comienzo se apartaran, nunca llegaron a aquel pánico absoluto.

La muchacha corrió hasta agotar sus fuerzas. Entonces, sollozando y sin aliento, se recostó contra una piedra cubierta de musgo, cerca de una pequeña cascada. A su alrededor, el suelo estaba cubierto de pequeñas flores amarillas en forma de signos de interrogación. Un pájaro con ojos de búho, plumas en espiral y largas patas echadas hacia delante, se posó en la punta de la roca y les hizo un guiño, lanzando un suave ui ui uí... Wolff se aproximó despacio, sonriendo.

– No tengas miedo. No te haré daño. Sólo quiero hablar contigo.

La muchacha señaló el cuerno con un dedo tembloroso.

–¿Dónde lo conseguiste? – preguntó, con voz vacilante.

– Me lo dio un hombre que dijo llamarse Kickaha. Tú lo viste. ¿Lo conoces?

Los ojos de la muchacha, enormes y de color verde oscuro, eran los más bellos que Wolff viera hasta entonces, a pesar de las pupilas gatunas, o tal vez a causa de ellas.

La dríada negó con la cabeza.

– No, no lo conozco. Lo vi por primera vez el día en que aquellos...

Tragó saliva y palideció, como si estuviera a punto de vomita, aquellos seres lo cercaron en la roca. Y vi que lo apresaban y se lo llevaban.

– Entonces, ¿no acabaron con él? – dijo Wolff, consciente de que las palabras «matar», «asesinar» o «morir» eran tabú.

– No. Tal vez querían hacer algo peor que... acabar con él.

–¿Por qué huías de mí? Yo no soy uno de ellos.

– No... no puedo hablar de eso.

Wolff meditó un instante sobre esa negativa a hablar de las cosas desagradables. En la vida de esas gentes había muy pocos hechos repulsivos o peligrosos, pero ni siquiera podían afrontar esos pocos. Estaban condicionados para aceptar solamente lo fácil, lo bello.

– No interesa que quieras hablar o no – le dijo –. Debes hacerlo. Es muy importante.

– No puedo – insistió ella, volviendo la cara.

–¿Hacia dónde fueron?

–¿Quiénes?

– Esos monstruos. Y Kickaha.

– Oí que los llamaba gworl – respondió ella –. Nunca había oído antes esa palabra. Ellos..., los gworl..., deben venir de otra parte.

Y agregó, señalando hacia el mar:

– Tal vez vienen de la montaña, de allá arriba.

Súbitamente, se volvió y se acercó a él. Levantó sus ojos enormes hacia los suyos, y aun en esas circunstancias él no pudo dejar de apreciar la perfección de sus facciones, la tersura de su piel.

– ¡Salgamos de aquí! – exclamó ella –. ¡Vayámonos lejos! Esos seres están todavía por esta zona. Algunos se fueron llevando a Kickaha, pero otros se quedaron. Hace pocos días vi a dos de ellos, escondidos en el hueco de un árbol. Tienen en los ojos un brillo animal, y un olor espantoso, como el de la fruta podrida cubierta de hongos.

Y agregó, poniendo la mano sobre el cuerno:

– Creo que es esto lo que buscan.

–¡Y yo hice sonar el cuerno! – recordó Wolff –. Si están cerca, deben haberlo oído.

Miró a su alrededor, entre los árboles. Algo brillaba bajo un arbusto, a unos cien metros de distancia.

Mantuvo la mirada fija en la mata, y finalmente la vio temblar; hubo otra vez un reflejo de sol. Tomó a la muchacha por la mano y dijo:

– Vamos. Pero camina como si no hubiésemos visto nada. No pierdas el aplomo.

Ella, tirándole de la mano, preguntó:

–¿Qué pasa?

– No te pongas histérica. Creo que vi algo bajo un arbusto. Tal vez no sea nada, pero pueden ser los gworl. ¡No mires hacia allí! ¡Les pondrás sobre aviso!

Era demasiado tarde. Ella ya había vuelto la cabeza. Sofocando un grito, se arrimó hacia él.

–¡Son ellos, son ellos!

Wolff siguió la dirección de su ademán; dos siluetas oscuras y deformes se arrastraban bajo el arbusto. Cada uno llevaba en la mano una hoja de acero ancha y larga. Agitaron los cuchillos y gritaron algo, en una voz áspera y ruda. No llevaban ropas sobre el cuerpo, oscuro y cubierto de vello, pero sí un cinturón ancho del que pendían varias vainas con cuchillos.

– No pierdas la calma – dijo Wolff –. No creo que puedan correr muy rápido con esas piernas cortas y torcidas. ¿Sabes de algún lugar a donde no puedan seguirnos?

– El otro lado del mar – dijo ella, con voz temblorosa –. No creo que puedan encontrarnos si nos adelantamos bastante. Podríamos navegar en un histoikhthys.

Se refería a uno de los grandes moluscos que abundaban en el mar. Los de esa especie estaban cubiertos por conchas no más gruesas que un papel, pero de extraordinaria resistencia, similares en su forma al casco de un velero de carrera. En el dorso surgía una vara de cartílago, fuerte y flexible, y un triángulo de tejido carnoso, transparente en su delgadez, a modo de vela. El molusco controlaba el ángulo de esa vela mediante movimientos musculares; la fuerza del viento y los chorros de agua que el animal expulsaba le permitían moverse con rapidez, aun en un día de calma. Las sirenas y la gente de la playa solían pasear en ellos, manejándolos por medio de presiones en ciertos centros nerviosos que estaban al descubierto.

–¿Crees que los gworl usarán un bote? – preguntó Wolff –. En ese caso, no tendrán mucha suerte, a menos que construyan uno. Nunca he visto esa clase de artefactos por aquí.

De trecho en trecho miraba hacia atrás. Los gworl venían a marcha rápida y parecían rodar a cada paso, como un marinero borracho. Wolff y la muchacha llegaron a un arroyo de unos veinte metros de ancho; en la parte más profunda, el agua les llegaba a la cintura. Era fresca y clara; se veía el ir y venir de los peces plateados bajo su superficie. Cuando llegaron a la otra orilla, se ocultaron tras una gran cornucopia. La joven le urgió a continuar, pero él dijo:

Cuando lleguen a la mitad del arroyo se encontrarán en dificultades.

–¿Qué quieres decir?

El no respondió. Después de guardar el cuerno detrás del árbol, miró en su torno hasta encontrar una piedra. Era del tamaño de un pomelo grande, redonda y lo bastante áspera como para asirla con firmeza. Levantó también una de las cornucopias caídas. Aunque de gran tamaño, era hueca, y no pesaba más de diez kilos.

Los dos gworl habían llegado ya a la orilla opuesta. Entonces quedó al descubierto la debilidad de aquellas odiosas criaturas: recorrían la costa agitando furiosamente los cuchillos, y gruñían a todo volumen en su idioma natural; los fugitivos pudieron oírles desde su escondrijo. Finalmente, uno de ellos metió en el agua su pie ancho y plano. Lo sacó casi de inmediato, sacudiéndolo como sacude un gato la pata mojada, y dijo algo a su compañero. Éste se volvió y después empezó a gritarle.

El primero gritó a su vez, pero entró en el agua y avanzó a desgana. Wolff, que los estaba contemplando, comprendió que el otro se quedaría en la orilla hasta que el compañero hubiese cruzado sin problemas. Wolff esperó hasta que la criatura estuvo en la mitad del arroyo; entonces levantó la cornucopia en una mano, la piedra en la otra, y corrió hacia él. A sus espaldas, la muchacha lanzó un grito. Wolff soltó una maldición: ¡había advertido al gworl de su proximidad!

El monstruo se detuvo, con el agua a la cintura, y blandió su cuchillo hacia Wolff. Éste procuró calmarse; no tenía interés en quedar sin aliento. Se acercó hacia la orilla, mientras el gworl proseguía su marcha. El que había quedado en la otra ribera parecía petrificado por la aparición de Wolff, pero pronto se lanzó al agua en ayuda de su compañero. Eso entraba en los cálculos del hombre; sólo cabía esperar que pudiera deshacerse del primero antes de que el otro llegara a la mitad del arroyo.

El gworl que estaba cerca de él movió su cuchillo; Wolff alzó la cornucopia, y el puñal se clavó en su costra delgada y dura, con una fuerza tal que estuvo a punto de arrancársela. El gworl empezó a sacar otro cuchillo de su cinturón. Wolff no se detuvo a sacar el primero de la cornucopia: siguió corriendo. En el momento en que su contrincante levantaba el arma para apuñalarlo, él dejó caer la piedra, levantó la gran campana y golpeó con ella al gworl.

Un crujido apagado surgió de la vaina. La cornucopia se ladeó, junto con el monstruo, y ambos comenzaron a flotar corriente abajo. Wolff corrió por el agua para recoger la piedra, y sujetó al gworl por un pie. Al mirar rápidamente hacia donde estaba el otro, lo vio levantar un cuchillo para arrojárselo. Wolff sujetó la empuñadura del que estaba clavado en la vaina, tiró de ella y se arrojó bajo la gran campana. Tuvo entonces que soltar el pie velludo del gworl, pero logró escapar al cuchillo. Pasó por sobre el borde de la vaina y se enterró hasta el puño en el barro de la orilla.

Al mismo tiempo, el gworl que estaba dentro de la cornucopia salió de ella escupiendo. Wolff le asestó una puñalada en el costado, pero el cuchillo resbaló en uno de los bultos cartilaginosos. Con un alarido, el gworl se volvió hacia él. Wolff, irguiéndose, le golpeó en el vientre con toda su fuerza. El cuchillo se hundió hasta la empuñadura. El gworl intentó aferrarlo y cayó al agua, mientras Wolff retrocedía. La cornucopia se alejó flotando y dejó a Wolff sin protección: había perdido el cuchillo, y sólo le quedaba la piedra en la mano. El otro gworl avanzaba hacia él, sosteniendo el puñal contra el pecho. Por lo visto, no pensaba arriesgar un segundo tiro, sino acercarse a su víctima.

Wolff se contuvo hasta que el monstruo estuvo a unos tres metros escasos; hasta entonces se mantuvo agachado, de modo que el agua le llegara al pecho y ocultara la piedra que tenía en la mano derecha. En ese momento pudo ver con claridad la cara del gworl. Tenía la frente muy baja, un doble puente óseo sobre, los ojos, cejas hirsutas; los ojos, de color amarillo limón, estaban muy juntos; la nariz era achatada y tenía una sola fusa; la mandíbula prognata curvada, saliente, sin barbilla, daba a la boca, apretada y bestial, un aspecto de rana; los dientes eran agudos y separados como los de los animales carnívoros. Cabeza, cara y cuerpo estaban cubiertos por un pelaje largo, espeso y oscuro. El cuello era muy grueso; los hombros, caídos. La piel, húmeda, olía a fruta podrida cubierta de hongos.

Tanta fealdad aterrorizó a Wolff, pero no logró hacerlo ceder. Si echaba a correr, acabaría con un puñal clavado en la espalda.

El gworl, siseando y gruñendo en su rudo lenguaje, llegó a poco más de un metro y medio. En ese momento, Wolff se irguió, levantando la piedra. Su contrincante, al adivinarle las intenciones, levantó el cuchillo para lanzárselo. La piedra, en línea recta, golpeó contra una de las protuberancias de su frente. La criatura retrocedió, tambaleando; soltó el cuchillo y cayó de espaldas en el agua. Wolff, avanzando hacia él, buscó la piedra en el fondo y emergió a tiempo para enfrentarse con su enemigo. Éste, aunque parecía mareado, con la mirada perdida, no estaba fuera de combate. Y tenía otro puñal en la mano.

Wolff levantó la piedra y la bajó sobre el cráneo del monstruo. Se oyó un fuerte crujido, y el gworl volvió a caer hacia atrás, desapareciendo en el agua. Apareció varios metros más allá, flotando sobre el vientre.

En ese momento Wolff sintió la lógica reacción. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía a punto de partírselo; temblaba por entero, y se sentía descompuesto. Pero recordó el cuchillo clavado en el cieno, y lo recogió.

La muchacha estaba aún tras el árbol, demasiado aterrorizada para pronunciar palabra. Wolff, tras recoger el cuerno, la tomó por el brazo y la sacudió con fuerza.

–¡Reacciona! ¡Piensa en la suerte que has tenido! ¡Podrías ser tú quien hubiese muerto!

Ella lanzó un prolongado quejido y se echó a llorar. Wolff esperó hasta que pareció más aliviada.

– Ni siquiera sé cómo te llamas – dijo entonces.

Ella tenía los ojos enrojecidos y parecía avejentada. Aun así no había mujer terráquea que pudiera compararse con ella. Su belleza diluyó el terror de la lucha.

– Me llamo Criseya – dijo, con cierto orgullo mezclado en su timidez –. Sólo a mí se me permite ese nombre. El Señor prohibió que otras lo tomaran.

– Otra vez el Señor – gruñó Wolff –. Siempre el Señor. ¿Quién diablos es el Señor?

–¿No lo sabes? – preguntó ella, como si no pudiera creerle.

– No, no lo sé.

Hubo una pausa; después, él pronunció su nombre como si lo degustara:

– Criseya, ¿eh? No es desconocido en la Tierra, aunque temo que en la Universidad donde yo enseñaba hay un montón de analfabetos que nunca lo han escuchado. Saben que Homero compuso La Ilíada, y eso es todo. Criseya, la hija de Criseo, sacerdote de Apolo. Fue capturada por los griegos durante el sitio de Troya y otorgada a Agamenón. Pero éste se vio forzado a devolverla a su padre, debido a las pestes enviadas por Apolo.

Criseya guardó silencio por tanto tiempo que Wolff acabó por impacientarse. Debían salir de allí cuanto antes, pero no sabía hacia dónde dirigirse.

En ese momento la muchacha arrugó el ceño.

– Eso fue hace mucho tiempo – dijo –. Apenas lo recuerdo. Todo aquello es muy impreciso.

–¿De qué hablas?

– De mi. De mi padre. De Agamenón. De la guerra.

– Bueno, ¿qué hay con eso?

Estaba pensando en cómo llegar a la base de la montaña; allí podría darse una idea de lo que costaría escalaría.

– Yo soy Criseya – respondió ella –. La que tú decías. Pareces venir recién desde la Tierra. Oh, dime, ¿es cierto eso?

Él suspiró. Aquellas gentes no mentían, pero nada les impedía tomar por ciertas sus propias leyendas. Había oído cosas demasiado increíbles como para saber que no sólo estaban mal informados, sino que gustaban de reconstruir el pasado a su gusto. Lo hacían, por supuesto, con toda inocencia.

– No quisiera destrozar tu mundo de ensueños – le dijo –, pero esta Criseya, si acaso existió, murió hace al menos tres mil años. Además, era un ser humano; no tenía el cabello listado como los tigres, ni pupilas felinas en los ojos.

– Tampoco yo, en aquella época. El Señor me secuestró, me trajo a este universo y cambió mi aspecto. También había raptado y cambiado a tantos otros, e insertado algunos cerebros humanos en cuerpos creados por él.

Hizo un gesto hacia el mar, señalando hacia lo alto.

– Ahora vive allá, y no lo vemos con mucha frecuencia. Algunos dicen que desapareció hace mucho tiempo, y que otro Señor ha tomado su lugar.

– Salgamos de aquí – dijo Wolff –. Más tarde podremos hablar de eso.

Cuando habían recorrido apenas unos setecientos metros, Criseya le indicó por señas que se escondiera tras un arbusto de gruesas ramas purpúreas y hojas doradas. Allí, arrodillado junto a ella, pudo ver entre el follaje lo que había provocado su reacción. A varios metros de distancia había un hombre de piernas velludas, con grandes cuernos de carnero en lo alto de la cabeza. A la altura de sus ojos, posado en una rama, se hallaba un cuervo gigantesco. Era del tamaño de un águila dorada; la frente era muy alta, y el cráneo parecía capaz de albergar el cerebro de un fox–terrier.

No fue el tamaño del ave lo que sorprendió a Wolff, puesto que ya había visto varias criaturas enormes. Pero aquélla estaba conversando con el hombre.

– El Ojo del Señor – susurró Criseya, señalando al cuervo –. Ése es uno de los espías del Señor. Vuela por sobre el mundo, ve lo que ocurre y se lo cuenta.

Wolff recordó entonces el comentario de Criseya con respecto a la implantación de cerebros en los cuerpos creados por el Señor; ante su pregunta, ella respondió:

– Sí, pero no sé si puso cerebros humanos en las cabezas de los cuervos. Tal vez creó cerebros pequeños a imitación de los humanos y después adiestró a los cuervos. También pudo haber utilizado sólo una parte del cerebro humano.

Infortunadamente, por más que forzaban sus oídos, no lograron captar sino unas pocas palabras sueltas. Transcurrieron varios minutos. El cuervo graznó un ruidoso adiós, en griego distorsionado pero comprensible, y se lanzó desde la rama. Cayó pesadamente, pero batió con fuerza sus grandes alas y se elevó antes de tocar el suelo. Un minuto después se había perdido tras el espeso follaje de los árboles. Algo más tarde, Wolff logró verlo a través de un claro en la vegetación. Iba ganando altura lentamente, rumbo a la montaña, del otro lado del mar.

Notó entonces que Criseya estaba temblando.

–¿Qué temes? – le preguntó –. ¿Qué puede decirle el cuervo al Señor?

No temo tanto por mí como por ti. Si el Señor descubre que estás aquí, querrá matarte. No quiere intrusos en su mundo.

Puso la mano sobre el cuerno y volvió a estremecerse.

– Sé que fue Kickaha quien te dio esto, y no es culpa tuya si lo tienes. Pero tal vez el Señor no lo sepa. O si lo sabe, quizá no le importe. Se enojaría muchísimo si pensara que tú tienes algo que ver con el robo. Te haría cosas horribles; sería mejor que acabaras tú mismo contigo, en este momento, antes de que el Señor te pusiera las manos encima.

–¿Kickaha robó el cuerno? ¿Cómo lo sabes?

– Oh, créeme, yo lo sé. Es del Señor. Y Kickaha debe haberlo robado, porque el Señor jamás se lo daría a nadie.

– Me siento confundido – dijo Wolff –. Pero tal vez logremos aclararlo algún día. Por el momento, lo que me preocupa es saber dónde está Kickaha.

Criseya señaló la montaña, diciendo:

– Los gworl lo llevaron allá, pero antes...

Se cubrió la cara con las manos, y las lágrimas brotaron de entre sus dedos.

–¿Le hicieron algo? – preguntó Wolff.

– A él no. Fue a...

Wolff le apartó las manos.

– Si no quieres hablar de eso, muéstramelo.

– No puedo. Es... demasiado horrible. Me enfermaría.

– Muéstrame, de cualquier modo.

– Te llevaré hasta donde está. Pero no me pidas que vuelva a... mirarla.

Echó a andar, y él la siguió. Ella se detenía de trecho en trecho, y retomaba la marcha sólo ante la insistencia de Wolff. Tras andar en zigzag por casi un kilómetro, se detuvo frente a un bosquecillo de arbustos de unos cincuenta centímetros de altura. Las ramas de una planta se entremezclaban con las de sus vecinas. Las hojas eran anchas, en forma de oreja de elefante, de color verde claro con anchas venas rojizas, y rematadas por una pequeña flor de lis.

– Está allí dentro – dijo Criseya –. Vi que los gworl... la arrastraban hasta allí. Los seguí y...

No pudo hablar más.

Wolff, sin dejar el cuchillo, apartó las ramas y se encontró en un claro natural. En el medio, sobre el verde y corto césped, yacían esparcidos los huesos de una mujer. Estaban despojados de toda carne y presentaban pequeñas marcas de dientes; eso le reveló que los bípedos vulpinos habían llegado hasta allí.

Aquello no le horrorizó, pero pudo imaginar cómo habría impresionado a Criseya. Ella debió ver parte de lo que hicieran con la mujer; probablemente la habían violado, para matarla después de forma bestial. Ante aquello, Criseya había reaccionado como cualquier otro habitante del Jardín. La muerte era algo tan horrible que esa palabra se había convertido en tabú largo tiempo atrás, y finalmente había desaparecido del idioma. Allí sólo podían existir los actos y los pensamientos agradables; toda otra cosa debía ser eliminada.

Regresó hasta donde estaba Criseya, quien le miró con sus ojos enormes como si esperara enterarse de que no había nada allí.

– No quedan más que huesos – le dijo –. Hace mucho que dejó de sufrir.

– ¡Los gworl tendrán que pagar por esto! – exclamó ella, furiosa –. ¡El Señor no permite que se dañe a sus criaturas! Este Jardín es suyo, y ¡los intrusos son castigados!

– Estás mejor – dijo él –. Empezaba a creer que la impresión te había paralizado. Odia a los gworl cuanto quieras; se lo merecen. Y tú necesitas desahogarte.

Con un grito, ella se lanzó hacia él y le pegó en el pecho con los puños. Después rompió en sollozos, hasta que él la tomó en sus brazos, le alzó el rostro y la besó. Ella devolvió su beso apasionadamente, aunque seguía derramando lágrimas.

Más tarde dijo:

– Corrí hasta la playa para decirle a mi gente lo que había visto, pero no me escucharon. Me volvieron las espaldas y fingieron no oírme. Seguí tratando de hablar con ellos, pero Owisandros (el hombre de los cuernos de carnero que vimos hablando con el cuervo) me golpeó y me indicó que me marchara. Después de eso, ninguno de ellos ha querido saber nada conmigo, y yo... Necesitaba amigos, y amor.

– No conseguirás amigos ni amor si le dices a la gente lo que no quiere oír – respondió él –, ni aquí ni en la Tierra. Pero me tienes a mí, Criseya, y yo a ti. Estoy empezando a enamorarme, aunque tal vez sea una reacción contra la soledad, y por la más extraña belleza que haya visto nunca. Y por mi nueva juventud.

Irguiéndose, señaló la montaña con un ademán.

– Sí los gworl son intrusos aquí, ¿de dónde vienen? ¿Por qué buscaban el cuerno? ¿Por qué se llevaron a Kickaha? ¿Y quién es Kickaha?

– Él también viene de allá arriba. Pero creo que es terráqueo.

–¿Qué quieres decir con eso de «terráqueo»? Dijiste que tú también eras de la Tierra.

– Quiero decir que es un recién llegado. No sé. Me dio esa impresión.

Él se levantó y tiró de sus manos.

– Vamos en su busca.

Criseya retuvo el aliento y se llevó una mano al pecho, retrocediendo.

– ¡No!

– Criseya, yo podría quedarme aquí contigo y ser muy feliz. Por un tiempo. Pero viviría preguntándome qué significa todo este asunto del Señor, y qué pasó con Kickaha. Lo vi sólo por unos segundos, pero me gustó. Además, no me arrojó el cuerno sólo porque yo estaba allí. Creo que lo hizo con buenos motivos, y quiero descubrirlos. No podré descansar sabiéndolo en manos de esos monstruos, los gworl.

Le apartó la mano del pecho para besársela.

– Es tiempo de que abandones este paraíso, que no es tal. No puedes quedarte aquí para siempre, eternamente niña.

– No podría ayudarte en nada – dijo ella, meneando la cabeza –. No haría más que estorbarte. Y... si me fuera... si me fuera... Bueno, sería mi fin.

– Tendrás que aprender un nuevo vocabulario. Una de las palabras que deberás pronunciar sin temor es «muerte». Y progresarás. Sabes que la muerte no dejará de existir porque tú no la nombres. Los huesos de tu amiga están allí, aunque no quieras hablar de ello.

–¡Es horrible!

– La verdad suele serlo.

Le dio la espalda y echó a andar hacia la playa. Tras recorrer unos cien metros se volvió. Ella venía corriendo. La esperó, la tomó en sus brazos para besarla, y le dijo:

– Tal vez te resulte difícil, Criseya, pero no te aburrirás; no tendrás que sumirte en el estupor para sobrellevar la vida.

– Eso espero – respondió ella, en voz baja –. Pero tengo miedo.

– También yo. Pero iremos, de cualquier modo.

***

Capitulo 4

EL AGUJERO DEL FIN DEL MUNDO


La tomó de la mano para caminar hacia el rugido de las olas. No habían avanzado sino unos cien metros cuando Wolff divisó al primer gworl. Salía de atrás de un árbol, y pareció tan sorprendido como ellos. Extrajo un puñal y lanzó un grito de advertencia hacia los otros que venían detrás. En pocos segundos se había formado una partida de siete, cada uno con un largo cuchillo curvo.

Wolff y Criseya llevaban unos cincuenta metros de ventaja. Él, sin soltar la mano de la muchacha, echó a correr a toda velocidad, con el cuerno en la otra mano.

– ¡No sé! – dijo ella, desesperada –. Podríamos escondernos en un árbol hueco, pero si nos descubrieran estaríamos atrapados.

Continuaron corriendo. De trecho en trecho miraban hacia atrás: los matorrales eran espesos y ocultaban a varios de los perseguidores, pero siempre había uno o dos a la vista.

– La roca – dijo él –. Está hacia delante. Saldremos por allí.

De pronto comprendió que no deseaba en absoluto regresar a su mundo natal. Aunque significara una vía de escape, un escondite momentáneo, no quería regresar. La perspectiva de quedar atrapado allá, sin poder volver, le era tan pavorosa que casi decidió no tocar el cuerno. Pero debía hacerlo. ¿Qué otra salida le quedaba?

Tal decisión se esfumó unos pocos segundos después. Mientras corría con Criseya hacia la roca, pudo ver que varias siluetas oscuras estaban agachadas en su base. Al levantarse, se convirtieron en tres gworl, provistos de cuchillos relucientes y largos caninos blancos.


Wolff y la muchacha cambiaron de rumbo, mientras los tres monstruos se unían a la persecución. Estos estaban mas cerca, a sólo veinte metros de distancia.

–¿No conoces algún sitio? – preguntó Wolff, jadeando.

– El acantilado – respondió ella –. Es el único sitio adonde no podrán seguirnos. He visto la cara vertical; allí hay cuevas, pero es peligroso.

El no respondió; debía reservar el aliento para la carrera. Tenía las piernas pesadas; le ardían los pulmones y la garganta. Criseya parecía estar en mejor estado: corría con facilidad, adelantando rápidamente sus largas piernas; respiraba profundamente, pero sin agitarse.

– En dos minutos más estaremos allí – dijo.

Los dos minutos parecieron muy largos; cada vez que Wolff se sentía en la necesidad de detenerse, echaba una mirada hacia atrás y sus fuerzas se renovaban. Los gworl, aunque a la distancia, todavía eran visibles. Corrían, apurando las piernas cortas, y deformes, los rostros irregulares llenos de determinación.

– Quizá se vayan si les das el cuerno – dijo Criseya –. Creo que sólo buscan eso.

– Lo haré si no me queda Otro remedio – respondió él –, pero sólo como último recurso.

De pronto se encontraron ante una cuesta empinada. Wolff sintió que las piernas le pesaban insoportablemente, pero tomó un segundo aliento para proseguir otro poco. Pronto estuvieron en lo alto de la colina, al borde de un acantilado.

Criseya lo detuvo. Avanzó por el borde, se paró, miró a su alrededor y lo llamó por señas. El se acercó y miró también hacia abajo. El estómago se le cerró como un puño. El acantilado, compuesto por una roca negra y brillante, bajaba a pique por varios kilómetros. Debajo no había nada.

Nada, salvo el cielo verde.

–¡Entonces, éste es el borde del mundo! – exclamó. Criseya no respondió. Corrió delante, mirando por sobre el borde del acantilado, deteniéndose a cada rato por un breve instante, para examinarlo.

– Unos sesenta metros más allá – le dijo –. Detrás de esos árboles que crecen sobre el precipicio.

Y echó a correr a toda prisa, con él detrás Al mismo tiempo, un gworl surgió de entre los arbustos que crecían en el borde interior de la colina. Se volvió para lanzar un grito hacia sus compañeros, avisándoles, sin duda que había encontrado a los fugitivos; enseguida ataco sin esperarlos.

Wolff corrió hacia él. Al ver que el monstruo levantaba el cuchillo para arrojárselo, le lanzó el cuerno Eso tomó al gworl por sorpresa; o tal vez le cegó la luz reflejada por el metal. Cualquiera fuese la causa esa vacilación bastó para que Wolff tomara ventaja Se echo contra él, aprovechando el momento en que el gworl se agachaba, extendiendo la mano para recoger el cuerno. Los grandes dedos peludos se curvaron en torno al instrumento, y la criatura soltó un grito de placer: entonces, Wolff cayó sobre él. Lanzó una puñalada hacia el vientre redondo; el contrincante levantó su propio puñal, y las dos hojas se cruzaron.

Wolff, perdido el primer ataque, sintió deseos de echar a correr. Aquel monstruo era indudablemente diestro en la lucha a cuchillo. Él, por su parte, conocía bastante bien la esgrima, y nunca había dejado de practicarla, pero había mucha diferencia entre un duelo a estoque y los sucios cuchillazos cuerpo a cuerpo. De cualquier modo, no podía abandonar. En primer lugar, el gworl le mataría arrojándole el cuchillo a la espalda antes de que diera cuatro pasos. Por otra parte, allí estaba el cuerno, sujeto en la garra izquierda de su enemigo, y él no podía abandonarlo.

El gworl sonrió, comprendiendo que Wolff estaba en muy mala posición. La mueca dejó al descubierto sus caninos superiores, largos, húmedos, amarillos y agudos. Con ellos, el cuchillo resultaba casi innecesario.

Algo pasó velozmente junto a Wolff, algo de color pardo dorado, con largos cabellos listados en negro y cobre. El gworl abrió los ojos e hizo ademán de volverse a un lado. La punta de una estaca, despojada de hojas y corteza, se le clavó en el pecho. Criseya sostenía el otro extremo. Había corrido a toda velocidad, sosteniendo la rama en alto como una garrocha, pero en el momento de golpear la había bajado; así hirió a la criatura con un impulso lo bastante fuerte como para tumbaría hacia atrás. Soltó el cuerno, pero el cuchillo siguió firme en la otra mano.

Wolff, con un salto hacia delante, hundió hasta el mango su cuchillo entre las dos protuberancias cartilaginosas, en el cuello del gworl. Allí los músculos eran gruesos y duros, pero no lo bastante como para rechazar la hoja, que sólo se detuvo al herir la tráquea.

Wolff entregó a Criseya el puñal del gworl.

–¡Toma, aquí tienes!

Ella lo aceptó, pero parecía estar paralizada por la impresión. Wolff la abofeteó con fuerza, hasta lograr que la expresión volviera a sus ojos.

–¡Estuviste muy bien! – le dijo –. ¿O preferirías que hubiese muerto yo en su lugar?

Quitó al cadáver el cinturón y se lo puso. Ahora tenía tres cuchillos. Envainó el arma ensangrentada, tomó el cuerno en una mano y dio la otra a Criseya, para echar nuevamente a correr. A sus espaldas se oyó un aullido, en tanto el primero de los gworl llegaba al borde del acantilado. De todos modos, ellos llevaban una ventaja de treinta metros, y la mantuvieron hasta llegar al grupo de árboles que crecía en la orilla. Criseya tomó la delantera. Se echó boca abajo en el borde y pasó del otro lado. Wolff echó una mirada antes de seguirla ciegamente, y pudo ver un pequeño reborde a menos de dos metros. Ella ya se había descolgado hasta allí, y pendía sujeta por las manos. Volvió a descolgarse, esa vez hasta un reborde mucho más angosto. Pero ése no terminaba allí; descendía en un ángulo de cuarenta y cinco grados por la cara del acantilado. Podían caminar por él siempre que se mantuvieran de cara contra la pared de piedra, avanzando de costado, con las manos extendidas para disponer de más apoyo. También Wolff empleaba las dos manos, puesto que había sujetado el cuerno a su cinturón.

Desde lo alto les llegó otro aullido. Al levantar la vista, Wolff vio que uno de los gworl había descendido hasta el primer reborde. Volvió la mirada hacia Criseya, y estuvo a punto de caer por causa de la impresión. Ella había desaparecido.

Lentamente volvió la mirada hacia abajo, por sobre el hombro. Estaba seguro de verla caer por la cara del acantilado, o más allá, hundiéndose en el abismo verde.

–¡Wolff! – le oyó decir, y vio su cabeza pegada a la roca –. Aquí hay una cueva. Apresúrate.

Él avanzó palmo a palmo, cubierto de sudor, temblando, hasta encontrar la abertura.

El techo de la cueva era bastante alto; si estiraba los brazos podía tocar las paredes de ambos lados; en cuanto al fondo, se hundía en la oscuridad.

–¿Hasta dónde llega?

– No muy lejos, pero hay un pozo natural, una grieta en la roca, que lleva hacia abajo. Termina en el fondo del mundo. Más allá no hay nada más que cielo y aire.

– Esto es imposible – dijo él, lentamente –. Sin embargo, existe. Un universo basado en principios físicos totalmente distintos de los que rigen mi universo. Un planeta achatado y con bordes. Pero no comprendo cómo funciona aquí la gravedad. ¿Dónde está el centro?

Ella se encogió de hombros, diciendo:

– Tal vez el Señor me lo dijo hace mucho tiempo, pero lo he olvidado. Hasta había olvidado que la Tierra era redonda.

Wolff se quitó el cinturón de cuero, dejó las vainas libres y escogió una piedra negra de forma oval, que pesaría unos cinco kilos. Insertó la correa en la hebilla y colocó la piedra en el lazo resultante; con la punta de su cuchillo abrió un agujero cerca de la hebilla y apretó el lazo. Ahora estaba armado con una honda, eh cuyo extremo había una pesada piedra.

– Ponte detrás de mí, a un costado – dijo –. Si alguno se me escapa y logra entrar, empújalo antes de que recobre el equilibrio, pero ten cuidado de no caer tú también. ¿Crees que podrás hacerlo?

Ella asintió con la cabeza, incapaz de hablar.

– Es pedirte mucho. Si te derrumbaras por completo, lo comprendería. Pero en el fondo estás hecha de la antigua pasta helénica. Era una raza dura, y no puedes haber perdido tu fuerza, ni siquiera en este mortal seudo–paraíso.

– Yo no era aquea – respondió ella –, sino de Esmirna. Pero tienes razón, en cierto modo. No me siento tan mal como cabría esperar. Sólo que...

– Sólo que te cuesta acostumbrarte.

Wolff se sentía más esperanzado, porque había esperado otra reacción de su parte. Si ella lograba mantenerse firme, los dos podrían salir de aquello. Pero si caía presa de la histeria, ambos perecerían bajo el ataque de los gworl.

– Y hablando de ellos... – murmuró, en tanto unos dedos negros y velludos, retorcidos, asomaban por el borde de la cueva.

Balanceó con fuerza la honda, de modo tal que la piedra golpeó aquella mano. Hubo un grito de sorpresa y de dolor, y enseguida un largo alarido ululante acompañó la caída del gworl. Wolff no esperó la aparición del próximo. Se acercó cuanto pudo al borde de la caverna y volvió a balancear la piedra. Ésta fustigó la esquina de roca y golpeó contra algo blando. Hubo otro alarido que se perdió en la nada del cielo verde.

–¡Van tres, y quedan siete! Siempre que no se les hayan unido otros.

Y agregó, dirigiéndose a Criseya:

– Tal vez no puedan entrar aquí, pero podrán sitiarnos por hambre.

– ¿Y el cuerno?

– Ahora no nos dejarían ir – dijo él, riendo –, aunque les diera el cuerno. Y no quiero entregarlo. Antes preferiría lanzarlo al cielo.

Una silueta se recortó en la boca de la caverna, descolgándose desde lo alto. Se balanceó y aterrizó de pie; tras un leve tambaleo, se lanzó hacia delante rodó como una pelota velluda y volvió a erguirse. Wolff, atónito, no logró reaccionar. No les suponía capaces de trepar sobre la entrada de la cueva, pues la roca parecía muy pulida en esa parte. Pero uno de ellos lo había logrado, de algún modo, y allí estaba, con el cuchillo en la mano.

Wolff hizo girar la piedra y la arrojó hacia el gworl. Éste la apartó con el cuchillo. En el segundo intento, Wolff erró el blanco: la piedra pasó por sobre aquella cabeza peluda, y un cuchillo en vuelo le rozó el hombro. Dio un salto para tomar su propio puñal, que estaba en el suelo, pero otra sombra se descolgó dentro de la cueva, y una tercera apareció desde el costado.

Algo le golpeó en la cabeza. La vista se le nubló, los sentidos parecieron eclipsarse, y sus rodillas cedieron.

Cuando despertó, dolorida la cabeza, tuvo una sensación pavorosa. Parecía colgar al revés, flotando por sobre un gran disco, negro y pulido. Tenía una cuerda al cuello y las manos sujetas a la espalda. Aunque colgaba con los pies hacia arriba, en el vacío, la cuerda que tenía en torno al cuello soportaba sólo una ligera tensión.

Al echar la cabeza hacia atrás pudo ver que la cuerda salía de un pozo abierto en el disco: una pálida luz brillaba en el otro extremo de aquel pozo.

Cerró los ojos con un gruñido, pero enseguida volvió a abrirlos. El mundo parecía girar vertiginosamente. De pronto logró recuperar la orientación. Estaba suspendido cabeza abajo, contra todas las leyes de gravedad. Colgaba de una soga sujeta al fondo del planeta. Aquel color verde que se veía debajo era el cielo.

«Ya debería estar estrangulado», pensó. «Pero no hay gravedad que me atraiga hacia abajo. »

Hizo un fuerte movimiento con el pie, y la reacción lo impulsó hacia arriba. La boca del pozo se aproximó, y él introdujo la cabeza en ella; pero algo presentó resistencia. Su movimiento perdió velocidad y se detuvo; como rechazado por un resorte invisible, retrocedió hasta que la cuerda, extendida al máximo, lo detuvo.

Aquello era obra de los gworl. Tras derribarlo de un golpe, lo habían bajado por el pozo, o, más probablemente, lo habían llevado hasta allí. La perforación era lo bastante angosta como para que un hombre pudiera descender con la espalda contra una pared y los pies apoyados contra la otra. Cualquier hombre se despellejaría al hacerlo, pero el pellejo peludo de los gworl parecía lo bastante duro como para soportar sin daños el descenso y el ascenso posterior. Después habrían bajado una soga para colocarla en torno a su cuello, y allí lo habían dejado, suspendido en un agujero en el fondo del mundo.

No había forma de subir. Moriría allí de hambre, y el cuerpo quedaría a merced de los vientos espaciales hasta que la soga se pudriera. Y entonces tampoco podría caer; seguiría flotando en la sombra arrojada por el disco. Los gworl que él derribara, en cambio, habían caído por la fuerza de la aceleración.

Aunque su situación era desesperada, no pudo dejar de especular con respecto a la configuración gravitatoria de aquel planeta achatado. El centro debía estar en el fondo mismo, y toda atracción se ejercía hacia arriba, a través de la masa del planeta. En el lugar donde él estaba, tal atracción no existía.

¿Qué habrían hecho los gworl con Criseya? ¿Acaso la habían matado, como a su amiga?

Comprendió que, cualesquiera fuesen sus planes, no colgarla con él formaba parte de la tortura. De ese modo lo condenaban también a la incertidumbre con respecto al destino sufrido por ella. Mientras tuviera vida, tendría que preguntarse qué era de ella, e imaginar múltiples posibilidades, todas horribles.

Durante largo tiempo pendió suspendido en el aire, con una ligera inclinación, pues el viento, ante la falta de gravedad, lo mantenía quieto en vez de balancearlo como a un péndulo.

Aunque permanecía en la sombra del disco negro, podía apreciar la marcha del sol. Éste, en sí, estaba oculto por el disco, pero su luz caía en la orilla de aquella gran curva y avanzaba a lo largo. El cielo verde brillaba esplendoroso donde estaba el astro; los otros sectores permanecían a oscuras. En cierto momento surgió una luz más pálida en el borde del disco, y Wolff comprendió que la luna había seguido al sol.

«Debe ser la medianoche», pensó. «Si los gworl la llevan hacia alguna parte, han de estar navegando por el mar. Si la han torturado, tal vez esté muerta. Si le han hecho daño, espero que haya muerto. »

De pronto, mientras colgaba suspendido en la oscuridad de aquel fondo, sintió un tirón en el extremo de la cuerda. El lazo se ciñó, aunque no lo bastante como para ahogarlo, y algo tiró de él hacia el pozo. Estiró el cuello para ver quién lo alzaba, pero no logró penetrar la oscuridad de aquella boca. Pronto su cabeza pasó por la telaraña de la gravedad (era similar a la tensión superficial del agua) y salió del abismo. Unas manos grandes, unos fuertes brazos lo oprimieron contra un pecho cálido, duro, cubierto de pelos. Percibió un aliento a alcohol, y unos labios curtidos le rasparon la mejilla. Aquella criatura lo oprimió más contra sí y comenzó a trepar por el pozo, centímetro a centímetro, con él en los brazos. La roca arrancó un trozo de aquel pellejo peludo en el primer avance; hubo una sacudida, las piernas treparon, y tras un nuevo arañazo avanzaron un poco más.

–¿Ipsewas? – preguntó Wolff.

– Ipsewas – replicó el cebrila –. Ahora, no hables. No puedo gastar aliento. Esto no es fácil.

Wolff obedeció, aunque ardía por preguntar qué había Sido de Criseya. Al llegar al extremo del pozo, Ipsewas le quito la soga del cuello y lo impulsó hacia el suelo de la caverna.

Recién entonces, Wolff se atrevió a preguntar:

–¿Dónde está Criseya?

Ipsewas aterrizó suavemente dentro de la caverna, lo obligó a volverse y comenzó a desatarle los nudos que tenía en torno a las muñecas. Entre los jadeos causados por el escalamiento del pozo, respondió:

– Los gworl se la llevaron a un gran refugio subterráneo, y desde allí se fueron por el mar, hacia la montaña. Ella, gritando, me rogó que la socorriera, pero un gworl la golpeó; supongo que la dejó inconsciente. También yo estaba medio inconsciente, borracho como el Señor; había estado bebiendo jugo de coco y divirtiéndome con Autonoe; la conoces, la akowile de boca grande.

»Antes de que la golpearan, Criseya gritó algo acerca de que tú estabas colgado en el Agujero del Fondo del Mundo. No comprendí, porque hace mucho que no vengo por esta zona; no quiero pensar cuánto hace; en realidad, ni siquiera lo sé. Todo es muy confuso, tú sabes.

– No, no lo sé – dijo Wolff, frotándose las muñecas –. Pero creo que si me quedo mucho tiempo aquí, también terminaré entre los vapores del alcohol.

– Quise ir tras ella – dijo Ipsewas –, pero los gworl me mostraron esos cuchillos largos y me amenazaron de muerte. Vi que sacaban un bote de entre los arbustos, y entonces decidí que si me mataban, qué diablos, no importaba. No iba a permitir que me amenazaran ni que se llevaran a la pobrecita Criseya donde sólo el Señor sabe. Criseya y yo fuimos amigos en los viejos tiempos, en Troya, aunque últimamente no nos hayamos tratado mucho. Creo que ha pasado largo tiempo. De cualquier modo, me sentí de pronto sediento de aventuras y de emociones, y también lleno de odio por esos monstruos deformes.

"Corrí tras ellos, pero ya estaban echando el bote al agua, con Criseya en él. Traté de encontrar un histoikhthys, con intenciones de hundirles el bote; una vez que estuviéramos en el agua los tendría a mi merced, con cuchillos o sin ellos. Por la forma en que manejaban el bote noté que no le tienen ningún cariño al agua. Ni siquiera creo que sepan nadar.

– También yo lo dudo.

Pero no había ningún histoikhthys a mano, y el viento ya se llevaba el bote. Volví adonde estaba Autonoe y bebí un poco más. Quería olvidarme de Criseya, y casi me olvido también de ti. Estaba seguro de que iban a hacerle daño, y no soportaba pensar en ello; por eso traté de borrar todo con el alcohol. Pero Autonoe, bendito sea su cerebro de borracha, me recordó lo que Criseya había dicho con respecto a ti.

»Salí a toda velocidad, y tuve que buscar el camino, porque no podía recordar dónde estaban los bordes que llevaban a esta cueva. Estuve a punto de abandonar todo para volver a la bebida. Pero algo me hizo seguir. Tal vez quería hacer algo bueno en esta eternidad de no hacer nada, ni para bien ni para mal.

Si no hubieses venido, habría quedado colgado allí hasta morir de sed. Ahora Criseya tendrá una oportunidad de salvarse, si puedo encontrarla. Voy en su busca. ¿Me acompañas?

Wolff esperaba una respuesta afirmativa, pero también suponía que Ipsewas se echaría atrás al verse frente al mar. Sin embargo, se llevó una sorpresa.

El cebrila se adentró en el mar, asió una vela cartilaginosa y montó en el lomo del histoikhthys. Lo condujo hasta la playa por medio de presiones en los grandes centros nerviosos, que asomaban en forma de bultos purpúreos en la piel desnuda, detrás de la proa, constituida por una concha cónica.

Por indicación de Ipsewas, Wolff hizo presión sobre cierto punto para mantener quieto en la playa al pez–vela (tal era la traducción literal de histoikhthys). El cebrila trajo varias brazadas de frutas y cocos, y un montón de nueces de ponche.

– Necesitamos alimentos y bebida – refunfuño –. Especialmente bebidas. Tal vez lleve mucho tiempo cruzar Okeanos hasta llegar al pie de la montaña. No recuerdo.

Unos pocos minutos después, ya guardadas las provisiones en uno de los receptáculos naturales que presentaba la concha del pez–vela, se hicieron a la mar. El viento infló aquella vela de fino cartílago, mientras el gran molusco recogía agua en la boca para expelería por una válvula carnosa, en la parte trasera.

Los gworl nos llevan ventaja – dijo Ipsewas –, pero no pueden desarrollar tanta velocidad. No podrán llegar mucho antes que nosotros.

Abrió una nuez de ponche y ofreció un sorbo a Wolff. Éste, exhausto y enervado, aceptó; necesitaba algo que lo obligara a dormir. La concha del pez–vela presentaba una especie de cueva en donde pudo refugiarse, contra la cálida piel desnuda del molusco. Poco después estaba dormido; antes de cerrar los ojos vio la ancha espalda de Ipsewas, encorvada sobre los centros nerviosos, borroneadas sus listas por la luz de la luna. Lo vio levantar otra nuez de ponche sobre la cabeza y volcar su contenido entre los labios salientes y goriloides.

Cuando Wolff despertó, el sol estaba apareciendo tras la curva de la montaña. La luna llena (siempre era llena, pues la sombra del planeta no caía sobre ella) empezaba a deslizarse por el otro borde de la montaña.

Se sentía descansado, pero hambriento; comió algunas frutas y varias nueces, ricas en proteínas. Ipsewas le enseñó la forma de variar su dieta por medio de las «moras de sangre». Éstas eran unas bolitas de color castaño rojizo, y crecían en racimos en la punta de varios tallos carnosos que asomaban por sobre la concha del pez–vela. Cada racimo tenía el tamaño de una pelota de baseball; la piel delgada se rompía fácilmente, exudando un liquido con todo el aspecto y el olor de la sangre. La pulpa tenía gusto a carne cruda con camarones.

– Se desprenden cuando están maduras, y los peces las comen casi todas. Pero algunas llegan flotando a la playa. Son más ricas cuando se las saca del tallo.

Wolff se puso en cuclillas junto a Ipsewas. Entre bocado y bocado, dijo:

– El histoikhthys es muy práctico. Casi parece demasiado práctico.

– El Señor lo creó para nuestro placer y el suyo – replicó Ipsewas.

–¿El Señor hizo este universo? – preguntó Wolff, ya no muy seguro de que la historia fuese mito.

– Es mejor que lo creas – replicó Ipsewas, y tomó otro sorbo –. De lo contrario, el Señor acabará contigo. De cualquier modo, no creo que te deje continuar. No le gustan los intrusos.

Y agregó, levantando el coco:

– Por que logres pasar inadvertido. Y por una súbita muerte y condenación del Señor.

De pronto soltó la nuez y saltó sobre Wolff. Éste se vio tomado tan por sorpresa que no pudo defenderse, y cayó dentro del hueco en donde había dormido, con todo el peso de Ipsewas sobre él,

–¡Quieto! – dijo el cebrila –. Quédate escondido allí hasta que yo te avise. Hay un Ojo del Señor.

Wolff se encogió contra la dura concha, tratando de confundirse con la sombra. Pero logró espiar con un ojo: la sombra harapienta de un cuervo cruzó rápidamente, seguida por el ave. La austera criatura pasó como un relámpago, viró y empezó a planear para posarse en el mástil del pez–vela.

–¡Maldito sea! ¡Me verá sin remedio! – murmuró Wolff entre sí.

– No pierdas la calma – recomendó Ipsewas –. ¡Ahhh!

Hubo un golpe seco, un chapuzón y un grito; Wolff, asustado, se golpeó la cabeza contra la concha. En el ir y venir de la luz y la sombra, vio que el cuervo pendía indefenso de dos garras gigantescas. Si el cuervo tenía el tamaño de un águila, el matador que se había lanzado como un bólido desde el cielo verde parecía, en ese primer instante de conmoción, tan enorme como una roca. Se trataba de un águila, como comprendió Wolff al adaptarse su vista; el cuerpo era de color verde claro, roja la cabeza y amarillo el pico. Superaba en cinco veces el tamaño del cuervo, y cada una de sus alas medía al menos nueve metros de longitud. Aleteaba pesadamente, tomando altura, tras haberse dejado caer como un proyectil sobre su presa hasta la misma superficie del mar. Con cada uno de sus poderosos aletazos se elevaba unos cuantos centímetros; pero antes de alejarse por completo volvió la cabeza, y Wolff pudo verle los ojos. Eran escudos negros, y reflejaban las llamaradas de la muerte. El hombre se estremeció: nunca había visto tan al desnudo el deseo de matar.

– Haces bien en temblar – dijo Ipsewas, asomando en el hueco su cara sonriente –. Era una de las mascotas de Podarga. Podarga odia al Señor, y lo atacaría en persona si tuviera una oportunidad, aunque eso le costara la vida. Y así sería, sin duda. Ella sabe que no puede acercarse a él, pero envía a sus mascotas para comerle los Ojos. Y lo hacen, como has visto.

Wolff salió de su escondite y se quedó contemplando la silueta del águila, que se alejaba con su presa.

–¿Quién es Podarga?

– Uno de los monstruos del Señor, como yo. También ella vivió, en otros tiempos, en las costas del Egeo; era una bellísima joven. Fue en la época del gran rey Príamo, y Aquiles el divino, y Odiseo el ingenioso. Yo los conocí a todos. Si me vieran ahora, me escupirían; Ipsewas el cretense, en otros tiempos bravo marinero y luchador con la espada. Pero estaba hablándote de Podarga. El Señor la trajo a este mundo; creó un cuerpo monstruoso y le dio su cerebro. Vive allá arriba, en una caverna abierta en la cara misma de la montaña. Odia al Señor; odia también a cualquier ser humano normal, y los come si sus águilas no lo hacen antes. Pero por sobre todas las cosas, odia al Señor.

Eso parecía ser cuanto Ipsewas sabía con respecto a Ella; dijo también que no se llamaba Podarga antes de que el Señor la raptara. Recordaba también haberla conocido íntimamente. Wolff trató de interrogarlo más a fondo, pues le interesaba cuanto Ipsewas pudiera decirle con respecto a Agamenón, Aquiles Odiseo y los otros héroes de la época homérica.

– Agamenón – dijo al cebrila – parece haber sido un personaje histórico. Pero los otros, Aquiles y Odiseo, ¿existieron realmente?

– Claro que sí – respondió Ipsewas, con un gruñido –. Veo que esa época te interesa, pero es muy poco lo que puedo decirte. Ha pasado mucho tiempo. Demasiados días perdidos. ¿Días? ¡Siglos, milenios! Sólo el Señor sabe cuántos. Y con demasiado alcohol, también.

Durante el resto del día y parte de la noche, Wolff trató de sonsacar más datos de Ipsewas, pero sus esfuerzos no dieron grandes frutos. El cebrila, aburrido, bebió la mitad de la provisión de cocos y se dedicó a roncar. La aurora surgió de tras la montaña, verde y dorada. Wolff, al mirar dentro de las aguas claras, pudo ver cientos de miles de peces, de fantásticas formas y esplendorosos colores. Una foca de brillante piel anaranjada subió desde las profundidades, con una presa en la boca que semejaba un diamante vivo. A su lado pasó un pulpo de venas purpúreas, impulsado hacia atrás. Mucho más abajo, hacia el fondo, algo enorme y blanco apareció por un segundo y volvió a perderse en la profundidad.

Al fin se oyó el bramido de la marea, y una línea fina y blanca surgió en la base de Thayaphayawoed. La montaña, que tan lisa parecía a la distancia, se veía desde allí quebrada por grietas, por salientes y espirales, por declives vertiginosos y heladas fuentes de piedra. Thayaphayawoed subía, subía, subía, como si pendiera por sobre el mundo entero.

Wolff sacudió a Ipsewas hasta lograr que se levantara, quejoso y rezongón. Parpadeó, con los ojos enrojecidos, se rascó, tosió, y buscó otra nuez de ponche. Finalmente, ante la insistencia de Wolff, condujo al pez–vela a lo largo de la costa.

– Esta zona me era familiar en otras épocas – dijo –. Una vez pensé escalar la montaña, encontrar al Señor y tratar de...

Hizo una pausa, se rascó la cabeza, frunciendo el ceño, y exclamó:

–¡Matarlo! ¡Eso es! ¡Yo sabía que había una palabra! Pero no sirvió de nada. No tuve coraje para intentarlo solo.

– Ahora estás conmigo – dijo Wolff.

Ipsewas sacudió la cabeza y volvió a beber.

– No es lo mismo ahora que entonces. Si hubieses estado conmigo... Bueno, ya no vale la pena hablar de eso. Ni siquiera habías nacido en esa época. Tampoco había nacido el tatarabuelo de tu tatarabuelo. No, es demasiado tarde.

Guardó silencio, mientras guiaba al pez–vela por una abertura en la montaña. El gran animal giró abruptamente, y la vela cartilaginosa se dobló contra el mástil; la concha se elevó sobre una ola enorme, y de pronto se encontraron en las aguas calmas de un angosto fiordo, escarpado y oscuro.

Ipsewas señaló una serie de salientes.

– Ve por allí. Irás lejos. No puedo decirte hasta dónde, porque me cansé y volví al Jardín. Creí que jamás volvería.

Wolff trató de convencer al cebrila, diciendo que le haría falta su fuerza, que Criseya necesitaba de él. Pero Ipsewas meneó la cabeza pesada y sombría.

– Te doy mi bendición, por lo que vale.

– Y yo te agradezco lo que has hecho – manifestó Wolff –. Si no hubieses ido a buscarme, a estas horas estaría aún colgando de aquella soga. Tal vez vuelva a verte. Con Criseya.

– El Señor es demasiado poderoso – replicó Ipsewas –¿Crees tener alguna oportunidad contra un ser que pudo crear su propio universo privado?

– Tengo una oportunidad. Mientras pueda luchar y usar el cerebro, mientras me acompañe la suerte, tengo una oportunidad.

Bajó de un salto y estuvo a punto de resbalar en la roca mojada.

–¡Mal presagio, amigo mío! – observó Ipsewas.

Wolff se volvió, sonriente.

–¡No creo en los presagios, mi supersticioso amigo griego! ¡Adiós!

***

Capítulo 5

LA MONTAÑA


Empezó a trepar, y sólo una hora después se detuvo para mirar hacia abajo. El gran cuerpo blanco del pez–vela era sólo una pálida hebra, e Ipsewas parecía una motita negra sobre el dorso. Aunque sabía que el cebrila no podía verlo, agitó una mano en señal de despedida y continuó subiendo.

Después de trepar entre las rocas por otra hora, salió del fiordo y se encontró en una saliente ancha, que subía por la cara del acantilado. Allí brillaba nuevamente el sol. La montaña parecía tan alta como siempre, y el camino igualmente arduo. Pero tampoco era más difícil de lo que había sido basta allí, aunque eso no fuera motivo de regocijo. Le sangraban las manos y las rodillas; además, el ascenso lo había cansado. Al principio pensó en pasar allí la noche, pero después cambió de idea. Mientras hubiese luz, debía aprovecharla.

Volvió a preguntarse si Ipsewas estaría en lo cierto al pensar que los gworl habían tomado esa ruta. El cebrila sostenía que había otros pasos por la montaña, allí donde el mar la azotaba, pero que estaban muy lejos. Sin embargo, no había encontrado señales de que alguien hubiese pasado anteriormente por allí. Eso no significaba que hubiesen tomado otro sendero..., en caso de que pudiera darse ese nombre a un desgarramiento tan vertical.

Pocos minutos después llegó a uno de los varios árboles que crecían en la roca misma. Bajo sus ramas grises y torcidas, cubiertas de hojas variegadas en verde y castaño, había corazones de fruta y cocos partidos vacíos. Estaban frescos, y eso significaba que alguien había almorzado allí poco antes. Ese descubrimiento renovó sus tuerzas. Además, quedaba suficiente pulpa en las cáscaras como para calmar las punzadas de su estómago. Los restos de fruta sirvieron también para humedecerle un poco la boca reseca.

Trepó durante seis días, y por las noches descansó. En aquel precipicio perpendicular había vida: pequeños árboles y grandes arbustos crecían en las salientes, en las cuevas y en las grietas. Abundaban las aves de toda clase y muchos animales pequeños, que se alimentaban de moras y nueces o se comían entre ellos. Wolff mató algunas aves a pedradas y comió la carne cruda. También descubrió pedernal, con el que logró fabricar un cuchillo tosco, pero filoso. Fabricó también una espada corta, hecha de madera con un trozo de pedernal en la punta. Su cuerpo se tomó magro y duro; se le encallecieron las manos y los pies. Le creció la barba.

En la mañana del séptimo día, al mirar una saliente, calculó que se hallaba a tres mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, el aire no parecía más liviano ni más frío que en la base de la montaña. El mar, que debía tener unos trescientos kilómetros de ancho, parecía sólo un río Más allá estaba el borde del mundo, el jardín que había abandonado para buscar a Criseya y a los gworl. Era tan angosto como el bigote de un gato. Y más allá sólo existía el cielo verde.

En su octava jornada, al mediodía, encontró a una serpiente que devoraba el cadáver de un gworl. Tenía unos doce metros de longitud, y estaba cubierta de manchas negras en forma de diamante y sello de Salomón en color carmesí. A ambos lados del cuerpo le brotaban varios pares de pies, sin patas, pero sorprendentemente humanos. Las mandíbulas exhibían tres hileras de dientes similares a los del tiburón.

Wolff notó que tenía un cuchillo clavado en mitad del cuerpo, y de la herida manaba aún sangre fresca. Por lo tanto, atacó temerariamente. La serpiente siseó y empezó a retroceder. Wolff le quitó la espada de la herida sanguinolenta para clavarla en la zona blanca bajo la mandíbula. La hoja penetró a fondo; el violento sacudón de la serpiente hizo que Wolff soltara la empuñadura, pero la bestia cayó de costado, respirando dificultosamente, y al cabo murió.

Un grito y una sombra cayeron desde lo alto. Wolff conocía ese grito: era el mismo que escuchara mientras navegaba en el pez–vela. Se echó a un lado y cruzó la saliente. Al llegar a una grieta, se arrastró dentro de ella y se volvió para ver qué lo amenazaba. Era una de aquellas águilas enormes, de alas anchas, cuerpo verde, cabeza roja y pico amarillo. Se había lanzado sobre la serpiente, y ahora arrancaba grandes trozos con un pico tan agudo como los dientes del ofidio. Entre bocado y bocado, echaba miradas furibundas hacia Wolff, que trató de hacerse aun más pequeño dentro de la grieta.

Allí debió quedarse hasta que el ave hubo terminado de comer, cosa que no ocurrió hasta acabar el día. Durante la noche, el águila permaneció junto a los dos cadáveres con las alas plegadas junto al cuerpo y la cabeza gacha. Si estaba dormida, era buena oportunidad para escapar. Salió de la grieta, y los músculos entumecidos le arrancaron una mueca de dolor. En ese momento, el águila alzó la cabeza, desplegó a medias sus alas y lanzó un chillido en su dirección. Wolff retrocedió hacia la grieta.

Hacia mediodía, el águila seguía sin intenciones de marcharse. Comió muy poco; parecía luchar contra la somnolencia, y eructaba de tanto en tanto. El sol caía a plomo sobre ella y los dos cadáveres; los tres hedían por igual. Wolff comenzó a desesperar. El águila podía permanecer allí hasta que hubiese devorado hasta los huesos a la serpiente y al gworl. Para entonces, él se encontraría medio muerto de hambre y sed.

Volvió a salir de la grieta y recogió la espada, que había caído al desgarrar el pájaro la carne de alrededor. La meneó amenazador ante el águila, que le clavó una mirada furiosa, siseó y volvió a gritar. Wolff respondió con más gritos, y retrocedió lentamente. El ave avanzó con pasos cortos, balanceándose apenas. Wolff se detuvo, volvió a gritar y saltó hacia ella. La sorpresa la hizo retroceder con un chillido.

Él retomó su cauta retirada, y esa vez el águila no intentó seguirlo. Cuando la curva de la montaña ocultó de su vista al ave de presa, Wolff prosiguió el ascenso, asegurándose de tener un refugio cercano en todo momento por si ella volvía a atacarlo. Pero eso no ocurrió. Aparentemente, el águila pretendía sólo defender su alimento.

Al promediar la mañana siguiente, Wolff se encontró con otro gworl. Estaba sentado bajo un árbol pequeño, apoyado contra el tronco: tenía una pierna quebrada. Blandía su cuchillo ante diez o doce bestias rojizas, similares a puercos, pero con pezuñas parecidas a las de las cabras montañesas. Los animales iban y venían a su alrededor, gruñendo sordamente. De tanto en tanto uno se lanzaba a la carga, pero se detenía a poca distancia del cuchillo amenazador.

Wolff trepó a una roca y los atacó a pedradas. Un minuto después estaba arrepentido de haber atraído la atención hacia él. Las bestias trepaban por la roca como si tuviera escaleras, y sólo pudo contenerlas con rápidos movimientos de su espalda. La punta de pedernal les lastimaba un poco el grueso pellejo, pero sin herirlos de consideración. Caían chillando, sólo para volver a trepar hacia él, lanzándole dentelladas con sus colmillos de cerdo; una o dos veces estuvieron a punto de alcanzarle los pies. Tras mucho esfuerzo, llegó el momento en que los tuvo a todos en el suelo, fuera de la roca. Entonces dejó caer la espada, levantó una piedra del tamaño de una sandía y la arrojó sobre el lomo de un cerdo. La bestia, gritando, trató de arrastrarse sobre las patas delanteras, intactas, pero la piara se lanzó contra sus miembros paralizados y empezó a devorarlo. Cuando la bestia herida se volvió para defenderse, lo sujetaron por la garganta. En un momento estuvo muerto y destrozado.

Wolff levantó su espada, bajó por el lado opuesto de la roca y se dirigió hasta donde estaba el gworl, sin perder de vista a los cerdos; éstos levantaron apenas la cabeza, antes de volver al banquete.

El gworl lo recibió con un gruñido y preparó su cuchillo. Wolff se detuvo a bastante distancia, para tener tiempo de agacharse en caso de que se lo arrojara. Los ojos del gworl, hundidos bajo las almohadillas frontales de cartílago, parecían vidriosos; una astilla de hueso asomaba por la pierna destrozada, por debajo de la rodilla.

Wolff tuvo una reacción inesperada. Aunque pensaba matar salvajemente a cuanto gworl se le cruzara en el camino, sintió deseos de hablar con aquél. Llevaba muchos días, muchas noches de solitario ascenso; aún aquella detestable criatura le parecía una buena compañía.

–¿Puedo ayudarte de algún modo? – le preguntó en griego.

El gworl respondió con su lenguaje gutural, levantando el cuchillo. Wolff se aproximó, pero se hizo a un lado para dejar pasar el puñal, que pasó silbando junto a su cabeza. Lo recogió y volvió a acercarse, hablándole. El monstruo respondió con un graznido, pero con voz más débil. Wolff al inclinarse para repetir su pregunta, recibió en el rostro un grueso escupitajo.

Eso desató por completo su odio y su rencor. Clavó con furia el cuchillo en aquel ancho cuello. El gworl se sacudió violentamente un par de veces y quedó muerto. Wolff limpió el cuchillo en su pelaje oscuro y revisó la mochila de cuero sujeta al cinturón. Allí había carne y fruta secas, pan negro y duro y una cantimplora llena de fuerte licor. Wolff estaba demasiado hambriento como para preguntarse de dónde provenían esos alimentos. El pan resultó una sorpresa: era duro como piedra, pero, una vez ablandado con saliva, sabía como las galletitas de harina integral.

Wolff continuó trepando sin descanso. Pasaron días y noches sin que encontrara señales de los gworl. El aire era tan oxigenado y cálido como al nivel del mar, aunque, según sus cálculos, debía encontrarse ya a nueve mil metros de altura, cuanto menos. Allá abajo, el mar era sólo una angosta cinta plateada en torno a la cintura del mundo.

Aquella noche despertó al sentir el contacto de docenas de manecitas peludas. Trató de apartarías, pero eran muchas y fuertes. Le sujetaron con vigor, atándolo de pies y manos con una soga que parecía tejida con hierbas. Por fin lo levantaron a gran altura y lo llevaron hasta la explanada de piedra que se extendía ante la cueva en la cual había dormido. A la luz de la luna pudo ver varios seres bípedos, de unos setenta centímetros de altura, cubiertos de piel fina y gris, con un círculo blanco en torno al cuello; la cara era negra y achatada, similar a la de los murciélagos, con orejas enormes y puntiagudas.

Lo llevaron en silencio por la explanada, hasta otra grieta. Esta daba a una enorme cámara, de unos nueve metros de ancho y seis de altura. Los rayos de la luna, que se filtraban por una hendidura abierta en el techo, iluminaron algo que el olfato de Wolff había detectado anticipadamente: un montón de huesos sobre los que restaba algo de carne podrida. Lo depositaron cerca de los huesos, y se retiraron a una esquina de la cueva. Allí empezaron a discutir en una especie de gorjeo. Uno se aproximó a Wolff, lo miró por un instante y se dejó caer de rodillas junto a su garganta. Enseguida comenzó a roérsela con dientes diminutos, pero muy agudos. Los demás lo imitaron, y muy pronto sintió el mordisco de los pequeños dientecitos por todo el cuerpo.

Todo aquello ocurría en medio de un silencio mortal. También Wolff se debatía sin más ruido que el de su agitada respiración. El dolor de aquellos pequeños pinchazos pasó enseguida, como si le estuvieran volcando un suave anestésico en la corriente sanguínea.

Empezó a sentirse soñoliento. Contra su propia voluntad, dejó de luchar. Lo invadió un agradable aturdimiento. No valía la pena luchar por la vida; ¿por qué no morir placenteramente? Al menos, su muerte no sería inútil. Había cierta nobleza en brindar su carne para que aquellos pequeños seres pudieran llenarse el estómago, para estar alimentados y contentos por unos cuantos días.

De pronto, la caverna se iluminó. A través del cálido resplandor, vio que aquellas ratas bípedas se levantaban para correr hacia el otro extremo de la cueva, donde se apiñaron temerosas. La luz aumentó, hasta convertirse en una antorcha de pino. Tras ella surgió el rostro de un anciano, que se inclinó sobre Wolff. Tenía la barba larga y blanca, la boca hundida, nariz aguileña y frente prominente, con cejas hirsutas. Llevaba una sucia túnica blanca sobre el cuerpo sumido. En la venosa mano sostenía un bastón, cuya empuñadura era un zafiro del tamaño de un puño, tallado en forma de arpía.

Wolff trató de hablar, pero sólo consiguió murmurar palabras confusas, como sí despertara de un sueño anestésico. El viejo hizo una seña con el bastón, y varios de los bípedos se adelantaron, avanzando de costado, con los ojos temerosos fijos en él. Desataron a Wolff con rapidez. Logró ponerse en pie, pero estaba muy debilitado. El anciano, sosteniéndolo, lo condujo fuera de la caverna.

– Pronto te sentirás mejor – le dijo, en griego micénico –. El veneno actúa por poco tiempo.

–¿Quién eres? ¿Dónde me llevas?

– Fuera de este peligro – respondió el viejo.

Wolff estudió aquella enigmática contestación, mientras recuperaba el dominio de su mente y de su cuerpo. Para entonces, habían llegado ya a otra cueva. Pasaron por un conjunto de cámaras que los condujeron gradualmente hacia arriba. Tras recorrer unos cinco kilómetros, el anciano se detuvo ante una caverna cerrada por un gran portón de hierro. Entregó la antorcha a Wolff y abrió la puerta. Wolff, respondiendo á su ademán, entró en una enorme caverna iluminada con teas. Las puertas se cerraron detrás, con un ruido metálico, seguido por el chasquido de un candado.

Lo primero que le llamó la atención fue el olor asfixiante del interior. Después, las dos águilas verdes de cabeza roja, que le cerraron el camino. Una de ellas, con la voz de un papagayo gigantesco, le ordenó marchar hacia adelante. Así lo hizo, notando al mismo tiempo que aquellas ratitas con cara de murciélago le habían quitado el cuchillo. Tampoco le habría servido de mucho. La caverna estaba atestada de águilas, cada una de las cuales se inclinaba hacia él.

Contra una pared se alzaban dos jaulas construidas con finos barrotes de hierro. Una estaba ocupada por un grupo de seis gworl. En la otra había un joven alto y fornido, que vestía un taparrabos de piel de venado. Miró a Wolff con una ancha sonrisa, diciéndole:

–¡Lo conseguiste! ¡Y cómo has cambiado!

Sólo entonces le resultó familiar aquel pelo broncíneo, el largo labio superior, el rostro abultado y alegre. Reconoció en él al hombre que le arrojara el cuerno, desde la roca sitiada por los gworl, dándose el nombre de Kickaha.

***

Capítulo 6

PODARGA

Wolff no tuvo tiempo de responder: una de las águilas, valiéndose de las garras con tanta destreza como si se tratara de manos, abrió la puerta de la jaula. Aquella poderosa cabeza, armada de un duro pico, le indicó que entrara; la puerta se cerró tras él.

– Bueno, ya estás aquí – dijo Kickaha, con su potente voz de barítono –. Queda por resolver qué hacemos ahora. Nuestra estadía aquí puede ser corta y desagradable.

A través de los barrotes, Wolff pudo ver un trono tallado en la roca, ocupado por una mujer. Semi–mujer, a decir verdad, pues tenía alas en vez de brazos, y la parte inferior de su cuerpo correspondía a la de un ave. Las patas, empero, eran mucho más gruesas, en proporción, que las de un águila de tamaño normal. Tal vez eso se debía a que debían soportar un peso mucho mayor. Wolff comprendió que estaba frente a otro de los monstruos de laboratorio creados por el Señor. Debía ser aquella Podarga de quien Ipsewas le hablara.

Desde la cintura hacia arriba era, por cierto, una mujer hermosísima; muy pocos hombres han tenido el privilegio de contemplar belleza igual. Su piel era un ópalo lechoso; los pechos, incomparables; la espalda, un pilar de extremada hermosura. La cabellera, larga y negra, caía lacia a ambos lados de un rostro cuya belleza habría podido competir ventajosamente con la de Criseya, cosa que Wolff consideraba imposible hasta ese momento.

Sin embargo, su belleza tenía algo terrible: la locura. Sus ojos eran feroces como los de un halcón enjaulado al que se provoca más allá de lo soportable.

Wolff apartó de ella su vista para inspeccionar la caverna.

– ¿Dónde está Criseya? – susurró.

–¿Quién? – preguntó Kickaha, en otro susurro.

Wolff la describió con pocas frases, explicándole lo ocurrido.

– Nunca la he visto – respondió Kickaha, meneando la cabeza.

–¿Y los gworl?

– Están divididos en dos bandas. Los que tienen a Criseya y al cuerno deben ser los otros. Pero no te preocupes por ellos. Si no logramos que nos dejen salir de aquí, nos matarán. Y en forma horrible.

Wolff preguntó entonces por el anciano. Kickaha replicó que había sido, en otros tiempos, uno de los amantes de Podarga. Era aborigen, uno de los que el Señor había llevado a ese universo poco después de construirlo. La arpía lo mantenía a su lado para realizar todas aquellas tareas que requerían manos humanas. Ella le había ordenado rescatar a Wolff de las ratas bípedas, enterada de su presencia desde mucho antes, por intermedio de sus mascotas.

Podarga se movió inquieta en su trono, desplegando las alas. Las unió ante el cuerpo con un ruido similar al de un relámpago lejano.

–¡A ver, vosotros dos! – gritó – ¡Dejad de secretear! Kickaha, ¿qué más puedes decir en tu defensa, antes de que suelte a mis mascotas?

Kickaha replicó en voz alta:

– Sólo puedo repetir, a riesgo de parecer cansado, lo que te he dicho anteriormente. Soy tan enemigo del Señor como tú misma, y él me odia; quiere matarme. Sabe que le he robado el cuerno, y represento un peligro para él. Ha enviado a sus Ojos por los cuatro niveles del mundo, para que recorran las montañas en mi busca...

–¿Dónde está el cuerno que dices haber robado al Señor? ¿Por qué no lo tienes en tu poder? ¡Creo que mientes para salvar tu miserable pellejo!

– Te he dicho que abrí una puerta hacia el mundo vecino para arrojárselo a un hombre. Es el mismo que tienes ante ti.

Podarga volvió la cabeza, con el mismo gesto de las águilas, para clavar su mirada sobre Wolff.

– No veo cuerno alguno. Sólo veo un trozo de carne dura fibrosa escondida tras una barba negra.

– Dice que otra banda de gworls se lo quitó – replicó Kickaha –. Iba en su persecución, para recuperar el cuerno, cuando las ratas bípedas lo capturaron y tú, haciendo gala de tu magnanimidad, lo rescataste. Libéranos, graciosa y bella Podarga, y recobraremos el cuerno. Con él estaremos en condiciones de librar batalla contra el Señor. ¡Podemos derrotarlo! ¡Es poderoso, pero no todopoderoso! Si lo fuera, nos habría encontrado hace tiempo, y también al cuerno.

Podarga, levantándose, se atildó las alas y bajó los escalones del trono, en dirección a la jaula. Caminaba sin los meneos de las aves, con pasos largos, tiesas las patas.

– Ojalá pudiera creerte – dijo en voz baja, pero profunda –. ¡Ojalá pudiera! He esperado años, siglos, milenios. ¡Oh, he esperado tanto que el corazón me duele al pensar en el paso del tiempo! Si creyera que las armas de mi venganza están al fin en mis manos...

Los miró fijamente y echó las alas hacia adelante.

–¡Ved mis manos! No tengo manos, ni el cuerpo que era mío. Ese...


Y estalló en una andanada de insultos que hizo retroceder a Wolff, aterrorizado, no ya por las palabras, sino por la furia con que las decía, rayana en la inconsciencia o en la divinidad.

– Si logramos destronar al Señor (y yo lo creo posible), recuperarás la forma humana – dijo Kickaha, una vez que ella hubo terminado.

Podarga, jadeante de ira, les clavó los ojos sedientos de asesinato. Wolff pensó que todo estaba perdido. Pero las palabras siguientes le demostraron que aquella cólera no estaba dirigida contra ellos.

– Dicen los rumores que el Señor ha desaparecido, hace ya un tiempo. Envié a una de mis mascotas para que investigara, y ella regresó con una extraña historia. Dice que hay allí un nuevo Señor, pero no puede asegurar que no se trata del mismo, encarnado en otro cuerpo. La envié nuevamente a él para rogarle que me devolviera el cuerpo humano, y se rehusó a hacerlo. No importa, por lo tanto, que sea otro o el mismo. Es tan malévolo y odioso como el primero, si no es él. ¡De cualquier modo, quiero saberlo! En primer lugar, el Señor debe morir, sea quien fuere. Entonces podré descubrir si tenía o no un nuevo cuerpo. Y si el antiguo Señor ha abandonado este universo, ¡lo seguiré por todos los mundos hasta encontrarlo!

– No puedes hacerlo sino con el cuerno. Es la única forma de abrir la entrada al otro mundo sin tener allá un dispositivo paralelo.

–¿Qué puedo perder? – dijo Podarga –. Si me mientes, si me traicionas, finalmente te atraparé, y será divertido. Si eres sincero, veremos qué pasa.

Dio una orden y el águila que estaba a su flanco abrió la jaula. Kickaha y Wolff acompañaron a la arpía hasta una gran mesa rodeada de sillas. Sólo en ese momento notó Wolff que la cámara estaba dedicada a contener tesoros; en ella se encontraba acumulado el botín de un mundo entero. Grandes cofres abiertos dejaban ver joyas relucientes, collares de perlas, copas de oro y de plata de formas exquisitas. Había pequeñas estatuillas de marfil, y otras de una madera negra y brillante. Pinturas magníficas. Armas y corazas de distintas clases, con excepción de las armas de fuego.

Podarga les ordenó sentarse en unas sillas de complicada talla, cuyas patas simulaban garras de león. Ante una seña de sus alas, un joven salió de entre las sombras. Llevaba una pesada bandeja de oro con tres copas de cristal de roca, finamente talladas; tenían la forma de un pez en salto con la boca abierta, y la concavidad estaba llena de un sabroso vino rojo.

– Uno de sus amantes – susurró Kickaha, respondiendo a la curiosa mirada de Wolff –. Sus águilas lo trajeron desde el nivel conocido como Drachelandia o Teutonia. ¡Pobre muchacho! Pero eso es mejor que perecer devorado por sus mascotas, y siempre queda la esperanza de escapar.

Kickaha bebió, y soltó un suspiro de satisfacción por aquel sabor áspero que azuzaba la sangre. Wolff tuvo la impresión de que el vino se retorcía como si estuviera vivo. Podarga sujetó la copa entre las puntas de sus dos alas y la llevó a sus labios.

– Por la muerte y la condenación del Señor. Y, por lo tanto, ¡por vuestro éxito!

Los dos volvieron a beber. Podarga bajó la copa y azotó suavemente el rostro de Wolff con las plumas del ala.

– Cuéntame tu historia – dijo.

Wolff habló por largo rato. Mientras tanto, comió rodajas de cierta cabracerdo, asada, un pan negro liviano y fruta, y bebió más vino. La cabeza empezaba a darle vueltas, pero seguía hablando, y sólo se detenía para responder a las preguntas de Podarga. Antorchas nuevas reemplazaron a las viejas, mientras él seguía hablando.

Despertó bruscamente. Desde otra cueva le llegaba la luz del sol, iluminando la copa vacía y la mesa sobre la que tenía la cabeza apoyada. Kickaha estaba ante él, con una amplia sonrisa.

– Vamos – le dijo –. Podarga quiere que salgamos lo antes posible. Está hambrienta de venganza. Y yo prefiero que nos vayamos antes de que ella cambie de idea. No puedes imaginar la suerte que hemos tenido; somos los únicos prisioneros que se ha liberado hasta ahora.

Wolff se sentó, gruñendo, doloridos los hombros y el cuello. Todavía se sentía mareado y algo confundido, pero había padecido resacas peores.

–¿Qué hiciste cuando me dormí? – preguntó a Kickaha.

Este respondió con una sonrisa satisfecha.

– Pagué el último precio. Pero no estuvo mal, en absoluto. Al principio resulta un poco extraño, pero yo soy muy adaptable.

Pasaron a la caverna siguiente, y de allí a la ancha saliente de piedra que coronaba el acantilado. Wolff se volvió para echar una última mirada; varias águilas guardaban la entrada a la caverna interior, como verdes monolitos. En un relámpago de piel blanca y alas negras, Podarga cruzó ante ellas, tiesas las patas.

– Vamos – dijo Kickaha –. Podarga y sus mascotas tienen hambre. Tú no la viste cuando intentó obligar a los gworl a pedir merced. Debo reconocerles una cosa: no lloraron ni gimieron; se limitaron a escupirle.

Un grito escalofriante surgió de la caverna. Kickaha tomó a Wolff por el brazo y le obligó a emplear un paso más rápido. Las águilas volvieron a gritar terriblemente, mientras otros seres aullaban de miedo o en el dolor de la muerte.

– Nosotros estaríamos entre ellos – dijo Kickaha –, si no tuviéramos algo que ofrecer a cambio de nuestras vidas.

Empezaron a trepar. Cuando cerró la noche habían subido ya novecientos metros. Kickaha abrió su bolsa y sacó de ella, entre otras cosas, una caja de fósforos con la que encendió una hoguera. Sacó también carne, pan, y una pequeña botella de aquel vino adamantino. La bolsa y su contenido eran presentes de Podarga.

– Tendremos que subir durante cuatro días, más o menos, hasta llegar al próximo nivel – dijo el joven –. Después, nos hallaremos en el fabuloso mundo de Amerindia.

Wolff intentó hacerle varias preguntas, pero Kickaha indicó que, en primer lugar, debía explicarle la estructura física del planeta. Wolff escuchó atentamente y sin mofarse; por cierto, cuanto Kickaha decía correspondía a lo que él viera hasta entonces. Pero vio frustradas sus intenciones de averiguar cómo había llegado Kickaha hasta allí, siendo, según toda evidencia, nativo de la Tierra. El joven se quejó de que llevaba mucho tiempo sin dormir, y de que la noche anterior, especialmente, había sido agotadora. Y se quedó dormido.

Wolff contempló largamente las llamas del fuego moribundo. Había visto y experimentado muchas cosas en poco tiempo, pero aún le quedaban muchas por delante. Eso, en el caso de que sobreviviera. Un grito salvaje surgió desde las profundidades. Desde el aire llegó el chillido de una gran águila verde.

¿Dónde estaría Criseya? ¿Estaría viva? Y en ese caso, ¿cómo estaba? ¿Y dónde se encontraría el cuerno? Kickaha había dicho que el éxito dependía de que encontraran el cuerno. Sin él, nada podrían hacer.

Y pensando en todo eso, también él se quedó dormido.

Cuatro días después, cuando el sol había recorrido ya la mitad de su curso en torno al planeta, franquearon el borde. Ante ellos se extendía una planicie que se hundía en el horizonte, unos doscientos cuarenta kilómetros más allá. A ambos lados, a unos ciento cincuenta kilometros, se elevaban cadenas montañosas comparables con el Himalaya. Pero resultaban apenas ratones en comparación con el monolito, Abharhploonta, que dominaba esa zona del planeta escalonado. Según afirmaba Kickaha, Abharhploonta estaba a dos mil doscientos kilómetros del borde; sin embargo, parecía estar a unos setenta y cinco. Se elevaba a tanta altura como la montaña que acababan de escalar.

– Ahora puedes formarte una idea – dijo Kickaha –. Este mundo no tiene la forma de una pera. Es una Torre de Babilonia planetaria. Una serie de columnas escalonadas, cada una más pequeña que la inferior. En el vértice mismo está el palacio del Señor. Como ves, nos queda mucho camino por recorrer. Pero mientras tanto, será una vida maravillosa. Si el Señor me mata en este momento, no he de quejarme. Aunque debería hacerlo, naturalmente, puesto que a ningún humano le gusta morir en la flor de la juventud. ¡ Y debes creerme, amigo, yo estoy en lo mejor de la vida!

Wolff no pudo dejar de sonreírle. Parecía alegre y desafiante, como una estatua de bronce súbitamente animada, desbordante de felicidad por el solo hecho de encontrarse viva.

–¡Bien! – gritó Kickaha –. ¡Ante todo, debemos conseguir ropas adecuadas para ti! La desnudez es muy elegante en el círculo inferior, pero aquí no. Debes ponerte siquiera un taparrabos y una pluma en la cabeza; de otro modo causarás disgusto a los nativos. Y eso significa, aquí, la esclavitud o la muerte.

Echó a andar por el borde, seguido por Wolff.

– Observa el pasto; es verde y espeso, y te llega a las rodillas, Bob. Ofrece bastante alimento a las bestias herbívoras, pero también es lo bastante alto como para ocultar a las fieras que se alimentan de ellas. ¡ Ten cuidado! El puma de las praderas, el lobo feroz, el perro cazador listado, la comadreja gigante: todos ellos pululan entre estos pastos. Y también el Felis Atrox, a quien llamo el león atroz. Una vez asoló las praderas del sudoeste norteamericano, donde se extinguió hace diez mil años. Aquí está bien vivo; es un tercio más grande que el león africano, y dos veces más peligroso.

–¡Eh, mira! ¡Mamuts!

Wolff quiso detenerse a ver aquellas grandes bestias grises, que estaban a unos setecientos metros, pero Kickaha lo obligó a seguir.

– Abundan por estos lados y llegará un momento en que preferirías que no los hubiese. No dejes de observar el pasto. Si se mueve en dirección contraria al viento, no dejes de avisarme.

Recorrieron otros tres kilómetros a bastante velocidad. En cierto momento se aproximaron a una tropilla de caballos salvajes. Los potros, relinchando, corrieron a investigarlos; después permanecieron allí, resoplando y golpeando la tierra, hasta que los dos hubieron pasado. Eran magníficos animales, altos, esbeltos, de pelaje negro, rojo o con manchas blancas y negras.

– Aquí no hay caballitos indios – dijo Kickaha –. Creo que el Señor ha importado sólo lo mejor de cada cosa.

Al fin, Kickaha se detuvo ante un montículo de rocas.

– Esta es mi marca – dijo.

Desde aquel mojón caminaron en línea recta, adentrándose en la llanura. Después de andar un kilómetro y medio llegaron a un árbol muy alto. Kickaha saltó, alcanzando la rama inferior, y empezó a trepar. Al llegar a la mitad, metió la mano en un hueco y extrajo una bolsa grande. Una vez en tierra, sacó de ella dos arcos, dos manojos de flechas, un taparrabos de piel de ante y un cinturón con vaina de piel, que contenía un largo cuchillo de acero.

Wolff vistió el taparrabo y el cinturón; enseguida tomó el arco y las flechas.

–¿Sabes usarlos? – preguntó Kickaha.

– He practicado toda mi vida.

– Bien. Tendrás muchas oportunidades para jugar el pellejo a tu habilidad. Vamos. Debemos recorrer varios kilómetros más.

Siguieron adelante, con la marcha del lobo: corrían cien pasos y caminaban otros tantos. Kickaha señaló la cordillera que se elevaba a su derecha.

– Allá vive mi tribu, los Krowakas, el pueblo del Oso. Están a ciento veinte kilómetros. Una vez lleguemos allí, podremos descansar un tiempo y prepararnos para el largo viaje que nos espera.

– No pareces indio – dijo Wolff.

– Y tú, amigo mío, no pareces un viejo de sesenta y seis años. Pero aquí estamos. Bien. Hasta ahora no te he contado mi historia porque deseaba oír la tuya en primer lugar. Esta noche te la contaré.

Por el resto del día no hablaron mucho. Wolff soltaba exclamaciones de admiración ante los animales que iba descubriendo. Grandes manadas de bisontes, oscuros, barbados y mucho más grandes que sus parientes de la Tierra. Otras tropillas de caballos, y una criatura que parecía un antepasado del camello. Mamuts, y una familia de mastodontes esteparios. Una manada de seis lobos feroces los acompañaron corriendo por unos cien metros. Tenían la altura de un niño de doce años.

Kickaha, al ver la alarma de Wolff, se echó a reír.

– No nos atacarán a menos que estén hambrientos. Y no creo que lo estén, con toda la caza que hay por aquí. Sienten curiosidad, eso es todo.

Al fin, los lobos gigantescos se alejaron, cada vez a mayor velocidad, pues unos antílopes listados acababan de salir de entre un macizo de árboles.

– Así era Norteamérica mucho antes de que llegara el hombre blanco – dijo Kickaha –. Fresca, amplia, con muchos animales y unas pocas tribus.

Una bandada de patos pasó por el cielo, graznando. Un aguilucho se lanzó en picada desde el cielo verde, golpeó en seco la bandada, y ésta se alejó con un camarada menos.

–¡La Feliz Tierra de Caza! – gritó Kickaha –. ¡Oh, a veces no es tan feliz!

Varias horas antes de que el sol se ocultada tras la montaña, se detuvieron a la orilla de un pequeño lago. Kickaha buscó el árbol en el cual había construido una plataforma.

– Esta noche dormiremos aquí, y nos turnaremos para montar guardia. El único animal que puede atacarnos allá arriba es la comadreja gigante, pero no es muy peligrosa. Además, para peor, puede haber tribus en guerra.

Kickaha partió solo, armado con su arco, y volvió a los quince minutos con un gran conejo. Wolff había hecho una pequeña hoguera que humeaba poco, y allí asaron el conejo. Mientras comían, Kickaha le explicó la topografía de la zona.

– Del Señor podrás decir cuanto quieras, pero no puedes negar que hizo un buen trabajo al diseñar este mundo. Fíjate en este nivel, Amerindia. En realidad, no es plano. Tiene una serie de ligeras curvas, cada una de unos doscientos cincuenta kilómetros de longitud. Eso permite que el agua corra, formando riachuelos y lagos. En ningún lugar del planeta encontrarás nieve, pues tiene un clima uniforme y carece de estaciones. Pero llueve todos los días. Las nubes llegan de algún rincón del espacio.

Cuando acabaron de comer, cubrieron la hoguera. Wolff tomó la primera guardia, y Kickaha habló durante todo su tiempo de descanso. A su vez, Wolff permaneció despierto, escuchando, cuando cambiaron puestos.

En el principio, mucho tiempo antes, hacía más de veinte mil años, los Señores moraban en un universo paralelo al de la Tierra. En aquella época no recibían ese título; tampoco eran muchos, pues constituían los únicos sobrevivientes de una batalla contra otra especie, que había durado milenios. En total, no llegaban a ser diez mil.

– Pero compensaban con su calidad lo que les faltaba en número – dijo Kickaha –. Poseían una ciencia y una tecnología tan desarrolladas que las nuestras, las terrestres, eran, en comparación, como la sabiduría de los aborígenes de Tasmania. Fueron capaces de construir estos universos privados, como el que ves.

»Al principio, cada universo era una especie de campo de juegos, un club microcósmico para grupos selectos. Pero acabaron en disputas; era inevitable, puesto que, a pesar de sus poderes divinos, eran seres humanos. Tenían, tienen, un sentido de la propiedad privada tan fuerte como el nuestro. Hubo una lucha entre ellos, y supongo que algunos murieron por accidentes o por suicidios. El aislamiento y la soledad los volvieron también megalomaníacos, cosa natural, si uno considera que jugaban el papel de un pequeño dios, y acababan por tomarlo en serio.

»Para resumir una historia de miles de siglos en unas pocas palabras: el Señor que construyó este universo acabó por encontrarse solo. Jadawin (así se llamaba) no tenía siquiera una compañera de su misma especie; tampoco la quería. ¿Por qué compartir su mundo con un igual, si podía ser un Zeus con un millón de Europas, con las más adorables Ledas?

»Pobló este mundo con seres raptados en otros universos, principalmente de la Tierra, o creados en los laboratorios del palacio que tenía en la última grada. Creó divinas bellezas o monstruos exóticos, a voluntad.

»Pero los Señores no estaban satisfechos con regir sobre un solo universo, y comenzaron a codiciar los mundos de los otros. Así continuó la batalla. Erigieron defensas casi inexpugnables, y concibieron ataques casi irreprimibles. La batalla se convirtió en un juego mortal, cosa inevitable, puesto que el aburrimiento era el único enemigo que no podían vencer. Cuando uno es casi omnipotente, cuando sus criaturas son demasiado tontas y débiles como para interesarlo para siempre, ¿qué emoción queda, sino arriesgar la propia inmortalidad contra otro inmortal?

– Pero ¿cómo entraste tú en todo esto? – preguntó Wolff.

–¿Yo? En la Tierra me llamaba Paul Janus Finnegan. Mi segundo nombre es el apellido de soltera de mi madre. Como sabes, también es el dios romano de las puertas, del año nuevo y del año viejo; un dios de dos caras, una que mira hacia adelante y otra que mira hacia atrás.

Y Kickaha sonrió, al continuar:

– Janus es un nombre muy apropiado, ¿no crees? Soy hombre de dos mundos, y vine a través de una puerta. Pero nunca he vuelto a la Tierra, ni tengo interés en hacerlo. Aquí he vivido aventuras y he ganado una posición que jamás habría conseguido en aquel viejo planeta mugriento. Tengo otros nombres, además de Kickaha; soy el jefe de este nivel, y un tipo de importancia en otros. Ya lo verás.

Wolff empezaba a encontrarlo misterioso. Tantas evasivas le hacían sospechar que Kickaha tenía otra identidad sobre la que no deseaba hablar.

– Adivino lo que estás pensando – dijo Kickaha –, pero no lo creas. Soy embustero, pero no contigo. Y a propósito, ¿sabes cómo gané mi nombre entre los míos? En su idioma, un kickaha es un personaje mitológico, un tramposo semidivino. Algo así como el Viejo Coyote de los indios de la pradera o el Nanabozho de los Ojibway o el Wakdjunkaga de los Winnebago. Algún día te diré cómo gané ese nombre, y cómo me convertí en consejero de los Hrowakas. Pero ahora tengo cosas más importantes que contarte.

***

Capitulo 7

KICKAHA

En 1941, a la edad de veintitrés años, Paul Finnegan se alistó como voluntario en la caballería de los Estados Unidos, porque le gustaban los caballos. Poco después se encontró conduciendo un tanque. Como pertenecía a la Octava Armada, debió cruzar el Rhin. Un día, tras haber participado en la toma de una pequeña ciudad, descubrió entre las ruinas del museo local un objeto extraordinario. Era una medialuna de cierto metal plateado, tan duro que el martillo no lograba mellarlo y la llama de acetileno lo dejaba indemne.

Interrogué al respecto a algunos lugareños. Sólo sabían que estaba en el museo desde hacía muchos años. Un profesor de química lo sometió a varias pruebas y trató de interesar a la universidad de Munich, pero fue en vano.

«Cuando acabó la guerra lo llevé conmigo, junto con otros recuerdos: Regresé a la universidad de Indiana. Mi padre me había dejado bastante dinero como para vivir unos cuantos años; compré un buen apartamento, un coche deportivo, etcétera.

«Uno de mis amigos era periodista. Le conté sobre la medialuna, sus peculiares características y su composición desconocida, y él escribió un artículo, que se publicó en Bloomington, comprada por un sindicato. No causó mucha sensación entre los científicos; en realidad, no quisieron saber nada con el objeto.

«Tres días después, un hombre se presentó en mi apartamento, presentándose como el señor Vannax. Parecía holandés, por su apellido y por el acento extranjero. Quería ver la medialuna, y se la mostré. Pareció muy impresionado, aunque trató de aparentar tranquilidad. Dijo que quería comprarla; le pedí que hiciera una oferta, y propuso pagar hasta diez mil dólares.

«– Sin duda puede pagar más que eso – le dije –; de lo contrario, no hay trato.

«–¿Veinte mil? – propuso Vannax.

«–¿Subamos un poco más? – dije yo.

«–¿Treinta mil?

«Decidí jugarme el todo por el todo, y le pregunté si estaba dispuesto a pagar cien mil dólares. Vannax enrojeció violentamente y empezó a sudar como un sapo. Pero respondió que traería esa suma en un plazo de veinticuatro horas.

«Entonces comprendí que tenía en mi poder algo realmente valioso. Pero ¿qué era? ¿Y por qué lo quería ese tal Vannax con tanta desesperación? ¿Qué clase de loco era? Ningún ser humano con sentido común se hubiese tragado semejante cebo; cualquiera habría sido más cauto.»

–¿Cómo era Vannax? – preguntó Wolff.

Oh, era corpulento, de unos sesenta y cinco años bien llevados. Tenía nariz y ojos de águila; el traje era de corte clásico y bastante caro. Parecía tener una personalidad muy fuerte, pero estaba tratando de dominarse y de mostrarse agradable. Y le costaba bastante. Parecía ser de los que no suelen dejarse llevar por delante.

«Yo le dije

«– Digamos trescientos mil dólares, y es suyo.

«Nunca pensé que aceptaría; creí que se marcharía furioso. En realidad, yo no tenía ningún interés en vender la medialuna, aunque me ofreciera un millón de dólares. Pero Vannax, aunque iracundo, dijo que los pagaría, siempre que le diera otras veinticuatro horas de plazo.

«– Tendrá que decirme antes para qué quiere la medialuna – le dije.

«– Nada de eso! – gritó – Ya es bastante con que me robe, malandrín! ¡Gusano!

«– Salga de aquí antes de que lo eche. O antes de que llame a la policía.

«Vannax empezó a gritar en un idioma extranjero. Fui a mi dormitorio y tomé mi 45 automática. No estaba cargada, pero él no lo sabía, y se marchó, maldiciendo en voz alta hasta que llegó a su Rolls–Royce.

«Esa noche no pude dormir. Sólo a las dos de la tarde logré conciliar el sueño, pero despertaba a cada rato. En uno de esos momentos oí ruidos en el otro cuarto. Me levanté, tomé la cuarenta y cinco, ya cargada, y saqué una linterna del escritorio. Y sorprendí a Vannax en mitad del living, con la medialuna en la mano.

»En el suelo había otra medialuna, traída por él. Lo había sorprendido mientras ubicaba las dos en un circulo completo. En ese momento no comprendí lo que hacía, pero lo descubrí un momento después.

«Le ordené levantar las manos. Lo hizo, pero avanzó un pie para entrar en el circulo. Amenacé con disparar en cuanto hiciera un movimiento, pero él, sin obedecer, puso un pie dentro del círculo. Disparé; la bala le pasó por sobre la cabeza y se incrustó en un rincón del cuarto. Sólo pretendía asustarlo, suponiendo que eso lo haría hablar. Y se asustó lo bastante como para saltar hacia atrás.

«Balbuceaba como un maniático; en un momento me amenazaba, y al siguiente me ofrecía un millón de dólares, siempre retrocediendo contra la puerta. Mi intención era arrinconarlo allí para clavarle la cuarenta y cinco en el vientre. Así lo haría hablar hasta por los codos sobre la medialuna.

«Pero al caminar hacia él pisé dentro del círculo formado por las dos medialunas. –l me gritó que no lo hiciera, pero demasiado tarde. Vannax y el departamento desaparecieron, y me encontré todavía en pie en medio del circulo (aunque no era el mismo), en este mundo. En el palacio del Señor, allá en la cima del planeta.»

Kickaha dijo que en ese momento debió haber sucumbido a la impresión; pero desde la escuela primaria había sido un ávido lector de fantasía y ciencia–ficción. Le era familiar la idea de los universos paralelos y de los dispositivos para trasladarse entre uno y otro, y estaba condicionado para aceptar tales conceptos. En realidad, creía a medias en su existencia. Por lo tanto, su mente era lo bastante flexible como para recuperarse instantáneamente. Aunque asustado, se sentía al mismo tiempo excitado y curioso.

Comprendí en seguida por qué Vannax no me había seguido por la puerta. Las dos medialunas, unidas, forman un circuito. Pero no se activan hasta que un ser vivo irrumpe en esa especie de campo que irradian. Entonces, un semicírculo permanece en la tierra, y el otro pasa a este universo, coincidiendo con otro semicírculo que lo espera. En otras palabras, hacen falta tres media–lunas para formar un circuito. Uno en el mundo hacia el cual se va, y dos en el que se abandona.

»Vannax debió pasar a la Tierra por medio de esas medialunas. Y no podía hacerlo a menos que hubiese otra en la Tierra. De algún modo, jamás sabremos cómo perdió una de ellas. Tal vez la robó alguien que no conocía su verdadero valor. De cualquier modo, debe haberla buscado hasta que leyó ese artículo sobre el objeto que yo había encontrado en Alemania. Al hablar conmigo comprendió que yo no la vendería, y entró en mi departamento con la que tenía en su poder. Cuando

lo sorprendí, estaba a punto de completar el circulo para marcharse.

«Debe estar anclado en la Tierra, sin posibilidades de venir mientras no encuentre otra medialuna. Se me ocurre que debe haber otras en la Tierra. La que encontré en Alemania no debe ser la única.»

Finnegan vagó largo rato por el palacio. Era inmenso, de apabullante belleza y exotismo, y estaba lleno de tesoros, joyas y maquinarias. También había laboratorios, o tal vez cámaras de bioprocesamiento. En ellas había criaturas extrañas que se formaban lentamente en cilindros transparentes. Había muchas consolas con dispositivos para su manejo, pero no pudo darse una idea sobre su empleo. Los símbolos que ostentaban todos los botones y palancas le resultaron desconocidos.

– Tuvo suerte. El palacio está lleno de trampas para cazar o matar a los intrusos. Pero estaban desconectadas. Por qué, no lo sé, y no supe tampoco por qué ese lugar estaba deshabitado. De cualquier modo, fue un alivio comprobarlo.

Finnegan salió del palacio y recorrió el exquisito jardín que lo rodeaba, hasta llegar al borde del monolito que le servía de base.

Has visto lo bastante como para imaginar como me sentí al mirar desde allá arriba. El monolito debe tener al menos unos nueve mil metros de altura. Debajo está el nivel que el Señor llamó Atlantis. No sé si el mito terrestre de la Atlántida se basó en esta Atlantis, o si fue al revés.

«Debajo de Atlantis está Drachelandia, y después Amerindia. Lo vi todo de una sola mirada, así como se ve la Tierra desde un cohete. Naturalmente, no pude apreciar los detalles; vi sólo grandes nubes, extensos lagos, mares y los contornos de los continentes. Cada uno de los niveles teñía una zona bastante grande oscurecida por la grada superior.

«Pero logré comprender la estructura de este mundo, similar a la Torre de Babilonia, aunque en ese momento no entendiera por completo lo que veía. Era demasiado extraño, demasiado inesperado, como para captar su gestalt. Para mí no tenía significado.»

Sin embargo, Finnegan comprendió que se hallaba en una situación desesperada. No tenía forma de abandonar la cima de ese mundo, a menos que utilizara las medialunas. Aquel monolito, a diferencia de los demás, era liso como una bola de billar. Y tampoco podía utilizar nuevamente las medialunas, sabiendo que Vannax lo estaría esperando del otro lado.

Aunque no corría peligro de morirse de hambre (había bebida y alimentos de sobra para varios años), no quería ni podía permanecer allí. El propietario podía volver en cualquier momento, y podía tener muy mal carácter. En aquel palacio había cosas que lo hacían sentir muy intranquilo.

– Pero vinieron los gworl – dijo Kickaha –. Supongo..., es decir, sé que vinieron de otro universo, por una entrada similar a la que se abrió para mí. En ese momento yo no tenía modo de saber cómo ni por qué estaban allí. De cualquier modo, me sentí muy feliz de haber llegado antes. Si hubiese caído en sus manos...! Más tarde comprendí que eran espías de otro Señor, que los había enviado para apoderarse del cuerno. Yo había visto ese instrumento en mis recorridas por el palacio, y hasta lo había probado. Pero no conocía la combinación de notas que lo ponía en funcionamiento. En realidad, ni siquiera sabia cuál era su utilidad.

»Los gworl invadieron el palacio; eran cien, o tal vez mas. Afortunadamente, los vi a tiempo. En cuanto llegaron, su inclinación al asesinato los puso en problemas. Trataron de matar a algunos de los Ojos del Señor, esos enormes cuervos que vivían en el jardín. Los animales no habían presentado objeción ante mi presencia; quizá me creyeron invitado, o no me vieron aspecto peligroso.

»Cuando los gworl trataron de degollar a uno de ellos, los demás los atacaron. Los monstruos se retiraron hacia el palacio, seguidos por las grandes aves. El sitio se llenó de sangre, plumas, pedazos de pellejo; hubo también unos cuantos cadáveres de ambos bandos. Mientras se desarrollaba la batalla, vi que un gworl salía de un cuarto llevándose el cuerno; se fue por los corredores, como si buscara algo.

«Finnegan siguió al gworl hasta otra habitación, del tamaño de dos hangares destinados a cobijar dirigibles. Allí había una pileta de natación y varios artefactos interesantes, pero enigmáticos. Sobre un pedestal de mármol había un gran modelo dorado del planeta, adornado con varias piedras preciosas en cada uno de los niveles. Finnegan descubriría más tarde que estaban dispuestos simbólicamente para indicar los diversos puntos de resonancia.»

–¿Puntos de resonancia?

Si. Los símbolos eran claves mnemotécnicas que indicaban la combinación de notas necesaria para abrir las entradas en ciertos puntos. Algunas puertas daban a otros universos, pero otros eran pasos entre los distintos niveles de este mundo. Eso permitía al Señor viajar instantáneamente de una a otra grada. Junto con esos símbolos había diminutos modelos en los que se indicaban las características más destacadas de los puntos de resonancia.

El gworl que se había apoderado del cuerno debía haber recibido instrucciones que le permitían descifrar los símbolos. Parecía estar buscando al Señor para asegurarse de que el cuerno era el verdadero. Tocó siete notas hacia la piscina, y las aguas se abrieron, descubriendo un pedazo de tierra seca, rodeada por árboles de color escarlata, bajo un cielo verde.

«Era el escondrijo por el cual el Señor original entraba al nivel de los atlantes, a través de la piscina. Yo no sabía aún hacia dónde conducía la entrada, pero comprendí que era mi única oportunidad para escapar del palacio. Me adelanté velozmente por detrás del gworl, le quité el cuerno de la mano y lo empujé hacia la piscina, no hacia donde estaba la entrada, sino dentro de las aguas.

«Nunca se oyeron tales gritos, chillidos ni chapaleos. Los gworl concentran en el temor al agua todo el que no sienten hacia otras cosas. El monstruo se hundió, salió escupiendo y gritando, y se las compuso para aferrarse del borde de la puerta. Debes saber que una puerta entre dos universos tiene bordes definidos, aunque cambiantes.

«A mis espaldas se oyeron gritos y rugidos. Diez o doce gworl, armados con grandes cuchillos sangrientos, entraron a la habitación. Me lancé de cabeza en el agujero, que ya comenzaba a cerrarse; era tan pequeño que me raspé las rodillas al pasar, pero logré hacerlo, y la entrada se cerró. Al hacerlo, cercenó ambos brazos al gworl que trataba de salir del agua para seguirme. Tenía el cuerno en mis manos, y por el momento había escapado a su persecución.

Kickaha sonrió, como si el recuerdo le resultara placentero. Wolff observó:

El Señor que envió a los gworl como avanzada es el que rige ahora, ¿verdad? ¿Quién es él?

Arwoor. El Señor ausente se llamaba Jadawin, y debió ser el que se entrevistó conmigo bajo el nombre de Vannax. Arwoor se trasladó aquí, y desde entonces trata de encontrarme para apoderarse del cuerno.

A grandes rasgos, Kickaha narró sus aventuras desde que llegara al nivel atlante. Durante veinte años terrestres había vivido en un nivel u otro, siempre disfrazado. Ni los gworl ni los cuervos, que ahora servían al nuevo señor, Arwoor, habían dejado de buscarlo. Pero hubo largos períodos, a veces de dos o tres años, en que nadie lo perturbó.

– Un momento – interrumpió Wolff –. Si estaban cerradas las puertas entre los distintos niveles, ¿cómo bajaron los gworl para perseguirte?

Tampoco Kickaha lo había comprendido entonces. Sin embargo, al ser capturado por los gworl en el nivel del Jardín, los había interrogado, y obtuvo algunas respuestas. Los gworl habían descendido hasta Atlantis por medio de sogas.

–¿Sogas de nueve mil metros?

Claro. ¿Por qué no? El palacio es un fabuloso depósito. Yo también pude haber encontrado las cuerdas, si hubiese dispuesto de tiempo suficiente. De cualquier modo, el Señor Arwoor les había ordenado llevarme vivo, – aunque tuvieran que dejarme escapar. Quería so meterme a exquisitas torturas. Los gworl dijeron que Arwoor había desarrollado algunas técnicas nuevas y refinadas, además de mejorar las ya existentes. Ya puedes imaginar cómo sudaba yo en el viaje de regreso.

Una vez capturado, llevaron a Kickaha a través de Okeanos, hasta la base del monolito. Mientras lo escalaban, un Ojo del Señor los detuvo. Había llevado al Señor las nuevas de la captura, y traía órdenes: los gworl debían dividirse en dos grupos. Uno continuaría con Kickaha, y el otro regresaría hasta el Jardín. Así, si el hombre que ahora estaba en posesión del cuerno pretendía pasar al otro lado, se lo capturaría, y llevarían el cuerno al Señor.

Supongo – dijo Kickaha – que Arwoor te quería también prisionero, pero olvidó dar la orden, o la dio por sobreentendida, sin tener en cuenta que los gworl son literales y poco imaginativos.

«No sé por qué capturaron a Criseya. Tal vez pensaban ofrecerla como prenda de paz al Señor. Los gworl saben que está descontento con ellos, por el tiempo que tardaron en capturarme, y tal vez pensaron aplacarlo llevándole la prenda más apreciada del antiguo Señor.

Entonces – dijo Wolff – el actual Señor no puede pasar de un nivel a otro por los puntos de resonancia.

Sin el cuerno, no. Y apostaría a que en estos momentos está sudando de miedo. Los gworl podrían muy bien utilizar el cuerno para pasar a otro universo y ofrecerlo a otro Señor. Lo único que lo impide es su ignorancia con respecto a los puntos de resonancia. Si descubrieran uno... De cualquier modo, si no lo intentaron en la roca, no creo que lo hagan en otro sitio. Son viciosos, pero no inteligentes.

Y si los Señores gozaban de un dominio tan amplio sobre la ciencia, ¿cómo es que Arwoor no utiliza aeroplanos para viajar?

Kickaha rió por largo rato.

Esa es la broma – explicó después –. Los señores son herederos de una ciencia y de un poder que sobrepasa en mucho a los de la Tierra. Pero los científicos y técnicos de su raza han muerto, y los actuales no saben sino operar los mecanismos, sin poder repararlos ni explicar los principios por los cuales actúan.

«En la lucha milenaria por el poder perecieron todos, salvo unos pocos. Esos pocos, a pesar de sus inmensos poderes, son ignorantes. Son sibaritas, megalomaníacos, paranoicos, lo que quieras, pero no científicos.

»Es posible que Arwoor sea un Señor derrocado. Huye para preservar su vida, y si logró apoderarse de este mundo es sólo porque Jadawin estaba ausente. Vino al palacio con las manos vacías, y sólo dispone de los poderes existentes en ese sitio; ni siquiera sabe controlarlos todos. Es uno de los principales en este juego de universos musicales, pero de cualquier modo está en desventaja.»

Kickaha se quedó dormido. Wolff, que estaba en su primera guardia, miró fijamente hacia la oscuridad. La historia no le resultaba increíble, pero notaba ciertos vacíos en ella. Quedaban muchas cosas por explicar. Y además estaba Criseya. Recordó aquella dolorosa belleza, aquel rostro de delicado perfil, sus ojos enormes con pupilas de gato. ¿Dónde estaba Criseya, en qué estado se encontraba? ¿Volvería a verla alguna vez?

***

Capítulo 8

LA GRAN PRADERA

Durante la segunda vigilia de Wolff, un cuerpo negro y largo se deslizó velozmente entre dos arbustos, a la luz de la luna. Wolff le disparó una flecha y lo vio erguirse sobre las patas traseras, con un grito sibilante; su altura doblaba la de un caballo. Wolff ruso otra flecha en el arco y la lanzó hacia el vientre blanco. Tampoco ésa lo mató; el animal se alejó, silbando, entre ruido de ramas rotas.

Kickaha apareció con un cuchillo en la mano.

Tuviste suerte – le dijo –. A veces uno no los ve, y en un segundo, ¡pffft!, los tiene sobre la garganta.

Me habría hecho falta un revólver para matar elefantes, y creo que ni siquiera así habría podido detenerlo. A propósito, dime: ¿a qué se debe que los gworl (y tampoco los indios, por lo que me has dicho) usen armas de fuego?

– Está estrictamente prohibido por el Señor. A él no le gustan ciertas cosas. Quiere mantener a su pueblo dentro de ciertos límites de población y de tecnología, y dentro de ciertas estructuras sociales. Maneja este planeta con mano de hierro.

»Por ejemplo, le gustan las cosas limpias. Habrás notado que la gente de Okeanos es perezosa e indiferente. Sin embargo, limpian todo cuanto ensucian. En ninguna parte encontrarás desperdicios. Y lo mismo ocurre en todos los niveles. Los amerindios son también pulcros, y lo mismo los drachelandeses y los atlantes. Así lo quiere el Señor y la desobediencia se castiga con la muerte.

–¿Y cómo hace cumplir sus leyes?

– Principalmente, implantándolas en la personalidad de los habitantes. En un principio mantuvo un estrecho contacto con los sacerdotes y los médicos y utilizó la religión, presentándose como deidad, para formar y afianzar las costumbres del pueblo. No le gustaban las armas de fuego y era amante de la pulcritud. Tal vez era un romántico; no lo sé. Pero las distintas sociedades de este mundo son principalmente conformistas y estáticas.

–¿Y no hay progreso?

–¿Y qué? ¿Por qué debe ser deseable el progreso e indeseable el estatismo? Personalmente, aunque detesto la arrogancia del Señor, su crueldad, su falta de humanidad, apruebo algunas de las cosas que ha hecho aquí. Con ciertas excepciones, este mundo me gusta mucho más que la Tierra.

–¡Tú también eres un romántico!

Tal vez. Este mundo es real, y bastante encarnizado, como has visto, pero está libre de arena y de suciedad, de cualquier enfermedad, de moscas, mosquitos y piojos. La juventud perdura por toda la vida. Todo bien visto, no es un sitio tan malo para vivir. No para mí, al menos.

Cuando Wolff cumplía la última guardia, el sol apareció tras la curva del mundo. Palidecieron las estrellas, y el cielo tomó el aspecto de un vino verde. El aire hizo correr dedos fríos sobre los dos hombres, y lavó sus pulmones con torrentes vigorizantes. Tras desperezarse descendieron de la plataforma para cazar algo. Más tarde, hartos de conejo asado y de jugosas moras, reanudaron el viaje.

Tres días después, mientras el sol estaba a punto de ocultarse tras el monolito, salieron a la llanura. Al frente se alzaba una alta colina, detrás de la cual, según dijo Kickaha, había pequeños bosques; alguno de los árboles más altos les prestaría refugio donde pasar la noche.

De pronto, un grupo de unos cuarenta hombres rodeó la colina. Eran de piel oscura, y llevaban el pelo dividido en dos trenzas. Lucían en el rostro rayas rojas y blancas y cruces negras. Protegían los antebrazos con pequeños escudos circulares, y llevaban lanzas o arcos. Algunos usaban cabezas de oso a modo de cascos; otros lucían plumas sujetas a las gorras, o sombreros con plumas de pájaros.

Los jinetes, al ver a los dos hombres de a pie, incitaron a sus caballos, lanzándolos al galope. Prepararon las lanzas con puntas de acero, arcos y flechas, pesadas hachas de acero y garrotes tachonados con placas de metal.

–¡Manténte firme! – dijo Kickaha sonriente –. Son los Hrowakas, el pueblo del Oso. Mi pueblo.

Se adelantó, levantando el arco por sobre la cabeza, con ambas manos, y habló a quienes se aproximaban en su propia lengua. Era un idioma duro, con muchas pausas glotalizadas, vocales de sonido nasal y una entonación que subía con rapidez para descender lentamente

–,¡ÁngKunga'vas TreKickaha! – gritaron, al reconocerlo.

Y galoparon a su alrededor, agitando las espadas tan cerca como era posible sin tocarlo, haciendo silbar sobre su cabeza los garrotes y las hachas; una lluvia de flechas se clavó junto a sus pies, e incluso entre ellos.

Wolff soportó el mismo tratamiento sin pestañear, con la misma sonrisa de Kickaha, aunque mucho menos tranquila.

Los Hrowakas hicieron girar sus caballos y volvieron a la carga; esta vez llevaron sus cabalgaduras al galope corto, entre relinchos y coces. Kickaha saltó hacia adelante y arrancó de la montura a un joven que llevaba sombrero de plumas. Los dos rodaron por el suelo, riendo y jadeando, hasta que Kickaha hubo dominado al Hrowaka. Entonces se levantó y presentó al perdedor ante Wolff:

NgashuTangis, uno de mis cuñados.

Dos amerindios desmontaron para saludar a Kickaha, con muchos discursos y abrazos. Kickaha esperó a que se calmaran, y después inició un discurso largo y severo. Con frecuencia agitaba el índice hacia Wolff. Quince minutos después, sólo interrumpido de tanto en tanto por alguna breve pregunta, se volvió hacia su compañero con una sonrisa.

Estamos de suerte. Van a guerrear contra los Tsenakwa, que viven cerca de los Arboles de Muchas Sombras. Les he explicado lo que hacíamos aquí, al menos en parte. No saben que nos hemos alzado contra el Señor y no pienso decírselo. Pero saben que vamos en busca de Criseya y de los gworl. Te he presentado como un amigo. Saben también que Podarga está de nuestro lado. Sienten un gran respeto por ella y por sus águilas, y les gustaría ayudarla en lo posible.

»Disponen de muchos caballos de remonta; puedes elegir a gusto. El único inconveniente es que no podrás visitar las viviendas del pueblo del Oso, y yo no visitaré a mis dos mujeres, Giushowei y Angwanat. Pero nada es perfecto.

El grupo de guerreros cabalgó esforzadamente durante aquel día y el siguiente, cambiando caballos cada media hora. La manta que hacia las veces de silla acabó por llagar la piel de Wolff. Pero hacia la tercera mañana estaba tan entrenado como cualquiera de los Osos; podía cabalgar durante el día entero sin sentir calambres en todos los músculos y hasta en algunos huesos.

Al cuarto día, el grupo debió detenerse durante ocho horas. Una manada de bisontes gigantescos se había cruzado en el camino. Los animales formaban una columna de dos millas de ancho y diez de longitud; nadie, hombre o animal, habría podido cruzar indemne esa barrera. Wolff se mostró impaciente, pero los demás aceptaron la demora sin mucho disgusto; jinetes y caballos necesitaban un descanso. Detrás de los bisontes venia una centena de Shanikotsa, con intención de cazar a lanzazos y tiros de flecha a los bisontes de la retaguardia. Los Hrowakas se habrían lanzado contra ellos en una masacre completa, y sólo el largo discurso de Kickaha logró detenerlos. Más tarde, el jefe contó a Wolff que, según la creencia de los Hrowakas, cada uno de ellos valía por diez hombres de cualquier otra tribu.

Son grandes guerreros, pero demasiado confiados y arrogantes. ¡Si supieras cuántas veces he tenido que detenerlos para que no se pusieran en situaciones de las que no podían salir con vida!

Continuaron la marcha. Una hora después los detuvo NgashuTangis, uno de los guías de esa jornada, quien empezó a chillar y a hacer grandes ademanes. Kickaha lo interrogó.

Dice que una de las mascotas de Podarga está a unos tres kilómetros de aquí – explicó a Wolff –. Está posada en un árbol, y pidió a NgashuTangis que me lleve hacia ella. No puede volar más; fue atacada por una bandada de cuervos y está en mal estado. ¡Rápido!

El águila estaba posada en la rama inferior de un árbol solitario, con las garras apretadas al débil tronco, que se curvaba ante su peso. Sus plumas verdes estaban cubiertas de sangre seca, y tenía un ojo vaciado. El otro se fijó duramente en el pueblo del Oso, que se mantuvo a respetuosa distancia. El ave se dirigió a Kickaha y a Wolff, hablando en idioma micénico.

Soy Aglaia. Te conozco desde hace mucho, Kickaha el Embustero. Y a ti, oh Wolff, te vi cuando eras huésped de Podarga, la alada, mi reina y hermana. Fue ella quien me envió, junto con otras, para buscar a la dríada Criseya, a los gworl y al cuerno del Señor. Pero yo, sólo yo los vi entrar en los Arboles de muchas sombras, del otro lado de la llanura.

– Bajé en picada sobre ellos, esperando sorprenderlos y arrebatarles el cuerno. Pero me vieron a tiempo, y formaron un muro de cuchillos contra el cual me habría ensartado. Por lo tanto, volví a elevarme a tal altura que me perdieron de vista. Pero yo, con los ojos más agudos de los cielos, seguía observándolos.

Son arrogantes hasta cuando están muriendo – dijo Kickaha a Wolff, en inglés –. Hasta el fin.

El águila bebió un poco de agua que le ofrecía Kickaha, y continuó:

Cuando cayó la noche, acamparon junto a un montecillo de árboles. Yo me posé en el árbol bajo el cual dormía la dríada, cubierta por una piel de venado manchada de sangre seca. Supongo que sería del hombre que habían matado los gworl. Lo estaban trozando para cocerlo sobre las hogueras.

«Bajé hasta el suelo por el otro lado del árbol, esperando hablar con la dríada, y tal vez ayudarla a escapar. Pero un gworl, que se había sentado cerca, oyó el batir de mis alas. Su error fue dar la vuelta al árbol: le clavé las garras en los ojos. Lanzó el cuchillo al suelo y trató de liberarse de mí. Lo consiguió, pero gran parte de su cara y ambos ojos quedaron prendidos a mis garras. Propuse a la dríada que aprovechara para huir, pero se puso de pie, y dejó caer su túnica. Entonces pude ver que estaba atada de pies y manos.

«Huí entonces, abandonando al gworl, que lloraba por sus ojos. Y por su muerte, también, pues sus compañeros no cargarían con un guerrero ciego. Escapé a través de los bosques, hasta llegar a las llanuras, donde podría elevarme nuevamente. Iba hacia los nidos de los Osos para advertiros, oh Kickaha, oh Wolff, amados de la dríada. Volé durante toda la noche, hasta que rompió el día.

«Pero una bandada de los Ojos del Señor, que estaba de cacería, me vio primero. Volaban a gran altura, delante de mí, en dirección al sol. Y aquellos miserables cuervos bajaron sobre mí, tomándome por sorpresa. Caí, arrastrada por el impacto y por el peso de la bandada que me clavaba sus garras. Caí dando vueltas y vueltas, sangrando por las heridas que me abrían aquellos afilados picos.

«A pesar de todo, yo, Aglaia, hermana de Podarga, reuní fuerzas y recobré los sentidos. Me erguí contra los cuervos aterrorizados, y los degollé a picotazos o les rompí alas y piernas. Maté a los diez o doce que tenía sobre mí, sólo para sufrir el ataque del resto de la bandada. Luché contra ellos, y la historia se repitió. Murieron, pero al morir causaron mi muerte, sólo debido al gran número de mis atacantes.

Hubo una pausa. Ella los miraba fijamente con el ojo sano, pero la vida se le escapaba a toda velocidad, y en él pintaba ya el blanco de la muerte. Los Osos estaban muy quietos, y hasta los caballos habían de dejado de resoplar. Sólo se oía el susurro del viento en los cielos.

De pronto, Aglaia habló, con voz débil, pero aún dura y arrogante.

Decid a Podarga que no necesita avergonzarse de mí. Y prométeme, oh Kickaha, prométeme sin embustes que le darás mi mensaje.

Lo prometo, oh Aglaia – dijo Kickaha –. Tus hermanas vendrán aquí, para llevar tu cuerpo lejos de estos acantilados, hacía los cielos verdes; desde allí te lanzarán al abismo para que vueles, libre en la vida como en la muerte, hasta que caigas en el sol o halles reposo en la luna.

Tomo tu palabra – dijo ella.

Dejó caer la cabeza y se precipitó hacia delante. Pero sus garras de hierro estaban cerradas de modo tal que quedó balanceándose, en posición invertida. Las alas se desplegaron, y sus puntas barrieron las briznas de hierba.

Kickaha irrumpió en órdenes. Despachó a dos hombres con el encargo de buscar algunas águilas a quienes pudieran transmitir el informe de Aglaia. Naturalmente, nada debían decir con respecto al cuerno, y perdió algún tiempo enseñando a sus mensajeros un pequeño discurso en micénico. Cuando lo hubieron memorizado satisfactoriamente, los dejó marchar. El resto del grupo debió demorarse aún, para acomodar el cuerpo de Aglaia a mayor altura, donde estuviera fuera del alcance de los animales carnívoros, con excepción del puma y de las aves de presa.

Fue necesario hachar la rama de la cual colgaba, y levantar el pesado cadáver hasta otro gajo. Allí lo ataron con cuero crudo al tronco, en posición erguida.

–¡Listo! – exclamó Kickaha, cuando el trabajo estuvo realizado – Ningún animal se atreverá a acercarse en tanto parezca viva. Todos temen a las águilas de Podarga.

Una tarde, seis días después de la muerte de Aglaia, el grupo se detuvo por largo rato junto a un charco; aquella hierba larga y verde, Kickaha y Wolff se alejaron juntos hacia la cima de una pequeña colina para comer un bistec de antílope. Wolff contempló interesado una pequeña manada de mastodontes que se hallaba a unos cuatrocientos metros. A poca distancia, un león macho de piel listada permanecía agazapado entre la hierba; era un ejemplar de Felix Atrox, de unos cuatrocientos kilos de peso. Parecía alimentar esperanzas de clavar el diente en alguna de las crías. En ese momento, Kickaha dijo:

Los gworl han tenido mucha suerte al poder cruzar la selva sin sufrir daños, especialmente si consideras que van a pie. Desde aquí hasta los Arboles de Muchas sombras hay que cruzarse con los Tsenakwa y otras tribus. Y también con los KhingGatawriT.

–¿Los Medio–caballos? – preguntó Wolff.

Llevaba pocos días entre los Hrowakas, pero ya había adquirido un vocabulario sorprendente, y comenzaba a captar parte de su complicada sintaxis.

Los Medio–caballos. Hoy Kentauroi. Centauros. Los creó el Señor, junto con los otros monstruos de este mundo. Están divididos en varias tribus, y habitan las praderas de Amerindia. Algunos hablan el idioma de Sarmania o de los escitas, pues el Señor tomó parte del material para crear los centauros de esos antiguos habitantes de la estepa. Pero otros han adoptado el lenguaje de sus vecinos humanos. Todos se han plegado a la cultura de las tribus de la llanura, con ciertas variantes.

El grupo de guerreros llegó al Gran Sendero del Comercio. Este camino se distinguía del resto de la llanura por los postes clavados en la tierra a intervalos de un kilómetro y medio, coronados por imágenes talladas en ébano, que representaban a Ishquetlammu, el dios del comercio de los Tishquetmoac. Al acercarse, Kickaha hizo que el grupo tomara un galope sostenido; sólo disminuyó la marcha cuando el sendero estuvo muy atrás.

– Si el Gran Sendero del Comercio fuera hacia la selva, en vez de correr paralelo a ella – dijo Kickaha –, podríamos haberlo seguido. Mientras lo pisáramos, nadie nos habría perturbado, pues el Sendero es sagrado, y hasta los salvajes Medio–caballos lo respetan. Todas las tribus comercian con los Tishquetmoac, el único pueblo civilizado de este nivel, que proveen armas de acero, telas, joyas, chocolate, tabaco fino, etc. Si pasé por él a toda prisa fue para evitar que los Hrowakas se demoraran durante varios días, comerciando con cualquier caravana. Habrás notado que nuestros guerreros llevan sobre las monturas más pieles de las necesarias. Por las dudas. Pero ya ha pasado el problema.

Durante seis días no vieron señales de tribus enemigas, con excepción de los tepis de los Irennussoik, rayados en negro y rojo. Pasaron a cierta distancia, y ningún guerrero salió a desafiarlos; de cualquier modo, Kickaha no se tranquilizó mientras no dejaron aquella población muchos kilómetros atrás.

Al día siguiente, la pradera mostró algunos cambios; la hierba verde brillante en la que se hundían hasta la rodilla se mezcló con un césped bajo, de tonos azulados, y pronto el grupo se encontró cabalgando sobre una llanura azul.

Los terrenos privados de los Medio–caballos – observó Kickaha, y envió a los guías a mayor distancia del grupo principal.

Después advirtió a Wolff:

No dejes que te capturen vivo, y los Medio–caballos menos que nadie. Una tribu humana puede adoptarte en vez de darte muerte, si tienes el coraje suficiente como para escupirles en la cara mientras te están asando a fuego lento. Pero los Medio–caballos no tienen siquiera esclavos humanos. Te mantienen vivo y a los gritos durante semanas enteras.

Cuatro días después de esa advertencia, al llegar a la parte más alta de una cuesta, divisaron hacía adelante una banda oscura.

Son los árboles que crecen junto al río Winnkaknaw – dijo Kickaha –. Estamos a mitad de camino de los Arboles de Muchas Sombras. Azucemos a los caballos hasta llegar al río. Tengo el presentimiento de que se nos ha acabado la buena fortuna.

En ese momento vieron hacia la derecha, a varios kilómetros de distancia, un relámpago de sol blanco; Kickaha guardó silencio. El caballo blanco de Cuchillo Perverso, uno de los guías, desapareció en una depresión entre dos elevaciones. Pocos segundos después una mancha negra apareció detrás de él.

–¡Los Medio–caballos! – gritó Kickaha –. ¡Vamos! ¡Al río! Si llegamos allí, podremos resistir entre los árboles.

***

Capítulo 9

LOS CENTAUROS


En un solo impulso, todo el grupo salió al galope. Wolff azuzaba a su magnífico ruano, a pesar de que el animal no necesitaba de ello para expandir el corazón y dar a sus patas la máxima velocidad. Aunque la pradera pasaba velozmente a su lado, Wolff no dejaba de mirar hacia su derecha. La yegua blanca de Cuchillo Perverso aparecía de tanto en tanto, al trepar las pequeñas lomas de la llanura. El guía se encaminaba oblicuamente hacia los suyos. A cuatrocientos metros de distancia, cada vez más cerca, venía la horda de Medio–caballos. Sumaban unos ciento cincuenta, y tal vez más.

Kickaha arrimó a Wolff su potro, un animal dorado, de crines y cola platinadas.

– Cuando nos alcancen, manténte a mi lado. Estoy organizando una columna de a dos. Es una maniobra clásica que siempre da resultado. Permite que cada hombre cuide el flanco de su compañero.

Y se volvió para dar sus órdenes al resto. Wolff condujo su ruano hasta ubicarlo detrás de Patas de Carcayú y Duerme–de–pie. Detrás, Hocico de Oso Blanco y Manta Grande trataban de mantener una distancia uniforme con él. El resto del grupo estaba en desorden; Kickaha y Patas de Araña, uno de los consejeros, trataban de organizarlo.

Al fin formaron una columna de a dos en fondo. Kickaha se ubicó junto a Wolff, y gritó por sobre el ruido de cascos y el silbido del viento:

–¡Son más estúpidos que los puercoespines! ¡Querían lanzarse contra los centauros! ¡Pero los he hecho razonar!

Oso Borracho y Demasiadas Esposas, otros dos de los guías, corrían a su encuentro desde la izquierda. Kickaha les indicó por señas que se unieran a la retaguardia, pero ellos mantuvieron el ángulo recto y pasaron de largo por detrás de la columna.

–¡Los muy tontos pretenden rescatar a Cuchillo Perverso!

Los dos guías y Cuchillo Perverso se aproximaban a un punto de convergencia. Este último estaba sólo a unos cuatrocientos metros de los Hrowakas, seguido por los Medio–caballos a varios cientos de metros. Los enemigos se acercaban cada vez más, galopando a una velocidad que ningún caballo cargado podía igualar. Al acortarse la distancia, Wolff pudo apreciar ciertos detalles que le hicieron comprender mejor qué clase de seres eran.

Se trataba de verdaderos centauros, aunque no exactamente como los habían descrito los pintores de la Tierra. Eso era comprensible. El Señor, al darles forma en sus biolaboratorios, debió hacer ciertas concesiones a la realidad. El principal ajuste se debía a la necesidad de oxígeno. La gran parte animal del centauro necesitaba respirar, cosa que las representaciones convencionales habían olvidado. El aire era proporcionado, no sólo por el torso superior y humano, sino también por la parte interior y animal. Los pulmones relativamente pequeños de la parte superior no podrían satisfacer la necesidad de aire.

Por otra parte, el vientre del tronco humano habría bloqueado al resto todo alimento. O de lo contrario, en el caso de que ese pequeño vientre estuviera vinculado a los grandes órganos digestivos de la parte equina, restaba el problema de la dieta. Los dientes humanos se gastarían rápidamente por la abrasión del pasto.

Por lo tanto, aquellos seres híbridos que se acercaban tan amenazadores y a tal velocidad no coincidían exactamente con las criaturas míticas utilizadas como modelos. La boca y el cuello eran lo bastante grandes como para permitir la entrada de suficiente oxígeno. En reemplazo de los pulmones humanos había un órgano similar a un fuelle, que aspiraba el aire a través de una abertura en forma de garganta y la pasaba a los grandes pulmones del cuerpo hipoide. Éstos eran más grandes que los de un caballo, pues la parte vertical aumentaba la demanda de oxígeno. Se les había hecho lugar mediante la eliminación de los grandes órganos digestivos que corresponden a los herbívoros reemplazados por los de un carnívoro. El centauro se alimentaba de carne, incluida la de sus víctimas amerindias.

La parte equina era del tamaño de un caballito indio. Los pelajes, rojo, negro, blanco, palomino y pinto. El pelo de caballo cubría todo el cuerpo, con excepción del rostro; éste era mucho más grande que el de un hombre normal, de pómulos altos y nariz grande. Parecían una reproducción a escala ampliada de los indios que poblaban las praderas de la Tierra; Nariz Romana; Toro Sentado y Caballo Loco. Llevaban los rostros decorados con pinturas de guerra, y lucían sombreros emplumados, cascos de piel de búfalo o cuernos prominentes.

Sus armas eran las mismas que empleaban los Hrowakas, con excepción de una: la boleadora: consistía en dos piedras redondas, cada una sujeta al cabo de una tira de cuero crudo. En el preciso momento en que Wolff se preguntaba cómo actuar en el caso de que le arrojaran una, las vio en acción.

Cuchillo Perverso, Oso Borracho y Demasiadas Esposas corrían a la par, a sólo veinte metros de sus perseguidores. Oso Borracho, volviéndose, disparó una flecha. El proyectil se clavó en el órgano fuelle de un Medio–caballo, bajo el pecho humano. El Medio–caballo cayó y giró sobre sí mismo varias veces, hasta quedar inmóvil, el torso superior desviado en una forma tal con respecto al resto que sólo podía indicar una fractura de columna; esto, a pesar de que la articulación cartilaginosa entre ambas partes permitía una extrema flexibilidad al tronco.

Oso Borracho gritó, agitando su arco. Había derribado a la primera víctima, y su hazaña sería cantada por muchos años en la cámara del consejo de los Hrowakas.

«Si queda alguien vivo para contarla' –, pensó Wolff.

Varias boleadoras giraron en el aire, hasta que las piedras fueron apenas visibles, y cruzaron el aire como hélices escapadas de un aeroplano. Una de las piedras golpeó a Oso Borracho en el cuello, derribándolo de su caballo, y cortó por la mitad su canto de victoria. Otra boleadora se enroscó a la pata delantera de su corcel, y lo arrojó al suelo.

Wolff disparó una flecha, mientras varios de los Hrowakas lo hacían también. No pudo averiguar si había dado en el blanco, pues resultaba difícil tomar puntería desde un caballo al galope. De cualquier modo, cuatro flechas se clavaron, y cuatro Medio–caballos cayeron. Wolff sacó otra flecha de su aljaba, notando al mismo tiempo que Demasiadas Esposas y su caballo habían rodado por el suelo. Demasiadas Esposas tenía una flecha clavada en la espalda.

Cuchillo Perverso estaba ya vencido, pero los Medio–caballos, en vez de matarlo de inmediato, se dividieron en dos filas para rodearlo.

–¡ No! – gritó Wolff –. ¡No dejéis que hagan eso!

Sin embargo, Cuchillo Perverso no había ganado tal nombre sin motivos. Si los Medio–caballos pensaban capturarlo con vida para someterlo a torturas, pagarían caro su error. Lanzó por el aire su largo cuchillo Tishquetmoac, que se clavó en el cuerpo equino del Medio–caballo más próximo. El centauro dio un salto mortal. Cuchillo Perverso desenvainó otra hoja y se lanzó sobre el centauro que acababa de lancear a su caballo.

Wolff alcanzó a verlo entre la confusión de cuerpos mezclados. Estaba montado sobre el lomo del centauro, que estuvo a punto 4e sucumbir bajo el impacto de su peso; logró recuperarse, empero, y lo sostuvo. Cuchillo Perverso hundió su puñal en la espalda humana. Centellearon los cascos; la cola del centauro se elevó en el aire, seguida por la grupa y las patas traseras.

Wolff lo dio entonces por muerto. No era así. Allí estaba, milagrosamente de pie, y, de pronto, sobre el lomo de otro centauro. En esa oportunidad sostuvo la hoja contra la garganta de su enemigo; parecía amenazarlo con cortarle la yugular si no lo llevaba lejos de los otros.

Pero una lanza, arrojada desde atrás, se hundió en la espalda de Cuchillo Perverso. Sin embargo, tuvo tiempo de llevar a cabo su amenaza: abrió limpiamente la garganta del Medio–caballo que montaba.

¡Lo he visto! – gritó Kickaha –. ¡Qué hombre, ese Cuchillo Perverso! ¡Después de lo que ha hecho, ni siquiera los Medio–caballos se atreverán a mutilar su cuerpo! Lo comerán, por supuesto, pero siempre honran al enemigo que les ha presentado una brava lucha.

Los KhingGatawriT se acercaron a la retaguardia de los Hrowakas, dividiéndose en dos bandos para atacarlos por ambos flancos. Kickaha explicó a Wolff que los Medio–caballos, en un principio, no se cerrarían sobre ellos. Siempre trataban de divertirse un rato a costa de sus enemigos, y concedían a sus jóvenes guerreros una oportunidad de mostrar su habilidad y su coraje.

Un Medio–caballo manchado en blanco y negro, que lucía una sola pluma de aguilucho en la vincha, se apartó del grupo principal, desde el flanco izquierdo. Hizo girar la boleadora en la mano derecha y se lanzó hacia Kickaha, con una lanza emplumada en la izquierda. Las piedras se convirtieron en un borrón y salieron disparadas de su mano. Iban dirigidas hacia abajo, hacia las patas delanteras del caballo enemigo.

Kickaha se inclinó hacia adelante y paró la boleadora con la punta de su lanza, con tanta sincronización que cortó el cuero crudo por el medio. Kickaha levantó la lanza y la boleadora giró una y otra vez, enroscándose en ella; la longitud del asta absorbió la mayor parte de su energía, pero aun así la lanza se inclinó hacia un lado, y Wolff tuvo que agacharse para evitar el golpe. Kickaha estuvo a punto de perder su lanza, pues la inercia de la boleadora la hizo resbalar en su mano. Empero, logró sostenerla y la agitó en el aire.

El Medio–caballo enseñó el puño, colérico, y se lanzó contra Kickaha, lanza en ristre. Un rugido de aclamación brotó de ambas columnas de centauros. Uno de los jefes se adelantó para detenerlo, y, tras una breve amonestación, lo envió a reunirse con el resto. Este jefe era un enorme ruano; lucía en el sombrero multitud de plumas, y varios galones negros pintados sobre las costillas equinas.

–¡León al Ataque! – gritó Kickaha en inglés –. ¡Me considera digno de su atención!

Agregó algo en el idioma del jefe y estalló en risa, pues su piel oscura se había oscurecido aún más. León al Ataque respondió con otros gritos y se adelantó para arreglar cuentas con quien lo insultaba. Apuntó con la lanza a Kickaha, quien respondió con la suya, y las astas se golpearon. Kickaha se quitó de inmediato el escudo de piel de mamut, paró con su lanza un nuevo ataque del centauro y lanzó el escudo a modo de disco. Así golpeó a León al Ataque en la pata delantera.

El centauro resbaló, cayó sobre las patas delanteras y resbaló por el pasto. Al tratar de levantarse descubrió que había perdido el uso de la pata herida. Un grito brotó de su bando; diez jefes corrieron hacia él con las lanzas en ristre. Se mantuvo valientemente erguido, y esperó la muerte con los brazos cruzados, como debe hacerlo un gran centauro una vez derrotado e inválido.

¡Haz correr la orden de que disminuyan la marcha! – dijo Kickaha –. Los caballos no pueden seguir mucho tiempo a este paso; ya están echando espuma. Tal vez podamos ganar un poco de tiempo si los Medio–caballos optan por entrenar un poco más a sus guerreros jóvenes. De lo contrario, bueno, será lo mismo.

– Es divertido – dijo Wolff –. Si no vencemos, al menos no nos habremos aburrido.

Kickaha se acercó lo bastante como para palmear a Wolff en el hombro.

–¡Eres de los míos! Me alegra haberte conocido. ¡ Oh, oh! ¡Aquí viene un guerrero bisoño! ¡Pero va a atacar a Patas de Carcayú!

Patas de Carcayú, uno de los suegros de Kickaha, iba a la cabeza de una de las columnas, precisamente delante de Wolff. Insultó a gritos al Medio–caballo que atacaba haciendo girar la boleadora y arrojó su lanza. El Medio–caballo, al ver que el arma venia hacia él, soltó la boleadora antes de lo que había calculado. La lanza le atravesó el hombro; pero las piedras siguieron su rumbo y se enroscaron en torno a Patas de Carcayú, quien cayó inconsciente de su caballo.

Los caballos de Wolff y de Kickaha saltaron por sobre él. Kickaha se inclinó hacia la derecha y lo atravesó con su lanza.

– No tendrán el placer de torturarte, Patas de Carcayú – dijo Kickaha –. Y les has hecho pagar tu vida con una vida.

Siguieron varios combates individuales. Una y otra vez, un joven bisoño se separaba del grupo principal para desafiar a uno de los seres humanos. A veces ganaba el hombre; otras, el centauro. Al cabo de quince minutos de pesadilla, de los cuarenta Hrowakas quedaban sólo veintiocho. Wolff debió trenzarse con un gran guerrero armado con una maza llena de puntas de acero. Llevaba también un pequeño escudo redondo, con el que trató de repetir la treta de Kickaha. Pero no le dio resultado, pues Wolff rechazó el escudo con la punta de su lanza. Sin embargo, bajó la guardia por un momento, y el centauro aprovechó la ventaja. Se aproximó al galope, a tan corta distancia que Wolff no tuvo espacio para manejar su lanza.

La maza se elevó, y el sol arrancó reflejos a las puntas de acero. Aquella enorme cara pintada exhibió una sonrisa de triunfo. Wolff no tenía tiempo de esquivar el golpe; si trataba de aferrarse a la maza, sólo conseguiría aplastarse la mano. No lo pensó más; su reacción lo sorprendió tanto como al centauro. Inspirado tal vez por el ejemplo de Cuchillo Perverso, se lanzó de su caballo por debajo de la maza y aferró al Medio–caballo por el cuello. Su enemigo lanzó un grito de agonía. Ambos cayeron al suelo, aturdidos por el golpe.

Wolff se incorporó de un salto, confiando en que Kickaha hubiese sujetado su caballo para que él pudiera volver a montar. En efecto, Kickaha lo tenía sujeto, pero no mostraba intenciones de acercárselo. Tanto los Hrowakas como los Medio–caballos se habían detenido.

–¡Normas de guerra! – gritó Kickaha –. ¡El primero en apoderarse de la maza es el ganador!

Wolff y el centauro se lanzaron en busca de la maza, que estaba a unos diez metros de distancia. Pero quien corre en cuatro patas tiene mucha más velocidad que quien lo hace en dos. El centauro llegó a la maza con tres metros de ventaja. Sin disminuir la marcha, se inclinó y la alzó del suelo. Recién entonces bajó su velocidad y giró sobre las patas traseras.

Wolff no se detuvo. Se irguió junto al centauro en el preciso momento en que éste se alzaba sobre las patas traseras. Un casco intentó golpearlo, pero pasó apenas rozándolo. Se lanzó contra el tronco humano, obligándolo a retroceder con él, y ambos volvieron a caer.

A pesar del impacto, Wolff no soltó el cuello del centauro. El híbrido luchaba por ponerse de pie; había perdido la maza, y debería someter al hombre a pura fuerza. A su favor tenía su peso: pesaba unos trescientos cincuenta kilos más que él; su torso y sus brazos eran también mucho más poderosos.

Wolff se aferró con las piernas, sin ceder. De pronto, el Medio–caballo se encontró sin respiración. Trató de desenvainar su cuchillo, pero Wolff le retorció la muñeca con su mano libre. El centauro, con un grito de dolor, dejó caer el puñal.

Un rugido de sorpresa surgió de los Medio–caballos que contemplaban la lucha. Nunca hasta entonces habían visto tal poder en un hombre.

Wolff, forcejeando, obligó al guerrero a caer sobre las rodillas delanteras, y lo golpeó a la altura del fuelle con el puño izquierdo. El Medio–caballo jadeó con fuerza. Wolff lo soltó, tomó distancia y lanzó el puño derecho contra la mandíbula del centauro semiconsciente, echándole la cabeza hacia atrás. Antes de que recuperara la conciencia, le aplastó el cráneo con su propia maza.

Wolff volvió a montar, y las tres columnas avanzaron a medio galope. Por un rato no sufrieron nuevos ataques. Los Medio–caballos parecían deliberar; cualesquiera fuesen sus planes, un momento después perdieron la oportunidad de llevarlos a cabo.

Los jinetes treparon una ligera cuesta y descendieron hasta una amplia hondonada. Ésta era lo bastante profunda como para ocultar a los orgullosos leones que aguardaban allí. Aparentemente, una veintena de Felis Atrox habían matado un protocamello la noche anterior; hasta entonces habían estado demasiado soñolientos como para prestar atención al ruido de cascos, pero al ver aparecer a los intrusos entraron en acción, aumentada su furia por el deseo de proteger a los cachorros.

Wolff y Kickaha tuvieron suerte. Aunque grandes siluetas se movían a cada lado, ninguna los atacó. Pero Wolff se acercó a un macho lo bastante como para apreciar ciertos detalles dignos de temor. El felino tenía casi el tamaño de un caballo, y toda la majestad del león africano, aunque carecía de melena. Pasó junto a Wolff y se lanzó contra el primero de los centauros, quien cayó con un grito. Sus fauces apresaron la garganta del caído, y todo acabó. El macho, en vez de destrozar el cadáver, como era de esperar, saltó sobre otro Medio–caballo, a quien derribó con igual facilidad.

Todo fue un caos de gritos y rugidos, felinos y caballos, hombres y Medio–caballos. La batalla se fue al demonio; cada uno trató de mirar por sí.

Treinta segundos más tarde, Wolff, Kickaha y aquellos Hrowakas que habían escapado al ataque salían de la hondonada. No hizo falta azuzar a los caballos para que galoparan; por el contrario, era difícil contenerlos y evitar que se agotaran.

A buena distancia, los centauros que habían evadido el ataque salieron de la hondonada. En vez de lanzarse en persecución de los Hrowakas, se alejaron prudentemente de los leones e hicieron una pausa para evaluar sus pérdidas. En realidad, sólo habían muerto diez o doce de ellos, pero estaban aterrorizados.

–¡Es nuestra oportunidad! – gritó Kickaha –. ¡De cualquier modo, a menos que logremos llegar a los bosques antes de que nos alcancen, estaremos perdidos! No proseguirán con los combates individuales. ¡Se lanzarán en un ataque concentrado!

Los bosques parecían tan lejanos como antes. Wolff contempló a su caballo; era un magnífico animal, pero no parecía posible que cubriera aquel trecho; estaba empapado de sudor y respiraba pesadamente. Pero seguía andando, como una máquina de carne bien templada y de fuerte espíritu; seguiría hasta caer con el corazón reventado.

Los Medio–caballos se lanzaron a galope tendido y fueron acortando distancias. En pocos minutos estuvieron a tiro de flecha. Unos cuantos dardos volaron junto a los perseguidos, clavándose en el pasto. Desde ese momento, los centauros reservaron sus tiros, al comprobar que los arcos resultaban muy poco certeros, dada la velocidad a la que cabalgaban ellos y sus blancos.

De pronto, Kickaha soltó un grito de alegría.

–¡Adelante! – exclamó –. ¡Que el espíritu de AkjawDimis os ayude!

Wolff sólo comprendió al mirar en la dirección que él señalaba. Ante ellos, medio escondidos por el pasto alto, había cientos, miles de pequeños montículos de tierra, custodiados por una especie de vizcachas.

Al momento siguiente, los Hrowakas cruzaron la colonia, seguidos muy de cerca por los Medio–caballos. Se oyeron gritos y exclamaciones: caballos y centauros caían por tierra al introducir las patas en los agujeros. Las monturas y los Medio–caballos que habían rodado pateaban, gritando ante el dolor de las patas rotas. Aquellos centauros que formaban la segunda fila trataron de retroceder, y se encontraron con los que venían detrás. Un minuto después, la zona de las vizcacheras estaba rodeada por cuerpos caídos y patas al aire. Los Medio–caballos que formaban la retaguardia lograron detenerse, y allí permanecieron, contemplando a sus camaradas menos, afortunados. Finalmente avanzaron con cautela, mirando bien dónde apoyaban las patas, y degollaron a aquellos que tenían las patas o los brazos rotos.

Los Hrowakas, aunque conscientes de lo que ocurría a sus espaldas, no se detuvieron a mirar; siguieron adelante, aunque a paso reducido. Eran sólo diez caballos y doce hombres; Zumbido de Abeja y Hierba Crecida cabalgaban a la grupa de otros dos, cuyos caballos estaban sanos.

Kickaha los miró, meneando la cabeza. Wolff comprendió lo que pensaba: tendría que ordenar a Zumbido de Abeja y a Hierba Crecida que siguieran a pie. De otro modo, tanto ellos como los hombres que los habían recogido caerían inevitablemente en manos del enemigo. En ese momento, Kickaha exclamó:

–¡Al demonio! ¡ No he de abandonarlos!

Retrocedió para hablar con ellos, y volvió junto a Wolff.

– Si ellos caen, caeremos todos. Pero tú, Bob, no tienes por qué permanecer con nosotros. Te debes a otra causa. No hay motivo para que te sacrifiques por nosotros y pierdas así a Criseya y al cuerno.

– Me quedo con vosotros – dijo Wolff.

– Esperaba poder llegar a los bosques, pero no será posible. Estaremos cerca, pero no podremos llegar. Cuando lleguemos a aquella colina grande, a un kilometro y medio de aquí, nos alcanzarán, y no habrá remedio. Los bosques están, sólo setecientos metros más allá.

El campo de vizcacheras quedó muy atrás. Los Hrowakas azuzaron a sus monturas, que salieron al galope. Un momento después, los centauros habían atravesado ya la zona peligrosa y tomaban velocidad. Los perseguidos treparon la colina y formaron un circulo en la cima.

Wolff señaló la ladera y un pequeño río que cruzaba la llanura. Estaba bordeado por bosques, pero no era eso lo que provocaba su conmoción. A la orilla del río, parcialmente ocultos por los árboles, se destacaban unos tepis blancos.

Kickaha los contempló largo rato.

– Los Tsenakwa – dijo finalmente –. Los enemigos mortales de los Osos. ¿Y quién no lo es?

– Allí vienen – observó Wolff –. Los centinelas deben haberles advertido.

Y apuntó hacia un grupo de jinetes desorganizados que salían del bosque; el sol hizo brillar los caballos blancos, los blancos escudos, las plumas níveas, y centelleó en las puntas de sus lanzas.

Uno de los Hrowakas, al verlos, irrumpió en un canto quejumbroso y agudo. Kickaha le gritó, y Wolff comprendió lo bastante como para entender que le ordenaba, guardar silencio. No era el momento propicio para cantos de muerte; aún debían deshacerse de los Medio–caballos y de los Tsenakwa.

– Iba a ordenar que hiciéramos aquí la última parada – dijo Kickaha –. Pero ahora no lo haré. Avanzaremos hacia los Tsenakwa, y nos desviaremos hacia los bosques, siguiendo la orilla del río. No sé si dará resultado; eso depende de que nuestros dos bandos enemigos decidan trabarse en lucha. Si uno se niega, el otro nos atrapará. Si no... ¡ Vamos!

Entre gritos de guerra, talonearon a sus animales para lanzarse colina abajo, directamente hacia los Tsenakwa. Éstos usaban cruces gamadas negras, cosa que no sorprendió a Wolff. Aquel símbolo era muy antiguo y de gran difusión sobre la Tierra; la habían empleado los troyanos, los cretenses, los romanos, los celtas, los nórdicos, los hindúes budistas y brahmanes, los chinos y toda la Norteamérica precolombina. Tampoco le sorprendió comprobar que aquellos indios eran pelirrojos, pues Kickaha le había dicho que los Tsenakwa se teñían las trenzas.

Los nuevos atacantes, siempre en desorden, pero ya más unidos, levantaron sus lanzas y lanzaron un grito de ataque, onomatopeya del cuchillo del águila. Kickaha, a la vanguardia, mostró la mano en alto y la bajó de pronto. Su caballo viró hacia la izquierda, apartándose, y la columna de Osos lo siguió en una línea serpenteante.

Kickaha se había desviado a último momento, pero con un perfecto cálculo del tiempo. Los Medio–caballos y los Tsenakwa chocaron entre sí y se enredaron en una refriega, mientras los Hrowakas se alejaban. Éstos llegaron a los bosques y disminuyeron la marcha para esquivar árboles y matorrales. Finalmente, cruzaron el río. Aun en esos momentos, Kickaha se vio forzado a discutir con algunos de los bravos, quienes deseaban retroceder para saquear los tepis de los Tsenakwa mientras sus propietarios luchaban contra los Medio–caballos.

– Me parecería bien – dijo Wolff –, si sólo nos demoráramos lo suficiente como para apoderarnos de algunos caballos. Zumbido de Abeja y Hierba Crecida no pueden seguir cabalgando a la grupa.

Kickaha, encogiéndose de hombros, dio la orden. El saqueo llevó cinco minutos. Los Hrowakas volvieron a cruzar el río, y surgieron de entre los árboles para caer sobre los tepis con una gritería feroz. Las mujeres y los niños, entre alaridos de miedo, treparon a los árboles en busca de refugio. Algunos Hrowakas pretendían alzarse con algún botín, además de robar los caballos, pero Kickaha amenazó con matar al primero que sorprendiera apoderándose de cualquier objeto, salvo arcos y flechas. De cualquier modo, se inclinó desde el caballo para besar a una linda mujer, que se debatía.

– Di a tus hombres que te habría llevado con gusto al lecho, y jamás habrías vuelto a estar satisfecha con los debiluchos de tu tribu. ¡Pero tengo cosas más importantes que hacer!

Y soltó a la mujer, riendo; ella corrió a su refugio. Kickaha se detuvo el tiempo necesario para orinar en la gran marmita instalada en mitad del campamento, lo que constituía un insulto mortal, y dio a su batallón la orden de partida.

***

Capítulo 10

PRISIONEROS


Tras dos semanas de cabalgata, se encontraron en el borde de los Árboles de Muchas Sombras. Allí, Kickaha se despidió largamente de los Hrowakas. Cada guerrero se acercó también a Wolff, para pronunciar un discurso de despedida, con las manos apoyadas sobre sus hombros. Lo consideraban como uno más; cuando regresara, debía instalarse entre ellos, tomar mujer y compartir sus guerras y sus cacerías. Le llamaron KwashingDa, el Fuerte; había guerreado lado a lado con ellos; había derrotado a un Medio–caballo, y se le daría un cachorro de oso para criar como si fuese propio; recibiría la bendición del Señor, y tendría muchos hijos varones e hijas mujeres, etcétera, etcétera.

Wolff, con gravedad, replicó que ser aceptado por el pueblo de los Osos era el mayor honor posible. Y lo decía sinceramente.

Muchos días después salieron de entre las Muchas Sombras. Una noche perdieron ambos caballos a manos de algún ser que dejaba huellas diez veces mayores que las del hombre, provistas de cuatro dedos. Wolff se sintió entristecido y colérico a la vez, pues había tomado un gran afecto a su animal; hubiese querido perseguir al WaGanassit para tomar venganza, pero Kickaha alzó las manos, horrorizado.

–¡Alégrate de que no te haya tomado a ti! – dijo

– El WaGanassit está cubierto de escamas compuestas en un cincuenta por ciento por siliconas. Las flechas rebotan contra él. Olvídate de los caballos. Algún día podremos volver para cazarlo. Se los puede atrapar y asar en una hoguera, cosa que me gustaría mucho. Pero ahora debemos ser sensatos. Vamos.

Al salir de entre las Muchas Sombras, construyeron una canoa para descender por el ancho río, que atravesaba lagos y lagunas. En esa zona, el terreno era levemente montañoso; en muchos sitios se alzaban escarpados precipicios. Wolff recordó los vallecitos de Wisconsin.

– Es un país bellísimo, pero aquí viven los Chacopewachi y los Enwaddit.

Trece días después, durante los cuales se vieron a veces en la obligación de remar a toda velocidad para escapar a varias partidas de guerreros, abandonaron la canoa. Tras cruzar una ancha cordillera de montañas, casi siempre de noche, llegaron a un amplio lago. Volvieron a construir una canoa y a lanzarse a las aguas. Les tomó cinco días de remo llegar a la base del monolito, Abharhploonta. Y empezaron el lento ascenso, tan peligroso como el primero. Cuando llegaron a la meseta, habían acabado ya con su reserva de flechas y tenían varias heridas serias.

– Ya puedes comprender por qué es tan limitado el tránsito entre los distintos niveles – dijo Kickaha –. En primer lugar, el Señor lo ha prohibido. Pero eso no impide que los irreverentes y los aventureros, así como los comerciantes, lo intenten de tanto en tanto. Entre este borde y Drachelandia hay varios kilómetros de selva, y varias mesetas distribuidas aquí y allá. El río Guzirit está sólo a ciento cincuenta kilómetros. Iremos hasta allí y trataremos de conseguir pasaje en un barco.

Prepararon puntas de pedernal y dardos para fabricar flechas. Wolff mató un animal parecido al tapir. La carne era algo fétida, pero les llenó de energía el vientre. Después, Wolff quiso continuar, y la negativa de Kickaha le disgustó.

Kickaha, contemplando el cielo verde, dijo:

– Tenía la esperanza de que alguna de las águilas de Podarga nos encontrara y nos diera alguna noticia. Al fin y al cabo, no sabemos qué dirección han tomado los gworl. Deben ir hacia la montaña, pero pueden seguir dos caminos. Podrían cruzar toda la selva, cosa bastante riesgosa, o tomar un barco que baje por el Guzirit. Eso también ofrece sus peligros, especialmente para criaturas tan llamativas como los gworl. Y Criseya podría venderse en el mercado de esclavos a buen precio.

– No podemos pasarnos toda la vida esperando que aparezca un águila.

– No. Y no hará falta – señaló Kickaha.

Un relámpago amarillo apareció y volvió a desvanecerse; un momento después volvieron a verlo. El águila descendía a toda prisa, con las alas plegadas. A poco, dominó el descenso y aterrizó.

Se presentó bajo el nombre de Ftie, y dijo ser portadora de buenas nuevas. Había ubicado a los gworl y a la mujer, Criseya, sólo seiscientos kilómetros más adelante.

Los vio tomar pasaje en un barco mercante; viajaban por el Guzirit hacia la Tierra de los hombres de Armadura.

–¿Viste el cuerno? – preguntó Kickaha.

– No – respondió Ftie –. Deben haberlo ocultado en una de las bolsas que llevan. Robé a uno de los gworl la bolsa que llevaba, esperando que el cuerno estuviera allí. Pero sólo contenía basura, y estuve a punto de recibir un flechazo en el ala.

–¿Es que los gworl usan arco? – preguntó Wolff, sorprendido.

– No, fueron los marineros los que me dispararon.

Wolff preguntó por los cuervos; había muchos. Aparentemente, el Señor les había ordenado vigilar a los gworl.

– Eso no me gusta – dijo Kickaha –. Si nos descubren nos causarán graves problemas.

– No saben cómo sois – observó Ftie –. Escuché una de sus conversaciones, escondida, aunque me habría gustado salir a hacerlos pedazos. Pero tengo órdenes de mi señora que cumplir. Los gworl han tratado de darles una descripción de vuestras personas. Buscan a dos personas altas, una de cabellos negros, la otra de pelo cobrizo. Pero eso es todo cuanto saben, y hay muchos hombres que responden a esa descripción. De cualquier modo, los cuervos buscarán a dos hombres que sigan el rastro de los gworl.

– Me teñiré la barba – dijo Kickaha –, y nos vestiremos con ropas de Khamshem.

Ftie dijo que debía marcharse. Iba de regreso para contarle a Podarga lo que había averiguado; otra de sus hermanas quedaba detrás para vigilar a los gworl. Kickaha le dio las gracias y envió saludos a Podarga. Una vez que la gigantesca ave se hubo lanzado desde el borde del monolito, los hombres entraron a la selva.

– Camina suavemente y habla en voz baja – le advirtió Kickaha –. Aquí hay tigres; la selva está llena de ellos. También existe aquí el gran pájaro–hacha. Es un ave sin alas, tan enorme y tan fiero que hasta las mascotas de Podarga le huyen. Cierta vez presencié una lucha entre dos tigres y un pájaro–hacha: no pasó mucho rato sin que los tigres comprendieran que era mejor huir.

A pesar de esas palabras, vieron en la selva muy pocas formas de vida, con excepción de una gran variedad de pájaros multicolores, monos y ciertos escarabajos del tamaño de ratones. En cuanto a éstos, Kickaha dijo que eran venenosos, y desde ese momento Wolff tomó la precaución de revisar el sitio donde pensaba acostarse.

Antes de llegar a la próxima meta, Kickaha buscó una planta: la ghubharash. Le llevó medio día encontrar una mata; machacó sus fibras, las coció y extrajo de ellas un líquido negruzco, con el cual se tiñó el cabello, la barba y hasta la piel, de punta a punta.

– En cuanto a mis ojos verdes, diré que mi madre fue una esclava teutónica – dijo –. Toma. Tú también puedes usarla. No te vendrá mal oscurecerte un poco.

Así llegaron a una ciudad de piedra, semiderruida, en la que abundaban los ídolos rechonchos y de bocas anchas. Estaba habitada por gentes bajas y delgadas, de piel oscura, que vestían taparrabos negros y boinas de color castaño. Hombres y mujeres llevaban los cabellos largos y untados con la manteca que obtenían de la leche de ciertas cabras multicolores; éstas brincaban entre las ruinas, y se alimentaban de los pastos que crecían entre las grietas de las piedras. Aquel pueblo, los kaidushang, criaban cobras en pequeñas jaulas, y a veces las sacaban para mimarlas. Masticaban dhiz, planta que les ennegrecía los dientes, iluminándoles los ojos y dando cierta lentitud a sus movimientos.

Kickaha habló con los mayores en la lengua franca comercial del Lejano Oriente, el h'vaizhum. Así cambió una pierna de cierto animal parecido al hipopótamo, que él y Wolff habían matado, por ropas al estilo khamshem. Y vistieron los turbantes en rojo y verde, adornados con plumas de kigglibash; camisas blancas sin mangas, pantalones abolsados de color púrpura, fajas enroscadas varias veces en torno a la cintura y zapatillas negras de punta curvada.

Los ancianos, a pesar del sopor causado por el dhiz, eran muy avispados para comerciar. Kickaha debió entregarles un zafiro muy pequeño (una de las piedras que le obsequiara Podarga) a cambio de las cimitarras y sus vainas tachonadas de perlas.

– Ojalá venga pronto un barco – dijo Kickaha –. Ya saben que tengo piedras, y pueden tratar de degollarnos. Lo siento, Bob, pero tendremos que montar guardia durante la noche. También acostumbran enviar a sus serpientes para que les hagan el trabajo sucio.

Ese mismo día, el barco de un mercader extranjero apareció por el recodo del río. Al ver a aquellos dos hombres que agitaban grandes pañuelos desde el muelle podrido, el capitán ordenó echar el anda y arriar las velas.

En un pequeño bote, Wolff y Kickaha subieron al Kbrillquz. Este era un barco de doce metros de longitud, bajo hacia la mitad, pero de elevadas cubiertas en popa y en proa. Los marineros, en su mayoría, pertenecían a esa rama de los khamshem llamada shibacub. Kickaha había descrito a Wolff la estructura y la fonética de su lengua, que parecía algún idioma semita arcaico, modificado por la influencia de las lenguas aborígenes.

Arkhyurel, el capitán, los saludó cortésmente en la cubierta de popa; estaba sentado sobre una pila de edredones y de ricas alfombras, con las piernas cruzadas, y sorbía el vino espeso contenido en una taza diminuta.

Kickaha se presentó bajo el nombre de Ishnaqrubel, y narró una historia cuidadosamente preparada. Venia de la selva, donde había pasado varios años en compañía de su amigo, buscando la fabulosa ciudad perdida de Ziqooant; su compañero había hecho el voto de no volver a pronunciar palabra mientras no regresara junto a su esposa, allá en la lejana tierra de Shiashtu.

El capitán escuchaba, alzando sus cejas negras e hirsutas, acariciándose la barba oscura, que le llegaba hasta el vientre; les ofreció asiento, y una taza de vino de Akhashtum. Kickaha, con los ojos brillantes y una sonrisa feliz, prosiguió con su narración. Wolff, aun sin comprender una palabra, tenía la seguridad de que su amigo se iba entusiasmando con sus propias historias, prolongadas, llenas de aventuras y con toda clase de detalles. Era de esperar que no llegara demasiado lejos, despertando las sospechas del capitán.

Las horas pasaban, y el velero descendía por la corriente. Un marinero de ojos abolsados, vestido tan sólo con un taparrabos de color escarlata, tocaba suavemente la flauta en la cubierta de proa. Llegaron bandejas de oro y de plata con mono asado, pájaros guisados, un pan negro y duro y pastel de mermelada. Wolff sintió un fuerte sabor a especias en la carne, pero la comió.

El sol se acercaba a la montaña cuando el capitán se levantó para conducirlos hasta un pequeño altar, detrás del timón; había allí un ídolo de jade verde:

Tartartar. El capitán cantó una plegaria, la plegaria fundamental al Señor, y después se arrodilló ante el dios menor de su propina nación, para manifestarle sumisión. Un marinero salpicó un poco de incienso en el fuego diminuto que ardía en el regazo de Tartartar. Aquellos que practicaban la religión del capitán se unieron a sus plegarias mientras el humo se expandía por sobre el barco. Más tarde, los marineros de otras creencias cumplieron con sus distintos ritos.

Esa noche, Wolff y Kickaha durmieron, en la cubierta central, sobre un montón de pieles que el capitán les había proporcionado.

– Este Arkhyurel me preocupa – dijo Kickaha –. Le dije que no habíamos logrado localizar la ciudad de Ziqooant, pero que encontramos un pequeño tesoro escondido. Nada muy importante, pero lo suficiente como para vivir modestamente sin problemas cuando regresemos a Shiashtu. No me pidió que le mostrara las piedras, aunque le dije que le daría un rubí de gran tamaño en pago de nuestro pasaje. Estas gentes suelen tomarse tiempo para hacer negocios; cualquier prisa les parece un insulto. Pero la codicia podría sobrepasar al sentido de la hospitalidad y de la ética comercial, y podría ocurrírsele lograr un buen botín degollándonos y arrojándonos al río.

Se interrumpió por un momento. Desde las ramas que pendían sobre el agua llegaba el piar de muchas aves; de tanto en tanto, un gran saurio surgía a la vista en la orilla o en el mismo río.

– Si tiene malas intenciones, las llevará a cabo en los próximos mil quinientos kilómetros. Este tramo del río es muy solitario; más allá, las ciudades y los pueblos empiezan a menudear.

A la tarde siguiente, bajo un toldo instalado para mayor comodidad, Kickaha entregó al capitán un rubí enorme y muy bien tallado, que habría bastado para comprar el barco con toda su tripulación. Era de esperar que Arkhyurel se sintiera más que satisfecho; si así lo deseaba, podía retirarse del comercio. En seguida, Kickaha hizo aquello que habría preferido evitar, si no hubiese sido impostergable: mostró el resto de las piedras, diamantes, zafiros, rubíes, granates, topacios y ágatas. Arkhyurel, sonriendo, se lamió los labios y acarició las piedras durante tres horas. Finalmente se obligó a devolverlas.

Aquella noche, mientras estaban acostados en la cubierta, Kickaha extrajo un mapa que había pedido prestado al capitán. Indicó un gran recodo del río y dio unos golpecitos sobre un círculo marcado con los símbolos de la escritura khamshem.

– La ciudad de Khotsiqsh. Fue abandonada por la gente que la construyó, como la que vimos antes de embarcarnos; ahora la habita una tribu semisalvaje, los weezwart. Abandonaremos el barco sin decir nada la misma noche que anclemos allí y cruzaremos a pie la angosta lengua de tierra. Tal vez lleguemos a tiempo para interceptar el barco que lleva a los gworl. Y si no lo conseguimos, al menos nos adelantaremos mucho a éste. Tomaremos otro navío mercante. En caso de que no lo haya, alquilaremos uno a los weezwart.

Doce días después, el Khrillquz atracó junto a un muelle sólido, pero resquebrajado. Los weezwart se apiñaron sobre él, ofreciendo a gritos a los marineros jarras de dhiz y de laburnum, pájaros cantores en jaulas de madera, monos y cervatillos atados por el cuello, artículos encontrados en las ciudades ruinosas de la selva, bolsos hechos con la piel rugosa de los saurios de río y mantos de tigre y leopardo. Hasta tenían un pichón de pájaro hacha, por el cual el capitán pagaría un buen precio para venderlo después al bashishub, o rey, de los shibacub. Sin embargo, la principal mercancía la constituían las mujeres. Éstas, envueltas de pies a cabeza en túnicas baratas de algodón escarlata y verde, desfilaban por el muelle; de pronto abrían las túnicas y volvían a cerrarlas instantáneamente, gritando el precio de una noche de servicio ante los marineros hambrientos de sexo. Los hombres, vestidos sólo con turbantes blancos y un taparrabos con fantásticos adornos, permanecían a un lado, mascando dhiz, sin dejar de sonreír. Todos llevaban escopetas de un metro de longitud y cuchillos clavados en los nudos enmarañados de la cabeza.

Mientras el capitán y los weezwart traficaban, Kickaha y Wolff vagabundearon por las ciclópeas ruinas de la ciudad. De pronto, Wolff preguntó:

– Si tienes las joyas contigo, ¿por qué no tomamos un guía weezwart y nos marchamos ya mismo? ¿Para qué esperar a que baje el sol?

– Me gusta la idea, amigo – dijo Kickaha –. Está bien, vamos.

Wiwhin, un hombre alto y delgado, aceptó de buen grado el papel de guía cuando Kickaha le mostró un topacio. Ellos insistieron en que no debía avisarle a su esposa adónde iba, y le pidieron que los condujera directamente a la selva. El hombre conocía bien todos los caminos; tal como lo había prometido, en dos días estuvieron en la ciudad de Oirruqshak. Allí les pidió otra joya, diciendo que no revelaría a nadie el curso seguido por ellos a cambio de una bonificación.

– No te la prometí – dijo Kickaha –, pero me gusta el espíritu de iniciativa que demuestras, amigo. Aquí tienes otra. Pero si tratas de obtener una tercera, te matare.

Wiwhin sonrió, con una inclinación, y tomó el segundo topacio. Kickaha lo miró alejarse hacia la selva, diciendo:

– Tal vez habría sido mejor matarlo. Los weezwart no conocen siquiera la palabra honor.

Se dirigieron hacia las ruinas. Tras abrirse paso durante media hora entre los edificios derruidos de la ciudad y las montañas de tierra, se encontraron en la ribera. Allí se había reunido otra población, los Dholinz, cuyo idioma tenía las mismas raíces que el weezwart. Pero los hombres usaban largos bigotes caídos; las mujeres, por su parte, se pintaban de negro el labio superior y lucían argollas en la nariz. Con ellos había un grupo de mercaderes provenientes de Kamshem, la tierra de donde todas aquellas razas habían tomado su nombre. Junto al muelle no había barcos anclados. Al ver esto, Kickaha se volvió hacia las ruinas, pero era demasiado tarde. Los Khamshem lo habían visto, y lo llamaron.

– Será mejor hacerles frente – murmuró Kickaha a Wolff –. Si grito, ¡corre como si te llevaran los demonios! Estas gentes son mercaderes de esclavos.

Los Khamshem eran unos treinta, todos armados con cimitarras y dagas. Además, los acompañaban cerca de cincuenta soldados altos y de anchos hombros, de piel más clara que la de los khamshem, con tatuajes complicados en el rostro y los hombros. Según explicó Kickaha, eran los mercenarios sholkin, contratados a menudo por esa gente. Eran famosos espadachines, hombres de montaña, pastores de cabras; solían burlarse de las mujeres, diciendo que no servían sino para el trabajo de la casa, para cultivar los campos y para arar los hijos.

– No dejes que te atrapen vivo – fue la última advertencia de Kickaha.

Y se adelantó sonriendo, para saludar al jefe de los Khamshern. Éste era un hombre muy alto y musculoso, llamado Abiru. Habría sido buen mozo, de no tener la nariz demasiado grande y curva. Respondió a Kickaha con amabilidad, pero sus grandes ojos negros lo pesaron, como si estuvieran calculando cuántos kilos de carne vendible podía ofrecer.

Kickaha repitió la historia que había contado a Arkhyurel, pero la redujo en forma considerable, y no hizo mención a las joyas. Dijo que esperarían la llegada de algún barco mercante para llegar a Shiashtu. Y preguntó cómo estaba el gran Abiru.

(Para entonces, Wolff, ayudado por su facilidad para los idiomas, comprendía la lengua de los khamshem, al menos en su parte coloquial.)

Abiru replicó que, gracias al Señor y a Tartartar, su viaje de negocios había resultado muy provechoso. Además de los esclavos comunes, había capturado un grupo de extrañas criaturas, y también una mujer de extraordinaria belleza, sin precedentes al menos en ese nivel.

El corazón de Wolff aceleró su ritmo. ¿Sería posible?

Abiru preguntó si gustaba echar un vistazo a sus cautivos.

Kickaha, con un gesto de advertencia hacia Wolff, respondió que le gustaría mucho ver a esos seres extraños y a tan hermosa mujer. Abiru llamó al capitán de los mercenarios y le ordenó acudir con diez de sus hombres. Recién entonces percibió Wolff el peligro que Kickaha husmeara desde el principio, y supo que deberían correr, aunque parecía inútil. Los sholkin estaban habituados a abatir a los fugitivos con sus espadas. Pero deseaba desesperadamente volver a ver a Criseya. Puesto que Kickaha no hacía el menor movimiento, él decidió imitarlo. Ya que su compañero tenía mayor experiencia, debía saber mejor cómo actuar.

Abiru los condujo por una de las calles invadidas por la maleza, mientras hablaba con animación de las bellezas que ofrecía la ciudad capital de Khamshem; llegaron a un gran edificio escalonado donde cada uno de los niveles estaba adornado por una estatua, ya rota. Allí hizo alto, ante una entrada flanqueada por otros diez sholkin. Aun antes de entrar, Wolff supo que los gworl estaban allí, por el olor a fruta podrida que se imponía al de los cuerpos humanos sin lavar.

Dentro había una cámara enorme, fresca y penumbrosa. Contra la pared posterior, sentados en cuclillas sobre el polvo acumulado en el piso de piedra, había una fila de unos cien hombres y mujeres, y treinta gworl. Todos estaban ligados por largas cadenas de delgado hierro sujetas a los collares que les rodeaban el cuello.

Wolff buscó a Criseya. No estaba allí.

Abiru, en respuesta a la pregunta no formulada, dijo:

– La de los ojos de gato está aparte. Tiene una mujer que la sirve, y una guardia especial. Recibe toda la atención y el cuidado que merece una joya preciosa.

Wolff, sin poder contenerse, dijo:

– Me gustaría verla.

– Tienes un extraño acento – observó Abiru –. ¿No dijo tu compañero que eras también de la tierra de Shiashtu?

E hizo un ademán a los soldados, que se adelantaron con las espadas listas.

– No importa. Si ves a esa mujer, será desde la punta de esta cadena.

–¡Somos súbditos del rey de Khamshem – exclamó Kickaha, indignado –, y hombres libres! ¡No puedes hacernos esto! ¡Te costará la cabeza, después de ciertas torturas legales, por supuesto!

Abiru sonrió.

– No tengo intenciones de llevaros a Khamshem, amigo. Vamos hacia Teutonia, donde sacaré de vosotros un buen precio. Eres fuerte, aunque demasiado lenguaraz. De cualquier modo, podemos solucionarlo cortándote la lengua.

Les quitaron las cimitarras y la bolsa. Amenazados por las espadas, debieron ubicarse al final de la fila, inmediatamente detrás de los gworl, donde los aseguraron con collares de hierro. Abiru, al vaciar el contenido de la bolsa en el piso, lanzó un juramento al ver el montón de joyas.

– Por lo que veo, encontrasteis algo en las ciudades perdidas. ¡Qué suerte, para nosotros! Casi siento la tentación... pero no, no lo haré... de liberaros, en recompensa por haberme hecho rico.

–¡Qué gastado! – dijo Kickaha, en inglés –. Habla como los villanos de las malas películas. ¡Maldito sea! En cuanto tenga la oportunidad, le cortaré algo más que la lengua.

Abiru se marchó, feliz con sus riquezas. Wolff examinó la cadena sujeta al collar. Los eslabones eran pequeños, y quizá pudiera romperla si el metal no era de buena calidad. En la Tierra se había entretenido secretamente en abrir esa clase de cadenas. Pero no podría intentarlo hasta la caída de la noche.

Kickaha susurró a sus espaldas.

– Los gworl no nos han reconocido con este disfraz. Dejémoslo así.

–¿Y el cuerno? – dijo Wolff.

Kickaha trató de entablar conversación con los gworl, en un idioma teutónico de la Alemania primitiva. Abandonó el intento después de esquivar un escupitajo, pero se las compuso para hablar con alguno de los soldados sholkin y con los esclavos humanos, de quienes obtuvo mucha información.

Los gworl viajaban en el Qaqiirzhub, capitaneado por un rakbamen. Al llegar a esa ciudad, el capitán se había encontrado con Abiru, y lo invitó a tomar una taza de vino a bordo. Esa noche (la noche antes de que Wolff entrara a la ciudad) Abiru y sus hombres se apoderaron del barco. Durante la pelea fueron asesinados el capitán y varios de sus marineros. El resto de ellos había sido encadenado junto a los esclavos. El barco había sido enviado con tripulación, remontando uno de los afluentes, para venderlo a un pirata de río de quien Abiru había oído hablar.

En cuanto al cuerno, ninguno de los marineros del Qaqiírzhub sabía de él, y los soldados no dieron la menor información. Kickaha dijo a Wolff que Abiru, sin duda, se reservaría esa información. Debía haberlo reconocido, pues todo el mundo sabía del cuerno del Señor; era parte de la religión universal, descrita en varias literaturas sagradas.

Llegó la noche. Los soldados entraron con antorchas y comida para los esclavos. Después de la cena, dos sholkin permanecieron en la cámara, mientras otros, en número desconocido, montaban guardia en la puerta. Las instalaciones sanitarias eran deplorables, y el hedor se hizo más agudo. Por lo visto, Abiru no se preocupaba en observar el decoro impuesto por el Señor. Finalmente, alguno de los sholkin más religiosos debió protestar, pues varios dholiz entraron a limpiar. Echaron varios baldes de agua sobre cada esclavo, y dejaron otros cubos para beber. Los gworl aullaron al sentirse tocados por el agua, y siguieron maldiciendo por largo rato. Kickaha completó la información de Wolff al explicarle que los gworl, como los canguros y otros animales terráqueos de las zonas desérticas, no necesitaban beber agua. Por un proceso biológico similar al de los habitantes de zonas áridas, convertían la grasa en el óxido de hidrógeno indispensable.

Apareció la luna. Los esclavos se acostaron en el suelo o sea apoyaron contra la pared para dormir. Kickaha y Wolff fingieron hacer lo mismo. Cuando la luna fue visible a través de la puerta, Wolff dijo:

– Voy a tratar de romper las cadenas. Si no tengo tiempo para abrir las tuyas, tendremos que actuar como hermanos siameses.

– Vamos – respondió Kickaha.

Entre collar y collar había un metro y medio de cadena, aproximadamente. Wolff se aproximó cautelosamente al gworl vecino, a fin de tener bastante espacio. Kickaha se movió junto con él. La maniobra les demandó unos quince minutos, pues no deseaban que los dos centinelas se percataran del cambio. Al fin, Wolff, dándoles las espaldas, tomó la cadena con ambas manos. Tiró con fuerza y sintió la resistencia en sus manos. De aquel modo no podría hacerlo. Hacía falta un tirón rápido. Los eslabones se rompieron con ruido.

Los dos sholkin, que estaban hablando y riendo para mantenerse despiertos, se detuvieron. Wolff no se atrevió a volverse; esperó, mientras ellos discutían el origen de aquel ruido. Por lo visto, no se les ocurrió que podía ser provocado por una de las cadenas al abrirse. Por algunos momentos mantuvieron las antorchas en alto para inspeccionar el techo. Uno hizo una broma, el otro rió, y retomaron su charla.

–¿Quieres hacerlo de nuevo? – preguntó Kickaha.

– No me gusta la idea, pero de lo contrario estaremos en desventaja.

Tuvo que esperar un rato, pues el gworl vecino se había despertado ante el chasquido. Levantó la cabeza y murmuró algo en su áspero y chirriante idioma. Wolff sudaba profusamente. Si el gworl se sentaba o trataba de levantarse, la rotura quedaría descubierta.

Después de un minuto desesperante, el gworl volvió a acomodarse, y pronto estuvo roncando otra vez. Wolff se relajó un poco y esbozó una sonrisa: : aquello le había dado una idea.

– Acurrúcate contra mí, como si quisieras calentarte – dijo, suavemente.

–¿Estás bromeando? – susurró Kickaha –. Me siento como dentro de un horno. Pero está bien. Aquí voy.

Se escurrió lentamente hacia arriba hasta apoyar la cabeza contra las rodillas de Wolff.

– Cuando rompa la cadena, no te muevas – advirtió Wolff –. Tengo una idea para que los guardias se aproximen sin llamar la atención de los que están fuera.

– Espero que no cambien guardias justo cuando empezamos a operar – dijo Kickaha.

– Rézale al Señor – replicó Wolff –. Al de la Tierra.

– Él ayuda a los que se ayudan.

Wolff dio un tirón con todas sus fuerzas; los eslabones se rompieron ruidosamente. En esa oportunidad, los guardias dejaron de charlar, y el gworl se irguió súbitamente. Wolff le mordió enérgicamente el dedo gordo del pie. El monstruo no gritó, pero hizo ademán de levantarse. Uno de los guardias le ordenó permanecer sentado, y ambos se acercaron a él. El gworl no entendía ese idioma, pero sí el tono de voz y la espada que blandían en su dirección. Levantó el pie y comenzó a frotárselo, mientras maldecía a Wolff.

Creció el brillo de las antorchas, y los pies de los guardias se arrastraron sobre la piedra y el polvo. Wolff dijo:

–¡Ahora!

Él y Kickaha se levantaron simultáneamente y giraron para enfrentarse a los sorprendidos sholkin. Wolff vio a su alcance la empuñadura de una espada. Deslizó su mano a lo largo del arma, tomó la hoja por debajo del pomo y la lanzó hacia arriba. El guardia abrió la boca para gritar, pero el puño de la espada lo golpeó en la mandíbula.

Kickaha no había sido igualmente afortunado. El sholkin retrocedió y levantó la espada para arrojarla. Kickaha se lanzó hacia él, lo tomó por las piernas y lo hizo rodar; la espada se estrelló ruidosamente contra la pared.

El silencio ya no existía. Uno de los guardias empezó a gritar. El gworl levantó el arma que había caído a su lado y la arrojó. Se clavó hasta la empuñadura en la garganta del guardia.

Kickaha tiró de ella, despejó al muerto de su vaina y empuñó el cuchillo. El primer sholkin que entró lo recibió de lleno en el plexo solar. Los otros, al verlo caer, se retiraron. Wolff recuperó el cuchillo, lo envainó y dijo:

–¿Adónde vamos ahora?

Kickaha se apoderó del cuchillo del muerto, diciendo:

– Por esa puerta no. Hay demasiados.

Wolff señaló otra puerta en la pared trasera y echó a correr hacia allí. Por el camino levantó la antorcha arrojada por el guardia. Kickaha hizo otro tanto.

La puerta estaba parcialmente obstruida por tierra, y tuvieron que pasar arrastrándose sobre manos y rodillas. Al fin encontraron el lugar por donde había caído el polvo. La luna reveló una abertura entre las losas del techo.

– Deben conocer esta salida – dijo Wolff –. No han de ser tan descuidados. Será mejor que avancemos.

Apenas habían dado unos pasos cuando se vio, allá arriba, el brillo de las antorchas. Los dos se escurrieron hacia adelante a toda prisa; las voces de los sholkin se oyeron, excitadas, a través de la abertura. Un segundo después, una espada se clavó en la tierra, errando por muy poco a la pierna de Wolff.

– Ahora saben que hemos salido de la cámara principal, y vendrán a buscarnos – dijo Kickaha.

Siguieron avanzando por bifurcaciones que parecían conducir a la parte trasera. De pronto, el piso se hundió bajo los pies de Kickaha. Trató de lanzarse hacia adelante mientras caía la piedra sobre la que estaba de pie, pero no tuvo tiempo suficiente. Uno de los lados de la baldosa se levantó, y la otra, al hundirse, arrojó a Kickaha dentro de un agujero. Kickaha, con un grito, soltó la antorcha, que cayo con él.

Wolff se quedó mirando la baldosa inclinada y el vacío abierto bajo ella. Del agujero no provenía luz alguna; era de suponer que la antorcha se había apagado al caer, o que el pozo era tan hondo que el resplandor no llegaba a la superficie. Con un gemido de angustia, Wolff se arrastró hasta el borde, iluminando el vacío con su antorcha. El pozo medía al menos tres metros de ancho y quince de profundidad. Había sido cavado en la tierra, y en varias partes se habían derrumbado grandes trozos. El fondo era un montículo de polvo. Pero no había señas de Kickaha; ni siquiera una depresión que indicara dónde había caído.

Wolff lo llamó. Al mismo tiempo se oyeron los gritos de los sholkin, que se lanzaban por los corredores.

No hubo respuesta. Se inclinó dentro del pozo tanto como pudo, para examinar el fondo. Pero el resplandor de su antorcha no reveló otra cosa que el otro hachón, caído y apagado.

En el fondo había bordes oscuros, como si hubiese pozos abiertos a los costados, y Wolff dedujo que Kickaha había entrado en uno de ellos.

Las voces se oyeron desde más cerca, y el primer parpadeo de una antorcha asomó por el recodo que llevaba a ese salón. Tenía que seguir adelante. Se irguió cuanto pudo, lanzó su antorcha hacia el otro extremo de la habitación y saltó hacia adelante con toda la fuerza de sus piernas. Cayó en posición casi horizontal, golpeando el borde de tierra suave y húmeda, y avanzó arrastrándose sobre el vientre. Estaba a salvo, aunque las piernas le colgaban todavía en el vacío.

Levantó la antorcha, aún encendida, y prosiguió el trabajoso ascenso. Hacia el final del corredor halló otra ramificación; uno de los lados estaba completamente bloqueado por la tierra caída. El otro estaba obstruido en parte por una gran laja de piedra pulida, que formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados con el suelo. A costa de varias despellejaduras en el cuello y en la espalda, logró deslizarse entre la tierra y la laja. Se encontró entonces en una enorme cámara, cuyo tamaño superaba al de aquélla en la cual estaban los esclavos.

Las piedras, al deslizarse, habían formado en el otro extremo una serie de toscas terrazas. Por allí trepó hacia un rincón del techo por donde entraba la luz de la luna. Era la única salida posible. Apagó la antorcha, para evitar que los sholkin, desde arriba, pudieran ver su resplandor a través del pequeño agujero. Se acurrucó por un rato en la angosta saliente que había bajo la cavidad, y escuchó con atención. Si habían visto la luz de su antorcha, lo atraparían en cuanto saliera del agujeró, y no tendría forma de defenderse. Al fin, puesto que los gritos se oían sólo a la distancia, salió por aquella única vía.

Estaba cerca del montículo de tierra que cubría la parte posterior del edificio. Allá abajo brillaban las antorchas. Abiru agitaba el puño ante 'un soldado, hablando a gritos.

Wolff contempló el montículo que tenía ante sí, imaginando las piedras y los huecos que ocultaría; recordó también el pozo por el cual Kickaha se había precipitado a la muerte.

Levantó la espada, murmurando:

¡Ave atque vale, Kickaha!

¡Ojalá hubiese podido cobrar más vidas (especialmente la de Abiru) a cambio de la de Kickaha! Pero debía mostrarse sensato. Debía pensar en Criseya y en el cuerno. Y se sintió débil y vacío, como si hubiese perdido parte del alma.

***

Capitulo 11

DRACHELANDIA

Pasó esa noche escondido entre las ramas de un árbol enorme, a cierta distancia de la ciudad. Sus propósitos eran seguir a los traficantes de esclavos para rescatar a Criseya y apoderarse del cuerno a la primera oportunidad. Los traficantes deberían tomar el camino junto al cual esperaba, puesto que era el único sendero hacia el interior de Teutonia. La aurora lo encontró esperando, sediento y con hambre. Hacia mediodía estaba impaciente. Ya no lo buscarían sin duda. Al caer la tarde decidió bajar para conseguir siquiera un sorbo de agua. Cuando se dirigía al arroyo cercano, un gruñido lo obligó a trepar a otro árbol. Una familia de leopardos salió de entre la maleza y se acercó a beber. Cuando al fin se fueron, el sol estaba ya muy próximo al borde del monolito.

Volvió al camino, seguro de que nadie habría podido pasar por allí sin que él lo viese, pues no se había alejado mucho. Sin embargo, nadie se aproximaba.

Aquella noche se deslizó por entre las ruinas, cerca del edificio del cual escapara. No había nadie a la vista. Seguro ya de que habían partido, rondó por las calles y los pastizales, hasta encontrar un hombre recostado contra un árbol. El hombre estaba semi–inconsciente a causa del dhiz, pero Wolff lo despertó con fuertes bofetadas, le apretó la hoja del cuchillo contra la garganta y comenzó a interrogarlo. Aunque ni él ni el dholinz dominaban el idioma Khamshem, logró entender que Abiru y su gente habían partido por la mañana en tres grandes canoas guerreras, tripuladas por remeros dholinz.

Wolff desmayó al hombre de un golpe y volvió hacia el malecón. Estaba desierto. Tuvo, por lo tanto, la oportunidad de apoderarse de un angosto y liviano bote, impulsado por una vela, y soltó amarras.

Tras recorrer tres mil kilómetros, llegó a la frontera entre Teutonia y la zona civilizada de Khamshem. La pista lo había conducido por el río Gizirit, corriente abajo, a lo largo de cuatrocientos cincuenta interminables kilómetros. Después debió cruzar el campo abierto. La caravana viajaba mucho más despacio, y Wolff pudo haberla alcanzado mucho antes, pero la había perdido de vista tres veces, demorado por los tigres y por los pájaros–hacha.

El terreno se elevó gradualmente. De pronto, una meseta apareció en mitad de la selva. Por dos veces, Wolff había escalado seis mil metros; aquellos mil ochocientos no le hicieron mella. Una vez en lo alto, se encontró en un terreno diferente. El clima no era más fresco que abajo, pero allí crecían hayas, sicomoros, cedros, nogales y tilos. Sin embargo, la fauna era distinta. Tras caminar unos tres kilómetros en la penumbra de un bosque de hayas, se vio forzado a buscar un escondrijo.

Un dragón pasó lentamente a su lado; le echó una mirada, dejó escapar un siseo, y siguió de largo. Se parecía a las representaciones orientales comunes; medía unos doce metros de longitud y tres de altura, y estaba cubierto por grandes escamas; pero no exhalaba fuego. En realidad, se detuvo a treinta metros de Wolff y empezó a comer pasto. Por lo tanto, debía haber más de una especie de dragones. Wolff descendió del árbol, preguntándose cómo podría distinguir a los carnívoros de los herbívoros. El dragón continuó masticando; el vientre emitía un trueno apagado, iniciando la digestión.

Con más cautela, Wolff siguió andando bajo los árboles gigantescos; el musgo formaba cascadas verdes que colgaban de las ramas.

Al amanecer del día siguiente estaba ya en el borde de la jungla. Hacia adelante, el terreno descendía en suave declive, exponiendo varios kilómetros a la vista. Hacia la derecha, un río corría por el fondo de un valle. Del lado opuesto había un diminuto castillo, en la cima de una montaña de roca irregular, a cuyo pie se extendía una aldea en miniatura. El humo que surgía de aquellas chimeneas le hizo un nudo en la garganta. Nada podía ser mejor que sentarse a la mesa del desayuno, ante una taza de café caliente y un grupo de amigos, después de haber pasado la noche en una cama suave, y charlar de naderías. ¡Dios! ¡Cuánto extrañaba los rostros y las voces de los seres humanos, un sitio donde cada mano, al levantarse, no lo hiciera contra él!

Unas cuantas lágrimas le surcaron las mejillas. Las secó, y continuó su camino. Había elegido, para bien y para mal, y debía aceptar las cosas como lo habría hecho en la Tierra. De cualquier modo, ese mundo no era tan malo. Era verde y fresco, sin líneas telefónicas, carteleras, papeles y latas cubriendo el campo, sin neblinas de hollín ni amenazas de bombas. Tenía mucho a su favor, por muy mala que fuera su situación actual. Y tenía aquello por lo que muchos hombres habrían vendido el alma: juventud, combinada con la experiencia de la avanzada edad.

Sin embargo, una hora más tarde se preguntaba ya si le sería posible disfrutar de aquel don. Había llegado a un angosto camino de tierra. Un caballero de armadura dobló el recodo, seguido por dos hombres de armas. Montaba un caballo negro, enorme, protegido en parte por una armadura. La cota del caballero parecía ser de las que se usaban en Alemania en el siglo XVIII. Tenía la visera levantada, dejando al descubierto un rostro ceñudo y aguileño, de grandes ojos azules.

El caballero refrenó su caballo y llamó a Wolff, en el idioma que éste había aprendido junto a Kickaha, y también durante sus estudios, en la Tierra. El vocabulario, naturalmente, era algo distinto, pues había sufrido la influencia del Khamshem y de los idiomas aborígenes. Pero Wolff logró comprender la mayor parte de lo que el hombre decía.

–¡Detente, patán! – gritó – ¿Qué haces con ese arco?

– Si place a vuestra merced – replicó Wolff, sarcástico –, soy cazador, y llevo licencia del rey para portar arco.

–¡Eres un embustero! Conozco a todos los cazadores legales de varias millas a la redonda. Tu piel es oscura; me pareces sarraceno o Yiddish. ¡Arroja tu arco y ríndete, o te cortaré en rebanadas como a cerdo que eres!

– Venid a tomarlo – dijo Wolff, ardiendo de cólera.

El caballero puso la lanza en ristre y lanzó su caballo al galope. Wolff resistió la tentación de echarse a un lado para esquivar la punta de la lanza. Se lanzó hacia adelante en el momento preciso, según su cálculo. La lanza bajó para atravesarlo, pasó a dos centímetros de su carne y se clavó en el suelo. El caballero, como si estuviera practicando salto con garrocha, se elevó en el aire, perdiendo el apoyo de la silla, y describió un arco completo sin soltar la lanza. Cayó con la cabeza hacia adelante, golpeándose el yelmo contra el suelo; el impacto debió quebrarle el cuello, o al menos desmayarlo, pues no se movió.

Wolff no perdió tiempo. Quitó al caballero espada y vaina, y las sujetó a su cintura. El caballo del muerto, un magnífico ruano, se acercó a su antiguo amo. Wolff lo montó y se alejó del sitio.

Teutonia debía su nombre al hecho de haber sido conquistada por un grupo de caballeros de la Orden Teutónica del Hospital de Santa María de Jerusalén. Esta orden se originó durante la Tercera Cruzada, pero más tarde se desvió de su propósito original. En 1229, der Deutsche Orden comenzó la conquista de Prusia, para convertir a los paganos del Báltico y para preparar la colonización, que correría por cuenta de los alemanes. Un grupo había entrado al planeta del Señor, por aquel nivel, ya fuera por accidente (lo que no parecía probable) o porque el Señor les había abierto una puerta, quizá forzándolos a entrar.

Cualquiera fuera el motivo, los caballeros de la Orden Teutónica habían conquistado a los aborígenes; después establecieron una sociedad basada en el modelo de la que habían dejado allá en la Tierra. Naturalmente, ésta cambió, por evolución natural y por disposiciones del Señor, que la amoldó a sus propios deseos. El típico reino original, o Gran Comisariato, había degenerado en varios reinos independientes. Estos, a su vez, consistían en feudos menores de límites imprecisos y en multitud de feudos ilegales.

Otro detalle interesante en la vida de la meseta era la condición de Yiddish. Sus fundadores habían entrado por una puerta coetánea a la que dio paso a los Caballeros Teutónicos. Tampoco era claro si habían llegado por accidente o por designio del Señor. Pero varios alemanes de habla judía se habían establecido en el borde oriental de la meseta. Aunque en un comienzo fueron sólo mercaderes, se habían adueñado de las poblaciones nativas. También adoptaron el sistema de caballería feudal impuesto por los Caballeros Teutónicos, probablemente como medio de sobrevivir. Y a esa condición se había referido el primer caballero al acusar a Wolff de ser un Yiddish.

Al pensar en aquel detalle, Wolff soltó una risita. También podía ser meramente accidental el hecho de que los alemanes hubiesen entrado por ese nivel, donde ya existían los khamshem, arcaicos semitas, y donde convivirían con los despreciados judíos. Pero tras esa situación se adivinaba la irónica sonrisa del Señor.

En realidad, en Drachelandia no había cristianos ni judíos. Ambos credos seguían utilizando los títulos primitivos, pero habían degenerado. El Señor había tomado el lugar de Yahweh y de Gott, y se lo adoraba bajo esos nombres. Se veían otros cambios en la teología: los ritos, las ceremonias, los sacramentos y la literatura sagrada estaban sutilmente alterados. Las religiones originales habrían renegado de aquellas descendientes que rozaban la herejía.

Wolff se dirigió hacia los dominios de von Elgers. No podía avanzar con mucha rapidez, pues debía evitar las rutas y las aldeas. Tras haberse visto obligado a matar a aquel caballero, no se atrevió siquiera a pasar por el feudo de von Laurentius, como había pensado en un primer momento. Tal vez el país entero estaba tras él, por todas partes, buscándolo con perros. Por lo tanto, utilizó como ruta las toscas colinas que separaban una propiedad de otra.

Dos días después, llegó a un sitio donde podría descender sin encontrarse bajo la soberanía de von Laurentius. Después de bajar por una colina de mediana altura, aunque no particularmente difícil, tomó por un recodo. A su vista se abrió una extensa pradera, cruzada por un arroyo. Dos campamentos ocupaban los extremos opuestos. En el centro de cada uno se erguía un pabellón adornado con banderas; a su alrededor, tiendas más pequeñas, hogueras destinadas a cocinar, caballos. La mayor parte de los hombres formaban dos grupos, y contemplaban cada uno a su campeón y al contrincante, quienes cargaban uno contra el otro, con las lanzas en ristre. En el momento en que Wolff los vio, se encontraron en mitad del campo con terrible estruendo. Uno de los caballeros retrocedió cuando la lanza del otro se estrelló contra su escudo. Sin embargo, también el otro cayó varios segundos después, con gran ruido de armadura.

Wolff estudió la escena. No se trataba de una justa ordinaria. No había allí campesinos ni aldeanos junto a las tribunas, pobladas de nobles y señoras ricamente vestidos. Era sólo un lugar solitario, junto a la ruta, donde los campeones habían levantado campamento para luchar contra cualquier transeúnte calificado.

Wolff siguió bajando la colina, a la vista de quienes estaban reunidos allá abajo. De cualquier modo, era difícil que un caminante solitario les llamara la atención en tal momento. En efecto, nadie salió a su encuentro para interrogarlo, y pudo caminar hasta el borde de la pradera para inspeccionar aquello desde más cerca.

Sobre el pabellón de la izquierda flameaba una bandera amarilla con un sello de Salomón. Wolff dedujo que el campamento correspondía a un campeón Yiddish; bajo la bandera nacional había una enseña verde con un pez y un halcón plateados. El otro campamento lucía varios símbolos personales. Uno de ellos llamó la atención de Wolff, quien soltó un grito de sorpresa. Era un campo blanco, con la cabeza de un asno dibujada en rojo, y debajo una mano cerrada, con excepción del dedo medio. Kickaha se lo había descrito una vez, y Wolff había, reído largamente. Era muy propio de Kickaha elegir semejante escudo de armas.

Pronto se calmó, comprendiendo que, más probablemente, aquel escudo pertenecería al hombre que se hubiere hecho cargo del territorio de Kickaha, en ausencia de éste. Descartó su primera decisión de no entrar en el campamento: debía averiguar por sí mismo si el portador de aquel escudo no era Kickaha, aun sabiendo que el cuerpo de su amigo debía estar pudriéndose en el fondo de un pozo, entre las ruinas de una ciudad perdida en la selva.

Cruzó el campo, sin que nadie lo detuviera, y entró al campamento del lado occidental. Los hombres de armas y los criados lo miraron pasar, sin interés. Alguien murmuró: «¡Perro judío!», pero nadie se hizo responsable por el comentario cuando él se volvió. Pasó junto a una hilera de caballos sujetos a un poste, Y llegó hasta el caballero que buscaba. Este vestía una armadura de color rojo brillante, con la visera baja, y sostenía una lanza enorme, a la espera de su turno. La lanza lucía, cerca de la punta, un pendón con la cabeza del asno rojo y la mano humana.

Wolff se ubicó cerca del caballo, impacientándolo más aún, y gritó, en alemán:

–¡Barón von Horstmannl

Hubo una exclamación ahogada, una pausa, y el caballero levantó su visera. Wolff estuvo a punto de sollozar de pura alegría. Bajo el yelmo sonreía la cara alegre de Finnegan–Kickaha–von Horstmann.

– No digas nada – le advirtió Kickaha –. No sé cómo diablos me encontraste, pero me alegra mucho. Te veré dentro de un momento. Es decir, siempre que salga vivo de ésta. Este funem Laksfalk es un hombre rudo.

***

Capítulo 12

EL DESAFIO


Sonaron las trompetas. Kickaha se dirigió al lugar indicado por los jueces. Un sacerdote de cabeza afeitada y túnica larga lo bendijo; del otro lado del campo, un rabino decía algunas palabras al barón funem Laksfalk. El campeón Yiddish era un hombre corpulento, protegido por una armadura plateada y un yelmo cuya forma imitaba la cabeza de un pez; montaba un vigoroso caballo negro.

Las trompetas sonaron por segunda vez, y los dos contendientes bajaron las lanzas a modo de saludo. Kickaha sostuvo por un momento la lanza con la mano izquierda, para hacer con la derecha la señal de la cruz; solía hacerse un deber de observar las costumbres religiosas de quienes lo rodeaban.

Sonó un tercer trompetazo, largo y poderoso, seguido por el tronar de los cascos y los vítores de los espectadores. Los dos caballeros se encontraron exactamente en mitad del campo, y la lanza de cada uno golpeó el escudo del adversario precisamente en el centro. Ambos cayeron, con un estruendo que sobresaltó a los pájaros posados en los árboles vecinos, por enésima vez en ese día. Los caballos rodaron por tierra.

Los hombres de cada caballero corrieron al campo para levantar a sus jefes y para sacar a la rastra a los caballos, ambos con el cuello roto. Por un momento Wolff pensó que también los contrincantes estaban muertos, pues ninguno de los dos se movía. Sin embargo, Kickaha volvió en sí una vez que lo retiraron del campo. Sonrió débilmente, balbuceando:

– Deberías ver cómo quedó el otro.

– Está bien – respondió Wolff, tras echar una mirada al campamento contrario.

– Es lamentable. Tenía la esperanza de que no volviera a causarnos problemas. Ya me ha demorado demasiado.

Kickaha ordenó que lo dejaran a solas con Wolff. Sus hombres obedecieron, aunque a disgusto, no sin echar miradas de advertencia al intruso. Kickaha contó:

– Camino hacia el castillo de von Elgers, pasé por el pabellón de funem Laksfalk. Si hubiese estado solo, me habría desentendido de su desafío para seguir de largo, pero había allí varios teutones, y yo debía pensar en mi propia gente. No puedo hacerme una reputación de cobarde; hasta los míos me habrían arrojado tomates podridos, y habría sido necesario pelear con todos los caballeros del país para probar mi coraje. Pensé que no tardaría mucho en arreglar las cosas con ese yiddish y que después podría seguir tranquilamente mi camino.

»Pero no fue así. Los jueces me anotaron en el tercer puesto; eso significaba que me vería obligado a participar en una justa con tres hombres durante tres días antes de que llegara el gran momento. Protesté, pero no sirvió de nada. Acabas de ver mi segundo encuentro con funem Laksfalk. La primera vez también caímos los dos. De cualquier modo, es más de lo que han logrado los otros. Están furiosos: un yiddish ha derrotado a todos los teutones, con excepción de mí. Además, ya ha matado a dos y ha dejado a otro inválido de por vida.

Wolff, mientras le escuchaba, le había ido quitando la armadura. De pronto, Kickaha se irguió, gruñendo, y preguntó:

– Eh, dime, ¿cómo diablos llegaste aquí?

– Hice la mayor parte del camino a pie. Pero te creía muerto.

– No estabas muy errado. Al caer por ese pozo, aterricé sobre una saliente de tierra. Se desprendió, dejando una pequeña cavidad, y me cubrió por completo cuando llegué al fondo. Pero pronto volví en mí, y la capa de tierra que tenía sobre la cara no era tanta como para asfixiarme. Me quedé inmóvil por un rato, pues los sholkin estaban revisando el agujero. Arrojaron una espada hacia el fondo y no me ensartaron por el espesor de un pelo.

»Esperé un par de horas y salí de allí. Tardé bastante, lo confieso. La tierra se desprendía sin cesar y yo volvía a caer al fondo. Tardé unas diez horas, pero tuve suerte. Ahora cuéntame cómo llegaste aquí, grandísimo pillo.

Cuando Wolff se lo hubo explicado, Kickaha arrugó el ceño.

– Entonces yo tenía razón al calcular que Abiru iría al castillo de von Elgers por este camino. Oye, tenemos que salir de aquí y pronto. ¿Te gustaría jugar una carrera con el gran Yiddish?

Wolff protestó, diciendo que no entendía nada de justas, que hacía falta una vida entera para aprender. Kickaha replicó:

– Eso sería cierto si fueras a romper lanzas con él. Pero lo desafiaremos a un encuentro a espada. No será lo mismo que un duelo a estoque o a sable; hace falta fuerza, principalmente, y eso te sobra.

– No soy caballero. Los otros me vieron entrar con ropa común.

–¡Tonterías! ¿No sabes que estos caballeros se pasan la vida disfrazados? Les diré que eres sarraceno, un khamshem pagano, pero gran amigo mío. Que te salvé de un dragón, o cualquier disparate como ése. Se lo tragaran. ¡Ya sé! Serás el sarraceno Wolff, hay un caballero famoso con ese nombre. Has estado viajando disfrazado con la esperanza de encontrarme para devolverme el favor que te hice, al rescatarte del dragón. Y como estoy demasiado dolorido como para romper otra lanza con funem Laksfalk (eso es cierto; estoy tan apaleado que no puedo moverme), tú recogerás el desafío en mi nombre.

Wolff preguntó qué excusa daría para no utilizar la lanza.

– Ya inventaré otra historia – respondió su amigo –. Digamos que un caballero ladrón robó tu lanza y que has jurado no utilizar otra mientras no recuperes la robada. Lo aceptarán; se pasan la vida haciendo votos ridículos. Actúan exactamente como los caballeros de la Mesa Redonda del Rey Arturo. En la Tierra no hubo nunca caballeros semejantes, pero al Señor debe haberle gustado la idea de repetir aquí una especie de Camelot. Es muy romántico, digas lo que digas.

Wolff, aunque a desgana, aceptó cualquier cosa, con tal de llegar a la propiedad de von Elgers lo antes posible. La armadura de Kickaha le resultaba chica y le trajeron la de un caballero yiddish que Kickaha había matado en la víspera. Los sirvientes le colocaron las planchas azules y la cota de malla y le ayudaron a montar a caballo. Su montura era una hermosa yegua palomina y había pertenecido también a oyf Roytfeldz, el caballero muerto. Hasta ese momento, Wolff creía que haría falta una grúa para levantar hasta la silla el peso de la armadura, pero subió con poca dificultad. Kickaha le explicó que en otros tiempos había sido así, pero en la actualidad los caballeros habían regresado a las planchas más livianas y a la cota de malla.

El intermediario Yiddish llegó para anunciar que funem Laksfalk había aceptado el desafío, a pesar de la falta de credenciales del sarraceno Wolff. Si el valiente y honorable caballero bandido Horst von Horstmann respondía por él, sería bastante para funem Laksfalk. El discurso era una formalidad, pues el campeón Yiddish no era capaz de rechazar un desafío.

– Aquí, lo principal es la audacia – dijo Kickaha a Wolff.

Había logrado salir de su tienda y estaba dando a su amigo las últimas instrucciones.

– Bien, me alegro de que hayas venido – agrego –. Ya no soportaba una caída más y no me atrevía a retirarme.

Una vez más sonaron las trompetas. El palomino y el negro partieron a galope tendido y se cruzaron a toda velocidad. Ambos jinetes adelantaron sus espadas, que chocaron violentamente. El impacto paralizó la mano y el brazo de Wolff, pero cuando volvió a la carga notó que la espada de su contrincante estaba en el suelo. El Yiddish desmontó velozmente para levantarla antes de que Wolff lo hiciera; en su prisa, resbaló y quedó tendido en tierra cuan largo era.

Wolff sofrenó a su caballo y desmontó con toda lentitud, dando tiempo al otro para que se recuperara. Ante tal caballerosidad, ambos campamentos estallaron en vítores. Según las reglas, Wolff podría haber permanecido en la silla y matar a funem Laksfalk sin permitirle recoger el arma.

Ya en tierra se enfrentaron mutuamente. El caballero Yiddish levantó su visera, dejando ver un rostro agradable. Tenía ojos azules, muy claros, y un grueso bigote.

– Os ruego me dejéis ver vuestro rostro, noble señor – dijo –. Habéis dado muestras de ser un verdadero caballero al no golpearme mientras estaba indefenso en el suelo.

Wolff levantó su visera durante unos pocos segundos. Después, ambos avanzaron y volvieron a chocar las espadas. Una vez más, el golpe de Wolff fue tan poderoso que arrancó la hoja de la mano contraria.

Funem Laksfalk levantó su visera, esa vez con el brazo izquierdo.

– No puedo usar el brazo derecho – dijo –. ¿Me permitiríais usar el izquierdo?

Wolff hizo un saludo y retrocedió. Su adversario aferró el largo puño de la espada y se aproximó, blandiéndola desde el costado con toda su fuerza. Una vez más, el impacto de Wolff anuló su fuerza.

Por tercera vez, funem Laksfalk levantó su visera.

– Sois el campeón más extraordinario que jamás haya conocido. Aunque detesto reconocerlo, me habéis derrotado. Y eso es algo que nunca he dicho ni pensado decir. Tenéis la fuerza del mismo Señor.

– Podéis conservar vuestra vida, vuestro honor, vuestra armadura y vuestro caballo – replicó Wolff –. Sólo deseo que se nos permita, a mi amigo von Horstmann y a mí, marchar sin más desafíos. Debemos cumplir con una cita.

El Yiddish respondió que así sería, y Wolff regresó a su campamento, donde lo saludaron con gran alegría, aun aquellos que lo habían considerado un perro khanshem.

Con una risa satisfecha, Kickaha ordenó levantar el campamento. Wolff le preguntó si no ahorrarían tiempo retirándose sin cortejos.

– Por supuesto, pero no se estila – respondió Kickaha –. ¡Oh, bueno, tienes razón! Los enviaré a su casa. Y nos quitaremos todos estos blindajes.

Antes de alejarse mucho, oyeron ruido de cascos. Funem Laksfalk venía por el camino, siguiéndolos, también sin armadura. Se detuvieron a esperarlo.

– Nobles caballeros – dijo él, sonriente –, sé que lleváis una misión. ¿Sería demasiado pretencioso de mi parte unirme a vosotros? Me sentiría honrado. Considero que sólo uniéndome a vosotros puedo redimirme de mi derrota.

Kickaha miró a Wolff, diciendo:

– Decide tú. Pero me gusta su forma de ser.

–¿Os comprometéis a ayudarnos en todo? Mientras no se trate de algo deshonroso, naturalmente. Podéis liberaros de vuestro juramento cuando lo deseéis, pero debéis prometer, por lo más sagrado, que jamás os pasaréis al bando de nuestros enemigos.

– Lo juro por la sangre de Dios y la barba de Moisés. Esa noche, mientras armaban campamento en un matorral, a la orilla de un arroyo, Kickaha dijo:

– Hay un problema que puede complicarse al tener a Funem Laksfalk con nosotros. Es necesario limpiarte la piel y sacarte la barba. De lo contrario, Abiru puede identificarte cuando lo encontremos.

– Una mentira siempre lleva a otra – dijo Wolff –. Bueno, dile que soy el hijo menor de un barón que me expulsó por las falsas acusaciones de un hermano celoso. Desde entonces ando de viaje, disfrazado de sarraceno. Pero tengo intenciones de regresar al castillo de mi padre, que ya ha muerto, para desafiar a mi hermano a duelo.

–¡Fabuloso! ¡Eres otro Kickaha! Pero ¿qué pasará cuando sepa lo de Criseya y el cuerno?

– Ya se nos ocurrirá algo. La verdad, quizá. De cualquier modo, puede echarse atrás cuando vea que la lucha es contra el Señor.

A la mañana siguiente llegaron a la aldea de Etzelbrand. Allí, Kickaha compró algunas sustancias químicas al brujo blanco de la localidad, y preparó una mezcla para quitar la tintura. Una vez que salieron de la aldea, se detuvieron junto al arroyo. Funem Laksfalk los observó con interés que se transformó en sospecha cuando la barba desapareció, seguida por la tintura.

– ¡Por los ojos del Señor! ¡ Erais un kahmshem, pero ahora podríais ser un yiddish!

Kickaha se lanzó a la creación de una historia, llena detalles, según la cual Wolff era el hijo bastardo de una doncella judía y un caballero teutónico empeñado en una gesta. El caballero, llamado Robert von Wolfram, se había hospedado en el castillo de un yiddish tras cubrirse de gloria durante un torneo. El y la doncella se habían enamorado, demasiado profundamente. Cuando el caballero se marchó, con el juramento de regresar apenas hubiese cumplido con su hazaña, Rivke había quedado encinta. Pero Robert von Wolfram pereció, y la muchacha debió soportar la vergüenza de su embarazo. El padre la expulsó de su casa, y fue enviada a una pequeña aldea de Khamshem para vivir allí hasta su muerte. Había muerto al dar a luz al pequeño Robert; sin embargo, un viejo y fiel sirviente reveló al hijo el secreto de su nacimiento. El joven bastardo juró entonces que, al llegar a la madurez, iría al castillo de sus padres para reclamar su legítima herencia. El padre de Rivke ya había muerto, pero su hermano, un viejo perverso, tenía la posesión del castillo. Robert planeaba recobrar ese feudo, por las buenas o por las malas.

Cuando la historia concluyó, Funem Laksfalk tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Cabalgaré a tu lado, Robert – dijo –, y te ayudaré a luchar contra tu malvado tío. Así podré redimirme de mi derrota.

Más tarde, Wolff reprochó a Kickaha historia tan fantástica y tan detallada, pensando que le sería difícil no traicionarlo. Además, no le gustaba la idea de engañar a un hombre como el caballero Yiddish.

–¡Tonterías! No podías decirle toda la verdad, y es más fácil crear una mentira completa que una verdad a medias. Además, ¿no viste cómo disfrutó con su llantito? Y yo soy Kickaha, el kickaha, el embustero, el creador de fantasías y realidades. Soy aquél a quien las fronteras no detienen. Voy de un sitio a otro. Me creen muerto, pero vuelvo a surgir, vivo, sonriente y listo para luchar. Soy más rápido que quienes me superan en fuerza, y más fuerte que quienes me superan en velocidad. Tengo pocos afectos, pero en ellos soy inquebrantable. Soy el preferido de las señoras dondequiera que voy, y muchas son las lágrimas derramadas cuando me marcho, a través de la noche, como un fantasma pelirrojo. Pero las lágrimas no tienen sobre mi más poder que las cadenas. Me marcho, y pocos saben dónde apareceré o cuál será mi nombre. Soy el tábano del Señor; no puedo dormir por las noches, porque eludo a sus ojos, los cuervos, y a sus cazadores, los gworl.

Kickaha se interrumpió y echó a reír estruendosamente. Wolff tuvo que responder con una sonrisa. El tono de su amigo revelaba que se estaba burlando de sí mismo. Sin embargo, tal vez lo creía a medias, y con razón. Lo que había dicho no era demasiado exagerado.

Este pensamiento le sugirió una idea que lo hizo fruncir el ceño. ¿Y si Kickaha fuera el mismo Señor, disfrazado? Quizá, a modo de diversión, jugaba a ser al mismo tiempo galgo y liebre. ¿Qué mejor entretenimiento para un Señor, para un hombre que necesitaba buscar largamente cualquier cosa capaz de salvarlo del hastío? Quedaban muchos puntos oscuros con respecto a él.

Estudió su rostro, en busca de una clave que lo ayudara a resolver el misterio, y sus dudas se evaporaron. Aquella cara alegre no podía ser la máscara de un ser frío y odioso, que jugaba con los seres vivos. Y su acento, los idiomas contemporáneos que dominaba, ¿podía dominarlos un Señor?

Y bien, ¿por qué no? Kickaha hablaba también otros idiomas y otros dialectos, con igual perfección.

Siguió pensando en todo eso durante toda la tarde, mientras cabalgaban. Pero la cena, la bebida y la buena amistad dispersaron esos pensamientos; a la hora de dormir había olvidado ya sus dudas.

Se detuvieron en una taberna, en la aldea de Gnazelschist, y comieron con ganas. Entre Wolff y Kickaha devoraron un cerdo asado. Funem Laksfalk, aunque se afeitaba y era liberal en sus costumbres religiosas, se abstuvo de tocarlo. Pidió en cambio una chuleta, consciente de que la vaca no había sido ejecutada según el sistema kosher. Los tres consumieron varios jarros de la excelente cerveza local, y en el calor de la charla, Wolff contó a Funem Laksfalk una versión corregida de la búsqueda de Criseya. Estuvieron de acuerdo en que se trataba de una noble gesta, y se fueron a la cama.

Por la mañana tomaron un atajo entre las montañas, por el que esperaban ganar tres días..., en caso de que pasaran. La ruta era muy poco transitada, y con buenas razones, pues los dragones y los bandidos frecuentaban la zona. Pero tuvieron suerte; no vieron a ningún asaltante, y sólo a un dragón. El monstruo escamoso apareció a unos cien metros y se marchó, ocultándose entre los árboles con un resoplido, tan ansioso como ellos de evitar la pelea.

Al bajar desde las colinas hacia la carretera principal Wolff dijo:

– Un cuervo nos viene siguiendo.

– Sí, lo sé, pero no te preocupes. Los hay por todas partes. No creo que sepa quiénes somos. Sinceramente, espero que así sea.

Al día siguiente, hacia mediodía, entraron al territorio del Komtur de Tregyln, y veinticuatro horas después, el castillo de Trervín, la sede del barón von Elgers, se presento a la vista. Era el castillo más grande que Wolff viera hasta entonces. Estaba construido en piedra negra, y situado en la cima de una alta colina, a un kilometro y medio de la ciudad de Tregyln.

Vistiendo armadura completa y con las lanzas empenachadas en ristre, los tres se aproximaron al foso que rodeaba el castillo. Un guardia salió de la casilla que estaba junto al foso, y preguntó cortésmente qué los traía a este sitio.

– Decid al noble señor que tres caballeros de buena fama desearían ser sus huéspedes – dijo Kickaha –. Los barones von Horstmann y von Wolfram, y el muy famoso caballero yiddish, Funem Laksfalk. Buscamos a algún noble que nos contrate para luchar o para alguna gesta.

El sargento llamó a gritos a un ayudante, quien cruzó corriendo el puente levadizo. Pocos minutos después, uno de los hijos de von Elgers, un joven espléndidamente vestido, salió a darles la bienvenida. Ya dentro del inmenso patio, Wolff vio algo alarmante: varios khamshem y sholkin vagabundeaban por allí o jugaban a los dados.

– No nos reconocerán – dijo Kickaha –. Y alégrate, que si ellos están aquí, también están Criseya y el cuerno.

Tras asegurarse de que los caballeros estarían bien cuidados, los tres se encaminaron a las habitaciones que les fueron designadas. Se bañaron y vistieron las ropas nuevas, de brillantes coloridos, que les enviara von Elgers. Wolff observó que se parecían mucho a las prendas usadas durante el siglo XIII. Los únicos cambios obedecían claramente a la influencia aborigen.

Cuando entraron al inmenso comedor, la cena estaba ya en su apogeo, y el estruendo era ensordecedor. La mitad de los invitados estaban mareados, y los demás no se movían mucho, pues ya habían pasado la etapa del mareo. Von Elgers se las compuso para levantarse a saludar a sus huéspedes, y se disculpó graciosamente por encontrarse en semejante estado a hora tan temprana.

– Llevamos varios días agasajando a nuestro huésped khamshem. Nos ha traído riquezas inesperadas, y estamos gastando un poco para celebrarlo.

Se volvió para presentar a Abiru, pero lo hizo con demasiada rapidez, y estuvo a punto de caer. Abiru se volvió para responder a la inclinación con que lo saludaron. Les clavó los ojos negros como una espada; su sonrisa fue amplia, pero forzada. A diferencia de los otros, parecía estar sobrio. Los tres ocuparon sus asientos, cerca del khamshem, pues los comensales que antes los ocuparan habían desaparecido bajo la mesa. Abiru parecía ansioso por hablar con ellos .1

– Si buscáis prestar servicio, habéis encontrado a vuestro hombre. Le pagaré al barón para que me conduzca hacia el interior del país, pero no me vendrán mal otros brazos. Mi camino será largo, arduo y peligroso.

–¿Hacia dónde vais? – preguntó Kickaha. Y sin embargo, nadie hubiese dicho, al verle, que tenía mucho interés en lo que respondía Abiru, pues no quitaba los ojos de la bella rubia que estaba sentada frente a él.

– No es ningún secreto – respondió Abiru –. El señor de Kranzelkracht, según se dice, es un hombre muy extraño, pero más rico que el Gran Comendador de Teutonia.

– Lo sé de seguro – observó Kickaha –. He estado en su propiedad y he visto sus tesoros. Hace muchos años, según se cuenta, desafió las iras del Señor escalando la gran montaña hacia el nivel de Atlantis. Allí robó el tesoro del mismo Rhadamanthus y huyó con un saco de joyas. Desde entonces, von Kranzelkracht ha acrecentado sus riquezas con la conquista de los feudos que rodeaban a los suyos. Se dice que el Gran Comendador está preocupado por ello, y que piensa organizar una cruzada en su contra. El Comendador sostiene que ese hombre es un hereje. Pero si así fuera, ¿acaso el Señor no lo habría fulminado con sus rayos hace mucho tiempo?

Abiru inclinó la cabeza y se tocó la frente con la punta de los dedos.

– Los designios del Señor son misteriosos. Además, sólo el Señor conoce la verdad. En todo caso, llevaré a Kranzelkracht a mis esclavos y ciertas posesiones mías. Espero obtener pingues ganancias de mi aventura, y aquellos caballeros lo bastante valientes para acompañarme compartirán el oro, para no mencionar la fama.

Abiru hizo una pausa para tomar un trago de vino. Kickaha, en un aparte, dijo a Wolff:

– Este hombre es tan embustero como yo. Quiere que lo llevemos hasta Kranzelkracht, que está junto al pie del monolito. Desde allí se llevará a Criseya y al cuerno hasta Atlantis, donde los dos le reportarán una casa llena de joyas y de oro. Eso, a menos que su juego sea más audaz aún de lo que yo imagino.

Levantó su vaso y bebió largamente, o fingió hacerlo. Luego dejó la jarra con un golpe, diciendo:

– Maldito sea si no veo algo familiar en Abiru. Desde la primera vez que lo vi tengo esa sensación, pero he estado demasiado ocupado como para pensarlo mucho. Ahora sé que lo he visto en otra parte.

Wolff respondió que eso no era extraño. Debía haber visto muchas caras en sus veinte años de vagabundeos.

– Tal vez tengas razón – murmuró Kickaha –. Pero no creo que se trate de una relación circunstancial. Te aseguro que me gustaría arrancarle la barba.

Abiru se levantó, excusándose, y dijo que era la hora de dirigir sus plegarias al Señor y a su deidad particular, Tartartar. Regresaría tras cumplir con sus devociones. Al oírlo, von Elgers ordenó a dos de sus hombres de armas que lo acompañaran hasta sus habitaciones para asegurarse de que nada le ocurriera. Abiru, con una inclinación, le agradeció tanta amabilidad. Pero Wolff comprendió las intenciones que ocultaba la cortesía del barón; éste no confiaba en el khamshem, y Abiru lo sabía. Von Elgers, a pesar de su ebriedad, estaba atento a lo que ocurría y notaría de inmediato cualquier irregularidad.

– Sí, tienes razón – dijo Kickaha –. No llegó a la posición que ocupa dando la espalda a sus enemigos. Trata de disimular tu impaciencia, Bob. Nos queda un largo camino por recorrer. Fíngete borracho, flirtea un poco con las damas; te considerarán raro si no lo haces. Pero no te vayas con ninguna. Debemos mantenernos a la vista para salir al mismo tiempo cuando llegue el momento.

***

Capítulo 13

ABIRU

Wolff bebió lo bastante como para perder la sensación de estar atado con alambres, y comenzó a charlar con Lady Alison, la esposa del barón de Wenzelbricht. Era una morena de ojos azules, de belleza estatuaria, y lucía un vestido blanco muy ajustado. Era lo bastante escotado como para causar un efecto vigorizante sobre los hombres presentes, pero ella no parecía contentarse con ello. Dejaba caer con frecuencia el abanico, y lo levantaba por sí misma. En cualquier momento, Wolff se habría sentido feliz de quebrar su castidad con ella; obviamente, no habría encontrado dificultades, pues ella parecía orgullosa de concitar el interés del gran Wolfram, tras conocer su victoria sobre von Laksberg. Sin embargo, no podía pensar sino en Criseya, que debía hallarse en algún sitio de aquel palacio. Nadie la había mencionado, y él ni se atrevía a hacerlo; pero la pregunta le quemaba la lengua, y varias veces debió mordérsela para no formularla.

Al fin apareció Kickaha, en el momento preciso, pues ya no podría rechazar las atrevidas insinuaciones de Lady Alison sin ofenderla. Kickaha había traído consigo al marido, a fin de proporcionar a Wolff una buena excusa para marcharse. Más tarde, contó que había llevado a la rastra al barón, quien estaba con otra mujer, con el pretexto de que su esposa requería su presencia. Los amigos se marcharon juntos, dejando al aturdido barón para que explicara a qué había ido allí. Puesto que ni él ni su esposa lo sabían, debió ser una conversación muy interesante, aunque algo desconcertante.

Wolff indicó por señas a funem Laksfalk que se uniera a ellos, y fingieron salir hacia el retrete. Una vez fuera de la vista, bajaron rápidamente a un salón, lejos del lugar al que fingían dirigirse, y treparon sin ser vistos cuatro tramos de escaleras. Iban armados sólo con dagas, pues habría sido un insulto llevar armadura y espada a la cena. De cualquier modo, Wolff se las había compuesto para desatar el largo cordón del cortinaje de su habitación, y lo llevaba enrollado en la cintura, por debajo de la camisa.

El Yiddish dijo:

– Escuché una conversación entre Abiru y su lugarteniente, Rhamnish. Hablaban en el idioma comercial de H'zaishum, sin saber que yo he recorrido el río Guzirit por la zona selvática. Abiru preguntó a Rhamnish si había descubierto dónde había escondido von Elgers a Criseya. Rhamnish dijo que había perdido tiempo y dinero tratando de averiguarlo entre los sirvientes y los guardias, pero sólo pudo saber que estaba en la sala oriental del castillo. A propósito: los gworl están en la mazmorra.

–¿Y cómo es que von Elgers ha quitado a Abiru la posesión de Criseya? – observó Wolff –. ¿No es acaso propiedad del khamshem?

Tal vez el barón tiene sus propios planes – respondió Kickaha –. Si es tan bella y extraordinaria como tú dices...

–¡Debemos encontrarla!

– No te preocupes, lo haremos. Oh, Bob, hay un guardia en el otro extremo del salón. Sigamos caminando en su dirección. Tambaleáos un poco más.

El guardia levantó la espada en cuanto se aproximaron. En tono cortés, pero no carente de firmeza, les ordenó retroceder. El barón había prohibido el paso a todo el mundo, bajo pena de muerte.

– Está bien – dijo Wolff, arrastrando las palabras.

Hizo ademán de volverse, pero saltó hacia delante y aferró la espada. Antes de que el atónito centinela pudiera lanzar un grito, lo arrojó contra la puerta y le apoyó la espada contra la garganta, oprimiendola con fuerza. Los ojos del centinela parecieron salir de sus órbitas; se puso rojo, después azul, y un minuto después cayó muerto.

El Yiddish arrastró el cuerpo a través del salón, escondiéndolo en un cuarto lateral. Al volver, dijo haberlo ocultado bajo un gran armario.

– Es lamentable – dijo alegreniente Kickaha –. Tal vez era un buen muchacho. Pero si tenemos dificultades para salir de aquí, será un enemigo menos.

– Por desgracia, las llaves de la puerta no estaban sobre el cadáver.

– Tal vez von Elgers es el único que las tiene, y será muy difícil quitárselas – dijo Kickaha –. Bueno, veamos qué hay por aquí.

Condujo a sus compañeros hacia otra habitación. Por cuyas ventanas ojivales salieron al exterior. Bajo el antepecho había varias salientes, determinadas por tallas de piedra en forma de dragones, demonios y cerdos. Aunque aquellos adornos no ofrecían bastante espacio como para trepar, un hombre valiente o desesperado podía ascender por ellos. Quince metros más abajo, la superficie del foso centelleaba quietamente en la oscuridad, bajo la luz de las antorchas que iluminaban el puente levadizo. Afortunadamente, la luna estaba cubierta por espesas nubes negras, y los escaladores pasarian inadvertidos a los guardias de abajo.

Kickaha buscó a Wolff con la mirada; éste iba trepando por una gárgola de piedra, y tenía un pie apoyado en la cabeza de una serpiente.

– Eh, Bob, olvidé avisarte que el barón tiene el foso lleno de dragones de agua. No son muy grandes; miden sólo unos seis metros de longitud, y no tienen piernas, pero están siempre hambrientos.

– A veces, tu humor me parece de mal gusto – respondió Wolff, enojado –. Sigue.

Kickaha soltó una risa disimulada y continuó trepando. Wolff le siguió, tras asegurarse de que el caballero Yiddish no encontraba dificultades. Kickaha se detuvo.

– Aquí hay una ventana – dijo –, pero está cerrada con barrotes. No creo que haya nadie dentro. Está oscura.

Kickaha siguió trepando. Wolff se detuvo para mirar por la ventana. El interior estaba oscuro como los ojos de un pez. Introdujo una mano por entre los barrotes y buscó a tientas hasta encontrar algo: una vela. La quitó cuidadosamente del candelero y la pasó por entre los barrotes. Después, colgado de un barrote, buscó en la pequeña bolsa que llevaba en el cinturón y sacó un fósforo.

–¿Qué estás haciendo? – preguntó Kickaha desde arriba.

Wolff se lo explicó.

– Llamé a Criseya un par de veces – dijo su amigo –. No hay nadie allí. No pierdas el tiempo.

– Quiero asegurarme.

– Eres demasiado minucioso, y prestas atención a los detalles. Si quieres derribar un árbol, hay que hacer cortes grandes. Vamos.

Wolff encendió el fósforo, sin responder. La llamita estuvo a punto de apagarse bajo la brisa, pero él logró introducirla por entre los barrotes con bastante rapidez. La luz reveló un interior desocupado.

–¿Estás satisfecho? – dijo Kickaha, en voz más débil, pues iba trepando a mayor altura –. La almena es nuestra última esperanza. Si allí no hay nadie... De cualquier modo, no sé cómo... ¡ Uh!

Más tarde, Wolff se felicitó por su insistencia en inspeccionar la habitación. Había dejado arder el fósforo hasta que le quemó los dedos, y sólo entonces lo dejó caer. En seguida, tras la apagada exclamación de Kickaha, lo golpeó un cuerpo que caía. El impacto fue tan violento que estuvo a punto de dislocarle el hombro. Soltó un gruñido, y procuro sostenerse con un solo brazo. Kickaha se mantuvo de él durante unos cuantos segúndos, temblando; luego tomó aliento y retomó el ascenso. Nadie dijo una palabra, pero ambos comprendieron que, de no ser por la tozudez de Wolff, la caída de Kickaha lo habría arrastrado también, pues no habría podido sostenerse en el precario albergue de la gárgola. Y tal vez fumen Laksfalk, quien estaba debajo, en línea recta, habría caído con ellos.

La almena era grande. Ubicada a un tercio de la altura de la pared, sobresalía notablemente de ella; de su ventana en forma de cruz surgía cierto resplandor. Allá, la pared estaba libre de adornos.

Abajo se desató un estruendo terrible, y otro algo menor le hizo eco en el interior del castillo Wolff se detuvo para mirar hacia el puente levadizo, creyendo que los habían descubierto. Muchos hombres de armas e invitados llenaban el puente y las tierras inmediatas, algunos con antorchas, pero nadie miraba hacia arriba. Parecían buscar a alguien entre los árboles y los matorrales.

Si habían reparado en la ausencia de los tres, y si habían descubierto el cadáver del guardia, la retirada se haría difícil. Pero en primer lugar debían encontrar a Criseya y liberarla; después sería tiempo de pensar en batallas.

–¡Ven, Bob! – dijo Kickaha desde arriba.

Parecía muy divertido, y Wolff comprendió que había encontrado a Criseya. Trepó a toda velocidad, con mucha mayor prisa de la que habría permitido el sentido común. Había que trepar por uno de los costados, pues la parte interior se proyectaba hacia fuera. Kickaha, apoyado en la parte plana, hizo ademán de bajarse de allí.

– Tendrás que colgarte desde arriba si quieres mirar dentro, Bob. Ella está allí, y sola. Pero la ventana es demasiado angosta para que pueda pasar una persona.

Wolff se deslizó por sobre el borde de la saliente, mientras Kickaha lo sujetaba por las piernas, y se asomó desde arriba, con el foso negro allá abajo; si Kickaha lo soltaba caería irremediablemente. Por la abertura de la piedra pudo ver la cara invertida de Criseya, que sonreía entre lágrimas.

Más tarde no pudo recordar exactamente qué sintió un estado de frustración y dsesperanza, seguido por una nueva fiebre. Se sentía capaz de hablar por toda la eternidad. Extendió la mano para tocar la de ella, y Criseya se esforzó inútilmente por alcanzarla.

– No te aflijas, Criseya – le dijo –. Ya sabes que estamos aquí, y no nos marcharemos sin llevarte con nosotros. Lo juro.

–¡Pregántale dónde está el cuerno! – dijo Kickaha.

Criseya, al oírlo, respondió:

– No lo sé, pero creo que lo tiene von Elgers.

–¿Te ha molestado? – preguntó Wolff, furioso.

– Todavía no, pero no sé cuánto tardará en llevarme a la cama. Sólo se contiene por no bajar el precio que pedirá por mi. Dice que nunca ha visto una mujer igual.

Wolff soltó un juramento, y en seguida se echó a reír. Era muy propio de ella hablar con tal franqueza, pues en el mundo del Jardín, la vanidad era algo corriente.

– Eliminad la charla innecesaria – dijo Kickaha –. Ya habrá tiempo para eso cuando salgamos de aquí.

Criseya respondió a las preguntas de Wolff tan concisa y claramente como le fue posible. Describió la forma de llegar a su habitación, pero no pudo especificar cuántos guardias guardaban su puerta ni el corredor que llevaba a ella.

– Pero sé algo que el barón ignora – dijo –. El cree que Abiru me llevará ante von Kranzelkracht. No es así. Abiru pretende escalar el Doozvillnavara hasta Atlantis. Allá me venderá a Rhadamanthus.

– No te venderá a nadie, porque lo mataré – dijo Wolff –. Ahora debo irme, Criseya, pero volveré tan pronto como sea posible. Y no será por esta vía. Hasta entonces, recuerda que te amo.

–¡En mil años no me habían dicho eso! – exclamó Criseya – Oh, Robert Wolff, te amo. ¡Pero tengo miedo! Yo...

No tienes por qué temer a nada – respondió él – mientras yo viva. Y no tengo intenciones de morir.

Indicó a Kickaha que lo arrastrara hasta ponerlo sobre el techo de la almena. Al levantarse estuvo a punto de caer, mareado, pues la sangre se le había agolpado en la cabeza

El Yiddish ya ha comenzado a bajar – observó Kickaha –. Le indiqué averiguar si podemos descender por el mismo camino; espero que averigüe qué es lo que ha provocado ese tumulto.

–¿Será por nosotros?

– No lo creo. En primer lugar habrían buscado en la habitación de Criseya, y no lo han hecho.

El descenso fue aún más lento y peligroso que la subida, pero lo cumplieron sin inconvenientes. Funem Laksfalk los esperaba junto a la ventana por la cual habían salido.

– Han encontrado al guardia que matásteis – dijo –, pero no nos relacionan con eso. Los gworl escaparon de la mazmorra y mataron a varios hombres. También recobraron sus propias armas. Algunos lograron salir del castillo, pero no todos.

Los tres entraron por esa habitación y volvieron a reunirse con los invitados que buscaban a los gworl. No abía forma de subir las escaleras que llevaban al cuarto de Criseya. Sin duda, von Elgers habría reforzado la guardia.

Vagaron por el castillo durante varias horas, familiarizándose con su distribución. Era evidente que, aunque la sorpresa causada por la fuga de los gworl había despabilado un poco a los teutónicos, todavía estaban muy borrachos. Wolff sugirió que era mejor subir a sus habitaciones para estudiar un plan. Tal vez se les ocurrira algo razonable.

Los habían alojado en el quinto piso; la ventana estaba debajo de la almena de Criseya, hacia un costado. Para llegar allí fue necesario cruzarse con muchos hombres y mujeres mareados y balbuceantes, entre el olor del vino y de la cerveza. Nadie podía haber entrado en la habitación para registrarla, pues sólo ellos y el custodia principal tenían las llaves, y éste había estado demasiado ocupado en cosas más importantes. Por otra parte, ¿cómo podían los gworl entrar por una puerta cerrada?

Sin embargo, en el momento en que Wolff entró al cuarto, supo que habían estado allí. El olor a fruta podrida le dio en la nariz. Empujó entonces a los otros dos dentro de la habitación y cerró velozmente la puerta, echando llave. Luego se volvió con la daga en la mano. También Kickaha había sacado el arma, con los ojos centelleantes y la nariz dilatada. Solo funem Laksfalk parecía no comprender que había algo extraño, con excepción de aquel olor desagradable.

Wolff le indicó algo, en un susurro; el Yiddish se din. Gió hacia la pared para tomar las espadas, pero se detuvo: las vainas estaban vacías.

Lenta, silenciosamente, Wolff entró en el otro cuarto. Kickaha lo siguió con una antorcha, cuyas llamas, al parpadear, lanzaron sombras gibosas. Wolff, creyendo que se trataba de los gworl, tuvo un sobresalto. Al avanzar la luz, aquellas sombras desaparecieron o se transformaron en siluetas inofensivas.

– Pero están aquí – insistió Wolff, suavemente –, o acaban de salir. ¿Por dónde?

Kickaha señaló los largos cortinajes que ocultaban las ventanas. Wolff se acercó a grandes pasos y las ensartó varias veces con la espada, pero la hoja sólo tropezó contra la pared. Su amigo descorrió entonces los cortinajess: no había allí gworl alguno.

– Entraron por la ventana – dijo el Yiddish –, pero ¿por qué?

En ese momento, Wolff levantó la vista y lanzó un juramento. Retrocedió, con intenciones de advertir a sus compañeros, pero éstos ya lo habían notado también. Arriba, colgados con la cabeza hacia abajo, dos gworl se sostenían con las rodillas del grueso caño de hierro que sostenía los cortinajess. Ambos tenían largos cuchillos ensangrentados en la mano, y uno de ellos aferraba, además, el cuerno de plata.

Al darse cuenta de que habían sido descubiertos, los monstruos enderezaron las piernas y se lanzaron, cayendo en posición normal. El de la derecha lanzó un puntapié que hizo rodar a Wolff. Éste se puso de pie en un instante. Kickaha, en tanto, atacó al monstruo, errando el golpe. El gworl lanzó el cuchillo desde una corta distancia y logró clavárselo en el hombro.

El otro arrojó su puñal contra funem Laksfalk y lo golpeó en el plexo solar, con una fuerza tal que lo hizo tambalear. Pero un segundo después volvió a erguirse; por la desgarradura de la camisa se veía brillar el acero de la cota de malla; estaba indemne.

Entre tanto, el gworl que tenía el cuerno se lanzó por la ventana, sin que nadie pudiera perseguirlo: su compañero lo cubrió con una lucha feroz. Wolff volvió a rodar por el suelo, esta vez bajo el impacto de un fuerte golpe. El monstruo se lanzó sobre Kickaha como un torbellino, agitando los puños, y lo obligó a retroceder. El Yiddish saltó, cuchillo en mano, tratando de alcanzarlo en el vientre, pero el monstruo lo sujetó por la muñeca y se la retorció hasta hacerlo soltar el cuchillo y gritar de dolor.

Kickaha, desde el suelo, golpeó con el talón el tobillo del gworl y le hizo perder el equilibrio. No llegó a caer, pues Wolff lo sujetó. Rodaron abrazados, cada uno tratando de romper la espalda del otro o de liberarse. Wolff logró deshacerse de él. Chocaron contra la pared, y el gworl llevó la peor parte, pues se golpeó la cabeza.

Por un segundo, se lo vio aturdido. Eso dio tiempo a Wolff para sujetar a aquella maloliente y deforme criatura contra sí, aplicando toda su fuerza contra su columna vertebral. El gworl, musculoso y de fuertes huesos, resistió aquel embate. Pero ya los otros dos caballeros caían sobre él con las dagas. Lo apuñalaron varias veces, y habrían seguido hasta encontrar un punto fatal en el pellejo cartilaginoso, si Wolff no les hubiese ordenado detener el ataque.

Soltó al gworl y dio un paso atrás. El monstruo cayó al suelo, sangrando, con los ojos vidriosos. Wolff lo ignoró por un momento, para mirar por la ventana, en busca del que había escapado con el cuerno. Un grupo de jinetes con antorchas salió por el puente levadizo, en dirección al campo. Las luces revelaron sólo las aguas oscuras y tranquilas del foso. No se veía a ningún gworl trepado a la pared. Wolff se volvió hacia el herido.

– Se llama Diskibibol, y el otro, Smeel – dijo Kickaha.

– Smeel debe haberse ahogado – dijo Wolft –. Aunque supiera nadar, los dragones de agua lo habrán atrapado. Y no sabe nadar.

Entonces pensó en el cuerno: yacería en el lodo del lecho del foso.

– Por lo que veo – agregó –, nadie lo vio caer. El cuerno está a salvo, momentáneamente.

El gworl habló en alemán, reproduciendo con dificultad los sonidos. Las palabras parecían rasparle la garganta.

– Moriréis, humanos. El Señor vencerá. Arwoor es el Señor, y una escoria como vosotros no puede contra él. Pero antes de morir sufriréis el más el más...

Pero tuvo un ataque de tos y un vómito de sangre. Pronto estuvo muerto.

– Será mejor que nos deshagamos de este cadáver – dijo Wolff –. Nos costaría bastante explicar qué hacía aquí. Y von Elgers podría relacionar la falta del cuerno con su presencia en nuestras habitaciones.

Al mirar por la ventana comprobaron que el grupo encargado de la búsqueda estaba ya muy lejos, camino hacia la ciudad. Por el momento, el puente estaba desierto. Levantaron el pesado cadáver y lo arrojaron por la ventana. Después de vendar la herida de Kickaha, Wolff y el Yiddish borraron toda señal de la lucha.

Sólo cuando hubieron terminado, funem Laksfalk volvió a hablar, pálido y ceñudo:

– Ése era el cuerno del Señor. Quiero saber cómo llegó aquí, y cuál es vuestra participación en esta... en esta aparente blasfemia.

– Ha llegado el momento de decir toda la verdad – dijo Kickaha –. Tú lo harás, Bob. Esta vez no me siento con ganas de llevar todo el gasto de la conversación.

Al ver el rostro de Kickaha, Wolff se sintió preocupa. Do; estaba muy pálido, y la sangre iba empapando el grueso vendaje. De todos modos, explicó al Yiddish lo que pudo, rápida y brevemente. El caballero escuchó con atención, pero no pudo contener frecuentes preguntas y algún juramento, cada vez que Wolff revelaba algo especialmente asombroso.

– Por Dios – dijo, cuando Wolff pareció terminar –, esa historia de otros mundos bastaría para que os tratase de embusteros. Pero los rabinos me dijeron que mis antecesores y los de los teutónicos vinieron precisamente de allí. También lo dice el libro del Segundo Éxodo, donde se sostiene que el Señor vino de un mundo diferente. Sin embargo, siempre había tomado todo eso como las alucinaciones de nuestros hombres sagrados, que son un poco dementes. Claro, nunca lo habría expresado en voz alta, so pena de morir lapidado por hereje. Y siempre quedaba la duda de que pudiera ser verdad. El Señor castiga a quienes lo niegan; de eso no cabe duda.

«Ahora me ponéis en una situación nada envidiable. Os tengo por los caballeros más irreprochables que he tenido la fortuna de conocer. Hombres como vosotros no mienten, y apostaría la vida a ello. Vuestra historia suena a cierta, como la armadura de fun Zilberberg, el gran matador de dragones.

Y meneó la cabeza, agregando:

– ¡Atreverse a entrar a la ciudadela del Señor, luchar contra el Señor! Eso me aterra. Por primera vez en mi vida reconozco, yo, Leyb funem Laksfalk, reconozco que estoy atemorizado.

– Nos disteis vuestra palabra – dijo Wolff –. Os dejamos en libertad de no ayudarnos, pero debéis hacer lo que jurasteis. Es decir, no hablar con nadie sobre nosotros ni sobre nuestra gesta.

–¡No hablé de abandonaros! – replicó el Yiddish, enojado –. No lo haré, al menos por ahora. Hay algo que me hace creer en lo que decís: el Señor es omnipotente, pero el cuerno ha estado en vuestras manos y en las de los gworl, y Él no ha hecho nada al respecto. Tal vez...

– No hay tiempo para esperar a que os decidáis – dijo Wolff.

Y agregó que debían recuperar el cuerno de inmediato, mientras tuvieran la oportunidad, y liberar a Criseya en cuanto fuera posible. Después los condujo a otra habitación, vacía. Allí se apoderaron de tres espadas para reemplazar las suyas, que tal vez estaban en el fondo del foso, arrojadas allí por los gworl. En pocos minutos estaban fuera del castillo, fingiendo buscar a los gworl por entre los bosques.

La mayoría de los teutones había regresado ya al castillo. Los tres caballeros esperaron hasta que todos hubieron cruzado el puente, convencidos ya de que los gworl no estaban en las cercanías. Wolff y sus amigos apagaron entonces las antorchas. En la casilla de guardia, junto al puente, quedaban dos centinelas, pero estaban a cien metros de distancia; desde allí era imposible que los descubrieran, agazapados en las sombras como estaban. Además, parecían comentar con gran interés los sucesos de esa noche, mientras vigilaban las tinieblas del bosque. No se trataba de los centinelas originales, pues éstos habían caído, asesinados por los gvvorl en la huida a través del puente.

– El cuerno debería estar precisamente bajo nuestra ventana – dijo Wolff –, a menos que...

– Los dragones de agua – dijo Kickaha –. Deben haber arrastrado los cuerpos de Smeel y de Diskibibol hacia su guarida, dondequiera la tengan. De cualquier modo, puede haber otros nadando por aquí. Iría yo, pero mi herida los atraería de inmediato.

– Estaba hablando solo – dijo Wolff, empezando a quitarse la ropa –. ¿Qué profundidad tiene el foso?

– Ya lo descubrirás – respondió su amigo.

Algo reflejó con un tono rojizo la luz de las antorchas distantes. Parecían los ojos de un animal. Pero un momento después se vieron envueltos en algo pegajoso y resistente. Aquello les cubrió los ojos, cegándolos.

Wolff luchó con furia, pero en silencio. Aunque no sabía quiénes eran sus atacantes, no tenía interés en alertar a la gente del castillo. Cualquiera fuese el resultado de la batalla, eso no les concernía.

Cuanto más se debatía, más envuelto quedaba en aquella telaraña. Al fin se entregó, colérico y jadeante. Sólo entonces se oyó una voz, baja y áspera. Un cuchillo cortó la telaraña, liberándole el rostro. A la luz difusa de las antorchas lejanas pudo ver otras dos siluetas envueltas en la misma sustancia, y diez formas encorvadas. El olor a fruta podrida era intensísimo.

– Soy Ghaghrill, el Zdrrikh'agh de Abbkmung. Vosotros sois Robert Wolff y nuestro gran enemigo Kickaha; al tercero no lo conocemos.

El barón funem Laksfalk! – dijo el Yiddish – Liberadme, y pronto sabréis qué clase de hombre soy, cerdos apestosos.

–¡Quieto! Sabemos que habéis matado a dos de nuestros mejores guerreros, Smeel y Diskibibol, aunque no serían tan bravos si se dejaron derrotar por seres como vosotros. Vimos a Diskibibol cuando caía, mientras estábamos escondidos en los bosques. Y vimos también que Smeel saltó con el cuerno.

Ghaghrill hizo una pausa; luego prosiguió:

– Tú, Wolff, buscarás el cuerno en el agua y nos lo traerás. Si lo haces, juro por el Señor que os liberaremos a los tres. El Señor quería también a Kickaha, pero no tanto como al cuerno, y ordenó que no le hiciéramos daño aun al precio de dejarlo escapar. Obedecemos al Señor, pues nadie es más guerrero que él.

–¿Y si me niego? – preguntó Wolff –. Con esos dragones en el agua, será para mí la muerte casi segura.

– Y será la muerte segura si no lo haces.

Wolff meditó. Era lógico que lo escogieran a él. Los gworl no conocían el valor del Yiddish ni su relación con ellos; por lo tanto, podía no regresar con el cuerno. Kickaha era una pieza valiosa, Y además estaba herido, lo que atraería a los monstruos acuáticos. Wolff regresaría, dado su afecto por Kickaha, aunque ellos no podrían estar seguros al respecto. Pero debían correr el riesgo.

– Una cosa era cierta: ningún gworl se aventuraría en las aguas del foso si podía enviar a otro en su lugar.

– Muy bien – dijo Wolff –. Dejadme libre, y buscaré el cuerno. Pero al menos dadme un cuchillo para defenderme de los dragones.

– No – respondió Ghaghrill.

Wolff se encogió de hombros. Una vez que estuvo libre, se quitó toda la ropa, con excepción de la camisa, que ocultaba el cordón atado a su cintura.

– No vayas, Bob – dijo Kickaha –. No se puede tener más confianza en los gworl que en su amo. Te quitarán el cuerno y harán con nosotros lo que quieran. Y además se reirán de nosotros, por haberles servido de instrumentos.

– No tengo otra elección – respondió Wolff–. Si encuentro el cuerno, regresaré. Si no vuelvo, puedes estar seguro de que morí en el intento.

– Morirás, de cualquier modo – replicó Kickaha.

Se oyó el ruido de un puño contra la carne blanda. Kickaha maldijo en voz baja.

– Sigue hablando, Kickaha – dijo Ghaghrill –, y te cortaré la lengua. El Señor no lo ha prohibido.

***

Capítulo 14

LA HUIDA

Wolff levantó la vista hacia la ventana, donde todavía brillaba la luz de una antorcha, y entró en el agua caminando; estaba fresca, pero no helada. Cuando los pies se le hundieron en el espeso barro pegajoso, recordó los muchos cadáveres cuya carne podrida debía formar parte de ese fondo. Y no pudo evitar el pensar en los saurios que navegaban allí. Si tenía suerte, no estarían muy cerca. Tal vez habrian arrastrado los cuerpos de Smeel y Diskibibol a... Era mejor dejar de preocuparse por ellos y echar a nadar.

En ese punto, el foso tenía al menos doscientos metros de ancho. Se detuvo en el medio y se volvió a mirar la costa, pero desde allí no se veía el grupo.

Pero tampoco ellos podían verlo. Y Ghaghrill no le había puesto límite de tiempo para volver. Sin embargo, sabía que, si no estaba de regreso antes del alba, no los hallaría allí.

Se sumergió precisamente debajo de la ventana. El agua se volvía más fría con cada brazada. Los oídos empezaron a dolerle intensamente. Soltó un poco de aire para aliviar la presión, pero no sirvió de mucho. Cuando ya parecía que no podría sumergirse más sin que le estallaran los tímpanos, la mano se le hundió en un lodo suave. Reprimió el deseo de lanzarse hacia arriba en busca de aire, y tanteó el barro alrededor. No encontró nada, salvo un hueso. Insistió hasta que el aire se le hizo imprescindible.

Volvió a sumergirse dos veces, ya con el convencimiento de que, aunque el cuerno estuviera en el fondo, no podría encontrarlo. En aquellas aguas llenas de lodo no lo vería, aun teniéndolo a dos centímetros de distancia. Además, era posible que Smeel hubiese arrojado el cuerno muy lejos, al caer. También podía habérselo llevado uno de los dragones de agua, junto con el cadáver de Smeel; quizá hasta se lo había tragado.

La tercera vez, dio unas pocas brazadas hacia la derecha antes de sumergirse, y se lanzó en un ángulo de noventa grados hacia el fondo. En la oscuridad, empero, no tenía forma de comprobar su dirección. La mano se le hundió en el barro; al tantear alrededor, sus dedos se cerraron sobre un metal frío. Con un rápido movimiento, palpó siete botoncitos.

Cuando volvió a la superficie, escupió agua y boqueó anhelosamente en busca de aire. Ahora, el viaje había quedado atrás y esperaba no tener que repetirlo. Aun podian aparecer los dragones de agua.

Pronto olvidó a los monstruos, pues le era imposible ver nada. Todo había desaparecido: las antorchas del puente levadizo, el débil resplandor de la luna entre las nubes, la luz de la ventana allá arriba.

Se obligó a seguir nadando mientras consideraba su situación. Por una parte, no había brisa alguna. El aire estaba estanco. Por lo tanto, sólo podía hallarse en un lugar que, afortunadamente, era el mismo en el que se había sumergido. Fue también una gran suerte el salir desde el fondo en un ángulo oblicuo.

Sin embargo, no podía saber hacia dónde estaba la costa y hacia dónde el castillo. Con sólo unas pocas brazadas podría averiguarlo. Su mano chocó contra una piedra... Ladrillos de piedra. Siguió tanteando, hasta notar que describían una curva hacia adentro. Al tomarla, llegó finalmente a lo que había esperado encontrar. Era un tramo de escalones de piedra que surgían del agua.

Subió por ellos, lentamente, con la mano extendida en previsión de algún obstáculo. Antes de apoyar el pie, probaba la firmeza de cada escalón y comprobaba que no hubiese grietas. Contó veinte peldaños, y llegó al fin. Estaba en un corredor abierto en la piedra.

Von Elgers, o quienquiera que hubiese construido el castillo, había previsto un sitio por donde entrar y salir secretamente. Aquella abertura bajo el nivel del agua conducía a una cámara que formaba un puerto diminuto, y por allí se entraba al castillo. Ahora estaba en posesión del cuerno y podía entrar sin ser advertido. Pero no sabía qué hacer. ¿Debía llevar primero el cuerno a los gworl? Después, él y los otros dos podrían volver por el mismo camino y buscar a Criseya.

Pero era difícil que Gliaghrill mantuviera su palabra. Sin embargo, aunque el gworl soltara a sus cautivos, no podrian nadar hasta allí sin que la herida de Kickaha atrajera a los saurios, y morirían los tres. Criseya no tendría la menor oportunidad. Y no podían dejar a Kickaha mientras él y fumen Laksfalk entraban al castíllo; estaría en peligro en cuanto saliera el sol. Podría esconderse en los bosques, pero cualquier partida de caza podría encontrarlo allí. Especialmente después de la extraña desaparición de los tres caballeros, en la noche anterior.

Decidió, por lo tanto, seguir por aquel corredor. Era una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla. Haría cuanto pudiera antes del alba. Si fallaba, regresaría con el cuerno.

¡ El cuerno! De nada valía llevarlo consigo. Si lo dejaba escondido y lo capturaban, el saber dónde estaba podría servirle de algo.

Volvió hasta el último escalón, se sumergió hasta una profundidad de tres metros y dejó el cuerno en el barro.

Ya de nuevo en el corredor, lo siguió hasta encontrarse ante un nuevo tramo de escaleras, que subían en espiral. Fue contando los escalones para apreciar la altura. Cada vez que creía haber subido un piso tanteaba las paredes angostas en busca de puertas o de algún dispositivo para abrirlas, pero no los había. Así subió al menos siete pisos.

Al llegar al séptimo vio un imperceptible rayo de luz que se filtraba por un agujero de la pared. Se inclinó a mirar. En el otro extremo de una habitación estaba el barón von Elgers, sentado a una mesa, con una botella de vino delante. A su frente estaba Abiru.

El rostro del barón estaba enrojecido, y no sólo por los efectos del vino.

–¡Eso es todo lo que deseaba decir, khamshem! – clamó –. ¡Si no recuperas el cuerno que se llevaron los gworl, te cortaré la cabeza! ¡A menos que te lleve antes a la mazmorra! Allí tengo varios artefactos de hierro muy curiosos, que te interesará conocer.

Abiru se levantó, tan pálido bajo su oscuro pigmento como rojo estaba el barón.

Creedme, señor; si el cuerno ha sido robado por los gworl, será recobrado. No pueden haberse alejado mucho (si es que lo tienen), y se los puede rastrear con facilidad. No pueden fingirse seres humanos, como sabéis, y además son estúpidos.

El barón, soltó un rugido, se levantó y dio un puñetazo sobre la mesa.

–¿Estúpidos? Han sido lo bastante despiertos como para huir de mi mazmorra, y yo habría jurado que eso no era posible. Han encontrado mis habitaciones y se han llevado el cuerno. ¿Te parece que eso es ser estúpidos?

– Al menos – observó Abiru –, no se han llevado la muchacha. Todavía puedo sacar ventaja de esto. Me darán por ella un precio fabuloso.

–¡No te darán nada por ella! ¡Es mía!

– Es propiedad mía – replicó Abiru, con los ojos llameantes –. La gané corriendo graves riesgos, y la traje hasta aquí con grandes gastos. Tengo derechos sobre ella. ¿Qué sois, un hombre de honor o un bandido?

Von Elgers lo derribó de un solo golpe. Abiru, frotándose la mejilla, se puso en pie de inmediato. Miró al barón de frente, y preguntó, con voz tensa:

–¿Qué hay de mis joyas?

–¡Están en mi castillo! – gritó el barón –. ¡ Y lo que está en mi castillo es mío!

Salió del campo visual de Wolff. Por lo visto, había abierto una puerta. Llamó a los guardias y les ordenó llevarse a Abiru.

–¡Tienes suerte de que no te mate! – aulló –. ¡Te perdono la vida, perro miserable! Deberías arrodillarte para agradecérmelo. Ahora, vete de este castillo de inmediato. Si no te vas hacia otro feudo a toda prisa, te haré colgar del árbol más próximo.

Abiru no respondió. Se oyó el ruido de la puerta al cerrarse. El barón anduvo a grandes pasos por un rato, y de pronto se dirigió hacia la pared tras la cual estaba oculto Wolff. Éste se apartó del agujero y retrocedió cuanto pudo por los escalones, confiando en haber escogido la dirección correcta. Si el barón bajaba por la escalera, obligaría a Wolff a volver al agua, y quizás al foso. Pero no parecía probable que tomara esa direccion.

Por un segundo, la luz desapareció; cuando el barón introdujo el dedo en el agujero, parte de la pared giró hacia fuera. La antorcha que von Elgers llevaba iluminó el pozo. Wolff se acurrucó bajo la sombra arrojada por una curva de la escalera. Al fin, la luz se hizo más débil; el barón subía los peldaños. Wolff lo siguió.

Varias veces lo perdió de vista, pues se veía obligado a ocultarse para que el barón no lo descubriera al mirar hacia abajo. En una de esas oportunidades, la luz desapareció, sin que él hubiese visto por dónde se había retirado.

Lo siguió rápidamente, pero se detuvo ante el agujero. Introdujo el dedo en él e hizo presión hacia arriba. Una pequeña parte cedió, se oyó un chasquido, y una puerta se abrió ante él. La parte interior formaba parte de la pared de las habitaciones ocupadas por el barón. Wolff entró al cuarto, eligió una daga de veinte centímetros entre las que colgaban de la pared, y volvió a las escaleras. Después de cerrar la puerta, continuó subiendo.

Esta vez no hubo agujero cuya luz le sirviera de guía. Ni siquiera estaba seguro de haberse detenido en el mismo sitio en que lo hiciera el barón, salvo el rápido cálculo de distancias entre uno y otro. No le quedaba sino palpar el muro en busca del dispositivo utilizado por él. Apoyó la oreja contra la pared, tratando de escuchar voces, pero nada se oía.

Sus dedos recorrieron ladrillos y revoque carcomido por la humedad, hasta encontrar madera. Eso era todo: piedra, y un marco de madera con un panel ancho y alto. Nada indicaba el «ábrete–sésamo» que se debía utilizar.

Subió algunos peldaños más, y continuó hurgando. Los ladrillos estaban desprovistos de botones y manivelas. Regresó a la puerta y tanteó la pared contraria. Nada.

Se sintió presa del pánico. Estaba seguro de que von Elgers había entrado a la habitación de Criseya, y no precisamente para hablar. Bajó algunos escalones y palpó el muro. Nada, nada.

Volvió a probar la zona que rodeaba la puerta, sin éxito. Empujó uno de los lados, pero no cedió. Por un momento pensó en emprenderla a golpes contra la madera, a fin de atraer la atención de von Elgers. Si el barón salía –a investigar, estaría momentáneamente indefenso contra un ataque desde lo alto.

Pero rechazó la idea. El hombre era demasiado prudente como para caer en semejante trampa. Aunque era improbable que buscase ayuda, puesto que no le convenía revelar la ubicación de la salida secreta, podría abandonar la habitación de Criseya por la puerta común. Si el guardia se preguntaba por dónde había salido, siempre podía suponer que estaba allí cuando cambiaron la guardia. Y en cualquier caso, von Elgers podía muy bien silenciar a cualquier centinela que entrara en sospechas. Wolff empujó el otro lado de la puerta, y ésta se abrío. No estaba cerrada, y sólo requería una presión en el lado correcto.

Soltó un gruñido por no haber pensado antes en algo tan obvio, y pasó por la abertura. Del otro lado reinaba la oscuridad; se halló en un pequeño cuarto, que parecía un guardarropa construido con ladrillos y mezcla, excepto por uno de los lados. Allí, una varilla de metal sobresalía de la pared. Antes de manipularía, Wolff apoyó la oreja contra la pared. Escuchó voces apagadas, pero no logró reconocerlas.

Tiró de la varilla, y la puerta se abrió. Wolff salió por ella, con la daga en la mano. Se encontró entonces en una gran cámara, construida en bloques de piedra. Había un lecho enorme, con cuatro pilares tallados de madera negra que sostenían un dosel de seda brillante. Detrasestaba la angosta ventana en forma de cruz por la cual había hablado con Criseya.

Von Elgers estaba de espaldas a él. Tenía a Criseya en los brazos, y la empujaba hacia la cama. Ella tenía los ojos cerrados y el rostro vuelto hacia un lado para esquivar sus besos. Ambos estaban aún completamente vestidos.

Wolff avanzó a grandes pasos por la habitación, tomó al barón por el hombro y lo hizo retroceder con violencia. Von Elgers dejó escapar a Criseya para desenvainar la daga, pero entonces recordó que no había llevado arma alguna, tal vez por no dar a Criseya la oportunidad de apuñalarlo.

Si antes se lo veía encendido, su rostro tomó de pronto un color grisáceo. Intentó llamar a los guardias, pero el grito se le heló en la boca por el temor y la sorpresa.

Wolff no le dio oportunidad de pedir ayuda. Soltando la daga, golpeó al barón en la barbilla. Von Elgers cayó, inconsciente. Wolff, sin pérdida de tiempo, pasó a toda velocidad junto a Criseya, que lo miraba, pálida, los ojos dilatados. Tomó las sábanas y cortó tiras, introduciendo la más pequeña en la boca del barón; después utilizó la más larga a modo de mordaza. Por último cortó un trozo del cordón que llevaba enrollado en la cintura y ató con él las manos del barón.

Vamos – dijo a Criseya, cargando a von Elgers sobre el hombro. Después hablaremos.

Sólo se detuvo para indicar a Criseya la forma de cerrar la puerta, para que nadie más descubriera el pasaje, cuando vinieran a investigar por la prolongada ausencia del barón. La muchacha lo siguió, sosteniendo la antorcha. Una vez que llegaron al agua, Wolff le explicó lo que harían para escapar. En primer lugar, recogió el cuerno oculto. Después salpicó con agua al barón para despertarlo. Cuando éste abrió los ojos, le informó de lo que debía hacer.

El barón negó con la cabeza.

– O venís con nosotros como rehén – dijo Wolff –, y corréis el riesgo de que os atrapen los dragones de agua, o morís ahora mismo. ¿Qué preferís?

El barón asintió. Wolff cortó sus ataduras, pero ato una punta del cordón a uno de sus tobillos. Los tres bajaron al agua. Inmediatamente, von Elgers nadó hacia la salida y se sumergió. Los otros le siguieron. La pared se abría a sólo un metro y medio de profundidad. Al salir, ya del otro lado, Wolff notó que las nubes empezaban a abrirse. Pronto la luna brillaría en todo su verde esplendor.

Von Elgers y Criseya, tal como había sido ordenado, nadaron en ángulo hacia la otra orilla del foso. Wolff los seguía, sosteniendo el otro extremo del cordón, lo que le impedía ganar mucha velocidad. En quince minutos más, la luna se escondería tras el monolito, y el sol no tardaria mucho en surgir por el otro lado. No le quedaba mucho tiempo para llevar a cabo sus planes, pero tampoco podía mantener al barón bajo su control, a menos que se tomara el tiempo suficiente.

Debían llegar a la orilla del foso a unos cien metros del punto en donde aguardaban los gworl y sus cautivos. En pocos minutos estuvieron más allá de la curva del castillo, fuera de la vista de los givorí y de los guardias del puente levadizo, aun en el caso de que surgiera la luna. Ese rumbo implicaba un mal necesario, pues cada segundo en el agua era una posibilidad más de que los dragones acuáticos los descubrieran.

Cuando estaban a veinte metros de la meta, Wolff vio, o sintió, mejor dicho, un surco en el agua. Al volverse, comprobó que la superficie presentaba una pequeña ola, y que ésta se movía en su dirección. Levantó las piernas y golpeó con fuerza. Sintió en los pies algo duro, lo bastante sólido como para permitirle apartarse. Se echó hacia atrás, soltando el cordón al mismo tiempo. Aquello pasó entre él y Criseya, se lanzó sobre von Elgers y desapareció.

También el rehén de Wolff.

No intentaron el rescate por no hacer ruidos al chapotear; en cambio, nadaron a toda velocidad, sin detenerse hasta llegar a la orilla, a donde treparon, jadeando.

Wolff no esperó a recuperar el aliento. En pocos minutos el sol aparecería por detrás de Doozvillnavava. Ordenó a Criseya que lo esperara. Si no volvía a poco de salir el sol, era probable que tardara mucho o que no regresara jamás. En ese caso, ella debería ocultarse en los bosques y defenderse por sí misma. Criseya le rogó que no se marchara; la idea de quedarse sola allí le resultaba intolerable. Pero él le entregó una daga que había sujetado al borde de su camisa, diciendo:

– No tengo otro remedio.

– La usaré para matarme si te pasa algo.

Para Wolff era un tormento el dejarla allí, tan indefensa, y, al mismo tiempo, no había otra salida.

– Mátame antes de irte – pidió ella –. Ya he pasado por demasiadas cosas. No puedo soportar más.

Él la besó ligeramente en los labios, diciendo:

– Claro que puedes. Te has endurecido, y siempre fuiste más fuerte de lo que creías. Mírate. Ahora puedes decir «matar» y «muerte» sin un pestañeo.

Y se marchó corriendo, agachado, hacia el lugar en donde habían quedado sus amigos y los gworl. Cuando calculó hallarse a veinte metros de ellos, se detuvo a escuchar. Sólo se oyó el quejido de un pájaro nocturno y un grito ahogado en el interior del castillo. Wolff, con la daga entre los dientes, se arrastró sobre manos y rodillas hacia la luz que indicaba la ventana de sus habitaciones. Esperaba percibir en cualquier momento el hedor a fruta fermentada y divisar un grupo de siluetas negras contra el cielo.

Pero nadie apareció. Sólo quedaban los restos de las telas de araña para demostrar que los gworl habían pasado por allí.

Revisó la zona. Una vez seguro de que no había señal de ellos, y viendo que el sol lo pondría muy pronto al descubierto, regresó a donde estaba Criseya. Ella lo abrazó con un sollozo.

–i Ya ves! He vuelto, a pesar de todo – le dijo él –. Pero tenemos que marcharnos.

–¿Volvemos a Okeanos?

– No. Seguiremos a mis amigos.

Se alejaron a paso rápido, hacia el monolito. Pronto notarían la ausencia del barón, y no habría escondite seguro en muchas millas a la redonda. También los gworl, conscientes de ello, marcharían a toda prisa hacia Doozvillnavava. Por mucho que quisieran el cuerno, no podían quedarse en esa zona. Más aún: debían pensar que Wolff se había ahogado, o lo creían muerto entre las fauces de los dragones acuáticos. Desde su punto de vista, el cuerno estaba por el momento fuera de su alcance, pero en un sitio seguro donde podrían buscarlo en cualquier momento.

Wolff forzaba la marcha. No se detuvieron más que para tomarse unos breves momentos de descanso hasta llegar a la cerrada selva de Rauhwald. Allí se arrastraron entre los arbustos espinosos, hasta que les dolieron las articulaciones y les sangraron las rodillas. Llegó un momento en que Criseya no pudo seguir. Wolff juntó frutas de las que abundaban en la zona, y en la mañana reanudaron el difícil avance. Al salir de Rauhwald estaban ya cubiertos de las heridas causadas por las espinas. Pero nadie los acechaba del otro lado, como temieran.

Ése no fue el único motivo de alegría. Wolff había encontrado pruebas de que los gv'orl habían pasado también por allí: en las espinas se notaban pelos duros y trocitos de tela. Sin duda, Kickaha había dejado esos jirones para indicar el camino, en caso de que Wolff lo siguiera.

***

Capítulo 15

ATLANTIS


Un mes después llegaron finalmente al pie de Doozvillnavava, el monolito. Estaban seguros de haber seguido el camino correcto, pues habían oído hablar de los gworl, y algunos decían haberlos visto desde cierta distancia.

– No sé por qué razón se han alejado tanto del cuerno – dijo Wolff –. Tal vez piensen esconderse en alguna cueva de la montaña, para volver cuando hayan dejado de buscarlos.

– O quizás hayan recibido del Señor órdenes de volver antes con Kickaha. Ha sido para él, desde hace muchos años, como una mosca en la oreja; debe enloquecer sólo con recordarlo. Tal vez quiera asegurarse de que Kickaha está fuera de combate antes de enviar a los gworl en busca del cuerno.

Wolff estuvo de acuerdo. También era posible que el Señor quisiera bajar de su palacio por medio de las mismas sogas con las que había bajado a los gworl. Sin embargo, no parecía posible; el Señor no quería correr el riesgo de que lo dejaran colgado, y no podía estar seguro de que los gworl volverían a subirlo.

La altura de Doozvillnavava causaba vértigos. Según había dicho Kickaha, era al menos dos veces más alta que el monolito de Abharhploonta, sobre el cual se extendía Drachelandia. Llegaba a los dieciocho mil metros, y los animales que vivían en las salientes y en las cuevas de su cara eran tan hambrientos y temibles como los de otros monolitos. Doozvillnavava era retorcida, lisa, barrida y erizada; su anda superficie presentaba una enorme depresión que recordaba una boca inmensa y oscura; aquel gigante parecía listo para devorar a quien se atreviera contra él.

Criseya se estremeció al contemplar los vertiginosos precipicios de increíbles altura. Pero nada dijo; hacía tiempo que sabía callar sus temores. Tal vez se debía a que ya no se preocupaba por sí misma, según pensaba Wolff, sino por la vida que llevaba en su vientre, pues estaba segura de estar encinta.

La rodeó con los brazos y la besó, diciendo:

– Me gustaria partir ahora mismo, pero debemos hacer los preparativos para varios días. No podemos defendernos de los monstruos si no hemos descansado ni comido lo suficiente.

Tres días después iniciaron el ascenso, vestidos con toscas prendas de piel de venado y provistos de lazos, armas, herramientas para escalar y bolsas con agua y comida. Wolff llevaba el cuerno en un saco de cuero suave, sujeto a su espalda.

A los noventa y un días estaban aproximadamente en la mitad. Cada paso había sido una lucha contra la pulida superficie vertical, las agrietadas rocas y traicioneras o los animales de presa. Entre éstos figuraban la serpiente multípeda que Woll había visto ya en Thayaphayawoed, los lobos de grandes garras adaptadas a la marcha entre las rocas, el antropoide montañés, los pájaros–hacha del tamaño de avestruces, y el salta–abajo, un animal pequeño, pero mortal.

Llevaban ciento ochenta y seis días de ascenso cuando finalmente llegaron a la cima de Doozvillnavava. Ninguno de los dos podía considerarse el mismo, ni física ni mentalmente. Wolff había perdido peso, pero tenía más resistencia y más fortaleza física; las heridas causadas por los salta–abajo, los antropoides montañeses y los pájaros–hacha le cubrían el rostro y el cuerpo. Su odio contra el Señor había aumentado, pues Criseya había perdido el feto antes de llegar a los tres mil metros de altura. Era de esperar que eso ocurriera, pero Wolff no podía olvidar que ese escalamiento no habría sido necesario sin la intervención del Señor.

Criseya se había fortalecido física y espiritualmente, gracias a las experiencias previas al ascenso de Doozvillnavava. Sin embargo, las situaciones vividas al subir el monolito habían sido mucho peores que todo lo anterior. Pero no se dio por vencida, y eso confirmó la creencia de Wolff: estaba hecha de una fibra básicamente fuerte. Los efectos de aquellos milenios de molicie vividos en el Jardín habían desaparecido. La Criseya que conquistara el monolito se parecía mucho a la que habían substraído a la vida salvaje y exigente de los antiguos egeos; pero era mucho más sabia.

Wolff hizo una pausa de varios días para descansar, cazar, reparar los arcos y fabricar flechas nuevas. También se mantuvo alerta para descubrir la posible presencia de las águilas. No había tenido contacto con ninguna desde que hablaron con Ftie en aquella ciudad en ruinas, junto al río Guzirit. Como no apareciera ninguna, decidió, a disgusto, entrar en la selva. Tal como Drachelandia, todo el borde del monolito estaba cubierto por u ncinturón selvático de dos mil quinientos kilómetros de ancho. Dentro de él se encontraba la tierra de Atlantis, que cubría, exceptuando el monolito ubicado en el centro, una superficie igual a la de Francia y Alemania juntas.

Wolff trató de divisar la columna sobre la cual se levantaba el palacio del Señor, pues Kickaha le había dicho que podía verse desde el borde, aunque era mucho más angosto que cualquiera de los otros. Sólo pudo ver un continente vasto y oscuro, hecho de nubes, mellado y barrido por los relámpagos. Idaquizzoorhuz estaba oculto. Tampoco era visible desde la copa de los árboles ni desde la cima de las colinas altas. Una semana después, las nubes de tormenta seguían ocultando el pilar de piedra. Esto le preocupó, pues llevaba tres años y medio en ese planeta' sin haber jamás visto una tormenta igual.

Pasaron quince días. Al decimosexto, mientras recorrían un angosto sendero cerrado por el follaje, descubrieron un cadáver decapitado; un metro más allá, entre los arbustos, yacía la cabeza de un khamshem, con su turbante.

– También Abíru puede seguir a los gworl – dijo Wolff –. Tal vez ellos se llevaron sus joyas al huir del castillo de von Elgers. O quizá piensa que ellos tienen el cuerno; eso es lo más probable.

Tres kilómetros más allá dieron con otro khamshem; aquél tenía el vientre abierto y los intestinos fuera. Wolff trató de interrogarlo, pero el hombre estaba en agonía, y optó por cortar sus sufrimientos; no dejó de observar que Criseya no apartó siquiera la vista cuando lo hacía. Después envainó el cuchillo y tomó la cimitarra del khamshem en la mano derecha, pensando que pronto la necesitaría.

Media hora después escucharon gritos y alaridos hacia el final del sendero, y se ocultaron entre el follaje, al costado del camino. Abiru y dos khamshem venían corriendo por él; la muerte los perseguía bajo la forma de tres robustos negroides de cara pintada y larga barba teñida de escarlata. Uno de ellos arrojó su espada, que fue a clavarse en la espalda de un khamshem; éste cayó hacia adelante, silenciosamente, y resbaló en la tierra suave y húmeda, como un velero lanzado hacia la eternidad, con la espada como mástil. Abiru y el otro khamshem se volvieron para presentar batalla.

Wolff se vio forzado a admirar a Abiru, quien luchó con habilidad y coraje. Su compañero cayó muy pronto, con una espada clavada en el plexo solar, pero él continuó blandiendo la cimitarra, hasta que dos de los salvajes cayeron y el tercero emprendió la retirada. Una vez que el negroide hubo desaparecido, Wolff se acercó silenciosamente a Abiru, por detrás. Un golpe asestado con el canto de la mano bastó para que la cimitarra cayera del brazo paralizado.

Abiru quedó mudo por la sorpresa y el miedo. Cuando Criseya salió de entre los matorrales, los ojos del khamshem se dilataron aún más. Wolff le preguntó qué ocurría. Con algún esfuerzo, Abiru recuperó el habla y respondió.

Tal como Wolff lo supusiera, el khamshem había perseguido a los gworl con ayuda de sus hombres y de algunos sholkin. A varias millas de allí había logrado alcanzarlos. Es decir, fueron ellos quienes lo atraparon. La emboscada fue bastante fructífera, pues mataron o hirieron a la tercera parte de los khamshem sin pérdida para ellos, que permanecieron a resguardo entre los árboles, arrojando sus puñales desde allí.

Los khamshem echaron a correr, confiando en poder presentar batalla en un lugar más ventajoso, si lograban encontrarlo. Pero cazadores y cazados dieron con una horda de salvajes negros.

– Y pronto habrá muchos más detrás de vos – dijo Wolff –. ¿Qué pasó con Kickaha y funem Laksfalk?

– Sobre Kickaha, nada sé. No estaba con los gworl. En cambio, el caballero Yiddish estaba con ellos.

Por un momento, Wolff pensó en matar a Abiru. Pero le disgustaba hacerlo a sangre fría, y, además, deseaba haccrle otras preguntas. Tenía la impresión de que aquel hombre era mucho más de lo que aparentaba ser. Por lo tanto, le indicó que caminara con un ademán de la cimitarra, y echó a andar camino abajo. Abiru protestó que los matarían, pero Wolff le ordenó callar. Pocos minutos después pudieron oír los gritos de quienes luchaban. Tras cruzar un arroyo poco profundo se encontraron al pie de una colina escarpada y alta.

El suelo era tan rocoso que crecía en él poca vegetación. La colina estaba sembrada de muertos y heridos: gworl, khamshem, sholkin y salvajes. Cerca de la cima, tres personas rechazaban a los negros, apoyando la espalda contra una pared en forma de V, bajo una especie de techo formado por dos enormes rocas. El grupo estaba formado por un gworl, un khamshem y el barón Yiddish. En el momento en que Wolff y Criseya empezaban a subir, el khamshem cayó, atravesado por varias de aquellas puntas de lanza, del tamaño de palas. Wolff indicó a la muchacha que retrocediera. Por toda respuesta, ella puso una flecha en su arco y disparó. Uno de los salvajes cayó hacia atrás, con el asta asomándole por la espalda.

Wolff sonrió, aunque ceñudo, y tomó su propio arco. La pareja escogió como víctimas sólo a aquellos que formaban la retaguardia, confiando en que les sería posible matar a unos cuantos antes de que los demás se dieran cuenta. Así cayeron doce salvajes, hasta que uno de ellos, por mera casualidad, echó una mirada hacia atrás en el momento en que uno de sus compañeros caía. Soltó un grito y llamó la atención de los demás, que inmediatamente blandieron sus espadas y se lanzaron colina abajo para atacar a la pareja, mientras la mayoría se encargaba del gworl y de Yiddish. Antes de que hubieran cubierto la mitad del camino habían caído otros cuatro.

Cuando cayeron otros tres, los seis restantes perdieron las ganas de entablar batalla cuerpo a cuerpo. Se detuvieron y arrojaron sus espadas, desde tanta distancia que los arqueros las esquivaron sin dificultad. Wolff y Criseya actuaban con la destreza y la frialdad que dan la práctica y la experiencia. Mataron a otros cuatro, y los dos sobrevivientes corrieron a unirse al grupo principal, gritando. Ninguno de los dos logró llegar, aunque uno solo estaba herido en una pierna.

Pero el gworl había caído también, y sólo quedaba en pie funem Laksfalk contra cuarenta enemigos. Su única ventaja consistía en que las paredes de roca y los cadáveres diseminados sólo daban paso a dos a la vez. El caballero cantaba en voz alta un himno de guerra judío, sin dejar de blandir su cimitarra ensangrentada.

Wolff y Criseya se cubrieron tras un par de rocas y renovaron el ataque a la retaguardia. Cayeron otros cinco salvajes antes de que sus aljabas quedaran vacías. Entonces Wolff indicó:

– Recupera algunas de entre los cadáveres y vuelve a utilizarlas. Yo voy en su ayuda.

Levantó una espada y corrió hacia arriba, en ángulo, confiando en que sus enemigos estarían demasiado ocupados como para descubrirlo. Al llegar, se encontró con que dos salvajes esperaban, agazapados sobre los cantos rodados, el momento en el que Yiddish se aventuraba fuera del techo para saltar sobre él.

Wolff blandió rápido su espada y golpeó a uno en las nalgas. El hombre cayó con un grito, aplastando probablemente a algunos de los compañeros que luchaban abajo. El otro se dio vuelta y recibió el cuchillo de Wolff en el vientre.

Wolff levantó una piedra, la ubicó sobre una de las rocas grandes y trepó a ella. Una vez allí, volvió a levantar la piedra por sobre su cabeza y, adelantándose, la arrojó sobre la turba. Los atacantes levantaron la vista a tiempo para verla caer sobre ellos. Aplastó al menos a tres y cayó rodando por la colina. Ante eso, los sobrevivientes huyeron, presas del pánico. Tal vez pensaron que Wolff no estaba solo; o quizá estaban enervados, como salvajes indisciplinados que eran, por las muchas pérdidas sufridas. Al descubrir que toda la retaguardia había caído también, el pánico se hizo mayor.

Para que no regresaran, Wolff decidió avivar ese miedo. Saltó hacia abajo, volvió a levantar la piedra y la envió rodando colina abajo, hacia los fugitivos. El canto rodado saltó y rebotó como un lobo detrás de una liebre, y cobró una nueva víctima antes de llegar al fondo.

Criseya, desde su resguardo, lanzó otras dos flechas hacia los salvajes.

Wolff se volvió hacia el barón, que yacía en el suelo; estaba lívido, y la sangre manaba en abundancia de una herida sufrida en el pecho.

–¡Vos! – dijo, débilmente –. El hombre de otros mundos. ¿Me habéis visto luchar?

– Os vi – respondió Wolff, inclinándose para examinar la herida –. Habéis luchado como uno de los guerreros de Josué, amigo mío. Luchasteis como nunca he visto luchar. Debéis haber matado al menos veinte.

Funem Laksfalk logró sonreír un poco.

– Fueron veinticinco. Los conté.

Y en seguida agregó, ensanchando su sonrisa:

– Ambos estamos exagerando un poco la verdad, como diría nuestro amigo Kickaha. No mucho, de cualquier modo. Fue una gran pelea. Sólo lamento haber tenido que luchar sin amigos, sin armadura, y en un sitio tan solitario que nadie sabrá cuánto honor agregó funem Laksfalk al apellido de su estirpe. Aunque sólo fuera ante un puñado de salvajes desnudos y aullantes.

– Se sabrá – dijo Wolff –. Algún día he de contarlo.

No intentó pronunciar falsas palabras de consuelo. Tanto el Yiddish como él sabían que la muerte estaba llegando, olfateando ansiosa el final del sendero.

–¿Sabéis qué ha sido de Kickaha? – preguntó.

–¡Ah, ese embustero! Una noche se deshizo de sus cadenas. Trató de cortar también las mías, pero no pudo. Se marchó con la promesa de volver para liberarme. Y lo hará, pero ha de llegar muy tarde.

Wolff miró hacia el pie de la colina. Criseya iba subiendo hacia él, con varias flechas que había recobrado de entre los cadáveres. Los negros se habían reagrupado en el valle y hablaban animadamente entre ellos. Otros se les unieron desde la selva. Con los nuevos, el número se elevaba a cuarenta. Éstos respondían a las órdenes de un hombre adornado con plumas, que llevaba una horrible máscara de madera; saltaba constantemente, y parecía arengar a los suyos.

El Yiddish preguntó qué ocurría, y Wolff se lo dijo. Para escuchar su respuesta fue necesario acercarle el oído a la boca.

– Mi sueño más preciado, barón Wolff, era luchar algún día a vuestro lado. Ah, qué noble pareja de caballeros habríamos formado, con nuestras armaduras, blandiendo nuestras... S'iz kalt.

Los labios enmudecieron y quedaron lívidos. Wolff se levantó para volver a mirar hacia abajo. Los salvajes empezaban a subir, abriéndose en abanico para cerrar cualquier huida. Optó por amontonar los cadáveres, a fin de formar un parapeto. Su única esperanza era no dejar paso sino para uno o dos hombres a la vez. Quizá se descorazonaran si perdían unos cuantos hombres. No parecía probable; aquellos salvajes daban muestras de una notable persistencia, a pesar de las cuantiosas pérdidas sufridas. Además, siempre les quedaba el recurso de retroceder y esperar a que Wolff y Criseya salieran del refugio, impulsados por la sed y el hambre.

Los salvajes se detuvieron a mitad de camino, y aguardaron que quienes habían rodeado la montaña establecieran sus posiciones. Por último, ante un grito del hombre de la máscara, treparon a toda prisa. Los dos defensores no se movieron hasta que las espadas, arrojadas desde lejos, comenzaron a golpear los costados rocosos y a clavarse en la barricada de cadáveres. Wolff disparó dos flechas; Criseya, tres. Ninguna falló.

Wolff soltó su última flecha. El proyectil fue a golpear contra la máscara del jefe, quien cayó rodando por la montaña. Un momento después lo vieron arrojar la máscara e incorporarse, con el rostro ensangrentado, para dirigir la segunda carga.

Un alarido misterioso brotó de la selva. Los salvajes se detuvieron en seco y se volvieron a mirar el verdor que rodeaba la colina. Una vez más, el grito ululante se elevó de entre los árboles.

De pronto, un hombre de cabellos cobrizos, vestido sólo con un taparrabos de leopardo, salió de la selva a la carrera. Llevaba una espada en una mano y un largo cuchillo en la otra y un lazo enrollado al hombro; del otro pendían un arco y una aljaba. Detrás de él apareció un grupo de antropoides de brazos largos y pecho ancho, robustos, salientes los colmillos.

Ante aquella aparición, los salvajes soltaron un grito y, trataron de bajar por el otro lado de la colina. Se vieron frente a un nuevo grupo de antropoides, y las dos columnas se cerraron sobre ellos como velludas mandíbulas.

La lucha fue breve. Algunos monos cayeron con el vientre atravesado por las espadas, pero casi todos los negros soltaron las armas y trataron de escapar; otros se acurrucaron, paralizados y temblando. Sólo doce lograron escapar.

Wolff, aliviado, sonrió, dirigiéndose al hombre de la piel de leopardo.

–¿Cómo te llamas en este nivel? – le preguntó. Kickaha respondió, con otra sonrisa:

– Trata de adivinarlo. Tienes una oportunidad. Su sonrisa se borró al ver al barón.

Maldición! Me llevó demasiado tiempo reunir a los monos y encontraros. Era una buena persona, este Yiddish; me gustaba su forma de ser. ¡Maldición! De cualquier modo, le prometí que, en caso de que muriera, llevaría sus restos al castillo ancestral, y mantendré mi promesa. Pero no en este momento. Tenemos ciertos asuntos que atender.

Y llamó a algunos de los antropoides para presentárselos.

– Como verás – dijo a Wolff –, se parecen más a tu amigo Ipsewas que a los verdaderos monos. Las piernas son más largas y los brazos más cortos. Al igual que Ipsewas, y a diferencia de los grandes monos que describía mi autor favorito de la infancia, tienen cerebros humanos. Odian al Señor por lo que les ha hecho. No sólo quieren venganza, sino también una oportunidad de recuperar sus cuerpos de hombre.

Recién entonces, Wolff recordó a Abiru, pero no pudieron encontrarlo. Por lo visto se había marchado cuando Wolff fue en ayuda de Laksfalk.

Esa noche, en torno al fuego donde se asaba un venado, Wolff y Criseya supieron del cataclismo que asolaba Atíantis. Todo había comenzado con el nuevo templo que el Rhadamanthus de Atíantis queria construir. El propósito visible de la torre era testimoniar la gloria del Señor. Debía alcanzar mayor aktura que ningún otro edificio del planeta, y el Rhadamanthus reclutó a todos sus siervos para erigir el templo. Agregó piso sobre piso hasta que pareció querer alcanzar el cielo.

Los hombres se preguntaban cuándo terminaría aquel trabajo. Todos eran esclavos, con un solo propósito por delante: construir. Pero nadie se atrevía a hablar abier tamente, pues los soldados del Rhadamanthus mataban a quien presentaba objeciones o a los que no trabajaban. Pronto comprendieron que el Rhadamanthus abrigaba otras ideas en su mente transtornada: pretendía construir un medio para asaltar los mismos cielos, el palacio del Señor.

–¿Un edificio de nueve mil metros? – preguntó Wolff.

– Sí. Naturalmente, no era posible con la tecnología de que disponían en Atlantis. Pero el Rhadamanthus estaba loco, y seguía adelante. Tal vez lo alentaba el hecho de que el Señor no hubiese aparecido durante tantos años, y daba por ciertos los rumores de que había desaparecido. Naturalmente, los cuervos le habrán dicho otra cosa, pero debe haber considerado que mentían para protegerse.

El meteoro que ahora destruía a Atlantis era una prueba de que el Señor tomaba venganza contra la audacia del Rhadamantus. Aquel Señor habría descubierto finalmente cómo operar los mecanismos secretos del palacio.

– El Señor que desapareció debió tomar sus precauciones, para que ningún ocupante manipulara sus poderes; pero éste ha aprendido al fin a desatar las tormentas.

Y así, huracanes gigantescos barrían la zona, seguidos por tornados y lluvias constantes. El Señor tenía intenciones de barrer toda la vida de ese nivel.

Antes de llegar al borde de la jungla se toparon con la marea de refugiados. Estos contaban historias de casas y grandes edificios desaparecidos, de personas arrebatadas por el viento, de inundaciones que iban dejando la tierra desprovista de árboles, de toda vida, que ya estaban barriendo hasta las colinas.

El grupo de Kickaha ya debía encorvarse para avanzar contra el viento. Las nubes se cerraron en torno a ellos; la lluvia los castigó, mientras los relámpagos estallaban por los cuatro lados.

Aun así, había períodos en los que cesaban la lluvia y los rayos. Las fuerzas liberadas por Arwoor se agotaban, y era necesario reponerlas. En esos momentos de relativa calma, el grupo avanzaba lentamente. Debían cruzar ríos crecidos, que arrastraban las ruinas de una civilización: casas, árboles, muebles, carruajes, cadáveres de hombres, mujeres y niños, de perros, caballos, pájaros y animales silvestres. Los bosques presentaban las raíces descubiertas y grandes quemazones causadas por los rayos. Cada valle estaba inundado; cada depresión había sido cubierta. Y un hedor insoportable lo invadía todo.

Al fin, las nubes empezaron a abrirse. El sol volvió a salir, pero iluminó una tierra sumida en el silencio y en la muerte. Sólo se oía el bramar de las aguas y el grito de algún pájaro que había logrado sobrevivir. A veces, el aullido de algún hombre enloquecido les erizaba la piel. Pero esto ocurría pocas veces.

Las últimas nubes se alejaron, y el monolito blanco de Idaquizzoorhruz brilló ante ellos, a quinientos kilometros de distancia, en la llanura carente de horizontes. La ciudad de Atlantis (o lo que quedara de ella), estaba a trescientos kilómetros. Demoraron veinte días en llegar a los suburbios, debido a las inundaciones y a los escombros.

–¿Crees que el Señor puede vernos? – preguntó Wolff.

– Supongo que sí, con alguna especie de telescopio. Pero me alegra que lo hayas preguntado, porque será mejor que empecemos a viajar de noche. Aún así, aquéllos nos verán.

Y señaló un cuervo que pasaba volando.

Al pasar por las ruinas de la ciudad capital descubrieron el zoológico de Rhadamanthus. Aún quedaban varias fuertes jaulas en pie, y en una de ellas había un águila. El sucio piso estaba cubierto de huesos, plumas y picos. Las águilas enjauladas habían escapado a la muerte por inanición comiéndose unas a otras. Quedaba una sola sobreviviente, flaca, debilitada y miserable en la percha más alta.

Wolff abrió la jaula, y Kickaha se aproximó para hablar con el águila, que se llamaba Armonide. Al principio, la enorme ave sólo pensó en atacarlos, a pesar de lo débil que estaba. Wolff le arrojó varios pedazos de carne, y ambos continuaron con la narración. Armo nide los trató de mentirosos; dijo que perseguían, seguramente, algún fin humano, es decir, malvado. Wolff le hizo ver que ellos no tenían por qué liberarla y terminó con su historia; recién entonces el ave comenzó a creerle. Al oír que Wolff tenía un plan para vengarse del Señor, la opacidad de sus ojos dio paso a un brillo agudo. La idea de atacar al Señor, y quizá de lograr el éxito, era mejor que el alimento mismo. Permaneció junto a los hombres durante tres días, que empleó en comer, en fortalecerse y en memorizar exactamente lo que diría a Podarga.

– Aún has de presenciar la muerte del Señor – le dijo Wolff –, y tendrás un hermoso y juvenil cuerpo de doncella. Pero sólo si Podarga obra como le pedimos.

Armonide se lanzó en picada desde un precipicio, batió las alas desplegadas y empezó a ascender. Por último, las plumas verdes de su cuerpo se confundieron con el verde del cielo, la cabeza roja se convirtió en un punto negro, y desapareció.

Wolff y su grupo permanecieron ocultos entre los árboles caídos hasta la noche. Para ese entonces, por algún proceso sutil y misterioso, Wolff había pasado a ser el jefe nominal. Antes era Kickaha quien llevaba las riendas, con la aprobación de todos. Pero algo hizo que el poder de las decisiones pasara a manos de Wolff, sin que nadie supiera por qué, pues Kickaha seguía siendo tan arriesgado y vigoroso como siempre. Esa transmisión de mando no se debió a ningún esfuerzo excepcional de Wolff. Fue como si Kickaha hubiese estado esperando a que su amigo aprendiese cuanto él podía enseñarle para entregarle la batuta.

Caminaban solamente durante las horas de la noche, y en ese período veían muy pocos cuervos. Parecía no haber mayor necesidad de ellos en esa zona, pues estaba bajo la vigilancia directa del Señor. Además, ¿quién podía atreverse a incursionar allí, después de tales muestras de cólera?

Al llegar a las grandes ruinas de la torre erigida por Rhadamanthus, se refugiaron entre los restos. Había allí una buena cantidad de metal, necesario para llevar a cabo los planes de Wolff. Los únicos problemas consistían en conseguir suficiente cantidad de comida y en disimular el ruido de martillos y sierras y el resplandor de sus pequeñas fraguas. Solucionaron el primer punto al descubrir un depósito de cereales y carne seca. La mayor parte de la mercadería había sido destruida por el fuego y el agua, pero quedaba bastante como para alimentar al grupo durante varias semanas. En cuanto al segundo problema, resolvieron trabajar en las cámaras subterráneas. Tardaron varios días en despejar los túneles, pero eso no afligió a Wolff: de cualquier modo, Armonide demoraría algún tiempo en llevar el mensaje a Podarga; eso, si lograba llegar con él, pues podían ocurrirle muchos percances en el camino, especialmente el ser atacada por los cuervos.

–¿Qué pasará si ella no llega a Podarga? – preguntó Criseya.

– Tendremos que estudiar otro plan – replicó Wolff, acariciando el cuerno y presionando los siete botones –. Kickaha conoce la entrada por la cuál abandonó el palacio. Podríamos utilizarla, pero sería tonto. El Señor actual no será tan estúpido como para no tener allí una fuerte guardia.

Pasaron tres semanas. Las reservas de comida comenzaron a escasear sensiblemente, y fue necesario enviar a un grupo de cazadores para conseguir más. Esto era peligroso aun durante la noche, pues no había forma de saber si había algún cuervo por los alrededores. Más aún, Wolff pensaba que el Señor podía tener también artefactos para ver de noche con tanta claridad como durante el día.

Al concluir la cuarta semana, Wolff dejó de contar con la ayuda de Podarga. o Armonide no había llegado a destino, o Podarga se había negado a colaborar.

Esa misma noche, mientras contemplaba la luna, sentado bajo un inmenso palio de acero curvado, Wolff oyó un susurro de alas. Miró hacía la oscuridad. De pronto, la luna iluminó algo negro y ambarino: Podarga estaba ante él. La seguían muchas formas aladas, y los rayos de luna se reflejaban sobre los picos amarillos y ojos brillantes rojizos.

Wolff las condujo a través de los túneles, hasta una gran cámara. Junto a las pequeñas hogueras volvió a contemplar la trágica belleza de la arpía. Pero ahora se la veía casi feliz ante la perspectiva de poder vengarse. La bandada había llevado alimentos, y, mientras comían, Wolff le explicó sus planes. Mientras discutían los detalles, uno de los monos, que estaba de guardia, trajo a un hombre que había sorprendido acechando entre las ruinas. Era Abiru, el khamshem.

– Para ti, esto es mala suerte; para mí, algo muy triste – dijo Wolff –. No puedo dejarte atado aquí. Si escapas y te comunicas con un cuervo, el Señor estará sobre aviso. Debo matarte, a menos de que logres disuadirme.

Abiru miró a su alrededor, y no vio sino la muerte.

– Está bien – dijo –. No quería hablar, y no lo haré delante de todos, si puedo evitarlo. Créeme, debo hablar contigo a solas, tanto por tu vida como por la mía.

– No hay nada que no puedas decir frente a todos nosotros – replicó Wolff –. Habla.

Pero Kickaha, acercando los labios al oído de Wolff, susurró:

– Será mejor que hagas lo que él propone.

Wolff quedó atónito. Volvieron a asaltarlo las viejas dudas con respecto a la identidad de Kickaha. Ambas solicitudes eran tan extrañas, tan inesperadas, que por un momento se sintió desconcertado. Parecía flotar muy lejos de todos ellos.

– Si nadie se opone, lo escucharé a solas – dijo.

Podarga frunció el ceño y abrió la boca, pero Kickaha la interrumpió:

– Gran Señora, éste es el momento de confiar. Debes creer en nosotros y tenernos confianza. ¿O prefieres perder tu única oportunidad de venganza y de recuperar tu cuerpo humano? Es necesario que nos sigas en todo. Si interfieres, todo se habrá perdido.

– No sé a qué viene todo esto – respondió Podarga –, y presiento que se me está traicionando. Pero haré como tú dices, Kickaha, porque te conozco y sé que eres un amargo enemigo del Señor. Pero no pongáis demasiado a prueba mi paciencia.

Entonces, Kickaha confió a Wolff algo aún más extraño:

– Ahora reconozco a Abiru. Me engañaron la barba y el color dé la piel. Además, hacía veinte años que no escuchaba su voz.

El corazón de Wolff latió más de prisa, con una aprensión indefinida. Tomó su cimitarra y condujo a Abiru, que tenía las manos atadas a la espalda, hasta un cuarto pequeño. Y allí escuchó lo que el khamshem debía decirle.

***

Capítulo 16

EL ASALTO


Una hora más tarde se reunió con los otros. Parecía aturdido.

– Abiru vendrá con nuestro grupo. Puede sernos de mucha utilidad. Necesitamos muchas manos y cerebros.

–¿Quieres explicarme eso? – dijo Podarga, con los ojos entornados, recobrando su expresión de locura.

– No, no quiero y no puedo – replicó él –. Pero estoy más seguro que nunca de que ésta es nuestra gran oportunidad. Bien, Podarga, ¿cómo están tus águilas? Si el viaje las ha cansado, será mejor esperar hasta mañana a la noche, así podrán descansar.

Podarga respondió que estaban dispuestas para la tarea que tenían por delante; no deseaba soportar más demoras.

Wolff dio entonces sus órdenes; Kickaha las transmitió a los monos, quienes sólo respondían a su mando, y estos llevaron fuera las grandes barras en cruz y las sogas. Los demás los siguieron.

A la brillante luz de la luna, levantaron aquellos travesaños delgados, pero resistentes. Tanto los humanos como los cincuenta monos se ubicaron después en las plataformas de red que colgaban de los travesaños y se aseguraron con correas. En las cuatro puntas de cada cruz había fuertes sogas, y otra en el centro. Cada una de las águilas agarró una de esas sogas. Wolff dio la señal.

Aunque no habían tenido oportunidad de entrenarse, las aves saltaron simultáneamente hacia el cielo, batieron las alas y empezaron a elevarse. Se había dado a las cuerdas una longitud de quince metros, para que las águilas pudieran ganar altura antes de levantar el peso de la cruz y del hombre sujeto a ella.

Wolff sintió un súbito tirón, y extendió sus piernas para ayudar al impulso. La cruz se inclinó hacia un lado, lanzándolo contra uno de los travesaños. Podarga, que volaba al frente, dio una orden. Las águilas soltaron o recogieron las sogas, y en pocos segundos restablecieron el equilibrio.

Aquel plan no habría sido practicable en la Tierra, donde un águila de tal tamaño no habría podido alzar el vuelo sin lanzarse desde un precipicio. Aun así, su vuelo habría sido muy lento, tal vez demasiado lento como para evitar la caída. Sin embargo, el Señor había dado a las águilas unos músculos cuyo vigor igualaba su tamaño.

Se elevaron más y más. Los costados pálidos del monolito, a un kilómetro y medio de allí, centelleaban bajo la luz de la luna. Wolff, aferrado a las correas de su red, miró hacia los otros. Criseya y Kickaha le respondieron agitando la mano. Abiru permanecía inmóvil.

Las ruinas de la torre de Rhadamanthus fueron haciéndose más y más pequeñas, sin que apareciera ningún cuervo para descubrirlos. Las águilas que no cargaban las cruces volaban en un amplio radio para evitar cualquier sorpresa. Aquel ejército llenaba el espacio. El rumor de sus alas era poderoso, y Wolff temió que se oyera a muchas millas de distancia.

Al fin, toda aquella zona desbastada de Atlantis fue visible de una sola ojeada, bajo la luz de la luna. Después apareció también el borde y parte del nivel inferior. Drachelandia se presentó como un gran semicírculo de oscuridad.

Las horas pasaban lentamente. Apareció la tierra de Amerindia, fue creciendo, y de pronto se interrumpió en el borde. El jardín de Okeanos estaba demasiado bajo y era demasiado angosto como para hacerse visible.

Debido a la relativa delgadez del monolito, la luna y el sol quedaron a la vista al mismo tiempo. Pero las águilas y su carga estaban aún entre las sombras de Idaquizzorhruz. Sin embargo, esa protección no duraría mucho tiempo: pronto caería todo el fulgor del día sobre ese sector, y los cuervos podrían divisarlos desde muchos kilómetros de distancia. El ejército se aproximó en lo posible al monolito; así, sólo desde el borde podrían verlos.

Finalmente, después de cuatro horas, llegaron a la parte superior, precisamente cuando el sol empezaba a descubrirlos. Hacia el costado se abría el jardín del Señor con su deslumbradora belleza. Adelante se elevaban las torres, los alminares, los arbotantes, toda la arquitectura del palacio del Señor, como una inmensa tela de araña. Alcanzaba una altura de sesenta metros, y cubría, según Kickaha; más de ciento veinte hectáreas.

Pero no tuvieron tiempo para apreciar tanta maravilla: los cuervos del jardín empezaban a gritar. Las mascotas de Podarga se lanzaron sobre ellos, a centenares. Mientras los mataban, otras volaron hacia las ventanas para entrar en busca del Señor.

Wolff vio entrar a muchas antes de que las trampas del Señor se activaran. Pocos momentos después, las que intentaron pasar desaparecieron en un estallido de truenos y relámpagos. Cayeron, carbonizadas hasta los huesos, sobre las salientes, los terrenos inferiores y los arbotantes.

Hombres y monos fueron depositados precisamente ante una puerta de mármol rosado, tachonada de rubíes. Las águilas soltaron las cuerdas y se reunieron junto a Podarga para aguardar sus órdenes.

Wolff soltó las correas de los anillos metálicos sujetos a los travesaños, y levantó la cruz por sobre su cabeza. Después corrió hasta acercarse a la puerta, que tenía forma de diamante, y lanzó contra ella la cruz de acero. Uno de los travesaños pasó por la entrada; los dos que formaban ángulos rectos con él golpearon los costados de la puerta.

Se produjo una sucesión de llamas y de truenos ensordecedores. Lenguas ardientes, de alto voltaje saltaron hacia él. De pronto se vio salir humo del interior del palacio, y los relampagueos cesaron, ya fuera porque el artefacto se había quemado o porque estaba temporalmente descargado.

Wolff echó una mirada a su alrededor. También de las otras entradas brotaban lenguas de fuego, cuando las defensas no se habían agotado. Las águilas habían recogido varias de las cruces para arrojarlas en dirección inclinada contra las ventanas superiores. La suya estaba reducida a un líquido blanco y ardiente; Wolff saltó por sobre ella para cruzar la puerta. Criseya y Kickaha se le reunieron desde otra entrada. Detrás de Kickaha entró la horda de simios gigantescos, cada uno armado con una espada o un hacha de guerra.

–¿Recuerdas ahora? – preguntó Kickaha.

Wolff asintió, diciendo:

– No del todo, pero espero que alcance. ¿Dónde está Abiru?

– Bajo la vigilancia de Podarga y de un par de monos. Podría intentar algo por su propia cuenta.

Con Wolff adelante, cruzaron una sala cuyas paredes lucían murales capaces de sobrecoger y deleitar al más exigente de los terráqueos. En el otro extremo se abría un portón de brillante y azulado metal labrado con suma delicadeza. Se dirigieron hacia él. De pronto, un cuervo, perseguido por un águila, pasó por sobre ellos.

Al atravesar el portón, el cuervo pareció cruzar una pantalla invisible. Al momento siguiente estaba convertido en menudos trozos de carne, hueso y plumas. El águila que venía tras él soltó un grito al ver esto, y trató de frenar– su vuelo. Era demasiado tarde, y pereció de la misma manera.

Wolff atrajo hacia sí la parte izquierda del portón, en vez de empujarla, como habría hecho normalmente.


– Ahora no habrá problemas – dijo –. Pero me alegro de que el cuervo haya pasado antes que nosotros. No me acordaba de esto.

De cualquier modo, probó el efecto con la punta de su espada. Enseguida recordó que sólo la materia viva activaba la trampa. No podía hacer otra cosa que confiar en su memoria. Se adelantó, sin percibir resistencia, y los otros lo siguieron.

– El Señor debe estar oculto en el centro del palacio, donde está el control de defensa – dijo –. Algunas de las defensas son automáticas, pero a las demás tendrá que operarlas él mismo; eso, siempre que haya descubierto la forma correcta de hacerlo. Ha tenido tiempo suficiente.

Recorrieron más de un kilómetro de corredores y salas, cada una de las cuales habría podido detener durante días enteros a cualquier persona con sentido de la belleza. De vez en cuando, un estallido o un grito anunciaban que otra trampa se había puesto en funcionamiento.

Wolff los detuvo diez o doce veces; en cada oportunidad permanecía con el ceño fruncido, pensando, hasta que de pronto esbozaba una sonrisa. Movía un cuadro, o tocaba cierto punto en los murales: el ojo de un personaje, el cuerno de un búfalo en una escena de las llanuras amerindias, la empuñadura de una espada en algún cuadro teutónico. Y luego seguía caminando.

Finalmente ordenó a un águila:

– Ve a traer a Podarga y a las otras. No tiene sentido que sigan sacrificándose. Yo les indicaré el camino.

Y volviéndose hacia Kickaha, explicó:

– La sensación de algo deja' vu es cada vez más fuerte. Pero no lo recuerdo todo; sólo algunos detalles.

– Es bastante por el momento – observó Kickaha –, siempre que sean los detalles necesarios.

Marchaba con una amplia sonrisa, iluminado el rostro por el deleite de la lucha.

– Ahora comprenderás – agregó – por qué no me atreví a regresar solo. Tenía valor suficiente, pero no los conocimientos necesarios.

– No comprendo – dijo Criseya.

Wolff extendió una mano para pellizcarla.

– Pronto comprenderás. Es decir, si triunfamos. Tengo muchas cosas que explicarte, y tú tendrás mucho que perdonar.

Frente a ellos, una puerta se deslizó dentro de la pared, dando paso a un hombre de armadura; llevaba un hacha enorme en una mano, y la balanceaba como si fuera una pluma.

– No es humano – dijo Wolff –. Es uno de los taloses del Señor.

–¡Un robot! – exclamó Kickaha.

«No exactamente en el sentido que le da Kickaha», pensó Wolff. No era sólo acero, plástico y cables eléctricos. También estaba compuesto por proteínas formadas en los bancos biológicos del Señor, y, por lo tanto, gozaba de una voluntad de sobrevivir que ninguna máquina podía igualar. Tal era su fuerza, y también su debilidad.

Por indicación suya, Kickaha ordenó a los simios que obedecieran a Wolff. Diez de ellos se adelantaron, uno junto al otro, y lanzaron simultáneamente sus hachas. El tálos no pudo esquivarías todas, y recibió golpes tan fuertes y tan precisos que habrían acabado con él, de no contar con la protección de su armadura. Cayó hacia atrás, rodó un trecho, y volvió a ponerse de pie. Antes de que lo hiciera, Wolff se aproximó corriendo y golpeó con su cimitarra entre el hombro y el cuello del tálos. La hoja se partió sin haber dañado el metal, pero la fuerza del impacto volvió a derribarlo.

Wolff dejó caer sus armas, tomó al tálos por la cintura y lo levantó. El robot pataleó, tratando de aferrarlo; toda su lucha era silenciosa, pues carecía de voz. Wolff lo arrojó contra la pared. En tanto volvía a levantarse, él extrajo su daga y la clavó en uno de los ojos. El plástico cedió con un crujido, pero la punta de la hoja se rompió, y Wolff recibió un puñetazo que lo echó hacia atrás. Tomó entonces el puño extendido, se volvió y lanzó al tálos por sobre su hombro. Antes de que pudiera levantarse volvió a alzarlo en vilo y lo arrojó por la ventana.

Giró sobre sí mismo varias veces, hasta estrellarse contra el suelo, cuatro pisos más abajo. Por un momento permaneció inmóvil, como si se hubiese roto, pero enseguida empezó a levantarse. Wolff llamó a algunas águilas que estaban posadas sobre un arbotante; éstas se lanzaron en picada y tomaron al tálos por los brazos. Trataron de elevarse, pero el robot era demasiado pesado. De cualquier modo, lograron llevarlo suspendido a pocos centímetros del suelo. Pasaron volando por entre los arbotantes y las columnas de curiosas tallas. Iban hacia el borde del monolito, desde donde arrojarían al tálos. Ni siquiera una armadura como aquélla podría resistir una caída de nueve mil metros.

Dondequiera que estuviese escondido el Señor, debió ver el fin de aquel tálos. Un panel retrocedió en cierta pared, y veinte taloses salieron de ella, cada uno con un hacha en la mano. Wolff volvió a hablar con los simios, y éstos volvieron a arrojar sus hachas, derribando a varios de los robots. Los antropoides se lanzaron hacia ellos y se reunieron en pequeños grupos para levantarlos. Aunque la fuerza mecánica de cada androide era mayor que la de los simios, tomados individualmente, éstos podían someterlos si actuaban en parejas. Uno de ellos luchaba con el tálos mientras el otro le retorcía la cabeza; se oía un crujido metálico, y el mecanismo del cuello se rompía; la cabeza rodaba por el suelo, dejando escapar un líquido espeso. Otros taloses pasaron de mano en mano hasta la ventana, por donde fueron arrojados para que las águilas se encargaran de llevarlos hasta el precipicio.

Aun así, siete simios cayeron bajo las hachas o estrangulados a su vez. Los cerebros proteicos aprendían rápidamente, e imitaban los actos de sus enemigos, siempre que lograran ventaja de ello.

Un trecho más adelante, dos hojas de metal se deslizaron ante ellos, cortándoles todo avance y toda retirada posibles. Wolff había olvidado esa trampa, y sólo la recordó un segundo antes de que bajaran las láminas. Aunque descendían con mucha rapidez, tuvo tiempo de derribar un pedestal de mármol que sostenía una estatua. Uno de los extremos de la columna quedó bajo la lámina, evitando que se cerrara por completo. Sin embargo, la energía que impulsaba a aquella hoja era tan poderosa que el metal comenzó a perforar el mármol. Todo el grupo debió pasar a rastras por aquel espacio, cada vez más pequeño. Al mismo tiempo, toda aquella área quedó inundada por el agua; si no hubiera logrado demorar el cierre de la hoja por medio de la columna, todos habrían perecido ahogados.

Con el agua a los tobillos, prosiguieron por el salón y subieron un tramo de escaleras. Al llegar junto a una ventana, Wolff los detuvo y arrojó un hacha a través de ella. No hubo relámpago alguno; Wolff se asomó y llamó a Podarga y a sus águilas. Estas habían quedado bloqueadas por las hojas metálicas, y buscaban otro paso por el exterior.

– Estamos próximos al corazón del palacio; en ese cuarto debe estar el Señor – dijo Wolff –. Desde este punto en adelante, cada corredor esconde entre sus paredes varios proyectos de rayos láser. Esos rayos pueden formar una red a través de la cual es imposible pasar con vida.

Tras una pausa, agrego.

– El Señor podría quedarse allí eternamente. El combustible para esos proyectores es infinito, y tiene alimentos y bebida para resistir cualquier encerrona. Sin embargo, un viejo axioma militar sostiene que toda defensa, no importa lo formidable que sea, puede ser anulada si se encuentra el ataque correspondiente.

E inquirió, volviéndose hacia Kickaha:

– Cuando pasaste por la entrada al nivel de Atlantis, dejaste la medialuna tras de ti. ¿Recuerdas dónde fue?

–¡Sí! – respondió su compañero, con una sonrisa – La escondí tras una estatua, en un cuarto cercano a la piscina. Pero ¿y si la encontraron los gworl?

– Tendremos que pensar otra cosa. Veamos si es posible encontrarla.

–¿Qué es lo que se te ha ocurrido? – preguntó Kickaha, en voz baja.

Wolff explicó que Arwoor debía contar con una vía de escape desde el cuarto de control. Creía recordar que había en el suelo un círculo de medialunas y otras varias sueltas. Cada una de ellas, al ponerse en contacto con la medialuna inmóvil, podía abrir un portón hacia el universo con el cual la suelta estuviera en consonancia. Ninguna de ellas daba acceso a los otros niveles de ese mismo planeta; sólo el cuerno proporcionaba esos pasos.

– Claro – dijo Kickaha –. Pero ¿para qué nos servirá la medialuna, si la encontramos? Es necesario ponerla en contacto con otra, y ¿dónde está la otra? De cualquier modo, quien la use sólo podrá pasar a la Tierra.

Wolff señaló la bolsa de cuero que llevaba colgada a la espalda por una correa.

– Yo tengo el cuerno – dijo.

Empezaron a bajar por un corredor. Podarga los siguió a grandes pasos.

–¿Qué estáis planeando? – preguntó, furiosa.

Wolff respondió que buscaban el medio de llegar al cuarto de control, y le indicó permanecer en la retaguardia para solucionar cualquier emergencia. Ella se negó: puesto que estaban cerca del Señor, quería tenerlos a la vista. Por otra parte, si lograban llegar a él, tendrían que llevarla consigo. Y recordó a Wolff su promesa de que el Señor le pertenecía, para hacer con él según su voluntad. Él se encogió de hombros y continuó avanzando.

Lograron ubicar el cuarto donde estaba la estatua tras la cual Kickaha había ocultado la medialuna, pero estaba completamente devastado por la batalla entre los simios y los gworl. Los cadáveres yacían esparcidos por el suelo. Wolff se detuvo, sorprendido. No había visto un solo gworl desde que entraran al palacio, y había dado por sentado que no quedaba ninguno desde la batalla– contra los salvajes. Por lo visto, el Señor no los había enviado a todos tras Kickaha.

–¡La medialuna ha desaparecido! – gritó Kickaha.

– O la encontraron hace mucho tiempo – dijo Wolff –, o la encontraron ahora, al caer la estatua. Creo que sé quién se apoderó de ella. ¿Dónde está Abiru?

Nadie lo había visto desde el comienzo de la invasión. La arpía, encargada de custodiarlo, lo había perdido de vista.

Wolff corrió hacia los laboratorios, seguido por Kickaha y por Podarga, que llevaba las alas a medio desplegar. Llegó sin aliento tras la carrera de novecientos metros, y se detuvo en la puerta, jadeando.

– Quizá Vannax haya pasado ya al cuarto de control – dijo –. Pero si está todavía aquí, componiendo la medialuna, será mejor que entremos en silencio para tratar de sorprenderlo.

–¿Vannax? – inquirió Podarga.

Wolff lanzó una maldición para sus adentros. Tanto él como Kickaha deseaban mantener en secreto la identidad de Abiru hasta más adelante. Podarga odiaba tanto a la raza de los señores que lo habría matado de inmediato. Y Wolff quería vivo a Vannax, pues, a menos que los traicionara, podía serles de utilidad para invadir el palacio. Le había prometido que lo dejaría pasar a cualquier otro mundo para probar suerte allí, siempre que los ayudara contra Arwoor. Y Vannax le había explicado en qué forma logró regresar a aquel planeta.

Cuando Kickaha–Finnegan llegó allí por accidente, llevando consigo una de las medialunas, Vannax siguió buscando otra. Finalmente encontró una en Peoria, precisamente en el estado de Illinois. Jamás se sabría cómo había llegado hasta allí, ni qué Señor la había perdido en la Tierra. Sin duda, existirían otras medialunas perdidas en otros rincones del planeta. Sin embargo, la medialuna allí encontrada lo llevó a través de una entrada abierta hacia las tierras amerindias. Vannax escaló Thayaphayawoed hasta llegar a Khamshem, donde tuvo la suerte de capturar a Criseya, y a los gworl para apoderarse del cuerno. Desde allí había avanzado hacia el palacio, con la esperanza de entrar en él.

– Dice el viejo refrán – murmuró Wolff – que no se puede confiar en los Señores.

–¿Qué dijiste? – preguntó Podarga – Y vuelvo a preguntar: ¿quién es Vannax?

Wolff notó con alivio que ella desconocía aquel nombre. Respondió entonces que Abiru había tomado algunas veces ese seudónimo. Por no contestar a otras preguntas, y consciente de que cada segundo era de vital importancia, entró al laboratorio.

Era una habitación lo bastante amplia y alta como para albergar a diez aviones. Con todo, había en ella tantos gabinetes y consolas, tantos aparatos de distinta especie, que parecía atestada. Cien metros más allá, Vannax inclinado sobre una consola, trabajaba con botones y manivelas.

Los tres avanzaron en silencio hacia él. Pronto estuvieron lo bastante cerca como para ver que las dos medialunas estaban sujetas a la consola. En una pantalla, por sobre la cabeza de Vannax, se veía la fantasmal imagen de una tercera medialuna, cruzada por ondas luminosas.

De pronto, apareció otra junto a la de la pantalla. Vannax soltó un ¡ah! de satisfacción y siguió manipulando los diales hasta lograr que se confundieran en una sola.

Wolff comprendió que la máquina emitía una onda de frecuencia, y que Vannax la hacía coincidir con la onda de la medialuna ubicada en el cuarto de control. Enseguida operaría con las dos medialunas sujetas a la consola, sometiéndolas a un tratamiento que cambiara su resonancia, para hacerlas coincidir con la del cuarto de control. Wolff se preguntó dónde habría obtenido aquellos dos dispositivos; enseguida comprendió que una de ellas debió acompañarlo en el paso entre la Tierra y la llanura amerindia. De algún modo se había ingeniado para recobrarla antes de su fuga. Debió esconderla entre las ruinas antes de que los simios lo capturaran.

Vannax levantó la vista y descubrió a sus tres enemigos. Echó una mirada a la pantalla y soltó las dos medialunas que estaban sujetas a la consola. Mientras Wolff y sus compañeros se lanzaban hacia él, colocó una de las medialunas en el piso, y agregó la otra. Con una carcajada y un ademán obsceno, exhibió la daga que tenía en la mano y dio un paso dentro del círculo.

Wolff lanzó un grito de desesperación, pues estaban demasiado lejos como para detenerlo. Enseguida se detuvo, llevándose una mano a los ojos, pero no alcanzó a evitarles aquel relámpago cegador. Oyó los gritos de Kickaha y de Podarga, también ciegos. Oyó el alarido de Vannax y percibió el olor de la carne quemada.

Avanzó a ciegas, hasta que sus pies tropezaron con el cuerpo caliente.

–¿Qué diablos ha pasado? – preguntó Kickaha – ¡Dios, espero que no quedemos ciegos para siempre!

Wolff explicó:

– Vannax creyó que podría deslizarse en el cuarto de control por la entrada de Arwoor. Pero éste había dispuesto una trampa. Pudo haberse contentado con destrozar el ajustador, pero le pareció más divertido matar a quien hiciera el intento.

Y se dispuso a esperar. Cada segundo que pasaba era valiosísimo, y debían tener paciencia con su ceguera. No podían hacer nada más que dejar que el tiempo hiciera su trabajo, pues no podían hacer otra cosa. Al fin, después de un lapso que pareció muy largo, comenzaron a recobrar la vista.

Vannax yacía de espaldas, carbonizado, irreconocible. Las dos medialunas seguían en el piso, intactas. Un momento después, Wolff las separó con una palanca que tomó de la consola.

– Era un traidor – dijo a Kickaha, en un susurro –. Pero nos hizo un gran servicio. Yo quería emplear la misma treta, pero iba a usar el cuerno para avivar la medialuna que tú escondiste, después de cambiar su resonancia.

Los dos fingieron inspeccionar las consolas en busca de nuevas trampas, a fin de alejarse de Podarga para hablar sin que ella los oyera.

– Me veré obligado a hacer lo que no quería – dijo Wolff –. Si queremos lograr que Arwoor salga del cuarto de control o apresarlo antes de que use sus medialunas para escapar, tendremos que usar el cuerno.

– No comprendo.

– Cuando se construyó el palacio, hice poner una sustancia térmica en la cobertura plástica del cuarto de control. Sólo puede ser activada mediante una cierta combinación de notas del cuerno, con el agregado de otro pequeño truco. Pero no quiero activarlo, porque se perdería también el cuarto de control, y el palacio carecería de defensas contra los otros Señores.

– Será mejor que lo hagas – dijo Kickaha –. Pero además, ¿cómo podrás impedir que Arwoor huya por medio de las medialunas?

Wolff, sonriendo, señaló la consola:

– Arwoor habría hecho mejor destruyendo aquello, en vez de hacer funcionar su imaginación de sádico. Como todas las armas, eso tiene dos filos.

Activó los controles. En la pantalla volvió a aparecer la imagen de la medialuna, cruzada por líneas luminosas. Wolff se dirigió a otra consola, donde abrió una puertecita; detrás había un panel de control, pero sin indicaciones. Oprimió dos teclas y un botón, y la pantalla quedó en blanco

– He cambiado la resonancia de la medialuna – dijo –. Cuando intente utilizarla con cualquiera de las otras se llevará una terrible sorpresa. Pero no como la de Vannax. Descubrirá tan sólo que no tiene por dónde escapar.

– Vosotros, los Señores, sois un grupo de gente dura, ingeniosa y traicionera. Pero me gusta vuestro estilo, de cualquier modo.

Kickaha se marchó. Un momento después lo oyeron gritar en el corredor. Podarga hizo ademán de ir en su busca, pero se volvió para echar sobre Wolff una mirada suspicaz. Éste echó a correr, y la arpía, satisfecha, tomó la delantera.

Ante eso, Wolff se detuvo y extrajo el cuerno. Introdujo un dedo en la única abertura que presentaba la tela de araña del interior y la sacó de un tirón. Después de invertirla, volvió a colocarla en el cuerno, con la parte frontal hacia dentro. Finalmente volvió a colocar el cuerno en su funda y corrió tras Podarga.

La encontró junto a Kickaha; éste explicó que había creído ver un gworl, pero se trataba de un águila. Wolff dijo entonces que era mejor reunirse con los otros, sin explicar la verdad: el cuerno debía estar a cierta distancia del cuarto de control. Cuando llegaron nuevamente a la sala, Wolff abrió la funda. Kickaha se ubicó detrás de Podarga, listo para desmayarla de un golpe en caso de que causara problemas. Poco podrían hacer con las águilas, en cambio, aparte de lanzar los simios contra ellas.

Al ver el cuerno, Podarga lanzó una pequeña exclamación, pero no dio señales de hostilidad. Wolff se llevó el cuerno a los labios, tratando de recordar la combinación debida. Desde su charla con Vannax había recobrado gran parte de sus recuerdos; pero aún quedaban muchas cosas en tinieblas.

En el momento en que sus labios rozaron el cuerno, una voz se elevó en un rugido. Parecía provenir del techo, de las paredes y el piso, de todos lados. Habló en el idioma de los Señores, cosa que Wolff agradeció interiormente, puesto que Podarga no podría comprender.

–¡Jadawin! ¡No te reconocí hasta verte con el cuerno! Me resultabas conocido; debí descubrirte mucho antes. ¡Pero ha pasado tanto tiempo! ¿Cuánto?

– Siglos, o milenios, según la medida que utilicemos. Y ahora volvemos a enfrentarnos, mi viejo enemigo. Sin embargo, esta vez no tienes salida. Morirás, como Vannax.

–¿De qué modo? – rugió la voz de Arwoor.

– Tu fortaleza parece inexpugnable, pero derretiré sus paredes. Si te quedas allí, morirás quemado; si sales, morirás en otra forma. No creo que escojas quedarte.

De pronto lo asaltó una sensación de injusticia. Si Podarga mataba a Arwoor, no se habría vengado del hombre que la había reducido a su estado actual. Importaba poco que Arwoor fuera capaz de cosas semejantes o peores.

Por otra parte, tampoco podía culpárselo a él, Wolff. Ya no era el mismo Señor Jadawin que había construido ese universo, el que se mostrara tan sucio con sus propias criaturas, el que raptara a tantos terráqueos. El ataque de amnesia había sido total, hasta el punto de borrar a Jadawin, dejando una página en blanco. De esa página había surgido un hombre nuevo, Wolff, incapaz de actuar como Jadawin o como los otros Señores.

Todavía era Wolff, con una sola diferencia: ahora sabía lo que había sido y el recuerdo lo llenaba de asco y arrepentimiento; se sentía ansioso por reparar en lo posible todas sus culpas. ¿Y era ésa la forma de empezar? ¿Permitiendo que Arwoor muriera por un crimen que no había cometido?

–¡Jadawin! – bramó Arwoor – ¡Tal vez creas que has ganado esta partida, pero he vuelto a burlarte! Todavía me queda una carta para echar sobre la mesa, y su valor es mucho mayor que el de tu cuerno.

–¿Cuál es? – preguntó Wolff, con el horrible presentimiento de que Arwoor no mentía.

– He instalado aquí una de las bombas que traje conmigo, cuando me expulsaron de Chifanir. Está bajo este palacio. Cuando yo lo desee, estallará, y hará volar toda la parte superior del monolito. Yo he de morir también, por cierto, pero me llevaré la vida de mi viejo enemigo. Y también morirán tu mujer y tus amigos. ¡Piensa en ellos!

Wolff, atormentado, pensó en ellos.

–¿Cuáles son tus condiciones? – preguntó –. Sé que no quieres morir. Eres tan miserable que deberías preferirlo, pero llevas diez mil años aferrado a tu vida inútil.

–¡Basta de insultos! ¿Aceptas o no? Tengo el dedo a un centímetro del botón.

Y Arwoor continuó, con una risita sofocada:

– Aunque estuviera bromeando (y no es así), no puedes correr el riesgo.

Wolff se volvió hacia sus compañeros, que habían escuchado sin comprender, aunque conscientes de que estaba ocurriendo algo drástico. Les explicó lo que pudo, omitiendo su propia conexión con los Señores.

Podarga, con el rostro transformado en la imagen misma de la frustración y la locura, ordenó:

– Pregúntale cuáles son sus condiciones. Pero cuando esto termine, tendrás que explicarme muchas cosas, oh Wolff.

Arwoor replicó:

– Debes darme el cuerno de plata, la obra genial y preciosa del maestro, Ilmarvvolkin. Lo utilizaré para abrir la entrada de la piscina, y pasaré a Atlantis. Eso es todo lo que quiero, con excepción de vuestra promesa de que nadie me seguirá mientras la entrada no se haya cerrado.

Wolff lo pensó durante unos segundos. Después dijo:

– Muy bien. Puedes salir. Juro por mi honor como Wolff, y por la Mano de Detiuw que te daré el cuerno y que no enviaré a nadie en tu persecución mientras la entrada no se haya cerrado.

– Ya salgo – respondió Arwoor, riendo.

Wolff esperó a que la puerta del salón se abriera. En ese momento, Arwoor no podía oírlo.

– Arwoor cree tenernos en sus manos – dijo a Podarga –, y bien puede sentirse confiado. Saldrá a través de la entrada, y aparecerá a sesenta kilómetros de aquí, cerca de Ikwekwa, un suburbio de la ciudad de Atlantis. Pero aún estaría a tu merced, si no tuviera otro punto de resonancia a quince kilómetros de allí. Ese punto se abrirá al sonido del cuerno, y le dará entrada a otro universo. Te indicaré dónde está una vez que Arwoor haya pasado a través de la piscina.

Arwoor avanzaba, confiado. Era un hombre alto, buen mozo, de anchas espaldas, pelo rubio y ojos azules. Tomó el cuerno que le tendía Wolff, se inclinó irónicamente y salió del salón. Podarga lo miró con una furia incontenible, y Wolff temió que se lanzara sobre él. Pero le había dicho que había de mantener sus dos promesas: la que le hiciera a ella y la que acababa de hacer a Arwoor.

El Señor pasó junto a las filas enemigas, silenciosas y amenazantes, como si no fueran más que un montón de estatuas de piedra. Wolff, sin esperar a que entrara en la piscina, se dirigió de inmediato al cuarto de control. Un rápido examen le demostró que Arwoor había dejado instalado un pequeño artefacto para hacer estallar la bomba. Sin duda habría calculado un período más que suficiente para ponerse a salvo. De cualquier modo, Wolff sudó profusamente hasta que hubo retirado el artefacto. En ese momento entró Kickaha, que había estado observando a Arwoor.

– Se marchó, sí – dijo –. Pero no fue tan fácil como él creía. La salida estaba inundada por el agua que él mismo soltó para ahogarnos. Tuvo que echarse al agua y nadar hacia ella. Todavía estaba nadando cuando la entrada se cerró.

Wolff llevó a Podarga hasta un enorme cuarto de mapas y le indicó la ciudad junto a la cual estaba la entrada. Enseguida le proyectó una imagen de la puerta, en primer plano. Podarga estudió durante un minuto el mapa y la pantalla. Después dio una orden a sus águilas y se marchó, seguida por ellas. Llevaba en los ojos un brillo de muerte que asustó a los propios simios

Arwoor estaba a sesenta kilómetros del monolito, pero debía andar quince más. Y Podarga, en compañía de sus mascotas, se lanzaba ya desde un punto, a nueve mil metros de altura. Dado el ángulo que llevaban y la altura del monolito, podrían alcanzar gran velocidad. La carrera seria reñida.

Wolff tuvo tiempo de pensar mucho en tanto esperaba frente a la pantalla. A su debido tiempo explicaría a Criseya quién era él, y cómo había llegado a convertirse en Wolff.

Había ido a otro universo para visitar a uno de sus pocos amigos entre los Señores. Los Vaernirn se sentían solitarios, a pesar de sus grandes poderes, y deseaban alternar de vez en cuando con sus pares. Al regresar a su universo, cayó en una trampa tendida por Vannax, un Señor desposeído. Jadawin huyó hacia el universo terráqueo, pero logró llevar al sorprendido Vannax consigo. Tras una lucha salvaje en la ladera de una colina, Vannax logró escapar con una de las medialunas. Qué pasó con la otra, Wolff no lo sabía. Pero su enemigo no se la había llevado, de eso estaba seguro.

Entonces sobrevino la amnesia, y Jadawin perdió todos sus recuerdos. Mentalmente se convirtió en un bebé, en una tabula rasa. Luego lo encontraron los Wolff, y comenzó su educación en la Tierra.

Wolff no sabía el porqué de la amnesia. Tal vez la causara algún golpe en la cabeza durante la lucha con Vannax, o el terror de verse extraviado e indefenso en un planeta extraño. Los Señores llevaban tanto tiempo dependiendo de la ciencia heredada que, una vez desprovistos de ella, eran menos que un hombre.

La pérdida de su memoria pudo deberse también a la prolongada lucha con su conciencia. Años antes de encontrarse, de grado o por fuerza, en aquel mundo extraño, había comenzado a sentirse insatisfecho consigo, disgustado con su forma de obrar, entristecido por su soledad. Nadie era más poderoso que un Señor, pero nadie padecía más la soledad o la sensación de que cada minuto podía ser el último. Otros Señores conspiraban contra él, y era imposible bajar la guardia.

Cualquiera fuera la causa, se había convertido en Wolff. Pero, tal como lo señalaba Kickaha, había cierta afinidad entre él, el cuerno y los puntos de resonancia. No había sido por mera casualidad que estuviera en el sótano de aquella casa de Arizona en el momento en que Kickaha hizo sonar el cuerno. Kickaha sospechó desde el primer instante que Wolff era un Señor desposeído y privado de la memoria.

Ahora, Wolff comprendía por qué pudo aprender todos los idiomas de ese mundo con tan extraordinaria rapidez. Sólo necesitaba recordarlos. Y la atracción poderosa e inmediata de Criseya tenía una explicación similar: ella había sido su favorita entre todas las mujeres de sus dominios, hasta inspirarle la idea de llevarla a su palacio para hacerla su Señora.

Criseya no pudo reconocerlo cuando lo encontró bajo la personalidad de Wolff, porque nunca había visto su rostro, oculto siempre por aquel truco barato del esplendor. En cuanto a su voz, solía utilizar un dispositivo que le permitía aumentarla o distorsionaría a gusto, con el solo fin de infundir respeto a sus súbditos. Tampoco su fuerza poderosa era natural, pues el bioprocesamiento lo proveía de músculos extraordinarios.

Enmendaría en lo posible la crueldad y la arrogancia de Jadawin, que ya no era sino una parte minúscula de sí. Crearía nuevos cuerpos humanos en los biocilindros para los cerebros de Podarga y sus hermanas, para los simios de Kickaha, para Ipsewas y cuantos lo desearan. Permitiría que el pueblo de Atlantis volviera a construir sus ciudades, y dejaría de ser un tirano. No volvería a interferir en los asuntos de cada nivel, a menos que fuera absolutamente necesario.

Kickaha llamó su atención hacia la pantalla. Arwoor se las había ingeniado para encontrar un caballo en aquella tierra de desolación, y galopaba furiosamente.

–¡ Qué suerte tiene ese demonio! – gruñó Kickaha.

– Creo que la fatalidad espera a sus espaldas – dijo Wolff.

Arwoor levantó la vista y miró hacia atrás. De inmediato castigó a su caballo con una varilla.

–¡Conseguirá escapar! – dijo Kickaha –. ¡A setecientos kilómetros de allí hay un Templo del Señor!

Wolff contempló la gran estructura de piedra blanca que coronaba una colina. En su interior estaba la cámara secreta que él mismo había usado bajo la personalidad de Jadawin. Meneó la cabeza, exclamando:

–¡No!

Podarga apareció en la pantalla. Venía a gran velocidad, batiendo las alas, con el rostro proyectado en blanco sobre el verdor del cielo. Sus águilas venían tras ella.

Arwoor dirigió su caballo hacia la colina. Las patas de la yegua cedieron, y rodó por el suelo. Arwoor cayó de pie y emprendió la huida.

Podarga se lanzó en picada sobre él. El Señor esquivó su ataque, como un conejo que huyera del halcón. Pero la arpía lo siguió en su zigzag. Logró adelantarse a uno de sus desvíos y cayó sobre él. Sus garras se clavaron en la espalda.

Lo vieron alzar las manos; su boca se convirtió en un círculo, en un grito sin voz para quienes lo observaban detrás de la pantalla.

Arwoor cayó, con Podarga aferrada a él. Las otras águilas se posaron en el suelo para observar mejor.

FIN

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