NOTICIA CURIOSA DE OTRA ESTRELLA
En una de las provincias
meridionales de nuestra hermosa estrella había ocurrido una desgracia
espantosa. Un terremoto acompañado por tremendas tormentas e inundaciones había
dañado tres grandes pueblos y todos sus jardines, campos, bosques y
plantaciones. Muchísimas personas y numerosos animales habían perecido, y, lo
más penoso de todo, faltaban las flores necesarias para revestir a los muertos
y adornar en debida forma sus sepulcros.
Todo lo demás ya había sido
atendido. Apenas pasadas las peores horas, mensajeros con el gran llamado de
amor recorrían aprisa las comarcas vecinas. Y desde las torres de la provincia
entera se escuchaba cantar a los chantres aquel versículo emotivo y conmovedor,
que es conocido desde la antigüedad como el Saludo a la Diosa de la piedad, y
cuyos acentos nadie es capaz de resistir. Desde todas las ciudades y
comunidades acudían caravanas de gente altruista y compasiva; los infelices que
habían perdido su techo fueron abrumados con invitaciones y ruegos amistosos,
fuera por parientes, amigos y extraños, para residir en sus casas. Alimento y
vestidos, coches y caballos, herramientas, piedras, madera y muchas otras cosas
fueron traídos en calidad de ayuda. Y mientras los ancianos, mujeres y niños
eran recogidos todavía por manos caritativas y hospitalarias, mientras se
lavaba y vendaba cuidadosamente a los heridos y se buscaba a los muertos entre
los escombros, otras personas ya se ocupaban en despejar los lugares donde los
tejados se habían caído, en apuntalar con vigas las paredes tambaleantes, y en
disponer todo lo necesario para una rápida reconstrucción. Y a pesar de que aún
flotaba en el aire un hálito de espanto ante la desgracia ocurrida, y de todos
los muertos emanaba un requerimiento al luto y al silencio respetuoso, no
obstante podía notarse en todos los rostros y voces una disposición alegre y
una cierta festividad tierna. Pues la comunidad, en su obrar laborioso y su
certeza dinámica de estar haciendo algo tan excepcionalmente necesario, tan
hermoso y digno de agradecimiento, se derramaba en todos los corazones. En un
comienzo todo había ocurrido con timidez y silencio, pero pronto fue posible
escuchar aquí y allá una voz alegre, una canción cantada suavemente en homenaje
a una labor común, y, como puede imaginarse, entre lo cantado figuraban en
primer término estos dos viejos versos proverbiales: «Bienaventurado el que
lleva ayuda a quien ha sido recién atacado por la desgracia; ¿no bebe su
corazón el beneficio como un jardín reseco la primera lluvia, y da una
respuesta con flores y agradecimiento?»; y aquel otro: «La alegría de Dios
fluye a partir del quehacer común.»
Pero justamente entonces surgió
aquella lamentable escasez de flores. Por cierto que los muertos encontrados en
primer término habían sido adornados con las flores y ramos que pudieron
juntarse de los jardines destruidos. Luego se habían empezado a traer de los
lugares vecinos todas las flores asequibles. Pero la desgracia singular
consistía en que precisamente las tres comunidades arrasadas eran las
poseedoras de las mayores y más bellas flores de la temporada. Allí concurría
la gente año tras año para ver los narcisos y los azafranes, pues en ninguna
parte había una cantidad tan inmensa ni especies tan cultivadas y de tan
maravillosos colores. Y todo eso estaba ahora destruido y perdido. De modo que
la gente, muy desconcertada, no sabía cómo cumplir con el ritual impuesto por
la costumbre a la memoria de esos muertos, el que exige que cada persona
fallecida y cada animal muerto sea adornado solemnemente con las flores de la
estación, y que su entierro sea tanto más rico y luminoso cuanto más repentina
y tristemente haya uno fallecido.
El hombre más viejo de la
provincia, uno de los primeros que había llegado en su coche para proporcionar
ayuda, se encontró pronto asediado por tantas preguntas, ruegos y lamentos, que
le costó bastante conservar la calma y la serenidad. Pero mantuvo el corazón en
su sitio, sus ojos permanecieron límpidos y amistosos, su voz clara y cortés, y
sus labios entre la barba blanca no olvidaron un instante la sonrisa tranquila
y benévola que convenía a su condición de sabio y consejero.
«Amigos míos», dijo, «ha caído
sobre nosotros una desgracia con la que los dioses han querido probarnos. Todo
cuanto aquí ha sido aniquilado podemos reconstruirlo y devolverlo pronto a
nuestros hermanos. Y yo agradezco a los dioses que mi avanzada edad me haya
permitido ver de qué modo habéis venido y habéis abandonado lo vuestro para
acudir en ayuda de nuestros hermanos. Pero, ¿de dónde tomaremos las flores, a
fin de adornar decorosa y hermosamente a todos estos difuntos para la fiesta de
su transmutación? Porque, en tanto nosotros estemos aquí con vida, ninguno de
estos fatigados peregrinos debe ser sepultado sin su correspondiente ofrenda
floral. Esta es seguramente también vuestra opinión.»
«Sí», exclamaron todos, «esta es
también nuestra opinión». «Lo sé», dijo el anciano con voz patriarcal. «Les
diré, amigos, qué es lo que debemos hacer. Todos aquellos caídos, a los que hoy
no podemos enterrar, tendrán que ser llevados al Gran Templo del verano que
está en lo alto de la montaña, donde aún hay nieve. Allí estarán seguros y no
sufrirán alteración mientras no les sean llevadas las flores. Pero sólo una
persona nos puede procurar tantas flores en esta estación del año. Eso lo puede
hacer únicamente el rey. De modo que debemos enviar a uno de los nuestros al
rey para pedirle ayuda.»
Y de nuevo asintieron todos, y
exclamaron: «¡Sí, sí, al rey!» «Así es», prosiguió el anciano, y bajo la blanca
barba cada uno vio qué alegremente brillaba su hermosa sonrisa. «¿A quién, sin
embargo, debemos enviar a ver al rey? Tendrá que ser joven y robusto, pues el
camino es largo, y debemos facilitarle el mejor caballo. Ha de tener también un
porte gentil, buen ánimo y brillo en la mirada, para que el corazón del rey no
pueda menos que conmoverse. No es necesario que diga muchas palabras, pero sus
ojos deben saber hablar. Lo mejor sería enviar un niño, el niño más hermoso del
pueblo, pero, ¿cómo podría resistir tal viaje? Debéis ayudarme, amigos míos; si
entre vosotros hay alguno que quiera tomar sobre sí esta embajada, o si sabe de
alguien, le ruego que lo diga.»
El anciano guardó silencio y miró
en torno con sus ojos claros, pero nadie se adelantó y ninguna voz se dejó oír.
Tras haber formulado su pregunta
por tercera vez, salió de la multitud un adolescente de dieciséis años, casi un
niño todavía. Bajó la mirada y enrojeció al ir a saludar al anciano.
Éste lo miró y de inmediato se
dio cuenta de que se trataba del mensajero adecuado. Pero sonrió y dijo: «Está
bien que quieras ser nuestro enviado. Pero, ¿cómo es posible que entre tanta
gente seas el único que se ha ofrecido?»
El joven levantó la vista hacia
el anciano y dijo: «Si no hay otro que quiera ir, entonces dejad que vaya yo.»
Y uno entre la multitud gritó:
«Envíalo, anciano, todos lo conocemos. Es oriundo de esta aldea y el terremoto
ha devastado su jardín que era el más bello de este lugar. »
El viejo miró al joven
amistosamente a los ojos y preguntó:
«¿Tanto te apena lo ocurrido a tus flores?»
El joven respondió en voz baja:
«Es cierto que me apena, pero no es por eso que me he presentado. Tenía un
amigo muy querido y también un potrillo predilecto. Ambos perecieron en el
terremoto y yacen en el pórtico de nuestra casa; debe haber flores para que
puedan ser sepultados.»
El anciano lo bendijo con las
manos extendidas, y de inmediato se requirió el mejor caballo para el joven,
quien montó al instante, palmoteó el cuello del animal y se despidió con un
gesto, para emprender luego el galope a través de la aldea sobre los campos
húmedos y devastados.
El joven cabalgó el día entero.
Para llegar más pronto a la lejana, capital y presentarse al rey, cortó camino
por la montaña. Hacia la noche, cuando comenzaba a oscurecer, condujo a su
cabalgadura por las riendas a través de una senda empinada a través del bosque
y de las rocas.
Un gran pájaro oscuro, como nunca
viera antes, lo precedía con su vuelo. Él lo seguía, hasta que el pájaro se
posó en el tejado de un templete abierto. El joven dejó el caballo suelto en
medio de la hierba y pasó entre las columnas de madera al interior del sencillo
santuario. A modo de altar de sacrificio halló solamente un bloque de una
piedra negra que no existía en esa región, y encima la extraña imagen de una
deidad que el mensajero no conocía: un corazón devorado por un pájaro salvaje.
Tributó a la deidad sus respetos
y trajo como ofrenda una campanilla azul que había recogido al pie de la
montaña y luego prendido en su vestidura. Enseguida se acostó en un rincón,
pues estaba muy cansado y quería dormir.
Pero no podía conciliar el sueño,
a pesar de que éste solía Regar a su lecho cada noche sin ser llamado. La
campanilla sobre la roca, la misma piedra negra, o tal vez alguna otra cosa,
exhalaba un aroma peculiar, intenso y doloroso; la imagen inquietante de la
divinidad brillaba como un espectro en la oscura galería; y sobre el tejado
estaba posado el extraño pájaro que de tiempo en tiempo batía con fuerza sus
enormes alas, que sonaban como un huracán entre los árboles.
Así ocurrió que en mitad de la
noche el joven se levantó, salió del templo y levantó su vista hacia donde el
pájaro se hallaba. Éste aleteó y lo miró.
«¿Por qué no duermes?», preguntó
el pájaro.
«No lo sé», dijo el joven. «Quizá
porque he sufrido un dolor.»
«¿Y cuál es ese dolor?»
«Mi amigo y mi caballo favorito,
ambos han muerto. »
«¿Es la muerte algo tan malo?»,
preguntó burlonamente el pájaro.
«Oh, no, gran pájaro, no es algo
tan malo, la muerte es sólo una despedida. Pero no es por eso que estoy triste.
Lo malo es que no podemos enterrar a mi amigo y a mi hermoso caballo, porque ya
no tenemos flores para ello. »
«Hay cosas peores», dijo el
pájaro, y agitó malhumorado sus estrepitosas alas.
«No, querido pájaro, algo peor
seguramente no existe. Al muerto que es sepultado sin una ofrenda de flores, le
está vedado renacer según los deseos de su corazón. Y quien entierra a sus
muertos y no celebra a continuación la fiesta de las flores, ve luego las
sombras de los fallecidos en sus sueños. Comprendes entonces que no pueda
seguir durmiendo mientras mis muertos carezcan de flores.»
El corvo pico del pájaro dejó
escapar un graznido chillón.
«Muchacho, nada sabes del dolor
si no has sufrido más que éste. ¿Acaso nunca has oído nada acerca de los
grandes males? ¿Del odio, del asesinato, de los celos.»
El joven, al escuchar estas
palabras, creyó que soñaba. Luego reflexionó y dijo con prudencia: «Por cierto,
pájaro, lo recuerdo: sobre esas cosas hay algo escrito en las historias, y en
los cuentos de hadas. Pero eso está ciertamente fuera de la realidad, o quizás
ocurrió así en el mundo hace mucho tiempo, cuando no existían las flores ni los
dioses buenos. ¡Quién se acuerda de ello ahora!»
El pájaro rió silenciosamente con
su agudo timbre. Luego se irguió más alto y dijo al jovencito: «¿Así que
,quieres ir a ver al rey y que yo te indique el camino?»
«Oh, lo sabes ya», exclamó
jubilosamente el joven. «Sí, te ruego que me guíes, si así lo quieres.»
Entonces el pájaro se posó sin
ruido en el suelo, abrió también sin ruido sus alas y ordenó al joven dejar
allí su caballo para poder viajar con él a fin de ver al rey.
El mensajero se sentó a
horcajadas sobre el pájaro. «¡Cierra los ojos!» mandó el pájaro, y así fue
hecho. Y volaron en silencio a través de la oscuridad del cielo, blandamente,
como hacen las lechuzas. Sólo el aire frío zumbaba en las orejas del mensajero.
Y volaron durante toda la noche.
A la mañana temprano tocaron
tierra, y el pájaro gritó: «¡Abre los ojos!» Y el joven abrió sus ojos.
Entonces vio que se encontraba en el lindero de un bosque, y con la primera
claridad de la mañana una llanura resplandeciente lo cegaba con su luz.
«Aquí en el bosque me volverás a
encontrar», dijo el pájaro. Se lanzó hacia las alturas como una flecha y de
inmediato desapareció en el azul.
El joven, mientras marchaba desde
el bosque y se internaba en la vasta llanura, sintió que todo le era extraño.
Alrededor de él se hallaban las cosas tan cambiadas y trastocadas, que no sabía
si estaba despierto o soñando. Los prados y las flores eran semejantes a los de
su lugar natal, y el sol brillaba, y el viento jugaba entre la hierba florida;
pero no se divisaban seres humanos ni animales, parecía como si allí un
terremoto hubiera causado estragos lo mismo que en su patria. Pues en el suelo
yacían esparcidos ruinas de edificios, ramas rotas y árboles arrancados, cercos
destruidos y útiles de labor abandonados. De improviso advirtió en medio del
campo un cadáver que no había sido sepultado y que se hallaba en horroroso
estado de descomposición. Ante el espectáculo, el joven sintió que lo invadían
un profundo espanto y un acceso de repugnancia, pues nunca había visto nada
similar. El muerto no tenía ni siquiera cubierto el rostro, ya medio echado a
perder a causa de los pájaros y de la podredumbre. Desviando la mirada, buscó
algunas hojas verdes y flores, y cubrió con ellas el semblante del difunto.
Un olor indefinible, repulsivo y
agobiador se extendía, tibia y tenazmente, a trávés de la llanura. Otro cadáver
yacía entre la hierba rodeado por una bandada de cuervos, y un caballo decapitado
y huesos de hombres y bestias; todos estaban abandonados al sol, como si nadie
hubiera pensado en funerales floridos y en tumbas. El joven temía que una
hecatombe inimaginable hubiera acabado con todos los habitantes de ese país; y
había tantos muertos que tuvo que cesar de cortar flores para ellos y de
cubrirles el rostro con las mismas. Angustiado y con los ojos a medio cerrar,
prosiguió su camino; de todas partes emanaba el olor a carroña y a sangre,
mientras desde miles de lugares ruinosos y de los cadáveres partía una oleada
cada vez más poderosa de dolor y desolación. El mensajero creyó que había caído
en una pesadilla maligna y vio en ello una advertencia celestial, porque sus
propios muertos carecían aún de su fiesta de las flores y de sepultura.
Entonces volvió a recordar lo que la noche anterior le había dicho desde el
tejado el pájaro oscuro, y le pareció oír otra vez su aguda voz que profería:
«Hay cosas peores.»
Comprendió entonces que el pájaro
lo había transportado a otra estrella, y que todo lo que sus ojos veían era
real y verdadero. Recordó la impresión con que había oído algunas veces, siendo
niño, narraciones terroríficas acerca de las épocas primitivas. Ahora volvía a
experimentar una sensación similar; primero un escalofrío de pavor, y luego un
silencioso y plácido alivio en el corazón, pues todo aquello era algo
infinitamente distante y había ocurrido en tiempos muy remotos. Aquí todo
acontecla como en los cuentos de terror. Todo ese mundo extraño de atrocidades,
cadáveres y aves que se alimentaban de carroña, parecía obedecer sin sentido ni
medida a reglas incomprensibles, de locura, según las cuales siempre acaecía lo
malo, lo desatinado y lo deforme en lugar de lo hermoso y lo bueno.
De pronto observó a un ser
viviente que andaba entre los campos; un aldeano o un criado. Corrió hacia él y
lo llamó. Cuando lo vio de cerca, el joven se aterrorizó y su corazón fue
invadido por la piedad, pues el aldeano era tremendamente feo y apenas un ser
humano. Parecía un sujeto acostumbrado a pensar nada más que en sí mismo, a
presenciar siempre lo negativo, un hombre que viviera permanentemente entre
sueños angustiosos. En sus ojos, en su semblante y en toda su naturaleza no
había nada de alegría ni de bondad, nada de gratitud o confianza. La virtud más
sencilla y sobreentendida parecía faltarle a ese infortunado.
Pero el joven se dominó, se
aproximó al hombre con gran amabilidad, como si se tratase de un ser marcado
por la desgracia, lo saludó fraternalmente y lo encaró con una sonrisa. El
hombre feo parecía pasmado y miró con asombro desde sus ojos grandes y tristes.
Su voz era ruda y disonante, como el gruñido de seres inferiores. Sin embargo,
no le fue posible resistirse a la serenidad, a la humilde confianza de la
mirada del joven. Y después de haber observado fijamente durante un rato al
forastero, surgió de su rostro tosco y agrietado una especie de sonrisa más o
menos sardónica, bastante desagradable, pero suave y asombrada, tal como la
primera pequeña sonrisa de un alma que acaba de renacer y que en ese momento
llegara desde la región más interior de la tierra.
«¿Qué quieres de mí?», preguntó
aquel hombre al joven forastero.
De acuerdo con los hábitos de su
patria, el muchacho respondió: «Te agradezco, amigo, y te ruego me digas si
puedo hacerte algún servicio.»
Y como el campesino callara
sonriendo entre perplejo y desconcertado, el mensajero le preguntó: «Dime
amigo, ¿qué significa este espectáculo espantoso?», y seña16 en torno con la
mano.
El campesino se esforzó en comprenderlo,
y al repetir el mensajero su pregunta, dijo: «¿Nunca viste esto? Es la guerra.
Éste es un campo de batalla». Y señalando un negro montón de ruinas, exclamó:
«Aquélla era mi casa». Y cuando el extranjero, lleno de una piedad que le nacía
del corazón, mirara en sus ojos enturbiados, el campesino bajó la vista y la
clavó en el suelo.
«-No tenéis un rey?», preguntó
ahora el joven, y al asentir el campesino, interrogó: «¿Dónde está, pues?» El
hombre indicó a lo lejos una tienda de campaña que podía divisarse muy remota y
pequeña. Entonces el mensajero se despidió posando su mano en la frente de
aquél, y continuó su camino. El campesino se palpó la frente con ambas manos,
sacudió preocupado la pesada cabeza y se quedó largo rato parado en tanto que seguía
mirando con fijeza al extranjero.
Este último corrió y corrió entre
escombros y horrores, hasta llegar a la tienda de campaña. Por todas partes
corrían hombres armados, pero nadie reparaba en él, y así pasó entre las
tiendas y la gente, hasta encontrar la tienda más grande y hermosa del
campamento, que era la del rey. Entonces se dispuso a entrar.
En la tienda estaba el rey
sentado en una cama baja y sencilla. Su manto se extendía a un lado, y al fondo
se acurrucaba dormitando un criado. El rey se hallaba sumido en profundos
pensamientos. Su rostro era bello y triste, un mechón de cabellos grises caía
sobre su frente tostada; la espada estaba tendida en el suelo delante de él.
El joven saludó sin decir
palabra, con respeto, tal como hubiera saludado a su propio rey, y permaneció
aguardando de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, hasta que el monarca
lo miró.
«¿Quién eres?», preguntó
severamente, y contrajo las oscuras cejas, pero su mirada quedó suspendida ante
los rasgos puros y alegres del extranjero; y el joven lo miró tan lleno de
confianza y gentileza, que la voz del rey se hizo más suave.
«Yo te he visto alguna vez»,
dijo, como si recordase, «o te pareces a alguien que conocí en mi infancia.»
«Soy extranjero», dijo el
emisario.
«Habrá sido un sueño», dijo
quedamente el rey. «Me recuerdas a mi madre. Habla. Cuéntame.»
El joven comenzó: «Me trajo un
pájaro. En mi país hubo un terremoto, quisimos enterrar a nuestros muertos,
pero no había flores.»
«¿No había flores?», dijo el rey.
«No, no quedaba ninguna. Y nada
peor para nosotros que sepultar a un muerto sin ofrecerle nuestra fiesta de las
flores, pues el primer paso de su transformación debe ser dado en medio del
esplendor y la alegría. »
De pronto el mensajero recordó
cuántos muertos insepultos había yaciendo afuera sobre ese campo de horror, y
se contuvo. El rey lo miró, meneó la cabeza y suspiró profundamente.
«Yo quería llegar hasta nuestro
rey y pedirle muchas flores», prosiguió el mensajero, «pero cuando estaba en el
templo de la montaña, vino ese pájaro enorme y me dijo que me llevaría ante el
rey y me trajo por los aires hacia ti. ¡Oh, amado rey, aquel templo era de una
deidad desconocida para mí, en su tejado se había posado el pájaro, y este dios
tenía una imagen sumamente curiosa sobre su piedra sagrada: un corazón, en el
que se alimentaba un pájaro salvaje! Con aquel inmenso pájaro tuve una
conversación durante la noche. Y sólo ahora puedo comprender sus palabras, pues
me dijo que había mucho más dolor y maldad en el mundo de lo que yo podía
imaginar. Y tenía razón, para llegar a este sitio he tenido que atravesar ese
campo vastísimo, y durante esas horas he visto sufrimientos y calamidades
infinitas, mucho mayores de lo que refieren nuestras leyendas más terroríficas.
Entonces llegué hasta ti, ¡oh rey', para preguntarte si puedo hacer algo en tu
servicio.»
El rey, que había escuchado
atentamente, trató de sonreír, pero había tanta gravedad y amargura en su
hermoso semblante, que no pudo hacerlo.
«Te agradezco», dijo, «no puedes
prestarme ningún servicio. Pero me has hecho recordar a mi madre, y te doy las
gracias. »
El joven se sintió afligido
porque el rey no podía sonreír. «Estás tan triste», le dijo, «¿es a causa de la
guerra?»
«Sí», dijo el rey.
Frente a este hombre
profundamente abatido y tan noble, sin embargo, el joven no pudo dejar de
violar una regla de la cortesía. Y preguntó: «Pero dime, te suplico, ¿por qué
os hacéis estas guerras en vuestra estrella? ¿Quién tiene la culpa? ¿Acaso la
tienes tú?»
El rey miró fija y largamente al
mensajero, parecía enfadado ante la impertinencia de la pregunta. Pero no pudo
reflejar por mucho tiempo su mirada sombría en los ojos claros y desprevenidos
del extranjero.
«Eres un niño», dijo el rey, «ay
éstas son cosas que no podrías entender. La guerra no es culpa de nadie, llega
por sí misma, como la tormenta y el rayo, y todos nosotros, los que debemos
combatir, no somos sus iniciadores, sino sus víctimas.»
«¿Entonces entre vosotros el
morir es cosa leve?», preguntó el joven. «En nuestro país la muerte no es, por
cierto, algo muy temido, y la mayoría se entrega dócilmente a ella. E inclusive
muchos se encaminan alegremente a su metamorfosis. Sin embargo, nadie se
atrevería a dar muerte a su prójimo. En vuestra estrella esto debe ser
diferente.»
El rey sacudió la cabeza. «Entre
nosotros no se mata a menudo», dijo, «y esta acción es el delito más grave que
puede cometerse. Sólo en la guerra se permite hacerlo, porque allí nadie mata
por odio o envidia, o en su propio beneficio, sino que todos hacen lo que la
comunidad exige de ellos. Pero estás equivocado si crees que nosotros morimos
con agrado. Si observas los rostros de nuestros muertos, verás que ellos mueren
penosamente, muy penosamente, y contra su deseo.»
El joven escuchó todo esto y se
sorprendió por la tristeza y pesadumbre de la vida que los seres de esa
estrella parecían soportar. Hubiera querido formular muchas otras preguntas,
pero sentía claramente que nunca llegaría a comprender toda la relación de esas
cosas oscuras y espantosas. Y ni siquiera tenía el deseo de comprenderlas. Y
pensó que esos seres lamentables pertenecían a un orden inferior y no conocían
aún a los dioses celestiales o estaban gobernados por demonios, o bien, que en
esa estrella imperaba un infortunio, algún pecado o error. Y le pareció
demasiado penoso y cruel seguir interrogando más a ese monarca y obligarlo a
respuestas y confesiones, cada una de las cuales podía ser muy amarga y
humillante para aquél. Esos hombres, que vivían con un oscuro temor ante la
muerte, y a pesar de ello se aniquilaban en masa, esos hombres cuyas caras
mostraban una rudeza tan indigna como la del campesino y una aflicción tan
profunda y terrible como la del rey, le daban lástima y con todo le parecían curiosos
y casi ridículos, ridículos y necios a través de su apariencia lamentable y
vergonzosa.
Pero hubo una pregunta que no
podía reprimir. Si esos pobres seres se habían quedado allí en esa estrella, a
modo de criaturas retardadas, hijos de un astro tardío y sin paz, si la vida de
esos hombres corría como una convulsión estremecida y terminaba en una
desesperada matanza, si dejaban a sus muertos tirados en los campos de batalla
y acaso hasta se los comían -porque también de eso se hablaba en aquellos horrorosos
cuentos de hadas del remoto pasado-, así y todo tenía que existir en su
interior un presentimiento del futuro, una imagen sonada de los dioses, algo
como un germen del alma. be otra manera, todo aquel mundo despojado de belleza
hubiera sido sólo un error sin sentido.
«Perdóname, oh rey», dijo el
joven con voz lisonjera, «perdona si me atrevo a hacerte una pregunta más,
antes de abandonar este singular país tuyo.»
«¡Pregunta, pues!», accedió el
rey, que sentía algo muy particular frente a este extranjero, pues en muchos
aspectos se le revelaba como un espíritu sutil, maduro e incalculable, y en
otros, sin embargo, parecía como un niño pequeño al que hay que tratar con
cuidado y sin tomarlo demasiado en serio.
«Extraño rey», fueron las
palabras del mensajero, «me has causado una gran tristeza. Mira, yo vengo de
otras tierras, y veo que el gran pájaro del tejado del templo tenía razón; aquí
entre vosotros hay un dolor infinitamente mayor del que yo me hubiera podido
imaginar. Vuestra vida parece ser un sueño de angustia, y no sé si se encuentra
gobernada por dioses o demonios. Sabe, oh rey, que entre nosotros hay una
leyenda que yo tenía antes por una mescolanza de cuentos de hadas y humo vacío.
La misma refiere que en otros tiempos fueron también conocidos entre nosotros
cosas tales como la guerra, el asesinato y la desesperación. Estas palabras
espantosas, que nuestro idioma ignora desde hace mucho tiempo, las leemos en
los viejos libros de cuentos; y nos suenan como algo terrible, y también un poco
ridículas. Pero hoy aprendí que todo eso es real; y te veo a ti y a los tuyos
hacer y padecer aquello que conocíamos por medio de esas terribles leyendas de
nuestra época pretérita. Ahora dime: ¿no tenéis en vuestra alma el
presentimiento de que no hacéis lo debido? ¿No tenéis el anhelo de dioses
luminosos, risueños, de guías y gobernantes más compresivos y felices? ¿No
soñáis nunca con una existencia distinta y más hermosa, donde nadie quiera lo
que los otros tampoco desean, donde reinen la razón y el orden, donde los
hombres se reúnan entre sí con alegría y consideración recíproca? ¿No habéis
tenido jamás el pensamiento de que el universo es un todo, y que
reverenciándolo, amándolo, ese todo os curaría y os haría felices? ¿No sabéis
nada de lo que nosotros en mi país llamamos música, ni del servicio de Dios, ni
de la salvación?»
El rey, al escuchar estas
palabras, había inclinado la cabeza. Pero, al levantarla, su semblante se había
transformado, y resplandecía con el brillo de una sonrisa, pese a que sus ojos
estaban llenos de lágrimas.
«Gentil muchacho», dijo el rey,
«no sé bien si eres un niño, un sabio o quizás una divinidad. Pero puedo
responderte que conocemos todo aquello de lo que tú hablabas, y lo llevamos en
el alma. Anhelamos la dicha, anhelamos la libertad, anhelamos a los dioses.
Tenemos una leyenda según la cual un sabio de la antigüedad percibió la unidad
del universo como una música armoniosa de los espacios celestes. ¿Te basta con
eso? Quizás eres un bienaventurado del Más allá, pero aunque fueses el mismo
Dios, no existe en tu corazón ninguna felicidad, poder o voluntad, de los
cuales no aliente en nuestros corazones un presentimiento, un reflejo, una
sombra por lejana que sea.»
Y de improviso se irguió cuan
alto era, y el joven quedó maravillado, porque en un instante el rostro del rey
se había bañado en una sonrisa luminosa, sin sombras, como el resplandor de la
mañana.
«¡Vete, pues!», dijo al
mensajero. «¡Vete y deja que hagamos la guerra y nos asesinemos! Me ablandaste
el corazón, me recordaste a mi madre. ¡Basta, basta de ello, mi bello muchacho!
Vete ahora, huye, antes de que comience la nueva batalla. Yo pensaré en ti
cuando la sangre corra y las ciudades ardan; pensaré que el mundo es un Todo,
del que ni siquiera nuestra necedad, nuestra cólera y nuestro salvajismo pueden
separarnos. ¡Adiós! Saluda de mi parte a tu estrella, y a esa deidad, cuya
imagen es un corazón devorado por un pájaro. Conozco bien ese corazón y a ese
pájaro. Y advierte, mi lindo amigo de la lejanía: cuando pienses en tu amigo,
en este pobre rey de la guerra, no lo recuerdes tal como lo viste cuando estaba
sentado en el lecho, hundido en la aflicción, piénsalo sonriendo con lágrimas
en los ojos y sangre en las manos.»
El rey alzó la lona de la tienda
con su propia mano, sin despertar al criado, y dejó que el extranjero saliera.
Con nuevos pensamientos volvió el joven sobre sus pasos a través de la llanura,
y vio con las luces del anochecer en el horizonte una gran ciudad envuelta en
llamas: se alejó, y subiendo entre cadáveres humanos y descompuestos despojos
de caballos, alcanzó el linde del bosque de la montaña cuando ya había
oscurecido.
Entonces descendió desde las
nubes el gran pájaro, lo recibió sobre sus alas, y volaron durante la noche en
silencio y blandamente, igual que las lechuzas.
Cuando el joven despertó tras un
sueño intranquilo, estaba en el pequeño templo de la montaña; allí delante lo
aguardaba, entre la hierba húmeda, su caballo, cuyo relincho saludaba al nuevo
día. Pero del pájaro enorme, de su viaje a una estrella lejana, del rey y del
campo de batalla, nada recordaba. Sólo una sombra había quedado en su alma, un
leve dolor escondido como el que causa una espina menuda, así como duele una
compasión desvalida y un vago deseo insatisfecho es capaz de atormentarnos en
sueños; hasta que al cabo desentrañamos sus ansias secretas, que consisten en
demostrar al ser amado cuánto deseamos participar de sus alegrías y contemplar
su sonrisa.
El mensajero montó a caballo, y
después de cabalgar todo el día llegó hasta la capital para ver a su rey. Y se
demostró que había sido el mensajero adecuado. Porque el rey lo recibió con el
saludo del mejor augurio, en tanto que le tocaba la frente y exclamaba: «Tus
ojos han hablado a mi corazón, y mi corazón ha dicho que sí. Tu ruego se ha
cumplido aun antes de haberlo yo escuchado.»
De inmediato, el mensajero obtuvo
una carta del rey, por la cual debían serle facilitadas todas las flores del
re¡no que necesitara. Y una escolta, acompañantes y sirvientes fueron con él, y
se le agregaron coches y caballos. Y cuando, tras atravesar la montaña en el
menor tiempo posible, regresó después de pocos días a la carretera llana de su
provincia y entró en su pueblo, traía consigo coches, carros, canastos y
acémilas, todos cargados con las flores más hermosas de los jardines y los
invernáculos, de los que hay muchos en el norte. Había cantidades suficientes,
no sólo para coronar los cuerpos de los difuntos y adornar sus tumbas
profusamente, sino también para plantar en memoria de cada muerto una flor, una
planta o un pequeño árbol frutal, según lo exige la costumbre. Así, el dolor
por su amigo y por su caballo predilecto desapareció y pudo entregarse a una
recordación serena y tranquila, después de haberlos adornado y dado sepultura,
tras lo cual plantó sobre sus tumbas sendas flores, arbustos y árboles
frutales.
Luego de haber satisfecho su
corazón de esta manera y de haber cumplido con su deber, el recuerdo del viaje
por aquella tiniebla empezó a removerse dentro de su alma. De modo que pidió a
sus allegados que lo dejaran estar un día solo. Durante veinticuatro horas
estuvo sentado bajo el árbol del pensamiento, y en su memoria se desplegó,
limpia y llanamente, la representación de lo que había visto en la estrella ajena.
Luego de lo cual fue un día a ver al patriarca y le contó todo.
El anciano lo escuchó, quedó
sumido en sus pensamientos y preguntó luego: «¿Todo esto, amigo mío, lo viste
con tus propios ojos o ha sido un sueño?»
«No lo sé», dijo el joven. «Pienso
que puede haber sido un sueño. De todos modos, y lo digo con- respeto, no me
parece que la diferencia tenga alguna importan-, cia, dado que el asunto está
instalado en mi mente con toda realidad. Una sombra de pesadumbre ha quedado en
mí, y en medio de la dicha de vivir, un viento frío que viene desde aquella
estrella sopla en mi interior. Por eso, ¡oh venerable!, te pregunto qué debo
hacer.»
«Ve mañana», habló el anciano,
«otra vez a la montaña hasta aquel sitio donde hallaste el templo. Me parece
extraña la imagen de aquel dios, del que nunca oí hablar, y es posible que se
trate de una deidad de otro astro. Puede ser también que aquel templo y su dios
sean tan viejos que provengan de nuestros antepasados más remotos y de los
tiempos pretéritos en los que pudieron haber reinado las armas, el miedo y la
angustia ante la muerte. Ve a aquel templo, querido, y haz una ofrenda de
flores, miel y canciones.»
El joven agradeció y obedeció el
consejo del anciano. Tomó una jícara llena de miel refinada, como la que se
acostumbra ofrecer en los comienzos del estío a los huéspedes distinguidos en
ocasión de la primera fiesta de las abejas, y consigo llevó también el laúd. En
la montaña volvió a dar de nuevo con el sitio donde antes había arrancado una
campanilla azul, y encontró el empinado sendero rocoso que llevaba, monte
arriba, al bosque, y por donde, hacía poco tiempo, había andado a pie delante
de su cabalgadura. Pero no pudo volver a hallar, tampoco al día siguiente, ni
el emplazamiento del templo ni el templo mismo, la negra piedra de sacrificio,
las columnas de madera, o el techo con el gran pájaro-posado encima. Y nadie
supo decirle nada de un templo semejante al que él describía.
De esta manera regresó a su
tierra, y al pasar junto al santuario del Recuerdo Amoroso entró en él ofrendó
la miel, cantó una canción con su laúd y recomendó a la deidad del Recuerdo
Amoroso su sueño, el templo y el pájaro, el pobre campesino y los muertos en el
campo de batalla, y en especial, al rey en su tienda de guerra. Entonces volvió
con el corazón aliviado a su morada, colgó en la pared de su alcoba la imagen
de la unidad del mundo, descansó con sueño profundo de los sucesos de aquellos
días y a la mañana siguiente comenzó a ayudar a sus vecinos, que, en campos y
jardines, se afanaban, entre cánticos, por borrar los últimos rastros del
terremoto.
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