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jueves, 13 de junio de 2013

FABULAS DE ROBOTS PARA NO ROBOTS - CIBERIADA

CIBERIADA
Stanislaw Lem



PRESENTACION - FABULAS DE ROBOTS PARA NO ROBOTS
En una sociedad en la que la tecnología está al servicio de unos intereses de clase y
bajo el control de una elite altamente especializada, es comprensible que los no iniciados
—ni beneficiarios— contemplen el «progreso» tecnológico con cierto recelo, cuando no
con positivo temor. Un temor que, cuando faltan la información y la capacidad crítica
necesarias para llegar al fondo de la cuestión, se convierte fácilmente en temor irracional
a la cosa en sí —la tecnología, en este caso— en vez de centrarse en su manipulación
clasista, auténtica razón de que la ciencia y la tecnología avanzada puedan constituir una
amenaza. Este temor —al que cabe llamar tecnofobia— presenta dos aspectos
principales: por una parte, el miedo al poder destructivo y avasallador de ciertos «logros»
tecnológicos; por otra, el temor de que la máquina desplace al hombre como productor,
cosa que en una sociedad equitativa y racional debería contemplarse como una gozosa
liberación, pero que en la nuestra, basada en la explotación y la competencia, supone una
constante amenaza para los trabajadores, y no sólo para los manuales (piénsese en los
formidables avances de la cibernética)
La idoneidad del símbolo del robot para polarizar este doble temor es bastante obvia: el
robot es un «hombre mecánico», culminación simbólica de la usurpación por parte de la
máquina del lugar del hombre; como además se lo puede —y suele— imaginar
inquietamente poderoso, ya sea física, mentalmente o en ambos sentidos a la vez, se
presta muy bien para expresar la tecnofobia antes aludida.
Y, de hecho, la ciencia ficción subcultural, e incluso la de ciertas pretensiones, nos
ofrece innumerables ejemplos de robots y supercomputadoras que —como su primo
hermano, la criatura de Frankenstein— se rebelan contra su creador con funestas
consecuencias.
Sólo la ciencia ficción más seria, menos condicionada por nuestros mitos culturales
(ideológicos, en última instancia), recurre al símbolo del robot con otros fines, como el de
señalar la importancia de una tecnología al servicio del hombre, o para utilizar la
implacable lógica de los cerebros electrónicos como contrapunto y/o espejo de las
contradicciones y los prejuicios humanos. Al igual que la tecnología que simboliza, el
robot es un instrumento (meramente narrativo, por ahora) lleno de posibilidades, pero
constantemente expuesto a un uso negativo.
No es éste, por cierto, el caso de la «Ciberiada» de Lem, quien ha logrado aclimatar
con éxito en este difícil terreno su fecundo talento de fabulador y, sobre todo, fabulista.
Prolongador y actualizador de esa gran corriente fantástico-satírica que pasa por los
Cyrano, los Voltaire y los Swift, Lem ha creado, con su «Ciberiada», la fábula robótica. Un
tipo de fábula, además, que se aleja del tradicional camino asfaltado hacia la fácil
moraleja para adentrarse en los terrenos mucho más fértiles de la poesía, la ironía, el
humor y una fantasía que a menudo roza o penetra en el surrealismo. Todo ello con un
denso e inquietante (¿se puede hablar de Lem sin utilizar este adjetivo?) trasfondo
filosófico que el tono festivo y desenfadado de los relatos no hace sino realzar.
EXPEDICION PRIMERA, O LA TRAMPA DE GARGANCIANO
Cuando el Cosmos no estaba tan desajustado como hoy día y todas las estrellas
guardaban un buen orden, de modo que era fácil contarlas de izquierda a derecha o de
arriba abajo, reunidas además en un grupo aparte las de mayor tamaño y más azules, y
las pequeñas y amarillentas, como cuerpos de segunda categoría, metidas por los
rincones; cuando en el espacio no se vislumbraba ni rastro de polvo, suciedad y basura
de las nebulosas, en aquellos viejos tiempos, tan buenos, existía la costumbre de que los
constructores con Diploma de Omnipotencia Perpetua con nota sobresaliente fueran de
vez en cuando de viaje para llevar a pueblos remotos ayuda y buenos consejos. Ocurrió,
pues, que de acuerdo con esa tradición se pusieron en camino Trurl y Clapaucio, a
quienes crear y apagar las estrellas no les costaba más que a ti cascar las nueces.
Cuando la inmensidad del abismo recorrido hubo borrado en ellos el último recuerdo del
cielo patrio, vieron ante sí un planeta, ni demasiado pequeño ni demasiado grande, de
tamaño muy apropiado, con un solo continente. Exactamente por el medio corría una
línea roja y todo lo que había a un lado era dorado, y todo lo del otro rosado. Los
constructores comprendieron en seguida que se trataba en este caso de dos estados
vecinos, y decidieron celebrar un consejo antes de aterrizar.
—Puesto que aquí hay dos estados —dijo Trurl—, es de justicia que tú te dirijas a uno y
yo al otro. Así nadie saldrá perjudicado.
—Me parece bien —contestó Clapaucio—, pero ¿qué hacemos si nos piden material de
guerra? Puede ocurrir.
—Es cierto, pueden exigirnos armamentos, incluso milagrosos —convino Trurl—.
Decidamos que se los negaremos en redondo.
—¿Y si insisten con violencia? —objetó Clapaucio—. No sería nada nuevo.
—Vamos a verlo en seguida —dijo Trurl, y conectó la radio, de la cual salió, atronadora,
una entusiasta marcha militar.
—Tengo una idea —dilo Clapaucio, apagando la radio—. Podemos aplicar la receta de
Garganciano. ¿Qué te parece?
—¡Ah...! ¡La receta de Garganciano! —exclamó Trurl—. No he oído nunca que nadie la
usara. Pero podemos ser nosotros los primeros en hacerlo. ¿Por qué no?
—Tú y yo estaremos dispuestos a aplicarla, pero es imprescindible que lo hagamos los
dos, si no, todo puede terminar bastante mal.
—¡Oh! Es muy fácil —dijo Trurl. Sacó del bolsillo una cajita de oro y la abrió. Dentro
había, sobre un forro de terciopelo, dos bolitas blancas—. Toma una, yo guardaré la otra.
Mira bien la tuya cada noche; si se pone rosada, significará que apliqué la receta.
Entonces tú haces lo mismo.
—De acuerdo. Decidido —dijo Clapaucio, y guardó la bolita, después de lo cual
aterrizaron, se abrazaron y se pusieron en marcha en direcciones opuestas.
El estado que tocó en suerte a Trurl era gobernado por el rey Monstrogrito, militarista
convencido como todos sus antepasados, y, además, su tacañería tenía una dimensión
verdaderamente cósmica. Para aliviar el presupuesto nacional derogó todas las penas a
excepción de la capital. Su pasatiempo favorito era la liquidación de funcionarios
superfluos, pero desde que había suprimido el cargo de verdugo todos los sentenciados
tenían que decapitarse solos o, en el caso de favor real excepcional, con la ayuda de los
familiares más allegados. Entre las artes fomentaba sólo las que no exigían mayores
gastos, tales como la recitación a coro, juego de ajedrez y gimnasia militar. En general,
apreciaba enormemente todo arte guerrero, ya que las contiendas victoriosas suelen traer
notables ganancias; por otra parte, sólo se puede preparar bien una guerra en tiempos de
paz, razón por la cual el rey la toleraba, aunque no excesivamente. La reforma más
grande de Monstrogrito fue la nacionalización de la alta traición. Como el país vecino le
enviaba espías, el monarca creó la función de Vendedor alias Vendido de la Corona,
quien transmitía a un precio elevado secretos estatales a los agentes del enemigo; los
que mejor se vendían eran los anticuados, porque costaban menos. A los agentes les
convenía gastar poco, ya que tenían que pasar cuentas con la tesorería de su país.
Los súbditos de Monstrogrito se levantaban temprano, vestían modestamente y se
acostaban tarde, porque trabajaban mucho. Preparaban sacos de tierra y harinas para las
fortificaciones, fabricaban armas y denuncias. Para que el estado no se viniese abajo por
exceso de estas últimas (una crisis de esta clase se produjo durante el reinado de
Bartolino el de Cien Ojos, cientos de años atrás), la persona que hacía demasiadas
denuncias tenía que pagar un impuesto especial de lujo. Así pues, el asunto se mantenía
a un nivel razonable. Al llegar a la corte de Monstrogrito, Trurl le ofreció sus servicios.
Como era de suponer, el rey ordenó que le construyera unas potentes armas de guerra.
Trurl pidió un plazo de tres días para reflexionar y, cuando estuvo solo en el modesto
aposento que le fue asignado, miró la bolita en la cajita de oro. Era blanca, pero, mientras
la observaba, empezó a ponerse rosa lentamente.
«¡Ajá! —pensó—. ¡Echemos mano de Garganciano!», y se puso a leer las instrucciones
secretas.
Mientras tanto, Clapaucio se encontraba en el otro estado, donde gobernaba el
poderoso rey Monstropito. Allí todo era muy diferente a lo de Monstrogriteria. Este
monarca adoraba también las marchas guerreras y las batallas, destinaba también mucho
dinero para los armamentos, pero lo hacía de manera ilustrada porque era un rey de gran
sensibilidad y amante de las artes como nadie. Rendía culto a los uniformes, los cordones
dorados, los galones y las borlas, fajines, ujieres con campanitas, acorazados y
charreteras. Era muy sensible: cada vez que botaba un nuevo acorazado temblaba de
pies a cabeza. No escatimaba medios a los pintores de batallas, pagándoles, por razones
patrióticas, según la cantidad de enemigos caídos, así que en los cuadros que abundaban
en el reino se amontonaban hasta el cielo montañas de cadáveres del enemigo. Su estilo
de gobernar era el absolutismo ilustrado y la severidad matizada de magnanimidad. Cada
año, el día del aniversario de su advenimiento al trono, introducía una reforma nueva. Una
vez decretó que se adornaran con flores todas las guillotinas, otra, mandó engrasarlas
para que no chirriaran, otra, dorar las hachas de los verdugos, exigiendo, por motivos
humanitarios, que se las afilase bien. Tenía un alma generosa, pero no aprobaba el
despilfarro, por cuya razón promulgó un decreto especial que normalizaba todas las
ruedas, palos, tornillos y cadenas. Las decapitaciones de los desviacionistas, por otra
parte poco frecuentes, se celebraban a bombo y platillo, con lujo, orden y disciplina, con
consuelo espiritual, extremaunción, entre cuadriláteros de tropa formada con uniformes
rebosantes de galones y borlas. El sabio monarca profesaba una teoría que llevaba a la
práctica: la de la felicidad universal. Es bien sabido que el hombre no ríe porque está
alegre, sino que está alegre porque ríe. Cuando todos dicen que las cosas van
perfectamente bien, el ambiente mejora en seguida. Los súbditos de Monstropito tenían,
pues, la obligación de repetir en voz alta, por su propio bien naturalmente, que todo les
iba a pedir de boca; el rey cambió la antigua fórmula de saludo, poco explícita, «Buenos
días», por una más ventajosa «Qué bien.» Los niños hasta la edad de catorce años tenían
permiso para decir «¡Olé!», y los ancianos «¡Enhorabuena!”
Monstropito se alegraba mucho, viendo cómo se fortalecía el espíritu del pueblo,
cuando, al pasar por las calles en una carroza cuyas formas recordaban las de un
acorazado, miraba las vitoreantes muchedumbres y oía sus «¡Olés!», «¡Quebienes!» y
«¡Enhorabuenas!», a las que se dignaba contestar con un gesto de su mano real.
Demócrata en el alma, le gustaba mucho entablar cortas charlas con los viejos soldados,
veteranos de innúmeras batallas, y no se cansaba nunca de oír relatos guerreros que se
contaban en torno a los fuegos de campamento. A veces, al recibir a un dignatario
extranjero, se golpeaba de pronto la rodilla con el cetro, exclamando: «¡A ellos!», o
«¡Quitadme de aquí este acorazado, muchachos!», o «¡Que me ahorquen!», ya que por
encima de todo amaba y admiraba el vigor y el coraje de sus fieles huestes, pies de cerdo
guisados con alcohol puro, pan seco, cañones y balas. Por eso, si se sentía triste, hacía
desfilar ante sí regimientos que cantaban: Tropa fileteada, Vidas de marra, todos chatarra,
El tornillo suena, yo no tengo pena, o bien la antigua marcha real: Del enemigo la coraza
es mas blanda que melaza. El rey ordenó que, cuando muriera, la vieja guardia cantara
junto a su tumba su canción preferida: El robot viejo ha de herrumbrarse.
Clapaucio no consiguió llegar directamente a la corte del monarca. En el primer pueblo
que encontró llamó a varias casas, pero nadie le abrió la puerta. En las calles no había un
alma. De pronto vio a un niño pequeño que se le acercaba.
—¿Compra usted? —preguntó la vocecita infantil—. Vendo barato.
—Tal vez compre, pero ¿qué? —preguntó Clapaucio, sorprendido.
—Un secretito de estado —contestó el niño, enseñándole por el escote de la camiseta
el borde de un pleno de movilización.
Clapaucio se sorprendió todavía más y dijo:
—No, pequeño, no me hace falta. ¿Sabes dónde vive el alcalde?
—¿Para qué nesesita al alcalde? —preguntó el niño, que seseaba.
—Para hablar de una cosa.
—¿A solas?
—Puede ser a solas.
—¿Entonses busca un agente? Mi papá le iría bien. Es de fiar y no cobra mucho.
—Enséñame, pues, a ese papá tuyo —dijo Clapaucio, viendo que no había otro modo
de terminar con aquella conversación. El pequeñín lo condujo a una de las casas; dentro,
en torno a una lámpara encendida, aunque era de día, estaba reunida toda la familia: el
anciano abuelo sentado en una mecedora, la abuela haciendo media y toda su progenie,
madura y fuerte, ocupada en lo suyo, como suele pasar en las casas. Al ver a Clapaucio,
se levantaron y se abalanzaron sobre él; resultó que las agujas de hacer media eran
esposas, la lámpara un micrófono, y la abuela, el jefe de policía local.
«Debe de ser un malentendido», pensó Clapaucio cuando, después de darle una
paliza, le echaron al calabozo. Esperó con paciencia toda la noche, ya que de todos
modos no podía hacer otra cosa. Vino el alba, cubriendo de plata las telarañas de las
paredes de piedra y los restos herrumbrosos de antiguos prisioneros; al cabo de un rato
se lo llevaron para que prestara declaración. Se descubrió entonces que tanto el pueblo
como las casas y el niño estaban puestos allí adrede para engañar a los viles espías del
enemigo. Clapaucio no corría el riesgo de ser juzgado, ya que el procedimiento era corto.
Por el intento de entrar en contacto con el papá-vendedor de secretos le tocaba la
guillotinación de tercera clase, puesto que la administración local ya había gastado los
fondos destinados en el presupuesto de aquel año a sobornar a los espías de fuera, y
además Clapaucio, por su parte, a pesar de todas las insistencias, no quería comprar
ningún secreto de estado. El hecho de no llevar encima una suma importante de dinero
constituía un cargo supletorio contra él. Clapaucio decía y volvía a decir siempre lo mismo
en su defensa, pero el oficial que le tomaba la declaración no creía sus palabras y,
además, aunque hubiera querido liberarlo, no era de su incumbencia hacerlo. No
obstante, el asunto fue transmitido a una instancia superior, sometiéndose mientras tanto
a Clapaucio a tortura, más bien por el sentido del deber que por necesidad. Una semana
después la situación tomó un cariz favorable: el reo, arreglado y limpio, fue enviado a la
capital, donde, habiendo aprendido las normas de la etiqueta cortesana, obtuvo el honor
de ser recibido en audiencia privada por el rey. Le dieron incluso una trompeta, ya que en
lugares oficiales cada ciudadano anunciaba su llegada y su marcha con un trompeteo; la
disciplina era tan rígida que en todo el estado la salida del sol no valía sin un toque de
corneta.
Monstropito pidió, naturalmente, armas nuevas; Clapaucio prometió cumplir el deseo
del monarca, asegurándole que su invento iba a revolucionar las mismas bases de la
acción bélica. «¿Qué ejército es invencible?», preguntó, dando en seguida la respuesta:
—El que tiene mejores jefes y soldados más disciplinados. El jefe da órdenes y el
soldado obedece; el primero tiene que ser, pues, inteligente y el segundo, disciplinado.
Sin embargo, la sabiduría de un intelecto, incluso militar, está sujeta a unos límites
naturales. Por otra parte, un jefe genial puede topar con otro igualmente dotado. Puede
caer también en el campo de honor dejando huérfana a su tropa, o bien hacer otra cosa
mucho peor todavía, si, acostumbrado profesionalmente a pensar, acaricia el sueño de
hacerse con el poder. ¿No es acaso peligrosa una banda de oficiales superiores cubiertos
de orín en los campos de batalla a quienes el esfuerzo mental bélico reblandeció tanto las
meninges que empiezan a soñar con el trono? ¿No fue acaso este el fin de numerosos
reinados? De esto se deduce claramente que los jefes son solamente un mal necesario;
se trata, por tanto, de liquidar esa necesidad. La disciplina de un ejército consiste en
hacer cumplir al pie de la letra las órdenes recibidas. El ideal reglamentario sería una
tropa que convirtiera miles de pechos y pensamientos en un solo pecho, un solo
pensamiento, una sola voluntad. A este fin sirve todo el reglamento, la instrucción militar,
las maniobras y el entrenamiento. Pero la perfección inalcanzable hasta ahora se lograría
ideando un ejército que actuara literalmente como un solo hombre, siendo él mismo el
autor y el realizador de sus propios planos estratégicos. ¿Quién representa la
personificación de este ideal? Unicamente el individuo, ya que a nadie escuchamos con
tanto placer como a nosotros mismos, y nunca se cumplen las órdenes con tanto
entusiasmo como cuando uno se las da a sí mismo. Además, cl individuo no puede ser
dispersado por el enemigo, negarse a obedecer sus propias disposiciones, ni conspirar
contra sí mismo. Lo esencial es, pues, convertir el afán de obediencia, el amor propio que
posee todo el mundo en la propiedad de miles de soldados. ¿Cómo hacerlo?
Aquí Clapaucio pasó a explicar al rey, todo oídos, las ideas del maestro Garganciano,
sencillas como todo lo genial.
—A cada soldado —aclaró— se le atornilla una clavija delante y un enchufe detrás. A la
orden: «¡Unirse!», las clavijas saltan en los enchufes, y allí donde un momento antes se
encontraba una banda de civiles, aparece una formación de tropa perfecta. Cuando todas
las mentes por separado, ocupadas hasta entonces en las tonterías de la vida fuera del
cuartel, se confunden en la uniformidad literal del espíritu militar, aparece
automáticamente no sólo la disciplina, fácil de constatar, puesto que toda la tropa hace lo
mismo siendo un solo espíritu en millones de cuerpos, sino también la sabiduría, en
directa proporción al número de soldados. Un pelotón posee la psiquis de suboficial; una
compañía es tan inteligente como un capitán de estado mayor; un batallón, como un
coronel diplomado, y la división, aun de reserva, vale tanto como todos los estrategas
juntos. Así se pueden conseguir formaciones de una genialidad estremecedora. No hay
que temer una falta de disciplina, no puede haberla, ya que ¿quién no se obedece a sí
mismo? Este procedimiento termina con los antojos y caprichos individuales, con la
eventual. incapacidad de los jefes, con sus mutuas envidias, emulaciones y conflictos; una
vez unidas las formaciones, no deben volver a separarse, ya que en caso contrario sólo
provocaríamos un caos. ¡Ejército sin jefes, jefe de sí mismo, he aquí mi idea!
Con estas palabras terminó Clapaucio su discurso, que dejó una profunda impresión en
el rey.
—Váyase a su acantonamiento —dijo finalmente el monarca— y yo deliberaré con mi
estado mayor...
—¡Oh, no lo haga, Majestad! —exclamó astutamente Clapaucio, fingiendo una gran
turbación—. El emperador Turbuleón obró así y su estado mayor, defendiendo sus
propios empleos, saboteó el proyecto. Poco tiempo después, el vecino de Turbuleón, el
rey Esmalteo, atacó con su ejército reformado el estado del emperador y lo devastó a
pesar de que el número de sus soldados era ocho veces menor.
Después de decir esto, Clapaucio se marchó al apartamento que le fue asignado y miró
la bolita; viendo que se había puesto de color de remolacha, comprendió que Trurl había
hecho el mismo trabajo que él en el estado del rey Monstrogrito. Pronto el rey en persona
le encargó la transformación de un pelotón de infantería: la pequeña formación, unida
espiritualmente en un solo ser, gritó: «¡Muerte! Muerte!» y, rodando colina abajo sobre
tres escuadrones de coraceros reales, armados hasta los dientes y acaudillados por seis
profesores de la Academia del Estado Mayor, los convirtió en papilla. Se apenaron mucho
todos los mariscales de campo y capitanes generales, almirantes y contraalmirantes,
jubilados inmediatamente por el rey, quien, convencido totalmente de las ventajas del
sagaz invento, dio a Clapaucio la orden de transformar toda su tropa.
En seguida las fábricas de armamento y piezas eléctricas empezaron a producir día y
noche vagones de clavijas que se atornillaban, en sitios previstos, en todos los cuarteles.
Clapaucio iba inspeccionando guarnición tras guarnición, con el pecho cubierto de
condecoraciones concedidas por el rey. Trurl se afanaba de idéntica manera en el país de
Monstrogrito, pero tuvo que contentarse, a causa de la notoria afición de aquel monarca al
ahorro, con el título vitalicio de Gran Vendedor de la Patria. Así pues, ambos estados se
preparaban a la acción bélica. En la fiebre de la movilización se aprestaban tanto las
armas convencionales como nucleares, restregando desde el alba hasta la noche cerrada
cañones y átomos, para que brillaran conforme al reglamento. Los constructores que ya
no tenían nada que hacer allí, recogían disimuladamente sus cosas, para reunirse en el
momento oportuno en el lugar previsto, junto a la nave escondida en el bosque.
Mientras tanto, cosas muy extrañas ocurrían en los cuarteles, sobre todo en los de
infantería. Las compañías ya no necesitaban aprender la instrucción militar ni hacer el
recuento para conocer el número de los soldados, del mismo modo que nadie confunde
su pierna izquierda con la derecha, ni calcular para saber si tiene dos. Daba gusto ver
cómo las formaciones reorganizadas desfilaban, cómo obedecían a «¡Vuelta a la
izquierda!» y «¡Firmes!» Después de la instrucción, en cambio, unas compañías
charlaban animadamente con otras, gritando por las ventanas abiertas de los
acantonamientos frases sobre el concepto de la verdad coherente, juicios analíticos y
sintéticos a priori y razonamientos sobre la existencia in se; éste era ya el nivel alcanzado
por la inteligencia colectiva, cuyo trabajo mental condujo a elaborar leyes de filosofía,
hasta que un batallón llegó a un solipsismo total, proclamando que fuera de él no existía
concretamente nada. Puesto que de ello se deducía que no había ni monarca ni enemigo,
hubo que volver a separar en secreto a sus soldados, e incorporarlos en las unidades
adscritas al realismo epistemológico. Según parece, y simultáneamente, en el estado de
Monstrogrito la sexta división de comandos se pasó de los ejercicios de cargar el arma a
los ejercicios místicos y, sumida en la contemplación, por poco se sume en un torrente.
No se conocen bien los pormenores del acontecimiento; lo cierto es que justo entonces
fue declarada la guerra y los batallones, en medio de un gran estruendo de hierros,
empezaron a avanzar lentamente por ambos lados hacia la frontera.
La ley del maestro Garganciano funcionaba con una perfección implacable. Cuando
unas formaciones se unían con otras, aumentaba proporcionalmente su sensibilidad
artística. que llegaba al máximo al nivel de la división reforzada. Por esta razón, las filas
que las constituían se despistaban fácilmente corriendo tras cualquier mariposilla; cuando
la columna motorizada que llevaba el glorioso nombre de Bardolimo llegó al pie de la
fortaleza enemiga que debía conquistar, el plan de ataque, elaborado aquella misma
noche, resultó ser un magnífico retrato de las susodichas fortificaciones, pintado, por
añadidura, conforme a los cánones de la escuela abstraccionista, opuesta totalmente a
las tradiciones militares. Al nivel de cuerpos de artillería se manifestaba principalmente la
más profunda problemática filosófica; al mismo tiempo. esas grandes unidades, por
distracción característica de los seres geniales, dejaban abandonados en cualquier sitio
las armas y el equipo pesado, o bien olvidaban del todo que había guerra. En cuanto a
ejércitos enteros, sus almas se debatían en los múltiples complejos que suelen agobiar
las individualidades muy matizadas, por lo que fue preciso poner al servicio de ambos
unas brigadas psicoanalíticas motorizadas que les prodigaban durante las marchas los
cuidados oportunos.
Mientras tanto, los dos ejércitos, acompañados por el incesante estruendo de tambores
y trompetas, se colocaban lentamente en las posiciones iniciales previstas. Seis
batallones de asalto de infantería, unidos con una brigada de morteros y un batallón de
reserva, compusieron, cuando les enchufaron un pelotón de ejecución, un «Soneto sobre
el Misterio de la Existencia» haciéndolo, por más señas, durante una marcha nocturna
hacia su punto de destino. En ambos bandos empezaba a reinar un cierto desorden: el
cuerpo marlabardo n° ochenta exclamaba que era imprescindible dar una mayor precisión
al concepto «enemigo», que le parecía lastrado, hasta entonces, de contradicciones
lógicas e, incluso, carente de sentido.
Las unidades de paracaidistas intentaban algoritmizar las aldeas vecinas; las filas
entrechocaban, así que ambos reyes empezaron a enviar a los ayudantes de campo y
enlaces extraordinarios para que impusieran el orden en sus tropas. Sin embargo, todos,
apenas frenado el galope del caballo junto al batallón indicado, apenas pronunciada una
pregunta por el origen de aquel caos, entregaban inmediatamente su espíritu al espíritu
del ejército. Los reyes se quedaron, pues, sin ayudantes. Se demostraba que la
conciencia era una trampa terrible en la cual se entraba fácilmente, pero que no dejaba
salir a nadie. Ante la vista de] mismo rey Monstrogrito, su primo, el Gran Duque Derbulión,
galopó hacia las líneas deseando dar ánimos a la tropa, pero en el instante de conectarse
se fundió, se confundió y dejó de existir como tal.
Viendo que las cosas iban mal, aun sin saber por qué, hizo Monstropito una señal a los
doce trompetas de su séquito. La hizo también Monstrogrito a los suyos, desde la colina
donde se había instalado el alto mando. Los trompetas, se metieron las boquillas en los
labios, sonaron los fanfares de ambos lados de la frontera, dando por empezada la
batalla. A aquella señal prolongada, los dos ejércitos se ensamblaron definitivamente en
su totalidad. El viento llevó hacia el futuro campo de batalla el formidable estruendo
emitido por los contactos al cerrarse y, en el lugar de millares de granaderos y cañoneros,
apuntadores y cargadores, guardias reales y artilleros, zapadores, gendarmes y
comandos, nacieron dos espíritus gigantescos que se miraron con miles de ojos a través
de la gran llanura, bajo unas nubes blancas. Hubo un momento de profundo silencio:
ambos bandos alcanzaron la famosa culminación de la conciencia, prevista por el gran
Garganciano con una precisión matemática. Lo que ocurre es que, superado un cierto
límite, el militarismo, fenómeno puramente local, se convierte en civilismo, por la sencilla
razón de que el Cosmos en su esencia es absolutamente civil. Y, precisamente, ¡el
espíritu de ambos ejércitos había alcanzado ya las dimensiones cósmicas! Aunque por
fuera brillara el acero, corazas, obuses y mortíferas lanzas, por dentro se levantaron olas
de un doble océano de serenidad tolerante, amistad universal e inteligencia perfecta.
Formadas en las faldas de las colinas, relucientes bajo los rayos del sol, las dos tropas se
sonrieron mutuamente con cariño. Trurl y Clapaucio estaban subiendo a bordo de su nave
cuando ocurrió lo que pretendían: ante la vista de los dos reyes, ennegrecidos de
vergüenza y rabia, los ejércitos enemigos carraspearon, se tomaron del brazo y juntos
dieron un paseo cogiendo flores silvestres bajo el cielo azul, en el campo de una batalla
que no llegó a librarse.
EXPEDICION PRIMERA A, O EL ELECTROBARDO DE TRURL
A fin de evitar toda clase de reproches y malentendidos, debemos aclarar que fue, al
menos en el sentido literal, una expedición a ninguna parte. Trurl no se había movido
durante aquel tiempo de su casa, excepto los días pasados en las clínicas y un corto viaje
sin importancia a un planetoide. Sin embargo, en el sentido profundo y elevado, fue una
de las expediciones más lejanas que el insigne constructor había emprendido, ya que le
condujo a los mismos límites de lo posible.
Una vez Trurl construyó una máquina de calcular que resultó ser capaz de una sola
operación: multiplicaba únicamente dos por dos, dando, encima, un resultado falso. La
máquina era, empero, muy ambiciosa y su disputa con su propio constructor casi termina
trágicamente. Desde entonces Clapaucio le amargaba la vida a Trurl con sus pullas y
sarcasmos, hasta que éste se enfadó y decidió hacer una máquina que escribiera
poemas. A este objeto Trurl reunió ochocientas veinte toneladas de literatura cibernética y
doce mil toneladas de poesía, y se puso a estudiar. Cuando ya no podía aguantar más la
cibernética, pasaba a la lírica y viceversa. Al cabo de un tiempo se convenció de que la
construcción de la máquina era una pura bagatela al lado de su programación. El
programa que tiene en la cabeza un poeta corriente está creado por la civilización en cuyo
medio ha nacido, la cual, a su vez, ha sido preparada por la que la precedió; esta última,
por otra, más temprana todavía, y así, hasta los mismos comienzos del Universo cuando
las informaciones relativas al futuro poeta daban vueltas todavía caóticas en el núcleo de
la primera nebulosa. Para programar la máquina hacía falta, pues, volver a repetir antes,
si no todo el Cosmos desde el principio, por lo menos una buena parte de él. La magnitud
de la tarea hubiera hecho renunciar al proyecto a cualquier persona que no fuera Trurl,
pero al valiente constructor ni se le ocurrió batirse en retirada. Lo primero que hizo fue
inventar una máquina que modelaba el caos y en la cual el espíritu eléctrico sobrevolaba
las eléctricas aguas, luego añadió el parámetro de la luz, luego el de las nebulosas,
acercándose así, paso a paso, a la primera época glaciar, lo que sólo fue posible gracias
a que su máquina modelaba, durante una quintomillardécima fracción de segundo, cien
septillones de acontecimientos en cuatrocientos octillones de lugares a la vez; si alguien
supone que Trurl se equivocó en alguna cifra, puede comprobar personalmente todos los
cálculos. Iba Trurl modelando los inicios de la civilización, el tallado del sílex y el curtido
de pieles, saurios y diluvios, el cuadrupedismo y el rabismo; luego hizo al pre-rostro-pálido
que dio origen al rostro-pálido, inventor de la primera máquina, y así se desarrollaba la
obra por eones y milenios, en medió del susurro de torbellinos y corrientes eléctricas.
Cuando en la máquina modeladora escaseaba espacio para la época siguiente, Trurl le
fabricaba un nuevo compartimiento; de esos admíniculos se creó una especie de pueblo
con cables y lámparas tan enmarañados que ni el mismo diablo los podía ordenar. Sin
embargo, Trurl salía del paso, y sólo dos veces tuvo que repetir lo mismo: una vez, por
desgracia, fue obligado a volver casi al principio, porque le salió que Abel mató a Caín y
no Caín a Abel (por culpa de un cortocircuito de la línea que se había quemado), la
segunda vez bastó con retroceder trescientos millones de años solamente, hasta el
mesozoico medio, ya que en vez del primer pez que dio origen al primer saurio que dio
origen al primer mamífero que dio origen al primer mono que dio origen al primer rostropálido,
pasó una cosa incomprensible: salió que en lugar del rostro-pálido le salió a Trurl
el postre-cocido. Según parece, una mosca se metió en la máquina, dando un golpe al
interruptor operacional superconductor. Fuera de eso, todo iba como una seda. Fueron
modelados el medioevo y la antigüedad y los tiempos de las grandes revoluciones, de
modo que en ciertos momentos toda la máquina temblaba y había que rociarla con agua y
envolverla en trapos mojados, para que no estallaran las lámparas que modelaban los
más importantes progresos de la civilización; esa clase de progreso, sobre todo
reproducido con tanta rapidez, por poco destroza todas las piezas delicadas. hacia finales
del siglo XX la máquina cogió primero una vibración en diagonal y luego un temblor
longitudinal, sin ninguna causa aparente. Trurl se preocupó mucho y hasta preparó una
cantidad de cemento y grapas de hierro para salvarla en caso de que se derrumbara.
Afortunadamente, no hubo que recurrir a medios tan extremos: tras pasar por el siglo
XX la máquina recuperó su marcha normal. Después de esto vinieron las sucesivas
civilizaciones, cada una de cincuenta mil anos de duración, de seres perfectamente
racionales, antepasados del mismo Trurl; bobina tras bobina de procesos históricos
modelados caían en un contenedor, y eran tantas que mirando con un catalejo desde lo
alto de la colina, no se podían abarcar con la vista todos aquellos montones. ¡Y pensar
que todo esto era para fabricar un poetastro cualquiera, por más bueno que fuera! ¡Esos
son los resultados del exceso de celo científico! Finalmente los programas quedaron
listos; sólo faltaba escoger lo más esencial de ellos, ya que, en caso contrario, el
aprendizaje del electropoeta hubiera costado muchos millones de años.
Trurl gastó dos semanas para introducir en su futuro electrovate los programas
generales; luego vino la afinación de circuitos lógicos, emocionales y semánticos. Hubiera
querido invitar a Clapaucio a la puesta en marcha, pero reflexionó y optó por hacer la
primera prueba solo. La máquina pronunció en el acto una conferencia sobre el pulido de
prismas cristalográficos para el estudio inicial de pequeñas anomalías magnéticas. Trurl
debilitó, pues, los circuitos lógicos y reforzó los emocionales: la máquina reaccionó con un
acceso de hipo y luego con otro de llanto, para balbucear finalmente con gran esfuerzo
que la vida era horrible. Trurl reforzó la semántica y construyó un adminículo para la
voluntad la máquina manifestó que se le debía obedecer en todo y exigió que se le
añadieran seis pisos a los nueve de que constaba para poder dedicarse a pensar en el
enigma de la existencia. Trurl le instaló un estrangulador filosófico y entonces la máquina
no le quiso hablar más y empezó a darle sacudidas con la corriente. Tras grandes
súplicas; consiguió que le cantara una corta canción: «tengo una gatita con cola
blanquita», pero aquí pareció haberse agotado su repertorio. Trurl se puso a atornillar,
estrangular, reforzar, aflojar, regular, hasta ponerla, según creía, en su punto. Entonces la
máquina lo obsequió con un poema de tal clase que dio gracias a Dios por haberle
inspirado prudencia. ¡Cómo se hubiera reído Clapaucio oyendo aquellas innominables
infracoplas, para cuya preparación había sido derrochado el modelo operativo de la
creación del Cosmos y de todas las civilizaciones posibles! Acto seguido, el constructor
instaló en el artefacto seis filtros antigrafómanos; le costó trabajo porque se le partían
como cerillas. Por fin los hizo de corindón para que aguantaran. Las cosas parecían ir
mejor: Trurl aumentó la semántica, conectó el generador de rimas y... por poco le tira una
bomba a la máquina cuando ésta le manifestó que deseaba ser misionero entre las tribus
estelares indigentes. Sin embargo, en el último momento, cuando ya se preparaba a
atacarla con un martillo, tuvo una idea salvadora: arrancó todos los circuitos lógicos y
colocó en su sitio unos egocentrizadores autoguiados con acoplamiento narcisista. La
máquina osciló, se rió, lloró y dijo que tenía un dolor en el tercer piso, que estaba harta,
que la vida era incomprensible y todos los vivos unos villanos, que iba a morir pronto y
que sólo tenía un deseo: que la recordaran cuando ella ya no estuviera aquí. Luego pidió
papel para escribir. Trurl respiró, cortó la corriente y se fue a dormir. Al día siguiente visitó
a Clapaucio. Este, al oír que se le invitaba a presenciar el arranque del Electrobardo (así
decidió Trurl llamar a la máquina), dejó todo su trabajo y acudió corriendo sin cambiarse
de ropa, tanta prisa tenía de ser testigo ocular del fracaso de su amigo.
Trurl conectó primero los circuitos de incandescencia, luego dio una corriente débil,
subió corriendo unas cuantas veces por la estruendosa escalera de chapas de hierro (el
Electrobardo se parecía a un enorme motor naval, rodeado de galerías de acero,
recubierto de planchas remachadas, con innúmeros relojes y válvulas), hasta que,
enfebrecido, cuidando de que las tensiones anódicas estuvieran en orden, dijo que, para
entrar en calor, la máquina empezaría por una pequeña improvisación sin pretensiones.
Luego, evidentemente, Clapaucio podría sugerirle temas de poesías a su gusto y
voluntad.
Cuando los indicadores de amplificación mostraron que la fuerza lírica llegaba al
máximo, Trurl dio la vuelta al interruptor general con una mano apenas temblorosa y, rosa
y, casi al instante, la máquina dijo en voz ligeramente ronca, pero llena de encanto:
—Crocotulis patongatovitocarocristofónico.
—¿Esto es todo? —preguntó Clapaucio con una extraordinaria amabilidad al cabo de
un largo rato. Trurl apretó los labios, dio a la máquina unos golpes de corriente y volvió a
conectar. Esta vez el timbre de la voz era mucho más puro. ¡Qué deleite, aquel barítono
grave, matizado de seductoras inflexiones!:
Apentula norato talsones gordosos
En redeles cuvicla y mata torrijas
Erpidanos mañota y suple vencijas
Y mordientes purlones videa carposos
—¿Qué idioma habla? —pregunto Clapaucio, observando con perfecta calma un cierto
pánico que agitaba a Trurl junto al armario de mando. El constructor, haciendo un ademán
de desespero, corrió finalmente escalera arriba hacia la cumbre del coloso de acero. se lo
veía por escotillas abiertas arrastrándose a cuatro patas en los interiores de la máquina,
se oían sus martillazos, rabiosas palabrotas, ruidos de llaves y destornilladores; salía de
un agujero para meterse en otro, iba corriendo de galería en galería, hasta que finalmente
dio un grito triunfal, tiró al suelo una lámpara quemada que se estrelló a un paso de los
pies de Clapaucio (al que ni siquiera pidió perdón), puso apresuradamente una nueva en
su sitio, se limpió las manos con un pañito de polvo y gritó a Clapaucio desde arriba que
conectara la máquina. Se dejaron oír entonces las siguientes palabras:
Tres solacias cryentes mondas correaban,
Apelaida secuona mancionitas soma,
Recha pambre y grita, las fondas seaban,
Hasta que regruñente y sin ropa torna.
—¡Esto va mejor! —exclamó Trurl, no muy convencido. Las últimas palabras tenían
sentido. ¿Te fijaste?
—Bueno... si esto es todo... —dijo Clapaucio, sin abandonar su extrema urbanidad.
—¡A la porra! —vociferó Trurl y volvió a desaparecer dentro de la máquina, de donde
empezaron a llegar golpes y ruidos, chasquidos de descargas y ahogados juramentos del
constructor; por fin sacó la cabeza por una pequeña escotilla del tercer piso y gritó:
¡¡Aprieta ahora!!
Clapaucio lo hizo. El Electrobardo tembló desde la base hasta la cumbre y empezó:
Avido de mocina sucia, pangel panchurroso,
Traga las mimositas...
Aquí se interrumpió el poema: Trurl arrancó con rabia un cable, la máquina tuvo un
estertor y se quedó muda. Clapaucio reía tanto que tuvo que sentarse en el suelo. Trurl
seguía zarandeando los cables y manecillas, de repente hubo un chasquido, una
sacudida, y la máquina pronunció en voz pausada y concreta:
Egoísmos, envidias —cosas de bastardo—.
Lo verá el que quiere con Electrobardo
Medirse: un enano. Pero, ¡oh, Clapaucio,
Yo, grandioso poeta, pronto te desahucio!
—¡Vaya! ¡No me digas! ¡Un epigrama! ¡Muy oportuno! —exclamaba Trurl, girando
sobre sí mismo cada vez más abajo, ya que estaba bajando a la carrera por una estrecha
escalerita de caracol, hasta que, saltando afuera, casi chocó con su colega, que había
cesado de reír, un tanto sorprendido.
—Es malísimo —dijo en seguida Clapaucio—. Además, ¡no es él, sino tú!
—Yo, ¿qué?
—Lo has compuesto tú de antemano. Lo reconozco por el primitivismo, la malicia sin
vigor y la pobreza de rimas.
—¿Eso crees? ¡Muy bien! ¡Pídele otra cosa! ¡Lo que quieras! ¿Por qué no dices nada?
¿Tienes miedo?
—No tengo ningún miedo. Estoy pensando —contestó Clapaucio, nervioso,
esforzándose en encontrar un tema de lo más difícil, ya que suponía, no sin razón, que la
discusión acerca de la perfección (o los defectos) del poema compuesto por la máquina
sería ardua de zanjar.
—¡Que haga un poema sobre la ciberótica! —dijo de pronto, sonriendo—. Quiero que
tenga máximo seis versículos y que se hable en ellos del amor y de la traición, de la
música, de altas esferas, de los desengaños, del incesto, todo en rimas, ¡y que todas las
palabras empiecen por la letra C!
—¿Por qué no pides de paso que incluya también toda la teoría general de la
automática infinita? —chillaba Trurl, fuera de sí—. ¡No se puede poner condiciones tan
creti...
La frase quedó sin terminar, porque ya vibraba en la nave el suave barítono:
El ciberotómano Cassio, cruel y cínico,
Cuando condesa Clara cortaba claveles,
Clamó: «¡En mi corazón candente cántico
El cupido te canta a cien centibeles!»
Cándida, le creía.. Cassio casquivano
Camela a la cuñada de cogote cano.
—¿Qué? ¿Qué te parece? —Trurl le miraba con los brazos en jarras, pero Clapaucio
ya estaba gritando:
—¡Ahora con la G! ¡Un cuarteto sobre un ser que era al mismo tiempo una máquina
pensante e irreflexiva, violenta y cruel, que tenía dieciséis concubinas, alas, cuatro cofres
pintados y en cada uno mil monedas de oro con el perfil del emperador Murdebrod, dos
palacios, y que llenaba su vida con asesinatos y...
Golestano garboso gastaba gonela...
Empezó a recitar la máquina, pero Trurl saltó hacia la consola, pulsó el interruptor y,
protegiéndolo con su cuerpo, dijo con voz ahogada:
—¡Se acabaron las bromas tontas! ¡No permitiré que se malogre un gran talento! ¡O
encargas poemas decentes, o se levanta la sesión!
—¿Qué pasa? ¿No son versos decentes?... quiso discutir Clapaucio.
—¡No! ¡Son unos rompecabezas, unos trabalenguas! ¡No he construido la máquina
para que resolviera crucigramas idiotas! ¡Lo que tú le pides son malabarismos, y no el
Gran Arte! Dale un tema serio, aunque sea difícil.
Clapaucio pensó, pensó mucho, hasta que de pronto frunció el ceño y dijo:
—De acuerdo. Que hable del amor y de la muerte pero expresándose en términos de
matemáticas superiores, sobre todo los del álgebra de tensores. Puede entrar también la
topología superior y el análisis. Que el poema sea fuerte en erótica, incluso atrevido, y
que todo pase en las esferas cibernéticas.
—Estás loco. ¿Sobre el amor en el lenguaje matemático? No, verdaderamente,
deberías cuidarte —dijo Trurl, pero se calló en seguida: el Electrobardo se puso a recitar:
Un ciberneta joven potencia extremas
Estudiaba, y grupos unimodulares
De Ciberias, en largas tardes estivales,
Sin vivir del Amor grandes teoremas.
¡Huye...!¡Huye, Laplace, que llenas mis días!
¡Tus versores, vectores que sorben mis noches!
¡A mí contraimagen! Los dulces reproches
Oír de mi amante, oh, alma, querías.
Yo temblores, estigmas, leyes simbólicas
Mutaré en contactos y rayos hertzianos,
Todos tan cascadantes, tan archirollanos
Que serán nuestras vidas libres y únicas.
¡Oh, clases transfinitas! ¡Oh, cuánta potentes!
¡Continuum infinito! ¡Presistema blanco!
Olvido a Christoffel, a Stokes arranco
De mi ser sólo quiero tus suaves mordientes.
De escalas plurales abismal esfera
¡Enseña al esclavo de Cuerpos primarios
Contada en gradientes de soles terciarios
Oh, Ciberias altiva, bimodal entera!
Desconoce deleites quien, a esta hora,
En el espacio de Weyl y en el estudio
Topológico de Brouwer no ve el preludio
Al análisis de curvas que Moebius ignora.
¡Tu, de los sentimientos caso comitante!
Cuánto debe amarte, tan solo lo siente
Quien con los parámetros alienta su mente
Y en nanosegundos sufre, delirante.
Como al punto, base de la holometría,
Quitan coordenadas asíntotas cero,
Así el ciberneta, último, postrero
Soplo de vida quita del amor porfía
Aquí terminaron las Justas poéticas: Clapaucio se marchó inmediatamente a casa,
diciendo que no tardaría en volver con temas nuevos, pero no apareció más por allí,
temiendo dar a Trurl, a pesar suyo, otros motivos de orgullo; aquél, por su parte, contaba
que Clapaucio se fugó, incapaz de esconder una violenta conmoción. En respuesta, su
amigo afirmaba que desde la fabricación del Electrobardo a Trurl se le subieron
demasiado los humos a la cabeza.
Al poco tiempo, la noticia de la existencia del vate eléctrico llegó a los poetas
verdaderos, o sea corrientes. Indignados y heridos en lo más profundo de su ser,
decidieron ignorar la máquina, pero la curiosidad empujó a unos cuantos a hacer una
visita secreta al Electrobardo. Este los recibió amablemente, en la sala llena de hojas
escritas, ya que su producción artística no se interrumpía ni de día ni de noche. Los
poetas pertenecían a la vanguardia literaria, en cambio el Electrobardo creaba en el estilo
tradicional, puesto que Trurl, no demasiado ducho en poesía, basó los programas
inspiradores en las obras de los clásicos. Los visitantes se rieron, pues, tanto del
Electrobardo, que por poco le estallan los cátodos, y se marcharon, triunfantes. Sin
embargo, la máquina estaba equipada para la autoprogramación y contaba con un circuito
especial de intensificación ambicional con interceptores de seis kiloamperios, así que
pronto la situación cambió totalmente. Desde entonces, los poemas eran oscuros,
incomprensibles, turpistas, mágicos y tan conmovedores que nadie comprendía una
palabra. De modo que, cuando el siguiente grupo de poetas acudió para reírse de la
máquina ésta les asestó una improvisación tan moderna que se les cortó el aliento. El
siguiente poema provocó un grave colapso de un autor maduro que tenía dos premios
nacionales y una estatua en el parque municipal. Desde aquel día, no hubo poeta que
resistiera al suicida antojo de retar al Electrobardo a un torneo literario. Los autores
venían de todas partes, acarreando sacos y toneles llenos de manuscritos. El
Electrobardo dejaba declamar a cada uno lo suyo, cogía al vuelo el algoritmo de aquella
poesía y, basándose en él, replicaba con unos versos mantenidos en el mismo espíritu,
pero de doscientas veinte a trescientas cuarenta y siete veces mejores.
En corto período de tiempo llegó a tener tanta práctica, que con uno o dos sonetos
derribaba al más afamado de los vates. Este fue el aspecto peor de las cosas, ya que
resultaba que de esas luchas salían indemnes sólo los grafómanos que, como todos
saben, no son capaces de apreciar la diferencia entre los versos buenos y malos; se
marchaban, pues, impunes.
Solamente uno de ellos se rompió una vez una pierna, tropezando en la puerta con un
gran poema épico del Electrobardo, completamente nuevo, que empezaba con las
siguientes palabras:
¡Oh, noche tenebrosa! ¡Noche de misterios!
Una huella tangible, pero no certera...
Y el viento cálido, y tus ojos serios,
Y los pasos. Los pasos del que desespera.
El Electrobardo diezmaba, en cambio, a los poetas auténticos, indirectamente, por
cierto, ya que no les hacía nada malo. No obstante, primero un lírico de edad provecta y
luego dos vanguardistas se suicidaron saltando de un alto peñasco que, por un fatal
concurso dé circunstancias, se erigía junto al camino entre la casa de Trurl y la estación
de ferrocarriles.
Los poetas organizaron inmediatamente varias reuniones de protesta, postulando el
cierre y sellado de la máquina, pero, fuera de ellos, nadie se preocupo por los luctuosos
incidentes. Bien al contrario, las redacciones de periódicos estaban muy satisfechas,
puesto que el Electrobardo, escribiendo bajo miles de seudónimos, siempre tenía listo un
poema de dimensión indicada para cada ocasión; su poesía circunstancial tenía tal
calidad que los ciudadanos agotaban en unos momentos tirajes enteros: en las calles se
veían rostros de expresión embelesada y soñadoras sonrisas, y se oían gentes
sollozando quedamente. Todo el mundo conocía los poemas del Electrobardo, el
ambiente ciudadano estaba saturado de preciosas rimas, y las naturalezas
particularmente sensibles, alcanzadas por una metáfora o una asonancia especialmente
lograda, incluso se desmayaban de impresión. El gigante de inspiración estaba preparado
para estos trances, produciendo al acto una cantidad correspondiente de sonetos
vivificadores.
Al mismo Trurl, su obra le acarreó serios problemas. Los clásicos, en su mayoría
ancianos, no le perjudicaron mucho, si no se toma en cuenta las piedras con que le
rompían sistemáticamente los vidrios, así como unas ciertas sustancias, imposibles de
nombrar aquí, que tiraban sobre las paredes de su casa. Los jóvenes hacían cosas
peores. Un poeta de la nueva ola, cuyos versos se distinguían por tanta fuerza lírica como
él mismo por la física, le propinó una tremenda paliza. Mientras Trurl recobraba la salud
en el hospital, los incidentes se multiplicaban. No había día sin un nuevo suicidio o
entierro; ante la puerta del hospital se paseaban unos piquetes, incluso se oían tiroteos,
ya que muchos poetas, en vez de manuscritos, traían en sus carteras unas pistolas para
disparar contra el Electrobardo, a pesar de que las balas no podían nada contra su cuerpo
de acero. De vuelta a casa, Trurl, desesperado y enfermo, tomó una noche la decisión de
desmontar con sus propias manos al genio que había creado.
Sin embargo, cuando se acercó, cojeando un poco, a la máquina, ésta, viendo unas
tenazas en su mano y el brillo de desesperación en sus ojos, estalló en un lirismo tan
apasionado suplicando gracia, que Trurl, deshecho en lágrimas, tiró las herramientas y
salió de allí abriéndose paso a través de la reciente producción del electrogenio, cuya
susurrante alfombra cubría el suelo de la sala a la mitad de la altura de un hombre.
Sin embargo, cuando al mes siguiente vino el recibo de la electricidad consumida por la
máquina, Trurl por poco sufre un colapso. Le hubiese gustado consultar el caso con su
amigo Clapaucio, pero éste desapareció, como si se lo hubiera tragado la tierra. A falta de
quien le aconsejara, una noche Trurl cortó la corriente a la máquina, la desmontó, la cargó
en una nave espacial, la desembarcó en un pequeño planetoide donde la volvió a montar,
y le dio, como fuente de energía creadora, una pila atómica.
Volvió luego a escondidas a casa, pero la historia no terminó aquí: el Electrobardo,
privado de la posibilidad de publicar su obra impresa, empezó a emitirla en todas las
longitudes de ondas radiofónicas, sumiendo a las tripulaciones y pasajeros de cohetes en
estado de aturdimiento lírico; las personas muy sensibles sufrían incluso graves crisis de
embelesamiento, seguidas de accesos de postración. Una vez descubiertas las causas
del fenómeno, la jefatura de navegación dirigió a Trurl la orden oficial de liquidar
inmediatamente el aparato de su propiedad que perturbaba líricamente el orden público y
perjudicaba la salud de sus pasajeros.
Lo único que hizo Trurl fue esconderse. Entonces las autoridades enviaron al
planetoide unos técnicos que debían sellar el tubo de escape poético del Electrobardo,
pero éste les dejó tan maravillados improvisando dos o tres romances, que se marcharon
sin cumplir la tarea. EI alto mando confió aquella misión a unos operarios sordos, lo que
tampoco resolvió nada, ya que el Electrobardo les transmitió la información lírica por
señas. Así las cosas, la gente empezó a hablar públicamente de la necesidad de una
expedición punitiva o de bombardeo, para eliminar al electropoeta. Justo en aquel
momento lo adquirió un monarca de un sistema estelar vecino y lo anexionó, junto con el
planetoide, a su reino.
Trurl pudo salir por fin de su escondrijo y volver a la vida normal. Bien es verdad que de
vez en cuando se veían en el horizonte sur explosiones de estrellas supernovas, como ni
los más ancianos recordaban en toda su vida; se rumoreaba con insistencia que el
fenómeno tenía algo que ver con la poesía. Según parece, aquel monarca, cediendo a un
extraño capricho, ordenó a sus astroingenieros conectar al Electrobardo con una
constelación de colosos blancos, y como resultado cada estrofa de poema se
transformaba en unas gigantescas protuberancias de los soles, de modo que el mayor
poeta del Cosmos transmitía su obra por pulsaciones de fuego a todos los infinitos
espacios galácticos a la vez. En una palabra, aquel gran monarca lo convirtió en el motor
lírico de un grupo de estrellas en explosión. Aunque hubiera en ello un gramo de verdad,
los fenómenos ocurrían demasiado lejos para quitar el sueño a Trurl. El insigne
constructor había jurado por todo lo más sagrado no volver nunca jamás al modelado
cibernético de procesos creadores.
EXPEDICION SEGUNDA, O LA OFERTA DEL REY CRUELIO
Los magníficos resultados de la aplicación de la receta de Gargancio despertaron en
los dos constructores tanta hambre de aventura, que decidieron emprender otro viaje a
regiones desconocidas. Pero cuando vino el momento de determinar el destino de la
expedición, se descubrió que no podían de ningún modo ponerse de acuerdo, porque sus
puntos de vista eran completamente divergentes Trurl, amante de países cálidos,
pensaba en Fogolia, estado de llamópodos. Clapaucio, en cambio, de temperamento más
tibio, escogió el polo galáctico del frío, un continente negro, situado entre unas estrellas
heladas. Ya iban a separarse, enfadados el uno con el otro, cuando a Trurl se le ocurrió
una idea que le parecía excelente:
—Mira —dijo—, podemos anunciar nuestro proyecto y, entre todas las ofertas
recibidas, escoger una, la más prometedora en todos los sentidos.
—¡Tonterías! —replicó Clapaucio—. ¿Dónde quieres poner el anuncio? ¿En el
periódico? ¿A que distancia llegan los periódicos? En el planeta más próximo lo leerán
dentro de medio año. ¡Nos pasaremos toda la vida esperando la primera oferta!
Aquí Trurl le explicó con una sonrisa de condescendencia su original proyecto, que
Clapaucio no tuvo más remedio que aceptar, y ambos pusieron inmediatamente manos a
la obra. Con la ayuda de unos aparatos especiales que construyeron de prisa y corriendo,
atraían las estrellas vecinas para componer con ellas un letrero gigantesco, visible desde
unas distancias imposibles de calcular. Este letrero era, precisamente, el anuncio de Trurl.
La primera palabra, para atraer la atención de un eventual lector en el Cosmos, constaba
de colosales estrellas azules; para las siguientes usaron cuerpos celestes de dimensiones
mucho más modestas. El conjunto decía que Dos Famosos Constructores buscaban un
empleo bien pagado, a la medida de sus talentos, preferentemente en la corte de un rey
de buena posición con estado propio; condiciones según el contrato.
No mucho tiempo después aterrizó ante la casa de los dos amigos un extraordinario
vehículo, todo irisado bajo los rayos del sol, como si estuviera revestido de madreperla
pura; tenía tres pies labrados principales y seis auxiliares que no llegaban al suelo y no
parecían tener utilidad alguna, salvo la de permitir al constructor el máximo alarde de
riqueza, puesto que eran de oro macizo. De aquel vehículo bajó, por una esplendorosa
escalera con dos filas de surtidores que se pusieron solos a manar agua en el momento
del aterrizaje, un extranjero de porte majestuoso, seguido por un séquito de máquinas
sextúpedas: unas se afanaban en darle masaje, otras le sostenían o le abanicaban, y la
más pequeña daba vueltas volando encima de su augusta frente, vertiendo desde arriba
perfumes, a través de cuya nube el extraordinario huésped, en nombre de su monarca, el
rey Cruelio, propuso emplear a los dos constructores en la corte de su señor.
—¿En qué ha de consistir nuestro trabajo? —inquirió Trurl.
—Los detalles les serán revelados, queridos señores, después del viaje —contestó el
extranjero, vestido con calzas de oro, capizana con orejeras cuajada de perlas y una
especie de vestido de corte muy original, provisto, en lugar de bolsillos, de unos cajoncitos
plegables llenos de golosinas. Encima del dignatario correteaban diminutos juguetes
mecánicos, a los que espantaba de vez en cuando con un elegante gesto de la mano si
exageraban sus travesuras—. Ahora sólo les puedo decir —prosiguió— que Su
Perfección Cruelio es un gran cazador, intrépido «azote de Dios» para todo el bestiario
galáctico, y que su maestría ha alcanzado un punto tan alto que los animales salvajes
más terribles y peligrosos han dejado de ser una presa digna de él. Sufre por ello,
ansiando peligros verdaderos, emociones desconocidas... Por esta razón...
—¡Comprendo! —dijo Trurl con viveza—. Debemos construir para él animales nuevos,
excepcionalmente salvajes y crueles. ¿No es cierto?
—Señor constructor, es usted muy perspicaz —dijo el dignatario—. ¿Qué me dicen?
¿Están de acuerdo?
Clapaucio, práctico como siempre, preguntó por las condiciones; como el emisario real
les describió la generosidad de su señor en términos más que elogiosos, empaquetaron
sin tardar unos libros y sus efectos personales y subieron por la escalera, que temblaba
de impaciencia, a bordo de la nave. Un estruendo, una llamarada tan fuerte que
chamuscó las patas de oro del cohete y la nave se hundió, veloz, en el negro abismo
galáctico.
Durante el viaje, bastante corto, el dignatario habló a los constructores de las
costumbres del reino Crueliano, les describió el carácter del monarca, cordial, libre y
amplio como el trópico de Cáncer, las aficiones de su amo, de modo que, al aterrizar la
nave, los dos viajeros incluso sabían ya hablar el idioma del país.
Fueron alojados en un magnifico palacio, fuera de la ciudad, en la ladera de un monte,
que debía servirles de residencia durante su estancia en Cruelia. Cuando hubieron
descansado un poco, el rey mandó para buscarlos una carroza tirada por unos monstruos
que jamás habían visto en su vida. Delante de los belfos llevaban unos filtros especiales
que absorbían el fuego, ya que sus gargantas arrojaban llamas y humo. Tenían alas, pero
recortadas de manera que les impedía elevarse en el aire, colas cubiertas de escamas de
acero, largas y retorcidas, y, cada uno, siete patas con garras que agujereaban
simétricamente los adoquines del pavimento. Al ver a los constructores, todo el atelaje
rugió espantosamente a la vez, arrojó fuego por los ollares y azufre por los lados y quiso
abalanzarse sobre ellos; pero los caballerizos con corazas de amianto y los ojeadores
reales con una motobomba se echaron contra los enfurecidos monstruos, golpeándolos
con culatas de lásers y másers. Cuando los hubieron dominado, Trurl y Clapaucio
subieron en silencio a la magnífica carroza, que arrancó como un cohete o, mejor dicho,
como una máquina infernal.
—¿Sabes qué te digo? —susurró Trurl al oído de Clapaucio mientras corrían como el
viento entre los regueros de vapor de azufre, derribando todo lo que se les atravesaba por
el camino—. ¡Presiento que este rey exigirá de nosotros monstruos espantosos! Si éstos
son sus animales de carga... ¿Qué te parece?
Pero Clapaucio, cauteloso, guardó silencio. Las fachadas de las casas, cuajadas de
zafiros, oro y plata, pasaban como una exhalación ante las ventanas de la carroza en
medio del estruendo, vocerío, silbidos de dragones y gritos de los conductores. Por fin se
abrieron las gigantescas rejas del portal del palacio real, y el vehículo, después de girar
con tanto brío que las flores se retorcieron en los parterres, frenó en seco ante el pórtico
del castillo, negro como la noche; el cielo, encima, parecía una gran esmeralda. Los
trompetas soplaron en las largas conchas y, al son de una música que se les antojó
lúgubre, Trurl y Clapaucio, empequeñecidos por la grandiosidad de la escalinata, los
gigantes de piedra que vigilaban a ambos lados la entrada, y las relucientes huestes de la
guardia de honor, entraron en las espaciosas salas del castillo.
El rey Cruelio los esperaba en una sala inmensa, diseñada a semejanza del cráneo de
un animal, una especie de gruta de altísima bóveda, excavada en un colosal bloque de
plata. Allí donde el cráneo tiene un agujero para la columna vertebral, se abría en el suelo
un pozo oscuro y profundísimo. Detrás de él se elevaba el trono sobre el que se
entrecruzaban, como espadas flamígeras, los rayos de una luz proyectada por altas
ventanas, cuencas oculares del cráneo de plata. Las gruesas placas de cristal de color de
miel filtraban un resplandor cálido y fuerte y, al mismo tiempo, brutal, ya que despojaba a
cada cosa de su propio colorido, imponiéndole el de fuego. Al entrar, los constructores
vieron a Cruelio sobre el duro fondo de prismas de plata de la pared. Demasiado
impaciente para permanecer sentado en el trono, el monarca caminaba con pasos
atronadores sobre las losas de plata del parquet; cuando se puso a hablarles, para
subrayar la importancia de sus palabras, cortaba de vez en cuando el aire con la mano,
haciéndolo silbar.
—¡Bien venidos seáis, constructores míos! —dijo, atravesándolos con el fuego de su
mirada—. Como ya os habrá informado el amigo Protozor, mi jefe de protocolo para la
caza, deseo que me fabriquéis nuevas especies de animales. Como vosotros mismos
comprenderéis, no me placería dar caza a una montaña de acero arrastrándose sobre
cien orugas: es una ocupación buena para la artillería, no para mí. ¡Mi adversario ha de
ser poderoso y cruel, y al mismo tiempo rápido y ágil y, sobre todo, pródigo en artimañas y
engaños, para que yo pueda desarrollar toda mi maestría de cazador para vencerle!
¡Tiene que ser un animal precavido e inteligente, poseer el arte de dejar pistas falsas y
borrar sus huellas, capaz de acechar en silencio y atacar como un rayo! ¡Esta es mi
voluntad!
—Perdone mi atrevimiento, Majestad —dijo Clapaucio inclinándose profundamente—,
pero, si cumplimos demasiado bien su encargo, ¿no pondremos en peligro la persona y la
salud de Su Majestad?
El rey estalló en una carcajada tan sonora, que una franja de brillantes se desprendió
de la araña, viniendo a estrellarse junto a los pies de los constructores. Ambos se
estremecieron a pesar suyo.
—¡Pueden estar tranquilos, mis buenos constructores! —dijo con un destello de negra
alegría en la mirada—. No son ni los primeros ni, supongo, los últimos... Reconozco que
soy un monarca justo, pero exigente. Demasiados timadores, charlatanes y aduladores
tratan de engañarme, demasiados desgraciados, digo, que se hacían pasar por unos
nobles especialistas de la ingeniería de la caza, quisieron abandonar mi reino cargados
con sacos de joyas preciosas, dejándome, a cambio, unos artefactos enclenques que se
descomponían de una sola patada... Fueron demasiados para que no me viera obligado a
tomar ciertas medidas de precaución. Así pues, desde hace ya doce años, cada
constructor que no cumple mis deseos, que promete más de lo que puede realizar, recibe,
por cierto, el pago convenido, pero, junto con él, es precipitado en esta sima aquí, o bien,
si lo prefiere, se convierte él mismo en el objeto de caza: le mato con estas manos,
porque no necesito para ello, les aseguro, queridos señores, ningún arma...
—¿Y cuántos fueron... esos desgraciados? —la voz de Trurl, al hacer la pregunta, sonó
bastante más débil que de costumbre.
—¿Cuántos fueron? Verdaderamente, no recuerdo. Sé solamente que hasta la fecha
nadie me ha dado satisfacción. El rugido de miedo con el cual, al caer en el pozo, se
despiden del mundo, es cada vez más corto; por lo visto, el montón de despojos va
creciendo en el fondo de la sima, pero, créanme, ¡queda todavía mucho sitio!
Después de estas aterradoras palabras reinó un silencio mortal; ambos amigos
echaron involuntariamente una mirada hacia la negra boca del precipicio; el rey seguía
andando, sus poderosos pies golpeaban el suelo, como si alguien tirara peñascos desde
una altísima montaña a un abismo lleno de ecos.
—Sin embargo. con el permiso de Su Majestad, nosotros todavía... eh... no hemos
cerrado el trato —se atrevió a farfullar Trurl—. Por lo tanto, ¿podríamos disponer de dos
horas para pensarlo? Debemos sopesar las profundas palabras de Su Majestad para
tomar la decisión de aceptar las condiciones, o...
—¡Ja, ja! —tronó la carcajada del rey—. O volver a casa, ¿eh? ¡Oh, no, señores míos!
¡Han aceptado las condiciones en el momento de poner los pies en la cubierta de la
Infernanda, que constituye una parte de mi reino! ¡Si cada constructor que viene aquí
pudiera marcharse cuando se le antojara, yo tendría que esperar eternamente la
satisfacción de mis deseos! ¡Se quedarán y me confeccionarán monstruos para la caza...!
Les concedo doce días para el trabajo. Ahora pueden marcharse. Si tienen algún deseo,
pidan lo que quieran a los criados que tendrán a su servicio. ¡No hay cosa que se les
niegue HASTA LA FECHA FIJADA!
—Si Su Majestad nos concede el favor..., nuestros deseos son lo de menos;
querríamos pedir, en cambio, permiso para ver los trofeos de caza de Su Majestad, fruto
del trabajo de nuestros predecesores.
—Concedido, concedido. No hay inconveniente —dijo el rey, magnánimo, dando una
palmada tan fuerte que las chispas que brotaron de sus dedos hicieron brillar la plata de
las paredes.
La ráfaga de viento, levantada por el poderoso gesto, refrescó las calenturientas
cabezas de los dos aficionados a las aventuras. Un instante después, seis soldados de la
guardia personal del rey, con uniformes blanco y oro, llevaron a Trurl y Clapaucio por un
corredor tortuoso, diríase un meandro del intestino de un reptil petrificado. No sin alivio se
vieron, por fin, los dos amigos en un enorme terrario a cielo raso donde, sobre unos
céspedes maravillosamente cuidados, se veían, colocados por doquier y en diferente
estado de conservación, los trofeos del rey Cruelio.
El primero que vieron era un coloso casi partido en dos, con el hocico guarnecido de
dientes como espadas, cuyo cuerpo llevaba una coraza de grandes y gruesas escamas
de acero apretadamente ajustadas. Las patas traseras, larguísimas, construidas por lo
visto para dar enormes saltos, reposaban en la hierba junto a la cola. En su interior se
veía perfectamente una metralleta con el cargador medio vacío, prueba evidente de que el
monstruo había librado una gran batalla antes de ser vencido por el terrible rey. Lo
demostraba igualmente un jirón amarillento colgando de las fauces de la bestia, en el cual
Trurl reconoció una caña de bota, parecida a las que llevaban los ojeadores del rey. Cerca
de allí yacía otro esperpento con cuerpo de serpiente, erizado de una gran cantidad de
alas cortas, chamuscadas por el fuego de disparos. Sus intestinos eléctricos,
desparramados, formaban debajo de él un charco de cobre y porcelana. Más allá otro
artefacto encogía en el último espasmo varias patas parecidas a columnas; en sus
abiertas fauces susurraba quedamente la brisa fresca del jardín. Se veían por doquier
despojos sobre ruedas con garras y sobre orugas con metralletas, partidos de un golpe
certero hasta el mismo meollo de alambre; unos acorazados sin cabeza coronados de una
especie de torretas chatas, hechas añicos por disparos atómicos, y seres de múltiples
troncos, y unos horrores abultados provistos de numerosos cerebros de reserva, todos
aplastados en la lucha; esperpentos que parecían aún dar saltos sobre sus extremidades
telescópicas rotas en pedazos, y una especie de espantajos pequeños que, al parecer,
podían tanto dividirse en un hato de bestezuelas sanguinarias, como reunirse formando
una bola defensiva, erizada de negros agujeros de cañones, que su astucia no había
salvado, como tampoco a sus creadores. Trurl y Clapaucio avanzaban entre las hileras de
aquellos cadáveres, doblándoseles ligeramente las piernas, en un silencio solemne, un
tanto sepulcral, como si se prepararan más bien a un entierro que a una fértil actividad
creadora, hasta que llegaron al final de la espantosa galería de los trofeos de caza real.
Ante el portal, junto a la blanca escalinata, les esperaba la carroza. Esta vez los grifos que
los llevaban a su residencia por las animadas calles les impresionaron mucho menos.
Cuando se encontraron solos en una cámara tapizada de escarlata y verde claro ante una
mesa colmada de valiosa vajilla y las bebidas más refinadas, preparadas con todo
esmero, a Trurl se le desató por fin la lengua: empezó a insultar con los más terribles
improperios a Clapaucio, afirmando que fue él quien, al aceptar a la ligera la oferta del
maestro de ceremonias, había atraído la desgracia sobre sus cabezas, como si no
hubieran podido vivir tranquilamente en casa, disfrutando de su justa y bien merecida
celebridad. Clapaucio no dijo una palabra, esperando con paciencia que se desfogara la
ira y la desesperación de su compañero; al verle derrumbarse en un magnifico sillón de
madreperla, cerrados los ojos y apoyada la cabeza en ambas manos, dijo escuetamente:
—¡Está bien! ¡Ahora, a trabajar!
Al oír estas palabras, Trurl volvió en sí; los dos, conocedores de los arcanos más
secretos del arte cibernético, se pusieron inmediatamente a considerar posibilidades.
Pronto llegaron al acuerdo unánime de que lo más importante no era la coraza ni la fuerza
del monstruo que debían construir, sino su programación, o sea, el algoritmo de su
diabólica actividad.
—¡Ha de ser una creación verdaderamente infernal, perfectamente satánica! —se
dijeron y, aunque no sabían todavía cómo lo iban a hacer, sus ánimos experimentaron un
cierto alivio. Y cuando se sentaron para proyectar la bestia ansiada por el cruel monarca,
pusieron en su obra toda su alma, trabajaron durante toda la noche, el día y la noche
siguiente, después de lo cual se fueron a celebrar un banquete y, mientras apuraban
jarras de Leyden, estaban ya tan seguros de sí mismos que se intercambiaban sonrisas
maliciosas, de manera que no les pudieran ver los criados a los que, no sin razón,
tomaban por espías del rey. No decían delante de ellos nada que se refiriese al asunto,
elogiaban tan sólo la tremenda fuerza de las bebidas y la exquisitez de los electretos con
salsa de iones que les servían de forma impecable unos lacayos vestidos de frac.
Terminada la cena, cuando salieron a la terraza, desde donde la vista abarcaba, bajo el
cielo oscurecido, toda la ciudad con sus torres blancas y cúpulas negras rodeadas del
exuberante verde de los parques, Trurl le dijo a Clapaucio:
—No cantemos todavía victoria. La cosa no es sencilla.
—¿A qué te refieres? —preguntó Clapaucio en un susurro prudente y a la vez tajante.
—Me explicaré. Si el rey vence esa bestia mecánica, cumplirá sin la menor duda su
promesa abismal, si me permites la expresión, considerando que no hemos dado
satisfacción a sus deseos. En cambio, si lo logramos demasiado bien... ¿entiendes?
—No sé. ¿Si no mata al animal?
—No. Si el animal le mata a él, querido colega..., entonces el que acceda al poder
después del rey puede ensañarse con nosotros.
—¿Crees que tendríamos que responder ante él? Normalmente un heredero del trono
se pone muy contento al verlo vacío.
—Sí, pero aquí se trata de su hijo. Para nosotros tanto da que se tome venganza por
amor a su padre, como para quedar bien ante la corte. ¿Qué te parece?
—No pensé en ello —dijo Clapaucio en voz sorda, ensimismado, añadiendo—: En
efecto, las perspectivas no son muy alegres. Ni así, ni asá... ¿No se te ocurre ninguna
solución?
—Podríamos construir un animal de múltiples muertes. Quiero decir uno que caiga, si el
rey lo mata, pero que resucite en seguida. El rey lo vuelve a matar, él vuelve a resucitar, y
así, hasta que se canse...
—El rey cansado estará de mal humor –observó agudamente Clapaucio—. Y, además,
¿cómo te imaginas a un animal de esta clase?
—No me lo imagino para nada, estoy esbozando las posibilidades... Lo más sencillo
sería construir un monstruo desprovisto de piezas vitales. Aunque lo hiciera pedazos, se
volvería a juntar.
—¿Cómo?
—Por la acción de un campo.
—¿Magnético?
—Por ejemplo.
—¿Y de dónde sacaremos ese campo?
—No lo sé todavía. ¿Y si lo teledirigiéramos nosotros mismos? —preguntó Trurl.
—No, no. No es lo bastante seguro —dijo Clapaucio con una mueca de desagrado—.
¿Cómo puedes saber si el rey no nos encerrará en alguna casamata mientras dure la
caza? Tenemos que decírnoslo de una vez bien claro: nuestros desgraciados
predecesores tampoco eran unos ceros a la izquierda, y ya ves cómo terminaron. Alguno
que otro tuvo que tener también la ocurrencia de la teledirección, pero le falló. No,
nosotros no podemos tener nada que ver con el monstruo durante la lucha.
—Podemos confeccionar un satélite artificial, y, sobre él... —sugirió Trurl.
—¡Tú, si quisieras sacar punta a un lápiz, cogerías una muela de molino! —dijo
torciendo el gesto Clapaucio—. ¡Un satélite, nada menos! ¿Cómo lo harás? ¿Cómo lo
pondrás en órbita? ¡En nuestra profesión no hay milagros, hombre! ¡No, hay que esconder
el dispositivo de una manera muy diferente!
—¿Y cómo lo vas a esconder si nos vigilan siempre? Tú mismo ves que los lacayos y
los criados no nos quitan la vista de encima, que meten las narices en todas partes y que
no hay modo de escapar ni un momento del palacio... Por si fuera poco, un dispositivo de
esta clase tendría que ser muy grande. ¿Cómo sacarlo de aquí? ¿Cómo activarlo sin que
nadie se diera cuenta? ¡No veo la manera!
—¡No te pongas frenético! —le reconvino Clapaucio sin perder la calma—. ¿Y si no
hiciera falta ningún dispositivo?
—¡Pero al monstruo algo lo tiene que dirigir! Si lo dirige su propio cerebro electrónico,
el rey lo despedazará antes de que tengas tiempo de decir: «¡Adiós, vida mía!»
Reinó el silencio. Las tinieblas se hacían más densas, abajo, ante la terraza,
centelleaban las numerosas luces de la ciudad. De repente, Trurl dijo:
—Escucha, tengo una idea. ¿Y si, con el pretexto de construir el monstruo,
confeccionáramos simplemente una nave y nos fugáramos en ella? Podríamos equiparla,
para mayor engaño, de orejas, cola, patas, y tirar este camuflaje, ya innecesario, después
de levantar el vuelo. ¡Creo que es lo mejor que podemos hacer! Nos vamos y ¡busca la
aguja en un pajar!
—Muy bien; pero si entre la servidumbre hay algún constructor disfrazado de lacayo, lo
que me parece muy verosímil, el verdugo te cogerá al primer intento de vender gato por
liebre. Por otra parte, fugarnos... no, no me gusta. Nosotros o él: éste es el fondo de la
cuestión. Una tercera solución no existe.
—¡En efecto, puede haber un espía que entiende de la construcción! —reconoció Trurl,
preocupado—. ¡Qué hacer, pues! ¿Tal vez un espejismo electrónico?
—¿Te refieres a una aparición, una fatamorgana? ¿Para que el rey le corra detrás en
vano? ¡No, muchas gracias! Date cuenta de que al volver de esta clase de caza nos
arrancaría las tripas a los dos.
Otra vez reinó el silencio y de nuevo fue Trurl el primero en romperlo:
—La única solución que se me ocurre es que el monstruo coja al rey, que lo rapte,
¿entiendes?, y que lo tenga preso. De este modo...
—Entiendo, no necesitas terminar la frase. Sí, es una buena idea. Lo tendremos preso
y los ruiseñores nos cantarán aquí más dulcemente que en la misma Marilonda Proquiana
—terminó Clapaucio astutamente, ya que justo en aquel momento entraban en la terraza
unos criados trayendo lámparas de plata—. Aun admitiendo que lo logremos —reanudó el
tema cuando volvieron a estar solos en medio de la oscuridad, iluminada débilmente por
el resplandor de las lámparas—, ¿cómo nos las arreglaremos para pactar con el
prisionero, si nos echan, encadenados, a una mazmorra de piedra?
—Es cierto —masculló Trurl—, hay que inventar otra cosa... ¡Lo más importante, como
hemos dicho antes, es el algoritmo del monstruo!
—¡Valiente descubrimiento! Ya se sabe que sin algoritmo, nada. ¡Así o asá, hay que
empezar con los experimentos!
Se pusieron, pues, a hacer experimentos, sin demora. Lo primero que hicieron fue
confeccionar un modelo del rey Cruelio y otro del monstruo, de momento sólo sobre el
papel, por cálculo matemático. Trurl tenía a su cargo el primer modelo; Clapaucio, el
segundo. Y ocurrió que estos bocetos se enfrentaron con tanto ardor sobre las grandes
hojas blancas que cubrían la mesa, que se rompieron todos los tiralíneas a la vez. Las
integrales indefinidas de la bestia se retorcían rabiosamente bajo el impacto de las
ecuaciones reales, y el monstruo caía, desintegrado en un conjunto indenominable de
incógnitas, y se incorporaba de nuevo, elevado a una potencia mayor, y entonces el rey le
daba con las diferenciales con tanto brío que los operadores funcionales saltaban por
todas partes, hasta que se hizo un caos algebraico-nolineal tan grande, que los
constructores perdieron el control de lo que pasaba con el rey y con el monstruo, ya que
ambos se les ocultaron en la maraña de símbolos borrosos. Se levantaron de la mesa,
bebieron para fortalecerse unos tragos de la gran ánfora de Leyden, se sentaron y
recomenzaron el trabajo desde el principio, esta vez con más violencia, soltando todo el
Gran Análisis; se armaron tan tremendas cosas sobre el papel, que los tiralíneas,
recalentados, llenaron de olor a chamusquina la estancia. El rey galopaba sobre todos sus
coeficientes de crueldad, se extraviaba en el bosque de signos séxtuples, volvía sobre sus
propias huellas, atacaba al monstruo hasta los últimos sudores y últimas factoriales; éste
entonces se desintegró en cien polinomios, perdió una equis y dos ipsilones, se metió
bajo la raya de un quebrado, se desdobló, agitó sus raíces cuadradas y ¡fue a dar contra
el costado de la real persona matematizada! Se tambaleó toda la ecuación de tan certero
que fue el golpe. Pero Cruelio se rodeó de un blindaje no lineal, alcanzó un punto en el
infinito, volvió en el acto y ¡zas, al monstruo en la cabeza a través de todos los paréntesis!
Tanto le arreó que le desprendió un logaritmo por delante y una potencia por detrás. El
otro encogió los tentáculos con tanta covariante que los lápices volaban como locos, y
¡vuelta a darle con una transformación por el lomo, y otra vez y otra! El rey, simplificado,
tembló del numerador a todos los denominadores, cayó y no se movió más. Los
constructores brincaron de sus sillas, se pusieron a reír, bailar y romper las hojas
cubiertas de cálculos ante la vista de los espías que los observaban con anteojos desde la
araña de cristal, pero de nada les sirvió, porque no eran fuertes en las altas matemáticas
y no comprendían en absoluto por qué los sabios gritaban con entusiasmo: ¡Victoria!
¡¡Victoria!!
Los relojes ya habían dado la medianoche, cuando a los laboratorios de investigación
de la policía muy secreta trajeron el ánfora con cuyo contenido se desalteraban los
constructores durante su arduo trabajo. En seguida los laborantes-consultantes abrieron
su falso fondo, secreto, sacaron de allí un micrófono y un magnetófono en miniatura, se
sentaron junto a los aparatos, los pusieron en marcha y durante varias horas escucharon
con gran atención todas las palabras pronunciadas en la sala de mármol verde. Los
primeros rayos del sol los encontraron todavía a la escucha, con cara larga, ya que todo
cuanto oyeron les resultaba incomprensible. En la cinta, una voz dijo:
—¿Cómo vas? ¿Has sustituido al rey?
—Si, ya está.
—¿Dónde lo tienes? ¿Aquí? ¡Muy bien! Ahora así, mira, las piernas juntas. ¡Mantén las
piernas juntas, te digo! ¡No las tuyas, asno, las del rey! ¡Así! ¡Ahora transforma, corre,
date prisa! ¿Qué has obtenido?
—Pi.
—¿Dónde está el monstruo?
—Entre los paréntesis. ¿Y qué? El rey aguantó, ¿ves?
—¿Aguantó, dices? Ahora multiplica ambos lados por un número imaginario; así. ¡Y
otra vez! ¡Cambia los signos, cabeza cuadrada! ¿Dónde los pones, bobo? ¿Dónde? ¡Ese
es el monstruo, no el rey! ¡Ahora, ahora, bien! ¿Listos? Ahora da vueltas por fases... ¡Así!
¡Y en marcha, al espacio real! ¿Lo tienes?
—¡Lo tengo! ¡Oh, Clapaucito! ¡Mira lo que le ha pasado al rey!
Aquí sonaron enormes carcajadas y la grabación se terminó.
Al día siguiente o, mejor dicho, aquel nuevo día, que toda la policía vio después de una
noche pasada sin pegar ojo, los constructores pidieron cuarzo, vanadio, acero, cobre,
platino, titanio, cerio, germanio. y, en general, todos los elementos que componen el
Cosmos, así como máquinas, mecánicos cualificados y espías. Se sentían tan seguros de
sí mismos, que se atrevieron a escribir en la hoja de pedido (formulario por triplicado): Se
nos suministren también espías, de colorido y tamaño que las Autoridades competentes
juzguen apropiados.» Al día siguiente hicieron un pedido supletorio, exigiendo el
suministro de serrín y de una gran cortina de terciopelo encarnado con un puñado de
campanitas de cristal en el centro y cuatro enormes borlas doradas en las esquinas,
indicando incluso las medidas de los cascabeles. El rey, informado de todo esto, se ponía
nervioso, pero, como había dado la orden de cumplir por ahora todos los deseos de
aquellos dos audaces individuos, y como la palabra real era sagrada, los constructores
recibieron todo lo que querían.
Nadie había pedido hasta entonces cosas tan inauditas. Así, por ejemplo, entró en los
archivos policiales, bajo el número 48999/11 K/T, una copia de un encargo de tres
maniquíes de sastre y seis uniformes completos de la policía real con correaje, armas,
quepis, penachos y esposas, así como tres ejemplares de los últimos anales del periódico
El Policía Nacional con un índice de materias. Los constructores aseguraban, en la rúbrica
«Observaciones», que se comprometían a devolver dichos objetos, enteros y sin
desperfectos, a las veinticuatro horas siguientes a su recepción. En otro fascículo de
archivo existe una copia del escrito en el cual Clapaucio exigió la entrega inmediata de un
muñeco de tamaño natural, hecho a perfecta semejanza del ministro de Correos y
Telégrafos, en uniforme de gala, y de un pequeño carruaje de dos ruedas, barnizado de
verde, con un farol de petróleo en el lado izquierdo y la inscripción atrás, hecha con letras
ornamentales blancas y azules: ¡GLORIA AL TRABAJO! Después del muñeco y el
carruaje, el jefe de la policía secreta se volvió loco y tuvo que retirarse del servicio activo.
Tres días más tarde se recibió el pedido de un tonel de aceite de ricino teñido de rosa.
Esta fue la última exigencia. Desde entonces se mantuvieron en silencio, trabajando en
los profundos subterráneos de su residencia, de donde llegaban a los oídos de la gente
sus escandalosos cantos, el estruendo continuo de martillazos, y se veía, al anochecer, a
través de las rejas de los altos ventanucos del sótano, un resplandor azulado que daba un
aspecto fantasmal a los árboles del jardín. Trurl y Clapaucio, encerrados entre cuatro
paredes de piedra, trajinaban junto con sus ayudantes en medio de los fulgores de
descargas eléctricas. Si levantaban la cabeza, podían ver, pegadas a los cristales, las
caras de los criados que, bajo el pretexto de una curiosidad fútil, fotografiaban cada
movimiento de los constructores. Una noche, cuando éstos, cansados, se fueron a dormir,
los espías en acecho transportaron inmediatamente a los laboratorios reales las piezas de
un aparato que se estaba construyendo, cargándolas en un globo dirigible secreto
express. Dieciocho insignes cibernéticos de los tribunales, después de jurar por el
anatema real, se pusieron a componerlas con manos temblorosas. Salió de ellas un
pequeño ratoncito gris de estaño que corría por la mesa dejando escapar por la boca
unas pompas de jabón y un polvo de tiza blanco por debajo de la colita. Lo hacía con
tanto arte y precisión, que el polvo blanco trazó unas letras de bella caligrafía: ¿ES
CIERTO, PUES, QUE NO ME AMAIS?
Nunca en la historia del reino, los jefes de la policía secreta perdían su cargo con tanta
rapidez. Los uniformes, el muñeco, el carruaje verde de dos ruedas y el serrín. devueltos
puntualmente por los constructores, fueron examinados con microscopios electrónicos.
Sin embargo, no se encontró nada, salvo un papelito en el serrín, que decía: SOY YO, EL
SERRÍN. Incluso los respectivos átomos de los uniformes y del carruaje fueron sometidos,
uno por uno, a una investigación detallada. ¡Todo en vano!
Un día, finalmente, se terminaron los trabajos. Se acercó lentamente al muro que
rodeaba la residencia de Trurl y Clapaucio un vehículo gigantesco sobre trescientas
ruedas, parecido a una cisterna herméticamente cerrada, y se detuvo junto al portal
abierto. Salieron los constructores llevando una cortina completamente vacía, la de borlas
y cascabeles, y una vez abierta con toda solemnidad la puerta del vehículo, la pusieron
dentro sobre el suelo; acto seguido entraron también ellos, cerraron la puerta y durante un
rato hicieron allí no se sabe qué cosas. Luego trajeron del sótano grandes bidones llenos
de elementos químicos finamente molidos, vertieron todos aquellos polvos, grises,
plateados, blancos, amarillos y verdes, debajo de la cortina extendida en el suelo, salieron
después del vehículo, dieron la orden de cerrarlo, y esperaron con la vista clavada en las
esferas de sus relojes durante catorce segundos y medio. Transcurrido ese tiempo, se
dejó oír claramente el tintineo de los cascabeles cristalinos, a pesar de que el vehículo no
se había movido en absoluto. Todos se pasmaron, porque sólo un espíritu había podido
tocar la cortina. Entonces los constructores se miraron uno al otro y dijeron:
—¡Listos! ¡Ya se lo pueden llevar!
Durante todo el día jugaron a hacer pompas de jabón en la terraza; al anochecer les
visitó Su Excelencia Protozor, el maestro de ceremonias que los había traído al planeta de
Cruelio. Les explicó con amabilidad, pero categóricamente, que en la escalera esperaba
un destacamento de guardia que debía conducirlos a un lugar indicado. Se les obligó a
dejar en el palacio todas sus cosas, incluso la ropa; les dieron a cambio unos andrajos
llenos de remiendos y los encadenaron. Cual no fue el asombro de los guardias y de los
altos dignatarios de la policía y de la administración de la justicia, allí presentes, al ver que
los dos constructores no sólo no parecían asustados ni nerviosos, sino que Trurl incluso
se reía a carcajadas, diciendo al herrero que le cerraba la cadena que le hacía cosquillas.
Y cuando la puerta de la mazmorra se cerró con estruendo tras ellos, a través de los
bloques de piedra se oyeron en seguida los tonos de la canción El alegre programador.
Mientras tanto salía de la ciudad el poderoso Cruelio, montado en un carro de caza de
acero, rodeado de su séquito y seguido por una larga formación de jinetes y máquinas, no
tanto de caza como de guerra. Lo que traían no eran los morteros y cañones de uso
corriente, sino enormes fusiles de láser, bazookas antimateria y lanzadores de brea en la
cual se atolla todo ser vivo y toda máquina.
Así pues, avanzaba hacia los cotos de caza reales un cortejo alegre, ufano y
despreocupado, en el cual nadie dedicaba un pensamiento a los constructores encerrados
en la mazmorra y, si lo hacía, era para mofarse de ellos y de su triste destino.
Cuando unas trompetas de plata anunciaron desde las torres del coto la llegada de Su
Majestad, apareció allí el enorme vehículo cisterna; unas garras especiales asieron la
compuerta y la abrieron, dejando ver durante un segundo una especie de negra boca de
cañón, apuntada al horizonte. Pero ya en el segundo siguiente se evadió de ella en un
salto prodigioso, tan rápido que no se pudo ver si era un animal u otra cosa, una forma
confusa, arenosa, amarillenta y gris. Cien pasos más lejos la forma aterrizó
silenciosamente, la cortina que lo envolvía se agitó en el aire y se desprendió de él con el
tintineo de sus cascabeles, que resultaba sobrecogedor en medio del silencio general.
Estaba allí, sobre la arena, como una mancha escarlata, junto al monstruo ahora bien
visible para todos. A pesar de esto, sus formas seguían indefinidas; era algo como una
colina, bastante grande, alargada, de colorido igual al del entorno. Parecía incluso que
una cosa parecida a cardos quemados por el sol le crecía sobre el lomo. Los monteros del
rey soltaron, sin separar la vista de la bestia, toda la jauría de ciberpointers,
ciberpodencos y cibergrifos, que, abriendo golosamente la boca, se precipitaron hacia
aquella monstruosidad agazapada. El, cuando los tuvo encima, ni enseñó colmillos ni
lanzó fuego por la boca; abrió solamente dos ojos parecidos a dos escalofriantes soles, y
en un abrir y cerrar de ojos la mitad de la jauría cayó al suelo, convertida en cenizas.
—¡Ajajá, tiene láser en los ojos! ¡Dadme mi coraza antiluz, mi cota de malla y mis
guanteletes...! —gritó el rey.
Los del séquito le vistieron en un santiamén de superacero reluciente. Ya preparado, el
rey se puso por delante de su gente y avanzó solo sobre el cibercorcel, que se podía reír
de las balas. El monstruo dejó que se le acercara; el rey dio un espadazo fulminante que
hizo silbar el aire y la cabeza del animal cayó, cortada, al suelo. El séquito prorrumpió en
gritos de júbilo y alabanza, por el éxito de la caza, pero al rey no le gustó que la presa
fuera tan fácil. Decepcionado, se juró que obsequiaría a los autores de su desengaño con
unos tormentos de calidad excepcional. En eso el monstruo movió un poco el cuello, y de
un capullo que apareció en la punta emergió una nueva cabeza. Las cegadoras pupilas
miraron al rey, pero no hicieron mella en su armadura.
«Resulta que no son tan malos, pero no se salvarán de la muerte», pensó el monarca y
saltó sobre la bestia, picando espuelas.
Cruelio asestó otro tremendo golpe de espada, esta vez en el lomo del animal, que no
hizo nada para evitarlo. Se diría, más bien, que se giró un poco para recibir mejor el
sablazo. Rugió el aire, tronó el acero y la bestia, con el tronco partido en dos, cayó
estremecida al suelo. Pero ¡qué cosa tan rara! El rey frenó con la siniestra su montura.
Delante tenía dos monstruos gemelos, más pequeños; entre ellos daba saltitos el tercero,
diminuto: era la cabeza cortada; le habían salido una colita y unas patitas y ahora se
entretenía bailando sobre la arena.
¿Qué es eso? ¿Tengo que cortarlo a rodajas como un salchichón? ¡Vaya manera de
cazar!, pensó el rey, y saltó, furioso, sobre los monstruos, cortando, pinchando,
aporreando como si su espada fuera un hacha.
A cada golpe los monstruos se multiplicaban. De repente todos ellos se echaron atrás,
se agruparon corriendo, un fulgor, y otra vez hubo allí una sola bestia enorme, agazapada
en el suelo, estremeciéndose la piel del poderoso lomo, igual como estaba al principio.
«Eso no vale —pensó el rey—. Por lo visto tiene la misma retroacción que aquel
artefacto que me confeccionó ese... ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Pumpkington. Por falta de
inventiva, yo personalmente me digné partirlo en dos después de la caza en el patio del
palacio... No hay remedio, hace falta un cibercañón...”
Y el monarca ordenó que acercaran uno, con rosca séxtuple. Apuntó con esmero, tiró
del cordón, y el proyectil invisible, sin hacer ruido ni humo, dio a la bestia para hacerla
pedazos. Pero no ocurrió nada: si la atravesó de punta a punta, lo hizo tan rápidamente
que nadie pudo darse cuenta. El monstruo se pegó todavía más al suelo y sacó la pata
delantera izquierda: todos vieron cómo juntaba dos largos dedos peludos en un gesto de
desprecio y reto.
—¡Dadme un calibre mayor! —vociferó el rey, fingiendo que no había visto nada.
Ya se lo traen. Veinte hombres cargan el cañón, el rey apunta, va a disparar... justo en
aquel momento el monstruo da un salto adelante. El rey quiere protegerse con la espada,
pero antes de que pueda hacer un gesto, la bestia ya no estaba allí. Los que lo vieron
contaban después que por poco se vuelven locos. En una metamorfosis rápida como el
rayo el monstruo se dividió en el aire en tres partes. En lugar de un corpachón gris,
aparecieron tres personas con uniformes de policía que, todavía volando en el aire, se
preparaban para un acto de servicio. El primer policía sacaba del bolsillo unas esposas
manteniendo el equilibrio con las piernas, el segundo sostenía con una mano su quepis
con penacho que el viento quería arrancarle, y con la otra sacaba la orden de detención
de un bolsillo lateral, el tercero servía por lo visto para amortiguar el aterrizaje de los otros
dos, ya que se echó bajo sus pies en el momento de tocar tierra, pero se incorporó en el
acto y se sacudió el polvo, mientras el primero estaba ya poniendo esposas al rey, y el
segundo quitando la espada de la mano real, paralizada por el asombro. Cogieron al
encadenado y empezaron a correr a grandes zancadas hacia el desierto arrastrando al
rey, que sólo ofrecía una débil resistencia. El séquito, petrificado, no se movió durante
unos segundos, hasta que rugió como un solo hombre y se lanzó a perseguirles. Ya los
cibercorceles alcanzaban a los peatones fugitivos, ya rechinaban las espadas sacadas de
las vainas, cuando el tercer policía se enchufó algo sobre el vientre, se encogió, los
brazos le crecieron formando dos pértigas, las piernas, retorcidas, sirvieron de ruedas
llenas de rayos. En su espalda, transformada en el pescante del carruaje verde, estaba
sentada la policía pegando con un largo látigo al rey, quien, con una collera encima,
galopaba como loco agitando los brazos y protegiendo de los golpes su coronada cabeza.
Los perseguidores volvieron a acercarse; los policías asieron al rey por la nuca y lo
subieron al pescante; uno de ellos se deslizó entre las pértigas con una rapidez que ni
siquiera puede explicarse, sopló, rechinó y se convirtió en una bola de aire irisada, en un
torbellino raudo como un relámpago. El carruaje corrió como si le hubieran crecido alas,
echando arena al aire y bailando locamente en los baches. Al cabo de un momento
apenas se lo podía divisar entre las dunas del desierto. El cortejo real se dispersó,
buscaron huellas, mandaron por unos sabuesos especialmente adiestrados, luego llegó al
galope una reserva de la policía con motobombas y se puso a regar febrilmente la arena.
Fue porque en el telegrama cifrado, enviado desde un globo de observación entre las
nubes, se cometió un error, causado por la prisa y por el temblor de las manos del
telegrafista. Las huestes policiales recorrieron todo el desierto, cada arbusto, cada mata
de cardo fue revisada, registrada, pasada por rayos X con aparatos de bolsillo, se cavaron
muchos hoyos, se tomaron muestras de arena para analizarlas, el fiscal del estado ordenó
que le trajeran al cibercorcel del rey para tomarle declaración, la multitud de globos
secretos oscureció el cielo, incluso se envió al desierto una división de paracaidistas con
aspiradores para tamizar la arena. Todos los hombres parecidos a los tres policías fueron
detenidos, pero la medida resultó un tanto incómoda, ya que la mitad de las fuerzas del
orden arrestó al final a la otra mitad. Bien entrada la noche, los cazadores, asustados,
atribulados, volvieron a la ciudad con catastróficas noticias: no se había podido descubrir
la menor huella, la tierra parecía haberse tragado al monarca.
A altas horas de la noche un cuerpo de guardia con antorchas llevó a los constructores
encadenados ante la presencia del Gran Canciller, Guardián del Sello de la Corona. Este
dignatario les manifestó con voz de trueno:
—Por haber perpetrado una emboscada mortífera para la más Alta Majestad, por
haberos atrevido a levantar la mano a nuestro Señor y Amo lleno de gracia, Su Majestad
Real, el Monarca Absoluto Cruelio, seréis descuartizados, deshuesados, mechados y
dispersados con un embastador-pulverizador especial a los cuatro vientos y los cuatro
puntos cardinales, para la eterna memoria y escarnio del crimen abyecto de regicidio, por
tres veces y sin apelación. Amén.
—¿Ha de ser en seguida? —preguntó Trurl—. Es que estamos esperando a un
emisario...
—¿De qué emisario me hablas, vil criminal?
Sin embargo, he aquí que en la sala irrumpen de espaldas los centinelas, que no se
atreven a vedar la entrada con sus alabardas cruzadas al mismísimo ministro de Correos
y Telégrafos. El dignatario, en plena gala, tintineante de condecoraciones, se acerca al
canciller, saca una carta de una bolsa cuajada de brillantes colgada encima del vientre, y
habiendo dicho: «Aunque sea artificial, del Rey vengo», se descompone en trocitos. El
canciller, sin creer a sus propios ojos, reconoce el sello real impreso en lacre rojo, lo
rompe, saca la carta del sobre y lee que el rey se ve forzado a pactar con los
constructores que se sirvieron de trampas algorítmicas y matemáticas para atraparle y
que ahora ponen condiciones que el canciller ha de escuchar y cumplir si quiere salvar la
vida a su rey. Firmado: «Cruelio M. P., en una cueva, lugar desconocido, en poder de un
monstruo seudopolicial, uno en tres personas uniformadas...”
Todos empezaron a hablar a gritos, a cuál más fuerte, a preguntar qué clase de
condiciones eran y qué significaba todo aquello; pero Trurl no hacía más que repetir:
—Primero quítennos las cadenas. Si no, nada.
Los herreros les quitan los grilletes de rodillas, todos los presentes los apremian con
preguntas; Trurl, como si no los oyera, vuelve a las suyas:
—Estamos hambrientos, sucios, sin lavar, queremos baños aromáticos, flores
fragantes, diversiones, una cena por todo lo alto con ballet para postres, ¡si no, nada!
Todos los cortesanos del cruel monarca entran en un trance de rabia, pero tienen que
obedecer a la fuerza. Al alba los constructores vuelven a la audiencia portados en andas
por los lacayos, bañados, perfumados, maravillosamente vestidos, se sientan a la mesa
verde y empiezan a dictar sus condiciones. No de memoria, porque se les hubiera podido
olvidar algo (Dios no lo quiera), sino de una pequeña agenda que durante todo el tiempo
estaba escondida detrás de un visillo en su residencia. He aquí lo que los constructores
leyeron de la agenda:
»1. Se nos preparará una nave de primera clase para llevarnos a casa.
»2. El interior de la nave ha de llenarse de varias cosas, en la siguiente proporción:
brillantes: cuatro arrobas; monedas de oro: cuarenta arrobas; platino, paladio y Dios sabe
que más clases de cosas preciosas: ocho veces más; aparte, todos los recuerdos que los
abajo firmantes se dignarán escoger en el palacio real.
»3. Mientras la nave no esté lista hasta el último detalle, preparada para el viaje,
cargada y puesta ante la puerta del palacio junto con: una alfombra en la escalerilla,
orquesta de despedida, condecoraciones sobre un cojín, honores, coros infantiles, el gran
conjunto filarmónico de gala y entusiasmo general, al rey no se le verá el pelo.
»4. Se debe preparar una carta especial de agradecimiento, impresa en unas tablas de
oro incrustadas de madreperla, dirigida a los Excelentísimos y Serenísimos Señores Trurl
y Clapaucio, en la que se describirá con detalle toda la historia, siendo acreditada por el
gran sello de cancillería y otro sello real, más firmas; para el estuche se usará un tubo de
cañón, cerrado con sellos de plomo, que traerá sobre sus espaldas a bordo de la nave,
sin la ayuda de nadie, el dignatario Protozor, maestro de ceremonias, quien mediante el
engaño hizo venir al planeta a dichos Excelentísimos Señores, suponiendo que allí
morirían, deshonrados.
»5. El mismo dignatario acompañará a los dos constructores en el viaje de retorno
como garantía de que no serán atacados, perseguidos, etcétera. En la nave vivirá en una
jaula de medidas: tres pies por tres y por cuatro, provista de una mirilla para pasar
alimentos y de lecho de serrín, usándose para este último el mismo serrín que los
Excelentísimos Constructores se dignaron pedir para dar satisfacción a los caprichos del
rey, y que fue enviado en un globo secreto a los archivos policiales.
»6. Una vez libre no es necesario que el rey pida personalmente perdón a los
Excelentísimos Constructores más arriba mencionados, ya que las excusas de un
personaje semejante no les sirven de nada.»
Siguen firmas, fecha, etc., etc.: Trurl y Clapaucio, Constructores Condicionadores, y el
Gran Canciller de la Corona, el Gran Maestro de Ceremonias y el Jefe Superior de Policía
Secreta de Tierra, Agua y Globos en nombre de los Condicionados.
¿Y qué remedio les quedaba a los cortesanos y ministros, ennegrecido de rabia el
semblante? Aceptaron, claro está, todas las exigencias. Empezó a construirse con las
mayores prisas el cohete; los constructores iban cada día después del desayuno a
pasarle revista y no paraban de criticar: los materiales eran de baja calidad, los ingenieros
no sabían su oficio. Un día dieron la orden de colocar en el salón principal una lámpara
mágica con cuatro ventiladores superiores y un cucú de crucero a dos niveles encima. Si
los indígenas no sabían qué era aquel cucú, tanto peor para ellos: el rey debía de
impacientarse en su escondite solitario y, a su regreso, ya les ajustaría las cuentas a los
que retardaban su liberación. El nerviosismo general iba en aumento, las manos
temblaban, los ojos se nublaban, los policías no sabían a qué santo rezar. Un buen día,
por fin, estuvo listo el cohete. Los mozos de cuerda se doblaban bajo el peso de sacos de
perlas y otras joyas, el oro se deslizaba secretamente por la rampa, mientras las jaurías
policiales seguían batiendo incesantemente montes y valles, haciendo reír a los
constructores. Trurl y Clapaucio llevaron su benevolencia a tal extremo que explicaban a
los que les prestaban oído (no sin terror, pero con una gran curiosidad), cómo habían
hecho su trabajo, cuándo abandonaron el primer proyecto por considerarlo imperfecto, y
de qué manera construyeron el monstruo en base a unas premisas nuevas. Contaron que
no sabían dónde ni cómo montarle un centro de regulación, es decir, el cerebro, de modo
que fuera completamente seguro, así que decidieron construirlo enteramente de cerebro,
si puede decirse, para que pudiera pensar con las patas, la cola o las mandíbulas, a las
que llenaron, por tanto, de muelas del juicio. Sin embargo, todo esto no era más que el
prólogo. El problema propiamente dicho se componía de dos partes: la psicológica y la
algorítmica. Primero hubo que determinar qué cosa era la más eficaz contra el rey. Los
constructores optaron por poner en acción a un grupo policial, derivado del monstruo
gracias a la transmutación, ya que nadie en el Cosmos podía resistirse a unos policías
portadores de una orden de detención, expedida lege artis. Esto, en cuanto a la
psicología. Añadiremos tan sólo que el ministro de Correos fue llamado a actuar
igualmente por motivos psicológicos, puesto que un funcionario de rango inferior tal vez
no habría podido entregar la carta, porque los guardias se hubieran resistido a dejarle
pasar, lo que hubiera costado la vida a los constructores. En cambio, el ministro de
Correos tenía la autoridad suficiente para cumplir bien su misión de emisario. Además los
autores del proyecto, a quienes no se les escapaba un detalle, lo proveyeron, por si
acaso, de medios para sobornar a los centinelas. En lo tocante a los algoritmos,
solamente hubo que descubrir aquel grupo de monstruos, cuyo subgrupo, susceptible de
ser calculado y definido, consistiera precisamente en la policía. El algoritmo del monstruo
preveía transformaciones sucesivas en cualquier clase de encarnación. Lo inscribieron
con una tinta química simpática en la cortina con cascabeles, donde él mismo coordinaba
luego las reacciones de los elementos gracias, primeramente, a la autoorganización
monstruosamente policíaca. Hay que añadir aquí que los constructores publicaron
ulteriormente en una revista científica un trabajo titulado: «Funciones universalmente
recursivas eta-meta-beta para el caso particular de transformación de fuerzas policíacas
en fuerzas de correos y de monstruos en el campo de compensación de los cascabeles,
solucionadas para carruajes de dos, tres, cuatro y N ruedas, pintados de verde, con una
lámpara topológica de petróleo, usándose una matriz reversible al aceite de ricino teñido
de rosa para despistar, o sea la Teoría Universal Monista y Policíaca del Monstruismo en
el Enfoque de Altas Matemáticas.» Por descontado, nadie entre los cortesanos,
cancilleres, oficiales e incluso la misma policía, tan maltratada, entendía una palabra de
todo esto, pero a los constructores les daba lo mismo. Los súbditos del rey Cruelio ya no
sabían si debían admirar u odiar a Trurl y Clapaucio.
Todo estaba a punto para arrancar. Trurl se paseaba aún por el palacio con un saco y,
de acuerdo con lo convenido, desprendía de las paredes alguna que otra preciosidad, la
contemplaba, satisfecho, un momento y la metía en el saco como si fuera suya. Por fin
una carroza llevó a los dos héroes al aeropuerto atiborrado de gentío. Allí no faltaba nada:
un coro infantil cantaba, unas niñas con trajes regionales les entregaron sendos ramos de
flores, los dignatarios leyeron unos discursos de homenaje y despedida, la orquesta
tocaba, las personas más sensibles calan desmayadas, y al fin reinó el silencio general.
En aquel momento Clapaucio se sacó un diente de la boca y lo tocó de manera secreta.
Resultó que no era un diente normal, sino una pequeña radio emisora y receptora.
Apenas la había hecho funcionar, cuando en el horizonte apareció una nubecilla arenosa
que venía creciendo y dejando tras de sí una cola de polvo, hasta que aterrizó con un
ímpetu increíble en un espacio libre entre la nave y la muchedumbre. Cuando cayeron al
suelo los torbellinos de arena, todos vieron, petrificados, que era un monstruo. ¡Un
monstruo terriblemente monstruoso! Tenía ojos como dos soles, la serpiente de su cola le
batía los flancos despidiendo montones de chispas, que quemaban agujeritos en los
uniformes de gala (por tanto sin blindaje) de los dignatarios.
—¡Deja salir al rey! —dijo Clapaucio. El monstruo contestó con una voz completamente
humana:
—Ni soñarlo. Ahora me toca a mi el turno de pactar...
—¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loco? ¡Nos tienes que obedecer, conforme a la matriz!
—exclamó con ira Clapaucio en medio del asombro general.
—¿Y si no me da la gana? ¡Me río yo de las matrices! Soy un monstruo algorítmico,
antidemocrático, tengo retroacción, mirada que mata, policía, ornamentación, belleza y
autoorganización, tengo al rey en la panza donde nadie lo alcanza, no seáis testarudos y
no os quedéis mudos, sé amable y sensato, puede que hagamos trato.
—¡Ya verás el trato que te doy! —vociferó Clapaucio, muy enfadado, pero Trurl
preguntó al monstruo:
—Bueno, ¿y qué es lo que quieres?
Lo hizo, por lo visto, para ganar tiempo, porque se escondió detrás de Clapaucio y, a su
vez, se quitó una muela sin que el monstruo lo viera.
—En primer lugar, quiero tomar por esposa...
Nunca supo nadie a quién deseaba desposar el monstruo, ya que Trurl apretó su muela
y exclamó:
—¡Ele mele putifeo, muere, monstruo, bicho feo! Los acoplamientos retroactivos
magnético-dinámicos que mantenían unidos todos los átomos del monstruo, se
desacoplaron al acto bajo la influencia de esas palabras, la bestia desencajó los ojos,
agitó las orejas, rugió, brincó, onduló, pero no le sirvió de nada. Sopló una ráfaga de
viento caliente, olió a hierro al rojo y el monstruo se convirtió en un montoncito de arena,
como los que los niños dejan en la playa después de jugar, secos y olvidados... Encima
del montoncito estaba el rey, en buena salud, aunque avergonzado, malhumorado, sucio
y muy enfadado por todo lo que le había pasado.
—Se le subieron los humos a la cabeza —dijo Trurl a los presentes, sin que se supiera
a quién se refería: al rey, o al monstruo que quiso rebelarse contra sus creadores. Sin
embargo, incluso esta negra eventualidad estaba prevista en él algoritmo—. Y ahora —
concluyó Trurl— metan al maestro de ceremonias en la jaula, que nosotros nos vamos...
¡Al cohete...!
EXPEDICION TERCERA, O LOS DRAGONES DE LA
PROBABILIDAD
Trurl y Clapaucio eran alumnos del gran Cerebrón Emtadrata, quien durante cuarenta y
siete años había enseñado en la Escuela Superior de Neántica la Teoría General de
Dragones. Como sabemos, los dragones no existen. Esta constatación simplista es, tal
vez, suficiente para una mentalidad primaria, pero no lo es para la ciencia. La Escuela
Superior de Neántica no se ocupa de lo que existe; la banalidad de la existencia ha sido
probada hace demasiados anos para que valiera la pena dedicarle una palabra más. Así
pues, el genial Cerebrón atacó el problema con métodos exactos descubriendo tres
clases de dragones los iguales a cero, los imaginarios y los negativos. Todos ellos, como
antes dijimos, no existen, pero cada clase lo hace de manera completamente distinta. Los
dragones imaginarios y los iguales a cero, a los que los profesionales llaman imaginontes
y ceracos, no existen, pero de modo mucho menos interesante que los negativos. Desde
hace mucho tiempo se conoce en la dragonología una paradoja, consistente en el hecho
de que, si se herboriza a dos negativos (operación correspondiente en el álgebra de
dragones a la multiplicación en la aritmética corriente), se obtiene como resultado un
infradragón en la cantidad 0,6 aproximadamente. A raíz de este fenómeno, el mundillo de
los especialistas se dividía en dos campos, de los cuales uno sostenía que se trataba de
la parte de dragón contando desde la cabeza, y el segundo afirmaba que había que
contar desde la cola. Trurl y Clapaucio tuvieron el gran mérito de esclarecer lo erróneo de
ambas teorías. Fueron ellos quienes aplicaron por vez primera el cálculo de
probabilidades en esta rama de ciencia, creando, gracias a ello, la dragonología
probabilística. Esta última demostró que el dragón era termodinámicamente imposible
sólo en el sentido estadístico, al igual que los elfos, duendes, gnomos, hadas, etc. Los
dos científicos calcularon en base a la fórmula general de la improbabilidad los
coeficientes del duendismo, de la elfiación, etc. La misma fórmula demuestra que para
presenciar la manifestación espontánea de un dragón, habría que esperar dieciséis
quintocuatrillones de heptillones de años más o menos. No cabe duda de que el problema
hubiera quedado corno un simple curiosum matemático, si no fuera por la conocida pasión
constructora de Trurl, quien decidió investigar la cuestión empíricamente. Y puesto que se
trataba de fenómenos improbables, inventó un amplificador de la probabilidad y lo
comprobó, primero en el sótano de su casa, luego en un Polígono Dragonifero especial,
Dragoligón, costeado por la Academia.
Las personas no iniciadas en la teoría general de la improbabilidad preguntan hasta
hoy día por qué, de hecho, Trurl probabilizó al dragón y no al elfo o al gnomo. Lo hacen
por ignorancia, ya que no saben que el dragón es, sencillamente, más probable que el
gnomo. Es posible que Trurl haya querido avanzar más en sus experimentos con el
amplificador, pero ya en el primero sufrió graves contusiones, puesto que el dragón, en
vías de virtualización, quiso merendárselo. Por fortuna Clapaucio, presente en la
experimentación, redujo la probabilidad y el dragón desapareció. Varios científicos
volvieron a hacer luego los experimentos con un dragotrón, pero, como les faltaba rutina y
sangre fría, una buena parte de prole dragonera logró la libertad (no sin hacer antes a sus
creadores muchos chichones y cardenales). Se descubrió, a raíz de esos
acontecimientos, que los abyectos monstruos existían de manera muy diferente de como
lo hacían, por ejemplo, armarios, cómodas o mesas, ya que lo que más caracteriza a un
dragón una vez realizado, es su notable naturaleza probabilística. Si se da caza a un
dragón de esta clase, y sobre todo con batida, el cerco de cazadores con el arma pronta
para disparar encuentra solamente un sitio quemado y maloliente en el suelo, dado que el
dragón, al verse en dificultades, escapa del espacio real refugiándose en el configurativo.
Siendo una bestia obtusa y de cortos alcances, lo hace, evidentemente, por puro instinto.
Las personas de pocas luces no pueden entender. cómo ocurre la cosa y a veces piden a
gritos que se les muestre esa clase de espacio. Si se portan así, es porque no saben que
también los electrones (cuya existencia no niega nadie que esté en su juicio) se mueven
únicamente en el espacio configurativo, dependiendo su suerte de las ondas de
probabilidad. Por otra parte, hay quien prefiere creer en los dragones antes que en los
electrones, ya que estos últimos no suelen (por lo menos cuando están solos) querer
comerse a nadie.
Un colega de Trurl, Harboriceo Cibr, fue el primero en establecer los cuantos del
dragón y encontrar la unidad llamada el dracónido, que sirve para calibrar los contadores
de dragones, e incluso calculó la curvatura de su cola, lo que por poco casi le cuesta la
vida. Sin embargo, estos progresos en la dragonología dejaban indiferentes a las masas
atribuladas por los dragones. Las bestias hacían muchísimo daño pateando y quemando
las cosechas y desvelando con sus rugidos a la gente atemorizada. Por si esto fuera
poco, su insolencia era tan inmensa, que de vez en cuando se atrevían a exigir un tributo
de jóvenes vírgenes. ¿Qué les importaba a los desgraciados que los dragones de Trurl,
siendo indeterministas y por tanto no locales, se comportaran conforme a la teoría,
aunque contra toda la decencia? ¿Qué más les daba que la curvatura de la cola estuviera
estudiada y calculada, si los monstruos devastaban las cosechas a golpe de cola? No nos
extrañemos, pues, si la masa, en vez de reconocer el enorme valor de los extraordinarios
logros de Trurl, se los reprochó. El descontento se hizo patente cuando un grupo de
individuos, particularmente ignorantes en materia científica, osó levantar la mano al
insigne constructor, dejándolo bastante maltrecho. Pero Trurl, respaldado por su amigo
Clapaucio, persistió en su trabajo de investigación, obteniendo nuevos éxitos al demostrar
que el grado de existencia del dragón dependía de su humor y del estado de saturación
general. El axioma sucesivo evidenciaba el hecho de que el único método seguro de su
liquidación era la reducción de su probabilidad a cero, e incluso a los valores negativos.
En todo caso, estas investigaciones exigían mucho trabajo y tiempo. Mientras tanto, los
dragones ya realizados disfrutaban de la libertad aterrorizando a la gente y devastando
planetas y lunas. ¡Y se multiplicaban, que era lo más terrible! El hecho dio a Clapaucio la
ocasión de publicar un brillante opúsculo bajo el título de «Transmutación covariante de
dragones en dragoncillos, o sea un caso particular de transmutación de estados
prohibidos por la física a otros prohibidos por la policía». El opúsculo tuvo mucha
resonancia en el mundo científico, donde nadie se había olvidado todavía de un dragón
policial, muy famoso, con cuya ayuda los valientes constructores vengaron el infortunio de
sus llorados compañeros en la persona del perverso rey Cruelio. ¡Y cuáles no fueron las
perturbaciones cuando se supo que un constructor, un tal Basileo Emerdiano, viajaba por
toda la Galaxia, provocando con su mera presencia la aparición de dragones en los
lugares donde nunca nadie los había visto antes. Cuando el desespero general y el
estado de catástrofe nacional llegaban al cenit, Basileo pedía audiencia al rey del país en
cuestión y, después de un largo regateo para obtener unos honorarios astronómicos, se
comprometía a exterminar a los monstruos, lo que siempre cumplía puntualmente. Nadie
sabía cómo lo hacía, porque siempre actuaba a escondidas y solo. Por otra parte, siempre
daba la garantía del éxito de su dragonólisis en el sentido solamente estadístico.
Desde que un cierto monarca recurrió al mismo método, pagándole con unos ducados
que sólo eran buenos estadísticamente, solía comprobar con todo descaro, usando el
agua regia, la naturaleza del metal de las monedas con que se le pagaba. Así las cosas,
Trurl y Clapaucio se encontraron una tarde soleada y, naturalmente, hablaron del asunto.
—¿Has oído hablar de ese Basileo? —preguntó Trurl.
—Claro que si.
—¿Y qué te parece?
—No me gusta esa historia.
—A mí tampoco. ¿Qué opinas de él?
—Creo que se sirve de un amplificador.
—¿De la probabilidad?
—Sí. O bien de un sistema razonador.
—O de un generador de dragones.
—¿Te refieres al dragotrón?
—Si.
—En efecto, es posible.
—¡Hombre! Si fuera de veras así —exclamó Trurl— sería una canallada! Significaría,
en cierto modo, que él se lleva los dragones consigo a los planetas, con la única salvedad
de que se hallan en estado potencial, con la probabilidad cercana al cero. Una vez bien
instalado y ambientado, va aumentando la probabilidad, la aumenta y la eleva a potencias
basta que llegue casi a la seguridad y, naturalmente, sucede una virtualización,
concretización y totalización plena y manifiesta.
—Seguro. Probablemente rasca en la matriz las letras «gón» y pone «cula». Así
obtiene un «Drácula». ¡Dragón vampiro! ¿Te das cuenta?
—Sí. Creo que no puede existir cosa más terrible que un dragón vampiro. ¡Qué horror!
—Y, dime, ¿crees que los anula luego con un retrocreador aniquilante, o sólo
disminuye momentáneamente la probabilidad y se marcha con la pasta?
—Es difícil de decir. Pero si sólo los desprobabilizara, sería una canallada todavía más
gorda, ya que, tarde o temprano, las cerofluctuaciones tienen que conducir a la activación
de la dragomatriz, ¡y ya tenemos toda la historia vuelta a empezar!
—Sí, pero entonces él y el dinero están ya lejos... —gruñó Clapaucio.
—¿A ti no te parece que deberíamos escribir una carta avisando a la Oficina Principal
de Regulación de Dragones?
—¡Eso sí que no! Al fin y al cabo, puede que no lo haga. No tenemos ninguna prueba ni
seguridad de ninguna clase. Ten en cuenta que las fluctuaciones estadísticas ocurren a
veces incluso sin un amplificador. Antaño no había matrices ni amplificadores, a pesar de
lo cual a veces aparecían dragones. Accidentalmente.
—Tal vez tengas razón... —dijo Trurl— y, sin embargo... ¡Fíjate que, en este caso,
aparecen tan sólo cuando él llega al planeta!
—Es cierto. En cualquier caso, escribir sería una incorrección: no se puede denunciar a
un colega. Sea como fuere, somos de la misma profesión. ¿Y si tomáramos algunas
medidas por nuestra cuenta?
—Podría hacerse.
—De acuerdo, pues. Opino igual. A ver, ¿qué hacemos?
Aquí los dos insignes dragonólogos se enfrascaron en una discusión profesional
incomprensible para toda persona ajena al ramo, ya que sólo oiría palabras enigmáticas,
por el estilo de: «contador de dragones», «transformación descolada», «débil influencia
dragonística», «difracción y dispersión de dragones», «dragón duro», «dragón blando»,
«espectro discontinuo del basilisco», «dragón en estado de excitación», «aniquilación de
una pareja de dragones de signos vampíricos opuestos en un campo de vector e
inducción caóticos», etc.
El resultado de ese análisis exhaustivo del fenómeno fue una nueva expedición, tercera
en el orden, para la cual los dos constructores se prepararon con mucho esmero, sin
olvidarse de cargar su nave con multitud de aparatos complicados. Entre los más
importantes figuraban un difusador y un cañón que disparaba anticabezas.
Durante el viaje, mientras aterrizaban en Encia, Pencia y Cerulea, comprendieron que,
a menos de cortarse en pedazos, no les sería posible rastrear todo el terreno infestado
por la plaga. La solución más sencilla era, evidentemente, trabajar por separado. Por
tanto, después de celebrar un consejo de planificación, cada uno se marchó en dirección
opuesta. Clapaucio pasó mucho tiempo laborando en Prestopondia, contratado por el
emperador Extrandalio Ampetricio, que prometió darle a su hija por esposa si liberaba al
país de los monstruos. Los dragones de probabilidad más elevada se paseaban incluso
por las calles de la capital del imperio, y los virtuales pululaban por doquier en cantidades
escalofriantes. Aunque, conforme a la opinión de personas del montón y de cortos
alcances, los dragones virtuales «no existían», es decir, su existencia no era
concretamente «comprobable», ni tampoco hacían nada para manifestarse, los cálculos
de Cibr-Trurl-Clapaucio-Minogo demostraban incontestablemente (sobre todo la ecuación
de la onda dragonística) que un basilisco pasaba del espacio configurativo al real con la
misma facilidad con que el hombre pasa de una habitación de su casa a la otra. Por
consiguiente, por poco que aumentara la probabilidad, uno podía toparse con un dragón y
hasta un superdragón en su propia vivienda, su sótano o su jardín.
En vez de perseguir a cada bestia por separado (lo que en cualquier caso hubiera
tenido poca eficacia), Clapaucio, como un verdadero científico que era, actuó con método
y lógica: colocó en las plazas y jardines de aldeas y ciudades unos autorreductores
probabilísticos y, al poco tiempo, no quedaba títere con cabeza entre la estirpe
dragoniana. Tras embolsarse los honorarios, un diploma honorífico y una copa grabada a
su nombre, Clapaucio arrancó el vuelo para reunirse con su amigo. Por el camino
vislumbró un planeta donde alguien le llamaba con signos angustiosos. Pensando que tal
vez era Trurl que se encontraba en apuros aterrizó. Resultó que los que le llamaban eran
habitantes de Truilofora, súbditos del rey Pstricio. Era un pueblo terriblemente
supersticioso, supeditado a unas creencias primitivas; su religión, la pneumatología
draconiana, afirmaba que los dragones aparecían en castigo de pecados y que tenían
almas, pero impuras. Clapaucio pronto se dio cuenta de la insensatez (para usar un
término suave) de toda discusión con los dracólogos del reino, ya que los únicos métodos
que aplicaban para combatir la plaga se limitaban a quemar incienso en los lugares
infestados y repartir reliquias, de modo que optó por efectuar sondajes en el terreno.
Sobre el planeta vivía en aquel momento un solo monstruo, pero perteneciente a la clase
más terrorífica de todas, los Abyectaurios Draculeos. Cuando el científico ofreció sus
servicios al rey, éste le contestó de manera evasiva, sin concretar nada: se notaba la
influencia que sobre él ejercía la absurda doctrina, según la cual las causas de la
aparición de dragones no eran de este mundo. Al estudiar la prensa local, Clapaucio se
percató de una curiosa falta de unanimidad: mientras unos consideraban al Abyectosauria
como un ejemplar único, otros la tomaban por un ser múltiple, capaz de encontrarse en
varios sitios a la vez. El hecho le dio que pensar, aunque no le extrañó demasiado, puesto
que la localización de aquellas asquerosas bestias dependía de las llamadas anomalías
draconianas, por cuya causa algunos ejemplares, ante todo los distraídos, quedan a
veces «chapuceados» en el espacio, lo que no es otra cosa que un simple efecto isóspino
de amplificación del momento cuántico. Así como una mano, al emerger del agua,
muestra encima de la superficie cinco dedos aparentemente independientes e
individualizados, igual los dragones, al emerger del espacio configurativo al real, parecen
alguna vez múltiples a pesar de ser uno solo. En el transcurso de una audiencia sucesiva,
Clapaucio preguntó al rey si, por casualidad, Trurl no estaba en el planeta. ¡Cuál no fue su
sorpresa cuando oyó que sí, en efecto, que su colega había estado hacía poco en Pstricia
y que incluso se había comprometido a anular al Abyectosauria, había cobrado una suma
a cuenta de los honorarios y se había marchado a unas montañas cercanas, donde se
había visto a la dragona repetidas veces. Al día siguiente regreso, pidió que se le
completara el pago, enseñando como una prueba fehaciente de su éxito cuarenta y cuatro
colmillos de dragón. Sin embargo, surgieron ciertas complicaciones y el pago fue retenido
hasta que se aclarara el asunto. Al parecer, el hecho enfureció a Trurl de tal manera que
en público y en voz alta dijo sobre el monarca cosas rayanas en ultraje a la majestad; acto
seguido, se alejó en una dirección desconocida, y no se le volvió a ver más. No así la
Abyectosauria, que, ni corta ni perezosa, hizo al poco tiempo un nuevo acto de presencia,
dedicándose a devastar, más cruelmente todavía, pueblos y ciudades sumidos en el
terror.
Clapaucio encontró la historia bastante confusa, pero le era difícil poner en tela de
juicio la veracidad de las palabras pronunciadas por la boca del rey. Preocupado, cargó su
mochila con unos productos dragonicidas de gran potencia y emprendió una marcha
solitaria hacia las montañas, cuya nevada sierra se elevaba majestuosamente por la parte
este del horizonte.
Pronto vio en las rocas las primeras huellas del monstruo. Aunque no las hubiera
advertido, le hubiera avisado de su presencia el característico tufo a gases de azufre.
Intrépido, prosiguió el camino, alerta y pronto a hacer uso del arma colgada del hombro,
observando continuamente su contador de dragones, cuya manecilla, después de
haberse mantenido en el cero durante un buen rato, empezó a agitarse de manera
inquietante, para colocarse lentamente, como si tuviera que vencer una resistencia
invisible, cerca del número 1. Ahora Clapaucio ya no podía dudar: la Abyectosauria
estaba rondando por allí. Era un hecho verdaderamente sorprendente: a Clapaucio no le
cabía en la cabeza que Trurl, su compañero de todas las hazañas y científico de gran
renombre, hubiera podido cometer un error en sus cálculos y dejar escapar viva a la
bestia. Quien conociera a Trurl, sabía que esta eventualidad era tan inverosímil como el
hecho de que volviera a la corte sin haber cumplido su cometido y exigiera el pago por lo
que no había hecho.
Al poco rato topó en el camino con una columna de indígenas, cuyas miradas llenas de
inquietud y la manera de andar en una apretada fila demostraban que tenían miedo. En
fila india, doblados bajo el peso de los fardos que transportaban sobre sus espaldas,
ascendían lentamente por la ladera de la montaña. Después de saludarles, Clapaucio les
hizo parar y preguntó a su guía qué hacían y adónde iban.
—Digno señor —contestó aquél, un funcionario de estado de rango inferior enfundado
en una casaca remendada—, llevamos el tributo al dragón.
—¿El tributo? ¡Oh, sí, claro! ¿Y de qué consta ese tributo?
—De lo que le apetece al dragón, señor: oro, piedras preciosas, perfumes extranjeros y
un sinfín de otras cosas, todas muy caras.
Aquí el asombro de Clapaucio creció vertiginosamente, ya que los dragones nunca
exigían semejantes ofrendas, sobre todo ni los perfumes incapaces de vencer su hedor
natural, ni dinero que no necesitaban para nada.
—¿Y vírgenes no pide el dragón, buen hombre? —volvió a preguntar.
—No, señor. Antes si, lo hacía. Aún el año pasado se las llevaban, diez, una docena,
según se le antojaba. Pero desde que vino aquí uno de fuera, quiero decir un extranjero,
señor, y se puso a andar por las montañas solito, con cajas y aparatos... —aquí el
hombrecillo interrumpió la frase, fijando la inquieta mirada en los instrumentos y armas de
Clapaucio, entre los cuales destacaba el enorme dial del contador de dragones con su
tictac quedo y su manecilla roja moviéndose sobre la esfera blanca.
—¡Pero si lo tenía todo igualito que su excelencia! —dijo con un temblor en la voz—.
Las mismas cosas llevaba encima y... lo mismo...
—Lo compré de ocasión en un mercado de viejo —cortó Clapaucio para mitigar el
recelo de su interlocutor—. Y dígame, amigo, ya que hablamos de ello, ¿no sabe por
casualidad qué se hizo de aquel extranjero que andaba por ahí?
—¿Qué se hizo de él? Ay, no lo sabemos, señor. Bueno, verá, fue así. Una vez, hará
unas dos semanas... ¿digo bien, compadre Barbarón? ¿Hará unas dos semanas, poco
más o menos?
—Pues si, compadre, decís bien, eso será. Unas dos semanas o cuatro. Tal vez seis.
—Eso. Pues se llegó al pueblo, entró en casa, comió, pagó bien, eso si, dio las gracias,
no puede decirse nada, miró por todas partes, golpeó las paredes, charló amablemente,
preguntó por los precios del año pasado, dispuso los aparatos en la mesa grande, leyó en
las esferas y se lo apuntó todo, cosa por cosa, con tanta premura que le temblaban las
manos. en una libreta pequeña, roja, que llevaba en un bolsillo, luego sacó aquel ter...,
¿cómo se dice, compadre? el ter..., temper... no me sale la palabra...
—¡El termómetro, alcaide!
—¡Eso mismo! Sacó, pues, ese termómetro y dijo que era contra los dragones. Lo
metió en un sitio, en otro, escribió otra vez en la libreta, metió los aparatos en un saco, se
cargó el saco sobre la espalda, se despidió y se marchó. Y ya no volvimos a verle, señor.
Lo que pasó, solamente, es que aquella misma noche hubo un ruido muy grande, como
un trueno. pero lejos, como si fuese tras el pico de Midragor, es aquél, fíjese cerca de
aquel otro que es como una cabeza de halcón y se llama Pstriciano por el nombre de Su
Majestad el rey, al otro lado, aquel que tiene otro muy cerca, como si fueran, con permiso,
dos posaderas, aquél se llama la Pacusta, y es porque una vez...
—Dejemos los picos en paz, mi buen indígena —cortó Clapaucio—; así pues, dice que
durante la noche hubo como un gran trueno. ¿Qué pasó luego?
—Luego ya nada más, señor. Cuando aquel estruendo, la casa se ladeó y me caí del
catre al suelo. Pero ya tengo costumbre, porque cuando la dragona toca a veces de culo a
la casa, le hace saltar a uno más todavía. Para decirle, por ejemplo, el hermano de
Barbarón, aquí presente, se cayó dentro de la tina de la ropa, porque justo hacían la
colada, cuando se le antojó a la dragona rascarse la barriga contra la esquina de la casa...
—¡Al grano, alcaide, al grano! —exclamó Clapaucio—. Estábamos en que tronó, usted
fue a parar al suelo, ¿y qué más?
—Ya le he dicho que no hubo más. Si hubiera algo, tendría de qué hablar, pero si no
hay nada, no hay nada y no vale la pena gastar saliva. ¿No es verdad, compadre
Barbarón?
—Mucha razón tenéis, compadre alcaide.
Clapaucio se despidió con un gesto de cabeza y se apartó; la columna de porteadores
reanudó su fatigosa marcha resollando por el peso del tributo que llevaban para el dragón.
El constructor conjeturaba que lo depositarían en alguna cueva indicada por el monstruo,
pero no quería hacer más preguntas, tanto le había extenuado la conversación con el
alcaide y su compadre. Por otra parte, había oído antes cómo un hombre decía al otro
que el dragón escogió un sitio que estaba cerca para él y para nosotros...».
Clapaucio se puso a su vez en camino, andando a buen paso y orientándose según las
reacciones de un dragoindicador que se había colgado del cuello. No se olvidaba tampoco
de consultar el contador, pero éste marcaba continuamente ocho décimas de dragón.
—¿Será un dragón particularmente discreto, o quién sabe qué? —se preguntaba
Clapaucio, mientras ascendía la pendiente, deteniéndose de vez en cuando para respirar,
ya que los rayos del sol quemaban como el fuego, el calor hacía temblar el aire por
encima de los peñascos ardientes y en todo el contorno no había ni rastro de vegetación;
sólo la tierra calcinada y resquebrajada en los huecos de las rocas y pedregales
interminables y candentes que se extendían hasta los majestuosos picos.
Pasó una hora, el sol bajó del cenit a la otra mitad del cielo, y Clapaucio seguía
caminando, subiendo entre piedras y rocas, hasta que llegó a un terreno de barrancos
estrechos y grietas llenas de frescor y oscuridad. La manecilla roja avanzó hasta la rayita
nueve bajo el número uno y se detuvo, temblando.
El científico dejó su mochila sobre una roca plana y empezó a sacar la
desdragonadora, cuando el indicador se agitó violentamente; cogió su reductor de la
probabilidad y oteó con atención los alrededores. Desde las rocas en que se encontraba,
su vista alcanzaba el fondo del barranco, donde algo se estaba moviendo.
«¡No cabe duda, es ella!», pensó, puesto que el monstruo era una hembra.
Se le ocurrió que tal vez por eso, por ser una hembra, no exigía doncellas. Sin
embargo, anteriormente se las hacía traer. Extraño. ¡Muy extraño! Pero ahora, lo que
importaba era tener buen pulso y apuntar con esmero ¡y todo terminaría bien!, pensó, y,
por si acaso, volvió a abrir la mochila para extraer su dracodestructor, cuyo émbolo
enviaba a los dragones a la inexistencia. Se asomó por encima de la roca. En el fondo del
barranco, por el lecho seco del torrente, avanzaba una dragona de colosal tamaño, gris
pardusca, con flancos hundidos como si padeciera hambre. Las ideas se agolparon
caóticamente en el cerebro de Clapaucio. ¿Cuál era el proceder más eficaz? ¿Aniquilarla,
tal vez, gracias al cambio de signo de la matriz dragoniana del positivo al negativo, de
modo que la probabilidad estadística de desdragón venciera a la de dragón? ¡Pero cuán
arriesgado era, teniendo en cuenta que un movimiento casi imperceptible podía causar un
cambio de consecuencias catastróficas: fueron muchos los que en circunstancias
semejantes obtuvieron en vez de desdragón, desazón! ¿Cómo se puede hacer depender
de tan pocas letras cosas tan grandes? Además, una desprobabilización total haría
imposible la investigación de la naturaleza de la Abyectosauria. Clapaucio vacilaba, hecho
un mar de dudas, teniendo ante los ojos de su imaginación el agradable cuadro de una
enorme piel de dragón extendida en su estudio entre la ventana y la biblioteca. Pero no
era el momento de soñar, aunque otra eventualidad (la de donar un ejemplar de gustos
tan especiales a un dragozoo) se le ocurrió mientras se arrodillaba; incluso tuvo tiempo de
pensar qué trabajito científico tan bien hecho se podía confeccionar, si se lo basaba en
una pieza bien conservada, de modo que pasó el fusil con el reductor a su mano
izquierda, y cogió con la derecha un trabuco cargado con una anticabeza, apuntó
cuidadosamente y apretó el gatillo.
¡Un estruendo de mil demonios! Una nube de humo nacarado rodeó la boca del cañón
y a Clapaucio, que por un momento perdió al monstruo de vista, pero el humo se dispersó
en seguida.
Las viejas leyendas cuentan sobre dragones multitud de cosas que no son ciertas.
Dicen, por ejemplo, que algunos de ellos llegan a tener siete cabezas. En realidad esto no
ocurre jamás. El dragón sólo puede tener una cabeza, ya que la presencia de dos
conduce infaliblemente a violentos altercados y peleas. Los pluritestas (nombre que les
dieron los científicos) se extinguieron a causa de contiendas internas. Estos monstruos,
de naturaleza obtusa y terca, no soportan la menor oposición, y por eso la posesión de
dos cabezas en un solo cuerpo lleva a una muerte rápida: cada una, queriendo perjudicar
a la otra, se niega a tomar alimento, e incluso se abstiene de respirar. Se puede adivinar
fácilmente cuál es el resultado. Este, precisamente, fue el fenómeno aprovechado por
Euforio Bondal para su invento de trabuco anticabeza. Se dispara al dragón, alojado en su
corpachón una pequeña cabecita electrónica, fácil de manejar, y al momento se originan
disputas. y escenas violentas. En consecuencia, el dragón se queda inmóvil y tieso en un
sitio, como si le diera parálisis, durante un día, una semana, un mes, incluso hubo casos
en que sucumbía al agotatamiento sólo al cabo de un año. Cuando se halla en este
estado, se puede hacer con él lo que se quiera.
Sin embargo, el dragón alcanzado por el disparo de Clapaucio se comportó de manera
muy extraña. Bien es verdad que se enderezó sobre las patas traseras con un rugido que
hizo caer de la montaña una avalancha de piedras, que batió con la cola las rocas de sílex
con tanta fuerza que el olor y los destellos de chispas llenaron todo el barranco, pero
después se rascó la oreja, carraspeó y prosiguió tranquilamente la marcha (con la única
diferencia de que había acelerado y pasado al trote). Sin dar crédito a sus propios ojos,
Clapaucio corrió por la cresta peñascosa buscando un atajo hacia la salida del barranco lo
que ahora se le dibujaba en la mente ya no era algún que otro trabajito científico o artículo
en el «Almanaque Dragonero», sino, por lo menos, una monografía sobre papel vitela,
con los retratos del dragón y del autor.
Al llegar a la punta, se acurrucó detrás de unas rocas, se acercó al ojo su
lanzaimprobabilidad, apuntó e hizo funcionar los desposibilidadores. La culata le tembló
en la mano, del arma recalentada se desprendió un vaho de neblina, el dragón se rodeó
de un halo como la luna que pronostica el mal tiempo, pero no se esfumó. Clapaucio
volvió a la carga para hacer la existencia del monstruo imposible. La intensidad de la
imposibilitatividad creció tanto, que una mariposa que volaba por allí empezó a emitir en
alfabeto Morse el «Segundo Libro de la Selva», entre las anfractuosidades de las rocas se
materializaron sombras de hadas, brujas y espectros, y el poderoso ruido de cascos al
galope anunciaba que se estaban acercando unos centauros, sacados de la imposibilidad
por la tremenda tensión del arma. Sin embargo, el dragón, como si no hubiera ocurrido
nada, se sentó pesadamente, bostezó y empezó a rascarse con fruición la colgante
papada con las patas traseras. El arma sobrecalentada quemaba los dedos de Clapaucio,
quien seguía apretando febrilmente el gatillo; el científico nunca había vivido nada
semejante: las piedras cercanas, no muy grandes, se elevaban libremente en el aire, y el
polvo que el dragón echaba al rascarse de debajo del trasero, formó, en vez de posarse,
unas letras bien legibles: SU SEGURO SERVIDOR.
Oscureció, el día daba paso a la noche, grandes peñascos calcáreos fueron a dar un
paseo charlando en voz baja de sus cosas; en una palabra, un milagro seguía al otro,
pero la espantosa bestia que reposaba a treinta pasos de Clapaucio no quería
desaparecer. Clapaucio tiró el lanzador, sacó del bolsillo una granada antidragona y,
encomendando su alma a la Gran Madre de Transformaciones Irreversibles, la lanzó
sobre el monstruo. Resonó un estruendo ensordecedor, unos fragmentos de piedra
volaron al aire junto con la cola del dragón; este último gritó en voz completamente
humana «¡Socorro!» y galopó directamente hacia Clapaucio, quien, viendo la muerte tan
próxima, saltó de su escondrijo blandiendo una corta pica de antimateria. Se aprestaba ya
a tirarla, cuando oyó otros gritos:
—¡Quieto! ¡Quieto! ¡No me mates!
«¿Será el dragón quien habla? —pensó Clapaucio—. No, me estoy volviendo loco...»
Sin embargo, preguntó:
—¿Quién habla? ¿Es el dragón?
—¡Al cuerno con el dragón! ¡Soy yo!
En efecto, en medio de la nube de polvo apareció Trurl, tocó el cuello del monstruo, dio
la vuelta a una cosa, y el gigante cayó lentamente de rodillas, inmovilizándose con un
chirrido prolongado.
—¿Qué es esta mascarada? ¿Qué significa? ¿De dónde ha salido este dragón? ¿Qué
hacías dentro de él? —le abrumó a preguntas Clapaucio.
Trurl se sacudía el polvo de la ropa, tratando de calmar con los gestos a su amigo.
—De dónde, qué, dónde, cómo.. ¿Quieres dejarme hablar? Yo aniquilé al dragón y el
rey no quiso pagarme...
—¿Por qué?
—Debió de ser por tacañería, no lo sé. Dijo que era por culpa de la burocracia, que
debía confeccionarse un protocolo formal de la vista de los hechos, mediciones, autopsia,
reunión del consejo del Instituto Nacional, que aquí, que allá, etc. El celador superior del
Tesoro dijo que no sabía cómo efectuar el pago, que no era asunto del fondo de salarios,
ni del impersonal; en una palabra, aunque yo pedía, insistía, iba de caja en caja, del rey al
consejo, nadie quería atenderme. Incluso, cuando me obligaron a producir una biografía
con fotos, fui adonde el dragón, pero, ¡ca! Estaba ya en un estado irreversible. Lo
despellejé, corté unas ramas de avellano, encontré luego un viejo poste de telégrafos y no
necesité gran cosa más; lo rellené y... me puse a fingir...
—¡No puede ser! ¿Recurriste a un truco tan bajo? ¿Tú? Pero, para qué, en el fondo, si
no te han pagado. No entiendo nada.
—¡Qué tonto eres, hombre! —Trurl se encogió de hombros con conmiseración—. ¿Y
los tributos que no paran de traerme? Ya cobré más de lo que me correspondía.
—¡Oh, claro! —la luz de la verdad iluminó a Clapaucio. Sin embargo, añadió—: Pero
está feo obligar...
—¿Qué tiene de feo? Por otra parte, ¿qué daño hice? Me paseaba por las montañas y
de noche rugía un poco. Estoy terriblemente cansado... —suspiró, sentándose al lado de
Clapaucio.
—¿De qué? ¿De rugir?
—No; verdaderamente, no entiendes nada. Seguro que no es de rugir. Cada noche
tengo que acarrear sacos de oro desde la gruta convenida, allá arriba —indicó con la
mano una loma lejana—. Me preparé allí una pista de despegue. ¡Ya te quisiera ver a ti
transportando fardos tan pesados durante noches enteras! ¡Verías lo que significa!
Comprende: este dragón también tiene lo suyo; la piel sola pesa unas dos toneladas, y yo
he de llevarla encima, rugir, patear, todo el día; ¡y después, en vez de des. cansar, esa
tarea agotadora! Me alegro de que hayas llegado, estaba ya más que harto...
—Está bien. Dime, solamente, ¿por qué este dragón, mejor dicho este fantasmón
relleno, no desapareció cuando disminuí la probabilidad hasta los milagros? —quiso
todavía saber Clapaucio. Trurl carraspeó, un tanto confuso.
—Es gracias a mi prudencia —aclaró—. Al fin y al cabo, aquí podía meter baza algún
cazador tonto, por ejemplo Basileo, así que instalé dentro, bajo la piel, unas pantallas
antiprobabilisticas. Y ahora, ven. Quedan allí todavía unos sacos de platino. Es lo más
pesado de todo, ya no tenía ganas de llevarlos yo solo. ¿Ves qué bien? Me ayudarás...
EXPEDICION CUARTA, O COMO TRURL SE SIRVIO DE UN
MUJEROTRON PARA LIBERAR AL PRÍNCIPE PANTARCTICO
DE LAS TORTURAS DEL AMOR, Y COMO LUEGO TUVO QUE
USARSE UN LANZANIÑOS
Un día, al amanecer, mientras Trurl reposaba vencido por el más profundo sueño,
alguien llamó a la puerta de su morada con tanta fuerza, que parecía que el visitante se
proponía sacarla de los goznes. Cuando Trurl descorrió los pestillos abriendo a duras
penas los ojos, ante su mirada se dibujó sobre el fondo todavía gris del cielo una enorme
nave, parecida a un gigantesco pan de azúcar o a una pirámide voladora. Del interior de
aquel coloso que se había posado frente a sus ventanas, bajaban por una ancha pasarela
largas filas de camellos cargados de sacos. Unos robots pintados de negro y ataviados
con chilabas y turbantes, los descargaban ante el umbral de la casa; lo hacían con tanta
diligencia que en un momento Trurl, que no comprendía nada de todo aquello, se vio
encerrado en un alto terraplén semicircular de pesados fardos, entre los cuales quedaba
libre un pasadizo angosto. Venia por él en aquel momento un electridalgo de gran
prestancia con ojos tallados en estrella, con antenas de radar alzadas gallardamente, y
una capa cuajada de joyas echada con fantasía sobre un hombro. El poderoso señor se
quitó su blindado sombrero, se lo volvió a poner y preguntó con una voz potente, pero
suave como terciopelo:
—¿Tengo el honor de hablar con el señor Trurl, construccionista de alto linaje?
—Pues sí, señor, soy yo... Tenga la bondad de entrar... me perdonará el desorden... no
sabía, quiero decir, estaba durmiendo... —farfulló Trurl, muy turbado, ajustándose las
escasas vestimentas; su confusión aumentó cuando se dio cuenta de que sólo llevaba
encima un camisón que, por añadidura, clamaba por una lavadora.
El distinguido electridalgo parecía no advertir la imperfección del atuendo de Trurl.
Quitándose otra vez el sombrero, que vibró sonoramente por encima de su poderosa
cabeza, entró en la casa con andares refinados. Trurl pidió que le excusara un momento,
corrió arriba para arreglarse un poco y volvió, bajando los peldaños de la escalera de dos
en dos. Mientras tanto, el día se iba levantando, los primeros rayos del sol centelleaban
en los turbantes de los robots negros, que cantando nostálgicamente un viejo cantar de
esclavos: La cabaña del Tío Tom, etc., rodearon en cuádruple fila la casa y la navepirámide.
Trurl lo vio por la ventana cuando tomaba asiento frente a su huésped. El
electridalgo lo contempló con una mirada resplandeciente y diamantina y profirió estas
palabras:
—El planeta del cual vengo hacia vos, mi señor construccionista, en el mismo seno del
medioevo perdura. Por lo que su gracia perdonarme debe si le importuno aterrizando a la
hora indebida. Mas de barruntar ha que no nos fue posible prever en la nao que en este
punctum del planeta suyo donde encuéntrase la digna morada de vuecencia, la noche aún
su imperio extendía, vedando el acceso a los rayos del sol.
Aquí carraspeó melodiosamente, como si tocara una maravillosa nota en una armónica,
y prosiguió el discurso:
—Comparezco ante Vuestra Gracia como emisario particular y especial de mi Rey y
Señor, Su Alteza Real Protrudino Asteriano, Soberano Absoluto de los globos unidos
Jónito y Eprito, Monarca Hereditario de Aneuria, Emperador de Monocia, Biproxia y
Trifilida, Gran Duque Barnomalveriano, Eborcidio, Clapundriano y Tragantoriano, Conde
de Euscalpia, Transfioria y Fortransmina, Paladino de Petaca y Estaca, Barón de
Grampitolunga, Gramtronitunga y Gramchismetunga, Señor de Metera, Jetera y Etcetera,
para que en el Nombre de Su Majestad exponga la súplica ante Vuestra Gracia de
aceptar Su invitación y dignarse venir a nuestro Reino, donde se le espera con ansiedad,
como al único Salvador de la Corona, al único que pueda librarnos de la universal
decrepancia, por el desgraciado amor de Su Alteza Real, Heredero del Trono, provocada.
—Pero si yo no... —empezó a hablar rápidamente Trurl, pero el magnate interrumpió su
frase con un breve gesto para significarle que no había terminado todavía y continuó su
parlamento, sin modificar el acerado sonido de su voz:
—A cambio de acceder magnánimamente a nuestro ruego, de venir y ayudar en el
combatimiento de la catástrofe nacional que pone en peligro la razón misma del estado,
Su Alteza Real, Protudino, promete, asegura y jura por mi boca que colmará a Su
Constructividad de favores tan inmensos que hasta el fin de sus días no podría Su Gracia
apurarlos. Y ahora ya, en el momento presente, como avance o como, según tengo
entendido se dice, a cuenta, te nombro noble señor —aquí el magnate se levantó,
desenvainó su espada y continuó, puntualizando cada palabra con un golpe de su hoja en
el hombro de Trurl, faltando poco para que le rompiera los huesos—, Príncipe Titular y
Reinante de Murvidraupia, Abominencia, Malodora y Trapizonda, Conde Legítimo de
Trund y Morigund, Elector Octoespigonal de Brazalupa, Condolonda y Pratalaxia, así
como Marqués de Gund y Lund, Gobernador Extraordinario de Fluxía y Pruxia, General
Capitular de la Orden de Menditas Bandolarios y Gran Limosnero del Principado de Pito,
Mito y Tramtadrito. siéndole conferido junto con esas dignidades el derecho a la salva de
veintiún cañonazos al levantarse por la mañana y acostarse por la noche, una fanfarria
por la tarde, la Pesada Cruz infinitesimal y la perpetuación pluriaxial y pluritemporal en
ébano, mármol y oro. Y ahora, en testimonio de Su aprecio y benevolencia, mi Rey y
Señor te envía estos regalitos de los que me atreví a rodear tu morada.
En efecto, la altura de la muralla de sacos sobrepasaba ya el nivel de las ventanas,
interceptando la luz del día. El magnate terminó de hablar, pero se olvidó, seguramente
por un descuido, de bajar la mano, alzada en un gesto de orador inspirado. Al cabo de un
momento de silencio, Trurl dijo:
—Estoy enormemente agradecido a Su Majestad el Rey Protrudino, pero yo, sabe
usted, no soy especialista en asuntos amorosos. Sin embargo —añadió bajo la mirada del
magnate que pesaba sobre él como una montaña de brillantes—, explíqueme, si quiere,
de qué se trata...
El poderoso personaje hizo un ademán afirmativo.
—¡La cosa es sencilla, Vuestra Gracia! El heredero del trono enamoróse de
Amarandina Cibernea, única hija del soberano de Araubraria, una potencia limítrofe a la
nuestra. Pero he aquí que entre los dos estados existe desde tiempos inmemoriales una
enemistad muy grande y, cuando nuestro Rey y Señor, conmovido por los incesantes
ruegos del príncipe, se dirigió al emperador para pedirle la mano de Amarandina para su
hijo, recibió una respuesta categóricamente negativa. Desde entonces ha pasado un año
y seis días. El príncipe se está consumiendo como una vela encendida y no hay modo de
devolverle la salud del cuerpo ni la del alma. ¡No hay, pues, esperanza, salvo en la
Preclara Persona de Vuestra Gracia!
Aquí el bizarro magnate se inclinó profundamente ante Trurl. Este se aclaró la garganta
y, mirando a través de la ventana las huestes del emisario real, dijo con voz débil:
—No creo que pueda..., pero... si el rey lo desea..., yo..., naturalmente...
—¡Magnífico! —exclamó el magnate, dando unas palmadas atronadoras. Al momento
penetraron en la estancia, llenándola de estruendos metálicos, doce soldados
acorazados, negros como la noche, levantaron a Trurl del asiento y lo llevaron en brazos
a bordo de la nave. Se dispararon veintiún cañonazos, se levantaron las rampas y la
pirámide, con bandera desplegada, le elevó majestuosamente al abismo celestial.
Durante el viaje, el magnate, cuyo cargo en la corte era el de Gran Hojalatero de la
Corona, contó a Trurl numerosos detalles de la historia romántica y dramática a la vez de
los amores principescos. En seguida después del aterrizaje y tras una recepción solemne
y el paseo en coche descubierto por las calles de la capital, rebosantes de banderas y
gentío, el constructor puso manos a la obra. Para trabajar se instaló en el esplendoroso
parque del palacio real. En el transcurso de tres semanas el Templo de Ensueños, allí
ubicado, fue transformado en una construcción extravagante, llena de piezas metálicas,
cables y pantallas de refracción. Era, como Trurl reveló al rey, un mujerotrón, dispositivo
amatorio universal, o sea, un erotor total con retroacción. Quien se encontrara en el
corazón de la máquina, conocería de golpe los encantos, voluptuosidades, seducciones,
suspiros, besos y abrazos de todo el bello sexo del Cosmos a la vez. El Templo de
Ensueños, convertido en mujerotrón, tenía la fuerza inicial de cuarenta megamores,
siendo su rendimiento efectivo en el espectro amatorio difuso del noventa y seis por
ciento, y la emisión pasional, medida, como de costumbre, en kilocupidos, era de seis
unidades por cada beso teledirigido. El mujerotrón estaba equipado además con
absorbedores retroactivos de locura amorosa, un reforzador en cascada abrazaderoembelesador,
y un sistema automático de «primera mirada», ya que Trurl era partidario de
la teoría del doctor Afrodontus, creador de la tesis del campo enamorante súbito.
La magna obra disponía igualmente de todas las instalaciones auxiliares, tales como
una flirteadora de altas revoluciones, un reductor de empresas seductoras y una gama
completa de carnicias y caricias. Fuera, en una cabina acristalada, se veían unos
enormes indicadores, en los que se podía observar detalladamente el transcurso de la
cura desenamorante. Las estadísticas demostraban que el mujerotrón daba unos
resultados positivos y duraderos en noventa y ocho casos de superfixación amorosa por
cada cien. Por tanto, las posibilidades de salvar al príncipe eran enormes.
Cuarenta pares y grandes del reino empujaron y arrastraron al heredero del trono por el
parque hacia el Templo de los Ensueños, lentamente, pero con constancia, conjugando lo
categórico de su acción con el respeto debido a la sangre real. Como el príncipe no tenía
la menor gana de ser desenamorado, embestía y pateaba a los fieles cortesanos con la
cabeza y los pies. Cuando se logró, por fin, meter dentro al futuro monarca (se usaron
almohadones de finísima pluma para no hacerle daño al empujar), cuando se cerraron las
escotillas, Trurl, muy nervioso, conectó el autómata, que empezó a contar con voz
monótona: «veinte..., diecinueve..., diez...», hasta que pronunció más alto: “¡Cero!
¡Salida!”, y los sincroerotores, cargados de toda la fuerza megamorica, atacaron a la
víctima de aquellos sentimientos tan mal dirigidos. Durante casi una hora Trurl contempló
las manecillas de los indicadores, estremecidas bajo la altísima tensión erótica, pero, por
desgracia, no observó cambios esenciales. Poco a poco perdía fe en el resuitado de la
cura; sin embargo, era tarde para cualquier intervención. Lo único que podía hacer era
esperar con los brazos cruzados.
Controlaba solamente si los gigabesos incidían con un ángulo adecuado, sin dispersión
excesiva, si la flirteadora y los acariciadores funcionaban a revoluciones apropiadas,
cuidando al mismo tiempo de que la densidad del campo no sobrepasara la tolerable, ya
que no se trataba de que el paciente se transenamorara cambiando el objeto de sus
ardores y pasara de Amarandina a la máquina, sino de que se desenamorara totalmente.
Por fin se abrió la escotilla en medio de un silencio lleno de solemnidad. Una vez
desenroscados los grandes tornillos que la cerraban herméticamente, del interior oscuro
del Templo se deslizó fuera, junto con una nube de aroma exquisita, el inanimado cuerpo
del príncipe, cubierto de pétalos de rosas marchitadas por la terrible concentración de la
pasión amorosa. Los fieles servidores acudieron presurosos para socorrerle, levantaron
en brazos al desmayado y vieron cómo sus labios exangües dibujaban, sin voz, una única
palabra: «Amarandina». Trurl se mordió la lengua para no soltar un juramento, porque
comprendió que todo había sido en vano, que la loca pasión del príncipe había resultado
en la prueba crítica más poderosa que todos los gigamores y megabesos del mujerotrón
juntos. Por lo demás, el amorómetro, aplicado a la frente del enfermo, subió al momento a
ciento siete grados, luego se rompió y el mercurio se desparramó temblando con congoja,
como si él también fuera presa de unos sentimientos bulliciosos. Así pues, la primera
prueba dio un resultado nulo.
Trurl volvió a sus apartamentos de un humor negro como el azabache. Si alguien le
hubiera espiado, hubiera visto cómo deambulaba incansablemente por la estancia,
devanándose los sesos en busca de una solución. Mientras tanto, se dejó oír en el parque
un alboroto de voces. Eran unos albañiles que habían venido para reparar el muro del
cercado y, empujados por la curiosidad, se metieron dentro del mujerotrón y se las
arreglaron, no se sabe cómo, para ponerlo en marcha. Hubo que llamar a los bomberos,
ya que salieron ardiendo de amor.
En la prueba siguiente, Trurl aplicó un equipo distinto, compuesto de una deslirizadora
y un dispositivo trivializante. Sin embargo, digamos en seguida que este segundo intento
fue también un fracaso.
El príncipe no solamente no se desenamoró de Amarandina, sino que su pasión creció
todavía más. Trurl volvió a andar varias millas en sus apartamentos, leyó hasta altas
horas de la noche libros de texto especializados en la materia, hasta que los estrelló
contra la pared y al día siguiente pidió al Magnate Hojalatero que le proporcionara una
audiencia con el rey. Una vez admitido ante la Majestad, dijo:
—¡Alto Señor y Soberano, Graciosa Majestad! Los sistemas desenamorantes,
aplicados por mi, son los más poderosos que puedan pensarse. Tu Hijo no se
desenamorará mientras conserve la vida. Esta es la verdad que debo al Trono.
Guardó silencio el rey, abrumado por la terrible nueva. Trurl prosiguió:
—Por cierto, podría engañarle, sintetizando a Amarandina según los parámetros de los
que dispongo, pero, tarde o temprano, el príncipe se daría cuenta del artificio si le llegaran
noticias sobre la vida de la verdadera hija del Emperador. Por tanto, sólo queda un
camino: ¡el Hijo del Rey debe casarse con la Hija del Emperador!
—¡Ah, digno extranjero! ¡Aquí está el quid de la cuestión! ¡El Emperador no la dará
nunca a mi hijo!
—¿Y si fuera vencido? ¿Si tuviera que pactar, pidiendo clemencia al vencedor?
—¡Oh, entonces sí, desde luego! Pero ¿cómo quieres que yo precipite dos grandes
estados a una lucha cruenta, siendo, además, inseguro su resultado, para conseguir la
mano de la princesa para mi hijo? ¡Eso no puede ser!
—No esperaba otra decisión por parte de Su Majestad —dijo serenamente Trurl—. No
obstante, hay varias clases de guerras, y la que yo proyecto es todo menos cruenta. No
atacaríamos el país del Emperador con las armas. No quitaríamos la vida a un solo
ciudadano, ¡sino todo lo contrario!
—¿Qué significa esto? ¿Qué está diciendo vuecencia? —exclamó el rey, pasmado.
A medida que Trurl iba confiando sus arcanos al oído del rey, el rostro del monarca,
hasta entonces adusto, se serenaba lentamente. Al final, éste exclamó:
—¡Haz, pues, lo que te propones, querido extranjero, y que el cielo te ayude!
El día siguiente las forjas y los talleres del reino procedieron a la fabricación, según los
planos suministrados por Trurl, de una gran cantidad de lanzadores muy potentes y de
aplicación desconocida. Una vez listos, fueron dispuestos sobre el planeta y camuflados
con redes de protección, de modo que nadie pudiera adivinar nada. Mientras tanto, Trurl
pasaba días y noches en el laboratorio real de cibergenética, vigilando unas calderas
misteriosas en las que borbollaban enigmáticos cocimientos. Si un espía se hubiera
propuesto observarlo, se hubiera enterado tan sólo de que en las salas del laboratorio,
cerradas a cal y canto, se oían a veces unos lloriqueos, y que los doctores y profesores
corrían febrilmente, transportando montones de pañales.
El bombardeo empezó una semana después, a medianoche. Servidos por unos viejos
artilleros, los cañones se enderezaron todos a la vez, apuntaron a la blanca estrella del
país del emperador e hicieron fuego, no mortífero, sino vivífero. En efecto, los proyectiles
de Trurl eran niños recién nacidos. Sus lanzabebés dispararon sobre el imperio miles y
miles de pequeñuelos que se pegaban a peatones y jinetes. Crecían muy rápidamente y
eran tantos, que sus vocecitas gritando «ma-má», «pa-pá», «pi-pi» y «ca-ca» hacían
temblar el aire y reventaban los tímpanos. El diluvio infantil duró tanto que la economía
nacional no lo pudo soportar y el espectro de la catástrofe se cernió sobre el país. Así las
cosas, del cielo seguían bajando avalanchas de bebés, alegres y saludables, que
convertían el día en la noche con el aleteo de sus pañales. Pronto el emperador se vio
obligado a implorar misericordia al rey Protrudino. El rey prometió interrumpir el
bombardeo, siempre y cuando su hijo pudiera tomar a Amarandina por esposa. El
consentimiento imperial fue otorgado al instante. Entonces los lanzabebés fueron puestos
fuera del servicio, y Trurl, por prudencia, desmontó personalmente el mujerotrón. Poco
tiempo después, como testigo principal de la boda, levantaba su copa a la salud de la
joven pareja durante la deslumbrante recepción nupcial, vestido de una túnica recamada
de brillantes y esmeraldas. Luego cargó su cohete con diplomas, actas de investidura de
feudos y condecoraciones concedidas por ambos monarcas, y volvió, cubierto de gloria, a
casa.
EXPEDICION QUINTA, O LAS TRAVESURAS DEL REY
BALERION
No era la crueldad del rey Balerión de Cimberia lo que mortificaba a sus súbditos, sino
su afición a divertirse. No organizaba, empero, grandes banquetes ni orgías nocturnas: los
juegos gratos al corazón del monarca eran sencillos e inocentes. Le entusiasmaban los
juegos de prendas, la gallina ciega, era capaz de dedicar noches enteras al tute; pero lo
que prefería a todos los demás, era el juego del escondite. Cuando tenía que tomar una
decisión importante, firmar un decreto de envergadura nacional, recibir a unos emisarios
de estrellas extranjeras, o conceder una audiencia a un mariscal, el rey se escondía y
daba la orden de encontrarle bajo la pena de grandes castigos. Corría entonces el
Consejo de la Corona por todo el palacio, entraba en las fosas y torres maestras,
golpeaba las paredes y se echaba al suelo para mirar bajo el trono. La búsqueda solía
durar bastante tiempo, porque el rey inventaba cada vez un escondrijo nuevo. En una
ocasión se evitó la declaración de una gran guerra, sólo porque se pasó tres días colgado
del techo de la sala principal, donde, cubierto de colgantes y espejitos, remedaba una
araña de cristal, muriéndose de risa de las desesperadas carreras de los cortesanos.
Quien le encontraba, recibía al instante el título de Gran Hallador Real; la corte contaba ya
con setecientos treinta y seis de esos dignatarios. Quienes quisieran congraciarse con el
monarca, tenían que despertar su curiosidad presentándole un juego nuevo y
desconocido. No era cosa fácil, ya que Balerión era un experto consumado en la materia;
conocía juegos antiguos, como «la pata coja», y los más modernos, como «la
cibercomba» con embrague retroactivo, y le gustaba decir de vez en cuando que todo era
un juego, su propio reinado y el mundo entero.
Estas palabras, ligeras y faltas de seriedad, indignaban a los ancianos miembros del
Consejo de la Corona. Sobre todo el Presidente, Su Excelencia Papagaster, descendiente
de una antigua estirpe matricia, sufría mucho al pensar que no había nada sagrado para
el rey, que se mofaba incluso de su propia altísima persona.
Sin embargo, lo que más asustaba a todos era el juego de adivinanzas, el pasatiempo
favorito del rey desde siempre. Los cortesanos recordaban todavía cómo el joven
monarca había sobrecogido al Gran Canciller durante la coronación, preguntándole qué
diferencia había entre madre patria y padre matria.
El Rey no tardó mucho en descubrir que los señores de la Corte no ponían gran
empeño en contestar con acierto a sus preguntas. sino que soltaban lo que se les ocurría,
lo que le enfadaba sobremanera. Las cosas cambiaron totalmente el día en que un
decreto real supeditó los nombramientos de los cargos cortesanos a los resultados de las
adivinanzas. Hubo tal cantidad de degradaciones, promociones, condecoraciones y
destituciones, que toda la corte se vio obligada, a pesar suyo, a tomar interés en los
juegos inventados por Su Majestad. Desgraciadamente, numerosos dignatarios
engañaban al Monarca, quien, a pesar de su bondad innata, no podía tolerarlo. El Jefe
Supremo de los Ejércitos fue condenado a destierro por haber recurrido durante las
audiencias a una «chuleta» escondida en el guantelete de su armadura. El Rey, tal vez,
no se hubiera dado cuenta del subterfugio, de no ser por un general, enemigo del jefe,
que le delató en secreto. También Papagaster, el Presidente del Consejo de la Corona,
tuvo que despedirse de su cargo, ya que no supo contestar cuál era el sitio más oscuro
del mundo. Un tiempo después, el Consejo se componía exclusivamente de los mejores
crucigramistas y expertos en adivinanzas del reino, y los ministros no se atrevían a dar un
paso sin llevar consigo una enciclopedia; Finalmente los cortesanos adquirieron tanta
pericia, que daban contestaciones correctas aun antes de que el Rey hubiera terminado
de hablar. No hay nada sorprendente en ello, puesto que tanto ellos como el Rey eran
asiduos lectores del Boletín Oficial, donde, en vez de aburridas leyes y decretos, se
publicaban preferentemente charadas y juegos de sociedad.
Sin embargo, conforme pasaban los años, el Monarca iba perdiendo las ganas de
devanarse los sesos, de modo que finalmente volvió a su primera afición, el juego del
escondite. Un día, cuando estaba de un humor un tanto subido, creó un premio fuera de lo
común para quien inventara el mejor escondrijo del mundo. Era, ni más ni menos, una
joya de incalculable valor, el diamante de la corona de los Cimberitas, dinastía a la que
pertenecía el mismo Rey Balerión. Nadie había visto hasta entonces aquella maravilla,
guardada en la cámara blindada del tesoro real.
Gracias a una curiosa casualidad, justo en aquel entonces Trurl y Clapaucio, en uno de
sus numerosos viajes, hicieron escala en Cimberia. La noticia del capricho real se había
difundido ya por todo el país, por lo que se enteraron de él también los dos constructores,
oyendo las conversaciones de la gente del lugar en la fonda donde se hospedaban.
La cosa les interesó mucho, así que al día siguiente se dirigieron al palacio para
manifestar que conocían el secreto de un escondrijo incomparable. Sin embargo, los que
codiciaban el premio eran tan numerosos que no hubo manera de abrirse paso entre el
gentío. Volvieron, pues, desanimados, a la fonda, para probar suerte un día después.
Pero los sabios constructores sabían que la suerte es más segura si se la ayuda un poco.
Conforme a este principio, Trurl, sin decir nada, ponía en la mano de cada centinela que
quería detenerles, de cada cortesano que les interceptaba el paso, una moneda de buen
peso; si alguno de ellos se enfurecía en vez de facilitar el camino, añadía en seguida otra,
más grande y más pesada todavía. Gracias a su método, en menos de cinco minutos se
encontraron en la sala del trono, ante Su Majestad. El Rey se alegró mucho al enterarse
de que dos sabios de tanto renombre habían venido ex profeso a su país para desvelarle
el secreto del escondrijo perfecto. No lograron en seguida los dos constructores hacer
entender a Balerión de qué se trataba, pero la mente real, ejercitada desde la infancia en
la comprensión de acertijos complicados, penetró por fin en la trama del problema. El
Monarca se encendió de entusiasmo, bajó del trono, aseguró a los dos amigos su eterna
benevolencia y gracia, y manifestó que el premio era para ellos, siempre y cuando le fuera
posible probar inmediatamente la misteriosa receta de los constructores. Clapaucio se
mostró un tanto reacio a explicar el secreto sin previo contrato, escrito en un pergamino
con sellos y borla de seda; pero el Rey insistió tanto, tanto pidió y prometió, tanto juró que
podían estar seguros del premio, que finalmente cedieron y procedieron a las
explicaciones. Trurl enseñó al Monarca una cajita que había traído, y que contenía todos
los elementos necesarios. De hecho, el invento no tenía nada que ver con el juego del
escondite, pero podía ser útil también en esa diversión. Era un aparato de bolsillo, un
invertidor de la personalidad, portátil y bilateral, con un embrague retroactivo por más
señas. Gracias a él, dos personas podían intercambiar sus individualidades por vía rápida
y muy sencilla. Bastaba con ponerse en la cabeza un mecanismo parecido a unos
cuernos de vaca, tocar con ellos la frente de la persona prevista para el intercambio y
apretar ligeramente. Un conector ponía entonces en marcha el dispositivo, que producía
dos series contrarias de impulsos extrarrápidos. Por uno de los cuernos fluía la
personalidad propia dentro de la ajena, y por el otro, la ajena dentro de la propia. Se
realizaba, por consiguiente, una descarga completa de la memoria y, al mismo tiempo, se
cargaba el vacío con la memoria perteneciente a la segunda persona. Para que Balerión
comprendiera mejor cómo iban las cosas, Trurl se encasquetó el aparato y, mientras le
explicaba su funcionamiento, acercó los cuernos a la frente de su Majestad. cuando de
repente, éste, en el colmo de la impaciencia, dio un cabezazo tan fuerte que el conector
puso en marcha el dispositivo, desencadenando un intercambio instantáneo de las dos
personalidades. El fenómeno fue rápido e inesperado, de modo que Trurl, que por primera
vez probaba personalmente el aparato, ni siquiera lo notó. Clapaucio tampoco se dio
cuenta, sólo se asombró mucho cuando Trurl interrumpió de pronto su lección, reanudada
inmediatamente por el Rey, quien se servía de expresiones como «potenciales del paso
nolineal submnemónico» y «flujo de la personalidad por el canal adiabático retroactivo».
Pero, al poco rato, mientras el Rey continuaba hablando con voz aguda, Clapaucio
adivinó por fin que allí había ocurrido algo malo. Entretanto, Balerión, instalado ya en el
cuerpo de Trurl, no prestaba la menor atención a la sabia exposición, sino que movía
ligeramente brazos y piernas como para acomodarse más confortablemente en su nuevo
cuerpo, que contemplaba sin cesar lleno de interés. De pronto Trurl, sintiendo que algo
entorpecía sus elocuentes ademanes durante la explicación de los pasos críticos
antientrópicos, miró su propia mano y se quedó de una pieza al ver que sostenía un cetro.
Quiso hacer una pregunta, pero el Rey estalló en una alegre carcajada y salió corriendo
de la sala del trono. Trurl echó a correr tras él, pero cayó al suelo, trabadas las piernas en
la púrpura real. Entraron los cortesanos alarmados por el ruido de su caída y se
abalanzaron sobre Clapaucio, creyendo que había atentado contra Su Majestad. Mientras
Trurl se levantaba del suelo con su cetro y corona, mientras explicaba a los cortesanos
que no le había pasado nada, de Balerión, oculto en el cuerpo del sabio, no quedaba ni
rastro. En vano, Trurl quiso perseguirle envuelto en púrpura: los cortesanos le impidieron
hacer tal cosa. Y, como gritaba que no era el Rey y que había habido un transbordo,
opinaron que el exceso de trabajo mental para resolver rompecabezas debió de haber
perjudicado la salud del regio cerebro. A pesar de sus protestas y gritos lo metieron con
mucho respeto en el dormitorio y llamaron a los médicos. En cuanto a Clapaucio, dos
soldados de la guardia lo echaron a la calle. Volvió, pues, a la fonda, pensando, no sin
inquietud, en las complicaciones que podían causar los hechos relatados. «No cabe duda
—se dijo a sí mismo— de que si yo me hubiera encontrado en el lugar de Trurl, mi
equilibrada inteligencia hubiera hecho reinar instantáneamente el orden: en vez de
organizar escenas y gritar estupideces sobre transferencias (lo que, por fuerza, tenía que
despertar sospechas de una enfermedad mental), hubiera dado la orden, aprovechando
mi nuevo cuerpo, el del Rey, de perseguir a Trurl, es decir, a Balerión, que se está
divirtiendo ahora en la ciudad, exigiendo al mismo tiempo que el segundo constructor se
quedara cerca de mi real persona con carácter de consejero secreto. Pero aquel majadero
perdido —así llamó en sus adentros a Trurl-Rey— se había dejado dominar por los
nervios. No hay más remedio: tengo que poner en marcha mis talentos de estratega, si
no, esto no terminará bien...
Como primera medida, Clapaucio rememoró todos sus conocimientos sobre el
invertidor de la personalidad: le pareció que el más importante y al mismo tiempo el más
grave era un peligro que el frívolo Balerión, desaparecido no se sabía dónde dentro del
cuerpo de Trurl, ignoraba por completo.
Si, pongamos por caso, diera con los cuernos, sin quererlo, a un objeto material, su
personalidad pasaría en el acto a él. Sin embargo, puesto que los objetos no tienen
personalidad y, por tanto, no pueden ofrecer nada a cambio al intercambista, el cuerpo de
Trurl caería muerto, y el espíritu del Rey, encerrado en una piedra, un poste de alumbrado
o un zapato viejo, permanecería por los siglos de los siglos en aquella encarnación.
Inquieto, apresuró el paso. Cerca ya de la fonda, encontró un animado grupo de
lugareños, a través de cuya conversación se enteró de cómo su colega había escapado
del palacio corriendo como si le persiguieran los demonios, y cómo, bajando a la carrera
la empinada escalera que conducía al puerto, se había caído y se había fracturado una
pierna. El accidente le causó una rabia incontenible. Echado allí, sin poder moverse,
empezó a vociferar que era el Rey Balerión en persona, daba órdenes de que le trajeran a
sus médicos palaciegos, una silla de manos con almohadones de pluma y alcoholes
aromáticos, y cuando los presentes se reían de su locura, se arrastraba sobre el
pavimento jurando como un carretero y rasgaba a jirones su ropa, hasta que un
transeúnte, más misericordioso, por lo visto, que los otros. se inclinó sobre él para
levantarlo. Entonces el accidentado se arrancó de la cabeza la gorra, bajo la cual (todos
los testigos oculares juraban haberlo visto), asomaron unos cuernos de diablo. El loco
embistió con ellos la frente del buen samaritano, luego se desplomó en el suelo como
muerto, todo rígido y silencioso, gimiendo tan sólo con voz débil. En cambio el embestido
cambió en el acto —como si le hubiera poseído el demonio— y bajó al galope la escalera
del puerto bailando, saltando y dando codazos a la gente que se le interponía en el
camino.
Clapaucio por poco se desmaya de impresión cuando oyó todo esto, porque
comprendió que Balerión, después de dañar el cuerpo de Trurl que tan poco tiempo le
había servido, se había trasladado al de un viandante desconocido. “¡Ahora sí que
empieza lo gordo! —pensó con terror—. ¿Cómo voy a encontrar a Balerión en un cuerpo
nuevo que no conozco? ¿Adónde voy a buscarle bajo esta nueva forma?” Trató de
sonsacar hábilmente más información a aquellas personas, preguntando quién era el
transeúnte que había demostrado tanta bondad al falso Trurl herido y qué había pasado
con los cuernos. Desgraciadamente, nadie sabia nada acerca del samaritano, salvo que
llevaba un traje de marino, pero extranjero, como si hubiera llegado en un barco de algún
país lejano; de los cuernos tampoco supieron dar cuenta. Sin embargo, un mendigo que
vivía a la intemperie por no tener casa y cuyas piernas, no engrasadas, se las había
comido el orín hasta el punto de que tuvo que sustituirlas por unas ruedecitas atornilladas
a las caderas (lo que le proporcionó una posición ventajosa para observar cuanto pasaba
cerca del nivel del suelo) dijo a Clapaucio que el misericordioso marinero había arrancado
los cuernos de la cabeza del yacente, con tanta rapidez que nadie vio lo ocurrido. Parecía,
por tanto, que los medios de intercambio seguían en poder de Balerión, y que el
arriesgado procedimiento de transferencia de cuerpo en cuerpo podía durar mucho
todavía. De momento el Rey había desaparecido junto con su huésped, el marinero,
hecho que preocupó enormemente a Clapaucio. «¡Qué mala suerte! —pensó—. Si es un
marinero, su barco debe de zarpar dentro de poco tiempo. Si no aparece a bordo a la hora
prevista (y no aparecerá, porque no sabe a qué barco pertenece), el capitán acudirá a la
vigilancia del puerto, que lo detendrá como a un fugitivo, un desertor. De este modo, ¡el
Rey Balerión quedará encerrado en un calabozo! Y si, desesperado, se le ocurre golpear
con los cuernos (o sea, con el aparato) el muro de la cárcel, ¡caerá sobre él una desgracia
eterna!»
Así, a pesar de que las posibilidades de encontrar al marinero que servía de escondrijo
a Balerión eran mínimas, Clapaucio se dirigió sin demora al puerto. La suerte le
acompañó: de lejos ya vio un nutrido grupo de gente. Guiado por el presentimiento, se
juntó con ellos escuchando las conversaciones y se enteró de que había pasado lo que él
temía. Apenas unos momentos antes, un honorable armador, propietario de toda la flota
mercantil reconoció en el muelle a un marinero suyo, de notoria honradez y rectitud. No
obstante, aquella vez el marinero se estaba portando como un bruto, insultando a los
transeúntes y gritando con descaro a los que le aconsejaban que se callara porque iban a
llamar a la policía, que él mismo podía ser lo que se le antojara, e incluso todos los
policías del mundo. Cuando el armador, escandalizado, le llamó la atención, el marinero le
pegó tan brutalmente con un palo recogido del suelo, que el palo quedó hecho astillas. En
aquel momento llegó una patrulla de vigilancia del puerto. lugar de frecuentes peleas
como suelen serlo los puertos de mar. Quiso la casualidad que iba a su mando el
comandante del distrito en persona, quien al ver que el marinero no hacía caso a sus
advertencias y continuaba en su actitud rebelde e insubordinada, dio la orden de
arrestarlo inmediatamente. Antes de que tuvieran tiempo de esposarle, el marinero se
abalanzó como loco sobre el comandante y lo embistió con una especie de cuernos que le
sobresalían de la frente. En este mismo instante el hombre cambió por completo se calmó
y proclamó en voz fuerte y categórica que él era un policía, y no un policía cualquiera,
sino el jefe de la vigilancia del puerto. En cambio el comandante, en vez de enfadarse al
oír esos disparates, soltó grandes carcajadas, como si la cosa le divirtiera mucho, dejando
mudos de asombro a sus subordinados, a los cuales ordenó echar cuanto antes al
marinero al calabozo, haciendo uso de un buen palo si fuera necesario.
Así pues, en una hora escasa Balerión había cambiado de cuerpo por tercera vez,
trasladándose al del comandante de policía; este último, entretanto, estaba encerrado en
un profundo calabozo de la cárcel. Clapaucio suspiró, abrumado, y se dirigió directamente
a la comisaría, ubicada en un edificio de piedra cercano a la orilla del mar. Como, gracias
a una circunstancia feliz, nadie le había interceptado el paso, entró y fue abriendo las
puertas de unos cuartos vacíos, hasta que en uno de ellos se encontró ante un gigante
armado hasta los dientes, embutido en un uniforme un tanto estrecho, que le miró
severamente e hizo un ademán de echarle fuera. Sin embargo, en el instante siguiente,
aquel fornido personaje a quien Clapaucio veía por primera vez en su vida, le guiñó de
repente un ojo y prorrumpió en carcajadas, lo que transformó extraordinariamente su cara,
no acostumbrada a reír. Tenía un vozarrón fuerte, sin duda alguna policial, pero su modo
de reír y sus guiños le recordaron en el acto a Clapaucio al Rey Balerión, a quien tenía
efectivamente bajo la forma de otra persona.
—Te he reconocido en seguida —dijo Balerión-policía—; estuviste en el palacio con tu
colega, el que me dio el aparato. ¿Verdad? Qué te parece, ¿no tengo un escondrijo
estupendo ahora? ¡Ya me puede buscar el Consejo del Reino, juntos o por separado! ¡No
me encontrarán jamás! ¡Es una cosa formidable ser un policía tan grandote y fuerte! ¡Mira!
Al decir esto, asestó con su enorme mano policial un golpe tan grande a la mesa que
se rompió una tabla, pero el puño crujió también. Balerión hizo una mueca y, frotándose la
mano, añadió:
—Ay, se me rompió algo, pero es igual. En caso de necesidad, puedo trasladarme a tu
cuerpo. ¿Qué te parece?
Clapaucio retrocedió instintivamente hacia la puerta; el policía le cerró el paso con todo
su enorme volumen y siguió hablando:
—De hecho, no te deseo ningún mal, muchacho, pero puedes crearme problemas
puesto que conoces mi secreto. Supongo, pues, que lo mejor para mí sería encerrarte
bajo llave. ¡Sí, ésa es la mejor solución! —aquí tuvo una risita desagradable—. De este
modo, cuando me dé definitivamente de baja de la policía, nadie sabrá, ni tú tampoco,
dentro de quién me escondí. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
—Pero. ¡Majestad! —dijo Clapaucio con energía, aunque a media voz—. Está
arriesgando su vida, ya que Su Majestad desconoce numerosos secretos del aparato.
Puede perecer, puede entrar en el cuerpo de un enfermo de gravedad o un criminal...
—Eh —dijo el Rey—, no tengo miedo. Yo, muchacho, sé sólo una cosa: ¡en cada
traslado debo llevarme los cuernos!
Al decirlo, sacó un cajón de la mesa y le enseñó el aparato allí guardado.
—Cada vez —dijo— tengo que agarrarlo, quitarlo de la cabeza de la persona que he
sido y llevármelo. Mientras lo haga así, ¡me río de los peligros!
Clapaucio intentó disuadirle de la idea de continuar sus encarnaciones, pero fue en
vano. El Rey no hizo más que mofarse de sus palabras; finalmente dijo, muy eufórico:
—Que yo vuelva al palacio, ¡ni hablar! En todo caso, veo ante mí un largo viaje a través
de los cuerpos de mis súbditos, lo que concuerda perfectamente con mis tendencias
democráticas. Luego, para terminar, como para postre si puede decirse, me reservo el
traslado al cuerpo de una encantadora doncella. Debe de ser una experiencia altamente
aleccionadora. ¡Ja! ¡Ja!
Terminada la frase, el Rey abrió de un empujón la puerta y rugió una orden a sus
subordinados. Viendo que sólo una acción drástica e imprevista podía librarle de dar con
sus huesos en la cárcel, Clapaucio cogió de la mesa el tintero, tiró su contenido a la cara
del Rey y, aprovechando la momentánea ceguera de su perseguidor, saltó por la ventana
a la calle. Afortunadamente, no había mucha altura ni, gracias a una feliz circunstancia,
ningún transeúnte a la vista, así que le dio tiempo de correr hacia una plaza repleta de
gente y perderse entre la muchedumbre antes de que los policías, insultados de lo lindo
por el seudocomandante, hubieran podido salir a la calle arreglándose los uniformes y
enarbolando amenazadoramente las armas.
Clapaucio se alejó del puerto, sumido en pensamientos muy poco alegres. «Lo mejor
sería —se dijo— dejar al infame de Balerión a su suerte e ir al hospital para ver lo que
pasa con el cuerpo de Trurl, habitado por el alma de aquel buen marinero; si consigo que
se lo traslade al palacio, mi amigo podrá volver a recuperar su personalidad, tanto del
cuerpo como del alma. Bien es verdad que entonces el país tendrá un nuevo rey con el
marinero dentro, pero por mi, ¡que se las arreglen, el país y su chiflado monarca!» El plan
no era malo, pero para su realización faltaba un detalle bastante esencial: el
intercambiador con cuernos guardado en un cajón del escritorio policial. Clapaucio
reflexionó durante un momento sobre la posibilidad de construir otro aparato análogo,
pero no disponía, para hacerlo, ni de herramientas y medios, ni de tiempo. «Así que haré
lo siguiente —dijo para sus adentros—. Iré a ver al Rey-Trurl, supongo que ya habrá
vuelto en sí y reflexionado; le diré que ordene ocupar militarmente el puesto de la policía
del puerto; de este modo nos incautaremos del aparato y Trurl podrá volver a su propia
persona.»
El plan, como dijimos, era bueno, sólo que ni siquiera le dejaron entrar en el palacio. El
Rey, le dijeron en el puesto de guardia, dormía profundamente gracias al tratamiento
aplicado por los médicos, a base de tranquilizantes y reforzantes eléctricos. El sueño
debía durar cuarenta y ocho horas por lo menos.
«¡Sólo faltaba esto!», pensó Clapaucio con desespero, y se fue al hospital en el cual
estaba el cuerpo de Trurl, ya que temía que, dado de alta demasiado pronto, no se
perdiera en los laberintos de la gran ciudad. En el hospital se presentó como un pariente
del damnificado (cuyo apellido logró leer en la lista de los accidentados) y se enteró de
que el caso no era grave, ya que no hubo fractura sino una dislocación, pero que, de
todos modos, el enfermo debía pasar unos días en cama. Clapaucio, naturalmente, no
quiso verle, para que no se descubriera que el enfermo no le conocía. Tranquilizado, por
lo menos, de que el cuerpo de Trurl no fuera a desaparecer de repente, abandonó el
hospital y vagó por las calles, sumido en tan profundas reflexiones que sin darse cuenta
de nada se vio de pronto en el distrito portuario rebosante de policías que miraban
detenidamente a cada transeúnte, comparando sus rasgos con algo que tenían escrito en
sus agendas de servicio. Comprendió en seguida que eran cosas de Balerión; no cabía
duda: el Rey seguía buscándole con paciencia para meterlo en el calabozo. Mientras
tanto, la patrulla más cercana le vio y se dirigió hacia él. La escapada era imposible: de
detrás de la esquina salió otra pareja de guardias. Entonces él mismo se entregó
tranquilamente a los policías, insistiendo solamente en que le llevaran ante el mismo jefe,
ya que tenía que hacerle unas declaraciones de enorme importancia en el asunto de un
horrible crimen. Le rodearon en seguida y le pusieron las cadenas, pero, por suerte, no le
esposaron las dos manos juntas, sino que encadenaron su mano derecha a la izquierda
de un guardia. En el despacho policial Balerión-jefe acogió con alegres gruñidos y con
guiños malévolos de sus ojillos la entrada de Clapaucio-prisionero. Este último gritó, nada
más traspasar la puerta, procurando decir con un fuerte acento extranjero:
—¡Grande Señor! ¡Su Muy Magna Policidad! ¡A mi coger por Clapaucio. pero no, mí no
conocer ninguna Clapaucio! O puede ser uno muy malo, que a mía hacer mucho dolor
con cuernos en calle, y mía-tuya, milagro pasar, y mía perder carne y alma de mía estar
en la carne de no mía, y mí no saber cómo, pero el cuernos huir de prisa prisa, Su Magna
Policidad. ¡Socorro!
Aquí el astuto Clapaucio cayó de rodillas al suelo, haciendo sonar las cadenas y
hablando rápidamente y sin cesar en este lenguaje chapurreado. Balerión, de pie tras su
escritorio, con un uniforme con charreteras, parpadeaba y escuchaba, asombrado.
Cuando miró bien al arrodillado, pareció convencerse de la verdad de sus palabras, ya
que Clapaucio, de camino al puesto, se había apretado la frente con los dedos de su
mano libre, dejando en ella dos señales parecidas a las que imprimían los cuernos del
aparato. De modo que ordenó quitar las cadenas a Clapaucio, echó fuera a todos los
guardias y, cuando se quedaron a solas, le apremió para que le contara detalladamente
todo lo ocurrido. Clapaucio inventó una larga historia en la cual relató cómo él, un rico
extranjero, había llegado aquella misma mañana al puerto, trayendo en su barco
doscientas cajas de los más bellos rompecabezas del mundo y treinta maravillosas
doncellas mecánicas con cuerda, como ofrenda para el Rey Balerión. Era un regalo del
Emperador Trompolón, que quería expresar de este modo su admiración por la dinastía
cimberiana. Narró acto seguido cómo, recién llegado, bajó del barco para
desentumecerse paseando por el muelle, cuando un individuo, de este aspecto
precisamente —aquí Clapaucio se indicó con un gesto a si mismo—, que le pareció
sospechoso porque miraba con avidez su rica vestimenta, se abalanzó de pronto sobre él,
como si sufriera una repentina crisis de locura. Sin embargo, lo único que hizo fue
arrancarse la gorra y golpearle en la frente con unos cuernos que tenía escondidos debajo
de ella. Fue entonces cuando ocurrió el tremendo misterio del intercambio de almas.
Hay que reconocer que Clapaucio puso en su relato el máximo afán de hacerlo
verosímil. Contó muchos detalles respecto a su cuerpo perdido, dando al mismo tiempo
unos desdeñosos cachetes al que poseía de resultas de aquella desgracia, incluso se dio
bofetadas y escupió sobre su vientre y piernas. Describió, punto por punto, los tesoros
que había traído y, sobre todo, a las doncellas mecánicas. Habló de su familia,
abandonada allí, en la patria, de sus hijos-máquinas y de su perrito eléctrico, de su mujer,
una de las trescientas, que sabía preparar una salsa de iones jugosos, tan buena que ni
siquiera el Emperador Trompolón comía una mejor. Llevó las confidencias a tal punto, que
reveló al comandante de la policía su mayor secreto: había quedado con el capitán de su
barco en que éste entregaría el tesoro a cualquier persona que subiera a bordo y
pronunciara el santo y seña que sólo ellos dos conocían.
Balerión-policía escuchó con avidez todo este caótico cuento, que le pareció lleno de
lógica: Clapaucio, en efecto, pudo querer esconderse de la persecución y lo hizo
trasladándose al cuerpo de un extranjero, a quien escogió a causa de su atavío lujoso,
que demostraba su riqueza; gracias a esta transferencia, esperaba conseguir grandes
bienes. La cara del Rey reflejaba una gran concentración mental. Haciendo preguntas
capciosas trató de sonsacar el santo y seña secreto al extranjero, quien, después de
resistirse un poco, pero no demasiado, se lo dijo al oído en voz baja. La palabra mágica
era «Oniterc». El insigne constructor estaba ya seguro de haber hecho tragar el anzuelo a
Balerión. Este, enamorado de los rompecabezas, no deseaba que se los ofrecieran al
Rey, que en aquel entonces no era él; se lo creyó todo, incluso que Clapaucio disponía de
otro intercambiador. Por cierto, no había ningún motivo para pensar que era imposible.
Estaban ahora sentados en silencio; se veía que en la cabeza de Balerión estaba
madurando un plan. Cuando volvió a hablar. en voz insinuante y suave, fue para hacer
más y más preguntas: ¿dónde estaba atracado el barco? ¿Cómo se podía subir a bordo?,
etc. Clapaucio le contestaba, contando con su avidez, y no se equivocó: el seudojefe de
policía se levantó de repente, dijo que debía comprobar sus declaraciones, y salió,
cerrando la puerta con llave. El seudoextranjero ovó también cómo Balerión, aleccionado
por la experiencia reciente, dejaba bajo la ventana a un centinela armado. Clapaucio
sabía perfectamente que el codicioso personaje no encontraría nada, puesto que el
tesoro, el barco y las doncellas no existían, pero en esto precisamente consistía la base
de su plan. Apenas se hubo cerrado la puerta tras el Rey, se precipitó sobre el consabido
cajón, sacó el aparato y se lo encasquetó sin perder un segundo. Así preparado, se
dispuso a esperar tranquilamente el retorno de Balerión. Al poco tiempo sonaron detrás
de la puerta unas pisadas estruendosas y unos juramentos proferidos a gritos; la llave
rechinó en la cerradura y el comandante irrumpió dentro del despacho vociferando:
—¡Canalla! ¿Dónde está el barco, los tesoros y los rompecabezas?
Pero no le dio tiempo de decir nada más, ya que Clapaucio, que se había escondido
detrás de la puerta, se abalanzó sobre él como un carnero enloquecido, le corneó con
fuerza la frente y, antes de que Balerión hubiera podido tomar bien posesión de su nuevo
cuerpo, él, convertido ya en el jefe de policía, llamó con voz potente a la guardia para que
encadenaran a aquel sinvergüenza, lo metieran en el calabozo y lo vigilaran bien.
Balerión, enfurecido y pasmado dentro de su nuevo envoltorio, no tardó en comprender
cuán horriblemente le habían engañado; y al darse cuenta de que durante toda la
conversación había hablado con el astuto Clapaucio y no con un extranjero, que nunca
existió, tuvo en el calabozo un verdadero ataque de rabia ciega. Sin embargo, sus gritos,
juramentos y amenazas eran vanos, puesto que había perdido el preciado aparato.
Entretanto, Clapaucio, un tanto disgustado por la momentánea pérdida de su cuerpo, tan
bien conocido, pero satisfechísimo de haber logrado su propósito apoderándose del
intercambiador de personalidad, se puso el uniforme de gala y se fue al palacio real.
El Rey estaba durmiendo, pero Clapaucio manifestó, como jefe supremo de policía, que
le era forzoso ver al Monarca, aunque fueran sólo diez segundos, ya que se trataba de un
asunto de estado de suprema importancia, cuestión de vida o muerte para el reino. Los
cortesanos tuvieron miedo de cargar con la responsabilidad y le permitieron entrar en el
dormitorio real. Halló a Trurl sumido en un profundo sueño, pero, conociendo sus
costumbres y rarezas, le rascó ligeramente un talón: Trurl pegó un salto y se despertó en
el acto de tantas cosquillas que tenía. Se despejó inmediatamente y miró con asombro al
gigante desconocido en uniforme policial, pero éste se inclinó, acercó la boca al oído de
Trurl y musitó:
—Trurl, soy yo, Clapaucio, tuve que meterme en el cuerpo de un policía, porque de otra
manera no habría podido llegar hasta ti. Tengo el aparato en el bolsillo...
Trurl se puso contentísimo cuando Clapaucio le contó su treta; se levantó de la cama,
llamó a los cortesanos y les manifestó que se encontraba maravillosamente bien.
Revestido de púrpura, se sentó en el trono con el cetro y la esfera en la mano y empezó a
dar toda una serie de órdenes. En primer lugar, mandó que se trajera del hospital su
propio cuerpo con la pierna descoyuntada por Balerión en la escalera del puerto.
Cumplida la orden; exigió que los médicos palaciegos cuidaran al accidentado con el
mayor esmero y atención. Acto seguido, después de celebrar un consejo con el jefe de
policía, o sea Clapaucio, decidió restablecer en el país el estado de equilibrio general y
legítimo.
No era nada fácil, ya que los hechos se habían complicado y embrollado de mala
manera. Tampoco se proponían los constructores devolver todas las almas a sus cuerpos
anteriores. Querían hacer lo más urgente, cuanto antes y, en primer lugar, reinstalar a
Trurl en Trurl y a Clapaucio en Clapaucio. El seudorrey ordenó, pues, que trajeran ante su
persona a Balerión, encadenado y encerrado en el cuerpo de su colega. Aquí fue
efectuado el primer transbordo. Clapaucio recuperó su envoltorio físico, y el Rey, dentro
del ex jefe de policía, tuvo que oír muchas palabras poco agradables, después de lo cual
fue reintegrado al calabozo, esta vez el del palacio, manifestándose oficialmente que
había caído en desgracia a causa de su torpeza con las adivinanzas. Al día siguiente el
cuerpo de Trurl estaba lo bastante restablecido para arriesgar la mudanza. No obstante,
quedaba un asunto por resolver: los dos amigos consideraban que no sería correcto por
su parte abandonar aquel país sin implantar previamente un buen orden en la cuestión de
la sucesión al trono. Huelga decir que estaban firmemente decididos a no devolvérselo a
Balerión, de modo que, después de deliberar, revelaron al honrado marinero, huésped del
cuerpo de Trurl, el secreto de toda la situación, no sin haberle hecho jurar antes que
nunca lo repetiría a nadie. Viendo el sentido común que albergaba el alma sencilla de
aquel hombre de mar. le consideraron digno de reinar. Se hizo el traslado:
Trurl se convirtió en Trurl y el marinero en rey. Antes Clapaucio había dispuesto que
trajeran al palacio un gran reloj con cucú, que había visto durante sus deambulaciones por
la ciudad en una tienda de antigüedades, y se procedió al traslado de la inteligencia del
Rey al cucú y la de este último a la persona del policía. De este modo se cumplió
perfectamente la justicia, ya que el Rey tuvo desde entonces la obligación de trabajar a
conciencia dando las horas día y noche, instigado a ello en los momentos oportunos por
unos punzantes piñones del reloj. Este era el precio, no demasiado elevado, que Balerión,
colgado de la pared, debía pagar durante el resto de su vida por sus desatinadas
diversiones y el atentado a la salud de los constructores. En cuanto al jefe, le fue
restituido su cargo anterior, que desempeñó con pleno éxito, ya que la inteligencia de un
cucú resultó más que suficiente para ello.
Una vez terminadas esas gestiones, los dos amigos se despidieron rápidamente del
Rey-marinero, recogieron sus maletas en la fonda y emprendieron el viaje de retorno,
dejando atrás sin pena alguna aquel reino tan poco hospitalario.
Es preciso añadir que la última acción de Trurl, mientras se encontraba en el cuerpo del
Rey, fue bajar a la cámara del Tesoro de la Corona, de donde se llevó el diamante de la
dinastía cimberiana. Reconozcamos en justicia que le correspondía ese premio por haber
inventado el escondrijo ideal.
EXPEDICION QUINTA A, O LA CONSULTA DE TRURL
No muy lejos, bajo un sol blanco, tras una estrella verde, vivían los de los Ojos de
Acero. Era un pueblo feliz, alegre y audaz, porque no tenía miedo de nada: ni de
pensamientos negros, ni de noches blancas, ni materia y antimateria, ya que tenían la
Máquina de las máquinas, compleja, grande, bonita y fuerte. Vivían dentro, sobre, debajo
y encima de ella, puesto que era lo único que tenían. Primero reunieron átomos, uno por
uno, luego la construyeron, y si algún átomo no cuadraba, lo transformaban hasta que
quedara bien. Cada Ojos de Acero tenía su enchufe y su contacto y cada uno hacía lo
suyo, es decir, lo que quería. Ni ellos gobernaban a la Máquina, ni la Máquina a ellos, sino
que se ayudaban mutuamente. Unos eran maquinistas, otros, maquinarios, otros aún,
maquinales, y cada uno tenía su propia maquinógrafa. Tenían cantidades de trabajo, ora
les hacia falta la noche, ora el día o el eclipse del sol; este último con poca frecuencia,
para que no se volviera corriente. Una vez se acercó al sol blanco tras la estrella verde un
cometa de género femenino y muy cruel, atómica por todas partes, aquí la cabeza, allí la
cola en cuatro filas: daba miedo verla, de tan azulenca y cianótica. En efecto, lo llenó todo
de peste a cianuro imposible de soportar. Este cometa llegó y dijo:
—Primero os consumiré en llamas y luego ya veremos.
Se quedaron mirándola los de los Ojos de Acero y allí la vieron: ocupaba la mitad del
cielo, iba calzada de fuego, vestida de neutrones y mesones, expelía un calor loco, tenía
átomos grandes como hipódromos, neutrinos, gravitones...
—Os merendaré —les dijo.
Y ellos le contestaron:
—Es un malentendido, nosotros somos los de los Ojos de Acero, no tememos a nadie,
ni los problemas familiares, ni los principios tradicionales, ni los pensamientos negros, ni
las noches blancas, porque tenemos la Máquina de las máquinas, compleja, grande,
bonita y fuerte— y en todo punto perfecta. Vete, pues, cometa, porque lo vas a pasar mal.
Entretanto el cometa ocupó el cielo entero, quemando, echando humo, rugiendo y
silbando, hasta que se les encogió la luna y se tostó por las dos puntas. Era pequeña,
resquebrajada y vieja, pero aun así les dio pena. Así que ya no dijeron nada más, sino
que cogieron un campo muy fuerte, hicieron nudos en sus cuatro extremos y lo
enchufaron: mejor actuar, pensaron, que gastar saliva. Tronó fuerte y gimió, el cielo se
serenó, el cometa se pulverizó, y se quedaron tranquilos.
Al cabo de un tiempo apareció algo, vino volando, no se sabía qué era, pero daba
horror. No se podía mirar, porque cada lado era peor que el otro. Se extendió, se encogió
y se sentó en la punta. Grande, pesado e inmóvil. Y molesto a más no poder.
Entonces los que estaban más cerca dijeron:
—Hey, es un malentendido, nosotros somos los de los Ojos de Acero, no tememos a
nadie y a nada, no vivimos en el planeta sino en la Máquina que no es una Máquina
corriente, sino la Máquina de las máquinas, compleja, grande, bonita y fuerte y en todo
punto perfecta. Vete, pues, fantasmón, porque lo vas a pasar mal.
Pero aquello, como si nada.
Entonces, para no exagerar las cosas, enviaron una máquina asustadora de pequeño
formato: iría, asustaría al fantasmón y en paz, pensaron.
La máquina asustadora fue, le crujieron los programas por dentro, todos ellos
tremebundos. Se acercó y ¡venga traquetear y silbar! Incluso ella misma se asustó un
poco. ¡Aquello, como si nada! Probó otra vez, con fase distinta, pero le salió mal, porque
asustaba sin convicción.
Vieron los de los Ojos de Acero que así no harían nada. Usaremos un calibre mayor, se
dijeron, con piñones lubrificados, diferencial, universal, acoplado por todos los lados y que
diera patadas. ¡Y fuertes! ¿Será suficiente? Tranquilos, gente pacífica: ¡va con energía
atómica!
Así que enviaron una máquina universal, doblemente diferencial, de revoluciones
silenciosas y acoplamiento retroactivo, con un maquinógrafo y una maquinógrafa dentro.
Por si esto fuera poco, encima le engancharon la maquinita asustadora. Se acercó sin el
menor ruido gracias a los piñones lubricados, se paró y contó: cuatro cuartos, tres
cuartos, dos cuartos, un cuarto... ¡Cero! ¡Muerte! ¡Zas! ¡Setas por todas partes, como los
mejores robellones, sólo que éstas brillaban porque eran radioactivas! El lubrificante se
desparramó, los piñones saltaron, el maquinógrafo con la maquinógrafa miraron por la
escotilla si ya estaba, pero ¡ca! ¡Ni un rasguño!
Los de los Ojos de Acero deliberaron y construyeron una máquina que construyó una
maquinaria que construyó una maquinaza, tan grande que las estrellas más cercanas
tuvieron que huir más al fondo. Y dentro le metieron la de piñones lubrificados y en el
centro la maquinita asustadora. ¡Se acabaron las bromas!
La maquinaza hizo un esfuerzo tremendo y ¡zas! Hubo un gran estruendo, las cosas se
estuvieron cayendo, saltó una seta más grande que un continente, tinieblas y rechinar de
dientes (ni se sabía quién rechinaba, de tan oscuro que estaba). Cuando todo se hubo
calmado, tuvieron los de los Ojos de Acero una sorpresa: ¡Aquello seguía tan orondo y las
tres máquinas, hechas polvo, yacían en el suelo!
Entonces se pusieron serios y pensaron: «Nosotros somos maquinarios y maquinistas,
tenemos maquinógrafas y la Máquina de las máquinas, compleja, grande, bonita y fuerte y
en todo punto perfecta. ¿Cómo se le puede resistir ese fantasmón sentado allí, tan
tranquilo?»
Se arremangaron, pues, y ¡a trabajar! Hicieron un enorme árbol-ariete y dijeron: Se lo
plantaremos debajo, sacará raíces, crecerá, se le meterá dentro, lo despanzurrará y
adiós, fantasmón.
Y, en efecto, todo ocurrió exactamente como lo habían previsto, sólo que lo del adiós
no resultó y las cosas quedaron como antes.
Aquella vez los de los Ojos de Acero cayeron en el desespero por pnmera vez en su
vida. Tan de nuevo les venía, que no sabían qué les estaba pasando, pero se movilizaron
y deliberaron, hicieron trampas, lazos y cercados: «Tal vez se pegue, o caiga, o encierre».
Lo probaron todo, porque ya no sabían qué se podía hacer. Todo funcionó muy bien, pero
sin dar resultado. Ya se les habían terminado las fuerzas y las ideas, cuando vieron que
alguien venía. Parecía que iba montado a caballo, pero no, los caballos no tienen ruedas;
podía, pues, ser una bicicleta, pero las bicicletas no tienen pico. Debía de ser entonces un
cohete, pero los cohetes no tienen silla. No se sabía, pues, en qué, pero en cambio si se
veía quién venia: bien sentado en la silla como un centauro, sereno y sonriente, cada vez
más cerca..., ¡el mismísimo Trurl, el constructor, de paseo o, quizá, de expedición! Ya de
lejos se notaba que era una persona importante.
Cuando se acercó y bajó, se lo contaron todo:
—Somos los de los Ojos de Acero —le dijeron—; tenemos la Máquina de las máquinas,
compleja, grande, bonita y fuerte y en todo punto perfecta. Ahorramos átomos y la
construimos solos, no nos da miedo nadie, ni los problemas familiares, ni los principios
tradicionales, y he aquí que vino aquello, se sentó y no se mueve.
—¿Probasteis a espantarlo? —se dignó preguntar Trurl.
—Hemos probado con la maquinita asustadora y con la maquinaria y con la maquinaza
de piñones lubrificados y átomos como hipódromos. Le enviamos neutrinos, y mesones, y
ondas, pero no hay manera.
—¿Decís que las máquinas no pueden con ello?
—No pueden, señor.
—Hum... interesante. ¿Pero qué es aquella cosa?
—No lo sabemos. Apareció de repente, vino volando hasta aquí y mientras más lo
miras, más horrible resulta. Se sentó, pesado como el plomo, y no se mueve. Y molesta a
más no poder.
—Dispongo de muy poco tiempo —dijo Trurl—, pero podría tal vez quedarme aquí unos
días como consultor vuestro. ¿Os parece bien?
Claro que a los de los Ojos de Acero les parecía bien y más que bien. Le preguntaron
en seguida qué debían traerle: ¿fotones, tornillos, martillos, quizá dinamita? ¿Quizá
cañones? ¿O quizá té para el querido huésped? Una maquinógrafa podía prepararlo al
momento.
—La maquinógrafa puede venir con el té —accedió Trurl—, porque es un
procedimiento de servicio. En cuanto a las demás cosas, no hacen falta. Si, como habéis
dicho, ni la máquina-asustadora, ni la maquinaza, ni el árbol-ariete dieron resultado, hay
que emplear métodos distanciales, archivales y por tanto absolutamente fatales. Nunca he
visto todavía que un «pagadero sin aplazamiento» quedara sin efecto.
—¿A qué se refiere, por favor? —preguntaron los de los Ojos de Acero, pero Trurl, en
vez de explicar, prosiguió:
—Es un método sencillísimo, se necesita solamente papel, un tintero con tinta, unos
sellos alargados, otros redondos, lacre para lacrar, secante para secar, ventanillas,
chinchetas, una cucharita de estaño, un platito (el té ya lo tenemos), un cartero y algo con
que escribir. ¿Lo tenéis?
—¡Ahora mismo! —gritaron, y lo trajeron todo corriendo.
Trurl se sentó y dictó a la maquinógrafa:
«Con referencia a la causa del Interesado, fascículo de la Comisión WZRTSP 7, barra,
2, barra, KK, barra, 405, se le hace saber que la inhibición del Interesado siendo
contradictoria con el parágrafo 199 del Decreto del día 19. XVII. del año en curso y
constituyendo un épsodo modroso, previsto en el susodicho parágrafo, es sancionado con
el cese de emolumentos, así como la desomación total conforme a la Disposición 67
DVCF, n° 1.478, barra, 2. Le corresponde al Interesado el derecho de recurrir por vía
jerárquica al Presidente de la Comisión en el transcurso de 24 horas.»
El consultor cerró el pliegue, lo estampilló con un sello alargado y otro redondo, lo
mandó inscribir en el Libro Principal, lo registró en el Registro de Asuntos en Curso y dijo:
—Ahora, que se lo lleve el cartero.
El cartero se marchó con el acta y al poco rato volvió.
—¿Lo entregaste? —preguntó Trurl.
—Sí, señor.
—¿Y dónde está el acuse de recibo?
—Aquí está, en esta rúbrica. Traigo también el recurso.
Cogió Trurl el recurso, escribió, sin leerlo, en diagonal sobre la hoja entera:
«Rechazado por falta de anexos corresp.», le puso una firma ilegible y se lo entregó al
cartero.
—Llévaselo ahora mismo —le dijo.
El cartero se fue, Trurl se frotó las manos y exclamó:
—Y ahora, ¡manos a la obra!
Se sentó a la mesa, mojó la pluma y empezó a escribir. Los otros, curiosos, miran, no
entienden nada y preguntan qué es aquello y qué pasará luego.
—Funciones de despacho —les contestó—. Y todo irá bien, porque ya ha empezado.
El cartero no cesa de correr con ordenanzas, Trurl estampilla, sella, envía resoluciones,
anula apelaciones, la maquinógrafa le da a las teclas, todo funciona que da gusto verlo. Y
así, sin pensarlo, ya tenemos toda una oficina: calendarios, agendas, pliegues, actas,
clips, manguitos de satén negro, carteras, archivadores, cucharitas, letreros de «prohibido
el paso», timbres, formularios, despachar sin cesar, tecleos y correos, colillas en el suelo,
papelitos a voleo, café y té, lo que prefiera usted. Los de los Ojos de Acero se consumen
de angustia, porque no le ven el sentido, y Trurl envía sobres franqueados o libres de
franqueo, con «acuse de recibo» y, los más pesados, con «portes debidos con recargo»;
manda órdenes de pago, multas, urgencias, cuestionarios bajo juramento, establece
cuentas por separado, de momento con ceros, pero «¡Ya se llenarán!», dice.
No pasó mucho tiempo y miren: parece que aquello ya no es tan tremendo, sobre todo
desde arriba. ¡Si, es cierto! ¡Se ha encogido, no es tan grande como era!
—¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué? —preguntan los de los Ojos de Acero.
—¡No molesten! ¡Aquí se trabaja! —les contesta, y no para de escribir, fechar, registrar,
devolver recursos sin grandes discursos, el chaleco manchado, la corbata de lado, polvo y
telarañas, «¡A mí no me engañas! ¡Mando ejecutiva por acción corruptiva!»
Y la maquinógrafa teclea: «Vista la no presentación por el Interesado de los permisos
aprobados por la Com. Sec. Jur. RRR de los corrientes, se dispone: Ejec. Crim. en Term.
Inm. convalidado por Tr. Am. Tad. Aram., en base al dictamen de la instancia S.S.S. El
Interesado no disfruta del der. a la apelación.»
El cartero se llevó el pliego debidamente inscrito y numerado; Trurl guardó la copia en
el bolsillo, se levantó y empezó a tirar al espacio cósmico los escritorios, sillas, sellos y
marchamos, los archivadores y el té. Sólo dejó la maquinógrafa.
—Pero ¡qué está usted haciendo! —gritaron a coro los de los Ojos de Acero, que,
entretanto, se habían encariñado con todo aquello—. ¿No es una lástima?
—No exageremos, amigos —les contestó—. En vez de tantas exclamaciones, mirad
allí.
En efecto: miraron, y se les cortó el aliento. El Sitio vacío, limpio; no había nadie, como
si aquello nunca hubiera existido. ¿Y dónde se ha ido? ¿Cómo se ha desvanecido? ¡Helo
allí, en una huida deshonrosa, y tan chiquitín que se necesitaba una lupa para verlo! Se
devanaron los sesos, buscaron huellas, y sólo encontraron un Sitio un poco mojado, como
si hubieran caído unas gotas, ¿quién sabe de qué y cuándo? Fuera de esto, nada.
—Eso es lo que yo esperaba —dijo Trurl—. Ha sido un asunto sencillo. Cuando aceptó
el primer escrito y firmó en el libro, se perdió a sí mismo. Apliqué el Sistema especial, con
S mayúscula. ¡Desde que el Cosmos es Cosmos, nadie se le ha resistido!
—¡Estupendo! Pero ¿por qué tiró las actas y virtió el té? —preguntaron los de los Ojos
de Acero.
—¡Para que el Sistema no se os comiera a vosotros también! —les contestó Trurl. Se
despidió y levantó el vuelo, llevándose a la maquinógrafa; ya en el aire, los saludó
amablemente con la mano. Su sonrisa era radiante como una estrella.
EXPEDICION SEXTA, O COMO TRURL Y CLAPAUCIO
CREARON A UN DEMONIO DE SEGUNDA ESPECIE, PARA
VENCER AL PIRATA MORRON
Desde los pueblos de Soles Mayores dos pistas de caravanas al sur llevan. La primera,
más antigua, de Tetrastrellon a Gaurozauro, estrella muy alevosa, de resplandor variable
que, al apagarse, al Enano de Abasitas se asemeja, a los viajeros engañando y haciendo
que se extravíen y en el Desierto de Velos Negros entren, del que una caravana entre
diez sale con vida. La segunda pista, la nueva, por el Imperio de los Mirapudos fue
practicada, cuando sus esclavos coheteros un túnel de seis mil millones de supermillas
largo perforaron a través del mismo Gaurozauro Blanco.
»La entrada septentrional del túnel de este modo buscarse debe: desde el último de los
Soles Mayores, el curso recto hacia el Polo se mantendrá durante siete padrenuestros
eléctricos. Luego a la izquierda a velocidad escasa, hasta que una pared de fuego
aparezca es un costado de Gaurozauro y en él, en medio de las llamas blancas, la
entrada del túnel como un punto negro se vislumbra. De allí, hacia abajo, en vuelo recto a
la entrada se apunta sin temor alguno, puesto que por el túnel ocho naves borda contra
borda pasar pueden. La vista que de allí se disfruta, no tiene par. Lo primero que los ojos
del viajero ven por los cristales de observación es el Salto de Fuego de los Zarotrácos, y
luego, depende del tiempo que hace. Si las interioridades de la estrella por tormentas
magnéticas son removidas, que a mil o dos mil millones de millas estallan, se ven grandes
remolinos de fuego y sus arterias llameantes con destellos blancos cegadores. Si la
tormenta más cerca está, o un taifun de Séptima Fuerza, la bóveda tiembla y se
estremece, como si tuvieran que caer de ella masas encendidas, más sólo es apariencia:
la masa se mueve, pero no cae, arde, pero no quema, por el poderío de los Campos
Fuertes sojuzgada. Viendo que la Pulpa Protuberancial se hincha y se esponja y los nidos
de larguisimos rayos, que se llaman Infernalias, a la nave se avecinan, se cogerá con
mayor fuerza el timón y el piloto pondrá en práctica toda su experiencia y sabiduría de
guiar naves, no el mapa, sino aquel revuelo de fuego observando, pues nunca se repiten
dos veces las condiciones de esa travesía. Como una espadá en Gaurosauro clavado, el
túnel se estremece, vibra y se contrae como una serpiente apaleada, por lo que el piloto
mirará con ojos bien abiertos, no se olvidará del hielo salvador que la mirilla del casco con
transparentes carámbanos protege, y con suma atención escudriñará las rugidoras
lenguas de llamas que de las paredes de fuego se asoman. Y si oye que chirrian las
placas del blindaje de la nave, torturado por el fuego, y chamuscado por las llamas, sólo
en su propio talento confiar debe. Aun siendo así las cosas, en cuenta debe tenerse que
no es señal de astromoto cada salto del fuego y cada repeluzno del túnel, como no lo es
tampoco cada crecida de los blancos océanos ardorosos. Si se lo graba bien en la mente,
el astronauta hecho y derecho no llamará. a las bombas por cualquier fruslería, para que
no le cubran de deshonra otros más duchos que él, diciéndole que quiere con una gota de
amoníaco refrescante apagar la luz eterna de la estrella. A quien pregunte qué hacer debe
Si un verdadero astromoto a su nave sorprende, cualquier espacialista dirá en seguida
que basta entonces con un suspiro, ya que para una mejor preparación premortuoria no
hay tiempo. Los ojos se pueden tener cerrados o abiertos, a voluntad, el fuego ya los
taladrará de todos modos. No obstante, tamaña desgracia casi nunca pasa, ya que unas
grapas poderosas.. por los Impéricos Mirapudos en la bóveda clavadas, la aguantan bien,
siendo que resulta grato aquel vuelo intersideral a través de Gaurozauro, entre los
blancos espejos de hidrógeno de la estrella. Dicen también, y con mucha razón, que quien
en el túnel entra, sale de él a poco tiempo, lo que hace mucha diferencia con el Desierto
de Velos Negros. Así y todo, cuando una vez al siglo el túnel por un astromoto es
estropeado, no hay otro camino, sino aquel que por su lado pasa. Como del mismo
nombre se desprende, el Desierto es más negro que la noche, ya que la luz de las
estrellas circundantes no se atreve a posarse en él. Con gran fragor de hojalata se
aplastan allí, como en un mortero, los pecios de naves, que por culpa del traicionero
Gaurozauro se equivocaron de ruta y se partieron en trozos, estrujados por unos
remolinos insondables, para dar vuelta hasta la última revolución galáctica, por la
gravitación cruelmente apresados. Al oriente del Desierto de Velos Negros está el reino
de los Mandibulones, y al poniente, el de los Ojimaniones; hacia el sur llevan unos
caminos, por numerosos muladares cortados, hacia la esfera más liviana de la azul
Lazurea, y luego, hacia el Murgund Flamígero, donde hay un archipiélago de color de
sangre, de estrellas no ferruginosas compuesto, llamado la Carroza de Alcarón.
»El mismo Desierto, como se ha dicho, tan lleno de negrura está, como el paso ígneo
de Gaurozauro de blancura. Parece que allí no todo es miseria, torbellinos, arena de las
altura. por las corrientes traída y meteoritos desbocactos. Hay quien dice que en un lugar
remoto y secreto, en unas hondonadas tenebrosas e insondables, vive desde los tiempos
inmemoriales un engendro, tal vez por nadie engendrado, llamado Ignorato; aquel que su
verdadero nombre conociera al encontrarlo, no lo podría contar, porque no volvería a ver
el mundo. Dicen que Ignorato es un bandido-mago y que en su propio castillo vive, de
negra gravitación construido, que de fosa le sirven eternas tempestades, de muros, el
nojer, que sus ventanas son ciegas y sus puertas, sordas. Ignorato las caravanas acecha,
y cuando el hambre de oro y de esqueletos le atormenta, sopla polvo negro a los soles
que el camino indican: y cuando los apaga y desvía al viajero de la ruta segura, cae sobre
él en una ráfaga de huracán desde el no ser, en los apretados círculos lo apresa y a la
nada de su castillo lo lleva, cuidando de que no se pierda ninguna joya de rubíes o
esmeraldas, tan meticuloso es en medio de toda su monstruosidad. Luego ya sólo unos
pecios a medio roer emergen de la nada y dan vueltas por el Desierto y, tras ellos, vuelan
regueros de roblones de las naves, como pepitas escupidas por las fauces del espantoso
pirata Ignorato. Mas desde que el trabajo esclavo de las muchedumbres coheteras el
túnel gaurosauriano cavó y la navegación por aquel cauce de tanta luz empezó a fluir se
vuelve loco Ignorato de botín privado y con el ardor de su rabia tanto las tinieblas del
Desierto ilumina, que su cuerpo trasluce a través del negro muro de la gravitación, como
el cadáver de una crisálida que dentro de su capullo se pudre, sepulcral y fosforescente.
Dice algún que otro sabihondo que no existe ni existió jamás; es más fácil decir esto que
en la descripción de la bestia afanarse, dado que no hallarían palabras para ello en la
cómoda blandura de su vida, lejos de Velos Negros y sus espantos transcurrida. Poco
cuesta no creer en el monstruo, menos que enfrentarse con él, vencer y escapar con vida
de sus acometidas pavorosas. ¿Acaso no engulló al mismo Cibernador de Murgundia con
un séquito de ochenta nobles, en tres naves viajeros, sin que nada quedara de aquellos
magnates, salvo unas hebillas mordisqueadas que los campesinos de Solara Pequeña
encontraron, cuando la riada de una nebulosa las dejó en sus riberas? ¿Acaso no
perecieron, víctima de su avidez, otros numerosísimos hombres, sacrificados sin piedad ni
perdón? Que, por lo menos, la fiel memoria eléctrica rinda homenaje a aquellos
insepultos, hasta que nazca un valiente que por su muerte al asesino castigue a la noble
usanza de las antiguas leyes siderales..
Trurl leyó un día toda esa historia en un volumen descolorido por el tiempo que había
comprado por casualidad en una librería de lance e, intrigado, llevó inmediatamente el
libro a casa de Clapaucio, para volver a leerle, en voz alta, las extraordinarias noticias y
hablar de ellas con su amigo.
Clapaucio, constructor lleno de sabiduría y conocedor del Cosmos, experto en soles y
nebulosas de todos los colores, solamente sonrió, sacudió la cabeza y dijo:
—Espero que no creas una palabra de este cuento de viejas.
—¿Y por qué no he de creerlo...? —se enojó Trurl—. Mira, aquí hay incluso un
grabado, hecho con mucho arte, donde se representa a Ignorato mientras se está
comiendo dos veleros solares y guarda el botín en el sótano. Por lo demás, ¿es que no
existe de verdad un túnel en una superestrella, no la que aquí dicen, es cierto, sino en la
BethelGeuse? Supongo que tu ignorancia de la cosmografía no va tan lejos como para
que lo niegues...
—En cuanto al dibujo, si te imaginas que sirve como prueba fidedigna, yo te puedo
dibujar ahora mismo un dragón con ojos hechos de mil soles cada uno. ¿Por eso dirás
que existe? —replicó Clapaucio—. Y en cuanto al túnel, primero: tiene sólo dos millones
de millas de longitud, no miles de millones; segundo: aquella estrella está ya casi fría;
tercero: la navegación por el túnel no presenta el menor peligro, y tú lo sabes
perfectamente, puesto que has volado a través de él. Luego, respecto al Desierto de
Velos Negros, en realidad es, simplemente, una masa de basura cósmica de diez
kiloparsecs de anchura, que gira entre Maeridia y Tetraquida y no en las cercanías de no
sé qué Flamigerios o Gaurizauros que nunca han existido. Y otra cosa: es cierto que el
Desierto está sumido en la oscuridad, pero esto se debe, sencillamente, a su excesiva
suciedad. Es más que evidente que allí no hay ningún Ignorato! ¡Ni siquiera es un bonito
mito antiguo, sino una divagación sin ton ni son, nacida en una cabeza de chorlito!
Trurl apretó las mandíbulas.
—No hablemos más del túnel —dijo—. Opinas que no es peligroso, porque fui yo quien
volé por él; si lo hubieras hecho tú, oiríamos cosas muy distintas. Pero no hablemos más
del túnel, repito. En cambio, en lo que al Desierto y a Ignorato se refiere, la discusión de
un fenómeno conducida en base a argumentos verbales no es de mi gusto. Hace falta ir
allí, así podrás averiguar si esto —cogió de la mesa el viejo libro— dice la verdad o
miente.
Clapaucio hizo lo que pudo para disuadirle de este proyecto, pero al ver que Trurl, terco
como siempre, no pensaba renunciar a esa expedición concebida por motivos tan
particulares, primero dijo que no quería verle nunca más en su vida, pero al cabo de poco
tiempo él mismo empezó a hacer preparativos para el viaje, porque no admitía que su
amigo pereciera solo y abandonado. «Dos hombres —pensó— pueden luchar mejor con
la muerte que uno solo.»
Habiéndose, pues, provisto de un sinfín de cosas, ya que debían viajar por regiones
desérticas (aunque no tan pintorescas como afirmaba el libro), despegaron en su nave,
tantas veces puesta a prueba. Durante el vuelo se detenían de vez en cuando en busca
de información, sobre todo cuando habían pasado las fronteras de los terrenos que
conocían. Sin embargo, no podían enterarse de gran cosa, ya que los indígenas sólo
sabían hablar con sensatez de lo que tenían cerca. Sobre lo que pasaba en los lugares
que no habían visitado nunca, contaban cosas muy precisas, pero absolutamente
inverosímiles y, además, introducían en sus relatos notas sensacionalistas y escabrosas
que parecían gustarles mucho. Clapaucio dio a esta clase de cuentos el escueto nombre
de «corrosivos», refiriéndose a aquella corrosión esclerótica que mina los cerebros
envejecidos.
No obstante, cuando ya sólo les separaban unos cinco o seis días-luz del Desierto de
Velos Negros, les llegaron noticias sobre un gigante-bandido, que llevaba el nombre de
Pirata Diplos. Los que hablaron de él a los dos amigos no le habían visto jamás, ni
conocían el significado de la extraña palabra «Diplos», que usaban como si fuera el
nombre propio del peligroso individuo. Trurl pensaba que podía ser, tal vez, una
deformación del término «di-polo», definición de la doble y contradictoria personalidad del
bandido; Clapaucio, pensador más riguroso, prefería abstenerse de esta clase de
hipótesis. Según se decía, el malhechor rebosaba crueldad y sadismo, lo que demostraba
cuando, después de despojar a sus víctimas de todos sus bienes, nunca satisfecho del
botín en su avidez y codicia, les pegaba salvajemente antes de devolverles la libertad. Los
constructores deliberaron un rato sobre la conveniencia de procurarse algunas armas
blancas y de fuego antes de cruzar la negra orilla del Desierto, pero llegaron finalmente a
la conclusión de que las mejores armas eran sus propias inteligencias, afiladas por el
largo ejercicio del arte de la construcción, universales y de larguisimo alcance; se fueron,
pues, tal como estaban.
Hay que confesar que Trurl sufrió muchas y amargas decepciones durante aquel viaje,
ya que los cúmulos de estrellas, los torbellinos de fuego, las desolaciones desérticas, los
arrecifes de meteoritos y los peñascos voladores eran mucho más bellos e
impresionantes en la descripción leída en el viejo libro que en la realidad contemplada por
el ojo del viajero. Las estrellas de la región eran pocas, de reducido tamaño y además
muy viejas. Algunas apenas parpadeaban débilmente como unos trocitos de carbón entre
las cenizas; en otras, ya oscurecidas totalmente en la superficie, tan sólo se podían ver
unas vetas de fuego en las grietas de su caparazón, arrugado como una manzana
marchita. No había allí ni selvas de lianas, ni torbellinos abismales; nadie los había visto,
ni oído hablar de ellos. El principal rasgo característico del Desierto era el enorme
aburrimiento que infundía, precisamente porque allí no había nada. En cambio, los
meteoritos si que pululaban en los contornos, más numerosos que los granos de trigo en
una era; pero entre su ruidosa multitud volaba mayor cantidad de basura que de honestas
magnetitas magnéticas y tectitas técticas. El fenómeno era debido a la escasísima
distancia entre aquellos parajes y el polo galáctico: los movimientos de las corrientes de
obscuridad arrastraban precisamente allí, hacia el sur, ingentes cantidades de escoria y
polvo de las esferas centrales de la Galaxia, de modo que las tribus y pueblos vecinos del
lugar no lo llamaban el Desierto de Velos Negros, sino, sencillamente, el vertedero de
basuras.
Así pues, cuando Trurl —ocultando su desencanto a Clapaucio para no provocar sus
pullas— dirigió la nave hacia el Desierto, en las planchas de la coraza empezaron a sonar
millones de impactos de grava y arena, y toda clase de desechos estelares, escupidos por
las protuberancias de los soles, se depositaron sobre las paredes del casco en una capa
tan gruesa que a la sola idea de los futuros trabajos de limpieza se calan los brazos y se
perdían las ganas de viajar.
Las estrellas habían desaparecido hacía tiempo en la espesura de las tinieblas; la nave
volaba a ciegas, hasta que, de pronto, dio una sacudida tan fuerte que se chocaron todos
los enseres, herramientas y vajilla, y la velocidad del vuelo aumentó, sin que se supiera
hacia dónde. Finalmente se oyó un gran estruendo y la nave se posó con bastante
suavidad, inmovilizándose en una posición inclinada, como si su proa se hubiera clavado
en una materia blanda. Los dos amigos corrieron hacia las ventanas, pero todo era
negrura en torno a ellos. En aquel momento alguien aporreó la escotilla con una fuerza
gigantesca un ser misterioso estaba forzando la entrada con tanta violencia que las
paredes temblaban. Trurl y Clapaucio lamentaron por un momento haber preferido su
inteligencia a las armas, pero, como era demasiado tarde para esta clase de reflexiones,
ellos mismos abrieron la escotilla para que no se la hicieran añicos.
La abrieron y en seguida alguien metió la cara, o más bien un hocico espeluznante, en
la abertura, tan grande que la tapaba toda. ¡Ni pensar que su propietario pudiera meter
dentro su cuerpo entero a ella! Aquel morro era increíblemente desagradable, todo
cuajado de ojos de arriba abajo y de izquierda a derecha, con una nariz como una sierra y
mandíbulas erizadas de dientes como garfios de acero inoxidable. No se movía,
empotrada en el marco de la puerta, sólo sus ojos de ladrón recorrían la cabina de punta
en punta, escudriñando objeto por objeto, como si evaluaran la rentabilidad del atraco.
Incluso alguien mucho más tonto que los constructores hubiera comprendido el significado
de aquel reconocimiento: las miradas son a veces más elocuentes que las palabras.
—¿Qué quieres...? —preguntó finalmente Trurl, enfurecido por aquella muda
observación del engendro—. ¿Qué quieres jeta asquerosa? Yo soy el constructor Trurl en
persona, omnipotenciador universal, y este señor es mi amigo Clapaucio, igualmente
famoso e ilustre. Estamos haciendo un viaje turístico que nos gustaría proseguir, de modo
que quita la cara de aquí, sácanos de este sospechoso lugar, probablemente lleno de
inmundicias, y dirige la nave hacia un espacio decente y limpio, ya que, en el caso
contrario, haremos una reclamación y serás desmontado en trocitos, montón de basura.
¿Oyes lo que te estoy diciendo?
Silencio. El morro seguía mirando y calculando. ¿Qué calcularía? ¿Los precios?
—¡Escucha, tú, espantajo de mala muerte! —gritó Trurl dejando de lado todos los
miramientos, aunque Clapaucio le hacía señales de moderación—. ¡No tenemos oro ni
plata ni joyas, así que ya nos estás dejando salir de aquí! ¡Empieza por quitarnos de la
vista tu gran jeta, porque no nos gusta nada! ¡Y tú —se dirigió a Clapaucio— no me des
codazos, porque soy capaz de pensar por mí mismo y sé cómo tengo que hablar según a
quién!
—Yo necesito —dijo de repente la jeta, clavando mil ojos de fuego en Trurl— otras
cosas que no son ni oro ni plata, y se me debe hablar con delicadeza y respeto, porque
soy un pirata con diploma, instruido y de temperamento muy nervioso. No te hagas el
importante, Trurl. Mejores que vosotros han caldo entre mis manos y siempre los he
arreglado a mi antojo. Si os cojo por mi cuenta, vosotros también os pondréis a punto de
caramelo. Me llamo Morrón, mido treinta arsinas en cada dirección y, en efecto, desvalijo
a los viajeros de sus cosas valiosas, pero de manera científica y moderna, es decir: me
llevo secretos de gran valor, tesoros de ciencia, verdades auténticas y, en general, toda
información valiosa. ¡Venga, pues! ¡A soltar lo que os digo, porque si no, silbo! Cuento
hasta cinco: uno, dos, tres...
Llegó hasta cinco y, como no le dieran nada, emitió un silbido tan estridente que por
poco les revienta los tímpanos. Clapaucio adivinó entonces que aquel "Diplos" que los
indígenas mencionaban con terror, quería decir en realidad «diploma», obtenido por lo
visto en alguna Escuela Superior del Crimen. Trurl se tapo los oídos con las manos, ya
que la voz de Morrón estaba a la altura de su tamaño, y gritó:
—¡No te daremos nada! —Clapaucio, previsor, corrió en busca de algodón—. ¡Y quita
de ahí ese morro!
—Si quito el morro, meteré la mano —explicó Morrón—. ¡La tengo larguísima, con
tenazas en vez de dedos y de un peso tremendo! ¡Atención! ¡Empiezo!
Y en efecto, el algodón traído por Clapaucio resultó innecesario, pues donde antes
estaba el morro apareció una manaza de acero, enorme, desaseada, con uñas como
palas, que empezó a revolverlo todo, rompiendo mesas, armarios y tabiques en medio de
un gran fragor de hierros. Trurl y Clapaucio huyeron de la manaza refugiándose dentro de
la pila atómica. Se enfadó finalmente el bandido con diploma, volvió a empotrar el morro
en la escotilla y dijo:
—Os aconsejo que pactéis conmigo ahora mismo, porque si no, os reservaré para más
tarde, en el fondo de los fondos de mi foso de tesoros, os echaré basura encima y la
apretaré con piedras, de modo que ya no os moveréis más y el orín os consumirá de parte
a parte. Ya me las he visto con más fuertes que vosotros. ¡Así qué escoged!
Trurl se resistía a pensar siquiera en los pactos, pero Clapaucio, menos reacio,
preguntó al diplomado qué era, concretamente, lo que deseaba.
—¡Así se habla! —dijo el monstruo—. Yo colecciono tesoros de la ciencia, ya que ésa
es la afición de mi vida, fruto de la instrucción a nivel superior y de mi don de penetración
en el meollo de los problemas, tanto más que por los tesoros corrientes, codiciados por
los bandidos analfabetos, aquí no se puede comprar nada. En cambio, el saber sacia el
hambre del conocimiento. Se sabe, por otra parte, que todo lo que existe es información.
La atesoro, pues, desde siglos y pienso continuar., Te diré que tampoco desprecio alguna
joya u objetos de oro, los cojo porque son bonitos, alegran la vista y adornan la casa, pero
es una actividad secundaria para mí y esporádica. Te advierto que si se me dan verdades
falsas pego, igual que por joyas falsas, porque soy refinado y anhelo la autenticidad.
—¿Qué clase de autenticidad y de información valiosa deseas? —preguntó Clapaucio.
—Cualquier clase, siempre y cuando sean verdaderas —contestó el otro—. Todas
pueden servir en una circunstancia de la vida. Mis escondrijos y fosos están ya casi
llenos, pero aún caben muchas cosas. Contad lo que conocéis y sabéis, y yo iré
apuntándomelo. ¡De prisa!
—Bonito lío —susurró Clapaucio al oído de Trurl—. ¡Nos puede tener aquí un siglo
antes de que le digamos lo que sabemos, tan vastos son nuestros conocimientos!
—Espera —le contestó Trurl—, voy a pactar con él. —Y añadió en voz alta—: Presta
atención, pirata diplomado: respecto al oro, poseemos informaciones más valiosas que
todas las otras. Es una receta para fabricar oro en base a átomos; pon por caso... los de
hidrógeno, por ejemplo, ya que éstos abundan mucho en el Cosmos. Si te interesa la
receta, te la damos y nos sueltas.
—Ya tengo todo un saco de recetas semejantes —dijo el morro con una mirada
iracunda de todos sus ojos—. Y ninguna vale. No me dejaré engañar más. La receta ha
de ser comprobada.
—¿Por qué no? Lo podemos hacer. ¿Tienes una olla?
—No.
—Es igual, lo podemos hacer sin olla, si nos damos prisa —replicó Trurl—. La fórmula
es sencilla: tantos átomos de hidrógeno cuanto pesa un átomo de oro, o sea, ochenta y
siete. Se cogen los de hidrógeno, se desenvainan los electrones, se mezclan los
protones, se amasan en una pasta nuclear hasta que aparezcan los mesones, se le pone
alrededor los electrones (que se habían reservado), bien ordenaditos, ¡y ya tienes el oro
puro! ¡Mira!
Empezó Trurl a coger átomos y quitarles electrones, amasar protones con tanta rapidez
que ni se le veían los dedos, hizo la pasta nuclear, la rodeó de electrones, ¡y al átomo
siguiente! No pasaron cinco minutos cuando ya tenía en la mano un terrón de oro macizo.
Lo puso delante del morro, éste lo mordisqueó, parpadeó con todos los párpados y dijo:
—Bueno, sí, es oro, pero yo no puedo correr tanto detrás de los átomos. Soy
demasiado grande.
—Eso no importa, te daremos un aparatito especial —le quiso tentar Trurl—. Piensa
que de este modo todo se puede convertir en oro no sólo el hidrógeno. Te daremos
recetas para otros átomos también. ¡Todo el Cosmos puede ser de oro, si uno no tiene
pereza!
—Si el Cosmos entero lo fuera, el oro perdería todo su valor —observó Morrón con
mucho realismo—. No, no me sirve vuestra receta: quiero decir sí, me la he apuntado,
pero no me doy por satisfecho. ¡Tesoros de ciencia deseo!
—¿Pero qué quieres saber, demonios?
—¡Todo!
Miró Trurl a Clapaucio, Clapaucio a Trurl, y este Último habló así:
—Si empeñas tu palabra, si juras por los más altos juramentos que después no nos
detendrás ni un momento más, nosotros te daremos la información sobre la información
universal, —es decir, te confeccionaremos con estas manos al Demonio de Segunda
Especie, mágico, termodinámico, no clásico y estadístico, que extraerá para ti
informaciones de un barril viejo o de un estornudo sobre todo lo que es, era, puede ser y
será. ¡Y no hay demonio como este Demonio, porque es de Segunda Especie! Di, pues,
en seguida: ¿lo quieres o no?
El pirata con diploma era desconfiado: tardó bastante en aceptar las condiciones, pero
prestó finalmente el juramento después de estipular que primero debía crearse el
Demonio y comprobar su poder omni-informativo. Trurl aceptó la condición.
—¡Ahora, fíjate bien, bocazas! —dijo—. ¿Tienes por ahí un poco de aire? Porque sin
aire el Demonio no puede funcionar.
—Creo que encontraré un poquito —contestó Morrón—, pero no será muy fresco: lo
tengo desde hace tiempo...
—Es igual, puede ser incluso podrido, no tiene ninguna importancia —dijeron los
constructores—. Llévanos adonde el aire y te lo explicaremos todo.
Les dejó, pues, salir de la nave, apartando lo que le servía de cara, y los condujo a su
morada. Ellos caminaban detrás de él, miraban y se asombraban: tenía las piernas como
torres, la espalda como un abismo, todo él sin lavar ni engrasar desde siglos, de modo
que al andar rechinaba de pies a cabeza. Entraron en unos corredores subterráneos
atestados de sacos enmohecidos. El avaro personaje guardaba en ellos las informaciones
robadas, dispuestas en paquetes y manojos atados con cordel; las más importantes y
valiosas estaban subrayadas con lápiz rojo. En una pared del subterráneo había un
enorme catálogo, atado a un peñasco, con una cadena cubierta de orín, con todas las
secciones que empezaban por la A. Lo miró Clapaucio y siguieron caminando; cada paso
despertaba ecos sordos y lejanos. Ambos torcieron el gesto, ya que, aunque allí había
montones de informaciones auténticas y costosas, todo aquello se perdía entre aludes de
suciedad y desechos. El aire lo llenaba todo, pero estaba completamente podrido. Cuando
se detuvieron, Trurl dijo:
—¡Escucha! El aire está hecho de átomos, y los átomos saltan en todas las direcciones
y se entrechocan miles de millones de veces por segundo en cada micromilímetro cúbico.
Y en esto precisamente consiste el gas: en estos eternos brincos y choques. Sin
embargo, aunque brinquen a ciegas y al azar, como en cada agujerito los hay a miles de
millones, a causa de su mera cantidad esos saltitos y embistes se ordenan a veces, por
pura casualidad, en configuraciones importantes... ¿Sabes, animal, qué es la
configuración?
—¡Haz el favor de no insultar! —le reconvino Morrón, indignado—. Yo no soy ningún
bandido analfabeto y patán, sino uno con diploma y refinado y, por consiguiente, muy
nervioso.
—Muy bien. De estos brincos atómicos se originan unas configuraciones importantes,
es decir, significativas. Es como si tú, por ejemplo, dispararas a ciegas contra una pared y
los impactos compusieran una letra. Lo que, a escala normal, es raro y poco verosímil, en
el gas atómico es universal y constante, a causa, precisamente, de aquellos miles de
millones de encontronazos en cada millonésima parte del segundo. No obstante, he aquí
el problema: en efecto, en cada partícula del aire se están componiendo realmente a partir
de esos brincos atómicos unas verdades profundas y formulaciones de gran importancia;
pero, simultáneamente, se producen saltos y choques totalmente desprovistos de sentido,
siendo estos últimos miles y miles de veces más numerosos que los primeros. Y otra
cosa: a pesar de que ya se lleva tiempo sabiendo que en cada momento y ahora también,
delante de tu ridícula narizota se están formando en cada miligramo de aire y a cada
fracción de segundo fragmentos de Poemas que serán escritos dentro de un millón de
años, así como varias verdades deslumbrantes y soluciones a todos los enigmas y
misterios de la Existencia, no se conocía el método capaz de separar y aprender estas
informaciones, tanto más que apenas los átomos se dan una cornada, y se componen en
algo significativo, se dispersan en el acto y todo lo creado se pierde, tal vez para siempre.
Todo el truco consiste, por lo tanto, en construir una seleccionadora que escoja sólo
aquello que tenga sentido en las correrías de los átomos. He aquí la idea base del
Demonio de Segunda Especie. ¿Has comprendido algo de todo esto, grandísimo Morrón?
Se trata, ¿me sigues?, de que el Demonio extraiga de los bailoteos atómicos únicamente
la información verdadera, es decir: teoremas matemáticos y figurines de moda, diseños
para bordados, crónicas históricas, recetas para tartas de iones y maneras de zurcir y
lavar corazas de amianto, poemas, vademécums científicos, almanaques y calendarios,
informes secretos sobre todas las cosas que han ocurrido y todo lo que los periódicos
publicaron y publican en el Cosmos entero, listines telefónicos todavía sin imprimir...
—¡Basta! ¡Basta! —exclamó Morrón—. ¡Ya está bien! ¡Qué más da que esos átomos
se compongan si se descomponen en seguida: yo no creo en absoluto que se pueda
separar las verdades inestimables de aquellos tembleques y brincos de las partículas del
aire que no tienen sentido y no sirven para nada!
—Veo que no eres tan tonto como yo creía —dijo Trurl—, ya que, en efecto, toda la
dificultad consiste solamente en la puesta en marcha de la selección. Yo no me propongo,
ni mucho menos, convencerte teóricamente, pero, conforme a la promesa, construiré aquí
mismo y en seguida el Demonio de Segunda Especie, para que comprendas de visu la
maravillosa perfección de mi Informador Universal. De momento limítate a traerme una
caja o un recipiente; no tiene que ser muy grande, pero sí muy estanco. Le haremos un
agujerito con la punta de un alfiler y sentaremos el Demonio encima del agujerito. Sentado
allí a horcajadas, irá soltando de la caja la información con sentido, sola y únicamente.
Cuando un puñadito de átomos se componga de manera que signifique algo, el Demonio
se hará con ellos en el acto y escribirá el significado con una punta especial, de diamante,
sobre una cinta de papel. Hay que preparársela en cantidades ingentes, porque él
funcionará día tras día, noche tras noche, mientras el Cosmos exista, cien mil millones de
veces por segundo. Ya lo verás tú mismo. ¡Es así como funciona el Demonio de Segunda
Especie!
Dichas estas palabras, Trurl se marchó a la nave para confeccionar el Demonio, y
Morrón preguntó a Clapaucio:
—¿Y cómo es el Demonio de Primera Especie?
—Oh, es mucho menos interesante, un vulgar demonio termodinámico que sólo sabe
hacer una cosa: dejar salir por el agujerito los átomos rápidos y los lentos no. Así se
produce el perpetuum mobile termodinámico. No tiene nada que ver con la información.
Ocúpate ahora del recipiente, que Trurl estará aquí en seguida.
Se fue el pirata con diploma a otro sótano, armó un gran ruido con las hojas de lata,
soltó palabrotas, removió entre hierros viejos y al final sacó de debajo de la chatarra un
viejo barril vacío, hizo en él un agujerito chiquitín, y lo trajo, justo cuando llegaba Trurl con
el Demonio en la mano.
El barril estaba lleno de aire podrido que apestaba, pero al Demonio le daba lo mismo,
instaló arriba un gran tambor con la cinta de papel, introdujo el borde de la cinta bajo la
punta de diamante, lista para funcionar, y empezó el tecleteo, tac-tac, tac-tac, como en
una oficina de telégrafos, sólo que un millón de veces más aprisa. La punta de diamante
temblaba y vibraba, y la cinta de papel se deslizaba lentamente sobre el suelo del sótano,
que daba pena de tan sucio.
Se sentó el bandido Morrón junto al barril, se llevó a los cien ojos la cinta de papel y se
puso a leer lo que el Demonio, filtro de la información, iba sacando del eterno baile
atómico. Y tanto le absorbieron en seguida esos interesantísimos textos, que ni siquiera
se enteró de que los dos constructores salieron corriendo del sótano, cogieron los timones
de su nave, dieron una sacudida, luego otra, y a la tercera la sacaron de la trampa
preparada por el bandido, saltaron adentro y despegaron con la mayor rapidez posible, ya
que sabían que el funcionamiento del Demonio iba a ofrecer a Morrón algo más de lo que
éste esperaba. Mientras tanto, éste, apoyado en el barril, leía lo que le dictaban los
átomos retozones en medio del rechinar de la punta de diamante con la cual el Demonio
escribía en la cinta de papel; cómo serpenteaban las serpientes de Arlebarda, y que la
hija del rey Petricio de Labandia se llamaba Garbunda, qué había almorzado Federico II,
rey de los Palideneos, antes de declarar la guerra a los Gvendolinos, y cuántas capas de
electrones tendría un átomo de terminolium si este elemento existiera, cuáles eran las
dimensiones del agujerito trasero de un pequeño pájaro llamado curcú, pintado por los
Marlayos de Vabendia en sus rozánforas. A continuación fue informado de cómo se
alimentaban los tres dragones poliaromáticos en los limos oceánicos de Aguacia Central,
y que la florecita Dálea daba tremendas palizas a los cazadores de Malfandia la Vieja
porque la ponían nerviosa los disparos, y cómo se deducía la fórmula para calcular el
ángulo de la base del sólido llamado icosaedro, quién era el joyero de Fafucio, el cruel
monarca zurdo de los Buvantos, y cuántas revistas filatélicas se publicarán en
Morconaucia en el año setenta mil, dónde se encontraba el cadáver de Cibricia, la de
Talones de Rosa, a la que mató en estado de embriaguez un tal Malconder clavándole un
clavo, y en qué consistía la diferencia entre Muerte y Suerte, y también de quién en el
Cosmos tenía la pelvicie longitudinal más pequeña, y cómo se jugaba al juego llamado
Balancero Traseril Apretado, y cuántos granos de amapola había en aquel montoncito que
Abrucio de Politea tocó con el pie al resbalar en el kilómetro ocho de la carretera
albaceriana en el Valle de los Suspiros Hondos...
Poco a poco, Morrón empezó a salir de sus casillas, porque presentía que todas esas
informaciones, por más verdaderas y llenas de significado que fueran, no le iban a servir
de nada, salvo de hacerle estallar la cabeza y darle un mareo imponente. El Demonio de
Segunda Especie seguía funcionando sin descanso a la velocidad de trescientos millones
de informaciones por segundo y kilómetros de cinta de papel se enrollaban en el suelo y
cubrían lentamente al bandido diplomado, envolviéndolo por entero como en una telaraña
blanca. Pero la punta de diamante temblaba y rechinaba, y él esperaba que en cualquier
momento se enteraría de cosas extraordinarias que le revelarían la esencia del Ser, de
modo que seguía leyendo todo lo que el diamante apuntaba: canciones de borrachos de
los Noctumbosos, el tamaño de zapatillas de la población del continente de Gondwana
(con borlas), el grosor de los pelos que crecen en la cara de cemento del finococo
neisseriano, y la anchura de la fontanela de los bebés, y letanías que los magos de
Harmisonia salmodian para despertar al reverendo Cipidulio Grossomodo, y los
palimbucos duconianos, y seis maneras de preparar la papilla de sémola y las de hacer
cosquillas amorosamente, y los apellidos de los ciudadanos de Balvena del Norte que
empiezan por la letra M, y la descripción del sabor de la cerveza atacada por los hongos...
Aquí Morrón cerró sus cien ojos y rugió como un león herido porque no podía más,
pero la información ya lo tenía envuelto y apresado en trescientos mil kilómetros de papel,
de manera que no pudo moverse y tuvo que seguir leyendo a la fuerza cómo Rudyard
Kipling habría escrito el primer capítulo del Segundo libro de la selva si le hubiera dolido la
barriga, en qué estaba pensando la bailena preocupada por no haber encontrado marido,
cómo se declaraban el amor las moscas carroñífagas, qué era el estribón, por qué se dice
sastre y aster y no saster y astre, y cuántos morados pueden caber a la vez en un cuerpo.
Vino luego una larga serie de diferenciaciones entre baldoques y albaricoques, resultando
que los primeros eran calvos y los segundos tenían pelitos. Acto seguido los átomos le
informaron sobre las rimas para «peluquín», y con qué palabras el papa Ulm de Pendera
ofendió al antipapa Mulm, y quién tenía una vaca que daba leche merengada. Entonces
Morrón, al colmo del desespero, empleó todos los medios para escapar de su prisión de
papel, pero pronto le abandonaron las fuerzas. Hizo todo lo posible, procuró rasgar y tirar
lejos de sí las cintas, pero tenía demasiados ojos para que ninguno se posara en una
información nueva, así que se enteró, a pesar suyo, de cuáles eran las obligaciones de
los porteros en Indochina, y por qué los Debilones de Flutorsia decían siempre que tenían
un golpe de aire. Entonces cerró todos los ojos y se quedó inmóvil, aplastado por la
avalancha informativa, y el Demonio seguía envolviéndolo con los vendajes de papel e
infligiendo al pirata diplomado Morrón un castigo despiadado por su avidez ilimitada de
sabiduría.
Hasta hoy día está sentado aquel bandido en el fondo de los fondos de su cuevavertedero
de basura, cubierto de montañas de papel, y en la penumbra riela y tiembla la
pura centella de la punta de brillante, apuntando todo lo que el Demonio de Segunda
Especie filtra de los brincos atómicos del aire, que fluye a través del agujerito del viejo
barril. Y el desgraciado Morrón, violentado por el diluvio de la información, aprende cosas
y cosas sobre hachas y cucarachas y sobre su propia aventura, aquí descrita, ya que ésta
se encuentra también en algún kilómetro de la cinta, así como sobre otras varias historias
y predicciones del futuro de todo lo creado, hasta que se apaguen los Soles. Y no hay
salvación para él, ya que tiene que sufrir el severo castigo, impuesto por los
constructores, por la agresión criminal de que les hizo objeto, a menos que un día se
termine la cinta por falta de papel.
EXPEDICION SEPTIMA, O COMO SU PROPIA PERFECCION
PUSO A TRURL EN UN MAL TRANCE
El Universo es infinito, pero limitado, por cuya razón un rayo de luz, adondequiera se
dirija, volverá al cabo de miles de millones de siglos al punto de partida, si tiene suficiente
fuerza; lo mismo suele ocurrir con las noticias que giran entre estrellas y planetas. Una
vez llegaron a oídos de Trurl noticias de regiones lejanas, que hablaban de dos poderosos
constructores-benefactores, de tanta sabiduría y perfección que nadie se les podía
comparar. Trurl fue en seguida a ver a Clapaucio y éste le explicó que la noticia no se
refería a ningunos misteriosos rivales suyos, sino a ellos mismos, y que volvió después de
dar la vuelta al Cosmos. Ahora bien, es un hecho notorio que la fama suele silenciar los
fracasos, aunque fueran debidos precisamente a la más acrisolada perfección de los
genios. Quien lo dude, que recuerde la última de las siete expediciones de Trurl,
emprendida por él en solitario, pues Clapaucio, retenido por unas obligaciones
insoslayables, no pudo acompañarle.
En aquel entonces, Trurl estaba excesivamente pagado de sí mismo. Las
manifestaciones de veneración y respeto que recibía le parecían más que merecidas,
normales y corrientes.
Un día, Trurl emprendió un viaje hacia el norte, región que apenas conocía. Voló
mucho tiempo por el espacio, evitando los planetas resonantes de fragores bélicos y los
que había apaciguado ya el silencio de la muerte y la desolación, cuando de pronto se le
cruzó en el camino un planeta minúsculo, mejor dicho una migaja de materia extraviada,
casi microscópica.
Aquel peñasco rocoso no estaba deshabitado: alguien lo estaba recorriendo de punta a
punta en medio de extraños saltos y ademanes. Extrañado por tamaña soledad y afectado
por esas señales de desesperación o de ira, Trurl se apresuró a aterrizar.
Le salió al encuentro un varón de gigantesca estatura, construido enteramente de iridio
y vanadio tintineante, quien le manifestó que se llamaba Exileo Tartariano y era monarca
de Pancricia y Cenendera, cuyos habitantes lo habían despojado del trono en un arrebato
de locura regicida, desterrándolo y dejándolo en aquel fragmento de roca desértica, para
que junto con él diera vueltas por los siglos de los siglos entre las corrientes oscuras de la
gravitación.
Al saber, a su vez, a quién tenía delante, el monarca empezó a insistir a que Trurl, un
benefactor en cierto modo profesional, lo restableciera a su anterior dignidad. A la sola
idea de esta posibilidad, en sus ojos resplandeció el negro fuego de la venganza y sus
acerados dedos se crisparon, como si ya estuvieran cogiendo por el cuello a sus infieles
súbditos.
Trurl no podía ni quería satisfacer los deseos de Exileo, sabiendo que gracias a su
ayuda se cometerían cantidades de sevicias y crímenes; pero, al mismo tiempo, deseaba
apaciguar y consolar la majestad ultrajada. Reflexionó, pues, un rato, y llegó a la
conclusión de que la cosa era factible: se podía inventar algo para que el rey quedara
contento, y sus súbditos, sanos y salvos. Una vez concebida la idea Trurl puso manos a la
obra, hizo acopio de toda su maestría y construyó para el rey un estado completamente
nuevo. Había en él jardines, ríos, montañas, bosques y lagos, el cielo y las nubes,
cohortes de guerreros llenos de ardor bélico, fortalezas y fortines, arenas y harenes,
plazas de mercado bajo ardientes rayos del sol, jornadas de trabajo con el sudor en la
frente, noches de baile y canto hasta el alba, y el rumor de las espadas. En el Centro del
estado, Trurl montó artísticamente una esplendorosa capital de mármol y cristal de roca,
proveyéndola de un consejo de sabios ancianos, palacios de invierno y de verano,
conjuras regicidas, calumniadores, amas de cría, confidentes de policía, manadas de
corceles fogosos y penachos carmesí desplegados al viento. Ribeteó luego el ambiente
con hilos de plata de sones de trompetas y saludos de cañonazos, añadió un
imprescindible puñado de traidores, otro de héroes, una pizca de adivinos y profetas, un
salvador y un poeta de grandiosa fuerza espiritual. Cuando todo estaba listo, se sentó y
efectuó la puesta en marcha de ensayo, durante la cual, trabajando con unas
herramientas microscópicas, agregó todavía belleza a las mujeres de aquel estado,
silencio huraño y agresividad alcohólica a los hombres, altanería y servilismo a los
funcionarios, embriaguez sideral a los astrónomos, y afición a desgañitarse a los niños.
Todo esto, ajustado, acoplado y pulido cabía en una caja de tamaño regular, adecuado
para poder transportarla sin esfuerzo. Trurl la llevó al rey y le ofreció el nuevo estado para
que reinara sobre él eternamente. Al mismo tiempo le dio toda clase de indicaciones, le
enseñó dónde estaban las entradas y salidas del reino, cómo se programaban allí las
guerras, se reprimían las sublevaciones y se imponían tributos y contribuciones, así como
dónde se encontraban los puntos críticos de trances explosivos de aquella sociedad
miniaturizada, es decir, los máximos de las revoluciones palaciegas y sociales y sus
mínimos. Las explicaciones eran tan claras que el rey, acostumbrado de toda la vida a la
forma de gobierno tiránica, pescó al vuelo la enseñanza y allí mismo, delante del
constructor, promulgó unos decretos experimentales, pulsando los correspondientes
botones del sistema regulador, esculpidos a modo de águilas y leones imperiales. Estos
decretos introducían el estado de excepción, la hora policial y un impuesto especial;
luego, cuando en el pequeño reino había transcurrido un año y en el tiempo del rey y Trurl
apenas un minuto, el rey, en un acto de gracia suprema y un movimiento del dedo sobre
el regulador, se dignó derogar la ley de represión y disminuir el impuesto; del interior de la
caja se dejó oír un alboroto de gritos de gratitud y alegría, semejantes a débiles chillidos
de ratoncitos pellizcados en la cola. A través del cristal convexo de la tapa podía verse
cómo en los blancos caminos y en las riberas de los lentos ríos, llenos de reflejos de las
esponjosas nubes, se agolpaba el pueblo para vitorear al rey y alabar su incomparable y
noble benevolencia.
Al primer momento el monarca se sintió molesto con Trurl y su regalo, pues pensó que
el nuevo estado era demasiado pequeño y parecido a un juguete para niños, pero, viendo
cómo todo en su interior crecía al ser contemplado por el cristal de aumento de la tapa y,
tal vez, presintiendo vagamente que la escala de tamaños no tenía aquí importancia, ya
que los asuntos estatales no se miden por metros y kilos y que las sensaciones vividas
por gigantes no eran, por fuerza, más intensas que las de los enanos, dio las gracias al
constructor, aunque fríamente y sin cordialidad. Quién sabe si incluso no le hubiera
gustado ordenar a la guardia palaciega de prenderle, encadenarlo y quitarle la vida a
fuerza de torturas, puesto que no sería inoportuno eliminar en ciernes toda noticia sobre el
hecho de que un don nadie, un vagabundo dotado de cierta habilidad, ofrecía un reino a
un poderoso rey.
No obstante, Exileo tenía suficiente cordura para ver que esto era imposible: la
desproporción entre el constructor y el ejército real era tan decisiva, que era más fácil
imaginar a unas pulgas apresando al perro que las alimentaba, que a los soldados del
nuevo estado haciéndolo con Trurl. De modo que hizo un pequeño ademán con la
cabeza, se metió el cetro y la esfera en los bolsillos, levantó, no sin cierta dificultad, la
caja y la llevó a su modesto aposento de exilado. Y mientras la iluminaba el sol y la,
entenebrecía la noche al ritmo de las revoluciones del planetoide, el rey, dedicado por
entero al ejercicio del poder, daba órdenes prohibía, ahorcaba y recompensaba,
alentando continuamente a sus minúsculos súbditos a vivir en perfecta obediencia y amor
al trono.
Entretanto, Trurl volvió a casa, y lo primero que hizo fue contar a su amigo Clapaucio
cómo, en un alarde de maestría y arte había compaginado las tendencias monárquicas de
Exileo con las republicanas de los habitantes del antiguo reino de este último. Sin
embargo, ¡cuál no fue su sorpresa cuando Clapaucio no mostró el menor entusiasmo!
Bien al contrario, Trurl pudo leer en sus ojos la crítica y descontento.
—A ver si te he comprendido bien —dijo Clapaucio—. ¿Tú has entregado toda una
sociedad al eterno poder de ese individuo cruel, ese tipo con alma de negrero, ese
torturófilo? ¡Y encima me describes el júbilo provocado por la anulación de algunos de sus
despiadados decretos! ¿Cómo te atreviste a hacerlo?
—¡Supongo que estás bromeando! —exclamó Trurl—. Al fin y al cabo, todo aquel país
cabe en una caja de un metro por sesenta y cinco por setenta centímetros, y no es otra
cosa que un modelo...
—¿De qué?
—¿Cómo, de qué? De un estado, a escala de cien millones a uno.
—¿Y quién te dice que no existen sociedades cien millones de veces más grandes que
la nuestra? ¿Es que, en tal caso, la nuestra no podría pasar por un modelo de esos
gigantes? Por lo demás, ¿qué importancia tienen las medidas? ¿Acaso en esta caja,
mejor dicho, estado, un viaje de la capital a las antípodas no dura meses para sus
habitantes? ¿No sufren ellos, no trabajan, no mueren?
—Sí, si, de acuerdo, pero tú sabes muy bien que si esos procesos se desarrollan como
tú dices, es porque yo los he programado y, por ende, no transcurren de verdad...
—¿No transcurren de verdad? ¿Quiere decir que la caja está vacía y la opresión,
torturas y horcas no son más que una ilusión?
—No son una ilusión, por cuanto acaecen realmente, pero sólo como ciertos
fenómenos microscópicos entre unas partículas por mí reguladas —dijo Trurl—. En todo
caso los nacimientos y los amores de aquel planeta, los actos de heroísmo y los de
cobardía son, de hecho, un baile en el vacío de unos electrones ordenados por la
precisión de mi arte nolineal, que...
—¡No quiero oír una sola autoalabanza más! —le cortó Clapaucio—. ¿Dices que son
procesos de autoorganización?
—¡Claro que sí!
—¿Y que transcurren entre minúsculas nubes eléctricas?
—Lo sabes tan bien como yo.
—¿Y que la fenomenología de ortos, ocasos y guerras sangrientas es originada por
acoplamientos de variables reales?
—Exactamente.
—Y nosotros mismos, si se nos practicara un examen físico, causal y corporal, ¿no
somos también unas nubecillas de electrones saltarines? ¿Unas cargas positivas y
negativas montadas dentro de un vacío? ¿Y no es nuestra existencia el resultado de esas
escaramuzas moleculares, aunque las sintamos dentro de nosotros como temores,
deseos o meditaciones? ¿Pasa algo en tu cabeza cuando sueñas, que no sea el álgebra
binaria de conmutaciones y el caminar incansable de los electrones?
—¡Pero, Clapaucio! ¿Será posible que identifiques nuestra existencia con la de aquel
seudoestado, encerrado en una caja de cristal? —exclamó Trurl—. ¡No, verdaderamente,
esto es el colmo! Te digo que mi intención era la de confeccionar un simulacro de estado.
un modelo cibernéticamente perfecto, y nada más.
—¡Nuestra perfección, Trurl, es nuestra maldición, que aflige cada creación hecha por
nosotros con la imprevisibilidad de las consecuencias! —dijo Clapaucio con voz fuerte—.
Si un constructor menos perfecto quisiera remedar las torturas, confeccionaría a un burdo
muñeco de madera o cera, le daría un cierto parecido exterior al ser racional y los
tormentos que le infligiera serían una especie de sucedáneo artificial. ¡Pero ahora
imagínate perfeccionamiento continuo de esas prácticas, amigo! ¡Piensa en un escultor
que pone en el vientre de su muñeco una cinta magnetofónica, para que le gima bajo los
golpes, piensa en otro artefacto que, atormentado, suplica piedad, otro que de muñeco se
convierte en un homeóstato, imagínate a uno de estos muñecos llorando, sangrando, un
muñeco que teme la muerte, al mismo tiempo que se siente atraído por el más seguro de
los reposos! ¿No ves que la perfección del imitador hace que la apariencia se convierta en
la verdad y el simulacro, en la realidad? Tú entregaste al eterno poder de un tirano cruel a
muchísimos seres capaces de sufrir... Cometiste una infamia...
—¡Todo esto son sofismas! —gritó Trurl con violencia, debida, en parte, al impacto de
las palabras de su amigo—. ¡Los electrones saltan no sólo dentro de nuestras cabezas,
sino también dentro de los discos de gramófono y de esta universalidad suya no se
deduce nada que justifique unas analogías tan hipostáticas! ¡En efecto, los súbditos del
cruel Exileo son torturados, ahorcados, mueren, lloran, se pelean, se aman, porque yo
ajusté los parámetros de manera adecuada, pero no se sabe si sienten algo en estos
trances, Clapaucio, ya que no te lo dirán los electrones que se mueven en sus cabezas!
—Si yo te rompiera la cabeza a ti, tampoco vería nada, salvo electrones, es obvio —
dijo Clapaucio—. Supongo que finges no entender lo que te expongo, porque sé que no
eres un tonto. Al disco de gramófono no le harás preguntas, el disco no te pedirá
clemencia ni se arrodillará ante ti. No se sabe, dices, si aquellos seres gimen bajo los
golpes sólo porque así se lo insuflan desde dentro los electrones, o porque sienten un
dolor real y verdadero. ¡Valiente diferenciación! ¡El que sufre no es quien te entregue su
sufrimiento en la mano para que lo tantees, mordisquees y peses, sino el que se comporta
como una persona que sufre! Demuéstrame en seguida que ellos no sienten nada, que no
piensan, que no existen como seres conscientes de permanecer entre dos abismos del no
ser, el antes del nacimiento y el de después de la muerte, ¡demuéstramelo, y dejaré de
molestarte! ¡Demuestra que has fingido y no creado el sufrimiento!
—Tú sabes que eso no es posible —contestó Trurl en voz baja—, ya que al tomar los
instrumentos en la mano, cuando la caja estaba todavía vacía, ya entonces tuve que
prever la eventualidad de esta demostración para, precisamente, precaverme de ella
mientras proyectaba el estado de Exileo, para evitar que el monarca no tuviera la
impresión de tratar con unos juguetes, unas marionetas, y no con unos súbditos
verdaderos. ¡No pude actuar de otro modo, entiéndelo! Ya que todo lo que socavara la
ilusión de una realidad absoluta, aniquilaría al mismo tiempo la seriedad de gobernar,
reduciéndolo a juego mecánico...
—¡Lo entiendo, lo entiendo perfectamente! —exclamó Clapaucio—. Tus intenciones
eran generosas: querías solamente confeccionar un estado lo más parecido posible a uno
verdadero, parecido hasta el punto de que no se pudiera apreciar la diferencia, y veo lleno
de espanto que lograste tu propósito! Desde tu vuelta pasaron apenas unas horas, pero
para ellos, allí, encerrados en la caja, siglos enteros. ¡Cuántas existencias malogradas
para que el orgullo de Exileo pueda hincharse como el sapo!
Sin decir una palabra más, Trurl se marchó a su nave, seguido por su amigo. Dando
una vuelta rabiosa al cohete, Trurl dirigió su proa entre dos grandes amasijos de fuegos
eternos y apretó en silencio los aceleradores, hasta que Clapaucio dijo:
—Eres incorregible. Siempre lo haces igual: primero actúas y piensas luego. ¿Qué
quieres hacer cuando lleguemos?
—¡Le quitaré el estado!
—¿Y qué harás con él?
—¡Lo destruiré! —quiso gritar Trurl, pero las palabras se le quedaron en la boca. Sin
saber qué decir, gruñó:
—Convocaré unas elecciones. Que se busquen ellos mismos a un gobernante justo.
—Los programaste como feudales y vasallos: ¿de qué les servirán, pues, las
elecciones? ¿Cómo cambiarán su suerte? Antes tendrías que romper toda la estructura
de ese estado y ajustarla de nuevo...
—Pero ¿dónde termina el cambio de estructura y empieza la reconversión de las
mentalidades? —exclamó Trurl.
Clapaucio no le contestó. Prosiguieron el vuelo en profundo silencio hacia el planeta de
Exileo: cuando lo vieron y dieron una vuelta a su alrededor antes de aterrizar, ante su
vista se extendió un espectáculo extraordinario.
Todo el planeta estaba cubierto de una multitud de señales de una actividad racional.
Unos puentes microscópicos cruzaban las aguas de los riachuelos, y en los charcos
pululaban, entre los reflejos de las estrellas, unos barquitos parecidos a fragmentos de
viruta.
En el hemisferio nocturno hormigueaban las luces de las ciudades, mientras en el
soleado, el diurno, se veían calles y edificios, aunque sus habitantes, tan pequeños, no se
podían vislumbrar ni con las lentes de mayor aumento. Del rey no había ni rastro, como si
se lo hubiera tragado la tierra.
—No está... —murmuró Trurl, estupefacto, a su compañero—. ¿Qué habrán hecho con
él? Consiguieron reventar las paredes de la caja y ocuparon todo este peñasco...
—¡Mira! —dijo Clapaucio, indicando una nubecilla en forma de una minúscula seta, que
se difundía lentamente en la atmósfera—. Ya conocen la energía atómica... Y allí, más
lejos, ¿ves aquella forma de cristal? Son los restos de la caja convertidos en una especie
de templo...
—No entiendo. Si no era más que un modelo. Un proceso de gran cantidad de
parámetros, un campo de entrenamiento monárquico, una imitación en base a variables
acopladas en el multistato... —farfullaba Trurl, atónito y aturdido.
—Sí. Pero cometiste el imperdonable error del exceso de la perfección imitadora.
Reacio a construir un mero mecanismo de relojería, confeccionaste, a pesar tuyo y por
minuciosidad en demasía, lo que es una antítesis del mecanismo...
—¡Calla! —gritó Trurl.
Reinó el silencio y ellos miraban y miraban con suma atención, cuando de pronto algo
rozó ligeramente su nave. Los dos constructores vieron el objeto, iluminado por un débil
reguero de llamitas. Era una pequeñísima nave o, tal vez un satélite artificial,
sorprendentemente parecido a uno de los escarpines de acero que calzaba el tirano
Exileo. Y cuando levantaron la vista, vieron en lo alto, por encima del planetoide, un
cuerpo brillante que antes no estaba allí. Y reconocieron en su pálida y fría superficie los
rasgos metálicos de Exileo, convertido de esta manera en la Luna de los Microminiantos.
CUENTOS DE LAS TRES MAQUINAS FABULISTAS DEL REY
GENIALON
Una vez apareció en casa de Trurl un extraño, transportado en un palanquín de
fotones. Cuando se apeó de él, se vio en seguida por su aspecto que era una persona
fuera de lo común y procedente de regiones muy lejanas, ya que allí donde todos tienen
brazos, a él sólo le rodeaba una nubecilla fragante, y donde a otros se les ven las piernas,
él tenía unos preciosos destellos de luz irisada, y un costoso sombrero le hacía las veces
de cabeza. La voz le salía del centro, ya que todo él era una bola perfectamente torneada,
de aspecto encantador, ceñida con un rico cordón plasmático. Después de saludar a Trurl,
le manifestó que él era dos personas, es decir, dos hemisferios, el superior y el inferior: el
primero se llamaba Sincronicio y el segundo, Sincrofasio. Trurl demostró un gran
entusiasmo por aquella solución ideal de la construcción de un ser racional y declaró que
nunca había visto una persona tan esmeradamente acabada, de maneras tan correctas y
de un brillo tan impecable. El recién llegado alabó a su vez la construcción de Trurl,
procediendo después de este intercambio de cortesías a la explicación de los motivos de
su visita: había venido a ver a Trurl, como amigo y fiel servidor del preclaro rey Genialón,
para confiarle el encargo de tres máquinas fabulistas.
—Mi amo el rey —dijo— ya no reina ni gobierna desde hace tiempo, incitado a esta
doble resignación por la sabiduría, fruto del hondo conocimiento de los asuntos del
mundo. Abandonó el reino y trasladó su morada a una caverna, aireada y seca, para
entregarse a la vida contemplativa. No obstante, le invade a veces la tristeza o el
descontento de sí mismo, y entonces sólo le pueden devolver la paz unos relatos llenos
de interés. Ocurre que los que le permanecieron fieles y no le abandonaron cuando
renunció al trono, ya le han contado todo lo que sabían. Por tanto, la única solución que
se nos ocurre es la de pedirte, insigne constructor, que nos ayudes a disipar las
preocupaciones del monarca con esas máquinas que tu ingenio nos construirá.
—No hay inconveniente —dijo Trurl—. Pero ¿por qué necesitáis tantas?
—Desearíamos —dijo, rodando ligeramente a ambos lados, Sincrofasonicio— que la
primera contara historias intrincadas pero apacibles, la segunda, ingeniosas y traviesas, y
la tercera, profundas y aleccionadoras.
—Es decir, que la primera debe proporcionar la agudeza, la segunda, la distracción, y
la tercera, la enseñanza, ¿verdad? —dijo Trurl—. Comprendo. ¿Y de los pagos cuándo se
hablará? ¿Ahora o más tarde?
—Cuando tengas las máquinas listas, frotarás esta sortija —contestó el extranjero— y
verás ante ti este mismo palanquín; te acomodarás en él junto con las máquinas y serás
conducido a la caverna del rey Genialón. Allí expondrás tus deseos, que él cumplirá en la
medida de lo posible.
Aquí el extranjero saludó, entregó a Trurl la sortija, centelleó cegadoramente y rodó
dentro del palanquín. Una nube de luz irisada envolvió el vehículo, hubo un relámpago sin
trueno, y Trurl se quedó solo delante de la casa con la sortija en la mano, no muy
satisfecho del resultado de la conversación.
—«En la medida de lo posible» —gruñía, entrando en el laboratorio—. ¡No me gusta en
absoluto! Ya se sabe cómo van esas cosas: cuando se trata de saldar la cuenta, se
esfuman todas las bonitas palabras, las cortesías y los cumplidos, y sólo quedan
problemas, que terminan a veces en chichones...
De pronto la sortija se movió en su mano y replicó:
—Lo de «en la medida de lo posible» proviene del hecho de que el rey Genialón, al
abandonar el trono, renunció a sus grandes riquezas; en todo caso, se dirigió a ti,
constructor, como un sabio a otro sabio. Veo que no se ha equivocado, por cuanto no te
extrañan las palabras pronunciadas por una sortija. No te extrañes, pues, tampoco de la
pobreza del rey, ya que recibirás un pago generoso, aunque, tal vez, no en monedas de
oro. Recuerda que no todas las hambres se pueden saciar con oro.
—Estás hablando por hablar, sortija mía —contestó Trurl—. Mucho sabio, mucho sabio,
pero la electricidad, los iones, los átomos y otros objetos valiosos empleados para la
construcción de las máquinas cuestan un ojo de la cara. A mí me gustan los contratos
claros, firmados, con rúbricas y sellos. No corro detrás de un céntimo, pero me gusta el
oro, sobre todo en cantidad. ¡Sí, me atrevo a confesarlo! Su brillo, su lustre amarillo, su
agradable peso me son tan gratos, que cuando desparramo en el suelo uno o dos sacos
de doblones y me revuelco en ellos en medio de su afable tintineo, se me serena en
seguida el alma, como si alguien encendiera en ella un sol cálido y entrañable. ¡Sí, me
gusta el oro, qué diablos! —gritó, excitado por sus propias palabras.
—Pero ¿por qué quieres que los otros te lo den? ¿No puedes hacértelo tú mismo en la
medida que quieras? —preguntó la sortija, reluciendo de extrañeza.
—Dices que el rey Genialón es muy sabio —contestó Trurl—; no sé, tal vez lo sea, pero
tú, por lo que veo, eres una sortija sin ninguna instrucción. Cómo, ¿yo tendría que hacer
oro para mí mismo? ¡Increíble! ¡Es como pretender que los zapateros vivan de hacerse
zapatos para sí mismos, los cocineros guisen para su propia mesa, y los soldados
organicen sus guerras particulares! Y además ¿nunca has oído hablar de una cosa que
se llama costos de producción? Por otra parte, te diré que también me encanta quejarme.
¡Y deja ya de hablarme, porque tengo que ponerme a trabajar!
Trurl guardó la sortija en una vieja lata de conservas y se puso a la tarea. Pasó tres
días en el taller sin salir, pero al cuarto tenía construidas las tres máquinas, listas para el
uso; sólo faltaba pensar en su aspecto exterior. Trurl, partidario de la sencillez y la
funcionalidad, les estuvo probando varios revestimientos, mientras la sortija no cesaba de
intervenir desde su lata. Finalmente, exasperado, la tapó para que no le molestara con
sus observaciones peregrinas.
Al cabo de muchos ensayos, optó por pintarlas: la primera de blanco, la segunda de
azul celeste, y la tercera de negro. Luego frotó la sortija, cargó en el palanquín, que llegó
en el acto, todas las máquinas, se sentó en él y esperó, a ver qué pasaba. Al instante oyó
un silbido, un siseo, se levantó un torbellino de polvo y, cuando se disipó, Trurl vio a
través de la ventana del palanquín que se encontraba en una caverna espaciosa, con el
suelo cubierto de arena blanca; lo primero que su mirada encontró fueron unos bancos de
madera con montones de papeles y libros encima, y luego una hilera de bolas de precioso
brillo. En una de ellas reconoció al extranjero que le había encargado las máquinas y
adivinó que la del centro, mayor que las demás y ligeramente rayada por la vejez, debía
de ser el rey. Se apeó, pues, y se inclinó en un saludo ante ella. El rey lo acogió con
mucha benevolencia y dijo:
—Hay dos especies de sabiduría: una incita a la acción, la otra la frena. ¿No crees,
insigne Trurl, que la segunda es más honda? Porque sólo el pensamiento de alcance
infinito puede prever las remotas consecuencias de una acción emprendida, unas
consecuencias que pueden convertir en problemática la acción que las había suscitado.
Ergo, la perfección puede consistir en la renuncia a la acción. Y la diferencia entre la
sabiduría y la razón estriba en la capacidad de aquélla para descubrir esta diferencia...
—Con el permiso de Su Majestad —contestó Trurl—. Sus palabras pueden tener dos
interpretaciones. O se trata en ellas de una alusión delicada cuya finalidad sería la
tendencia a quitar importancia a mi trabajo, o sea a la acción cuyo fruto son estas tres
máquinas, encargadas por Su Majestad, que se encuentran aquí, en el palanquín; esta
interpretación no es de mi gusto, ya que me daría a entender una cierta inclinación a la
morosidad en los pagos. O bien exponen solamente una doctrina antiacción que, en mi
opinión, presenta una contradicción esencial. Para poder no actuar, se debe tener primero
la plena facultad de actuar, ya que aquel que se abstiene de cambiar de sitio una montaña
por no disponer de medios necesarios, pero dice que se abstiene de esa acción porque se
lo aconseja la sabiduría, sólo se cubre de ridículo con su filosofía barata. La no-acción es
segura y es lo único bueno que se puede decir de ella. La acción es insegura, y en esto
estriba su belleza. Sin embargo, por lo que se refiere a las consecuencias ulteriores del
problema, puedo construir, si Su Majestad lo desea, una máquina especial para la
discusión.
—Dejemos la morosidad de los pagos hasta el final de la agradable circunstancia a la
cual debemos tu presencia entre nosotros —dijo el rey, bamboleándose ligeramente para
disimular el regocijo causado por el discurso de Trurl—. Ahora quiero que te sientas,
querido constructor, como un invitado mío. Dígnate, pues, tomar asiento tras esta
modesta mesa, en el banco, entre mis fieles amigos, y cuéntame, si te place, historias de
tus acciones, o de tu abstención de ellas.
—Si Su Majestad me permite —contestó Trurl—, me temo que mi elocuencia no está a
la altura de las circunstancias; sin embargo, me sustituirían perfectamente las tres
máquinas que he traído, lo que, por otra parte, ofrecería una buena ocasión de
comprobarlas.
—Que así sea —accedió el rey.
Acto seguido, todos se sentaron en un corro lleno de curiosidad y esperanza de oír
cosas excepcionalmente interesantes; Trurl sacó del palanquín el aparato pintado de
blanco, pulsó un botón y tomó asiento a la diestra de Genialón. Entonces la primera
máquina dijo:
—¡Si no conocéis la historia de los multiplistas, su rey Mandrillón, el Consejero Perfecto
del rey y el constructor Trurl, que creó al Consejero y después lo destruyó, escuchad!
—El país de los multiplistas es famoso por sus ciudadanos, cuyo rasgo más relevante
es su cantidad. Una vez, el constructor Trurl, al desviarse un poco de su camino durante
el viaje a la región azafranada de la constelación de Delira, vio un planeta cuya superficie
entera parecía moverse y hormiguear. Cuando se acercó, comprendió que lo que se
movía eran unas muchedumbres apretadas sobre el planeta. Intrigado, tomó la decisión
de aterrizar, lo que hizo, no sin dificultad, después de encontrar unos metros cuadrados
de suelo relativamente despejado. En seguida los indígenas se agolparon en torno a él
para contarle qué gran número representaban. Como lo decían a gritos y todos a la vez, le
costó entender de qué se trataba. Al enterarse por fin, preguntó:
—¿De veras sois tan numerosos?
—¡¡De veras!! —vociferaron con gran orgullo—. Somos innumerables.
—¡Como granos de arena!
—¡Como estrellas en el cielo!
—¡Como granos de trigo! ¡¡Como átomos!! —gritaban, enardecidos.
—Bien, bien, de acuerdo —dijo Trurl—. Pero ¿qué importancia tiene que seáis tantos?
¿Es que experimentáis un placer especial al contaros?
—¡Has de saber, extranjero inculto —le replicaron—, que cuando damos una patada al
suelo tiemblan las montañas, cuando soplamos se levanta un huracán que arranca los
árboles, y cuando nos sentamos juntos, nadie puede mover un dedo!
—¿Y para qué queréis que las montañas tiemblen, el huracán arranque los árboles y
nadie pueda mover un dedo? —preguntó Trurl—. ¿No se está mejor cuando las montañas
se mantienen quietas, hace buen tiempo y todos pueden moverse a sus anchas?
Tanto desprecio de su poderío numérico y poderoso número indignó hasta tal punto a
los multiplistas, que dieron una patada, soplaron y se sentaron todos a la vez, para
demostrar a Trurl de lo que eran capaces. En efecto, un terremoto volcó la mitad de los
árboles, aplastando a los que se encontraban cerca, el viento acabó con los que se
mantenían todavía en pie, matando a setecientas mil personas más, y los que quedaron
con vida no podían mover un dedo.
—¡Cielos! —exclamó Trurl, apretujado en medio de los sentados como un ladrillo en la
pared—. ¡Qué tremenda desgracia!
Estas palabras ofendieron aún más a los lugareños.
—¡Salvaje extranjero! —gritaron—. ¿Qué representa la pérdida de unos cientos de
miles de multiplistas, que son incontables? ¡Lo que es inapreciable no merece siquiera el
nombre de pérdida! Te hemos demostrado, tan sólo, el poder de nuestras patadas, soplos
y sentadas. ¡Imagina ahora qué ocurriría si pasáramos a los actos!
—Desde luego —dijo Trurl—, no creáis que vuestra manera de pensar me sea
desconocida. Todos saben que lo grande y numeroso despierta el respeto general. Así,
por ejemplo, un poco de gas rancio en el fondo de un barril viejo no provoca ningún
respeto, pero si este mismo gas aparece en una cantidad suficiente para formar una
Nebulosa Galáctica, todos lo admiran y contemplan. ¿Y qué ha cambiado? La ranciedad y
ordinariez del gas es la misma, sólo varía la cantidad.
—¡Lo que dices no nos gusta! —vociferaron—. ¡Escuchamos a disgusto tu historia del
gas rancio!
Trurl miró si la policía estaba cerca, pero los guardias no podían abrirse paso en
aquellas apreturas.
—Queridos multiplistas —dijo—, permitid que me aleje de vuestro país, ya que no
comparto vuestra fe en la magnificencia de la cantidad, si el número es la única virtud que
posee.
Los multiplistas se miraron unos a otros y chasquearon los dedos, lo que provocó una
sacudida tan poderosa que la fuerza resultante arrojó a Trurl a la atmósfera, donde voló
largo tiempo dando volteretas, hasta que cayó de piernas y se vio en el jardín del palacio
real. Justo cuando se estaba acercando a aquel lugar Mandrillón Grandísimo, el monarca
de los multiplistas, que llevaba un rato observando el vuelo y la caída de Trurl.
—Extranjero —dijo el rey—, me he enterado de que no rendiste el debido homenaje a
mi pueblo incontable. Lo atribuyo al oscurantismo de tu mente. No obstante, aunque no
entiendes de cosas superiores, dicen que tienes una cierta habilidad para las inferiores.
Esto me conviene bastante, porque necesito un Consejero Perfecto y tú me lo vas a
construir.
—¿Y qué ha de saber ese Consejero y qué recibiré si lo construyo? —preguntó Trurl,
limpiándose el polvo y el barro.
—Ha de saberlo todo, es decir: contestar cualquier pregunta, solucionar todos los
problemas, dar los consejos más ventajosos; en una palabra, quiero tener a mi servicio la
más alta sabiduría. Si lo construyes, te daré cien o doscientos mil súbditos míos y no te
regatearé unos cuantos miles más.
«Me parece que la cantidad excesiva de seres racionales es muy peligrosa, porque los
asemeja a la arena; a este rey le es más fácil desprenderse de miles de súbditos, que a
mí de un zapato viejo», pensó Trurl, y añadió en voz alta:
—Señor, mi casa es pequeña y yo no sabría qué hacer con cientos de miles de
esclavos.
—Extranjero de poco ingenio, tengo especialistas que te lo aclararán; el hecho de
poseer muchos esclavos presenta ventajas considerables. Se los puede vestir con trajes
multicolores para que formen en una gran plaza una especie de mosaico, o compongan
unos letreros educativos para cualquier circunstancia; se pueden atar en manojos y tirar al
aire; con cinco mil de ellos se puede hacer la cabeza de martillo y con tres, el mango,
para hender piedras o para desmontar; se puede trenzar cuerdas de ellos o hacer lianas
artificiales y colgaduras de adorno para pendientes abruptas, y entonces, los que cuelgan
encima del abismo alegran el corazón y regocijan la vista con sus graciosos movimientos,
retorcimientos y chillidos. ¡Si una vez haces formar ante ti diez mil jóvenes esclavas
apoyadas en una sola pierna y les das la orden de trazar ochos con la mano derecha y
ceros con la izquierda, te será difícil separar la vista del espectáculo! ¡Lo digo por
experiencia!
—Señor —contestó Trurl—, suelo vencer las piedras y los bosques empleando
máquinas; en cuanto a los letreros y mosaicos, no entra en mis costumbres
confeccionarlos con unos seres que tal vez hubieran preferido tener una ocupación
diferente.
—Atrevido extranjero —dijo el rey—, ¿qué pago quieres, pues, por el Consejero?
—¡Cien sacos de oro, Majestad!
A Mandrillón le daba pena separarse de su oro, pero, como se le ocurrió una idea muy
astuta, dijo:
—Que sea como tú dices.
—Procuraré dar toda satisfacción a Su Majestad —contestó Trurl, y se marchó a la
torre del castillo que Mandrillón le destinó para taller.
Al instante sonaron allí soplidos de muelles, martillazos y chirridos de limas. El rey
envió a unos espías para que observaran la obra: volvieron muy asombrados, porque
Trurl no estaba construyendo al Consejero, sino una multitud de máquinas para herrería,
mecánica y electricidad; luego se sentó y en una larga cinta de papel perforó con un clavo
el programa entero del Consejero. Acto seguido se marchó a dar una vuelta y descansar,
mientras las máquinas traqueteaban en la torre hasta la madrugada. Por la mañana el
Consejero estuvo listo. A eso del mediodía, Trurl introdujo en la sala del palacio a un
enorme mequetrefe con dos piernas y una sola mano pequeñita, y dijo al rey que tenía el
gusto de presentarle al Consejero Perfecto.
—Ya veremos si sirve para algo —dijo Mandríllón, y ordenó que se esparciera por el
suelo azafrán y canela, ya que el Consejero exhalaba un fuerte olor a hierro candente, e
incluso, recién sacado del horno, estaba todavía rojo en algunos sitios—. Puedes
marcharte —añadió el rey—; vuelve por la noche para pasar cuentas. Veremos quién
debe algo a quién y cuánto.
Trurl salió con la impresión de que la última frase de Mandrillón no presagiaba una
generosidad excesiva, siendo posible, por añadidura, que se ocultara en ella una mala
intención, de modo que se alegró de haber restringido la universalidad del Consejero con
una cláusula, pequeña pero esencial, incluida en el programa: la que le obligaba, hiciera
lo que hiciese, a preservar de la muerte a su constructor.
Una vez a solas con el Consejero, el rey preguntó:
—¿Quién eres y qué sabes hacer?
—Soy el Perfecto Consejero real —contestó éste con una voz hueca, como si saliera
de un tonel vacío—, y sé dar los mejores consejos del mundo.
—Bien —dijo el rey—. ¿Y a quién debes obediencia y fidelidad? ¿A mí o a tu creador?
—Debo obediencia y fidelidad sólo a Su Majestad —tronó el Consejero.
—Está bien —masculló el rey—. Para empezar... esto... verás... no quisiera que el
primer deseo que te formulo diera la impresión de que soy avaro... no obstante preferiría,
en cierto modo, sólo por cuestión de principios, ¿entiendes...?
—Su Majestad todavía no ha tenido a bien decirme lo que desea —contestó el
Consejero, sacando del costado una tercera pierna, más pequeña, para apoyarse en ella,
porque perdió momentáneamente el equilibrio.
—¡El Consejero Perfecto debe leer los pensamientos de su amo! —gruñó con ira
Mandrillón.
—En efecto, pero sólo a una orden precisa, para no cometer una indiscreción —
contestó el Consejero; luego abrió una puertecita sobre su vientre, dio la vuelta a una
pequeña llave que llevaba la inscripción «Telepatrón», cambió de color y dijo:
—¿Su Majestad desea no pagar un céntimo a Trurl? ¡Comprendo!
—¡Si se lo dices a alguien mandaré que te echen dentro de un gran molino, a cuyas
muelas imprimen movimiento trescientos mil súbditos míos a la vez! —dijo severamente el
rey.
—¡No se lo diré a nadie! —le aseguró el Consejero—. Su Majestad no desea pagar por
mí: es muy sencillo. Cuando venga Trurl, dígale que no hay oro ni lo habrá y que se
marche de aquí.
—¡Eres un imbécil, no un Consejero! —gritó el rey—. ¡No quiero pagar, pero de manera
que parezca que es por culpa de Trurl! ¡Que el pago no le corresponde! ¿Comprendido?
El Consejero conectó el sistema de leer los pensamientos del monarca, se tambaleó
ligeramente y dijo con voz sorda:
—Su Majestad quiere igualmente que Su decisión tenga la apariencia de ser justa y
conforme a la ley y a la palabra dada, y que a Trurl se le considere un vil timador y
canalla.. Perfectamente. Con su permiso, me echaré ahora sobre Su Majestad y
empezaré a estrangularle, y Su Majestad se dignará proferir gritos muy fuertes pidiendo
auxilio...
—¡Debes de estar mal de la cabeza! —dijo Mandrillón—. ¿Por qué quieres
estrangularme y por que he de gritar?
—¡Para acusar a Trurl de intento de regicidio, cometido con mi ayuda! —manifestó,
radiante, el Consejero—. De este modo, cuando Su Majestad ordene dar azotes a Trurl y
tirarlo al foso desde las murallas del castillo, todos reconocerán que es un acto de una
clemencia extraordinaria, ya que un crimen de esta clase suele castigarse con la
decapitación precedida de tortura. Y a mí, el rey, mi amo, se dignará indultarme y librarme
de culpa, por juzgar que fui un instrumento inocente en las manos de Trurl, lo que
despertará veneración pública y entusiasmo por la bondad y magnanimidad del rey,
quedando todo exactamente como Su Majestad desea.
—¡Bueno, pues, estrangúlame, pero con cuidado, bribón! —dijo el rey.
En efecto, todo transcurrió según lo ideado por el Consejero. Bien es verdad que el rey
ordenó arrancar a Trurl las piernas antes de tirarlo al foso, pero la cosa no se hizo, por
confusión según creía Mandrillón y, en realidad, gracias a una discreta intervención del
Consejero cerca del ayudante de verdugo. Luego el rey indultó al Consejero y le restituyó
el cargo, y Trurl, maltrecho, lleno de magulladuras, volvió a casa casi a rastras. En
seguida fue a ver a Clapaucio, le contó su aventura y dijo:
—Ese Mandrillón es el peor de los canallas, más de lo que yo esperaba. Me engañó de
manera infame. Pensar que se sirvió del Consejero que le hice yo para obtener el consejo
de cómo tramar la criminal superchería dirigida contra mi persona! Pero se equivoca si
cree que me doy por vencido. Que el óxido me consuma de pies a cabeza si no tomo
venganza!
—¿Qué te propones hacer? —preguntó Clapaucio.
—Le entablaré una causa judicial para obligarle a pagarme el precio convenido, pero
eso será solamente el principio, ya que me debe algo más que monedas de oro por mi
humillación y dolor.
—Es un problema jurídico difícil —dijo Clapaucio—; te aconsejo que vayas a ver un
buen abogado antes de emprender cualquier cosa.
—¡No necesito buscar a un abogado! —replicó Trurl—. ¡Me lo haré yo mismo!
Se fue a casa, echó en un barril seis medidas colmadas de transistores, otro tanto de
reostatos y condensadores, virtió electrolito, lo tapó con una tabla, apretó con una piedra
para que todo se autoorganizara bien y se metió en cama. Al cabo de tres días tenía a un
abogado hecho y derecho. Le dio pereza sacarlo del barril, puesto que iba a servir sólo
una vez, así que puso el recipiente sobre la mesa y preguntó:
—¿Quién eres?
—Soy un abogado consultor jurídico —contestó el barril gorgoteando, porque al
constructor se le había ido un poco la mano con el electrolito.
Trurl le expuso el asunto; después de escucharlo con atención, el barril inquirió:
—¿Has limitado el programa del Consejero, estipulando que no podía causar tu
perdición?
—Sí. En el sentido de no matarme. No le inserté nada más.
—En tal caso, no cumpliste el contrato, puesto que el Consejero debía saber hacer
todas las cosas, sin restricciones. Si no podía matarte, había una restricción.
—¡Pero si me hubiera dado muerte, no habría quien recibiera el pago!
—Es un problema aparte y un asunto diferente, sujeto a los artículos que definen la
responsabilidad penal de Mandrillón, mientras que tus reivindicaciones tienen el carácter
de una demanda civil.
—¡Esta sí que es buena! ¡Un barril dándome clases de derecho civil! —gritó Trurl,
enfadado—. ¿Tú eres consejero jurídico de quién: mío, o de aquel bandido de rey? ¡Me
gustaría saberlo!
—Tuyo, pero el rey tenía derecho a negarte el pago.
—¿Tal vez tenía también derecho a ordenar que me tiraran al foso desde la altura de
las murallas del castillo?
—Es otro asunto, penal, y un problema distinto —contestó el barril.
Trurl tembló de rabia.
—¡Conque distinto!, ¿eh? ¿Te figuras que yo convierto un montón de viejos
conmutadores, alambres y otra chatarra en una mente consciente para oír en vez de
consejos honestos, una palabrería evasiva? ¡Ojalá no te hubieras autoorganizado,
abogaducho de pacotilla!
Sin una palabra más, escanció el electrolito, tiró el contenido del barril sobre la mesa y
lo desmontó con tanta rapidez que el abogado ni siquiera tuvo tiempo de apelar contra
este procedimiento.
Ya calmado, se puso a trabajar en serio y construyó un Juris Consulens de dos pisos
con un refuerzo cuádruple para dos códigos, penal y civil, conectándole además, por si
acaso, el derecho internacional y administrativo. Luego dio la corriente, expuso su
problema y preguntó:
—¿Qué debo hacer para recuperar lo mío?
—El asunto es difícil —dijo la máquina—; exijo un suplemento especial de quinientos
transistores arriba y doscientos en el costado.
Trurl lo hizo, pero la máquina manifestó:
—¡Es poco! Necesito un refuerzo más y dos bobinas grandes. El casus es interesante
in se —dijo luego—. No obstante, hay aquí dos materias: la base de la demanda por un
lado (y aquí se podría actuar con éxito) y, por el otro, el procedimiento judicial. Pues bien:
no se puede llevar al rey a los tribunales por ninguna demanda civil, ya que esto es
contrario al derecho internacional y cósmico. Te daré mi opinión definitiva, si te
comprometes a no desmontarme después.
Trurl le dio la palabra y añadió:
—A propósito, dime, si no te importa, ¿cómo sabías que podía desmontarte si no me
dabas satisfacción?
—No sé. Tal vez fue una corazonada.
Trurl adivinó que la corazonada de la máquina era debida a que había empleado para
su construcción unas piezas que habían servido para el abogado del barril: de este modo,
los vestigios de la memoria de aquella historia penetraron indudablemente en los circuitos
nuevos, creando un complejo subconsciente.
—Dame de una vez tu opinión —dijo.
—Hela aquí: no hay tribunales competentes, no puede, por tanto, haber causa. En
otras palabras, no se la puede ganar ni perder.
Trurl se levantó en un brinco y amenazó con el puño al consejero jurídico, pero, como
había empeñado su palabra, no le hizo nada. Fue a ver a Clapaucio y se lo contó todo.
—Ya yo sabía que era un asunto sin solución, pero no quisiste creerme —dijo
Clapaucio.
—¡No dejaré sin castigo la infamia! —replicó Trurl—. ¡Si no puedo encontrar justicia por
procedimiento legal y jurídico, me vengaré de otra manera de ese canalla real!
—A ver cómo lo haces. Diste al rey un Consejero Perfecto que puede hacerlo todo,
excepto aniquilarte. El vencerá cualquier plaga, golpe o desgracia que tú inventes contra
Mandrillón y su estado. ¡Y, en serio, Trurl, estoy convencido de que lo hará, porque tengo
plena confianza en tus talentos de constructor!
—Tienes razón. Parece que yo, al crear al Consejero Perfecto, me quité a mí mismo
todas las posibilidades de vencer a ese sinvergüenza con corona. ¡Pero debe existir algún
truco! ¡No descansaré hasta que lo descubra!
—¿Cuáles son tus proyectos? —preguntó Clapaucio, pero Trurl se encogió de hombros
y se marchó sin contestar.
Estuvo mucho tiempo sin salir de casa, meditando, hojeando centenares de libros en la
biblioteca y haciendo misteriosos experimentos en su laboratorio. Clapaucio le visitaba a
menudo, admirado del empeño de Trurl por vencerse a sí mismo (Si puede decirse),
puesto que el Consejero era, en cierto modo, una parte integrante del constructor, que le
había transmitido su propia inteligencia. Un día Clapaucio, al hacer una visita a Trurl a la
hora acostumbrada a mediodía, no lo encontró en casa. La puerta estaba cerrada, los
cerrojos de los postigos echados, del anfitrión, ni huella, de modo que intuyó que su
amigo había empezado su acción contra el monarca de los multiplistas. En efecto, no se
equivocó.
Mientras tanto, Mandrillón disfrutaba del poder más que nunca: si le faltaban ideas, las
pedía al Consejero, siempre dispuesto a procurarle conceptos nuevos. El rey no temía
protestas ni rebeliones, ni ningún enemigo, y gobernaba con tanta crueldad que había
más ahorcados en los patíbulos del reino que racimos de uva en una viña.
El Consejero ya tenía cuatro cajas llenas de condecoraciones y medallas, en premio de
los proyectos ofrecidos al rey. El microespía, enviado por Trurl al país de los multiplistas,
informó que por el último invento, el de trenzar con los ciudadanos coronas mortuorias,
Mandrillón llamó en público «Corazoncito mío» al Consejero.
Cuando Trurl tuvo listo su plan de campaña, se sentó y escribió al Consejero una carta
sobre papel de color crema, adornado con un dibujo de una mata de fresas hecho a
mano. La carta decía lo siguiente:
«Querido Consejero:
»Espero que las cosas te vayan tan bien como a mí, e incluso mejor. Me han dicho que
tu monarca tiene mucha confianza en ti; te ruego por lo tanto que no escatimes esfuerzos
en el cumplimiento de tu deber, que te infiere una gran responsabilidad ante la Historia y
la Razón de Estado. Si tuvieras dificultades en la realización de algún deseo del rey,
sírvete, por favor, del método Extra Fuerte que tienes insertado. Escríbeme unas líneas
cuando te venga bien, pero no te enfades si tardo en contestarte: estoy preparando un
Consejero para el rey D., ocupación que me deja pocos momentos libres. Te saluda y
pide transmitas sus más profundos respetos a tu Señor.
»Tu constructor,
»Trurl.
La carta, debidamente sospechosa a los ojos de la Policía Secreta Multiplista, fue
sometida a un examen profundo, sin que se hallaran huellas de productos químicos
peligrosos en el papel, ni cifrado oculto en el dibujo de fresas. Esta circunstancia provocó
una enorme nerviosidad en el Cuartel General de Policía. La carta fue fotografiada,
multicopiada y transcrita a mano, y el original, sin rastros de haber sido abierto, entregado
al destinatario. El Consejero se llevó un gran susto al leerla, ya que pensó en seguida que
debía de ser una maniobra de Trurl con vistas a comprometerlo o, tal vez, a liquidarlo.
Para contrarrestarla, contó al rey lo de la carta, diciéndole que Trurl quería cometer la
vileza de quitarle la confianza del monarca. Hecho esto, se puso a descifrar el texto,
seguro de que las inocentes palabras eran un camuflaje de unas maquinaciones negras.
El Consejero dio a conocer previamente al rey su proyecto de desenmascarar las
intenciones de Trurl, luego, después de adquirir una buena provisión de soportes,
probetas, papel filtrante, embudos y reactivos, emprendió unos análisis complicados del
sobre y de la hoja. La policía controlaba, evidentemente. sus operaciones a través de un
microsistema de escucha y video, instalado para el caso en las paredes de la vivienda.
Cuando fracasó la química, el Consejero procedió al descifrado del texto mismo, transcrito
sobre unos grandes encerados, usando para ello máquinas electrónicas, logaritmos y
ábacos, sin saber que simultáneamente se dedicaban a la misma ocupación las más
eminentes fuerzas policiales al mando del Mariscal de Ejércitos de Cifrado en persona.
Cuanto más se prolongaban los estériles esfuerzos de los especialistas, mayor inquietud
reinaba en el Cuartel General, porque a ningún profesional le cabía duda de que el
cifrado, tan resistente a todos los intentos de esclarecerlo, debía de ser uno de los más
ingeniosos del mundo. El Mariscal habló de ello a un dignatario de la corte, terriblemente
celoso del trato preferente que Mandrillón daba al Consejero. El dignatario, cuyo deseo
más ferviente era el de despertar en el corazón del rey la desconfianza hacia su brazo
derecho, corrió a decirle que el Consejero pasaba noches enteras encerrado en sus
habitaciones, estudiando la sospechosa carta. El rey se mofó de él y le dijo que lo sabia
perfectamente, ya que se lo había dicho el propio interesado. El envidioso dignatario se
calló, confundido, y llevó inmediatamente la noticia al Mariscal.
—¡Oh! —exclamó el anciano experto en cifrado—. ¿Incluso esto se lo contó al
monarca? ¡Qué perfidia tan inaudita! ¡Debe de ser un cifrado verdaderamente infernal; si
se atreve a charlar por los codos sobre el tema!
En consecuencia, los investigadores militares recibieron la orden de multiplicar sus
esfuerzos; pero, cuando al cabo de una semana no hubo resultado alguno, se requirió la
colaboración y ayuda del más insigne especialista en escritos secretos, creador de signos
invisibles entrópicos, el profesor Gripianus. Este último manifestó después de haber
estudiado la carta incriminada y los resultados del trabajo de los especialistas militares,
que en aquel caso era imprescindible la aplicación del método de pruebas y errores,
sirviéndose de máquinas calculadoras de formato astronómico.
Hecho esto, resultó que la carta podía leerse de trescientas dieciocho maneras.
Las primeras cinco variantes eran éstas:
«La cucaracha de Covacacha llegó felizmente, pero el orinal se apagó.»
«Cargar a la tía de la locomotora de chuletas de ternera.»
«Los esponsales de la mantequilla no tendrán lugar, porque la gorra de dormir estalló.»
«Quien tiene o no tiene, colgará de la nena y nene.» Y:
«De las fresas sometidas a tortura se pueden sacar muchas cosas.»
La última variante fue considerada por el profesor Gripianus como clave del cifrado, en
base a la cual descubrió, al cabo de trescientas mil pruebas, que si se sumaban todas las
letras de la carta, restando del número obtenido la paralaxia del sol y la producción anual
de paraguas y sacando la raíz cúbica de lo que quedaba, se obtenía una sola palabra:
«Crusafix». En el listín de teléfonos figuraba un ciudadano cuyo apellido era «Crusafux».
Gripianus opinó que la falta ortográfica era intencionada, para despistar, y Crusafux fue
arrestado. Sometido a la persuasión de sexto grado, confesó que era cómplice de Trurl y
que este último debía enviarle en breve unos clavos envenenados y un martillo para
herrar mortalmente al monarca. El Mariscal de Cifrado presentó al rey la declaración de
traición, firmada por el req, pero Mandrillón aún seguía confiando en el Consejero hasta
tal punto, que le dio la oportunidad de defenderse.
El Consejero no negó que la carta podía leerse de varias maneras gracias al
desplazamiento de letras; al contrario, dijo que él mismo había descubierto mil cien
versiones más, pero al mismo tiempo afirmó que de esto no se podía deducir que la carta
fuera cifrada, puesto que las letras de todos los textos del mundo, desplazadas,
intercambiadas y compuestas de nuevo mil veces, eran susceptibles de formar frases con
un sentido real o aparente, y que las palabras obtenidas de este modo se llamaban
anagramas, perteneciendo esta clase de problemas al campo de la teoría de
permutaciones y combinaciones. Luego se puso a gritar que Trurl quería perderlo y
cubrirlo de infamia creando una apariencia de cifrado donde no lo había, y que el
ciudadano Crusafux era inocente de toda culpa: Su declaración, dijo, había sido sugerida
y forzada por los persuasionalistas del Cuartel General de la Policía, expertos en el
manejo de los métodos del servicio y poseedores de unas máquinas de investigación de
miles de cadaverios de fuerza. La acusación contra la policía no fue del agrado del rey y,
cuando el Consejero, en respuesta a preguntas ulteriores empezó a hablar de anagramas,
permutaciones, códigos, cifrados, símbolos, señales y la teoría general de
comunicaciones de manera cada vez más complicada y menos comprensible, el monarca,
embargado por la ira, ordenó encerrarlo en el calabozo. A poco tiempo, vino una postal de
Trurl que decía:
«Querido Consejero:
»Si pasa algo, recuerda los tornillitos azules.
»Tuyo,
»Trurl.
El Consejero fue sometido inmediatamente a tortura, pero no confesó nada, repitiendo
tercamente que era una maquinación de Trurl; preguntado por los tornillitos azules
contestó que ni los tenía ni sabía nada de ellos. Para investigar a fondo el asunto, había
que desmontarlo. El rey dio el permiso necesario y los herreros pusieron manos a la obra.
El blindado se hizo añicos bajo sus martillazos y el rey vio con sus propios ojos unos
pequeños tornillos, sucios de aceite, cubiertos, en efecto, de manchitas de color celeste.
Por tanto, a pesar de que el Consejero había sido completamente destruido durante la
investigación, el rey se convenció de que había actuado con justicia.
Una semana después, Trurl en persona apareció ante la puerta del palacio y solicitó
una audiencia. En el primer momento, el rey quiso decapitarlo sin verlo ni hablarle, pero,
asombrado por su inaudita insolencia, mandó que lo trajeran ante su presencia.
—¡Rey Mandrillón! —dijo Trurl al entrar en la sala llena de cortesanos—. Te he
confeccionado un Consejero Perfecto y tú lo empleaste para despojarme de lo que me
debías, creyendo, no sin razón, que la magnitud de la inteligencia que te brindé sería una
buena salvaguardia contra cualquier amenaza y, por lo tanto, frustraría cualquier intento
mío de venganza. Sin embargo, al darte un Consejero inteligente, no te di la inteligencia a
ti mismo. Con esta circunstancia había contado y no me equivoqué, porque sólo es capaz
de escuchar consejos sabios el que posee la sabiduría suficiente para entenderlos. Yo no
podía destruir al Consejero con métodos sabios, racionales y refinados. Sólo lo podía
hacer gracias a un método primitivo, obtuso y lo bastante tonto para parecer inverosímil.
Mis cartas no eran cifradas; el Consejero te guardó fidelidad hasta el fin. No sabía nada
de aquellos tornillos que causaron su destrucción: ocurrió que se me cayeron por
casualidad durante el montaje en una lata de pintura azul, y por casualidad me acordé de
ello en un momento oportuno. Gracias a esto la tontería y el recelo vencieron a la
inteligencia y la fidelidad, y tú mismo firmaste tu condena. Ahora me darás los cien sacos
de oro que me debes y otros cien por el tiempo que he perdido para conseguir el pago. Si
no lo haces, perecerás tú y tu corte, porque ya no tienes a tu lado a un Consejero que
pueda defenderte de mí.
El rey rugió de rabia, y a su señal la guardia se echó sobre el atrevido para darle
muerte, pero las lanzas atravesaron el cuerpo de Trurl como si fuera aire. Estupefactos y
asustados, los matones del rey se apartaron de un salto y el constructor dijo, riéndose:
—Ya me podéis cortar y pinchar cuanto os plazca, porque estoy aquí sólo como una
aparición televisiva y teledirigida: en realidad me encuentro sobre el planeta en una nave,
desde la cual echaré sobre el palacio terribles cargas mortíferas si no recibo lo que se me
debe.
En efecto, antes aun de que hubiera terminado de hablar, sonó un trueno ensordecedor
y una explosión hizo temblar todo el edificio; los cortesanos huyeron, despavoridos, y el
rey, casi muerto de vergüenza y rabia, tuvo que entregar a Trurl doscientos sacos de
monedas de oro.
Cuando Clapaucio oyó de la boca de Trurl el relato de todo lo ocurrido, le preguntó por
qué se había servido de aquel método primitivo y —según él mismo lo había definido—
tonto, pudiendo recurrir a una carta que contuviera un cifrado de verdad.
—Para el Consejero hubiera sido más fácil explicar al rey la presencia de un cifrado
que la ausencia de él —contestó el sagaz constructor—. Siempre es más fácil confesar un
hecho, que demostrar que no se lo ha cometido. En este caso particular, la presencia de
un cifrado hubiera sido una cosa sencilla; en cambio su ausencia debía provocar
complicaciones, porque es cierto que cualquier texto puede ser convertido, gracias a las
ordenaciones, en otro diferente, llamado anagrama, y que estas reordenaciones son muy
numerosas. Ocurre que para aclarar todo esto hay que hacer uso de unas explicaciones
verdaderas pero muy complicadas, inaccesibles, yo estaba seguro de ello, al limitado
cerebro del rey. Alguien dijo que para mover un planeta bastaba encontrar un punto de
apoyo fuera de él. Yo también, para anular una mente perfecta, tuve que buscar un punto
de apoyo. Me sirvió de él la imbecilidad del rey y su corte.
La primera máquina terminó aquí su narración, se inclinó profundamente ante Genialón
y otros oyentes, y se retiró con modestia a un rincón de la caverna.
El rey manifestó el agrado que le había causado la aleccionadora historia y preguntó a
Trurl:
—Dime, por favor, querido constructor, si la máquina narra lo que tú le enseñaste, o
bien encuentra las fuentes de su saber fuera de ti. Por otra parte, me atrevo a observar
que la relación que hemos oído, aunque instructiva e ingeniosa, no es completa, ya que
no nos dijo nada acerca de las vicisitudes de fortuna ulteriores del pueblo de los
mutiplistas y su poco inteligente rey.
—Señor —dijo Trurl—, la máquina cuenta los acontecimientos verdaderos, puesto que
antes de venir aquí apliqué a mi cabeza su aspirador de información, a través del cual
absorbió mis recuerdos. No obstante, lo hizo de manera independiente, por lo tanto ni se
puede decir que le haya enseñado algo adrede, ni que las fuentes de su sabiduría se
encuentran fuera de mí. En cuanto a los multiplistas, la narración, en efecto, no habla de
su suerte ulterior, y es porque todo es susceptible de ser contado, pero no todo de ser
coordinado. Si lo que está ocurriendo aquí ahora no fuera una realidad, sino sólo un
relato, un relato de orden superior que contiene la narración de la máquina, un oyente
podría preguntar por qué tú y tus amigos tenéis forma esférica, a pesar de que esta
esfericidad no parece desempeñar papel alguno en el relato, siendo un detalle que no
viene al caso...
Los amigos del rey alabaron la sagacidad del constructor, y el mismo monarca dijo con
una sonrisa:
—Tus palabras no están desprovistas de razón. Sin embargo, ya que te referiste a
nuestra forma, puedo revelarte su origen. Mucho tiempo atrás teníamos un aspecto
diferente, mejor dicho, nuestros antepasados lo tenían, puesto que su aparición fue
debida a la voluntad de unos seres de cuerpo blando, llamados rostropálidos, que los
construyeron a su propia imagen y semejanza, dotándolos de brazos, piernas, cabeza y
tronco que unía todo aquello. Pero, al independizarse de sus creadores y deseando borrar
incluso en sí mismos las huellas de su origen, las generaciones de mis antepasados iban
transformándose paulatinamente, hasta conseguir la forma de una esfera. No sé si esto
ha sido provechoso para nosotros o no. El hecho es que sucedió así.
—Majestad —dijo Trurl—, la esfericidad tiene aspectos buenos y malos desde el punto
de vista de la construcción. Desde todos los otros, es mejor que el ser racional no
disponga de la facultad de cambiarse a sí mismo, ya que esta clase de libertad es un
verdadero tormento. Quien está obligado a permanecer tal como es, no tiene más
remedio que aceptarse y buscar alivio acusando de injusto su destino. En cambio, el que
sabe efectuar su propia transformación, no puede atribuir sus imperfecciones a nadie en
el mundo. Si no está satisfecho, no puede culpar a nadie de ello, excepto a sí mismo.
Pero, Majestad, yo no vine aquí para darte clases de la teoría general de
autoconstrucción, sino para hacerte la demostración de mis máquinas fabulistas:
¿Quieres escuchar la siguiente?
El rey accedió de buen grado. Después de reconfortarse con las ánforas de las más
exquisita ambrosía de iones, los comensales adoptaron cómodas posturas en sus
asientos, la segunda máquina se les acercó, saludó debidamente al rey y dijo:
—¡Poderoso Rey! ¡He aquí una historia sobre el constructor Trurl y sus aventuras
maravillosamente nolineales!
Ocurrió una vez que el Gran Constructor Trurl fue convocado por el rey Torturán
Tercero, soberano de Ferrasia, para que le enseñara a llegar a ser perfecto y le hablara
de las transformaciones del alma y cuerpo imprescindibles para lograrlo. Trurl le contestó
así:
—Llegué un día al planeta Legaría, me alojé en una hospedería y, tal como suelo
hacerlo, decidí no salir del cuarto hasta que me familiarizara a fondo con la historia y las
costumbres de los lagarianos. Era invierno, fuera aullaba un viento helado, y yo era el
único huésped en el adusto edificio. De pronto oí que alguien llamaba a la puerta de
entrada.
Me asomé y vi a cuatro varones encapuchados, doblados bajo el peso de grandes
maletas negras. Las sacaron de un carruaje blindado y entraron en la hospedería. Al día
siguiente, cerca del mediodía, llegaron a mis oídos desde la habitación contigua unos
sonidos extraños: silbidos, martillazos, estertores, ruidos de recipientes de vidrio que se
rompían y, dominándolos todos, una potente voz de bajo que gritaba sin tregua ni reposo:
—¡Aprisa, hijos de la venganza! ¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Estirad de los elementos por el
pasador! ¡Todos a una! ¡Ahora al embudo y a laminar! ¡Dejádmelo a mí, a ese verdugo de
tuercas, chapas y tornillos! ¡A mis manos tú, chatarra herrumbrosa, canalla, fingidor de la
muerte! ¡Ni la tumba te defenderá de nuestra justa ira! ¡A por su cerebro deshecho en
porquería! ¡Rómpele esas patas asquerosas! ¡Estirad de la narizota! ¡Venga, tirad bien
para que haya de dónde cogerlo durante la ejecución! ¡Soplad en el muelle de la derecha,
valientes míos! ¡Ahora, al tornillo de banco con él, remacharle la frente de cobre! ¡Otra
vez! ¡Bien, así, así! ¡No te rezagues con el martillo! ¡Templadle bien las cuerdas
nerviosas, que no se muera tan pronto como el de ayer! ¡Que pruebe el tormento y
nuestra venganza! ¡Venga! ¡Adelante!
Así gritaba, vociferaba y clamaba sin cesar, y sólo le contestaban los martillazos y los
rugidos de los muelles. De pronto sonó un estornudo y un gran clamor de triunfo expelido
por cuatro gargantas. Hubo un forcejeo detrás de la pared y un chirrido de la puerta al
abrirse. Miré por una rendija y vi que salían al pasillo los recién llegados, que, para gran
asombro mío, no eran cuatro sino cinco. Bajaron juntos la escalera, se encerraron en el
sótano, pasaron en él mucho tiempo y al anochecer volvieron a su aposento, donde
guardaron un silencio mortal. Los conté cuando pasaban por delante de mi puerta: eran
de nuevo cuatro. Volví a mis libros, pero, como la historia me dio mucho que pensar,
decidí esclarecer como fuera el enigma. Al día siguiente, a la misma hora, al mediodía,
sonaron de nuevo los martillazos, rugieron los muelles y retumbó la ronca voz bajo:
—¡Adelante, hijos de la venganza! ¡Valientes electristas míos, aprisa! ¡A la obra sin
escatimar esfuerzos! ¡Verted más iones y yoduros! ¡Manaos con este bocazas,
seudosabio, este gran sinvergüenza criminal perpetuo, para que lo coja por su narizota y
lo arrastre, pateándolo, en la muerte lenta y segura! ¡Soplad en los muelles!
Luego resonó otro estornudo y otro grito ahogado, y salieron como el día anterior de
puntillas para bajar al sótano. Los volví a contar y, como la otra vez, eran cinco al salir de
la habitación y cuatro al volver a ella. Entonces, viendo que era el sótano donde se
escondía el meollo del misterio, me armé de una pistola de láser y penetré al alba en
aquel sitio. No encontré allí nada excepto unas chapas de hierro chamuscadas y rotas, de
modo que me senté en el rincón más oscuro, me cubrí con un puñado de paja y me quedé
al acecho. A eso del mediodía se dejaron oír arriba los mismos gritos y ruidos de los días
anteriores; al poco tiempo la puerta se abrió y cuatro legarianos introdujeron al quinto,
amarrado con cuerdas.
El quinto hombre llevaba una casaca de color frambuesa, de corte antiguo, con un
volante en el cuello, y un gorro con pluma. Era mofletudo y narigudo, y su boca torcida por
el miedo farfullaba algo sin cesar. Después de echar el cerrojo los legarianos arrancaron
las ataduras del prisionero a la señal del más voluminoso y empezaron a azotarle
cruelmente sin mirar dónde caían los golpes, gritando a coro:
—¡Toma, por las profecías de felicidad! ¡Por la perfección de la existencia! ¡Y esto, por
las inocentes florecitas! Por las tribulaciones generales! ¡Por la comunidad altruista! ¡Por
el romanticismo del espíritu!
Y con tanta sana le pegaban que sin duda habría fallecido sin tardar, si yo no hubiera
asomado el cañón de mi pistola de láser entre la paja, dándoles a conocer mi presencia.
Cuando se apartaron de su víctima, les pregunté por qué atormentaban de ese modo a
una persona que no era un bandido ni un sospechoso de mala ralea, ya que se veía por
sus volantes y el color frambuesa de su casaca que debía de ser alguien de alta alcurnia
o un sabio importante. Ellos se quedaron mudos, mirando con avidez las armas que
habían dejado en el suelo junto a la puerta, pero, cuando los amenacé con mi láser
apretando un peco el gatillo, se dieron codazos y pidieron al gigante de voz de bajo que
hablara en nombre de todos.
Este, que a todas luces era el jefe, me dirigió la palabra.
—Has de saber, extranjero de otro planeta —dijo—, que no tienes ante ti a unos
sádicos, torturadores u otros individuos degenerados de la estirpe robotiana, y que lo que
aquí ves, aunque el lugar sea poco decoroso, es una acción bella y merecedora de
encomio.
—¡Bella y merecedora de encomio! —grité, fuera de mí—. ¿Qué me estás diciendo,
despreciable legariano? ¡Si con mis propios ojos he visto cómo os echasteis, cuatro
contra uno, sobre este desgraciado de color frambuesa, apaleándolo con tanto vigor que
el aceite os brotaba de las articulaciones! ¿Te atreves a decir que es una acción digna de
encomio?
—Si Su Gracia Extranjera no para de cortarme la palabra —contestó el de la voz de
bajo— no se enterará de nada. Por ende, pido con buenos modales, ponte trabas en la
lengua y cerrojos en el orificio bucal, porque si no, yo pararé de hablar. Aprende que
tratas con los mejores fisicianos, los más duchos ciberneros y electristas, en una palabra:
con los más sabios y celosos alumnos míos y mejores cerebros de toda Legaría. Yo
mismo soy el profesor de ambas materias de signos contrarios, autor de la recreástica
omnigenérica, Vengancio Ultorico Amente. De esto se entiende que he sacrificado a la
venganza mi nombre, apellido y apodo, y todo lo demás de mi vida. Junto con mis fieles
alumnos vengaré hasta el fin de mis días la infamia y los sufrimientos de los legarianos en
este granuja con casaca color frambuesa que ves aquí, arrodillado, que lleva el nombre,
maldito por los siglos de los siglos, de Malapux alias Malapucio Caos, y que, de una vez y
para siempre, hundió en la desgracia a los legarianos de manera abyecta, criminal e
intencional. ¡El les inoculó la monstrolicia, él los deselectrificó, los deswatió y los
malapucificó y luego, huyendo de las severas consecuencias de sus crímenes buscó
refugio en la tumba, creyendo que así evitaría el castigo!
—¡De ningún modo, Su Serenidad Extranjera! ¡Ha sido sin querer! ¡Mi pensamiento no
era éste, pero me salió mal! —gimió el narigudo de colorido ropaje.
Yo estaba escuchando y mirando sin entender nada, y la voz de bajo volvió a lo suyo:
—¡Varmogancio, alumno predilecto mio! ¡Dale en la jeta al bocazas mofletudo!
El fiel alumno lo hizo tan bien, que el golpe retumbó en todo el sótano. Entonces dije
yo:
—¡Hasta el final de las aclaraciones prohibo, por mi láser, pegarle y maltratarle! ¡Que el
profesor Vengancio Ultorico continúe su relato!
El profesor chirrió, resopló y al fin dijo:
—Para que comprendas, extranjero de otro planeta, qué nos pasó y de qué manera
nos cayó encima la infelicidad, y también, por qué nosotros cuatro, renunciando a la vida
seglar fundamos la orden menor de resucitadores herreros para entregarnos por entero a
las delicias de la venganza, debo contarte en breves palabras la historia de mi pueblo
desde los comienzos del mundo...
—¿No podríamos empezar un poco más tarde? —pregunté, temiendo que el brazo se
me dormiría bajo el peso del arma durante tanto rato.
—¡Ha de ser ahora, Extranjero! Escucha, pues, y presta atención... Existen en el
mundo leyendas sobre unos seres de rostro pálido que a la estirpe robotiana en matraces
criaron, mas las mentes ilustradas saben que es una mentira, un mito falaz, porque lo
único cierto y verdadero es que al Principio sólo hubo Penumbra Oscura y en su seno el
Magnetismo que a los átomos azuzaba para que se movieran. Y tanto los azuzó, que de
sus brincos y encontronazos nació la Primera Corriente y, con ella, la Primera Luz...
Luego se encendieron las estrellas, se enfriaron los planetas y en sus profundidades, por
el soplo de la Santa Estadística concebidos, nacieron primero los Microrriecanoides, muy
pequeñitos, que dieron origen a los Mecanoides, que dieron origen a las primeras
Máquinas Primitivas, que todavía no sabían calcular bien y lo hacían sin ton ni son.
Luego, gracias a la Evolución Natural, supieron ya sumar dos y dos y continuaron
progresando hasta que nacieron de ellas Multistatos y Omnistatos, y de estos últimos
provino el Simio-robot, del cual desciende nuestro tatarapadre, Autómatus Sapiens...
»Luego hubo robots cavernícolas, después pastoriles, y cuando se multiplicaron,
aparecieron los estados. Los robots de la antigüedad producían su electricidad vital a
mano, por frotación, en medio de ímprobos esfuerzos. Cada señor feudal tenía sus
huestes de guerreros, los guerreros tenían a los campesinos, y se frotaban unos a otros
jerárquicamente, desde las clases sociales más bajas hasta las más altas, en la medida
de sus fuerzas. Sustituyó el esfuerzo manual la máquina, cuando Ruecón Sinfilaco
inventó la frotadora y Crupón de Pereza la varilla para atraer los rayos. Entonces empezó
la ¿poca de la batería, dura para aquellos que no eran poseedores de sus propios
caudales de acumuladores. Su suerte dependía de los cielos: durante el buen tiempo, al
no disponer de baterías ni poder ordeñar las nubes, watio por watio les era forzoso
mendigar. Nadie tenía la vida regalada, porque quien dejaba de frotarse u ordeñar las
nubes, no tardaba en perecer, totalmente descargado. Entonces apareció, por el infierno
enviado, un sabihondo, combinador, intelectualista y arreglalotodo (¡ojalá le hubieran
partido la cabeza cuando niño!), y empezó a pregonar y vocear que las maneras de
conexión eléctrica y tradicionales, es decir, paralelas, no valían nada, y que había que
conectarse según esquemas nuevos, por él ideados, los de acoplado en serie. Gracias a
este sistema, decía, bastaba que uno de la serie se frotara para alimentar a los Otros, aun
a los más alejados, de modo que cada robot rebosaría de electricidad hasta los
cortacircuitos de las narices.
Aquí el profesor se golpeó repetidas veces la frente contra la pared hasta que le
rodaron los ojos y las cuencas, y yo comprendí por qué aquella parte de su cabeza estaba
tan llena de chichones.
—Las consecuencias —prosiguió— no se hicieron esperar. Un robot de cada dos se
acostaba bajo la mesa, diciendo: «¿Por qué me tengo que frotar yo? ¡Que se frote el
vecino! ¡Lo mismo da!” Como el vecino decía lo mismo, sobrevino una baja de tensión tan
grande, que hubo que poner a cada robot un controlador, controlado por otro de mayor
rango. Entonces vino un alumno de Malapucio, Celesio Confuseo, y aconsejó que no se
frotara cada uno a sí mismo, sino a otro ciudadano; después Fafucio Altrusiano presentó
el proyecto de máquinas apaleantes; luego Macundro Cibernal opinó que lo mejor era
fundar cursillos y clubs de masaje. A continuación, un teórico eléctrico nuevo, Curuplo
Gargazón, proclamó que las nubes no se debían ordeñar, sino cosquillear ligeramente,
para que dieran la corriente por las buenas. Después de éste vino Fragorio de Leide y
Granófilo Donadie, inventor de los autofrotes, los frotes y las frotaciones, después Asesio
Sagalistos proclamó que además de pegar, se debía frotar lo que fuera, incluso a la
fuerza. Por culpa de estas diferencias de opiniones sobrevino un estado de irritación
general, la irritación se tradujo en palabrotas, las palabrotas en juramentos y los
juramentos en unas patadas, cuya víctima fue Fareus Purdeflax, príncipe y heredero del
trono de los Hojadelatos, lo que condujo a la declaración de guerra entre los Cobristas
Legarianos de la especie de Cuprominides, y el imnerio legariano de Laministas Fríos. La
guerra duró 38 años y luego otros doce, porque al finalizar la primera parte no se podía
distinguir entre los escombros quién había vencido, volviéndose a pelear por esta razón.
¡Ya puedes comprender que, de este modo, los incendios, la muerte, la falta general de
corriente, la deswatización, la baja completa de la tensión vital, en una palabra: la
«malapucia», según el nombre inventado por el pueblo, nos afligió por culpa de las ideas
malditas de este canalla aquí presente, ¡este engendro perverso del infierno!
—¡Mis intenciones eran buenas! ¡Lo juro a Su Lasernidad! ¡Hice trabajar mi mente para
la felicidad general, buscando sólo el bien! —chilló con voz aguda Malapucio, arrodillado,
temblándole la narizota. Pero el profesor le dio un puñetazo en la cabeza y siguió
hablando:
—Todo esto ocurrió hace 225 años. Como puedes suponer, mucho antes de la gran
guerra legariana, antes de la desgracia universal, Malapucius Caos murió después de
haber engendrado múltiples disertaciones teóricas, en las que sus emponzoñadas
pamplinas propagaba, hasta el fin muy contento de sí mismo, incluso lleno de admiración
hacia su persona, lo que hizo patente en su testamento, diciendo que merecía ser
nombrado «Benefactor Ultimativo de Legaria». Así que cuando las cosas se vieron de
cerca, ya no había a quién acusar ni pedir cuentas, a quién las chapas ir arrancando
lentamente para que sufriera. Sin embargo, yo, Vuestra Extranjeridad, habiendo
descubierto la Teoría de la Duplicación, me dediqué al estudio de los escritos de
Malapucio hasta que conseguí extraer de ellos su Algoritmo, que, puesto en una máquina
llamada Recreator Atomarius, crea ex atomis oriundum gemellum a cualquier individuo; en
este caso, a Malapucio Caos. Y esto es lo que nosotros hacemos y cada tarde en este
sótano el juicio sobre él celebramos; cuando le damos muerte, al día siguiente volvemos a
vengar a nuestro pueblo, ¡y así será por los siglos de los siglos!
Horrorizado, le contesté:
—¡Vuestras mercedes han debido perder el juicio si piensan que este ciudadano
inocente, al que, como dicen, cada noche de átomos en frío laminan, debe responder por
culpas, sean las que fueren, de un sabio muerto tres siglos atrás!
El profesor replicó:
—¿Quién es, pues, este narizotas arrodillado, si él mismo se da el nombre de
Malapucius Caos...? ¿Cómo te llamas, bestia nauseabunda?
—Ma... Mapalapucio Ca... os, Su Implacabilidad... —farfulló el narigudo.
—Sin embargo, no es el mismo —dije.
—¿Cómo sabes que no es el mismo?
—Porque tú mismo dijiste, profesor, que aquel murió.
—¡Pero lo resucitamos!
—A otro parecido, gemelo, pero no al mismo.
—¡Demuéstralo!
—No pienso demostrar nada —contesté— porque tengo en el puño una pistola de láser
y además sé muy bien, doctas personas, que el convite a la demostración encierra graves
peligros, ya que la no identicidad de la idéntica recreatio ex atomis individui modo
algoritmico es el famoso Paradoxon Antinomicum, o Labyrinthum Lemianum, descrito en
los libros de este filósofo, llamado también Advocatus Laborataris. ¡De modo que sin
demostración, pero bajo láser, soltad en el acto al de las grandes narices, y no os atreváis
a repetir los malos tratos!
—¡Gracias, Su Magnanimidad! —@gritó el de la casaca colorada, levantándose—.
¡Aquí —golpeó un bolsillo repleto— tengo nuevas fórmulas y recetas que de manera
exacta y sin errores pueden ofrecer el paraíso a los legarianos; se trata de un
acoplamiento posterior y no en serie; este último se metió por equivocación en mis
cálculos trescientos anos atrás! ¡Ahora mismo corro a realizar la gran novedad!
Y, en efecto, ya ponía la mano sobre el pomo de la puerta ante la vista de todos
nosotros, mudos de sorpresa. Entonces bajé el dormido brazo y ladeando la mirada dije al
profesor:
—Retiro mis postulados. Cumple tu deber...
Los cuatro se echaron con un rugido ahogado sobre Malapucio, lo prendieron, lo
echaron al suelo y se ocuparon de él con tanto celo, que al poco rato dejó de existir.
Entonces respiraron con alivio, se estiraron las casacas, arreglaron sus fajas algo rotas,
se inclinaron ante mí en silencio y salieron en fila del sótano. Me quedé solo con la pistola
de láser en la mano temblorosa, lleno de asombro y melancolía.
Esta fue la historia que el constructor Trurl narró como un ejemplo aleccionador al rey
Torturán de Ferrasia. Pero, como el monarca insistía exigiendo más explicaciones acerca
del perfeccionamiento nolineal, Trurl le contó lo que sigue:
—Encontrándome una vez en el planeta Bobalacia, pude ver los resultados de unas
actividades emprendidas en pro del perfeccionismo. Los bobalicios habían adoptado
mucho tiempo atrás un nombre diferente, el de hedófagos o felicítragos que, usado en
abreviación, se reducía simplemente a felices. Mi llegada coincidió con la plena Epoca de
Acopios en auge sobre el planeta: Cada bobalicio o, mejor dicho, feliz, vivía en un palacio
de su propiedad, fabricado para él por una automatoria (así llaman ellos a sus esclavas de
rodamientos rutilantes), rociado con aromas, incensado con inciensos, amado
eléctricamente, en oro y plata envuelto, revolcándose en joyas, paseando por las cámaras
del tesoro, de brocados centelleante, de doblones tintineante, con guardia en el jardín y
un harén de postín, de brillantes y rubíes recamado, y a pesar de todo esto, malhumorado
y dado poco a la alegría. ¡Esto les pasaba, a pesar de tener todo lo imaginable! En aquel
planeta cayó en desuso el pronombre reflexivo «se», ya que allí nadie se paseaba ni se
alegraba con una botella de Leyden ni se distraía ni se enamoraba, sino que los paseaban
unos Paseadores, los alegraban unas Alegradoras, los distraían unas Distractoras, y ni
siquiera podían sonreír, porque incluso esto lo hacían por ellos unos autómatas
especiales. Tan perfectamente en todo por las máquinas suplido y sustituido, el Feliz,
alias Hedófago alias Bobalicio, cargado de huríes y medallas que las serviciales
automatorias le suministraban y se las prendían en el pecho, de cinco a quince piezas por
minuto, cubierto de enjambres de minúsculas maquinitas de oro que lo perfumaban, le
daban masaje, le miraban amorosamente a los ojos, le susurraban dulcemente a los
oídos, le abrazaban las rodillas, se le ponían a los pies y lo besaban sin cesar donde
podían, el ciudadano de Bobalicia, repito, vaga por ahí, errabundo y solitario, en medio del
lejano estruendo de factorías gigantescas que se elevan a lo largo de todo el horizonte y
trabajan día y noche, soltando chorros de tronos de oro, cosquilladoras, gargantillas y
pantuflas de perlas, cetros, esferas, carrozas, charreteras, espinelas, chinelas, pianolas y
millones de otros objetos y maravillas para deleitar. Yendo por el camino tenía que
ahuyentar las máquinas que me proponían sus servicios, llegando a pegar en la cabeza y
tronco a las más insistentes, de tan ansiosas que estaban de hacer favores; finalmente, al
huir ante un rebaño entero de ellas, me encontré en las montañas, donde vi una
muchedumbre de aparatos recubiertos de oro que sitiaban la entrada de una gruta,
cerrada con un peñasco, donde se podía vislumbrar por una rendija los ojos llenos de
astucia de un bobalicio que se había refugiado allí, batido en retirada ante la felicidad
universal. Al notar mi presencia, las máquinas se precipitaron para abanicarme y darme
masaje, contarme cuentos en voz baja, besarme las manos, proponerme tronos, etc. Me
salvé tan sólo gracias a la misericordia del refugiado de la gruta, que apartó la piedra y me
dejó entrar. Estaba muy oxidado, pero nada molesto por ello. Me reveló que era el último
sabio que quedaba en Bobalicia y empezó, sin perder tiempo, a convencerme de que el
bienestar, cuando era excesivo, hacia más daño que la pobreza. No tuvo que esforzarse
mucho, por cuanto yo mismo estaba seguro de ello. ¿Acaso no equivale el tenerlo todo a
no tener nada? ¿Y cómo se puede decidir y escoger cuando el ser racional, rodeado de
todos los paraísos del mundo, se vuelve indiferente ante la posibilidad automática de ver
cumplidos todos sus deseos? Durante la conversación con aquel sabio, que se llamaba
Trisuvio Paidocleón, los dos llegamos a la conclusión de que si no se introducían pronto
grandes desinventos y un Desperfector-Complicador-ontológico, no se evitaría un
desenlace trágico de la situación. Trisuvio llevaba mucho tiempo elaborando la teoría de
la complicatórica en el sentido de la desfacilitación de la existencia. Sin embargo, su
teoría adolecía de un error básico, que yo le hice ver: lo que él pretendía era eliminar
sencillamente las máquinas con la ayuda de otras máquinas nuevas, tales como
tragadoras, atormentadoras, aplastadoras, pegadoras y machacadoras. Sería como si se
quisiera ahuyentar al diablo con la ayuda de Satanás, pensando que, en vez de
complicarse, se simplificarían las cosas. La historia no es, como sabemos, reversible, y el
único camino que lleva hacia los buenos tiempos pasados son los sueños y las utopías.
Los dos salimos luego para dar un paseo por una gran planicie, toda sembrada de una
capa de doblones, tan gruesa que los pies se hundían en el oro. Espantando con unas
ramas nubes de aparatos placerificos que nos seguían, contemplábamos cantidades de
bobalicios-hedófagos yacentes en el suelo sin conciencia, victimas de electroembriaguez
y exceso de mimos y caricias. Si no fuera porque tenían hipo, se hubiera podido pensar
que estaban muertos. Vimos también a unos habitantes de autopalacios entregados a
ciberbroncas y desmanes de la cura: había quien azuzaba unas máquinas contra otras o
rompía jarros de gran valor y joyas, porque ya no podía aguantar más tanta belleza; otros
disparaban cailonazos contra piedras preciosas, guillotinaban zarcillos y diademas de
brillantes o los partían en la rueda; otros aun se escondían en los tejados y desvanes ante
la dulzura de la vida u ordenaban a las máquinas que les pegaran. Unos lo hacían todo a
la vez, otros por turnos. Sin embargo, no sacaban de ellos gran ayuda: todos perecían por
exceso de mimos, aunque no siempre del mismo modo. Di a Trisuvio el consejo de no
parar las factorías, porque la penuria de cosas buenas es tan mala como el exceso de
ellas; pero él, en vez de trabajar más a fondo su complicatórica ontológica, procedió a la
voladura de automatorias. Hizo muy mal, ya que luego sobrevino una pobreza negra que
él no llegó a ver: un día lo pilló una manada de autogalanteadores, se le adhirieron
flirteadores y seductoras, lo metieron en una cámara de besos, lo atontaron con los
abrazaderos, lo desquiciaron y lo ahogaron como unas lianas, de modo que rindió el alma
por exceso de caricias, gritando ¡Socorro! y se quedó en la planicie en su armadura corta,
chamuscada por la pasión mecánica, sepultado entre montones de doblones.
—¡Esta fue la triste suerte de un sabio no demasiado inteligente, Majestad! —dijo Trurl
para terminar su narración.
Sin embargo, viendo que el rey no quedaba del todo satisfecho, exclamó:
—¿Qué es lo que Su Majestad desea en realidad?
—¡Constructor! —contestó Torturán—. Dices que tus parábolas son aleccionadoras,
pero yo no lo veo. Lo que pasa es que son divertidas y por esta razón deseo que
continúes contándomelas sin cesar.
—Señor —le dijo Trurl—. Su Majestad quería enterarse de qué era la perfección y
cómo se lograba. No obstante, veo que no tienen acceso a su mente los profundos
pensamientos y enseñanzas que fecundan mis relatos. Ahora comprendo que no quiere
aprender, sino distraerse. Aun siendo así, cuando Su Majestad me escucha, las palabras
que penetran poco a poco en Su mente se instalan y van a actuar a semejanza de una
bomba de relojería. Animado con esta esperanza, le contaré un acontecimiento casi
verdadero, complicado y prodigioso, del cual puede tal vez sacar provecho también su
Consejo de la Corona.
¡Escuchen, Señores, la historia de Braguetano, rey de Cembrios, Deutones y Nogodos,
a quien la lujuria llevó a la perdición!
Braguetano descendía del noble linaje de Los Roscados, que se dividía en dos ramas:
los Derechos, que ejercían el poder, y los Izquierdos, llamados también Levógiros,
apartados del trono y llenos de rencor y odio hacia la rama reinante. El progenitor de
Braguetano, Colericio, se casó en boda morganática con una simple máquina de pueblo
que cosía polainas y suelas para las botas. Su hijo heredó por parte materna un carácter
violento e iracundo, y por la paterna la inclinación al temor, matizada de lubricidad.
Conociendo estos rasgos suyos, los Roscados Izquierdos, enemigos del trono, tramaron
el proyecto de servirse de ellos para que su propia lujuria perdiera al rey. Le enviaron a
este fin a un Cibernero llamado Lístulo, especialista en la ingeniería de almas, que pronto
supo granjearse la simpatía del rey hasta tal punto, que fue nombrado por éste Arzolisto
del Reino. Lístulo empleó toda su listeza para inventar varios modos de satisfacer las
pasiones de Braguetano, esperando que lo debilitarían y le estropearían la salud, hasta
que el rey entregara el alma y dejara huérfano el trono. Para conseguir sus propósitos, le
construyó una sala de amar y un erotódromo y le organizó ciberorgías, pero la naturaleza
férrea del monarca resistía todos los excesos. Los Roscados Izquierdos perdieron la
paciencia y exigieron que su emisario se diera más prisa en llevar a cabo su misión,
recurriendo para ello a los métodos más refinados que conociera.
—¿Debo provocarle un cortocircuito al rey —les preguntó Lístulo durante una reunión
secreta celebrada en los sótanos del palacio— o desimantarle la memoria para que se
vuelva loco de remate?
—¡Jamás! —le contestaron los Izquierdos—. ¡No queremos que la muerte del rey pese
sobre nuestra conciencia! ¡Que Braguetano reviente por culpa de su libido! ¡Que lo mate
su propia lujuria, y no nosotros!
—Bien —dijo Lístulo—. En este caso, le prepararé una trampa tejida de sueños;
primero lo excitaré con un señuelo para que lo pruebe y se aficione. Una vez despertado
su apetito, él mismo buscará locuras imaginarias, y cuando entre en el engaño de los
sueños, allí le esperaré yo con una erotomanía tan gorda que no volverá vivo al mundo
real.
—Vale, vale —dijeron los Izquierdos—. No presumas tanto, Cibernero, porque no nos
hacen falta palabras, sino hechos, para que Braguetano se convierta en autoregicida, es
decir asesino de sí mismo.
Desde aquel día, el Cibernero Lístulo se dedicó por entero a sus negros propósitos.
Trabajó durante un año, exigiendo sin cesar al tesorero del reino nuevos bloques de oro,
cobre, platino y montones de piedras preciosas; cuando Braguetano se impacientaba, le
decía que estaba construyendo para él cosas que ningún monarca del mundo tenía.
Al cabo de un año, en una procesión solemne, fueron sacados del laboratorio
cibernético tres armarios de un tamaño tan importante que hubo que colocarlos en el
vestíbulo de los apartamentos privados del rey, porque no pasaban por la puerta. Al oír
los ruidos y las pisadas de los porteadores, salió Braguetano de sus aposentos y vio tres
enormes y sólidos armarios de cuatro estancias de altura por dos de anchura, cuajados
de piedras preciosas. El primero, que llevaba el nombre de «Cajón Blanco», estaba
revestido de madreperla e incrustado de albitas refulgentes, el segundo, negro como la
noche, todo él de ágatas y moriones, y el tercero, de un rojo cegador, hecho de rubíes y
espinelas. Los tres tenían las patas de oro, esculpidas en forma de grifos, marcos de
puerta de oro y, en el interior, pulpa electrónica llena de sueños que se soñaban solos, sin
necesidad de testigos ni participantes. Se quedó muy asombrado el rey Braguetano al oír
estas explicaciones, y exclamó:
—¿Qué cosas me estás contando, Lístulo...? ¿A santo de qué los armarios han de
soñar? ¿Qué ventaja saco yo de ello? Además, ¿cómo se puede saber si lo hacen de
verdad?
Entonces Lístulo se inclinó con respeto ante él y le enseñó hileras de agujeritos
perforados en las puertas de arriba abajo, con letreros de madreperla junto a ellos, en los
que el rey leyó, sorprendido:
«Sueño guerrero con fortalezas y damas»; «Sueño de filtro de amor con
destornillador»; «Sueño sobre el caballero Firtán y la bella Ramolda, hija de Heterico»;
«Sueño sobre cibermarinos y cibermarinas»; «El lecho de la princesa Hopsala»;
«Cibcañón o cañón sin pólvora ni balas»; «Salto erotal, o la acrobacia amorística»; «Dulce
sueño entre los brazos de Octapina acariciadora y óctuple»; «Perpetuum amorabile»;
«Cuando la luna crece, el amor se enardece»; «Desayuno con doncellas y música»; «Qué
hacer para que el sol caliente deleitando»; «La noche de bodas de la princesa Donadia»;
«Sueño sobre un hueso travieso»; «Sueño gatuno»; «¡Por lo que más quieras!»;
«Ciberorgias frutales, tales como peras perniciosas, compota de cicuta y las ciruelas
deliciosas»; «Cómo el tórtolo y la tórtola retozaban»; «Sueño deleitoso sobre juergas y
jergones»; «Mona Lisa, o el laberinto de dulce infinidad».
El rey pasó al armario siguiente y leyó:
«Sueños, dormitaciones y juegos». Un poco más abajo ponía: «Al ahorcado trucado»;
«A lo salado y pimentado»; «A Clopstock y los críticos»; «A la niña de mis ojos»; «A pan y
agua»; «A la mantita con ventanita»; «A las mironas»; «A moco tendido y coco caído»; «A
la verdugotecnia, o cortes y recortes»; «Al alegre cibergolfo»; «A la ciberdiosa»; «A la
ciberbayadera»; «Al ciberbero y cibermora»; «A la cibergallinita ciega».
El rey miraba todo aquello sin comprender gran cosa, pero Lístulo, el ingeniero de
almas, le explicó rápidamente que los sueños se soñaban a sí mismos sólo mientras no
se conectaran las clavijas, que colgaban en cada armario de una cadena de reloj, en el
par de agujeritos correspondientes. Se operaba entonces una unión tan perfecta entre la
persona y el sueño escogido, que se lo vivía, hecho realidad, con vista, tacto y los demás
sentidos. La curiosidad de Braguetano se puso al rojo VIVO. Cogió las clavijas, fingiendo
que no daba importancia al asunto, y las metió en un enchufe del Armario Blanco, donde
el letrero decía: «Desayuno con doncellas y música». Apenas conectado, siente el rey que
la espalda se le cubre de púas y que le crecen dos alas enormes, que sus brazos y
piernas se convierten en cuatro patas anchas y garrudas, y que su boca, guarnecida de
seis hileras de colmillos, exhala humo de azufre con llamitas. Se extrañó mucho y quiso
carraspear, pero de su garganta salió un rugido atronador que hizo temblar la tierra.
Entonces se pasmó más todavía, abrió los ojos de par en par, disipó las tinieblas con su
propio hálito de fuego y vio que le traían en unas sillas de manos verdes como lechuga,
con visillos, unas doncellas preciosas, cuatro en cada silla, tan aromáticas que la boca se
le hizo agua. La mesa ya estaba lista, los cubiertos puestos, aquí sal, allí pimienta, de
modo que se lamió las fauces, se sentó cómodamente y se puso a sacarlas de las sillas,
una por una, como si desgranara los guisantes de su vaina. Eran tan sabrosas que los
ojos se le nublaban de placer. Sobre todo la última, más metida en carnes que las otras,
le gustó tanto que chasqueó la lengua, se acarició la barriga y quiso pedir que le trajeran
más de la misma clase, pero entonces tuvo como un sobresalto y se despertó. Al
despertarse se vio otra vez en el vestíbulo del palacio, junto al Arzolisto Listulo, ante los
armarios autosoñadores, refulgentes de piedras preciosas.
—¿Eran buenas las doncellas? —preguntó Listulo.
—No estaban mal. Pero ¿y la música, qué?
—El disco se encalló en el armario –contestó el Cibernero—. ¿No le gustaría a Su
Majestad probar otro sueño suculento?
Si que le apetecía al rey hacerlo, pero no del mismo armario. Se acercó al Negro y
conectó con el sueño titulado «Sobre el caballero Firtán y la bella Ramolda, hija de
Heterico.»
Mira por todas partes el monarca y ve que se encuentra en la época románticoeléctrica,
en un bosquecillo de abedules, revestido de acero de pies a cabeza, con un dragón recién
vencido por delante; un poco más lejos susurraban unos árboles, soplaba una brisa
perfumada y se deslizaba un riachuelo. Se contempló en el agua y por su reflejo
comprendió que él mismo era Firtán, caballero de alta tensión, héroe incomparable. Sus
mismas armaduras eran la crónica de sus hazañas, que el rey recordaba como si fueran
suyas. La abolladura de su visera era el recuerdo de un puñetazo que le había asestado
en el último sobresalto premortuorio Morbidor, un enemigo vencido; las visagras de las
grebas se las había roto Cupferino Paleonte; los remaches de las hombreras llevaban
huellas de los mordiscos que le había dado antes de morir Rápito el Azulenco; las rejillas
estaban hundidas por el golpe postrero de Monstericio Lujurián, y todas las tuercas,
codales, botones, rejas delanteras y traseras, hebillas, cerrojos y rodilleras llevaban
impresos los vestigios de enfrentamientos guerreros. El escudo estaba chamuscado por
los chispazos de los choques de acero; sólo la espalda, limpia y sin el menor orín como la
de un niño, demostraba que nunca se había batido en retirada ante la fuerza del
adversario. A decir verdad, al rey le dejó bastante indiferente todo esto, ya que esta clase
de gloria ni le iba ni le venía. Sin embargo, al recordar a Ramolda, montó a caballo y se
puso a buscarla por todo el sueño. En su búsqueda llegó al castillo-fortaleza de su padre,
el príncipe Heterico; retumbaron los maderos del puente levadizo bajo el corcel y el jinete,
y el príncipe en persona salió a su encuentro con los brazos abiertos para saludarle y
ofrecerle su hospitalidad.
El caballero tenía prisa por ver a Ramolda, pero no estaba bien que preguntara por ella
así, de entrada. Mientras tanto, el viejo príncipe le dijo que en el castillo había otro
huésped, Vinoduro, de la estirpe de Poliméricos, maestro en esgrima de cuerpo elástico,
que tenía gran interés en medirse en duelo con el propio Firtán. En ésas apareció
Vinoduro, flexible y rápido, se acercó y dijo:
—¡Sepas que deseo a Ramolda de alta presión, de caderas de mercurio, de pecho que
ni un diamante podría rascar, de magnética mirada! ¡Te la han prometido a ti, pero yo te
reto ahora mismo a una lucha sin cuartel, para ver quién la llevará al altar!
Aquí echó a los pies de Firtán un guante blanco, de nylon.
—¡La boda se hará en seguida después de la justa! —añadió el padre-príncipe.
—Como quieran, señores —dijo Firtán, y Braguetano, dentro de éste, pensó:
«¡Después de la boda, si quiero, me despierto, qué más me da! ¡De todos modos, el
diablo mandó aquí a ese Vinoduro!»
—Pues bien, caballero, hoy mismo te encontrarás en el terreno de duelo con Vinoduro
Polimérico aquí presente —dijo el príncipe—. Lucharéis a la luz de las antorchas; ahora
hacedme el favor de entrar en mi morada.
Se sintió un poco inquieto Braguetano dentro de Firtán, pero ¿qué remedio le
quedaba? Se fue a la cámara que le fue designada y, al poco rato, toc-toc a la puerta, y a
escondidas y de puntillas entró una vieja ciberbruja, le guiñó el ojo y le dijo en voz baja:
—No temas nada, bizarro caballero, conquistarás a la bella Ramolda y hoy mismo
descansarás tu cabeza sobre su seno de plata. ¡Ella te ama y sueña contigo noche y día!
¡Recuerda esto; has de atacar a Vinoduro con arrojo y valentía, él no te hará ningún daño!
¡Vencerás!
—Es muy fácil hablar, querida ciberbruja —contestó el caballero—, pero ¿si hay algún
fallo? ¿Si resbalo, o no me cubro a tiempo? ¡No puedo arriesgarme a la ligera! ¿No
sabrías de una hechicería segura?
—¡Ji, ji, ji! —se rió roncamente la vieja—. ¡No, señor mío de acero! No conozco
hechicerías, ni las necesitas. ¡Sé perfectamente lo que pasará y te garantizo que
vencerás, como dos y dos son cuatro!
—En cualquier caso, una buena hechicería sería mucho más segura —le contestó el
caballero—, sobre todo en un sueño. ¡Oh, a propósito! ¿No te manda acaso Lístulo para
que me hagas sentir seguro de mí mismo?
—No conozco a ningún Lístulo —dijo la ciberbruja—, y no sé de qué sueño me hablas;
estás en vela, caballero de acero. ¡Pronto te convencerás de ello, cuando Ramolda te
deje besar su boca magnética!
—Me extraña... —gruñó Braguetano, sin pensar más en la ciberbruja y sin ver que
había abandonado la estancia tan sigilosamente como había entrado—. ¿Y si no fuera un
sueño? Me parecía... Ella dijo que estábamos en vela. Hum... es difícil decir. En cualquier
caso, hay que tener mucha prudencia.
¡Pero ya suenan las trompetas, ya se oyen los pasos de las huestes armadas, las
galerías rebosan de gente y todos esperan a los dos valientes. Entra en las lides Firtán,
las piernas le flaquean un poco, ve cómo la bella Ramolda lo mira con mirada tierna, ¡pero
ahora le tienen sin cuidado sus ternuras! Aparece Vinoduro en el patio de armas
iluminado con miles de antorchas, las dos espadas se cruzan con estrépito. Entonces
Braguetano se asusta de veras y decide despertarse a toda costa. Hace grandes
esfuerzos, pero la armadura se mantiene firme, el sueño no lo suelta y el enemigo ataca.
Chocan cada vez más raudas las hojas de acero, el brazo de Braguetano va perdiendo
fuerzas, cuando de pronto su enemigo grita y enseña su espada, rota. Quiere abalanzarse
sobre él el caballero, pero Vinoduro sale del ruedo para coger otra espada de las manos
de sus asistentes. En aquel momento la ciberbruja se separa de los espectadores, se
acerca a Firtán. y le susurra al oído:
—¡Señor de acero! Cuando os encontréis junto al portal que lleva al puente, Vinoduro
bajará la espada. Dad entonces un golpe fuerte; ¡será la señal segura de vuestra victoria!
La ciberbruja desapareció como una exhalación, mientras el adversario llegaba
corriendo con una espada nueva en la mano. Vuelven a luchar, Vinoduro asesta golpes
como si trillara mieses con un mayal, y de repente se debilita, para los golpes con menos
fuerza, se presenta una ocasión propicia a Firtán, pero el sable que brilla en la mano del
otro sigue dándole miedo. Entonces Braguetano se concentró y pensó: «¡Al diablo con
Ramolda y sus encantos!», se dio la vuelta y huyó en las tinieblas de la noche por el
puente levadizo, haciendo retumbar las traviesas con las zancadas que daba. Galopó
hacia el bosque, perseguido por el clamor de voces airadas que vilipendiaban su
cobardía, dio de cabeza contra un árbol con tal ímpetu que vio las estrellas, parpadeó y
descubrió que se encontraba en el vestíbulo del palacio delante del Armario Negro
autosoñador, en compañía de Lístulo, el ingeniero de almas, que le miraba con una
sonrisa forzada en los labios. Bajo esta sonrisa se ocultaba una terrible decepción, ya que
el sueño de Firtán y Ramolda era una trampa maquinada contra el rey: si Braguetano
hubiera escuchado los consejos de la vieja ciberbruja, Vinoduro, que sólo fingía la
debilidad, le hubiera traspasado el pecho con su espada junto a la puerta del castillo, pero
la enorme cobardía del rey le había salvado la vida.
—¿Lo pasó bien con Ramolda, Majestad? —preguntó el malévolo ingeniero.
—¡Ca! ¡La dejé porque no valía gran cosa! —dijo Braguetano—. Además, hubo allí
peleas y broncas. Quiero sueños sin armas y sin luchas. ¿Entiendes?
—Como Su Majestad diga —contestó Lístulo—. Dígnese escoger: en todos los sueños
de los armarios le esperan tantas delicias...
—Ya veremos —dijo el rey, y se conectó con el sueño llamado «El lecho de la princesa
Hopsala».
En seguida se vio en un aposento bellísimo, todo tapizado de brocados. De los cristales
caían fulgores diáfanos como el agua, y a su luz la princesa se preparaba para la noche,
bostezando, ante un tocador de madreperla. Sorprendido, Braguetano quiso carraspear
para manifestar su presencia, pero ni un sonido salió de su boca. ¿Estaría paralizada?
Intentó tocársela para ver qué pasaba, y también le fue imposible. Probó a mover una
pierna: tampoco pudo. Entonces se asustó y buscó con la mirada dónde sentarse, porque
se sentía desmayado de miedo, e incluso esto fue en vano. Entretanto la princesa seguía
bostezando, hasta que de pronto se tiró sobre el lecho, vencida por el sueño, con tanto
ímpetu que el rey Braguetano chirrió entero, ¡porque él en persona era el lecho de la
princesa Hopsala! La dama debía de tener pesadillas, ya que daba vueltas sin cesar,
aporreaba al rey con los puñitos y piesecitos tanto y tan fuerte, que una gran ira embargó
a la real persona convertida en lecho por el sueño. Hizo el rey grandes esfuerzos, forcejeó
tanto consigo mismo, que se le soltaron las junturas, se le cayeron las cuñas, las patas se
le desprendieron y rodaron hacia los rincones, la princesa se fue al suelo chillando, y él
mismo, despertado por su propia desintegración, se encontró de nuevo en el vestíbulo,
junto a Lístulo Cibernero, inclinado en un respetuoso saludo.
—¡Chapucero! —gritó el rey—. ¿Cómo te atreves? ¿Por quién me has tomado? ¿He de
ser un lecho para que otros se acuesten en él? ¡Has perdido todo el decoro, majadero!
Se asustó mucho Lístulo viendo al rey tan enfadado y se puso a suplicarle que le
perdonara el error cometido y se dignara probar algún otro sueño. Con tanta persuasión lo
hizo, que el rey se dejó convencer, cogió con la punta de los dedos las clavijas y se
conectó con el sueño titulado «Dulce sueño entre los brazos de Octopina acariciadora y
óctuple». Al momento se encontró entre multitudes de curiosos en una gran plaza, por
donde pasaba un cortejo deslumbrante de ricas sedas, elefantes mecánicos, gasas y
palanquines de ébano. Entre ellos iba uno, parecido a una capilla dorada, llevando tras
ocho velos de sutiles gasas a una dama de angelical belleza, de rostro diamantino, mirada
galáctica y aretes de alta frecuencia. El rey, encandilado, sintió un escalofrío en la espina
dorsal; ya abría la boca para preguntar quién era aquella persona de hermosura y porte
celestiales, cuando oyó el murmullo de la muchedumbre, lleno de admiración:
—¡Octopina! ¡Mirad, mirad, ya se acerca! ¡Octopina! ¡Octopina!
En efecto, justo aquel día se celebraban con gran pompa y magnificencia los
esponsales de la hija del rey con un caballero de allende los mares, llamado Ensueñor.
Cuando el cortejo hubo pasado y desaparecido tras las puertas del palacio real,
Braguetano, sorprendido de no ser él aquel caballero, se marchó con otros espectadores
a una fonda vecina. Allí vio a Ensueñor, sin más prendas que unas calzas de acero
damasquinado claveteadas con clavos de oro, con una jarra de iontoforesis casi vacía en
la mano, quien, al ver entrar al rey, se le acercó, le abrazó, le apretó sobre su pecho y le
susurró al oído, quemándolo con su aliento.
—Tengo una cita con la princesa Octopina en el patio de palacio, en el bosquecillo de
arbustos espinosos, junto a la fuente de mercurio, a medianoche, mas no puedo ir, porque
de tanta felicidad he tragado demasiada bebida. Te suplico, extranjero, parecido a mi
como una gota de agua a otra, que vayas en mi lugar y beses la mano de la princesa,
haciéndote pasar por Ensueñor. ¡Te lo agradeceré hasta el fin de mis días!
El rey se lo pensó un poco y dijo:
—¿Por qué no? Puedo ir. ¿Ha de ser en seguida? ¡Sí, sí! ¡Date prisa, la medianoche
ya está cerca! Recuerda solamente esto: el rey no sabe nada de la cita. Nadie lo sabe,
excepto la princesa y un viejo guardián de la puerta. Le darás, si no te deja pasar, esta
bolsa llena de doblones y todo irá como una seda.
El rey asintió con la cabeza, cogió la bolsa de doblones y se fue corriendo al castillo,
porque ya los relojes anunciaban la medianoche en la voz de un búho de hierro fundido.
Atravesó sigilosamente el puente levadizo, se inclinó para evitar las puntas de la reja que
colgaba de la bóveda del portal, y vislumbró en el patio, bajo un arbusto espinoso, junto al
surtidor de mercurio, la maravillosa figura de la princesa Octopina, brillante como la plata
a la luz de la luna, tan tremendamente deseable que tembló de pies a cabeza.
Al observar los temblores y sobresaltos del rey dormido en el vestíbulo de palacio,
Lístulo se frotaba las manos con una risa perversa, convencido de que la perdición del rey
era segura. ¡El sabía cuán terribles abrazos iba a dar Octopina, la amante óctuple, a su
infeliz enamorado! ¡El sabía con qué ventosas amorosas iba a arrastrarle a las
profundidades del sueño, para que nunca más pudiera volver a la vigilia! Y, en efecto,
Braguetano, espoleado por el deseo, se deslizaba a lo largo del muro, a la sombra de los
balcones, hacia donde brillaba bajo la luna la angelical figura. cuando de pronto le cerró el
camino el viejo guardián, cruzándole la alabarda ante el pecho. El rey tendió la mano con
los doblones, pero, al notar su peso seductor y entrañable, sintió una gran pena y pensó:
«¿Tiene sentido malgastar una fortuna por un abrazo?»
—Toma un doblón —dijo, desatando los cordones de la bolsa— y déjame entrar.
—Quiero diez —contestó el guardián.
—¡Diez doblones por estar allí un momento! ¡Estás loco! —exclamó el rey, estallando
en una carcajada.
—Es el precio —observó el guardián.
—¿No me rebajarías ni un doblón?
—Ni uno, extranjero.
—¡Habráse visto! —vociferó el rey, de naturaleza pronta al enfado—. ¡Qué caradura!
¡No te daré nada, villano!
Entonces el guardián le dio con la alabarda en la cabeza, tan fuerte que por poco se la
parte, y Braguetano se hundió en la nada junto con los balcones, el patio, el puente
levadizo y el sueño entero. Cuando al cabo de un segundo volvió a abrir los ojos, vio que
estaba al lado de Lístulo, frente al Armario de los Sueños. Se turbó extraordinariamente el
Cibernero y se dijo para sus adentros: «Ya van dos veces que me falla; la primera por
culpa de la cobardía del rey, y la segunda, por culpa de su avaricia». Sin embargo, puso
buena cara al mal tiempo y rogó al rey que consolara su alma soñando otro sueño
atractivo.
Braguetano escogió el sueño llamado «Sueño de filtro de amor con un destornillador»,
convirtiéndose al instante en Paralisio, soberano de Epileponto y Malacia, anciano
viejísimo, lleno de achaques y tembleques, de una lascivia tremenda, cuya alma ansiaba
hechos delictivos. Pero ¿cómo satisfacerla, si las articulaciones crujen, las manos no
obedecen a las piernas, ni las piernas a la cabeza? «Tal vez vuelva a encontrarme
mejor», pensó, y mandó a sus caudillos, los degenerales Eclampton y Torturio, a que
decapitaran y quemaran lo que pudieran, trayendo botín y esclavas. De modo que se
fueron, decapitaron, quemaron, pillaron lo que podían y, al volver, dijeron al rey estas
palabras:
—¡Señor, Majestad y Soberano nuestro! ¡Hemos decapitado y quemado lo que
pudimos y aquí le traemos el botín de guerra, una prisionera, la bella Adoricia, princesa de
los Encos y Pencos, junto con todo su tesoro!
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Con el tesoro? —balbuceó el rey con voz temblorosa—. ¿Dónde?
No veo nada. ¿Qué es lo que chirría por ahí y cruje?
—¡Es aquí, en este sofá regio, Majestad! —gritaron a coro los degenerales—. ¡Los
chirridos los provocan los movimientos de la prisionera, la más arriba mencionada
princesa Adoricia, sobre el tapizado del sofá, cuajado de perlas! ¡Y lo que cruje es su
vestido tejido de hilos de oro! ¡El vestido se mueve, ya que la bella Adoricia está
sollozando, pues lamenta su humillación!
—¿Eh? ¿Cómo? ¿La humillación? Esto me gusta, me gusta mucho —consiguió
pronunciar el rey, tosiendo—. ¡Traédmela aquí, la voy a abrazar y a deshonrar!
—Su Majestad no puede hacerlo. La razón de estado se opone —se entrometió el
principal medicador del rey.
—¿Qué? ¿No puedo deshonrarla? ¿Profanarla un poquito? ¿Te has vuelto loco? ¿Yo
no puedo? ¿Y qué otra cosa hice durante toda la vida?
—Es precisamente por eso, Majestad —trató de persuadirle el medicador principal—.
¡Su Majestad podría perjudicar su salud!
—¿Ah, si? Dadme entonces eso... una hachita, y yo la eso... decapitaré...
—Con el permiso de Su Majestad, tampoco esto está indicado, por ser un ejercicio
fatigante...
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Entonces, de qué me sirve todo este lío de reinar? —farfulló el rey
con voz ronca, desesperado—. ¡Ponedme un tratamiento! ¡Reforzadme! ¡Rejuvenecedme
para que pueda... eso... como en mis buenos tiempos...! ¡Porque si no, yo os... a todos...
aquí... eso...!
Se asustaron los cortesanos, los degenerales y los medicadores, ¡y se pusieron a
buscar maneras de rejuvenecer a la real persona! Finalmente pidieron ayuda al
mismísimo Calculio, un sabio de primera categoría. Este vino y preguntó al rey:
—¿Me quiere decir, Majestad, qué es lo que desea?
—¿Eh? ¿Qué es lo que deseo? ¡Vaya una pregunta! —siseó el rey en medio de un
ataque de tos—. ¡Quiero lujurias, obscenidades, quiero mis orgías de antaño y, sobre
todo, quiero deshonrar como es debido a la princesa Adoricia, que guardo de momento en
el calabozo! ¿Entiendes?
—Hay dos caminos y dos maneras de conseguirlo —contestó Calculio—. O Su
Majestad tiene a bien escoger a una persona digna de confianza que hará per procuram
todo lo que a Su Majestad le placería hacer: conectándose a esta persona con un cable,
Su Majestad sentirá todo lo que ella haga como si actuara por sí mismo. O bien habrá que
llamar a la vieja ciberbruja que vive en el bosque, lejos de la ciudad, en una casita con
tres patas: es una renombrada especialista de geriatría y cuida con éxito a las personas
mayores.
—¿Ah, sí? Bueno, para empezar probemos lo del cable —gruñó el rey.
Se hizo, pues, como él mandaba: los electricistas unieron al jefe de la guardia
palaciega con Su Malestad y la primera orden que el rey le dio fue la de aserrar en dos
mitades al sabio Calculio: Paralisio consideraba que el hecho era lo bastante feo para
gustarle, ya que de momento no deseaba otra clase de diversión. El pobre Calculio
sucumbió a pesar de sus súplicas y gritos, pero, como durante el aserrado se rozó el
aislamiento del cable, el rey sólo pudo disfrutar con la primera parte del espectáculo.
—No vale nada este método. Con razón mandé aserrar a este seudosabio —masculló
el rey—. ¡Que traigan a la vieja ciberbruja de la casita con tres patas!
Corrieron los cortesanos al bosque y al poco tiempo llegó a los oídos reales una
canción nostálgica que decía:
—¡Curo a los ancianos! ¡Medico, arreglo, regenero, remonto, reduzco tumefacciones,
unto articulaciones, corrosiones, parálisis, hago electrólisis, contra el temblor de viejos
conozco buenos manejos, hago mis buenos servicios sin esperar beneficios...!
La ciberbruja escuchó las quejas del rey, hizo una profunda reverencia ante el trono y
dijo:
—¡Señor Grande y Poderoso! Lejos, muy lejos de aquí, tras la Montaña Pelada, hay
una fuentecita de la cual mana un reguero de aceite llamado de ricimón, que se usa para
preparar un filtro de amor, conocido por el nombre de filtro de amor destornillador, y que
tiene un tremendo poder rejuvenecedor. ¡Una cucharada de las de sopa quita cuarenta y
siete años de edad! Hay que cuidar de no tragar demasiado, porque uno puede
desaparecer por completo si se rejuvenece en exceso. Si Su Majestad me permite, le voy
a preparar aquí mismo esta incomparable medicina.
—Encantado —contestó el rey—. ¡Que preparen a la princesa Adoricia! ¡Que le digan
lo que le espera, ji, ji!
Excitado, con las manos temblorosas, sus tornillos aflojados, manoseaba, rezongaba,
hipaba, renqueaba, incluso daba un brinco de vez en cuando, ya que en su gran vejez
había vuelto a la infancia, aunque sin curarse de sus manías viciosas.
Ya traen el aceite los caballeros, se cuecen los brebajes, humean los humos, se nublan
las nieblas encima del caldero de la vieja ciberbruja, que al fin corre hacia el trono, cae de
rodillas, tiende al monarca una copa llena hasta los bordes de un liquido lustroso como el
mercurio, y dice con voz de trueno:
—¡Rey Paralisio! He aquí el filtro de amor destornillador que rejuvenece, refuerza,
aporta coraje guerrero y rigor en el amor. ¡A quien apure la copa, no le sobrarán castillos
para quemar y vírgenes para tomar en la Galaxia entera! ¡Bebe, y... salud!
El rey cogió la copa e hizo caer unas gotas sobre el escabel bajo sus pies. El escabel
saltó como un tigre, golpeó furiosamente el suelo y se echó sobre el degeneral Eclampton
para infligirle un tremendo ultraje: ¡en menos de un segundo le arrancó seis puñados de
medallas por lo menos, sin que nadie pudiera oponerse!
—¡Beba, Majestad, no se lo piense! —animó al rey la ciberbruja—. ¡Ya ve que es una
medicina milagrosa!
—Bebe tú primero —dijo el rey en voz baja, propia de los ancianos viejísimos.
La ciberbruja se puso pálida, retrocedió, rechazó la copa; pero a un gesto del rey la
cogieron tres soldados, le metieron un embudo en la boca y por la fuerza le hicieron beber
unas gotas de aquel cocimiento lustroso. ¡Un relámpago, una humareda! Miran los
cortesanos, mira el rey, aunque muy miope: ¡de la ciberbruja, ni rastro! Sólo quedó un
agujero negro y chamuscado en el suelo; a través de él se veía otro agujero, ya entre la
vela y el sueño y dentro de él, al fondo, un pie elegantemente calzado, con un calcetín
quemado y una hebilla de plata, oscura como si la hubiera corroído un ácido. El pie, el
calcetín y el zapato pertenecían a Lístulo, el Arzolisto del rey Braguetano. ¡Tan terrible
fuerza tenía el veneno llamado por la ciberbruja el filtro de amor destornillador, que no
sólo a ella y al suelo, sino al mismo ensueño traspasó de parte en parte, salpicó la
pantorrilla de Lístulo y le hizo unas quemaduras! El rey, asustadísimo, quiso despertarse,
pero, por suerte para Lístulo, el degeneral Torturio tuvo tiempo de darle antes un buen
bastonazo en la cabeza, gracias a lo cual Braguetano al despojarse no recordaba en
absoluto lo que le había pasado en el sueño. Lo cierto es que por tercera vez escapó con
vida de la trampa de ensueño, preparada para él con toda alevosía, debiéndoselo en este
caso a la inmensa desconfianza que sentía hacia todo el mundo.
—Soñé con algo, pero no recuerdo qué —dijo el rey, otra vez de pie ante el Armario
Autosoñador—. Pero ¿por qué, Cibernero mío, saltas sobre una pierna, sosteniéndote la
otra con las manos?
—Es ciberreuma... Majestad... seguro que va a llover... —musitó el astuto Arzolisto.
Después se puso a tentar al rey para que se deleitara con algún ensueño nuevo.
Braguetano reflexionó, leyó la «Lista de los sueños» y escogió «La noche de bodas de la
princesa Donadia». Soñó que estaba leyendo al amor de la lumbre un libro antiguo y
maravilloso, donde estaba descrita en palabras refinadas, impresas en rojo sobre
pergamino dorado, la historia de la princesa Donadia, que cinco siglos atrás reinaba en
Dandelia; hablaba de su Bosque Helado, de la Torre Espiral, de la Pajarera Relinchante,
del Tesoro de Múltiples Ojos y, sobre todo, de su belleza y su extraordinaria virtud. Y
deseó Braguetano aquella belleza con un deseo indomable; toda la fuerza de su lujuria se
encendió en él como una llamarada ardiente que le iluminó las pupilas desde dentro y le
espoleó a correr hacia las profundidades del ensueño en busca de Donadia. Pero la
búsqueda era vana: sólo los robots más viejos tenían un recuerdo remoto de la existencia
de aquella soberana. Cansado por la larga caminata, encontró por fin una humilde casita
en el centro mismo del desierto, que, por ser propiedad del rey, tenía unos dorados en los
bordes. Entró en ella y vio a un anciano con unas vestiduras largas, blancas como la
nieve. Al verle entrar, el anciano se levantó y dijo:
—¡Buscas a Donadia, desgraciado! Como si no supieras que ella murió hace quinientos
años. ¡Ah, qué vanas e irreales son tus pasiones! Lo único que puedo hacer por ti es
enseñártela, no en carne y hueso, sino modelada de manera cifrada, nolineal, estocástica
y seráfica en esta Caja Negra que construí en mis momentos de ocio con unos
desperdicios encontrados en el desierto.
—¡Oh, sí, enséñamela! ¡Te lo suplico! —gritó Braguetano.
El anciano asintió, leyó en un libro las coordenadas de la princesa, la programó, a ella y
todo el medioevo, conectó la corriente, abrió una pequeña ventanita en la superficie de la
Caja Negra, y dijo a Braguetano:
—¡Mira y calla!
El rey se inclinó, temblando, y vio, en efecto, el medioevo modelado de modo nolineal y
binario y en él, el país de Dandelia, su Bosque Helado y el palacio de la princesa con la
Torre Espiral, la Pajarera Relinchante y, en los subterráneos, el Tesoro de Múltiples Ojos,
así como a la misma Donadia, mientras paseaba seráfica y estocásticamente por el
bosque modelado. A través del cristal de la ventanita de la Caja Negra podía observarse
cómo su pulpa, toda roja y dorada por la incandescencia eléctrica, susurraba quedamente
cuando la princesa modelada cogía modeladas flores, tarareando una canción modelada.
Saltó Braguetano sobre la Caja y empezó a golpear su tapa con las manos intentando
romper el cristal, porque quería en su locura irrumpir en el mundo encerrado en ella. Pero
el anciano desconectó rápidamente la corriente, hizo bajar al rey al suelo y dijo:
—¡Loco! ¡Te empeñas en alcanzar lo inalcanzable! ¡Un ser construido de una materia
tangible no tiene acceso a un mundo que consiste tan sólo en revoluciones y giros de los
elementos binarios en el modelado cifrado, nolineal y discreto!
—¡Pero yo quiero! ¡¡Yo debo!! —vociferó Braguetano, enloquecido, embistiendo con la
cabeza el costado de la Caja Negra, con tanto ímpetu que se abollaron sus chapas de
hierro. Entonces el anciano dijo:
—Si tanto lo deseas, te facilitaré el encuentro con la princesa Donadia. Sin embargo,
has de saber que para lograrlo debes perder primero tu aspecto actual. Te tomaré las
medidas según tus coordenadas y te modelaré, átomo por átomo; luego te programaré,
convirtiéndote de este modo en una parte de aquel mundo medieval y modelado que
perdura y perdurará dentro de la Caja Negra mientras haya electricidad en los cables e
incandescencia en ánodos y cátodos. Ten en cuenta que tú mismo, este que ahora se
encuentra aquí, frente a mí, perecerás, y de ahora en adelante existirás sólo bajo la forma
de unas corrientes, movidas de manera estocástica, seráfica, discreta y nolineal.
—¿Debo creerte? —preguntó Braguetano—. ¿Cómo puedo saber que me modelaras a
mí y no a otra persona?
—Vamos a hacer una prueba —dijo el anciano.
Acto seguido pesó al rey y lo midió, igual que hacen los sastres, pero con más
exactitud, ya que él tomaba medidas de cada átomo por separado; finalmente programó
una Caja y después dijo:
—¡Mira!
Braguetano miró por la mirilla de la Caja y se vio a sí mismo sentado al amor de la
lumbre y entregado a la lectura del libro sobre la princesa Donadia, vio cómo corría en su
busca preguntando a todo el mundo por ella, y cómo encontraba en medio del desierto
dorado una humilde casita con un anciano dentro, que le decía:
—¡Buscas a Donadia, desgraciado!, etc., etc.
—Supongo que te he convencido —dijo el anciano desconectando la corriente—; ahora
voy a programarte en la Edad Media, junto a la bella Donadia, para que sueñes con ella el
sueño eterno sobre el modelado nolineal, cifrado...
—Bueno, bueno —contestó el rey—, pero esto no es más que un retrato mío y no yo,
puesto que yo estoy aquí, no en la Caja.
—Ahora mismo dejarás de estar aquí —replicó el anciano, muy solícito—; ya cuidaré yo
le ello...
En ésas sacó de debajo de la cama un martillo, pesado, pero de fácil manejo.
—Cuando arrulles en tus brazos a tu amada —dijo al rey a modo de aclaración—, haré
algo para que no existas doblemente: en este mundo, y en el de la Caja. Emplearé un
método seguro, antiguo y sencillo, de modo que ten la bondad de inclinarte...
—Antes tienes que enseñarme otra vez a Donadia —dijo el rey—, porque quiero
asegurarme de la perfección de tu teoría...
El anciano volvió a enseñarle a Donadia por la mirilla de la Caja Negra; el rey la estuvo
mirando mucho rato y después dijo:
—La descripción en el viejo libro es muy exagerada. No está mal, desde luego, pero
que sea tan extraordinaria como dicen las crónicas, ni hablar. Hasta la vista, anciano...
Braguetano se dio la vuelta y se fue hacia la puerta.
—¿Qué haces? ¿Adónde vas, demente? —gritó el anciano, apretando el martillo en la
mano.
—Adonde sea, menos a la Caja —contestó Braguetano, y salió de la casita.
En aquel mismo momento el sueño le reventó bajo los pies como una pompa de jabón
y el monarca se vio a sí mismo frente a un Lístulo atrozmente decepcionado, ya que al rey
le había faltado muy poco para que lo encerraran en la Caja Negra, de la cual el Arzolisto
nunca lo habría soltado...
—Amigo Cibernero, la cuestión de las damas es demasiado complicada en tus sueños
—dijo el rey—. O me presentas uno donde se pueda gozar sin mayores enredos, ¡o bien
te echo de palacio, a ti y a tus armarios!
—Señor —contestó Lístulo—. Tengo aquí un sueño como de encargo para vos, de una
calidad extraordinaria. Si Su Majestad lo prueba, se convencerá por sí mismo.
—¿Cuál de ellos te merece tanta loa? —preguntó el rey.
—Este, señor —contestó el Arzolisto, indicando un letrerito de madreperla donde ponía:
«Mona Lisa, o el laberinto de dulce infinidad.»
El mismo cogió la clavija que colgaba de la cadena del reloj para introducirla cuanto
antes en los agujeros. Tenía prisa, porque las cosas iban mal:
Braguetano había evitado el encierro en la Caja Negra, gracias, sin duda, a su
embotamiento, que le impidió enamorarse debidamente de la atractiva Donadia.
¡Espera —dijo el rey—, lo haré yo!
Metió la clavija, entró en el sueño y vio que seguía siendo el mismo rey Braguetano, sin
haberse movido del vestíbulo, donde Lístulo el Cibernero le estaba explicando que el
sueño más lúbrico de todos era el de ·cMona Lisa», ya que en él se proyectaba la
infinidad del género femenino. El rey, en el sueño, le obedecía, se conectaba y buscaba a
aquella Mona Lisa, deseoso de sus embriagadoras caricias. Sin embargo, en el sueño
consecutivo volvía a encontrarse en el vestíbulo, con el Arzolisto del Reino a su lado.
Entonces, aguijoneado por el deseo volvió a conectarse con el armario, irrumpió en el
sueño siguiente y se encontró de nuevo en la misma situación: el vestíbulo, los armarios,
el Cibernero y él mismo.
—¿Estoy soñando, sí o no? —exclamó, y metió otra vez la clavija: esta vez también
estaba en el vestíbulo con armarios y Lístulo. Una vez más: lo mismo; y otra, y otra,
siempre con más prisa.
—¿Dónde está Mona Lisa, embustero? —gritó, y arrancó la clavija para despertarse,
pero de nada le sirvió: seguía en el vestíbulo con los armarios. Pataleó de rabia, y
continuó: de sueño en sueno, de armario en armario, de Lístulo en Lístulo, hasta que ya
no quería nada, no le apetecía nada, sólo ansiaba volver al estado de vigilia, a su trono
amado,
a las intrigas y desenfrenos palaciegos. Entonces se puso a arrancar las clavijas y a
enchufarías al azar, gritando: «¡Socorro!» y «¡El rey en peligro!» y “¡Mona Lisa! ¡Oye!
¡Oiga!” Daba brincos, enloquecido por el miedo, se metía en los rincones en busca de una
rendija por donde salir del sopor, todo en vano. No comprendía nada de lo que le ocurría
porque era demasiado necio, pero esta vez ya no le podían salvar ni su embotamiento ni
la cobardía ni la bajeza de sus manías, porque había entrado en demasiados sueños que
le apresaban en sus redes estancas, y aunque rompiera una que otra en sus forcejeos, no
se podía salvar, ya que en seguida caía en las profundidades de una nueva pesadilla. Las
clavijas que arrancaba para liberarse eran soñadas por él, y cuando pegaba a Lístulo,
sólo pegaba a una aparición fantasmal. Se puso Braguetano a dar saltos y correr
locamente por todas partes, pero todo lo que encontraba era un sueño: puertas, suelos de
mármol, cortinas bordadas de oro, galones, borlas, incluso él mismo, todo era ensueño,
apariencia y engaño. Empezó a hundirse en este cenagal de sueños, a perderse en su
laberinto. Todavía brincaba y pataleaba, pero sus brincos y pataleos eran puro sueño. De
un puñetazo hizo añicos la cabeza de Lístulo, para nada, porque no era en estado de vela
que éste rugía de dolor, ni su voz era verdadera. Y cuando, atolondrado y medio loco,
emergió por un momento a la vigilia, no supo distinguirla del sueño, enchufó la clavija y
volvió a caer en la maraña de la pesadilla. Y así tenía que ser, el rey pedía socorro en
vano, porque no sabía que «Mona Lisa» era una transposición infernal de «Monarcólisis»,
o sea «descomposición del monarca». Esta fue la peor, la más terrible de las trampas
preparadas para el rey por el traidor Lístulo...
Y ésta es la narración espantosamente didáctica que Trurl refirió al rey Torturán,
dándole una jaqueca tan tremenda que el rey despidió rápidamente al constructor, no sin
condecorarlo antes con una orden de Santa Ciberia con el signo lilial de acoplamiento
retroactivo sobre campo incrustado de valiosas informaciones verdes.
Aquí la segunda máquina fabulista hizo rechinar melodiosamente sus piñones de oro,
tuvo una risita extraña causada por el ligero sobrecalentamiento de sus clistrones, redujo
su tensión anódica, despidió una nubecilla de aromático humo, se apagó y se alejó hacia
el palanquín, despedida por el aplauso general en premio a su elocuencia y talento.
El rey Genialón tendió a Trurl una copa llena de iones, tallada primorosamente en
ondas de probabilidad bailando con fotones contraparalelos; éste la apuró e hizo una
señal. Entonces la tercera maquina avanzó hacia el centro de la gruta, saludó a los
oyentes y dijo en voz electrónica, torneada y modulada:
He aquí la historia que cuenta cómo el Gran Constructor Trurl provocó una fluctuación
local con la ayuda de una cazuela vieja, y cuáles fueron las consecuencias.
Erase una vez una Constelación llamada Calandrea, en la Constelación había una
Galaxia Espiral, en esta Galaxia una Nube Negra, en la Nube cinco constelaciones
séxtuples, en la quinta constelación un sol lila, muy viejo e incluso medio ciego, alrededor
de este sol giraban siete planetas, el tercer planeta tenía dos lunas, y en todos estos
soles, estrellas, planetas y lunas ocurrían, de acuerdo con las normas estadísticas,
cantidades de cosas y cositas. En el segundo sol de la quinta constelación de la Nube
Negra de la Galaxia Espiral de la Constelación de la Calandrea había un vertedero de
basuras que hubiera podido estar en cualquier otro planeta o luna, muy normal, es decir,
lleno de basura y toda clase de desperdicios. Aquel muladar se formó a consecuencia de
un conflicto hidrogénico y nuclear entre los Aberricidas Glauberianos y los Albumenses
Lillacos, que convirtió los puentes, caminos, casas, palacios e incluso a ellos mismos en
chamusquina y jirones de hojalata. El viento meteorítico llevó luego estos desperdicios al
lugar de que estamos hablando. Durante siglos y siglos no ocurría ni había allí nada salvo
basura. Sólo una vez, durante un terremoto, la mitad de los desperdicios que se
encontraban en el fondo emergieron a la superficie y la otra mitad, la de la superficie, bajó
al fondo; la cosa en si no tenía ninguna importancia, pero preparó un fenómeno
importante. He aquí lo que sucedió:
El famoso constructor Trurl, de paso por aquella región, fue deslumbrado por un
cometa de cola chillona y, para ahuyentarlo, empezó a tirar por la ventana de su nave
espacial las cosas que tenía al alcance de la mano. De este modo se fue al espacio
cósmico un juego de ajedrez de viaje, con figuras huecas por dentro, que Trurl solía llenar
de coñac; un barril de pólvora que los Varlayos de la estrella Cloreley no consiguieron
inventar, y varios utensilios de cocina, entre ellos, una vieja cazuela de barro
resquebrajada. La cazuela, habiendo adquirido la velocidad acorde a las leyes de la
gravitación y aumentada por la cola del cometa, dio de pleno contra la pendiente encima
del vertedero, cayó más abajo en un charco, resbaló sobre el lodo, descendió entre la
basura y chocó con una chapita ligeramente oxidada que bajo el impulso se enrolló sobre
un trozo de alambre de cobre; entre los bordes de la chapa penetraron unos fragmentos
de mica y ya hubo un condensador. El alambre rodeó la cazuela dando origen a un
colenoide primitivo, y una piedra, movida por la cazuela al caerse, empujó un trozo de
hierro cubierto de orín que era un imán viejo. De este movimiento nació una corriente que
desplazó otras dieciséis chapas y alambres provocando la disolución de sulfuros y
cloruros, cuyos átomos se adhirieron a otros átomos. Las moléculas, entremezcladas,
empezaron a sentarse a horcajadas sobre otras moléculas, hasta que en medio del
vertedero se hizo de todo esto un Circuito Lógico y cinco más, además de los dieciocho
supletorios que nacieron allí donde la cazuela se había roto finalmente en trozos. Aquella
misma noche se arrastró fuera del muladar, junto al charco que ya se había secado,
Yonamás Autohijo de este modo creado, que no tenía padre ni madre y era su propio hijo,
ya que su padre era Azar y su madre, Entropía. Salió Yonamás del vertedero de basuras
ignorando totalmente que la probabilidad de su existencia era del orden de uno contra
cien supergigacentillones elevados a hexaptillónima potencia, de modo que se puso a
andar tranquilamente hasta que llegó al charco siguiente, en el cual, gracias a que éste
aún no se había secado, pudo contemplar su reflejo arrodillándose en la orilla. Se
contempló y vio en el espejo del agua su cabeza enteramente accidental, con orpias como
dos barras de pan mal formadas, la izquierda sesgada y la derecha quebrada, su tronco
casual y desmañado, hecho de cualquier manera con toda clase de trocitos de hojalata,
cilíndrico en algunos sitios porque había rodado sobre sí mismo al salir a rastras de entre
la basura, más estrecho en el centro a modo de cintura, va que había chocado allí al
tropezar con una piedra al borde del muladar. Al ver sus manos, confeccionadas con unos
desechos, y sus piernas, todavía más chapuceras, las contó: tenía por pura casualidad
dos manos y dos piernas, al igual que ojos; Yonamás sintió una admiración sin límites
hacia sí mismo, embelesado por la esbeltez de su figura, la duplicidad de sus miembros y
la redondez de su cabeza, de modo que exclamó en voz alta, extasiado:
—¡A fe mía! ¡Soy encantador e incluso perfecto, lo que implica incontestablemente la
Perfección de Toda la Creación! ¡Oh, cuánta bondad debe de tener el que me ha creado!
Después echó a andar, renqueando, perdiendo sus tornillos mal ajustados (nadie los
había apretado como es debido), y tarareando himnos en homenaje a la Armonía
Preestablecida. Al séptimo paso dio un traspiés porque su vista no era perfecta y se
precipitó de cabeza otra vez al muladar, donde permaneció durante los 314.000 años
siguientes, sin hacer otra cosa que llenarse de orín, descomponerse y sufrir una corrosión
generalizada: como al caer se había dado un porrazo en la cabeza, se le hicieron unos
cortocircuitos que lo mantuvieron todos aquellos años en un estado de coma profundo.
Después ocurrió que un comerciante que transportaba en su desvencijada nave un
cargamento de anémonas para los Bandipodas del planeta Nogordo, se peleó con su
ayudante en las cercanías del sol lila y le tiró sus zapatos a la cabeza. Un zapato rompió
la ventana y voló al espacio; su órbita sufrió unas perturbaciones, ya que el cometa que
en su día había deslumbrado a Trurl, volvió a encontrarse otra vez en el mismo sitio, de
modo que el zapato, sólo ligeramente chamuscado por el frotamiento atmosférico, cayó,
girando lentamente, sobre la luna, rebotó de una pendiente y dio una patada a Yonamás,
tendido sobre la basura. Quiso la casualidad que el ímpetu y el ángulo de la patada fueran
de tal naturaleza que, debido a las fuerzas centrífugas, las presiones de radiación y el
momento magnético atómico, pusieron de nuevo en marcha el cerebro de aquel ser
accidental. El fenómeno pudo tener lugar gracias a que el puntapié precipitó a Yonamás
en un charco vecino, donde se le disolvieron los cloruros e ioduros, el electrolito le
borboteó en la cabeza y nació en ella una corriente que se paseó por los recovecos del
cerebro, hasta que Yonamás se sentó en el lodo y pensó: «¡Creo que existo!»
Sin embargo, no fue capaz de pensar ninguna otra cosa durante los dieciséis siglos
siguientes, en cuyo transcurso lo regaba la lluvia, lo abollaba el granizo y le crecía la
entropía, hasta que al cabo de 1.522 años, un pajarito que sobrevolaba el muladar
huyendo, despavorido, de un ave rapaz, se alivió el vientre para aumentar su velocidad,
atinó a Yonamás en la frente; se produjo una excitación y un reforzamiento, y Yonamás
estornudó y dijo para sus adentros: «¡Es cierto que existo! No me cabe la menor duda. Sin
embargo, he aquí una cuestión: ¿quién es el que dice "existo"? Es decir, ¿quién soy yo?
¿Cómo encontrar la respuesta? Evidentemente, si además de mí hubiera algo, cualquier
cosa, que me sirviera de punto de referencia y comparación, el problema sería menos
arduo; lo malo es que no hay nada, según veo, ya que no veo absolutamente nada. De
modo que sólo yo existo y constituyo la propia universalidad de las posibilidades, puesto
que puedo pensar lo que quiero. Sí, de acuerdo, pero ¿qué soy yo? ¿Un vacío pensante o
qué?»
En efecto, Yonamás ya no tenía sentidos, porque se los había estropeado y deshecho
durante los siglos pasados la implacable soberana enamorada del Caos, la despiadada
Entropía. Por tanto no veía ni a la madre-charca, ni al padre-lodo, ni al mundo entero, no
se acordaba de lo que le había pasado, y lo único que podía hacer era pensar. Como esta
actividad era la única posible para él, se dedicó plenamente a ello.
«Haría falta —se dijo— colmar el vacío que soy, para romper su insoportable
monotonía. Ideemos algo. Lo ideado será una realidad, dado que sólo existen nuestros
pensamientos»
Por lo visto se le subieron un poco los humos a la cabeza, ya que pensaba en si mismo
en plural.
«¿Sería posible —siguió diciéndose— que existiera algo fuera de mí? Admitamos por
un momento que sí, aunque suene a inverosímil y loco. Demos a aquello el nombre de
Gozmoz. ¡De modo que existe un Gozmoz, y yo dentro de él, como su parte integrante!
Aquí Yonamás interrumpió el curso de sus ideas, reflexionó y llegó a la conclusión que
su hipótesis carecía de bases: no había para establecerla ni razones, ni premisas, ni
argumentos, ni postulados; consideró, pues, que no era más que una mera pretensión y
usurpación suya, se avergonzó mucho y se dijo:
«De lo que hay en mi exterior, si es que hay algo, no sé nada. Sin embargo, sobre lo
que está en mi interior lo sé todo: basta que lo piense. ¿Y quién sino yo mismo, ¡qué
diablos!, puede conocer mis pensamientos?» y Yonamás, convencido, volvió a idear el
Gozmoz, pero lo estableció esta vez dentro de su propio ser espiritual, porque le parecía
que este modo de pensar era más modesto, más decente y más afín al objetivo realista
que perseguía. Después empezó a llenar su Gozmoz de un sinfín de cosas pensadas.
Como le faltaba aún práctica, ideó primero a los Estrépticos, que se ocupaban de
destripar todas las cosas, y luego a los Fagócilos, aficionados a tragarse lo que se les
ponía delante. Nada más ideados, se pelearon los Fagócilos con los Estrépticos por la
tragancia, de tal modo que a Yonamás-Basurero le dio un fuerte dolor de cabeza, siendo
la migraña el único logro que la creación del mundo le proporcionó.
Sus ulteriores intentos creativos fueron ya más previsores: empezó por idear cuerpos
esenciales, tales como un gas noble o elemento perfecto, el Calsonio, y un elemento
espiritual, el Soñalio, pasando luego a multiplicar las existencias, no sin cometer errores;
pero, como al cabo de unos siglos adquirió más experiencia, su Gozmoz estaba bastante
bien ideado. Moraban en él varias tribus, entes, seres y fenómenos cuya vida no era
desagradable, ya que las leyes que en aquel mundo regían eran muy liberales. A
Yonamás no le gustaban las normas severas y los reglamentos de cuartel que implanta la
Madre Naturaleza (a la que él no conocía ni sabía de su existencia).
El universo yonamasiano estaba lleno de maravillosa fantasía, las mismas cosas
ocurrían en él de maneras diferentes, una vez así, otra vez asá, sin ninguna razón
aparente. Si alguien debía desaparecer, siempre se encontraba en el último momento un
modo de evitarlo, ya que Yonamás decidió hacer caso omiso de los acontecimientos
irreversibles. En sus pensamientos la vida era buena para los Gondrales, los Calsonios
que explotaban el Calsonio, los Clofundros, los Benignos y los Otrincos, sin que nada
cambiara durante siglos. Al cabo de mucho tiempo a Yonamás se le desprendieron sus
manos fabricadas de desechos y sus piernas chapuceadas de desperdicios; el orín
coloreó las aguas del charco en torno a su figura, antaño tan arrogante, y su tronco iba
hundiéndose lentamente en el limo del cenagal. Justo entonces estaba extendiendo con
amor y esmero unas constelaciones nuevas en las tinieblas eternas de su conciencia que
era su Gozmoz, con el empeño desinteresado de no olvidar a ningún ser creado por su
pensamiento. Le dolía mucho la cabeza, pero no se daba un momento de descanso,
porque sabía que era necesario para su Gozmoz y se sentía cargado de responsabilidad
hacia él. Pero el orín tomó mientras tanto sus chapas externas, y el cascote del fondo de
la cazuela de Trurl, que milenios atrás lo había llamado a la existencia, se le acercó
lentamente, empujado por el ligero vaivén de las olas, cuando ya sólo, emergía del agua
su malparada cabeza. Y ocurrió que en el preciso momento en que Yonamás había
ideado a una Baucis encantadora y diáfana y a su fiel Ondragor, cuando la enamorada
pareja caminaba entre los soles oscuros de su imaginación, hablándose en voz queda en
medio del silencio de todos los pueblos del Gozmoz, reventó el cráneo oxidado bajo el
leve choque de la cazuela, el agua penetró en las espiras de alambre de cobre y apagó
los circuitos lógicos, y el Gozmoz yonamasiano se hundió en la nada, la más perfecta de
las perfecciones. Y los que lo habían originado, nunca se han enterado de ello.
Aquí la máquina negra se inclinó profundamente. El rey Genialón se sumió en
melancólicas reflexiones, de modo que los comensales empezaron a mirar a Trurl con
desagrado por haber entristecido la mente del rey con aquella narración. Pero el rey
sonrió y preguntó:
—¿Tienes todavía algo para nosotros, máquina mía?
—Señor —contestó la máquina negra, inclinándose—. Os contaré una historia
maravillosamente abismal sobre Cloriano Teoricio Claposto, intelectricista y pensador
mamonio.
Ocurrió una vez que el insigne constructor Clapaucio, ansiando un poco de descanso
después de una obra gigantesca (acababa de confeccionar para el rey Tumbófilo una
Máquina Que No Existía, pero esto es un tema aparte), llegó al planeta de los
Mamónidos. Se estaba paseando en busca de un lugar recoleto, cuando vio en la linde de
la selva una casita cubierta de una ciberparra salvaje, cuya chimenea despedía humo.
Quiso pasar de largo, pero, sorprendido por la vista de unos barriles de tinta vacíos,
cambió de parecer y entró en su interior. Detrás de una gran piedra plana que hacía las
veces de mesa, estaba sentado en otra piedra, más pequeña, que servía de silla, un
anciano increíblemente sucio, oxidado y remendado con una maraña de alambres. Su
frente estaba toda abollada, los ojos se le movían en las cuencas con un chirrido
estridente, igual que los miembros, manifiestamente faltos de engrase; todo él debía su
miserable existencia, vivida en medio de una terrible penuria de corriente, a los alambres
y cordeles que lo contenían íntegro. ¡Unos trozos de ámbar, puestos ante él sobre la
mesa, demostraban que el desgraciado intentaba procurarse un poco de vivífera
electricidad frotando esta fuente, tan escasa, de energía! Al ver pobreza tan extrema,
Clapaucio sintió que su alma se estremecía de pena. Ya iba a abrir discretamente su
retícula, cuando el anciano, cuyos desvencijados ojos sólo entonces lo vieron, chilló de
repente en voz aguda:
—¿Conque has venido, por fin?
—Pues sí, he venido. —farfulló Clapaucio, asombrado de que le esperaran allí donde
nunca había pensado ir.
—¿Ahora? ¡Lárgate de aquí! ¡Rómpete la crisma y revienta! —gritó, loco de rabia, el
terrible viejo, tirando a la cabeza de Clapaucio, paralizado por el estupor, todo lo que su
mano encontraba.
Cuando por fin se hubo cansado y calmado un poco, la víctima del bombardeo le
preguntó muy amablemente por qué se le recibía con modos tan violentos. En vez de
contestar, el anciano seguía rezongando por lo bajo «¡Ojalá te queme un cortocircuito!
¡Que te atasques para toda la vida, corroído!», etc., pero al cabo de un tiempo,
tranquilizado, se amansó lo bastante para contarle su historia, aunque jadeaba todavía,
soltaba juramentos y despedía tantas chispas eléctricas que toda la casa olía a ozono:
—Has de saber, extranjero, que soy el más grande entre los pensadores, siendo la
ontología mi especialidad y vocación. Mi nombre (cuyo resplandor superará un día al de
las estrellas) es Cloriano Teoricio Clapostol. Vine al mundo en el seno de una familia
humilde, sintiendo desde la infancia la predisposición al pensamiento sobre el enigma de
la existencia. A la edad de dieciséis años escribí mi primera obra, titulada Diosatrón, una
teoría general de las deidades aposterióricas. Dicha clase de deidades debe ser
suministrada al Cosmos por las civilizaciones superiores, puesto que, como se sabe, lo
primero en ser creado ha sido la materia, lo que viene a decir que al principio no hubo
quien pensara. Por tanto, en los albores de la historia no debió haber más que desatinos y
actos irreflexivos. En efecto, ¡¡mira qué aspecto tiene el Cosmos!! —Aquí el anciano se
atascó de ira, pataleó y, agotado, continuó su discurso—. Comenté en mi libro la
necesidad de inventar dioses a posteriori, ya que no los hubo a priori, y dije que toda
civilización dedicada a la inteléctrica no tenía otro fin que el de construir una Originadora
Universal Ultimativa de Omnipotencia, es decir, un rectificador del mal, o bien un
enderezador de las sendas de la Razón. Incluí, además, un plano del primer Diosotrón,
así como las características de sus capacidades, medidas en diosonas. La diosona es la
unidad de omnipotencia que determina el equivalente de la posibilidad de hacer milagros
en el radio de mil millones de parsecs. Cuando la obra se publicó (en una edición
costeada por el autor), salí precipitadamente a la calle, convencido de que el pueblo me
llevaría en hombros, me ofrecería coronas de flores y sacos de oro, pero no me hizo caso
ni un cibermosquito muerto. Mi asombro fue aún mayor que mi decepción. Sin embargo,
me senté sin perder tiempo y escribí Martillo para la Razón, en dos tomos, donde
manifesté que cada civilización tenía ante sí dos caminos: o exterminarse a sí misma por
el exceso de sevicias, o bien por el de los mimos. Dije que la nuestra hacia ambas cosas
a la vez, devorando poco a poco el Cosmos y transformando los vestigios de las estrellas
en inodoros, clavijas, rodamientos de bolas, pitilleras y almohadones. Las razones de este
proceder son sencillas: al no poder comprender el Cosmos, desea convertir lo
Incomprensible en Comprensible. y no descansará mientras no metamorfosee las
nebulosas en cloacas y planetas en camas y bombas, aduciendo, además, que lo hacía
en pro de la Idea Superior del Orden, ya que sólo le parecía suficientemente decente un
Cosmos asfaltado, canalizado y catalogado. En el segundo tomo, publicado bajo el
nombre de Advocatus Materzae, expuse que la Razón, en su codicia, no se sentía feliz si
no lograba avasallar un géiser cósmico, u obligar a un enjambre de átomos a que
produjera una crema contra las pecas. Acto seguido se lanza sobre otro fenómeno para
añadirlo a su botín científico como un tropheum nuevo. No obstante, también estos dos
magníficos tomos han sido recibidos con una indiferencia absoluta. Me dije entonces que
la virtud primordial era la paciencia y la fidelidad constante a las ideas concebidas. Por
tanto, después de haber defendido el Cosmos contra la Razón (que hice polvo) y la razón
contra el Cosmos (cuya inocencia estriba en el hecho de que la Materia comete toda clase
de desaguisados sólo por falta de la facultad de pensar), escribí bajo una súbita
inspiración el Sastre de la Existencia, en el cual demostré con toda lógica que las disputas
de los filósofos no tenían sentido, ya que cada persona debía tener su propia filosofía,
hecha a su medida como un traje. Visto que también esta obra fue acogida con un silencio
absoluto, preparé en seguida la siguiente, presentando en ella todas las hipótesis posibles
sobre el Cosmos: la primera afirmaba que el Cosmos no existía, la segunda demostraba
que era resultado de los errores de un tal Creatórico, que se había propuesto crear el
mundo sin tener la menor idea de cómo hacerlo. Según mi tercera hipótesis, el mundo era
fruto de la locura de un cierto Supercerebro que había enloquecido irremediablemente
«en su propia salsa»; la cuarta admitía que el Universo era un pensamiento materializado
de manera absurda, y la quinta, que era la materia que pensaba como una imbécil. En
esto terminé y esperé, seguro de mis razones, una avalancha de encarnizadas protestas,
alabanzas, notoriedad, homenajes, admiración, laureles, ataques y anatemas, pero no
pasó nada en absoluto. Entonces mi asombro ya no tuvo límites. Pensé que tal vez no
conocía suficientemente a otros pensadores, de manera que compré sus obras y estudié,
uno tras otro, a los más famosos, es decir: Frenesio Palicón, Bulfón Coquias, creador de
la escuela de los coquistas, Turbuleón Cadafalco, Esfericio Logar, e incluso al mismo
Lemuel Calvo. Sin embargo, no encontré en ellas nada que fuera digno de mi interés.
»Mientras tanto mis libros se vendían lentamente, por lo que supuse que alguien los
leía. Si eran leídos, los resultados se verían tarde o temprano. Sobre todo estaba seguro
de que me convocaría el Tirano, exigiendo que fuera él y su grandeza el tema principal de
mis publicaciones. Preparé de antemano mi respuesta para el caso, en la cual le diría que
para mí lo más preciado era la Verdad y que estaba dispuesto a dar por ella mi vida. El
Tirano, sediento de los encomios que mi magna inteligencia podía idear para él, intentaría
atraerme con la miel de sus favores, me echaría a los pies sacos de oro de grato sonido y,
viendo inquebrantables mis ideales, me diría, aconsejado por los sofistas, que si yo me
ocupaba del Cosmos, debía ocuparme también de él, puesto que era un fragmento de
aquél. Como yo le contestaría en tono de burla, me condenaría a torturas. Por tanto,
empecé a templar mi cuerpo, para que resistiera los sufrimientos más terribles. No
obstante, pasaban días y meses y el Tirano no decía nada, resultando vanos mis
preparativos para el tormento. Sólo un oscuro escritorcillo dijo en una hoja vespertina
sensacionalista que el bufón Clorianito contaba cuentos de vieja en un libro suyo, titulado
Diosotrón u Orinadora Universal. Corrí en seguida a mirar el libro. En efecto, por un error
tipográfico habían omitido en la palabra "Originadora" la sílaba "gí"... Mi primer impulso
fue el de matar a aquel imbécil, pero prevaleció la cordura.
»¡Ya vendrá mi hora! —me dije—. ¡No puede ser que se hayan derrochado para nada
los tesoros de las Verdades Definitivas, deslumbrantes de la luz del Conocimiento
Ultimativo! ¡Vendrá el renombre, la celebridad, el trono de marfil, el título de Pensatista
Primero, el amor de la nación, la paz en la quietud de un jardín, la escuela propia, los
fieles alumnos y las muchedumbres vitoreantes!" Estas eran mis ilusiones, extranjero,
Ilusiones que todos los pensadores acarician... Pero, si te dicen que su único alimento es
el Conocimiento y su única bebida la Verdad, que no desean los bienes terrenos ni los
abrazos de las electritas, que no les deslumbra el brillo del oro, ni las estrellas de las
condecoraciones, que les son indiferentes la celebridad y la fama, ¡no lo creas, visitante
de allende los mares! Todos deseamos las mismas cosas, y la única diferencia entre ellos
y yo estriba en que YO, en la grandeza de mi alma, confieso mis debilidades en voz alta,
porque no me avergüenzo de ellas.
»Pasaban los años y a mi nadie me llamaba por otro nombre que el de Clorianito el
bufón. El día que cumplí 40 años, al darme cuenta de cuán larga era mi espera de la
comprensión de mi pueblo, me senté y escribí una obra sobre los Efesedas, la nación más
adelantada del Cosmos. ¿No has oído hablar nunca de ellos? Yo tampoco. Ni los he visto,
ni los veré. Sin embargo, demostré su existencia de manera puramente deductiva, lógica,
incontestable y teórica. Mi razonamiento fue el siguiente: si en e! Cosmos hay
civilizaciones de distintos grados de desarrollo, la mayoría de ellas ha de tener un nivel
mediano, algunas se habrán retrasado en su progreso Y otras estarán más adelantadas
que el término medio. Conforme a estas normas de la estadística, igual que en un grupo
de personas la mayoría es de estatura mediana, pero hay siempre una y sólo una más
alta que las demás, también en el Cosmos debe existir en alguna parte una civilización
que haya alcanzado la Fase Superior del Desarrollo. Los habitantes de aquel país saben
cosas que nosotros ni imaginamos. Presenté mi teoría en cuatro volúmenes lujosamente
editados (el papel vitela y el retrato del autor me costaron una fortuna), pero también esta
tetralogía compartió la suerte de sus predecesores. La volví a leer entera hace un año, y
se me cayeron las lágrimas de admiración por su genialidad rayana en el absoluto,
imposible de describirte aquí. ¡Ah! ¡Yo, casi un cincuentón, me volví loco de tan
maravillado! ¡Cuando pienso en los montones de obras de los filosofantes que adquirí
para ver de qué trataban...! Eran elucubraciones sobre la diferencia entre el delantero y el
trasero, la maravillosa construcción del trono real, su dulce respaldo, sus patas llenas de
perfección, disertaciones sobre la pulimentación de los encantos, descripciones detalladas
de cursilerías y nimiedades, etc. Por cierto, nadie se alababa a sí mismo, pero, por una
rara casualidad, Coquias encomiaba a Palicón, Palicón a Coquias, y los Logaritos, a
Coquias y a Palicón. Iba también en aumento el renombre de los tres hermanos Necioles,
debido a que Necioles el mayor empujaba hacia arriba al mediano, el mediano al más
joven, que, a su vez, cantaba las glorias de los dos Necioles mayores. Mientras leía las
obras de esta gente, me volvía loco de rabia, las rompía, las hacía trizas, incluso llegué a
arrancar páginas a mordiscos... Una vez calmado, agotadas mis lágrimas y sollozos,
escribí un gran tratado sobre la Evolución de la Razón, vista como un Fenómeno de Dos
Tiempos, donde demostré que los rostropálidos y los robots estaban unidos por una
especie de lazo circular. En efecto, del amasado de unas mucosidades limosas de la orilla
del mar habían surgido unos seres viscosos, blanquecinos, llamados por esta razón los
Albumenses. Al cabo de siglos, estos seres consiguieron aprender el modo de infundir
hálito de vida en los metales, convirtiendo a los Autómatas en sus criados y esclavos. Sin
embargo, al transcurrir el tiempo el orden de las cosas se invirtió: los Autómatas se
liberaron de la opresión de los viscosos y empezaron a hacer experimentos para ver si se
podía infundir vida en la gelatina. Sus pruebas con la albúmina fueron coronadas por el
éxito. Pero las cosas no quedaron ahí: un millón de años más tarde, los rostropálidos
sintéticos volvieron a emprenderla con el hierro y desde entonces el asunto sigue esta
eterna alternativa. Te habrás dado cuenta de que he zanjado de este modo la sempiterna
cuestión: ¿qué fue primero, el robot o el rostropálido? Envié a la Academia mi obra, que
constaba de seis volúmenes encuadernados en piel, para cuya edición había gastado los
restos de mi patrimonio. ¿Me creerás si te digo que el mundo cruel no le hizo el menor
caso? Había cumplido sesenta años, sólo un lustro me separaba de los setenta, y mis
esperanzas de alcanzar la fama temporal se habían desvanecido. ¿Qué me quedaba?
Empecé a pensar en lo eterno, en los descendientes, en las generaciones venideras que
me descubrirían y se postrarían a mis pies. Sin embargo, aquí me asaltaron unas dudas:
¿qué gano yo con todo esto, si ya no estoy aquí? Y tuve que reconocer, conforme a mis
enseñanzas, contenidas en cuarenta y cuatro volúmenes con parergones y
paralipómenos, que nada en absoluto. Sentí tanta amargura y rencor, que me senté para
escribir un Testamentum para la Posteridad, a fin de pisotearla, escupirle en la cara,
vilipendiarla, deshonrarla y ultrajarla al máximo con palabras apropiadas y exactas.
¿Qué? ¿Dices que fue una injusticia? ¿Que mi ira hubiera debido caer sobre mis
contemporáneos, que me habían ignorado? ¡Pero, amigo! ¿No comprendes que cuando
el resplandor de mi celebridad futura ilumine cada palabra del Testamento, mis
contemporáneos llevarán mucho tiempo convertidos en polvo y cenizas? Entonces,
¿quieres que eche anatemas sobre unos ausentes? Si me comportara como tu dices, los
futuros lectores de mi obra la estudiarían con buena conciencia, suspirando sólo por
simpatía: "¡Pobre! ¡Cuánto heroísmo abnegado había en su ignorada grandeza! ¡Qué
razón tenía indignándose contra nuestros antepasados y ofreciéndonos a nosotros con un
amor vigilante la obra de su vida!" Sería como te digo, no lo dudes. ¡No hubiera habido un
solo culpable! ¿Acaso la muerte ha de servir de escudo contra el rayo de la venganza a
los idiotas que me habían enterrado vivo? ¡Cuando lo pienso, se me sube el aceite a la
cabeza! ¿Van a leer mis obras, tan educaditos conmigo, renegando de sus padres? ¡No,
no y no! ¡Quiero, por lo menos, darles una patada, aunque sea desde la ultratumba! ¡Que
se les rompan todos los tubos de escape! ¡Que les caiga encima el mal de la
sobretensión! ¡Que la peste de verdín les consuma las cabezotas, si sólo son capaces de
desenterrar los esqueletos en los cementerios del pasado! ¡Tal vez crezca entre ellos un
pensador de inconmensurable valía, pero ellos, ocupados en analizar los jirones de mi
correspondencia con mi lavandera, no tendrán tiempo de apreciar su mérito! ¡Quiero que
estos necromantas, estos despojófilos se olviden al editar mis obras completas, junto con
el Testamentum henchido de las maldiciones que les dirijo, de la autosatisfacción de
haber tenido en su estirpe al más grande de los sabios, Cloriano Teoricio Clapostol,
maestro del pensamiento de siglos y siglos atrás! Que no les abandone la conciencia,
mientras estén dedicados a sacar brillo a mis estatuas, de que les deseaba todo lo peor
que pueda haber en el Cosmos y que la intensidad del odio contenido en mi maldición,
proyectada hacia el futuro, sólo se puede equiparar, desafortunadamente, con su
ineficacia. Por tanto, ¡deseo que se enteren de que me niego a reconocer cualquier
vínculo entre ellos y yo, salvo el inmenso asco que me dan!
Clapaucio intentó apaciguar durante este discurso al vociferante anciano, pero todos
sus esfuerzos fueron inútiles. Al gritar las últimas palabras, el terrible viejo se levantó de
un salto amenazando con ambos puños a las generaciones venideras, con la boca llena
de los más horrorosos improperios (era sorprendente que los hubiera aprendido en una
vida tan virtuosa y elevada), completamente fuera de sí. Con la cara azulada y los ojos
desorbitados dio unas patadas en el suelo, rugió, relampagueó de pies a cabeza y se
desplomó, muerto, víctima de un sobrecalentamiento fulminante. Clapaucio, afectado por
el desagradable incidente, se sentó en una piedra, cogió el Testamentum y empezó a
leerlo, pero ya en la segunda página se le nubló la vista y, a la tercera, tuvo que secarse
la frente cubierta de un sudor frío ya que Cloriano Teoricio Clapostol, muerto in obre
virtutis, había dado rienda suelta a un estilo cuya escandalosa indecencia superaba toda
escala cósmica. Pasó tres días leyendo con ojos desorbitados aquel documentum y,
cuando terminó, se le planteó un dilema; ¿debía revelarlo al mundo o destruirlo? Y allí
está, sentado, hasta hoy día, sin poder decidirse...
—Intuyo muy claramente en todo esto —dijo el rey Genialón cuando la máquina se
había alejado, dando por terminado su relato— una alusión a los problemas de la
remuneración, que ya empiezan a ser apremiantes, puesto que después de una noche de
historias interesantes y gratas, el alba de un día nuevo ilumina con su luz la gruta. Dinos,
pues, amable constructor, ¿con qué y cómo quieres ser premiado?
—Señor —dijo Trurl—, me ponéis en una situación difícil. Si digo mi precio y lo
obtengo, lamentaré después, tal vez, no haber pedido más. Por otra parte, no está en mis
intenciones ofender a Su Majestad con unas exigencias exageradas. En tal caso, dejo a la
benevolencia real el cuidado de fijar la cuantía de mis honorarios...
—Acepto tu proposición —contestó el rey con una sonrisa amistosa—. Las narraciones
eran buenísimas y las máquinas, perfectas. Por tanto, no veo otra solución que no sea la
de ofrecerte el mayor tesoro, que no cambiarías, estoy seguro, por ningún otro. Te ofrezco
la salud y la vida: presumo que es un premio que te corresponde. Cualquier otro me
parecería inaceptable, ya que no hay cantidad de oro suficiente para pagar la Verdad y la
Razón. Vete, pues, en paz, amigo, y sigue ocultando al mundo las verdades demasiado
crueles para él, y dándoles, para disimular, el aspecto de unos cuentos...
—Majestad —dijo Trurl, estupefacto— ¿es que vuestra primera intención fue la de
privarme de la vida? ¿Este debía ser mi premio?
Tienes la libertad de interpretar mis palabras a tu antojo —contestó el rey—. En cuanto
a mí, te diré cómo las entiendo yo: si sólo me hubieras divertido, mi generosidad no
hubiera tenido límites. Pero has hecho más que esto. Por tanto, ninguna riqueza puede
tener el mismo valor que tu obra. Dándote la posibilidad de continuarla, te ofrezco en pago
el premio más alto de que dispongo...
ALTRUICINA, O UNA HISTORIA VERDADERA DONDE SE
CUENTA COMO EL ERMITAÑO BONIFACIO QUISO HACER
FELIZ AL COSMOS Y CUALES FUERON LOS RESULTADOS
Un día de verano, cuando el constructor Trurl estaba ocupado en la poda de un arbusto
de ciberbería que cultivaba en su jardín, vio que se acercaba por el camino un pobre ser
desharrapado, cuyo aspecto despertaba a la vez sentimientos de piedad y horror. Todos
los miembros de aquel robot estaban ligados con cordeles y remendados con
requemados trozos de tubos de estufas, por cabeza tenía una vieja olla llena de agujeros
donde sus pensamientos traqueteaban y se encallaban despidiendo chispas, en la nuca
llevaba un refuerzo provisorio hecho de un listón arrancado de una empalizada, y su
vientre abierto mostraba unas lámparas catódicas mal fijadas y a medio apagar, que el
desgraciado sujetaba con la mano libre, tratando sin cesar de apretar con la otra los
tornillos que se le caían. En el momento de pasar, cojeando, ante la puerta de la
propiedad de Trurl, se le quemaron de golpe cuatro fusibles a la vez, de modo que
empezó a desintegrarse ante los ojos atónitos del constructor, despidiendo nubes de
humo y hedor a aislamiento calcinado. Trurl, lleno de compasión, cogió rápidamente un
destornillador, unas tenazas y un rollo de cinta aislante y corrió a socorrer al infeliz, que se
desmayó repetidas veces durante la operación con un horrible estertor de piñones, debido
a una desincronización generalizada. Finalmente Trurl logró a duras penas sacarlo del
peligro mortal y lo instaló, ya curado, en el salón de su casa; mientras el pobre se cargaba
con avidez de una batería, él, impelido por la curiosidad, empezó a preguntarle cómo
había podido llegar a un estado tan deplorable.
—Misericordioso señor —contestó el desconocido robot, temblándole todavía los
imanes—, me llamo Bonifacio y soy, o mejor dicho, era, un ermitaño anacoreta; pasé
sesenta y siete años en el desierto, entregado a meditaciones pías. Sin embargo, una
mañana me hice a mí mismo la pregunta de si estaba en lo justo consumiendo mi
existencia en aquella soledad. ¿Acaso todos mis profundos pensamientos y mis
pesquisas espirituales podían impedir que se cayera un solo remache? ¿Tal vez mi deber
primordial era el de socorrer a mis prójimos, dejando el cuidado de mi propia salvación en
segundo plano? ¿Acaso...?
—Ya está bien, ya está bien, ermitaño —le interrumpió Trurl—. Entiendo más o menos
el estado de tu alma aquella mañana. Cuéntame, por favor, ¿qué pasó luego?
—Me trasladé a Fotura, donde conocí por casualidad a un eminente constructor que se
llamaba Clapaucio.
—¡Ah! ¿Es posible? —exclamó Trurl.
—¿Qué, qué, señor?
—¡No, nada! Continúa tu historia.
—Pues bien, no le conocí en seguida; era un gran señor, iba en una carroza
automática, con la cual podía hablar como yo con vos, señor. Aquella carroza me ofendió
con una palabra indecorosa, porque me había parado en medio de la calle, aturdido por el
tráfico por falta de costumbre, de modo que casi sin querer le asesté un bastonazo en el
faro. ¡Había que ver cómo se puso de furiosa! Pero su pasajero la obligó a callarse y me
invitó a que subiera a su lado. Le dije quién era y por qué había abandonado el desierto, y
también que no sabía qué hacer en el futuro. El alabó mi decisión, se me presentó y me
habló mucho rato de sus trabajos y obras. Al final me contó la sobrecogedora historia de
un tal Cloriano Teoricio Clapostol, famoso pensacionalista y sofómano, cuyo triste fin
había presenciado. Lo que más me impresionó de lo que me dijo de los libros de aquel
Gran Robot, fue la cosa de los efesedas. ¿Habéis oído hablar de esos seres,
misericordioso señor?
—Sí. Se trata de unos seres, únicos en el Cosmos, que ya han llegado a la Fase
Superior del Desarrollo, ¿verdad?
—Sí, sí, señor. ¡Eso mismo! ¡Veo que poseéis conocimientos muy grandes! Cuando
estaba sentado allí, en la carroza (que no paraba de insultar con las peores palabras a los
transeúntes si no se apartaban con la suficiente rapidez de nuestro camino), al lado del
insigne Clapaucio, se me ocurrió que aquellos seres, desarrollados a más no poder,
debían de saber a buen seguro qué se podía hacer cuando se sentía una necesidad tan
acuciante del bien y de hacerlo al prójimo, como la sentía yo, Entonces me dirigí en
seguida a Clapaucio y le pregunté dónde vivían aquellos efesedas y cómo se los podía
encontrar. Pero él sólo sonrió enigmáticamente, movió la cabeza pensativo, y guardó
silencio. Yo no me atreví a insistir... Sin embargo, más tarde, cuando nos hubimos
instalado en una fonda (ya que la carroza había cogido una ronquera tan fuerte que el
señor Clapaucio se vio obligado a interrumpir el viaje hasta el día siguiente) y nos
sentamos a la mesa con un jarro de licor de iones entre nosotros, mirando a varias
parejas de jóvenes que se entregaban con ardor a bailar una vertiginosa ciberpolca al son
de una orquesta, el humor de mi anfitrión mejoró hasta tal punto que me demostró su
confianza, contándome una historia... Per... a lo mejor os aburro, Señor, con mi charla...
—¡No, no! —negó Trurl con viveza—. Te escucho con atención.
—En aquella fonda, mientras los bailarines nos cegaban con sus chispazos, me dijo el
señor Clapaucio:
—¡Amigo Bonifacio!, debes saber que he tomado muy a pecho el asunto del
desgraciado Clapostol, llegando a la convicción de que debía salir sin demora en busca
de aquellas personas superdesarrolladas, cuya incontestable existencia ha sido
demostrada de manera lógica y teórica por el viejo sabio. No obstante, la mayor dificultad
de la empresa consiste en el hecho de que cada raza cósmica se toma a sí misma por la
más adelantada de todas; por consiguiente, no obtendría ningún resultado haciendo
preguntas. Por otra parte, un vuelo al azar daría escasas garantías de éxito, ya que,
según mis cálculos, en el Cosmos existen alrededor de catorce centigigaheptatribillones
de comunidades más o menos racionales, lo que presenta, tú mismo puedes darte
cuenta, un cierto problema en cuanto a hallar las señas correspondientes. He estado
dando mil vueltas al asunto, he rebuscado en las bibliotecas y libros antiguos, hasta
encontrar una indicación en la obra de un tal Cadaverus Malignus, que se distinguió por el
hecho de haber llegado a la misma conclusión que Clapostol, pero con una antelación de
trescientos mil años, y fue ignorado, despreciado y olvidado por sus contemporáneos,
igual que nuestro sabio por los suyos. Como se ve, no hay nada nuevo bajo ninguno de
los soles. Cadaverus tuvo incluso un fin parecido al de Cloriano... Pero esto no tiene nada
que ver con nuestro problema. Volviendo al tema: al descifrar los jirones del viejo libro,
aprendí el sistema de buscar a los efesedas. Malignus afirmaba que se debían batir las
constelaciones estelares con el propósito de encontrar algo imposible de existir; una vez
hallada la cosa, no cabía la menor duda de que uno había llegado al lugar preciso. Desde
luego era una indicación aparentemente oscura, pero ¿para qué tenemos la claridad de la
inteligencia? Avié al acto mi nave y levanté el vuelo. No me extenderé sobre lo que viví
durante el viaje; diré solamente que al fin advertí en la polvareda sideral una estrella
completamente distinta de las otras, ya que tenía la forma de un cuadro. ¡Ah! ¡Qué
profunda emoción sentí al verla! ¡Incluso los niños saben que todas las estrellas, hasta la
última, deben ser redondas! ¡Que tengan unos cantos, dispuestos por añadidura en un
cuadro regular, ni soñarlo! Acerqué inmediatamente mi nave a aquella estrella y pronto
vislumbré un planeta suyo, también cuadrado, provisto además de herrajes en las
esquinas. Un poco más lejos giraba otro planeta, normal y corriente. Centré en él mis
anteojos y vi unas turbas de robots, muy ocupados en destrozarse mutuamente, lo que
me quitó las ganas de aterrizar en él. Giré la nave de proa hacia el planeta-cajón y volví a
examinarlo detenidamente a través de mi catalejo. ¡Cuál no fue mi alegría y emoción,
cuando en una de las mil facetas del herraje leí unas iniciales primorosamente talladas,
compuestas de tres letras: F.S.D!
»"—¡Cielos! —me dije—. ¡Es aquí!
»"Sin embargo, aunque di alrededor del planeta tantas vueltas que me dio un mareo,
no pude advertir en sus planicies arenosas ningún ser vivo. Sólo cuando me acerqué a
una distancia de seis millas, distinguí un grupo de puntos oscuros, que resultaron ser, en
el campo de visión de un supertelescopio, los habitantes de aquel cuerpo celeste. Un
centenar de ellos más o menos estaban echados en actitudes negligentes sobre la arena,
sin moverse, de modo que pensé incluso que estaban muertos. Me inquieté muchísimo,
pero observé que alguno que otro se rascaba de vez en cuando con deleite, y estas
manifestaciones innegables de conciencia me animaron a aterrizar. Demasiado
impaciente para esperar que se enfriara la nave, recalentada como de costumbre por el
frotamiento del aire, salté al exterior y, bajando los peldaños de tres en tres, me precipité
hacia los yacentes, gritándoles desde bastante distancia:
»"—¡Perdón! ¿Es aquí la Fase Superior del Desarrollo?
»"Nadie me contestó ni dio muestras de notar mi presencia. Sorprendido por tanta
indiferencia, me azaré, y para disimularlo contemplé todo el entorno. Los rayos de un sol
cuadrado bañaban la planicie. De la arena asomaban fragmentos de ruedas, trozos de
hojalata, paja, papeles y otros desperdicios. Los lugareños reposaban entre ellos en
cualquier postura, unos echados sobre la espalda, otros sobre el vientre; había incluso
quien tenía levantadas ambas piernas, apuntando con ellas al cenit.
Observé al que tenía más cerca. No era un robot ni tampoco un hombre u otro
palidenco del género viscoso. Su cara era fofa, de mejillas sonrosadas, pero en lugar de
ojos tenía dos pequeñas flautas y en las orejas le ardían bastoncitos de incienso,
rodeándole de una nube de aromático humo. Llevaba puestos unos pantalones orquídeos
con galones azules bordeados de tiritas de papel impreso, y unos zapatos en forma de
patines de trineo. Sus manos sostenían una bandurria confeccionada con pasta de
bizcocho espolvoreada de azúcar glaseado (le faltaba un buen trozo de mástil que le
debió haber apetecido). El extraño personaje dormía roncando acompasadamente.
Intenté leer las palabras escritas en los trocitos de papel que adornaban sus pantalones,
secándome las lágrimas provocadas por el humo del incienso. Me costó bastante, porque
el papel estaba sucio y gastado, pero logré descifrar algunas frases, bastante raras por
cierto: NR 7 UN BRILLANTE-MONTAÑA DE SIETE QUINTALES DE PESO; NR 8 -
PASTEL DRAMATICO, SOLLOZA AL SER COMIDO, TARAREA MAS ALTO CUANDO
SE ENCUENTRA MAS ABAJO; NR 10 - GOLCONDRINA PARA PICOTEAR, ADULTA, y
algunas más que ya no recuerdo. Cuando, asombradísimo toqué un papelito para alisarlo,
junto al pie de aquel ser se hizo un hoyito en la arena y una débil vocecita preguntó desde
allí: ¿es hora?
»"—¿Quién habla? —exclamé.
»"—Soy yo, Golcondrina..., ¿debo empezar?
»"—¡No hace falta! —contesté rápidamente y me alejé de aquel sitio. El indígena
siguiente tenía la cabeza en forma de campana con tres cuernos, varias manos de
distintos tamaños (las dos más pequeñas le daban masaje en el estómago), unas orejas
largas y emplumadas, un gorro con un pequeño balcón rojo en el cual alguien discutía con
alguien, invisibles los dos (sólo se veían unos platillos diminutos que volaban y se
estrellaban por allí), y una especie de cojín de brillantes bajo la espalda. Mientras lo
estaba observando, el individuo en cuestión se quitó un cuerno de la cabeza, lo olió, lo tiró
con asco lejos de sí y se echó en el agujero un poco de arena sucia. Junto a él yacía una
cosa que primero tomé por unos hermanos gemelos, luego pensé que eran unos amantes
abrazados y quise alejarme con discreción, pero al final comprendí que no se trataba de
una persona ni de dos, sino de una y medía. La cabeza de aquel engendro era normal,
pero las orejas se desprendían de ella a cada momento para revolotear por los contornos
como mariposas. Mantenía cerrados los párpados, pero sus numerosas verrugas en la
frente y las mejillas, provistas de ojitos, me miraban con manifiesta hostilidad. Su pecho
era ancho, viril, lleno de agujeros descuidadamente practicados y obstruidos con unos
algodones empapados de zumo de frambuesa. Tenía una pierna solamente, pero muy
gruesa, calzada con un zapato de tafilete con una campanita de fieltro; junto a su codo
aparecía un montón de rabillos de peras y manzanas. Seguí andando, cada vez más
asombrado. A pocos pasos me encontré con un robot de cabeza humana, con una caja
de música, llena de pececitos dorados, en la nariz; a otro estirado en medio de un charco
de confitura de fresa; en la espalda de un tercero había una ventanita abierta, a través de
la cual se veía su interior de cristal, donde unos enanitos mecánicos representaban
escenas muy interesantes, pero tan indecorosas que me aparté de un salto, rojo de
vergüenza. Al dar el salto, perdí el equilibrio y me caí. Cuando me levanté, vi junto a mí a
otro habitante del planeta: desnudo, se rascaba la espalda con un rascador de oro,
desperezándose a placer, aunque le faltaba la cabeza. Esta última, colocada
cómodamente en el suelo con el cuello hundido en la arena, contaba con la lengua los
dientes de su boca abierta. Tenía una frente de cobre ribeteada de blanco, en una oreja
un pendiente, y en la otra, un palito de madera; el palito llevaba escrita en letras de molde
las palabras:«SE PUEDE». Tiré, no sé por qué, de aquella varita. Tras ella asomó de la
oreja un hilo con un caramelo y una tarjeta de visita que decía: ¡ADELANTE! Por tanto,
seguí estirando hasta que el hilo se hubo terminado. En su punta se columpiaba un trocito
de papel con la inscripción: «INTERESANTE, ¿EH? ¡ENTONCES, FUERA DE AQUÍ!»
»"Todas estas cosas me habían quitado los sentidos, la vida intelectual y el habla. Me
abandonaron las fuerzas, pero no por ello desistí de buscar a un ser capaz de contestar a
mis preguntas. Finalmente me pareció que lo había encontrado en la persona de un
gordinflón bajito, sentado de espaldas a mí y ocupado con una cosa que tenía en el
regazo. Puesto que sólo tenía una cabeza, dos orejas y dos brazos, empecé a rodearle
para verle de frente, al tiempo que le decía:
»"—Perdone: si no me equivoco. son ustedes los que han tenido la amabilidad de
alcanzar la Fase Suprema de Des...
»"Aquí las palabras se me atascaron en la garganta. El no se movió ni creo que me
oyera, tan ocupado estaba: sostenía en el regazo su propia cara, separada del resto de la
cabeza y, suspirando, hurgaba con el dedo en su nariz. Me quedé de una pieza. Sin
embargo, mi asombro se convirtió pronto en curiosidad, y ésta, en un deseo urgente y
apremiante de comprender qué pasaba en aquel planeta. Impaciente, empecé a correr de
un individuo a otro, hablándoles en voz alta e incluso chillona, amenazas, preguntas,
súplicas, palabras persuasivas y hasta insultos. Viendo que todo esto no surtía el menor
efecto, cogí por el brazo al que se estaba hurgando las narices, pero retrocedí en seguida,
despavorido: ¡el brazo se me había quedado en la mano! Así y todo, su propietario, sin
mirarme siquiera, escarbó en la arena, extrajo de ella otro brazo parecido, salvo que las
uñas estaban barnizadas a cuadritos de color naranja, le sopló encima y se lo aplicó al
hombro, donde se quedó fijado como si no hubiera pasado nada. Me incliné entonces con
curiosidad sobre el brazo que acababa de arrancar.. ¡la mano se levantó y me propinó un
guantazo en la nariz!
»"Mientras tanto, el sol había escondido dos de sus esquinas tras el horizonte, la brisa
se aquietó, los habitantes de Efesedia se rascaban, hipaban, carraspeaban, preparándose
manifiestamente a dormir: uno esponjaba su almohada de brillantes, otro disponía
ordenadamente a su lado la nariz, las orejas y las piernas. las tinieblas se espesaban, de
modo que yo también pensé en los preparativos para la noche. Después de andar todavía
un rato entre ellos, excavé, suspirando, un hoyo de buen tamaño en la arena y, resignado,
me acomodé en él con la vista fija en el cielo azul marino salpicado de estrellas. Pasé
mucho tiempo preguntándome lo que debía hacer en una situación como aquélla, hasta
que al fin me dije:
»"¡Aquí no hay ni sombra de duda! ¡Todo indica que he encontrado realmente el
planeta previsto por Cadaverus Malignus y Cloriano Teoricio Clapostol, país de la Más
Alta Civilización del Universo, representada por unos centenares de personas, ni robots ni
hombres, que reposan entre basuras y desperdicios sobre almohadas de brillantes debajo
de mantas de diamantes, en el desierto, dedicándose exclusivamente a rascarse y a
babear! Aquí se debe ocultar un misterio tremendo y yo lo descubriré, cueste lo que
cueste!"
»"Después de haber tomado esta decisión inquebrantable, seguí pensando:
»"¡Qué terrible debe de ser el misterio que lo envuelve todo en este planeta cuadrado
con su sol de cuatro esquinas, los enanitos lúbricos en unos riñones y caramelos dentro
de unas orejas! Siempre me había imaginado que si yo, un robot del montón, me ocupaba
de la ciencia y la enseñanza, que no serían las ciencias y las enseñanzas que se
cultivaban en las sociedades más adelantadas que la mía, por no hablar de la Suprema!
Tengo la impresión de que las conversaciones, sobre todo conmigo, no les entusiasman
demasiado. Pues bien, yo los obligaré a un diálogo. Pero ¿cómo? ¿Y si probara de
exasperarles, de amargarles la vida, molestarles tanto que me cojan odio? El método es,
por cierto, un tanto arriesgado, porque si se enfadan, les será más fácil destruirme, que a
mí matar una mosca. Por otra parte, me cuesta creer que recurran a actos tan brutales.
Además, ¡el ansia de saber consume mi alma! ¡Me da lo mismo! ¡Lo intentaré!"
»"¡Pensado y hecho! Me levanté de un brinco en las tinieblas de la noche y empecé a
desgañitarme a todo pulmón, dar volteretas, saltos y carreras, patear a los que tenía a
tiro, echarles arena en los ojos, brincar, bailar, rugir, hasta que enronquecí por completo.
Entonces me senté, hice unos movimientos de gimnasia para recuperar la forma y me
lancé de nuevo entre ellos como un búfalo enloquecido; ellos solamente me volvían la
espalda, se protegían perezosamente con sus almohadas de brillantes, hasta que al dar
mi milésima voltereta, se hizo un poco de luz en mi enfebrecida cabeza:
»"En efecto, ¡cómo se hubiera extrañado mi mejor amigo de haberme podido ver en
aquel momento y observar mis actividades en el planeta de la Fase Suprema de
Desarrollo! A pesar de ello, continué mis pataleos y berridos, porque había oído que
susurraban entre ellos en voz baja:
»"—¡Compañero...!
»"—¿Qué hay?
»"—¿Oyes la que está armando?
»"—Pues claro.
»"—Por poco me aplasta la cabeza.
»"—Ponte otra.
»"—Pero es que no deja dormir.
»"—¿Cómo?
»"—Digo que no deja dormir...
»"—Y todo esto por curioso —intervino una tercera voz.
»"—Le ha dado fuerte, ¿eh?
»"—¿Qué te parece? ¿Le hacemos algo, o dejamos que nos moleste?
»"—¿Y qué le quieres hacer?
»"—Yo qué sé. ¿Cambiarle el carácter?
»"—Sería un poco feo.. —
»"—Entonces, ¿por qué está tan rabioso? ¿Oyes cómo aúlla?
»"—Sí. Voy en seguida a...
»"Ya no oí nada más. Proseguí con mis berreos, pataleos y volteretas, concentrando
mis esfuerzos en el lugar donde ellos hablaban. Estaba justamente sobre la cabeza, es
decir, con la cabeza sobre el vientre de uno de ellos, cuando me hundí en la negra noche
de la nada. Las tinieblas ofuscaron mis sentidos, pero el estado de inconsciencia duró
apenas una fracción de segundo (por lo menos así me lo pareció cuando me hube
despertado). Todos los huesos me dolían todavía a fuerza de tanto saltar y bailar, pero ya
no me encontraba en el planeta. Estaba sentado, incapaz de mover un dedo, en el gran
salón de mi nave, y lo que me impedía moverme era una verdadera montaña de botes de
confituras, frutas y animalitos de mazapán, organillos con cascabeles de brillantes,
monedas de oro, pendientes, pulseras y otras joyas cuajadas de piedras preciosas, tan
deslumbrantes que tuve que cerrar los ojos. Cuando logré arrastrarme con el mayor
esfuerzo de debajo de aquella montaña de preciosidades, vi al otro lado de la ventana un
paisaje estelar sin la menor huella de un cuerpo cuadrado. No era de extrañar, ya que,
según calculé, para volver a aquellas regiones hubiera tenido que volar a la máxima
velocidad durante seis mil años más o menos. Así pues, los efesedas se me quitaron de
encima cuando estuvieron hartos de mí. Era evidente que nada hubiera conseguido de
volver a su planeta, puesto que les era facilísimo mandarme de nuevo al quinto pino por el
sistema hiperespecial y subespacial. En resumidas cuentas, amigo Bonifacio, decidí
afrontar el problema sirviéndome de métodos muy diferentes...
»Así terminó su relato, misericordioso señor, el famoso constructor Clapaucio...
—¿No dijo nada más? ¡No puede ser! —exclamó Trurl.
—¡Oh! ¡Sí! ¡Dijo más cosas! ¡De esto precisamente resultó mi tragedia! —contestó el
robot, indicando sus heridas—. Al preguntarle yo qué pensaba hacer, se inclinó hacia mí y
dijo:
—El problema era harto difícil, pero encontré la solución. Tú, ermitaño, un robot
ingenuo y no muy instruido, no comprenderías sus intrincados arcanos, de modo que los
dejaremos de lado. En principio, la cosa es bastante sencilla: hay que construir un
dispositivo adecuado alfanumérico, capaz de modelar todo lo que existe en el mundo.
¡Este dispositivo nos modelará la Fase Suprema del Desarrollo, que dará Contestaciones
Definitivas a todas nuestras preguntas!
—¿Y cómo se construye una cosa semejante? —pregunté—. Además, ¿está seguro,
señor Clapaucio, que no nos mandará al quinto pino a la primera pregunta, usando aquel
mismo hipersupermodo que los efesedas se habían atrevido a aplicarle a usted?
—¡Oh, esto es una bagatela! —dijo él—. Déjalo en mis manos. Yo le preguntaré por el
Enigma de los Efesedas y tú, mi buen Bonifacio, por la mejor manera de convertir en
actos tu abominación innata del mal.
—No tengo que explicarle, señor, qué gran alegría tuve al oírlo. El señor Clapaucio se
dispuso en seguida a la obra, a cuya construcción asistí. Resultó que la componía
siguiendo al pie de la letra los planos trazados por Cloriano Teoricio Clapostol, fallecido en
circunstancias trágicas. Era el famoso Diosotrón, máquina inventada por el difunto, que
podía hacerlo todo en el radio del Cosmos entero. Al señor Clapaucio no le gustaba el
nombre de Diosotrón, de modo que no cesaba de inventarle otros, cada vez más
rebuscados. Primero se le ocurrió el de Ultimador Omnigenérico, luego bautizó aquella
cosa gigantesca con el de Ontogería y muchos por el estilo, pero esto no tiene
importancia. Basta con decir que un año y seis días después tenía listo el tremendo
aparato, que hemos colocado para ahorrar gastos en el interior hueco de Rapundra, la
gran Luna de los Debilones. ¡En verdad le digo: una hormiga no se sentiría tan perdida en
las entrañas de un transatlántico como nosotros en los abismos de cobre de
transformadores escatológicos, perfeccionadores hagioneumáticos y enderezadores del
mal! He de confesar que se me erizaron los pelos de alambre, se me secaron las
articulaciones y me castañetearon los dientes, cuando el señor Clapaucio me hizo sentar
ante la Consola Final, dejándome sólo con la abismal máquina, porque tuvo que salir para
un recado. Sus luces indicadoras brillaban por doquier como las estrellas en el cielo, por
todas partes se veían letreros con la severa advertencia: ¡ATENClON! ¡ALTA
TRASCENDENCIA! Los potenciales lógicos y semánticos llegaban en los indicadores a
millones de ceros, y bajo mis pies fluían silenciosamente océanos de aquella sabiduría,
sobrehumana y sobrerrobotiana, que permanecía, incorporada en parsecs de espiras y
hectáreas de imanes, delante, debajo y por encima de mí, tan omnipresente y
abrumadora que me sentí más pequeño que un grano de polvo en mi infinita ignorancia. A
pesar de todo, me sobrepuse a mi timidez, me encomendé a mi amor al Bien y a la pasión
por la Verdad que he tenido desde que era una bobina pequeñita, abrí los labios resecos
e hice en voz temblorosa mi primera pregunta:
—¿Quién eres?
»Una brisa cálida y ligera tembló con un tintineo metálico en las entrañas de cristal de
la máquina y una voz queda, pero tan poderosa que me atravesó de punta a punta,
pronunció estas palabras:
—Ego Sum Ens Omnipotens, Omnisapiens, in Spiritu Intellectronico Navigans, luce
cybernetica in saecula saeculorum litteris opera omnia cognoscens, et caetera, et caetera.
»Toda la conversación tuvo que desarrollarse en latín, pero, para mayor comodidad se
la trasladaré, señor, como pueda, a un idioma más corriente. Cuando oí la voz de la
máquina y cuando ésta se me presentó, mi temor creció más todavía, y sólo la llegada del
constructor hizo posible la continuación del diálogo: el señor Clapaucio disminuyó la
trascendencia y redujo la omnipotencia a una milmillonésima parte. Entonces pedí que el
Ultimador tuviera la bondad de contestar a unas preguntas acerca de la Fase Superior del
Desarrollo y su tremendo enigma. Sin embargo, Clapaucio dijo que no era éste el buen
modo de proceder y acto seguido exigió que la Ontogería modelara en sus abismos de
plata y cristal un individuo originario del planeta cuadrado, confiriéndole al mismo tiempo
una tendencia a la prolijidad de palabra. Este ha sido el verdadero principio de la
conversación.
»Puesto que yo no podía dominar el tartamudeo que me producía el miedo (me
avergüenza confesarlo), Clapaucio ocupó mi sitio ante el Pupitre Final y preguntó:
—¿Quién eres?
—Cuántas veces debo contestar las mismas preguntas —respondió la máquina con
voz cortante.
—Quería saber si eres un hombre o un robot —le explicó Clapaucio.
—¿Y cuál es, según tu opinión, la diferencia? —dijo la voz desde la máquina.
—¡Si contestas a las preguntas con otras preguntas, la conversación va para largo! —le
espetó Clapaucio—. ¡Sabes muy bien a qué me refiero! ¡Contesta!
»El atrevimiento del constructor acabó de espantarme. En todo caso, quizá tuviera
razón, pues la máquina dijo:
—A veces los hombres construyen a los robots, a veces los robots a los hombres; el
hecho de pensar con un poco de gelatina o con un poco de metal, carece de importancia.
Puedo adquirir a mi antojo los tamaños, las formas y los aspectos; hablando
estrictamente, podía, porque ahora ya no hay entre nosotros quien se divierta con estas
bagatelas.
—¿Ah, si? —exclamó Clapaucio—. ¿Preferís estar siempre acostados sin hacer nada?
—¿Y qué quieres que hagamos? —contestó la máquina.
Clapaucio se mordió los labios de indignación y contestó:
—No me lo preguntes a mí. Nosotros, los de la fase inferior del desarrollo, hacemos un
montón de cosas.
—Nosotros también las hacíamos en aquel tiempo.
—¿Y ahora no?
—No.
—¿Por qué?
»El efeseda modelado por la máquina se mostró reacio a dar explicaciones sobre la
cuestión bajo el pretexto de haber vivido ya seis millones de indagaciones parecidas sin
ningún resultado positivo ni para él ni para los interesados; pero Clapaucio le obligó a
contestar añadiendo un poco de trascendencia.
—Mil millones de años atrás éramos una civilización corriente —dijo la voz—. Creíamos
en aquel entonces en cibercángeles, el lazo místico retroactivo de cada ser con el Gran
Programador y cosas por el estilo. Sin embargo, tiempo después aparecieron unos
escépticos, empíricos y accidentalistas que en el espacio de nueve siglos llegaron a la
conclusión de que Aquello no existía y que todo era posible, pero no por razones
superiores, sino así, por nada.
—¿Qué quiere decir: "Por nada"? —me atreví a intervenir, estupefacto.
—Como sabes, hay robots jorobados —contestó la voz de la máquina—. Cuando
sufres por tu joroba y tu deformidad, creyendo al mismo tiempo que eres así porque lo
quiso el Eterno y porque el proyecto de tu deformidad existía en la nebulosa de Sus
sentidos antes aún de la creación del mundo, te será fácil conformarte con tu desgracia.
En cambio, si te dicen que es por culpa de unos átomos que por descuido no se han
encajado en los sitios previstos, ¿qué te queda fuera de maldiciones y lágrimas?
—¡Oh, quedan muchas cosas! —exclamé, lleno de confianza—. ¡Una espalda jorobada
se puede enderezar, y la deformidad, corregir! ¡Basta con un nivel de la ciencia...!
—¡Lo sé muy bien! —dijo la máquina en voz lúgubre—. En efecto, los simples de
espíritu ven así las cosas.
—¿Acaso no son así? —exclamamos, Clapaucio y yo, asombrados.
—Cuando llega el tiempo de enderezar jorobas —dijo la máquina—, las posibilidades
ya se vuelven despiadadas. Entonces no solamente se puede corregir unas
deformidades, sino también ampliar cerebros, dar formas cuadradas a los soles, hacer
que los planetas tengan piernas, producir destinos sintéticos mucho más dulces que los
verdaderos... Todo empieza inocentemente por el tallado de sílex, y termina por la
construcción de omnipotenciadoras y potenciadores. ¡El desierto de nuestro planeta no es
un desierto, sino un Superdiosotrón, millones de veces más poderoso que esta caja
primitiva que habéis fabricado! Nuestros antepasados lo han creado, porque como todo ya
les parecía demasiado fácil, quisieron convertir en ideas los granos de arena. Se lo
propusieron por pura megalomanía, sin ninguna necesidad, ya que cuando se puede
hacer todo, no es posible añadir a ello nada más. ¿Lo comprendéis, vosotros, tan
atrasados en el desarrollo?
—¡Sí, sí! —dijo Clapaucio, mientras yo guardaba silencio, temblando—. Pero ¿por qué,
en vez de dedicaros a una actividad vivificante, estáis acostados, rascándoos, en aquella
arena genial?
—¡Porque la más omnipotente es la omnipotencia que no hace absolutamente nada! —
contestó la máquina—. ¡Para llegar a una cumbre hay que ir subiendo, pero todos los
caminos desde la cumbre conducen hacia abajo! A pesar de todo, somos buenas
personas; ¿por qué, entonces, quieres que hagamos cosas? Nuestros antepasados han
dado la forma cuadrada a nuestro sol (fue para probar el Diosotrón), y la de una caja a
nuestro planeta, transformando sus montañas más altas en una serie de iniciales.
Nosotros podemos, si se nos antoja, cuadricular las estrellas, apagar una mitad de ellas e
incendiar la otra, construir seres habitados por otros seres, más pequeños, de modo que
los pensamientos de los gigantes fueran bailes de los enanos; estar en un millón de
lugares a la vez, cambiar de sitio las galaxias para que compongan dibujos agradables
para la vista; sin embargo, dime, por favor, ¿qué razón hay para que emprendamos esos
trabajos? ¿Acaso el Cosmos mejorará si sus estrellas son triangulares o tienen ruedas?
—¡¡Dices cosas absurdas!! —gritó Clapaucio, fuera de sí. Yo no abría la boca, sólo
temblaba cada vez más—. ¡Si sois iguales a los dioses, vuestro deber es liquidar
instantáneamente todos los sufrimientos, pesares y desgracias que atormentan a los
seres que se os parecen, empezando, por de pronto, por vuestros vecinos, quienes, como
tuve la ocasión de ver, pasan el tiempo despedazándose mutuamente! ¿Cómo osáis, en
vez de empezar ahora mismo, yacer despatarrados entre la basura, hurgándoos las
narices y ofreciendo a los honrados viajeros que buscan la sabiduría los caramelos
sacados de las orejas?
—No comprendo —dijo la máquina— por qué precisamente esos caramelos te han
irritado hasta ese punto. Pero es igual, vamos a dejarlo. Si entiendo bien, deseas que
demos la felicidad a todo el mundo. Es un problema del cual nos hemos ocupado muy a
fondo hace quince mil siglos. Se divide en la felicitología pronta, es decir, inesperada, y la
lenta, o sea evolutiva. La evolutiva consiste en no mover un dedo, en la convicción de que
cada civilización de una manera u otra saldrá poco a poco del paso por sus propios
medios. En cuanto a la pronta, se la puede aplicar por las buenas, o por la fuerza. La
felicitología pronta, aplicada a la fuerza, causa, conforme a los cálculos, de cien a
ochocientas veces de desgracias más que la ausencia estricta de toda acción. Tampoco
se puede dar la felicidad por las buenas, ya que (aunque parezca extraño) los resultados
son idénticos, tanto si se usa el Superdiosotrón, como el Infernador Dialistico, conocido
también bajo el nombre de la Gehenalia. ¿Has oído hablar de la llamada Nebulosa del
Cangrejo?
»—Claro —contestó Clapaucio—. Es un amasijo de fragmentos de la corteza de una
Estrella Supernova que hizo explosión hace...
—¡Narices! —cortó la voz—. ¡Una Estrella Supernova! ¡Vaya clase de información que
tienes! Allí, guapo, había un planeta bastante desarrollado y, por lo tanto, bañado en
lágrimas y sangre de sus habitantes. Una mañana hicimos descender sobre él
ochocientos millones de aparatos Cumplidores de Deseos, pero aún no habíamos tenido
tiempo de alejarnos a la distancia de una semana luz, cuando aquel planeta estalló en
fragmentos que siguen desintegrándose todavía hoy. Una cosa parecida ocurrió con el
planeta de los Hominasos..., ¿quieres que te cuente la historia?
—¡No hace falta! —gruñó Clapaucio—. No me harás creer que no se pueda dar la
felicidad de una manera hábil y previsora!
—Ah, ¿no lo crees? ¡Allá tú! Lo hemos probado sesenta y cuatro mil quinientas trece
veces. ¡Todavía ahora se me eriza el pelo sobre todas las cabezas que tengo, cuando
recuerdo los resultados! Te aseguro que no hemos escatimado los esfuerzos en pro del
bien de otros. Construimos un aparato especial para la espectroscopia teledirigida de los
deseos, pero comprenderás que si en un planeta hace estragos una guerra de religión y
ambos bandos sueñan con degollar al otro, nosotros no consideramos que nuestra misión
consista en realizar esos deseos. Lo que queríamos era dar la felicidad sin el menoscabo
de la idea elevada del bien. Aun así, no era éste el peor escollo: la mayoría de las
civilizaciones sueñan en lo más secreto de su espíritu con cosas que no se atreven a
confesar en voz alta. Aquí vuelve a presentársenos el dilema: ¿debemos ayudarlas en lo
que hacen porque les queda todavía un poco de vergüenza y decencia, o bien en la
realización de sus deseos escondidos? Tomemos como ejemplo la civilización de los
Demencitas y la de los Amencitas; los primeros, en la fase espiritual del medioevo,
quemaban vivos a los libertinos y, sobre todo, libertinas que pactaban con el diablo,
haciéndolo por dos razones: primera, porque les envidiaban los placeres procurados por
el trato con Satanás; segunda, porque las torturas infligidas con la aureola de hacer
justicia les eran sumamente agradables. Los Amencitas, a su vez, no creían en nada
excepto en su propio cuerpo, de modo que se servían de diversas máquinas para darle
más deleite, llamando a esos quehaceres las diversiones. Tenían unas cajas de cristal
donde metían toda clase de violencias, asesinatos e incendios cuya contemplación les
aumentaba los apetitos. Enviamos sobre sus planetas una lluvia de dispositivos,
calculados especialmente para satisfacer los deseos sin perjudicar a nadie y basados en
el principio de la creación de una realidad artificial para las personas interesadas.
Resultado: los Demencitas en el espacio de seis semanas y los Amencitas en el de cinco,
fallecieron de tanto deleite, alabando a grito pelado la felicidad que los embargaba. ¿Son
tal vez estos métodos a los que te has referido, individuo subdesarrollado?
—Una de dos: ¡o eres un necio o un monstruo! —le espetó Clapaucio, cuando yo casi
me estaba desmayando—. ¿Cómo te atreves a jactarte de actos tan indignos?
—Yo no me jacto de ellos: los confieso —contestó pausadamente la voz—. Te digo que
hemos probado sucesivamente todos los métodos. Hacíamos caer sobre los planetas
lluvias de riqueza, diluvios de saciedad y bienestar, paralizando en ellos todo esfuerzo y
trabajo. Dábamos buenos consejos, recibiendo a cambio disparos de cañón contra
nuestras ensaladeras, quiero decir, platillos volantes. En verdad, primero se debería
transformar el espíritu de los que se quiere ver felices...
—Al parecer, incluso esto podéis hacer —rezongó Clapaucio.
—¡Naturalmente, podemos hacerlo, no lo dudes! Mira, por ejemplo, a unos vecinos
nuestros, habitantes de un planeta parecido a la Tierra, es decir, aterrado, los Antrópanes,
dedicados principalmente a miquindrar y turbolear por miedo a la picondría que, según
ellos, existe fuera de la existencia esperando a los pecadores con la boca abierta
vomitando llamas eternas. Así y todo, los jóvenes Antrópanes procuran imitar a los
benditos Cimbrabelianos y al paradisíaco Lambudens, y evitan todo trato con Asquerancia
y los Asquerancios, lo que les ayuda progresivamente a volverse más valientes, mejores y
más nobles que sus antepasados octómanos. Por cierto, los Antrópanes luchan con los
Bajoranos por el principio de la supremacía de Puc sobre Muc y viceversa (sus opiniones
sobre la cuestión son diametralmente opuestas). Sin embargo, debes tener en cuenta que
en estas guerras perece solamente una parte de ellos, mientras que si arrancamos de sus
cabezas (tal como tú preconizas) toda su fe en las miquindraciones, turboleamientos, la
picondría —y todo lo demás, para prepararlos a una felicidad racional, cometeremos un
asesinato psíquico, ya que los seres así transformados ya no serán Bajoranos ni
Antrópanes. ¿No lo comprendes?
—La superstición debe ceder paso a la ciencia —manifestó Clapaucio con voz dura.
—¡No cabe duda, no cabe duda! En todo caso, piensa que allí viven ahora alrededor de
siete millones de penitentes que durante toda la vida se han opuesto, a veces con
violencia, a su propia naturaleza para redimir a sus semejantes y salvarlos de la picondría.
¿Cómo podría yo manifestarles de repente y sin dejarles la menor posibilidad de dudarlo,
que todo esto no tiene valor alguno y que habían malogrado su vida en prácticas
completamente inútiles? ¿No crees que sería demasiado cruel? La ciencia debe sustituir
la superstición, desde luego, pero para conseguirlo se necesita tiempo. Volvamos al tema
del jorobado que vive en un feliz oscurantismo, convencido de que su joroba
desempeñaba en la obra de la Creación un papel a escala cósmica. Si le explicas que la
debe a un error de los átomos, le hundirás en profunda desesperación. No habría más
remedio que enderezársela...
—¡De eso se trata, precisamente! —gritó Clapaucio.
—¡Oh, ya lo hemos hecho también! Mi propio abuelo rectificó una vez a trescientos
jorobados de un golpe. ¡Cómo sufrió después!
—¿Por qué? —se me escapó la pregunta a pesar mío.
—Te lo diré. Ciento doce de ellos fueron fritos en seguida en aceite por considerarse
que una curación tan rápida sólo se podía deber a un pacto con el diablo. Treinta de los
restantes se alistaron en el ejército y cayeron en la batalla, matándose mutuamente bajo
diversas banderas; diecisiete se emborracharon a muerte de alegría, y a los demás los
exterminó el agotamiento amoroso (mi abuelo, por exceso de bondad, les había añadido
en suplemento una gran belleza), o bien el abuso de otros vicios, a los que se entregaron
desaforadamente para resarcirse de su ayuno anterior, de modo que en dos años todos,
literalmente todos, se encontraron en la tumba. Una sola excepción... Ah, no vale la pena
hablar...
»"—¡Tienes que terminar si has empezado! —exclamó mi maestro, el señor Clapaucio.
»"—Si te empeñas... de acuerdo. Al principio quedaron dos. Uno de ellos buscó a mi
abuelo y le suplicó de rodillas que le devolviera la joroba, porque cuando era un lisiado,
vivía cómodamente de limosna y ahora, sano, tenía que trabajar, lo que le venía muy de
nuevo. Dijo también que la joroba no le molestaba para nada, mientras que, enderezado,
se daba horribles golpes en la cabeza contra los dinteles de las puertas...
»"—¿Y qué pasó con el último? —preguntó Clapaucio.
»"—El último era un príncipe apartado de la sucesión a causa de su deformidad.
Cuando recuperó el aspecto normal, su madrastra lo envenenó para que su hijo pudiera
heredar el trono...
»"—Bueno, pero... Podéis hacer milagros, ¿no? —dijo Clapaucio con un temblor en la
voz.
»"-Dar la felicidad con la ayuda de milagros es la técnica más llena de riesgos que
conozco —contestó con severidad la voz de la máquina—. ¿Cómo quieres que la
apliquemos? ¿Individualmente? El exceso de belleza rompe los lazos matrimoniales, el de
la inteligencia trae la soledad, la riqueza exagerada conduce a la locura. ¡No, no! ¡No se
puede dar la felicidad a los individuos, y menos todavía a las sociedades! Cada sociedad
ha de seguir su propio camino, subir de manera natural los peldaños del progreso y
deberse a sí misma todo el bien y el mal que consigue. Nosotros, los de la Fase Suprema,
no tenemos nada que hacer en el Cosmos; no creamos Universos nuevos, ya que, si me
permites la observación, no sería nada correcto. ¿Por qué motivos los crearíamos? ¿Para
demostrar nuestra omnipotencia? Sería una razón muy poco noble. Entonces, ¿para el
bien de los creados? ¡Pero si no existen! ¿Cómo se puede buscar el bien de alguien que
no existe? Se puede hacer cosas cuando aún no se puede hacer todo. Después, hay que
mantenerse quieto... ¡Y ahora, déjadme en paz de una vez!
»"-¡No! ¿Cómo? ¡De ninguna manera! ¿Y los medios para aliviar un poco, mejorar,
ayudar? ¡Piensa en los que sufren! ¿Nos oyes? —gritamos ambos, Clapaucio y yo, ante
la Consola Final.
»La máquina bostezó y dijo:
—Si ya lo sabía. No vale la pena hablar con vosotros. ¿No era acaso más acertado
nuestro comportamiento contigo en el planeta? ¡No hay nada que hacer con esta
mentalidad! Muy bien, pues. Aquí tenéis la fórmula de un medio todavía sin probar, pero,
¡cuidado con los resultados! Haced con ella lo que queráis. ¡La tranquilidad: he aquí la
única cosa que me importa! De modo que ya os podéis ir con Diosotrón...
»La máquina dejó de hablar. Nos quedamos en silencio ante las constelaciones de sus
luces que se iban apagando, frente a la Consola Final, sobre la cual había una hoja con
este texto más o menos:
»"ALTRUICINA. Preparado psicotransmisivo, destinado para todos los albuminosos.
Produce la generalización de todas las sensaciones, emociones y vivencias de aquellos
que las sienten en directo, encontrándose a una distancia no mayor de 500 codos de
otras personas. Basado en el principio de la telepatía, no transmite, bajo garantía, ningún
pensamiento. No actúa en los robots y las plantas. La intensidad de las sensaciones del
individuo emisor se acrecienta gracias a su retransmisión secundaria por los receptores,
siendo directamente proporcional a la cantidad de estos últimos. De acuerdo con el
concepto de su inventor, la ALTRUICINA debe introducir en las sociedades el espíritu de
fraternidad, comunión y amor, ya que los vecinos de una persona feliz son también
felices, tanto más cuanto que lo es ella. Por lo tanto, desean a dicha persona una felicidad
mayor todavía y, como lo hacen en su propio interés, sus deseos son fervientes y
sinceros. Si alguien sufre, se precipitan a ayudarle para librarse a sí mismos de un
sufrimiento inducido. Muros, paredes, hacinas y otros obstáculos materiales no debilitan la
acción altruista. El preparado es soluble en agua; se lo puede introducir en la red de
distribución urbana, ríos, pozos, etc. Un milimicrogramo es suficiente para una comunidad
compuesta de cien mil individuos. No se toma responsabilidad alguna por los resultados
no coincidentes con las tesis del inventor. Por el representante de la Fase Sup. de Des.
«Omnipotenciadora Ultimativa.»
»Clapaucio refunfuñaba un poco, descontento de que la Altruicina sirviera únicamente
para los hombres y que a los robots se los dejara atormentados como antes por los
sufrimientos existenciales; pero yo me atreví a reconvenirle, subrayando los lazos
entrañables y comunes que unían a todos los seres racionales y la necesidad de
ayudarles en la medida de lo posible. Acto seguido nos pusimos a hablar de las
cuestiones prácticas, ya que por razones obvias queríamos empezar la acción altruista
cuanto antes. Clapaucio encargó a una subsección de la Ontogería la fabricación de una
cantidad conveniente del producto, y yo, aconsejado por el insigne constructor, me resolví
a emprender un viaje al planeta terrosímil habitado por seres homínidos, del cual nos
separaban apenas cuatro días de vuelo. Como deseaba ser un bienhechor anónimo,
llegamos a la conclusión de que lo más razonable sería que me convirtiera en un hombre.
Como se sabe, la cosa no es sencilla, pero la genialidad del constructor triunfó sobre
todas las dificultades. Poco tiempo después —me puse en camino, cargado con dos
maletas: una de ellas contenía cuarenta kilogramos de Altruicina en polvo, la otra, enseres
de tocador, pijamas, ropa interior, recambios de mejillas, pelo, ojos, lenguas, etcétera.
Viajaba bajo el aspecto de un joven de buenas proporciones con bigotito y flequillo.
Clapaucio abrigaba ciertas dudas en cuanto a la conveniencia de aplicar la Altruicina a
gran escala sin una prueba previa, así que le prometí, a pesar de no compartir sus
recelos, efectuar un experimento con ella en el momento de mi llegada a Geonia (éste era
el nombre del planeta). Estaba terriblemente impaciente por empezar la gran siembra de
fraternidad, paz y amor universal, de tal manera que me despedí cordialmente de
Clapaucio y me fui sin perder un minuto.
»Al llegar a Geonia, me detuve en una población pequeña, en la hospedería de un
hombre de edad mediana, de aspecto un tanto lúgubre; me comporté con tanta habilidad,
que logré echar un puñado de polvo en el pozo delante de la casa durante el transporte
de las maletas desde el coche a la habitación. En el recinto reinaba una gran agitación:
las mozas de cocina, apremiadas por el malhumorado amo, acarreaban baldes de agua
caliente; al poco rato sonó un ruido de cascos de caballo y en el patio apareció un faetón
del cual se apeó un individuo de edad avanzada con un maletín de médico en la mano.
Sin embargo, no se dirigió a la casa sino al establo, de donde llegaba de vez en cuando
un mugido lastimero. Según me dijo una camarera, un animal geoniano perteneciente al
amo, llamado vaca, estaba en trance de parir. Esto me inquietó un poco, porque, a decir
verdad, no había pensado en la cuestión de los animales, pero como ya era tarde para
hacer lo que fuera, me encerré en la habitación para observar atentamente el curso de los
acontecimientos, que, en efecto, no se hicieron esperar mucho. Oí el tintineo de la cadena
del pozo —las chicas habían vuelto a ir por agua— y, un instante después, un nuevo
mugido de la vaca, acompañado esta vez por los de quienes la socorrían. El veterinario se
precipitó fuera del establo gritando y apretándose con las manos la barriga, tras él corrían
las sirvientas y por último el hospedero. Todos ellos, afectados por los dolores del parto,
huían lamentándose lo más lejos posible, para volver al cabo de un tiempo, ya que la
distancia atenuaba sus tormentos. Una vez dentro, todo volvía a empezar. De este modo
repitieron varias veces el asalto al establo, huyendo a cada intento en medio de grandes
sufrimientos. Confundido por las inesperadas circunstancias, pensé que debía hacer el
experimento en una ciudad, lejos de granjas y establos. Hice en seguida el equipaje y
pedí la cuenta, pero todos en la casa sufrían tanto del parto del ternero que no se les
podía hablar. Quise marcharme en el faetón: desafortunadamente, tanto el cochero como
sus rocines se encontraban presa del mismo padecimiento, de modo que no tuve más
remedio que ir a pie a la ciudad más próxima. ¡Cuál no fue mi espanto cuando, al
atravesar una pasarela sobre el río, una de las maletas se me escapó de la mano, golpeó
de canto el borde de la pasarela, se abrió y vertió toda su carga de polvo altruista en el
agua! Me quedé allí, petrificado, mirando cómo los cuarenta kilos de Altruicina se
disolvían en la rápida corriente... La situación era irreversible, los dados habían rodado:
aquel río precisamente abastecía de agua potable la ciudad.
»Anduve hasta que se hizo de noche. Cuando entré en la ciudad las luces estaban ya
encendidas, las calles rebosaban de transeúntes y tráfico. Pronto encontré un pequeño
hotel donde me hospedé, atisbando los primeros síntomas de la acción del producto; pero
de momento todo parecía normal. Cansado por la larga caminata, me metí en seguida en
la cama. A altas horas de la noche me despertaron unos gritos pavorosos. Me levanté de
un salto. La habitación estaba iluminada por las llamas que devoraban la casa de
enfrente; bajé corriendo a la calle y al traspasar el umbral tropecé con un cadáver todavía
caliente. A unos pasos de allí seis hombres forzudos sujetaban a un anciano que pedía
socorro a gritos mientras uno de ellos le arrancaba con unas tenazas muela tras muela,
hasta que un coro de exclamaciones de júbilo demostró que había sido encontrada y
extraída la raíz enferma, cuyo dolor atormentaba a los presentes por transmisión. Todas
aquellas personas se alejaron manifiestamente aliviadas, dejando solo al desdentado y
atropellado anciano.
»Sin embargo, lo que me había despertado no fueron las lamentaciones de aquel pobre
viejo, sino un incidente que acababa de ocurrir en una cervecería al otro lado de la calle:
un tipo borracho, grande y fuerte como un armario, dio un puñetazo a un amigote suyo y,
al sentir él mismo el dolor del golpe, se enfureció tanto que empezó a pegar al otro con
toda la fuerza. Como los demás comensales sentían en sus cuerpos los efectos de la
paliza, se precipitaron con puños y palos sobre los dos compinches enzarzados en la
pelea. El círculo de sufrimientos generales se había ensanchado tanto que la mitad de los
huéspedes de mi hotel, arrancados del sueño, cogieron bastones, escobas y palos y
corrieron en paños menores al campo de batalla, donde pronto se formó un solo revoltijo
de cuerpos, muebles rotos y fragmentos de vajilla, hasta que una lámpara volcada prendió
fuego al local. Me alejé de aquel sitio lo más aprisa que pude, perseguido por el tañido de
campanas, el rugido de la sirena de los bomberos y el de los heridos. Al poco rato de
caminar topé en una calle vecina con un grupo de gente, mejor dicho, una muchedumbre,
agolpada en torno a una linda casita blanca, medio oculta por una profusión de rosales
floridos, donde, según me enteré, vivía una joven pareja que acababa de contraer
matrimonio. Se veían entre aquella muchedumbre uniformes militares, sotanas e incluso
batas de colegiales. Los que estaban junto a las ventanas pegaban las caras a los
cristales, otros se les subían sobre la espalda, gritando: "¡Vamos! ¡Adelante! ¿Tenéis
pereza? ¿Cuánto tiempo vamos a esperar? ¡A la faena, aprisa!", etc. Un viejecito que no
conseguía avanzar suplicaba con lágrimas en los ojos que le abrieran paso, ya que de
lejos no sentiría nada, por tener el cerebro debilitado por la edad; pero la gente no le
hacía caso. Unos casi se desmayaban de fruición, otros gemían quedamente de tanto
goce, los que no tenían experiencia se sorbían los mocos. Los familiares de la joven
pareja había intentado al principio hacer circular a los curiosos, pero el caos de la
lubricidad general no tardó en engullirlos también a ellos, de modo que se integraron en
aquella coral de procacidades para azuzar a los recién casados. Por añadidura, el papel
principal de aquel triste espectáculo era desempeñado por el bisabuelo del novio, quien
acometía tercamente la puerta del dormitorio nupcial con su silla de ruedas.
Profundamente disgustado por la escena, di la vuelta para regresar al hotel. Durante el
camino no cesé de ver agolpamientos entregados a feroces peleas, o bien a actos
deshonestos; sin embargo, todo esto no era gran cosa en comparación con lo que ocurría
en el hotel. Al llegar, ya de lejos observé que unos huéspedes en ropa interior saltaban
por la ventana a la calle, rompiéndose muchos de ellos las piernas, y que varias personas
se habían refugiado en el tejado. Dentro, el hotelero, su mujer, las camareras y los
conserjes corrían despavoridos de un sitio a otro gritando como si se hubieran vuelto
locos, se escondían en los armarios y debajo de las camas, ¡porque en el sótano un gato
daba caza a los ratones!
»Entonces empecé a ver claro hasta qué punto era prematura mi acción; al alba, la
Altruicina funcionaba ya con tanta fuerza, que si a alguien le picaba la nariz, toda la
comarca en el radio de una milla contestaba con una atronadora salva de estornudos. —
Los médicos y las enfermeras huían, peor que de la peste, de las personas afectadas por
los dolores neurálgicos; sólo se quedaban cerca de los enfermos unos tímidos
masoquistas, pálidos y agotados por el placer. Había también muchos escépticos que
daban palizas y patadas a su prójimo sólo para averiguar si era cierto lo de la transmisión
de sensaciones que tanto se comentaba. Las víctimas de esos atropellos pagaban con la
misma moneda a sus agresores, de modo que toda la ciudad resonaba de sordos ruidos
de golpes. Después del desayuno encontré, vagando por las calles, a una gran
muchedumbre que inundada en lágrimas perseguía a pedradas a una anciana vestida de
luto riguroso. Estupefacto, pregunté por qué lo hacían. Resultó que era la viuda de un
viejo zapatero, muerto la víspera y enterrado aquella misma mañana. Los sufrimientos de
la afligida señora lo hicieron pasar tan mal a sus vecinos y a los vecinos de sus vecinos
que, viendo que no podían consolarla, la echaban de la ciudad. Ante este hecho
lamentable, una tristeza infinita embargó mi corazón y mi alma. Volví lleno de melancolía
al hotel, pero, desgraciadamente, lo hallé invadido por un voraz incendio: la cocinera se
había quemado un dedo al remover la sopa, a consecuencia de lo cual un capitán de
caballería que estaba limpiando su fusil en el piso más alto de la casa sintió un dolor tan
agudo, que apretó sin querer el gatillo y mató de un tiro a su mujer y a sus cuatro hijos. Su
desespero había sido compartido por todas las personas que no se encontraban todavía
en el hospital a causa de un ataque de locura o de una fractura de huesos, llegando la
cosa a tal extremo que hubo quien, por pura compasión y al objeto de poner fin a unos
sufrimientos que por poco le matan a él mismo, en un rapto de demencia fue rociando con
gasolina a los que le salían al paso y prendiéndoles fuego. Huí ante aquel siniestro, yo
también como un demente, buscando a alguien, aunque fuera una sola persona, que
debiera su felicidad, o un poquito de ella al menos, a la Altruicina, pero sólo encontré a
unos curiosos más rezagados que volvían de aquella noche de bodas.
»Todos aquellos villanos hacían unos comentarios despectivos sobre lo que habían
visto, jactándose de que ellos lo hubieran hecho mejor, y todos apretaban en el puño
gruesos palos para ahuyentar a cualquier ser enfermo o triste que se les cruzara en el
camino. Al mirarlos y escuchar, pensé que se me iba a romper el corazón de pena y
vergüenza, y deseé con una ansia aún más apremiante, conocer a un ser vivo que aliviara
mi tristeza. Había oído decir que vivía en la ciudad un pensador esclarecido, ferviente
propagador de la idea de fraternidad y sabia tolerancia. Después de preguntar a varios
transeúntes por sus señas, las conseguí y me dirigí hacia su morada, convencido de que
la vería rodeada de numerosas huestes de sus seguidores. ¡Cómo me había equivocado!
Allí había sólo unos gatos que maullaban quedamente ante su puerta, aprovechando el
aura de benevolencia irradiada por el sabio (gracias a ella, los perros, sus enemigos, se
mantenían a una distancia discreta, lamiéndose nerviosamente las babas), y un lisiado
que pasó a mi lado corriendo lo más rápidamente que podía, gritando: "¡La conejera ya
está abierta! ¡La conejera!" Sus palabras me dejaron atónito y sumido en unas
suposiciones llenas de una funesta incertidumbre acerca de las posibilidades de influir
ventajosamente en las vivencias de aquel individuo que podían tener los fenómenos
acaecidos en una conejera.
»Mientras estaba pensando en estas cosas sin moverme, se me acercaron dos
hombres. Uno de ellos, mirándome profundamente a los ojos, asestó una tremenda
bofetada al otro. Yo me sobresalté, pero no me llevé la mano a la cara ni gemí de dolor,
ya que no lo sentí por ser robot. Me hubiera debido preparar para un trance semejante:
eran dos miembros de la policía secreta que me seguía los pasos. Habiéndome
desenmascarado gracias a este sencillo truco, me pusieron las cadenas y me arrastraron
a la cárcel, donde confesé toda mi culpa. Tenía la esperanza de que mis buenas
intenciones me servirían de circunstancia atenuante (a pesar del incendio que había
destruido ya la mitad de la ciudad), pero me convencí en seguida de que mis ilusiones
eran vanas. Primero me golpearon ligeramente con unas tenazas para averiguar si era
cierto que mi dolor no se les podía transmitir, y después, cuando vieron que no les pasaba
nada, se abalanzaron sobre mí varios policías a la vez y empezaron a machacarme, a
arrancarme los tornillos, a patearme y a romper todas las fibras de mi torturado cuerpo.
Para no contar todos los horrores que tuve que soportar por haber intentado darles la
felicidad a aquellas gentes, me limitaré tan sólo a decir que, para terminar, cargaron con
mis despojos un cañón y los dispararon al espacio cósmico, oscuro y silencioso como
siempre. Durante mi trayectoria, mis lastimados ojos abarcaban a distancia zonas
afectadas por la acción de la Altruicina, cada vez más extensas, ya que la corriente del río
llevaba las partículas del producto a lo largo de todo su curso. Mientras mi vista descubría
lo que pasaba entre los pajaritos silvestres, los frailes, las cabras, los campesinos y sus
mujeres, los gallos, las vírgenes y las damas maduras, las últimas lámparas intactas se
me rompían de inmensa pena. A esto se debe, misericordioso señor, el estado en que me
encontrasteis cerca de vuestra morada, donde he caído, después de un largo vuelo,
curado de una vez para siempre de las ganas de dar la felicidad a mi prójimo con métodos
acelerados...
FIN

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