EL REBELDE DE VALKIRIA
Alfred Coppel
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...El Segundo Imperio surgió de las oscuras edades del espacio... ¡regido por un niño,
un usurpador y un tonto! El Gran Trono de la Tierra Imperial mandaba sobre mil mundos
vasallos..., mundos poco prometedores y asolados, que se morían de hambre, y en los
que se murmuraba hoscamente sobre la revuelta galáctica... Finalmente, como águilas de
un nido distante, los reyes de las estrellas se reunieron, no para seguir murmurando, ¡sino
para atacar...!
El Segundo Imperio surgió de las oscuras edades del Interregno. Una vez más, en el
espacio de un milenio, los estandartes de la Tierra Imperial ondearon sobre las tierras
arrasadas de los mundos habitados. Cuatro generaciones de conquistadores, al servicio
de la grandeza de los Mil Emperadores, habían vuelto a crear el Imperio Galáctico, por la
fuerza de las armas. Pero la tecnología, la Gran Destructora, era temida y fue prohibida.
Únicamente los brujos, los pacifistas y los hechiceros recordaban lo sucedido
anteriormente, y las multitudes, torturadas por los recuerdos raciales de la terrible
destrucción causada por las Guerras Civiles, lapidaron a estos buscadores y los
quemaron en las plazas de las ciudades, construidas sobre los escombros de las antiguas
guerras. Las antiguas y poderosas naves espaciales —indestructibles, eternas—
transportaban a los hombres y los caballos, el fuego y la espada, a través de la galaxia
ante las órdenes de los jefes militares. El Segundo Imperio —cuatro generaciones de
salvajismo aislado— era feudal e inexorable; poseía una cultura sostenida por los falsos
lazos de la sangre y del hierro, y la lealtad de los reyes guerreros de las estrellas...
QUINTUS BLAND: Ensayos sobre historias galácticas
I
Kieron, jefe militar de Valkiria, paseaba enojado sobre el suelo pulimentado. Las luces
parpadeantes de la cámara, ampliamente adornada con espejos, se reflejaban en las
joyas de su vestimenta ceremonial y relucían a lo largo de su capa de plata. Por un
momento, el rey de las estrellas se detuvo ante las altas dobles puertas de bronce,
mientras sus fuertes manos jugueteaban con la empuñadura de su espada. Los enormes
jenízaros de la guardia de palacio permanecieron inmóviles uno a cada lado de la entrada,
en forma de arco, con sus grandes hachas descansando sobre las losas. Era como si los
negros pensamientos que atravesaban la mente de Kieron fueran impensables para ellos.
Los enormes guerreros de los pesados planetas de las Pléyades eran estólidos, leales,
poco imaginativos. Y ni siquiera un rey de las estrellas podía soñar con asaltar las
grandes puertas cerradas que daban acceso a las cámaras del emperador.
Los dedos de Kieron se abrieron y cerraron espasmódicamente sobre el pomo de su
arma, incrustado de gemas; sus ojos oscuros brillaban con una furia que no sabía dónde
dirigir. Murmurando un juramento, se apartó de la silenciosa puerta y reanudó su paseo.
Su compañero, un hombre curtido, vestido con los sencillos arreos de combate de
Valkiria, le observó tranquilamente por debajo de sus pobladas cejas amarillentas.
Permanecía de pie, con sus grandes brazos cruzados sobre las trenzas de pelo amarillo
que colgaban más abajo de su cinto, con su rostro de profundas líneas enmarcado por los
lazos sueltos de su casco dotado de dos alas laterales. Una espada enorme colgaba a lo
largo de su muslo desnudo; era una hoja maciza con una empuñadura de gemas.
El jefe militar de Valkiria detuvo su enojado paseo para mirar a su ayudante.
—¡Por la Gran Destructora, Nevitta...! ¿Cuánto tiempo vamos a soportar esto?
—Paciencia, Kieron, paciencia —le dijo el viejo guerrero con la seguridad de una
familiaridad de toda la vida—. Tratan de que suframos lo indecible, pero ya hemos
esperado tres semanas. Un poco más no hará daño a nadie.
—¡Tres semanas! —exclamó Kieron, volviendo a lanzar una maldición ante Nevitta—.
¿Es que quieren impulsarnos a la rebelión? ¿Es ésa su intención? ¡Juro que no habría
soportado esto ni del propio Gilmer!
—El gran emperador nunca se habría comportado con nosotros de esta manera. Los
combatientes de Valkiria siempre estuvieron muy cerca de su corazón, Kieron. Esta es
una forma de actuar que indica la mano de una mujer —y escupió sobre el suelo
pulimentado—. ¡Que la llamen los Siete Infiernos juntos!
Kieron gruñó y se volvió de nuevo hacia la silenciosa puerta. ¡Ivane! Ivane la
Hermosa... Ivane la intrigante. ¿Qué pócima infernal estaría mezclando ahora? Su arma
siempre había sido la intriga... y ahora que Gilmer había muerto y ella estaba junto al
Gran Trono...
Kieron la maldijo por lo bajo. Nevitta tenía razón. En esto se adivinaba la mano de
Ivane, ¡tan seguro como que las estrellas formaban galaxias!
Tres semanas perdidas. Largas semanas. Veintiún días completos desde que sus
naves llegaron a la Ciudad Imperial. Días en los que tuvieron que luchar para abrirse paso
por entre el enjambre de diletantes y buscadores de favores que pululaban por el palacio
imperial. Hubo momentos en que Kieron habría estado dispuesto a abrirse paso con su
espada, a través de aquellos petulantes dandis.
Hacía ya un año que había muerto Gilmer de Kaidor, y la nueva corte se había
convertido en un manicomio de sonrientes aduladores. Se garantizaban peticiones a
todos, a medida que las favoritas recogían la largamente esperada generosidad del joven
emperador Toran. Y Kieron sabía muy bien que cualquier clase de favor tendría que pasar
previamente por las manos ambiciosas de la consorte Ivane. A ella no se le permitía llevar
la corona de una emperatriz, al no tener en sus venas la sangre de los Mil Emperadores,
pero a estas alturas ya no había nadie en la corte que negara que era ella la fuente de
donde procedían todos los favores imperiales. Sin embargo, Kieron sabía que aquello no
parecía ser suficiente para ella. Ivane soñaba con cosas mejores. Y como consecuencia
de todo este juego semioculto, a los viejos favoritos del guerrero Gilmer se les rechazaba
con desdén y se les negaba audiencia. Se estaba creando un nuevo círculo interno y, era
bastante evidente, Kieron de Valkiria no sería incluido en él. Se le llegó a advertir incluso
que no presentara sus quejas al emperador Toran.
Se le dijo una y otra vez que otras cuestiones ocupaban la atención de Su Majestad
Imperial. ¡Otras cuestiones! Kieron podía sentir el enojo pulsando en sus venas. ¿Qué
otras cuestiones podían ser más importantes para un soberano que la lealtad de su mejor
combatiente? Y, si Toran era un tonto, como aseguraban los cortesanos en privado, Ivane
era seguramente más inteligente, como para no mantener a un jefe militar de las Marcas
Externas cansándose un día tras otro, durante tres semanas, en las antecámaras. Ivane,
tan orgullosa, debía saber lo muy cerca que estaban de la rebelión las gentes guerreras
de la periferia.
Bajo tales provocaciones deliberadas, resultaba difícil ignorar la invitación de Freka de
Kalgan para encontrarse con los otros reyes de las estrellas en consejo de agravios. La
rebelión no resultaba nada atractiva para un hombre como Kieron, que había pasado su
juventud luchando al lado de Gilmer, pero toda resistencia humana tiene un límite, y él
estaba a punto de alcanzarlo.
—Nevitta —dijo Kieron de pronto—, ¿fuiste capaz de enterarte de algo sobre la señora
Alys?
—Nada, excepto lo que se dice por ahí —contestó el canoso guerrero, sacudiendo la
cabeza—. Se dice que se ha recluido, llorando aún la muerte de Gilmer. Ya sabes, Kieron,
lo mucho que la pequeña princesa amaba a su padre.
El señor de Valkiria frunció el ceño, reflexivamente. Sí, era muy cierto que Alys había
amado mucho a su padre. La podía recordar, al lado del gran emperador, tras la batalla
de Kaidor. Hasta los propios señores del interregno, conquistados en aquella batalla,
afirmaron que Gilmer no habría conseguido rendir el planeta si ellos hubieran podido
capturar a su hija. Los lazos existentes entre padre e hija habían sido muy estrechos.
Probablemente, Alys se había recluido para seguir llorando la muerte de su padre..., pero
Kieron lo dudaba. No habría sido ésa la actitud de Gilmer, ni la de su hija.
—Las cosas serían muy diferentes aquí si gobernara la pequeña princesa, en lugar de
Toran —dijo Nevitta, compungido.
Sí, muy diferentes, pensó Kieron. El tonto de Toran parecía a punto de desatar lo que
cuatro generaciones de leales combatientes habían construido sobre las ruinas de las
edades oscuras. Alys, la princesa del guerrero, habría aumentado la gloria del imperio, en
lugar de disminuirla como parecía estar sucediendo ahora. Pero quizá tenía prejuicios en
su favor, reflexionó Kieron. Resultaba difícil no tenerlos.
Recordó sus ojos sonrientes y su coraje. Una niña delgada, directa en sus actitudes y
comportamiento. Embarazándole ante sus rugientes valkirianos con sus francas protestas
de amor. Los ejércitos la habían adorado. Una niña encantadora, con el orgullo de la raza
escrito en su rostro patricio. Pero también era compasiva. Reconfortando seriamente a los
moribundos y a los heridos con una caricia o una palabra.
Habían transcurrido ya ocho años desde la sangrienta batalla de Kaidor. La niña de
doce sería ahora una mujer. Y, pensó Kieron con ansiedad, una amenaza para el
creciente poder de la consorte Ivane.
Las elevadas puertas de bronce se abrieron de repente, y Kieron se volvió. Pero no era
el emperador quien apareció en ellas, ni siquiera la consorte. Era la figura de Landor,
recubierta de gemas, el Primer Señor del Espacio.
Kieron se echó a reír despreciativamente. ¡Primer Señor! Las sombras de los
poderosos guerreros que habían llevado aquel título a través de las mil batallas imperiales
terrestres habrían sentido verdaderas náuseas ante la elección del joven Toran... o de la
propia Ivane, al fijarse en aquel remilgado cortesano que estaba ahora ante él.
Los cortesanos más cínicos decían que Landor había obtenido sus honores en el lecho
de Ivane, y Kieron se lo podía imaginar muy bien. Allá fuera, en los vastos vacíos de la
periferia, los hombres vivían según niveles diferentes. Allá fuera, una mujer era una mujer
—algo para ser amado o golpeado, querido o disfrutado y abandonado—, pero nunca una
piedra mágica que llevara a la riqueza y al poder. Kieron había despotricado de Landor
ante otros, demostrando su desprecio, y había suficientes razones para pensar que el
Primer Señor le correspondía por completo. No era aconsejable para nadie, ni siquiera
para un jefe militar, demostrar abiertamente el desprecio por los favoritos de la consorte...,
pero el control no era una de las virtudes del señor de Valkiria, aunque hasta el propio
Nevitta le advirtió que llevara cuidado, pues el asesinato era un arte muy practicado en la
Ciudad Imperial y estaba ampliamente fomentado por el Primer Señor del Espacio.
—¿Y bien, Landor? —preguntó Kieron, evitando utilizar el título de Landor.
Los elegantes y suaves rasgos de Landor no mostraron expresión alguna. Sus ojos
pálidos aparecían velados como los de una serpiente.
—Siento mucho que Su Majestad Imperial se haya retirado a descansar por esta
noche, valkiriano —dijo el Primer Señor del Espacio con facilidad—o En estas
circunstancias... —y extendió sus delicadas manos en un gesto de impotencia.
La mentira era evidente. A través de la puerta abierta de las cámaras reales llegaba el
murmullo de las risas y la aguda melodía de las flautas de los juglares, cantando la
antigua balada de La Señora Greensleeves. Kieron pudo escuchar la vacilante voz de
Toran, cantando:
Greensleeves fue toda mi alegría,
Greensleeves fue toda mi alegría.
¿Y quién otra sino Greensleeves?
Kieron pudo imaginarse al chico... tontamente repantigado ante la brillante Ivane,
tratando de ganar con versos lo que cualquier otro hombre podría tener como promesa de
lealtad a la consorte.
El valkiriano miró fijamente a Landor.
—No voy a ser recibido, ¿verdad? ¡Por los Siete Infiernos! ¿Por qué no dices de una
vez lo que se oculta detrás de todo esto?
—¡Vosotros, los de los mundos exteriores! —dijo Landor, sonriendo con desdén—.
Realmente, tenéis que aprender a comportaros debidamente. Quizá más tarde...
—¡Después será demasiado tarde! —espetó Kieron—. ¡Mi gente se está muriendo de
hambre, ahora! Vuestros mugrientos recaudadores de impuestos nos están dejando
secos. ¿Durante cuánto tiempo crees que seguirán haciéndolo...? ¿Durante cuánto
tiempo crees que yo Seguiré soportándolo?
—¿Amenazas, valkiriano? —preguntó el Primer Señor, con una mirada repentinamente
venenosa en sus ojos—. ¿Amenazas contra tu emperador? Hay hombres que han sido
azotados hasta morir por mucho menos.
—No habrán sido hombres de Valkiria —replicó Kieron.
—Los hombres de Valkiria ya no disfrutan de la posición favorita que disfrutaron antes,
Kieron. Te aconsejo que lo recuerdes.
—Cierto —replicó Kieron irónicamente—. Bajo el gobierno de Gilmer, los guerreros
eran el verdadero poder del imperio. Ahora, Toran gobierna con las manos de las
mujeres... y con los profesores de danza.
El rostro del Primer Señor se oscureció ante el insulto. Se llevó una mano a la
empuñadura de su ornamentada espada, pero los ojos del valkiriano siguieron
mostrándose insolentes. El enorme Nevitta se agitó, midiendo con su mirada a los
jenízaros de la Pléyade, que permanecían junto a la puerta, preparados para cualquier
problema.
Pero Landor no tenía agallas para emprender una lucha... sobre todo con un guerrero
tan joven y flexible como el jefe militar de Valkiria. Su propia lengua era un arma mucho
más afilada que el acero. Sonrió, haciendo un esfuerzo. Fue una sonrisa fría, preñada de
un sutil peligro.
—Eso son palabras muy duras, valkiriano... e imprudentes. No las olvidaré. Dudo
mucho que puedas ver a Su Majestad, puesto que no creo que las tribulaciones de un
planeta de salvajes le interesen mucho. Pierdes el tiempo aquí. Si tienes otras cosas que
hacer, será mejor que te dediques a ellas.
En esta ocasión, le tocó a Rieron sentir el aguijón de la ira.
—¿Son ésas las palabras de Toran, o las del maestro de danza de Ivane?
—La consorte Ivane, desde luego, está de acuerdo con ellas. Si tu gente no puede
pagar los impuestos, déjales que vendan a unos cuantos de sus mocosos —dijo Landor
con suavidad.
Entonces, los dados estaban echados, pensó furiosamente Kieron. Había desaparecido
toda esperanza de conseguir un arreglo por parte de Toran, y ahora sólo quedaba ante él
un camino abierto.
—¡Nevitta! Ocúpate de que nuestros hombres y caballos sean cargados esta noche y
que las naves estén preparadas para hacerse al espacio.
Nevitta saludó y se volvió para marcharse. Pero, antes de hacerlo, se detuvo, miró con
insolencia al Primer Señor y escupió sobre el suelo deliberadamente. Después, se
marchó, haciendo tintinear metálicamente sus espuelas mientras desaparecía por un
elevado arco.
—Salvaje —murmuró Landor.
—Lo suficiente como para ser leal y digno de toda confianza —replicó Kieron—, pero tú
no tienes ni la menor idea de lo que es eso.
—¿Adonde vas ahora, valkiriano...? —preguntó Landor, ignorando el comentario.
—Salgo de este mundo.
—Desde luego —y Landor sonrió débilmente, arqueando sus cejas sobre unos ojos
estrechos y pálidos—. Sales de este mundo.
Kieron sintió un aguijonazo de sospecha. ¿Qué era lo que sabía Landor? ¿Acaso sus
espías habían conseguido romper el cordón de contraespionaje de Freka, llevándole la
noticia de la reunión de los reyes de las estrellas en Kalgan?
—No te interesa en absoluto adonde voy ahora, Landor —dijo Kieron
inexorablemente—. Tú has ganado aquí. Pero... —Kieron se acercó un paso más al
resplandeciente favorito— advierte a tus recaudadores de impuestos que vayan armados
cuando lleguen a Valkiria. Bien armados, Landor.
Kieron dio media vuelta y salió de la antecámara, taconeando con sus botas sobre las
losas de piedra y luciendo su capa de plata como una orgullosa bandera.
II
Más allá del elevado arco de la antecámara del emperador se encontraba la sala de los
Mil Emperadores. Kieron la atravesó, mientras las parpadeantes llamas de los hachones
de la pared lanzaban largas sombras detrás de él... sombras que bailaban y giraban sobre
las paredes cubiertas de tapices, alcanzando los rostros sosegados de los grandes
hombres de la Tierra.
Estos fueron hombres prolíficos; hombres que le miraban fijamente desde sus mil
pasados. Hombres que habían tenido un planeta como trono mientras observaban su
imperio pasar en ordenada gloria de un horizonte a otro a través del cielo oscuro de la
Tierra..., hombres venerados como dioses en los planetas de la periferia, que vigilaban y
guiaban el progreso del imperio, hasta que se estrelló rugiente sobre las playas de diez
mil mundos situados más allá de Vega y de Altair. Hombres que se cubrían con pieles de
cibelina con diamantes incrustados y veían cómo su civilización, construida desde el Gran
Trono, iba avanzando poco a poco hasta que finalmente llegó hasta el borde y se extendió
por el terrible golfo de los soles de la propia y poderosa Andrómeda...
Los últimos de aquellos hombres como dioses habían visto el desmoronamiento del
Primer Imperio. Habían visto surgir la ola de aniquilación de las Marcas Externas de la
periferia; y vieron su brillante civilización conmocionada por fuerzas destructivas tan
terribles que el espectro de la Gran Destructora pendió como un manto de muerte sobre la
galaxia, como algo a ser evitado y temido para siempre. Y así había llegado el interregno.
Kieron no tenía ojos para estos prolíficos gigantes; su mundo no era el mismo que ellos
conocieran. El guerrero del mundo exterior se detuvo en cambio en la siguiente cámara.
Era un lugar enorme y vacío. Allí sólo había cinco figuras, y espacio para muchas más.
Este era el imperio que Kieron conocía. El había luchado por este imperio, manteniéndolo
seguro; algo salvaje y misterioso se engendró en las oscuras edades del interregno, unos
crecientes feudos galácticos de reyes de las estrellas y siervos, de jefes militares y naves
espaciales, de luz y de sombras. Este imperio había nacido de la agonía de una galaxia,
templándose en las amargas guerras internas de la reconquista.
Kieron se detuvo ante la imagen de Gilmer de Kaidor. Permaneció allí, en silencio,
observando el rostro de su señor feudal muerto. Ya era tarde y la sala estaba desierta.
Kieron se arrodilló, sintiéndose abrumado repentinamente por la tristeza. Iba a seguir su
camino hacia la rebelión contra el imperio que él mismo había ayudado a extender y
conservar, bajo la dirección de este hombre de rostro pétreo... una rebelión contra el
poder de la Tierra Imperial, personificado por el muchacho de rostro débil que se
encontraba envuelto en el manto de cibelina de la soberanía, en el nicho contiguo. Kieron
miró al padre y al hijo. Por su actitud y su parecido con los rasgos magnéticos del gran
Gilmer, el rostro del joven Toran parecía tener carácter y fortaleza. Pero Kieron sabía que
aquello no era más que una ilusión.
El joven valkiriano se sentía duramente estimulado. Su gente pasaba hambre. El
servicio militar ya no era suficiente para el gobierno imperial, como lo había sido durante
décadas. Ahora se exigía dinero, y no había dinero en Valkiria. Así es que la gente
pasaba hambre... y Kieron era su señor. No podía permanecer quieto y observar sin
inmutarse la agonía en los rostros de las mujeres de sus guerreros mientras sus hijos se
debilitaban, ni podía ver cómo sus orgullosos guerreros se vendían como esclavos por un
puñado de monedas. El emperador no le escucharía. Así pues, a Kieron no le quedaba
otro recurso que el único que conocía tan bien..., la espada.
Inclinó la cabeza y sus pensamientos pidieron a la sombra de Gilmer que supiera
perdonarle.
Un ligero movimiento captó su atención, agudizada por el sentido de la batalla, cuando
algo se agitó suavemente tras una columna acanalada. La espada de Kieron produjo un
ligero silbido al salir de su vaina, lanzando su empuñadura cubierta de gemas destellos de
luz hacia la semioscuridad de las columnas.
Caminando con gran sigilo, Kieron ocultó su gran cuerpo entre las sombras, con el
arma preparada. El pensamiento del asesinato cruzó su mente y sonrió sombríamente.
¿Acaso Landor ya había enviado tras él a sus secuaces?
Kieron vio cómo la figura borrosa salía de entre las columnas, dirigiéndose hacia la
gran terraza en forma de curva que bordeaba todo el ala occidental del palacio. Aguzando
los ojos bajo sus cejas morenas, el señor de Valkiria siguió a la figura.
Las estrellas brillaban en la noche sin luna y, allá abajo, Kieron pudo ver las
parpadeantes luces de las antorchas de la Ciudad Imperial, desvaneciéndose hacia el
horizonte, como los radios de una rueda fantástica y brillante. La borrosa figura que iba
delante de él se había desvanecido.
Kieron enfundó la espada y sacó su puñal. Estaba todo demasiado oscuro para
sostener un duelo con las espadas, y no deseaba arriesgarse a dejar escapar al asesino.
Volviendo a fundirse entre las sombras de las columnas, siguió caminando paralelamente
a la terraza, manteniéndose muy alerta para percibir cualquier signo de movimiento. Al fin,
la figura volvió a aparecer junto a la balaustrada, y el valkiriano se movió rápidamente y
en silencio, siguiéndola. Con un movimiento felino deslizó su brazo libre alrededor de la
ligera figura, apretándola fuertemente contra sí mismo. El puñal brilló en su mano elevada,
reflejando su hoja la luz de las estrellas.
Pero el arma no descendió...
Kieron sintió sobre su brazo una extraña suavidad y el pelo que rozaba su mejilla era
cálido y estaba perfumado.
Permaneció como transfigurado. La muchacha se deshizo de su agarrón y se liberó,
lanzando un grito. Instantáneamente brilló una hoja en su mano, lanzándose furiosamente
contra el valkiriano. Su voz estaba llena de cólera.
—¡Asesino carnicero! ¿Cómo te atreves...?
Kieron cogió el brazo elevado, agarrándolo por la muñeca y lo dobló, haciéndole soltar
el puñal. Ella le arañó, le mordió, le pateó, pero en ningún momento gritó, pidiendo auxilio.
Finalmente, Kieron consiguió acorralarla contra una columna, utilizando su propio peso, y
la mantuvo allí, con los brazos bien sujetos a sus lados.
—¡Gata del infierno! —murmuró contra su pelo—. ¿Quién eres?
—¡Me conoces muy bien, lacayo asesino...! ¿Por qué no me matas y vas a recoger tu
paga? ¡Maldito seas! —dijo furiosamente la muchacha, rechinando los dientes—. ¿O es
que también te han dado órdenes de que me maltrates?
—¡Te voy a matar! —gruñó Kieron.
Cogió a la mujer por el pelo y echó su cabeza hacia atrás, de modo que sus rasgos
pudieran aparecer a la débil luz procedente de la ciudad.
—¿Quién eres, gata del infierno?
La luz puso al descubierto sus propios rasgos y las armas de Valkiria en el broche de
su capa, a la altura del cuello. Los ojos de la mujer se abrieron, llenos de sorpresa.
Lentamente, fue desapareciendo la tensión de su cuerpo y ella se relajó contra él.
—¡Kieron! ¡Kieron de Valkiria!
Kieron seguía permaneciendo alerta, en espera de algún truco. Landor podría haber
contratado a un asesino femenino tanto como a un hombre.
—¿Me conoces? —preguntó con precaución.
—¡Conocerte! —y ella se echó a reír de repente, y su risa fue como un sonido plateado
en la noche—. ¡Te amo..., bestia!
—¡Por los Siete Infiernos, estás hablando enigmáticamente! ¿Quién eres? —preguntó
el valkiriano, lleno de irritación.
—¡Y yo que pensé que habías venido a matarme! —musitó la mujer, acercándose más
a él—. ¡Mi Kieron!
—Yo no soy ni tu Kieron ni el de nadie —espetó él, con bastante rigidez—, y será mejor
que me expliques por qué me estabas vigilando en la Sala de los Emperadores antes de
que te deje marchar.
—Mi padre ya me advirtió que me olvidarías. No creía que pudieras ser tan cruel —dijo
ella con sarcasmo.
—¿Conocía yo a tu padre?
—Sí, creo que bastante.
—Me he acostado por lo menos con cien muchachas... y también he conocido a
algunos de sus padres. No puedes esperar de mí que...
—¡No con esta muchacha, valkiriano! —explotó la mujer con furia.
El tono de su voz tenía tanto de orden que Kieron retrocedió involuntariamente, aunque
siguió manteniendo los brazos de la mujer a lo largo de su cuerpo.
—¡Si hubieras hablado así en Kaidor, te habría hecho arrancar la piel de la espalda,
salvaje del mundo exterior! —gritó ella.
¡Kaidor! Kieron sintió de pronto cómo la sangre desaparecía de su cara. Entonces, ésta
era... Alys.
—¡Vaya! Ahora sí que recuerdas, ¿verdad? Te puedes acordar de Kaidor, pero te has
olvidado de mí. Kieron, ¡siempre fuiste una bestia!
Kieron sintió cómo una sonrisa se extendía ahora por todo su rostro. Era bueno volver
a sonreír. Y también era bueno saber que Alys estaba... segura.
—Alteza...
—¡No me llames «alteza»!
—Alys entonces. Perdóname. No podía haberte reconocido. Después de todo, han
pasado ocho años.
—Y ha habido en medio más de cien muchachas —dijo ella, enojada, imitándole.
—En realidad, no hubo tantas —dijo Kieron con una sonrisa burlona—. Sólo estaba
fanfarroneando.
—¡Hasta una ya es demasiado!
—No has cambiado nada Alys, excepto que...
—¿Que he crecido? ¡Ahórrate decir eso!
Ella se le quedó mirando fijamente, con los ojos bollándole entre las sombras.
Después, de repente, volvió a echarse a reír, con aquella sonrisa plateada que colgaba
sobre el suave tapiz de los sonidos de la noche como un hilo luminoso.
—¡Oh, Kieron, qué feliz me siento de volverte a ver!
—Esperaba tener noticias tuyas, Alys, cuando llegamos a la Tierra..., pero no hubo
nada. Ni una sola palabra. Se me dijo que te habías recluido, llorando todavía a Gilmer.
—Nunca dejaré de llorarle —dijo Alys, inclinando la cabeza y, cuando la volvió a
levantar, sus ojos brillaban con incontenibles lágrimas—. Y tampoco tú. Te vi arrodillarte
ante él. Pensé entonces que podías ser tú. Ahora, nadie se arrodilla ante Gilmer, excepto
sus antiguos camaradas.
Se dirigió hacia la balaustrada y permaneció allí, mirando hacia las luces de la Ciudad
Imperial. Kieron observó cómo el juego de sus emociones se reflejaba en el rostro que le
cautivó repentinamente por su belleza.
—Traté de llegar a ti, Kieron..., traté de hacerlo. Pero me han privado de todos mis
sirvientes desde que fui descubierta cuando espiaba a Ivane. Y ahora estoy bajo
vigilancia, y sólo se me permite salir cuando es de noche... y aun en tal caso sólo dentro
del palacio. Ivane ha convencido a Toran de que soy peligrosa. A la gente le gusto porque
fui la favorita de mi padre. ¡Mi estúpido y pobre pequeño hermano! ¡Cómo le maneja esa
mujer...!
—¿Espiaste a Ivane? —preguntó Kieron, asombrado—. En el nombre del cielo, ¿por
qué?
—Esa mujer es una intrigante, Kieron. No está satisfecha con la corona de consorte.
Está tramando algo. Estoy segura de que ha recibido emisarios de algunos de los reyes
de las estrellas y de otros.., —¿De otros?
—¡Uno de los hechiceros de la guerra, Kieron! —dijo Alys, bajando el tono de su voz—,
Se le ha visto con Ivane durante más de un año, en privado. ¡Un hombre horrible!
La superstición se agitó como un diablo inquieto en el interior del valkiriano. Y, como
una onda de negrura, surgió en su mente el horror estremecedor de las oscuras y
sangrientas historias que había oído contar durante toda su vida sobre los hechiceros de
la guerra, que eran quienes poseían los conocimientos de la Gran Destructora.
Alys sintió cómo aparecía en ella la misma oleada negra. Se acercó más a Kieron,
temblándole ligeramente su delgado cuerpo contra el de éL —La gente destrozaría a
Ivane si lo supiera —susurró.
—¿Viste tú a ese hechicero de la guerra? —preguntó Kieron, sintiéndose enfermo de
terror, Alys asintió con un gesto de la cabeza, sin decir nada.
Kieron logró dominar sus temores y se preguntó con inquietud cuál podría ser la
relación de Ivane con un ser como aquél. Los hechiceros y los brujos de la guerra eran
despreciados y temidos por encima de cualquier otra criatura en la galaxia.
—¿Cómo se llama? —preguntó Kieron.
—Geller. Geller de los Pantanos. Se dice que es un conjurador de diablos... ¡y que
puede crear homúnculos! ¡De la misma porquería de los pantanos! ¡Oh, Kieron! —
exclamó Alys, estremeciéndose.
Un plan terrible se estaba formando rápidamente en la mente de Kieron. Estaba
pensando que Ivane debía de estar sonsacando los conjuros y poderes de este hombredemonio.
Pudiendo disponer de tales poderes, no habría nada imposible para ella. Hasta
la propia corona del imperio...
—¿Dónde se puede encontrar a ese hechicero de la guerra? —preguntó Kieron con
lentitud.
—En la calle de la Llama Negra, en la ciudad de Neg... en Kalgan.
—¡Kalgan!
El corazón de Kieron se contrajo. ¿Había allí alguna relación? ¡Kalgan! ¿Qué tenía que
ver Ivane con aquel solitario planeta situado más allá del velo oscuro del Saco de
Carbón? ¿Era una simple coincidencia? Pero, de los miles de mundos que había en el
espacio... que fuera precisamente Kalgan.
—¿Ocurre algo, Kieron? ¿Conoces a ese hombre?
Kieron sacudió la cabeza. De repente, se había hecho absolutamente necesario que
acudiera a Kalgan. Tenía que poner al descubierto el misterio de la relación de la consorte
imperial con un hechicero de la guerra en Kalgan. Y los reyes de las estrellas se estaban
reuniendo...
El valkiriano sintió de pronto un temor nuevo y diferente. Si Alys había espiado a Ivane,
aquello significaba que se encontraba en peligro aquí. Ivane no toleraría nunca que la hija
de Gilmer se interpusiera en sus planes.
—Alys, ¿eres una prisionera aquí?
—Me temo que algo más —dijo la mujer, con tristeza—. Soy un recuerdo para Toran de
los días de nuestro padre. Y creo que es un recuerdo que a él le gustaría eliminar.
Kieron estudió su rostro a la luz de las estrellas. Sus ojos buscaron la espesa mata de
pelo rubio que caía sobre los hombros, el brillante cinturón metálico que colgaba sobre
sus caderas, delineando los delgados muslos. Observó la graciosa línea de su cuello sin
adornos, los hombros y pechos desnudos, el pequeño talle, el estómago plano y firme...
todo revelado por la estudiada desnudez de la moda de las Marcas Internas. No era
ninguna niña. El pensar que ella estaba en peligro sacudió todo su cuerpo.
—Toran no se atreverá a hacerte ningún daño, Alys —dijo Kieron, con incertidumbre.
Hubo un tiempo en que podía haber dicho una cosa así con toda seguridad, pero desde
la muerte de Gilmer, la Ciudad Imperial se había convertido en una especie de jungla
supercivilizada... llena de bestias depredadoras.
—No, Toran no lo haría... solo —dijo Alys—, pero están Ivane y Landor —se echó a reír
entonces, repentinamente alegre; sus ojos, que buscaban los de Kieron, brillaban—. ¡Pero
ahora no! ¡Ahora estás tú aquí, Kieron!
El valkiriano sintió contraérsele el corazón.
—Alys —dijo con suavidad—, parto esta misma noche de la Tierra. En dirección a
Kalgan.
—¿Hacia Kalgan, Kieron? —los ojos de Alys se abrieron mucho—. ¿Para buscar a ese
hechicero de la guerra?
—Por otra razón, Alys.
Kieron se detuvo, sintiéndose incómodo e inquieto. Le resultaba muy difícil hablarle de
rebelión a la hija de Gilmer de Kaidor. Sin embargo, no podía mentirle. Trató de buscar
una salida.
—Tengo cosas que hacer con el señor de Kalgan —dijo.
El rostro de Alys se ensombreció y, cuando habló, su voz sonó triste.
—¿Se están reuniendo los reyes de las estrellas, Rieron? ¿Han llegado ya al límite de
su paciencia con el tonto gobierno de Toran?
Kieron asintió con un gesto de cabeza, en silencio.
La joven se enardeció entonces, con una repentina e imperiosa expresión de cólera.
—¡Ese tonto! ¡Está dejando que los favoritos lleven el imperio hacia la ruina! —levantó
la mirada hacia Kieron, con una expresión de ruego—. Prométeme una cosa, Kieron.
—Si puedo...
—Que no te comprometerás con ninguna rebelión hasta que no hayamos vuelto a
hablar.
—Alys, yo...
—¡Oh, Kieron! ¡Prométemelo! Si no existe ninguna otra posibilidad, entonces lucha
contra la casa imperial. Pero dame la oportunidad de salvar aquello por lo que murieron
mi padre y mi abuelo...
—Y el mío —añadió Kieron sombríamente.
—Sabes muy bien que si no hay otra forma, no trataré de disuadirte. Pero mientras tú
estés en Kalgan, yo hablaré con Toran. Por favor, Kieron, prométeme que Valkiria no se
rebelará hasta que lo hayamos intentado todo —sus ojos brillaban, llenos de pasión—.
Después, si la guerra es inevitable, ¡yo misma estaré a tu lado!
—Hazlo, Alys —dijo Kieron lentamente—, pero ten mucho cuidado cuando hables con
Toran. Recuerda que aquí corres peligro.
Se preguntó rápidamente lo que pensaría Freka el Desconocido de esta repentina
negativa a añadir las cien naves espaciales y los cinco mil guerreros de Valkiria a la
próxima rebelión. Se le ocurrió entonces un pensamiento, pero lo descartó rápidamente.
Por un instante, se preguntó si Geller de los Pantanos y el misterioso Freka el
Desconocido no podrían ser la misma persona... Habían ocurrido cosas más extrañas.
Pero Alys había descrito a Geller como una persona vieja, y se sabía que Freka era un
guerrero de dos metros de altura, el «tipo» perfecto de la casta de rey de las estrellas.
—Una cosa más, Alys —dijo Kieron—. Dejaré aquí una de mis naves para que la
utilices si la necesitas. Nevitta y una compañía también se quedarán aquí. Mantenlos
junto a ti. Ellos te protegerán con sus vidas —deslizó entonces su brazo alrededor de ella,
atrayéndola hacia sí.
—¿Nevitta? —preguntó Alys con una leve sonrisa—. ¿Nevitta el de las barbas
amarillas y la gran espada? Le recuerdo.
—Las barbas están encanecidas, pero la espada sigue siendo tan grande como
siempre. El te puede proteger para mí, y mantenerte a salvo.
La sonrisa de la joven se hizo más profunda al escuchar las palabras «para mí», pero
Kieron no se dio cuenta. Estaba profundamente enfrascado en su plan.
—Ten mucho cuidado, Alys. Y vigila a Landor.
—Sí, Kieron.
La joven se acurrucó mansamente a su lado y levantó la cabeza hacia el alto guerrero
del mundo exterior, con los labios separados.
Pero Kieron estaba mirando hacia las estrellas del imperio, y había una profunda
inquietud en su corazón. Rodeó a Alys con su brazo, apretándola más contra su cuerpo,
como si quisiera protegerla contra la caliente mirada de aquellas feroces estrellas.
III
La nave espacial era antigua, pero la misteriosa fuerza de la Gran Destructora,
encadenada en el interior de las espirales cerradas situadas entre los cascos, la impulsó a
una velocidad inimaginable a través de la oscuridad salpicada de estrellas. El interior era
sofocante y humeante, pues la única luz procedía de las lámparas de aceite bajadas al
mínimo para hacer más lento el enrarecimiento del aire. Antiguamente, hubo luz sin fuego
en las estancias, pero los globos diminutos colocados en los techos habían fallado porque
no dependían de la clase de fuerza que estaba encerrada en las espirales eternas.
En las bodegas inferiores, los caballos del pequeño grupo de guerreros valkirianos que
había a bordo pateaban sobre las planchas de acero, impacientes ante aquel
confinamiento; mientras tanto, en la diminuta burbuja de cristal situada en la proa de la
antigua nave, dos chamanes de la casta hereditaria de los navegadores conducían la
pulsante nave espacial hacia el lugar situado más allá del velo del Saco de Carbón, donde
sus astrolabios y esferas armilares les decían que se encontraba el brumoso globo de
Kalgan.
Muchos hombres —arriesgándose a ser condenados como hechiceros y brujos de la
guerra— habían tratado de desvelar los secretos de la Gran Destructora y computar la
velocidad de estas poderosas naves espaciales de la antigüedad. Algunos habían llegado
a asegurar que poseían una velocidad de 160.000 kilómetros por hora. Pero como las
naves espaciales hacían el viaje entre la Tierra y los mundos agrícolas de Próxima
Centauri en poco menos de veintiocho horas, tales cálculos situarían al sistema estelar
más cercano a la asombrosa distancia de cuatro millones y medio de kilómetros de la
Tierra... una cifra que resultaba tan absurda para todos los navegadores como
inconcebible para los legos en la materia.
La gran nave espacial que llevaba el blasón del jefe militar de Valkiria se solidificó en la
realidad cerca de Kalgan cuando disminuyó su gran velocidad. Trazó círculos sobre el
planeta para ir disminuyendo aún más su velocidad y se dirigió después hacia el aire
vaporoso del mundo gris. Atravesó la elevada y cubierta atmósfera y siguió descendiendo
hacia un aire más ligero y claro. Kalgan era un planeta no sometido a rotación: en su lenta
órbita alrededor de la gigantesca estrella madre roja, el planeta daba primero una cara, y
después la otra al ligero calor de su sol. Los polos estaban cubiertos por grandes océanos
y la masa de tierra central era como un nudoso cinturón de roca y suelo situado alrededor
del abultado ecuador. La vida sólo era posible en la zona crepuscular, y la ciudad de Neg,
plaza fuerte de Freka el Desconocido, era la única agrupación urbana de todo el planeta.
Neg se encontraba sombríamente hundida en el crepúsculo eterno cuando, por fin, la
nave espacial de Kieron aterrizó fuera de las puertas y comenzó el desembarque de su
séquito. El puerto espacial, sin embargo, resplandecía de fuegos y antorchas, y el señor
de Kalgan había enviado a un cuerpo de tambores —tributo de honores— a saludar al rey
de las estrellas visitante. El aire cálido y brumoso de la noche palpitaba con el sonido de
los enormes tambores y las armas y los arreos enjoyados brillaban a la luz amarillenta de
las antorchas.
Finalmente, todos desembarcaron, y Kieron y sus guerreros fueron conducidos por una
procesión de soldados portando antorchas hacia el interior de la ciudad fortificada de Neg.
Pasaron a lo largo de antiguas calles empedradas, a través de pequeñas plazas llenas de
gente, hasta penetrar finalmente en la propia ciudadela de Neg. Aquélla era la residencia
de Freka el Desconocido, señor de Kalgan.
La gente que vieron formaba una muchedumbre silenciosa y hosca. Rostros
embrutecidos e impávidos. Los rostros de los esclavos y siervos mantenidos en su estado
por medio del temor y la fuerza. Estas gentes, pensó Kieron, se volverían locas en un
carnaval de destrucción si no se cerniera sobre ellas la pesada mano de su señor.
Desvió la atención de la gente de Neg, dirigiéndola hacia la ciudadela, de aspecto
macizo. Se trataba de una poderosa construcción, con elevados muros y aberturas en
forma de torretas. En cada una de sus líneas cuadradas y funcionales, reflejaba la
sangrienta historia de Kalgan. Una historia de interminables rebeliones y levantamientos,
de golpes de Estado y sacudidas. Un guerrero tras otro se había situado como
gobernante de este mundo sombrío, sólo para caer ante los asaltos de sus propios
vasallos. La política del gobierno imperial había consistido siempre en no interferir en
estas cuestiones puramente locales. Se sostenía la idea de que del crisol de los forcejeos
domésticos surgirían los mejores luchadores, y ellos, a su vez, podrían entonces servir al
imperio. Mientras el señor de Kalgan aportara su leva de guerreros y de naves espaciales,
no habría nadie en la Tierra que se preocupara por saber cómo era su gobierno local. Y
así, Freka se revolcaba en la sangre.
De la última pesadilla de luchas, había surgido Freka. Se había elevado rápidamente,
hasta alcanzar el poder en Kalgan... y se mantenía en él. Odiado por su gente, gobernaba
con dureza, pues ésa era su forma de actuar. A Kieron le habían dicho que este guerrero
que había surgido de nadie sabía donde era diferente a los otros hombres. Los
cortesanos imperiales afirmaban que no le preocupaban ni el vino ni las mujeres, y que
sólo le gustaba la batalla. Estudiando la ciudadela, Kieron pensó que se necesitaría un
hombre así para apoderarse de un mundo como Kalgan y conservar el poder. ¡Y también
se necesitaría un hombre así para desearlo!
Si Freka de Kalgan se sentía a gusto con los baños de sangre, podría sentirse feliz
cuando terminara este próximo consejo de reyes de las estrellas, reflexionó de mal humor
el valkiriano. Sabía muy bien lo cerca que él mismo se encontraba de la rebelión, así
como los otros señores de las Marcas Externas, los señores de Auriga, de Doorn, de
Quitain, de Helia... todos ellos estaban dispuestos a arrancar la corona imperial de la tonta
cabeza de Toran.
Kieron fue escoltado, con sus guerreros, hacia una lujosa estancia situada en el interior
de la ciudadela. Según se le informó, Freka sentía mucho no poder saludarle
personalmente, pero tenía la intención de reunirse dentro de doce horas con todos los
reyes de las estrellas en el gran salón. Mientras tanto, habría diversiones para los
guerreros visitantes y la hospitalidad de Kalgan. Hospitalidad que, según aseguró
orgullosamente el camarero de rostro de halcón, no tenía parangón en todo el universo
conocido.
Un impulso de suspicacia cruzó por la mente de Kieron. Se dio cuenta de que no se
fiaba por completo de Freka de Kalgan. Percibía una premeditada sangre fría en todo
aquel asunto del consejo de agravios de los reyes de las estrellas. Algo que le ponía en
guardia contra un posible peligro. Tendría que haber habido menos suavidad y eficacia en
la forma en que fueron tratados los visitantes, pensó Kieron ilógicamente, recordando los
problemas que él mismo había tenido cuando algún gobernante del mundo exterior había
visitado Valkiria. Se alegró de repente de haberle advertido a Nevitta que empleara la más
extrema precaución, en el caso de que necesitara traer a Alys a Kalgan. Era posible que
estuviera abrigando excesivas sospechas, pero no podía olvidar que la propia Alys había
visto a un hechicero de la guerra de Kalgan hablando familiarmente con la mujer que
resultaba ser la verdadera culpable de todo el peligro que ahora se cernía sobre los
mundos del imperio.
Los tambores advirtieron al valkiriano que el resto de los reyes de las estrellas estaban
acudiendo a la cita. Las antorchas llameaban en los patios de la ciudadela, y el rugido de
las naves espaciales que aterrizaban parecía indicar la reunión de las águilas.
Los sonidos continuaron produciéndose a través del largo e inexpresivo crepúsculo.
Freka no apareció en ningún momento, pero la promesa de la diversión fue cumplida con
abundancia. Gran profusión de comida y vino fue traída a las estancias ocupadas por los
valkirianos. También acudieron músicos y juglares para cantar y tocar las canciones de
amor y las marchas de guerra de la antigua Valkiria, mientras los guerreros rugían, llenos
de contento.
Kieron permanecía sentado en la elevada silla que le había sido reservada, observando
el bailoteo de las amarillentas luces sobre las salas de piedra y los rudos rostros de sus
hombres, mientras éstos bebían y jugaban y se peleaban.
Aparecieron entonces bailarinas y los valkirianos aullaron, llenos de placer salvaje,
mientras los cuerpos desnudos, brillantes de olorosos aceites, giraban al compás de los
bárbaros ritmos de los bailes de espada, con los aceros trazando amplios arcos sobre las
leonadas cabezas. El largo y sombrío crepúsculo se transformó, sin que a nadie le
importara, en la pesada y cálida intimidad de la ciudadela. Kieron observaba
pensativamente mientras acudían más mujeres y se traía más vino a la feliz fiesta. Los
vinos más finos y las mejores mujeres fueron pasando de mano en mano sobre las
cabezas de los guerreros, hasta llegar al lugar donde se encontraba Kieron, que bebió
profundamente de ambas. Los vinos eran pesados y los pletóricos labios de las huríes
sibaríticas eran dulcemente amargos, pero Kieron sonreía por dentro... si Freka el
Desconocido intentaba que acudiera borracho, saciado y dócil a las sugerencias a la
reunión de los reyes de las estrellas, el señor de Kalgan conocía muy poco la capacidad
de los hombres de la periferia.
Transcurrieron las horas y la tumultuosa diversión llenó la ciudadela de Neg. La vida en
los mundos externos era dura y los guerreros allí reunidos hicieron un completo uso de los
placeres que el señor de Kalgan puso a su disposición. El brumoso y eterno crepúsculo
estaba lleno de canciones y gritos de guerra, de las peleas y los actos amorosos de los
guerreros de una docena de planetas exteriores. Kieron sabía que a cada rey de las
estrellas se le festejaba por separado, llenándole de vino y de carne de mujer hasta que
llegara la hora de la reunión.
Las arenas habían seguido su curso cinco veces en el cristal, antes de que las
trompetas sonaran por toda la ciudadela, llamando a los señores a la reunión. Kieron dejó
que sus hombres siguieran divirtiéndose y, acompañado por un asistente con los arreos
del señor de Kalgan, fue conducido hasta la gran sala.
Atravesaron los oscuros pasillos que olían a violencia antigua, junto a muros de los que
colgaban tapices y antiguas armas, y sobre piedras que ya habían sido suavizadas por el
paso de generaciones.
Este torreón ya era viejo cuando los ejércitos reconquistadores de los Mil Emperadores
penetraron con sus caballos en la gran sala y dictaron sus términos de paz a los señores
del interregno de Kalgan.
La sala era una vasta estancia abovedada de piedra, llena ya del calor humeante de las
antorchas y de muchos cuerpos. Había allí numerosos guerreros enjoyados, reyes de las
estrellas, jefes militares, ayudantes y asistentes. Por un instante, el señor de Valkiria sintió
haber acudido solo a aquella impresionante reunión. Sin embargo, eso no tenía
importancia. La mayor parte de aquellos hombres eran sus iguales y sus amigos; los
reyes guerreros de la periferia.
Allí estaba Odo de Helia, llenando la sala con sus enormes risotadas; y Theron, el
señor de Auriga; y Kleph de Quintain, y otros, muchos otros. Kieron vio la melena blanca
del amigo de su padre, Eric, el jefe militar de Doorn, el gran sol rojo situado más allá de la
nebulosa Cabeza de Caballo. Había allí una congregación de poder suficiente como para
haber dejado pasmado al mismo emperador galáctico. Los mundos guerreros de la
periferia, reunidos en Kalgan para decidir el tema de la guerra contra la insegura corona
de la Tierra Imperial.
Las preguntas atravesaban la mente de Kieron, mientras permanecía entre los reyes de
las estrellas. Alys, rogándole a Toran, ¿qué éxito podría tener contra el poder insidioso de
la consorte? ¿Estaría Alys en peligro? Y, además, había que contar con Geller, el
misterioso hechicero de la guerra de los Pantanos. Kieron percibía que tenía la obligación
de buscar a aquel hombre. Había preguntas que sólo podría contestar Geller. Sin
embargo, ante el solo pensamiento de un hechicero de la guerra, una persona
familiarizada con la Gran Destructora, la sangre de Kieron se enfrió en sus venas.
El valkiriano miró a su alrededor. No cabía la menor duda de que allí había suficiente
poder reunido como para triturar a las fuerzas de la Tierra. ¿Pero qué harían después?
Una vez arrancado el poder a Toran, ¿quién llevaría la corona? El imperio era una
necesidad... sin él, volverían a caer en los oscuros tiempos del interregno. Durante cuatro
generaciones, el manto de las sombras había estado suspendido sobre el naciente
segundo imperio. Ni siquiera los más salvajes deseaban un retorno a los años perdidos de
aislamiento. El imperio tenía que vivir. Pero el imperio necesitaría una cabeza titular. Si no
era Toran, aquel muchacho débil y atontado, ¿quién sería? En el interior de Kieron
comenzaron a agitarse las sospechas...
Un retumbar de tímpanos anunció la entrada del anfitrión. Los murmullos de las voces
aumentaron. Freka el Desconocido acababa de penetrar en la gran sala.
Kieron permaneció mirándole fijamente, asombrado. Aquel hombre era... ¡magnífico! La
alta figura poseía unos músculos como los de una estatua de la Edad Primera; con los
tendones rizándose bajo la dorada piel, como maquinaria bien engrasada; con gracia y
poder en cada uno de sus movimientos. Un hombre con un pelo del color del fuego que
enmarcaba un rostro de pureza clásica... ascético, casi inhumano en su perfección. Los
ojos pálidos que recorrieron a los reunidos eran como gotas de plata fundida. Caliente,
pero con un corazón tan frío que abrasaba con su contacto helado. Kieron se estremeció.
Este hombre ya era un semidiós.
No obstante, había algo en Freka que despertó recelo en el valkiriano. Una falta
indefinible que veía de una forma tan emocional. Quizá, pensó el valkiriano, me estoy
imaginando la frialdad. Pero no había ningún calor en el hombre.
Kieron trató de eliminar aquella irrazonable impresión. No tenía por costumbre juzgar a
los hombres de una forma tan emocional. Quizá, pensó el valkiriano, me estoy
imaginando la frialdad. Pero no, ¡estaba allí!
Sin embargo, cuando Freka habló, la sensación se desvaneció y Kieron se sintió
transportado por el timbre y el poder resonante de la voz.
—¡Reyes de las estrellas del imperio! —gritó Freka, y el sonido de sus palabras se
desplegó sobre los reunidos como una onda que adquirió potencia a medida que siguió
hablando—: Durante más de cien años vosotros y vuestros padres habéis luchado por la
gloria y el beneficio del gran trono. Bajo el mando de Gilmer de Kaidor llevasteis el
estandarte de la Tierra Imperial hasta el borde de la periferia y lo plantasteis bajo la luz de
la propia Andrómeda. ¡Vuestra sangre fue derramada y vuestro tesoro gastado para los
nuevos emperadores! ¿Y cuál es vuestra recompensa? ¡La pesada mano de un tonto!
Vuestra gente se retuerce bajo la pesada carga de unos impuestos excesivos... vuestras
mujeres mueren de hambre, y vuestros hijos son vendidos en esclavitud. Estáis
encadenados a un muchacho estúpido que permanece en cuclillas como un sapo sobre el
gran trono...
Kieron escuchó, conteniendo la respiración, mientras Freka de Kalgan iba urdiendo un
tejido de medias verdades, envolviendo a los guerreros allí reunidos. El poder de
convicción de aquel hombre era asombroso.
—¡Los mundos se retuercen en el puño de un idiota! Helia, Doorn, Auriga, Valkiria,
Quintain... —y fue denominando los mundos de guerreros—. ¡Sí, y también Kalgan! No
existe riqueza suficiente en el universo para saciar a Toran y al gran trono. ¡Y la corte se
ríe ante nuestras quejas! ¡Se ríe de nosotros! ¡De los reyes de las estrellas, que son como
los puños del imperio! ¿Durante cuánto tiempo más vamos a soportarlo? ¿Durante cuánto
tiempo sostendremos a Toran en un trono que él es demasiado débil para mantener?
Toran, pensó Kieron hoscamente, siempre Toran. Nunca una sola palabra sobre Ivane
o Landor o los favoritos que exprimían a Toran entre sus dedos.
La voz de Freka descendió y se inclinó sobre la primera fila de rostros vueltos hacia
arriba.
—Me dirijo a vosotros, que amáis a vuestros pueblos y a vuestra libertad, para que os
unáis con Kalgan y desembaracéis al imperio de este emperador débil, siempre ávido de
dinero y negligente.
Alguien se agitó en la multitud. Todos los demás, excepto éste, parecían hipnotizados.
Fue el viejo Eric de Doorn quien avanzó.
—¡Estás hablando de traición! Nos convocaste aquí para tratar de agravios, ¡y ahora
digo que hablas de traición y de rebelión! —gritó, encolerizado.
Freka volvió sus ojos fríos hacia el viejo guerrero.
—Si esto es traición —dijo, amenazadoramente—, es la traición del emperador... pero
no la nuestra.
Eric de Doorn pareció debilitarse bajo la mirada helada de aquellos ojos inhumanos.
Kieron le observó retroceder hacia el círculo de sus seguidores, con el temor reflejado en
su avejentada cara. El valkiriano pensó con inquietud que había en Freka un poder capaz
de dominar allí mismo casi cualquier insurrección. El mismo estaba atado por la promesa
hecha a Alys, pero era solamente eso lo que le impedía ponerse de lado del convincente
señor de Kalgan. Sabía que aquella sensación era irrazonable, y luchó contra ella,
echando mano de sus reservas de información para fortalecer su resolución de obstruir a
Freka si podía. Ahora resultaba fácil comprender cómo había surgido este hombre extraño
de la oscuridad, convirtiéndose en dueño de Kalgan. Freka era un ser hecho para el
liderazgo.
Kieron se apartó de la multitud y se decidió a hablar, haciendo un esfuerzo. Todas sus
primeras sospechas estaban creciendo ahora como una nube sofocante dentro de él. Allí,
alguien estaba siendo utilizado y engañado, ¡y no era el señor de Kalgan! —¡Eh, Freka! —
gritó, y el señor se volvió para escucharle—. Dices de desembarazarnos de Toran...,
¿pero qué ofreces en su lugar?
Ahora, los ojos de Freka eran como el acero, brillando pálidamente a la luz de las
antorchas de la pared.
—No me ofrezco a mí mismo. ¿Es eso lo que temías? —la fina voz se retorció con una
mueca irónica—. No pido a nadie que arriesgue su vida para que yo mismo pueda
sentarme en el gran trono y ceñir el manto de cibelina del emperador. Yo renuncio aquí y
ahora a cualquier aspiración a la corona imperial. Cuando llegue el momento, ya daré a
conocer cuáles son mis deseos.
La multitud de reyes de las estrellas murmuró, aprobadoramente. Freka se los había
ganado.
—¡Una votación! —gritó alguien—. ¡Aquellos que estén con Freka y contra Toran! ¡Que
voten!
Las espadas surgieron de las vainas y lanzaron destellos a la luz de las antorchas,
mientras en la cámara se producía un vitoreo salvaje. ¡Había guerra y botín para
satisfacer los corazones salvajes!. ¡El saqueo de la propia Tierra Imperial! Hasta la
espada del viejo Eric de Doorn estaba levantada de mala gana. Únicamente Kieron
permaneció en silencio, con la espada enfundada.
Freka se le quedó mirando fríamente.
—¿Y bien, valkiriano? ¿Cabalgarás con nosotros?
—Necesito más tiempo para pensarlo —dijo Kieron, con precaución.
La risa de Freka fue como un latigazo.
—¡Tiempo! ¡Tiempo para preocuparse por arriesgar su piel! ¡El valkiriano necesita
tiempo para eso!
Kieron sintió cómo iba aumentando rápidamente su cólera. La sangre golpeaba en sus
sienes, palpitando, pulsando, empujándole hacia la lucha. Su mano se cerró sobre la
empuñadura de su espada, que llegó a medio sacar de la vaina. Pero Kieron se contuvo.
Había algo siniestro en aquel deliberado intento de arruinarle... de mostrarle como un cor
barde ante sus iguales. Aparentemente, un hombre se enfrentaba aquí con dos
posibilidades: o seguir a Freka a la rebelión, o ser tachado de cobarde. Kieron miró
fijamente los ojos fríos del señor de Kalgan. La tentación de desafiarle era fuerte... tan
fuerte como lo era todo el pasado y el entrenamiento de Kieron en el duro código del
guerrero de la periferia. Pero no podía hacerlo, al menos por ahora. Había demasiados
hierros en el fuego que tendría que observar. Estaban Alys y su ruego a Toran. Estaba la
situación de su propia gente. No podía correr el peligro de atravesar con su hoja el cuello
de Freka, por mucho que su sangre hirviera de cólera.
Así pues, dio media vuelta y salió de la gran sala, mientras en sus oídos sonaban
burlonamente las risotadas de Freka y de los reyes de las estrellas.
IV
Kieron se despertó en la oscuridad. Del fuego de la chimenea, sólo quedaban débiles
rescoldos y las habitaciones de piedra permanecían en silencio, a excepción del sonido
producido por los hombres que dormían. El único centinela valkiriano estaba junto a él,
susurrándole para que se despertara. Kieron apartó de su cuerpo los cuatro cobertores y
elevó los pies sobre el borde del bajo camastro.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Nevitta, señor.
—¡Nevitta! ¡Aquí! —Kieron se puso de pie, completamente despierto ahora—. ¿Ha
venido una mujer con él?
—Una esclava, señor. Esperan en la cámara exterior.
Kieron se puso sus arreos y armas, abriéndose paso por entre los hombres que
dormían. En la antecámara débilmente iluminada se encontraba Nevitta junto a la figura
embozada de Alys. Kieron se dirigió inmediatamente hacia la joven y ella apartó la
capucha, dejando desnuda su cabeza dorada a la luz de la antorcha. Sus ojos brillaban
llenos de placer al ver de nuevo a Kieron, pero también había cólera en ellos. El señor de
Valkiria se dio cuenta inmediatamente de que no había tenido ningún éxito con Toran.
—¿Qué ha ocurrido, Nevitta?
—Se hizo un intento de quitarle la vida a la princesa, señor.
—¿Qué? —Kieron sintió cómo la sangre desaparecía de su rostro.
—Tal como te lo he dicho, Kieron —el rostro del viejo valkiriano era hosco—. Tuvimos
que luchar para abrirnos paso y poder salir del palacio.
—Ni siquiera tuve una oportunidad de hablar con Toran —dijo sombríamente la joven—
. Todo lo que pudimos hacer fue llegar a la nave espacial. Hasta los jenízaros trataron de
detenernos. Dos de tus hombres murieron por mí, Kieron.
—¿Quién lo hizo? —pregunto Kieron amenazadoramente.
—Los hombres que atacaron los alojamientos de la princesa llevaban los arreos de
Kalgan —dijo Nevitta.
Aquello alcanzó a Kieron como un verdadero golpe físico... duro.
—¡Kalgan! ¿Y la has traído aquí? ¡Eres un tonto, Nevitta!
—Sí, Kieron, tonto es la palabra adecuada... —admitió el viejo valkiriano.
—¡No! —exclamó Alys imperiosamente—. Yo misma le ordené que nos trajera aquí.
Insistía en ello.
—¡Por los Siete Infiernos! ¿Por qué? —preguntó Kieron—. ¿Por qué aquí? ¡Podrías
haber estado segura en Valkiria! Ya sé que yo di la orden de traerte aquí, pero después
de lo ocurrido...
—La princesa no quería saber nada de buscar seguridad, Kieron —dijo Nevitta—.
Cuando Kalgan demostró su traición al tratar de asesinarla, sólo pensó en el peligro que
tú mismo corrías aquí... sin saberlo. Habría arriesgado su vida para traerte esta noticia,
Kieron.
Kieron se volvió para mirar a la joven. Ella elevó la cabeza hacia él, con los ojos
luminosos y los labios abiertos.
—¿Qué podría hacer que una princesa arriesgara su vida...? —comenzó a preguntar
Kieron.
—Kieron... —la joven pronunció blandamente su nombre—, tenía tanto miedo por ti.
El valkiriano extendió lentamente la mano hacia el broche de su capa y lo desabrochó.
La pesada capa cayó sobre las losas del suelo. Alys permaneció quieta, sacudiéndose
ligeramente, con los invitadores labios abiertos. Kieron observó el palpitar de su blanco
cuello y sintió su propio golpeteo. Dio un paso hacia ella, cerrando sus brazos alrededor
de su cuerpo atractivo y flexible. Su boca buscó sus labios. Sin que nadie se diera cuenta,
Nevitta se deslizó sigilosamente fuera de la antecámara, cerrando sin hacer ruido la
puerta tras él...
Kieron se encontraba ante la ventana arqueada, mirando fijamente hacia el crepúsculo
eterno y brumoso de Kalgan, sintiendo muy pesado su corazón. Detrás de él, Alys
permanecía echada en el camastro. Su brillante pelo caía revuelto sobre su rostro,
mientras miraba a su amante, junto a la ventana. Kieron se volvió para mirarla, sintiendo
el impacto de su cálida belleza. Comenzó a pasear de un lado a otro, estrujándose la
cabeza para hallar una pista que le indicara cuál debía ser su próximo movimiento en la
guerra sutil de traición e intriga que se había ido formando a su alrededor.
Había ordenado a sus hombres que estuvieran preparados para un ataque, pero, por el
momento, era poca la necesidad de mantener aquella clase de vigilancia. Lo que
necesitaba era más información. Cuidadosamente, fue recordando los pocos hechos que
conocía.
La relación entre Freka y los intrigantes dé la Ciudad Imperial, que él ya sospechara,
quedaba demostrada por fin con el atentado contra la vida de Alys por parte de los
hombres de Kalgan. Los reyes de las estrellas estaban siendo utilizados para librar una
lucha que no era la suya. ¿Pero de quién era entonces? ¿De Freka... o de Ivane? No
importaba. Lo cierto era que estaban siendo engañados para que ayudaran a arrancar la
corona imperial de la cabeza de Toran, y su único provecho y el de su gente sería... más
opresión.
Ahora cobraba sentido el tratamiento que había recibido en la Ciudad Imperial. Landor
buscaba arrojarle en brazos de la revuelta organizada por Freka. Únicamente Alys lo
había evitado.
Ahora tenía que advertir a los reyes de las estrellas. Pero, según el código de la
periferia, Kieron tenía que demostrarles que él no era el cobarde que las risotadas de
Freka habían dado a entender. Y ahora, necesitaba una prueba. Una prueba de la
monstruosa estructura de traición e intriga surgida de la codicia de una mujer y de la fría
inhumanidad de un desconocido rey de las estrellas.
Kieron se quedó mirando fija y hoscamente hacia el brumoso patio situado bajo la
abierta ventana. Estaba desierto a aquella hora. Después, de repente, observó actividad
en la plaza amurallada. Un oficial de la ciudadela escoltó a una figura pesadamente
embozada hacia el patio, retirándose después con toda clase de señales de gran respeto.
La figura solitaria anduvo nerviosamente sobre las piedras húmedas.
¿Quién podría ser tratado con una cortesía tan evidente, siendo dejado, sin embargo,
en un patio trasero, en espera de la llamada de Freka de Kalgan?, se preguntó Kieron. Se
le ocurrió entonces un pensamiento repentino. Sólo podía tratarse de alguien que no
debía ser visto por los reyes de las estrellas y sus ayudantes, que llenaban al completo la
ciudadela de Neg.
Kieron estudió al noble encapuchado con un renovado interés. Le parecía haber visto
ya otra vez aquel andar afectado...
¡Landor!
Kieron abrió de golpe la puerta que daba a la cámara exterior. Sus asombrados
hombres se reunieron en torno a él. Alys también se había levantado y se encontraba tras
él. Hizo señales a Nevitta y a cuatro hombres para que entraran en su cámara.
—¡Nevitta! Rasga ese tapiz de la pared y córtalo en tiras... Alys, ata las tiras y haz una
cuerda con ellas. Asegúrate de que los nudos son lo bastante fuertes como para soportar
el peso de un hombre... ¡Ahí abajo está Landor!
Quitándose las botas con espuelas, Kieron se encaramó sobre el alféizar de la ventana.
El patio estaba a unos diez metros por debajo, pero los antiguos muros de la ciudadela
eran bastos y estaban llenos de relieves ornamentales, típicos de la arquitectura del
interregno. Kieron se fue dejando caer, sintiendo en su cara la humedad de la neblina. En
dos ocasiones, casi perdió pie, con el peligro de caer sobre las piedras del patio. Alys,
pálida, le miraba fijamente desde la ventana.
Apenas estaba a tres metros del suelo cuando Landor levantó la cabeza. Le reconoció
inmediatamente. Hubo un momento de asombrado silencio, y Kieron saltó la distancia que
le quedaba, para alcanzar el suelo sobre sus pies, como un gato, con la espada en la
mano.
—¡Kieron!
El rostro de Landor estaba gris.
El valkiriano avanzó decididamente.
—¡Sí, Landor! ¡Soy Kieron! No se suponía que te vería aquí, ¿verdad? Y tampoco te
atreves a gritar porque los otros te descubrirían. Y eso despertaría sospechas sobre las
verdaderas intenciones de la consorte, ¿no es cierto?
Landor retrocedió, apartándose de la hoja que brillaba en la mano de Kieron.
—Saca tu espada, Landor —dijo Kieron con suavidad—. Saca tu espada ahora mismo,
o te mataré donde estás.
Lleno de pánico, el Primer Señor del Espacio sacó su espada. Sabía muy bien que no
era rival para el rey valkiriano y al primer contacto de las hojas se volvió y echó a correr
hacia la puerta. Golpeó con fuerza contra los pesados paneles. La puerta estaba cerrada.
Kieron le siguió.
—Grita pidiendo auxilio, Landor —le sugirió Kieron con una breve y dura sonrisa—.
Este lugar está lleno de guerreros.
Landor tenía los ojos muy abiertos.
—¿Por qué quieres matarme, Kieron? —preguntó casi en un rugido—. ¿Qué mal te he
hecho...?
—Has agobiado de impuestos a mi gente y me has insultado, y si eso no fuera
suficiente, aún quedaría tu traición con Freka... engañándome a mí y a los otros, para
impulsarnos a la rebelión, de modo que Ivane pueda ceñir la corona. Son razones más
que suficientes para matarte. Además... —Kieron sonrió ceñudamente—, no me gustas,
Landor. Me encantaría derramar un poco de tu lechosa sangre.
—¡Kieron! Te juro, Kieron...
—¡Ahórratelo, maestro de baile! —y Kieron tocó con su arma la espada que Landor
sostenía débilmente en su mano—. ¡Ponte en guardia!
Landor lanzó un grito animal de desesperación y se lanzó torpemente contra el
valkiriano. La espada de Kieron describió un relumbrante círculo y el arma del Primer
Señor fue a chocar contra las piedras del pavimento, a unos metros de distancia.
La mirada de Kieron era fría en el momento de avanzar sobre el ahora aterrorizado
cortesano.
—Arrodíllate, Landor. Un lacayo siempre debe morir arrodillado.
El Primer Señor se arrojó sobre el suelo, rodeando con sus brazos las rodillas del
guerrero del mundo exterior. El color de su rostro era ceniciento de tanto terror como
sentía y murmuraba palabras solicitando piedad, con los ojos apretadamente cerrados.
Kieron le dio la vuelta a la espada y dejó caer la pesada empuñadura sobre la cabeza de
Landor. El cortesano lanzó un suspiro y se desplomó hacia adelante. Kieron envainó su
espada y recogió al hombre inconsciente como si fuera un saco de harina. No disponía de
mucho tiempo. No tardarían en llegar los guardias para escoltar a Landor a presencia de
Freka. Kieron recogió también la espada del cortesano. No debía quedar el menor rastro
de pelea en el patio.
El valkiriano transportó el cuerpo de Landor hacia donde Alys y Nevitta habían hecho
descender la cuerda improvisada. Ató bien a Landor, como si se tratara de un cerdo
descuartizado y les dijo:
—¡Subidle!
Landor desapareció por la ventana y la cuerda volvió a bajar a continuación. Kieron
subió a pulso el mismo camino seguido antes por el cortesano desvanecido. Pocos
segundos después, volvía a encontrarse entre sus guerreros, y el patio de abajo estaba
vacío.
—¡Landor! —Kieron roció de vino el rostro inconsciente del hombre—. ¡Landor,
despierta!
El cortesano se agitó y terminó por abrir los ojos. Inmediatamente surgió en ellos una
mirada de temor. Un círculo hostil de rostros le miraban desde arriba. Kieron, con sus
oscuras y llameantes ojos. Alys... La gran cara roja de Nevitta, enmarcada por el casco
con alas laterales. Y otros salvajes que parecían valkirianos. Para Landor aquello fue una
escena del legendario Séptimo Infierno de la Gran Destructora.
—Si quieres seguir viviendo, habla —le dijo Kieron—. ¿Qué estás haciendo aquí, en
Kalgan? Tiene que ser un mensaje de importancia el que traes. De no ser así, Ivane
habría enviado a cualquier otro. —Yo... yo no traigo ningún mensaje, Kieron. Kieron hizo
un gesto de asentimiento hacia Nevitta, quien sacó su puñal y lo situó contra el cuello de
Landor.
—No tenemos tiempo para mentiras, Landor —dijo Kieron.
Y para indicar que aquello era cierto, Nevitta apretó un poco más el puñal contra la
nuez del cuello del Primer Señor. Landor lanzó un grito. —¡No...!
—¡Habla... o te sacaré la molleja! —gruñó Nevitta.
—¡Está bien! ¡Está bien! Pero aparta ese puñal... —Ivane te envió aquí, ¿verdad?
Landor hizo un gesto de asentimiento, sin decir nada.
—¿Por qué?
—Yo... yo... tenía que decirle a Freka que... que sus hombres fallaron al... al...
—¡Intentar matarme! —terminó Alys, encolerizada—. ¿Qué más?
—También... también tenía que decirle que el resto del plan fue... fue realizado... con
éxito.
—¡Maldita sea! ¡Habla con claridad! —espetó Kieron—. ¿Qué «plan» es ése?
—El... el emperador está muerto —reveló Landor, con los ojos llenos de terror—. ¡Pero
yo no lo hice! ¡Lo juro! ¡No fui yo!
Alys lanzó un grito de dolor.
—¡Toran! Pobre... Toran...
Kieron agarró al aterrorizado cortesano por el cuello y lo sacudió.
—¡Sucio puerco! ¿Quién lo hizo? ¿Quién mató al emperador?
—¡Ivane! —balbució Landor—. La gente no sabe aún que está muerto y ella espera la
invasión de los reyes de las estrellas para proclamarse emperatriz... En el nombre de
Dios, Kieron, ¡no me mates! ¡Estoy diciendo la verdad!
—¿Y Freka ayudó a planear esto? —preguntó Kieron.
—El es el hombre de Ivane —balbució Landor—, pero no sé nada de él. ¡Nada, Kieron!
El hechicero de la guerra Geller se lo trajo a Ivane hace cinco años..., ¡eso es todo lo que
sé!
Geller de los Pantanos... otra vez. Kieron sintió cómo un terrible temor se filtraba por
entre su cólera. Tenía que descubrir de algún modo la relación entre Geller y Freka. De
algún modo...
Kieron se apartó del aterrorizado Landor. Ahora, la imagen estaba cobrando forma.
Freka e Ivane. La rebelión de los reyes de las estrellas. Toran... asesinado.
—¡Mantened a este perro bajo vigilancia! —ordenó Kieron.
Landor fue alejado de allí, tembloroso y débil.
—¡Nevitta!
—¿Señor?
—Tú y la princesa os marcharéis en la nave tal y como vinisteis. Tiene que ser llevada
a un lugar seguro inmediatamente. En cuanto echen de menos a ese cerdo, tendremos
visitantes...
—¡No, Kieron! ¡No me marcharé! —gritó Alys.
—Tienes que hacerlo. Si eres capturada ahora en Kalgan, eso significará carta blanca
para Ivane.
—¡Pues entonces tienes que venir conmigo!
—No puedo. Si tratara de marcharme ahora, Freka me detendría por la fuerza.
Conozco sus planes —y, volviéndose hacia Nevitta, añadió—: Se marcha contigo, Nevitta.
Por la fuerza, si es necesario.
»Regresa a Valkiria y reúne a las tribus. No podemos hacer nada sin hombres que nos
respalden. Una de las naves se quedará aquí, conmigo y los hombres. Trataremos de
salir de aquí cuando estemos seguros de que... —miró hacia la delgada joven, con una
expresión sombría en sus ojos— Su Majestad está a salvo.
Los guerreros valkirianos que había en la sala se pusieron firmes y en la expresión de
sus rostros se produjo un cambio sutil mientras observaban a Alys. Un abismo se había
abierto repentinamente entre esta mujer y su capitán. Ellos también lo sentían. Uno tras
otro, se fueron arrodillando ante ella. Alys hizo un gesto de protesta, con sus luminosos
ojos llenos de lágrimas. Vio cómo se abría el abismo entre ellos y trató de evitarlo
inútilmente. Pero cuando Kieron se arrodilló, se dio cuenta de que era así. En un instante,
se habían transformado de amante y amado en soberana y vasallo.
Se reprimió las lágrimas que pugnaban por salir y elevó la cabeza con orgullo; como
emperatriz galáctica, heredera de los Mil Emperadores, aceptó el homenaje de los
guerreros.
—Mi señor de Valkiria —dijo después, con un tono de voz bajo e inseguro—, mi amor y
afecto por ti... y por estos guerreros, no lo podré olvidar nunca. Si vivimos...
Kieron se levantó, con la espada desnuda extendida en sus manos.
—Su Majestad Imperial —y dijo las palabras con seriedad y lentitud, sintiendo en el
fondo lo que estaba sucediendo—. Los hombres de Valkiria son vuestros. Hasta la
muerte.
Kieron observó a Nevitta y Alys desvanecerse a lo largo del oscuro pasillo, fuera de las
cámaras de los valkirianos... según todas las apariencias, un guerrero y su esclava se
marchaban por orden de su señor. Pero, incluso así, pensó Kieron inquieto, había peligro.
Les vio pasar junto a un centinela, dos... tres... Doblaron la esquina y desaparecieron,
llevándose consigo las esperanzas y los temores de Kieron.
Ya se escuchaban sonidos de confusión en la ciudadela de Neg. Los hombres estaban
buscando al desaparecido Landor. De momento, buscaban con tranquilidad, reflexionó
Kieron con satisfacción, pues los reyes de las estrellas que estaban de visita no debían
saber que Freka el Desconocido mantenía una reunión familiar con el Primer Señor
Imperial del Espacio.
Kieron sopesó sus posibilidades de escapar y vio que eran escasas. No se moverían
de sus habitaciones de la ciudadela hasta escuchar el rugido de la nave espacial de
Nevitta, indicándoles que la emperatriz ya se marchaba. Mientras tanto, los buscadores
de Landor se iban acercando.
Pasó una hora, y la arena del cristal se deslizaba con desesperante lentitud. En cierto
momento, Kieron creyó escuchar ruido de cascos de caballo en el puente de salida de la
ciudadela, pero no pudo estar seguro.
Dos horas. Kieron andaba continuamente de un lado a otro, en las habitaciones de los
valkirianos, junto con sus doce hombres restantes, armados, alertas, observándole. El
agarraba con nerviosismo la empuñadura de su espada.
Pasó otra hora en el gris y eterno crepúsculo. Seguía sin escuchar el sonido de la nave
espacial, elevándose. La ansiedad de Kieron alcanzó enormes proporciones. Los
buscadores de Landor se acercaban. Kieron podía escuchar a los soldados registrando
los pasillos de piedra y los caminos de la ciudadela.
De repente, se escuchó un golpe en la puerta atrancada de las habitaciones de los
valkirianos.
—¡Abrid! ¡En nombre del señor de Kalgan!
Uno de los valkirianos que se encontraba cerca de la puerta replicó lánguidamente:
—Nuestro señor está durmiendo. Marchaos.
Los golpes continuaron.
—Sentimos mucho tener que molestarle, pero se ha escapado un esclavo de la
servidumbre. Tenemos que buscarle.
—¿Y vais a perturbar el reposo del señor de Valkiria por un esclavo, bárbaros? —
preguntó el guerrero de la puerta con un molesto tono de voz—. Marchaos.
El oficial del pasillo empezaba a perder la paciencia.
—¡Digo que abráis! ¡O penetraremos a la fuerza!
—Hacedlo —dijo el valkiriano tranquilamente—. Aquí tengo una espada que ha
permanecido seca durante demasiado tiempo.
Cómo debía estar sudando Landor en la habitación de atrás, pensó Kieron
irónicamente, al imaginar que los valkiríanos preferirían matarle antes que permitir que su
mensaje llegara a Freka. Pero la muerte de Landor no serviría ahora de nada. ¡Tiempo!
Tiempo era lo que se necesitaba. Tiempo suficiente para que Nevitta sacara a Alys fuera
de los peligros que allí la acechaban.
Kieron se dirigió hacia la puerta, con la esperanza de que algunos guerreros de las
Marcas Exteriores pudieran escuchar sus palabras y captaran todas las implicaciones.
—¡Habla Kieron de Valkiria! —gritó—. ¡Tenemos aquí a Landor de la Tierra! El Primer
Señor..., ¿es ése el esclavo que buscáis?
Ante esta sola respuesta se produjo el estrépito repentino de un ariete lanzado contra
los paneles de la puerta de madera. Kieron se preparó para la lucha. Todavía no se oía el
sonido de ninguna nave espacial elevándose...
La puerta se vino abajo y un grupo de guerreros de Kalgan irrumpió en la estancia, con
las armas brillando en sus manos.
Salvajemente, los valkirianos se enfrentaron a ellos y el aire se llenó con el fragor
metálico del acero. No se pedía ninguna compasión, y ninguna se daba. Kieron trazó un
círculo de muerte con su larga espada del mundo exterior, cantando en sus oídos la
sangre de combate de cien generaciones de guerreros. El canto salvaje de la periferia se
elevó por encima de los confusos sonidos de la batalla.
Un hombre lanzó un grito de agonía cuando su brazo fue cortado de cuajo por la hoja
de un valkiriano, y movió el muñón desesperadamente, salpicando de sangre ennegrecida
a los hombres que se batían a su lado. Un guerrero valkiriano cayó, encerrado en un
abrazo mortal con otro guerrero de Kalgan, introduciendo su puñal en el cuerpo de su
enemigo, una y otra vez, mientras moría. Kieron cruzó su acero con el de un guarda,
obligándole a retroceder, hasta que el de Kalgan resbaló sobre las piedras, húmedas de
sangre, con un tajo enorme que le llegó desde el cuello hasta la ingle.
Los valkirianos estaban cortando el paso a sus oponentes, pero la superioridad
numérica comenzaba a producir sus efectos. Dos valkirianos se desmoronaron ante una
nueva embestida. Y después otro y otro y otro. Kieron sintió el tacto ardiente de una
herida de puñal. Miró hacia abajo y vio que la cuchillada de alguien de la melée le había
alcanzado hasta el hueso. Su costado estaba lleno de sangre y las blancas costillas
aparecían a lo largo de la cuchillada de unos veinticinco centímetros.
Ahora, Kieron permanecía espalda contra espalda, junto a los dos únicos compañeros
que le quedaban. Los otros valkirianos habían caído y yacían sobre el suelo
ensangrentado. Kieron vio fugazmente la elevada figura de Freka, detrás de sus guardias,
y se lanzó hacia él, repentinamente ciego de furia. Dos guerreros de Kalgan le detuvieron
y perdió a Freka de vista. Otro valkiriano cayó a su lado, con un enorme tajo en el cuerpo.
Kieron recibió otra herida en un brazo. No podía saber lo gravemente herido que estaba,
pero la debilidad causada por la pérdida de sangre empezaba a surtir sus efectos sobre
él. Cada vez le era más difícil ver con claridad. La oscuridad parecía estar parpadeando a
su alrededor como una llama negra, justo más allá de su ámbito de visión. Volvió a ver
entonces a Freka y trató de llegar hasta él. Pero volvió a fallar, viendo su paso cortado por
un soldado de Kalgan. Una espada pasó silbando junto a él y se introdujo en el cuerpo del
último guerrero valkiriano. El hombre cayó al suelo, en silencio, y Kieron se quedó solo
luchando.
Vio la hoja de un oficial descendiendo sobre él, pero no pudo desviarla. Y, en el
instante en que bajaba la hoja, escuchó un enorme rugido más allá de la ventana abierta.
Kieron casi sonrió. Alys estaba a salvo...
Elevó su espada para intentar detener el fuerte golpe que descendía sobre él.
Debilitado como estaba, lo único que pudo hacer fue desviarla ligeramente. La hoja cayó
plana sobre la parte lateral de la cabeza y Kieron dio un traspié, cayendo de rodillas. Trató
de levantar de nuevo su arma... trató de seguir luchando... pero no pudo. Lentamente, sin
querer dejarse vencer, fue desmoronándose sobre el suelo, mientras la oscuridad surgía
desde las ensangrentadas piedras para rodearle por completo...
V
Kieron se agitó, con el pulsante dolor de su costado destrozando el velo enrojecido de
su inconsciencia. Pudo sentir debajo de él las piedras húmedas que olían a muerte y
suciedad. Se movió dolorosamente y su lacerante agonía.se agudizó, haciéndole oscilar
precariamente entre la conciencia y la nueva oscuridad.
Se notaba rígido y frío. Y también debía estar gravemente herido, pensó entre las
brumas. Sus heridas no habían sido curadas. Abrió los ojos con precaución. Y vio
entonces lo que ya sabía. Se encontraba en una oscura mazmorra, sucia y húmeda. Un
escalofrío de náuseas le estremeció. Castañeteándole los dientes, encogido sobre el
suelo de piedra, Kieron volvió a hundirse en la inconsciencia.
Cuando volvió a despertarse, estaba ardiendo de fiebre y junto a él había un cuenco
lleno de grasientas gachas solidificadas. Notaba la lengua espesa e hinchada, pero la
aguda agonía de la herida de su costado se había convertido en un dolor embotado.
Haciendo un gran esfuerzo, se arrastró hasta una esquina de la mazmorra y se apoyó
contra el muro, de cara a la puerta claveteada con hierros.
Se palpó con las manos, dándose cuenta de que se le habían quitado sus arreos y
armas. Estaba desnudo, y olía a suciedad y a sangre seca. A medida que se movió sintió
una renovada fluidez de calor descendiendo por su desgarrado flanco. La herida se había
abierto de nuevo. El sudor corría por la sangre endurecida de su mejilla. Su mente vaciló
de un lado a otro, en un delirio febril... un sueño de pesadilla en el que la figura alta,
fríamente arrogante de Freka parecía llenar todo el espacio y el tiempo. Los ojos,
extraordinariamente abiertos, de Kieron brillaban, llenos de un odio animal...
De algún modo, sintió que el odiado Freka estaba cerca. Trató de mantener los ojos
abiertos, pero los párpados parecían pesar excesivamente. Su cabeza se hundió y la
fiebre volvió a introducirle en la negrura de ébano de alguna fantástica noche
intergaláctica en la que extrañas figuras danzaban y giraban, llenas de una horrible
alegría...
El traqueteo de la cerradura de la puerta le despertó. Podrían haber pasado minutos o
días. Kieron no tenía forma de saberlo. Sentía la cabeza ligera y mareada. Observó con
unos ojos brillantes por la fiebre cómo se abría la puerta. Un carcelero que llevaba una
antorcha penetró en la mazmorra y la luz cegó a Kieron. Se protegió el rostro con una
mano. Percibió el sonido de una voz, dirigiéndose a él. Una voz que él conocía... y odiaba.
Haciendo un denodado esfuerzo consiguió equilibrar su mente vacilante, sintiéndose
sostenido ahora por su odio. Apartó la mano de su rostro y levantó la vista... mirando
directamente hacia los helados ojos de Freka el Desconocido.
—Así que, por fin, te has despertado —dijo el señor de Kalgan.
Kieron no contestó. Podía sentir la furia quemándole las entrañas.
Freka sostenía una daga enjoyada en sus manos, y jugaba ociosamente con ella.
Kieron observó los fragmentos de luz que surgían de las gemas a la líquida luz de la
antorcha. La delicada hoja se estremecía, azul y plateada, en las manos de Kalgan.
—Me han dicho que la señora Alys estaba contigo... aquí, en Kalgan. ¿Es cierto?
Alys... Kieron pensó en ella vagamente, por un momento, pero de algún modo, la
imagen le produjo tristeza. La apartó de su mente y siguió mirando la daga de Freka,
incapaz de apartar sus ojos de aquel arma brillante.
—¿Puedes hablar? —preguntó Freka—. ¿Estaba contigo la hermana de Toran?
Kieron seguía observando el arma, mientras en sus ojos oscuros aumentaba un brillo
feroz, como una llama.
Freka se encogió de hombros.
—Muy bien, Kieron. Eso ya no importa. ¿Te interesa saber que los ejércitos se están
reuniendo? La Tierra será nuestra dentro de cuatro semanas —su voz sonaba fría, sin
emoción alguna—. Supongo que te darás cuenta de que no podrás permanecer con vida.
Kieron no dijo nada. Estaba acumulando la poca fortaleza que le quedaba, con mucho
cuidado. La daga... ¡aquella daga!
—No me arriesgaré a emprender una guerra con Valkiria matándote ahora. Pero serás
juzgado por un consejo de reyes de las estrellas, en la Tierra, cuando hayamos hecho lo
que tenemos que hacer... Kieron miraba pertinazmente la delicada arma, y notaba cómo
el odio palpitaba en su enfebrecida mente. Respiró profunda y estremecedoramente.
Freka seguía jugueteando con la hoja, haciendo brillar sus joyas.
—Tendríamos que haberte detenido desde el mismo instante en que desapareció
Landor —musitó el señor de Kalgan—. Pero... ahora ya no importa...
Kieron desplegó los músculos como una serpiente, poniéndose rápidamente en
movimiento. Pegó a Freka debajo de las rodillas, con toda su enfebrecida fuerza y el
kalgano cayó sin pronunciar un sonido, mientras la daga chocaba con un sonido metálico
sobre el suelo empedrado de la mazmorra. El guarda se inclinó hacia adelante. La mano
tanteante de Kieron se cerró alrededor de la empuñadura de la daga. Lanzando un grito
de pura rabia animal, la introdujo en el pecho descubierto de Freka. Su mano se elevó y
cayó otras dos veces, hasta que el guarda le lanzó una patada a la boca y la luz de la
antorcha volvió a desvanecerse en la oscuridad...
En la oscuridad, el tiempo pierde su significado. Kieron se despertó una docena de
veces, notando el apagado dolor pulsante de sus heridas y volviendo a desvanecerse en
la inconsciencia. Comió... o fue alimentado lo suficiente como para permanecer con vida,
pero no lo recordaba. Flotó en un mar negro tintado de rojo, irreal y espantoso. Gritó o
lloró, según le dictaron los fantasmas de sus enfermizos sueños, pero a través de todo
ello corría un solo hilo de alegría. Freka, el odiado, estaba muerto. Ningún horror
producido por la pesadilla o el delirio podía arrancarle aquella única sensación de vida.
Freka estaba muerto. Recordaba vagamente la sensación de la daga penetrando una y
otra vez en el pecho del torturador. A veces, hasta se olvidaba de por qué había odiado a
Freka, pero se aferraba al conocimiento de que le había matado de la misma forma que
un condenado se aferraba a su última y sofocante respiración.
Algunos sonidos se filtraron en la mazmorra de Kieron. Sonidos que le resultaban
familiares. El rugido silbante de las naves espaciales. Más tarde, percibió el terrible
susurro de las multitudes. Kieron permanecía tumbado sobre las piedras de su mazmorra,
sin escuchar, perdido en el estupor fantasmagórico del delirio. Sus heridas, que seguían
sin ser atendidas, sólo le permitían agarrarse a un hilo de vida, gracias a su magnífico
cuerpo de guerrero.
Llegaron hasta él otros sonidos. El crujido de los arietes y el estruendo de las piedras
que se desmoronaban. Los gritos de los hombres y las mujeres que morían. La estridente
cacofonía de las armas y de las maldiciones lanzadas por los guerreros. Transcurrieron
las horas y el tumulto se hizo mayor, y sonó más cerca, en el propio corazón de la
ciudadela de Neg. Las antorchas de las mazmorras exteriores se apagaron y
permanecieron así. Los sonidos de la lucha adquirieron un tono agudo, entrelazados con
los sonidos inhumanos y animales de una muchedumbre que parecía haberse vuelto loca.
Finalmente, Kieron se agitó cuando alguno de los sonidos familiares de la batalla
tañeron las cuerdas enterradas de su enfebrecida mente. Escuchó el fragor de las armas,
que parecía ir avanzando hacia él, hasta que lo pudo escuchar justo al otro lado de la
puerta de su mazmorra.
Volvió a acurrucarse en su rincón, quedándose allí, encogido, con la luz febril de sus
ojos brillante ahora. Sus manos le picaban, con deseos de matar. Flexionó los dedos
dolorosamente, y esperó.
El silencio fue repentino y completo, como el de una tumba.
Kieron esperó.
La puerta se abrió por completo y unos hombres portando antorchas penetraron en la
mazmorra. Kieron se lanzó entonces salvajemente contra el primero de ellos, buscándole
el cuello con las manos.
—¡Kieron! —el propio Nevitta se lanzó violentamente hacia atrás, con Kieron agarrado
a él y el rostro convertido en una máscara febril de odio—. ¡Kieron! ¡Soy yo... Nevitta!
Las manos de Kieron se apartaron del cuello del viejo guerrero y permaneció vacilante,
de pie, parpadeando ante la luz de las antorchas.
—¿Nevitta... Nevitta?
Una salvaje risotada surgió de los labios cortados del prisionero. Miró a su alrededor,
hacia los rostros tensos de sus propios hombres.
Dio un paso hacia adelante y cayó en brazos de Nevitta, que le recogió, llevándole
como a un niño hacia la luz, con las lágrimas recorriendo sus encanecidas mejillas...
Alys y Nevitta cuidaron a Kieron durante tres semanas, sorbiendo el veneno de sus
heridas desatendidas con sus propias bocas y bañándole para romper la ardiente presa
de la fiebre. Finalmente, ganaron aquella batalla. Kieron abrió los ojos... y su mirada
apareció entonces sana y clara.
—¿Cuánto tiempo...? —preguntó Kieron débilmente.
—Estuvimos ausentes de Kalgan durante veinte días... tú has permanecido aquí desde
hace veintiuno —dijo Alys, con una expresión de agradecimiento. —¿Por qué habéis
vuelto aquí? —preguntó Kieron, con amargura—. ¡Habéis perdido un imperio! —Vinimos
por ti, Kieron —contestó Nevitta—. Por nuestro rey.
—Pero... Alys... —protestó Kieron. —No quisiera para nada el gran trono, Kieron, si eso
significaba dejarte pudriéndote en una mazmorra —dijo Alys.
Kieron volvió el rostro hacia la pared. Por su culpa, los reyes de las estrellas estarían
librando ahora la batalla de Ivane. Y, a estas alturas, ya habrían ganado. Lo único que
había conseguido era la muerte del traicionero Freka. Ahora, se habían apoderado de
Kalgan, pues los valkirianos regresaron en busca de su jefe después de que el plan de
Freka dejara el planeta desguarnecido de guerreros... y las muchedumbres habían hecho
por ellos el trabajo de los valkirianos. Pero dos mundos no eran un imperio de estrellas.
Alys había caído en la trampa. Por culpa de él.
«¡No! —pensó Kieron—. ¡No, por los Siete Infiernos!» No podían ser derrotados con
tanta facilidad. Ahora podía disponer de cinco mil guerreros. Si era necesario, lucharía
contra las fuerzas armadas de todo el imperio para ganar el lugar al que Alys tenía
derecho sobre el trono de Gilmer de Kaidor.
—Dejadme que me levante —pidió Kieron—. Si les atacamos en la Tierra antes de que
tengan una oportunidad de consolidarse, aún nos quedaría una posibilidad.
—No hay ninguna prisa, Kieron —dijo Nevitta, manteniéndole en la cama con su gran
mano—. Freka y los reyes de las estrellas ya han...
—¡Freka! —Kieron se incorporó de un salto.
—Sí... ¿por qué, Freka? —murmuró Nevitta, lleno de perplejidad.
—¡Eso es imposible!
—Hemos recibido información de la Ciudad Imperial, Kieron. Freka está allí —aseguró
Alys.
Kieron volvió a dejarse caer sobre las almohadas. ¿Acaso había soñado que mataba a
Freka? ¡No! ¡Aquello no era posible! Había introducido la hoja en su pecho tres veces... la
introdujo profundamente.
Haciendo un esfuerzo, se levantó de la cama.
—¡Ordena que preparen mi caballo, Nevitta!
—¡Pero señor!
—¡Rápido, Nevitta! ¡No hay tiempo que perder!
Nevitta saludó a regañadientes y salió de la estancia.
—Ayúdame a ponerme mis arreos, Alys —ordenó Kieron, olvidándose de que le estaba
hablando a su majestad.
—¡Kieron, no puedes cabalgar!
—Tengo que hacerlo, Alys. Escúchame. Introduje una daga en el cuerpo de Freka por
tres veces... ¡Y no ha muerto! Sólo un hombre puede decirnos por qué. Y tenemos que
saberlo. ¡Ese hombre es Geller de los Pantanos!
Neg era un lugar arruinado. La llegada de los valkirianos había sido una señal para que
la brutal población se volviera loca. Las muchedumbres se lanzaron a la calle,
destrozando, matando y saqueando. Los pocos guerreros kalganos que quedaron allí
para guardar la ciudad habían tenido que ayudar a los valkirianos a restaurar el orden.
Mientras cabalgaba a lo largo de las ahora silenciosas calles, a Kieron le pareció que
Kalgan y Neg habían sido deliberadamente abandonadas como si ya hubieran servido su
propósito y no se las necesitara más. Si Freka seguía viviendo, como ellos decían, sería
alguien único entre los hombres y no tan inferior como para regir un mundo tan poco
importante como Kalgan.
Las tiendas y las casas aparecían destruidas por el fuego. Las mercancías de todas
clases estaban extendidas todavía por las calles y aquí o allá aparecía algún cuerpo,
encogido y desmembrado, en espera de los atareados pelotones de enterramiento que
pululaban por la destruida megalópolis.
Kieron y Alys cabalgaron lentamente hacia los pantanosos barrios bajos de la ciudad,
seguidos por Nevitta a corta distancia. Los tres caballos de guerra, criaturas creadas para
la guerra y la destrucción, avanzaron tranquilamente, con las narices levantadas, notando
los olores familiares de una ciudad en ruinas.
A lo largo de la calle de la Llama Oscura no quedaba nada entero. Todas las casuchas,
todas las viviendas habían sido destrozadas y saqueadas por la multitud. Kieron detuvo
su cabalgadura ante una chabola destrozada, situada entre dos estructuras de piedra
ennegrecida por el fuego.
Nevitta se acercó a él con una protesta. —¿Por qué buscas a ese demonio, Kieron? —
preguntó temerosamente—. ¡De esto no puede salir nada bueno!
Kieron se quedó mirando fijamente la chabola. Después, volvió la mirada hacia él con
una expresión veladamente sádica en sus ojos. El retorcido manto neblinoso del eterno
crepúsculo de Kalgan envolvía la calle grisácea. Kieron notó cómo sus manos temblaban,
sosteniendo las riendas. Este era el lugar donde vivía el hechicero de la guerra.
El hedor de los pantanos era fuerte y ahora la neblina se convirtió en una suave lluvia.
Kieron desmontó.
—Esperadme aquí —ordenó a Nevitta y a Alys. Mientras el corazón le golpeaba con
fuerza en el pecho, desenvainó la espada y se dirigió hacia la puerta que se abría como la
boca negra de una peste. Alys le tocó el codo, sin tener en cuenta sus instrucciones. Sus
ojos estaban iluminados por el miedo, pero le siguió a corta distancia. Sintiéndose
secretamente contento por su compañía, Kieron rezó en silencio una oración a sus dioses
de Valkiria y penetró en el interior de la vivienda.
El lugar aparecía destruido. Había viejos libros por todas partes, desgarrados y
destrozados. En una esquina, alguien había tratado de encender una hoguera con un
montón de manuscritos y de muebles rotos, y casi lo había conseguido.
—La multitud ha estado aquí —comentó Alys sucintamente.
Kieron se abrió paso a través de los escombros, hacia la puerta de una habitación
trasera. La abrió cuidadosamente, empujándola con la punta de su espada. La puerta
rechinó amenazadoramente, poniendo al descubierto otra estancia que aparecía llena de
extrañas máquinas y tubos de cristal ensortijados. A lo largo de una de las paredes se
veían grandes cajas negras, serpentinas de hilo brillante que se introducían en la confusa
masa de máquinas destrozadas que dominaba el centro de la habitación. El aire de la fría
y silenciosa estancia tenía un olor extraño y desagradable. ¡El olor de la Gran
Destructora!, pensó el valkiriano.
La punta de su espada tocó uno de los brillantes serpentines de cobre que surgía de la
hilera de cajas negras situadas a lo largo de la pared, y una diminuta mancha azulada se
extendió por la hoja. Kieron apartó la espada con rapidez, notando cómo le latía el
corazón. Una pequeña columna de humo se elevó en el aire y el acero de la hoja quedó
marcado con un hueco. Kieron venció su impulso de echar a correr, lleno de terror.
—¡Tengo miedo, Kieron! —susurró Alys, pegándose a él.
Kieron la cogió de la mano y se movió con precaución alrededor del montón de
maquinaria estropeada. Fue entonces cuando encontró a Geller, y trató de evitar que Alys
le viera también.
—La Gran Destructora ha terminado con él —dijo Kieron, con lentitud.
El hechicero de la guerra estaba muerto. La muchedumbre, aterrorizada, y odiando
aquello que no podía comprender, le había asesinado cruelmente. Los ojos fijos miraban
burlonamente a Kieron, la lengua ennegrecida colgaba estúpidamente de los labios
resecos. El misterio de Geller seguía estando seguro con él, pensó Kieron.
Cuando se disponía a salir, Kieron se detuvo y recogió los restos de un libro extraño.
Era increíblemente antiguo, pues los caracteres del lomo correspondían a los del
legendario primer imperio.
«Deformaciones perpetuamente regeneradoras y su aplicación en las máquinas
interestelares».
Las palabras no significaban nada para él. Dejó el libro de magia y recogió otros dos.
En esta ocasión, sus ojos se abrieron mucho.
—¿Qué ocurre, Kieron? —preguntó Alys temerosamente.
—Hace mucho tiempo —contestó Kieron—, se dijo en Valkiria que los antiguos del
primer imperio estaban familiarizados con los secretos de la Gran Destructora...
—Éso es cierto. Esa es la razón por la que llegó el interregno, y las edades oscuras —
observó Alys. —Me pregunto ahora —dijo Kieron, mirando los libros—, ¿por qué actividad
se conocía mejor a Geller?
—Por sus homúnculos —contestó Alys, temblando de pies a cabeza.
—Se dice que los antiguos conocían muchas cosas. Hasta sabían cómo hacer...
servidores artificiales. Les llamaban robots —y le tendió entonces el libro—. ¿Puedes leer
esta escritura antigua? Alys leyó en voz alta, con una voz insegura. —Primeros principios
de la robótica. —¿Y este otro?
—Incubación y gestación de androides... Kieron de Valkiria permaneció en silencio, en
el destrozado laboratorio del muerto hechicero de la guerra Geller, tratando, con su mente
medieval de librarse de las ataduras de un milenio de superstición e ignorancia. Ahora
podía comprender... muchas cosas.
VI
Como si fueran grandes peces plateados nadando en la pecera de la noche, las naves
de la flota de Valkiria se elevaron de Kalgan. En el interior de las bodegas había cinco mil
guerreros, preparados para la batalla. El ejército de Valkiria no podría hacer nada contra
las poderosas fuerzas de los reyes de las estrellas reunidos; pero los salvajes
combatientes de la periferia llevaban consigo su más precioso talismán... la emperatriz
Alys, soberana no coronada aún de la galaxia, heredera de los Mil Emperadores... hija de
su querido príncipe guerrero, Gilmer, conquistador de Kaidor.
En la nave capitana, Nevitta vigilaba a los acosados navegantes, urgiéndoles a que
alcanzaran mayor velocidad. En las cubiertas inferiores, los caballos de guerra bufaban y
pateaban sobre el suelo de acero, percibiendo ya la tensión de la próxima batalla en el
aire cerrado y humeante de las naves espaciales.
Kieron permanecía junto a la portilla delantera, con Alys, mirando hacia la noche del
espacio, extrañamente distorsionada. A medida que fue aumentando la velocidad, las
estrellas se desvanecieron y la noche que se apretaba contra los flancos de la rápida
nave, se hizo gris e incierta. La velocidad siguió aumentando hasta que finalmente ya no
hubo nada más allá del gran cristal curvado de la pantalla. Ni negrura, ni vacío. Una nada
capaz de helar el alma y de retorcer la mente, y que se negaba a ser aceptada por los
ojos humanos. Era el hiperespacio.
Kieron cerró las colgaduras y la sala de observación de la enorme y antigua nave se
hizo más cálida y penumbrosa.
—¿Qué tenemos ante nosotros, Kieron? —preguntó la joven con un suspiro—. ¿Más
luchas y más muertes?
Una corona de estrellas que mil generaciones han reunido para vos. Eso es lo que nos
espera. —Su imperio, Majestad —dijo el valkiriano sacudiendo la cabeza y empleando el
título formal.
—¡Oh, Kieron! ¿Es que no puedes olvidarte del imperio aunque sólo sea durante una
hora? —preguntó Alys, enfadada.
El jefe militar de Valkiria miró a su emperatriz, lleno de perplejidad. Había momentos en
que las mujeres eran seres difíciles de entender.
—¡Olvídalo, te digo! —gritó la joven, brillándole repentinamente los ojos.
—Si Su Majestad lo desea así, no volveré a hablar de ella —dijo Kieron, con una
actitud rígida.
Alys dio un paso hacia él.
—Hubo un tiempo en que me miraste como a una mujer. Un tiempo en el que pensaste
en mí como una mujer. ¿Acaso soy diferente ahora?
Kieron estudió su delgado cuerpo y su rostro patricio y sensual.
—También hubo un tiempo en el que pensé de vos que erais una niña. Pero esos
tiempos han pasado. Ahora sois la emperatriz. Yo soy vuestro vasallo. Sólo tenéis que
ordenarme. Lucharé por vos. Moriré por vos, si es necesario. Cualquier cosa. Pero ¡por
los Siete Infiernos, Alys!, no me torturéis con favores a los que no puedo aspirar.
—¿Tengo que ordenártelo, entonces? —preguntó, dando un golpe enojado con el pie
en el suelo—„ Muy bien, ¡te lo voy a ordenar, valkiriano!
—¡Nunca seré un consorte!
El rostro de la joven enrojeció.
—¿Acaso te lo he pedido? Sé que no puedo hacer de ti un perro faldero, Kieron.
—Dejémoslo, Alys —pidió Kieron, con pesadez.
—Kieron —dijo ella suavemente—, te amo desde que era una niña. Te amo ahora. ¿Es
que eso no significa nada para ti?
—Lo significa todo, Alys.
El deseo de placer surgió en él al sentir la tensión de ella. Entonces, Kieron, por el
espacio de este viaje, olvida el imperio. Olvídalo todo, excepto que te amo. Toma lo que te
ofrezco. Aquí no hay ninguna emperatriz...
La flota plateada fue reduciendo la velocidad, descendiendo hacia la atmósfera del
planeta madre. La Tierra flotaba bajo ellos como un globo azul celeste. Las naves
espaciales se desparramaron en forma de cuña, mientras cortaban el aire frío, muy por
encima de la extensa megalópolis de la Ciudad Imperial.
La capital yacía rodeada por las somnolientas figuras de la gran armada de los reyes
de las estrellas. Kieron sabía que allá abajo, en alguna parte, le esperaba Freka. Freka el
Desconocido. ¿Sería también el Inmortal? Sus únicas armas eran su espada y un poco de
conocimientos. Rezó para que aquello fuera suficiente. Tenía que serlo. Cinco mil
guerreros no podían derrotar a todo el poderío unido de los reyes de las estrellas.
Rehuyendo el puerto espacial, Kieron condujo su flota hacia un lugar de aterrizaje
situado en la gran meseta cubierta de hierba que rodeaba la ciudad. Mientras comenzaba
el apresurado desembarco de los hombres y los caballos, Kieron vio a una importante
fuerza de caballería situada ante las puertas de la ciudad, dispuesta a enfrentarse a ellos.
Lanzó una maldición y urgió a sus hombres a que se dieran más prisa. Los caballos
reculaban y relinchaban; las armas brillaban a la luz del sol del atardecer.
Al cabo de una hora, quedó completado el desembarco y Kieron se encontró armado y
montado al frente de las apretadas filas de sus guerreros. La tarde estaba llena de los
destellos del acero y de la ondeante gloria de los estandartes cuando ordenó a sus filas
para la batalla... una batalla que confiaba con todo corazón en poder evitar.
A través de la llanura, el valkiriano pudo distinguir el pendón de Doorn en la primera fila
de los defensores que avanzaban. Kieron ordenó a Nevitta permanecer junto a la
emperatriz en la retaguardia, debiendo escoltarla con todo el ceremonial hacia la
vanguardia, si él así lo pedía.
Alys montaba un caballo blanco y se había vestido con las panoplias de una doncella
guerrera valkiriana. Sus caderas aparecían rodeadas por un arnés de placas de acero
entrelazadas, manteniendo sus largas piernas libres para poder montar a horcajadas.
Sobre su pecho y sus senos se había colocado una cota de malla que brillaba a la luz
sesgada del sol. Sobre la cabeza llevaba un casco valkiriano alado, y por debajo de él su
pelo rubio en cascadas de luz sobre sus hombros. Mientras cabalgaba hacia la
retaguardia de las filas valkirianas, una capa plateada ondeaba tras ella. Los guerreros la
vitorearon al pasar ante ellos. Kieron, observándola, pensó que se parecía a la antigua
diosa de la guerra de su propio mundo... imperiosa, regia.
Lanzando un grito, Kieron ordenó a sus hombres avanzar y las brillantes filas así lo
hicieron, a través de la llanura, como una ola turbulenta, con las puntas de las lanzas
brillando ante ellos y los estandartes ondeando al viento. El cabalgó muy por delante de
ellos, tratando de encontrarse con el viejo Eric de Doorn, el amigo de su padre.
Hizo una señal y las dos agitadas masas de guerreros aminoraron su marcha mientras
los dos reyes de las estrellas se adelantaban para encontrarse en terreno neutral, entre
los dos ejércitos. Kieron elevó su mano derecha abierta, en señal de tregua, y el viejo Eric
hizo lo mismo. Sus caballos engualdrapados agitaron enérgicamente las cabezas al ser
refrenados en su marcha, y se miraron el uno al otro a través de los aros blancos que
rodeaban sus ojos. Kieron detuvo el caballo, sujetándolo por las riendas, frente al viejo rey
de las estrellas.
—Te saludo —dijo, formalmente. —¿Vienes en son de amistad o de guerra? —
preguntó Eric.
—Eso dependerá de la emperatriz —contestó Kieron.
El señor de Doorn sonrió y hubo una expresión de desprecio en su rostro. Estaba
recordando el enfrentamiento entre el señor de Kalgan y Rieron.
—Te agradará saber que la imperial Ivane te ofrece entrar en su ciudad en paz... para
que puedas rendirle homenaje y someterte a su gracia por los crímenes que has cometido
contra el señor de Kalgan.
Kieron lanzó una risotada breve y acerada. Así pues, Ivane ya se había enterado del
saqueo valkiriano de Kalgan.
—No conozco a ninguna «Ivane imperial», Eric —dijo fríamente—. Cuando hablaba de
la emperatriz, me refería a la verdadera emperatriz, Alys, la hija de tu señor y el mío, de
Gilmer de Kaidor —e hizo una señal para que Alys y Nevitta se adelantaran.
Los estandartes de las filas valkirianas se inclinaron en saludo cuando Alys atravesó
las huestes. Llegó junto a ellos, y detuvo su caballo, frente al extrañado Eric.
—¡Noble señora! —murmuró éste—. ¡Nos dijeron que habíais muerto!
—¡Y podría haberlo estado si Ivane se hubiera salido con la suya!
El viejo rey de las estrellas balbució, lleno de confusión. Había allí cosas que no podía
comprender. Apenas una semana antes, él y los demás reyes de las estrellas habían
rendido homenaje a Ivane, vitoreándola como su salvadora de las opresiones del
emperador Toran y como el pariente con vida más próximo al último Gilmer. Y ahora...
—Si se han burlado de nosotros, Freka tendrá que responder de esto —dijo Eric,
frunciendo el ceño.
—Y ahora —preguntó Kieron con hosquedad—, ¿entramos pacíficamente en la ciudad
o nos abrimos paso a la fuerza?
Eric hizo señales a sus hombres para que se situaran al lado de los valkirianos y toda
la masa de hombres armados inició su avance hacia las puertas de la Ciudad Imperial, en
la tarde que ya iba muriendo.
Ya empezaba a oscurecer cuando las tropas llegaron junto a los muros del palacio
imperial. Kieron mandó hacer alto y ordenó a sus hombres que descansaran, velando
armas. Llevándose únicamente a Nevitta y Alys con él, se unió a Eric de Doorn para
desafiar a los jenízaros de la guardia de palacio.
Los estólidos jenízaros les dejaron pasar sin ningún comentario, pues el señor de
Doorn era conocido como un vasallo de la Ivane imperial. El pequeño grupo subió por la
amplia escalera que trazaba una curva y conducía hacia la sala del gran trono. Los
cortesanos habían sido advertidos por los gritos de la gente en las calles de que algo
estaba ocurriendo y ya comenzaban a reunirse en la sala del trono.
Habían sucedido muchas cosas, pensó Kieron, desde el día en que estuvo ante el
trono, solicitando una audiencia con Toran. Ahora, todo dependía de él en demostrar sus
razones, y las de Alys, ante la asamblea de nobles.
Kieron se dio cuenta con cierta preocupación que los guardias de palacio también se
estaban reuniendo. Comenzaron a cubrir cada una de las salidas de la cámara,
impidiendo toda retirada.
Ahora, la sala del gran trono ya estaba llena de cortesanos y reyes de las estrellas.
Todos permanecían en un tenso silencio, esperando. No tuvieron que esperar mucho.
Precedida del fragor de las trompetas y del retumbar de los tímpanos, Ivane entró en la
sala del trono. Algunos de los cortesanos se arrodillaron, pero otros permanecieron
confundidos, pasando sus miradas de Ivane a Alys y viceversa.
Kieron estudió a Ivane con frialdad. Tenía que admitir que era una figura regia. Una
mujer de elevada altura con un pelo de color azabache. Un rostro que parecía esculpido
en mármol. Unos ojos oscuros y rapaces, y una figura de diosa de la edad primera.
Permaneció ante el gran trono, envuelta en el manto de cibelina del imperio... una
vestimenta tan negra como espaciosa, sembrada de diamantes, para que se asemejaran
a las estrellas de la galaxia imperial. Sobre su cabeza descansaba la tiara de iridio de la
emperatriz.
Ivane recorrió la sala con una mirada altanera que pareció restallar como un látigo.
Cuando sus ojos descubrieron a Alys, situada junto a Kieron, se abrieron más, como los
de una fiera.
—¡Guardias! —ordenó—. ¡Detened a esa mujer! ¡Ella es la asesina del emperador
Toran!
Un murmullo se extendió por toda la sala. Los jenízaros se dispusieron a cumplir la
orden. Kieron desenvainó su espada y dio un salto hacia el estrado sobre el que se
encontraba Ivane. Esta no se apartó de él.
—¡Tocadla e Ivane morirá! —gritó Kieron, colocando la punta de su espada sobre el
pecho de Ivane.
Los murmullos de las voces se apagaron y los jenízaros se contuvieron.
—¡Y ahora, me vais a escuchar todos! —gritó Kieron desde el estrado—. Esta mujer
que tengo bajo mi espada es una asesina y una intrigante, y lo puedo demostrar.
El rostro de Ivane aparecía tenso y pálido. Kieron sabía que no era por temor a su
espada.
—En las mazmorras del palacio encontraréis seguramente a Landor... —siguió diciendo
Kieron—. Estará allí porque sabía mucho sobre las intrigas de Ivane y porque habló
demasiado cuando se vio con un puñal ante su cuello. ¡El confirmará lo que yo diga!
»Esta mujer intrigó para usurpar el imperio, ¡desde hace cinco años! Puede que haya
sido incluso desde hace mucho más tiempo... —se volvió hacia Ivane y preguntó—:
¿Cuánto tiempo se tarda en incubar un androide, Ivane? ¿Un año? ¿Dos? Y después
entrenarlo, enseñarle, de modo que cada uno de los movimientos que haga sea el
adecuado para alcanzar los propósitos que se persiguen. ¿Cuánto tiempo se tarda en
hacer todo eso?
Ivane lanzó entonces un grito de terror. —¡Freka! ¡Llamad a Freka!
Kieron apartó de ella la punta de su espada y retrocedió como si Ivane fuera un ser
contaminado. Ahora, podía esperar muy poco peligro por parte de ella... pero aún
quedaba otro.
Freka apareció en el borde del estrado, con su elevada figura sobresaliendo por entre
el resto de cortesanos.
—¿Me habéis llamado, Ivane imperial?
Ivane se quedó mirando fijamente a Kieron, con unos ojos llenos de odio.
—¡Me habéis fallado! ¡Matadle ahora!
Kieron se revolvió y contuvo la hoja de Freka con la suya. Los cortesanos se apartaron,
dejándoles espacio para la lucha. Nadie hizo un solo movimiento para interponerse. Se
sabía que los valkirianos habían saqueado la ciudad de Neg y, de acuerdo con el código
guerrero, se tenía que permitir que los dos jefes militares lucharan hasta la muerte si así
lo deseaban.
Kieron no se lanzó al ataque. En lugar de ello, retrocedió ante el inmutable Freka.
—¿Sabías, Freka —preguntó Kieron con suavidad—, que Geller de los Pantanos está
muerto? El fue tu padre en cierto sentido, ¿verdad?
Freka no contestó nada y, por un momento, el único sonido que se escuchó en la
cámara llena de gente fue el entrechocar de las hojas.
De repente, Kieron embistió. Su espada atravesó a Freka desde el pecho a la espalda.
El valkiriano retrocedió rápidamente, volviendo a sacar la espada. La multitud quedó
boquiabierta, porque Freka el Desconocido no cayó...
—¿Eres realmente inmortal..? —preguntó Kieron—. ¡No lo creo!
Una vez más, se introdujo por debajo de la guardia mecánica del kalgano. Una vez
más, su espada se hundió profundamente en él. Freka retrocedió por un instante,
manteniéndose alerta y sin ninguna herida.
Con un tono burlón, Rieron se dirigió a los reyes de las estrellas, diciendo:
—¡Grandes guerreros! ¿Lo veis? ¡Habéis seguido el liderazgo de un androide! ¡Es un
homúnculo producido por el hechicero de la guerra Geller!
Un rugido se extendió por la sala. Fue un sonido de horror supersticioso, pero también
de creciente cólera.
Kieron detuvo una estocada, y lanzó su hoja contra el brazo de Freka que sostenía el
arma, haciéndola caer con fuerza desde arriba. Una espada chocó metálicamente contra
las piedras del suelo... sostenida aún por una mano ligeramente relajada. No apareció
sangre alguna. El androide siguió moviéndose, con sus ojos inexpresivos, extendiendo su
única mano hacia su enemigo. Kieron volvió a golpear. Un tajo limpio que dio desde el
hombro hasta el pecho, cortando los tendones artificiales y dejando al androide
desamparado, pero aún de pie. Kieron elevó entonces su hoja, dejándola caer después,
trazando arcos destellantes. Freka..., o la cosa que había sido Freka, terminó por
desmoronarse en un amasijo grotesco. Seguía moviéndose. Kieron le atravesó una y otra
vez con su espada, hasta que la masa palpitante quedó por fin inmóvil. En alguna parte,
una mujer se desmayó.
Un espeso silencio se hizo entonces sobre todos los reunidos. Todos los ojos se
volvieron hacia Ivane. Ella permanecía mirando fijamente los restos de lo que había sido...
casi... un hombre. Se llevó la mano hacia el cuello.
Entonces, la voz de Alys cortó el pesado silencio:
—¡Arrestad a esa mujer por el asesinato de mi hermano Toran!
Pero la multitud de cortesanos estaba pensando en otras cosas. Sin ningún entusiasmo
y con mucho cinismo habían visto con sus propios ojos que Ivane estaba familiarizada con
la temida Gran Destructora. Alguien gritó:
—¡Bruja! ¡Quemadla viva!
La masa de cortesanos y guerreros avanzó hacia ella, gritando, dispuesta al asesinato.
Kieron subió al estrado de un salto, con la espada aún desenvainada.
—¡Mataré al primero que ponga el pie sobre el gran trono! —gritó.
Pero Ivane había oído los sonidos de la muchedumbre. El manto negro se deslizó de
sus hombros y permaneció desnuda hasta la cintura, como una diosa de mármol...
recuperando sus ojos algo de su helada altanería. Después, antes de que nadie pudiera
detenerla, cogió una daga con empuñadura cubierta de joyas y se la introdujo
profundamente en el pecho.
Kieron la recogió en el instante en que caía al suelo, sintiendo cómo la sangre caliente
manchaba sus manos. La posó lentamente al pie del gran trono y colocó su oído junto a
su pecho.
Ya no había pulso. Ivane estaba muerta.
Ante la corte reunida, el jefe militar de Valkiria se arrodilló ante su emperatriz. Los reyes
de las estrellas se habían marchado ya, y los valkirianos eran los últimos guerreros del
mundo exterior que permanecían aún en el palacio imperial. Ellos tampoco tardarían
mucho en marcharse.
La emperatriz permanecía sentada en el gran trono, envuelta en la capa de cibelina. De
algún modo, el enorme trono y la amplia sala abovedada la hacían aparecer pequeña y
frágil.
—Su Majestad Imperial —preguntó Kieron— ¿tenemos vuestro permiso para marchar?
Los ojos de Alys aparecían brillantes por las lágrimas. Se inclinó hacia adelante, de
modo que nadie pudiera escucharla, excepto el propio Kieron.
—Quédate un poco, Kieron. Deja al menos que nos podamos despedir solos y no... —y
observó toda la multitud que abarrotaba la sala del trono—, y no aquí.
Kieron sacudió la cabeza, en silencio. Después, en voz alta, volvió a preguntar:
—¿Tengo el permiso de Su Majestad para regresar a Valkiria?
—Kieron... —murmuró Alys—. Por favor...
El levantó inmediatamente la mirada hacia ella, con una expresión de dolor en sus ojos,
pero no dijo nada.
Alys se dio cuenta de que el abismo se había vuelto a abrir entre ellos, y que, en esta
ocasión, sería para el resto de sus vidas. Surgieron las lágrimas, que rodaron por sus
mejillas cuando ella elevó la cabeza, hablando en voz alta para que la escucharan todos
los reunidos en la sala.
—Se concede el permiso, mi señor de Valkiria. Vos... vos podéis regresar a Valkiria —y
a continuación, susurró—: ¡y mi amor va contigo, Kieron!
Kieron elevó las manos enjoyadas de la emperatriz, llevándoselas a los labios y
besándolas.. Después, se levantó y dio media vuelta, alejándose rápidamente de la gran
sala.
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