EL MUNDO CONTRA RELOJ
Philip K. Dick
1
«Ya no hay lugar; vamos de
aquí para allá, y ya no hay lugar»
SAN AGUSTÍN
Cuando pasaba junto al minúsculo
y apartado cementerio en su coche de ronda aerotransportado, ya avanzada la
noche, el oficial Joseph Tinbane escuchó unos ruidos infortunados y familiares.
Una voz. Inmediatamente pasó con su coche patrulla por encima de la verja de
hierro del abandonado cementerio, aterrizó al otro lado, escuchó.
Decía la voz, ahogada y
débil:
—Me llamo Tilly M. Benton y
quiero salir de aquí. ¿Me está oyendo alguien?
El oficial Tinbane encendió
la linterna. La voz salía de debajo de la hierba. Como había imaginado, la
señora Tilly M. Benton estaba enterrada.
Descolgó Tinbane el
micrófono de la radio del coche y dijo:
—Estoy en el cementerio de
Forest Knolls —me parece que se llama así— y tengo aquí un 1206. Envíen una
ambulancia con una patrulla de cavadores; por el sonido de la voz me parece que
es urgente.
—Vale —fue la respuesta de
la radio—. La brigada de cavadores saldrá antes del amanecer. ¿Puede usted
meterle un tubo de emergencia para que reciba el aire necesario? Hasta que
llegue allí nuestra brigada... digamos a las nueve o las diez de la mañana.
—Haré lo que pueda —dijo
Tinbane suspirando. Aquello significaba que tenía que quedarse toda la noche en
vela. Y la vocecilla tan débil ahí abajo que le suplicaría con su soniquete
senil que se diera prisa. Suplicaría y suplicaría. Sin parar.
Aquella parte de su trabajo
era la que menos le gustaba: los gritos de los muertos; aborrecía aquel sonido,
y los gritos los había oído tanto y tantas veces. Hombres y mujeres, la mayor
parte ancianos, otros no tanto, algunos niños. Y siempre tardaban tanto en
llegar los equipos de cavadores.
El oficial Tinbane volvió a
pulsar el botón del micrófono, y dijo:
—Estoy harto de esto. Me
gustaría que me trasladaran. En serio; es una petición en toda regla.
A lo lejos, bajo tierra, la
voz impotente y cascada de la anciana se puso a llamar.
—Por favor, quien sea;
quiero salir. ¿Me oyen? Sé que hay alguien ahí arriba; estoy oyendo hablar.
Sacando la cabeza por la
ventanilla abierta del coche patrulla, el oficial Tinbane gritó:
—La vamos a sacar de un
momento a otro, señora. Tenga un poco de paciencia.
—¿En qué año estamos? —se
volvió a oír la voz de la anciana—. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Seguimos estando
en 1974? Tengo que saberlo; por favor, señor, dígamelo.
—Estamos en 1998 —dijo
Tinbane.
—¡Dios mío! —exclamó con
desaliento—. Bien, supongo que tendré que hacerme a la idea.
—Me parece que sí —dijo
Tinbane. Extrajo una colilla del cenicero del coche, la encendió y se puso a
cavilar. Luego, una vez más, volvió a apretar el botón del micrófono—: Solicito
permiso para ponerme en contacto con un vitarium particular.
—Permiso denegado —dijo la
radio—, a estas horas no se puede.
—Pero alguno puede estar
aún funcionando —dijo—. Algunos grandes tienen ambulancias haciendo la ronda
toda la noche.
Estaba pensando en un
vitarium en particular, uno pequeño, a la antigua. Decente y cabal en sus
métodos de venta.
—A estas horas no es
probable...
—Ese hombre puede hacerse
cargo del asunto.
Tinbane descolgó el
videófono que había en el salpicadero del coche.
—Póngame con un tal señor
Sebastián Hermes —le dijo a la operadora—. Encuéntrele, yo espero. Búsquele
primero en su oficina, el Vitarium Flask de Hermes; es probable que tenga línea
directa desde allí a su domicilio —si es que el pobre tipo puede permitírselo,
pensó Tinbane—. Llámeme en cuanto le haya localizado —colgó y se sentó a
fumarse el cigarrillo.
El Vitarium Flask de Hermes
consistía en primer lugar en el propio Sebastián Hermes, asistido por el escaso
número de cinco empleados. No se tomaba a nadie en el negocio y tampoco se
echaba a nadie. En lo concerniente a Sebastián, aquella gente constituía su
familia. No tenía otra, era viejo, testarudo y no muy amable. A él, otro
vitarium anterior le había desenterrado hacía tan sólo diez años, y aún sentía pesar
sobre él, en lo más lúgubre de la noche, el frío de la tumba. Quizá fuera
aquello lo que le hacía sentir tanto interés por los apuros de los antiguos
nacidos.
La firma ocupaba un pequeño
edificio de madera alquilado, que había sobrevivido a la Tercera Guerra Mundial
e incluso en parte a la Cuarta. Sin embargo, a aquellas horas de la noche se
encontraba naturalmente en su casa, en la cama, dormido en brazos de Lotta, su
mujer. Tenía aquellos brazos tan atractivos y cariñosos, siempre desnudos,
siempre jóvenes; Lotta era mucho más joven que él: veintidós años por el método
de cuenta distinto al de la Fase Hobart y por el que se guiaba al no haber
muerto y vuelto a nacer como le había ocurrido a él que era mucho más viejo.
Repiqueteó el videófono
junto a su cama; alargó el brazo, por reflejo profesional, para descolgarlo.
—Le llama el oficial
Tinbane, señor Hermes —dijo alegremente su telefonista.
—Sí —dijo, escuchando en la
oscuridad, mirando la pantallita gris.
Apareció el rostro sereno
de un joven al que ya conocía.
—Señor Hermes, tengo una
persona viva aquí en el quinto infierno; es un lugar de mala muerte llamado
Forest Knolls; está gritando para que la saquen. ¿Puede usted venirse para acá,
o empiezo a cavar un agujero de ventilación? Tengo lo necesario en el coche,
claro.
—Reuniré a mi equipo —dijo
Sebastián— y me iré para allá. Déme media hora. ¿Podrá aguantar ese rato?
Encendió la lámpara de la
mesilla, rebuscó un lápiz y un papel, intentando hacer memoria y averiguar si
había oído hablar de Forest Knolls.
—Dígame el nombre.
—Dice que es la señora
Tilly M. Benton.
—Muy bien —dijo, y colgó.
Lotta se agitó junto a él y
dijo medio dormida:
—¿Una llamada de negocios?
—Sí —marcó el número de Bob
Lindy, su ingeniero.
—¿Quieres que te prepare un
sogum bien calentito? —preguntó Lotta; ya se había levantado y avanzaba
tambaleante, soñolienta, hacia la cocina.
—Estupendo —dijo—. Gracias.
Se iluminó la pantalla y
apareció el rostro taciturno, malhumorado, enjuto y macilento del único técnico
de su compañía.
—Te espero en un lugar
llamado Forest Knolls —dijo Sebastián—. Ve allí en cuanto puedas. ¿Tienes que
ir a por tus bártulos a la oficina, o...?
—Tengo de todo en el coche
—gruñó Lindy irritado—. Hasta luego —meneó la cabeza y cortó la comunicación.
Lotta volvía de la cocina
arrastrando los pies.
—Se está haciendo el sogum.
¿Puedo ir contigo? —cogió un cepillo y se puso a peinar con mano diestra su
pesado pelo castaño oscuro; le llegaba casi a la cintura y su color intenso era
igual al de sus ojos—. Me gusta ver cómo los sacan. Es un milagro. Creo que es
el espectáculo más maravilloso que pueda verse; me da la impresión de que se
cumplen las palabras de San Pablo en la Biblia: «Tumba, ¿dónde está tu
victoria?» —le miró esperanzada; luego terminó de cepillarse y buscó en los
cajones del buró el suéter de esquiar azul y blanco que siempre llevaba puesto.
—Ya veremos —dijo
Sebastián—. Si no puedo reunir a todo el equipo no nos ocuparemos de este caso;
tendremos que dejárselo a la policía, o si no esperar a que sea de día y a ver
si hay suerte y somos los primeros —marcó el número del doctor Sign.
—Residencia del señor Sign
—dijo una voz de mujer bronca, madura y familiar—. ¡Ah, señor Hermes! ¿Otro
trabajo tan temprano? ¿No puede aguardar a mañana?
—Lo perderemos si esperamos
—dijo Sebastián—. Siento mucho sacarle de la cama, pero necesitamos este
trabajo —le dio el nombre del cementerio y el de la antigua nacida.
—Aquí tienes el sogum —dijo
Lotta volviendo de la cocina con un pocillo de cerámica y un tubito decorado.
Se había puesto el jersey de esquiar encima del pijama.
Sólo le quedaba llamar a
uno, al pastor de la compañía, el padre Jeremy Faine. Se sentó en el borde de
la cama, marcando el número con una mano y sosteniendo en la otra el pocillo
del sogum.
—Puedes venirte conmigo —le
dijo a Lotta—. El tener a una mujer cerca le hará sentirse mejor a la
anciana... Supongo que es una anciana.
Se encendió la pantalla; la
cara de enano arrugado del padre Faine parpadeó como un búho sorprendido en
plena orgía nocturna.
—Qué hay, Sebastián —dijo.
Y su voz, como siempre, sonaba perfectamente despierta; de los cinco empleados
de Sebastián, el padre Faine era el único que parecía estar perpetuamente
preparado para recibir una llamada—. ¿Sabe usted a qué religión pertenece ese
antiguo nacido?
—El policía no me ha dicho
nada —dijo Sebastián. A él tampoco le importaba mucho la cuestión; el pastor de
la compañía abarcaba cualquier religión, incluidas la judía y la Udi. Aunque
los Uditi no estaban muy de acuerdo con él. De todas formas, el padre Faine era
quien les atendía, les gustase o no.
—¿Está decidido entonces?
—preguntó Lotta—. ¿Vamos?
—Sí —dijo—. Ya los tenemos
a todos.
Bob Lindy metería el tubo
de aireación y manejaría las herramientas de la excavación. El doctor Sign
proporcionaría rápidos —y vitales— cuidados médicos. El padre Faine
administraría el Sacramento del Renacimiento Milagroso..., y luego mañana, en
horas de oficina, Cheryl Vale se encargaría de todo el complicado papeleo, y el
vendedor de la compañía, R. C. Buckley, se pondría en acción para buscar a un
comprador.
Esa parte —la venta que
ponía fin al trabajo— no le gustaba demasiado, en ello pensaba mientras se
vestía con aquel traje que le estaba tan ancho y que se ponga para atender a
las llamadas en noches frías, sin embargo, R. C. parecía entusiasmarse por su
trabajo, tenía una filosofía a la que llamaba «localización de la colocación»,
termino bastante pomposo para el hecho de colocarle a alguien a un antiguo
nacido R. C. presumía de que solo colocaba a los antiguos nacidos en «entornos
especialmente viables, selectos y de reconocida solvencia», pero de hecho
vendía en donde podía —con tal que el precio fuera lo bastante elevado para
garantizarle a el su cinco por ciento de comisión.
Lotta, que le seguía cuando
fue al armario a por el gabán, dijo:
—¿Leíste alguna vez ese
trozo de los Corintios de la nueva traducción inglesa de la Biblia? Ya sé que
se está quedando anticuado, pero siempre me ha gustado.
—Mas vale que termines de
vestirte —le dijo cariñosamente.
—Esta bien —asintió
obediente, y corrió a ponerse unos pantalones de trabajo y las botas altas de
tafilete que tanto le gustaban— Estoy intentando aprendérmelo de memoria,
porque después de todo soy tu mujer y esta tan íntimamente relacionado con nuestro
—mejor dicho con tu— trabajo empieza así, veras «Escuchad. He de revelar un
misterio: no hemos de morir todos, sino que nos convertiremos en un relámpago,
en un parpadeo, cuando suene la ultima trompeta».
—La trompeta —dijo
Sebastián pensativo mientras esperaba pacientemente a que ella terminara de
vestirse— sonó un día de jumo del año 1986. Y —pensó— para sorpresa de todos,
excepto de Alex Hobart que lo había predicho, y que había dado nombre al efecto
antitiempo.
—Ya estoy lista —dijo Lotta
con orgullo, llevaba puestas las botas, los pantalones, el jersey y, lo sabía,
el pijama debajo, sonrió al pensar en ello lo había hecho por ganar tiempo,
para no entretenerle.
Salieron juntos del
apartamento, subieron por el ascensor exprés hasta la azotea donde tenían
aparcado el coche aéreo.
—Por mi parte —dijo el
mientras limpiaba el rocío de la noche de las ventanillas del coche— me gusta
mas la traducción del rey Jaime.
—Nunca la he leído —dijo
ella con infantil candor en la voz, como si quisiera significar— Pero ya la
leeré, te lo prometo.
—Si no recuerdo mal —dijo
Sebastián—, la traducción de ese trozo dice «¡Oíd! Os revelaré un misterio No
todos hemos de dormir, seremos cambiados», etc. Algo así Pero recuerdo lo de
«oíd». Me gusta más que «escuchad» —puso en marcha el aerocoche y ascendieron.
—Puede que tengas razón
—dijo Lotta, siempre agradable, siempre dispuesta a considerarle una autoridad
en cualquier materia Después de todo le llevaba tantos años Aquello le
encantaba a el, y a ella parecía que también Como estaba sentada a su lado, le
dio unos golpecitos en la rodilla, afectuosamente; ella entonces también le dio
a él unos golpecitos, como siempre; su amor iba así de uno a otro, sin
resistencias, sin dificultad; era un ir y venir fluido y natural.
El joven y responsable
oficial Tinbane se encontró con ellos dentro del cementerio, al otro lado de la
verja medio derruida.
—Buenas, señor —le dijo a
Sebastián, y le hizo el saludo; para Tinbane cualquier acto realizado mientras
iba de uniforme se convertía en oficial, por no decir impersonal—. Su ingeniero
llegó hace un par de minutos y está cavando un pozo de aireación provisional.
Suerte que pasé por aquí —el policía saludó a Lotta al darse cuenta de su
presencia—. Buenas noches, señora Hermes. Hace mucho frío, ¿no quiere sentarse
en el coche patrulla? Está dada la calefacción.
—Estoy muy bien —dijo
Lotta. Estirando el cuello, consiguió ver a Bob Lindy trabajando—. ¿Sigue
hablando? —le preguntó el oficial Tinbane.
—No para —dijo Tinbane; les
condujo a ella y a Sebastián con la luz de su linterna hacia la zona iluminada
en la que Bob Lindy se afanaba ya con las herramientas—. Primero conmigo; ahora
con su ingeniero.
Lindy se encontraba a
cuatro patas estudiando los calibres de los tubos; no levantó la vista ni les
saludó, aunque desde luego se había dado cuenta de que estaban allí. Para Lindy
lo primero era el trabajo; la vida de sociedad venía mucho después.
—Dice que tiene parientes
—le dijo el oficial Tinbane a Sebastián—. Aquí lo tiene; he escrito todo lo que
ha estado diciendo: sus nombres y sus direcciones. En Pasadena. Pero chochea;
parece confundida —miró a su alrededor—. ¿Seguro que viene su doctor? Creo que
se le va a necesitar; la señora Benton ha dicho algo de la enfermedad de
Bright; debió de morir de eso. Así que quizá se necesite aplicarle un riñón
artificial.
Un aerocoche, con las luces
de aterrizaje encendidas, empezó a descender. El doctor Sign se apeó de él,
llevando un moderno y elegante traje de plástico que conservaba el calor.
—Así que cree que tiene a
alguien vivo —le dijo al oficial Tinbane; se arrodilló sobre la tumba de la
señora Tilly Benton, pegó la oreja y luego dijo en alta voz—: Señora Benton,
¿me oye? ¿Puede usted respirar?
La débil e indistinta vocecilla se alzó temblorosa hacia
ellos, al dejar Lindy momentáneamente de perforar.
—Esto es agobiante, y está
oscuro, y yo estoy muy asustada; me gustaría que me sacaran para poder irme a
casa. ¿Me van a rescatar ustedes?
Haciéndose una bocina con
las manos, el doctor Sign gritó:
—Estamos perforando ahora,
señora Benton; aguante un poco y no se preocupe; tardaremos un par de minutos
—añadió volviéndose a Lindy—: ¿No te has tomado la molestia de decirle algo?
—Yo tengo mi trabajo —gruñó
Lindy—. Lo de hablar queda para vosotros y para el padre Faine. Siguió
perforando. Sebastián observó que ya casi estaba terminando; se alejó un poco,
escuchando, auscultando el cementerio y a los muertos bajo las lápidas, los
corruptibles, como les había llamado Pablo, que un día, al igual que la señora
Dentón, se harían incorruptibles. Y esos mortales, pensó, se harán inmortales.
Y entonces lo que estaba escrito se realizaría. La muerte es victoriosamente
aniquilada. Tumba, ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está tu guadaña?
Y todo lo demás. Siguió deambulando utilizando la linterna para no tropezar con
las lápidas; avanzaba muy despacio y sin dejar de oír —pero no era eso
exactamente; no literalmente con los oídos, sino más bien dentro de sí— la casi
imperceptible agitación bajo tierra. Son otros, pensó, que pronto serán
antiguos nacidos; su carne y partículas están retornando ya, abriéndose paso
hacia sus emplazamientos primitivos; percibía el proceso eterno, la compleja
actividad incesante de la tumba, y aquello le hacía estremecer de entusiasmo y
de emoción. Nada había tan profundamente optimista, tan poderoso en su vértice
de perfección como aquel reformarse de los cuerpos que, como dijera Pablo, se
habían corrompido y que ahora, al entrar en vigor la Fase Hobart, habían dado
marcha atrás a su corrupción.
El único error que había
cometido Pablo, reflexionó, fue haberlo vaticinado en su época.
Los que ahora estaban
naciendo viejos eran los que habían muerto los últimos: mortalidades anteriores
a junio de 1986. Pero, según Alex Hobart, la inversión del tiempo proseguiría
abarcando un lapso de tiempo cada vez mayor; las muertes se irían
invirtiendo... y dos mil años más tarde el propio Pablo dejaría de «dormir»,
como había dicho.
Pero para entonces —y
muchísimo antes— Sebastián Hermes y todos los demás vivos habrían retrocedido a
los vientres de sus madres y esas madres a los de las suyas, y así
sucesivamente; eso suponiendo, claro está, que Hobart no se equivocara; que la
Fase no fuera temporal, de breve duración, sino que fuera un proceso de
dimensiones siderales, que ocurre cada pocos billones de años.
Un último aerocoche
aterrizó con un carraspeo; de él salió el rechoncho padre Faine, con sus libros
religiosos en la cartera. Saludó con gesto simpático al oficial Tinbane, y
dijo:
—Muy encomiable el que la
oyera usted; espero que ya no tenga que quedarse más tiempo aquí con este frío
—se percató de la presencia de Lindy, que estaba trabajando, y del doctor Sign,
que estaba esperando con su maletín negro de médico, y de Sebastián Hermes—. Ya
nos encargamos nosotros de todo —le dijo a Tinbane—. Gracias.
—Buenas noches, padre —dijo
Tinbane—. Buenas noches, señores Hermes, y usted también, doctor —miró entonces
al antipático y taciturno Bob Lindy, y no le incluyó en el saludo; dio media
vuelta y se dirigió a su coche patrulla. Y pronto desapareció en la noche para
proseguir con su ronda.
Sebastián se fue hacia el
padre Faine, y le dijo:
—¿Sabe lo que le digo?
He... oído a otro. Alguien aquí cerca que está a punto de volver a nacer. Es
cuestión de días, posiblemente de horas.
«He percibido una emanación
tremenda, fortísima, se dijo. Debe de ser una personalidad vital, muy cerca de
aquí.»
—Ya le llega el aire
—declaró Lindy; dejó de perforar, cerró el aparato portátil de intubación y se
dispuso a coger su equipo de excavación—. Prepárate, Sign —dio unos golpecitos
en los auriculares que se había puesto para oír mejor a la persona enterrada
allí abajo—. Esta sí que está mal. Crónico y agudo —bajó el interruptor de los
achicadores autónomos y éstos se pusieron a escupir partículas por el tubo.
Sebastián levantó el ataúd
ayudado por el doctor Sign y Bob Lindy, y el padre Faine se puso a leer en voz
alta su libro de oraciones con voz firme y clara, para que resultara audible a
la persona que se hallaba dentro del ataúd.
—«El señor me recompensó
por mi buena conducta, según la limpieza de mis manos me premió. Porque siempre
he seguido los caminos del Señor, y no he abandonado a mi Dios, como hicieron
los pecadores. Porque siempre he observado sus Leyes y no me he apartado de sus
mandamientos. También fui incorrupto ante él, y aparté de mí la maldad. Por eso
el Señor me recompensó por la rectitud de mi conducta, y según lo limpias que
tuve las manos a sus ojos. Con los santos tú serás santo...».
Siguió leyendo el padre
Faine, mientras continuaban los trabajos. Todos se sabían el salmo de memoria,
incluso Bob Lindy; era el favorito del sacerdote en aquellas ocasiones, y
aunque a veces lo sustituía, por ejemplo por el salmo nueve, siempre volvía a
él.
Bob Lindy destornilló
rápidamente la tapa de la caja; era pino sintético barato, ligero, y la tapa
salió muy bien. Inmediatamente avanzó el doctor Sign, se inclinó sobre la
anciana con el estetoscopio, escuchando y hablándole en voz queda. Bob Lindy
puso en marcha el ventilador de aire caliente, enviando un constante chorro de
calor hacia la señora Tilly M. Benton; aquello resultaba vital, aquella
transferencia de calor: los antiguos nacidos tenían siempre un frío tremendo;
lo cierto es que sentían una fobia inevitable hacia el frío, fobia que, como en
el caso de Sebastián, tardaba años en desaparecer después del renacimiento.
Como de momento su parte de
trabajo ya estaba hecha, volvió Sebastián a pasear por el cementerio, por entre
las tumbas, escuchando. Lotta esta vez se deslizó tras él y se empeñó en
hablar.
—¿No resulta místico? —dijo
en un soplo, con su voz de niña asustada—. Me gustaría poderlo pintar; me
gustaría poder captar la expresión que tienen cuando ven por primera vez,
cuando abren la tapa del ataúd. Esa mirada. No es de alegría, ni de liberación;
no es nada en particular, es algo más profundo, más...
—Escucha —la interrumpió
él.
—¿El qué? —escuchó
obediente, pero era obvio que no oía nada. No percibía lo que él sentía: la
enorme presencia junto a ellos.
—Tendremos que procurar no
perder de vista este extraño lugar —dijo Sebastián—. Y quiero una lista
completa, absolutamente completa, de todos los que han sido enterrados aquí.
A veces, al estudiar el
inventario, podía adivinar de quién se trataba; tenía un don psiónico, esa rara
habilidad para sentir por adelantado un próximo renacimiento.
—Recuérdame —le dijo a su
esposa— que avise a las autoridades que operan en esta zona y que averigüe a
quién tienen exactamente.
Es un inapreciable almacén
de vida, pensó. Este cementerio que ahora se ha convertido en una reserva de
almas que despiertan a la vida.
Una tumba —solamente una—
tenía un monumento muy adornado en la cabecera; alumbró con la linterna el
monumento y leyó el nombre:
THOMAS PEAK
1921-1971
Sic igitur magni quoque circum
moenia mundi expugnala
dabunt
labem putresque ruinas.
Su latín no era lo bastante
bueno como para permitirle traducir el epitafio; pero lo adivinaba. Hablaba de
las grandezas de la tierra y de que todas caen en ruinas podridas. Bueno,
pensó, eso ya no es cierto. Al menos no lo es para las grandezas con alma; para
ellas no. Me da en la nariz, se dijo, que Thomas Peak (y desde luego debió de
haber sido alguien, a juzgar por el tamaño y la calidad de la piedra del
monumento) es la persona que siento está a punto de retornar, la persona de la
que tendremos que estar pendientes.
—Peak —le dijo a Lotta en
voz alta.
—Algo he leído sobre él
—dijo ella—. En un cursillo que seguí sobre filosofía oriental. ¿Sabes quién
era..., o es?
—Tenía algo que ver con el
Anarca ese...
—El Udi —dijo Lotta.
—¿Ese culto negro? ¿El que
ha desbancado a la Municipalidad de Negros Libres? ¿El del demagogo ese de
Raymond Roberts? ¿Los Uditi? ¿Y ese Thomas Peak enterrado aquí?
Examinó las fechas Lotta, y
asintió.
—Pero según nos dijo el
profesor, en aquella época no era un timo. Creo que existe realmente una
experiencia Udi. Al menos eso nos dijeron en el Estado de San José. Todo se
funde y se confunde; ya no hay tú ni...
—Ya sé lo que es el Udi
—dijo él malhumorado—. Dios santo, ahora que sé quién es no estoy tan seguro de
querer ayudarle a salir de ahí.
—Pero cuando regrese el
Anarca Peak —dijo Lotta— reafirmará su postura y entonces el Udi dejará de ser
un engaño.
Detrás de ellos se oyó la
voz de Bob Lindy:
—Podríais hacer fortuna no
trayéndole a un mundo que ni le desea ni le espera —explicó—: Ya he terminado
mi trabajo aquí; Sign está insertando uno de esos riñones eléctricos y
colocándola en una camilla para llevársela en el coche —encendió un cigarrillo
y se quedó fumando, tiritando y meditando—. ¿Crees que ese tipo, Peak, esté a
punto de volver, Seb?
—Sí —repuso—. Ya conoces
mis intuiciones.
«Nuestra firma se beneficia
de ellas, pensó; ellas son las que nos permiten ir por delante de las grandes
firmas, incluso conseguir algún trabajillo..., algo más de lo que nos
proporciona la policía de la ciudad, desde luego.»
—Espera a que R. C. Buckley
se entere de esto —dijo Lindy sombrío—. No se dormirá con éste; es más, te
sugiero que le llames ahora mismo. Cuanto antes lo sepa, antes podrá montar una
de esas alucinantes campañas de promoción a las que tan aficionado es —rió
irónicamente—. Nuestro hombre en el cementerio —dijo.
—Voy a poner un chivato en
la tumba de Peak —dijo Sebastián tras unos momentos de cavilación—. Uno que
recoja la actividad cardiaca y al mismo tiempo nos transmita una señal en
clave.
—¿Seguro? —dijo Lindy
nervioso—. Ya sabes que es ilegal; si lo descubre la policía de Los Ángeles te
puedes preparar... A lo mejor te quitan la licencia de trabajo —salía a relucir
su innata precaución sueca, además de que dudaba de las intuiciones psiónicas
de Sebastián—. Olvídate de ello —dijo—. Te estás volviendo como Lotta —le dio
un amistoso azote, afectuosamente—. Siempre he dicho que no pienso dejar que el
ambiente que se respira en estos sitios me impresione; es un trabajo técnico
que consiste en dar con la localización exacta, en proporcionar aire adecuado,
en cavar como es debido con lo que no ves ni la mitad, en sacarlo luego y en
entregárselo al doctor Sign para que le eche un remiendo —volviéndose a Lotta,
añadió—. Te pones demasiado metafísica con todo esto, muchacha. Olvídalo.
—Estoy casada con un hombre
que yació ahí abajo —dijo Lotta—. Cuando yo nací, Sebastián había muerto y
siguió muerto hasta que yo tuve doce años —su voz (cosa rara en ella) sonaba
inflexible.
—¿Y bien? —preguntó Lindy.
—Ese proceso —dijo— me ha
dado al único hombre del mundo o de Marte o de Venus al que amo o podría amar.
Ha sido la mayor fuerza de mi vida.
Rodeó con su brazo a Sebastián
y se apretó contra él, contra su corpachón.
—Mañana —le dijo Sebastián—
quiero que vayas a visitar la sección B de la Biblioteca de Temas Populares.
Recoge toda la información que puedas sobre el Anarca Peak. Es probable que la
mayor parte haya desaparecido ya, pero aún puede que quede alguna última copia
a máquina.
—¿Tan importante era ese
hombre? —preguntó Bob Lindy.
—Sí —dijo Lotta—. Pero...
—vaciló— me asusta la Biblioteca, Seb; de veras, sabes que me asusta. Es tan...
al diablo. Iré —se le quebró la voz.
—En eso estoy de acuerdo
contigo —dijo Bob Lindy—. No me gusta ese sitio. Fui una vez y no volví.
—Es la Fase Hobart —dijo
Sebastián—. Es la misma fuerza que actúa aquí —se volvió nuevamente hacia
Lotta—. Procura evitar a la bibliotecaria jefe, Mavis McGuire.
Se había tropezado con ella
varias veces en el pasado y le había repelido; la había juzgado mala, mezquina
y hostil.
—Ve directamente a la
Sección B —dijo.
Que Dios se apiade de
Lotta, pensó, si se despista y se mete entre las garras de la McGuire. Quizá
debiera ir yo... Y eso que no, decidió; puede preguntar por otra persona; todo
saldrá bien. Lo único es que hay que arriesgarse.
2
«Lo más correcto es definir
al hombre como cierta noción intelectual eternamente creada por la divina
muerte.»
ERÍGENA.
Estaba amaneciendo y una
voz mecánica y chillona declaró:
«Muy bien, Appleford. Es
hora de levantarse y de demostrarles quién eres y de qué eres capaz. Un gran
chico, ese Douglas Appleford; todo el mundo lo sabe... Me parece oírles decir,
un gran chico, un gran talento, hace un gran trabajo. Tiene un público muy
numeroso que le admira —una pausa—. ¿Ya estás despierto?»
Appleford, desde la cama,
dijo:
—Sí —se incorporó, paró el
despertador de voz chillona que tenía en la mesilla.
—Buenos días —le dijo al
silencioso apartamento—. He dormido muy bien, espero que tú también lo
hicieras.
Una nube de problemas se
abatió sobre su adormiladamente cabeza cuando se levantó de la cama y se fue
lentamente hacia el ropero a buscar ropa medianamente sucia. Tenía que poner en
un aprieto a Ludwig Eng, se dijo. Los trabajos de mañana se convierten en los
más desagradables trabajos de hoy. Decirle a Eng que sólo quedaba una copia en
el mundo de su libro de tanta difusión; pronto le llegaría la hora de actuar,
de hacer el único trabajo que se podía hacer. ¿Cómo se sentiría Eng? Después de
todo a veces los inventores se negaban a sentarse y hacer su trabajo. Bueno,
decidió, al fin y al cabo ése es problema del consejo Errad, no mío. Encontró
una camisa roja arrugada y manchada; se quitó la chaqueta del pijama y se la
puso. Los pantalones se resistieron más; tuvo que extirparse literalmente de
ellos.
Y luego el paquete de vello
para la cara.
Mi ambición, meditaba
Appleford al ir al cuarto de baño con el paquete de vello, es cruzar los
Estados Unidos en tranvía. Pis. En el lavabo se lavó la cara y luego se untó de
espuma de pegar, abrió el paquete que llevaba y con leves golpecitos logró
colocar el vello regularmente por la barbilla, mejillas y cuello; al poco se
adherían perfectamente. Ahora ya estoy listo para dar ese paseo en tranvía, se
dijo al dar un repaso a su persona en el espejo; por lo menos lo estaré cuando
me tome mi ración de sogum.
Encendió el tubo de sogum
automático —muy moderno—, con lo que aumentó el bulto de su masculinidad y
suspiró satisfecho ojeando la sección de deportes del Times de Los Ángeles. Por
último se fue a la cocina y empezó a colocar platos sucios. En un abrir y
cerrar de ojos tuvo ante sí un cuenco de sopa, chuletas de cerdo, guisantes,
musgo azul de Marte con salsa de huevo y una taza de café caliente. Recogió la
comida, la quitó de los platos —claro que primero se aseguró que nadie le veía
por las ventanas— y rápidamente colocó los distintos alimentos en sus correspondientes
receptáculos, y éstos a su vez en los estantes de la despensa y de la nevera.
Eran las ocho treinta; aún le quedaban quince minutos para llegar al trabajo.
No había necesidad de herniarse para llegar en punto; la Biblioteca de Temas
Populares, Sección B, seguiría en su sitio cuando llegase.
Le había costado años
llegar a la B. Y ahora, como premio, tenía que vérselas con una increíble
variedad de inventores mohínos y zafios que trataban de impedir que se borrase
—según ordenanza de los Errads— la única copia a máquina que quedaba de un
trabajo cualquiera en el que figuraban sus nombres, en un proceso que ni él ni
el ejército de inventores llegaban a entender. El Consejo probablemente
comprendía por qué un inventor en particular tenía que cumplir una tarea dada y
no otra cualquiera. Por ejemplo, Eng, y COMO CONSTRUÍ MI PROPIO TRASTULEJO CON
OBJETOS CASEROS CONVENCIONALES EN EL SÓTANO DURANTE MI TIEMPO LIBRE. Appleford
meditaba mientras ojeaba el resto del periódico. Menuda responsabilidad. En cuanto
terminara Eng, se acabarían los trastulejos en el mundo, a no ser que esos
sinvergüenzas de la M.N.L. hubieran escondido un par de ellos ilegalmente. Lo
cierto es que aunque todavía quedase la copia terminal del libro de Eng, ya le
costaba trabajo recordar qué hacía un trastulejo y cómo era. ¿Cuadrado?
¿Pequeño? ¿O redondo y grande? ¡Hum! Dejó el periódico y se estrujó la frente
mientras intentaba recordar... Intentaba conjurar una imagen mental del aparato
mientras aún fuera teóricamente posible hacerlo. Porque en cuanto Eng redujera
la última copia a una cinta de seda impregnada de tinta, a media resma de
papel, y a un folio de papel carbón sin usar, no tendría ni él ni nadie la
menor probabilidad de recordar el libro o el mecanismo (hasta ahora de la mayor
utilidad) que describía el libro.
Esa tarea, sin embargo,
quizá le llevase a Eng el resto del año. El limpiar la última copia debía
hacerse línea a línea, palabra a palabra; no podía manejarse igual que los
rimeros de copias impresas. Todo resultaba fácil hasta llegar a la última
copia, y entonces... bueno, para compensar el trabajo de Eng, se le pagaría un
salario realmente elevado...
Junto a su codo, en la
pequeña mesa de la cocina, se descolgó el videófono y saltó sobre la mesa, y de
él salió una vocecita lejana y chillona:
—Adiós, Doug —era voz de
mujer.
Llevándose el auricular al
oído, dijo:
—Adiós.
—Te quiero, Doug —afirmó
Charise McFadden con voz inquieta, llena de emoción—. ¿Y tú, me quieres?
—Sí, yo también te quiero
—dijo—. ¿Cuándo te vi por última vez? Espero que no tardemos mucho. Dime que
será dentro de poco.
—Seguramente esta noche
—dijo Charise—. Después del trabajo. Quiero que conozcas a una persona, a un
inventor virtualmente desconocido que está buscando por todos los medios que le
erradiquen su tesis oficialmente. Es sobre, ¡ejem!, los orígenes psicogénicos
de la muerte por choque de meteoro. Dije que como tú estás en la Sección B...
—Dile que se erradique su
tesis él solo. Pagándoselo él.
—Eso no tiene ningún
prestigio —su rostro en la pantalla del video aparecía serio. Intentó
convencerle—. Es realmente un discurso teorizante insoportable, Doug; es algo
disparatado, sin pies ni cabeza. Ese zoquete de Lance Arbuthnot...
—¿Así se llama? —aquello
casi le convenció. Pero no del todo. En un solo día recibía muchas de aquellas
peticiones, y todas ellas, sin excepción, presumían de constituir un peligro
social ideado por un inventor chalado con un nombre muy bobo. Llevaba ya mucho
tiempo en su despacho de la Sección B para que se pegaran fácilmente. Pero de
todas formas, tendría que investigarlo; su estructura ética, su responsabilidad
ante la sociedad, le obligaban a ello. Suspiró.
—Te he oído gruñir —dijo
Charise vivamente.
—Con tal que no sea de la
M.N.L. —dijo Appleford.
—Bueno..., sí lo es —su
rostro y su voz denotaron culpabilidad—. Creo que le echaron, sabes. Por eso
está en Los Ángeles y no allí.
—Hola, Charise —dijo
Douglas Appleford poniéndose en pie muy serio—. Tengo que irme al trabajo, no
puedo ni debo seguir discutiendo sobre este tema tan trivial —y de ese modo
puso punto final al asunto. Al menos así lo esperaba.
Al llegar a su apartamento
al finalizar su ronda, el oficial Joe Tinbane encontró a su mujer sentada ante
la mesa del desayuno Aparto incomodo la mirada hasta que ella le vio y termino
de llenar la taza de café caliente y cargado.
—¿No te da vergüenza? —le
regaño Bethel— Deberías haber llamado a la puerta de la cocina.
Con gesto de dignidad
herida, coloco cuidadosamente el frasco del zumo de naranja en la nevera,
guardo el paquete, ahora lleno, de copos de avena, en el armarito.
—Me iré en un segundo Ya
casi ha terminado mi avituallamiento —sin embargo, no se dio prisa.
—Estoy cansado —dijo al
fin, sentándose.
Bethel dispuso delante de
el un tazón, un vaso, una taza y un plato vacíos.
—Adivina lo que dice el
periódico de esta mañana —dijo al tiempo que se retiraba discretamente al salón
para que así el pudiera regurgitar también— Que ese fanático viene pata acá,
ese Raymond Roberts en persona. En peregrinación.
—¡Hum! —exclamo el
degustando el liquido caliente del café que le llegaba a la boca cansada.
—El jefe de policía de Los
Ángeles estima que acudirán cuatro millones de personas a verle; llevará a cabo
el sacramento de la Unificación Divina en el estadio Dodger, y claro esta, lo
darán todo por la tele hasta que nos volvamos tarumbas. Durante todo el día.
Eso dice el periódico, no creas que me lo invento.
—Cuatro millones —repitió
Tinbane, pensando, profesionalmente, cuantos agentes del orden se necesitaban
para tener controlada a la muchedumbre cuando esta alcanzaba ese numero Todos
los del cuerpo, incluida la patrulla del aire y los agentes especiales. Vaya
trabajito Gruño para sus adentros.
—Usan esas drogas —dijo
Bethel— para alcanzar la unificación esa, aquí hay un articulo muy largo sobre
ello. La droga es un derivado del DNT; aquí es ilegal, pero cuando se utiliza
para lo del sacramento se la dejan usar. Porque dice la ley de California...
—Ya sé lo que dice —dijo
Tinbane— Dice que una droga psicodélica puede ser utilizada en una ceremonia
religiosa de buena fe.
Dios sabe cuantas veces le
habían martillado sus superiores los oídos con aquella canción.
—Me dan ganas de asistir
—dijo Bethel—, y de participar Es una ocasión única, a no ser que volemos a la
M. N. L. Y la verdad, no me apetece mucho hacerlo.
—Pues ve —dijo el
alegremente, regurgitando cereales, melocotón partido y leche con azúcar, por
ese orden.
—¿Quieres venirte? Será
estupendo Fíjate miles de personas unificadas en una entidad. El Udi le llaman
a eso. Que es todo el mundo y nadie. Y posee el conocimiento absoluto porque no
tiene un punto de vista parcial y limitado —vino a la cocina con los ojos
cerrados—. ¿Qué decides?
—No, gracias —dijo Tinbane
con la boca llena—. Y no me mires; sabes que no puedo soportar tener a nadie a
mí alrededor cuando me llega la hora de cenar, aunque no me puedan ver. Pueden
oírme... masticar.
Sentía que ella estaba a su
lado y notaba su resentimiento.
—Nunca me llevas a ningún
sitio —dijo Bethel al poco rato.
—Está bien —admitió—. Nunca
te llevo a ningún sitio —añadió—. Y si lo hiciera desde luego no sería allí
para oír hablar de religión.
«Bastantes estúpidos
religiosos, pensó, tenemos aquí en Los Ángeles. No sé por qué a Roberts no se
le ha ocurrido antes organizar una peregrinación aquí. Me pregunto por qué
habrá tenido que ser ahora... y no en otra ocasión.».
—Crees que es un charlatán,
¿verdad? —dijo Bethel gravemente—, que no existe el estado Udi.
Se encogió de hombros. «El
DNT es una droga potente», pensó. Quizá fuera así. De todas formas daba lo
mismo; por lo menos a él le traía sin cuidado.
—Otro renacimiento
inesperado —le dijo a su mujer—. En Forest Knolls, naturalmente. Nunca vigilan
esos cementerios pequeños; saben que los podremos manejar... con equipo de
ciudad.
Sea como fuere, la señora
Tilly M. Benton estaba a salvo en el hospital de Los Ángeles, gracias a
Sebastián Hermes. Dentro de una semana estaría regurgitando como el resto de la
gente.
—Horripilante —dijo Bethel,
que seguía en la puerta de la cocina.
—¿Cómo lo sabes? Nunca has
visto uno.
—Tú y tú maldito trabajo
—dijo Bethel—. No la pagues conmigo si estás harto de él. Si tan terrible es,
déjalo. Pesca o corta el anzuelo, como decían los romanos.
—No me asusta el trabajo;
de todos modos, he pedido el traslado—. «La difícil es aguantarte a ti»,
pensó—. ¿Quieres dejarme regurgitar en privado? —dijo enfadado—. Vete a leer el
periódico.
—¿Te afecta a ti? —preguntó
Bethel—. Digo el que venga Ray Roberts a la Costa.
—Probablemente no —dijo.
Tendría una ronda normal. Eso parecía no cambiar nada.
—¿No te mandarán con tu
pistolita a que le protejas?
—¿A que le proteja? —dijo—.
Más bien le daría un tiro.
—Vaya por Dios —dijo Bethel
burlona—. Qué ambición. Y así pasarías a la historia.
—De todas formas pasaré a
la historia —dijo Tinbane.
—¿Y eso? ¿Qué es lo que has
hecho? ¿Y qué piensas hacer? ¿Seguir desenterrando viejecitas en el cementerio
de Forest Knolls? —el tono era mortificante—. ¿O por haberte casado conmigo?
—Eso
es; por estar casado contigo —su tono también era hiriente; lo había aprendido
de ella, a lo largo de los meses inacabables y mortíferos de su matrimonio.
3
«La eternidad es una suerte
de medida. Pero el ser medido no pertenece a Dios. Por lo tanto, no le pertenece
a El ser eterno.»
SANTO TOMAS DE AQUINO.
Siempre le había resultado
difícil al oficial Joe Tinbane determinar con exactitud qué rango tenía George
Gore en el Departamento de Policía de Los Ángeles; llevaba una capa de
ciudadano corriente, zapatos italianos de hechura elegante y una camisa muy de
moda y muy pera que resultaba incluso llamativa. Gore era un hombre
relativamente delgado, alto, cuarentón, según calculaba Tinbane. Fue
directamente al grano. Ambos se hallaban sentados frente a frente en el despacho
de Gore.
—Como Ray Roberts viene a
la ciudad, nos ha pedido el gobernador que le brindemos una guardia personal...
que de todas formas pensábamos darle. Cuatro o quizá cinco hombres; en eso
también estamos de acuerdo. Usted pidió el traslado, así que será uno de ellos
—Gore barajó unos documentos que tenía en el escritorio; Tinbane vio que se
referían a él—. ¿De acuerdo? —dijo Gore.
—Lo que usted diga
—respondió Tinbane sintiéndose molesto... y sorprendido—. No se refiere usted a
controlar a la muchedumbre; quiere decir todo el rato. Las veinticuatro horas
del día —al lado suyo, pensó. Cuando decían personal, querían decir personal.
—Comerá usted con él
—explicó Gore—. Perdone la expresión, y dormirá usted con él, se acostarán
juntos, en la misma habitación; y todo eso. Normalmente no lleva
guardaespaldas. Pero aquí tenemos cantidad de gente resentida contra los Uditi.
No es que no la haya en la M.N.L., pero ése no es problema nuestro —añadió—.
Roberts no lo ha pedido, pero no vamos a consultárselo. Le guste o no tendrá
protección veinticuatro horas al día mientras permanezca en nuestra
jurisdicción —el tono de Gore era burocrático y pétreo.
—Supongo que no habrá
relevos.
—Ustedes cuatro cumplirán
el ciclo del día entero. Bueno, para eso no; pero excepto entonces estarán con
él todo el tiempo. Serán cuarenta y ocho o setenta y dos horas; depende de lo
que decida. Aún no lo ha dicho. Pero eso ya lo sabrá usted si ha leído los
periódicos.
—No me gusta ese hombre
—dijo Tinbane.
—Lo siento por usted. Pero
eso no le va a afectar a Roberts; le traerá sin cuidado. Tiene cantidad de
seguidores por aquí y despertará la curiosidad de la gente. Puede sobrevivir a
lo que usted opine de él. Por cierto, ¿qué sabe usted de él? Nunca le ha visto
de cerca.
—A mi mujer le cae bien.
—Bueno —dijo Gore
socarrón—, quizá también sobreviva a eso. Sin embargo, me doy cuenta de lo que
quiere decir. Es un hecho que la mayoría de sus seguidores son mujeres. Parece
ser que es cosa corriente. Tengo aquí nuestro expediente sobre Ray Roberts;
creo que debería usted leerlo antes de que aparezca por aquí. Puede usted
hacerlo cuando quiera. Verá cómo le interesa; hay algunas cosas extrañas aquí,
cosas que ha dicho y hecho, lo de la creencia del Udi. Permitimos esa
experiencia comunitaria con drogas, sabe, aunque sea técnicamente ilegal. Eso
es lo que es: una orgía con drogas; el aspecto religioso es una cortina de
humo, se escudan tras él. Es un hombre extraño y violento..., al menos así le
vemos nosotros. Supongo que a sus seguidores no se lo parecerá. O quizá sí, y
por eso les guste —Gore dio unos golpecitos en una caja verde de metal que
tenía en una esquina de la mesa—. Ya se dará cuenta cuando lea esto y vea todos
los crímenes que ha hecho cometer a sus pistoleros, a esos Engendros del Poder
—empujó la caja hacia Tinbane—. Y después quiero que vaya a la Biblioteca de
Temas Populares, a la Sección A o B, a por más información.
Tomando el fichero cerrado
con llave, Tinbane dijo:
—Déme la llave y leeré
esto... en cuanto pueda.
—Una cosa, oficial —dijo
Gore sacando la llave—. No caiga en la visión tópica de Ray que dan los
periódicos. Mucho se ha dicho sobre él, pero la mayor parte inventado, y lo que
de verdad es cierto aún está por decir...; pero todo está aquí, y cuando lo
haya leído ya se dará cuenta de lo que quiero decir. Sobre todo me refiero a la
violencia —se inclinó hacia Joe Tinbane—. Mire; le daré una oportunidad. Cuando
haya leído el material que tenemos sobre Roberts, vuelva a verme; dígame
entonces lo que ha decidido. Francamente, creo que se encargará del trabajo;
oficialmente es una promoción, un paso adelante en su carrera.
Tinbane se puso en pie,
tomó la llave y la caja cerrada. «No creo», se dijo para sus adentros, pero
añadió:
—De acuerdo, señor Gore.
¿De cuánto tiempo dispongo?
—Llámeme a las cinco —dijo
Gore. Y siguió sonriendo con aquella mueca entendida y socarrona.
En la Sección B de la
Biblioteca de Temas Populares se encontraba el oficial Tinbane distraídamente
esperando ante la mesa de la bibliotecaria jefe; algo había en la Biblioteca
que le intimidaba, y no sabía ni qué era ni por qué.
Tenía varias personas
delante de él; esperó impacientemente, mirando en torno suyo, y como siempre
cavilando entre su matrimonio con Bethel y sobre su carrera en el Departamento
de Policía, y luego también sobre la finalidad de la vida y el sentido (si lo
había) que tenía, sobre qué sentían los antiguos nacidos cuando yacían bajo
tierra y qué impresión daría el empequeñecer un día como le ocurriría a él, y
terminar entrando en la matriz que hubiera más a mano.
Cuando así estaba, llegó
junto a él una persona que le resultaba familiar; baja, con un gran abrigo de
paño, con su largo y pesado cabello moreno cayéndole por la espalda: una
muchacha muy bonita pero casada, Lotta Hermes.
—Adiós —dijo, muy contento
de encontrársela.
Lotta, muy pálida, musitó:
—No..., no puedo soportar
esto. Pero tengo que buscar cierta información para Seb —su malestar era
palpable; se mantenía rígida, desmañada, con lo que sus líneas se le
desdibujaban; el temor la volvía fea.
—Tranquilícese —dijo él
sorprendido ante su aprensión; inmediatamente sintió deseos de tranquilizarla y
la tomó del brazo y se la llevó lejos del despacho de la bibliotecaria jefe,
sacándola de la inmensa y fría habitación y llevándola al pasillo más acogedor.
—Santo cielo —dijo ella
lastimosamente—. No puedo... entrar ahí y enfrentarme con esa mujer, esa
espantosa señora McGuire. Seb me dijo que preguntara por otra persona, pero no
conozco a nadie. Y cuando estoy asustada, soy incapaz de pensar —le miró
compungida, pidiéndole ayuda con la mirada.
—Este lugar impresiona a
mucha gente —dijo Tinbane pasándole el brazo por la cintura. La llevó pasillo
adelante, hacia la salida.
—No puedo irme —dijo ella
histéricamente, separándose de él—. Seb me dijo que averiguara todo lo posible
sobre el Anarca Peak.
—¿Ah sí? —dijo Tinbane
preguntándose por qué. ¿Sería que Seb esperaba que el Anarca renaciera en un
futuro próximo?
Aquello arrojaría una luz
diferente sobre la peregrinación de Ray Roberts; una luz enteramente nueva:
aquello explicaría por qué ahora y por qué en Los Ángeles.
—Douglas Appleford —decidió
Tinbane. Conocía a aquel muchacho; una persona estirada y remilgada, pero amiga
de ayudar a la gente; desde luego mucho más asequible que Mavis McGuire—. La
llevaré a su despacho —dijo a la asustada muchacha— y se lo presentaré. Yo
también estoy intentando investigar algo. Sobre Ray Roberts. Así que también necesito acudir a él.
—Conoce usted a casi todo
el mundo —dijo Lotta agradecida. Parecía encontrarse mucho mejor; su postura ya
no era forzada y volvió Tinbane a verse sorprendido por su vitalidad y
atractivo. Hum, pensó, y la condujo por el vestíbulo hacia las oficinas de
Douglas Appleford.
Cuando Douglas Appleford
llegó a su despacho en la Sección B de la Biblioteca aquella mañana, encontró a
su secretaria, la señorita Tomsen, intentando deshacerse (y librarle a él) de
un caballero negro, alto, de mediana edad, mal vestido, que llevaba un
portafolios bajo el brazo.
—Ah, señor Appleford —dijo
el individuo con voz seca y campanuda al ver a Appleford y reconocerle al
instante; se acercó a él, con la mano extendida—. Encantado de conocerle,
señor. Adiós, adiós..., como nos ha enseñado a decir la Fase.
Sonrió con una sonrisa que
se borró al instante como una lámpara de flash. Appleford no le devolvió la
sonrisa.
—Estoy muy ocupado —dijo
Appleford, y siguió andando por delante del escritorio de la señorita Tomsen.
Abrió la puerta de su despacho privado—. Si desea verme, tendrá que concretar
una cita conmigo. Buenos días —dijo empezando a cerrar la puerta.
—Es un asunto referente al
Anarca Peak —dijo el negro alto de la cartera—, y tengo mis razones para creer
que a usted le interesa.
—¿Por qué dice usted eso?
—se detuvo, irritado—. No recuerdo haber sentido o demostrado interés alguno
por un fanático religioso que afortunadamente lleva dos décadas bajo tierra —de
pronto le entró una sospecha y dijo con aprensión—: ¿No estará Peak a punto de
renacer, verdad?
De nuevo sonrió el negro
alto con sonrisa mecánica (y mecánica era); Doug Appleford reparó entonces en
la franja estrecha, pero de un amarillo muy chillón, que llevaba el hombre alto
en la manga. Aquella persona era un robot; la ley exigía que llevaran aquella
cinta de identificación para que no se llamara nadie a engaño. Al darse cuenta
de ello, Appleford se sintió aún más enfadado; tenía un inquebrantable y
firmemente arraigado prejuicio contra los robots, del que no podía librarse;
del que no quería librarse, dicho sea en honor a la verdad.
—Entre —dijo Appleford,
manteniendo abierta la puerta de su pulcro e impecable despacho. El robot
representaba a alguna personalidad humana; importante tenía que ser para no
despachar en persona: así era la ley. Se preguntó quién le habría enviado.
¿Algún funcionario de un sindicato europeo? Quizá. En cualquier caso, lo mejor
era oír lo que tenía que decirle y ordenarle luego que se fuera.
Estaban en pie, el uno
frente al otro, en aquella habitación central de la suite de despachos.
—Mi tarjeta —dijo el robot
extendiendo la mano.
Appleford leyó la tarjeta
frunciendo el ceño.
Carl Gantrix
Abogado, EEUUO
—Mi jefe —dijo el robot—.
Así que ya sabe mi nombre. Puede usted llamarme Cari; será suficiente.
Ahora que la puerta estaba
cerrada y que la señorita Tomsen se había quedado fuera, la voz del robot había
adquirido de pronto un tono sorprendentemente autoritario.
—Prefiero —dijo Appleford
cautelosamente— llamarle más familiarmente Carl Júnior. Si eso no le molesta
—le imprimió una autoridad aún mayor a su propia voz—. Sabe usted, no suelo
tratar con robots. Quizá sea un capricho, pero no pienso renunciar a él.
—Eso era hasta ahora
—murmuró el robot Carl Júnior; retiró su tarjeta y la guardó en su billetero
con gesto desmañado, de robot. Luego, sentándose, empezó a abrir la cremallera
de la cartera—. Al estar usted al frente de la Sección B de la Biblioteca, es
usted, indudablemente, un experto en la Fase Hobart. Al menos así lo supone el
señor Gantrix, y no se equivoca, ¿verdad señor? —el robot levantó la vista y le
miró fijamente.
—Bueno, constantemente me
ocupo de ello —dijo Appleford adoptando un tono despegado e indiferente;
siempre era mejor demostrar una actitud de superioridad cuando se trataba con
un robocillo. Es absolutamente imprescindible demostrarles constantemente de
ese modo, y de muchos otros, cuál es su sitio.
—Eso es lo que supone el
señor Gantrix. Y para honor y gloria suya, de tamaña suposición tan profunda,
ha deducido que usted, con el paso de los años, se ha convertido en poco menos
que una autoridad en las ventajas, caballero, usos y también manifiestas
desventajas, del campo del antitiempo o contratiempo Hobart. ¿Verdad? ¿Mentira?
Elija una respuesta.
—Elijo la primera
—reflexionó Appleford—. Sin embargo, no debe usted olvidar el hecho de que mi
conocimiento es pragmático, no teórico. Pero puedo vérmelas con los caprichos e
irregularidades de la Fase sin horrorizarme. Y es que son horrorosas, Júnior,
las cosas que ocurren cuando se está dentro de la Fase. Como los muertos. No es
que eso me espante; en mi opinión es más bien la mayor de las desventajas. El
resto es llevadero.
—Ciertamente —el robot Carl
Júnior movió afirmativamente la cabeza termoplástica, perfectamente humanoide—.
Muy bien, señor Appleford. Ahora hablemos del asunto que me ha traído aquí. Su
poderío, el muy honorable Ray Roberts, está preparando su venida a los EEUUO,
como debe haber leído usted en los periódicos de la mañana. Será un auténtico
acontecimiento público, por supuesto; ni que decir tiene. Su poderío, que está
encargado de las actividades del señor Gantrix, me ha pedido que venga a la
Sección B de su Biblioteca y, con la cooperación de usted, que secuestre
cuantos manuscritos existan aún sobre el Anarca Peak. ¿Cooperará usted? A
cambio, el señor Gantrix está dispuesto a otorgar una no despreciable donación
para contribuir a la prosperidad de su Biblioteca en los años venideros.
—Es en realidad tentador
—reconoció Appleford—, pero me temo que tendría que saber por qué su jefe desea
secuestrar los documentos relativos al Anarca.
Se sentía tenso; algo en el
robot puso en marcha sus defensas psicológicas.
El robot se puso en pie;
inclinándose, depositó gran cantidad de documentos sobre la mesa de Appleford.
—Como respuesta a su
pregunta, le ruego respetuosamente que tenga a bien examinar estos documentos.
Carl Gantrix, gracias al
circuito de video que había en el sistema del robot, se detuvo a considerar a
sus anchas al bibliotecario adjunto Douglas Appleford mientras éste se sumergía
en el estudio de los pseudodocumentos deliberadamente oscuros y farragosos que
le había entregado el robot.
El burócrata que era
Appleford había mordido el anzuelo; ahora que su atención se hallaba en otra
parte, el bibliotecario había dejado de hacer caso del robot y de sus
movimientos. Así pues, mientras Appleford leía, el robot deslizó hábilmente su
silla hacia atrás y hacia la izquierda, junto a un fichero de tarjetas de
referencia de proporciones impresionantes. Estirando el brazo derecho, el robot
avanzó sus garras manuales de forma digitaloide hacia el casillero más cercano
que había en el fichero; esto Appleford obviamente no lo vio, por lo que el
robot siguió adelante con la tarea que se le había encomendado. Colocó un nido
en miniatura de robots embriónicos, no mayores que una cabeza de alfiler,
dentro del casillero, entre las tarjetas; luego puso un transmisor descubridor
de circuitos diminuto detrás de la tarjeta siguiente, y por último un potente
detonador situado en un circuito de un mando de tres días de duración.
Gantrix, que no perdía
detalle, sonrió. Sólo un aparato seguía en poder del robot y pudo verlo
fugazmente cuando el robot, mirando de reojo y cautelosamente a Appleford,
acercó el extensor hacia el fichero, colocando el último eslabón de tan
sofisticado aparato en la Biblioteca.
—Pop —dijo Appleford, sin
levantar la vista.
La señal en clave, recibida
en la cámara auditiva del fichero, activó un muelle de emergencia; el fichero
se cerró como una almeja asustada. El fichero se retiró bruscamente hacia la
pared y allí se empotró completamente. Al mismo tiempo, arrojó los aparatitos
que el robot le había estado colocando dentro; los objetos, expelidos con
limpieza electrónica, saltaron siguiendo una trayectoria que los llevó a los
pies del robot, en donde quedaron bien a la vista.
—Santo cielo —dijo el robot
involuntariamente, estupefacto.
—Salga de mi despacho
inmediatamente —dijo Appleford. Levantó la vista de los pseudodocumentos y su
rostro aparecía con expresión fría. Como se agachase el robot para retirar los
artefactos que habían quedado al descubierto—: Y deje esas cositas donde están;
quiero que las analice el laboratorio para determinar su finalidad y
procedencia.
Metió la mano en el cajón
superior del escritorio y la sacó empuñando un arma.
En los oídos de Carl
Gantrix zumbó la voz del robot:
—¿Qué debo hacer, señor?
—Sal ahora mismo —Gantrix
ya no se sentía divertido; el arma del bibliotecario era igual al proyectil y
era capaz de anularlo. El contacto con Appleford tendría que haberse
desarrollado al aire libre, y pensando en ello descolgó Gantrix el receptor del
videófono y se lo acercó. Marcó el número de la Biblioteca.
Al poco, vio a través del
receptor de video del robot cómo el bibliotecario Douglas Appleford descolgaba
su auricular.
—Tenemos un problema —dijo
Gantrix—. Un problema que nos es común. ¿Por qué entonces no trabajamos juntos?
—No sé que tenga ningún
problema —replicó Appleford con extremada calma; el intento del robot de
plantar aparatos hostiles en su área de trabajo no le había inmutado—. Si
quiere usted que trabajemos juntos —añadió—, no es así como tenía que obrar.
—Lo admito —dijo Gantrix—,
pero anteriormente tuvimos dificultades con ustedes los bibliotecarios. «Por su
posición exaltada, pensó; se sienten protegidos por los Errad y demás» —pero no
lo dijo—. Existe, entre todo el numeroso material (bueno y regular) una
información en particular que estamos ansiosos por conocer y que nos falta. Lo
demás... —dudó y luego se lanzó—. Le diré cuál es esa información y entonces
quizá pueda usted indicarnos dónde podemos encontrarla. ¿Dónde está enterrado
el Anarca Peak?
—Sólo Dios lo sabe —dijo
Appleford.
—En alguno de sus libros,
artículos, panfletos religiosos, informes de la ciudad...
—Nuestro trabajo aquí en la
Biblioteca —dijo Appleflord— no consiste en estudiar y/o memorizar datos;
consiste en borrarlos.
Hubo un silencio.
—Está bien —admitió
Gantrix—. Ya ha expuesto usted su posición con claridad y brevedad admirables.
Por tanto, asumimos que ese hecho, la localización del cadáver del Anarca, ha
quedado borrado; es decir, que de hecho ya no existe.
—Indudablemente —dijo
Appleford—, ha sido descrito. O al menos eso es lo que cabe suponer
lógicamente... y de acuerdo con la norma de la Biblioteca.
—Y usted ni siquiera lo
comprobará —dijo Gantrix—. No piensa usted averiguarlo ni siquiera a cambio de
un donativo bastante aceptable —«Así es la burocracia, pensó»; aquello le
sacaba de sus casillas; era cosa de locos.
—Buenos días, señor Gantrix
—dijo el bibliotecario, y colgó.
Carl Gantrix permaneció
unos momentos sentado en silencio, inerte. Controlando sus emociones.
Por último descolgó el
videófono una vez más y en esta ocasión marcó el número de la Municipalidad
Negra Libre (M.N.L.).
—Quiero hablar con el muy
honorable Ray Roberts —le dijo a la operadora de Chicago.
—Solamente se les puede
llamar...
—Conozco la clave —dijo
Gantrix, y la recitó. Se sentía cansado y derrotado... y temía la reacción de
Ray Roberts. Pero no podemos darnos por vencidos, admitió. Desde el principio
sabíamos que ese burócrata de Appleford no buscaría la información para
dárnosla; sabíamos que tendríamos que irrumpir en la Biblioteca y hacer
nosotros el trabajo.
Ese hecho se encuentra en
la Biblioteca, en alguna parte, se dijo. Probablemente sea el único sitio donde
figure; sólo allí podremos conseguir esa información.
Y no quedaba mucho tiempo,
según los cálculos secretos de Ray Roberts. El Anarca Peak podía regresar a la
vida en cualquier momento ya.
La situación era altamente
peligrosa.
4
«Si, por tanto, existiese
Dios, no habría mal; pero existe el mal en el mundo. Por lo tanto, Dios no
existe.»
Santo Tomás De Aquino.
En cuanto el robot Carl
Gantrix Júnior salió de su despacho, Doug Appleford pulsó el botón de
intercomunicación que le ponía en contacto con su superior, la bibliotecaria
jefe, Mavis McGuire.
—¿Sabe usted lo que acaba
de ocurrir? —dijo—. Alguien que representaba a ese culto Udi mandó aquí un
robot y empezó a colocar material hostil en mi despacho. Ya se ha ido —añadió—.
Quizá tenía que haber llamado a la policía. Técnicamente aún podría hacerlo; la
cámara oculta que tengo aquí grabó el incidente, así que tenemos pruebas si
queremos denunciarles.
Mavis tenía aquella
expresión suya antipática, aquella calma mortal que solía preceder a los
discursos. Sobre todo a estas horas del día (por la mañana temprano) en que
estaba más irritable.
Al cabo de los años,
Appleford había aprendido a convivir con ella, por así decirlo. Como
administrativo, era perfecta. Tenía energía; era eficiente; siempre asumía
—acertadamente— la autoridad decisiva; nunca había visto a Mavis escurrir el
bulto cuando se le consultaba algo... como en este caso. Nunca en sus más
disparatados sueños se le habría ocurrido suplantarla; sabía, racional y
fríamente, que no poseía la habilidad de ella; tenía el suficiente talento como
actuar de subordinado suyo —y hacerlo bien—, pero eso era todo. La respetaba y
la temía, una combinación capaz de matar todas las aspiraciones que pudiera tener
de llegar más arriba en la jerarquía de la Biblioteca. Mavis McGuire era el
jefe y así estaba bien; ahora le gustaba aquella situación, pues así dejaba el
asunto sobre las espaldas de ella.
—Udi —dijo Mavis torciendo
la boca—. Esa abominación. Sí; ya sé que Ray Roberts está por ahí haciendo su
agosto; ya me imaginaba que vendrían por aquí a meter la nariz. Supongo que
habrá usted expelido el material hostil.
—Totalmente —le aseguró
Appleford. Aún seguía sobre la alfombra adonde había ido a parar, rechazado por
el fichero.
—¿Qué es exactamente —dijo
Mavis en voz muy baja, casi susurrante— lo que andan buscando?
—El lugar donde está
enterrado el Anarca Peak.
—¿Tenemos esa información?
—Ni siquiera me preocupé de
buscarla —dijo Appleford.
—Comprobaré si la tenemos
con el Consejo de los Errad —dijo Mavis—, y averiguaré si quieren que se dé a
la luz tal información; ya veré cuál es su postura en un asunto como éste.
Ahora tengo otras cosas que resolver, disculpe —y colgó.
La señorita Tomsen le llamó
por el intercomunicador:
—La señora Hermes y el
oficial Tinbane desean verle, señor. No tienen cita previa.
—Tinbane —repitió. Siempre
le había caído bien aquel joven oficial de la policía. Una persona tan honrada,
tan recta y cumplidora como Appleford: tenían bastante en común. La señora
Hermes; no la conocía. Posiblemente se trataba de alguien que se negaba a
devolver un libro a la biblioteca; Tinbane se había encargado de casos como ése
hacía tiempo—. Hágales pasar —decidió. Probablemente la señora Hermes era una retenedora...,
una de esas personas que se niegan a entregar un libro cuando ya le ha llegado
su hora.
Entró el oficial Tinbane,
de uniforme, y con él una muchacha de aspecto dulce de cabellos
sorprendentemente largos. Se la veía insegura y buscaba protección en el
oficial de policía.
—Adiós, muy buenas —les
saludó Appleford amablemente—. Por favor, siéntense —se levantó para ofrecerle
una silla a la señora Hermes.
—La señora Hermes —dijo
Tinbane— está buscando información sobre el Anarca Peak. ¿No han erradicado
ustedes aún el material que le haría falta?
—Probablemente no —dijo
Appleford. Aquél parecía ser el tema del día, meditó. Pero esas dos personas,
contrariamente a Carl Gantrix, no parecían tener relación con Roberts, lo que
determinó un cambio en su actitud—. ¿Desea algo en particular? —le preguntó a
la muchacha con deferencia, para infundirle seguridad; resultaba evidente que
se sentía intimidada.
—Mi marido quiere que reúna
toda la información que pueda encontrar —respondió la muchacha con voz queda.
—Le sugiero —dijo
Appleford— que en lugar de rebuscar por libros y manuscritos vaya a consultar a
un experto en historia religiosa contemporánea —un hombre que sabe apreciar a
una linda mujercita... como Appleford. Jugueteó con el bolígrafo, para dar más
énfasis dramático a la escena—. Dicho sea de paso, yo, personalmente, sé
bastante sobre el difunto Anarca Peak —se echó hacia atrás en su sillón
giratorio, cruzó las manos y se puso a mirar el techo del despacho.
—Cualquier cosa que pueda
decirme será bien recibida —dijo la señora Hermes tímidamente.
Se estremeció sonriendo,
encantado de aquella acogida, y empezó su perorata. Tanto la señora Hermes como
el oficial Tinbane escuchaban con sumisa atención, y aquello también le agradó.
Cuando murió el Anarca
tenía cincuenta años. Su vida fue muy interesante... y fuera de lo normal. En
sus años de Facultad había sido un alumno brillante, allá en Cambridge;
concretamente, cursó sus estudios en Rodas, especializándose en lenguas
clásicas: hebreo, sánscrito, griego del Ática y latín. Entonces, a los
veintidós años, abandonó repentinamente su carrera académica..., y su patria;
emigró a Estados Unidos para estudiar jazz con el gran intérprete de la época,
Herbie Mann. Poco después formó su propia jazz-band, en la que tocaba la
flauta.
»Con ese motivo vivió en la
Costa Oeste, en San Francisco. En aquella época, finales de los sesenta, el
obispo episcopaliano de la diócesis de California, James Pike, había andado en
trámites para conseguir que orquestas de jazz tocaran en la catedral de Grace,
y uno de los grupos que acudieron fue la banda de Thomas Peak. Para entonces
Peak ya era compositor; había escrito una misa de jazz bastante larga y fue un
éxito completo. Un columnista de la prensa local, Herb Caen, le apodó entonces
Pike's Peak; aquello fue en 1968. El propio obispo Pike fue una persona también
muy interesante. Un antiguo abogado, activo participante en el A.C.L.U., una de
las figuras más brillantes y radicales del clero de su época, se vio envuelto en
lo que llamó «acción social», los problemas de su tiempo; en particular los
derechos de los negros. Por ejemplo, estuvo en Selma con el doctor Martin
Luther King. De todo aquello se había enterado Thomas Peak. El también se había
visto comprometido en los problemas de entonces..., en menor escala que el
obispo Pike, claro está. Por consejo del obispo Peak entró en un seminario y
llegó a ser ordenado sacerdote episcopaliano..., al igual que James Pike, su
obispo, muy radical en aquellos tiempos, aunque ahora las doctrinas que
predicaba estén más o menos aceptadas. El caso era ir por delante de su época.
»Peak se vio envuelto y
acusado en un caso de herejía y fue expulsado de la Iglesia episcopaliana, por
lo que siguió adelante y fundo la suya propia Y cuando natío la Municipalidad
Negra Libre ya estaba el al frente de ella, hizo de su capital el lugar de
origen de su culto.
»El nuevo culto de Peak no
se parecía mucho a la Iglesia episcopaliana que había dejado La experiencia de
Udi, la mente de grupo, era el sacramento central —si no el único—, y para
recibirlo se reunía la congregación De no ser por la droga alucinógena
empleada, no se podía llegar al sacramento, así pues, al igual que el culto
indio norteamericano al que se parecía mucho, la iglesia Peak dependía de la
asequibilidad —por no decir legalidad— de la droga De modo que tenía que
existir una curiosa relación entre el culto y las autoridades.
»En cuanto a la experiencia
Udi, los más fidedignos informes, basados en testimonios de primera mano,
afirman categóricamente que la fusión en una solamente de grupo era real, no
imaginaria. Y lo que es mas —siguió diciendo Appleford, pero justo entonces fue
interrumpido Vacilante, pero con determinación, la señora Hermes alzó la voz.
—¿Cree usted que le
beneficiaría a Ray Roberts el renacimiento del Anarca?
Durante unos instantes,
Appleford estuvo considerando la cuestión, era una buena pregunta y le
demostraba que pese a su reticencia y a su timidez, la señora Hermes utilizaba
su cabecita.
—A causa de la Fase Hobart
—dijo al fin—, el fluir de la historia favorece al Anarca y perjudica a Ray
Roberts. El Anarca murió ya cumplida una mediana edad; así será cuando renazca
y progresivamente se irá haciendo más vital y creativo…, al menos durante unos
treinta años. Ray Roberts tiene tan solo veintiséis. La Fase Hobart le esta de
volviendo a la adolescencia; cuando Peak este en su momento culminante, Roberts
será una criatura en busca de una matriz a su alcance. Todo lo que tiene que
hacer Peak es esperar.
»No —siguió diciendo— No le
beneficiaría en nada a Roberts —«Y eso, dijo para sus adentros, Carl Gantrix lo
había demostrado con claridad meridiana con su avidez por saber donde yacía el
cuerpo del Anarca»
—Mi marido —dijo la señora
Hermes con su vocecita dulce y veraz— es el propietario de un vitarium —miro al
oficial Tinbane como preguntando le si debía continuar.
Tinbane se aclaro la
garganta y dijo:
—Creo entender que el
Vitarium Flask de Hermes tiene previsto el renacimiento de Peak inmediatamente
o al menos dentro de un tiempo bastante breve. Técnicamente, cualquier vitarium
que dé con él ofrecerá lógicamente a Peak a los Uditi. Pero como podemos
deducir de la pregunta de la señora Hermes, cabe dudar —y es una duda más que
razonable— si sería lo mejor para el Anarca.
—Si comprendo bien la forma
de actuar de los vitariums —dijo Appleford—, suelen presentar la lista de las
personas que tienen, y el mejor postor se queda con ellas ¿Es así, señora
Hermes?
Asintió con la cabeza.
—No es de su incumbencia
—dijo Appleford—, o de la de su marido, moralizar sobre el tema. El negocio es
así. Ustedes localizan a los muertos que están a punto de renacer y venden su
producto en lo que el mercado permita. Si se van a poner a cavilar para ver
cuál es moralmente el mejor cliente...
—Nuestro vendedor, R. C.
Buckley, siempre tiene en cuenta la moralidad —dijo la señora Hermes con
sinceridad.
—Al menos eso dice —añadió
Tinbane.
—Oh, de eso estoy segura;
dedica muchísimo tiempo a estudiar los antecedentes de los clientes; de verdad
lo hace —aseguró.
Hubo un adecuado silencio.
—¿No desea usted saber
—preguntó Appleford a la señora Hermes— dónde está enterrado el Anarca? Eso
no...
—Oh, eso ya lo sabemos
—dijo la señora Hermes con su vocecita grave y formal. Tinbane dio un respingo
y se mostró molesto.
—Señora Hermes —le dijo
Appleford—, probablemente no debería decirle a nadie que lo sabe.
—¡Oh! —exclamó
ruborizándose—, lo siento.
—Un enviado de los Uditi
—siguió diciendo Appleford— acaba de estar aquí, justo antes de que vinieran
ustedes, para intentar obtener esa información. Si alguien se le acerca... —se
inclinó hacia ella, hablando muy lentamente, como para que se le quedara bien
grabado—...no se lo diga. No me lo diga ni siquiera a mí.
—Ni a mí —terció Tinbane.
La señora Hermes parecía a
punto de echarse a llorar. Dijo de pronto:
—Lo siento; creo que he
metido la pata. Siempre tengo que estropearlo todo.
—Lotta —le dijo el oficial
Tinbane—, ¿se lo ha dicho usted a alguien más?
Meneó la cabeza negativamente,
incapaz de hablar.
—Muy bien —Tinbane le hizo
un gesto a Appleford como de estar de acuerdo con él—. Probablemente no se haya
divulgado aún. Pero intentarán averiguarlo; es mejor que lo discuta con Seb y
con sus empleados. ¿Comprende, Lotta?
Volvió a menear la cabeza,
esta vez afirmativamente; sus grandes ojos negros brillaban con lágrimas
contenidas.
5
«El amor es el final y el
sereno cesar del movimiento natural de todas las cosas móviles, y más allá de
él no hay movimiento.»
ERÍGENA.
A las tres de la tarde, el
oficial Tinbane se presentó ante su superior, George Gore.
—Y bien —dijo Gore
echándose hacia atrás y hurgándose los dientes con un palillo sin dejar de
observar con ojo crítico a Tinbane—, ¿ha aprendido usted muchas cosas sobre Ray
Roberts?
—Nada que me haga cambiar
de opinión. Es un fanático. Hará lo que sea por conservar el poder; y es un
asesino en potencia —estaba pensando en el Anarca Peak, pero no dijo nada al
respecto; aquello quedaba estrictamente entre él y Lotta Hermes..., o al menos
así lo veía él. En cualquier caso era un problema muy complejo. Lo tocaría de
oído.
—Un Malcolm X moderno —dijo
Gore—. ¿Recuerda haber leído algo sobre él? Predicaba la violencia y le
devolvieron la violencia. Como dice la Biblia —siguió escudriñando el rostro de
Tinbane—. ¿Quiere que le diga cuál es mi teoría? He comprobado en los anales
cuándo murió el Anarca Peak y he visto que está a punto de renacer. Creo que
Ray Roberts ha venido aquí para eso. El renacimiento de Peak terminaría con la
carrera política de Roberts. Creo que le encantaría matar a Peak... si da con
él a tiempo. Si espera... —Gore hizo como que cortaba algo con el borde de la
mano—. Demasiado tarde. Una vez restablecido Peak ahí se queda; era un tío
astuto, pero no violento. El momento crítico será dentro de ocho o diez días —o
cuando sea— en el período que transcurra entre el desentendimiento de Peak y el
momento en que abandone el hospital. Peak estaba muy enfermo los últimos meses
de su vida; toxemia, creo. Tendrá que quedarse en el hospital hasta que se le
pase, antes de volverse a hacer con el control del Udi.
—¿Sería bueno para Peak
—dijo Tinbane— que le localizase un equipo de policías?
—Sí, ya lo creo que sí. Le
daríamos protección, si le desenterramos. Pero si uno de esos vitariums
privados se hace con él... no podrán evitar que sea asesinado; no están
preparados para evitarlo. Por ejemplo, utilizan hospitales normales...;
nosotros, por supuesto, tenemos los nuestros. Ya sabe usted que no es la
primera vez que se da un caso como éste de alguien que tenga gran interés en
que un renacido siga muerto. Lo que pasa es que este caso es más público, a
mayor escala.
—Pero por otra parte —dijo
Tinbane pensativo—, el tener al Anarca Peak, el poder venderle sería un negocio
redondo para cualquier vitarium. Convenientemente vendido a la parte interesada
le proporcionaría una fortuna regular —estaba pensando lo que una venta como
aquélla representaría para una empresa tan pequeña como el Flask de Hermes; les
estabilizaría financieramente por un período prácticamente indefinido. El que
la policía confiscase a Peak significaría un auténtico desastre para Sebastián
Hermes...; sería, en resumidas cuentas, el mayor fracaso, la ruina de
Sebastián. Para toda la vida de su empresa, tamaño pulga.
¿Puedo quitarle ese
negocio?, se preguntó Tinbane. Dios mío, qué cosa tan fea, aprovechar esa
ventaja profesional que me da el que Lotta soltara aquello en el despacho de
Appleford.
Desde luego, Appleford
podía hacerlo, podía venderle la información a Ray Roberts..., y a buen precio.
Pero dudaba que lo hiciese; Appleford no era de esa clase de hombres.
Por otra parte, y en bien
del Anarca...
Pero si la policía se hacía
con el Anarca, Sebastián se daría cuenta de cómo habían dado con él; seguiría
fácilmente la pista hasta Lotta. Tengo que pensarlo bien, se dijo, con vistas a
los planes que pueda tener para con ella, a mis relaciones —o posibles
relaciones— con ella.
Pero ¿a quién estoy
intentando ayudar?, se preguntó. ¿A Sebastián? ¿A Lotta? ¿O... a mí?
Puedo chantajearla, pensó,
y el pensamiento le horrorizó; sin embargo, lo había pensado muy claramente. No
hay más que decirle, en cuanto pueda verla a solas unos minutos... le doy a
elegir. Puede ser...
Diantre, pensó. ¡Es
terrible! Chantajearla para que se convierta en mi amante; pero ¿qué clase de
persona soy?
Por otra parte, bien
mirado, lo que cuenta no es lo que se piensa; es lo que se hace.
Lo que debería hacer,
decidió, es hablarle de ello a algún cura; alguien tiene que saber cómo
resolver las cuestiones morales difíciles.
El padre Faine, pensó.
Podría hablar con él.
En cuanto salió del
despacho de George Gore, saltó a su coche patrulla y se dirigió al Vitarium
Flask de Hermes.
La vieja y frágil
construcción de madera siempre le había hecho gracia; parecía estar
perpetuamente a punto de venirse abajo, y, sin embargo, ahí seguía. Cuántas
empresas se habían ido mudando de allí, con el paso del tiempo, asustadas por
aquellas premisas. Antes de convertirse en vitarium, Sebastián le contó que el
edificio había albergado una pequeña fábrica de quesos con nueve empleadas. Y
antes creía Sebastián que había sido un establecimiento de reparación de
televisores.
Aterrizó con su coche
patrulla, cruzó el umbral. Ante la máquina de escribir, detrás del mostrador,
estaba Cheryl Vale, la amable y treintañera recepcionista y contable de la
firma; en aquel momento se encontraba hablando por teléfono, por lo que Tinbane
siguió hasta la puerta del fondo, donde se reunían los empleados. Allí estaba
su único agente de ventas, R. C. Buckley, leyendo una sobadísima revista
Playboy, la eterna obsesión de los agentes de ventas.
—¿Qué hay, oficial? —le
saludó R. C. descubriendo los dientes en una enorme sonrisa—. ¿Has salido a
poner multas como de costumbre? —rió con risa de vendedor.
—¿Está aquí el padre Faine?
—preguntó Tinbane mirando en torno suyo, sin conseguir verlo.
—Está fuera con los demás
—dijo R. C.—. Se toparon con otro vivo en el cementerio de Cedar Halls, en San
Fernando. Vendrán dentro de media hora. ¿Te apetece un poco de sogum? —señaló
un recipiente casi lleno, el pasatiempo del establecimiento cuando no había
otra cosa que hacer.
—¿Qué crees tú —dijo muy
serio el oficial Tinbane sentándose en uno de los taburetes de trabajo de Bob
Lindy—, que lo que cuenta es lo que se hace o lo que se piensa? Digo las ideas
que te vienen y te rondan, pero que luego no pones en práctica... ¿ésas también
cuentan? R. C. arrugó la frente. —No sé a qué te refieres. —Mira, verás
—Tinbane manoteaba, intentando explicar lo que tenía en la cabeza; resultaba
difícil, y R. C. no era el más indicado para escucharlo. Pero al menos era
mejor eso que darle vueltas a solas—. Es como los sueños —dijo; se le había
ocurrido una forma de explicarlo—. Supón que estás casado. Lo estás, ¿verdad?
—Sí, ya lo creo —dijo R. C. —Muy bien, yo también. Ahora, digamos que quieres a
tu mujer. Supongo que la quieres; yo quiero a la mía. Ahora supongamos que
tienes un sueño; sueñas que te ligas a otra mujer.
—¿Qué otra mujer?
—La que sea. Otra mujer.
Estás en la cama con ella. En sueños, digo. Bueno, ¿es pecado eso?
—Lo es —decidió R. C.— si
después cuando te despiertas te pones a pensar en el sueño y te complaces en
ello.
—Muy bien —siguió Tinbane—.
Supón que te viene a la cabeza la idea de cómo herir a una persona, de cómo
valerte de ella y abusar; y no lo haces, naturalmente, porque es amiga tuya,
¿me entiendes? Quiero decir que eso no se lo haces a una persona a la que
aprecias; por supuesto. Pero ¿está mal que se te ocurra la idea, sólo que se te
ocurra?
—Te has equivocado de
hombre —dijo R. C.—, Espera a que venga el padre Faine y se lo preguntas a él.
—Ya. Pero tú estás aquí, y
él no —y sintió toda la urgencia del problema; pesaba sobre él, haciéndole
moverse y hablar, obligándole a seguir, no la lógica normal, sino su propia
lógica.
—Todo el mundo —dijo R. C.—
tiene impulsos agresivos, hostiles hacia alguien, en un momento dado. Yo de vez
en cuando le daría un buen puñetazo a Seb, y no digamos a Bob Lindy; Lindy me
saca de quicio. Y a veces incluso... —R. C. bajó la voz— Lotta, ya sabes, la
mujer de Seb; viene mucho por aquí. Sin razón, sólo porque... ya sabes; se da
una vuelta por aquí para charlar un rato. Es simpática, pero, maldita sea, a
veces me pone negro. Es una pelma. —Es muy maja —dijo Tinbane. —Sí que es maja.
No hay otra como ella. Pero ¿no era eso a lo que te referías? Pues eso, que una
persona tan simpática como ella, me dan ganas de tirarle un cenicero a la
cabeza porque me resulta tan... —gesticuló— tan dependiente. Todo el rato
colgada de Sed. Y él es mucho más viejo que ella. Y con esto del antitiempo, la
Fase Hobart, se está volviendo cada vez más jovencilla; pronto será una
quinceañera y tendrá que ir al instituto, y cuando él sea... pongamos de mi
edad, ella será un bebé. ¡Un bebé! —se quedó mirando al oficial Tinbane.
—Tienes razón —concedió Tinbane. —Claro que cuando se casó con él era
mayorcita. Más madura. No la conociste entonces; no hacías rondas por esta
parte. Pero lo que es ahora —se estremeció—, ya ves lo que hace la maldita Fase
Hobart.
—¿Estás seguro? —dijo
Tinbane—. Yo creía que tenías que haber muerto y renacido para volverte más
joven.
—Demontre —dijo R. C.—, ¿no
entiendes lo del antitiempo? Mira: yo la conocí antes. Era mayor que ahora. Yo
era mayor; todos lo éramos. ¿Sabes lo que creo? Creo que se te ha bloqueado la
mente por no enfrentarte con ello, porque ahora eres joven, demasiado joven
incluso; tú tampoco te puedes permitir el volverte más joven. Porque tendrías
que dejar de ser policía.
—Que te crees tú eso
—sentía un enfado tremendo, rápido y terrible—. A lo mejor te afecta un poco el
antitiempo si no te has muerto, a lo mejor te estabiliza un poco, pero no es
como a los muertos, como Seb. Reconozco que está haciéndose más joven, pero Lotta
no. La conozco desde hace... —calculó mentalmente— casi un año. Está más
madura.
Un aerocoche aterrizó en la
azotea encima de ellos; por las escaleras bajaron Bob Lindy, Sebastián Hermes y
el padre Faine.
—Un buen trabajo —dijo
Sebastián al ver al oficial Tinbane— el que ha hecho el doctor Sign. Está con
él, con el antiguo nacido, en la Emergencia de Ciudadanos —suspiró—. Estoy
agotado —se sentó en una silla con asiento de rejilla y cogió un resto de
cigarrillo del cenicero que había a su lado, lo encendió y se puso a echar humo
dentro de él—. Bueno, Joe Tinbane, ¿qué hay de nuevo? ¿Algún desasesinato? —se
echó a reír. Los demás también.
—Quería hablar con el padre
Faine —dijo Tinbane— sobre un... asunto religioso. Algo personal —volviéndose
al padre Faine—: ¿Puede usted venir conmigo al coche patrulla y así nos
sentamos y le hago esa consulta?
—No faltaba más —dijo el
padre Faine; siguió a Tinbane hacia la habitación de entrada al
establecimiento, pasaron por delante de Cheryl Vale, que aún hablaba por teléfono,
y salieron a donde Tinbane tenía el coche patrulla aparcado.
Se sentaron y durante unos
momentos permanecieron en silencio. Entonces dijo el padre Faine:
—¿Tiene algo que ver con el
adulterio? —al igual que Seb, él también era, indudablemente, un tanto
psiónico.
—No, qué va —dijo Tinbane—;
tiene que ver con ciertos pensamientos que he tenido y que nunca tuve antes.
Verá..., hay una situación de la que puedo aprovecharme. Pero a costa de otra
persona. Ahora bien, ¿qué intereses tienen prioridad? ¿Los de esta persona, por
qué? ¿Por qué no los míos? Yo también soy una persona. No lo veo muy claro
—volvió a caer en un mutismo mohíno—. Está bien, tiene que ver con una mujer,
pero de lo que estoy hablando no es del adulterio; se trata de perjudicarla, a
la muchacha. Hay algo que me da cierto poder sobre ella para pensar..., sólo
pensar, no sé..., que podría llevármela a la cama.
Se preguntó si la habilidad
telepática del padre Faine le permitiría distinguir la imagen de Lotta Hermes;
deseó con todas sus fuerzas que no fuera así..., pero de todas formas el pastor
tendría que mantener el secreto. Aunque resultaría violento. —¿Tú la quieres?
—preguntó el padre Faine. Aquello le dejó cortado. Frío. —Sí —dijo al fin.
Era verdad. La amaba. Nunca
había entrado en su conciencia, pero así era. De modo que aquello era lo que le
espoleaba; a eso se debían sus incomprensibles pensamientos. —¿Está casada?
—No —dijo. Para mayor
seguridad. —Pero ella no te quiere —dijo vivamente el padre Faine.
—No, qué demonio; a quien
quiere es a su marido —entonces se dio cuenta de lo que acababa de decir y de
lo fácilmente que descifraría el padre Faine por qué había dicho que no estaba
casada; podía darse cuenta de que se trataba de Lotta—. Y él es un buen amigo
mío —dijo—. No quiero hacerle daño. Pero el caso es que la quiero, pensó, y eso
duele; eso es lo que me hace sentir como me siento; cuando se ama a alguien se
quiere estar con ella, tenerla como esposa o como novia. Es natural; es
biológico.
—Ten cuidado —dijo el padre
Faine— de no darme nombres. No sé cuánto sabes tú del rito de la confesión,
pero siempre es obligatorio no dar nombres.
—¡No me estoy confesando!
—se sintió indignado—. Sólo le estoy pidiendo su opinión profesional.
¿Estaría confesándose un
pecado? En cierto modo sí; estaba pidiendo ayuda, pero también solicitando
absolución. Perdón por lo que había pensado, por lo que pudiera hacer; perdón
por lo que era en esencia; su esencia era quien hablaba, quien anhelaba a Lotta
Hermes y estaba dispuesta a sortear cuantos escollos trataran de impedirle
hacerse con ella, como un salmón saltando y brincando a contracorriente.
—El hombre —dijo el padre
Faine— es en parte animal, con pasiones animales. No es culpa tuya, ni nuestra,
el que tengamos deseos ilícitos que van contra la ley de Dios.
—Sí, pero tengo una
naturaleza superior —dijo mordazmente. Lo malo es que no aparece, pensó; no en
este caso, el conflicto no va por ahí. No hay en mí nada que se oponga a mis
deseos.
»Lo que quiero, advirtió,
no es que se me aconseje lo que está bien, ni que se me absuelva. ¡Lo que
quiero es un papelito que me dé permiso para llevar a cabo lo que deseo!
—En eso no puedo ayudarte
—dijo el padre Faine un tanto triste.
Sorprendido, consciente de
que había leído sus pensamientos, dijo:
—Desde luego puede usted
leer el pensamiento de las personas.
Ahora deseaba dar por
terminada la discusión; sin embargo, el padre Faine no estaba dispuesto a
dejarle marchar: era evidente que tenía que pagar el precio de la consulta.
—No es que tengas miedo de
actuar mal —dijo el Padre Faine—, lo que ocurre es que temes intentar actuar
mal y fracasar en tu intento y que todo el mundo se entere. La muchacha que
deseas, su marido; temes fracasar y que se forme un frente contra ti que te
deje fuera de combate —el tono era crítico y no admitía réplica—. Dices que
tienes cierto poder sobre esa muchacha; supón que intentas lo que quieres y que
ella salta por otro lado, se asusta y se cobija en su marido, lo que no deja de
ser natural; entonces tú... —hizo un gesto— cabe decir que fuiste a por lana y
saliste trasquilado.
Por la radio del coche
patrulla la radiotelefonista de la policía dio unas órdenes a otro equipo en
otra parte de Los Ángeles. Sin embargo, dijo Tinbane:
—Eso es para mí; tengo que
largarme —abrió la portezuela del coche y el padre Faine salió.
—Muchas gracias, padre
—dijo cortés y educadamente.
Se cerró la puerta; el
padre Faine se alejó y entró en el edificio.
Tinbane salió rugiendo y se
perdió en el cielo, lejos del Vitarium Flask de Hermes. Por el momento.
Al ver entrar al
establecimiento al padre Faine, Sebastián Hermes notó su turbación, y le dijo:
—Debe de tener usted algún
problema.
—Todos los tenemos —dijo
vagamente el padre Faine, sin dejar traslucir sus pensamientos.
—Volvamos al trabajo —dijo
Sebastián al padre y a Bob Lindy, que se encontraba sentado en su taburete—. He
estado observando por el monitor si lanzaba señales el chivato que puse en la
tumba del Anarca Peak, y creo que he recogido latidos de corazón. Muy débiles e
irregulares, pero me dice mi intuición que hay algo ahí; estamos muy cerca.
—Debe valer su peso en oro
—dijo Lindy.
—Lotta recogió un montón de
información en la Biblioteca —dijo Sebastián—. Hizo un buen trabajo —la verdad
es que se preguntaba cómo se las había podido arreglar, dada su timidez—. Sé
todo lo que hay que saber sobre ese Anarca Peak. Fue un gran hombre. No se
parecía en nada a ese Ray Roberts; todo lo contrario, el extremo opuesto. Le
haremos un gran servicio al mundo, y sobre todo a la población de la
Municipalidad Negra Libre —sin darse cuenta inhaló el humo del cigarrillo
vigorosamente y éste se alargó entre sus dedos—. Lo malo —declaró— es que tiene
que volver a la Biblioteca; esta vez quiero que reúna todo lo que pueda sobre
ese chalado de Ray Roberts.
—¿Por qué? —preguntó Bob
Lindy.
—Roberts —dijo Sebastián
con un gesto para que le prestaran atención— es al mismo tiempo una amenaza y
potencialmente nuestro mejor comprador —se volvió hacia el experto R. C.
Buckley—: ¿No es así?
R. C. le dio vueltas a
aquello en la cabeza durante unos momentos.
—Como bien dices, estaremos
más seguros cuando Lotta nos traiga más elementos de juicio sobre él; la mayor
parte de lo que sale en los periódicos sobre las estrellas de la tele o sobre
los políticos o las figuras religiosas son puras invenciones. Pero sí, creo que
tienes razón. El Anarca fundó el culto Udi; cabe pensar que nadie le quiere tan
mal como ellos —concluyó—: Naturalmente, como has insinuado, puede que le maten
sin más.
—¿Es eso problema nuestro?
—dijo Lindy—. Lo que hagan después con el Anarca no nos importa para nada;
nuestra responsabilidad termina en cuanto transferimos la propiedad y cobramos
el dinero.
Cheryl Vane, que estaba
escuchando, terció:
—Eso es horrible. El Anarca
era tan buena persona...
—Vamos a esperar —dijo
Sebastián—. Esperemos hasta ver qué nos trae Lotta de la Biblioteca. Quizá
Roberts no sea tan malo. A lo mejor podemos hacer negocio con él, un negocio
perfectamente legal y ético —su instinto (de que tenían entre manos una
auténtica bomba) permanecía inamovible.
—A Lotta no le va a hacer
ninguna gracia —dijo el padre Faine— tener que volver a la Biblioteca. Ese
lugar la ha traumatizado.
—Ya lo hizo una vez —dijo
Sebastián— y nadie se la comió —mas en su fuero interno se sentía culpable;
quizá debiera ir él. Pero la Biblioteca le echaba para atrás también. Quizá,
pensó, fuera eso lo que le había movido a mandar a su mujer a buscar la
información la primera vez..., a hacer el trabajo que debiera hacer él. Y Lotta
se habría dado cuenta; sin embargo, fue.
Aquella cualidad suya era
su mayor atractivo. Y, sin embargo, invitaba en cierto modo a abusar de ella, y
contra eso tendría que guardarse. Las decisiones las tomaba él, no ella. A
veces renunciaba a ellas con éxito, y otras, como en el caso de la Biblioteca,
cedía a sus propios temores; velaba por su propio interés y permitía que fuera
ella quien sufriera. Aquello le hacía odiarse periódicamente..., como le
ocurría ahora hasta cierto punto.
—Hay algo —estaba diciendo
el padre Faine— que quizá no se te haya ocurrido, Sebastián. Movido por una
envidia muy humana, Ray Roberts puede no querer que renazca el Anarca Peak,
pero quizá en su organización haya otros que esperen impacientes el retorno de
Peak.
—Un grupo disidente —dijo
Sebastián, pensativo.
—A lo mejor puedes ponerte
en contacto con ellos a través de ese policía, el oficial Tinbane —y
volviéndose a R. C. Buckley, añadió—: Me parece que ése es asunto tuyo; para
eso te pagamos.
—Claro, claro —dijo R. C.
moviendo la cabeza vigorosamente para decir que sí; sacó su libreta del
bolsillo y se puso a hacer unos garabatos—. Me encargaré de ello.
Bob Lindy, que tenía
auriculares del monitor conectado con el chivato que había colocado Sebastián
en la tumba del Anarca, dijo de pronto:
—Eh, creo que tenías razón.
Oigo latidos de corazón; como tú decías, débiles e irregulares, pero cada vez
más firmes.
—Déjame escuchar —dijo R.
C. Buckley inclinándose sobre Lindy impacientemente. También él, como
Sebastián, se olía la tempestad que se les venía encima—. Sí —dijo al cabo de
un rato; se quitó los auriculares y se los ofreció al padre Faine.
—Vamos a sacarle de allí
—dijo Sebastián bruscamente—. Ya no esperamos más.
—Eso va contra la ley —le
recordó el padre Faine—. No se puede excavar antes de oír perfectamente la voz
del enterrado.
—¡Leyes! —dijo R. C.
contrariado—. Está bien, padre, si quiere obedecer la ley al pie de la letra,
entonces negociaremos con Ray Roberts; según la ley, tenemos derecho a vender
al mejor postor. Así es como se rigen estos negocios.
Cheryl Vale llamó por el
videófono interior a Sebastián.
—Señor Hermes, tengo una
conferencia para usted, de persona a persona —tapó el micrófono con la mano—.
No sé quién es. Se trata de una llamada desde Italia.
—¡Italia! —exclamó
Sebastián, perplejo. Volviéndose a R. C., dijo—: Echa un vistazo a tu fichero y
mira a ver si tenemos a alguien de origen italiano —se fue junto a la señorita
Vale y tomó el teléfono—. Aquí Sebastián Hermes —dijo—. ¿Con quién tengo el
gusto de hablar?
El rostro que aparecía en
la pantallita tampoco le era familiar a él. Un tipo caucasiano con el pelo
largo muy negro y ensortijado y una mirada intensa y penetrante.
—Usted no me conoce, señor
Hermes —dijo el hombre—, y hasta ahora nunca había tenido el placer de hablar
con usted —tenía un ligero acento italiano y era mesurado y ceremonioso en su
forma de hablar—. Encantado de hablar con usted.
—Lo mismo digo —dijo
Sebastián—. Es usted el signar...
—Tony —dijo el italiano
moreno—. No importa mi apellido. Tenemos entendido, señor Hermes, que poseen
ustedes los derechos sobre el difunto Anarca Peak. O el ex difunto Anarca Peak,
si es ése el caso. ¿Cuál de los dos es, señor Hermes?
Sebastián dudó, y luego
dijo:
—Sí, mi firma posee los
derechos del individuo en cuestión. ¿Está usted interesado en su adquisición?
—Desde luego —dijo Tony.
—¿Puedo preguntarle a quién
representa usted?
—A una persona muy
importante que está interesada —dijo Tony—. No tiene nada que ver con el Udi. Y
eso ya es algo. Ya se dará usted cuenta de que Ray Roberts es un asesino,
resulta esencial mantener al Anarca fuera de su alcance. Ya sabrá que existe
una ley tanto en los Estados Unidos del Oeste como en Italia que dice que es
felonía transferir la propiedad de un renacido a alguien que se supone
razonablemente pueda hacerle daño, ¿no? ¿Es usted consciente de ello, señor
Hermes?
—Le voy a pasar al señor
Buckley —dijo Sebastián, picado; pues aquella parte del negocio no era de su
incumbencia—. Es nuestro representante de ventas; un momento —le pasó el
aparato a R. C., que inmediatamente se puso en acción.
—Aquí R. C. Buckley
—entonó—. Ah, sí, Tony; su información es correcta; tenemos al Anarca Peak en
nuestro inventario; se está recuperando estupendamente de los dolores del
renacimiento en el mejor hospital que hemos podido encontrarle. Naturalmente,
no puedo decirle de cuál se trata; ya entiende, ¿verdad? —le hizo un guiño a
Sebastián—. ¿Puedo preguntarle de dónde ha sacado usted esa información? Hemos
mantenido este asunto bastante en secreto... A causa de los distintos intereses
implicados; como por ejemplo Ray Roberts, quien creo mencionó usted antes —hizo
una pausa, esperando.
Sebastián pensó: ¿Cómo ha
podido enterarse nadie? Sólo lo sabemos los seis de aquí de la organización.
Lotta, pensó entonces. Ella también lo sabe. ¿Se lo habría dicho a alguien?
Bueno, tendrían que darlo a la luz pública si querían vender al Anarca. Pero
tan pronto, antes de tener la verdadera custodia física... Resultaba ya
imperativo sacar al Anarca de debajo de tierra sin más dilación, dentro o fuera
de la ley. Apuesto a que ha sido Lotta, pensó. Maldita sea.
Se llevó a Bob Lindy fuera
del área de trabajo del establecimiento, y le dijo:
—Ahora no tenemos más
remedio que poner manos a la obra. En cuanto R. C. cuelgue ponte a trabajar y
localiza al doctor Sign; vosotros dos y el padre Faine os encontraréis conmigo
en el cementerio de Forest Knolls; yo salgo pitando ya —sentía toda la urgencia
del caso—. Os veré allí entonces; y daos prisa. Explícale la situación a Sign.
Le dio una palmada a Lindy
en la espalda, luego salió disparado escaleras arriba hacia el aparcamiento de
la terraza en donde había aterrizado su aerocoche.
Al poco rato ya iba por los
aires camino del pequeño y casi abandonado cementerio en donde yacía el Anarca
Peak.
6
«Solamente huyendo por
completo de la nada encontraremos al Ser en toda su pureza.»
SAN BUENAVENTURA.
Forest Knolls, pensó
Sebastián. El cementerio abandonado, obviamente elegido con sumo cuidado por
quienes habían enterrado al Anarca. Debieron creer en la teoría de Alex Hobart
de que el Tiempo estaba a punto de invertir su curso; debieron (los que amaban
al Anarca) prever aquella situación.
Se preguntó cuánto tiempo y
con cuánto empeño habrían andado los matones de Ray Roberts buscando la tumba.
Evidentemente, no le habían dedicado ni el tiempo ni el empeño suficientes.
El cementerio, un exiguo
cuadrado de verdor, apareció a sus pies; Sebastián dio marcha atrás, descendió
y vino a posarse en lo que había sido un aparcamiento de gravilla pero que
ahora estaba cubierto de espesa maleza.
Incluso a la luz del día
era un sitio que tiraba de espaldas; pese a la naciente vida que bajo tierra
imploraba potencialmente ayuda. «Entonces se abrirán los ojos de los cielos»,
dijo repitiendo una cita vagamente recordada de la Biblia. «Y las lenguas de
los muertos saldrán de su quietud.» Unas líneas encantadoras; y ahora tan
reales, tan ciertas. ¿Quién lo hubiera dicho? Todos estos siglos consideradas como
una fábula muy linda y reconfortante por todos los intelectuales del mundo,
algo para convencer a la gente de que aceptara su suerte. Pero aquello que se
había predicho, un día había de ser literalmente cierto, no era tan sólo un
mito...
Se abrió paso entre las
tumbas menos impresionantes y llegó al fin ante el monumento de granito labrado
de Thomas Peak, 1921-1971.
La tumba —gracias a Dios—
permanecía igual que la última vez. Intacta. No había nadie a la vista, ningún
testigo de su acción ilegal.
Sin embargo, para mayor
seguridad, se arrodilló sobre la sepultura, encendió el megáfono que utilizaba
en aquellas ocasiones, y dijo:
—¿Me oye, señor? Si es así,
emita un sonido —retumbó su voz; esperó que el ruido no atrajera a nadie que
pudiera pasar por allí. Sacó los auriculares y se los puso, colocando la copa
ultrasensible contra la tierra. Escuchó.
De abajo no llegaba ninguna
respuesta. Un vientecillo angustioso hacía estremecer las matas de hierbajos
irregulares, los matorrales del pequeño cementerio de la periferia... Recorrió
con la copa de escucha toda la tumba, esforzándose por oír algo, por captar
alguna respuesta. Nada.
Unos metros más allá,
procedente de otra tumba, le llegó una vocecilla que salía de debajo de tierra.
—Le estoy oyendo, señor;
estoy vivo y me han encerrado aquí abajo; está muy oscuro. ¿Dónde me encuentro?
—había pánico en la voz solitaria y desmayada. Sebastián suspiró; al utilizar
el megáfono había despertado a otro muerto. Bueno, había que atenderle también
a él, a aquel hombre atrapado que se ahogaba en su ataúd. Dio unos pasos hacia
la tumba donde había actividad, se arrodilló, colocó la copa de escucha en el
suelo, aunque ya era innecesario.
—No se asuste, señor —dijo
Sebastián por el megáfono—. Estoy aquí arriba y he oído su ruego. Pronto le
sacaremos.
—Pero —se quebró la voz,
desmayada y vacilante—. ¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es éste?
—Fue usted enterrado
—explicó Sebastián; estaba acostumbrado a aquello; cada trabajo que emprendía
su firma requería aquel pequeño intervalo entre el despertador muerto y el
momento en que le subían y le sacaban..., y sin embargo nunca se había podido
acostumbrar a ello.
—Murió usted —siguió
explicando— y le enterraron, y ahora el tiempo se ha invertido y vuelve usted a
estar vivo.
—¿El tiempo? —repitió la
voz—. ¿Cómo? No..., no entiendo; ¿el tiempo de qué? ¿No puedo salir de aquí? No
me gusta este sitio; quiero volver a mi cama en el General de La Honda.
Los últimos recuerdos. Del
hospital que había resultado ser el último. Sebastián dijo por el megáfono:
—Escúcheme. Pronto
tendremos aquí un equipo y hombres para sacarle; procure utilizar la menor
cantidad de aire posible; no lo malgaste. ¿Puede relajarse? Inténtelo.
—Mi nombre —dijo la voz
temblando— es Harold Newkom y soy un veterano de la guerra; tengo preferencia.
Creo que debería usted tratar mejor a un veterano de la guerra.
—Créame —dijo Sebastián—.
No es culpa mía.
Yo también tuve que pasar
por esto, pensó sombríamente; recuerdo cómo me sentía. Desperté en la
oscuridad, en el Sitio, como le llaman. Y algunos, pensó, lamentándose sin
obtener respuesta... porque el sistema tiene las manos atadas por esas malditas
leyes burocráticas dictadas en Sacramento, leyes que nos estorban y nos
entorpecen, leyes anticuadas, malditas sean.
Se puso en pie con cierta
dificultad —no rejuvenecía con la suficiente celeridad— y volvió a la tumba del
Anarca.
Cuando Bob Lindy, el doctor
Sign y el padre Faine llegaron, les dijo:
—Tenemos a un revivido al
que hay que atender primero —les mostró la tumba y Bob Lindy se puso
inmediatamente con su taladro a trabajar la dura tierra, para hacer llegar
abajo el aire necesario. Eso era todo; el resto pura rutina.
El doctor Sign, en pie
junto a él, le dijo sarcásticamente.
—Vaya, eso sí que es
suerte. Ahora tienes una buena excusa para estar aquí si pasan los polis.
Estabas haciendo tu ronda acostumbrada por los cementerios cuando oíste a este
hombre... ¿no es eso? Volvió a la tumba; saltaba la basura en todas direcciones
tras haber puesto Lindy en marcha los excavadores automáticos. Volviéndose
nuevamente hacia Sebastián Hermes, le gritó, por encima del ruido de los
excavadores:
—Creo que estás cometiendo
un grave error, desde un punto de vista médico, sacando a Peak cuando aún sigue
muerto. Es muy arriesgado; se opone al proceso natural de reconstitución de la
entidad bioquímica. Todo eso se nos ha dicho una y otra vez; si el cuerpo sale
demasiado pronto, deja de reconstituirse; tiene que quedarse ahí abajo, en la
oscuridad, frío, lejos de la luz.
—Como el yogur —dijo Bob
Lindy.
—Y, además —siguió diciendo
el doctor Sign—, trae mala suerte.
—Mala suerte —repitió
Sebastián divertido.
—Tiene razón —dijo Bob
Lindy—. Se supone que se produce un relajamiento de las fuerzas de la muerte,
cuando se saca prematuramente a un muerto. Las fuerzas quedan sueltas por el
mundo y siempre se fijan en una persona.
—¿En quién? —dijo
Sebastián. Pero ya conocía aquella superstición; ya lo había oído decir antes.
La maldición caía sobre la persona que había desenterrado al muerto.
—En este caso en ti —dijo
Bob Lindy, riendo con una mueca.
—Le volveremos a enterrar
—dijo Sebastián. Los excavadores se habían detenido; Lindy se inclinó sobre el
agujero, buscando a tientas el reborde del ataúd—. Lo enterraremos en el
sótano. Bajo el Vitarium Flask de Hermes.
Avanzó. El, el doctor Sign
y el padre Faine ayudaron a Lindy a extraer el ataúd húmedo y medio deshecho.
—Desde el punto de vista
religioso —dijo a Sebastián el padre Faine, mientras Lindy, con mano experta,
iba desatornillando la tapa de la caja— es una violación de la ley moral de
Dios. El renacimiento tiene que realizarse a su tiempo; tú, mejor que todos
nosotros, deberías saberlo..., puesto que pasaste por ello —abrió el libro de
oraciones para empezar a rezar sobre el señor Harold Newkom—. Mi lectura para
hoy —dijo— pertenece al Eclesiastés: «Arroja tu pan sobre las aguas, pues
habrás de encontrarlo al cabo de muchos días» —miró severamente a Sebastián y
siguió con su lectura.
Sebastián Hermes dejó a los
demás en sus distintas ocupaciones y fue a pasear por el cementerio, como
solía, anhelante, alerta, con el oído atento...; pero, como antes, se sintió
atraído hacia una sola tumba, hacia el único lugar que importaba: el monumento
esculpido en granito del Anarca Peak; no podía alejarse de él.
Tenían razón, pensó. El
doctor Sign y el padre Faine; es un enorme riesgo médico y un indudable
quebrantamiento de la ley: no sólo de la ley de Dios sino de la del código
civil. Todo eso ya lo sé, pensó; no tienen necesidad de decírmelo. Mi propio
equipo, pensó sombrío, y son incapaces de apoyarme.
Lotta sí lo haría, pensó.
De eso siempre podía estar seguro: de su apoyo. Ella lo entendería; no podía
arriesgarse a no desenterrar al Anarca. Dejarle allí era invitar a los engendros
del poder de Ray Roberts a que cometieran un asesinato. Puedo alegar esa razón:
es por la propia seguridad del Anarca.
¿Cómo de peligroso, se
preguntó una vez más, será ese Ray Roberts? Aún no lo sabemos; sólo por lo que
dicen los periódicos.
Se dirigió hacia el
aerocoche y marcó el número de teléfono de su casa.
—¿Diga? —se oyó la voz
aniñada de Lotta, intimidada por el teléfono; entonces le vio y sonrió—. ¿Otro
trabajo? —podía ver el cementerio detrás de él—. Espero que sea algo
interesante.
—Escucha, cariño —dijo
Sebastián—. No me gusta nada hacerte esto, pero no tengo tiempo de ocuparme yo
de ello; estamos aquí muy atados con este trabajo y después... —vaciló—.
Tenemos otro esperando —dijo, sin hablar de quién se trataba.
—¿Qué es lo que quieres?
—escuchó atentamente.
—Otro trabajo de
investigación en la Biblioteca.
—¡Oh! —a duras penas logró
ocultar su angustia—. Claro, no faltaba más.
—Esta vez quiero conocer la
historia de Ray Roberts.
—Lo haré —dijo Lotta—, si
puedo.
—¿Qué quiere decir, si puedes?
—Sufrí... —dijo Lotta— un
ataque de angustia.
—Lo sé —dijo y sintió
cuánto la estaba haciendo sufrir.
—Pero supongo que podrá
hacerlo también ahora —asintió tristemente.
—Sobre todo —dijo él—,
sobre todo, mantente alejada de ese monstruo que es Mavis McGuire —si puedes,
pensó.
De pronto, Lotta se animó:
—Precisamente Joe Tinbane
acaba de hacer una investigación sobre Ray Roberts. A lo mejor consigo la
información de él —en su rostro se dibujaba el mayor contento y satisfacción—.
Así no tendré que ir allí.
—De acuerdo —dijo
Sebastián. ¿Por qué no? Era lógico que la policía de Los Ángeles investigara a
Roberts; después de todo ese hombre se disponía a hacer su aparición en su área
jurisdiccional. Probablemente Tinbane sabía todo lo que había que saber; incluso
(Dios me perdone, pero creo que es cierto) habrá conseguido más en la
Biblioteca de lo que jamás pudiera lograr Lotta.
Cuando colgó, pensó: ojalá
pueda localizar a Joe Tinbane. Pero tenía sus dudas; la policía debía estar
ocupadísima en estos momentos; quizá Tinbane tuviera todo el día ocupado.
Tenía el sentimiento de que
Lotta tendría mala suerte; muy pronto y muy intensamente. Y pensando en ello se
sintió acobardado; tembló por ella.
Y se sintió aún más
culpable.
Volvió hacia su equipo de
empleados junto a la sepultura abierta, y dijo:
—Vamos a despachar rápido a
éste y así nos pondremos manos a la obra con el importante —se había decidido
ya: exhumarían el cuerpo del Anarca ahora, en este viaje.
Esperó no vivir lo bastante
para arrepentirse de ello. Pero tenía la firme impresión de que sí se
arrepentiría.
Y sin embargo, al menos a
él, seguía pareciéndole que era lo mejor que podía hacerse. No conseguía
quitarse esa idea de la cabeza.
7
«Tú y yo, cuando
dialogamos, nos hacemos el uno dentro del otro. Porque cuando yo entiendo lo
que tú entiendes, yo me convierto en tu entendimiento, y me meto dentro de ti,
en cierto modo inefable.»
ERÍGENA.
Cuando realizaba su ronda
en su aerocoche patrulla, el oficial Joseph Tinbane recibió la llamada de la
estación de policía:
—Una tal señora Lotta
Hermes desea que te pongas en contacto con ella. ¿Es asunto de la policía?
—Sí —mintió; qué otra cosa
podía hacer—. Muy bien —dijo—, le telefonearé. Tengo el número. Gracias.
Esperó hasta las cuatro en
punto, cuando terminaba su servicio, y entonces, ya despojado del uniforme, la
llamó desde una cabina de videófono.
—Me alegro de que me haya
llamado —dijo Lotta—. ¿Sabe una cosa? Tenemos que conseguir toda la información
posible sobre Ray Roberts, el jefe de ese culto Udi. Precisamente estaba usted
en la Biblioteca documentándose sobre él y he pensado que podría obtener de
usted la información y así no tengo que volver a la Biblioteca —le miró
suplicante—. Ya he ido allí una vez hoy; no puedo volver a ese sitio, es tan
espantoso, todo el mundo mirándote y todo tan en silencio.
—Vayamos juntos a tomar un
tubo de sogum —dijo Tinbane—. Al Sogum Palace de Sam. ¿Sabe dónde está?, ¿puede
ir?
—¿Y allí me dirá todo lo
que sepa de Roberts? Es ya un poco tarde y la Biblioteca debe de estar a punto
de cerrar, así que luego no me dará tiempo a...
Colgó y se dirigió al Sogum
Palace de Sam, en la calle Vine. Lotta aún no había llegado; se sentó a una
mesa del fondo desde donde podía ver la puerta. No tardó en aparecer con su
abrigo demasiado grande, sus ojos preocupados que miraban a todas partes;
avanzó vacilante, sin verle, temerosa de que no estuviera allí, etc. El policía
se levantó y le hizo una seña con la mano.
—He traído papel y lápiz
para apuntarlo todo —dijo al sentarse jadeante frente a él, encantada de
haberle visto..., como si fuera un milagro, algún favor de la fortuna, el que
se encontraran en un mismo sitio y casi al mismo tiempo.
—¿Sabe por qué quería verla
en este lugar? —le dijo—. ¿Y estar con usted? Porque me estoy enamorando de
usted.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó
ella—. Entonces tendré que ir a la Biblioteca después de todo —se puso en pie,
cogió su lápiz, su papel y su bolso.
El también se levantó y la
tranquilizó:
—Eso no quiere decir que no
tenga la información que necesita sobre Ray Roberts o que no se la vaya a dar.
Siéntese. No se ponga nerviosa; no pasa nada. Sólo pensé que tenía que
decírselo.
—¿Cómo pudo usted
enamorarse de mí? —dijo volviendo a sentarse—. Soy un desastre. Y además estoy
casada.
—No es usted un desastre
—dijo él—. Y los matrimonios se hacen y se rompen; son un contrato civil, como
una sociedad. Empiezan. Terminan. Yo también estoy casado.
—Ya lo sé —dijo Lotta—.
Nunca pierde ocasión de decir a quien quiera escucharle que su mujer es
mezquina. Pero yo quiero a Seb; él es toda mi vida. Es tan responsable —se
quedó mirándole atentamente—. ¿De veras está enamorado de mí? ¿En serio? Es muy
halagador —parecía que, en cierto modo, aquello la hacía sentirse más a gusto,
la tranquilizaba—. Bueno, vamos a ver esos datos sobre ese tal Ray Roberts. ¿Es
de verdad tan malo como dicen los periódicos? Ya sabe por qué Seb quiere que
reúna la mayor información posible sobre él, ¿verdad? Supongo que no será ningún
pecado que se lo diga; ya sabe usted lo único secreto que se suponía no debía
decirle. Quiere la información sobre Roberts porque...
—Ya sé por qué —dijo
Tinbane inclinándose hacia ella y acariciándole la mano; ella la retiró al
instante—. Quiero decir —continuó— que a todos nos gustaría conocer la reacción
de Roberts ante el renacimiento de Peak. Pero eso es asunto de la policía; en
cuanto renazca Peak es automáticamente responsabilidad nuestra protegerle. Si
supieran mis superiores que su vitarium ha localizado a Peak enviarían a su
propio equipo a desenterrarle —hizo una pausa—. Si eso ocurriera, su esposo
sufriría una enorme pérdida. No se lo he dicho a Gore. George Gore es mi
superior en este asunto. Quizá debiera decírselo —esperó pendiente de su reacción.
—Gracias —dijo Lotta— por
no habérselo dicho al señor Gore.
—Pero quizá tenga que
hacerlo.
—En la Biblioteca dijo
usted que era como si yo no le hubiese dicho nada. Estas fueron sus palabras:
«Ni siquiera me lo diga a mí», significando que oficialmente, como policía, no
me había oído. Si se lo dice al señor Gore... —parpadeó rápidamente—, Sebastián
se figurará cómo lo ha sabido; ya sabe lo tonta que soy; siempre tengo que
meter la pata; siempre.
—No diga eso. Lo que pasa
es que no sabe mentir; dice lo que le pasa por la cabeza, y eso es normal y
natural. Es usted una persona admirable y encantadora. Admiro su sinceridad.
Pero tiene razón. Su marido se enfadaría como un condenado.
—A lo mejor se divorcia de
mí y todo. Entonces podrá usted divorciarse de su mujer y casarse conmigo.
Dio un respingo, ¿estaría
bromeando? No podía saberlo. Lotta Hermes era imprevisible, como un pozo sin
fondo.
—Cosas más raras se han
visto —dijo cautamente.
—¿Más raras que qué?
—¡Que lo que acaba de
decir! ¡Lo de que podríamos casarnos!
—Pero —dijo Lotta muy
seria— si usted no le dice nada al señor Gore entonces no tendremos necesidad
de casarnos.
—Cierto —añadió él hecho un
lío. En cierto modo era lógica.
—Por favor, no se lo diga
—el tono era implorante, pero con un trasfondo exasperado; después de todo,
como acababa de recordarle, había dicho que (oficialmente) no oyó nada—. No
creo que usted y yo estemos hechos el uno para el otro; yo necesito a alguien
mayor que yo en quien pueda apoyarme; siempre necesito un báculo. Ya no soy una
persona adulta y esa maldita Fase Hobart lo confirma día tras día —se puso a
hacer rayitas en el cuaderno con el lápiz—. Qué cosa ir hacia la infancia.
Volver a ser un bebé, indefenso, dependiente de los demás. Todos los días
intento hacerme mayor; lucho todo el tiempo contra ello, igual que las señoras
gordas antes luchaban contra las arrugas. Bueno, al menos no tengo que
preocuparme de eso. Pero mire, Sebastián aún será adulto cuando yo sea una niña
y eso no está mal; puede ser mi padre y protegerme. Pero usted es de mi edad;
seremos niños al mismo tiempo, y ¿adonde nos llevará eso?
—A ninguna parte
—concedió—. Pero escucha. Haré un trato contigo. Te daré la información que
buscas sobre Ray Roberts y no le diré nada a Gore de que tenéis en el vitarium
el cuerpo del Anarca Peak. Sebastián no se enterará de que me lo dijiste.
—Se lo dije a los dos.
También al bibliotecario —corrigió Lotta.
—Este es mi trato —siguió
diciendo él—. ¿Quieres oírlo?
—Sí —escuchó obediente.
Se lanzó de cabeza y dijo
ásperamente:
—¿Podrías dispensar un poco
de amor a mi persona?
Ella se echó a reír. Con
alegría y sin malicia. Y aquello le terminó de desconcertar; ahora sí que no
tenía ni idea de cuál era su posición ni de lo que había conseguido (si es que
había conseguido algo). Se sintió desalentado; a pesar de su infantilismo, de
su inexperiencia, era ella la que controlaba la conversación.
—Y eso ¿qué quiere decir?
—preguntó la muchacha.
Pues quiere decir, pensó
él, que te acuestes conmigo.
—Podremos salir juntos como
ahora de vez en cuando. Vernos; ya sabes. Salir, incluso de día. Puedo cambiar
de turno.
—¿Quieres decir mientras
Sebastián esté en la oficina?
—Si —afirmó con la cabeza.
Ante sus ojos incrédulos,
ella se echó a llorar; le rodaban las lágrimas por las mejillas y no hacía
ningún esfuerzo por enjugárselas; lloraba como un crío.
—¿Qué te ocurre? —le
preguntó él, sacando muy serio un pañuelo y limpiándole los ojos.
—Tenía yo razón —dijo Lotta
sorprendentemente—. Tengo que ir a la Biblioteca. Qué rabia.
Se levantó, cogió el papel
y el lápiz y el bolso y se alejó de la mesa.
—No sabe —dijo algo más
calmada— lo que acaba de hacerme. Usted y Sebastián. Entre los dos. Hacerme ir
allí por segunda vez hoy. Ya sé lo que va a pasar; ya sé que esta vez me voy a
encontrar con la McGuire; ya me la habría cruzado antes si no me hubiera usted
ayudado a encontrar al señor Appleford.
—Puedes ir a verle otra
vez. Ya sabes dónde está su despacho; ve allí, donde estuvimos antes, adonde te
llevé.
—No —movió la cabeza
desesperada—. Esta vez no saldrá bien; estará fuera, habrá ido a por sogum o se
habrá marchado hasta mañana.
La miró alejarse, incapaz
de pensar en nada que decirle, sintiéndose totalmente impotente. Pensó: tiene
razón; la mando a enfrentarse con eso. Entre Sebastián Hermes y yo lo hemos
hecho; él pudo haber ido; y yo haberle dado esa información. Pero ni él fue ni
yo quise decirle nada sin recibir algo a cambio. Dios mío, pensó; y se
aborreció. ¿Qué es lo que he hecho?
Y eso que le dije que la
quería, pensó. Y Sebastián también; él también la «quiere».
Se quedó mirándola hasta
que desapareció de su vista y entonces se fue rápidamente al teléfono del Sogum
Palace; buscó el número de la Biblioteca y lo marcó.
—Aquí la Biblioteca de
Temas Populares.
—Póngame con Doug Appleford.
—Lo siento —dijo la
telefonista—, el señor Appleford ha salido y no volverá hasta mañana. ¿Quiere
que le ponga con la señora McGuire?
Colgó.
La señora Mavis McGuire
levantó la vista del manuscrito que estaba leyendo y vio a una joven que parecía
muy asustada, de pelo muy largo, en pie delante de su mesa, y dijo:
—¿Sí? ¿Qué desea?
—Quería toda la información
que tuvieran sobre el señor Ray Roberts —la muchacha estaba muy pálida, blanca
como la pared, y hablaba mecánicamente.
—La información que tengamos
sobre el señor Ray Roberts —recalcó la señora McGuire burlonamente—. Ya. Y
ahora son... —miró el reloj de pulsera— las cinco y media. Media hora antes de
que cerremos. Y pretende usted que reúna todas las informaciones para usted.
Sólo dárselas, todas juntas y en orden. Para que lo único que tenga usted que
hacer sea sentarse y leerlas.
—Sí —dijo la muchacha con
un hilo de voz, sin mover apenas los labios.
—Señorita —dijo la señora
McGuire—, ¿sabe usted quién soy yo y en qué consiste mi trabajo? Yo soy la
bibliotecaria jefe de la Biblioteca; y tengo a mi cargo un centenar de
empleados, y cualquiera de ellos podría ayudarla... si vuelve usted otro día
más temprano.
—Me dijeron que le
preguntara a usted —musitó la muchacha—. Los del mostrador principal. Pregunté
por el señor Appleford, pero se ha marchado. El me atendió antes.
—¿Es usted de la ciudad de
Los Ángeles? ¿Pertenece a alguna entidad cívica?
—No. Vengo del Vitarium
Flask de Hermes.
—¿Es que se ha muerto el
señor Roberts? —preguntó la señora McGuire con sorna.
—No... creo. Más vale que
me vaya —la muchacha dio media vuelta alejándose de la mesa, encogiendo aún más
los hombros, arrugándose como un pajarillo raquítico y enfermo—. Perdone —se le
quebró la voz.
—Espere un minuto —la llamó
Mavis McGuire—. Dése la vuelta y míreme. Alguien la ha enviado; su vitarium la
mandó aquí. Legalmente, tiene usted derecho a utilizar la Biblioteca como
fuente de información. Tiene perfecto derecho a buscar aquí lo que necesite.
Venga al otro despacho de ahí dentro; sígame.
Se puso en pie y la
precedió rápidamente guiándola a través de los dos despachos de fuera hasta su
cuartel general más privado. Una vez ante su mesa de despacho, pulsó uno de los
numerosos botones de su sistema de comunicación interior, y dijo:
—Me gustaría que viniera lo
antes posible uno de los Errads que esté libre. Gracias —luego se volvió hacia
la muchacha. No dejaré que salga de aquí esta personilla, se dijo Mavis
McGuire, hasta que me entere de por qué la ha enviado su vitarium para investigar
sobre Ray Roberts. Y si yo no logro sacárselo, el Errad sí.
8
«La materia en sí (aparte
de las formas que recibe) es asimismo invisible e incluso indefinible.»
ERÍGENA.
En el área de trabajo del
Vitarium Flask de Hermes, el doctor Sign escuchaba ávidamente con un
estetoscopio colocado sobre el pecho oscuro y pétreo del cuerpo del Anarca
Thomas Peak.
—¿Hay algo? —preguntó
Sebastián. Se sentía en extremo tenso.
—Hasta ahora no. Pero en
este estado suele ir y venir. Es un período crítico. Todos los componentes han
vuelto a su sitio y han reanudado su capacidad de funcionar. Pero el... —Sign
hizo un gesto—. Espera. Creo que lo tengo —echó un vistazo a los instrumentos
que iban registrando mecánicamente el pulso, la respiración y la actividad
cerebral; todos ellos iban trazando líneas y pitando con inconmovible
regularidad.
—Un cuerpo es un cuerpo
—dijo Bob Lindy con indiferencia; en su expresión podía leerse el escaso
interés que le merecía todo aquello—. Un muerto está muerto, por muy Anarca que
sea, y lo mismo si le faltan cinco minutos que cinco siglos para renacer.
Sebastián leyó en alta voz
un trozo de papel: «Sic igitur magni quoque circum moenia mundi expugnata
dabunt labem putresque ruinas.»
—Esto último son las
palabras claves: «Putresque ruinas».
—¿De dónde has sacado eso?
—preguntó el doctor Sign.
—Del mausoleo. Lo copié. Su
epitafio —dijo señalando el cuerpo.
—Mi latín no es que sea muy
bueno fuera de los terminaluchos médicos —dijo el doctor Sign—, pero entiendo
las palabras pudrirse y ruina. Aunque éste no parece ni podrido ni en ruinas,
¿verdad?
Lindy, Sebastián y él se
quedaron mirando el cuerpo durante un rato en silencio. Era pequeño pero
parecía completo, listo para vivir. ¿Qué es lo que le impedirá reanudar la
vida?, se preguntaba Sebastián.
—Nada permanece —dijo el
padre Faine—, todo pasa. El fragmento al fragmento se adhiere..., así crecen
las cosas hasta que las conocemos y les damos nombre. Generalmente se van
deshaciendo y dejan de ser las cosas que conocemos.
—¿Qué es eso? —le preguntó
Sebastián; nunca había oído versos en la Biblia.
—Es una traducción del
primer cuarteto del epitafio del Anarca. Es un poema de Tito Lucrecio Caro:
Lucrecio, el que escribió De Rerum Natura. ¿No lo habías reconocido, Seb?
—No —admitió.
—A lo mejor —dijo Lindy
burlonamente— si lo recita al revés vuelve a la vida; a lo mejor así es como
hay que hacerlo —dirigió entonces su hostilidad abiertamente hacia Sebastián—.
No me gusta intentar volver a la vida a un cadáver; es muy distinto al hecho de
oír a una persona viva que está atrapada bajo tierra en una caja suplicando que
la saquen.
—Es sólo una diferencia de
tiempo —dijo Sebastián—. Cuestión de días o de horas, incluso de minutos. Lo
que no te gusta es pensar en ello.
—¿Pasas mucho tiempo —dijo
Lindy brutalmente— pensando en los días en que eras un cadáver? ¿Piensas en
ello?
—No hay nada en qué pensar
—respondió—. No tenía conciencia después de la muerte; fui del hospital al
ataúd y me desperté dentro de la caja —añadió—. Eso lo recuerdo; en eso sí
pienso.
Después de eso aún sentía
claustrofobia. Muchos de los renacidos sufrían de lo mismo; aquello constituía
su tara psicológica.
—Me parece —dijo Cheryl,
que les miraba de lejos— que eso refuta a Dios y a la otra vida. Eso que has
dicho, Seb, lo de no tener conciencia después de la muerte.
—No más que la ausencia de
recuerdos preuterinos —dijo Seb— refuta el budismo.
—Naturalmente —metió baza
R. C. Buckley—, el que los renacidos no lo recuerden no significa que no
ocurriera nada; a mí me pasa muchas mañanas que sé que he estado soñando como
un condenado y no me acuerdo absolutamente de nada.
—A veces —dijo Sebastián—
yo también sueño.
—¿Con qué? —preguntó Bob
Lindy.
—Con una especie de bosque.
—¿Y eso es todo? —volvió a
preguntar Lindy.
—Otra cosa —vaciló, y luego
dijo—: Una presencia negra que tiene pulsaciones, que late como un corazón
enorme. Enorme y ruidoso, haciendo zamp, zamp, subiendo y bajando, dentro y
fuera. Y muy furioso. Quemando en mí todo lo que desaprueba..., y parece ser
que casi todo.
—Dies Irae —dijo el padre
Faine—: el Día de la Ira —no parecía sorprendido. Sebastián ya le había hablado
de ello antes.
—Y el sentimiento por mi
parte —dijo Sebastián— de que aquello estaba tan vivo... Era algo absolutamente
viviente. Por comparación, nosotros somos como una chispa de vida en un terrón
que no está vivo y al que la chispa hace moverse, y hablar, y actuar. Pero
aquello se sentía conscientemente, no con los ojos ni con los oídos, pero se
tenía conciencia de ello.
—Paranoia —murmuró el
doctor Sign—. El sentimiento de ser observado.
—¿Y por qué estaba furioso?
—preguntó Cheryl.
Meditó un momento, y luego
dijo:
—Yo no era lo bastante
pequeño.
—Lo bastante pequeño
—repitió Bob Lindy disgustado—. ¡Vaya!
—Tenía razón —dijo
Sebastián—. En realidad yo era mucho más pequeño de lo que creía; o admitía. Me
gustaba pensar que era mayor, con grandes ambiciones —como lo de apoderarme del
cadáver del Anarca, pensó irónico. E intentar hacer un fabuloso negocio;
aquello era un ejemplo, un ejemplo perfecto. No había aprendido la lección.
—¿Por qué quería —insistió
Cheryl— que fuera aún más pequeño?
—Porque era cierto. Un
hecho. Tenía que enfrentarme con la realidad.
—¿Por qué? —preguntó Lindy.
—Eso es lo que ocurre el
Día del Juicio —dijo R. C. Buckley filosóficamente—. Ese es el día en el que
hay que enfrentarse con toda la realidad de la que se ha estado huyendo; o sea,
que todos nos mentimos a nosotros mismos; nos mentimos mucho más que a los
demás.
—Eso es —dijo Sebastián;
aquello lo expresaba bien—. Es difícil de explicar —dijo. Sería interesante
hablar de aquello con el Anarca si conseguían hacerle volver en sí; él sabría
un rato de todas esas cosas—. El, Dios, no puede ayudarte hasta que comprendas
que todo lo que haces depende de El.
—¡Vituallas religiosas!
—exclamó Lindy despectivamente.
—Pero piénsalo un poco
—dijo Sebastián—. Literalmente. Mira, levanto la mano —levantó la mano—. Pienso
que lo hago. Puedo hacerlo. Pero se realiza por un proceso bioquímico,
fisiológico, complejo, que yo heredé, en el que yo entré; pero yo no lo hice.
Un coágulo de sangre en una parte del cerebro, un coagulo no mayor que la goma
de borrar de un lápiz, y ya no podría volver a levantar la mano o a mover la
pierna o lo que sea en un lado del cuerpo, para el resto de mi vida.
—¿Entonces te arrastras
—dijo Bob Lindy— ante Su Majestad?
—Puede ayudarte —dijo
Sebastián— si te enfrentas con ello. Lo que ocurre es que es tan
endemoniadamente difícil reconocerlo. Porque cuando lo haces prácticamente
dejas de existir. Te encoges hasta no ser casi nada —pero no del todo. Algo si
quedaba.
—Dios esta furioso con los
pecadores todos los días —recito el padre Faine.
—Yo no era pecador —dijo
Sebastián—, solo ignorante. Tenía que verme por fin ante la realidad. De esa
forma —vaciló— podría volver a Él —dijo al fin—, adonde pertenezco y comprender
que las nueve décimas partes de lo que hice en mi vida era Él en realidad quien
las hacia, yo era un mero instrumento mientras Él actuaba a través de mi.
—¿Tanto bien hiciste?
—pregunto Lindy.
—De todo El bien y el mal.
—¡Eso es una herejía!
—exclamo el padre Faine.
—¿Ah si? —dijo Sebastián—
Pues es cierto. Recuerde, padre: Yo estuve allí. No les estoy contando mis
creencias, no les hablo de mi fe; estoy diciendo lo que es.
—Empiezo a notar una fibrilación
cardiaca —dijo el doctor Sign— Una arritmia. Fibrilación auricular,
probablemente lo que le mató. Ya ha logrado pasar felizmente hasta esta etapa.
Es probable si tenemos suerte que le siga ahora un ritmo cardiaco normal, si el
proceso continúa normalmente.
Cheryl Vale, siguiendo con
la discusión teológica, dijo:
—Aun sigo sin saber por que
Dios quiere que nos sintamos insignificantes ¿Es que no nos quiere?
—Silencio —pidió el doctor
Sign autoritariamente.
—Tenemos que ser pequeños
—continuó Sebastián— para que pueda haber muchos de nosotros. Para que así
puedan vivir billones y billones de criaturas, si uno de nosotros fuera grande,
del tamaño de Dios, entonces, ¿cuantos cabrían? Me parece que solo de esa forma
toda alma en potencia puede.
—¡Vive! —exclamó el doctor
Sign, relajándose visiblemente— Salió bien, no le mato —miro de reojo a
Sebastián sonrió ligeramente— Has ganado la partida, tenemos a un vivo, y ese
vivo es el Anarca Thomas Peak.
—¿Y ahora que? —dijo Lindy.
—Pues ahora —respondió R.
C. Buckley triunfante— somos ricos. Tenemos una pieza en el catálogo que nos
proporcionara riquezas de las que hasta ahora ni siquiera habíamos oído hablar
—rió de excitación, con sus ojillos de vendedor inquietos y centelleantes—.
Estupendo —dijo— Allá voy Esa oferta desde Italia no es mas que el principio,
pero empezó la subasta, eso es lo que me importa. Y subirán las ofertas, una
detrás de otra.
—¡Vaya! —exclamó Cheryl
Vale—. Deberíamos tomar juntos un tubo de sogum, para celebrarlo —aquello sí lo
entendía; la discusión teológica no la había comprendido, pero esto otro sí. Al
igual que R. C., tenía una mentalidad lógica, llena de sentido común.
—Saca el sogum —dijo
Sebastián—. Es el momento.
—Así que ahora ya es tuyo
—dijo Lindy—. Lo único que tienes que decidir es a quién se lo largas —hizo una
mueca desangelada.
—A lo mejor —dijo
Sebastián— dejamos que sea él quien decida. Era algo que a nadie se le había
ocurrido; el Anarca, mientras era cadáver, les había parecido precisamente eso:
un objeto, una comodidad. Pero ahora aparecía ante ellos como un ser humano,
aunque fuera aún técnicamente propiedad del vitarium..., una entidad
comercial—. Era (y es) un hombre muy listo —observó—. Probablemente pueda decirnos
más sobre Ray Roberts que todos los bibliotecarios juntos —y Lotta seguía sin
volver; sintió que algo iba mal. Se preguntó qué sería... y hasta qué punto...,
y mantuvo aquel pensamiento vivo en un rincón de su mente. Pese al problema más
urgente del Anarca.
—¿Y le vamos a devolver al
hospital? —preguntó R. C.
—No —decidió Sebastián. Era
demasiado arriesgado; el doctor Sign tendría que proporcionarle cuidados
médicos aquí, en el local.
—Evidentemente —dijo el
doctor Sign— va a volver en sí. Parece estar pasando las etapas del
renacimiento extraordinariamente aprisa; eso indica que su muerte fue
originariamente muy rápida.
Inclinándose sobre el
Anarca, Sebastián se puso a estudiar aquel rostro moreno, pequeño y arrugado.
No había duda de que era ya un rostro viviente; el cambio se le antojó enorme.
Ver que lo que había sido materia orgánica inerte se hacía activo..., ése es el
auténtico milagro, se dijo; el mayor de todos. La resurrección.
Se abrieron los ojos. El
Anarca levantó la vista hacia Sebastián y su pecho subía y bajaba con
regularidad; tenía la impresión tranquila, y Sebastián decidió que así debió de
haber muerto aquel hombre. Digno de su vocación, pensó; el Anarca había muerto
como Sócrates; sin odiar a nadie, sin temer nada. Se sintió impresionado.
Siempre él y su equipo del Flask de Hermes se habían perdido ese momento: tenía
lugar antes del desentierro; volvían en sí en la angustiosa vacuidad de la
tumba.
—A lo mejor dice algo
profundo —dijo Lindy.
Se movieron las pupilas; el
hombre inerte que ahora volvía a la vida miraba uno a uno a los que se
encontraban en la habitación. Los ojos se movían pero no cambiaba su expresión
ni la de los rasgos de la cara. Como si hubiéramos resucitado a una máquina de
mirar, se dijo Sebastián. Qué estará recordando, se preguntó: ¿Más que yo?
Espero que sí, y sería lógico. El, con su vocación y su profesión, tenía que
ser más listo.
La boca oscura, seca y
agrietada se estremeció. El Anarca dijo en un susurro que parecía un soplo:
—He visto a Dios, ¿lo
dudáis?
Hubo un momento de
silencio, y luego, para asombro de todos, dijo R. C. Buckley:
—¿Os atrevéis a dudarlo?
—Vi al hombre Todopoderoso
—dijo el Anarca.
—Su mano —añadió Buckley—
descansaba en una montaña —hizo una pausa, esforzándose por recordar; los otros
le miraban fijamente. El Anarca le miraba esperando a que siguiera—. Y miró el
mundo —terminó Buckley—, lo miró en todos sus rincones.
—Le vi tan bien como me
estáis viendo ahora —musitó el Anarca—. No debéis dudarlo.
—¿Y eso qué es? —interrogó
Bob Lindy.
—Un antiguo poema irlandés
—dijo Buckley—. Yo soy irlandés. Es de James Stephens, si no recuerdo mal.
—No estaba satisfecho —dijo
el Anarca con voz más firme—, su mirada expresaba disgusto —cerró los ojos y
descansó; el doctor Sign le auscultó el corazón, comprobó los aparatos que
registraban las funciones del cuerpo—. Levantó la mano —dijo débilmente el
Anarca; como si estuviera muriéndose otra vez—. Ya estoy en camino, dije. Y
nunca me moveré de donde me encuentro.
—Dijo El —siguió Buckley—,
querido hijo, temí que hubieras muerto. Y detuvo la mano.
—Sí —dijo el Anarca, y
afirmó con el gesto; su expresión era tranquila—. No quiero olvidarlo. Detuvo
la mano. Por mi causa. —¿Era usted especial? —dijo Lindy. —No —dijo el Anarca—,
era algo pequeño.
—Pequeño —repitió Sebastián
moviendo afirmativamente la cabeza. Qué bien recordaba aquello. Terrible y
absolutamente pequeño, la más minúscula iota en el universo de las cosas. Ahora
él también lo recordaba: la mirada insatisfecha; la mano que se alzaba... y
luego se detenía, porque había dicho algo. Las palabras del Anarca y de Buckley
se lo habían hecho recordar. Aquella mano terrorífica que se alzaba.
—Dijo —siguió hablando el
Anarca— que temía que hubiera muerto.
—Bueno, sí que era cierto
—dijo Lindy con sentido práctico—. Por eso estaba allí, ¿o no? —miró a
Sebastián en absoluto impresionado. Luego se volvió a Buckley—: ¿Y tú, R. C.?
¿También estabas por allí? ¿Cómo sabes tanto?
—¡Es un poema! —dijo
Buckley acalorado—. Lo recuerdo de cuando era niño. Olvídalo ya de una vez
—parecía molesto—. Me impresionó mucho cuando era un chaval. No lo recuerdo
entero, pero lo que dijo éste —señaló al Anarca— me lo trajo a la memoria.
—Así es como sucedió —dijo
Sebastián al Anarca—. Ahora lo recuerdo.
Y más cosas, muchas más. Le
tomaría mucho tiempo pensarlas y digerirlas. Se volvió al doctor Sign:
—¿Eres capaz de dispensarle
los cuidados médicos necesarios? ¿Podemos evitar llevarle a un hospital?
—Se puede intentar —dijo el
doctor Sign sin comprometerse. Siguió leyendo datos, comprobando el pulso;
parecía preocupado por el pulso—. Adrenalina —dijo metiendo la mano en su
maletín de médico; en un momento preparó una inyección.
—Así que R. C. Buckley
—dijo Bob Lindy —, el eficaz agente de ventas nos ha salido poeta —su reacción
era una mezcla de incredulidad y desprecio.
—Déjale en paz —le dijo
Cheryl Vale enfadada.
Sebastián volvió a
inclinarse sobre el Anarca diciendo:
—¿Sabe usted donde esta,
señor?
—En una clínica, creo
—respondió el Anarca con un hilo de voz— No carece que esto sea un hospital —de
nuevo paseo la mirada con la curiosidad de un niño, simple e ingenua.
Sorprendido Aceptando, sin resistencia, lo que veía—¿Estoy entre amigos?
—Si —dijo Sebastián.
Bob Lindy,
tradicionalmente, tenía una forma muy llana de hablarles a los resucitados, la
sacó a relucir en esta ocasión.
—Usted murió —le dijo al
Anarca— Murió hace unos veinte años Mientras estaba muerto, algo le ocurrió al
tiempo, dio marcha atrás así que ahora ha vuelto ¿Que le parece? —se inclinó
hacia el, hablando en voz alta, como se habla a los extranjeros—¿Cual es su
reacción? —esperó pero no obtuvo respuesta— Ahora tenemos que volver a vivir la
vida hacia atrás hasta la infancia, después hasta ser bebes y luego entrar en
un vientre —añadió, a modo de consuelo— Eso se aplica a todos nosotros, hayamos
muerto o no —señalo a Sebastián— Este de aquí también murió. Igual que usted.
—Luego Alex Hobart tenía
razón —dijo el Anarca— Yo contaba con gente que así lo creía, esperaban mi
retorno —sonrió con sonrisa inocente y entusiástica—. Creí que era algo
grandioso por su parte. Me pregunto si aun vivirán.
—Seguro —dijo Lindy—, o a
punto de renacer. ¿No lo entiende? Si cree que el hecho de que usted haya
renacido tiene algún significado, se equivoca, quiero decir que no tiene ningún
significado religioso, ahora es algo muy natural.
—Aun así y todo —dijo el
Anarca—, se alegraran ¿Se ha puesto en contacto con ustedes alguno de ellos? Me
gustaría decirles sus nombres —cerro los ojos nuevamente, y entonces, por unos
momentos, pareció tener dificultades al respirar.
—Cuando se encuentre más
fuerte —aclaro el doctor Sign.
—Tendríamos que dejarle
ponerse en contacto con su gente —dijo el padre Faine.
—Pues claro —respondió
irritado— Es lo normal. Ya sabe que siempre lo hacemos —pero aquello era
especial. Y todos lo sabían, excepto, claro, el propio Anarca. Parecía dichoso
de volver a estar vivo, pensando ya en quienes le habían rodeado, en aquellos
que le ayudaron y buscaron apoyo en él. La alegría del reencuentro, pensó. No
en la otra vida, sino en ésta. Que irónico..., éste es el lugar de reunión de
las almas, el Vitarium del Flask de Hermes, del Gran Los Ángeles, California.
El padre Faine estaba ahora
hablando con el Anarca, dos cofrades absortos en una misma preocupación.
—El epitafio de su
monumento —decía el padre Faine—. Conozco el poema; me ha interesado porque veo
en él un repudio de todo lo que hay en el Cristianismo, la idea de un alma
imperecedera, otra vida, la redención. ¿Lo eligió usted?
—Lo eligieron por mí
—murmuró el Anarca— mis amigos. Yo tenía tendencia a estar de acuerdo con
Lucrecio. Supongo que ésa fue la razón.
—¿Y aún ahora? —preguntó el
padre Faine—. ¿Ahora que ha experimentado la muerte, la otra vida y el
renacimiento? —escuchó atentamente.
—«Este tazón de leche
—musitó el Anarca—, la pez de aquel jarro, son extraños viajeros venidos de
lejos. Este copo de nieve antes fue llama..., la llama fue antaño el fragmento
de una estrella» —movió la cabeza mirando el techo de la habitación—. Sigo
creyendo eso y siempre lo creeré.
—Pero también —añadió el
padre Faine—: «Las simientes que fuimos una vez vuelan y revolotean, aventadas
hacia la tierra o ascendiendo en torbellino hasta el cielo, no perdidas, pero
sí desunidas. La vida sigue viviendo.»
—«Son las vidas —concluyó
el Anarca—, las vidas, las que mueren.» —su voz se hizo casi inaudible,
extraña, débil y solitaria—. No sé. Tengo que pensarlo... Es demasiado pronto.
—Déjele descansar —dijo el doctor Sign. —Eso, déjele en paz —insistió Bob
Lindy—. Siempre está usted igual, padre; siempre que volvemos a la vida a un
muerto, tiene la esperanza de que traerá consigo las respuestas a sus preguntas
teológicas. Y nunca es así; son como Seb, sólo se acuerdan de un poquito.
—Este no es un hombre como
los demás —dijo el padre Faine—. El Anarca era una gran persona y una fuerza
religiosa —y añadió—: Y volverá a serlo.
Y muy valioso, se dijo
Sebastián. Precisamente por eso. Lo primero es lo primero; la teología y la
poesía vienen después. Comparado con lo que está en juego.
De vuelta a su piso, al
finalizar su día de trabajo, Douglas Appleford hizo una llamada de persona a
persona a Roma, Italia.
—Quería hablar con el señor
Anthony Giacometti —dijo a la operadora.
En seguida tuvo a
Giacometti al otro lado de la línea del videófono.
—¿Qué tal le ha ido
—preguntó Appleford— con los del vitarium?
Giacometti, en bata, con su
abundante cabellera, y sus intensos y penetrantes ojos, respondió:
—Oiga, ¿está seguro de que
le tienen? ¿Seguro, seguro? Estuvieron dándome largas; creo que si de verdad le
tuvieran como dicen, habrían fijado un precio. Después de todo, es su negocio;
tienen que vender.
—Le tienen —dijo Appleford
con aplomo; por lo que dijo la mujer de Hermes, no le cabía la menor duda—.
Tienen miedo de la gente Udi —explicó—. Temen que represente usted a Ray
Roberts; por eso no han soltado prenda. Pero mantenga su oferta; insista y se
hará con él.
—De acuerdo, señor
Appleford —dijo Giacometti sombrío—. Le tomo la palabra; nos ayudó una vez y
confiamos en usted.
—Pueden hacerlo —declaró—.
Si consigo alguna información se la comunicaré... al precio de siempre. Ella no
dijo que le hubieran desenterrado, ni que estuviera vivo; sólo dijo que sabían
dónde estaba. Quizá eso explique sus reticencias... Legalmente no pueden
venderlo mientras no haya renacido. La llamaré o intentaré sacarle algo más. Es
de las que no saben callarse ni ocultar nada.
Giacometti cortó secamente
la comunicación.
Cuando Appleford, se
alejaba del videófono, lo oyó repiquetear; se inclinó, lo descolgó, esperando
ver de nuevo a Giacometti, que se le habría ocurrido algo. En lugar de ello se
encontró ante el rostro reducido pero real de su superior, Mavis McGuire.
—Me encuentro otra vez
metida en un asunto —dijo Mavis con una mueca antipática— que tiene que ver con
Ray Roberts y los Uditi. Una joven, la señora Lotta Hermes, está aquí en la
Biblioteca y quiere los datos que tengamos sobre Roberts. La he retenido en mi
despacho hasta que llegue un Errad, que ya no puede tardar.
—¿Comprobó usted —dijo
Appleford— con el Consejo de los Errads lo del lugar de inhumación del Anarca
Peak?
—Lo hice. No tenemos esa
información —Mavis le miró con sus ojillos suspicaces—. Esa señora Hermes dice
que ya habló antes con usted en el día de hoy. Sobre el Anarca.
—Sí —dijo Appleford—. Vino
con un policía de Los Ángeles cuando acababa yo de hablar con usted. El
vitarium de su marido sabe dónde está enterrado el Anarca, así que si quiere
usted esa información podrá sonsacársela con poco esfuerzo.
—Ya suponía que lo sabía
—dijo Mavis—. He estado hablando con ella; rehuye hablar del Anarca. Teme decir
demasiado, supongo. Dígame algo de esa apología pro sua vita de Peak, ese Dios
en una Caja; ¿queda algún ejemplar a máquina o ha ido ya al Consejo de los
Errads? Lo que sé es que nunca pasó por mis manos; recordaría todas esas
memeces que solía soltar delante de su rebaño.
—Me quedan cuatro copias de
imprenta —dijo Appleford calculando y haciendo memoria—. así que aún no ha
llegado a la etapa de la copia a máquina. Y me han dicho mis empleados que
todavía hay libros en circulación por ahí, probablemente en bibliotecas
particulares.
—De modo que aún está más o
menos en circulación. Sigue siendo teóricamente posible que caiga en manos de
alguna persona.
—Con un poco de suerte, sí.
Pero cuatro copias no es mucho teniendo en cuenta que hubo un tiempo en que
había cincuenta mil ejemplares en edición de lujo y trescientos mil en rústica.
—¿Lo ha leído usted?
—preguntó Mavis.
—Lo hojeé, un poco. Creo
que es algo poderoso. Y original. No estoy de acuerdo con usted en eso de las
«memeces».
—Cuando renazca el Anarca
—dijo Mavis— es probable que quiera reanudar su carrera religiosa. Si logra
evitar que le asesinen. Y me da la impresión de que debe ser listo; había algo
mundano y práctico en su Dios en una Caja... No era ningún tonto. Y además
tendrá a su favor la experiencia de haber estado en una tumba. Creo que
recordará más que la mayoría de los renacidos; o al menos pretenderá que lo
recuerda —su tono era cínico e hiriente—. Al Consejo de los Errads no le hace
muy feliz la idea de que el Anarca reemprenda su carrera religiosa; son muy
escépticos al respecto. Precisamente cuando estamos logrando borrar las últimas
copias del Dios en una Caja aparece dispuesto a escribir más..., y nos da la
impresión de que su obra futura será aún peor, más radical, más destructiva.
—Ya, claro —dijo Appleford
pensativo—. Como ha estado muerto puede muy bien proclamar las auténticas
visiones de la otra vida; decir que ha hablado con Dios, que ha visto el Día
del Juicio..., todas esas cosas que suelen contarnos los que han regresado de
allí... Sólo que lo que él cuente tendrá cierta autoridad; la gente le
escuchará —entonces consideró a Ray Roberts desde otro punto de vista
relacionado con esto—. Ya sé que ni a usted ni al Consejo les cae bien Roberts
—dijo—; pero sí les preocupan las doctrinas que pueda traer consigo el
Anarca...
—Su lógica es muy clara
—dijo Mavis McGuire. Reflexionó—. Muy bien entonces; retendremos a la mujer de
Hermes hasta que tengamos el nombre del cementerio, y si lo obtenemos se lo
comunicaremos a Roberts. Al menos... —vaciló— eso le recomendaré al Consejo; la
decisión habrán de tomarla ellos, naturalmente. Y si ya se han llevado el
cuerpo del cementerio, entonces dirigiremos nuestra atención hacia el vitarium
de su marido.
—Es posible hacerlo
legalmente —aclaró Appleford; siempre procuraba buscar la solución más
moderada—. Se puede comprar al Anarca en el vitarium con una oferta más alta
que las otras.
Naturalmente, no mencionó
para nada su contacto con Anthony Giacometti; aquello no era de la incumbencia
de la Biblioteca. Tony tendrá que darse prisa, se dijo; en cuanto se pone en
movimiento el Consejo de los Errads, las cosas avanzan muy rápidamente. Se
preguntó si el principal al que representaba Giacometti podría —o querría—
hacer una mejor oferta que la Biblioteca. Qué interesante: un duelo entre los
Errads y el más poderoso sindicato religioso de Europa.
Mavis McGuire colgó y
Appleford se sentó a leer el periódico de la tarde; se enteró de lo de la
peregrinación de Ray Roberts; parecía no haber más que eso. Las complejas
precauciones de la policía, y todo lo demás; se sintió aburrido y se fue a la
cocina a embeber una pizca de sogum.
Mientras se hallaba ocupado
en eso, volvió a sonar el videófono. Dejó el sogum y se precipitó a contestar
la llamada.
Era otra vez Mavis McGuire.
—Ahora está un Errad con la
señora Hermes —dijo Mavis—. La van a interrogar; se están ocupando del asunto.
Tienen la teoría de que el vitarium se ha debido de arriesgar y desenterrar al
Anarca para estar seguros de no perderlo; es un valor comercial demasiado
grande como para eso. Así que opinan que no tenemos que preocuparnos por
localizar el cementerio; todo lo que tenemos que hacer es acercarnos al vitarium.
El Consejo va a enviar ahora a alguien allí; quieren meterse en él antes de que
cierren —y añadió—: Manden a mi hija.
—¿Ann? —preguntó Appleford
sorprendido—. ¿Por qué no a un Errad?
—Annie tiene buena mano con
los hombres, y tendrá que tratar con un tal Sebastián Hermes, un renacido
cuarentón. Pensamos que esa clase de acercamiento dará mejores resultados que
una incursión por la fuerza; es de suponer que se llevaron del cementerio el
cuerpo del Anarca al vitarium donde le han hecho revivir y luego se lo trasladaron
a otro lugar, quizá a una clínica particular que no lograríamos descubrir.
—Cierto —afirmó Appleford
impresionado. Ann McGuire también le impresionaba; ya la había visto trabajar
anteriormente. Sobre todo con los hombres; como decía su madre: solía ser de lo
más eficiente en cuanto se mezclaba el sexo en el asunto.
Siempre había tenido la
esperanza, algo masoquista, de que Mavis y el Consejo le enviaran a Ann a hacer
algún trabajito con él.
En este caso, con Sebastián
Hermes casado, Ann resultaría particularmente eficiente; su especialidad era
entrometerse como tercera en discordia en una relación hombre-mujer,
suplantando a la esposa (o a la amante; lo que fuera) y reduciendo a dos el
número de protagonistas: ella y el hombre.
Suerte, señor Hermes, pensó
con amargura. Y entonces se acordó de la tímida señora. Hermes, víctima de las
investigaciones de un Errad, y se sintió presa de malestar.
Después
del interrogatorio, Lotta Hermes no sería la misma. Se preguntó en qué forma
cambiaría: para bien o para mal. El interrogatorio podía madurarla o
destruirla; cualquier cosa.
Esperó que fuera lo
primero; le había gustado la chica.
Pero tenía las manos
atadas.
9
«Dios no conoce las cosas
porque son, son porque Él las conoce, y Su conocimiento de ellas es su esencia»
ERÍGENA
El oficial Tinbane estaba
pensando desde luego, he salido trasquilado. Arruiné mi amistad con los Hermes
y por mi culpa ella ha tenido que volver a la Biblioteca. Será responsabilidad
moral mía lo que allí le ocurra, lo llevaré en la conciencia hasta el
nacimiento.
Generalmente, reflexiono,
cuando una persona tiene una fobia hacia algo, es por alguna razón. Es una
forma de premonición. Si a Lotta le asusta tanto tener que ir allí, será por
alguna razón. Esos Errads, se dijo. Tan misteriosos. ¿Quiénes y que eran? El
Departamento de Policía de Los Ángeles no lo sabe; yo no lo sé.
Estaba ya en casa, con
Bethel. Y, como de costumbre, le hacia la vida imposible.
—No estás haciendo caso de
tu sogum —le dijo ferozmente.
—Me voy de aquí —anunció— a
regurgitar. Adonde pueda estar solo y pensar.
—¿Ah sí? ¿Yo no te dejo
pensar? ¿Y en que tienes tú que pensar?
—Muy bien —dijo, irritado
por su tono—, si lo quieres saber, te lo voy a decir.
—En otra mujer.
—Exacto. En una a la que a
lo mejor quiero.
—Dijiste un día que nunca
podrías querer a otra como me querías a mí, que cualquier otra relación.
—Eso era antes —muchos años
habían pasado, demasiados Nada podía revivir un matrimonio moribundo. ¿Por que
tengo que estar casado, seguir casado, con alguien que no me respeta en
absoluto ni me quiere?, se preguntó. Año tras año, angustioso…, acusaciones. Se
puso en pie y se deshizo del tubo de sogum—. A lo mejor la he hecho morir
—dijo—. Soy responsable —tengo que sacarla de la Biblioteca, se dijo.
—Te vas ahora a visitarla
—dijo Bethel—. Sin siquiera intentar ocultarme a mí esa relación ilícita, a mí
que soy tú esposa. Creí que las promesas de nuestro casamiento iban en serio,
pero a ti nunca te han importado, si no nos van bien las cosas es porque tu
nunca te has molestado en procurarlo Y ahora te vas con ella, abiertamente,
descaradamente. Vete.
—Hola —dijo; cerró tras sí
la puerta del piso y salió al portal, corriendo hacia su coche patrulla
aparcado allí cerca. ¿Voy así, pensó, sin uniforme? No. Corrió nuevamente hacia
su apartamento y se encontró la puerta cerrada con cerrojo.
—No se te ocurra volver
—dijo Bethel—. Me voy a divorciar —se la oía claramente incluso a través de la
puerta de servofome—. Por lo que a mí respecta, como si no vivieras aquí.
—Quiero el uniforme
—rechinó.
No hubo respuesta. La
puerta siguió cerrada.
En el coche patrulla
aparcado en la azotea tenía una llave de la cerradura; corrió una vez más hacia
la rampa de ascenso. No puede ser que se interponga entre mi uniforme y yo, se
declaró a sí mismo. Eso es ilegal. Ya en el coche rebuscó en la guantera.
Bueno, al diablo, pensó; se colocó detrás del volante y puso la máquina en
marcha. El caso es que lleve la pistola, se dijo; palpó la pistolera que
llevaba al hombro, sacó la pistola y comprobó que estaba lleno el cargador,
excepto la bala que había justo detrás del gatillo, y salió zumbando por el
cielo en el atardecer de Los Ángeles.
Cinco minutos después
aterrizaba en la desierta, o casi desierta, azotea de la Biblioteca de Temas
Populares. Como experto que era, enchufó la linterna para comprobar el interior
de los aerocoches allí aparcados. Todos pertenecían a los Errads, excepto uno
registrado a nombre de Mavis McGuire. Así que se enteró de con quién podía
encontrarse en la Biblioteca además de Lotta Hermes: un grupo de al menos tres
Errads y la bibliotecaria jefe.
Se apresuró hacia la
entrada del edificio y se encontró con que la puerta estaba cerrada. Bueno,
pensó, es natural; ya es hora de que hayan cerrado. Pero sé que ella está ahí
dentro, aunque no tenga aquí el coche aparcado; a lo mejor vino en taxi. Quizá
le diera miedo conducir.
Del maletero de su coche
patrulla sacó un analizador de cerraduras, lo llevó colgando de la correa de
cuero (cuánto había trabajado ya el pobre) hasta la puerta de la Biblioteca.
Puso en marcha el analizador, escuchó, y luego desarrolló una clave apropiada;
la puerta se abrió de par en par, sin un arañazo, sin que se notara en nada que
la habían forzado.
Volvió a llevar el
analizador de cerraduras al coche; luego se detuvo a examinar todos los
utensilios que siempre llevaba en el maletero; ¿qué otra cosa podría resultarle
útil?: ¿botes de humo? No, porque podrían denunciarle a sus superiores si los
utilizaba; le causaría problemas. El detector de ondas cefálicas, decidió; me
dirá cuántas personas hay cerca y podré seguir sus pasos; sabré quién viene
hacia mí y desde dónde. Así pues, tomó el detector de ondas cefálicas, lo
conectó y limitó al mínimo su radio de acción; inmediatamente, en la pantallita
aparecieron cinco puntos muy claros, cinco cerebros humanos trabajando a pocos
metros de él, probablemente en el último piso de la Biblioteca. Entonces puso
el detector al máximo y aparecieron siete puntos; así pues, en total había seis
oficiales de la Biblioteca con los que tendría que vérselas, además de Lotta
Hermes, que supuso sería uno de los puntos.
La creía viva todavía, y
también aún en la Biblioteca.
Sin embargo, antes de
entrar en el edificio por la puerta de la azotea ahora abierta, se sentó en su
coche patrulla, descolgó el auricular y micrófono del videófono y marcó el
número del Vitarium Flask de Hermes; ahora ya recordaba perfectamente el
número.
Vitarium Flask de Hermes
—dijo R. C. Buckley al tiempo que su rostro aparecía como un camafeo en la
pantalla del videófono.
—Quería hablar con Lotta
—dijo Tinbane.
—Espere, voy a ver si está
—Buckley desapareció brevemente, luego volvió—. Dice Seb que aún no ha vuelto
de la Biblioteca. La mandó allí a estudiar algo para él... Espere un minuto; se
pone Seb.
Aparecieron entonces los
rasgos sombríos e inteligentes de Sebastián Hermes.
—No, aún no ha regresado, y
estoy verdaderamente preocupado. Empiezo a arrepentirme de haberla mandado;
quizá debiera telefonear a la Biblioteca y preguntar por ella.
—Perdería el tiempo —dijo
Tinbane—. Yo estoy ahora en la Biblioteca, aparcado en la terraza. Sé que se
encuentra dentro. La Biblioteca está cerrada, pero eso no importa; tengo el
coche patrulla e instrumental apropiado; de hecho ya he quitado el cerrojo. Lo
único que me preocupa es saber si debo darles aún una oportunidad de que la
dejen libre voluntariamente.
—¡La dejen libre! —repitió
Seb palideciendo—. ¿Eso quiere decir que la retienen ahí?
—Lo que sé —dijo— es que
cuando cerraron ella no salió.
Tenía una intuición
absoluta al respecto; su facultad cuasipsiónica en ese sentido había hecho de
él el buen oficial de policía que era.
—Aún está dentro y la
retienen; no se quedaría ahí a no ser que no la dejaran salir.
—Les voy a videofonar —dijo
Sebastián desesperado.
—¿Y qué va a decirles?
—¡Que quiero que vuelva mi
mujer!
—Muy bien —dijo Tinbane—.
Hágalo —le dio a Sebastián el número de la extensión de su coche—. Luego
llámeme y dígame lo que le han dicho.
Siguió mirando fijamente la
pantalla del detector de ondas cefálicas; indicaba siete cerebros por allí
cerca, que se movían ligeramente; la localización de los puntos en la pantalla
variaba muy poco pero continuamente. Le dirán que estuvo aquí, se dijo, y que
ya se ha ido. Y que ellos no saben nada. Que nunca estuvo aquí; a lo mejor le
dicen eso. «Noli me tangere», pensó; eso es lo que dice la Biblioteca de sí
misma. Ojo: que nadie se meta conmigo. Que no me toquen. Canallas.
Al cabo de cinco minutos se
encendió la pantalla del videófono de su coche.
—He hablado con el conserje
—dijo Sebastián tristemente.
—¿Y qué?
—Que estaba solo en el
edificio; que todos, hasta los empleados, todos, se habían marchado ya.
—Hay siete personas ahí
abajo —dijo Tinbane—. Muy bien. Bajaré y echaré un vistazo. Le llamaré en
cuanto pueda decirle algo concreto.
—¿Llamo a la policía?
—preguntó Sebastián.
—Yo soy la policía —dijo
Tinbane, y colgó.
Puso el circuito de alarma
del detector de ondas cefálicas en posición para que se activara cuando hubiera
alguien a menos de cinco pies de él, y luego, con el detector en una mano y el
revólver de servicio en la otra, corrió hacia la puerta de entrada a la
Biblioteca.
Al poco llegó por la
escalera hasta el piso alto.
Puertas cerradas. Oscuridad
y silencio. Encendió su linterna de infrarrojos. Miró la pantalla del detector
de ondas cefálicas y vio los siete puntos alineados horizontalmente enfrente de
él, a más de cinco pies; el circuito de alarma no había hecho señales. El piso
de abajo, decidió. Intentó recordar, mientras bajaba las escaleras, en qué piso
tenía Mavis McGuire sus despachos privados. En el tercero; ahora me acuerdo, se
dijo.
El circuito de alarma se
encendió, empezó a parpadear en el lado vertical de la bombilla de dos
filamentos. Estaba en el piso correcto, sólo le separaba de las personas una
distancia horizontal. Sexto piso, observó. El que dicen que ocupa el Consejo de
los Errads. Y no habían apagado las lámparas del techo en este piso; el pasillo,
bañado en luz amarilla, se extendía delante de él.
Avanzó lentamente, mirando
intermitentemente delante de él y a la pantallita del detector de ondas
encefálicas. Los siete puntitos avanzaban hacia él en el eje horizontal. Todos
en un mismo lugar, más o menos; agrupados en una suite de despachos.
Me pregunto qué sacaré de
todo esto, se dijo Tinbane. Es probable que el irrumpir así en la Biblioteca me
cueste el puesto; tienen muchas influencias en el gobierno de la ciudad. Pues a
la porra con todo, se dijo; tampoco es un trabajo del otro jueves. Y si
demostraba que los Errads habían retenido a Lotta Hermes a la fuerza... podía
montar un simulacro de juicio y todo, si ella le apoyaba. Pero eso significaría
que Lotta tendría que comparecer ante un tribunal, o por lo menos firmar una
denuncia, y se amedrentaría; para ella a lo mejor resultaba tan terrible como
la Biblioteca. Bueno, ya era tarde para preocuparse de esas cosas; lo único que
podía esperar era que, si llegaba el caso, Lotta proclamara lo que él estaba
haciendo ahora... sin uniforme pero con equipo de policía.
Se encendió el lado
horizontal de la bombilla y se quedó iluminado. Estaba a menos de cinco pies de
alguien. Delante suyo tenía la puerta cerrada de un despacho; sintió que había
personas al fondo, las siete, seguramente, pero escuchó y no pudo oír nada.
Mecachis, se dijo.
Gruñendo entre dientes se
alejó otra vez hacia el tejado, a su coche patrulla, y del maletero sacó un
instrumento receptor con el que cargó, junto con los demás aparatos: la
pistola, la linterna, el detector de ondas encefálicas, de vuelta al sexto piso
y ante la puerta cerrada del despacho ocupado.
Una vez allí, actuando con
precisión y destreza, puso en marcha el aparato receptor; lo programó y empezó
a estrecharse su antena de plástico hasta que ésta pudo pasar por debajo de la
puerta, y luego, en el otro lado, presumiblemente, recobró su forma neutra y
puso en marcha sus emisores visual y auditivo.
Tenía en las manos el
receptor de visión del instrumento, y en la oreja la terminal auditiva.
El minúsculo altavoz del
oído le transmitió una voz de hombre. Un Errad, decidió. Miró la superficie del
tamaño de un sello de correos gris y vagamente iluminada que tenía en la mano.
El receptor no había enfocado; aún seguía barriendo el campo en busca de una
imagen.
—... también —estaba
diciendo la voz del Errad, grave y sentenciosa— nos preocupa la cuestión de la
seguridad pública. Es axioma de esta Biblioteca que la seguridad pública tiene
prioridad en su escala de valores; nuestra erradicación del material escrito
peligroso y perturbador... —siguió perorando. Tinbane inspeccionó la superficie
del tubo. Tres figuras agrupadas, un hombre y dos mujeres; giró los botones de
las lentes en el sentido de las agujas del reloj y aumentó de tamaño el rostro
de una de las mujeres hasta ocupar toda la pantallita. Era Lotta Hermes, pero
la imagen era borrosa y deformada y no podía estar seguro. Manejó el orientador
del objetivo hasta tener en pantalla el rostro de la otra mujer. Esta, decidió,
es desde luego Mavis McGuire. De eso estaba seguro.
Y ahora oyó su voz.
—¿No se da usted cuenta de
lo perjudicial que es ese hombre? —recitaba Mavis—. Mimando a los proletarios,
como intentará hacer, traerá más disturbios, más rebeldía civil; no sólo en la
Municipalidad Negra Libre, sino también aquí entre los negros y los blancos pro
negros de la Costa Oeste. Recuerde Watts, y Oakland, y Detroit; no olvide lo
que aprendió en la escuela.
Una voz de Errad, agria y
penetrante, dijo:
—Puede que todos pasemos a
formar parte de la Municipalidad Negra Libre, cuando eso ocurra.
—Virtualmente hemos
terminado de erradicar el Dios en una Caja —dijo Mavis McGuire—. Su obra
maestra, o como quiera llamarla, ya casi ha desaparecido. Para siempre. Fue el
Dios en una Caja quien, hace treinta años, antes de que usted naciera, ayudó a
encender el sentimiento de masa que trajo consigo la creación de la M. N. L.
que no debió haberse constituido nunca y aún seguiría existiendo una sola
nación de Estados Unidos, no dividida; nuestra patria no se habría partido en
tres pedazos. Cuatro, si cuentan las Hawai y Alaska; no se habrían convertido
en naciones aparte.
La otra mujer,
presumiblemente Lotta Hermes, lloraba en silencio, tapándose la cara con la
mano, encogida y pequeña entre Mavis McGuire y el Errad. Y, reflexionó Tinbane,
por allí rondaban otros cuatro Errads, seguramente en la habitación de al lado
del despacho. Esperando a que les llegara el turno de actuar con la chica,
pensó; ya conocía aquel procedimiento de interrogar, los tipos que se turnan a
intervalos regulares; el departamento de policía también actuaba de esa forma.
—Y en cuanto a Ray Roberts
—dijo el Errad— es probable que sepa más acerca del Anarca que cualquier otra
persona en el mundo. ¿Qué supone usted que sentirá ante el renacimiento del
Anarca?
¿Diría usted que Roberts se
siente profundamente molesto? ¿O diría usted que se encuentra encantado?
—Haga el favor de contestar
al miembro del Consejo —dijo la señora McGuire a la acobardada muchacha—. Le ha
hecho una pregunta sensata. Ya sabe que Roberts anda por ahí, peregrinando
hacia la Costa Oeste porque se siente desesperado. No quiero que esto ocurra. Y
Roberts es negro. Y de la M. N. L. Y jefe de los Udi.
—¿No le parece —dijo el
Errad— que eso nos indica qué podemos esperar del renacimiento del Anarca? Si
Roberts, compañero suyo y negro, jefe de Udi y...
Tinbane se sacó el
auricular del oído, dejó en el suelo la porción del emisor y el resto de su
equipo excepto el revólver de servicio. Me pregunto si los Errads van armados,
se dijo. A la luz del pasillo puso a punto el completo dispositivo del
revólver. Calculó la distancia, cuántos habría dentro, cómo podría proteger
mejor a Lotta Hermes. Y por último cómo haría, después de todo el lío, para
asegurarse la salida de la Biblioteca acompañado de Lotta y llegar a la azotea.
Tengo una probabilidad
entre diez, decidió, de que todo salga bien. Lo más probable es que Lotta y yo
desaparezcamos en la Biblioteca y no volvamos a ver la luz nunca más. Nunca
más.
Pero, por si acaso, tengo
que intentarlo. Se lo debo a ella.
Una vez más, ajustó los
controles del arma. No tengo que matar a nadie, se dijo; la verdad es que no sé
cómo saldré de ésta... Aunque Lotta y yo nos marcháramos, nos seguirían, nos
rastrearían para el resto de nuestras vidas. Hasta que regresáramos a una
matriz. Y, pensó, no creo que vayan a matarnos a ninguno de los dos..., al
menos ahora no, no sin una discusión previa del Consejo; una decisión formal,
si lo que sé de los Errads es cierto, a eso tendrán que llegar primero.
Está bien. Allá voy.
Abrió la puerta, y dijo:
—¿Señora Hermes? Vamos a
casa.
Sin una palabra, sin un
gesto, los tres, Lotta, Mavis McGuire y el Errad, alto, flaco y con su cara
larga y fea, se le quedaron mirando.
La puerta del fondo del
despacho había quedado abierta, y al otro lado otros cuatro Errads también
miraban. Todo se quedó paralizado. Los había dejado helados a los siete,
suspensos e inertes con su sola presencia. Con la gran pistola gris que
empuñaba; el elefantesco revólver de reglamento de la policía. Era un hombre
con una pistola, no un oficial de la policía, pero sabía cómo tenía que hablar
cuando estaba detrás de la pistola; sabía cómo usarla sin usarla.
Dirigiéndose a la encogida
persona de Lotta Hermes, le dijo:
—Ven aquí —ella siguió con
los ojos muy abiertos, inmóvil—. Ven aquí —repitió en el mismo tono—. Quiero
que vengas aquí y te pongas a mi lado.
Esperó, y entonces, de
repente, se levantó y avanzó hacia él y se puso a su lado. Nadie interfirió;
nadie dijo una palabra.
El saber que estaban
obrando mal (y que les habían cogido con las manos en la masa) tuvo en ellos un
efecto paralizante. Con tal que pueda, se dijo, mantener el arquetipo de la
autoridad. Ni siquiera los Errads escapan a ella. Creo.
—Yo no le he visto antes
—dijo Mavis McGuire—. Usted es un oficial de la policía.
—No —dijo—. Usted nunca me
había visto —tomó a Lotta de la muñeca, diciéndole—: Sube por las escaleras
hasta la azotea de aterrizaje y espérame en mi coche. Mira bien no te
equivoques; está aparcado a la izquierda según se sale de la escalera —se puso
en marcha obediente—. Toca el capó, el motor está aún caliente. Con eso sabrás
cuál es.
Uno de los Errads del
despacho interior le disparó con lo que reconoció ser una pistola ilegal de
bala fragmentante, muy pequeña, de un solo tiro.
El proyectil, sin
fragmentarse, le dio en el pie. Era evidente que la munición estaba pasada, y
lo más probable es que la pistola no se hubiera utilizado antes; su
propietario, el Errad, quizá no supiera limpiarla y conservarla, y el martillo
no había dado en la carga interna.
Tinbane disparó rápidamente
nueve tiros al azar, barriendo ambos despachos. Apretó el gatillo de su
revólver de servicio hasta que las habitaciones se pusieron opacas con balas de
rebote, todas ellas saltando a una velocidad que podría hacer perder el
sentido, o herir levemente o dejar ciego —volvió a disparar cuando saltó al
hall y luego, como pudo, cojeó y se arrastró hasta la escalera, maldiciendo la
herida que tenía en el pie, sintiendo el dolor y el impedimento que le suponía;
perdió mucho tiempo y sintió que los otros detrás de él estaban haciendo algo—.
¡Porras!, pensó con rabia; vaya un sitio en que me ha ido a dar ése. Cerró tras
sí la puerta de la escalera y detonó en ese momento otra bala fragmentante en
el corredor; saltó el cristal de la puerta hecho añicos y trozos de cristal le
dieron en el cuello, en la espalda y en los brazos. Pero siguió escaleras
arriba. En lo alto, ya en la azotea, disparó el último tiro que le quedaba
escaleras abajo, llenando el hueco con balas de rebote, lo suficiente para
detener a cualquiera que no quisiera quedar ciego, y luego se arrastró con su
pie herido hasta el coche patrulla.
Junto al coche, y no
dentro, encontró a Lotta Hermes; le miró sin hablar y él le abrió la puerta del
coche. Antes de cerrarla, le dijo:
—Echa el seguro —y se fue
cojeando hasta la otra puerta, entró y cerró por dentro. En ese momento, un
grupo de Errads llegaba a la azotea, pero allí se quedaron dudando, unos con
evidente intención de tirarle un buen tiro al coche patrulla, otros queriendo
seguirles en sus coches, y otros probablemente deseando abandonar la
persecución.
Despegó, ganó altura,
aceleró todo lo que le permitía la máquina del departamento de policía, y luego
descolgó el micrófono y dijo al oficial de la subestación:
—Voy camino del General de
Peralta y quiero que haya otro coche esperándome en el aparcamiento, por si
acaso.
—Muy bien, 403 —dijo el
policía de guardia—. 301 —ordenó—, reúnete con el 403 en el hospital General de
Peralta —a Tinbane, le dijo—: ¿No estás fuera de servicio, 403?
—Tropecé con un problema
cuando iba a casa —dijo Tinbane. Le dolía el pie y se sentía cansado, un
cansancio que le ganaba todo el cuerpo poco a poco. Voy a estar de baja una
semana, se dijo mientras se agachaba trabajosamente para desatarse el zapato
del pie herido. Bueno, así me libro de hacer de guardaespaldas de Ray Roberts.
Al verle afanarse con el
zapato, Lotta le preguntó:
—¿Estás herido?
—Tuvimos suerte —dijo—. Resulta
que estaban armados. Pero no están acostumbrados a una irrupción violenta —le
alcanzó el receptor del videófono y le dijo—: Llama a tu marido al vitarium; le
dije que le avisaría en cuanto te sacara de allí.
—No —dijo Lotta.
—¿Por qué no?
—Él me mandó allí.
—Es cierto —dijo Tinbane
encogiéndose de hombros; se sentía demasiado estúpido con su herida para
ponerse a discutir; y además era verdad—. Pero yo pude haberte dado la
información. Me porté como un cochino. Podías echarme la culpa a mí también.
—Pero tú me sacaste de allí
—dijo Lotta.
Eso también era verdad;
tuvo que reconocerlo.
Acercándose, Lotta le
acarició la cara vacilante, luego la oreja; examinaba su rostro con los dedos,
como si fuera ciega.
—¿Qué significa esto? —dijo
él.
—Te estoy agradecida. Lo
estaré siempre. No creo que me hubieran dejado salir de allí. Era como si
disfrutaran con lo que me hacían, como si lo que yo supiera sobre el Anarca
fuera sólo... un pretexto.
—Muy probablemente —murmuró
él.
—Te quiero —dijo Lotta.
Sorprendido, se volvió
hacia ella; la expresión de la muchacha era serena, casi llena de paz. Como si
acabara de resolver una indecisión muy importante.
Pensó que sabía de qué se
trataba. Y su alegría no tuvo límites; la mayor alegría de su vida.
Continuaron su viaje hacia
el General de Peralta y ella seguía acariciándole como si no pensara dejar de
hacerlo nunca. Al fin le tomó él la mano y se la apretó con fuerza.
—Vamos, levanta ese ánimo
—le dijo—. Ya no tendrás que volver a ese lugar nunca más.
—A lo mejor sí —dijo ella—.
A lo mejor Seb me manda allí otra vez.
—Pues le dices que se vaya
al infierno —respondió Tinbane.
—Quiero que se lo digas tú
por mí —dijo Lotta; quiero que hables tú por mí. Les hablaste a esos Errads y a
la señora McGuire, les hiciste hacer lo que les ordenabas. Nadie hasta ahora ha
dado así la cara por mí. No de esa forma en que tú lo hiciste.
La rodeó con su brazo y la
apretó contra sí. Parecía contenta y feliz. Y aliviada. Dios mío, pensó él, lo
que ella ha hecho es algo grande, más importante que lo que yo hice; ha
transferido su dependencia de Sebastián Hermes a mí. Por un solo incidente.
La he conseguido, pensó. Se
la he quitado del todo. ¡Birlada!
10
«Así Dios considerado no en
Sí mismo sino como causa de todas las cosas, tiene tres aspectos: es, es sabio,
y vive.»
ERÍGENA
Sonó el videófono en el
Vitarium Flask de Hermes; Sebastián, que estaba esperando la llamada del
oficial Joe Tinbane, contestó.
En la pantalla apareció el
rostro, no de Tinbane, sino de Lotta.
—¿Cómo estás? —preguntó
Lotta tristemente, con una dejadez mecánica muy peculiar que nunca antes le
había oído en la voz.
—Bien —contestó
violentamente, con el alivio de verla—. Pero eso no es lo que importa. ¿Tú que
tal estás? ¿Te sacó de la Biblioteca? Ya veo que lo hizo. ¿De verdad intentaban
retenerte allí?
—Sí, así es —respondió ella
apática—. ¿Qué tal el Anarca? —preguntó—. ¿Volvió a la vida?
Sebastián iba a decir: Le
desenterramos. Le revivimos. Pero en lugar de eso hizo una pausa; recordó la
llamada de Italia.
—¿A quién le hablaste del
Anarca? —preguntó—. Me gustaría que hicieras memoria a ver a quién le has
hablado de él.
—Siento que te hayas
enfadado conmigo —dijo Lotta, indiferente, como si estuviera leyendo lo que
decía en un papel que tuviera delante—. Se lo dije a Joe Tinbane y al señor
Appleford. A nadie más. Sólo llamaba para decirte que estoy bien; salí de la
Biblioteca... Joe Tinbane me sacó de allí. Estamos en el hospital; le están
sacando una bala del pie. No es grave, pero dice que le duele mucho. Y
seguramente estará dado de baja durante unas semanas. ¿Sebastián?
—¿Sí? —pensó si ella
estaría también herida, como Tinbane; le latía furiosamente el corazón; se
sintió tan inquieto —o más— que antes. Había algo sutilmente siniestro en su
voz—: ¡Di! —casi gritó.
—Sebastián —dijo Lotta—, no
viniste a sacarme de allí. Incluso cuando no me había reunido contigo en la
oficina como quedamos. Has debido estar muy ocupado; supongo que tendrías que
cuidar del Anarca —se le llenaron los ojos de lágrimas; como siempre, no hizo
nada por limpiárselas; lloraba quedamente, como una niña. Sin ocultar la cara.
—Maldita sea —dijo él
frenético—. ¿Qué te ocurre?
—No puedo —lloró ella.
—¿No puedes? ¿No puedes
decírmelo? Voy corriendo al hospital; ¿qué hospital es? ¿Dónde estás, Lotta?
Maldita sea; deja de llorar y habla.
—¿Me quieres?
—¡Claro!
—Yo aún te quiero, Seb.
Pero tengo que dejarte. Por un tiempo al menos. Hasta que me encuentre mejor.
—¿Dejarme para ir adonde?
—preguntó.
Había dejado de llorar; sus
ojos le miraron con un desafío desacostumbrado.
—No te lo voy a decir. Ya
te escribiré; ya veré exactamente cómo te lo digo y te lo escribiré —y añadió—:
No puedo decírtelo por teléfono; me siento incómoda. Hola.
—Dios mío —dijo él sin
creérselo.
—Hola, Sebastián —repitió
Lotta, y colgó; se borró su rostro pequeñito en la pantalla.
Junto a Sebastián apareció
R. C. Buckley excusándose.
—Siento molestarte en estos
momentos —murmuró—, pero hay alguien que pregunta por ti. En la puerta
principal.
—¡Está cerrado! —dijo
Sebastián rabiosamente.
—Es una compradora. Dijiste
que nunca había que despedir a un comprador, incluso después de las seis de la
tarde. Es tu lema.
—Si es una cliente —dijo
Sebastián rechinando los dientes— ocúpate de ella; tú eres aquí el vendedor.
—Ha preguntado por ti; dice
que no hablará con nadie más.
—Me siento como si me
estuvieran matando —le dijo Sebastián—. Algo terrible debe de haber ocurrido en
la Biblioteca; probablemente no llegue nunca a saber qué ha sido..., no será
capaz de expresarlo con palabras —Lotta hacía tan pocas migas con las palabras,
pensó. Demasiadas o demasiado pocas, las inapropiadas con la persona
inapropiada; siempre malcomunicándose por todas partes—. Si tuviera una pistola
—dijo— me mataría —se sacó el pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz—. Ya has
oído lo que ha dicho Lotta. La traté tan mal que me ha dejado. ¿Quién es esa
cliente?
—Me ha dicho que se
llama... —R. C. Buckley comprobó en su bloc— señorita Ann Fisher. ¿La conoces?
—No.
Sebastián avanzó hacia la
parte delantera del establecimiento, fuera del área de trabajo y hacia la
recepción con sus sillas moderadamente modernas, alfombra, revistas. En una de
las sillas se hallaba una joven bien vestida con el pelo negro corto y
elegantemente peinado. Se detuvo para situarse y mirarla bien. La chica tenía
unas piernas muy bonitas; no pudo evitar observarlo. Clase, pensó. Esta chica
la tiene de verdad; hasta en los pendientes se le nota. Y en el maquillaje tan
liviano; todos los tonos de sus párpados, pestañas y labios parecían su
coloración natural intensa. Vio que tenía los ojos azules, cosa rara en una
muchacha morena.
—Adiós —dijo la muchacha, y
sonrió con acogedora y cálida sonrisa; tenía el rostro extraordinariamente
móvil; cuando sonreía le bailaban y chispeaban los ojos, y dejaba al
descubierto unos dientes perfectos, regulares, con unos incisivos pequeños y
maliciosos; se sintió fascinado por aquella dentadura.
—Soy Sebastián Hermes
—dijo.
La señorita Fisher se puso
de pie y dejó la revista, diciendo:
—Tiene usted a una señora
Tilly M. Benton en su catálogo. En el suplemento del día —rebuscó en su
elegante bolso, sacó el anuncio que el Vitarium Flask de Hermes había insertado
en los periódicos de la tarde. Parecía una joven muy determinada y
dispuesta..., un contraste titánico, observó, con la indecisión de Lotta, a la
que tanto le había costado acostumbrarse.
—Técnicamente —dijo— hemos
cerrado ya. La señora Benton no está aquí, naturalmente; la tenemos en un
hospital, recuperándose. Tendremos mucho gusto en acompañarla allí mañana. ¿Es
pariente suya?
—Es mi tía abuela —dijo Ann
Fisher con una especie de exasperación filosófica, como si tuviera uno que
estar siempre dispuesto a cargar con los parientes viejos que renacían—. Fue
una gran alegría que la oyeran ustedes —siguió diciendo—. Nosotros visitábamos
el cementerio, esperando oír su voz, pero siempre... —puso una cara compungida—
siempre ocurre a horas imposibles.
—Cierto —dijo. Eso formaba
parte del problema. Miró el reloj; era hora de tomar sogum urgentemente;
normalmente le hubiese gustado estar en casa con Lotta. Pero Lotta no estaba
allí. Y, además, deseaba más o menos quedarse en los alrededores de la oficina,
pendiente de esas horas nuevas y críticas en la vida del Anarca—. Creo que
podré acercarla un momento al hospital ahora —empezó a decir, pero la señorita
Fisher le interrumpió.
—Oh no, gracias, olvídelo.
Estoy cansada, llevo todo el día trabajando, y usted también —ante su sorpresa,
se puso a darle golpecitos con su cuidada y suave mano, mientras sonreía
irradiando comprensión como si le conociera íntimamente—. Sólo quería
asegurarme que el Estado de California no se quede con su custodia y la mande a
una de esas espantosas casas de reposo para renacidos. Podemos hacernos cargo
de ella; tenemos suficiente dinero, mi hermano Jim y yo —la señorita Fisher
echó un vistazo a su reloj; Sebastián vio lo fina que era su muñeca y que
estaba llena de pecas; más coloración—. Tengo que meterme en el cuerpo un poco
de sogum —dijo ella—. Estoy desfallecida. ¿Hay algún sogum palace por aquí?
—Bajando la calle —dijo. Y
una vez más pensó en Lotta, en el vacío de su casa, tan asombroso y tan
repentino; ¿con quién estaría?, con Tinbane, evidentemente; Joe Tinbane la
había rescatado y... bueno, quizá fuera Tinbane, era lógico. En cierto modo así
lo esperaba. Tinbane era una buena persona. Pensando en Tinbane y en Lotta, los
dos jóvenes, ambos casi de la misma edad, se sintió paternal; perversamente, le
deseó suerte, pero antes, deseó verla en casa. Mientras...
—Le invito —dijo la señorita
Fisher—. He cobrado hoy; si no me gasto corriendo estos billetes de la
inflación, mañana no valdrán nada. Y usted parece cansado —le estudió con
atención, y era un estudio diferente. Lotta siempre le miraba para ver si
estaba a gusto con ella, contento de ella, enfadado con ella, enamorado de
ella, no enamorado de ella; la señorita Fisher parecía juzgar quién era, no
cómo se sentía. Como si tuviera poder, pensó, o habilidad para determinar si
soy un hombre. O si estoy jugando a ser un hombre.
—Muy bien —dijo
sorprendiéndose a sí mismo—. Pero primero tengo que ir a cerrar la parte de
atrás —indicó una de las sillas moderadamente modernas de la oficina—. Espere
aquí; vuelvo enseguida.
—Y hablaremos de la señora
Tilly M. Benton —dijo la señorita Fisher con su sonrisa de aprobación.
Se fue hacia el área de
trabajo del establecimiento, cerrando cuidadosamente la puerta para que la
señorita Fisher no viera nada; como habían llevado allí al Anarca, se veían
obligados a tomar precauciones.
—¿Cómo está? —le preguntó
al doctor Sign. Habían improvisado una cama. En ella yacía el Anarca, pequeño,
enjuto, todo gris y negro, con los ojos fijos al parecer en nada; se le veía
contento y también el doctor Sign parecía satisfecho.
—Se recupera rápidamente
—dijo el doctor Sign. Se llevó a un lado a Sebastián, donde no pudiera oírles
el Anarca.
—Pidió un periódico y le di
uno, la edición de la tarde, la que trae nuestro anuncio. Ha estado leyendo lo
que dice de Ray Roberts.
—¿Qué ha dicho de Roberts?
—preguntó Sebastián mordiéndose el labio—. ¿Le tiene miedo? ¿O le considera
como uno de esos «amigos» de los que nos ha estado hablando?
—El Anarca —dijo el doctor
Sign— no ha oído nunca hablar de Ray Roberts. Según todo el material de
relaciones públicas que ha estado aireando Roberts, el Anarca le designó para
que le sucediera. Y resulta que no es verdad. A no ser que... —la voz se le
hizo susurro—. Puede que esté dañado el cerebro, sabes. He estado haciendo un
electroencefalograma y no he encontrado nada anormal. Pero... llamémoslo
amnesia. Producida por el shock del renacimiento. En cualquier caso le
sorprende lo del Udi; no lo que es (recuerda haberlo fundado) sino en lo que se
ha convertido.
Sebastián se acercó a la
cama y dijo:
—¿Hay algo que pueda
decirle? ¿Algo que le gustaría saber?
Los viejos ojos negros, con
tanta sabiduría oculta en ellos, tanta experiencia, se fijaron en él.
—Me doy cuenta —dijo— de
que, al igual que todas las demás religiones, la mía se ha convertido en una
institución santificada. ¿Usted aprueba eso?
—Yo... —dijo Sebastián
cogido de improviso—, yo no creo poder juzgar una cosa así. Tiene sus
seguidores. Es aún una fuerza viva.
—¿Y el señor Roberts? —los
viejos ojos eran perspicaces.
—Hay opiniones
contradictorias —dijo Sebastián.
—¿Cree que el Udi es tanto
para blancos como para gente de color?
—Tiende... a restringirlo a
los negros.
Se fruncieron las cejas; el
Anarca no dijo nada pero había perdido la calma.
—Si le hago una pregunta
embarazosa —dijo el Anarca—, ¿me dará usted una respuesta sincera? ¿Por desagradable
que sea?
—Sí —dijo Sebastián,
preparándose.
—¿Se ha convertido el Udi
en un circo?
—Hay quien piensa así.
—¿Ha intentado Roberts
localizarme?
—Posiblemente —la respuesta
fue cauta. Aquello era explosivo.
—¿Le ha notificado usted
mi... renacimiento?
—No —dijo Sebastián. Tras
una pausa, añadió—: Por lo general se mantiene al renacido en un hospital
durante un tiempo, y el vitarium solicita ofertas sobre él a sus parientes y
amigos; o bien, si es una figura de la vida pública...
—¿Si no tiene parientes ni
amigos ni es una figura pública, le devuelven a la muerte?
—El Estado se hace cargo de
él. Pero en su caso es usted obviamente...
—Querría pedirle que le
dijera al señor Roberts que viniera aquí —dijo el Anarca con su voz cascada y
ronca—. Puesto que está en California en peregrinación, no le supondrá mucho
trastorno.
Sebastián reflexionó. Y
luego dijo:
—Prefiero que nos deje
usted encargarnos de su venta. Somos expertos, Poderoso Señor. No hacemos otra
cosa. Prefiero que no venga por aquí Ray Roberts ni darle ninguna información
acerca de usted. No es el comprador que tenemos in mente.
—¿Le importa decirme la
razón? —los ojos tan sabios se posaron nuevamente sobre él—. ¿Es que no querrán
los Uditi gastarse así el dinero?
—No es cuestión de dinero
—dijo Sebastián. Le hizo una seña con disimulo al doctor Sign, que acudió
inmediatamente.
—Creo que debe usted
descansar, Anarca —intervino el doctor Sign.
—Seguiré más tarde hablando
con usted —dijo Sebastián al Anarca—. Me marcho a tomarme un tubo de sogum,
pero volveré a la noche —salió del área de trabajo donde estaba el Anarca y
abrió y cerró cuidadosamente la puerta; sin embargo, la señorita Fisher estaba
sentada leyendo absorta.
—Siento haberla hecho
esperar —dijo Sebastián.
Levantó la vista, sonrió,
se puso graciosamente en pie y se colocó delante de él; era relativamente alta
y muy delgada, de pecho menudo, y figura de adolescente ágil. Pero tenía el
rostro afilado y maduro, de rasgos muy marcados. Y de nuevo pensó: Es una de
las mujeres mejor vestidas que he visto. Y la ropa nunca le había impresionado
mucho.
Después de tomar el sogum
pasearon por la calle en el crepúsculo, mirando escaparates, hablando poco,
mirándose de reojo de vez en cuando. Sebastián Hermes tenía un problema. Aún
pensaba en regresar más tarde al vitarium para seguir hablando con el Anarca,
pero no podía hacerlo hasta despedirse de la señorita Fisher.
Sin embargo, ella no
parecía dispuesta a decir hola así como así. Se preguntó por qué; conforme
pasaba el tiempo iba resultando más extraño.
De pronto, cuando se
hallaban mirando los muebles de un escaparate, hechos con madera de hobo
marciano, la señorita Fisher dijo:
—¿Qué día es hoy? ¿Ocho?
—Nueve —aclaró Sebastián.
—¿Está usted casado?
Lo pensó un instante; hay
que calcular bien lo que se dice en estos casos.
—Técnicamente —dijo—. Lotta
y yo estamos separados —era verdad. Técnicamente.
—Se lo pregunto —dijo ella
sin apartar la vista del escaparate— porque tengo un problema —suspiró.
Ya iba saliendo la razón
por la que se aferraba a él. La miró, y una vez más notó su atractivo y se
maravilló de la comunicación que habían logrado establecer ya entre los dos, y
dijo:
—Dígame. Quizá pueda
ayudarla.
—Bueno, verá..., hace ahora
unos nueve meses conocí a un bebé encantador, llamado Arnold Oxnard Ford. ¿Se
da cuenta de la situación?
—Sí —dijo.
—Era tan rico —avanzó los
labios, como un bebé, maternalmente—. Y estaba en aquel nido, en el hospital, y
el pobre buscaba una matriz, y yo me encontraba allí de voluntaria para hacer
distintos trabajos para la ciudad de San Bernardino, y me estaba hartando ya de
aquel trabajo de voluntaria, y pensé: Vaya, no sería estupendo tener a una
criatura tan monísima como Arnold Oxnard Ford en mi tripita —se dio unos golpecitos
en el vientre liso mientras echaban a andar sin rumbo—. Así que fui a la
enfermera encargada de la guardería y le dije: «¿Puedo solicitar a Arnold
Oxnard Ford?» Y ella respondió: «Sí, parece usted saludable». Dije que sí que
lo era, y me respondió: «Ya casi le ha llegado la hora a él; tendrá que entrar
en una matriz» —ya estaba por entonces en una incubadora—, y yo firmé los
papeles, y... —sonrió a Sebastián— me lo dieron. Nueve meses teniéndole día a
día sintiéndole hacerse parte de mí; es una sensación maravillosa, no tiene
usted idea, cómo se siente una al notar a otra criatura, a la que se quiere,
fundirse molécula a molécula en tus propias moléculas. Todos los meses pasaba
un reconocimiento y me miraban por rayos, y todo salió estupendamente. Ahora,
claro, ya pasó todo.
—Nadie lo diría al verla
—asintió él; no se le notaba nada.
—Así que ahora —suspiró
ella— Arnold Oxnard Ford es parte de mí y siempre lo será, mientras viva. Me
gusta pensar, como a todas las madres, que el espíritu del niño aún sigue aquí
—se golpeó el flequillo y la frente—. Creo que está aquí; creo que su alma se
fue aquí. Pero... —volvió a poner cara de preocupación, pensativa—: ¿Sabe lo
que pasa?
—Ya lo sé —dijo él.
—Pues eso. Alrededor del
once, me dijo el doctor que no más tarde del once, tengo que deshacerme del
último pedacito físico de él. Y dárselo a un hombre —puso gesto burlón, pero no
hostil—. Me guste o no, tengo que acostarme con un hombre; es una necesidad
médica. De otro modo el proceso no quedaría completo y no podría ya ofrecer mi
matriz a ningún otro bebé. Y... es extraño... estas dos últimas semanas, o
quizá más, lo he estado sintiendo como un impulso, como una necesidad
biológica. Acostarme con un hombre; con cualquier hombre —le miró
ostensiblemente—. Espero no ofenderle. No era mi intención.
—Entonces —dijo Sebastián—,
Arnold Oxnard Ford sería también parte de mí.
—¿Le atrae la idea? Tenía
fotos suyas, pero claro, los Errads me las quitaron. Tenía que haberle visto;
si estuviéramos casados le vería idealmente. Pero me han dicho que soy bastante
buena en la cama, así que a lo mejor se conforma con disfrutar de esa parte
nada más, ¿le basta con eso?
Reflexionó. Nuevamente se
requería cierta astucia. ¿Cómo se sentiría Lotta si llegara a enterarse? ¿Se
enteraría? ¿Debería enterarse? Y, además, resultaba extraño que la señorita
Fisher le eligiera de aquel modo, prácticamente al azar. Pero lo que había
dicho la muchacha era cierto: las madres, nueve meses después de que entrara un
bebé en su seno se ponían... en celo. Como decía la señorita Fisher, era una
necesidad biológica; el cigoto tenía que dividirse en esperma y huevo.
—¿Adónde podemos ir?
—preguntó astutamente.
—A mi casa —ofreció ella—.
Está bien y se podrá quedar toda la noche; nadie le echará de allí en cuanto
acabemos.
Nuevamente pensó: Tengo que
volver a la oficina. Pero aquello era, en ese momento, fortuito. Necesitaba
algo que le remontara psicológicamente; una mujer —probablemente con toda la
razón del mundo— le había abandonado, y ahora otra se había fijado en él. No
podía sino sentirse halagado.
—Vale —dijo.
Ann Fisher hizo señas a un
taxi que pasaba y al momento estaban camino de su apartamento.
Le llamó la atención lo
bien decorado que estaba; paseó por el salón, examinando aquí un jarrón, allí
un cuadro, libros, una estatuilla de jade de Li Po. «Qué bonito», pensó. Sin
embargo, vio que estaba solo. La señorita Fisher se había ido al otro cuarto a,
¡ejem!, regurgitar.
Volvió enseguida con su
cálida y resplandeciente sonrisa en los labios.
—Tengo un sogum importado
de Sidón que es cosa seria, muy viejo —dijo trayendo un frasco—. ¿Te apetece?
—Ahora no —puso un disco de
sonatas para cello y piano de Beethoven. Fíjate, pensó. Un día, dentro de un
par de siglos, todo esto lo erradicarán; la Biblioteca de Viena recibirá las
páginas y los pentagramas tachados y atormentados que Beethoven, con dolores
agónicos, copiaría de la última edición impresa de su obra. Pero, pensó,
entonces Beethoven también estará vivo; un día llamará lleno de ansiedad desde
su ataúd. Pero ¿para qué? Para borrar una de las más notables páginas de música
que jamás se haya escrito. Qué tremendo destino.
—¿Quieres que ponga estos
discos? —preguntó Ann Fisher.
—Estupendo —dijo.
—Son tan preciosos —puso el
primero, Opus Cinco, Número Uno; estuvieron escuchando un rato pero en seguida
se cansó ella; resultaba evidente que no era su estilo estarse quieta
escuchando.
—¿Crees —le preguntó
paseándose por el salón— que la Fase Hobart terminará un día y que volverá a
implantarse el tiempo normal?
—Eso espero —dijo él.
—Pero tú sales ganando.
Estuviste muerto, ¿no?
—¿Se me nota? —preguntó,
picado.
—No era mi intención
ofenderte. Pero debes andar por los cincuenta, ¿no? Así que tienes una vida más
larga; de hecho, vives dos vidas completas. ¿Disfrutas de ésta más que de la
primera?
—Mi problema —dijo él
ingenuamente— es mi mujer.
—¿Es mucho más joven que
tú?
Se quedó callado; se puso a
mirar un ejemplar de poesía inglesa del siglo XVII encuadernado en piel de
esnofle venusino.
—¿Te gusta Henry Vaughn?
—preguntó al fin.
—¿No fue él quien escribió
un poema sobre ver la eternidad? «La otra noche vi la eternidad.»
Sebastián abrió el libro, y
dijo:
—Andrew Marvell. A su
recatada dama. «Pero a mis espaldas oigo siempre el carro alado del tiempo
acercándose, y por delante de nosotros se extienden inacabables desiertos de
vasta eternidad» —cerró el volumen con un estremecimiento. Yo la vi, esa
eternidad; fuera del tiempo y del espacio, perdido entre cosas tan grandes...
—se detuvo; no tenía objeto discutir su experiencia de después de la vida.
—Me parece que lo que
intentas es llevarme a la cama rápidamente —dijo Ann Fisher—. Ya he captado el
mensaje del título del poema.
—«Los gusanos —siguió
citando con una sonrisa— probarán esa virginidad tan largamente guardada» —se
volvió hacia ella. Quizá tuviera razón. Pero el poema le evitaba precipitarse;
lo sabía muy bien y también conocía la experiencia que le traía a la mente—.
«La tumba es un sitio agradable y privado» —casi refunfuñaba sintiendo volver a
aquel recuerdo, la maldita oscuridad, húmeda y fría—. «Pero nadie, creo, allí
se abraza».
—Pues entonces vamos a la
cama —dijo la señorita Fisher con sentido práctico. Y le precipitó hacia el
dormitorio.
Al rato descansaban
desnudos, con sólo una sábana por encima; Ann Fisher fumaba en silencio y el
pequeño resplandor rojo identificaba su presencia. Sebastián se sentía sereno
ahora; la porfiada tensión de antes le había abandonado.
—Pero para ti no era la
eternidad —dijo Ann Fisher distante, sumergida en sus meditaciones—. Estuviste
muerto durante un tiempo finito. ¿Cuánto, quince años?
—Es lo mismo —dijo él con
brusquedad—. Me canso de repetirlo, pero nadie que no lo haya pasado lo
entiende. Cuando se está fuera de las categorías de percepción, tiempo y
espacio no tienen fin; no pasa el tiempo, por mucho que se esté esperando. Y
puede convertirse en dicha infinita o en tormento infinito, según se tome,
según te relaciones con ello.
—¿Con qué, con Dios?
—El Anarca Peak le dio el
nombre de Dios —dijo caviloso— cuando volvió a la vida —y entonces, paralizado,
se dio cuenta, clara y cruelmente, de lo que acababa de decir.
Al cabo de un rato, Ann
Fisher dijo:
—Ya le recuerdo. Hace años.
Fundó el Udi, ese culto de mente de grupo. No sabía que estuviera vivo.
¿Qué podía decir? Eran
palabras, pensó aterrorizado, que no podría explicar. Sólo significaban una
cosa; lo decían todo, que Peak había renacido, que él, Sebastián Hermes, había
estado presente. Así pues, el Anarca estaba en el Vitarium Flask de Hermes. En
cuyo caso, después de pronunciar esas palabras, lo mejor que podía hacer era
discutirlo abiertamente.
—Le revivimos hoy —dijo, y
se preguntó qué significaría eso para ella; no la conocía, nada en absoluto, y
no podía significar nada, un tema de conversación como otro cualquiera, o algo
de interés teológico; a no ser que..., en fin, tenía que correr ese riesgo.
Matemáticamente, no era probable que Ann Fisher estuviera relacionada con
alguna persona materialmente interesada en el Anarca; jugaría con ella a cara o
cruz a partir de ese momento.
—Está en el vitarium; por
eso no puedo quedarme aquí contigo. Le dije que me quedaría con él esta noche
hablando.
—¿Puedo acompañarte?
—preguntó Ann Fisher—. No he visto nunca a un renacido en esos momentos... Creo
que tienen en la cara una expresión especial. A causa de lo que han visto.
Siguen viendo otra cosa, algo muy vasto. Y a veces dicen cosas enigmáticas,
epigramáticas, como Yo soy tú; o Eso no es. Frases crípticas de estilo Zen que
para ellos están llenas de significado pero que para nosotros... —en la tenue
claridad nocturna hizo un gesto muy amplio, obviamente intrigada por el
tema—...para nosotros no son nada... Sí, estoy de acuerdo; hay que pasar por
ello para entenderlo —saltó de la cama, se fue descalza hasta el ventilador,
sacó un sujetador y unas bragas y empezó a vestirse rápidamente.
El la imitó, sintiéndose
viejo y muy cansado.
He cometido un error, se
dijo. Ahora ya nunca me libraré de ella; hay algo en ella que resulta letal en
su persistencia. Si pudiera volverme atrás, borrar esas palabras... La vio
ponerse un jersey de angora y pantalones de tubo muy ceñidos, y luego siguió
vistiéndole. Es elegante; es atractiva; y sabe lo que quiere, reflexionó. Y,
además, le he metido en la cabeza, sin decirlo abiertamente, que este caso es
diferente.
Sabe Dios, pensó, hasta
dónde llegará antes de verse satisfecha.
11
«Nada puede decirse de Dios
literal o afirmativamente. Literalmente Dios no es, porque trasciende al ser.»
ERÍGENA
Volaron en taxi a través de
Burbank, hacia el Vitarium Flask de Hermes.
Desde fuera, el
establecimiento parecía vacío y cerrado y a oscuras, abandonado durante la
noche. Al verlo, le costó trabajo creer que dentro, en una cama improvisada,
estaba el Anarca Peak cuidado al menos por el doctor Sign.
—¡Qué emocionante! —dijo
Ann Fisher apretando su cuerpo delgado contra él y estremeciéndose—. Qué frío
hace; vamos de prisa adentro. Me muero de ganas de verle; no tienes idea de
cuánto me gusta esto.
—No podemos quedarnos mucho
tiempo —dijo Sebastián mientras abría la cerradura de la puerta.
La puerta se abrió de
golpe. Y allí, apuntándole con una pistola, se encontró con Bob Lindy,
parpadeando como una lechuza y casi tan inquisitivo como ella.
—Soy yo —dijo Sebastián; se
quedó sorprendido, pero le tranquilizaba ver lo bien preparados que estaban sus
hombres—. Y una amiga —cerró la puerta con cerrojo.
—Ese revólver me da miedo
—dijo Ann Fisher nerviosamente.
—Apártalo, Lindy —dijo
Sebastián—. Además, eso no detendría a nadie.
—A lo mejor sí —dijo Lindy,
precediéndoles hacia el área de trabajo; abrió la puerta del fondo y todo se
inundó de luz—. Se encuentra mucho más fuerte; le está dictando a Cheryl
—observó a Ann Fisher con ojo crítico y con cínico recelo—. ¿Quién es ésta?
—Una cliente —dijo
Sebastián—. Está negociando lo de la señora Tilly M. Benton —avanzó hacia la
cama; Ann Fisher le siguió, conteniendo la respiración—. Poderoso señor —dijo,
ceremonioso—, he oído decir que se recupera usted perfectamente.
El Anarca, con la voz ya
mucho más firme, respondió:
—Hay tantas cosas que
quiero decir. ¿Cómo es que no tiene un magnetófono? De todas formas, no puedo
decirle cuánto aprecio la facilidad de la señorita Vale como amanuense; y en
general toda la hospitalidad y las atenciones que he recibido aquí.
—¿Es usted de veras el
Anarca Peak? —preguntó Ann Fisher con voz llena de respeto—. Hace tanto
tiempo... ¿A usted también le parece que hace mucho?
—Yo sólo sé —dijo el Anarca
como en un sueño— que he tenido una oportunidad inapreciable. Dios me ha
concedido —a mí y a otros también— más de lo que permitió ver a Pablo. He de
recogerlo todo —le pidió a Sebastián—: ¿No cree posible conseguirme un
magnetófono, señor Hermes? Siento que ya estoy empezando a olvidar..., se
desvanece de mi mente, se esfuma —apretó los puños espasmódicamente.
—Quizá pudiéramos conseguir
una grabadora. Nosotros teníamos una; ¿qué ha sido de ella? —le dijo Sebastián
a Bob Lindy.
—Se estropearon las
palanquitas —dijo Lindy—. La llevamos a la tienda donde la compramos a que la
repararan.
—De eso hace ya meses —dijo
Cheryl Vale severamente.
—Bueno —dijo Lindy—, pues
nadie ha tenido tiempo de ir a recogerla. Mañana temprano iremos.
—Pero se me está olvidando
—se lamentó el Anarca—. Por favor, ayúdenme.
—Yo tengo un magnetófono.
En mi apartamento. No es muy bueno... —dijo Ann Fisher.
—Para grabar la voz —aclaró
Sebastián— no importa la fidelidad —se decidió rápidamente—: ¿Te importa ir a
buscarlo?
—No olvide las cintas —dijo
Lindy—. Una docena de rollos.
—Me encantaría —dijo Ann Fisher
brillándole los ojos— poder ayudar en algo tan hermoso como esto... —le apretó
brevemente el brazo a Sebastián, luego salió corriendo hacia la puerta de la
oficina—. Me dejarán entrar cuando vuelva, ¿verdad?
—Necesitamos el aparato
—dijo Bob Lindy. Y dirigiéndose a Sebastián—: El viejo habla tan aprisa que a
Cheryl no le da tiempo a escribirlo todo; habla como una carretilla —y añadió
desconcertado—: Ninguno de los otros charlaba así. Normalmente tartamudeaban
una ratito y luego se callaban.
—Quiere que le comprendan
—dijo Sebastián. Quiere lo que yo también quise hacer, pensó. Y lo que, como
los demás, dejé por imposible. Nos estará dando la lata hasta que lo
transcribamos. Aquello le resultaba impresionante. Y cuando acompañó a Ann
Fisher a la calle, se dio cuenta, por su expresión febril e iluminada, que a
ella también le impresionaba.
—Vuelvo dentro de media
hora —le dijo. Y se marchó. Sus finos tacones tamborilearon por la calzada; la
vio hacer señas de que aterrizara a un aerotaxi y entonces cerró la puerta y
echó el cerrojo una vez más.
El doctor Sign, que estaba
sentado en un rincón descansando, le dijo:
—Me sorprende que hayas
traído aquí a esa chica.
—Es una muchacha —dijo
Sebastián— que incorporó a un bebé hace nueve meses y me llevó esta noche a su
cama. Traerá su grabadora, se marchará luego, y probablemente no volvamos a
saber de ella.
Sonó el videófono.
Sebastián levantó una ceja
y descolgó el aparato. Quizá fuera Lotta.
—Adiós —dijo esperanzado.
En la pantalla se formó el
rostro de un desconocido.
—¿Señor Hermes? —la voz era
lenta, extremadamente metódica—. No voy a identificarme porque no es necesario.
Mi compañero y yo tenemos montado un puesto de observación aquí fuera, enfrente
del vitarium.
—¿Ah sí? —dijo Sebastián
procurando parecer indiferente—. ¿Y qué?
—Pues que hemos
fotografiado a la chica cuando entró usted con ella en el edificio —siguió
diciendo el hombre—. La que acaba de marcharse en un taxi. Transmitimos la foto
a Roma y buscamos con un emisor en nuestros archivos. Aquí tengo la información
que nos acaban de enviar de Roma —el hombre estudió una hoja de papel; le hacía
sombra en la cara mientras la leía—. Su nombre es Ann McGuire; es la hija de la
bibliotecaria jefe de la Biblioteca de Temas Populares. Los Errads la utilizan
de vez en cuando en este sector.
—Ya entiendo —dijo
Sebastián mecánicamente.
—Así pues, le han cogido
—terminó el hombre—. Tiene usted que sacar inmediatamente de ahí al Anarca y
llevarle a otra parte. Antes de que irrumpan en su domicilio. Los Errads,
claro. ¿De acuerdo, señor Hermes?
—De acuerdo —y colgó.
—Quizá en mi casa —dijo el
doctor Sign inmediatamente.
—A lo mejor es inútil
—respondió Sebastián.
Bob Lindy, que también
había escuchado la llamada, dijo:
—Metamos al viejo en un
aerocoche; tenemos tres en la azotea. ¡Sacarle de aquí! ¡Vamos! —su voz terminó
en grito.
—Hacerlo vosotros —dijo
Sebastián sombrío.
El doctor Sign y Bob Lindy
desaparecieron en la trastienda; Sebastián, inerte, les oyó sacar al Anarca de
la cama; sintió protestar al Anarca (quería seguir dictando) y luego les oyó
subir por la escalera hacia la terraza.
El ruido de un aerocoche.
Luego silencio.
Cheryl Vale se le acercó.
—Ya se han ido. Los tres.
¿Cree usted...?
—Lo que creo —dijo
Sebastián— es que soy un bocazas.
—Y, además, casado —dijo
Cheryl— con esa encantadora muchacha.
Sin hacerle caso, siguió
diciendo Sebastián:
—Ese comprador italiano,
Giacometti. Creo que será él nuestro cliente.
—Sí, les debe usted un
favor.
Y acabo de estar en la cama
con ella. Hace una hora. ¿Cómo puede alguien hacer estas cosas? ¿Utilizarse a
sí mismo de esa manera?
—Ya ves —dijo— por qué me
ha dejado Lotta —se sentía completamente inútil, y derrotado en una forma que
le resultaba nueva. No era una derrota convencional, sino algo íntimo y
personal; algo que le llegaba muy adentro, como hombre y como ser humano.
Alguna vez volveré a
encontrarme con esa mujer, se dijo. Y le haré algo. Me vengaré.
—Vete a casa —le dijo a
Cheryl.
—Eso pienso hacer —recogió
su abrigo y su bolso, quitó el cerrojo de la puerta y desapareció en la
oscuridad de la noche. Se quedó solo.
En un solo día, pensó, nos
han cogido a los dos; primero a Lotta y luego a mí.
Rebuscó por el
establecimiento hasta dar con la pistola de Lindy, que se había dejado, y luego
se sentó junto al mostrador, desde donde podía vigilar la entrada. Pasó mucho
tiempo. Para esto regresé de la muerte, pensó. Para hacer un mal infinito en un
mundo finito. Siguió esperando.
Al cabo de veinte minutos
sonaron unos golpecitos en la puerta principal. Se puso en pie, se guardó la
pistola en el bolsillo de la chaqueta y fue a abrir.
—Adiós —dijo Ann Fisher
jadeante en cuanto abrió la puerta, al tiempo que se colaba al establecimiento
con la grabadora y una caja de cintas—. ¿Lo llevo dentro? —preguntó—. ¿Dónde
está?
—Estupendo —dijo él; volvió
a sentarse junto al mostrador. Ann Fisher pasó delante de él con su carga; no
hizo un movimiento para ayudarla. Siguió sentado, como estaba.
Al cabo de un momento
volvió ella; la sintió junto a él, alta y esbelta, sin decir una palabra.
—Se ha ido —dijo Ann al
fin.
—Nunca ha estado aquí. Era
una broma. Una broma que te hemos gastado —tenía que tocar de oído aquella
sinfonía. Curiosamente, se sintió asustado.
—No entiendo —dijo Ann.
—Nos han dado una
información —dijo— sobre ti.
—¿Ah sí? —su voz era más
aguda; acababa de sufrir un cambio fundamental, casi metabólico—. ¿Y qué es lo
que te pueden haber dicho de mí? —no respondió—. Me gustaría saberlo —siguió
sin abrir la boca—. Bueno —dijo ella entonces—, me parece que no necesitas mi
magnetófono. Ni a mí. Si no tienes confianza en mí.
—¿Qué le hizo tu madre a mi
mujer hoy en la Biblioteca? —dijo él sin levantar la vista.
—Nada —dijo ella muy
natural; se sentó en una de las sillas para clientes, cruzó las piernas. Sacó
un paquete de colillas y encendió una inhalando, espirando, inhalando.
—Lo suficiente —dijo él—
como para que me dejara.
—Se asustaron; ella y su
amigo el poli. No te ha dejado por lo que le haya hecho mi madre; ese poli
lleva meses intentando llevársela a la cama. Sé dónde están: escondidos en un
motel por San Fernando.
—Igual que tú y yo —dijo
él— hace un rato.
No pudo decir nada; se
conformó con seguir fumando; el cigarrillo crecía y crecía.
—¿Y ahora qué? —preguntó
Ann al fin—. Le has trasladado; y nosotros lo encontraremos. Sólo hay un número
finito de lugares donde puede estar. Y hemos seguido el aerocoche que salió de
aquí; supongo que ahí es donde le lleváis.
—No hubo nunca un Arnold
Oxnard Ford —dijo él—, ¿verdad?
—En cierto modo, sí. Así se
llamaba mi primer marido. Me dejó el año pasado —su voz era indiferente, como
si no estuviera ocurriendo nada importante. Y quizá, pensó, tenga razón. Se
puso en pie y se fue hacia ella. Ella levantó la vista y dijo—: ¿Y ahora qué?
—Sal de mi oficina —ordenó.
—Mira —dijo Ann—, sé un
poco inteligente. Nosotros somos compradores. Lo que queremos es poder borrar
todo lo que dice; eso es todo... No le vamos a hacer ningún daño. No tenemos
necesidad de ello; su amigo el poli es el que utiliza un revólver y ese
empleado tuyo también. ¿Dónde está ahora esa pistola?
—La tengo yo, así que sal
—abrió la puerta de la calle y la mantuvo abierta. Esperando.
Ann suspiró.
—No veo nada que se oponga
a nuestras relaciones. Lotta está viviendo con otro; tú te encuentras solo. Yo
estoy sola. ¿Qué problema hay? No hemos hecho nada ilegal; tu mujer es una niña
llena de fobias, que se asusta por todo... Cometes un error si tomas en serio
todos sus miedos neuróticos; deberías decirle: o nadas o te ahogas. Yo así lo
haría —encendió otro cigarrillo—. Al que tienes que perseguir es a ese policía,
a ese Joe Tinbane. ¿No te da rabia que se esté acostando con tu mujer? Porque
eso es lo que están haciendo precisamente ahora, y tú con quien te enfadas es
conmigo.
Su tono era impertinente y
acusador, pero sin acaloramientos ni pasión. Una exposición neutral.
Devastadora, pensó. No voy a aguantar mucho más; ésta no es la mujer con la que
estaba antes en la cama; nadie puede cambiar tanto.
—Creo —dijo Ann— que tú y
yo tenemos que olvidar esta pelea, que no beneficia a nadie, y después... —se
encogió de hombros—...volver adonde lo dejamos. Podríamos tener unas relaciones
muy satisfactorias, muy completas y agradables. A pesar de tu edad.
Le dio un violento bofetón
cruzándole la boca.
Sin inmutarse, se inclinó
para recuperar el cigarrillo; sin embargo, estaba temblando.
—Tu matrimonio —siguió
diciendo Ann— se acabó. Te guste o no. Tu vieja vida terminó y empieza una
nueva...
—¿Contigo? —dijo.
—Puede ser. Te encuentro
atractivo... en cierto modo. Si podemos dejar aparte este asunto del Anarca
Peak, entonces —hizo un gesto— no veo nada que pueda oponerse a una relación
mutuamente satisfactoria entre nosotros. Quitando ese problema, el del Anarca,
que tanto te disgusta y tan enfadado te pone, sigo creyendo que estamos en
buenas condiciones para emprender algo grande. A pesar de tu bofetada. Eso
también puedo pasarlo por alto; no creo que de verdad seas así; no es tu
estilo.
Sonó el videófono.
—¿No piensas contestar?
—preguntó Ann Fisher.
—No.
Ann se fue al videófono y
lo descolgó:
—Vitarium Flask de Hermes
—dijo con acento de profesional—. Ya hemos cerrado. ¿Puede usted llamar por la
mañana?
Una voz de hombre, que no
le resultaba conocida, decía: «Mrrrrr». Le llegaba el sonido pero no lo que
decía; siguió sentado impasible, apabullado, con la mente en blanco. No es
Lotta, pensó. El caso es que Ann Fisher tiene razón; mi matrimonio ha terminado
porque ella lo puede destruir en cualquier momento. Lo único que tiene que
hacer es dar con Lotta y decirle que nos hemos acostado juntos. Y hablará de
ello como acaba de hacerlo ahora, como el comienzo de algo duradero.
En una sola noche, pensó,
esta chica ha puesto en peligro mi trabajo y mi vida privada. Ayer no me
hubiera creído semejante cosa.
Ann Fisher se volvió a él y
le dijo:
—Es un tal señor Carl
Gantrix.
—No le conozco.
Ella tapó el micrófono con
la mano:
—Sabe que tenéis al Anarca
Peak; está relacionado con eso. Creo que es un cliente —le tendió el auricular
del videófono.
No había otra elección. Se
levantó, fue hacia ella y cogió el auricular:
—Adiós —dijo, indiferente.
—Señor Hermes —dijo el
señor Gantrix—. Encantado de conocerle.
—Lo mismo digo.
—Me pongo en contacto con
usted oficialmente —dijo Gantrix— de parte del poderoso señor Ray Roberts,
quien en estos momentos, me complace decirlo, se encuentra a bordo de un jet en
peregrinación hacia los Estados Unidos del Oeste; llegará a Los Ángeles dentro
de diez minutos.
Sebastián no dijo nada. Se
limitaba a escuchar.
—Señor Hermes —continuó
Gantrix—, he llamado a esta hora tan intempestiva con la esperanza de que se
encontrara usted en la oficina. De hecho me atrevería a suponer que está usted
trabajando activamente reviviendo y cuidando del Anarca, ¿me equivoco?
—¿Quién le ha dicho —dijo Sebastián—
que tenemos al Anarca?
—Ah..., eso sería mucho
decir —el rostro de Gantrix en la pantalla aparecía astuto.
—Su informador estaba
equivocado.
—No, no lo creo —de nuevo
la irritante astucia, como si Gantrix estuviera jugando con él. Como si Gantrix
tuviera todas las bazas y, además, lo supiera—. Yo estoy aquí —dijo Gantrix— en
los Estados Unidos Occidentales, en donde me reuniré en seguida con el señor
Roberts. Sin embargo, tengo tiempo de tratar este asunto con usted; Su Poderío,
el señor Roberts, me ha habilitado para negociar la compra del Anarca, y eso
estoy haciendo. ¿Qué cifra alcanza en su catálogo?
—Cuarenta billones de
poscreds —dijo Sebastián.
—Es bastante elevado.
—Cuarenta y cinco billones
—dijo Sebastián—, con la comisión del agente de ventas.
Ann Fisher, que se
encontraba de pie junto a él, se inclinó hacia delante, y dijo:
—Has cometido un error. No
debiste dar precio.
—Es un precio desorbitado.
Nadie lo puede pagar. Ni siquiera los Uditi —dijo Sebastián.
—No creas, no es
desorbitado para ellos —respondió Ann—. No, teniendo en cuenta lo que significa
lo que compran.
—Iré por su oficina muy
pronto —dijo Gantrix— y quizá podamos rebajar un poquito el precio —no parecía
asombrado. Ann tenía razón—. Hola, entonces, señor Hermes; hasta ahora mismo.
—Hola —dijo Sebastián, y
colgó.
—Te sientes tan culpable
por haberme pegado —dijo Ann— que ahora te estás castigando a ti mismo. Y por
eso abandonas la partida.
—A lo mejor —dijo. Pero ese
precio; no podía creer que los Uditi no se asustaran de él—. Subiré el precio
cuando venga Gantrix.
—No, no lo harás —dijo
Ann—. Vas a capitular. De todas formas, no sabes si aún sigues en posesión del
Anarca o no. Creo que deberías dejar que yo me ocupara de esto, Sebastián; tú
ya has hecho bastante.
—Lo que quieres —dijo— es
ocuparte de todo.
—¿Y por qué no? Soy
inteligente; tengo una educación superior, y una gran experiencia en los
negocios. Tú estás agotado. Ve ahí dentro y túmbate un rato; te despertaré
cuando llegue Gantrix y podrás actuar como consejero mío. Necesitas a alguien
que pueda tomar las riendas cuando tú estés bajo de forma como ahora. No creo
que Lotta fuera capaz de hacerlo. Por eso te perdió.
Se levantó, salió del
edificio, cruzó la calle oscura. Buscó el puesto de observación. Estuvo un rato
haciendo gestos con los brazos, y entonces, de un edificio que había a la
derecha, salió un hombre, el que le había llamado para avisarle de lo de Ann.
—Necesito ayuda —dijo
Sebastián.
—¿Para qué? —dijo el hombre
moreno que parecía italiano—. ¿Para no perder de vista a la señorita McGuire?
—Quizá viera usted nuestro
aerocoche despegar hace un rato de la azotea.
—Sí —dijo el hombre—, y
vimos al bus de la Biblioteca salir tras él.
—No sé si aún tenemos al
Anarca o no —dijo Sebastián.
—Estamos esperando noticias
al respecto —respondió el hombre—. Nos pareció desde aquí como si su aerocoche
fuera un cohete. Vaya velocidad que llevaba. Su conductor debe de ser un
experto.
Debía ser Bob Lindy, pensó
Sebastián. Conduce como un loco.
—¿Cómo lo sabrán? —le
preguntó al hombre—. Tengo que saberlo porque un comprador, representando a Ray
Roberts, viene hacia aquí.
—Gantrix —dijo el hombre
con gesto afirmativo—. Cogimos la llamada de Gantrix; estamos enterados. Vaya
un precio que fijó usted. ¿Es lo que piensa pedir? ¿O era sólo para desanimar a
los Uditi?
—No tenía ni idea de que
pudieran llegar a él —dijo Sebastián.
—No pueden. Por lo menos no
en poscreds de los Estados Unidos del Oeste. Gantrix intentará hacerle aceptar
moneda de la M.N.L.; pero ya sabe usted que no vale virtualmente nada —y
añadió—: Debió usted haberlo especificado.
—Si ya no tenemos al Anarca
—dijo Sebastián—. Todo eso ya no importa.
—Puedo notificárselo en
cuanto lo sepamos. Enviamos a uno de nuestros coches tras el de la Biblioteca;
pronto sabremos de ellos. Entretenga a Gantrix hasta que le telefoneemos.
—De acuerdo —dijo
Sebastián. Luego, con cierta turbación, añadió—: Agradezco toda su ayuda.
—Tiene usted que librarse
de esa chica —dijo el hombre—. ¿No puede usted controlarla? Es fuerte y es una
profesional..., pero usted es más grande que ella.
—¿Y qué conseguiría con
arrojarla a la calle? —le parecía algo totalmente inútil; sin objeto—. Ya les
ha dicho a los de la Biblioteca lo que ha descubierto; ya no puede hacer más
daño del que ha hecho.
—Le hará cerrar el trato
con Gantrix; eso es lo que hará —se alzó, indignada, la voz del hombre—: Se
encargará de las negociaciones, y antes de que se dé cuenta, habrá vendido al
Anarca, y asunto concluido.
Otra figura oscura salió
del edificio de la derecha; los dos hombres del puesto de observación del
sindicato romano se pusieron a hablar.
—Está utilizando el
videófono de su oficina para llamar a la Biblioteca —le dijo a Sebastián el
primer hombre— y decirle al Consejo de los Errads lo de Gantrix, que va a
reunirse con usted en el vitarium.
El otro hombre, con los
auriculares aún puestos, añadió:
—Y les está diciendo a los
de la Biblioteca que ha colocado una bomba, que se trajo dentro del supuesto
magnetófono, en algún lugar del local. Y puede detonarla por control remoto en
el momento que desee.
—¿Y eso para qué? —le
preguntó el primer hombre—. ¿Para volar a quién? ¿Para volarse ella?
—No lo ha dicho. El Errad
de la Biblioteca que cogió el videófono parece estar al tanto del asunto.
Esperen —se apretó los auriculares—. Está haciendo otra llamada —permaneció en
silencio, y luego dijo—. Esta es a su marido.
—Su marido —dijo Sebastián.
Así que eso tampoco era cierto. Sintió auténtico odio hacia ella, un odio
profundo e intenso.
—Esto es muy interesante
—dijo al cabo de un rato el de los auriculares—. Tiene un montón de proyectos
rondándole la cabeza. Lo primero, quiere a su mujer, a la señora Hermes, quiere
que la localicen y la vigilen. ¿Sabe usted dónde está su mujer, señor Hermes?
—No.
—En segundo lugar —siguió
diciendo el hombre—, quiere que maten a un hombre llamado Joe Tinbane. Y por
último, si consiguen el segundo punto, quiere que los Errads cojan a su mujer
para que no pueda reunirse con usted. Annie McGuire pretende quedarse con usted
mientras los de la Biblioteca se apoderan del Anarca, y luego... —miró de reojo
a Sebastián—. Dice que tiene la intención de matarle, por lo que le hizo. ¿Qué
es lo que le hizo, señor Hermes? —Le di una bofetada.
—Debió darle más fuerte
—dijo el de los auriculares.
Sebastián dio media vuelta,
cruzó nuevamente la calle y se dirigió al vitarium. Cuando entró, encontró a
Ann sentada lejos del videófono; le sonrió alegremente.
—¿Dónde andabas?
—preguntó—. Miré afuera pero estaba muy oscuro; no pude verte. —Fui a dar un
paseo y a pensar. —¿Y qué has decidido? —Aún estoy tratando de decidir. —Pues
lo cierto —dijo Ann— es que no tienes nada que decidir.
—Sí lo tengo —dijo—.
Decidir qué hago contigo. Eso es lo que debo decidir.
—Te estoy ayudando —dijo
Ann haciéndose la simpática—. Ve a echarte y descansa un rato. Te avisaré
cuando venga Gantrix. Y... —se puso en pie, le tomó del brazo y le acarició—.
No te preocupes tanto. Si has perdido al Anarca, entonces lo tiene la Biblioteca,
y eso no es tan malo; ya sabrán qué deben hacer con él. Y si lo sigues teniendo
tú... —vaciló un momento, cavilando; sus ojos de azul intenso brillaron
orgullosos—. Puedo manejar muy bien el asunto. Las negociaciones con Carl
Gantrix.
Se fue a la parte de atrás
de la oficina y se tumbó en la cama que recientemente había ocupado el Anarca;
miró al techo sin verlo. Toda mi oficina, pensó. Puede destruirla y a mí con
ella; no hay nada en mí que no pueda destruir o controlar. ¿Por qué no puedo
detenerla? Tengo una pistola; podría matarla.
Pero su trabajo consistía
en devolver gente a la vida, no en matar; toda su orientación, todas sus
creencias, le impulsaban a preservar la vida. La de todos, sin distinción; el
vitarium nunca pedía el pedigrí del renacido que desenterraba; nunca se
preguntaba si debería revivir.
No es tan sencillo matar a
una persona, pensó. No es lo normal; tiene que haber otra solución. Pero el
golpe que le di no la ha afectado... a no ser para que me colocara en su lista
negra, para vengarse de mí. Creo que no puedo echarla físicamente de mi lado,
decidió. No si pretende quedarse; las palabras no hacen mella en ella, ni
tampoco la amenaza a su integridad física. Se preguntó: ¿dónde estará la bomba?
¿En esta habitación? Dios mío, pensó. Tengo que hacer algo; no puedo quedarme
aquí tumbado; tengo que actuar.
En la parte de delante sonó
el videófono.
Se levantó de un salto,
pensando. No puedo dejar que lo coja. Salió corriendo hacia la mesa de
recepción; allí estaba ella, con el auricular pegado ya al oído... Se lo
arrancó de las manos.
—De todas formas no querían
hablar conmigo —dijo Ann filosóficamente—. Han dicho que sólo hablarían
contigo, quienquiera que sea —añadió—. No me gustó su tono o su voz; desde
luego tienes amigos muy extraños, si es que son amigos tuyos.
Era Bob Lindy:
—¿Puede oírme ésa?
—preguntó.
—No —se llevó el receptor
todo lo más lejos que pudo—. Habla —dijo.
—¿No puedes deshacerte de
ella? —preguntó Lindy.
—Vamos, di lo que tienes
que decirme —gruñó.
—Les
despistamos —dijo Lindy—. Al coche que nos seguía. Fue una auténtica lucha,
como la Primera Guerra Mundial. Yo giraba y hacía rizos, ellos giraban y hacían
rizos; hice un Immelmann un par de veces..., por último conseguí que fueran al
norte mientras yo iba al sur. Cuando quisieron volver yo ya estaba lejos.
Acabamos de aterrizar ahora mismo; aún está el otro en el coche.
—No me digas dónde os
encontráis —ordenó Sebastián.
—Claro que no, mientras
esté ahí esa pelma. No te tiene ni pizca de miedo, ¿eh? Las mujeres nunca
tienen miedo de los hombres con los que se han acostado. Pero a mí si me tiene
miedo; se lo vi en los ojos cuando le apuntaba con aquella pistola. ¿Quieres
que vaya para allá? Puedo dejar a Sign con el Anarca y reunirme contigo en la
ofi, digamos, dentro de cuarenta minutos.
—Tengo que arreglar este
asunto yo solo. Gracias. Vuelve a llamarme dentro de un par de horas. Hola
—colgó.
Ann, en pie junto a la
ventana con los brazos cruzados, dijo:
—Así que aún estáis en
posesión del Anarca... Bien, bien.
—¿Cómo lo sabes? —dijo.
—Lo supe cuando dijiste:
«No me digas dónde os encontráis —se alejó de la ventana y se fue hacia él—.
¿Qué es eso que tienes que arreglar tú solo?
—Lo tuyo —dijo Sebastián.
12
«No sabemos qué es Dios...
porque es infinito y por lo tanto objetivamente incognoscible. El propio Dios
no sabe lo que es porque no es nada.»
ERÍGENA
Se miraron frente a frente.
—Tengo una bomba escondida
aquí —dijo Ann—, así que no intentes usar tu pistola conmigo. E incluso si me
sacas de aquí, puedo hacer estallar la bomba; puedo mataros a ti y a Carl
Gantrix, y si lo hago, los Uditi irán tras tu mujer; te echarán a ti la culpa y
son muy vengativos.
—No harás estallar la bomba
—dijo, pensativo— mientras estés aquí. Porque eso te haría morir a ti también y
eres demasiado vital, demasiado activa para morir deliberadamente.
—Gracias —sonrió con su
estirada sonrisa—. Eso es muy halagador.
Sonaron unos golpecitos en
la puerta de entrada.
—Ese es el señor Gantrix
—dijo Ann; se fue hacia la puerta—. ¿Le hago pasar? —como respuesta a su
pregunta, se dijo a sí misma—: Sí, creo que se aclarará el ambiente si entra
una tercera persona. Así no te pondrás a amenazarme violentamente. Abrió la
puerta.
—Espera —dijo él.
Levantó la vista,
interrogante.
—No le hagas nada a Lotta
—dijo— y te entregaré al Anarca.
A Ann se le encendieron los
ojos violenta y triunfalmente.
—Pero primero la quiero
aquí —dijo—. Físicamente de nuevo en mí poder, antes de que te entregue al
Anarca. No quiero tu palabra —las palabras no significaban nada para ella.
Un negro alto empujó la
puerta entreabierta. Vestía muy elegantemente, casi con severidad. Dijo
interrogante:
—¿El señor Hermes?
¿Sebastián Hermes? —miró dentro de la entrada del vitarium—. Me alegro de verle
al fin personalmente. Adiós, señor Hermes —avanzó hacia Sebastián con la mano
tendida.
—Un momento, señor Gantrix
—dijo Sebastián sin hacer caso de la mano extendida. Se volvió hacia Ann—:
¿Entiendes el trato? —la miró atentamente, intentando leer en su rostro; era imposible
adivinar lo que le pasaba por la cabeza; no pudo juzgar cuál sería su
respuesta.
—Ya veo que interrumpo
—dijo Gantrix jovialmente—. Me sentaré —se fue a una de las sillas— y leeré
hasta que terminen —echó un vistazo a su reloj de pulsera—. Pero tengo que
reunirme con el poderoso señor Ray Roberts dentro de una hora.
—Nadie —intervino Ann— está
físicamente en posesión de nadie.
—Palabras —dijo Sebastián—.
Las utilizas sádicamente; ya sabes lo que quiero decir. Deseo que regrese junto
a mí, aquí, no a un motel o a la Biblioteca, sino aquí, al vitarium.
—¿Está en este local el
Anarca Peak? —preguntó Gantrix—. ¿Puedo entrar sin hacer ruido y echarle un
vistazo mientras ustedes siguen con su dichosa discusión?
—No se encuentra en este
local —dijo Sebastián—. Tuvimos que trasladarle. Para mayor seguridad.
—Pero ustedes tienen
legalmente su custodia —dijo Gantrix.
—Sí —respondió Sebastián—.
Se lo garantizo.
—¿Qué te hace pensar —dijo
Ann— que puedo yo devolverte a Lotta? Se fue por su propia voluntad. No tengo
idea de dónde se encuentra, sólo sé que está en algún lugar de San...
—Pero encontrarás el motel.
Tarde o temprano. Llamaste por teléfono a la Biblioteca y a tu marido.
—Eran llamadas
estrictamente privadas —dijo Ann bruscamente, e indignada, pero también (de eso
se dio cuenta) con miedo. Por vez primera había perdido el control; le tenía
miedo. Y con razón. El tener conocimiento de las llamadas y de sus intenciones
reales le había cambiado; sintió que algo nuevo nacía en él, y Ann,
naturalmente, se daba cuenta de ello.
—Estaba furiosa —dijo—.
Pero nadie va a matar a Joe Tinbane; era hablar por hablar. Me horrorizó que me
pegaras; ningún hombre lo había hecho nunca. Y en cuanto a lo que dije de
pegarme a ti... —elegía las palabras escrupulosamente. Notaba cómo sorteaba los
escollos y seleccionaba las posibilidades—. Francamente, quiero quedarme
contigo porque me siento atraída por ti. Tenía que darle una excusa a mi
marido; tenía que decirle algo.
—Ve a por la bomba —dijo.
—Hum —dijo reflexionando,
volviéndose a cruzar de brazos—. No sé si debo hacerlo —parecía ahora menos
asustada.
Carl Gantrix, prestando
atención a lo que decían, preguntó:
—¿Bomba? ¿Qué bomba? —se
levantó, nervioso.
—Danos al Anarca —dijo Ann—
y desactivaré el artefacto.
Se cerraba el círculo.
—Traje la bomba cuando
estaba aquí el Anarca. —le dijo Ann a Carl Gantrix—. Para matarle.
Gantrix abrió los ojos
mirándola con horror, y balbució:
—¿Po... por qué?
—Me manda la Biblioteca
—dijo Ann. Sorprendida por su reacción, aclaró—: ¿No quiere Ray Roberts ver
muerto al Anarca?
—¡No, por Dios! —dijo
Gantrix.
Ahora eran Sebastián y Ann
quienes le miraban a él con los ojos muy abiertos.
—Nosotros veneramos al
Anarca —dijo Gantrix tartamudeando en su vehemencia, en su proclamación—. Es
nuestro santo, el único que tenemos. Hemos esperado su retorno durante décadas;
el Anarca tendrá toda la sabiduría última que da la otra vida; ése es el
propósito de la peregrinación de Roberts: es un viaje sagrado, para arrojarse a
los pies del Anarca y escuchar la buena nueva de sus labios —avanzó hacia Ann
Fisher con los dedos crispados; ella retrocedió evitándole—. La buena nueva
—siguió Gantrix—, la gloriosa nueva de la fusión de todas las almas en la
eternidad. Nada importa fuera de esa nueva.
—¡La Biblioteca!...
—exclamó Ann desfallecida.
—Ustedes los Errads —dijo
Gantrix; su voz era áspera, chirriaba de desdén—. Tiranos. Caciques de esta
tierra. ¿Qué tienen que ver en esto? ¿Pretendían erradicar la buena nueva que
nos traía? —se volvió hacia Sebastián—. ¿Dice usted que el Anarca está
físicamente a salvo ya?
—Sí —afirmó Sebastián—.
Intentaron apoderarse de él; lo cierto es que casi lo consiguen.
¿Se habría equivocado
respecto a Roberts? ¿Era verdad todo aquello? Tenía un extraño y fantástico
sentimiento de irrealidad, como si Carl Gantrix no se encontrara realmente
allí, como si no estuviera diciendo nada; era como un sueño: las palabras de
Gantrix, su enfado y exasperación, su disgusto por los de la Biblioteca. Pero
si fuera cierto, pensó, entonces quizá lleguemos a hacer un trato; podemos
seguir adelante y venderle el Anarca a él. Todo es diferente ahora.
Volviéndose a Sebastián,
Carl Gantrix dijo:
—¿Tiene con ella el
detonador de la bomba?
—Los de la Biblioteca
pueden hacerla estallar —aclaró Ann con voz ronca.
—No, lo tiene ella —dijo
Sebastián. Y volviéndose a Ann—. Eso es lo que dijiste cuando llamaste por
videófono a la Biblioteca.
—¿Cree usted que dejaría
que la bomba la matase a ella? —le preguntó Gantrix.
—No —respondió Sebastián—.
Estoy seguro; su intención era salir de aquí antes.
—Entonces —dijo Gantrix—
podemos hacer lo siguiente: yo le sujeto los brazos y usted busca el detonador
—agarró a la muchacha con fuerza férrea. Demasiado férrea, pensó Sebastián; se
dio cuenta de ello. Y entonces comprendió de dónde venía su sentimiento de
irrealidad ante Gantrix; era un robot que operaba por control remoto.
No era de extrañar entonces
que a «Gantrix» no le diera miedo de la bomba, ahora que sabía (o mejor dicho
su operador) que el Anarca estaba lejos y a salvo. Sólo seré yo, pensó
Sebastián, quien muera; yo y Ann Fisher McGuire.
—Le sugiero —dijo el robot—
que busque lo más de prisa que pueda —su voz era firme y autoritaria.
—Annie —rogó Sebastián—, no
la hagas detonar. Por tu bien. No conseguirás nada; esto no es un hombre..., es
sólo un robot. Los Uditi no verterán una gota de sangre por la destrucción de
un robot.
—¿Es eso cierto, Gantrix?
—Sí —respondió—. Soy Carl
Júnior. Por favor, señor Hermes, quítele el detonador. Tenemos asuntos que
ventilar y me queda menos de una hora.
Tras buscar durante quince
minutos, encontró el mecanismo en su bolso. Gracias a la firme garra del robot,
la muchacha no tuvo la menor posibilidad de alcanzarlo; realmente no habían
estado en peligro en ningún momento.
—Ahora ya lo tienes —dijo
Ann, rígida y estirada—, pero mis instrucciones a la Biblioteca siguen en pie,
respecto a Joe Tinbane y a tu mujer —le desafió con la mirada ahora que el
robot la había soltado.
—¿Y también respecto a mí?
—preguntó Sebastián—. Pegarte a mí, quedarte conmigo, para...
—Sí, sí, sí —dijo
frotándose los brazos. Se peinó, se alisó el pelo y sacudió la cabeza
vigorosamente—. Creo que está mintiendo —dijo señalando con gesto rápido a Carl
Júnior—. Si le entregas al Anarca a él no te dará a cambio más que poscreds de
la M.N.L. que no valen nada, y dentro de unas semanas anunciarán que el Anarca
está enfermo y luego desaparecerá. Habrá muerto. Poco antes de que viniera, me
ofreciste un trato. Ahora lo acepto; tendrás a Lotta de vuelta... como especificaste,
físicamente aquí, en el vitarium. Y nosotros tendremos al Anarca —le observó,
esperando su respuesta.
—Pero si el Udi se apodera
del Anarca —dijo él.
—Bueno, es de suponer que
puedas volver a ver a Lotta. No te estoy amenazando, sino ofreciendo una
garantía absoluta —de nuevo, Ann parecía segura de sí, serena—. La Biblioteca
hará lo posible por convencerla de que deje a Joe Tinbane y vuelva contigo. No
habrá coacción. Sólo se tratará de hacerle apreciar lo mucho que te preocupas
por ella. Lo mucho que has dado por ella. Diste cuarenta y cinco billones de
poscreds para conseguir tenerla de nuevo; comprenderá que... algunos Errads son
muy buenos y facilitan las cosas.
—Le llevaré a otro sitio
—dijo Sebastián, dirigiéndose al robot— en donde podamos hablar de la venta
—agarró a Ann del brazo y se la llevó rápidamente a la calle, fuera de la
oficina. El robot Carl Júnior siguió en silencio.
Cuando estaba cerrando con
llave el vitarium, Ann le dijo:
—Eres un estúpido cretino.
Un estúpido cretino cabezota —su voz resonaba aguda mientras los tres subían
por las escalerillas exteriores que llevaban a la azotea en donde tenía
aparcado su coche.
—Siempre nos hemos guardado
de la Biblioteca —dijo Carl Júnior mientras ascendía por las despintadas
escaleras de madera desvencijada—. Quieren borrar las nuevas enseñanzas del
Anarca; suprimir cualquier resto de la doctrina trascendental que ha traído
consigo, ¿no es así, señor Hermes? ¿Lo que ha hablado hasta ahora no indicaba
una experiencia religiosa de gran magnitud y profundidad?
—Desde luego —dijo
Sebastián—. Ha estado dictando y hablando desde el momento en que le revivimos,
a cualquiera que se le acercaba.
Llegaron junto a su coche;
abrió la puerta y el robot entró en él.
—¿Qué poder tiene la
Biblioteca sobre su mujer? —preguntó Carl Júnior cuando el coche arrancó en la
noche—. ¿Tanto como pretende esta chica?
—No lo sé —dijo Sebastián.
Se preguntó hasta qué punto Joe Tinbane podría proteger a Lotta mientras ésta
permaneciera con él. Probablemente muy bien, decidió. Joe Tinbane la había
sacado primero de la Biblioteca..., por lo tanto cabía esperar que supiera
evitar que se la arrebataran. ¿Hasta qué punto insistiría por otra parte la
Biblioteca? Después de todo, aquello no era más que una venganza de Ann Fisher.
No se trataba de un aspecto fundamental del funcionamiento de la Biblioteca.
Y quien dictaba las normas
a seguir era el Consejo de los Errads, no Ann.
—Una amenaza —le dijo al
robot en voz alta—. Intimidación. Una mujer inclinada al poder siempre procura
utilizar la violencia si no se hace lo que ella quiere —pensó en Lotta, en lo
diferente que era; en que le resultaría imposible utilizar la intimidación de
una amenaza para conseguir lo que se proponía.
Tengo suerte, pensó, de
tener una mujer como ella. O tenía suerte. Según cómo salgan las cosas. Que
Dios me ayude.
—Si la Biblioteca le causa
algún daño a su mujer —dijo el robot sentado junto a él—, usted probablemente
tomará represalias. Contra esa chica en particular. ¿Verdadero o falso? Elija
una respuesta.
—Verdadero —dijo Sebastián
secamente.
—La chica tiene que darse
cuenta de ello. Eso probablemente la decida.
—Probablemente —asintió. Un
bluff, pensó; eso es lo que era; Ann Fisher debe de saber lo que le haría—.
Hablemos de otra cosa —le dijo al robot; le asustaba seguir pensando en aquel
tema—. Le llevo a mi apartamento. No está allí el Anarca, pero podemos llegar a
un precio y al método de transferir la custodia. Tenemos una forma de actuar
preestablecida; no veo por qué no habríamos de aplicarla en este caso.
—Confiamos en usted —dijo
el robot calurosamente—. Pero, naturalmente, necesitamos ver al Anarca antes de
pagar. Para certificar que está usted realmente en posesión de él y que está
vivo. Y nos gustaría hablar brevemente con él.
—No —dijo Sebastián—.
Podrán verle, pero hablarle no.
—¿Por qué no? —le miró el
robot con curiosidad.
—Lo que tenga que decir el
Anarca no es un factor que cuente en esta venta. Nunca lo es; el negocio de un
vitarium no depende de eso.
Tras una pausa, dijo el
robot:
—Así pues tenemos que
aceptar su palabra de que el Anarca se trajo del otro mundo algo valioso.
—Eso es.
—Por el precio que pide...
—No cabe discutir el asunto
—dijo Sebastián. Tenía un sentido muy estricto de ese aspecto del negocio.
Nunca regateaba.
—El pago se lo haremos en
nuestra propia moneda. En billetes de banco de la M.N.L. —aclaró el robot.
Ya me lo advirtió Ann
Fisher, pensó Sebastián con un escalofrío. En aquella ocasión había dicho la
verdad. Y los de Roma..., también ellos me advirtieron.
—En billetes de los Estados
Unidos del Oeste —dijo.
—Sólo negociamos con
nuestra moneda —la voz del robot era seca. Terminante—. No tengo poder para
negociar sobre otras bases. Si insiste en lo de los billetes de los Estados
Unidos del Oeste, entonces hemos terminado. Tendré que informar de ello al
poderoso señor Roberts y decirle que no hemos llegado a un acuerdo.
—Entonces irá a parar a la
Biblioteca de Temas Populares —dijo Sebastián. Y, pensó, me devuelven a mi
mujer.
—El Anarca no querrá que
así ocurra —dijo Carl Júnior.
Cierto, pensó Sebastián.
Sin embargo, dijo:
—Tenemos que tomar una
decisión; en estos casos tenemos derecho legal a hacerlo.
—Nunca antes se presentó un
caso como éste —dijo el robot— en la historia del mundo. Excepto —se corrigió
rápidamente— una vez. Pero eso fue hace muchos años.
—¿No puede usted ayudarme a
recuperar a mi mujer? —preguntó Sebastián—. ¿No tienen los Uditi un cuerpo de
comandos para operaciones de este tipo?
—Los Engendros existen sólo
para casos de venganza —respondió el robot desapasionadamente—. Y de todas
formas no somos muy fuertes aquí en los Estados Unidos del Oeste. En nuestra
tierra es distinto.
Lotta, pensó, ¿te habré
perdido? ¿Te tendrán los de la Biblioteca?
Y entonces, extrañamente,
se vio a sí mismo pensando —no en su mujer— sino en Ann Fisher. Recordando las
primeras horas, cuando paseaban por las calles al anochecer, mirando
escaparates. Cuando se amaban furiosamente en la cama. No debería recordar eso,
se dijo. Aquello era fingido; le habían encomendado un trabajo y ella lo hacía.
Pero había resultado bien,
por unos momentos. Antes de que el juego se descubriera, y de que el exterior
elegante y dulce desapareciera para revelar un interior de hierro.
—Una muchacha muy
atractiva, esa agente de la Biblioteca —dijo el robot agudamente.
—Engañosa —añadió con un
gruñido.
—¿No es siempre así? Se
compra la envoltura. Siempre es una sorpresa. Yo personalmente la encontré
típica de la gente de la Biblioteca, atractiva y demás. ¿Ha decidido dejarme
ir, o piensa aceptar la moneda de la M.N.L.?
—La aceptaré —dijo. La
verdad es que le traía sin cuidado; el ritual del negocio, que tantos años
había estado cumpliendo, ahora no significaba nada, considerando el contexto de
la situación.
A lo mejor puedo
comunicarme con Joe Tinbane por medio de la radio de la policía, pensó. Ponerle
en guardia. Con eso basta; si Joe Tinbane supiera que la Biblioteca anda detrás
de él, él haría lo demás... por él y por Lotta. ¿Y no es eso lo que cuenta? ¿Y
no que vuelva conmigo?
Descolgó el micrófono del
videófono de su coche y marcó el número de la estación de policía a la que
pertenecía Joe Tinbane.
—Quiero que localicen al
oficial Tinbane —dijo al encargado de comunicaciones cuando descolgó—. No está
de servicio, pero esto es una emergencia; se halla en juego su seguridad
personal.
—Dígame su nombre, señor
—el operador se quedó esperando.
Ni hablar, pensó Sebastián.
Joe pensará que estoy intentando localizarle para recuperar a Lotta; no hará
caso de mi llamada. Así que no puedo llegar hasta él, al menos no por medio de
la policía.
—Dígale —le dijo a la
operadora— que los agentes de la Biblioteca andan persiguiéndole. Ya entenderá
—colgó. Y se preguntó con amargura si le harían llegar el mensaje.
—¿Es el amigo de su mujer?
—preguntó el robot.
Sebastián afirmó con la
cabeza en silencio.
—Su preocupación por él es
muy cristiana —reconoció el robot—. Y muy encomiable.
—Este es el segundo riesgo
calculado que tomo en menos de dos días —dijo Sebastián secamente.
Desenterrar al Anarca antes
de su renacimiento había sido de lo más arriesgado; ahora el juego consistía en
que la Biblioteca no se adelantara y aplastara a Tinbane y a Lotta. Aquello le
estaba poniendo enfermo: no poseía la constitución mental que se requería para
esa clase de aventuras, una tras otra.
—El haría lo mismo por mí
—dijo.
—¿Tiene esposa? —preguntó
el robot—. Si es así, a lo mejor puede usted hacerse su amante, mientras él
tiene a la señora Hermes.
—No me interesa nadie más.
Sólo Lotta.
—Esa muchacha de la
Biblioteca le pareció atractiva, aun cuando le amenazase. Queremos al Anarca
antes de que vuelva a tropezarse con ella. He hablado por teléfono con su
poderío Ray Roberts; tengo instrucciones de conseguir su custodia esta misma noche.
Voy a quedarme con usted en lugar de reunirme con Su Poderío.
—¿Tan vulnerable a Ann
Fischer me cree? —dijo Sebastián.
—Así se lo parece a Su
Poderío.
No me sorprendería, pensó
tristemente Sebastián, que Su Poderío tuviese razón.
Al llegar a su apartamento,
conectó el relé del teléfono. De ese modo, si Bob Lindy le llamaba al vitarium,
recibiría allí la llamada. Todo lo que tenía que hacer era esperar. Mientras,
preparó una buena cantidad de sogum de primera clase de su reserva muy
especial, lo embebió en un esfuerzo por aumentar tanto el nivel de su energía
física como el de su energía moral.
—Fantástica costumbre —dijo
el robot, observándole—. Antes de la Fase Hobart jamás se le hubiera ocurrido
realizar semejante acto delante de nadie.
—No es usted más que un
robot —dijo.
—Pero un operador humano le
está viendo a través de mi aparato sensorial.
Sonó el videófono. ¿Tan
pronto?, pensó, mirando el reloj.
—Adiós —dijo tensamente en
el micrófono.
En la pantalla se formó una
imagen. No se trataba de Bob Lindy; era el que llevaba las negociaciones con el
partido interesado de Roma, Tony Giacometti.
—Le hemos seguido hasta su
apartamento —dijo Giacometti—. Hermes, está usted espiritualmente en deuda con
nosotros; de no haber sido por nuestro destacamento la señorita Fisher habría
hecho saltar por los aires al Anarca con su bomba.
—Me doy bien cuenta de
ello.
—Además —siguió diciendo
Giacometti—, no se habría usted enterado del contenido de las dos llamadas que
realizó desde su vitarium. Así que le hemos salvado la vida a su mujer, y
posiblemente a usted también.
—Me doy cuenta de ello
—volvió a decir. El comprador de Roma le tenía cogido—. ¿Qué es lo que quiere
que haga?
—Queremos al Anarca.
Sabemos que está con su técnico, Bob Lindy. Cuando Lindy se puso en contacto
con usted, localizamos la llamada; sabemos dónde se encuentran él y el Anarca.
Si hubiéramos querido apoderarnos por la fuerza del Anarca, podíamos haberlo
hecho, pero ésa no es la clase de trabajo a que estamos acostumbrados. Esta
compra tiene que realizarse sobre una base ética; Roma no es ni la Biblioteca
de Temas Populares, ni los Uditi. Nosotros, bajo ninguna circunstancia,
operamos como ellos lo hacen. ¿Me comprende?
—Sí —asintió con la cabeza.
—Moralmente —dijo
Giacometti—, por lo tanto, está usted obligado a cerrar el trato con nosotros,
y no con Carl Gantrix. ¿Podemos enviar a nuestro comprador a su apartamento a
negociar la transferencia? Estaríamos ahí dentro de diez minutos.
—Su método de operación es
efectivo —reconoció. ¿Qué otra cosa podía hacer? Giacometti tenía razón—. Envíe
a su comprador —y colgó.
El robot Carl Júnior había
observado la conversación y escuchado el final. Pero, curiosamente, no parecía
inmutarse.
—Su Anarca —le dijo
Sebastián— estaría muerto ya. Si no hubieran...
—Lo que tiene que olvidar
—dijo el robot pacientemente, como si estuviera explicándoselo a un niño
ingenuo— es que la disposición del Anarca depende de su propia preferencia. Esa
es la única obligación moral realmente importante. La solución es la siguiente:
suspenda las negociaciones hasta que telefonee su técnico y luego pregúntele al
Anarca a quién desea ser vendido —concluyó en tono confiado—. Estamos seguros
de que nos elegirá a nosotros.
—Giacometti puede no estar
de acuerdo —dijo Sebastián.
—La decisión —dijo el
robot— no es él quien ha de tomarla. Muy bien; los de Roma han planteado el
asunto desde una base ética; eso nos complace mucho. Sin embargo, nuestra base
ética es superior a la de ellos —resplandeció.
Religión, pensó Sebastián
hastiado. Más recovecos, más ángulos que el comercio ordinario. La casuística
era algo que no podía aguantar. Se dio por vencido.
—Explíqueselo a Giacometti
cuando llegue su comprador —dijo. Y, para tonificarse, embebió otras diez onzas
de sogum.
—El partido de Roma —dijo
el robot— tiene varios siglos de experiencia más que nosotros. Su comprador
será más inteligente. Le reto a usted a que evite todas las trampas que le
tenderá, por así decirlo.
—Usted hable con él —dijo
Sebastián agotado— cuando venga. Explíquele eso que acaba de contarme a mí.
—Encantado.
—¿Se siente capaz de
argumentar con él?
—Dios está de nuestra parte
—dijo el robot.
—¿Es eso lo que piensa
decirle?
El robot reflexionó, y
luego decidió.
—Sacará a colación la
sucesión apostólica. Creo que el mejor argumento es el libre albedrío. La ley
civil considera a un renacido como pertenencia del vitarium que le revive.
Esto, sin embargo, es contrario a las consideraciones teológicas; un ser humano
no puede ser pertenencia de nadie, renacido o lo que sea, puesto que tiene un
alma. Por lo tanto, dejaré bien claro en primer lugar el hecho de que el
renacido Anarca tiene un alma, cosa que tendrá que admitir el comprador romano,
y luego deduciré de esa premisa que sólo el Anarca puede disponer de sí mismo,
y que ésa es nuestra posición —nuevamente reflexionó, durante un rato—. El
poderoso señor Roberts —declaró por último— está de acuerdo con esta línea de
razonamiento. Estoy en contacto con él. Si el comprador romano puede rebatir
esto (cosa poco probable), entonces será el propio señor Roberts, y no yo, Carl
Gantrix, quien operará a Carl Júnior; pasará a ser Ray Júnior. Ya ve usted que
estábamos preparados para esta situación desde el principio; para esto, su
poderío el señor Roberts, ha viajado hasta la Costa Oeste. No volverá a la M.
N. L. con las manos vacías.
—Me pregunto qué estará
haciendo Ann Fisher —dijo Sebastián sombrío.
—La Biblioteca ya no cuenta
para nada. El conflicto sobre quién es el comprador apropiado se ha reducido a
dos alternativas: nosotros y Roma.
—No se dará por vencida —le
resultaría imposible. Se fue hasta la ventana del salón, miró a la calle oscura
allá abajo. Solían hacerlo Lotta y él; todo en el apartamento le recordaba a
ella, todos los objetos y todos los rincones.
Llamaron a la puerta del
salón.
—Ábrale —dijo Sebastián al
robot. Se sentó, sacó una colilla del cenicero, la encendió y se preparó a
asistir al inminente debate.
—Adiós, señor Hermes —dijo
Anthony Giacometti, entrando. Vino él en persona..., por las mismas razones que
habían movido a Carl Gantrix a enviar a su principal—. Adiós, Gantrix —le dijo
secamente al robot.
—El señor Hermes —declaró
el robot— me ha pedido que le informe de su postura. Está muy cansado y muy
preocupado por su mujer..., de modo que prefiere no discutir este asunto.
Dirigiéndose a Sebastián, y
no al robot, Giacometti dijo:
—¿Qué significa esto?
Habíamos llegado a un acuerdo por teléfono.
—De entonces acá —dijo el
robot— le he informado de que sólo el Anarca puede prometer la liberación.
—Scott contra Tyler —dijo Giacometti—. Hace dos años, en el Tribunal Supremo del condado de Contra Costa. Con
el juez Winslow de presidente. La opción de disponer de un renacido le incumbe
al vitarium que le revive, no a su agente de ventas, ni al renacido, ni a...
—Sin embargo, aquí nos
encontramos —interrumpió el robot— con un caso espiritual, no judicial. La ley
civil referente a un renacido está anticuada, lleva dos siglos de retraso.
Roma, ustedes mismos, reconoce que un renacido posee un alma; eso lo demuestra
el rito de la Suprema Unción que se otorga a un renacido gravemente herido o...
—El vitarium no dispone de
un alma; dispone de propietario de esa alma: de su cuerpo.
—Disiento —insistió el
robot—. Un muerto, antes de que el alma vuelva a su cuerpo y lo anime, no puede
ser desenterrado por un vitarium. Mientras es sólo un cuerpo, un cadáver de
carne, el vitarium no puede venderlo ni...
—El Anarca —dijo
Giacometti— fue ilegalmente desenterrado antes de volver a la vida. El Vitarium
Flask de Hermes cometió un crimen. A los ojos de la ley civil, el Vitarium
Flask de Hermes no posee realmente al Anarca. Johnson contra Scruggs, Tribunal
Supremo de California, el pasado año.
—¿Y entonces de quién es el
Anarca? —preguntó el robot perplejo.
—Usted afirmó —dijo
Giacometti con los ojos brillantes— que éste no es un caso judicial, sino
espiritual.
—¡Pues claro que es
jurídico! Tenemos que establecer la propiedad legal antes de que uno de
nosotros pueda comprarle.
—Entonces reconoce —dijo
Giacometti muy tranquilo— que Scott contra Tyler es el precedente de esta
transacción.
El robot se quedó en
silencio. Y entonces, cuando volvió a hablar, se notó una sutil pero cierta
diferencia en su voz. Tenía una mayor potencia y profundidad. Sebastián pensó
que su poderío el señor Roberts acababa de hacerse cargo de su manejo; Carl
Gantrix había quedado fuera de combate con el argumento de Roma, y por lo mismo
se había retirado.
—Si el Vitarium Flask de
Hermes no posee al renacido Anarca Peak —declaró—, entonces, según la ley, el
Anarca no tiene dueño y se rige por el mismo estatus que un renacido que, como
ocurre ocasionalmente, consigue abrir por sí mismo el ataúd, retira la tierra
que lo cubre y se exhuma sin ayuda externa. Se le considera entonces
propietario de sí mismo, y su opinión sobre lo que se disponga de él es el
único factor a tener en cuenta. Así pues, los Uditi siguen manteniendo que el
Anarca solo, como renacido sin dueño, puede legalmente venderse a sí mismo, y
ahora estamos esperando su decisión.
—¿Está usted seguro de
haber desenterrado al Anarca demasiado pronto? —preguntó Giacometti a Sebastián
cautamente—. ¿Estipula usted que actuaron ilegalmente? Eso significaría una
multa elevada. Le aconsejo que lo niegue. Si reconoce haberlo hecho, pondremos
el asunto en manos del comisario del distrito de los Ángeles.
—Yo... —dijo Sebastián con
amargura— niego haber desenterrado al Anarca prematuramente. No hay pruebas de
que así fuera —de eso estaba seguro; sólo su equipo se había visto involucrado
y ninguno testificaría.
—La solución —dijo el
robot— está en que este caso es espiritual; tenemos que determinar y ponernos
de acuerdo en qué preciso momento entra el alma en el cadáver que yace bajo
tierra. ¿En el momento en que lo desentierran? ¿Cuándo se oye por vez primera
su voz pidiendo ayuda? ¿Cuándo se registra el primer latido del corazón?
¿Cuándo se ha formado todo el tejido cerebral? En opinión del Udi, el alma
entra en el cuerpo cuando ha habido una total regeneración celular, lo cual
sería inmediatamente anterior al primer latido de corazón —y dirigiéndose a
Sebastián—: Antes de desenterrar al Anarca, ¿detectó usted actividad cardiaca?
—Sí —afirmó Sebastián—.
Irregular, pero la había.
—Entonces, cuando
desenterraron al Anarca —dijo el robot triunfante— ya era una persona, con un
alma; por lo tanto...
Sonó el videófono.
—Adiós —dijo Sebastián en
el micrófono.
Esta vez aparecieron los
rasgos tensos y demacrados de Bob Lindy:
—Le han cogido —dijo. Se
pasó nerviosamente los dedos peinándose hacia atrás—. Los agentes de la
Biblioteca. Así que ya ves.
—Pueden ustedes dar por
terminada su argumentación teológica —dijo Sebastián al robot y a Giacometti.
No era necesario. La
discusión ya había terminado.
El salón de su apartamento,
por primera vez en bastante rato, estaba en silencio.
13
«El hombre es un animal,
ése es su género, pero el hombre es una especie, y razona, y ésa es la
diferencia, capaz de reír, y eso es propio de él.»
BOECIO.
En la pequeña habitación
del hotel, el oficial Joe Tinbane se paseaba sin dejar de mirar hacia fuera,
por si aparecía alguien. Su mujer, Bethel, Sebastián Hermes, los comandos de la
Biblioteca... Estaba preparado para recibir a cualquiera de ellos. Ninguna
combinación podía sorprenderle.
Mientras, iba leyendo la
última edición del periódico más sensacionalista de toda Norteamérica, el
Monday Herald de Chicago.
PADRE BORRACHO DEVORA A SU
PROPIO HIJO
—Nunca se sabe lo que te
reserva la vida —le dijo a Lotta—, ya seas nacido o renacido. Apuesto lo que
quieras a que este tipo jamás supuso que acabaría así, en los titulares del
Monday Herald.
—No sé cómo puedes leer
esas cosas —dijo Lotta nerviosa; estaba sentada, cepillándose el pelo, en una
silla del extremo opuesto de la habitación.
—Bueno, como oficial de
policía veo muchas cosas como éstas. No exactamente tan tremendas, en que un
padre se come a su propio hijo; esto no es frecuente —volvió la hoja y leyó los
titulares de la segunda página.
LA BIBLIOTECA DE CALIFORNIA
MATA Y SECUESTRA: SE RIGE POR SUS PROPIAS LEYES, Y ESTA AL AMPARO DE CUALQUIER
REPRESALIA
—¡Dios mío! —exclamó
Tinbane—. Esto puede aplicarse a nosotros; aquí hay un artículo sobre la
Biblioteca de Temas Populares. Sobre lo que hace y que intentaron hacer
contigo..., retenerte como rehén —leyó el artículo con interés.
«¿Cuántos ciudadanos de Los
Ángeles han desaparecido tras los muros grises de su impresionante edificio?
Las autoridades públicas no quieren hacer estimaciones oficiales, pero
particularmente, se supone que al menos hay tres desapariciones sin aclarar
todos los meses. Los motivos de la Biblioteca no se entienden bien y se cree
han de ser complejos. Un deseo de erradicar por adelantado escritos que...»
—No me lo creo —dijo
Tinbane—. No puede ser cierta tal impunidad. Mira, por ejemplo, en mi caso: si
algo me ocurriera, mi jefe, George Gore, me sacaría de allí. O si me mataran
les haría pagar por ello —pensando en Gore, recordó que se esperaba a Ray
Roberts de un momento a otro; quizá estuviera Gore intentando localizarle por
lo de la protección especial como guardaespaldas—. Tengo que llamar —dijo a
Lotta—. Se me había olvidado todo ese lío.
Llamó a Gore por el
videófono del apartamento del motel.
—Hay un mensaje para usted
—le dijo el operador de la centralita cuando se identificó—. Anónimo. Dice que
los agentes de la Biblioteca le buscan. ¿Le dice algo el mensaje?
—Sí, ya lo creo —dijo
Tinbane. Dirigiéndose a Lotta, añadió—: Los agentes de la Biblioteca nos buscan
—y añadió al operador de la policía—: Póngame con el señor Gore.
—El señor Gore está en el
aeropuerto de Los Ángeles supervisando las medidas de seguridad para la llegada
de Ray Roberts —respondió el operador.
—Dígale al señor Gore
cuando regrese que si algo me ocurre la Biblioteca será quien lo haya hecho, y
si no me encuentran, que me busquen en la Biblioteca. Sobre todo si me matan,
serán ellos —colgó sintiéndose deprimido.
—¿Crees que podrán
encontrarnos aquí? —preguntó Lotta.
—No —reflexionó un momento
y luego rebuscó por los cajones del vestidor de la habitación hasta que dio con
la guía de videófonos; pasó las hojas sombrío hasta encontrar el número del
domicilio particular de Douglas Appleford; en el pasado le había llamado alguna
que otra vez y siempre estaba en casa.
Marcó el número ahora.
—Adiós —contestó enseguida
Appleford, apareciendo en la pantalla.
—Siento molestarle en su
casa —dijo Tinbane—, pero necesito que me ayude inmediatamente. ¿Puede usted
localizar a su superior, la señora McGuire?
—Posiblemente en un caso de
emergencia.
—Considero que esto es una
emergencia —dijo Tinbane. Explicó la situación, tal y como la conocía, al
bibliotecario—. ¿Se da cuenta? —dijo a modo de conclusión—. Me encuentro en una
situación bastante apurada; tienen razón de estar en contra mía. Si aparecen
por aquí, alguien puede resultar muerto; probablemente ellos. Estoy en contacto
con el departamento de policía de Los Ángeles; en cuanto me vea en apuros, me
mandarán refuerzos. Mi superior, Gore, se halla al tanto de mi situación y está
dispuesto a apoyarme. Tienen un coche patrulla (por lo menos uno) flotando por
los alrededores constantemente. Pero yo no quiero incidentes; tengo a una
señora conmigo, y por ella preferiría que no hubiera violencia...; por lo que a
mí respecta, me trae sin cuidado. Después de todo, mi trabajo es ése.
—¿Dónde se encuentra usted
exactamente? —preguntó Appleford.
—Ni hablar —dijo Tinbane—,
no soy tan tonto como para decírselo.
Appleford asintió:
—Es mejor que no me lo diga
—él también estaba pensando; tenía la mirada vaga—. No puedo hacer gran cosa,
Joe. Yo no tengo que ver con esos asuntos de la Biblioteca; es cosa de los
Errads. Puedo interceder por usted, mañana, cuando vea a la señora McGuire.
—Mañana —dijo Tinbane— será
demasiado tarde. En mi opinión profesional, esto se decidirá esta noche
—después de todo, virtualmente todos los oficiales de policía de Los Ángeles se
encontraban vigilando a Ray Roberts; ése sería el momento ideal para que los de
la Biblioteca se apoderaran de él. Decididamente, no había ningún coche patrulla
vigilando por arriba, ni habría ninguno; al menos no hasta que consiguiera
hablar con Gore.
—Puedo decirles —dijo
Appleford— que les está usted esperando. Y que, naturalmente, está armado.
—No, porque entonces lo que
harían sería enviar refuerzos. Dígales que se olviden de ello; siento haber
tenido que hacer lo que hice..., entrar allí a punta de pistola para sacar a la
señora Hermes..., pero no tenía otra alternativa; la estaban reteniendo.
—¿Ah, sí? ¿Eso hicieron los
Errads? —dijo Appleford con visible turbación—. ¿Y todavía...?
—Dígales —interrumpió
Tinbane, decidido— que me detuve en el arsenal de la policía y cogí un arma que
dispara una bala del tamaño de una mina. Y es de disparo rápido, uno de esos
monstruos ligeros de Skoda. Puedo usarlo abiertamente porque soy oficial de la
policía; puedo utilizar cualquier arma. Pero ellos tienen que pensárselo;
disponen de un armamento muy limitado, dígales que estoy enterado de ello, y
que estoy deseando verles aparecer por aquí. Será un placer. Hola —y colgó.
Lotta, sin dejar de
peinarse, dijo: —¿Es cierto que tienes un fusil de ésos? —No. Tengo una pistola
—se echó mano a la pistolera del cinturón—. Y en el coche tengo el fusil de
reglamento. Mejor será que vaya a buscarlo —fue hacia la puerta.
—¿Quién crees que era el de
la llamada anónima? —preguntó Lotta.
—Tu marido —salió de la
habitación del motel, cruzó la calle hasta el aparcamiento y sacó el riñe del
coche.
La noche parecía fría y
vacía, sin vida, sin actividad; sintió aquel silencio opresivo. Todo el mundo
está en el aeropuerto, pensó. Donde yo tenía que estar. Ya me puedo preparar a
lo que me va a decir Gore por esto, pensó. Por no haber aparecido como
guardaespaldas. Pero ésa es la última de mis preocupaciones, lo que haya hecho
con mí carrera.
Regresó a la habitación del
motel, cerrando con pestillo la puerta.
—¿Viste a alguien?
—preguntó Lotta en voz queda.
—Nada. Así que tranquila
—comprobó el cargador del fusil, asegurándose de que estaba lleno.
—Quizá debieras llamar a
Sebastián.
—¿Por qué? —dijo irritado—.
Ya recibí su mensaje, verdad. No tengo ganas de hablar directamente con él. Por
tu causa; quiero decir, por lo de nuestras relaciones —se sentía molesto.
Aquella actividad le resultaba llena de dificultades. Lo cierto es que nunca
antes había hecho nada parecido, esconderse en la habitación de un motel con la
mujer de otro. Lo meditó ensimismado.
—¿No estarás avergonzado,
verdad? —preguntó Lotta.
—Es que... —hizo un gesto—
es delicado. No sabría qué decirle —la miró—. Pero si quieres, llámale tú; yo
escucharé lo que dices.
—Pues... creo que será
mejor que le escriba —ya había empezado laboriosamente una carta; un párrafo y
medio, garrapateado en una hoja doblada que había sobre la cama, junto a una
pluma; por el momento lo había dejado. Era evidente que aquello resultaba
demasiado trabajoso para ella.
—Está bien —dijo él—. Pues
escríbele; recibirá la carta la semana que viene.
Miró en torno suyo
tristemente.
—¿No tienes nada que leer
en el coche? —preguntó.
—Lee esto —y le tiró el
Monday Herald.
—Oh, no —dijo Lotta
encogiéndose y apartándose—. Eso nunca.
—¿Ya empiezas a aburrirte
conmigo? —le preguntó Tinbane, todavía irritado.
—Siempre leo por la noche a
estas horas —se puso a pasear por la habitación, mirando aquí y allá. Encima de
la mesilla encontró una Biblia Gideón—. Podría leer esto —dijo sentándose
nuevamente—. Le haré una pregunta y luego la abriré al azar; se puede utilizar
así la Biblia. Yo lo hago siempre —se concentró—. Le preguntaré —decidió— si
nos cogerán los de la Biblioteca.
Abrió el libro, puso el
índice, con los ojos cerrados, encima de la página de la izquierda.
—«¿Adónde fue tu amor, oh
tú la más hermosa de las mujeres?» —leyó en voz alta—. «¿Adónde se fue tu
amado?» —levantó los ojos llenos de solemnidad—. ¿Sabes lo que significa esto?
Que te van a apartar de mí.
—A lo mejor se refiere a
Sebastián —dijo, medio en broma.
—No —meneó la cabeza—. Yo
estoy enamorada de ti. Así que tiene que referirse a ti —volvió a consultar el
libro y preguntó—: ¿Estamos en un lugar seguro, aquí en el motel, o tendríamos
que encontrar otro escondite? —volvió a abrir al azar; encontró un párrafo a
tientas—. Salmo 91 —le informó—: «Aquel que me mora en el lugar recóndito de
las Alturas tendrá que vivir bajo la sombra del Todopoderoso» —reflexionó—:
Creo que este lugar es recóndito, así que estamos tan seguros como en cualquier
otra parte..., pero, de todas formas, nos van a coger. No podemos hacer nada.
—Podemos abrirnos paso
disparando —propuso Tinbane.
—No, según el libro, no
vale la pena.
Divertido, pero también
indignado ante su pasividad, dijo:
—Si yo adoptara esa actitud
ya estaría muerto desde hace años.
—No es mi actitud, es...
—Pues claro que es tu
actitud. Haces que signifique lo que tú subconscientemente quieres que diga. En
mi opinión, un ser humano, un hombre, puede controlar su destino. Quizá con las
mujeres no sea cierto.
—Me parece que cuando se
refiere a la Biblioteca —dijo Lotta tristemente— no hay nada que hacer, lo
mismo da.
—Hay una diferencia
fundamental entre lo que piensan los hombres y lo que piensan las mujeres
—declaró Tinbane—. De hecho, hay una diferencia fundamental entre distintos
tipos de mujeres. Fíjate, considérate a ti misma comparada con Bethel, mi
mujer. No la conoces, pero la diferencia entra las dos es enorme; mira, por
ejemplo, la forma en que das tu amor. Lo haces incondicionalmente... El hombre,
yo en este caso, no tiene que hacer nada ni ser nada en particular. Pero
Bethel, por su parte, pide que se mantengan ciertos criterios. Por ejemplo, en
la forma de vestir; o el número de veces que la llevo a un sogum palace, si son
tres por semana o no; o si...
—He oído ruidos en el
tejado —le interrumpió Lotta, llena de miedo.
—Pájaros que corretean.
—No. Es un ruido mayor.
Se puso a escuchar. Y
también lo oyó. Pasitos en el tejado; alguien o algo correteando. Niños.
—Son niños —dijo.
—¿Por qué? —dijo Lotta.
Ahora miró fijamente por la ventana—. Están asomándose aquí.
Se volvió rápidamente, vio
una carita pálida apoyada contra el cristal de la ventana del motel.
—La Biblioteca —dijo,
sombrío— los utiliza. Del Departamento de Niños —desenfundó la pistola. Se fue
a la puerta y puso la mano sobre el picaporte—. Los voy a coger —le dijo a
Lotta. Y abrió la puerta.
El disparo, demasiado alto,
como para adulto, pasó por encima de la cabeza del niño que allí había. Agentes
adultos que han escogido, se dijo mientras apuntaba de nuevo. ¿Puedo matar a
una criatura? Pero de todas formas no tardarán en ir a una matriz; les queda
poco tiempo. Empezó a disparar a los cuatro que aparecieron fuera de la
habitación.
Lotta dio un grito en un
simulacro de miedo adulto que le molestó.
—¡Agáchate! —le gritó.
Uno de los niños pequeños
le estaba apuntando con un tubo, y reconoció el arma: un viejo lanzarayos láser
de la guerra que no estaba hecho para ser utilizado en la paz; incluso los
departamentos de policía lo habían desechado.
—Baja esa cosa —le dijo al
niño apuntándole con su pistola—; estás arrestado; no tienes derecho a llevar
un arma como ésa —se preguntó si el niño sabría hacer uso de ella.
El rayo láser brilló con su
color rojo rubí, su viejo color rojo intenso.
Y Tinbane cayó muerto.
Resguardada tras la gran
cama de la habitación del motel, Lotta vio cómo el rayo láser mataba a Tinbane;
vio más y más niños, una docena, trabajando en silencio con sus caritas
transfiguradas por el gozo. Horribles sabandijas, pensó aterrorizada.
—¡Me rindo, por favor! —les
gritó con voz vacilante que no era la suya—. ¿Vale? —se puso en pie temblando,
tropezando con la cama y a punto de caer al suelo—. Volveré a la Biblioteca;
¿de acuerdo? —esperó. Y el rayo láser no volvió a salir; los niños parecían
satisfechos: ahora estaban hablando por sus intercomunicadores, con sus
superiores. Contándoles lo ocurrido y recibiendo instrucciones. Oh, Dios mío,
pensé mirando a Joe Tinbane caído. Sabía que lo harían; estaba tan seguro de sí
mismo; y eso siempre significa el final. Entonces es cuando te destruyen.
—¿Señora Hermes? —chilló
uno de los chavales.
—Sí —dijo. ¿A qué
disimular? Sabían quién era. Sabían también quién era Tinbane, el hombre que
atacó a los Errads y la sacó de la Biblioteca.
Ahora apareció un adulto.
Era el hombre del motel que les había alquilado la habitación; era un
informador de la Biblioteca. El hombre se puso a hablar con los niños, luego
levantó la cabeza y la miró a ella.
—¿Cómo ha podido
dispararle? —preguntó perpleja; pasó por encima del cuerpo de Tinbane, y se
detuvo; a lo mejor tenía que quedarse aquí con él, esperar a que le dispararan
como a él... Quizá fuera eso mejor que volver a la Biblioteca.
—El nos atacó —dijo el
hombre del motel—. Primero en la Biblioteca y luego aquí. Presumió con el señor
Appleford de que podría con nosotros; fue su declaración —el hombre señaló con
la cabeza a un autocar aparcado enfrente—. ¿Quiere hacer el favor de subir,
señora Hermes?
En un lateral del autobús
se leía: BIBLIOTECA DE TEMAS POPULARES. Un autobús oficial.
Vacilante y temblorosa, se
subió a él; los niños, sudorosos y jadeantes, se subieron detrás y la rodearon
muy excitados. Sin embargo, no le dijeron nada; hablaban en voz baja entre
ellos, nerviosamente. Estaban encantados, se dijo Lotta. Muy contentos de
seguir siendo útiles a la Biblioteca, incluso con su tamaño reducido. Los odió.
14
«Pero aún no ha llegado a
mañana y ya ha perdido el ayer. Y vivís en esta vida efímera igual que en ese
momento cambiante y transitorio.»
BOECIO.
El locutor que daba las
noticias en la televisión decía: «Parece como si todo Los Ángeles se hubiera
reunido esta noche para ver o vitorear a la cabeza de la Fe Udi, al poderoso
señor Ray Roberts, que llegó al aeropuerto de Los Ángeles, poco antes de las
siete de la tarde. Al pie de la escalerilla se encontraba, para recibirle, el
alcalde de Los Ángeles, Sam Parks, y, como representante de la oficina del
Gobernador en Sacramento, Judd Asman.» En la pantalla de la televisión se veía
una muchedumbre compacta y densa, unos saludando y agitando los brazos, otros
con pancartas escritas a mano en las que se leía desde FUERA hasta BIENVENIDO.
Por lo general, la gente parecía contenta.
Un gran acontecimiento en
nuestras pobres y sosas vidas, pensó Sebastián con amargura.
«Su poderío —siguió
diciendo el locutor— irá en comitiva hasta el Estadio Dodger, donde, a la luz
de los focos, pronunciará un discurso ante la multitud de espectadores, en su
mayoría partidarios suyos, pero también bastante curiosos, que le escucharán
con el mayor interés; es ésta la primera vez en una década que un jefe político
de primera fila visita Los Ángeles y nos lleva de vuelta a los viejos tiempos
en que Los Ángeles era una de las capitales religiosas del mundo.» Su compañero
en las tareas informativas, dijo: «¿No te parece, Chic, que el exuberante y
festivo ambiente del Estado Dodger recuerda a la época de Festus Crumb y Harold
Agee, en los años ochenta?»
«Claro que sí, Don —dijo
Chic—. Con una salvedad. Y es que la muchedumbre que aclamaba a Festus Crumb, y
en cierto modo a Harold Agee, tenía un aire más militante; estos cuatro
millones de personas de aquí del estadio Dodger y del aeropuerto han venido a
ver a alguien famoso, a alguien que pronunciará un discurso dramático, notable.
Le han visto en la televisión, pero esto es bastante distinto.»
La comitiva de motoristas había
empezado su recorrido desde el aeropuerto hasta el estadio Dodger; a lo largo
del camino se había formado una trinchera de gente. Idiotas, pensó Sebastián.
Mirando a ese fantasmón cuando la auténtica figura religiosa está viva otra vez
y entre nosotros. Aunque le tuvieran los de la Biblioteca.
«Naturalmente, al ver a Ray
Roberts —dijo Chic, el locutor— no puede uno por menos de recordar a su
predecesor, el Anarca Peak.»
«¿No se rumorea, Chic, un
inminente retorno del Anarca a la vida? —preguntó Don—. Se cree que Ray Roberts
está aquí principalmente para entrevistarse con el recién renacido Anarca y
quizá convencerle de que vuelva a la Municipalidad Negra Libre. ¿No es así?»
«Se ha especulado sobre eso
—respondió Chic—. Y también sobre si sería beneficioso para los intereses del
Udi —o mejor dicho si Ray Roberts lo consideraría beneficioso para ellos— que
reapareciera precisamente ahora el Anarca. Hay quien piensa que Roberts podría
intentar retrasar la reaparición del Anarca, si es que ha renacido como creen
ya muchos.» Hubo un silencio; en la pantalla se seguía viendo la comitiva.
El locutor de la televisión
volvió a hablar, y dijo: «Repasemos brevemente, mientras Ray Roberts llega al
estadio Dodger, las noticias locales. Un oficial de la policía de Los Ángeles,
Joseph Tinbane, ha aparecido muerto en el motel Happy Holiday de San Fernando,
y la policía especula sobre la posibilidad de que pueda haber sido obra de unos
fanáticos religiosos. Otros ocupantes del motel aseguran haber visto a una
mujer en compañía del oficial Tinbane en el sogum palace cercano a primera hora
de la noche, pero, si existe esa mujer, ha desaparecido. Más información,
incluida una entrevista con el dueño del motel, en nuestro informativo de las
once. Inundaciones en las colinas del norte, cerca de...»
Sebastián apagó el aparato
de televisión.
—Dios santo —le dijo al
robot, que volvía a ser Carl Júnior—. Han cogido a Lotta y matado a Tinbane.
Su advertencia no le había
llegado; resultó inútil. No hay esperanza, pensó, mientras buscaba dónde
sentarse; se sentó y puso la cabeza entre las manos, mirando al suelo. No es
posible hacer nada. Si pudieron acabar con un profesional como Tinbane no
tendrán ningún problema conmigo.
—Parece casi imposible
—dijo el robot— penetrar en la Biblioteca. Nuestros esfuerzos por meter un nido
de robots miniatura en la Sección B fueron un rotundo fracaso. No sabemos qué
otra cosa puede hacerse. Si tuviéramos a alguien que estuviera a nuestro favor
trabajando allí... —el robot reflexionó—. Esperábamos que Douglas Appleford
cooperara; parecía el más razonable de los bibliotecarios. Pero nos
equivocamos: fue él quien desarticuló el nido —añadió—: Vuelva a poner la
televisión, por favor; quiero ver la comitiva.
—Póngala usted —hizo un
gesto de desaliento. No tenía fuerzas para ponerse otra vez de pie.
El robot encendió la
televisión y de nuevo aparecieron Chic y Don.
«...y también gran número
de blancos —estaba diciendo Don—. Así que esto ha resultado, como prometió Su
Poderío, un acontecimiento birracial, aunque, según observábamos antes, los
negros son mayoría en una proporción de... yo diría cinco a uno. ¿Qué te parece
a ti, Chic?»
«Algo así me parece, Don
—dijo Chic—. Sí, cinco personas de color por cada...»
—Tenemos que hacernos con
alguien en la Biblioteca —dijo Giacometti—, algún empleado —se mordió el labio
inferior—. De otro modo el Anarca no volverá a salir de ahí.
—Y Lotta —dijo Sebastián.
También estaba ella.
—Eso tiene
considerablemente menos importancia —dijo el robot—. Aunque a usted,
subjetivamente, señor Hermes, le parezca primordial —dirigiéndose a Giacometti,
añadió—: ¿Puede el partido de Roma arreglárselas para fabricar unas
credenciales que valgan para que entre uno de nosotros en la Biblioteca? Tengo
entendido que ustedes son muy hábiles en ese aspecto.
—Nuestra reputación —dijo
Giacometti irónicamente— es inmerecida.
—Si tuviéramos tiempo
—musitó Carl Júnior— fabricaríamos un robot simulado a imagen, por ejemplo, de
la señorita Ann Fisher. Pero ese trabajo nos llevaría semanas. A lo mejor, señor
Giacometti, si unimos nuestras fuerzas, podemos entrar en la Biblioteca.
—Mi principal no opera de
ese modo —dijo Giacometti. Y punto. Su tono era determinante y concluyente.
—Pregúntele a Ray Roberts
qué se puede hacer, para entrar en la Biblioteca —le dijo Sebastián al robot.
—En este momento, Su
Poderío...
—¡Pregúnteselo!
—Está bien —el robot
asintió y permaneció en silencio por espacio de unos minutos. Sebastián y
Giacometti esperaron. Al fin, el robot dijo, con tono firme:
—Tiene que ir a la Sección
B de la Biblioteca. Allí preguntará por el señor Douglas Appleford. ¿Le conoce
a usted por haberle visto alguna vez, señor Hermes?
—No —dijo Sebastián.
—Le dirá —siguió el robot—
que le envía una tal señorita Charise McFadden. Su nombre será Lance Arbuthnot
y ha escrito una tesis demencial sobre los orígenes psicogénicos de la muerte
por impacto de meteorito. Es usted un chiflado que pertenecía originariamente a
la M. N. L., de la que fue expulsado por excéntrico. El señor Appleford le esta
esperando; Charise McFadden ya le ha hablado de usted y de su extraña tesis. No
se alegrará de verle, pero su trabajo le obliga a ello.
—No veo —dijo Sebastián—
que eso me lleve a ninguna parte.
—Le proporcionará un
pretexto —dijo el robot— y una coartada. Sus idas y venidas, su presencia en la
Biblioteca serán comprensibles. Es corriente que los inventores chiflados
ronden la Sección B; Appleford está acostumbrado a su presencia. Señor
Giacometti —se dirigió al abogado del principal de Roma—, ¿cooperarán usted y
los suyos con el Udi para prepararle al señor Hermes material de supervivencia
para que lo utilice dentro de la Biblioteca? Necesitamos combinar nuestros
esfuerzos.
Giacometti, tras una pausa
de reflexión, asintió.
—Creo que podemos ayudar.
Con tal que no haya nada susceptible de destruir la vida humana.
—El señor Hermes sólo
actuará en defensa propia —respondió el robot—. No se prevé ningún programa
agresivo. Seria vano intentar cualquier acción ofensiva por parte de un hombre
solo contra la Biblioteca. No saldría bien en ningún caso.
—¿Y qué ocurrirá —dijo
Sebastián— si aparece de verdad el señor Lance Arbuthnot?
—No hay ningún «Lance
Arbuthnot» —dijo sucintamente el robot—. La señorita McFadden es una Uditi; su
petición al señor Appleford formaba parte de nuestro plan desde el comienzo. En
verdad, surgió de la fértil y astutamente del propio Ray Roberts. Hemos
preparado incluso esa extraña tesis sobre los factores psicosomáticos en la
muerte por impacto de meteorito; mañana le será entregada, muy temprano, en su apartamento.
Se la llevará un mensajero especial de los Uditi —recitó el robot.
En la pantalla del
televisor, Don decía: «...por lo menos. El número de asistentes es considerable
aquí en el estadio Dodger, teniendo en cuenta el tiempo que hace. Creemos que
su poderío, Ray Roberts, aparecerá de un momento a otro.» El estruendo de la
multitud, que hasta entonces se había escuchado en sordina, se elevó de pronto,
ensordecedor. «El señor Roberts está saliendo por la puerta de visitantes —se
oyó decir a Don—. A ver si conseguimos un primer plano de él; creo que podemos
cogerle con nuestras cámaras.» El zoom de la cámara lo acercó y aparecieron en
la pantalla cuatro figuras, atravesando el campo y dirigiéndose hacia el
improvisado estrado.
—Quiero un absoluto silencio
en esta habitación —dijo el robot— mientras esté hablando el señor Roberts.
«¿Puedes ver lo que hace
ahora, Don?» —preguntaba Chic.
«Parece que está
bendiciendo a los que se han aproximado al estrado» —repuso Don—. «Está
agitando la mano en dirección a sus cabezas, como si les estuviera echando agua
bendita. Sí, les está bendiciendo; ahora se arrodillan todos.» La muchedumbre
seguía rugiendo.
—Entonces, esta noche no
podemos hacer ya nada —dijo Sebastián al robot—. En lo de entrar en la
Biblioteca.
—Tenemos que esperar hasta
que abra mañana por la mañana —confirmó el robot. Ahora se llevó el dedo a los
labios, pidiendo silencio.
De pie, delante de los
micrófonos, Ray Roberts contemplaba a la multitud.
El Poderoso Señor, observó
Sebastián, era un hombre poco fuerte. Muy frágil, estrecho de pecho, brazos
delgados y manos extraordinariamente grandes. Sus ojos tenían un brillo
penetrante; relampagueaban cuando miraban a la gente ahora que Roberts había
empezado a hablar. Llevaba un ropaje oscuro y un capelo, y, en la mano derecha,
un anillo. Un anillo para gobernarlos a todos, pensó recordando su Tolkien. Un
anillo para encontrarlos. Un anillo para (¿cómo lo haría?) atraerlos y unirlos
en la oscuridad. En la Tierra de Mordor donde reinan las Sombras. El anillo del
poder temporal, pensó. Con aquel del Rheingold que tenía una maldición que
recaía sobre el que lo llevara. A lo mejor la maldición de éste, imaginó, es la
causante de que la Biblioteca haya cogido al Anarca.
«Sum tu —decía Ray Roberts
alzando las manos—. Yo soy tú y tú eres yo. Las distinciones entre nosotros son
ilusorias. ¿Y eso qué quiere decir?, preguntaréis. Significa...» Su voz se
elevaba atronadora; miró hacia arriba, fijando la vista en un punto del cielo
más allá del estadio Dodger. «El negro no puede ser inferior al blanco porque
él es el blanco. Cuando el blanco, en tiempos pasados, maltrataba al negro, se
destruía a sí mismo. Hoy día, cuando un ciudadano de la Municipalidad Negra
Libre molesta y trata mal a un blanco, él también se está molestando y tratando
mal a sí mismo. Y yo os digo: No le arranquéis la oreja al soldado romano;
caerá por sí sola, como una hoja seca.» La multitud le vitoreó
estruendosamente. Sebastián se fue a la cocina y encendió una colilla, le echó
unas furiosas bocanadas de humo; el cigarrillo creció. A lo mejor Bob Lindy
consigue introducirme en la Biblioteca esta noche, se dijo. Lindy es muy
ingenioso; puede hacer cualquier mecanismo, cualquier aparato; o R. C. Buckley;
ése, hablando, puede meterse en cualquier sitio y a cualquier hora. Mis
empleados, pensó. Tendría que apoyarme en ellos, no en los Uditi. Aunque el Udi
tenga ya un plan estudiado y previsto, listo para realizarse.
«Recuerdo en estos momentos
—seguía perorando Roberts en el salón— a la viejecita que renació hace poco y
cuyo mayor temor era que, cuando la desenterraran, la encontrasen vestida
inadecuadamente.» El público rió. «Pero los miedos neuróticos —siguió diciendo—
pueden destruir a una persona y a una nación. El miedo neurótico de la Alemania
nazi a una guerra en dos frentes...» Siguió el discurso; Sebastián dejó de
escuchar.
A lo mejor tengo que
aceptar el plan del robot, se dijo, y esperar hasta mañana. Joe Tinbane se
abrió camino a punta de pistola, la agarró y salió disparando, y ¿qué consiguió
con ello? Tinbane ha muerto y Lotta vuelve a estar prisionera en la Biblioteca;
nada se ha logrado.
Con la Biblioteca,
reflexionó, hay que actuar de cierta manera —de una forma que les resulte
familiar—. El Udi tiene razón; deben aceptarme voluntariamente en la
Biblioteca.
Pero luego, se preguntó,
cuando esté dentro, ¿cómo me las arreglaré para salir con bien? Cuando me
encuentre frente a frente con ellos... La tensión va a ser demasiado grande.
Enorme. Y yo tendré que quedarme sentadito hablando con Appleford de un
pseudomanuscrito demencial...
Volvió a la sala. Por
encima de la melopea del discurso de Ray Roberts, le gritó al robot: —¡No puedo
hacerlo!
El robot, contrariado, se
llevó la mano a la oreja.
—Voy a entrar en la
Biblioteca esta noche —gritó Sebastián, pero el robot no le hizo caso; había
echado la cabeza hacia atrás y estaba nuevamente absorto en lo que decía la
«tele».
Giacometti se levantó, le
tomó del brazo y le llevó a la cocina.
—En este caso los Uditi
tienen razón. Esto hay que hacerlo despacio, paso a paso. Debemos (sobre todo
usted) tener paciencia. De lo contrario le matarán sin más, como al oficial de
policía. Todo tiene que ser... —hizo un gesto— indirecto. Incluso, con sumo
tacto. ¿Entiende? —estudió el rostro de Sebastián.
—Esta noche —dijo
Sebastián—. Me voy allí ahora mismo. —Si va no regresará de allí. —Hola —dijo
Sebastián dejando el cigarrillo completo—. Hasta luego; me voy.
—¡No intente acercarse a la
Biblioteca! No... —las palabras de Giacometti se confundieron con el ruido de
la televisión y Sebastián cerró tras sí la puerta del apartamento; ya estaba
fuera, en el portal, en medio de un silencio muy de agradecer.
Estuvo paseando por las
calles a oscuras, durante un tiempo que se le antojó largo, con las manos en
los bolsillos, por delante de tiendas y de casas que, poco a poco, iban
apagando sus luces, hasta que, al fin, levantó la vista hacia un bloque de
viviendas en el que no se veía ni una luz encendida. Nadie pasaba por la acera;
estaba completamente solo.
De pronto se tropezó con
tres miembros del Udi, dos hombres y una mujer joven. Llevaban el botón del sum
tu; la chica se había colocado el suyo en el vértice del pecho derecho, como si
fuera un pezón metálico y refulgente.
Le saludaron alegremente:
—Vale, amicus —dijeron a
coro—. ¿Qué te ha parecido el discurso de esta noche del Poderoso Señor?
—Excelente —dijo Sebastián.
Intentó recordarlo; sólo le vino a la memoria una frase—. Me gustó eso de la
oreja del centinela romano; me llegó al alma.
—Tenemos licor de sogum
—dijo el más alto de los dos Uditi—. ¿Te vienes con nosotros a echar un trago?
Aunque no seas de la cofradía, puedes celebrarlo con nosotros.
—Estupendo —dijo. No podía
rehusar semejante ofrecimiento. Hacía años que no tomaba licor de sogum; se
parecía un poco a las mixturas alcohólicas de los viejos tiempos que vendían en
bares y tabernas...; aquello le hacía recordar tiempos pasados, de antes de la
Fase Hobart.
No tardaron en apretujarse
en un aerocoche que había allí aparcado y se estuvieron pasando el frasco con
el tubo. El ambiente se fue haciendo más y más cordial.
—¿Qué estabas haciendo a
estas horas? —le preguntó la muchacha Udi—. ¿Andabas en busca de una mujer?
—Pues sí —dijo Sebastián.
El licor de sogum le había soltado la lengua; se sentía entre amigos. Y
probablemente fuera así.
—Bueno, si eso es lo que
quieres, podíamos ir...
—No —dijo Sebastián
interrumpiéndola—. No es lo que estás pensando. Estoy buscando a mi mujer. Y sé
dónde está, lo que pasa es que no puedo sacarla de allí.
—Nosotros la sacaremos
—dijo alegremente el más bajo de los Uditi—. ¿Dónde está?
—En la Biblioteca de Temas
Populares.
—¡Fuiu! —dijeron los tres
al unísono, entusiasmados—. Vamos.
El que estaba al volante
puso en marcha el motor del coche.
—Ahora está cerrado —señaló
Sebastián.
Aquello enfrió
(temporalmente) su entusiasmo. Se consultaron los tres y al fin su portavoz
expuso la idea para hacerle entrar.
—La Biblioteca tiene un
buzón abierto toda la noche, para los libros que se han pasado de fecha de
erradicación. Uno de esos buzones en los que nadie hace preguntas. ¿No podrías
deslizarte por la rendija?
—Demasiado pequeño —dijo
Sebastián.
Aquello también echó un
jarro de agua fría a su entusiasmo.
—Pues tendrás que esperar a
mañana —le dijo la muchacha—. A no ser que quieras llamar a la policía. Pero
¡fuiu! creo que tienen una especie de ten con ten en la Biblioteca. Algo así
como vive y deja vivir.
—Sólo que —dijo Sebastián—
la Biblioteca ha matado esta noche a un patrullero de Los Ángeles —pero no
podía demostrar que habían sido los de la Biblioteca; ya había oído que los de
la tele le echaban la culpa a unos fanáticos religiosos.
—A lo mejor consigues que
Roberts incluya a tu mujer en sus oraciones —dijo por último la muchacha Udi,
esperanzada.
—Yo sigo pensando —dijo el
más alto de los dos hombres— que lo que teníamos que hacer es ir los cuatro a
organizamos una orgía.
Les dio las gracias, salió
del coche y siguió con su paseo.
Sin embargo, el coche le
siguió. Cuando estuvo a su altura, uno de los Uditi bajó la ventanilla, asomó
la cabeza y le gritó:
—Si quieres entrar, te
echaremos una mano. No les tenemos miedo a los de la Biblioteca.
—Ya lo creo que no les
tenemos miedo —metió baza la chica, muy convencida.
—No —decidió Sebastián.
Tenía que hacerlo solo; los tres Uditi, por muy buenas intenciones que
tuvieran, no podían ayudarle.
—Vete a casa, hombre —le
imploró ahora el portavoz—. No puedes hacer nada esta noche; mañana lo
intentarás.
Tenían razón. Movió la
cabeza afirmativamente.
—De acuerdo —dijo. Sentía
un cansancio tremendo ahora que había reconocido aquel hecho: en cuanto la
mente se había dado por vencida, el cuerpo también le flaqueó. Les despidió
diciéndoles hola (o mejor dicho «salve»), y se fue a la calle más iluminada que
las otras, a ver si encontraba un taxi.
Nunca, en toda su vida, se
había sentido tan inútil como en aquellos momentos.
15
«El conocimiento de Dios
sobrepasa todas las mociones de tiempo y permanece en la simplicidad de Su
presencia.»
BOECIO.
Cuando volvió a su
apartamento, al cabo de media hora, lo encontró, a Dios gracias, vacío;
Giacometti y el robot Carl Júnior se habían marchado al fin. Los ceniceros
estaban llenos de cigarrillos enteros; anduvo metiéndolos en paquetes, luego lo
dejó todo, harto y desesperado, y se fue a la cama. Al fin, el aire de la
habitación olía a limpio y fresco; el desfumado de tantos cigarrillos había
conseguido que así fuera.
De lo siguiente que volvió
a tener conciencia era que alguien llamaba con los nudillos a la puerta. Se
levantó de la cama aturdido, vio que estaba completamente vestido y se fue
dando tumbos a la puerta. No había nadie; tardó demasiado en abrir. Pero allí,
junto a la puerta, había un paquete cuidadosamente envuelto en papel azul
brillante. La falsa tesis de Lance Arbuthnot.
Profirió una exclamación de
dolor; le dolía la cabeza y se sentía enfermo en todo el cuerpo. El reloj,
desde la pared de la cocina, le dijo que eran las nueve de la mañana. Ya estaba
abierta la Biblioteca.
Tembloroso, se sentó en el
salón, desenvolvió el paquete. Cientos de hojas mecanografiadas, con notas
laboriosamente escritas a tinta; un trabajo de lo más convincente... Le
impresionó aquella obra de los Uditi. Lo anduvo ojeando y vio que en todas
partes por donde lo abriera la cosa tenía sentido; tenía su lógica y todo... Al
menos la lógica que requería el caso. Desde luego, pasaría la inspección de la
Biblioteca.
Sin ingerir nada de sogum
ni ponerse vello por la cara, telefoneó a la Biblioteca y preguntó por Douglas
Appleford.
Aparecieron en la pantalla
los rasgos de un pequeño funcionario pomposo y oscuro.
—Aquí el señor Appleford
—dijo mirando a Sebastián.
—Mi nombre —dijo Sebastián—
es Lance Arbuthnot. La señorita McFadden ya le habló a usted de mí.
—Ah sí —afirmó Appleford
con desagrado—. He estado esperando su llamada. Es usted el de la muerte por
meteorito.
Sebastián dijo, levantando
el manuscrito mecanografiado a la altura de la pantalla:
—¿Puedo llevarle mi tesis
ahora por la mañana?
—Podría recibirle, un
minuto, digamos a las diez de la mañana.
—Le veré entonces —dijo
Sebastián, y colgó.
Ahora tengo acceso a todas
las secciones, a excepción del piso de arriba, la Sección A, pensó. Los Uditi
son listos y experimentados... Vaya diferencia, tenerlos de parte de uno.
Sonó el videófono; contestó
y se encontró frente a frente con su poderío Ray Roberts.
—Adiós, señor Hermes —dijo
Roberts gravemente—. Dada la importancia de su actividad en el asunto de la
Biblioteca, creo que es mi deber consultar directamente con usted. Para tener
la seguridad de que no haya ningún malentendido. ¿Recibió el manuscrito de la
tesis de Arbuthnot?
—Sí. Y parece que está
bien.
—Estará usted en la
Biblioteca, por lo que a ellos respecta, sólo unos minutos; Douglas Appleford
recibirá el manuscrito, muchas gracias, y lo archivará. Diez minutos en total,
quizá. Eso, por supuesto, no será suficiente; lo que tiene usted que hacer es
perderse en el laberinto de despachos y salas de lectura y estanterías durante
casi todo el día. Para ello necesitará usted un pretexto.
—Puedo decirles... —empezó
a decir Sebastián, pero Su Poderío le interrumpió.
—Escuche, señor Hermes, su
pretexto ha sido preparado hace tiempo, con mucha antelación. Este es un plan
muy elaborado. Mientras se encuentre usted en el despacho del señor Appleford,
con el manuscrito aún entre sus manos, lo ojeará y entonces se fijará como por
casualidad en la página 173. Descubrirá en ella un error de gran magnitud y le
pedirá permiso a Appleford para utilizar una sala de lectura privada en la que
poder hacer las oportunas correcciones. Le dirá que después de corregirlo se lo
devolverá; le dice que calcula que tardará entre quince y veinticinco minutos
en hacer los cambios oportunos.
—Muy bien —dijo Sebastián.
—Las salas de lectura
privadas no están vigiladas —siguió Ray Roberts— porque en ellas no hay nada
más que mesas de madera. Así que nadie le verá abandonar la sala de lectura. Si
alguien le cierra el paso, diga que se perdió al intentar regresar al despacho
del señor Appleford. Es esencial que pensemos cuál puede ser la localización
del Anarca. Nuestro análisis de la Biblioteca nos hace suponer que se encuentra
en el piso alto, o, en cualquier caso, en uno de los dos últimos pisos. Así
pues, tendrá que buscar en esos dos pisos superiores..., y naturalmente esos
pisos son los de más difícil acceso... Los empleados de la Biblioteca llevan en
esos pisos un brazalete de un color especial que da cierta información
convenida a un aparato de radar. Es de un azul espectacular y luminoso que
sirve para que cualquier guardián de la Biblioteca pueda reconocer de lejos y
al instante quién lo lleva y quién no. El papel en el que venía envuelto el
manuscrito está hecho de ese mismo material tratado. Usted mismo cortará un
brazalete siguiendo las líneas perforadas que le hemos hecho; lo llevará en el
bolsillo, y en cuanto deje a Appleford póngaselo en el brazo izquierdo.
—Izquierdo —repitió
Sebastián. Se sentía débil y mareado; necesitaba un poco de sogum y una ducha
fría y cambiarse de ropa.
—Ahora, si mira usted en
las vituallas regurgitadas que tiene en la nevera encontrará la panoplia de
supervivencia que el robot Carl Júnior y Giacometti le prepararon entre los
dos. Le resultará esencial —hizo una pausa—. Una cosa más, señor Hermes. Usted
quiere a su mujer y le resulta inapreciable..., mas, en términos de historia,
ella no cuenta..., pero el Anarca sí. Para usted será instintivo buscar a su
mujer..., así que tendrá que controlar ese impulso casi biológico... ¿Me
comprende?
—Quiero encontrar a Lotta
—dijo Sebastián entre dientes.
—Y posiblemente la
encuentre. Pero ésa no ha de ser su meta primordial en la Biblioteca; no le
hemos equipado de esta manera para que la salve a ella. En mi opinión... —Ray
Roberts se inclinó sobre el visor y sus ojos se agrandaron en la pantalla como
para hipnotizarle; Sebastián siguió sentado en silencio y pasivamente, como un
pajarillo, escuchando—, dejarán libre a su esposa sana y salva en cuanto
tengamos al Anarca. Ella no les interesa realmente.
—Sí que les interesa —dijo
Sebastián—, por vengarse de mí, por lo que ocurrió entre Ann Fisher y yo —no
estaba de acuerdo (no creía en ella) con la lógica de Ray Roberts en ese punto;
se daba cuenta de que era para convencerle—. No la conoce usted. El despecho y
el odio son los motores que...
—He coincidido con ella en
distintas ocasiones —dijo Ray Roberts—. Por cierto, el Consejo de los Errads la
tenía en Kansas City como una especie de emisario sin cartera de nuestro
gobierno federal. De vez en cuando ocupa puestos importantes en el consejo de
la Biblioteca, pero de pronto los pierde porque se pasa en sus funciones. Es
probable que eso es lo que le haya ocurrido en el caso del oficial de policía
Tinbane; ya le hemos insinuado al Departamento de Policía de Los Ángeles que
fueron agentes de la Biblioteca los que mataron a Tinbane y no unos «fanáticos
religiosos» —hizo una mueca de enfado—. Siempre se les echa la culpa a los
Uditi de crímenes de violencia; es la norma que siguen los medios de
comunicación y la policía.
—¿Cree usted —preguntó
Sebastián— que Lotta también se encuentra en los dos últimos pisos?
—Es muy probable —Su
Poderío estudió a Sebastián—. Ya veo que a pesar de lo que le dije pasará la
mayor parte de su breve tiempo buscándola a ella —hizo un gesto resignado; era
una reacción enfática, de comprensión y no de condena—. Bueno, Hermes, vaya a
inspeccionar el material de supervivencia y luego salga para la Biblioteca y
acuda a su cita. Supongo que hablaremos otra vez en el día de hoy. Hola.
—Hola, señor —dijo
Sebastián, y colgó.
Inspeccionó el refrigerador
lleno de vituallas preparadas para ir al supermercado. Allí estaba la pequeña
caja de cartón que le habían dejado el robot y Giacometti. vio decepcionado que
contenía únicamente tres cosas. LSD como vapor bajo presión, para ser lanzado
como una granada. Un antídoto oral del LSD (probablemente una fenotiacina) para
tomarlo en cápsula de plástico, durante su búsqueda por la Biblioteca: ya eran
dos cosas. Y la tercera. La estuvo estudiando durante varios minutos. Era una
inyección intravenosa con un líquido pálido que parecía zumo; venia con una
envoltura de instrucciones que retiró para leer lo que ponía.
Una inyección de aquella
solución le libraría de la Fase Hobart durante un tiempo limitado.
Se dio cuenta de que se
estacionaría en el tiempo: no avanzaría ni retrocedería. Paradójicamente, sería
un tiempo limitado: medido en tiempo común, no más de seis minutos. Pero, desde
su punto de vista, lo notaría como si fueran horas.
Descubrió que aquello
último venía de Roma; recordó que en el pasado se había utilizado con éxito en
meditaciones espirituales prolongadas. Ahora había sido oficialmente prohibido
y no podía obtenerse. Y, sin embargo, allí lo tenía.
El preboste de Roma no
desdeñaba nada que fuera práctico y le sirviera en su búsqueda espiritual.
Una combinación de aquellas
cosas, el LSD arrojado a los guardas de la Biblioteca y la inyección que se
pondría a sí mismo haría que él se moviera y los demás no; elemental. Y,
cumpliendo con los deseos de Giacometti, nadie resultaría herido.
Durante un tiempo subjetivo
de una a tres horas tendría probablemente libertad de movimientos para ir
adonde quisiera y hacer lo que fuera en los pisos altos de la Biblioteca. Le
sorprendió lo bien pensado que estaba aquel material de supervivencia y lo
sencillo que era.
Se tomó una ducha rápida,
se puso ropa convenientemente sucia, se colocó vello por la barbilla y el
bigote, abandonó su vacío y solitario apartamento y salió a la calle en donde,
la noche anterior, había dejado aparcado el coche. Se le encogió el corazón de miedo.
Mi única oportunidad, pensó, mi última oportunidad, de sacar de allí a Lotta. Y
con ella, a ser posible, al Anarca. Si esto fracasa, entonces sí que la pierdo.
Para siempre.
Al poco se elevaba en el
coche por el cielo azul de la mañana.
16
«Estos pensamientos que
albergaba en mi entristecido corazón me llenaban de la más tremenda zozobra,
por miedo a morir antes de alcanzar la verdad.»
SAN AGUSTÍN
—Un tal señor Arbuthnot
desea verle, señor —dijo la secretaria de Doug Appleford por el interfono.
Gruñó. Bueno, aquí estaba;
el pelmazo que le enviaba la siempre entusiasta Charise McFadden.
—Hágale pasar —dijo
Appleford, y echó la silla para atrás, cruzó las manos y esperó.
Un hombre maduro, fuerte,
bien vestido, apareció en la puerta del despacho.
—Soy Lance Arbuthnot
—murmuró; los ojos le temblaban de inseguridad, como los de un animal acosado.
—Veamos eso —dijo Appleford
sin más preámbulos.
—Naturalmente —tembloroso,
Arbuthnot se sentó en la silla que había delante de la mesa de Doug Appleford y
le tendió un original mecanografiado, sobado y abultado—. La labor de toda una
vida —musitó.
—Así pues, mantiene usted
—dijo Appleford alegremente— que si un meteorito mata a una persona es porque
odiaba a su abuela. Vaya teoría. En cualquier caso, es usted lo bastante
realista como para querer que se erradique.
Hojeó rápidamente el
manuscrito leyendo aquí una línea, allá otra, al azar. Frases aburridas,
charlatanería y tópicos, proclamaciones fantásticas...; todo ello le resultaba
muy familiar. La Biblioteca veía pasar por sus manos una docena de manuscritos
como ése al día. Aquello era pura rutina para la Sección B.
—¿Puede devolvérmelo un
momento? —pidió Arbuthnot con voz ronca—. Para echarle un último vistazo. Antes
de entregárselo definitivamente a su oficina.
Appleford dejó caer el
manuscrito sobre su mesa de despacho. Lance Arbuthnot lo tomó, lo estudió, pasó
las hojas. Tras una pausa dejó de pasar hojas, leyó una página en particular,
moviendo los labios.
—¿Qué ocurre? —preguntó
Appleford.
—Pues... creo que me he
equivocado en todo un párrafo de la página 173 —murmuró Lance Arbuthnot—. Tengo
que corregirlo antes de que lo erradiquen.
Appleford pulsó el botón
del interfono y le dijo a su secretaria, la señorita Tomsen:
—Por favor, lleve al señor
Arbuthnot a una sala de lectura de los pisos privados de arriba para que pueda
trabajar sin que le interrumpan —y volviéndose a Arbuthnot, dijo—: ¿Cuánto
tardará en traérmelo nuevamente?
—Quince o veinte minutos.
Desde luego menos de una hora —Arbuthnot se levantó, apretando contra su pecho
su preciado manuscrito—. ¿Lo aceptará para su erradicación?
—Claro que sí. Corrija eso
y luego le veré —él también se levantó; Arbuthnot vaciló y salió dando traspiés
del despacho de Appleford.
Y Appleford se dedicó
entonces a otros asuntos; se olvidó por completo de aquel inventor chiflado que
era Lance Arbuthnot.
Sebastián Hermes, cuando
estuvo solo en la habitación, sacó con dedos temblorosos el brazalete que
llevaba en el bolsillo y se lo sujetó a la manga. Luego se metió la mano en el
bolsillo de la chaqueta y sacó su equipo de supervivencia, se colocó la cápsula
de antídoto del LSD en la boca, con cuidado de no morderla. Apretó la granada
con la mano izquierda, pensando: Este no soy yo. Yo no sé hacer estas cosas.
Joe Tinbane sí hubiera podido hacerlas. A él se lo habían enseñado.
Desmañadamente, se puso la
inyección de aquella pequeña cantidad de fluido pálido. Bueno, pues ya había
empezado; ya estaba metido en ello.
Abrió la puerta de la sala
de lectura y miró al vestíbulo. Nadie. Echó a andar; vio un cartel que decía
ESCALERAS y fue hacia él.
No hubo problemas al subir
la escalera; siguió sin ver a nadie. Pero cuando abrió la puerta de lo que
supuso sería el piso alto, se encontró cara a cara con un guarda de la Biblioteca
uniformado y de mirada fría.
El guarda, muy despacio,
empezó a avanzar hacia él.
Sin dificultad, esquivó al
guarda; pasó de un salto por delante de él y echó a correr por el pasillo.
Ann Fisher apareció en una
puerta con los brazos llenos de papeles, también moviéndose muy lentamente,
como el guarda. Le vio, se volvió hacia él durante lo que le parecieron
minutos; se le abrió la boca con movimiento retardado hasta que al fin, en un
final agonizante, reflejó la mayor sorpresa.
—¿Qué... estás...
haciendo...? —empezó a decir. Pero no pudo esperar a que completara aquella
frase enormemente prolongada; se dio cuenta de que todo se había estropeado...
No debió toparse nunca con ella, y desde luego, no tan pronto —se deslizó por
delante de Ann y siguió pasillo adelante, percatándose fugazmente de que a
pesar de la diferencia de tiempo entre ambos había permanecido demasiado rato,
por lo que ella le había reconocido. Tenía que haber seguido moviéndome, pensó.
Movimiento constante, acelerado. Pero ya era demasiado tarde.
Sonaría un timbre de
alarma; le llevaría varios minutos, según su escala de tiempo. Pero llegaría,
inevitablemente.
Delante de él, dos guardas
uniformados, armados, se mantenían rígidos ante una puerta. Pasó como una
flecha entre ellos, avanzando lo más rápidamente que pudo. Los guardas
parecieron darse vagamente cuenta de lo que pasaba; giraron las cabezas, como
máquinas..., pero para entonces él ya había pasado y abierto la puerta.
Sonó el timbre de alarma.
Din..., din..., din, con intervalos entre cada impacto. Como un magnetófono a
velocidad inadecuada. Con la velocidad más lenta. Empujó la puerta del
despacho.
Cuatro Erradas (los
reconoció por sus neotogas) se encontraban allí. En el centro, sentado en una
silla, estaba el Anarca.
—No es a usted a quien
quiero —dijo Sebastián, decidiéndose inmediatamente—. Quiero a mi mujer. ¿Dónde
está Lotta?
Ninguno le entendió; para
ellos era un ruido ininteligible. Salió apresuradamente de la estancia, dejando
la arrugada, enflaquecida y pequeña figura del Anarca; en el vestíbulo, volvió
a pasar por entre los dos guardas, que ahora se habían vuelto para entrar en
busca... Pasó por entre ellos sin que éstos lograran agarrarle y corrió hacia
el despacho de al lado.
Estaba vacío. Ficheros.
Miró en un tercer despacho.
Alguien (no le conocía) hablaba por teléfono; siguió adelante.
En la cuarta habitación
había un almacén, frío y polvoriento.
En el otro piso, se dijo.
Volvió a ver ante sí el cartel de ESCALERA y corrió hacia allí.
En el piso de arriba se
encontró con un grupo de hombres y mujeres en el pasillo y todos llevaban el
brazalete azul, como él. Se deslizo por entre ellos y abrió una puerta al azar.
Tras él oyó que alguien
cargaba un arma. Se volvió y vio alzarse el cañón de un rifle.
Arrojo entonces la granada
de LSD Y al mismo tiempo mordió la cápsula de antídoto que llevaba en la boca.
El cañón dejó de
levantarse, el rifle, lentamente, cayo de las manos del guarda; el guarda cayó
sentado al suelo con las manos hacia arriba como si alguien le asaltara.
Alucinaciones.
El LSD se elevó como si
fuera humo y se extendió por todo el corredor. Voló por él dejando atrás a
varias figuras de movimiento retardado, probó una puerta detrás de otra. Mas
oficiales de la Biblioteca trabajando vio en vanas ocasiones, la insignia del
Consejo de los Errad…, vio desintegrarse la jerarquía de la Biblioteca a causa
de su presencia y de lo que había traído consigo. Pero no consiguió ver a
Lotta.
Por ultimo se encontró en
un despacho a una mujer Errad, frágil y anciana que le miraba con los ojos muy
abiertos.
—¿Dónde está —dijo
procurando hablar despacio para que le entendiera— la señora Hermes? ¿En… que…
piso? —se fue hacia ella amenazador.
Sin embargo, el LSD ya le
había hecho efecto a la mujer, empezó a caer, con expresión de pavor en el
rostro Inclinándose sobre ella, la agarro por el hombro y repitió la pregunta.
—En… el… piso… de… abajo
—llego al fin la respuesta con agónica lentitud. Y entonces la anciana Errad se
disolvió en un mundo intimo de colores, la dejo y salió corriendo, una vez mas,
al vestíbulo. El hall resonaba de gente y ruido. Pero cada uno se había
encerrado en su mundo particular, no había acción interpersonal ni esfuerzos
coordinados así que no tuvo dificultad en abrirse camino hasta el ascensor,
nadie le hacía caso.
Pulso el botón, y tras una
espera fantásticamente larga llegó el ascensor.
Unos guardas armados hasta
los dientes y con caretas antigás llenaban el ascensor, le miraron alejarse
como un rayo y uno de ellos consiguió disparar su arma en su dirección.
El disparo no hizo blanco.
Pero por lo menos habían logrado al fin disparar en su dirección. Y el gas LSD
no afectaría a aquellos hombres.
No puedo sacar a Lotta,
pensó. No puedo tomar el ascensor, porque esta lleno Ray Roberts tenía razón,
tenía que haberme llevado al Anarca y olvidarme de Lotta. Los muertos han de
vivir, pensó irónicamente, y los vivos morir. Y la música desarmonizara el
cielo. Yo estoy desarmonizado, pensó. Me han cogido. No conseguí sacar de aquí
a nadie, como hizo Joe Tinbane. Aunque fuera temporalmente. Todo habría sido
distinto si no me hubiera tropezado con Ann Fisher pensó.
Tenía una extraña impresión
de estar fuera del tiempo, a causa de la droga que se había inyectado. Un
sentimiento casi de inmortalidad. Pero no de fuerza, no de poder fantástico, se
sentía débil, cansado y sin esperanza así que Ann Fisher consigue todo lo que
se propone, pensó. Sus profecías se están cumpliendo, una tras otra; yo soy la
última parte, y me ha llegado el turno, como les llegó a Joe Tinbane, al Anarca
y a Lotta.
Lo he echado todo a perder,
observó. En unos cuantos minutos. Si Joe Tinbane hubiese estado aquí, todo
habría sido distinto; seguro que lo habría sido.
No dejaba de pensar en lo
mismo; su conciencia de su propia inferioridad le apabullaba. El frente a Joe.
Sus defectos, el valor de Joe. Y, sin embargo, pudieron con él, pensó
desesperanzado. ¡Joe está muerto!
Y yo también lo estaré. Muy
pronto.
A lo mejor lo habríamos
conseguido si hubiéramos actuado juntos, pensó. Joe y yo. Los dos juntos
intentando sacar de aquí a Lotta; los dos la amamos. Y uno tras otro, solos,
morimos. No salió bien. Si le hubiera llegado mi advertencia, si me hubiera
llamado desde el motel, si...
Soy viejo e inútil, pensó.
Tenían que haberme dejado en la tumba; desenterraron a alguien que no valía la
pena. Una nulidad: sólo la muerte, el escalofrío, la forma de tumba me
acompañan y van infectando todo lo que toco. Me siento morir otra vez, pensó. O
mejor dicho, nunca dejé de estar muerto.
Pensó: si me matan no
importa, porque no me cambia en nada. Pero Lotta es diferente, igual que
Tinbane era diferente.
Quizá, pensó, aunque no
pueda salir de aquí, ni salvar a nadie, incluido yo..., a lo mejor aún puedo
matar a Ann Fisher. Eso sí que valdría la pena. Lo haré por Joe Tinbane.
17
«Pero el tiempo presente,
¿cómo lo medimos dado que no tiene espacio? Se le mide mientras está pasando,
pero cuando haya pasado, ya no se le mide; porque ya no habrá nada que medir.»
SAN AGUSTÍN.
Tomó un rifle que le quitó
a uno de los guardas adormecidos y voló hacia las escaleras. Cuando llegó a
ellas, oyó voces abajo. A lo mejor están en el piso de abajo, pensó
esperanzado. Bajó rápidamente. Se encontró con que nadie le oponía resistencia.
El pasillo del piso de
abajo, al igual que el de arriba, estaba repleto de hombres armados hasta los
dientes, inmóviles. Vio claramente a Ann Fisher a lo lejos, sola. Corrió en
aquella dirección, librándose sin dificultad de cuantos intentaban
lánguidamente oponerse a él..., y entonces, al igual que antes, se detuvo
frente a ella; una vez más se sorprendió vivamente al reconocerle.
Lentamente, adaptando sus
palabras al tiempo de ella, dijo:
—No... puedo... salir. Así
que... te... voy... a... matar —levantó el rifle.
—Espera —dijo ella—.
Haré... un... trato... contigo... aquí... y... ahora —le miró intentando
estudiarle, como si le viera confusamente—. Tú... me... dejas... salir... y...
puedes... coger... a... Lotta... y... marcharte.
¿Sería verdad? Tenía sus
dudas. Preguntó:
—¿Tienes... autoridad...
para... conseguirlo?...
—Sí —afirmó.
—Pero te llevaré conmigo
hasta que ella y yo estemos fuera de aquí —dijo.
—¿Cómo? —se esforzó por
entender lo que él había dicho tan deprisa—. Está bien —dijo al fin tras
descifrar lo que había dicho. Parecía fantásticamente resignada. Asombroso.
—Estás asustada —dijo él.
—Pues claro que sí
—sorprendentemente, su forma de hablar ya no resultaba lenta. Era evidente que
la inyección había empezado a perder efecto—. Irrumpes aquí corriendo como un
loco, arrojando granadas y amenazando a todo el mundo. Quiero que te marches de
la Biblioteca y no me importa cómo pueda lograrlo —habló entonces por el
micrófono que llevaba en la solapa—: Lleven a Lotta a un aerocoche de los que
hay en la azotea. Yo me reuniré allí con ella.
—¿Tienes autoridad para
hacer eso? —preguntó admirado.
—Mi padre es actualmente
presidente del Consejo de los Errads. Y a mi madre ya la conoces. ¿Vamos a la
azotea? —parecía más tranquila ahora, había recuperado parte de su antiguo
aplomo—. No quiero que me mate un psicótico —dijo pacientemente—. Te conozco
bien, no lo olvides. Me temía que harías una cosa como la que acabas de hacer.
Tendría que haber estado fuera de la Biblioteca, pero en la situación actual...
—Vamos a la azotea
—interrumpió—. Venga —la guió con el rifle hasta el ascensor más cercano.
—Cálmate —dijo Ann
frunciendo las cejas disgustada—. No va a pasar nada más que lo que acordamos:
Lotta estará esperando. Si pierdes los nervios y te pones a disparar será ella
quien resulte muerta, y no es eso lo que quieres, ¿verdad?
—No —dijo. Tenía razón;
ahora debía controlarse. Llegó el ascensor y Ann Fisher hizo salir a los
guardas armados que había en él—. Fuera —les ordenó con brusquedad—. Las
pistolas —le dijo desdeñosamente a Sebastián mientras subían— y la gente que
las utiliza. Compensan un ego débil. Mírate a ti con eso que llevas; de pronto
ya no te asusta nada, porque puedes hacer que la gente actúe como tú quieres.
«Vox dei», como llaman los comandantes Udi a las armas de fuego. La voz de Dios
—reflexionó—. Supongo que fue un error coger a tu mujer y detenerla por segunda
vez; estábamos tentando a la suerte.
—El matar al oficial
Tinbane —dijo Sebastián— fue un acto espantoso de crueldad gratuita. ¿Qué te
hizo a ti?
—Hizo lo que tú has hecho.
Irrumpió aquí con una pistola y la disparó ante unos Errads ancianos e
indefensos, sin armas.
—Y esa fue la venganza
—dijo Sebastián con amargura—. Supongo que me perseguirás a mi por lo que he
hecho hoy. Hasta que me caces a mi también.
—Ya veremos —dijo Ann
Fisher tranquilamente— El Consejo tiene que reunirse y votar. O a lo mejor
votan para ver si me dejan a mi tomar la decisión —le miró.
—La Biblioteca —dijo— le
tiene respeto a la violencia.
—Si, ya lo creo Lo cierto
es que nos asusta enormemente, ya sabemos lo que se consigue con ella. La
utilizamos nosotros, no porque nos guste, sino porque conocemos su eficacia.
Mira lo que tu hiciste hoy —ya habían llegado al ático, el ascensor se detuvo y
se abrieron las puertas silenciosamente—. ¿De donde sacaste ese rifle?
—preguntó con curiosidad—. Parece uno de los nuestros.
—Lo es —dijo— Vine aquí
desarmado.
—Bueno, las escopetas no
tienen lealtad, no son como los perros —salieron al tejado de la Biblioteca—.
Ahí está. —dijo Ann guiñando los ojos—. Acaban de dejarla. Vamos —avanzó
rápidamente con sus largas piernas y le adelantó; él tuvo que es forzarse para
alcanzarla. Los guardas que habían llevado a Lotta a la azotea se esfumaron no
les hizo caso, solo le preocupaban Ann Fisher y su mujer.
En cuanto Ann y el llegaron
al coche, Lotta dijo:
—¿Sacaste al Anarca,
Sebastián? Les oí hablar de él. Le tienen ahí abajo.
Inmediatamente, dijo Ann
Fisher:
—Con eso no hay trato.
Estoicamente, Sebastián la
llevo hasta el asiento del coche se sentó al volante y le tendió a Lotta el
rifle.
—No dejes de apuntar a la
señorita Fisher —le ordenó.
—Yo… —dijo Lotta vacilante.
—Tu vida depende de ello, y
la mía también ¿Recuerdas lo que le hicieron a Joe Tinbane? Esta mujer fue la
que tomó la decisión de hacerlo, ella dio la orden. ¿Y ahora la apuntaras con
el rifle?
—Si —musito Lotta, vio
levantarse el cañón de la escopeta lo de Joe Tinbane había surtido efecto— Pero
¿y el Anarca? —volvió a preguntar:
—No hay forma de sacarle
—dijo Sebastián con voz ronca—. No puedo hacer milagros. Bastante suerte he
tenido con poderte sacar y salir yo, así que te ruego me dejes en paz.
Detrás de él, Lotta movió
afirmativamente la cabeza con muda obediencia.
Puso en marcha el motor del
coche y al poco iban por el aire mezclándose con el trafico de media mañana.
Sebastián Hermes estacionó
brevemente en la azotea de un edificio publico del centro y allí hizo salir a
Ann Fisher, no sin antes quitarle el micrófono de la solapa. Volvió a subir al
cielo con su aerocoche, el y Lotta fueron en silencio durante un tiempo.
—Gracias por venir a
buscarme —dijo Lotta pasado un rato.
—Tuve suerte —respondió el
lacónico No le dijo que había renunciado, que solo pretendía destruir a Ann
Fisher. Que salvar a su mujer había sido virtualmente un accidente. Pero un
accidente que celebraba, que le llenaba de jubilo— Dieron por la televisión la
noticia de lo de Joe Tinbane. Por eso nos enteramos. Y dijeron que estaba con
una mujer que desapareció después del crimen.
—Nunca lograre sobreponerme
a su muerte —dijo Lotta amargamente.
—Ni yo espero que lo hagas
Al menos, no hasta que pase mucho tiempo.
—Le mataron delante de mí.
Lo vi todo, todo. Los niños de la Biblioteca. Era grotesco, como una pesadilla.
Él les disparo, pero estaba acostumbrado a disparar mas alto, a adultos, y sus
tiros pasaron por encima de sus cabezas —volvió a quedar en silencio.
Rudamente, queriendo
hacerla sentirse mejor, le dijo:
—Sea como sea, ya estas
fuera de la Biblioteca. Y ésta vez para siempre.
—¿Se enfadaran contigo los
Uditi —pregunto— por no haber sacado al Anarca? Es una vergüenza. El es
realmente importante y yo no, no parece justo.
—Tú eres importante para mí
—señaló Sebastián.
—¿De donde sacaste todos
esos chismes que utilizaste? Eso que te aceleraba y la bomba de humo de LSD;
les oí hablar de ello; les cogió totalmente desprevenidos. Normalmente no
tienes LSD y…
—El Udi me lo dio
—interrumpió bruscamente—. Me equiparon. Arreglaron un pretexto y todo para que
pudiera entrar y llegar a la Sección B.
—Entonces si que les va a
molestar. —dijo Lotta con perspicacia— Lo hicieron pensando en que sacarías de
allí al Anarca, ¿no es eso?
No contestó, se concentro
en el manejo del coche y en vigilar que nadie les siguiera.
—No necesitas decírmelo
—siguió diciendo Lotta—, ya lo veo ¿No tienen los Uditi a esos engendros del
Poder, esos comandos para matar? He leído algo acerca de ellos ¿Existen
realmente?
—Si —admitió— Hasta cierto
punto, supongo.
—A lo mejor —dijo Lotta
reflexionando—, a lo mejor el señor Roberts los manda a la Biblioteca y no
contra ti Eso es lo que tenían que haber hecho, no era trabajo tuyo lo de sacar
al Anarca. Tu no eres un comando.
—Yo quería ir.
—¿Por causa mía? —le
estudio, sintió el la intensidad de su escrutinio—¿Porque no me habías sacado
la primera vez? Ahora ya lo has compensado, ¿no es así?
—Eso intente —dijo
Sebastián. De eso se trataba.
—¿Me quieres? —pregunto
Lotta.
—Si —mucho, más que nunca,
se dio cuenta de ello allí sentado junto a ella en el coche. Los dos solos.
—¿Estás... resentido? ¿Por
lo mío y Joe Tinbane?
—¿Por lo del motel? No
—después de todo había sido culpa suya. Y, además, estaba lo de su aventura con
Ann Fisher—. Lo que siento es que mataran a Joe.
—Nunca podré rehacerme
—dijo Lotta. Como si fuera una promesa.
—¿Qué te hicieron en la
Biblioteca? —preguntó preparándose a escuchar la respuesta.
—Nada. Me tenían concertada
una cita con un psiquiatra; le habría hecho algo a mi mente. Y esa mujer, Ann
Fisher..., apareció por allí y me estuvo hablando un rato.
—¿De qué?
—De
ti —siguió hablando con su vocecita tan característica—. Dijo que ella y tú
habías estado juntos, que... os acostasteis juntos. Dijo muchas cosas por el
estilo. Pero yo, naturalmente, no le hice caso.
—Hiciste muy bien —se
sintió empequeñecer bajo el peso de las mentiras..., de sus mentiras. Primero a
su mujer y luego, muy pronto, a Ray Roberts; tendría que contarle un cuento.
Tenía que aplacar a todo el mundo... Ese era el modo de vida, pensó, que había
empezado a llevar. Igual de malo que R. C. Buckley, que lo hace naturalmente.
Pero en mí, pensó, no es natural. Y, sin embargo..., aquí estoy.
—No me habría molestado
—dijo Lotta— que lo que me contaba fuera cierto. Después de todo, ya ves lo que
yo hice..., lo del motel, digo. No te lo podría reprochar; no lo haría.
—Bueno, pero no es cierto
—dijo lacónicamente.
—Es muy atractiva con ese
pelo tan negro y esos ojos azules. Mucho más atractiva que yo.
—La aborrezco —dijo
Sebastián.
—¿Por lo de Joe?
—Por eso y por otras cosas.
—¿Adónde vamos ahora?
—preguntó Lotta.
—A casa.
—¿Vas a llamar al Udi? ¿Y
decirle...?
—Ellos me llamarán —dijo
Sebastián estoicamente resignado.
18
«Pasaré entonces también
más allá de este poder de mi naturaleza, ascendiendo gradualmente hacia Aquel
que me hizo. Y voy por los campos y vastos palacios de mi memoria.»
SAN AGUSTÍN.
Cuando llegaron al
apartamento, Sebastián telefoneó al vitarium para asegurarse de que aún seguía
funcionando. Contestó Cheryl Vale.
—Flask de Hermes —dijo
alegremente.
—No voy a ir hoy por ahí
—dijo Sebastián—. ¿Están los demás?
—Sólo falta usted —dijo
Cheryl—. Ah, señor Hermes, Bob Lindy desea hablar con usted; quiere darle los
detalles de cómo los de la Biblioteca le arrebataron al Anarca. ¿Tiene usted
tiempo...?
—Hablaré con él después.
Eso puede esperar. Hola.
Colgó sintiéndose culpable.
—He estado pensando —dijo
Lotta sentada en la cama frente a él; en su rostro se leía la agitación de que
era presa—. Si la Biblioteca se vengó de Joe Tinbane por lo que había hecho,
entonces también lo harán contigo.
—Ya lo había pensado —dijo
Sebastián.
—Y, además, los Engendros
del Poder. Estoy asustada.
—Sí —dijo bruscamente.
Todos ellos, pensó. El partido de Roma, la Biblioteca, el Udi..., con lo que
había hecho había conseguido enfrentarse con todos ellos, con todos. Incluso
con el departamento de policía de Los Ángeles; pueden pensar que yo maté a Joe
Tinbane porque se había escondido en un motel con mi mujer; no me faltaban motivos.
—¿A quién puedes recurrir?
—preguntó Lotta.
—A nadie —respondió. Era un
sentimiento espantoso, terrible—. Sólo te tengo a ti —se corrigió; después de
todo ya había recuperado a Lotta. Y aquello ya era bastante.
Pero no suficiente.
—Quizá —dijo Lotta—
debiéramos escondernos, tú y yo. Ir a otra parte. Lo que le hicieron a Joe...
lo tengo tan presente; no puedo olvidar cuando le vi de aquella manera.
Recuerdo los pasitos por el tejado y luego uno de ellos, un crío en particular
que se puso a mirar por la ventana. Y Joe estaba armado y sabía que venían...,
pero no sirvió de nada. Creo que deberíamos marcharnos de Los Ángeles, y quizá
de los Estados Unidos del Oeste. Incluso de la Tierra.
—¿Emigrar a Marte? —dijo
pensativo.
—Los Uditi no tienen ningún
poder allí —dijo Lotta—. Las Naciones Unidas son la única autoridad y tengo
entendido que gobiernan muy bien las colonias. Lo tienen todo bien controlado.
Y siempre están solicitando voluntarios. Ya ves sus anuncios en la tele todas
las noches.
—No se puede regresar de
allí una vez que has emigrado. Eso te lo dicen antes de que firmes los papeles
legales. Es un viaje de ida nada más.
—Ya lo sé. Pero al menos
estaremos vivos. No oiremos una noche ruidos en el tejado o fuera de la puerta.
La verdad es que creo que debiste sacar al Anarca, Sebastián; al menos tendrías
a los Uditi de tu parte. Pero de esta forma...
—Lo intenté —repitió
mecánicamente—. Ya oíste a Ann Fisher; no había trato con él, tomé lo que pude
conseguir —te tomé a ti— y me costó Dios y ayuda salir de allí. Ray Roberts
tendrá que conformarse; es la verdad —pero en su fuero interno sabía que en
ningún momento había intentado realmente sacar al Anarca. Sólo pensó en Lotta.
Como había dicho Roberts, era casi un impulso biológico. Un impulso que Roberts
temió y que, al final, había vencido, como anticipó Roberts. En cuanto entró en
la Biblioteca, se evaporó todo aquel discurso sobre «el valor trascendental
para la historia», se había esfumado al estallar la bomba de LSD.
—Me gustaría de veras ir a
Marte —dijo Lotta—. Ya habíamos hablado de ello, ¿te acuerdas? Creo que es algo
fascinante... Se tiene un sentimiento de lo cósmico, de la amargura de saber...
que el hombre está en otro planeta. Dicen que hay que experimentarlo para
entenderlo.
—El único trabajo que sé
hacer es olfatear.
—¿Encontrar a los muertos
que están a punto de volver a la vida?
—Ya sabes que ésa es mi
única habilidad —hizo un gesto de desaliento—. Ya me dirás para qué sirve eso
en Marte. En Marte la Fase Hobart se nota tan poco que casi no existe —y
aquélla era otra razón por la que no quería ir. Allí volvería a envejecer y
aquello para él resultaría letal: en esa dirección le quedaban unos cuantos
años antes de enfermar y morir.
Para Lotta, naturalmente,
sería distinto. Le quedaban décadas de vida ante sí en tiempo normal; más,
seguramente, que con la Fase Hobart.
Pero ¿qué importa, se dijo,
si muero pronto? Ya pasé por ello una vez, y no es tan malo. En cierto modo, lo
agradecería... El descanso final y sin fin. Escapar de todos estos problemas.
—Desde luego —asintió
Lotta—. No hay muertos en Marte. Se me olvidaba.
—Tendría que ser un
operario manual o un chupatintas —dijo.
—No, creo que tus dotes de
organización las apreciarían en cualquier parte. Seguramente te harán pasar
pruebas de aptitud. Sé que lo hacen. Así que se darían cuenta de todas tus
capacidades, ¿sabes?
—Tienes el optimismo de la
juventud —dijo. Y yo, pensó, el pesimismo de la vejez—. Esperemos a que hable
con Ray Roberts. A lo mejor puedo contarle alguna historia que llegue a
creerse. Mejor dicho —se corrigió—, a lo mejor le hago entender la situación en
que me encontraba. Y como tú dices, quizá sus comandos puedan rescatar al
Anarca. Realmente es una labor que les incumbe a ellos, no a mí. Eso también se
lo tengo que decir.
—Buena suerte —dijo Lotta
animada.
Menos de una hora después
llegó la llamada de Ray Roberts.
—Ya veo que está de vuelta
—dijo Roberts inspeccionándole crítica y agudamente. Parecía muy tenso e
inquieto—. ¿Cómo salió todo?
—No muy bien —dijo Sebastián
cautelosamente; tenía que andarse con pies de plomo para no meter la pata en el
juego en que se había metido.
—El Anarca —dijo Roberts—
sigue retenido en la Biblioteca.
—Logré llegar hasta él,
pero no pude...
—¿Y su mujer?
Con frío y calculado cuidado,
añadió:
—La saqué. Por accidente.
Las autoridades de la Biblioteca decidieron dejarla en libertad. Yo no lo pedí;
la idea, como le digo, fue de ellos.
—Un trueque —dijo Roberts—.
Recibió usted a Lotta a cambio de dejar el edificio de la Biblioteca; fue un
arreglo amistoso.
—No —dijo.
—Pues eso es lo que parece
—Roberts siguió escrutándole sin inmutarse; nada descomponía la cara morena y
perspicaz—. Le compraron. Y... —su voz se hizo aguda— no lo habrían hecho de
haber aprovechado usted bien las circunstancias para rescatar al Anarca...
—Lo decidió Ann Fisher
—alegó Sebastián—. Iba a matarla; compró su vida a ese precio. Me la llevé
conmigo; incluso...
—¿Se le ocurrió pensar
—siguió diciendo Roberts— que ésa era la razón de que se llevaran a su mujer a
la Biblioteca? ¿Para retenerla como rehén? ¿Para así neutralizarle a usted?
—Me dieron a elegir
entre... —dijo Sebastián desesperadamente.
—Habían estudiado muy bien
su situación psíquica —dijo Roberts mordazmente—. Tienen psiquiatras; sabían a
qué precio le podían comprar. Ann Fisher no le teme a la muerte. Es un hecho
bien sabido, no compró su vida como usted dice. Le sacó a usted de allí, lejos
del Anarca. Si Ann Fisher le hubiera temido realmente a usted, se hubiera guardado
de cruzarse en su camino.
—Quizá tenga razón
—concedió Sebastián de mala gana.
—¿Logró ver al Anarca?
¿Sigue con vida?
—Sí —dijo Sebastián. Sintió
que se le pegaba al cuerpo el sudor del ambiente; se le pegaba en las axilas y
por la espalda. Sintió que sus poros querían (y no conseguían) absorberlo todo.
Se había condensado demasiado.
—¿Y los Errads estaban
ocupándose de él?
—Había unos Errads con él,
sí.
—Ha cambiado usted la
historia de la humanidad, sabe —dijo Roberts—. O mejor dicho, pudo haberla cambiado.
Tuvo su oportunidad y ahora ésta ya no existe. Pudo usted haber sido recordado
por siempre como el dueño del vitarium que revivió y salvó al Anarca; nunca le
habría olvidado el Udi ni el resto del planeta. Y quedaría establecida la base
enteramente nueva de la creencia religiosa. La certidumbre habría sustituido a
la mera fe y habría aparecido un cuerpo totalmente nuevo de escrituras —no
había cólera en la voz de Ray Roberts; hablaba con mucha calma, como si
recitara hechos ya sabidos. Hechos que Sebastián no podía negar.
—Dile —le apremió Lotta
detrás de él— que lo intentarás otra vez —le puso la mano en el hombro y le
acarició para darle ánimos.
—Volveré a la Biblioteca
otra vez —dijo Sebastián.
—Le enviamos —dijo Roberts—
por un acuerdo con Giacometti; nos pidió que evitáramos la violencia. Ahora ya
terminó nuestra relación con usted; tenemos las manos libres para enviar a
nuestros fanáticos. Pero... —hizo una pausa— es probable que encuentren un
cadáver. Los de la Biblioteca se darán cuenta enseguida de la presencia de los
Engendros en su área, inmediatamente, en cuanto uno de ellos entre en el
edificio. Como me dijo Giacometti la otra noche. Y, sin embargo, no podemos
hacer otra cosa. Con ellos no caben asociaciones; nada de lo que tenemos o podemos
prometer inducirá a la Biblioteca a dejar libre al Anarca. No es lo mismo que
con la señora Hermes.
—Está bien —dijo
Sebastián—. He tenido mucho gusto en hablar con usted. Me alegro de saber cuál
es la situación; gracias por...
La pantalla se apagó. Ray
Roberts había colgado. Sin más despedidas.
Sebastián se quedó sentado
con el auricular en la mano y luego, muy lentamente, lo colocó en su sitio. Se
sentía con cincuenta años más encima... y con un cansancio de cien años.
—Sabes —le dijo a Lotta—,
cuando te despiertas en el ataúd sientes un tremendo cansancio. Tienes la mente
vacía; el cuerpo no hace nada. Luego te vienen pensamientos, cosas que quieres
decir, actos que deseas realizar. Quieres gritar y moverte, salir. Pero tu
cuerpo aún no responde; no puedes hablar ni hacer movimiento alguno. Eso
dura... —calculó— unas cuarenta y ocho horas.
—¿Es algo espantoso?
—Es la peor experiencia que
haya tenido nunca. Mucho peor que la muerte —y, pensó, así me siento ahora.
—¿Quieres que te traiga
algo? —preguntó Lotta—. ¿Un poco de sogum calentito?
—No, gracias.
Se levantó, se puso a andar
despacio por el salón hasta la ventana que daba a la calle. Tiene razón, pensó,
he estado a punto de cambiar la historia de la humanidad, pero no lo he hecho;
he considerado mi vida personal más importante... a expensas de otro ser
humano, de todos los seres humanos, y en particular de los Uditi. He destruido
toda la base reciente de la teología mundial. ¡Ray Roberts tiene razón!
—¿Puedo hacer algo por ti?
—preguntó Lotta dulcemente.
—Todo irá bien —dijo
mirando a la calle allá abajo, a la gente y a los vehículos de superficie que
parecían sardinas—. Lo malo de estar allá en el ataúd —dijo—, lo malo que tiene
es que tu mente está viva pero tu cuerpo no, y sientes esa dualidad. Cuando
estás de verdad muerto no sientes nada de eso; no tienes relación con tu
cuerpo. Pero eso... —hizo un ademán convulsivo— una mente viva unida a un
cadáver. Alojada dentro de él. Y no da la impresión de que el cuerpo vaya a
estar animado alguna vez; parece que se espera eternamente.
—Pero sabes —dijo Lotta—
que eso ya no te puede volver a ocurrir. Ya pasó.
—Pero lo recuerdo —dijo
Sebastián—. La experiencia sigue formando parte de mí —se golpeó fuertemente la
frente—. Siempre lo tengo aquí —en eso pienso, se dijo, cuando estoy realmente
asustado; se me representa y me enfrento a ello. Es un síntoma de mi terror.
—Yo arreglaré —dijo Lotta,
leyendo un poco su pensamiento, comprendiéndole en cierto modo— lo de nuestra
emigración a Marte. Tú ve al dormitorio a echarte un rato y descansar mientras
yo empiezo a hacer unas cuantas llamadas.
—Sabes que aborreces
utilizar el videófono. Te espanta.
—Pues esta vez lo puedo
hacer —le guió hasta el dormitorio con gran dulzura.
19
«Pero en estas cosas no hay
lugar para el reposo; no permanecen, son fugaces; ¿quién puede seguirlas con
los sentidos de la carne?»
SAN AGUSTÍN.
En su sueño, Sebastián
Hermes se vio en la tumba; soñó que se encontraba una vez más dentro de su caja
de plástico, en el Sitito, en la oscuridad. Llamaba una y otra vez: «Me llamo
Sebastián Hermes y quiero salir de aquí. ¿Hay alguien ahí arriba oyéndome?» En
su sueño escuchaba. Y allá afuera, por segunda vez en su vida, sentía el peso
de unas pisadas, de alguien que avanzaba hacia su tumba: «¡Sáquenme!», gritaba
una y otra vez; y se revolvía contra la chapa de plástico, como un insecto
húmedo. Desesperadamente.
Ahora alguien se ponía a
cavar; sintió el impacto de la azada: «¡Métanme aire!», intentó gritar, pero
como ya no le quedaba aire, no podía respirar; se estaba asfixiando.
«¡Deprisa!», dijo, pero su llamada no sonó en la ausencia de aire; permaneció
comprimido, aplastado por un enorme vacío; la presión subió hasta que,
silenciosamente, se le partieron las costillas Eso también lo sintió como se le
rompían los huesos uno tras otro.
«Si me sacan de aquí
—intento decir, quiso decir— volveré a la Biblioteca y encontraré al Anarca.
¿De acuerdo? —escuchó, la excavación continuaba golpes sordos, metódicos— Lo
prometo ¿No hay trato?»
El filo de la azada raspó
la tapa del ataúd.
Lo admito, pensó Pude
haberle sacado, pero elegí salvar a mi esposa a cambio. No me detuvieron ellos,
me detuve yo. Pero no volveré a hacerlo, lo prometo. Escuchó, ahora habían
empezado a quitar la tapa con un destornillador, era la ultima barrera que le
separaba del aire, de la luz. La próxima vez será distinto. ¿De acuerdo?
Retiraron la tapa con mucho
ruido. Entró la luz y miro hacia fuera y se encontró con una cara que le miraba
detenidamente.
Una carita arrugada,
pequeña y vieja. La del Anarca.
«Te oí llamar —dijo el
Anarca— así que dejé lo que estaba haciendo y vine a ayudarte. ¿Que puedo hacer
por ti? ¿Quieres saber en que año estamos? Es el año cuatro antes de
Jesucristo.»
«Por qué —dijo Sebastián—¿Que
significa esto?» —se daba cuenta de que aquello ocultaba algo muy importante,
se sintió sobrecogido.
«Eres —dijo el Anarca— el
salvador de la humanidad. Por ti será redimida. Eres la persona mas importante
de cuantas hayan nacido.»
«¿Que es lo que tengo que
hacer —preguntó Sebastián— para salvar a la humanidad?»
«Tienes que morir de nuevo»
—respondió el Anarca, pero ahora se hizo confuso el sueño, nebuloso, y empezó a
despertarse, sintió que estaba en la cama, en su apartamento, junto a Lotta, se
dio cuenta de que había estado soñando y el sueño entonces le abandono,
dejándole un extraño sabor de boca.
Era un mensaje, pensó
mientras daba media vuelta, se incorporaba, retiraba las ropas y se ponía en
pie junto a la cama, sumido en sus pensamientos, intentando recordar el sueño
lo mas completamente posible.
¿Qué tengo que hacer?, se
preguntó ¿Qué me quería decir el Anarca? ¿Que muriera? El sueño no le decía
nada, pero se sentía atrapado e impotente. Se sentía culpable, infinitamente
culpable, por haber dejado al Anarca en la Biblioteca, era consciente de todo.
Menudo trato hice, pensó amargamente.
Se fue lentamente a la
cocina… y allí encontró a tres hombres, vestidos con ropajes de seda negra,
sentados a la mesa. Tres Engendros del Poder. Parecían cansados e inquietos.
Ante ellos, encima de la mesa, había un montón de notas escritas a mano
manchadas de grasa.
—Este es el hombre —dijo
uno de ellos señalando a Sebastián— que dejó al Anarca en la Biblioteca, cuando
pudo haberle sacado.
Los tres Engendros se
quedaron mirando a Sebastián con una mezcla de emociones en sus rostros
cansados.
El portavoz de los
Engendros le explico a Sebastián.
—Vamos a actuar contra la
Biblioteca esta noche. Nada de sutilezas, vamos a llevar un cañón y a disparar
bombas nucleares hasta que solo que den cascotes. Seguramente no salvaremos al
Anarca, pero al menos nos ocuparemos de ellos —su tono indicaba desprecio y
rabiosa hostilidad.
—¿No creen que puedan
entrar y volver a salir? —pregunto Sebastián. Le pasmaba la brutalidad de sus
planes. El nihilismo. No salvaban al Anarca, sino que destruían la Biblioteca,
no se trataba de eso.
—Hay una íntima
probabilidad. —concedió el portavoz de los Engendros—. Por eso nos hemos
detenido a charlar con usted, queremos saber exactamente donde encontró al
Anarca y como le están guardando…, cuantos hombres hay y que armas tienen. Por
supuesto, todo habrá cambiado cuando nosotros lleguemos allí, seguramente lo
habrán cambiado, pero algo nos dirá que pueda ayudarnos —se quedo mirando a
Sebastián, esperando.
Lotta, con cara de sueño,
apareció en la puerta de la cocina detrás de él.
—¿Han venido a matarnos?
—preguntó tomándole del brazo.
—Parece ser que no. —le
dijo Sebastián dándole unos golpecitos en el brazo para tranquilizarla—. Todo
lo que recuerdo son guardas de la Biblioteca armados. —les dijo a los
Engendros— No recuerdo en que despacho le encontré, solo se que estaba en el
penúltimo piso. Parecía un despacho normal y corriente, como los demás,
probablemente lo eligieron al azar.
—¿Ha soñado usted con el
Anarca desde entonces? —le preguntó sorprendentemente el portavoz de los
Engendros— Nos han dicho que en su vida anterior el Anarca solía comunicarse
con sus seguidores por medio de sueños.
—Si —dijo Sebastián
poniéndose en guardia—. Soñé con él, me dijo algo acerca de mí. Que tenía que
hacer algo. Dijo que el año era el cuatro antes de Jesucristo y que yo sería el
salvador de la humanidad haciendo eso.
—No es de mucha ayuda
—comento el portavoz de los Engendros.
—Pero en cierto sentido es
así —hablo otro de los Engendros— Si hubiera sacado de allí al Anarca se habría
convertido en el salvador de la humanidad. Eso es lo que el Anarca quería que
hiciese, no necesitábamos enterarnos del sueño para saber lo —frunció el ceño y
tomo unas notas.
—Perdió usted su
oportunidad señor Hermes —dijo el primer Engendro—, la mejor oportunidad de su
vida.
—Ya lo se —respondió
Sebastián sombrío.
—Quizá debiéramos matarle
—dijo el tercer Engendro— Matarlos a los dos, ahora, en lugar de correr a volar
la Biblioteca.
Sebastián sintió que se
quedaba sin pulso, se le encogió el cuerpo como cuando estaba en el Sitito Pero
no dijo nada, se limito a apretar a Lotta contra si.
—No mientras pueda sernos
de alguna utilidad —dijo su portavoz con displicencia. Volvió a mirar a
Sebastián—: ¿Vio usted que tuvieran algún arma más formidable que rayos láser y
rifles automáticos?
—No —dijo Sebastián negando
con la cabeza.
—¿No había campos
magnéticos, nada ultramoderno que protegiera sensiblemente la estructura?
—Todo eran armas de mano.
—¿Qué sistema utilizan los guardianes de la Biblioteca para las alertas?
¿Radio? —Sí —volvió a menear la cabeza. —¿No intentaron detenerle con gas? —Yo
fui el único que utilizó gas. Me lo habían proporcionado Su Poderío y el partido
de Roma.
—Sí, ya sabemos qué le
proporcionaron —el portavoz de los Engendros jugueteaba con el lápiz
mordiéndose el labio y pensando—. ¿Tenían caretas antigás? —Algunos sí.
—Entonces es que tienen
gases, de una clase o de otra, por si les invaden. Y cuando caiga nuestra
primera bomba en el edificio ya veremos aparecer armas más importantes que las
de mano —una vez más se volvió hacia Sebastián—. No lo creo. Quiero decir que a
usted le creo, pero sé que si hubiera sido todo un grupo en lugar de un solo hombre,
habría logrado sacar al Anarca —se volvió a consultar a sus compañeros—. La
Biblioteca sigue siendo un enigma —les dijo—. Por dos veces en menos de
cuarenta y ocho horas ha entrado allí un hombre y ha rescatado a Lotta Hermes.
Y, sin embargo, ahí está el Anarca, como si estuviera al alcance de cualquiera;
como si pudiera tener éxito una irrupción para sacarle. En mi opinión el Anarca
ya está muerto y lo que vio Hermes no era sino un robot-simulacro, preparado
con antelación.
Uno de sus compañeros,
dijo:
—Pero está el sueño de
Hermes. Implica que Su Poderío está vivo. En alguna parte. Aunque quizá no en
la Biblioteca.
Lotta se separó de
Sebastián y se sentó ante la mesa de la cocina, enfrente de los tres Engendros.
—¿Y no han podido los
Uditi... —hizo un ademán buscando el término adecuado—...meter a uno de
ustedes...? ya saben. Entre los empleados. Un espía.
—Utilizan pruebas casi
telepáticas cuando se presentan candidatos —dijo el portavoz—. Lo intentamos en
varias ocasiones. Todas las veces descubrieron el pastel y nos devolvieron un
cadáver.
—¿No pueden decir que son
inventores de un libro...? —dijo Sebastián.
—Eso es lo que usted
utilizó —dijo el portavoz secamente—. Una trampa que preparamos hace meses.
Como se interpuso el partido de Roma usted hizo uso de ella. Pero eso no nos
gusta a nosotros, los Engendros. Hermes, puede que a Roberts le sorprendiera
que usted fracasara, pero a nosotros no. Tenemos un enorme respeto por los
recursos y el poder de la Biblioteca; nosotros le mataremos a usted obedeciendo
órdenes de Roberts, para vengar al Anarca..., pero la verdad es que en nuestra
opinión no tenía usted la más remota posibilidad de conseguir nada.
—Pero si ni siquiera lo
intente —dijo Sebastián con voz ronca.
—Eso no hace al caso. No si
lo que usted vio fue un robot. Puede también que tengan armas mas sofisticadas
y no habrían dejado de utilizarlas de haber tenido usted la menor posibilidad
de conseguir lo que se proponía ¿Accedieron enseguida a hacer el trato? ¿A
dejarle salir con vida acompañado de su mujer pero sin el Anarca?
—Ellos hicieron el
ofrecimiento.
—Es una trampa —dijo el
portavoz de los Engendros— para engañarnos y que organicemos un raid de
kamikazes; todos los Engendros: todo el cuerpo. Lo más probable es que se hayan
llevado al Anarca a muchas millas de aquí a una de las sucursales que tiene la
Biblioteca lejos de la Costa, hacia Oregón. A una de las ochenta y tantas
sucursales que tiene en los Estados Unidos del Oeste, o también puede estar en
la residencia particular de algún Errad, o en un hotel ¿Conoce usted a alguien
que este por encima de la jerarquía de la Biblioteca, Hermes? ¿A un Errad? ¿A
un bibliotecario? Quiero decir personalmente.
—Conozco a Ann Fisher
—dijo.
—Si, la hija de la
bibliotecaria jefe y del presidente del Consejo de los Errads —movió la cabeza
el Engendro—. ¿Hasta que punto la conoce? Diga la verdad, esto puede resultar
vital.
—Olvídese por un momento de
su mujer —dijo otro de los Engendros— Esto tiene prioridad.
—Me he acostado con ella
—dijo Sebastián.
—¡Oh! —exclamó Lotta—
Entonces era cierto lo que me dijo.
—Ya somos dos —dijo
Sebastián.
—Si, ya lo veo —dijo Lotta
compungida. Ocultó la cara entre las manos se froto la frente luego levantó la
cabeza y le miró—: ¿Puedes decirme por que...?
—Tienen ustedes lo que les
queda de vida para discutirlo —interrumpió el portavoz de los Engendros—. ¿Cree
que puede hacer salir a Ann Fisher de la Biblioteca? —le preguntó a
Sebastián—¿Con algún pretexto? Así le podremos poner nuestro detector de
telepatía.
—Si —afirmo Sebastián.
—¿Y que vas a decirle?
—dijo Lotta—¿Que quieres volver a acostarte con ella?
—Le diría —dijo— que los
Engendros tienen orden de matarnos, y que quiero que nos den asilo a ti y a mí
en la Biblioteca.
El portavoz señalo el
videófono del salón.
—Llámela —ordenó.
Sebastián se fue al salón.
—Tiene un apartamento
—dijo— fuera de la Biblioteca, allí es donde me llevo será allí y no aquí.
—Donde sea —dijo el
portavoz— con tal que podamos ponerle las manos encima y colocarle el detector.
Se sentó ante el videófono
y marco el número de la Biblioteca.
—Biblioteca de Temas
Populares —dijo enseguida la operadora.
Giró el videófono para el
otro lado, para que por la pantalla no salieran las otras cuatro personas que
había en la cocina.
—Póngame con la señorita
Ann Fisher —dijo.
—¿De parte de quién, por
favor?
—Dígale que la llama el
señor Hermes —se sentó a esperar. La pantalla se puso gris, luego, tras un
chisporroteo, se volvió a encender.
Apareció el rostro
atractivo de Ann Fisher.
—¿Qué hay, Sebastián? —dijo
muy tranquila.
—Estoy marcado y me van a
matar —dijo.
—¿Los Engendros del Poder?
—Sí.
—Bueno, Sebastián. La
verdad es que creo que te lo has buscado. No fuiste leal con ellos. Viniste a
la Biblioteca, te abriste paso para entrar, pero en lugar de intentar sacar al
Anarca, y el equipo que llevabas te lo había proporcionado el Udi, que lo
pudimos reconocer, en lugar de hacerlo...
—Escucha —dijo bruscamente,
interrumpiéndola—. Quiero verte.
—No puedo ayudarte —su voz
era neutra, impertinente; la situación de Sebastián no le afectaba en
absoluto—. Después de lo que hiciste en...
—Queremos que nos deis
asilo —dijo Sebastián— en la Biblioteca. A Lotta y a mí.
—¿Ah, sí? —arqueó las
cejas—. Bueno, puedo preguntárselo al Consejo; sé que lo hacen en contadas
ocasiones. Pero no te hagas ilusiones. Dudo mucho que la respuesta sea
afirmativa en tu caso.
Lotta apareció junto a
Sebastián y tomó el micrófono:
—Mi marido es un
organizador muy eficaz, señorita Fisher. Sé que pueden ustedes utilizar sus
dotes. Teníamos pensado acudir a las Naciones Unidas para ir a Marte, pero los
Engendros del Poder están demasiado cerca; nos matarán antes de que podamos
pasar el reconocimiento médico y obtener los pasaportes.
—¿Se han puesto en contacto
con vosotros los Engendros del Poder? —preguntó Ann. Ahora parecía ya más
interesada.
—Sí —dijo Sebastián
acercándose el micrófono a la boca.
—¿Sabes —dijo Ann— si
tienen algún plan respecto al Anarca?
—Algo dijeron —contestó Sebastián
cautelosamente.
—¿Ah sí? Dime qué.
—Te lo diré cuando nos
veamos aquí en nuestra casa o en la tuya.
Ann Fisher dudó, calculó y
luego decidió.
—Te veré dentro de dos
horas, en mi casa. ¿Recuerdas las señas?
—No —dijo. Rápidamente, uno
de los Engendros le acercó papel y lápiz.
Le dio las señas y colgó.
Sebastián se quedó sentado un momento y luego se levantó muy rígido. Los tres
Engendros le miraban sin hablar.
—Ya está arreglado —dijo. Y
eso me dará satisfacción, pensó. No importa cómo resulte, si cogen al Anarca
como si no—. Aquí tiene —le tendió al portavoz la hoja de papel en que había
escrito las señas de Ann Fisher—. ¿Qué es lo que tengo que hacer? ¿Se supone
que debo acudir armado?
—Probablemente tenga un
detector de armas colocado en la puerta —dijo el portavoz examinando la
dirección—. Le registrará por si lleva armas. No, vaya simplemente allí y hable
con ella. Nosotros arrojaremos una granada de gas por la ventana, algo por el
estilo..., no se preocupe por eso; esa parte es de nuestra incumbencia
—reflexionó—. A lo mejor un dardo termotrópico. Les afectará a los dos, pero
usted se recuperará; nos encargaremos de ello.
—Si mi marido les ayuda en
esto —dijo Lotta dirigiéndose al portavoz—, ¿no nos matarán?
—Si gracias a Hermes
recuperamos al Anarca —dijo el portavoz de los Engendros—, conmutaremos la
sentencia de muerte que ha dictado Ray Roberts contra él.
—Entonces era oficial —dijo
Sebastián con un escalofrío.
—Sí —movió la cabeza el
portavoz—. La sentencia se dictó en una sesión oficial en la que se reunieron
los decanos del Udi. Su Poderío interrumpió su peregrinación para asistir a esa
reunión.
—¿Crees —preguntó Lotta a
Sebastián— que de verdad puedes hacer salir a la señorita Fisher de la
Biblioteca?
—Vendrá —dijo. Pero que los
Engendros puedan con ella, eso ya es otra cosa, pensó. Tenía una alta opinión
de la vivacidad de Ann Fisher; probablemente estaría preparada para un caso
como ése. Después de todo, Ann sabía lo que él sentía por ella.
No la interrogarán, pensó.
Sin embargo, en cierto modo que no podemos prever, ella los va a matar. Y quizá
a mí con ellos. Pero, pensó, Ann Fisher puede morir también. Aquello le
consoló. Yo nunca podría matarla, pensó. Es algo que está por encima de mí; yo
no valgo para una cosa como ésa. Pero los Engendros: como pasaba con Joe
Tinbane, matar es su vocación.
Se sintió infinitamente
mejor. Había desviado a los asesinos de Udi hacia Ann Fisher: una proeza.
¡Hacia
Ann y lejos de él y Lotta!
20
«Así cuando se levantan y
tienden a ser, crecen tanto más rápidamente para poder ser cuanto más se afanan
por no ser.»
SAN AGUSTÍN
Dos horas después estaba
sentado en su aerocoche, estacionado en el tejado del edificio donde se
encontraba el apartamento de Ann Fisher, pensando ensimismado en su vida y en
lo que había intentado hacer de ella.
Cerrando los ojos se
imaginaba al Anarca; intentó revivir el sueño truncado de unas horas antes.
Debes, le había dicho el Anarca. ¿Debes qué?, se preguntó; intentó reanudar el
sueño para pasar de ese punto. Nuevamente se imaginó la carita seca y
consumida, los ojos negros y la boca inteligente (espiritual y terrenalmente
inteligente). Debes morir una vez más, pensó, ¿sería eso? ¿O sería vivir? No
sabía cuál de las dos cosas. El sueño se negaba a reanudarse y lo dejó; se
enderezó y abrió la puerta del coche.
El Anarca, con una túnica
de algodón blanco, se hallaba junto al coche, esperando a que saliera.
—Dios mío —dijo Sebastián.
—Siento mucho —dijo el
Anarca sonriendo— que mi conversación de antes fuera interrumpida. Ahora podemos
proseguir.
—¿Salió... usted de la
Biblioteca?
—Aún me retienen —dijo el
Anarca—. Lo que estás viendo no es más que una alucinación; la cápsula del
antídoto del LSD que llevabas en la boca no logró neutralizar el gas
completamente; yo soy un remanente del efecto de ese gas —se ensanchó la
sonrisa—. ¿Me crees, Sebastián?
—Puede que me afectara el
gas... un poquito —dijo Sebastián. Pero el Anarca parecía real. Extendió la
mano para tocarle...
La mano atravesó el cuerpo
del Anarca.
—¿Lo ves? —dijo el Anarca—,
puedo abandonar la Biblioteca espiritualmente; puedo aparecer en los sueños de
los hombres y como visión inducida por drogas. Pero físicamente sigo allí y
pueden matarme en cuanto quieran.
—¿Eso pretenden? —preguntó
con voz ronca.
—Sí, porque no pienso abandonar
mis ideas, mis conocimientos específicos y ciertos; no puedo olvidar lo que he
aprendido mientras estaba muerto. Igual que tú tampoco puedes borrar el horror
de encontrarte enterrado; algunos recuerdos son imperecederos.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó
Sebastián.
—Muy poco —dijo el Anarca—.
Los Engendros del Poder tienen razón cuando dicen que realmente no tenías
ninguna posibilidad de sacarme de la Biblioteca; me habían colocado una bomba y
yo era el señuelo. En cuanto me hubieras puesto en pie habría estallado la
bomba y nos habría matado a los dos.
—¿Eso lo dice sólo para que
me sienta mejor?
—Te estoy diciendo la
verdad —dijo el Anarca.
—¿Y ahora qué? Haré lo que
usted quiera. Todo lo que pueda.
—Estás citado con Ann
Fisher.
—Sí —dijo—. Los Engendros
están esperando. Yo soy como usted. Un señuelo para ella.
—Déjala ir —dijo el Anarca.
—¿Por qué?
—Tiene derecho a la vida
—el Anarca parecía tranquilo ahora; volvió a sonreír—. A mí nadie puede
salvarme —dijo—. Los Engendros pueden hacer volar por los aires la Biblioteca,
y eso...
—Pero —dijo Sebastián—
también pueden pillarla a ella.
—Es posible que la pillen
—dijo el Anarca— cuando hagan saltar la Biblioteca. Pero es lo mismo.
—Pueden cazarla —dijo
Sebastián—. Pero de esta manera seré yo quien la cace.
—Lo cierto es que no odias
a Ann Fisher —dijo el Anarca—. La verdad es que es todo lo contrario; estás
violenta y profundamente enamorado de ella. Por eso tienes tantos deseos de
verla destruida: con Ann Fisher se acabarían muchas de tus emociones; la mayor
parte, a decir verdad. El matarla no te acercaría más a Lotta; tienes que
encontrarte con Ann Fisher aquí en la azotea cuando aterrice y avisarla para
que no entre en el apartamento. ¿Entiendes?
—No —dijo Sebastián.
—Tienes que advertirle que
no vuelva a la Biblioteca; tienes que decirle lo del ataque que han planeado.
Dile que se las arregle para que evacuen la Biblioteca. El ataque será a las
seis de la tarde; al menos eso es lo que tienen planeado los Engendros. Creo
que lo cumplirán; como tú mismo pensaste, su vocación es matar.
Al oír que le decían cuáles
habían sido sus pensamientos, se sintió sobrecogido. Dijo con un hilo de voz:
—No creo que Ann Fisher sea
tan importante; creo que usted es lo que importa, usted y su salvación. Los
Uditi tienen toda la razón del mundo; vale la pena reducir a escombros la
Biblioteca si con ello...
—Pero no es así —dijo el
Anarca—. No hay la menor posibilidad.
—Entonces desaparece su
conocimiento de la realidad más allá de la tumba, y todas sus doctrinas.
Borradas por los Errads —se sintió inútil.
—Me estoy apareciendo al
señor Roberts —dijo el Anarca muy sereno—. Estoy muy ocupado comunicándome con
él. Hasta cierto punto, le estoy inspirando. Así, partes sustanciales de mi
nuevo entendimiento llegarán al mundo a través de él. Y tu secretaria, la
señorita Vale, tiene en su poder un montón de hojas escritas con lo que yo le
dicté —el Anarca no parecía turbado; lo cierto es que irradiaba un halo de
santidad.
—¿Estoy de veras enamorado
de Ann Fisher? —preguntó Sebastián.
El Anarca no respondió.
—Poderoso Señor —le llamó
Sebastián angustiado.
El Anarca se elevó por el
cielo señalando hacia arriba, y al hacerlo se fue esfumando; los coches se
hicieron visibles a través de su imagen y, poco a poco, desapareció.
Por encima de la azotea, un
aerocoche empezó a descender, buscando dónde aterrizar.
Aquí llega Ann, se dijo
Sebastián. No podía ser nadie más.
Cuando aterrizó el coche,
se fue hacia él. Dentro estaba Ann Fisher ocupada en desabrocharse el cinturón
de seguridad.
—Adiós —le dijo.
—Adiós —respondió ella
preocupada—. Maldito cinturón; siempre se me engancha —le miró con sus ojos
azules penetrantes—. Qué cara más rara tienes. Como si quisieras decirme algo y
no pudieras.
—¿Podemos hablar aquí
arriba? —preguntó Sebastián.
—¿Por qué aquí arriba?
—dijo ella frunciendo el ceño—. Explícate.
—Se me ha aparecido el
Anarca en una visión.
—Como que me lo voy a
creer. Dime qué es lo que están tramando los Engendros del Poder; dímelo aquí
si quieres —le brillaron los ojos de impaciencia—. Algo te pasa; estoy segura.
¿Es verdad que se te ha aparecido? Es una superstición; está en la Biblioteca
encerrado con media docena de Errads. Los Uditi te han engañado; te han
convencido de que se puede aparecer donde quiere y cuando quiere.
—Déjale marchar —dijo
Sebastián.
—Destruirá la estructura de
la sociedad. Es un indeseable que ha surgido de entre los muertos contando
cuentos sagrados. Tendrías que haber oído lo que cuenta igual que yo lo he
oído; tendrías que oír algunas de las necedades que dice.
—¿Qué es lo que dice?
—Bueno, no he venido aquí a
discutir eso; me dijiste que sabías lo que van a hacer los fanáticos del Udi.
Sentándose en el coche
junto a ella, dijo:
—Yo considero al Anarca
comparable a Gandhi.
—Está bien. Dice que no hay
muerte; que es una ilusión. El tiempo es una ilusión. Cada instante que nace no
pasa. Incluso —dice— ni siquiera nace; siempre ha estado ahí. El universo
consiste en círculos concéntricos de realidad; cuanto mayor es el anillo, más parte
tiene de realidad absoluta. Esos círculos concéntricos crecen hasta ser Dios;
El es la fuente de todas las cosas y éstas son más reales cuanto más cerca de
El están. Es el principio de emanación, creo. El mal es sencillamente una
realidad menor, un anillo que está más alejado de El. Es la falta de realidad
absoluta, no la presencia de una deidad del mal. No hay dualidad, no hay mal,
no hay Satanás. El mal es una ilusión como la decadencia. Y se pasa el rato
recitando citas de los filósofos de la Edad Media, como San Agustín, el
Erígena, Boecio y Santo Tomás de Aquino... Dice que por vez primera los
entiende. ¿Te basta con eso?
—Escucharé todo lo que
recuerdes.
—¿Por qué tengo que repetir
sus doctrinas? Nuestra misión consiste en borrarlas, no en difundirlas —sacó
una colilla del cenicero del coche y empezó a echarle humo rápidamente—. Vamos
a ver —cerró los ojos—. El eidos es forma. Como la categoría de Platón, la
realidad absoluta. Existe; Platón estaba en lo cierto. El eidos está impreso en
la materia pasiva; la materia no es el mal, es inerte, como la arcilla. También
hay un antieidos; un factor destructor de la forma. Es lo que la gente
experimenta como mal, la decadencia de la forma. Pero el antieidos es un
eidolon, una ilusión; una vez impresa, la forma es eterna, sólo que experimenta
una evolución constante, por lo que no podemos percibir la forma. Por ejemplo,
como el niño que se transforma en hombre, o, como ahora, el hombre que
desaparece y se transforma en niño. Parece como si el hombre hubiera dejado de
existir, pero la verdad es que lo universal, la categoría, la forma, sigue ahí.
Es un problema de percepción; nuestra percepción está limitada porque sólo
tenemos visiones parciales. Como la monadología de Leibnitz, ¿comprendes?
—Sí —dijo moviendo la
cabeza afirmativamente.
—Nada nuevo —dijo Ann—. Una
mera refundición de Plotino, y Platón, y Kant, y Leibnitz, y Spinoza.
—No tenía por qué decir
necesariamente nada nuevo —dijo Sebastián—. No sabíamos cómo sería cuando
ocurrió.
—Tú moriste, ¿no tuviste
esa misma experiencia?
—Es como cuando estás vivo.
Cada uno tiene una forma de...
—Sí, como las monadas de
Leibnitz. Guardó el cigarrillo entero en su paquete de papel junto a otros que
ya había—. ¿Ya estás satisfecho al fin? —esperó con el cuerpo tenso de
impaciencia.
—Y esa doctrina es la que
quieres borrar.
—Bueno, si la doctrina es
cierta —dijo Ann— no podemos destruirla. Así que no vale la pena que armes todo
este escándalo por eso.
—Los Engendros del Poder
—dijo Sebastián— te van a colocar una trampa en cuanto entres en tu
apartamento.
Parpadeó.
—¿Por eso querías verme?
—Sí.
—¿Cambiaste de idea?
Afirmó con la cabeza.
Ann se inclinó hacia él y
le apretó la rodilla con la mano.
—Te lo agradezco. Muy bien;
me vuelvo corriendo a la Biblioteca.
—Hay que evacuar la
Biblioteca. Por completo. Antes de las seis.
—¿Van a bombardearla con
algún arma pesada que se han traído de la M. N. L.?
—Tienen un cañón atómico.
Bombas nucleares. Saben que no pueden recuperar al Anarca. Pretenden arrasar la
Biblioteca.
—Venganza —dijo Ann—. Eso
es lo que les mueve. Volvemos a los días del asesinato de Malcolm X.
Volvió a mover la cabeza
afirmativamente.
—Bueno, ¿y tú qué opinas de
todo esto? —preguntó ella.
—Me he dado por vencido
—dijo sencillamente.
—Se van a poner hechos unas
furias cuando se enteren de que me has avisado. Si ya antes estaban enfadados
contigo...
—Ya lo sé —ya lo pensó,
mientras se lo estaba diciendo el Anarca. La verdad es que no había dejado de
pensarlo desde entonces.
—¿Puedes huir a alguna
parte? ¿Lotta y tú?
—Quizá a Marte.
Volvió a apretarle la
rodilla.
—Te agradezco mucho que me
lo hayas dicho. Buena suerte. Ahora márchate; me estoy poniendo muy nerviosa...
Quiero irme de aquí mientras pueda.
Salió del coche y cerró la
puerta. Ann puso inmediatamente el coche en marcha; éste se elevó y se fue a
confundir con los demás vehículos del tráfico de la tarde. Se quedó allí de pie
hasta que el coche desapareció.
Por la puerta que daba al
ascensor aparecieron dos Engendros del Poder con sus túnicas de seda negra,
pistola en mano.
—¿Qué ha ocurrido?
—preguntó uno de ellos—. ¿Por qué no bajaron usted y ella?
No lo sé, iba a decir. Pero
en lugar de eso, les dijo:
—La he avisado.
Uno de los Engendros
levantó su arma y la apuntó hacia Sebastián.
—Más tarde —dijo el otro
rápidamente—. Vayámonos, a lo mejor podemos alcanzarla.
Salió corriendo hacia el
coche que tenían allí estacionado y el otro se olvidó de Sebastián y corrió
tras él. Al rato, ellos también iban por el aire; les vio despegar y perderse
por el cielo, y entonces se fue hacia su coche. Se sentó dentro y estuvo allí
mucho tiempo sin pensar en nada; la mente se le había quedado vacía.
Pasado un buen rato
descolgó el teléfono del coche y marcó el número de su casa.
—Adiós —dijo Lotta con un
hilito de voz; se le dilataron los ojos cuando le reconoció en la pantalla—.
¿Ya se acabó? —preguntó.
—La eché de aquí —dijo.
—¿Porqué?
—Estoy enamorado de ella.
Es evidente. Lo que hice lo demuestra exactamente.
—¿Cómo lo han tomado... los
Engendros?
—Mal —dijo secamente.
—¿De veras la quieres?
¿Tanto?
—El Anarca me dijo que
debía hacerlo. Se me apareció en una visión.
—Eso es una tontería —dijo;
y como siempre empezó a llorar; las lágrimas le rodaban libres por las
mejillas—. No te creo; hoy día nadie tiene visiones.
—¿Estás llorando porque amo
a Ann Fisher? —preguntó—, ¿o porque los Uditi vuelven a perseguirnos?
—No... no lo sé —siguió
llorando. Irremisiblemente.
—Me voy a casa —dijo
Sebastián—. No quiero decir que no te quiera a ti; te quiero de un modo
distinto. Estoy encaprichado con ella; no debería, pero lo estoy. Con el tiempo
se me pasará. Es como una neurosis; como una obsesión. Es una enfermedad.
—Eres un mal nacido —dijo
Lotta sollozando.
—Está bien —gruñó—. Tienes
razón. De todas formas el Anarca me lo dijo. Me dijo lo que realmente sentía
por ella. Hola.
Colgó enfadado.
Puso el coche y ascendió
por el aire.
Cuando volvió a su casa,
Lotta le esperaba en la azotea.
—He estado pensando —dijo
cuando Sebastián salió del coche—, y creo que no tengo derecho a reprocharte
nada; mira lo que hice yo con Joe Tinbane —vacilando, le tendió los brazos. La
abrazó estrechamente—. Creo que tienes razón de considerarlo como una
enfermedad —dijo apoyada en su hombro—. Los dos tenemos que verlo de esa forma.
Y ya verás como se te pasa. Igual que a mí se me está empezando a pasar lo de
Joe.
Fueron juntos hacia el
ascensor.
—Después de hablar contigo
—siguió diciendo Lotta— telefoneé a los de las Naciones Unidas en Los Ángeles y
les hablé de lo de nuestra emigración a Marte. Me dijeron que hoy mismo nos
enviarían los formularios y las instrucciones.
—Estupendo —dijo.
—Será un viaje muy
emocionante —dijo Lotta—, si es que llegamos a hacerlo. ¿Tú crees que lo
lograremos?
—No sé —respondió él cándidamente—.
Adonde si no podemos ir.
Abajo, en su apartamento,
se sentaron el uno frente al otro en el salón.
—Estoy cansado —dijo
Sebastián frotándose los ojos doloridos.
—Por lo menos ahora —dijo
su mujer— no tenemos que preocuparnos de los agentes de la Biblioteca, ¿no es
cierto? Es probable que te estén agradecidos por haberla salvado a ella, ¿no
crees?
—Los de la Biblioteca ya no
nos harán ningún daño.
—¿Me encuentras insípida?
—preguntó Lotta.
—No, en absoluto.
—Esa chica Fisher es tan...
dinámica. Tan agresivamente activa.
—Lo que tenemos que hacer
—dijo Sebastián— es escondernos hasta que estén listos nuestros papeles y
estemos a bordo de la nave que nos ha de llevar a Marte. ¿Se te ocurre algún
sitio? —a él, de momento, no se le ocurría ninguno. Se preguntó cuanto tiempo
les quedaría. Posiblemente sólo unos minutos. Los Engendros podían presentarse
de un momento a otro.
—¿En el vitarium? —propuso
Lotta esperanzada.
—No hay nada que hacer por
ese lado. Será aquí donde primero busquen, y luego allí.
—En la habitación de un
hotel. Elegido al azar.
—Quizá —respondió él,
pensándolo.
—¿Es cierto que se te
apareció el Anarca en una visión?
—Eso me pareció. A lo mejor
—se dijo— inhalé demasiado LSD. Y lo que habló conmigo fue parte de mi
propiamente —probablemente nunca lo sabría. Quizá no importara mucho.
—Me gustaría mucho —dijo
Lotta— tener una visión religiosa. Pero yo creía que las visiones eran siempre
de personas muertas, no vivas.
—A
lo mejor ya le han matado —dijo Sebastián. Probablemente esté muerto a estas
horas, pensó. Bueno. Sum tu, pensó citando a Roberts. Yo soy tú, y, por tanto,
cuando tú has muerto, yo estoy muerto. Y mientras yo siga vivo, tú también
estarás vivo. En mí. En todos nosotros.
21
«Llamaste y gritaste y
rompiste mi sordera. Relampagueaste y brillaste y acabaste con mi ceguera... Me
tocaste y yo ardí por Tu paz.»
SAN AGUSTÍN.
Aquella noche, él y Lotta
miraban tristemente las noticias en la televisión.
«Durante todo el día —decía
el locutor— una multitud de Uditi, los seguidores de su poderío Ray Roberts, ha
estado rondando la Biblioteca de Temas Populares; una muchedumbre intranquila
paseando nerviosamente, como encolerizada. La policía de Los Ángeles, que ha
estado vigilando la muchedumbre sin intervenir, dijo que temía, poco después de
las cinco p. m., un inminente ataque a la Biblioteca. Hablamos con algunas
personas preguntándoles por qué se encontraban allí y qué se proponían.»
En la pantalla del
televisor se veían distintas escenas de gente en movimiento. Gente ruidosa, en
su mayoría hombres, agitando los brazos, gritando.
«Hablamos con el señor
Leopold Haskins y le preguntamos por qué había venido a pasear delante de la
Biblioteca, y esto es lo que nos contestó.»
Un negro corpulento,
rondando los cuarenta, apareció en la pantalla con rostro estúpido.
«Bueno, estoy aquí —dijo
rudamente— porque tienen al Anarca ahí dentro encerrado.»
El locutor, sosteniendo el
micrófono portátil, dijo:
«¿Tienen al Anarca Thomas
Peak dentro de la Biblioteca, caballero?»
«Sí, ahí lo tienen
—respondió Leopold Haskins—. A eso de las diez de la mañana oímos decir que
tenían ahí dentro al Anarca pero que se proponían despacharle.»
«¿Asesinarle, quiere decir
usted?» —preguntó el locutor.
«Eso es; eso nos dijeron.»
«¿Y qué se proponen hacer
al respecto, suponiendo que eso sea cierto?»
«Bueno, nos proponemos
entrar ahí. Eso nos proponemos —Leopold Haskins miró a su alrededor confuso—.
Nos dijeron que íbamos a entrar a sacarle si podíamos, así que por eso estoy
aquí; estoy aquí para que los de la Biblioteca no puedan hacer esa canallada
que se proponen.»
«¿Cree usted que la policía
tratará de impedírselo?»
«¡Huy!, no —dijo Leopold
Haskins estremeciéndose—. La poli de Los Ángeles les tiene tanta ojeriza a los
de la Biblioteca como nosotros.»
«¿Ya qué se debe eso?»
«La poli sabe —dijo
Haskins— que fueron los de la Biblioteca quienes liquidaron al oficial
Tinbane.»
«Nos habían dicho...»
«Ya sé lo que les habían
dicho —continuó Haskins muy excitado, levantando la voz—, pero no fueron
"fanáticos religiosos" como decían. Ya saben quién fue y nosotros
también lo sabemos.»
La cámara enfocó entonces a
un negro muy flaco con camisa blanca y pantalón oscuro que parecía confundido.
«Oiga —dijo el locutor de
la televisión, micrófono en mano—, ¿puede usted decirnos su nombre, por favor?»
«Jonah L. Sawyer»
—respondió el negro con voz cascada.
«¿Y por qué está usted
aquí, señor?»
«La razón de que éste aquí
—dijo Sawyer— es que la Biblioteca no va a hacer caso de razones y no va a
dejar salir al Anarca.»
«Y ustedes se han reunido
aquí para sacarle.»
«Eso es; para sacarle»
—dijo Sawyer muy convencido.
«¿Y cómo exactamente
—preguntó el reportero— se proponen hacerlo? ¿Tienen algún plan definido los
Uditi?»
«Bueno, tenemos a nuestra
organización, los Engendros del Poder, que son los que mandan aquí; son los que
nos dijeron que viniéramos. Yo no sé exactamente qué van a hacer, pero...»
«Pero usted cree que lo
lograrán.»
«Sí, claro que lo creo»
—respondió Sawyer.
«Muchas gracias, señor
Sawyer» —dijo el locutor. Entonces se transformó en el locutor que había
aparecido al principio, sentado ante su mesa de despacho con los boletines de
noticias delante de él.
«Poco antes de las seis de
la tarde —siguió diciendo—, el gentío congregado alrededor de la Biblioteca,
que sumaba ya varios miles de personas, se puso muy tenso, como si sintiera que
algo estaba a punto de ocurrir. Y vaya si ocurrió. No se sabe de dónde, salió
un cañón, y sin apenas apuntar empezó a vomitar bomba tras bomba sobre el
edificio de piedra gris donde se encuentra la Biblioteca. Ante eso, la
muchedumbre enloqueció.»
Se vio en la pantalla a la
gente enloquecida, gritando con rostros desencajados.
«En el transcurso del día
tuve ocasión de hablar con el jefe de policía de Los Ángeles, Michael
Harrington, y le pregunté si la Biblioteca había solicitado ayuda a la policía.
Esto es lo que dijo el jefe Harrington.»
En la pantalla se veía
ahora a un blanco de cuello ancho, con ojos de besugo y carne fofa, vestido de
uniforme y que se humedeció los labios antes de hablar.
«La Biblioteca de Temas
Populares —dijo con voz fuerte y segura, como si estuviera pronunciando un
discurso— no ha hecho ningún llamamiento. Hemos intentado en varias ocasiones
ponernos al habla con ellos, pero en nuestra opinión, a eso de las cuatro
treinta de esta tarde todo el personal abandonó el edificio que ahora está
vacío previamente a la reunión de esta muchedumbre ilegal y teniendo en cuenta
sus intenciones respecto a la Biblioteca —hizo una pausa y rumió—. También me
han dicho, pero esto está sin confirmar que yo sepa, que una facción militar de
los Uditi se propone utilizar un cañón de bombas nucleares para destruir el
edificio y que la gente pueda correr a rescatar a su anterior líder, el Anarca
Thomas Peak, que suponen se encuentra dentro.»
—«¿Está ahí dentro el
Anarca, jefe Harrington» —preguntó el locutor.
«Que nosotros sepamos
—respondió el jefe de policía—, es muy probable que el Anarca Peak se encuentre
ahí dentro. Pero no lo sabemos seguro —calló como si estuviera pensando en otra
cosa; miraba continuamente a algo o al alguien con el rabillo del ojo—. No, no
tenemos noticias en ese sentido o en otro.»
«Si estuviera ahí dentro el
Anarca —dijo el locutor—, como parecen creer los Uditi, ¿estaría justificada,
en su opinión, su intención de entrar por la fuerza, como parece que van a
hacer? ¿O bien...»
«Consideramos a esa
muchedumbre —dijo el jefe Harrington— como a una reunión ilegal, y ya hemos llevado
a cabo varias detenciones. En este momento estamos intentando disuadirles de su
propósito.»
Nuevamente apareció el
locutor delante de su mesa, muy atildado y repeinado.
«La muchedumbre —dijo— no
se disolvió como esperaba el jefe Harrington. Y ahora, por varios informes
recibidos desde el lugar de los hechos, comprobamos, como dijimos antes, que ya
ha hecho su aparición el cañón atómico a que se refería el jefe Harrington y
nos enteramos de que en estos momentos está causando graves destrozos en el edificio
de la Biblioteca. Interrumpiremos nuestros programas de la noche para
mantenerles informados del desarrollo de esta batalla campal entre los Uditi,
representados por la muchedumbre airada, ruidosa e inquieta y la...»
Sebastián apagó el
televisor.
—Es una buena noticia —dijo
Lotta pensativa— lo de que esté desapareciendo la Biblioteca. Me alegro de que
se hunda.
—No se hundirá. La
reconstruirán. Los empleados y los Errads escaparon de ella, ya has oído lo que
ha dicho la tele. No te hagas demasiadas ilusiones.
Se levantó del sofá y
empezó a pasear.
—Tenemos unos momentos de
tranquilidad —señaló Lotta—. Los Engendros están ocupados intentando entrar en
la Biblioteca; seguramente estarán tan ocupados que se han olvidado de
nosotros.
—Pero volverán a recordarnos
—dijo él—. En cuanto acaben en la Biblioteca —pensó, me pregunto si por milagro
lograrán llegar al Anarca antes de que caiga muerto; no sé..., al menos es
teóricamente posible.
Pero en el fondo de su
corazón sabía que no sería así. No volvería nadie a ver vivo al Anarca; lo
sabía, el Anarca lo sabía, y los Uditi lo sabían. Ray Roberts y los Uditi lo
sabían mejor que nadie.
—Vuelve a poner las
noticias —dijo Lotta, inquieta.
Así lo hizo.
Y se encontró, en la
pantalla, con el rostro de Mavis McGuire.
«Señora McGuire —estaba
diciendo el locutor—, respecto a ese ataque a su Biblioteca... ¿le ha dicho a
toda esa gente que no tienen ustedes a su antiguo líder espiritual? ¿O cree
usted que el decirles eso tendría el efecto deseado de aplacarles?»
La señora McGuire respondió
con voz severa y fría:
«Hoy a primera hora
convocamos a unos representantes de los medios de comunicación y les leímos un
informe que teníamos preparado. Se lo puedo volver a leer si lo desea; quiere
alguien... Gracias —le entregaron una hoja de papel, lo miró y empezó a leer
con su voz de bibliotecaria crispada y lista—. Debido a la presencia del señor
Ray Roberts en Los Ángeles en estas fechas, el fanatismo religioso ha sido
exacerbado con una llama considerable (y deliberada) de violencia intencionada.
El que se haya tomado a la Biblioteca de Temas Populares como blanco de esa
violencia no nos sorprende, desde el momento en que la Biblioteca vela por el
mantenimiento de las instituciones físicas y espirituales de la sociedad actual
—instituciones que los Uditi están muy interesados en destruir—. En cuanto a la
protección que pueda brindarnos la policía, será bien recibida cualquier clase
de ayuda que pueda darnos el jefe Harrington, pero incidentes de este tipo han
venido ocurriendo desde la revuelta de Watts en los años sesenta, y su
constante resurgimiento...»
—Dios mío —dijo Lotta
tapándose los oídos con el miedo reflejado en su cara—. Esa voz; esa horrible
voz, hablándome... —se estremeció.
«También hablamos con la
señorita Ann Fisher —dijo el locutor de la televisión—, la hija de la
bibliotecaria jefe, Mavis McGuire. Y esto es lo que nos dijo.»
En la pantalla se vio ahora
a Ann, en el salón de su apartamento, sentada frente a las cámaras y al
locutor; se la veía tranquila, serena y ponderada, como si lo que estaba
ocurriendo no tuviera que ver con ella.
«...que se ve que ya estaba
planeado con antelación —decía Ann—. Creo que la idea de arrasar la Biblioteca
se remonta a meses atrás, y eso explica la presencia de Ray Roberts en la Costa
Oeste.»
«Entonces usted cree —dijo
el locutor— que este ataque a la Biblioteca...»
«...es y ha sido el
objetivo primordial del Udi durante todo este año —siguió Ann—. Estábamos en su
agenda; ni más ni menos.»
«Así pues, el ataque no ha
sido espontáneo.»
«¡Oh no! Desde luego que
no; se ve claramente que había sido meticulosamente planeado y con mucha
antelación. La presencia del cañón viene a confirmar lo que le digo.»
«¿Ha intentado la
Biblioteca comunicarse directamente con su poderío, Ray Roberts? ¿Para asegurarle
que desde luego no tienen ustedes al Anarca en su poder?»
«Ray Roberts —dijo Ann con
mucho aplomo— se las ha arreglado para que nadie le pueda localizar en estos
momentos.»
«Así pues, los esfuerzos
por su parte...»
«No hemos tenido suerte. Ni
la tendremos.»
«¿Cree usted entonces que
los Uditi conseguirán destruir la Biblioteca?»
«La policía —dijo Ann
encogiéndose de hombros— no ha movido un dedo para detenerlos. Como siempre. Y
nosotros no estamos armados.»
«¿Por qué cree usted,
señorita Fisher, que la policía no mueve un dedo para detener a los Uditi?»
«La policía tiene miedo.
Tienen miedo desde 1965, y cuando lo de la revuelta de Watts. Auténticas hordas
han estado controlando la ciudad de Los Ángeles y la mayor parte de los Estados
Unidos del Oeste desde hace décadas. Lo que me sorprende es que esto no nos
haya ocurrido antes.»
«¿Reconstruirán ustedes?
¿Más adelante?»
«Construiremos —dijo Ann
Fisher—, en el solar del viejo edificio de la Biblioteca, uno mucho mayor y de
estructura mucho más moderna. Ya se han empezado a trazar los planos; tenemos a
un excelente equipo de arquitectos trabajando ya en la elaboración del
proyecto. Las obras empezarán la semana que viene.»
«¿La semana que viene?
—repitió el locutor—. Parece como si la Biblioteca hubiera previsto esta
violencia de las turbas.»
«Como digo, lo que me
sorprende es que no haya ocurrido antes.»
«Señorita Fisher, a usted
personalmente ¿le asustan los fanáticos del Udi, los llamados Engendros del
Poder?»
«En absoluto. Bueno, quizá un poco» —sonrió
mostrando sus dientes blancos e iguales.
«Gracias, señorita Fisher.»
Una vez más apareció el
locutor ante su mesa, mirando a los telespectadores con una adecuada expresión
de preocupación en el rostro.
«La violencia callejera en
Los Ángeles: un mal que ha empañado la vida de la ciudad, como ha dicho la
señorita Fisher, desde las revueltas de Watts en 1965. Un edificio venerable,
en este momento se está convirtiendo en un montón de cascotes..., y sigue aún
el misterio de dónde se encuentra el Anarca Peak, suponiendo que sea cierto que
haya vuelto a la vida.»
El locutor miró los
boletines informativos que tenía en la mesa, y nuevamente levantó los ojos para
enfrentarse con sus telespectadores.
«¿Se encuentra el Anarca en
la Biblioteca de Temas Populares? —preguntó retóricamente—. ¿Y si está...?»
—Ya no quiero oír más —dijo
Lotta; se levantó y se fue a apagar el aparato.
—Tenían que hacerte a ti
una entrevista —dijo Sebastián—. Podrías decirle al locutor algo sobre los
venerables métodos de actuación de la Biblioteca.
—Pero —dijo Lotta asustada—
yo no podría ponerme delante de las cámaras de la televisión. No sería capaz de
abrir la boca.
—Estaba bromeando —dijo él
indulgente.
—¿Por qué no llamas a los
periódicos y a las emisoras de televisión? —preguntó Lotta—. Tú viste al Anarca
allí dentro, podías justificar a los Uditi.
Durante unos momentos
estuvo dándole vueltas en la cabeza a aquella idea.
—A lo mejor lo hago. Mañana
o pasado. Será una noticia que dará mucho que hablar —lo haré, pensó, si aún
vivo para contarlo—. De paso, podría decirles un par de cosas sobre los
Engendros del Poder. Me parece que lo que tengo que decir va a quedar en agua
de borrajas. Así que más me vale quedarme calladito, porque tendría que meterme
con las dos partes implicadas.
—Vayámonos de aquí —dijo
Lotta muy seria—. Marchémonos ya de este piso. No puedo soportar quedarme aquí
quieta esperando.
—¿Quieres ir a un motel?
—preguntó con brusquedad—. No le sirvió de mucho a Joe Tinbane.
—A lo mejor los Engendros
del Poder no son tan listos como los de la Biblioteca.
—Por el estilo —dijo él.
—¿Me quieres? —preguntó
Lotta tímidamente—. ¿Todavía?
—Sí.
—Yo creía que el amor todo
lo conquistaba —dijo Lotta—, pero me parece que no es verdad —paseó por la
habitación y luego se dirigió a la cocina. Dio un grito.
En un segundo estaba
Sebastián junto a ella; agarró al pasar el hierro de la chimenea y se puso
ciegamente delante de ella con el hierro en alto.
Pequeño, delgado y viejo,
el Anarca Peak se encontraba en el otro extremo de la cocina, sujetándose la
túnica de algodón blanco. La aflicción parecía pesar sobre todo su ser; le
había encogido, pero no le había destruido; consiguió levantar la mano derecha
a modo de saludo.
Le han matado, pensó
Sebastián estremeciéndose de pena. Seguro; por eso no habla.
—¿Le ves? —susurró Lotta.
—Sí —dijo Sebastián bajando
el hierro. Así pues, no era el LSD; la visión en la azotea de la casa de Ann
Fisher había sido genuina.
—¿Puede usted hablarnos?
—le preguntó al Anarca—. Me gustaría que lo hiciera.
Entonces, con una voz
cascada que parecía el crujido de una hoja seca, dijo el Anarca:
—Un Engendro del Poder
acaba de separarse de Ray Roberts, con quien ha estado hablando, y ahora viene
hacia aquí. Ese hombre es su asesino más hábil.
Hubo un silencio, y
entonces, gradualmente, Lotta (como de costumbre) empezó a llorar.
—¿Qué podemos hacer,
Poderoso Señor? —preguntó Sebastián, sintiéndose perdido.
—Los tres Engendros que
estuvieron aquí antes —dijo el Anarca— colocaron un testigo en ti que les mantiene
constantemente informado de tu localización. Vayas donde vayas, el testigo les
informará.
Sebastián se palpó las
ropas, las mangas, buscando el aparato.
—Consiste en un tinte
electrónicamente activo e imborrable —dijo el Anarca—. No te lo puedes quitar
porque lo llevas en la piel.
—Queríamos ir a Marte
—consiguió decir Lotta.
—Aún es tiempo —dijo el
Anarca—. Tengo intención de estar aquí cuando llegue el Engendro. Si puedo
—dirigiéndose a Sebastián, dijo—: Ahora estoy muy débil. Resulta difícil..., no
sé.
Su rostro estaba marcado
por el dolor, agudo y terrible.
—Le han matado —le dijo
Sebastián.
—Me han inyectado un agente
tóxico, orgánico, que contribuye a deteriorar mi escasa salud. Pero tardará
unos minutos..., es de efecto retardado.
—¡Canallas! —exclamó
Sebastián entre dientes.
—Estoy en una cama —dijo el
Anarca— en una habitación estrecha y oscura. En un ala de la Biblioteca; no sé
en cuál. Ya no hay nadie conmigo. Me inyectaron la toxina y ahora se han
marchado.
—No querían verlo —dijo
Sebastián.
—Me siento tan cansado
—respondió el Anarca—. Nunca me he sentido tan cansado, en toda mi vida. Cuando
me desperté en el ataúd no podía mover el cuerpo, y aquello me asustaba, pero
esto es peor. Pero aún durará unos cuantos minutos.
—Dado su estado, ha sido
usted muy bueno preocupándose por nosotros.
—Tú me reviviste —dijo el
Anarca débilmente—. Nunca lo olvidaré. Y hablamos los dos, tú y yo y tus
empleados y yo. Lo recuerdo bien; aquello me agradó mucho. Incluso tu vendedor,
también le recuerdo a él.
—¿No podemos hacer nada por
usted? —preguntó Sebastián.
—Sigue hablándome —dijo el
Anarca—, no quiero quedarme dormido. «Son las vidas, las vidas son las que
mueren» —por unos momentos permaneció en silencio; parecía estar pensando.
Luego dijo—: «Célula a célula se va haciendo el alma, como hoja a hoja la rosa
se va haciendo rosa. La célula se separa de la célula; y, así como el sol se va
de las burbujas cuando estallan, él se va.»
—¿Aún lo sigue creyendo?
—preguntó Sebastián.
No hubo respuesta. El
Anarca, insignificante en su sustancia, tembló y se ajustó las ropas de
algodón.
—Ya se ha muerto —dijo
Lotta tiritando y sollozando.
Aún no, pensó Sebastián.
Otros dos minutos. Uno solo.
Los restos del Anarca se
alejaron y desapareció.
—¡Sí, le han matado!
—exclamó Sebastián. Se ha ido, pensó. Y esta vez no volverá; ya se acabó. La
última vez.
Lotta murmuró mirándole:
—Ahora ya no nos puede
ayudar.
—A lo mejor no importa
—dijo Sebastián. Los vivos mueren, pensó. Tienen que morir, y nosotros también.
Y él. También el asesino que viene hacia aquí; él también se alejará y se irá,
lentamente, al cabo de los años, o en un instante, de repente.
Llamaron a la puerta.
Sebastián fue a abrir con
el hierro en la mano.
La figura vestida de seda
negra que allí estaba con sus ojos fríos arrojó una cosa pequeñita al salón.
Sebastián dejó caer el hierro, agarró el Engendro por el cuello y le arrastró
hacia el salón.
La habitación explotó.
Sebastián, con el cuerpo
del Engendro sobre él, se sintió levantado como por un fuerte viento; fue a
estrellarse contra la pared del fondo del salón y, en sus manos, el asesino se
retorció. La habitación se encontraba ahora llena de humo. El (y el asesino)
estaban junto a una puerta abierta. Esquirlas de madera se habían clavado en la
espalda del asesino. Estaba muerto.
—Lotta —dijo Sebastián
saliendo de debajo de la masa inerte; ahora el fuego lamía las paredes,
consumiendo telas y muebles. El suelo también ardía—. ¡Lotta! —exclamó, y se
arrastró buscándola.
La encontró, aún en la
cocina. Sin tocarla, se dio cuenta que estaba muerta. Fragmentos de bomba se le
habían metido en la cabeza y en todo el cuerpo, muriendo instantáneamente.
El fuego crepitaba; el
aire, consumido por el fuego, se había hecho opaco. Levantó en brazos a su
mujer, la sacó del apartamento al vestíbulo. Ya estaba aquello lleno de gente.
Oyó sus voces y sintió sus manos tendidas hacia él... Se escabulló con Lotta en
los brazos.
Le corría la sangre por la
cara, como lágrimas. No se la limpió; siguió andando hasta el ascensor.
Alguien, o varias personas, le abrieron la puerta; se encontró dentro de él.
—Vamos al hospital —le
decían unas voces que no le resultaban familiares, voces que acompañaban a las
manos tendidas—. Y usted también está malherido; mire cómo tiene el hombro.
Con la mano izquierda (la
derecha parecía que la tenía paralizada) dio con los botones de control del
ascensor; pulsó el de más arriba.
Enseguida estuvo en la
azotea del edificio buscando su coche. Cuando lo encontró metió en él a Lotta,
detrás; cerró las puertas, se quedó en pie allí un momento, y luego, abriendo
la puerta delantera, se sentó tras el volante.
Al poco subió al cielo; el
coche volaba por el aire crepuscular. ¿Adónde vamos?, se dijo. No sabía; se
limitó a conducir. Siguió conduciendo mientras caía la noche; sintió que la
tarde caía sobre él y sobre toda la tierra. Una noche que duraría para siempre.
Con la linterna en la mano,
buscó por entre los árboles; vio lápidas y flores marchitas y se dio cuenta de
que estaba en un cementerio..., no sabía en cuál. En uno viejo y pequeño. ¿Por
qué?, se preguntó. ¿Por Lotta? Miró en torno suyo, pero Lotta había
desaparecido; se había alejado demasiado del coche. No importaba. Siguió
andando.
La pequeña mancha de luz le
guió al fin hasta una alta verja de hierro; no podía continuar. Dio entonces
media vuelta y volvió atrás siguiendo la luz, como si estuviera viva.
Una tumba abierta. Se
detuvo. La señora Tilly M. Benton, pensó; ahí estuvo, antes. Y no lejos de allí
el monumento bajo el cual había descansado el Anarca Peak. Es el cementerio de
Forest Knolls, se dijo. Se preguntó por qué habría ido allí; se sentó sobre la
hierba húmeda, sintió el frío de la noche, y otro frío en lo más profundo de su
ser: mucho más frío que el de la noche. Frío, pensó, como el de la tumba.
Dirigiendo la luz de la
linterna hacia el monumento del Anarca, leyó la inscripción. «Sic igitur magni
quoque circum moenia mundi expugnata dabunt labem putresque ruinas», leyó sin
comprender. Se preguntó qué querría decir aquello. No lograba recordar.
¿Significaba algo? A lo mejor no. Apartó el rayo amarillo de la linterna del
monumento.
Durante un tiempo, un
tiempo muy largo, estuvo sentado escuchando. No pensaba en nada; no tenía en
qué pensar. No lo hacía porque no tenía en qué. Al cabo la linterna se agotó;
el rayo se redujo a un punto y luego tembló y desapareció. Dejó la linterna en
el suelo, se llevó la mano al hombro herido, sintió dolor y se preguntó qué
sería aquello. Como la inscripción latina, no tenía ningún sentido.
Silencio.
Y luego voces. Las oyó
procedentes de muchas tumbas; detectó la vida incipiente de los de abajo...,
algunos muy cerca de él, otros indistintos y lejanos. Pero todos acercándose;
las voces se convirtieron en un murmullo.
Debajo de mí, pensó. Uno
muy cerca. Casi podía entender lo que decía.
—Me llamo Earl B. Quinn
—decía la voz—. Y estoy aquí abajo, encerrado, y quiero salir.
No se movió.
—¿Me oye alguien ahí
arriba? —pregunto lleno de ansiedad Earl B. Quinn— Por favor, ayuden me, me estoy
asfixiando.
—No puedo sacarle —dijo, al
fin.
La voz, muy excitada,
tartamudeó.
—¿No, no puede cavar? Se
que estoy cerca de la superficie, le oigo con toda claridad. Por favor, empiece
a cavar o avise a alguien, tengo parientes. Ellos me sacaran. ¡Por favor!
Se levanto y se alejo de la tumba, para no oír aquel
ruido insistente, pero oyendo el murmullo de todos los demás.
Al cabo de mucho rato vio
las luces de aterrizaje de un aerocoche. El motor rugió cuando se poso la
maquina en el aparcamiento del cementerio Luego pasos y la luz de un potente
toco de batería, un rayo de luz de largo alcance. El sendero de luz barría el
espacio de un lado a otro, como un péndulo visible, pensó, como un reloj.
Esperó sin moverse, pero al fin la luz le alcanzó, le tocó.
—Me figuraba que te
encontraría aquí —dijo Bob Lindy.
—Lotta está —dijo.
—Vi tu coche Ya lo se
—Lindy se agacho y le enfoco con la luz— Y tu te encuentras gravemente herido;
estas cubierto de sangre vamos, te llevare al hospital.
—No —dijo Sebastián— No, no
quiero ir. —¿Y por que no? Aunque ella ya no este tú tienes.
—Quieren salir —dijo
Sebastián— Todos.
—¿Los muertos? —Lindy le
rodeo la cintura ton sus brazos y le puso en pie.
—Después —dijo—¿Puedes
andar? Debes de haber estado andando, tienes los zapatos llenos de barro, y la
ropa destrozada; pero eso a lo mejor es de la explosión.
—Saca a Earl Quinn —dijo
Sebastián— Es el que esta mas cerca no puede respirar —señalo una tumba— Ahí
debajo.
—Vas a morir —dijo Lindy—,
tu A no ser que te lleve ahora mismo al hospital Al infierno todo esto, anda lo
mejor que puedas, intentare sujetarte. Tengo el coche ahí mismo.
—Llama a la policía —dijo
Sebastián— y di que el poli que este de servicio en esta zona se traiga una
bombona de aire de emergencia. Hasta que podamos volver nosotros y excavar.
—Muy, bien, Sebastián así
lo haré.
Habían llegado al coche Bob
Lindy abrió la puerta, resoplando y sudando, y le metió dentro.
—Necesitan ayuda —dijo
Sebastián mientras el coche se elevaba, Bob Lindy encendía los faros—. No fue
uno solo el que oí esta vez, los oí a todos —nunca antes había oído nada
parecido. Nunca. Tantos al mismo tiempo, tantos juntos.
—A su tiempo —dijo Lindy—
sacaremos primero a Quinn, llamare ahora mismo al departamento de policía
—descolgó el teléfono del coche.
El coche siguió volando, en
dirección al hospital de urgencias de la ciudad.
FIN
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