ESTACIÓN DE TRANSITO
CLIFFORD D. SIMAK
I
El fragor ya había terminado. El humo se arrastraba
en finas hebras grises de niebla sobre la tierra torturada, las cercas
destrozadas y los melocotoneros hechos astillas aguzadas por el fuego de
cañón. Por un momento - reinó silencio, aunque no paz, sobre aquellos escasos
kilómetros cuadrados de terreno, donde sólo un momento antes los hombres
gritaban y se debatían con el frenesí de un Odio ancestral que los enfrentaba
en una lucha s~ aliar, antes de que se separasen para caer exhaustos.
Durante un tiempo interminable, según pareció,
los truenos rodaron del uno al otro confín del horizonte, la tierra destripada
saltó por los aires, los caballos relincharon y los hombres profirieron roncas
imprecaciones; se escuchó el silbido del metal y el golpe sordo con que
terminó; brilló el ruego abrasador y resplandeció el acero; los gallardos
colores de las banderas restallaron en el viento de la batalla.
Luego todo terminó y reinó el silencio,
Pero el silencio era una nota extraña que no
tenía ningún derecho sobre aquel campo ni sobre aquel día, y no tardaron en
romperlo los gemidos y los gritos de dolor, las voces pidiendo agua y las
súplicas de muerte... el llanto, las llamadas y los gemidos que proseguirían
durante horas bajo el sol del estío. Luego aquellas siluetas acurrucadas se
quedarían quietas y tranquilas, se esparciría un hedor que causaría náuseas a
todos cuantos por allí pasaran, y las tumbas no serían profundas.
Habría trigo que no sería nunca segado, árboles
que no florecerían cuando volviese la primavera, y en la ladera que subía
hasta el farallón, las palabras sin pronunciar, las gestas sin realizar y los
bultos empapados que pregonaban el vacío y el despilfarro de la muerte.
Había hombres orgullosos que aún se habían
cubierto de más gloria, pero que entonces no eran más que nombres cuyo eco
resonaría a través de las edades... la Brigada de Hierro, el V de New
Hampshire, el I de Minnesota, el II de Massachusets, el XVI de Maine.
Y había también Enoch Wallace.
Aún empuñaba el mosquetón hecho pedazos y tenía
ampollas en las manos. Su cara estaba tiznada de pólvora. Tenía los zapatos
cubiertos de polvo y sangre reseca.
Pero aún vivía.
II
El Dr. Erwin Rardwicke hizo rodar el lápiz
entre las palmas de las manos. Era una cuestión irritante. Miró al hombre
sentado al otro lado de la mesa de su escritorio, con cierta expresión
calculadora.
- Lo que no acabo de entender - dijo Hardwicke
- es por qué ha acudido usted a nosotros.
- Verá; ustedes son de la Academia Nacional de
Ciencias y pensé que...
- Y ustedes son de la CIA.
- Mire, doctor, si le parece mejor, considere
esta visita extraoficial. Finjamos que soy un ciudadano intrigado que se dejó
caer por aquí para ver si usted podía ayudarme.
- No es que no quiera ayudarle pero no sé cómo
podría hacerlo. Todo esto me parece tan nebuloso y tan hipotético...
- ¡Pero por Dios hombre! - dijo Claude Lewis -,
no puede usted negar las pruebas que tengo... por pequeñas que sean.
- Bien, de acuerdo - repuso Hardwicke -,
empecemos de nuevo y examinémoslo detalle por detalle. Dice usted que tienen a
este hombre...
- Se llama Enoch Wallace - continuó Lewis -.
Bajo el punto de vista cronológico, tiene ciento veinticuatro años. Nació en
una alquería de Wisconsin, a pocos kilómetros de la ciudad de Millville, el 22
de abril de 1840, y es hijo único de Jedediah y Amanda. Fue de los primeros en
alistarse en respuesta a la llamada de Abraham Lincoln que pedía voluntarios.
Se incorporó a la Brigada de Hierro, la cual fue prácticamente liquidada en
Gettysburg, en 1863. Pero Wallace consiguió ser destinado a otra unidad de
combate y luchó en toda Virginia bajo el mando de Grant. Asistió al fin de la
lucha en Appomatex...
- Veo que han investigado sus antecedentes.
- He mirado su hoja de servicios. Su solicitud
de alistamiento en el Capitolio del Estado, en Madison. El resto de la
documentación, entre la que se cuenta su licenciamiento, aquí en Washington.
Y dice usted que aparenta unos treinta años.
- Ni un día más. Y quizá menos que eso.
- Pero usted no ha hablado con él.
Lewis meneó negativamente la cabeza.
- Acaso no sea nuestro hombre. Si tuviésemos
sus huellas dactilares...
- En tiempo de la Guerra de Secesión - dijo
Lewis -, aún no se tomaban huellas dactilares.
- El último veterano de nuestra guerra civil -
comentó Hardwicke -, murió hace unos años. Creo que era un tambor de la
Confederación. Aquí debe de haber algún error.
Lewis hizo un movimiento negativo con la
cabeza.
- Lo mismo pensaba yo, cuando me destinaron a
este caso.
-¿Y cómo fue que lo destinaron a él? ¿Por qué
se interesan los servicios de Información en un asunto como éste?
- Reconozco que es algo que se sale un poco de
lo corriente - admitió Lewis -. Pero es algo que podría tener consecuencias tan
extraordinarias...
-¿Se refiere usted a la inmortalidad?
- Es posible que tal idea cruzara por nuestra
mente. Una simple posibilidad de ella. Pero sólo de refilón. Antes tuvimos en
consideración otras cosas. , Hay algo tan extraño, que merecía una
investigación.
- Pero la CIA...
Lewis sonrió.
- Ya sé lo que piensa: ¿por qué no se encargaba
de la - investigación a un centro científico cualquiera? Supongo que
lógicamente así debiera haber sido. Pero uno de nuestros hombres tropezó
casualmente con el asunto. Se hallaba de vacaciones. Tenía familia en
Wisconsin... y no ea aquella región particular, sino a unos cincuenta
kilómetros de ella. Oyó un rumor... un rumor muy vago, que apenas pasaba de ser
una mención casual. Entonces husmeó un poco por allí. No descubrió mucho, pero
sí lo suficiente para hacerle creer que el rumor no se hallaba desprovisto de
fundamento.
- Esto es lo que más me intriga - observó
Hardwike -. ¿Cómo es posible que un hombre viva ciento veinticuatro años en
una localidad sin convertirse en una celebridad de renombre mundial? ¿Se
imagina usted el partido que sacarían los periódicos a un notición como éste?
- Me estremezco sólo de pensarlo - repuso
Lewis.
- Aún no me ha dicho cómo sería posible.
- Resulta un poco difícil de explicar -
contestó Lewis -. Se tiene que conocer la región y sus moradores. El extremo
de Wisconsin está limitado por dos ríos, el Mississipi por el oeste, y el
Wisconsin por el norte. Entre los ríos se extienden anchurosas y dilatadas
praderas, con ricas tierras, prósperas alquerías y ciudades. Pero las tierras
que descienden hasta el río son fragosas y quebradas; abruptos riscos, altivos
peñascos, profundas gargantas y acantilados, entre los que quedan algunas
regiones aisladas, a modo de bolsas. Para llegar a ellas, sólo hay malas
carreteras y las pequeñas y toscas casas de labor están habitadas por unas
gentes que tal vez se hallan más cerca de los pioneros de hace cien años que de
la civilización del siglo XX. Tienen automóviles, desde luego, y radios y
pronto tendrán hasta televisión. Pero son de espíritu muy conservador y
retrógrado... no todos los habitantes, desde luego, y de éstos muy pocos, pero
esos pocos se encuentran en esos pequeños grupos aislados.
»Hubo un tiempo en que había muchas alquerías
en esas bolsas aisladas, pero hoy en día apenas nadie puede vivir en esas
míseras explotaciones agrícolas. Las dificultades económicas obligan poco a
poco a los habitantes de estas zonas a abandonarlas. Venden sus tierras por lo
que les quieren dar por ellas y emigran, principalmente a las ciudades, para
poder ganarse la vida.
Hardwicke hizo un gesto de asentimiento.
- Y únicamente se quedan, por supuesto, los más
retrógrados y conservadores.
Exacto. La mayoría de las tierras pertenecen
actualmente a propietarios que viven fuera de ellas y que las tienen
abandonadas. Lo más que hacen es criar en ellas unas cuantas cabezas de ganado.
No es un mal sistema de eludir los impuestos para quienes necesitan recurrir a
estos medios. Y en los días en que se estilaba el banco de tierra, muchas de
estas tierras fueron administradas por este banco.
-¿Quiere usted decir que esas gentes tan
atrasadas se han confabulado para no hablar?
- Acaso no sea una conspiración tan declarada
como eso - repuso Lewis -. Sólo es su manera de hacer las cosas, una
supervivencia de la antigua y recia filosofía de los pioneros. Sólo se ocupaban
de sus propios asuntos. No les gustaba que los demás se inmiscuyesen en ellos y
en cuanto a ellos, no se metían en los asuntos ajenos. Si un hombre quería
vivir hasta tener mil años, esto podía ser asombroso, pero al fin y al cabo era
cuenta suya. Podrían comentarlo entre ellos, pero con nadie más. Les molestaría
que un extraño quisiera tirarles de la lengua.
»AI cabo de un tiempo, supongo, terminaron por
aceptar el hecho de que Wallace continuaba siendo joven mientras ellos
envejecían. La costumbre terminó por hacer desaparecer el asombro y
probablemente no hablaron mucho de ello, ni siquiera entre ellos mismos. Las
nuevas generaciones lo aceptaron porque sus padres no veían en aquello nada de
extraordinario... y además, veían muy poco a Wallace, porque éste llevaba una
vida muy retraída.
- Y en las regiones vecinas, cuando las gentes
pensaban en aquello, se acostumbraron a considerarlo como una especie de
leyenda... otra absurda historia que no valía la pena comprobar. Tal vez fuese
una simple broma de aquellos rústicos. Una historia como la de Rip Van Winkle
que probablemente no encerraba una sola palabra de verdad. Nadie tenía ganas de
hacer el ridículo tratando de averiguar lo que tuviese de cierto.
- Pero su agente lo hizo.
- Sí, y no me pregunte por qué.
- Sin embargo, no le habían ordenado que
investigase el caso.
- Lo necesitaban en otra parte. Y además, allí
ya era demasiado conocido.
-¿Y usted?
- Me requirió dos años de trabajo.
- Pero ahora ya sabe la verdad.
- No toda. Hay más incógnitas ahora que al
principio.
- Usted ha visto a ese hombre.
- Muchas veces - repuso Lewis -. Pero nunca he
hablado con él. No creo que ni siquiera me haya visto. Da un paseo todos los
días antes de ir a buscar el correo.
Tenga usted en cuenta que nunca abandona sus
tierras. El cartero le trae las pocas cosas que necesita. Un saco de harina,
una libra de tocino, una docena de huevos, cigarros y a veces vino.
- Pero esto debe de ser contrario al reglamento
postal. Claro que lo es. Pero los carteros lo hacen desde hace años. No hace
daño a nadie y así continúa hasta que alguien se queja. Pero en este caso,
nadie se quejará. Es probable que los carteros sean los únicos amigos que ha
tenido ese hombre.
- Según tengo entendido, el tal Wallace apenas
trabaja
- Así es. Tiene un pequeño huerto y en él -
cultiva algunas verduras. Sus tierras vuelven a ser bravías y. salvajes.
- Pero tiene que vivir. Tiene que sacar dinero
de alguna parte.
- Y lo saca - dijo Lewis -. Cada cinco o diez
años envía un puñado de piedras preciosas a una empresa de Nueva York.
-¿Las obtiene legalmente?
- Solo que usted quiere saber es si se trata de
algo delictivo, le diré que no lo creo. De todos modos, si alguien quisiera
denunciarlo por ello, creo que habría una base legal para hacerlo. No al
principio, cuando empezó a enviar piedras preciosas, hace muchos años. Pero
las leyes cambian y sospecho que tanto él, como el comprador, burlan a varias
de ellas.
-¿Y eso a usted no le importa?
- Visité a esa empresa - contestó Lewis -, y se
pusieron bastante nerviosos. En primer lugar, robaban escandalosamente a
Wallace. Yo les dije que siguiesen comprándole, y que si se presentaba alguien
a investigar, que me lo enviasen inmediatamente. Por último, les pedí que
guardasen silencio sobre e1 asunto y no cambiasen nada.
- No quiere que nadie pueda asustarlo - comentó
Hanwicke.
- Exactamente. Quiero que el cartero siga
haciendo de recadero y que la empresa de Nueva York continúe comprándole
piedras preciosas. Quiero que todo siga tal como está. Y antes de que usted me
pregunte de dónde proceden esas piedras, le diré que lo ignoro.
- Quizá tenga una mina.
-¡Menuda mina sería! Una mina que daría
diamantes, rubíes y esmeraldas.
- Yo diría que, incluso a los precios que le
pagan, recibe mucho dinero.
Lewis asintió.
- Por lo visto, sólo efectúa envíos de piedras
cuando necesita fondos. Vive de una manera muy frugal, a juzgar la comida que
compra, y, por lo tanto, no necesita mucho dinero. Pero está suscrito a
numerosos diarios y revistas de información, sin hablar de docenas de publicaciones
científicas. También compra muchos libros.
-¿Obras técnicas?
- Algunas de ellas sí, en efecto, pero en su
mayoría tratan de los últimos adelantos. Física, química y biología... esas
cosas.
- Pero yo no...
- Claro que usted no. Ni yo tampoco. No es
hombre de o, al menos, no tiene una formación científica.
En los días en que fue a la escuela eso no se
estilaba... quiero decir que no se daba la educación científica actual. Y
además, lo que entonces pudiera haber aprendido, hoy de poco le serviría.
Asistió a la escuela de primeras letras - una de esas escuelas rurales de una
sola habitación - y sólo un invierno en una academia que existió durante un año
o dos en la aldea de Millville. Por si usted no lo sabe, le diré que esa
academia era de las mejores que existían a mediados del siglo pasado. En cuanto
a él, parece ser que era un joven muy inteligente.
Hardwícke movió dubitativamente la cabeza.
- Parece algo increíble. ¿Y usted ha comprobado
todo esto?
- Lo mejor que he podido. He tenido que hacerlo
con mucho cuidado. No quería levantar la liebre. Ah; me olvidaba de una
cosa... escribe mucho. Compra esas grandes agendas o diarios, encuadernados en
tela, en lotes de una docena. En cuanto a la tinta, la compra a litros.
Hardwicke se levantó de la mesa y empezó a
pasear por la habitación.
Lewis – dijo -, si usted no me hubiese mostrado
sus credenciales y yo no hubiese comprobado su autenticidad, me figuraría que
todo esto no pasaba de ser una broma de muy mal gusto.
Regresó a la mesa y volvió a sentarse. Tomando
el lápiz, se puso a hacerlo rodar de nuevo entre las palmas de las manos.
- Lleva ya dos años estudiando este caso – dijo
-. ¿Y no tiene ninguna idea?
- Ninguna en absoluto - repuso Lewis -. Estoy
completamente desconcertado. Por esto me encuentro aquí.
- Sígame contando la historia de ese hombre.
¿Qué hizo después de la guerra?
- Su madre murió - dijo Lewis -, mientras él
estaba en el ejército. Su padre y los vecinos la enterraron allí, en sus
tierras. Esto era frecuente entonces. El joven Wallace consiguió un permiso,
pero no llegó a tiempo para asistir al entierro. En aquellos días no se solían
embalsamar a los muertos y se viajaba con mucha lentitud. Después volvió a la
guerra. Por lo que he podido averiguar, no le dieron otros permisos. Su padre
vivió solo, cultivando sus tierras, haciendo su propio pan, sin necesitar a
nadie. Parece ser que fue un buen agricultor, excepcional para su época.
Estaba suscrito a varias revistas agrícolas y tenía ideas progresivas. Tenía en
cuenta, por ejemplo, la rotación de las cosechas y la prevención de la
erosión, entre otras cosas. Sus tierras dejaban mucho que desear según las
normas modernas, pero sacaba de ellas su sustento e incluso le permitían reunir
algunos ahorros.
»Entonces Enoch regresó de la guerra y ambos
cultivaron las tierras juntos durante un año o cosa así. El viejo Wallace
adquirió una segadora tirada por un caballo, con una hoz mecánica que segaba el
heno o el trigo. Aquello era un sistema revolucionario, junto al cual la guadaña
no tenía comparación.
»Hasta
que una tarde, el viejo salió a segar un campo de heno. Los caballos, asustados
por algo, se desbocaron.
El padre de Enoch fue derribado del asiento y
cayó delante de la segadora mecánica. No fue una manera muy agradable de
morir.
Hardwicke hizo una mueca de disgusto.
- Horrible - dijo.
- Enoch fue a buscar a su padre y llevó el
cadáver a la casa. Luego tomó una escopeta y salió en persecución de los
caballos. Los encontró en un extremo de los pastos, los mató a tiros y allí los
dejó. Sí, allí. Durante años, sus esqueletos yacieron entre la hierba, allí
donde él los mató, aun uncidos a la segadora, hasta que los arneses se pudrieron.
»Después volvió a la casa y tendió a su padre
frente a ella. Lo lavó, lo vistió con su traje negro de las fiestas, lo tendió
sobre una tabla y luego fue al establo para hacer un ataúd. Hecho esto, cavó
una fosa junto a la tumba de su madre. La terminó a la luz de una linterna;
luego volvió a la casa y pasó la noche velando a su padre. Al amanecer fue a
participar lo sucedido al vecino más próximo, éste lo notificó a los demás y
alguien fue en busca de un sacerdote. Al atardecer se celebró la ceremonia
mortuoria, terminada la cual Enoch volvió a la casa. Y allí ha vivido desde
entonces, pero nunca ha vuelto a cultivar las tierras. Es decir, excepto el
huerto.
- Decía usted que esa gente no quiere hablar
con extraños. ¿Cómo se las ha arreglado para saber tanto?
- He necesitado dos años. Conseguí infiltrarme.
Compré un automóvil desvencijado, me presenté en Millville y dije que era un
recolector de ginseng.
-¿Un qué?
- Un recolector de ginseng. El ginseng es una
planta.
- Sí, ya lo sé. Pero ahora apenas nadie la
emplea.
- Aún la compran algunos herbolarios. Se puede
vender una poca para la exportación. Pero yo también buscaba plantas
medicinales y pretendía poseer un amplio conocimiento de ellas y de sus
virtudes. "Pretendía" no es la palabra adecuada; me hallaba bastante
empollado sobre la materia.
- El tipo de alma sencilla - comentó Hardwick -
que aquellas gentes podían entender. Una especie de anacronismo cultural. Y
además inofensivo. Tal vez un poco mal de la cabeza.
Lewis asintió.
- Salió mejor de lo que yo mismo esperaba Me
limitaba a ir de una parte a otra y escuchar lo que la gente me decía. Incluso
descubrí un poco de ginseng. Habla una familia en particular... los Fisher.
Viven a la orilla del río, al pie de la casa de Wallace, cuyas tierras se
asoman al farallón. Esta familia habita en aquellas tierras desde hace casi
tanto tiempo como los Wallace, pero son de un genero muy distinto. Los Fisher
son una tribu de cazadores de zarigüeyas y de pescadores, amigos de cocinar a
la luz de la luna. En mí encontraron un alma gemela. Y era tan enemigo de
cambios y tan atrasado como ellos. Guisé con ellos a la luz de la luna, comimos
y bebimos juntos y hasta nos fuimos en varias ocasiones a vender nuestras chucherías
al pueblo. Salí de caza y de pesca con ellos, nos sentamos juntos, hablamos y
me enseñaron un par de sitios donde podría encontrar un poco de ginseng...,
“sang” es como ellos lo llaman. Supongo que un etnólogo hallaría una mina de
oro con los Fisher. En la familia hay una muchacha..., es sordomuda, pero muy
linda, que sabe curar las verrugas por medio de ensalmos...
- Conozco ese tipo humano - dijo Hardwick -. Yo
nací y me crié en las montañas del Sur.
- Fueron ellos quienes me contaron lo de los
caballos y la segadora. Así es que un día subí al lugar indicado y me puse a
excavar en los pastos de los Wallace. Encontré una calavera de caballo y
algunos huesos.
- Pero era imposible saber si pertenecían a uno
de los caballos de los Wallace.
- Desde luego que no - dijo Lewis -. Pero
también encontré parte de la segadora. No quedaba gran cosa de ella, pero sí
lo bastante para identificarla.
- Volvamos a la historia de su vida - apuntó
Hardwick -. Después de la muerte de su padre, Enoch se quedó a vivir en la casa
solariega. ¿No la abandonó nunca?
Lewis denegó con la cabeza.
- Sigue viviendo en la misma casa. Nada ha
cambiado.
Y la casa al parecer, no ha envejecido más que
su habitante.
-¿Ha estado usted en la casa?
- En ella, no. Junto a ella. Le diré cómo es.
III
Tenía una hora. Sabía que tenía una hora,
porque había cronometrado los movimientos de Enoch Wallace durante los
últimos diez días. Y desde el momento en que se iba de la casa hasta que
regresaba con el correo, nunca había transcurrido menos de una hora. A veces un
poco más, cuando el cartero se retrasaba o ambos se ponían a hablar. Pero una
hora, se dijo Lewis, era todo el tiempo de que podía disponer.
Wallace había desaparecido por la ladera, en
dirección al peñasco que se erguía al borde del acantilado, y al pie del cual
discurría el río Wisconsin. Trepaba por el peñasco y permanecía allí de pie,
con el rifle bajo el brazo, contemplando la bravía soledad del valle fluvial.
Luego volvía a bajar por las rocas y caminaba por el sendero que cruzaba el
bosque hasta el lugar donde en primavera crecían las nicaraguas rosadas, y
desde allí emprendía de nuevo el ascenso de la colina, hasta el manantial que
brotaba de la ladera, al pie mismo del viejo campo que estaba en barbecho
desde hacia más de un siglo, para seguir luego por la ladera hasta salir a la
carretera casi cubierta por la maleza y llegar por último al buzón.
Durante los diez días que Lewis se dedicó a
observarle, su ruta no varió jamás. Y era probable, pensaba Lewis, que tampoco
hubiese variado en el transcurso de los años. Wallace nunca tenía prisa. Andaba
como si dispusiese de todo el tiempo necesario. Y se detenía frecuentemente para
saludar a sus viejos conocidos... un árbol, una ardilla, una flor. Era un
hombre recio y curtido, que aun conservaba mucho del soldado... viejas
artimañas y costumbres que le hablan quedado de los amargos años de la guerra,
en que había combatido bajo tantos jefes. Caminaba con la cabeza muy erguida,
sacando el pecho, y se movía con el paso suelto y fácil del hombre acostumbrado
a las duras marchas.
Lewis salió de la enmarañada espesura que
antaño fuera un huerto y en la que algunos árboles frutales, retorcidos,
contrahechos y cenicientos por la edad, aún daban su mísera y amarga cosecha de
manzanas.
Se detuvo en el lindero del bosquecillo y
contempló por unos instantes la casa que se alzaba en lo alto de la colina. Por
un momento le pareció verla bajo una luz especial, como si una esencia rara y
más destilada del sol hubiese cruzado el abismo de los espacios para hacer
brillar aquella casa y distinguirla de todas las demás casas del mundo. Bañada
en aquella luz, la casa parecía algo sobrenatural, como si en realidad fuese
algo especialísimo, distinto a todo. Pero después aquella luz, si es que de
verdad había existido, desapareció y la casa compartió la luz vulgar del sol
con los campos y los bosques.
Lewis meneó la cabeza, diciendo para sus
adentros que acaso fue alucinación, o quizás una ilusión óptica. Porque el sol
no tenía una luz especial y la casa no era más que una casa, aunque
maravillosamente conservada.
Era una clase de casa que hoy se ve con muy
poca frecuencia. Su forma era rectangular; larga, estrecha y alta, con
anticuados adornos de marquetería a lo largo de cornisas y aleros. Poseía
cierto aspecto escuálido que nada tenía que ver con la edad; ya era escuálida
cuando la construyeron... escuálida, sencilla pero fuerte, como las gentes que
la levantaron. Mas por escuálida que fuese, se alzaba pulcra y atildada, sin
desconchados, sin señales de inclemencias atmosféricas ni el menor atisbo de
decadencia.
Adosada a un extremo, la casa tenía una
construcción más pequeña, que no pasaba de ser un cobertizo y parecía una obra
extraña que hubiesen traído de otro lugar para empotraría allí, tapando la
puerta lateral de la casa. Tal vez fuese la puerta, pensó Lewis, que conducía a
la cocina. Era indudable que aquel cobertizo se habla utilizado como lugar para
colgar ropas de faena y guardar zuecos y botas, con un banco para jarras de
leche y cubos, y tal vez un cesto para recoger huevos. Por su techumbre surgía
un metro de tubo de estufa.
Lewis subió hasta la casa, rodeó el cobertizo y
vio una puerta entreabierta a su lado. Subió un par de peldaños, empujó la
puerta y contempló sorprendido la habitación.
Porque al parecer no era un simple cobertizo,
sino el lugar donde Wallace vivía.
La estufa de la que salía el tubo estaba en un
rincón. Era una vieja estufa para cocinar, más pequeña que la anticuada
cocina. Encima tenía una cafetera, una sartén y unas parrillas. En una tabla
colocada detrás de la estufa se hallaban colgados diversos cacharros de cocina.
Frente a la estufa y arrimada a la pared, había una cama cubierta con un grueso
edredón a cuadros, que mostraban el complicado dibujo de muchas telas
multicolores que hicieran las delicias de las señoras del siglo pasado. En otro
ángulo había una mesa y una silla y sobre la mesa, colgada de la pared, una
pequeña alacena en la que estaban alineados algunos platos. En la mesa había un
quinqué de petróleo, muy baqueteado pero con el tubo limpio, como si lo hubiesen
lavado y pulido aquella misma mañana.
No había puerta de comunicación con la casa, ni
la menor señal de que nunca hubiese existido alguna. La tabla de chilla que
formaba la pared de la casa continuaba ininterrumpidamente, formando la cuarta
pared del cobertizo.
Aquello era increíble, se dijo Lewis para sus
adentros... que no hubiese puerta y que Wallace viviese allí, en aquel anexo,
teniendo una casa para habitar. Como si tuviese alguna razón para no ocupar la
casa, pero debiera permanecer a su lado. O acaso cumpliese alguna especie de
penitencia, viviendo en aquel cobertizo, como un anacoreta medieval pudiera
haber vivido en una choza en medio del bosque o en una cueva del desierto.
Se detuvo en el centro del cobertizo y miró a
su alrededor, con la esperanza de hallar la clave de aquel hecho tan extraño.
Pero no encontró nada, salvo las desnudas y escuetas verdades de la vida, las
necesidades más primarias de la existencia: la estufa para cocinar los alimentos
y calentar la habitación, la cama para dormir, la mesa para comer y el quinqué
para iluminarse. Ni siquiera un sombrero de más (aunque pensándolo bien,
Wallace no gastaba sombrero) ni un abrigo de sobra.
No había tampoco la menor señal de revistas o
periódicos, a pesar de que Wallace nunca regresaba del buzón con las manos
vacías. Estaba suscrito al Times de
Nueva York, al Wall Street Journal, el
Chiristian, Science Monitor y al Star, de Whasington, así como las
numerosas publicaciones científicas y técnicas. Pero allí no habla la menor
traza de ellas, como tampoco de los numerosos libros que compraba. Tampoco
había señal de los diarios encuadernados. Nada que sirviera para escribir.
Tal vez aquel anexo, pensó Lewis, por la razón
que fuese, no era más que un engaño, o un lugar preparado cuidadosamente para
hacer creer que era allí donde Wallace vivía. Quizá viviese en la casa, en
resumidas cuentas. Aunque de ser éste el caso, ¿a qué venía todo aquel esfuerzo,
no muy conseguido, por demostrar lo contrario
Lewis regresó a la puerta y salió del anexo.
Rodeó la casa hasta llegar al porche que conducía a la puerta de entrada
delantera. Al pie de los escalones se detuvo y miró a su alrededor. El lugar
estaba tranquilo. El sol de la mañana aún no había llegado a la mitad de su
carrera, empezaba a hacer calor y aquel rincón protegido de la tierra
permanecía apacible y silencioso, esperando el calor del mediodía.
Consultó su reloj y vio que le quedaban
cuarenta minutos, así es que subió la escalera y cruzó el porche hasta llegar
ante la puerta. Tendiendo la mano, asió el picaporte y trató de hacerlo
girar... sin conseguirlo... el tirador permaneció exactamente donde estaba y
sus dedos agarrotados le dieron media vuelta, en un inútil intento por hacerlo
girar.
Intrigado lo intentó de nuevo, pero tampoco
consiguió hacer girar el picaporte. Parecía como si éste estuviese recubierto
de un revestimiento duro y resbaladizo, como una capa de hielo, en el que
resbalaban los dedos sin ejercer la menor presión en el picaporte.
Se inclinó para examinar de cerca el tirador y
ver si se hallaba recubierto de alguna sustancia, pero no consiguió ver nada.
El picaporte parecía normal... acaso demasiado normal. Pues estaba limpio,
como si lo hubiesen lavado y restregado. No tenía polvo ni manchas de humedad.
Trató de arañarlo con la uña, pero la una
resbaló sin dejar la menor señal. Pasó la palma de la mano por la superficie
de la puerta y notó que la madera era lisa y resbaladiza. La acción de
frotarla con la palma de la mano no provocó fricción. La palma se deslizaba
sobre la madera como si la mano estuviese engrasada, pero no habla la menor
señal de grasa. No habla nada que pudiese explicar la superficie lustrosa y
resbaladiza de la puerta.
Lewis se apartó de la puerta para examinar las
tablas que formaban las paredes y las encontró igualmente resbaladizas. Probó
con la palma y la uña del pulgar, con idéntico resultado. Había algo que
recubría aquella casa, haciéndola resbaladiza y suave y tan lisas que el polvo
no quedaba retenido en su superficie ni los agentes atmosféricos dejaban en
ella su huella.
Caminó por el porche hasta llegar frente a la
ventana y entonces, al detenerse ante ella, se percató de algo que hasta
entonces le había pasado inadvertido, algo que contribuía a hacer la casa más
extraña de lo que era en realidad. Las ventanas eran negras. No tenían
cortinas, visillos ni persianas; eran sencillamente rectángulos negros como
unas cuencas vacías que mirasen fijamente desde la pelada calavera de la casa.
Se acercó más a la ventana y aproximó el rostro
a ella, protegiéndose los ojos con las manos levantadas, para hacer visera
contra la claridad solar. Pero ni siquiera así pudo ver el interior. Su vista
se perdió en una completa negrura que, de la manera más curiosa, no reflejaba
nada.
No vio su imagen reflejada en el vidrio. No vio
nada salvo la negrura, como si la luz que incidía en la ventana fuese
absorbida, chupada y retenida por ella. La luz que incidía en aquella ventana
no se reflejaba.
Abandonó el porche y dio lentamente la vuelta a
la casa, examinándola de paso. Todas las ventanas eran rectángulos vacíos y
negros que absorbían la luz capturada, y todo el exterior de la mansión era
duro y resbaladizo. Golpeó las tablas con el puño y tuvo la Sensación de
golpear una roca. Examinó las paredes de piedra del sótano, allí donde éstas
asomaban, y las encontró igualmente lisas y resbaladizas. A pesar de que los
intersticios de las piedras estaban rellenados con argamasa y las mismas
piedras mostraban superficies desiguales, la mano no hallaba la menor aspereza
al pasar por la pared. Algo invisible se había extendido sobre las piedras rugosas,
rellenando las oquedades y las superficies desiguales. Pero sin presencia.
Casi se hubiera dicho que no tenía sustancia.
Incorporándose después de examinar la pared,
Lewis consultó su reloj. Solo le quedaban diez minutos. Tenía que irse.
Bajó por la colina en dirección a la espesura
que señalaba el antiguo huerto. Se detuvo al llegar junto al lindero y miró
hacia atrás. Entonces la casa le pareció diferente.
Ya no era una simple construcción. Tenía una
personalidad, un aspecto burlón y sarcástico y contenía una risa malévola, a
punto de estallar en una carcajada.
Lewis se agachó para penetrar en el huerto y se
abrió paso entre los árboles. No habla camino ni vereda y las hierbas y los
matorrales crecían a gran altura entre los árboles. Apartó las ramas bajas y
contorneó un árbol que fue arrancado por algún vendaval, muchos años antes.
Mientras caminaba tendía la mano, para recoger
alguna que otra manzana de sabor ácido y bravío, dándoles únicamente un
mordisco y luego tirándolas, porque ninguna de ellas era buena para comer;
dijérase que habían adquirido un gusto desabrido y amargo de aquel suelo
abandonado.
En el extremo opuesto del huerto encontró una
cerca que rodeaba unas tumbas. Allí las hierbas y los matorrales no eran tan
altos y la cerca mostraba señales de haber sido reparada recientemente; al pie
de cada sepultura, frente a las tres toscas lápidas de piedra caliza local, había
unas peonias, convertidas en una masa de flores desordenadas que habían
crecido durante años sin ninguna disciplina.
Se detuvo ante la vieja cerca y comprendió que
se encontraba en presencia del pequeño cementerio familiar de los Wallace.
Pero sólo debiera haber dos tumbas. ¿Qué
significaba la tercera?
Caminó junto a la cerca hasta llegar a la
puerta desvencijada y entró en la huesa. Acercándose a las tumbas, leyó las
inscripciones de las lápidas. Las letras eran angulosas y toscas; daban la
impresión de haber sido ejecutadas por una manos poco ejercitadas en aquel
menester. No había frases piadosas, versos, ángeles esculpidos, corderitos o
ninguna de las otras figuras simbólicas acostumbradas a mediados del siglo XIX.
Sólo figuraban en las lápidas los nombres y las fechas de nacimiento y de
defunción.
En la primera podía leerse: Amanda Wallace,
1821-1863.
En la segunda: Jedediah Wallace, 18161866.
Y en la tercera lápida...
- Páseme ese lápiz, por favor - dijo Lewis.
Rardwicke dejó de hacerlo rodar entre las
palmas de las manos y se lo tendió.
-¿Quiere también papel? - le preguntó.
- Sí, gracias - repuso Lewis.
Se inclinó sobre la mesa y escribió
rápidamente.
- Tome usted - dijo, devolviéndole el papel.
Hardwicke arrugó el entrecejo.
- Pero esto no tiene pies ni cabeza – observó
-. Salvo esa figura de abajo.
- La cifra ocho, tendida de costado. Sí, en
efecto. El símbolo del infinito.
- Pero, ¿y lo demás
- No lo sé - contestó Lewis -. Es la
inscripción que figura en la lápida. La copié y....
- Y ahora se la sabe de memoria.
- Desde luego, después de tanto estudiarla.
- Nunca había visto nada parecido en mi vida -
comentó Hardwícke -. No es que sea una autoridad en la materia. Apenas sé nada
de epigrafía.
- No hace falta que se preocupe. Nadie sabe más
que usted sobre el particular. Esto no tiene ni el más remoto parecido con
cualquier lenguaje escrito o cualquier inscripción conocida. He consultado a
los mejores expertos. No a uno, sino a una docena. Les dije que habla encontrado
la inscripción en la cara de una roca. Estoy seguro que la mayoría de ellos me
consideran un chiflado... uno de esos individuos que tratan de demostrar que
los romanos, los fenicios, los irlandeses o quienquiera que sea organizaron
América antes que Colón.
Hardwicke dejó la hoja de papel.
- Comprendo lo que quiere decir cuando afirma
que ahora tiene más incógnitas que al principio – dijo -. No sólo esa cuestión
de un joven que tiene más de un siglo, sino asimismo ese problema tan curioso
de las paredes resbaladizas y la tercera lápida con esa inscripción indescifrable.
¿Dice usted que nunca ha hablado con Wallace?
- Nadie habla con él, excepto el cartero. Todos
los días sale a paseo armado con su rifle.
-¿La gente tiene miedo de hablar con él?
-¿Quiere usted decir a causa del rifle?
- Pues... sí, supongo que eso es lo que pensaba
cuando le hice esa pregunta. Me extraña que tenga que llevarlo.
Lewis meneó la cabeza.
- No sé por qué lo hará. He tratado de
comprenderlo, de hallar algún motivo que explique el hecho de que vaya siempre
con el rifle. Por lo que he podido averiguar, nunca lo ha disparado. Pero no
creo que sea el rifle el motivo de que la gente no hable con él. Es un
anacronismo, un ser que sobrevive de otra edad. Estoy seguro de que nadie le
teme; lleva demasiado tiempo en la región para inspirar temor a nadie. Su
presencia es familiar a todos. Es parte del paisaje, como un árbol o una roca.
Mas, por otro lado, nadie se siente muy a gusto con él. Aseguraría que la
mayoría de sus vecinos, si tuviesen que estar en su presencia, se sentirían muy
violentos. Porque ese hombre es algo que ellos no son... algo mayor que el
mismo tiempo, y al mismo tiempo mucho menor. Es como si fuese un hombre que se
hubiese apartado de su propia humanidad. Creo que, en el fondo, muchos de sus
vecinos deben de estar un poco avergonzados de él, avergonzados porque de una
manera que ignoran, acaso de una manera innoble, ha conseguido burlar la vejez,
uno de los castigos pero quizás uno de los derechos de toda la humanidad. Y
acaso esa vergüenza secreta contribuya en cierto modo a la repugnancia que
manifiestan al hablar de él.
-¿Pasó usted mucho tiempo observándole?
- Al principio, sí. Pero ahora dispongo de un
equipo. Unos observadores que se turnan regularmente. Tenemos una docena de
puntos de observación y nos turnamos en ellos. No pasa una hora al día sin que
la casa de Wallace esté en observación.
- Desde luego, este asunto les trae a ustedes
de cabeza.
- Y creo que con razón - repuso Lewis -. Porque
aun hay algo más.
Se inclinó para recoger la cartera de mano que
habla dejado junto a su silla. Abriéndola, sacó de ella una serie de fotografías
y las tendió a Hardwicke.
-¿Qué le parece esto? - preguntó.
Hardwice las tomó y de pronto contuvo la
respiración. El color huyó de su rostro. Le empezaron a temblar las manos y
dejó cuidadosamente las fotografías sobre la mesa. Sólo había visto la primera
fotografía, no las demás.
Lewis vio su expresión interrogadora.
- Estaba en la tumba - La que tenía la lápida
con la extraña inscripción.
La máquina transmisora de mensajes lanzó un
agudo silbido. Enoch Wallace dejó el libro en el que estaba escribiendo y se
levantó de la mesa para cruzar la habitación hasta la ruidosa máquina. Pulsó
un botón, empujó una palanca y el silbido ceso.
La máquina empezó a zumbar y el mensaje se fue
formando en la placa, débil al principio y después cada vez más oscuro, hasta
que por último se destacó claramente. Rezaba:
N.o 40.6301 A ESTACIÓN 18327.
VIAJERO A LAS 16097'38.
NATIVO DE THUBAN VI. SIN EQUIPAJE. TANQUE LIQUIDO N.o 3.
SOLUCIÓN N.0 27 PARTIRÁ PARA ESTACIÓN 12892 A LAS 16439'16. CONFIRME
RECEPCIÓN.
Enoch dirigió una ojeada al gran cronómetro
galáctico colgado de la pared. Aún faltaban casi tres horas.
Tocó un botón y una fina hoja de metal con el
mensaje surgió por un lado de la máquina. Más abajo, el duplicado se introdujo
en los archivos. La máquina hizo un leve zumbido y la placa para mensajes quedó
limpia de nuevo y dispuesta a recibir otro.
Enoch sacó la placa metálica, enhebró sus
orificios con la doble aguja archivadora y luego acercó los dedos al teclado
para mecanografiar: NY 406301 RECIBIDO. CON-FIRMO DE MOMENTO. El mensaje se
formó en la placa y allí lo dejó.
¿Thuban VI? ¿Habían venido otros antes?, se
preguntó. Tan pronto como terminase sus quehaceres, iría al archivo para verlo.
Era uno que necesitaba un depósito de líquido y
éstos, por lo general, eran los menos interesantes. Solía ser muy difícil
entablar conversación con ellos, porque con demasiada frecuencia su concepto
del lenguaje era algo muy enrevesado. Y muy a menudo, también sus mismos
procesos mentales eran tan exóticos, que apenas había una base común de
comunicación.
Aunque también recordaba que no siempre habla
sido así. Hubo aquel viajero que también necesitaba ambiente líquido, unos años
antes. Procedía de algún lugar de Hidra (¿o de las Híades?); él no se acostó
en toda la noche, pues la pasó entera con el viajero y casi se olvidó de reexpedirlo
a tiempo, pues le pasaron las horas volando mientras cimentaban en el poco
tiempo disponible una buena amistad y casi, casi, una hermandad.
El, o ella, o ello - nunca llegó a averiguar
este detalle - no había vuelto. Así solía suceder, pensó Enoch: eran muy pocos
los que volvían. En su mayoría, sólo iban de paso.
Pero ya lo tenía, a él, o ella, o ello (lo que
fuese) registrado en su diario, como los tenía a todos, del primero al último,
registrados de su puño y letra. Recordaba que necesitó casi todo el día
siguiente para transcribir su conversación, inclinado sobre su mesa: todas las
historias que el viajero le contó, los innúmeros atisbos de un país remoto,
bello y atractivo (atractivo porque tenía tantas cosas que no quería entender),
todo el afecto y la camaradería que surgieron entre él y aquel ser deforme, feo
y extraño de otro mundo. Y siempre que lo deseara, el día que se le antojase,
podía sacar su diario de la hilera donde estaban los demás diarios y vivir de
nuevo aquella noche. Aunque todavía no lo habla hecho. Era extraño, pensó, que
nunca tuviese tiempo, o que nunca pareciese tenerlo, para hojear y releer en
parte todo cuanto había anotado en el transcurso de los años.
Se apartó de la máquina para mensajes y empujó
un tanque de líquido n.0 3 hasta colocarlo bajo el materializador,
poniéndolo en la posición exacta y asegurándolo en ella mediante los cierres.
Luego sacó la manga retráctil y puso el selector en el n.0 27.
Llenó el depósito y dejó que la tubería desapareciese de nuevo en la pared.
Volvió junto a la máquina, borró el mensaje
escrito en la placa y envió su confirmación de que todo estaba dispuesto para
recibir al viajero de Thuban. Recibió doble confirmación del otro extremo de la
línea, y luego puso la máquina en punto muerto, dispuesta para recibir nuevos
mensajes.
Se apartó de la máquina para dirigirse al
archivador que se alzaba junto a su mesa y tiró de un cajón lleno de fichas.
Rebuscó entre ellas hasta que encontró Thuban VI, con la fecha de 22 de agosto
de 1931. Cruzó la habitación hasta la pared oculta por libros e hileras de
revistas y periódicos desde el suelo al techo, y encontró el libro registro que
buscaba. Cargado con él, regresó a su mesa.
Comprobó que el 22 de agosto de 1931, cuando
consiguió localizar la entrada, había sido un día de muy poco trabajo. Sólo
tuvo un viajero, el procedente de Thuban VI. Y aunque la anotación de aquel día
ocupaba casi una página en su letra menuda y apretada, no dedicó más que un párrafo
al visitante.
Hoy ha llegado (rezaba) una burbuja de Thuban
VI. No hay otra manera de describirlo. Es sencillamente una masa de materia
gelatinosa, posiblemente de carne, que parece experimentar una especie de
cambio rítmico de forma, pues primero es globular, hasta que empieza a
aplanarse hasta que se extiende por el fondo del depósito, como una especie de
torta. Luego empieza a contraerse y a levantarse, hasta que se convierte de
nuevo en una bola. Este cambio es un proceso bastante lento y desde luego
rítmico, pero sólo en el sentido de que se repite periódicamente, aunque no
parezca tener relación alguna con el tiempo. Traté de cronometrarlo y
no pude descubrir ningún ritmo temporal. El periodo más breve necesario para
completar todo el ciclo fue de siete minutos y el más largo de dieciocho. Acaso
de un periodo más largo se podría deducir un ritmo temporal, pero yo no
dispongo de tanto tiempo. El traductor semántico no funcionó con él, pero envió
una serie de agudos chasquidos en mi honor, como los que producirían las pinzas
de un crustáceo, aunque yo no vi que tuviese ninguna clase de pinzas. Cuando
consulté el manual de pasimología para saber que significaba esto, supe que con
ello trataba de decirme que estaba bien, que no requería cuidados y que
hiciese el favor de dejarlo en paz. Esto es lo que hice a partir de entonces.
Al final
del párrafo, metido en el pequeño espacio disponible, había la anotación: Véase 16 oct. 1931.
Pasó las páginas hasta llegar al 16 de octubre
y vio que aquél era uno de los días en que llegó Ulises para inspeccionar la
estación.
Su nombre, naturalmente, no era Ulises. En
realidad, no tenía nombre. Entre su pueblo no había necesidad de nombres;
disponían de otra terminología para identificarse que era mucho más expresiva
que un simple patronímico. Pero aquella terminología, incluso su mismo
concepto, escapaba a la comprensión de los seres humanos, que, al no poder
aprehenderla, mucho menos podían emplearla.
- Te llamaré Ulises - Enoch recordaba haberle
dicho el día en que se conocieron -. Necesito llamarte de algún modo.
- De acuerdo - repuso el que entonces era un
extraño ser (pero que luego dejó de serlo). ¿Puedo preguntar por qué este
nombre de Ulises?
- Porque es el nombre de un gran hombre de mi
raza.
- Me alegro de que lo hayas escogido - dijo el
ser recién bautizado -. Tiene un sonido noble y digno a mi oído, y debo
confesarte que me alegro de llevarlo. En cuanto a mí, te llamaré Enoch, porque
ambos tendremos que trabajar juntos durante muchos de tus años.
En efecto, fueron muchos anos, pensó Enoch, con
el libro registro abierto en aquel día de octubre desde el que habían pasado
más de treinta años. Unos años que fueron satisfactorios y lo enriquecieron de
una manera que nunca hubiera podido imaginar, hasta verlos extenderse ante él.
Y aquello continuaría, se dijo, por un espacio
de tiempo mucho mayor que el que ya había transcurrido... durante muchos
siglos más, mil años acaso. Y después de aquellos mil años, ¿qué no sabría él?
Aunque tal vez, pensó, el conocimiento no fuese
la parte más importante de aquello.
Aunque tal vez nada llegaría a suceder como
esperaba, porque ahora había intrusos. Lo vigilaban... cuántos, no sabía, pero
uno sí, al menos, y tal vez no pasaría mucho tiempo sin que empezase a cerrarse
el cerco. No tenía la menor idea de lo que haría ni de cómo trataría de repeler
la amenaza; sólo lo sabría cuando llegase el momento. Era algo que tarde o
temprano tendría que ocurrir. Lo esperaba desde hacía años. Lo extraño, pensó,
era que no hubiese ocurrido antes.
Habló a Ulises de este peligro el mismo día en
que se conocieron. Él estaba sentado en la escalera del porche y entonces, al
recordarlo, lo vio tan claramente como si sólo hubiese ocurrido ayer.
VI
Estaba sentado en la escalera a la caída de la
noche, contemplando las grandes y algodonosas nubes de tormenta que se
amontonaban al otro lado del río, más allá de los montes Iowa. El día había
sido caluroso y sofocante; no soplaba una brizna de aire. Frente al granero una
docena de gallinas escarbaban el suelo desmañadamente, más para moverse que con
la esperanza de encontrar comida, a lo que parecía. Unos gorriones, al volar
entre el alero del granero y el seto de madreselva que bordeaba el campo
contiguo al camino, producían un susurro áspero y seco, como si el calor
hubiese envarado las plumas de sus alas.
Y él permanecía allí sentado, recordaba,
contemplando las nubes a pesar de que tenía trabajo que hacer: trigo que
sembrar, heno que segar y maíz que cosechar y colgar.
Porque, a pesar de todo cuanto pudiese haber
ocurrido, él aún tenía una vida que vivir, unos días que pasar de la mejor
manera posible. Dijo para sus adentros que debía de haber aprendido aquella
lección en toda su magnitud durante aquellos últimos años. Pero la guerra era
algo distinto, en cierto modo, de lo que allí había pasado. En la guerra uno ya
lo sabía, lo esperaba y estaba preparado cuando ocurría, pero aquello no era
la guerra. Aquello era la paz, a la que él había vuelto, Y uno tenía derecho a
esperar que en el mundo de la paz, ésta mantendría alejados de verdad el
horror y la violencia.
Entonces estaba solo, como nunca lo había
estado. Más que nunca podía hablar de un nuevo comienzo. Pero tanto allí como
en las tierras de labor o en sitio que fuese, sería un comienzo amargo y
angustioso.
Permanecía sentado en la escalera, con las
muñecas apoyadas en las rodillas, contemplando las nubes que se amontonaban
por occidente. Aquello podría significar lluvia y la lluvia sería buena para la
tierra... o tal vez no fuese nada, porque por encima de los valles fluviales
que se confundían, las corrientes aéreas eran caprichosas y era imposible
saber el camino que seguirían aquellas nubes.
No vio al viajero hasta que lo tuvo en la
cancela. Era un hombre alto y desgarbado, de ropas polvorientas; tenía aspecto
de haber andado mucho. Subió por el sendero y Enoch permaneció sentado
esperándolo y mirándolo, sin moverse de la escalera.
- Buenos días, señor - dijo finalmente Enoch -.
Hoy hace calor para andar. ¿Quiere sentarse un poco?
- Con mucho gusto - respondió el forastero -.
Pero antes, ¿no podría beber un poco de agua?
Enoch se levantó.
- Venga conmigo a la bomba y le sacaré una
poca. Está muy fresca.
Cruzó frente al granero hasta la bomba.
Descolgó el cazo colgado de una tuerca y se lo tendió al desconocido. Luego
accionó arriba y abajo la palanca de la bomba.
- Dejémosla correr un poco – dijo -. Tarda
cierto tiempo en salir verdaderamente fresca.
El agua brotaba por el caño, corriendo por las
tablas que formaban la cubierta del pozo. Brotaba a chorros intermitentes,
mientras Enoch le daba a la bomba.
-¿Cree usted que lloverá? - le preguntó el
forastero.
- Eso nunca se sabe - repuso Enoch -. Esperemos
a ver qué pasa.
Había algo en aquel viajero que le inquietaba.
No era nada determinado, sino algo extraño que le producía una vaga desazón. Lo
observó atentamente mientras manejaba la bomba y le pareció que las orejas del
desconocido eran demasiado puntiagudas por arriba, pero lo atribuyó a su
imaginación, porque cuando volvió a mirarlas le parecieron normales.
- Creo que ahora el agua ya debe de estar
fresca - observó Enoch.
El viajero acercó el cazo al chorro y esperó
que se llenase. Luego lo ofreció a Enoch. Éste meneó negativamente la cabeza.
- Usted primero. La necesita más que yo.
El desconocido bebió con avidez y derramando
mucha agua.
-¿Quiere más? - le preguntó Enoch.
- No, gracias - repuso el forastero -. Pero lo
llenaré otra vez para usted, si quiere.
Enoch accionó la bomba y cuando el cazo estuvo
lleno, el desconocido se lo tendió. El agua estaba fresca y Enoch, dándose
cuenta por primera vez de que tenía sed, casi lo apuró por completo.
Volvió a colgar el cazo en la tuerca y dijo al
viajero:
- Ahora vamos a sentarnos.
El extranjero sonrió.
- No me vendrá mal - dijo.
Enoch se sacó un pañuelo de hierbas del
bolsillo y se secó la cara.
- Cuando tiene que llover, hace mucho bochorno.
Y mientras se enjugaba el rostro, de pronto
cayó en la cuenta de lo que le había extrañado del viajero. A pesar de sus
ropas desaliñadas y sus zapatos polvorientos, que atestiguaban una larga
caminata, a pesar del bochorno precursor de la lluvia, el desconocido no
sudaba. Se le veía tan fresco y descansado como si hubiese estado tendido a la
sombra de un árbol en primavera.
Enoch volvió a meterse el pañuelo en el
bolsillo y ambos se dirigieron a la escalera para sentarse en ella, uno al
lado del otro.
- Viene usted de muy lejos, ¿verdad? - dijo
Enoch, sondeándolo con delicadeza.
- Sí, de muy lejos - contestó el desconocido -.
Estoy muy lejos de casa.
-¿Y aún tiene que hacer mucho camino?
- No - repuso el desconocido -, creo que ya he
llegado al sitio adonde iba.
-¿Quiere usted decir que...? - dijo Enoch, sin
completar la pregunta.
- Quiero decir aquí mismo - repuso el forastero
-, aquí donde estoy, sentado en esta escalera. Buscaba a un hombre y creo que
ese hombre es usted. No conocía su nombre ni sabía dónde buscarlo, pero, sin
embargo, sabía que algún día lo encontraría.
-¿Yo? - dijo Enoch, asombrado -. ¿Y para qué
tenía usted que buscarme?
- Buscaba a un hombre de muchos aspectos. Entre
otras cosas, tenía que ser un hombre que hubiese mirado a las estrellas y se
hubiese preguntado qué eran.
- Sí - asintió Enoch -, lo he hecho muchas
veces. Por las noches, cuando vivaqueaba en el campo, solía tenderme en las
mantas para mirar al cielo, contemplando las estrellas y preguntándome qué
podían ser, y, lo que aún era más importante, por qué estaban allí. He oído
decir que las estrellas son soles iguales que el sol que nos ilumina, perú no
se que pensar. No creo que haya nadie que sepa mucho sobre las estrellas.
- Hay algunos - repuso el forastero -, que
saben muchas cosas sobre ellas.
¿Acaso usted? - dijo Enoch con un tono
ligeramente burlón, porque el forastero no tenía aspecto de ser hombre que
supiese demasiado.
- Pues sí, yo - dijo el forastero -. Aunque no
sé tanto como saben otros.
A veces me he dicho - prosiguió Enoch -, que,
si las estrellas son otros soles, pueden tener otros planetas habitados a su
alrededor.
Recordaba una noche en que estaba sentado junto
al fuego del campamento, charlando con otros soldados para matar el tiempo. Y
cuando mencionó su idea de que acaso hubiese habitantes en otros planetas que
giraban en torno a otros soles, sus compañeros se burlaron de él y luego,
durante muchos días, su idea fue objeto de mofa para ellos, por lo cual no
volvió a mencionarla jamás. Aunque por otra parte, no le importaba mucho,
porque en el fondo tampoco estaba muy seguro de que fuese cierta; nunca pasó de
ser una de esas divagaciones que se hacen al amor de la lumbre.
Y de pronto volvía a mencionarla, y a un
completo desconocido. Se preguntó por qué lo había hecho.
-¿Y usted lo cree? - le preguntó el forastero.
Enoch contestó:
- Son simples divagaciones.
- No tan simples - repuso el forastero -. Hay
otros planetas y estos planetas tienen habitantes. Yo soy uno de ellos.
- Pero, ¿usted?... - exclamó Enoch, y luego
guardó silencio, sobrecogido.
Pues la cara del forastero se había
resquebrajado y se le estaba cayendo, y bajo ella distinguió otra cara que no
era humana.
Y mientras la falsa cara humana se deshacía y
mostraba aquel otro rostro, un terrible relámpago cruzó en zigzag el cielo y
el pesado fragor del trueno hizo retemblar la tierra, mientras desde muy lejos
le llegaba el susurro de la lluvia que caía en ráfagas sobre las montañas.
VII
Así fue corno todo empezó, pensaba Enoch, hacía
casi cien años. Las divagaciones hechas al amor de la lumbre se convirtieron en
realidad y la Tierra ya figuraba en todas las cartas galácticas, como
estación de tránsito para muchos viajeros que iban de una a otra estrella. Que
de momento fueron extraños para él, pero que ahora ya no lo eran. Ya no
existían extraños. Bajo cualquier forma, bajo cualquier finalidad, para él
todos eran personas.
Volvió a mirar la anotación del 16 de octubre
de 1931 y la leyó rápidamente. Cerca del final, encontró esta frase:
Ulises dice que los thubanos del planeta VI son
acaso los mayores matemáticos de toda la Galaxia. Han creado, según parece, un
sistema de numeración superior a todos cuantos existen, especialmente valioso
para el manejo de las estadísticas.
Cerró el libro y permaneció tranquilamente
sentado en la sala, preguntándose si los estadísticos de Mizar X conocían
la obra de los thubanos. Tal vez sí, se dijo, porque desde luego, algunas de
las matemáticas que utilizaban se salían de lo corriente.
Apartó el libro registro a un lado y rebuscó en
un cajón de la mesa, hasta encontrar la carta galáctica. La extendió sobre la
mesa y la examinó con el ceño fruncido. Si pudiese estar seguro... Si
conociese mejor las estadísticas de Mizar... Durante los últimos diez años o
acaso más había trabajado en aquella gráfica, comprobando una y otra vez todos
los factores con el sistema de Mizar, haciendo toda clase de pruebas para
determinar si los factores que empleaba eran los que debía utilizar.
Levantó el puño cerrado y aporreó la mesa. ¡Si
pudiese estar seguro! Bastaría con que pudiese hablar con alguien. Pero esto
trataba de evitarlo, en lo posible, porque equivaldría a exhibir el desamparo
y la desnudez de la especie humana.
El aún era humano. Era curioso, pensó, que aún
siguiese siendo humano y que después de un siglo de relacionarse con aquellos
seres de las estrellas, aún continuase siendo un hombre de la Tierra.
Porque, bajo muchos aspectos, había cortado ya
sus vínculos con la Tierra. El único ser humano con el que ahora hablaba era el
viejo Winslowe Grant. Sus vecinos lo rehuían y no había por allí otras
personas, a menos que contase también a los que lo vigilaban, y a éstos los
veía muy poco... sólo algún que otro atisbo de ellos, o sus puestos de
observación.
Unicamente el viejo Winslowe Grant, con Mary y
las demás gentes de las sombras, que a veces venían a pasar algunas horas con
él, acompañándole en su soledad.
Éstas eran todas sus relaciones terrestres...
el viejo Winslowe y la gente del reino de las sombras. Luego tenía las tierras
de labor que se extendían en torno a la casa... pero no la casa, porque ésta ya
era extraterrestre.
Cerró los ojos para recordar cómo era la casa
en los tiempos de antaño. La cocina estaba en aquel mismo lugar donde entonces
él se hallaba sentado, con el enorme fogón de hierro, negro y monstruoso, en
aquel lado, mostrando su hilera de dientes de fuego por las rendijas de la parrilla.
Arrimada a la pared estaba la mesa donde ellos tres comían. Se acordaba muy
bien de aquella mesa, con la vinagrera, el vaso para las cucharas y el grupo de
la mostaza, el rábano picante y el chile, como una especie de centro de mesa en
medio del mantel a cuadros rojos que la cubría.
Recordaba una noche de invierno cuando él no
tenía más de tres o cuatro anos. Su madre se afanaba preparando la cena. Él
estaba sentado en el suelo, en el centro de la cocina, jugando con unos maderos
y escuchando el apagado aullido del viento en los aleros del tejado. Su padre
había vuelto de ordenar las vacas y cuando entró en la casa, una ráfaga de
viento y un pequeño torbellino de nieve se colaron de rondón con él. Luego
cerró la puerta y el viento y la nieve se quedaron fuera de la casa, condenados
a las tinieblas exteriores y a la noche inclemente. Su padre dejó el cubo de
leche que traía en el fregadero y Enoch vio que tenía la barba y las cejas
cubiertas de nieve y que tenía escarcha en el bigote y las patillas.
Aún recordaba aquella imagen... los tres
parecían maniquíes históricos puestos en el gabinete de un museo: su padre con
la barba cubierta de nieve y las grandes botas de fieltro que le llegaban hasta
la rodilla; su madre con e} rostro arrebolado por trabajar frente al fogón y la
cofia de encaje en la cabeza, y él echado en el suelo, jugando con los trozos
de madera.
Había algo que recordaba tal vez con mayor
claridad que todo lo demás. Había una gran lámpara puesta sobre la mesa y en la
pared, detrás de ella, estaba colgado un calendario. El resplandor de la
lámpara iluminaba como un foco la figura del calendario. Ésta representaba al
viejo Santa Claus, montado en su trineo y siguiendo un camino a través de los
bosques, mientras todos los pequeños moradores de la espesura salían a
contemplar su paso. Una enorme luna se hallaba suspendida sobre los árboles y
una gruesa alfombra de nieve cubría la tierra. Un par de conejos, sentados a la
vera del camino, miraban con expresión inteligente al Papá Noel; al lado de los
conejos había un ciervo, con un mapache un poco más allá, sentado sobre su cola
anillada, mientras una ardilla y un paro contemplaban la escena desde la rama
de un árbol. Santa Claus enarbolaba su látigo en gesto de salutación, tenía las
mejillas coloradas y mostraba una alegre sonrisa.
Los renos que tiraban de su trineo se veían
frescos, briosos y erguían orgullosos la cabeza.
Durante todos aquellos anos aquel Papá Noel
decimonónico corrió por las nevadas veredas del tiempo, con su látigo levantado
para saludar alegremente a las bestezuelas del bosque. Y la lámpara de
resplandor dorado lo acompañé en su cabalgata, esparciendo su viva claridad
sobre la pared y el mantel a cuadros.
Eso quiere decir, pensó Enoch, que hay cosas
que sobreviven... el recuerdo, el pensamiento y el agradable calorcillo de
aquella cocina de su infancia, durante una inclemente noche invernal.
Pero lo que sobrevivía era el espíritu y la
mente, pues todo lo demás era perecedero. Había desaparecido ya la cocina,
habíase esfumado la estancia con su anticuado sofá y la mecedora; ya no quedaba
nada del saloncito con su recargada elegancia de seda y brocado, ni el cuarto
de respeto del primer piso y los dormitorios familiares del segundo.
Todo había desaparecido para convertirse en una
sola habitación. El segundo piso y todos los tabiques se habían quitado,
convirtiendo a la casa en una sola habitación enorme. A un lado de ella estaba
la estación galáctica y al otro la vivienda para el guardián de la estación. En
un rincón había una cama, una estufa cuyo funcionamiento no se basaba en ningún
principio conocido en la Tierra y un refrigerador de construcción
extraterrestre. Junto a las pare des se alineaban armarios y estantes,
abarrotados de libros, revistas y periódicos.
Unicamente quedaba una cosa de los días de
antaño, la única que Enoch no permitió que la brigada extraterrestre que montó
la estación desmantelase: la antigua y maciza chimenea de mampostería y piedra
que se alzaba junto a una pared del comedor. Aún seguía allí y era lo único que
recordaba los días de antaño, el único objeto de origen terrestre, con su
enorme y chamuscada repisa de roble tallada por su propio padre en un grueso
tronco con una azuela, para unirla después a mano con un cepillo y papel de
lija.
En la repisa de la chimenea y esparcidos en el
estante y la mesa había objetos y artefactos que no eran de origen terrenal.
Algunos de ellos ni siquiera tenían nombres terrestres. Eran multitud de
regalos que le habían hecho sus amigos los viajeros, en el transcurso de muchos
años. Algunos eran funcionales y otros sólo eran para mirar; algunos eran
completamente inútiles porque apenas servían de nada para un miembro de la
especie humana o no podían funcionar en la Tierra. Luego había muchos otros
cuya finalidad ignoraba por completo, aunque los había aceptado, embarazado y
musitando palabras de agradecimiento, de los viajeros bienintencionados que se
los regalaron.
Y en el otro lado de la habitación se alzaba la
intrincada masa de maquinaria, que llegaba hasta más allá del segundo piso, a
la sazón inexistente, y que servía para enviar a los pasajeros a través del
espacio que se extendía entre las estrellas.
Una posada, pensó, una posta, una encrucijada
galáctica.
Arrolló la gráfica y volvió a guardarla en el
cajón. Luego puso el libro registro en el lugar que ocupaba en el estante,
entre los demás libros.
Dirigió una mirada al reloj galáctico de la
pared y vio que era la hora de irse.
Arrimó la silla a la mesa y se puso la chaqueta
colgada en el respaldo de la silla. Luego descolgó el rifle de los soportes que
lo sostenían en la pared, y, volviéndose hacia ella, pronunció la palabra que
tenía que decir. La pared se deslizó silenciosamente a un lado y él pasó por la
abertura al pequeño anexo de mísero mobiliario. La pared volvió a cerrarse a su
espalda y no quedó el menor resquicio en ella, aparentemente sólida y lisa.
Enoch salió del anexo al hermoso atardecer
estival. Dentro de pocas semanas, pensó, habría los primeros signos del otoño y
un extraño y frío temblor en el aire. Florecían los primeros junquillos y el
día anterior había observado que algunos de los ásteres primerizos que crecían
junto a la antigua cerca, empezaban a mostrar su color.
Dio la vuelta a la esquina de la casa y se
dirigió hacia el río, bajando a grandes zancadas por el campo abandonado desde
hacía muchos años e invadido por avellanos silvestres y algunos grupos de
árboles.
Esto era la Tierra, pensó... un planeta hecho
para el Hombre. Pero no solamente para el Hombre, porque también era un planeta
para los zorros, los búhos y las comadrejas, para las serpientes, los
saltamontes y los peces, para todas las demás formas de vida que pululaban en
el aire, la tierra y el agua. Y no solamente estos seres indígenas, sino para
otros seres que llamaban su hogar a otras Tierras, a otros planetas que, a
pesar de hallarse a muchos años-luz de distancia, en el fondo eran iguales que
la Tierra. Pues Ulises, los hazer; podían vivir sobre este planeta, si
necesario fuese, sin la menor incomodidad y sin tener que apelar a ayudas
artificiales.
A pesar de que nuestros horizontes son tan
dilatados, pensó, apenas los vemos. Incluso hoy en día, en que parten cohetes
llameantes de Cabo Cañaveral para saltar las antiguas fronteras, apenas
soñamos en su existencia.
Le asaltó de nuevo aquel acuciante deseo, casi
doloroso, de decir a la humanidad todas aquellas cosas que había aprendido. No
tanto las cosas concretas, aunque había muchas de ellas que la humanidad
hubiera podido utilizar, sino las cosas de tipo general, el hecho no concreto y
primordial de que existía inteligencia en todo el Universo, de que el Hombre
no estaba solo, y que cuando descubriese la manera, ya no necesitaría volver a
estar solo jamás.
Cruzó el campo y la faja de bosque y salió al
gran espolón de roca que dominaba el acantilado de junto al río. Se apostó en
lo alto del espolón, como había hecho miles de otras mañanas, para contemplar
el río, que discurría majestuosamente, azul y plateado, por las boscosas
tierras bajas.
Viejas y antiguas aguas, musitó, hablando en
silencio al río, vosotras lo habéis visto ocurrir todo: los frentes de los
glaciares, de más de un kilómetro de altura, que avanzaron para cubrir la
tierra y luego volverse hacia el polo centímetro a centímetros lanzando las
aguas en fusión de los glaciares en una oleada que llenó aquel valle con una
inundación como luego nunca volvió a conocer; el mastodonte, el tigre de
dientes de sable y el castor grande como un oso que merodeó por estas viejas
montañas e hicieron resonar la noche con sus clamoreos y sus trompeteos; los
pequeños y silenciosos grupos de hombres que recorrían los bosques, trepaban
por los riscos o remaban en toscas canoas en vuestra superficie, de un lado a
otro y a lo largo del río, débiles por su cuerpo, fuertes por su decisión, y
persistentes tal como ningún otro ser lo fue jamás; y hacía sólo muy poco
tiempo, acudía otra raza de hombres con la cabeza llena de sueños, las manos de
crueldad y la terrible certidumbre de un propósito aún mayor en sus corazones.
Y antes de esto, porque aquél era un país más antiguo de lo que suele
encontrarse, los otros tipos de vida, los numerosos cambios de clima y las alteraciones
sobrevenidas en la misma Tierra. ¿Y qué piensas tú de eso?, preguntó al río.
Porque tú guardas el recuerdo, tienes la perspectiva y el tiempo y ya debieras
conocer la respuesta a esta pregunta, totalmente o en parte.
El Hombre también tendría respuesta a muchas de
las preguntas si su existencia se remontase a varios millones de anos... como
las tendría dentro de varios millones de anos a partir de aquella misma mañana
estival, sin aún existiese sobre la faz del planeta.
Yo podría ayudar algo, pensó Enoch. No podría
darle las respuestas, pero podría ayudar al Hombre a buscarlas. Podría darle fe
y esperanza, junto con una finalidad que antes nunca había tenido.
Pero sabía que no se atrevería a hacerlo.
Mucho más abajo, un gavilán describía perezosos
círculos sobre el anchuroso curso del río. El aire era tan claro que Enoch se
imaginó que podría contar las plumas de las alas desplegadas, si aguzaba la
vista.
Aquel lugar casi parecía un lugar encantado,
pensó. La amplia perspectiva, el aire límpido y la sensación de aislamiento,
casi lindaban con la grandeza del espíritu. Parecía como sí aquél fuese uno de
esos lugares especiales que todos los hombres deben buscar por sí mismos,
considerándose afortunados si alguna vez lo encuentran, porque hay también los
que buscan y nunca lo hallan. Y lo que aún era peor, hay los que nunca lo han
buscado.
Se irguió sobre la roca y su mirada abarcó el
amplio panorama, observando el perezoso gavilán, los meandros del río y la
verde alfombra de los árboles; su mente ascendió hasta llegar a aquellos otros
lugares, hasta que le rodó la cabeza al pensarlo. Y entonces llamó su hogar a
aquel sitio.
Se volvió lentamente, descendió de la roca y
avanzó entre los árboles, siguiendo el sendero que él mismo había abierto en el
transcurso de los años.
Pensó en bajar un poco por el monte para ir a
ver la mata de nicaraguas rosadas, para conjurar en lo posible la belleza que
volvería a ser suya en junio, pero pensó que no valía la pena hacerlo, porque
aquellas flores estaban escondidas en un lugar recóndito y nada podía hacerles
daño. Hubo un tiempo, hacía cien anos, en que florecían en todas las colinas y
él volvía a casa trayéndolas a brazadas, para que su madre las pusiese en la
gran jarra marrón; entonces, durante un par de días, por la casa se esparcía
su fragante perfume. Pero ahora se habían hecho muy escasas. Las idas y venidas
del ganado que llevaban a pacer al monte y los recolectores de flores las
hablan expulsado de las colinas.
Algún otro día, se dijo, otro día antes de que
viniesen las primeras heladas, volvería a visitarías para asegurarse de que
florecían de nuevo al llegar la primavera.
Se detuvo un momento para contemplar a una
ardilla que retozaba en un árbol. Se puso en cuclillas para seguir con la
mirada a un caracol que cruzaba el sendero. Hizo un alto al lado de un añoso
árbol y examinó los dibujos que hacía el musgo sobre su tronco. Y siguió con el
oído los errabundeos de un pajarillo que saltaba trinando de un árbol al otro.
Siguió el sendero hasta salir del bosque y
continuó por el borde del campo, hasta llegar a la fuente que brotaba de la
ladera.
Vio a una mujer sentada junto a la fuente y la
reconoció en seguida: era Lucy Fisher, la hija sordomuda de Hank Fisher, que
vivía allá abajo, junto al río.
Se detuvo para mirarla y pensó: ¡Cuán llena
está de gracia y de belleza, la gracia y la belleza naturales de una criatura primitiva
y solitaria!
Estaba sentada junto a la fuente con una mano
levantada y sosteniendo en ella, con sus dedos largos y sensibles, un objeto
coloreado y brillante. Tenía la cabeza muy erguida, con una viva expresión de
alerta, y el cuerpo recto y esbelto, con aquella expresión vivaz y tranquila,
casi de sorpresa.
Enoch avanzó despacio y se detuvo a tres pasos
detrás de ella. Vio entonces que lo que tenía entre las yemas de los dedos era
una mariposa de colores, una de esas grandes mariposas rojas y doradas que
aparecen a fines de verano. Un ala del insecto estaba erguida y derecha, pero
la otra estaba torcida y arrugada, y había perdido parte del polvillo que
infundía brillo a su color.
Vio que la muchacha no sujetaba a la mariposa,
sino que ésta se hallaba posada al extremo de uno de sus dedos, moviendo
suavemente de vez en cuando su ala buena para mantener el equilibrio.
Pero él vio que se habla equivocado al pensar
que tenía la otra ala rota, porque entonces se apercibió de que en realidad, estaba doblada y deformada
de un modo extraño.
En aquellos momentos se estaba enderezando
lentamente y el polvillo (si
es que lo habla perdido) volvía a recubriría. Por último se juntó con la otra
ala.
Dio la vuelta a la muchacha para que ésta
pudiese verlo y cuando ella lo vio, no dio un respingo de sorpresa. Esto era
muy natural, pensó, porque ella ya debía de estar acostumbrada a que alguien
viniese por detrás para presentarse de pronto ante ella.
Tenía la mirada radiante y él pensó que su
rostro mostraba una expresión de santidad, como si hubiese experimentado un
éxtasis del alma. Y de nuevo se preguntó, como hacía cada vez que la veía, qué
debía ser la vida para ella, encerrada en un mundo de un silencio doble,
incapaz de comunicarse con sus semejantes. Acaso no fuese totalmente incapaz de
comunicarse, pero al menos tenía vedado aquel libre curso de comunicación a que
todo ser humano por su nacimiento tenía derecho.
Sabia que se hicieron varios intentos para
llevarla a una escuela de sordomudos, pero todos fracasaron. Una vez se escapó y estuvo perdida varios días, hasta
que por último la encontraron y la devolvieron a su casa. En otras ocasiones
se encerró en una terca desobediencia, negándose a secundar los esfuerzos de
sus maestros.
Al verla sentada allí con la mariposa, Enoch
pensó que comprendía la razón de ello. Ella tenía un mundo, pensó, un mundo
suyo, uno al que ella estaba acostumbrada y en el que sabía cómo moverse. En
aquel mundo no era una persona lisiada, como a buen seguro lo hubiera sido si
la hubiesen obligado a vivir a medias en el mundo humano normal.
¿Qué bien podían hacerle el alfabeto manual de
los sordomudos o el arte de leer los labios, si esto le arrebataba su extraña
serenidad espiritual interior?
Ella era una criatura de los bosques y las
montañas, de las flores de primavera y de las bandadas de aves otoñales.
Conocía aquellas cosas, vivía con ellas y, en cierta manera extraña, formaba
parte específica de ellas. Ella vivía aparte en una vieja y perdida habitación
del mundo natural. Ocupaba un lugar que el Hombre había abandonado desde hacía
mucho tiempo, si es que en realidad alguna vez lo vio. Allí estaba sentada,
entonces, con la mariposa silvestre rojidorada posada en la punta del dedo,
resplandeciéndole en el rostro aquella expresión viva y expectante, y tal vez
también de triunfo. Vivía, pensó Enoch, con una intensidad que no podía
compararse a la de ningún otro ser viviente.
La mariposa extendió las alas, se alejó
flotando de su dedo y se fue revoloteando, tranquila, sin miedo, por encima de
la yerba silvestre y los narcisos del campo.
Ella se volvió para seguirla con la mirada
hasta que desapareció cerca de la cumbre de la colina, hasta donde trepaba el
viejo campo, y luego se volvió hacia Enoch. Sonrió e hizo un movimiento
aleteante con las manos, como el de las alas rojas y doradas, pero en él había
algo mas... una sensación de felicidad y una expresión de bienestar, como si
quisiera decir que el mundo era muy hermoso.
Si yo pudiese enseñarle la pasimología de mis
amigos galácticos, pensó Enoch... entonces podríamos hablar los dos casi tan
bien como con las palabras del idioma humano. Si dispusiese de tiempo, pensó,
esto no sería demasiado difícil, porque el lenguaje galáctico de signos se
basaba en un proceso natural y lógico que hacia que resultase casi instintivo,
cuando se había captado su principio fundamental.
En la Tierra hubo también en la antigüedad
lenguaje de signos, y ninguno de ellos estuvo tan desarrollado como el que
tuvieron los aborígenes de Norteamérica, con el resultado de que un amerindio,
fuese cual fuese su idioma, podía hacerse entender entre otras muchas tribus.
Pero aun así, el lenguaje por signos de los
indios no pasaba de ser unas muletas que permitían caminar renqueando cuando no
se podía correr, mientras el de la Galaxia era un idioma en sí mismo, que
podía adaptarse a numerosos medios y diferentes métodos de expresión. Fue
creado en el transcurso de miles de anos, con las aportaciones de muchos
pueblos distintos, para ser refinado y depurado y pulido en el transcurso de
los siglos, hasta que en la actualidad era una herramienta para la comunicación
que se sostenía por sus méritos propios.
Había necesidad de semejante herramienta,
porque la Galaxia era una babel. Incluso la ciencia galáctica de la
pasimología, pese a hallarse muy perfeccionada, no podía superar todos los
obstáculos ni garantizar la comunicación fundamental mínima, en ciertos casos.
Pues no sólo había millones de idiomas, sino también aquellas otras lenguas que
no eran fonéticas, porque las especies que las hablaban eran incapaces de
emitir sonidos. Y ni siquiera el sonido servia cuando la especie hablaba en
ultrasonidos, que otros oídos no podían percibir. Existía la telepatía, desde
luego, pero por cada especie telépata había otras mil que no lo eran. Había
muchas que solamente utilizaban lenguajes de signos o mímicos y otras que
únicamente podían comunicarse mediante un sistema escrito o pictográfico, e
incluso algunas que tenían pizarras químicas incorporadas a su organismo. Y
había aquella especie ciega, sorda y sin habla de las misteriosas estrellas del
extremo opuesto de la Galaxia, que empleaba el que acaso fuese el más complicado
de todos los lenguajes galácticos: un código de señales que discurrían por su
sistema nervioso.
Enoch ocupaba aquel puesto desde hacia casi un
siglo, y, aun así pensó, y pese a contar con la ayuda del lenguaje universal de
signos y el traductor semántico, que apenas pasaba de ser un triste (aunque
complicado) artilugio mecánico, aún a veces tenía grandes dificultades en
comprender lo que muchos de ellos decían.
Lucy Fisher tomó una copa que tenía al lado una
copa hecha con una tira doblada de corteza de abedul y la introdujo en la
fuente. Luego la tendió a Enoch y éste se acercó a tomarla, arrodillándose para
beber. La copa rústica no era completamente hermética y el agua se escurrió de
ella por su brazo, mojándole el puño de la camisa y la chaqueta.
Cuando acabó de beber, le devolvió la copa.
Ella la tomó con una mano y se llevó la otra a la frente, para acariciársela
con la yema de sus dedos suaves, como si impartiese una bendición.
Enoch no intentó hablar con ella. Había dejado
de hablarle desde hacia tiempo, pues se dio cuenta de que el movimiento de sus
labios, al formar palabras que ella no podía oír, podía resultarle embarazoso.
En vez de hablarle, le puso la ancha palma de
su mano en la mejilla, dejándola allí un momento con ademán afectuoso y
tranquilizador. Luego se puso en pie y se puso a mirarla; sus miradas se
cruzaron por un momento y luego se apartaron.
Enoch cruzó el arroyuelo que nacía en la fuente
y tomo el sendero que conducía desde la linde del bosque a través del campo, en
dirección a la cresta del monte. A medio camino de la cuesta, se volvió y vio
que ella lo estaba mirando. Levantó la mano en gesto de despedida y ella le
hizo una idéntica salutación.
Se acordó de que hacía tal vez más de doce años
que la conocía. Cuando la conoció era una personilla de unos diez años, que
parecía un hada o un animalillo silvestre que corría por los bosques. Recordaba
que tardaron mucho tiempo en hacerse amigos, a pesar de que él la veía a
menudo, porque corría por montes y valles como si éstos fuesen su campo de
juegos... y en realidad lo eran.
En el transcurso de los años la vio crecer y se
encontró a menudo con ella en sus paseos diarios, estableciéndose entre ambos
el entendimiento que nace entre los solitarios y los proscritos, pero que
estaba basado en algo más que eso... en el hecho de que cada uno de ellos tenía
su mundo propio y este mundo les había dado una clarividencia de la que sus
semejantes se hallaban generalmente desprovistos. Eso no quería decir, pensó
Enoch, que se lo hubiesen dicho o hubiesen tratado de comunicarse la existencia
de esos mundos íntimos, pero cl mero hecho de que esos mundos existiesen en la
consciencia de cada uno de ellos, proporcionaba unos firmes cimientos para la
construcción de una amistad.
Recordó el día en que él la encontró en el
lugar recóndito donde crecían las nicaraguas rosadas, arrodillada con las
flores y mirándolas sin recogerlas, y él se detuvo a su lado y le gustó que no
hubiese sentido impulso de arrancarlas. Entonces comprendió que ambos, él y
ella, hallaban un gozo y una belleza en su simple contemplación, que estaban
mucho más allá de la posesión.
Cuando llegó a la cresta de la montaña,
descendió hacia la carretera cubierta de hierba que conducía al buzón.
Pero no se había equivocado en la fuente, se
dijo, aunque luego le hubiese parecido distinto. La mariposa tenía el ala rota
y arrugada y descolorida por falta de polvillo. Era un ala inútil, pero de
pronto volvió a estar entera y sana y le permitió alejarse volando.
VIII
Winslowe Grant llegaba puntualmente.
Al llegar junto al buzón, Enoch vio la
polvareda levantada por su viejo jamelgo al galopar por la cresta. Aquel año
había sido un año de polvo, pensó al detenerse junto al buzón. Hubo poca lluvia
y esto había sido muy malo para el campo. Aunque, para decir la verdad, apenas
se cultivaba nada a la sazón en aquellas montañas. Hubo un tiempo en que se
alzaron allí pequeñas y pulcras alquerías, casi una al lado de la otra a lo
largo de la carretera, cuya blancura contrastaba con el rojo de los graneros.
Pero en la actualidad, casi todas las casas de labor estaban abandonadas y aquellas
construcciones ya no eran rojas ni blancas, sino de madera grisácea y maltrecha
por la intemperie, despintadas, con las cercas cayéndose de puro viejas y sus
moradores desaparecidos.
Winslowe no tardaría mucho en llegar. Enoch se
sentó a esperarlo. El cartero sin duda se detendría ante el buzón de los
Fisher, que estaba al otro lado del recodo, aunque los Fisher no solían tener
mucho correo, recibiendo casi únicamente la propaganda y los folletos que se
distribuían por las regiones rurales. Esta correspondencia importaba muy poco a
los Fisher, pues a veces pasaban días enteros sin ir a recoger el correo. De no
ser por Lucy, acaso no irían nunca a buscarlo, porque era Lucy quien casi
siempre pensaba en recogerlo.
Enoch se dijo que, en realidad, los Fisher eran
una gente muy rutinaria. Su casa y sus construcciones anexas eran tan
decrépitas, que un día les caerían sobre sus cabezas; cultivaban un mísero
maizal que casi siempre estaba inundado por las crecidas del río. Cosechaban
un poco de heno y tenían un par de caballos que eran todo huesos, con media
docena de vacas flacas y algunas gallinas. Tenían un automóvil viejo y
desvencijado, una instalación para destilar alcohol oculta por las márgenes
del río y se dedicaban a la caza, a la pesca y la colocación de trampas. Eran,
en realidad, gentes míseras que arrastraban una existencia precaria. Aunque,
mirándolo bien, no eran unos malos vecinos. Se ocupaban de sus asuntos sin
molestar a nadie, aunque de vez en cuando toda la tribu se dedicaba a distribuir
folletos y manifiestos de una oscura secta fundamentalista a la que mamá Fisher
se afilió durante unos ejercicios espirituales que se celebraron en Millville
algunos años antes.
Winslowe no se detuvo ante el buzón de los
Fisher, sino que apareció por la curva, traqueteando y envuelto en una nube de
polvo. Frenó el tembloroso armatoste y paró el motor, del que salía una nube de
vapor.
- Dejemos que se enfríe un poco - dijo.
El bloque crujió al empezar a, enfriarse.
- Hoy llega puntual - le dijo Enoch.
- Hoy fueron muy pocos los que tuvieron correo
- repuso Winslowe -. He pasado ante sus buzones sin detenerme.
Metió la mano en la cartera que tenía en el
asiento, a su lado, y sacó un mazo de correspondencia atado con un cordel para
Enoch... eran varios periódicos y dos revistas.
- Recibe usted muchos impresos - observó
Winslowe - pero apenas ninguna carta.
- Ya no queda nadie para escribirme - contestó
Enoch.
- Sí, pero esta vez tiene una carta - dijo
Winslowe.
Enoch miró el mazo de periódicos, incapaz de ocultar
su sorpresa, y vio asomar entre ellos la punta de un sobre.
- Una carta personal - dijo Winslowe, haciendo
casi chasquear sus labios -. No es una circular ni un anuncio. Ni tampoco una
carta comercial.
Enoch se puso el paquete bajo el brazo, junto a
la culata del rifle.
- Probablemente no será nada importante -
observó.
- Tal vez no - dijo Winslowe, con un brillo
taimado en sus ojos.
Sacando una pipa y una bolsa del bolsillo,
empezó a llenar aquélla lentamente. El bloque del motor continuaba crujiendo y
produciendo chasquidos. Caía un sol implacable de un cielo sin nubes. La
vegetación que bordeaba la carretera estaba cubierta de polvo y de ella se
elevaba un olor acre.
- He oído decir que ese buscador de ginseng ha
vuelto - dijo Winslowe, como quien no le da importancia a la cosa, pero incapaz
de contener cierto tono de conspirador -. Ha estado ausente tres o cuatro
días.
- Quizá se fue a vender el sang que encontró.
- En mi opinión - dijo el cartero -, ese tipo
no busca sang, sino alguna otra cosa.
- Pues lleva dedicado a eso mucho tiempo -
comentó Enoch.
- En primer lugar - prosiguió Winslowe -,
apenas hay mercado para esa planta, y aunque lo hubiese, ya no se encuentra.
Antes sí había un buen mercado. Los chinos la empleaban en medicina, según creo.
Pero ahora ya no hay comercio con China. Recuerdo que cuando yo era un
mozalbete, íbamos a buscarla. No era fácil de encontrar, ni siquiera entonces.
Pero casi siempre se conseguía recoger una poca.
Se recostó en el asiento, dando serenamente
chupadas a su pipa.
- Es curioso que aún haya quien se dedique a
eso.
- Nunca he visto a ese hombre - dijo Enoch.
- Camina furtivamente por los bosques - dijo
Winslowe -, recogiendo diferentes clases de plantas. He llegado a pensar que
pudiese ser una especie de curandero, que recoge cosas para hacer amuletos y
ensalmos. Se pasa mucho tiempo hablando con los Fisher y bebiendo el alcohol
que ellos destilan. Aunque hoy en día no se habla mucho de ello, yo aún sigo
creyendo en la magia. Hay muchas cosas que la ciencia no puede explicar. Ahí
tiene usted por ejemplo a la chica de los Fisher, la sordomuda... ¿puede curar
las verrugas con ensalmos?.
- Eso he oído decir - repuso Enoch.
Y aún más que eso, pensó: Puede recomponer el
ala de una mariposa.
Winslowe se adelantó en el asiento.
- Casi lo olvidaba – dijo -. Tengo otra cosa
para usted. Levantó del suelo un paquete envuelto en papel marrón de embalar y
lo tendió a Enoch, diciendo:
- Esto no es correo. Es una cosa que he hecho
para usted.
- Muchas gracias - dijo Enoch, tomando el
paquete.
- Vamos, hombre, ábralo. Enoch titubeó.
- Caramba, no tenga vergüenza - dijo Winslowe.
Enoch rasgó el papel y vio una talla de madera
que le representaba a él mismo. Era de madera dorada, de color de miel, y media
unos treinta centímetros. Brillaba bajo el sol como si fuese de cristal dorado.
Él aparecía en actitud de caminar, con el rifle bajo el brazo y avanzando
contra el viento, pues estaba ligeramente inclinado y el viento formaba
pliegues en su chaqueta y sus pantalones.
Enoch se quedó boquiabierto y luego se puso a
contemplar la talla.
- Wins – dijo -, es la obra más bella que he
visto en mi vida.
- Le hice - repuso el cartero - con aquel trozo
de madera que usted me dio el invierno pasado. Nunca había tenido una madera
más apta para la talla. Dura y apenas sin grano. No había el peligro de
resquebrajaría o de que se partiese por un nudo. Cuando se le hacía un corte,
se quedaba tal corno lo hacía y no tenía que andar escogiendo el punto mejor
para hacerlo. Y no cuesta nada de pulir. Sólo hay que frotarla un poco.
- No puede usted figurarse lo que esto
representa para mí.
- En el transcurso de los años - prosiguió el
cartero -, usted me ha dado una gran cantidad de madera. Maderas de todas
clases, que nunca se han visto por aquí. Todas de primera calidad y muy
hermosas. Creo que ya era hora de que hiciese algo para usted.
- Y usted también ha hecho mucho por mí -
observó Enoch -. Me ha traído una infinidad de cosas del pueblo.
- Enoch - le dijo Winslowe -, le tengo mucha
simpatía. No sé qué es usted ni voy a preguntárselo, pero de todos modos, le
tengo una gran simpatía.
- Ojalá pudiese decirle lo que soy - repuso
Enoch.
- Bien - dijo Winslowe, situándose de nuevo
ante el volante -, poco importa lo que seamos todos nosotros, mientras nos
llevemos bien. Si algunas naciones siguieran el ejemplo que les damos las
gentes de pueblos atrasados como nosotros y aprovechasen esta lección de
convivencia, el mundo irla mucho mejor.
Enoch asintió gravemente.
- Ahora no parece ir muy bien, ¿no es verdad?
- Desde luego que no - contestó el cartero,
poniendo el coche en marcha.
Enoch contempló cómo el automóvil se alejaba
cuesta abajo, levantando una gran polvareda.
Luego volvió a mirar la estatuilla de madera.
Parecía como si la figura caminase en lo alto
de una montaña, recibiendo plenamente el impacto del viento e inclinada para
resistirlo.
¿Por qué?, se preguntó. ¿Qué había visto el
cartero en él, para representarlo como un hombre que avanzaba contra el viento?
IX
Dejó el rifle y el correo sobre una extensión
de hierba polvorienta y volvió a envolver cuidadosamente la estatuilla en el
trozo de papel. Resolvió que la pondría sobre la chimenea o, acaso mejor, en la
mesita de café puesta junto a su sillón favorito, y en el ángulo donde tenía su
escritorio. Tuvo que reconocer, con cierto embarazo, que deseaba tenerla a
manos donde pudiese mirarla o recogerla siempre que quisiera. Y le extrañó la
profunda e íntima satisfacción anímica que le produjo el regalo del cartero.
Sabia que no la experimentaba por el hecho de
que recibiese muy pocos regalos. Apenas pasaba una semana sin que los viajeros
extraterrestres no le dejasen varios. Tenía la casa abarrotada de regalos y en
el sótano toda una pared estaba cubierta de estantes en los que se hacinaban
las cosas que le habían regalado. Acaso su emoción se debiese, entonces, a que
se trataba de un regalo de la Tierra, de un ser de su propia especie.
Se puso la estatuilla envuelta bajo el brazo,
y, recogiendo el rifle y el correo, emprendió el camino de regreso a su casa,
siguiendo el camino cubierto de maleza que en otros tiempos había sido el
camino carretero que conducía a la casa de labor.
Las viejas roderas estaban ocultas por la
hierba enmarañada, pero habían sido trazadas tan profundamente en la arcilla
por las llantas de hierro de las antiguas carretas, que aún eran dura tierra
apisonada en la que ninguna planta habla conseguido arraigar. Pero por ambos
lados los matorrales invasores crecían hasta la altura de un hombre, de modo
que entonces avanzaba entre dos muros de verdor.
Pero en algunos lugares determinados, de manera
inexplicable - tal vez a causa del carácter del suelo o a un simple capricho
de la naturaleza -, la enmarañada espesura formaba claros, por los que se
podía contemplar hasta el fondo del valle.
Desde uno de aquellos observatorios Enoch vio
un destello entre un grupo de árboles que se alzaban al borde del antiguo
campo, no muy lejos de la fuente donde encontró a Lucy.
Frunció el ceño al ver aquel destello y
permaneció parado en el sendero, esperando que se repitiese. Pero no se
repitió.
Sabía que era uno de los vigilantes, que
observaba la estación con unos prismáticos. El destello que vio era el reflejo
del sol en los cristales.
¿Quiénes eran aquellos vigilantes, se preguntó.
¿Y por qué lo vigilaban? La vigilancia duraba ya desde hacía algún tiempo, pero
resultaba extraño que no hubiese pasado de ser una simple vigilancia. Hasta
entonces no lo habían molestado. Nadie había intentado abordarlo, a pesar de
que no hubiera habido cosa más sencilla y natural. Si ellos - quienesquiera que
fuesen- hubiesen querido hablar con él, podían haber organizado un encuentro
que pareciese completamente casual, durante uno cualquiera de sus paseos
matinales.
Mas al parecer, de momento todavía no querían
hablar con él.
¿Qué se proponían, entonces? Tal vez mantenerlo
en observación. Y para eso, pensó con cierta ironía melancólica, bastaba con
observarlo diez días, podía conocer al dedillo sus hábitos y costumbres.
O acaso estuviesen esperando que ocurriese algo
que les proporcionase una clave acerca de sus acciones. Por ese lado quedarían
chasqueados. Podían pasarse mil años observándolo, sin tener el menor atisbo
sobre el particular.
Dejó de contemplar el panorama y continuó su
ascenso por el camino, preocupado e intrigado por la presencia de los
vigilantes.
Tal vez, pensó, no habían tratado de establecer
contacto con él a causa de cierta historia que circulaba sobre Enoch Wallace.
Habladurías que nadie, ni siquiera Winslowe, se atrevería a repetirle. ¿Qué
clase de historias, se preguntó, podrían haber urdido sus vecinos acerca de
él... qué fabulosos cuentos populares se escucharían conteniendo el aliento al
amor de la lumbre?
Acaso más valiese no conocer aquellas
historias, se dijo, aunque estaba casi seguro de que debían de existir. Y
también pudiera ser mejor que los que lo vigilaban no hubiesen tratado de
abordarlo, pues mientras no hubiese contacto, aún podía considerarse bastante
seguro. Mientras no le hiciesen preguntas, no necesitaba darles respuestas.
¿Es usted, le preguntarían, el mismo Enoch
Wallace que se alistó en 1861 para luchar por el viejo Abraham Lincoln? Y sólo
existía una respuesta para esta pregunta, no podía haber más que una. Sí,
tendría que decirles, soy el mismo.
Y de todas las preguntas que pudieran hacerle,
aquélla sería la única que podría responder sin mentir. Para todas las demás,
se vería obligado a guardar silencio o contestar con evasivas.
Le preguntarían por qué no había envejecido...
por qué permanecía joven mientras todos los demás hombres se volvían viejos. Y
él no podría decirles que cuando estaba dentro de la estación no envejecía, que
solamente envejecía cuando salía de ella, una hora todos los días durante sus
paseos cotidianos, una hora más trabajando en su huerto, o quince minutos
sentado en el porche para contemplar una bella puesta de sol. Pero cuando
regresaba al interior de la casa, el proceso de envejecimiento cesaba por
completo.
No podía decirles eso. Y había muchas más cosas
que tampoco podía decirles. Sabía que acaso llegaría un tiempo, si establecían
contacto con él, en que tendría que rehuir todo interrogatorio, cortando los
últimos lazos que lo unían al mundo y permaneciendo aislado dentro de las
cuatro paredes de la estación.
Semejante decisión no constituiría una
incomodidad física, pues podía vivir perfectamente dentro de la estación, sin
el menor inconveniente. No le faltaría nada, porque los extraterrestres le
proporcionarían todo cuanto necesitase para vivir y encontrarse bien. A veces
compraba comida humana y hacía que Winslowe se la comprase en el pueblo y se la
subiese, pero sólo porque sentía deseos de probar los alimentos de su propio
planeta, en particular aquellos sencillos productos alimenticios de su
infancia y de sus días de soldado.
E incluso estos alimentos, se dijo, podrían
consegirse mediante el proceso de duplicación. Podría enviar una lonja de
tocino o una docena de huevos a otra estación, donde los guardarían como modelo
para duplicar su estructura molecular, que le enviarían cuando lo pidiese.
Pero había otra cosa que los extraterrestres no
podían proporcionarle... las relaciones humanas que conservaba gracias a
Winslowe y el correo. Una vez encerrado dentro de la estación, quedaría aislado
completamente del mundo que conocía, pues las revistas y periódicos eran su
único contacto con él. Era imposible hacer funcionar una radio en la estación,
a causa de las interferencias creadas por las instalaciones.
No sabría lo que pasaba en el mundo, dejaría de
saber lo que ocurría en el exterior. Su gráfica se resentiría de esto y se
convertiría en un documento bastante inútil; aunque, por otra parte, pensó,
ahora ya era casi inútil del todo, pues no podía estar seguro de la
dosificación correcta de los factores.
Pero dejando aparte todo esto, echaría de menos
aquel pequeño mundo exterior que había llegado a conocer tan bien, ese
rinconcito del planeta que medía en sus paseos.
Eran estos paseos, pensó, tal vez mas que otra
cosa, lo que le había permitido seguir siendo un ser humano y un ciudadano de
la Tierra.
Se preguntó la importancia que podía tener que
continuase siendo, intelectual y sentimentalmente, un ciudadano de la Tierra
y un miembro de la especie humana. Acaso no hubiese razón alguna para que
continuase siéndolo. Con el cosmopolitismo de la Galaxia a su disposición,
incluso podía parecer provinciano su afán continuado por mantenerse fiel a su
viejo planeta natal. Acaso sin saberlo perdiese algo muy importante con su
provincianismo.
Pero sabía que no era propio de él volverse de
espaldas a la Tierra. Era un lugar que amaba demasiado para ello...
probablemente lo amaba más que el común de los mortales, que no había podido
tener el atisbo que él tuvo de mundos remotos e inimaginables. Un hombre, se
dijo, tenía que pertenecer a alguna parte, debía tener una lealtad y una
identidad. La Galaxia era un lugar demasiado grande para que un ser viviente
pudiera permanecer en ella solo y desamparado.
Una alondra se elevó de entre unas matas y se
Cernió a gran altura en el cielo. Al verla, esperó la cascada de notas
cristalinas que surgiría de su garganta para desparramarse por el azul. Pero
no hubo canto, pues la primavera ya había pasado.
Continuó bajando por el camino y de pronto,
frente a él, vio la desnuda silueta de la estación, de pie sobre el otero.
Tiene gracia, pensó, que piense más en ella
como una estación que como un hogar, pero habla sido estación más tiempo que
hogar.
De ella se desprendía una especie de fea
solidez, como si se hubiese lanzado en aquella loma y se propusiese permanecer
allí para siempre.
Y allí permanecería, desde luego, si ésta era
la voluntad de quienes la habían construido. Nada podía causarle el menor
efecto.
Aunque un día se viese obligado a permanecer
dentro de sus paredes, la estación seguiría alzándose imperturbable contra
todos los intentos y vigilancias humanas. Los hombres no podrían derribarla ni
hacerle mella. Nada podrían hacer. Todas sus observaciones y especulaciones,
todos los análisis a que él se entregaba, no proporcionarían nada al Hombre,
salvo el conocimiento de que en aquella loma existía una construcción
inusitada. Pues la estación podría sobrevivir a todo, excepto una explosión
termonuclear... y tal vez esto también.
Entró en el corral y se volvió para mirar hacia
atrás, hacia el grupo de árboles de donde había salido el destello; pero no vio
nada que indicase allí la presencia de alguien.
X
En el interior de la estación, la máquina
transmisora de mensajes emitía un sonido quejumbroso.
Enoch colgó el rifle, dejó el correo y la estatuilla
sobre su mesa y cruzó la habitación hacia la máquina, que no paraba de silbar.
Oprimió el botón y bajó la palanca. El silbido cesó inmediatamente.
En la placa para mensajes leyó:
N.o 406302 A ESTACIÓN 18327. LLEGARE AL ANUCHECER HORA
LOCAL. PREPARA CAFÉ. ULISES.
Enoch sonrió. ¡Ulises y su café! Era el único
extraterrestre que había conocido que se aficionó a un producto de la Tierra.
Otros muchos los probaron, ya fuesen alimentos o bebidas, pero casi nunca
repitieron.
Lo que pasaba con Ulises y él era muy curioso,
pensó. Simpatizaron desde el primer momento, desde aquella tarde de tormenta en
que estaban sentados en la escalera y la máscara humana se desprendió de la
cara de su visitante.
Entonces apareció un rostro espantoso, feo y
repulsivo. El rostro de un payaso cruel, pensó Enoch. En el mismo momento de
pensarlo, se preguntó por qué había podido escoger una frase tan particular,
pues los payasos lo eran todo menos crueles. Pero aquél podía serlo... con su
cara abigarrada, su mandíbula dura y enérgica, la boca reducida a un fino
trazo.
Entonces le vio los ojos y se olvidó de todo lo
demás. Eran muy grandes y tenían una suavidad y la luz del entendimiento
brillaba en ellos; lo miraban con simpatía, como otro ser hubiera podido
tenderle amistosamente las manos.
La lluvia llegó susurrando sobre la tierra,
tamborileó en el techo del cobertizo donde se guardaba la maquinaria agrícola y
luego cayó sobre ellos en ráfagas inclinadas que martilleaban coléricamente el
polvo del corral, mientras las gallinas sorprendidas y azoradas, corrían
alocadamente en busca de cobijo.
Enoch se puso en pie de un salto, agarró al
visitante por un brazo y lo llevó bajo la protección del porche.
Allí se detuvieron, uno frente al otro; Ulises
terminó de quitarse la máscara, que se había aflojado al romperse, y terminó de
mostrar un cráneo lampiño en forma de huevo... y la cara, que parecía
pintarrajeada. Dijérase la cara de un indio bravo y belicoso, pintado con los
colores de la guerra, con la única diferencia de que aquí y allá mostraba
toques de payaso, como si al pintarse la cara de aquel modo hubiese querido
poner de relieve lo grotesco y absurdo de la guerra. Pero al mirarla Enoch
comprendió que no era pintura, sino la coloración natural de aquel ser
procedente de algún lugar perdido entre las estrellas.
Fuesen cuales fuesen las dudas que subsistieran
en su ánimo, o el pasmo que aún sintiese, Enoch no tenía ninguna duda de que
aquel extraño ser no era de la Tierra. Pues no era humano. Podía tener forma
humana, con dos brazos y dos piernas, una cabeza y un rostro, pero había en él
algo esencialmente inhumano, casi la negación de la humanidad.
En otras épocas acaso lo hubiesen tomado por un
demonio, pero aquellos tiempos ya habían pasado (aunque en algunos lugares aún
subsistían) hasta cierto punto, en que la gente creía en demonios, en trasgos o
en cualquier otro miembro de aquella legión sobrenatural que, en la imaginación
de los hombres antiguos, tenía sus reales en la Tierra.
Dijo que venía de las estrellas. Y era posible
que así fuese, aunque aquello no tenía pies ni cabeza. Nadie había podido
imaginarlo, ni en las fantasías más descabelladas. Sin ningún asidero, no
ofrecía nada a que sujetarse. No tenía puntos de referencia ni podía medirse
con nada. Y dejaba una especie de vacío en la mente que acaso podría llenarse,
andando el tiempo, pero que entonces no era más que un túnel de pasmo y
maravilla que sé extendía indefinidamente.
- No tenga prisa - le dijo el extraterrestre -.
Ya sé que no es fácil. Y no conozco nada para facilitar el proceso. Al fin y al
cabo, no tengo ningún medio de demostrar que vengo de las estrellas.
- Pero, ¿cómo habla usted tan bien...
-¿Quiere decir en su idioma? Esto no ha sido
muy difícil. Si conociese todos los idiomas de la Galaxia, comprendería que
esto ofrece muy poca dificultad. Su idioma no es difícil. Es un idioma
fundamental y omite un sinfín de conceptos.
Enoch tuvo que admitir que aquello podía ser
cierto.
- Si usted lo desea - prosiguió el extraño visitante -, puedo
irme durante un día o dos, para que usted tenga tiempo de pensar. Entonces
volveré y usted ya habrá llegado a una decisión.
Una sonrisa forzada y que le pareció poco
natural al mismo Enoch, sé dibujó en su cara.
- Esto me daría tiempo – replicó - para dar la
alarma en toda la comarca. Podríamos tenderle una celada.
El extraterrestre movió negativamente la
cabeza.
- Estoy seguro de que usted no haría eso. Estoy
dispuesto a correr ese riesgo. Si desea que...
- No - le atajó Enoch, con tanta calma que él
mismo se sorprendió -. No, las cosas tiene que afrontarías uno solo. Eso es lo
que aprendí en la guerra.
- Usted servirá - dijo el extraterrestre -.
Servirá perfectamente. No me equivoqué al juzgarlo y esto hace que me sienta
orgulloso.
-¿Al juzgarme?
-¿Cree acaso que me presenté aquí por
casualidad? Yo ya le conocía, Enoch. Quizá tanto como se conoce usted mismo.
Probablemente aún más.
-¿Sabe usted mi nombre?
- Naturalmente.
- Vaya, pues no está mal - comentó Enoch -. Y
usted, ¿cómo se llama?
- Me hace una pregunta muy embarazosa -
contestó el extraterrestre -. Pues ha de saber que yo no tengo nombre, tal como
en la Tierra se entiende. No tengo más que identificación, lo cual basta para
mi especie; pero no un nombre que se pueda articular con la lengua.
De pronto, sin ningún motivo determinado, Enoch
recordó aquella figura inclinada, montada en el último larguero de una cerca,
con un bastón en una mano y un cortaplumas en la otra, aguzando tranquilamente
el palo mientras sobre su cabeza silbaban las balas de cañón y a menos de un
kilómetro de distancia se escuchaba el fuego de los mosquetones, cuyos
fogonazos brillaban entre el humo de la pólvora que se alzaba sobre las líneas.
- Entonces, es necesario que le ponga un nombre
- dijo -. Voy a llamarle Ulises. Comprenda que tengo que llamarle de algún
modo.
- De acuerdo - repuso el extraterrestre -.
Pero, ¿me permite preguntarle por qué ha de ser Ulises?
- Porque es el nombre - contestó Enoch - de un
gran hombre de mi raza.
Era algo completamente absurdo, desde luego,
porque no existía el menor parecido entre ambos... entre aquel general de la
Unión, sentado sobre la cerca aguzando un palo, y el ser que estaba junto a él
bajo el porche.
- Me alegro de que lo hayas escogido - dijo el
nuevo Ulises, de pie bajo el porche -. A mis oídos tiene un son noble y digno y
te diré en confianza que me alegraré de llevarlo. Y yo te tutearé y te llamaré
Enoch, que es tu nombre de pila, porque ambos seremos amigos y colaboraremos
durante muchos de tus años.
Nota. El autor no se refiere al Ulises
homérico, sino a Ulises Grant, general norteamericano, presidente de la Unión
en 1868, reelegido en 1872.
Empezaba a comprender el alcance de aquella
conversación y la idea era abrumadora. Tal vez hubiese sido mejor, se dijo
Enoch, tardar un poco en comprenderlo, hallado tan aturdido que no lo
comprendiese en seguida.
-¿No quieres comer nada? - dijo Enoch,
esforzándose por desechar de su mente aquella certidumbre, que surgía con
demasiada rapidez -. Podría preparar un poco de café...
- Café - dijo Ulises, haciendo chasquear sus
delgados labios -. ¿Tienes café?
- Puedo preparar una buena cafetera. Le echaré
un huevo para darle mejor sabor...
- Es delicioso - observó Ulises -. De todas las
bebidas que he probado en cientos de planetas, el café es la mejor.
Entraron en la cocina, Enoch revolvió las
brasas del fogón y puso más leña al fuego. Se fue con la cafetera al fregadero,
le echó un poco de agua del cubo y la puso a hervir. Luego se fue a la despensa
en busca de unos huevos y bajó al sótano a por el jamón.
Mientras él iba de una parte a otra, Ulises
permanecía sentado, muy rígido, en una silla de la cocina y sin quitarle ojo de
encima.
-¿Puedes comer huevos con jamón? - le preguntó
Enoch.
- Puedo comer lo que sea contestó Ulises -. Mi
especie es muy adaptable. Por esta razón me enviaron a este planeta en calidad
de... ¿cómo lo decís vosotros?... un observador, tal vez.
-¿No sería mejor decir explorador? - apuntó
Enoch.
- Si, eso es, explorador.
Enoch pensaba que resultaba muy fácil hablar
con él... casi tan fácil como con otra persona, a pesar de que, ¡Santo Dios!,
parecía muy poco una persona. Más bien parecía la ridícula caricatura de un ser
humano.
- Vives aquí, en esta casa, desde hace
muchísimo tiempo - afirmó Ulises -. Y le tienes afecto.
- Ha sido mi hogar desde el día en que nací -
repuso Enoch -. Estuve ausente de ella durante casi cuatro años, pero siempre
fue mi hogar.
- Yo también me alegraré de volver a mi hogar -
le confió Ulises -. Ya llevo demasiado tiempo ausente. Las misiones como ésta
siempre se hacen demasiado largas.
Enoch dejó el cuchillo que empuñaba para cortar
una lonja de jamón y se dejó caer pesadamente en una silla, para quedarse
mirando de hito en hito a Ulises, sentado al otro lado de la mesa.
-¿Qué dices? - le preguntó -. ¿Dices que te vas
a casa?
- Naturalmente - contestó Ulises -. Ahora ya he
realizado mi misión. Yo también tengo una casa. ¿No se te había ocurrido
pensarlo?
- Pues no, la verdad - musitó Enoch -. No se me
había ocurrido.
Y así era, en efecto. No se le había ocurrido
relacionar al extravagante ser con una casa y un hogar. Porque solamente los
seres humanos tenían algo llamado hogar.
- Algún día - le dijo Ulises -, te hablaré de
mi hogar. Es posible que algún día incluso visites mi casa.
-¿Allá entre las estrellas? - preguntó Enoch.
- Sí, ya sé que ahora eso te parece extraño -
observó Ulises -. Tardarás un tiempo en acostumbrarte a esa idea. Pero cuando
nos conozcas -a todos nosotros- lo entenderás. Espero que seamos de tu agrado.
En el fondo no somos malos. Somos muy distintos, pero no somos malos.
Las estrellas, pensó Enoch, se hallaban
perdidas en las soledades del espacio y no tenía ni la más remota idea de la
distancia a que se encontraban, ni lo que eran, ni por qué existían. Otro
mundo, pensó... no, no era exactamente así... muchos otros mundos. Y habitados,
tal vez por otros muchos pueblos; pueblos diferentes, sin duda, para cada
estrella. Y uno de ellos, un miembro de aquellos pueblos, estaba sentado allí
en su cocina, esperando que el café hirviese y que los huevos con jamón se
friesen.
- Pero, ¿por qué? – Preguntó -. ¿Por qué?
- Porque - contestó Ulises- somos pueblos
errabundos. Nos gusta viajar y necesitamos una estación de tránsito aquí.
Queremos convertir esta casa en estación y confiarte su custodia.
-¿Esta casa?
- No podemos construir una estación, porque la
gente se preguntaría quién la construía y para qué. Por lo tanto, nos vemos
obligados a aprovechar construcciones ya existentes y adaptarlas a nuestros
fines. Pero únicamente el interior. Dejamos el exterior tal como está; es
decir, en apariencia. Pues no queremos que la gente curiosee y haga preguntas.
Tiene que haber...
- Pero, ¿estos viajes?...
- Son de estrella a estrella - repuso Ulises -.
Más rápidos que el pensamiento. Como vosotros decís, en un abrir y cerrar de
ojos. Tenemos lo que vosotros llamaríais maquinaria, aunque no es tal... no se
puede comparar con la maquinaria entendida en el sentido terrestre.
- Te ruego que me disculpes - dijo Enoch,
confuso -. Pero es que todo esto me parece tan imposible...
-¿Te acuerdas de cuando el ferrocarril llegó a
Millville?
- Claro que me acuerdo, aunque entonces no era
más que un niño.
- Pues esto viene a ser algo parecido. Se trata
de otro ferrocarril, la Tierra es un pueblo y esta casa será la estación de
este nuevo ferrocarril distinto al que conoces. La única diferencia será que
únicamente tú, en toda la Tierra, conocerás la existencia del ferrocarril. Pues
has de saber que la Tierra no será más que un punto de descanso, el fin de una
etapa. En la Tierra, nadie podrá sacar billetes para viajar en este
ferrocarril.
Dicho de aquel modo, naturalmente, parecía muy
sencillo, pero Enoch tenía la impresión de que distaba mucho de serlo.
-¿Cómo pueden ir vagones de ferrocarril por el
espacio? - preguntó.
- No son vagones de ferrocarril - le contestó
Ulises - sino otra cosa. No sé cómo explicártelo...
-¿Por qué no tratas de buscar a otro... a otro
capaz de entenderlo?
- No hay nadie en este planeta que pudiera
entenderlo ni remotamente. No, Enoch, tú nos servirás tan bien como otro
cualquiera. En cierto modo, mucho mejor que otros.
- Pero...
-¿Qué, Enoch?
- Nada - repuso Enoch.
Se había acordado entonces de que había estado
sentado en la escalera, pensando en lo solo que estaba y en un nuevo comienzo,
sabiendo que era inevitable empezar de nuevo, empezar otra vez desde cero para
volver a edificar su vida.
Y aquí, de pronto, estaba aquel nuevo
comienzo... más terrible y maravilloso que todo cuanto hubiera podido soñar,
incluso en un momento de demencia.
XI
Enoch archivó
el mensaje y envió el acuse de recibo:
N.o 406302 RECIBIDO. PONGO
CAFÉ A HERVIR.
ENOCH
Después de borrar el mensaje de la máquina, se
dirigió al depósito para líquidos N.0 3 que había preparado antes de
irse. Comprobó la temperatura y el nivel de la solución, cerciorándose de nuevo
de que el depósito estuviese bien colocado respecto al materializador.
De allí
pasó al otro materializador, el oficial y de urgencia, colocado en un rincón,
y lo examinó escrupulosamente. Estaba bien. Siempre estaba bien, pero él nunca
dejaba de revisarlo antes de una visita de Ulises. Si algo hubiese ido mal, no
hubiera podido hacer otra cosa sino enviar un mensaje urgente a la Central
Galáctica. En este caso, alguien hubiera venido en el materializador normal,
para reparar la avería. Pues la verdad era que el materializador oficial y de
urgencia era exactamente lo que su nombre indicaba. Tan sólo se utilizaba para
las visitas oficiales efectuadas por el personal del Centro Galáctico o para posibles
casos urgentes, y su manejo se efectuaba totalmente desde fuera de la estación
local.
Ulises, en su calidad de inspector de aquella y
de otras varias estaciones, podría haber utilizado el materializador oficial
siempre que lo hubiese tenido en gana y sin previo aviso. Pero en todos los
años que llevaba visitando la estación nunca había dejado de avisarle su
llegada, recordó Enoch con cierto orgullo. Se trataba de un gesto de cortesía
que tal vez muchos inspectores no tuviesen con las demás estaciones de la gran
red galáctica, aunque era posible que con algunas de ellas tuviesen la misma
deferencia.
Aquella misma noche, se dijo, tendría que decir
a Ulises la vigilancia a que se hallaba sometida la estación. Acaso hubiese
tenido que decírselo antes, pero se mostraba reacio a admitir que la especie
humana pudiese constituir un problema para la instalación galáctica.
No tenía remedio, se dijo para sus adentros,
aquella obsesión que le dominaba de presentar a los habitantes de la Tierra
como seres buenos y razonables. La verdad era que por muchos conceptos no eran
buenos ni razonables; tal vez porque aún no habían alcanzado la madurez. Eran
listos y rápidos de entendimiento, a veces compasivos e incluso llenos de
comprensión, pero fallaban lamentablemente en muchos otros aspectos.
Pero si se les diese ocasión para ello, pensaba
Enoch, si se les ofreciese una oportunidad, únicamente si pudiese decirles lo
que existía en el espacio, entonces tratarían de dominarse y de ponerse a la
altura, y así, a su debido tiempo, serían admitidos en el gran concierto de
pueblos estelares.
Una vez admitidos, demostrarían su valía y
harían oír su voz, porque aún eran una estirpe joven y rebosante de energía...
a veces incluso excesiva.
Enoch meneó dubitativamente la cabeza y cruzó
la habitación, para ir a sentarse en su escritorio. Colocando el correo ante
él, desató el cordel con que Winslowe había atado el mazo de correspondencia.
Había unos cuantos diarios, un semanario, dos
revistas - Nature y Science - y la
carta.
Apartó los diarios y revistas a un lado y tomó
la carta. Vio que era un sobre de correo aéreo con la estampilla de Londres y
como remitente figuraba un nombre que le era desconocido. Se preguntó quién
podía escribirle desde Londres sin conocerlo. Aunque luego pensó que
quien-quiera que le escribiese, desde Londres o desde donde fuese, tenía que
ser forzosamente un desconocido. Sí no conocía a nadie en Londres ni en ningún
lugar del mundo.
Rasgó el aerograma, lo abrió y extendió sobre
la mesa, acercando la lámpara de pie para que la luz cayese de pleno sobre la
escritura.
Entonces leyó lo siguiente:
Muy señor
mío:
Sin duda
mi nombre le será desconocido. Soy uno de los varios directores de Nature, la
publicación inglesa a la que usted está suscrito desde hace muchos años. No le
escribo con papel de la revista porque esta carta es personal y no tiene
carácter oficial, y acaso incluso la considere usted de muy mal gusto.
Tal vez
le interese saber que es usted nuestro suscriptor más antiguo. Figura usted en
nuestras listas de suscriptores desde hace más de ochenta años.
Si bien
comprendo que esto no es de mi incumbencia, a veces me he preguntado si ha sido
usted mismo quien ha estado suscrito a nuestra publicación durante un período
tan prolongado, o si es posible que fuese su padre, o cualquier otro familiar
suyo quien inició la suscripción, limitándose usted a dejar que ésta siguiese
a su nombre.
Es
indudable que mi interés representa una curiosidad, y una intromisión
inexcusable y si usted prefiere dar esta carta por no recibida, se halla muy en
su derecho de hacerlo y me parecerá justo que así lo haga. Pero si no le
importa contestar, agradeceré sumamente una respuesta.
Puedo
únicamente decir en mi descargo que llevo tanto tiempo en la revista, que
siento cierto orgullo en comprobar que hay alguien que ha sentido interés en
recibirla durante más de ochenta años. Dudo que existan muchas publicaciones
que hayan podido merecer un interés tan pronunciado por parte de uno de sus
suscriptores.
Le saluda
respetuosamente, con mi mayor consideración, suyo affmo. S.S.
Y después venía la firma.
Enoch apartó la carta a un lado.
De nuevo el mismo problema, se dijo. Allí
estaba otro que lo vigilaba, aunque discretamente y con suma cortesía, y sin
que representase un peligro como los demás.
Pero era otro que se había dado cuenta, otro
que se extrañó ante el hecho de que el mismo individuo estuviese suscrito a una
revista durante más de ochenta años.
Y a medida que fuese pasando el tiempo, habría
más y más. No eran sólo los que lo vigilaban apostados fuera de la estación los
que debían de preocuparle, sino los que estaban en potencia. Por más callado y
discreto que fuese un hombre, llegaría un momento en que no podría seguirse
ocultando. Tarde o temprano, el mundo vendría a pedirle cuentas y las gentes se
agolparían, frente a su puerta, ansiosas por saber por qué se ocultaba.
Sabía que el plazo tocaba a su fin. El mundo
estrechaba su cerco.
¿Por qué no pueden dejarme en paz?, murmuró
entre dientes. Si él pudiese explicarles lo que verdaderamente sucedía, tal vez
lo dejasen en paz. Pero no podía explicárselo. Y aunque pudiese, siempre
habría algunos que vendrían a curiosear.
Al otro lado de la estancia, el materializador
lanzó una llamada de aviso y Enoch giró en redondo.
El thubano había llegado. Estaba en el
depósito, como una masa oscura y globular, y, por encima de él, flotando
perezosamente en la solución, había un objeto cúbico.
El equipaje, se dijo Enoch. Pero el mensaje
decía que no traía equipaje.
Mientras cruzaba apresuradamente la habitación,
oyó unos chasquidos... eran el thubano que le estaba hablando.
- Un regalo para usted - dijo el chasquido -.
Vegetación muerta.
Enoch atisbó el cubo que flotaba en el líquido.
- Tómelo - dijo el thubano con sus chasquidos
-. Lo he traído para usted.
Desmañadamente, Enoch le contestó, golpeando
con las uñas en la pared de cristal del depósito: "Muchas gracias,
gracioso señor”. Mientras transmitía el mensaje, se preguntó si utilizaba el
tratamiento adecuado para dirigirse a aquella masa gelatinosa. Un hombre,
pensó, podía armarse un lío tremendo con aquellas cuestiones de etiqueta. Había
algunos de aquellos seres a los que era necesario dirigirse en un lenguaje
florido y ampuloso (y aún, en esos casos, las fórmulas variaban), mientras otros
hablaban en los términos más escuetos y directos.
Metió la mano en el depósito para sacar el cubo
y vio que era un bloque de madera muy pesada, negra como el ébano y de un grano
tan fino, que parecía piedra. Rió interiormente, al pensar que, si había que
hacer caso a Winslowe, se había convertido en un experto en maderas artísticas.
Dejó la madera en el suelo y volvió su atención
al depósito.
-¿Le importaría explicarme lo que piensa hacer
con ella? - le preguntó el thubano -. Para nosotros, eso no sirve para nada.
Enoch titubeó, rebuscando desesperadamente en
su memoria. ¿Con qué señales del código se traducía el verbo "tallar?”
-¿Bien? - dijo el thubano.
- Debe usted perdonarme, gracioso señor. No
estoy muy versado en su lenguaje. Lo empleo muy pocas veces.
- Apee el tratamiento y no me llame
"gracioso señor". Soy un ser vulgar.
- Modelarla - dijo Enoch -. Darle otra forma.
¿Es usted un ser visual? Si puede verla, le mostraré una.
- No soy visual - repuso el thubano -. Muchas
otras cosas, sí, pero no visual.
Cuando llegó tenía forma de globo y entonces
empezaba a aplastarse.
- Usted es un bípedo - le dijo el thubano con
sus curiosos chasquidos.
- Sí, eso es lo que soy.
- Hablemos de su planeta. ¿Es un planeta
sólido?
- ¿Sólido?, - se preguntó Enoch. Oh - sí,
sólido; lo contrarío de líquido.
- Sólido en una cuarta parte – respondió -. El
resto es líquido.
- El mío es casi totalmente líquido. Sólo una
pequeña parte es sólida. Un mundo muy tranquilo.
- Quiero preguntarle una cosa - dijo Enoch,
golpeando en las paredes del tanque.
- Pregunte - repuso el extraño ser.
- Usted es matemático. ¿Todos ustedes lo son?
- Sí contestó el thubano -. Es un excelente
pasatiempo. Mantiene la mente ocupada.
-¿Quiere usted decir que no aplican sus
conocimientos a nada?
- Oh, sí, una vez los aplicamos. Pero ahora ya
no necesitamos aplicarlos. Hace mucho, muchísimo tiempo que tenemos todo
cuanto necesitamos. Ahora sólo nos divertimos.
- He oído hablar de su sistema de notación
numérica.
- Es muy diferente - observó el thubano -. Un
concepto muy superior.
-¿No puede usted explicármelo?
-¿Conoce el sistema de notación que emplean los
habitantes de Polar VII?
- No, no lo conozco contestó Enoch.
- Entonces, será inútil que le hable del
nuestro. Primero debe de conocer el de Polar.
Así era, pensó Enoch. Debiera haberlo supuesto.
¡Había una suma tan fabulosa de conocimientos en la Galaxia y era tan poco lo
que él había podido aprender, y entendía tan poco de lo poco que sabia!
Había en la Tierra hombres que podrían
comprenderlo. Hombres que lo darían todo, salvo la vida, por saber lo poco que
él sabia, y poder sacar partido de aquellos conocimientos.
Allá entre las estrellas había una masa de
conocimientos colosal, que en parte era una extensión de lo que ya sabía la
humanidad, y en parte relacionada con cuestiones que el hombre ni siquiera
sospechaba, y que se utilizaban de unas maneras y para unas finalidades que en
la Tierra eran inimaginables. Y que el hombre nunca podría imaginar,
abandonado a sus propios medios.
Dentro de cien años, pensó Enoch. ¿Cuánto
habría aprendido dentro de cien años? ¿Y cuando hubiesen pasado mil?
- Ahora me voy a descansar - dijo el thubano -.
Hemos tenido una agradable conversación.
XII
Enoch se apartó del tanque y recogió el bloque
de madera. A su alrededor se había formado un pequeño charco, que brillaba
sobre el suelo.
Se fue con el bloque hacia una de las ventanas
para examinarlo. Era pesado, negro, de grano fino y a un lado aún tenía un poco
de corteza. Lo habían aserrado. Alguien lo había aserrado hasta darle unas
dimensiones que permitieran meterlo en el tanque donde descansaba el thubano.
Recordó un artículo periodístico que había
leído un par de días antes, en el que un hombre de ciencia argüía que en un
mundo líquido la inteligencia nunca podría desarrollarse.
Pero aquel científico se equivocaba, porque los
thubanos eran una de las especies inteligentes que habitaban en un mundo
líquido, y había otras que pertenecían a la comunidad galáctica. Había muchas
cosas, se dijo, que el hombre no sólo tendría que aprender, sino que
desaprender, si alguna vez quería convertirse en un miembro de la cultura
galáctica.
La limitación de la velocidad de la luz, por
ejemplo.
Si nada pudiese moverse a una velocidad
superior que la de la luz, entonces el sistema galáctico de transporte sería
imposible.
Pero no había que censurar al hombre, se dijo,
por haber supuesto que la velocidad de la luz era la velocidad limite del
Universo. El hombre - o cualquier ser que pensase como él- únicamente podía
valerse de sus observaciones y de los datos que éstas facilitaban, para
establecer sus postulados. Y como la ciencia humana no conocía hasta la fecha
nada que fuese más rápido que la luz, entonces había que dar como válida la suposición
de que nada podía ser más veloz. Pero este postulado era únicamente válido como
suposición, y nada más.
Pues los impulsos que transportaba a los seres
de una estrella a otra eran casi instantáneos, fuese cual fuese la distancia.
Por más que pensara en ello, tuvo que reconocer
que le costaba admitirlo.
Sólo hacía unos instantes, el ser que
descansaba en el depósito estaba en otro depósito de otra estación, y el
materializador captó su estructura molecular... y no sólo de su organismo, sino
la estructura de su misma fuerza vital, el soplo que le infundía vida. Luego
esta estructura recorrió casi instantáneamente los insondables abismos del
espacio, hasta llegar al receptor instalado en esta estación, dónde los
impulsos recibidos sirvieron para duplicar el organismo, la mente, la memoria y
la vida de aquel ser, que entonces yacía muerta a muchos años luz de distancia.
Y en el depósito, el nuevo cuerpo, la nueva mente, la nueva memoria y la vida
cobraron realidad y forma casi instantáneamente... el ser era nuevo por
completo, pero réplica exacta del anterior, por lo que la identidad continuaba,
lo mismo que la consciencia (el pensamiento únicamente se había interrumpido
durante una fracción de segundo), de manera que para todos los fines y
propósitos, aquél ser era el mismo.
Existían limitaciones para el envío de estos
impulsos, pero estas limitaciones nada tenían que ver con la velocidad, pues
los impulsos podían cruzar toda la Galaxia en un tiempo brevísimo. Pero bajo
ciertas condiciones, podían alterarse los impulsos y por esto tenían que
existir muchas estaciones... millares de ellas. Las nubes de polvo o de gas
cósmico y las zonas altamente ionizadas podían alterar los impulsos, y en los
sectores de la Galaxia donde reinaban estas condiciones, los saltos de estación
a estación eran mucho más cortos, para evitar dichas alteraciones. Habla que
evitar algunas zonas dando un rodeo, a causa de las elevadas concentraciones de
gases o de polvillo que presentaban, y que producían efectos comparables al de
la refracción.
Enoch se preguntó cuántos cadáveres de aquel
ser descansaban a la sazón en los tanques de las estaciones que había ido
recorriendo en el curso de su viaje... del mismo modo como dejaría allí otro
cadáver, dentro de pocas horas, cuando él enviase los impulsos correspondientes
a la estructura molecular de aquel ser, para que éste continuase su viaje.
Un largo reguero de cadáveres, pensó, quedaba
entre las estrellas, para ser destruido por una solución de ácidos y arrojados
a tanques enterrados profundamente, mientras el ser continuaba su viaje, hasta
llegar a su punto de destino y cumplir el objeto de su travesía cósmica.
¿Y cuál era el objeto, se preguntó Enoch... el
objeto que impulsaba a las innúmeras criaturas que pasaban por las estaciones
esparcidas por la inmensidad del espacio? algunos casos, charlando con los
viajeros, éstos le existieron el objeto de su viaje, pero en su mayoría nunca
supo qué les impulsaba a viajar... ni tenía derecho alguno a saberlo. Pues él
sólo era el guardián.
A veces el anfitrión, pensó, aunque no siempre,
porque con algunos seres era imposible serlo. Pero siempre era el hombre que
vigilaba el funcionamiento de la estación y la mantenía en marcha,
disponiéndola para recibir a los viajeros, y reexpidiendo a éstos cuando
llegaba el momento de hacerlo. Y que realizaba también las pequeñas tareas que
éstos pudiesen necesitar, tratándolos siempre con deferencia y cortesía.
Examinó el bloque de madera y pensó lo contento
que estaría Winslowe con él. Muy raramente se encontraban maderas tan negras y pulidas
como aquélla.
¿Qué pensaría Winslowe si supiese que las
estatuillas que tallaba estaban hechas de una madera que había crecido en
planetas desconocidos, situados a muchos años-luz de distancia? Sabía que
Winslowe debía de haberse preguntado muchas veces de dónde procedía aquella
madera y cómo se la habla procurado su amigo. Pero nunca se lo preguntó. Y
sabía también, naturalmente, que había algo muy raro en aquel hombre que iba
todos los días a esperarlo en el buzón. Pero tampoco le habla hecho preguntas
al respecto.
Esto era la verdadera amistad, se dijo Enoch.
Aquella madera que entonces tenía en las manos
también era otra prueba de amistad... la amistad que demostraban los seres de
las estrellas hacia un humilde guarda de una estación remota y provinciana,
perdida en uno de los brazos espirales, muy lejos del centro de la Galaxia.
Se había corrido la voz, al parecer, en el
transcurso de los años y a través del espacio, de que el guarda de aquella
estación coleccionaba maderas exóticas... y las maderas empezaron a afluir. No
sólo se las traían los miembros de aquellas especies que él consideraba sus
amigos, sino completos desconocidos, como la burbuja gelatinosa que entonces
descansaba en el tanque.
Dejó la madera encima de la mesa y se acercó al
frigorífico, para sacar un trozo de queso reseco que Winslowe le trajo hacía
unos días, y un paquete de fruta que un viajero de Sirra X le regaló la
víspera.
- Las he analizado - le explicó el viajero - y
puede usted comerlas sin temor. No producirán ningún trastorno en su
metabolismo. ¿Aún no ha probado estas frutas? Es una lástima que no las
conociese, porque son deliciosas. La próxima vez, si quiere, le traeré más.
De la alacena contigua al frigorífico sacó un
panecillo redondo, que formaba parte de la ración que le enviaba regularmente
la Central Galáctica. Hecho con un cereal distinto a cuanto se conocía en la
Tierra, tenía un marcado sabor a nueces con un ligero deje de especias no
terrenales.
Puso la comida sobre lo que él llamaba la mesa
de la cocina, aunque no había cocina. Después puso la cafetera sobre la estufa
y volvió a su escritorio.
La carta aún estaba allí, abierta, y él la
plegó para guardarla en el cajón.
Rasgó las fajas marrones de los periódicos y
formó un montón con ellas. Escogió del montón el Times neoyorquino y se instaló en su sillón favorito para leerlo.
SE CONVOCA UNA NUEVA CONFERENCIA DE PAZ,
rezaban los titulares del articulé de fondo.
La crisis se había estado gestando desde hacia
más de un mes; era la última de una larga serie de crisis que mantenían al
mundo en vilo desde hacía años. Y lo peor de todo, se dijo Enoch, era que en su
mayoría se trataba de crisis creadas artificialmente por un bando u otro, a fin
de conseguir ventajas en la implacable partida de ajedrez de la política,
entablada desde que se terminó la segunda guerra mundial.
Las crónicas que publicaba el Turres sobre la conferencia tenían una
nota bastante desesperada, casi fatalista, como si los cronistas, y acaso los
diplomáticos y los políticos aludidos en ellas, ya supiesen de antemano que la
conferencia no resolvería nada... si en realidad no servía para agravar aún más
la crisis.
Los observadores de esta capital (escribía el
corresponsal de Washington del Tímes) no
se hallan muy convencidos de la utilidad que pueda tener la conferencia en
este caso, a diferencia de otras conferencias celebradas anteriormente, para
aplazar un estallido bélico o mejorar las perspectivas de arreglo. En muchos
círculos apenas se oculta la preocupación y se afirma que esta conferencia
únicamente servirá para atizar el fuego de la controversia sin abrir en cambio
el camino hacia un posible compromiso. En la mente del público, una conferencia
sirve para proporcionar un lugar y un tiempo destinado a estudiar reposadamente
los hechos y los puntos de litigio, pero son muy pocos los que ven en la
convocatoria de esta conferencia un indicio de que vaya a ser también así, en
esta ocasión.
La cafetera se habla puesto a hervir y Enoch
tiró el periódico para correr a la estufa y retirarla. Luego sacó una taza de
la alacena y se dirigió a la mesa.
Pero antes de empezar a comer, volvió al
escritorio, y, abriendo un cajón, sacó su gráfica y la extendió sobre la mesa,
preguntándose por enésima vez el valor que pudiese tener, aunque a veces parecía
tener cierto sentido, en algunas partes de ella.
La había basado en la teoría de la estadística
de Mizar y se vio obligado, a causa de la naturaleza del tema, a extrapolar
algunos factores y sustituir ciertos valores.
Volvió a preguntarse la validez que su trabajo
podía tener y si había cometido algún error en alguna parte. ¿Habría destruido
la validez del sistema con sus extrapolaciones y cambios? Y, de ser así, ¿cómo
podría corregir los errores para restablecer la validez?
En este caso, se dijo, los factores eran cl
índice de natalidad y la población total de la Tierra, el índice de
mortalidad, la cotización monetaria, el coste de la vida y su nivel, la
asistencia a los lugares del culto, los progresos médicos, el avance
tecnológico, los índices industriales, la mano de obra disponible, las
tendencias que se registraban en el comercio mundial, y otros muchos, entre
los que se incluían algunos que a primera vista no parecían tener importancia:
los precios alcanzados en las subastas por los objetos de arte, las
preferencias demostradas por el público en sus vacaciones, movimientos
migratorios, la velocidad de los transportes y la frecuencia de los trastornos
mentales.
El método estadístico creado por los
matemáticos de Mizar era de aplicación universal, empleado correctamente. Pero
él se vio obligado a deformarlo al aplicarlo a la situación que reinaba en un
planeta distinto, si quería que se adaptase a la situación existente en la
Tierra... Y, después de aquella deformación, ¿podía dársele aún por válido?
Se estremeció al contemplar la gráfica. Si no
había cometido ninguna equivocación, si había manejado correctamente todos los
factores, si la aplicación del sistema no había ido contra sus mismos
principios, entonces la Tierra iba en derechura hacia otra guerra mundial,
hacia un holocausto en el ara de la destrucción nuclear.
Soltó los bordes de la gráfica y ésta se
enrolló por sí sola hasta formar de nuevo un cilindro.
Tendió la mano hacia uno de los frutos que le
había traído el sirrano y le hincó el diente. Luego lo saboreó, notando su
delicadeza. Desde luego, pensó, era tan bueno como le había asegurado aquel
extraño ser con apariencia de pájaro.
Se acordaba de que hubo un tiempo en que abrigó
la esperanza de que la gráfica basada en la teoría de Mizar le indicase, si no
un medio para acabar las guerras, al menos un medio de mantener la paz. Pero la
gráfica nunca le facilitó el menor indicio del camino que llevaba a la paz. De
una manera inexorable, implacable, señalaba hacia la guerra.
¿Cuántas guerras podría soportar aún la
población de la Tierra?, se preguntó.
Era imposible saberlo, desde luego, pero la
próxima podía muy bien ser la última, pues las armas que se utilizarían en el
nuevo conflicto eran de efectos incalculables y nadie podía afirmar aún qué
resultados tendrían aquellas armas.
La guerra ya era bastante mala cuando los
hombres se enfrentaban con las armas en la mano, pero en la guerra actual la
destrucción cruzaría rauda los cielos para abatirse sobre ciudades enteras...
y su objetivo no serian las concentraciones militares, sino la población total
del planeta.
Tendió la mano de nuevo hacia la gráfica y
luego la retiró. No había necesidad de seguirla mirando. Se la sabía de
memoria. No encerraba esperanza alguna. Podía estudiarla y darle vueltas hasta
el día del juicio final, y no cambiaría nada. No habla la menor esperanza. El
mundo había tomado de nuevo el camino de la guerra, en medio de una roja niebla
de furia e impotencia que lo cegaba, y avanzaba por él rugiendo.
Siguió comiendo la fruta que aún le supo mejor
que cuando la probó por primera vez. "La próxima vez le traeré más",
le dijo aquel ser. Pero tal vez transcurriese mucho tiempo antes de que
volviese, si es que volvía. Muchos de ellos sólo pasaban una vez por la estación,
aunque algunos aparecían por allí casi todas las semanas... eran viejos
viajeros regulares con los que estableció una íntima amistad.
Y luego hubo aquel pequeño grupo de hazers que,
bastantes años antes, efectuaron largas paradas en la estación, para sentarse
en torno a aquella misma mesa y matar el tiempo charlando. Llegaban cargados
con cestas y canastas llenas de comida y bebida, como si fuesen a merendar al
campo.
Mas por último dejaron de venir y hacía años
que no aparecían por allí. Y lo lamentaba, porque eran unos compañeros muy
agradables.
Tomó una taza más de café, sentado ocioso en el
sillón, pensando en los buenos días de antaño, en que recibía la visita de los
hazers.
Oyó un débil susurro de seda, levantó
rápidamente la mirada y la vio sentada en el sofá, vestida con el recatado
miriñaque de mediados del siglo XIX.
-¡Mary! - exclamó, sorprendido, poniéndose en
pie.
Ella le sonreía de aquella manera tan especial,
que era más bonita, pensó, que la de ninguna otra mujer.
-¡Cuánto me alegro de que hayas venido, Mary!
Y luego vio, apoyado en la repisa de la
chimenea, vistiendo el uniforme azul de la Unión, con el sable al cinto y su
marcial bigote negro, a otro de sus amigos.
- Hola, Enoch - le dijo David Ransome -.
Supongo que no te molestamos.
- En absoluto - contestó Enoch -. ¿ Cómo pueden
molestarme los amigos?
Se quedó de pie junto a la mesa y el pasado
acudió de nuevo a él, el pasado bueno y tranquilo, el pasado perfumado por las
rosas y libre de obsesiones, - que nunca le había abandonado.
Desde muy lejos le llegó el sonido de pífanos y
tambores y el tintineo de las armas, cuando los mozos se iban a la guerra, con
el coronel muy erguido y bizarro en su uniforme y montado en su gran caballo
negro, y las banderas del regimiento ondeando bajo la brisa de junio.
Cruzó la habitación y se acercó al sofá. Luego
hizo una ligera inclinación ante Mary.
- Con su permiso, señora - dijo.
- No faltaba más - contestó ella -. Pero si
estás ocupado...
- En absoluto. Deseaba mucho que vinieses.
Se sentó en el sofá, no muy cerca de ella, y
vio que tenía las manos cruzadas en el regazo, muy compuesta y atildada.
Hubiera querido tomarle las manos entre las suyas y sujetarlas por un momento,
pero sabía que no podía.
Porque ella no era real.
- Hacía casi una semana que no nos veíamos -
observó Mary -. ¿Cómo va tu trabajo, Enoch?
Él meneó dubitativamente la cabeza.
- Continúo con todos mis problemas. Los que me
vigilan aún no se han marchado. Y la gráfica anuncia guerra.
David se apartó de la chimenea, cruzó la
habitación y se sentó en una silla, arreglando cuidadosamente el sable.
- La guerra, tal como ahora la hacen –
manifestó -, es algo muy lamentable. La nuestra era distinta, Enoch.
- En efecto - asintió éste -. Y si una guerra
ya es una cosa intrínsecamente mala, ahora aún sería peor. Si en la Tierra hay
otra guerra, a nuestros semejantes les será vedado el acceso a la comunidad del
espacio, si no para siempre, al menos durante muchos siglos.
- Quizás esto no sea tan malo como parezca -
observó David -. Acaso aún no estemos preparados para convivir con los pueblos
del espacio.
- Tal vez no - admitió Enoch -. Dudo mucho que
lo estemos. Pero tarde o temprano lo estaremos. Y ese día aún se aplazará más,
si tenemos otra guerra. Los pueblos del espacio únicamente aceptarán con ellos
a una especie verdaderamente civilizada.
- Acaso no sepan lo de la guerra - observó Mary
-. ¿Cómo pueden saberlo, si no salen de ésta estación?
Enoch movió la cabeza negativamente.
- Lo saben. Estoy seguro de que nos observan.
Y, además, leen los periódicos.
-¿Los periódicos a los que tú estás suscrito?
- Sí, los guardo para Ulises. Esa pila del
rincón. El se los lleva a la Central Galáctica cada vez que viene. Siente
mucho interés por la Tierra, por los años que ha pasado aquí. Y de la Central
Galáctica, cuando él ya los ha leído, tengo la impresión de que van hasta el
último confín de la Galaxia.
-¿Te imaginas - dijo David - lo que diría el
administrador de uno cualquiera de esos periódicos, si supiese hasta dónde
llega su circulación?
Enoch no pudo contener una sonrisa al pensarlo.
-
Ahí tienes, por ejemplo, ese diario de Georgia – siguió diciendo David -, que
cubre el Estado, como el rocío. - Tendrá que pensar en una metáfora adecuada
para la Galaxia.
- Un guante - terció Mary -. Puede decir que cubre la Galaxia
como un guante. ¿Qué os parece?
- Excelente - dijo David.
- Pobre Enoch - observó Mary, contrita -.
Nosotros aquí de chiste y él a vueltas con sus problemas.
- No soy yo quién los resolverá, desde luego -
le aseguró Enoch -. Pero no pueden dejar de preocuparme. Con quedarme aquí
dentro de la estación, para mí ya no hay problemas. Me basta con cerrar la
puerta para dejar todos los problemas del mundo en el exterior.
- Pero no puedes hacer eso.
- No, no puedo - convino Enoch.
- Acaso tengas razón - dijo David- al pensar
que esas otras especies pueden estar observándonos. Tal vez con la intención de
invitar algún día a la raza humana a unirse a ellas. De lo contrario, ¿por qué
hubieran querido establecer una estación aquí en la Tierra?
- Están ampliando la red continuamente -
contestó Enoch -. Necesitaban una estación en este sistema solar, para
proseguir su expansión por nuestro brazo espiral.
- Sí, eso es verdad - asintió David -, pero...,
¿qué necesidad había de que fuese la Tierra? Hubieran podido construir una
estación en Marte, poner a un extraterrestre de guardián y les hubiera servido
lo mismo.
- Yo también lo he pensado a veces - dijo Mary
-. Pero ellos querían una estación en la Tierra y a un terrestre de guardián.
Debían de tener algún motivo para ello.
- Yo también confiaba que así fuese - repuso
Enoch -, pero temo que hayan venido demasiado pronto. Aún es demasiado
temprano para la especie humana. Todavía no estamos maduros. Somos unos
simples adolescentes.
- Es una pena - observó Mary -. Con lo mucho
que podríamos aprender... Ellos saben mucho más que nosotros. Su concepto de
la religión, por ejemplo...
- No sé si en realidad se trata de una religión
- dijo Enoch -. No tiene todos esos ringorrangos que suelen acompañar a
nuestras religiones. Y no se basa en la fe. ¿Por qué tenía que basarse? Se basa
en el conocimiento. Los extraterrestres saben, y esto es todo.
-¿Quieres decir la fuerza espiritual?
- Existe - prosiguió Enoch - con tanta
seguridad cómo las demás fuerzas que componen el Universo. Existe una fuerza
espiritual, del mismo modo como existen el tiempo, el espacio, la gravitación y
todos los demás factores que forman el Universo no material. Existe y los
extraterrestres pueden establecer contacto con él...
- Pero, ¿tú no crees - le preguntó David- que
la especie humana también puede intuir la existencia de esta fuerza?
- No la conoce, pero la siente. Y tiende las
manos hacia ella. Como no posee el conocimiento, tiene que pasar como puede
con la fe. Y la fe es antiquísima. Tal vez se remonta a los primeros días de la
prehistoria. Entonces era una fe tosca, pero una especie de fe, un avanzar a
tientas en busca de una fe más profunda.
- Es posible - dijo Enoch -. Pero en realidad,
yo no pensaba en la fuerza espiritual, si no en todas las demás cosas, las
cosas materiales, los métodos, las filosofías que podrían ser útiles para la
humanidad. Nómbrame la rama que quieras de la ciencia, que habrá algo nuevo
para nosotros, algo más de lo que tenemos.
Pero su mente volvió a aquella extraña cuestión
de la fuerza espiritual y de la máquina aún más extraña que fue construida
hacía eones, mediante la cual los galácticos podían establecer contacto con la
fuerza. Aquella máquina tenía un nombre, pero no existía palabra alguna en el
idioma inglés que se le acercase ni remotamente. "Talismán” era acaso la
versión más próxima, pero talismán era un término demasiado tosco. Aunque ésa
fue la palabra que empleó Ulises cuando hablaron de ella unos cuantos años después.
Había tantas cosas, tantos conceptos en la
Galaxia, pensó, que no podían expresarse adecuadamente en ningún idioma de la
Tierra... El Talismán era mucho más que un simple talismán y la máquina que
recibió este nombre, algo más que una simple máquina. En ella, además de ciertos
conceptos mecánicos, se hallaba involucrado un concepto psíquico, acaso una
especie de energía psíquica desconocida en la Tierra. Pero esto no era todo,
sino que había mucho más. Si había leído parte de la literatura publicada sobre
la fuerza espiritual y el Talismán y se acordaba de que al leerla se percató
de cuán pequeña era su estatura, cuánto escapaba aquello a la comprensión de la
especie humana.
El Talismán sólo podía funcionar en manos de
determinados seres dotados de unas mentes especiales y de algo más (¿unas
almas especiales, acaso?). "Sensitivos" era el termino que empleó al
traducir mentalmente la expresión que denominaba a esa clase de seres, pero en
este caso, tampoco estaba seguro de que el vocablo fuese el adecuado. El
Talismán estaba puesto bajo la custodia de los sensitivos galácticos más
capacitados, o más eficientes, o más devotos (¿cuál sería el adjetivo exacto?),
que lo llevaban de estrella a estrella en una especie de progresión eterna. Y
en cada planeta, los seres que lo poblaban establecían una comunión personal e
individual con la fuerza espiritual por intermedio y con la ayuda del Talismán
y su custodio.
Descubrió que esta idea le producía un
escalofrío... el puro éxtasis que debía de producir tender la mano hacia la
fuerza espiritual que llenaba la Galaxia e, indudablemente, todo el Universo,
para tocarla. ¡Qué seguridad debía de proporcionar! La seguridad de que la
vida ocupaba un lugar especial en el gran orden de la existencia, y que los
seres, por pequeños, por débiles y por insignificantes que fuesen, ocupaban un
lugar en la inmensa extensión del espacio y el tiempo.
-¿Qué te pasa, Enoch? - le preguntó Mary.
- Nada - contestó él -. Sólo estaba pensando.
Discúlpame. Procuraré estar más atento.
- Hablábamos - dijo David- de lo que podría
darnos la Galaxia. Recuerdo, por ejemplo, esas matemáticas especiales de que
tú nos hablaste una vez, diciendo que eran algo...
- Sí, las matemáticas de Arturo - dijo Enoch -.
Sé muy poco más sobre ellas que cuando os las mencioné. Son demasiado
complicadas. Se basan en un simbolismo de la conducta.
Era dudoso, pensaba, que incluso se las pudiera
llamar matemáticas, aunque, en ultima instancia, esto es probablemente lo que
eran. Eran algo que los científicos de la Tierra podrían utilizar
indudablemente en el desarrollo de las ciencias sociales, convirtiéndose en una
ciencia exacta, pues en ellas resultarían tan lógicas y eficientes como las
matemáticas corrientes, empleadas en ingeniería, por ejemplo.
- Y la biología de esa especie de Andrómeda -
observó Mary -. La especie que colonizó todos aquellos locos planetas.
- Sí ya sé. Pero la Tierra tendría que madurar
un poco aspecto intelectual y emocional antes de que pudiésemos atrevemos a
utilizarla como hacen los de Andrómeda. Sin embargo, supongo que tendría sus
aplicaciones.
Se estremeció interiormente al pensar en la
forma en que la utilizaban los de Andrómeda. Comprendió que esto demostraba que
él seguía siendo un hombre de la Tierra, sujeto a todos los prejuicios, las
manías y los tabúes del espíritu humano. Pues lo que habían hecho los de
Andrómeda era sólo de sentido común. Si no se puede colonizar un planeta con la
forma que se tiene, pues a cambiar de forma se ha dicho. Uno se convierte en un
ser que puede vivir en el planeta y así se procede a su colonización. Si es
necesario convertirse en gusanos pues uno se convierte en gusano... o insecto,
o en molusco, o en lo que sea. Y no sólo se cambia de cuerpo, sino de mente,
adquiriendo la mente necesaria para vivir en el planeta en cuestión.
- Las drogas y los medicamentos, por ejemplo – dijo Mary -. Los conocimientos
médicos con que la Tierra podría enriquecerse. ¿Te acuerdas de ese paquetito de
drogas que te envió la Central
Galáctica?
- Unas drogas - dijo Enoch- que pueden curar
casi todas las enfermedades de la Tierra. Tal vez esto sea lo que más me duele.
Saber que las tengo aquí, en esa alacena, en este mismo planeta, donde hay
tanta gente que las necesita.
- Podrías enviar muestras por correo - apuntó
David -, a las asociaciones médicas o a las fábricas de productos químicos.
Enoch denegó con la cabeza.
- Ya pensé en eso, desde luego. Pero tengo que
pensar también en la Galaxia. Estoy ligado por ciertas obligaciones a la
Central Galáctica. Han adoptado grandes precauciones para no delatar la
presencia de la estación. Luego están Ulises y todos mis amigos galácticos. No
puedo estropear sus planes. Me siento incapaz de representar el papel de
traidor. Porque, pensándolo bien, la Central Galáctica y la labor que realiza
es más importante que la Tierra.
- Una lealtad dividida - comentó David, con un
ligero deje burlón.
- Sí, eso es, exactamente. Hubo un momento,
hace muchos años, en que pensé en escribir artículos para enviarlos a alguna
revista científica. Una revista de medicina, naturalmente, porque no sé nada
de medicina. Las drogas están ahí, desde luego, en el estante, con
instrucciones para su uso, pero no son más que píldoras, polvos o ungüentos, o
lo que sea. Pero yo sabía de otras cosas, me hallaba enterado de otras cosas
que me habían enseñado. No las conocía mucho, naturalmente, pero al menos eran
atisbos en otras direcciones. Eran suficientes para que alguien se fijase en
ellos y les sirviesen de punto de partida. Alguien más preparado que yo, y que
supiese sacarles partido.
- Pero esto no hubiera dado resultado - objetó
David -. Tú no tienes conocimientos técnicos, no eres un investigador ni
posees estudios superiores. No fuiste a ninguna escuela especializada ni a la
universidad. Las revistas no publicarían tus artículos si no pudieses exhibir
ciertos títulos.
- Eso ya lo comprendo. Y precisamente por eso
no escribí esos artículos. Sabía que hubiera sido perder el tiempo. No hay
que culpar de ello a las revistas. Éstas deben tener un sentido de la
responsabilidad. No pueden ofrecer sus páginas al primero que se presente. Y,
aun en el caso de que los artículos les hubiesen parecido dignos de publicarse,
hubieran tenido que averiguar quién era su autor. Y esto les hubiera conducido
en derechura a la estación.
- Pero aunque hubieses conseguido publicarlos -
señaló David -, el problema aún no estaría resuelto. Dijiste hace un momento
que tú tenias que ser fiel a la Central Galáctica.
- Suponiendo - dijo Enoch- que en este caso
concreto hubiese conseguido lo que me proponía, tal vez nada hubiera ocurrido.
Por el simple hecho de difundir algunas ideas entre los hombres de ciencia de
la Tierra para que éstos las desarrollasen, no hubiera perjudicado a la Central
Galáctica. El problema principal, por supuesto, hubiera consistido en no
revelar la fuente.
- Y aun así - dijo David -, hubieras podido
decirles muy poco. Lo que yo quiero decir es que, en términos generales, lo
que tienes es muy poco. Gran parte de estos conocimientos galácticos se hallan fuera
de nuestro alcance.
- Efectivamente, así es - asintió Enoch -. Por
ejemplo, allí tienes la ingeniería mental de Mankalinen III. Si la Tierra
pudiese conocerla, indudablemente dispondríamos de un medio para combatir con
éxito las neurosis y los trastornos mentales. Las instituciones donde se acoge
a esa clase de enfermos quedarían vacías y podríamos derribarlas o emplearlas
para otra cosa, pues no las necesitaríamos. Pero los únicos que podrían
explicarnos esa terapéutica serían los habitantes de Mankalinen III. Lo único
que yo sé es que su ingeniería mental es famosa, pero esto es todo. No tengo la
menor idea de lo que se trata. Es algo que sólo esa gente podría
proporcionarnos.
- De lo que en realidad hablamos - intervino
Mary - es de todas las ciencias innominadas... las ciencias en las que no ha
pensado ningún ser humano.
- Como nosotros, tal vez - dijo David.
-¡David! - le reprendió Mary.
- Es absurdo - dijo David, colérico - pretender
que somos seres humanos.
- Pues lo sois - dijo Enoch con firmeza -. Para
mí, sois seres humanos. Sois los únicos que tengo conmigo. ¿Qué te ocurre,
David?
- Creo que ya es hora de que digamos lo que
somos en realidad - repuso David -. De que digamos que somos una mera ilusión.
Que nos han creado y luego nos han conjurado. Que existimos únicamente para
una cosa: para venir a hablar contigo, para sustituir a las personas de verdad
que no pueden hacerte compañía.
- ¡Mary
- exclamó Enoch -, supongo que tú no pensarás eso! ¡No puede ser
que pienses lo mismo!
Tendió las manos hacia ella y después las dejó
caer, aterrorizado al darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer. Era
la primera vez que había intentado tocarla. La primera vez, en el transcurso de
tantos años, que lo había olvidado.
- Perdóname, Mary. He hecho una cosa que no
debía. Ella tenía los ojos arrasados en llanto.
- David - dijo él, sin volver la cabeza.
- David se ha ido - dijo Mary.
- No volverá - observó Enoch.
Mary movió negativamente la cabeza.
-¿Qué pasa
Mary? ¿Puede saberse qué ocurre? ¿Qué he hecho?
- Nada - contestó Mary -, salvó que tú nos
hiciste demasiado semejantes a seres vivientes. Así, fuimos cada vez más
humanos, hasta serlo por completo. Dejamos de ser unos títeres, unos muñecos
fascinadores, para convertirnos en seres reales. Creo que David está resentido
por eso... no por ser una persona, sino porque es una persona pero Continúa
siendo una sombra al mismo tiempo. No nos importaba ser títeres o muñecos,
porque entonces no éramos humanos. No teníamos sentimientos humanos.
- Mary, te lo suplico - imploró él -. Mary, por
favor, perdóname.
Ella se inclinó hacia él, con el rostro
iluminado por una profunda ternura.
- No tengo nada que perdonarte - le dijo -. Por
el contrario, creo que deberla darte las gracias. Tú nos creaste por amor a
nosotros, porque nos necesitabas, y es maravilloso sentirse amada y saber que
hacemos falta a alguien.
- Pero yo no os he vuelto a crear - arguyó
Enoch - hubo un tiempo, hace muchos años en que tuve necesidad de crearos. Pero
ahora ya no. Ahora venís a visitarme por vuestra propia voluntad.
¿Cuántos años hacía?, se preguntó. Por lo menos
cincuenta. Mary fue la primera, y David el segundo. De todos sus seres
queridos, aquéllos eran los que ocupaban el primer lugar en su corazón.
Pero antes de que aquello ocurriese, antes de
que lo intentase siquiera, pasó muchos años estudiando aquella ciencia
innominada creada por los taumaturgos de Alphard XXII.
Hubo un día y un estado de espíritu en que
aquello hubiera sido llamado magia negra, pero no lo era. En realidad,
consistía en la manipulación ordenada de ciertos aspectos naturales del
universo que la especie humana aún no sospechaba que existiesen. Tal vez
aspectos que el hombre nunca descubriría. Pues no existía, al menos en el momento
presente, la orientación necesaria del espíritu científico para iniciar los
estudios e investigaciones que precederían al descubrimiento.
- David opina - dijo Mary - que no podíamos
seguir jugando indefinidamente a este tranquilo juego de las visitas. Tenía
que llegar un momento en que afrontásemos la realidad de lo que somos.
-¿Y los demás?
- Lo siento Enoch, pero los demás también.
- Pero, ¿y tú? ¿Y tú qué, Mary?
- No sé - repuso ella -. Mi caso es distinto.
Yo te quiero mucho.
- Yo...
- No, no es eso lo que quiero decir. ¡No me
entiendes! Me he enamorado de ti.
El se quedó anonadado, mirándola fijamente y
escuchó un gran bramido, como si él permaneciese quieto mientras el mundo y el
tiempo pasaban impetuosamente a su alrededor.
- Si esto hubiese podido haber continuado corno
al principio.. - murmuró Mary -. Entonces nos alegrábamos de existir, nuestras
emociones eran puramente superficiales y todos estábamos tan dichosos y
contentos. Éramos como niños felices, correteando al sol. Pero luego nos fuimos
haciendo mayores. Creo que yo fui la que más creció.
Le sonrió a través de las lágrimas.
- No te lo tomes tan a pecho, Enoch. Aún
podremos...
- Querida - le dijo Enoch -, he estado
enamorado de ti desde el primer día en que te vi. Creo que incluso desde antes.
Tendió la mano hacia ella y luego la retiró, al
acordarse de que no podía tocarla.
- No lo sabía - dijo ella -. No debía de
habértelo dicho. Hubieras podido soportarlo si yo no te hubiese dicho que
también te amaba.
Él asintió en silencio.
Ella agachó la cabeza.
- Dios mío, ¿qué habremos hecho para merecer
esto?
Alzó la cabeza y lo miró,
- Si pudiera tocarte...
- Podemos continuar como hasta ahora - dijo
Enoch -. puedes venir a venir siempre que quieras. Podríamos...
Ella meneó negativamente la cabeza.
- Sería inútil – dijo -. Ni tú ni yo podríamos
soportarlo. Comprendió que tenía razón. Comprendía que todo había terminado.
Durante cincuenta años, ella y los demás acudieron a visitarle. Y ya no
vendrían más. El país de las hadas estaba destrozado y se había roto aquel
mágico hechizo. Se quedaría solo... más solo que nunca, más solo que antes de
conocerla.
Ella no volvería y él no se resolverla a
invocarla de nuevo, aunque pudiese, y su mundo de sombras con su amor que
también era una sombra, el único amor que habla tenido en su vida,
desaparecerían para siempre.
- Adiós, amor mío - musitó.
Pero ya era demasiado tarde. Ella se había
esfumado.
Y como si fuera desde muy lejos, oyó un
quejumbroso silbido que indicaba la recepción de un mensaje.
XIII
Ella había dicho que debían afrontar la
realidad de lo que eran.
¿Y qué eran? No lo que pensaba él que fuesen,
si no lo que eran en realidad. ¿Qué ideas tenían de sí mismos? Acaso ellos
conociesen su verdadera identidad mucho mejor que él.
¿Adónde se había ido Mary? ¿En qué limbo desaparecía cuando abandonaba aquella la
habitación? ¿Continuaba existiendo? Y de ser así, ¿qué clase de existencia era
la suya? ¿La guardarían en alguna parte como las niñas guardan a sus muñecas en
una caja, para meterlas en un armario con los demás juguetes?
Trató de imaginarse el limbo pero no pudo; para
él el limbo era algo inexistente, algo irreal; un ser metido en el limbo seria
una existencia dentro de una inexistencia, un absurdo. No habría nada... ni
espacio ni tiempo, ni luz ni aire, ni color ni visión, sólo una negación
interminable de la existencia, que necesariamente debía de hallarse en un punto
situado fuera del universo.
¡Mary!, Exclamó para sus adentros. ¿Qué
te he hecho, Mary?
La respuesta a esta pregunta estaba allí,
escueta y terrible.
Se había metido en algo que no entendía. Y,
además, había cometido el gran pecado de figurarse que lo entendía, aunque la
verdad era que apenas sabía lo bastante para sacar partido del concepto, pero
no lo bastante para calcular las consecuencias.
La creación traía aparejada una responsabilidad
y él no se hallaba preparado para asumir más que la responsabilidad moral por
el mal que había hecho, pero la responsabilidad moral, si no podía ir de
consuno con la facultad de mitigar en parte el mal causado, era algo
completamente inútil.
Ellos lo odiaban y estaban resentidos con él, y
no podía censurárselo, porque él los había guiado para mostrarles la tierra de
promisión de la condición humana, para vedarles después el paso a ella. Les dio
todos los atributos de un ser humano con una sola excepción: la facultad de
existir en el mundo de los hombres. Y esto era lo más importante.
Todos lo odiaban excepto Mary, mas para Mary
esto era peor que el odio, pues estaba condenada, en virtud de la humanidad que
él le había conferido, a amar al monstruo que la había creado.
Ódiame,
Mary, suplicó. ¡Ódiame
como los demás!
Para él no eran más que el pueblo de las
sombras, pero no fue más que un nombre creado por él mismo y para su propia
conveniencia, una cómoda etiqueta que les había puesto, para tener algún modo
de identificarlos al pensar en ellos.
Pero la etiqueta estaba equivocada, porque
ellos no eran sombras ni fantasmas. Ante la vista eran sólidos y sustanciales,
tan reales como los demás seres humanos. Su irrealidad sólo se ponía de
manifiesto cuando intentaba tocarlos... porque entonces, la mano nada
encontraba.
Engendros de su mente, pensó al principio, pero
ahora ya no estaba tan seguro. Al principio sólo aparecían cuando él los
conjuraba, utilizando los conocimientos y las técnicas adquiridos mediante el
estudio de la obra realizada por los taumaturgos de Alphard XXII. Pero en los
últimos años ya no los invocaba, por la sencilla razón de que no tenía que
hacerlo. Ellos se le anticipaban y se presentaban sin que los llamase. Se
daban cuenta de que él los necesitaba antes de que él mismo lo supiese. Y allí
los tenía, esperándolo, para pasar una hora o una velada con él.
Desde luego, eran engendros de su imaginación
hasta cierto punto, porque fue él quien les dio forma, tal vez de manera
inconsciente, sin saber por qué lo hacía, pero en los últimos años lo había
sabido, aunque hubiese intentado ignorarlo y hubiese estado más tranquilo de no
saberlo. Pues se trataba de un conocimiento que se negaba a admitir y rechazaba
al fondo de su mente. Pero entonces, cuando ya todo había pasado y no
importaba ya, por último tuvo que admitirlo.
David Ransome era él mismo, tal como había
soñado, como hubiera deseado ser... sin llegar a serlo nunca, desde luego. Era
él - bizarro oficial de la Unión, no un oficial de alta graduación, envarado y
pesadote, sino un oficial muy por encima de un hombre ordinario. Era atildado,
elegante y se veía un hombre valiente y temerario, al que las mujeres amaban y
los hombres admiraban. Era un jefe nato y al mismo tiempo un buen compañero,
que se encontraba tan a sus anchas en el campo de batalla como en el salón.
¿Y Mary? Era curioso, pensó, que siempre la
hubiese llamado únicamente Mary. Nunca le puso ningún apodo. Ella fue
sencillamente Mary.
Sin embargo, estaba formada por dos mujeres,
por lo menos. Era Sally Brown, que vivía un poco más abajo... ¿Cuánto tiempo
hacía, se dijo, que no pensaba en Sally Brown? Sabía que era extraño que no
hubiese pensado en ella, que ahora le sorprendiese el recuerdo de una antigua
vecinita llamada Sally Brown, pues ambos estuvieron enamorados, o tal vez se
figuraron que lo estaban. Porque incluso en los últimos años, al evocar su
recuerdo, nunca estuvo muy seguro, ni siquiera a través de la niebla romántica
del tiempo, de sí aquello fue amor o nada más el romanticismo de un soldado que
se iba a la guerra. Fue un amor tímido y vacilante, desmañado, el amor entre la
hija de un labriego y el mozo de la casa vecina. Decidieron que se casarían
cuando él volviese de la guerra, pero pocos días después de Gettysburg recibió
una carta, escrita hacía más de tres semanas, en la que le participaban que
Sally Brown había muerto de difteria. La noticia le produjo pena, recordaba,
pero no sabía si fue muy profunda, aunque probablemente lo fue, porque en
aquellos días estaban de moda las penas largas y profundas.
Así es que Mary, sin duda, era parcialmente
Sally Brown, pero no del todo. Era también aquella alta y airosa hija del Sur,
que vislumbró por unos momentos cuando su columna avanzaba por una polvorienta
carretera, bajo el sol abrasador de Virginia. Bastante apartada de la carretera
se alzaba una mansión, una de esas grandes haciendas de los plantadores, y ella
estaba de pie en el pórtico, junto a una de las grandes columnas blancas,
viendo pasar al enemigo. Tenía el cabello negro como ala de cuervo y su tez era
más blanca que la misma columna; se erguía tan altanera y firme, tan retadora e
imperiosa, que su recuerdo se grabó profundamente en su memoria y soñó con frecuencia
en ella - aunque no sabía su nombre - durante todos los días de la guerra,
llenos de sangre, sudor y polvo. Mientras pensaba en ella y ella lo visitaba en
sus sueños, se preguntaba si no sería infiel a su Sally al tenerla tan presente
en su pensamiento. Sentado en torno al fuego del campamento, cuando la
conversación se calmaba, y luego, envuelto en sus mantas y mirando a las
estrellas, elaboró una fantasía en que se veía volviendo a Virginia, terminada
la guerra, para buscarla. Acaso no la encontrase ya en la mansión, pero
entonces él recorrería todo el Sur hasta encontrarla. Pero aquello no pasó de
ser un sueño; nunca pensó en serio en ir a buscarla. Fue una simple divagación
concebida al amor de la lumbre.
Así, Mary fue una síntesis de aquellas dos
mujeres... fue Sally Brown y la desconocida belleza de Virginia que estaba de
pie junto a la columna, viendo desfilar las tropas. Era la sombra de ambas y
tal vez de muchas otras que él mismo ignoraba, una composición de todo cuanto
había visto o admirado en las mujeres. Era un ideal de perfección. Se convirtió
en la mujer perfecta, concebida por su mente. Y ahora, como Sally Brown, que
descansaba en su tumba; como la belleza de Virginia, perdida en las tinieblas
del tiempo, como todas las demás que acaso contribuyeron a forjarla, se había
ido y lo había dejado.
Y él la amó, ciertamente, porque ella era una
suma, un compendio de sus amores... la síntesis, en realidad, de todas las
mujeres que habla amado - si es que en realidad había amado a alguna - o de
aquellas que creía haber amado, incluso de forma abstracta.
Pero el hecho de que ella lo amase también era
algo que nunca había cruzado por su mente. Y mientras no supo el amor que ella
le tenía, le resultó muy posible alimentar su amor en lo más recóndito de su
corazón, sabiendo que era un amor sin esperanzas e imposible, pero el mejor que
podía encontrar.
Se preguntó dónde podía estar ella ahora, a qué
lugar se habría retirado... al limbo que había tratado de imaginar o a una
extraña no-existencia, esperando sin saberlo el momento de volver a su lado.
Hundió la cabeza entre sus manos y se sentó
lleno de profunda aflicción y duelo, tapándose la cara con las palmas.
Se sentía culpable. Ella nunca volvería. Ojalá
no volviese nunca. Sería mejor para ambos que no volviese.
¡Si pudiese estar seguro de dónde se encontraba
entonces! ¡Si pudiese tener la certeza de que estuviese en una especie de
muerte donde sus pensamientos no la torturasen! Le era insoportable pensar que
pudiese tener vida sensible.
Oyó un silbido que le anunciaba la llegada de
un mensaje y aparté las manos de su cara. Pero no se levantó del sofá.
Tendió desmañadamente la mano hacia la mesita
del café, que estaba al lado, cubierta de las baratijas y chucherías más
vistosas que le habían regalado los viajeros.
Recogió un cubo de algo que parecía un extraño
tipo de cristal o una piedra translúcida - nunca supo a ciencia cierta lo que
era, si es que no era ambas cosas a la vez - y lo tomó cuidadosamente en sus
manos. Lo miró con atención y vio en su interior una diminuta imagen, tridimensional
y detallada, de un mundo fantástico. Era un mundo más bien grotesco encajado en
el interior de lo que pudiera haber sido una vereda selvática rodeada de algo
que parecían hongos floridos, y, flotando suavemente por el aire, como si fuese
parte integrante de la atmósfera, vino lo que parecía una lluvia de nieve
multicolor, que centelleaba y brillaba a la luz violeta de un gran sol azul.
Unos seres bailaban en la vereda, y parecían
más flores que animales, pero se movían con una gracia y una poesía que
encandilaban el ánimo. De pronto aquel lugar fantástico desapareció y fue
reemplazado por otro... un lugar bravío y tétrico, de ceñudos acantilados que
se alzaban a gran altura sobre un cielo rojizo y amenazador, mientras grandes
seres voladores que parecían harapos aleteantes subían y bajaban ante la faz
del acantilado, mientras otros se arrullaban de manera obscena sobre las
raquíticas proyecciones que sin duda eran arbolillos deformes que surgían de
la pared de roca. Y mucho más abajo, desde una distancia que apenas se podía
conjeturar, llegaba el apagado trueno de un río tumultuoso.
Volvió a dejar el cubo encima de la mesa,
preguntándose qué era lo que el observador veía en sus profundidades. Era como si
pasara las páginas de un libro y viera en cada una la imagen de un lugar
distinto, pero sin indicación alguna sobre la situación de aquel lugar. Cuando
se lo dieron, pasó al principio muchas horas, fascinado, viendo cómo las
imágenes cambiaban mientras tenía el cubo en las manos. Nunca vio que se
pareciese ni remotamente a otra, y el desfile de imágenes era interminable. El
observador tenía la sensación de que en realidad no eran imágenes, sino de
que contemplaba una escena real y que en el momento más impensado podía perder
el equilibrio y caer de cabeza en la escena contemplada.
Pero finalmente fue perdiendo interés por el
juguete, porque comprendió que era absurdo contemplar aquella interminable
serie de lugares desprovistos de identidad. Absurdo para él, desde luego, se
dijo, pero no para aquel habitante de Enif V que se lo regaló. Por lo que él
sabía, se dijo Enoch, aquello podía tener una gran importancia y ser un tesoro
muy valioso.
Lo mismo sucedía con muchas de las cosas que
atesoraba. Incluso aquellas que le proporcionaron goce sabía que podían
emplearse equivocadamente, o, al menos, de una manera distinta a la intención
de sus creadores.
Pero había algunas - Sólo unas cuantas - que
poseían un valor que él podía entender y apreciar, aunque en muchos casos sus
funciones apenas tuviesen utilidad para él. Había el diminuto reloj que daba la
hora local de todos los sectores de la Galaxia, que si bien podía ser intrigante,
y hasta esencial en ciertas circunstancias, para él tenía muy poco valor. Y luego
había el mezclador de perfumes, que era la manera más afortunada que él tenía
de calificarlo, y que permitía crear el perfume deseado. Bastaba con obtener la
mezcla y abrir la espita, para que la habitación se impregnase de aquel
perfume, que desaparecía instantáneamente al cerrar la espita. Pasó momentos
muy divertidos con el mezclador, por ejemplo, aquel crudo día de invierno, en
que, después de muchos tanteos, consiguió el perfume de las flores del
manzano, y pasó el día respirando un aire primaveral, mientras afuera aullaba
la ventisca.
Tendió la mano para asir otro objeto... una
cosa muy hermosa que siempre le había intrigado, pero para la que no encontraba
aplicación, si es que de veras la tuviese. Llegó a pensar que acaso no fuese
más que una obra de arte, una cosa bella destinada únicamente al placer de la
vista. Pero algo le decía que acaso tuviese una finalidad específica.
Era una pirámide de esferas, esferas más
pequeñas puestas sobre otras mayores. Medía unos treinta y cinco centímetros de
altura y era un objeto muy gracioso; cada esfera tenía un color distinto, pero
no un color pintado, sino un color tan profundo y auténtico que instintivamente
se comprendía que cada esfera poseía su color intrínseco y que toda ella, del
centro a la superficie, era de aquel color particular.
Nada indicaba que se hubiese empleado una cola
o un pegamento cualquiera para montar las esferas unas sobre otras y
mantenerlas en su sitio. Todo hacía creer que alguien se había dedicado a
amontonar las esferas hasta formar una pirámide con ellas, y que así se habían
quedado.
Sosteniendo la pirámide en sus manos, trató de
recordar quién se la había dado, pero no lo consiguió.
El silbido de la máquina receptora de mensajes
aún no había cesado y recordó que tenía mucho que hacer. No podía estarse
sentado allí, pensando en las musarañas. Volvió a dejar la pirámide de esferas
encima de la mesa y se levantó para cruzar la estancia.
El mensaje rezaba:
N.0 406302 A ESTACIÓN 1S327. NATURAL DE
VEGA
XXI LLEGA A LAS 16532'82. PARTIDA INDETERMINADA.
SIN EQUIPAJE. SÓLO GABINETE CONDICIONES LOCALES. CONFIRME.
Enoch se sintió contento al leer el mensaje.
¡Qué bueno sería volver a recibir la visita de un hazer! Hacía tal vez más de
un mes que el último pasó por la estación.
Recordaba muy bien el primer día que vio a un
hazer... fue aquel día en que llegaron cinco de ellos. Debió de ser en 1914 ó
1915. En plena guerra, la primera guerra mundial, que entonces llamaban la
Gran Guerra.
El hazer llegaría aproximadamente a la misma
hora que Ulises, y los tres pasarían una velada muy agradable.
No sucedía con frecuencia que le visitasen dos
buenos amigos a la vez.
Dio un respingo al pensar que calificaba de
amigo al hazer pues era más que probable que nunca hubiese visto a su
visitante. Aunque esto poco importaba, porque un hazer, el que fuese, siempre
acababa siendo su amigo.
Colocó el gabinete bajo un materializador, lo
comprobó todo y volvió a comprobarlo para cerciorarse de que todo estaba
perfectamente en orden, volvió junto a la máquina transmisora y envió la
confirmación.
Y, entre tanto, no cesaba de preguntarse: ¿Fue
en 1914, o acaso un poco después?
Abrió un cajón del catálogos buscó Vega XXI y
la primera fecha que figuraba en la lista era 12 de julio de 1915. Luego sacó
el libro registro del estante y lo puso sobre el escritorio. Lo hojeó
rápidamente, hasta encontrar la fecha.
XIV
12 de julio de 1915. - Esta tarde, a las 3,20,
han llegado cinco seres de Vega XXI, los primeros de su especie que pasan por
la estación. Son bípedos y humanoides, y dan la impresión de no estar hechos de
carne - la carne sería una materia demasiado grosera para la clase de seres que
son -, aunque, desde luego, están constituidos de materia orgánica, como todos
los seres vivientes. Aunque resplandecen, no con una luz visible, pero les
rodea un aura que los acompaña a todas partes.
Según creí entender, los cinco formaban una
unidad sexual, aunque no estoy muy seguro de que así fuese, porque todo
resulta muy confuso. Estaban muy contentos y cordiales, mostrando un aire
ligeramente divertido, como si algo les hiciese gracia, nada en particular, en
realidad, sino todo el universo; dijérase que se reían de un chiste cósmico y
particular, que sólo ellos conocían. Estaban de vacaciones y se dirigían a un
festival (aunque acaso no sea ésta la palabra exacta) que se celebraba en otro
planeta, donde se reunían otros seres para pasar una semana de carnaval. No
pude saber cómo o por qué los habían invitado. Seguramente representaba para
ellos un gran honor asistir al festival, pero por lo que pude ver ellos no
parecían considerarlo así, sino que consideraban que era su derecho. Estaban
contentos y despreocupados, extremadamente tranquilos y llenos de aplomo, pero
ahora, al pensarlo, supongo que siempre deben de estar así. Me sentí un poco
envidioso por no poder ser tan despreocupado y alegre como ellos. Traté de
imaginar lo bella y agradable que debía de parecerles la vida y el universo y
sentí un ligero resentimiento ante su dicha y su despreocupación irreflexiva.
Según las instrucciones recibidas, colgué unas
hamacas para que pudieran descansar, pero ellos no las emplearon. Trajeron
consigo tinas canastas llenas de comida y bebida, se sentaron a mi mesa y
empezaron a hablar y a banquetearse. Me invitaron a sentarme con ellos y
escogieron dos platos y una botella, que me aseguraron que no me perjudicarían;
en cuanto al resto de sus vituallas, no podían asegurar el efecto que
producirían sobre mi metabolismo. La comida era deliciosa y de una clase que
nunca había probado... un plato recordaba a los tipos más raros y delicados de
quesos viejos, y el otro era de un sabor dulce verdaderamente celestial. La
bebida recordaba a las mejores marcas de coñac terrestre, era de color amarillo
y clara como el agua.
Me hicieron preguntas sobre mí mismo y mi planeta, se mostraron
muy corteses y verdaderamente interesados; comprendían inmediatamente todo lo
que yo les decía. Me contaron que se dirigían a un planeta cuyo nombre nunca
había oído pronunciar, y conversaron entre ellos, alegres y felices, pero
procurando que yo no me sintiese excluido de la conversación. Por ella colegí
que en el festival del planeta de marras se presentaba alguna forma de arte.
Ésta no consistía únicamente en música o pintura, sino que estaba compuesta de
sonido y color, sin olvidar la emoción, la forma y otras cualidades que no
parecen tener palabras para expresarlas en ningún idioma de la Tierra, y que no
puedo identificar por completo. Tuve la impresión de que se trataba de una
sinfonía tridimensional, aunque ésta no sea la expresión exacta, y que había
sido compuesta no por un individuo solo, sino por un equipo. Hablaban con
entusiasmo de esta forma de arte, y, según me pareció entender, no duraba
varias horas sino varios días, y era más una experiencia que algo que se
escuchaba o se vela, pues los espectadores o el público no se limitaban a
sentarse para escuchar, sino que participaban en ella, si así lo deseaban. Pero
no conseguí entender de qué manera participaban y no me atreví a
preguntárselo. Hablaban de la gente que verían, de los últimos conocidos que
habían visitado y se contaban muchos chismes sobre ellos, aunque sin malicia,
dando la impresión de que ellos y muchos otros iban de planeta en planeta con
una gozosa finalidad. Pero no conseguí determinar si sus viajes tenían alguna
otra finalidad, además del esparcimiento. Colegí que acaso la tuviesen.
Hablaban de otros festivales, no todos
relacionados con aquella forma artística, sino con otros aspectos más especializados
de las artes, de los que no conseguí formarme una idea cabal. Parecían hallar
un goce indescriptible en estos festivales y me pareció que algunos aspectos de
los mismos ajenos al arte contribuían a aumentar su felicidad. No intervine en
esta parte de la conversación porque, francamente, no se me presentó ocasión
para hacerlo. Me hubiera gustado hacerles algunas preguntas, pero no me dieron
pie para ello. Supongo que de haber tenido ocasión, mis preguntas les hubieran
parecido estúpidas, pero esto no me hubiera importado mucho. Y con todo, a
pesar de esto, consiguieron hacer que me sintiese incluido en la conversación.
No hicieron nada concreto en este sentido, y, a pesar de ello, yo me sentí
identificado con ellos y no solamente un guardián de la estación en cuya
compañía pasaría un breve período. A veces hablaban brevemente en el idioma de
su planeta, que es uno de los más hermosos que he oído, pero casi siempre
conversaban en el lenguaje que utilizan numerosas especies humanoides y que
viene a ser una lengua franca del espacio creada con fines utilitarios, y
sospecho que lo hicieron por cortesía hacia mí, y, desde luego, fue una gran
muestra de deferencia por su parte. Creo que se cuentan entre los seres más
verdaderamente civilizados que me ha sido dado a conocer.
He dicho que resplandecían y con esto quiero
decir que irradiaban una luz espiritual. Daba la impresión de que a veces les
acompañaba una neblina dorada y centelleante que alegraba todo cuanto tocaba...
casi como si se moviesen en un mundo especial que nadie habla conseguido descubrir.
Sentado a la mesa con ellos, yo parecía hallarme incluido en aquella neblina
áurea y sentía correr por mis venas extrañas y profundas corrientes de
felicidad tranquila. Me pregunté por qué caminos ellos y su mundo habían
llegado a aquel áureo estado y si mi mundo podría alcanzarlo, en un tiempo muy
remoto.
Pero en el fondo de aquella felicidad había una
vitalidad tremenda, un espíritu burbujeante y efervescente con un núcleo de
fortaleza y un amor por la vida que parecía surgir por todos sus poros y en
todos los momentos de su existencia.
Sólo disponían de dos horas y éstas pasaron tan
rápidamente, que por último me vi precisado a advertirles que ya tenían que
marcharse. Antes de irse, dejaron dos envoltorios sobre la mesa, dijeron que eran
para mí y me dieron las gracias por mi mesa (curiosa manera de decirlo).
Después se despidieron, entraron en el gabinete (el de tamaño extra) y yo
accioné el dispositivo que les hacía continuar su viaje. Incluso después de su
partida, el resplandor dorado pareció flotar en la habitación durante horas,
antes de extinguirse. Deseé haberles podido acompañar al planeta donde se
celebraba aquel mágico festival.
Uno de los envoltorios que me dejaron contenía
una docena de botellas del licor semejante al coñac. Las botellas eran
verdaderas obras de arte. No hasta dos de ellas iguales. Estaban formadas por
lo que yo estoy convencido que era diamante, aunque no sé si fabricado o
tallado de piedras gigantescas. De todos modos, calculo que estas botellas
poseen un valor incalculable. Muestran gran variedad de símbolos en su
conformación, cada uno de los cuales, empero, posee una belleza peculiar. Y en
el otro envoltorio habla... bien, supongo que, a falta de nombre más adecuado,
tendré que llamarla una cajita de música. La cajita es de marfil, de un viejo
marfil amarillento tan suave como el raso, y cubierta de unos enmarañados relieves
que deben de tener un significado oculto. En la parte superior hay un círculo
montado dentro de una escala graduada. Cuando coloqué el círculo en la primera
graduación, oí música y la habitación se llenó de un juego de luces
multicolores, como si toda la habitación estuviese llena de una orgía de color.
Entre aquellas coloraciones había como un lejano recuerdo de la bruma dorada.
De la caja también surgieron perfumes que se esparcieron por la estancia, junto
con sentimientos y emociones - si hay que llamarlos así -, y algo que se
apoderaba de uno, infundiendo alegría o tristeza. De la caja surgió un mundo
en el que podía vivirse la composición o lo que aquello fuese, con todo el ser,
todas las emociones, fe y entusiasmo de que uno era capaz. Estoy seguro de que
era una especie de grabación de aquella forma artística de la que ellos
hablaban. Pero no era sólo una composición, sino exactamente 206, porque, este
es el número de las señales que tiene la escala graduada, y a cada señal
corresponde una composición distinta. En los días venideros las interpretaré
todas, tomaré unas sobre ellas. Las pondré nombres, acaso guiándome por sus
características. Tal vez saque de ellas no sólo esparcimiento, sino útiles
enseñanzas.
XV
Las doce botellas diamantinas, vacías desde
hacía mucho tiempo, estaban en una centelleante hilera sobre la repisa de la
chimenea. La cajita de música, que era una de sus más preciadas posesiones,
estaba guardada en uno de los armarios, en un lugar seguro y protegido. Y Enoch
pensó tristemente que, a pesar de haberlas utilizado con regularidad durante
todos aquellos años, aún no había agotado la lista de las composiciones. Había
tantas de las primeras que había interpretado una y otra vez, que apenas había
recorrido más de la mitad de la escala normal.
Los cinco hazers regresaron de vez en cuando,
porque al parecer encontraban en aquella estación, e incluso en el hombre que
estaba a su cuidado, unas cualidades que eran de su agrado. Le enseñaron el
idioma de Vega, le trajeron rollos de literatura vegana junto con muchas otras
cosas y fueron para, sin ningún género
de dudas, los mejores amigos que tuvo entre los extraterrestres, con la sola
excepción de Ulises. Hasta que un día dejaron de volver y él se preguntó a qué
se debía su ausencia, preguntando también por ellos a los hazers que a veces
pasaban por la estación. Pero nadie supo darle razón de ellos.
Ahora ya sabía muchas más cosas sobre los
hazers y sus formas artísticas, sus tradiciones, sus costumbres y su historia,
que lo que sabía el primer día que hizo aquella anotación, en el año 1915. Pero
aún distaba mucho de comprender un buen número de los conceptos que ellos empleaban
corrientemente.
Vio a muchos de ellos desde aquel día de 1915
pero había uno que recordaba particularmente: el viejo sabio, el filósofo, que
murió en el suelo, junto al sofá.
Ambos estaban sentados en el sofá, hablando, e
Incluso podía recordar cuál era el tema de su conversación. El viejo le estaba
explicando el perverso código moral, irracional y cómico a la vez, creado por
aquella curiosa raza de vegetales sociables que descubrió en una de sus visitas
a un apartado planeta, situado en el borde opuesto de la Galaxia. El viejo
hazer había bebido un par de copas y se hallaba en espléndida forma, relatando
incidente tras incidente con entusiasmo.
De pronto, se interrumpió a la mitad de una
frase, y se inclinó suavemente hacia delante. Enoch, sorprendido, trató de
sostenerlo, pero antes de que pudiera ponerle la mano encima, el anciano
visitante se escurrió con lentitud al suelo.
El aura dorada que rodeaba su cuerpo se apagó
lentamente y el extraterrestre permaneció tendido en el suelo, angular,
huesudo y repugnante, como algo terriblemente extraño, lamentable y monstruoso
a la vez. Más monstruoso, le pareció, que cualquier otra forma viviente no
terrestre que hasta entonces había visto.
Si en vida era una criatura maravillosa,
entonces, muerto, aquel ser era un viejo saco de huesos deformes, recubiertos
de una piel escamosa y apergaminada. Era el aura dorada, se dijo Enoch,
tragando saliva, dominado por un sentimiento muy próximo al horror, lo que
había hecho que el hazer pareciese tan maravilloso y bello, tan lleno de
vitalidad, dignidad y alegría. El aura dorada era la vida de aquellos seres, y,
cuando desaparecía, se convertían en algo horrible y repulsivo, cuya
contemplación producía náuseas.
¿Acaso seria posible, se preguntó, que la bruma
dorada fuese la fuerza vital de los hazers y que éstos la llevasen como un
manto, como una especie de disfraz completo? ¿Y si tuviesen la energía vital en
el exterior, a diferencia de los demás seres, que la tenían en el interior de
su organismo?
El viento gemía en los altos aleros de la casa
y por las ventanas vio legiones de nubes deshilachadas que huían velozmente
sobre la faz de la luna, que había ascendido hasta la mitad del firmamento
oriental.
En la estación reinaban un frío y una soledad que
llegaban muy lejos, mucho más allá de una simple soledad terrenal.
Enoch abandonó el cadáver y cruzó rápidamente
la habitación, para dirigirse al aparato transmisor. Puso una llamada pidiendo
conexión directa con la Central Galáctica y luego esperó, asiendo fuertemente
los lados de la máquina con ambas manos.
COMUNIQUE, dijo la Central Galáctica.
De la manera más breve y objetiva que le fue
posible, Enoch comunicó lo sucedido.
Le contestaron sin la menor vacilación y sin
hacerle preguntas, únicamente le enviaron las instrucciones necesarias para el
caso, como si aquella situación fuese algo corriente. El vegano debía quedarse
en el planeta donde había ocurrido su fallecimiento, procediéndose con su cadáver
de acuerdo con las normas y costumbres locales de aquel planeta. Así lo estipulaba la ley vegana, y,
además, era cuestión de honor. Un vegano, cuando caía, debía permanecer donde
había caído, y aquel lugar se convertía para siempre en territorio de Vega XXI.
La Central Galáctica le dijo que había muchos lugares así en toda la Galaxia.
NUESTRA
COSTUMBRE (mecanografió Enoch) ES ENTERRAR A LOS MUERTOS.
ENTONCES
ENTIERRE AL VEGANO.
LUEGO
LEEMOS UNOS VERSÍCULOS DE NUESTRO LIBRO SAGRADO.
PUES
LÉALOS PARA EL VEGANO. ¿PUEDE HACERLO?
SÍ. PERO
SUELE HACERLO UN SACERDOTE. SIN EMBARGO,
EN LAS PRESENTES CIRCUNSTANCIAS, ESTO ACASO NO SEA PRUDENTE.
DE
ACUERDO (dijo Central Galáctica) ¿PUEDE USTED
SUPLIR
AL SACERDOTE?
SÍ.
ASÍ, MÁS
VALDRÁ QUE LO HAGA.
¿LLEGARAN
PARIENTES O AMIGOS PARA ASISTIR A LA CEREMONIA?
NO.
¿LES
PARTICIPARÁN EL FALLECIMIENTO?
OFICIALMENTE,
DESDE LUEGO, PERO YA ESTÁN ENTERADOS.
¿CÓMO ES
POSIBLE?
FALLECIÓ
HACE UN MOMENTO.
SIN
EMBARGO, YA LO SABEN.
¿NO HAY
QUE EXTENDER UN CERTIFICADO DE DEFUNCIÓN?
NO HACE
FALTA. YA SABEN QUE MURIÓ.
¿QUE HAY
QUE HACER CON SU EQUIPAJE? TRAÍA UN BAÚL.
QUÉDESELO.
SUYO ES.
CONSIDÉRELO
COMO UN
OBSEQUIO
POR LOS SERVICIOS QUE USTED RINDE AL HONORABLE MUERTO. TAMBIEN LO DICE LA LEY.
PERO PUEDE CONTENER COSAS
IMPORTANTES.
QUÉDESE
EL BAÚL. RECHAZARLO SERIA INSULTAR LA MEMORIA DEL MUERTO.
¿ALGO
MÁS? (preguntó Enoch) ¿ESTO ES TODO?
ESTO ES
TODO. PROCEDA COMO SI EL VEGANO FUESE UN SEMEJANTE SUYO.
Enoch borró el mensaje de la máquina y cruzó de
nuevo la habitación. Luego se acercó al hazer, haciendo de tripas corazón para
inclinarse, recoger el cuerpo y ponerlo en el sofá. Le produjo una gran
repugnancia tocarlo, acercar sus manos a aquel cuerpo impuro y terrible,
trágica parodia de la resplandeciente criatura que se habla sentado allí, a
hablar con él.
Desde que conoció a los hazers los quiso y
admiró, esperando ansiosamente sus visitas. Pero entonces estaba allí,
temblando como un azogado y sin atreverse a tocar a un muerto.
No era solamente por el horror que éste le
inspiraba, pues durante sus muchos años de guardián de la estación, habla visto
toda clase de horrores visuales encarnados en cuerpos extraños, pero había
aprendido a dominar aquella sensación de horror, a prescindir de las
apariencias considerando a todos los seres vivientes como hermanos y a todas
las criaturas como personas.
Era alguna otra cosa comprendió, algún factor
desconocido que no tenía nada que ver con el horror. Pero aquel ser, se dijo,
había sido un amigo suyo y, en su calidad de tal, él tenía la obligación de
hacerle los últimos honores con amor y cariño.
Cerrando los ojos, se inclinó y levantó el
cadáver. Casi no pesaba nada, como si al morir hubiese perdido una dimensión,
como si se hubiese hecho más pequeño e insignificante. ¿Sería posible que el
aura dorada hubiese tenido peso?
Tendió el cadáver en el sofá, colocándolo lo
mejor que supo. Luego salió al exterior, encendió la linterna del anexo y bajó
al antiguo granero.
Hacía años que no había estado en él, pero
apenas nada había cambiado. Protegido por una recia techumbre de las
inclemencias atmosféricas, permaneció seco y abrigado. De las vigas colgaban
telarañas y todo estaba cubierto de polvo. De lo alto del granero pendían
briznas de paja resecas, que asomaban entre las rendijas de las tablas. El
lugar poseía un perfume seco, dulce y polvoriento, pues los olores causados
por los animales y el estiércol se hablan esfumado hacia tiempo.
Enoch colgó la linterna en una clavija del
establo y trepó por la escala del granero. Avanzando a tientas, porque no se
atrevía a introducir la linterna entre aquel montón de paja reseca, dio con un
rimero de tablas de encina que estaban en el fondo, debajo del alero.
Se acordó de que allí, donde el alero se
juntaba con el piso, se imaginó de niño que existía una cueva en la que pasó
muchas tardes de lluvia, feliz y contento, cuando no podía salir a jugar ahora.
Fue allí Robinson Crusoe en su cueva de la isla desierta, o un proscrito cuyo
nombre habla olvidado, huyendo de la Ley, o un fugitivo de los indios, que
querían arrancarle el cuero cabelludo. Tenía una escopeta de madera que se
fabricó aserrando un madero, que luego talló con un cortaplumas y frotó con
papel de lija para hacerlo suave. Fue su juguete predilecto durante los días
de su infancia... hasta aquel día, al cumplir los doce años, en que su padre al
volver a casa, le regaló un rifle que le había comprado en el pueblo.
Tanteó el montón de tablas y decidió con el
tacto las que podía utilizar. Tiró de ellas y luego las bajó cuidadosamente
por la escalera.
Después fue en busca de las herramientas, que
guardaba en un rincón del granero. Levantó la tapa del gran arcón de
herramientas y vio que estaba lleno de nidos de musarañas, abandonados desde
hacía mucho tiempo. Apartó los puñados de paja, heno y hierba que los pequeños
roedores empleaban para tapizar sus nidos y descubrió las herramientas. Su
brillo se había empañado y tenían una ligera capa de orín a causa de su largo
abandono, pero no estaban oxidadas y aún conservaban su filo.
Tomó las herramientas que necesitaba, bajó a la
planta baja del granero y se puso a trabajar. Pensó que hacía un siglo hizo lo
mismo que entonces, trabajando a la luz de la linterna para hacer un ataúd.
Pero entonces, hacia cien años, era su padre quien yacía muerto en la casa.
Las tablas de madera de encina estaban resecas duras, pero las herramientas aún eran buenas
para desbastarlas. Las aserró, les pasó el cepillo y las unió mediante clavos,
mientras por el granero se esparcía el olor de las virutas y el serrín. El
granero estaba silencioso y acogedor, pues los montones de paja que cubrían el
altillo apagaban los gemidos del viento.
Acabó de construir el ataúd y vio que era más
pesado de lo que había supuesto. Fue entonces en busca de la vieja carretilla,
apoyada en la pared del fondo del establo que antes había albergado a los
caballos, y cargó el ataúd en ella. Laboriosamente, deteniéndose con frecuencia
a descansar, lo llevó cuesta abajo hasta el pequeño cementerio rodeado de
manzanos silvestres.
Y allí, junto a la tumba de su padre, cavó otra
tumba, pues se había traído una p ala y un pico consigo. No la cavó tan
profunda como hubiera querido, no los seis pies que la costumbre decretaba,
porque sabia que si la cavaba tan profunda, no
podría introducir en ella el ataúd. Así que no la cavó muy profunda,
trabajando a la luz de la linterna, puesta sobre el montón de tierra, desde
donde esparcía su mortecino resplandor. Salió volando un búho del bosque y
permaneció invisible entre la espesura del bosquecillo, murmurando y graznando.
La luna se hundió por poniente y las nubes deshilachadas se aclararon, para
dejar brillar las estrellas.
Finalmente terminó de cavar la tumba, descendió
a ella el féretro a la luz vacilante de la linterna, cuyo petróleo estaba casi
consumido.
De regreso a la estación, Enoch buscó una
sábana para amortajar al muerto. Se metió una Biblia en el bolsillo, cargó con
el cuerpo amortajado del vegano, y, a la luz incierta que precede al alba,
bajó por la cuesta hacia el bosquecillo de manzanos. Puso al vegano en el
ataúd, clavó la tapa y luego salió de la tumba.
De pie al borde de ella, sacó la Biblia del
bolsillo y buscó el pasaje que deseaba. Lo leyó en voz alta, sin que apenas
tuviese que esforzar la vista a la tenue luz para seguir el texto, pues eran
unos versículos que había leído muchas veces:
En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así os ¡O
diría...
Mientras leía este pasaje pensó en cuán
apropiado era; cuán cierto era que existían muchas mansiones para albergar
todas las almas de la Galaxia... y de todas las demás galaxias que se
extendían por el espacio, quizás hasta el infinito. Aunque para quien
entendiere, con una bastaba.
Cuando hubo terminado de leer recitó de memoria
el oficio de difuntos, lo mejor que supo, pues no estaba seguro de recordar
absolutamente todas las palabras. Pero recordaba lo bastante, se dijo, para que
la oración tuviese sentido. Luego cubrió el ataúd de tierra.
Las estrellas y la luna se hablan apagado y el
viento se había calmado. En la quietud de la mañana, el cielo mostraba un
resplandor nacarado por oriente.
Enoch permanecía de pie junto a la tumba,
apoyado en la pala.
- Descansa en paz, amigo mío - dijo.
Luego dio media vuelta y, a las primeras
claridades de la mañana, volvió a la estación.
XVI
Enoch se levantó de su escritorio y volvió con
el libro registro al instante, para colocarlo en su sitio.
Luego dio media vuelta y se detuvo, indeciso.
Tenía que hacer varias cosas. Tenía que leer
los periódicos. Tenía que escribir su diario. Había un par de artículos- en
los últimos números de la Revista de
Estudios Geofísicos que deseaba consultar.
Pero no tenía ganas de hacerlo. Tenía
demasiadas cosas en que pensar y de que preocuparse, demasiadas cosas que
llorar.
Sus misteriosos vigilantes continuaban
espiándole. Había perdido a sus amigos de las sombras. El mundo caminaba
hacia el precipicio de la guerra.
Aunque acaso no debiese preocuparle la suerte
del mundo. Podía renunciar al mundo y abandonar a la especie humana en el
momento en que lo desease. Si nunca saliese al exterior, si jamás abriese la
puerta, nada podría importarle lo que el mundo hiciese o lo que a él pudiese
ocurrirle. Él tenía su mundo propio, mayor que el que se extendía fuera de la
estación, más inmenso que todo cuanto sus semejantes habían podido sonar. La
Tierra no le hacía ninguna falta.
E incluso mientras lo pensaba, comprendió que
aquello no era verdad. Por extraño que fuese, la Tierra le hacía falta.
Se acercó a la puerta, pronunció la palabra
mágica y la puerta se abrió. Pasó al anexo y la puerta se cerró a sus espaldas.
Dio la vuelta a la esquina de la casa y se
sentó en la escalera del porche.
Allí fue, pensó, donde todo empezó. Allí estaba
sentado aquel día estival de hacia tantos años, cuando las estrellas lo
señalaron, a través de las inmensas extensiones del espacio.
El sol estaba muy bajo por el oeste y pronto
anochecería. El calor diurno ya empezaba a disiparse y una brisa débil y
fresca subía del río. Al otro lado del campo, en el lindero del bosque, los
cuervos trazaban círculos en el cielo emitiendo ásperos graznidos.
Seña algo muy duro tener que cerrar la puerta
para no abrirla más, muy duro no volver a sentir la caricia del sol y del
viento, no aspirar el perfume de las cambiantes estaciones que cruzaban la faz
de la Tierra. El hombre, se dijo, aún no estaba preparado para eso. Todavía no
se había convertido en un ser artificial, hijo del ambiente que él mismo había
creado, capaz de establecer un completo divorcio entre su persona y las
características físicas de su planeta natal. Necesitaba sol, tierra y viento
para seguir siendo un ser humano.
Tenía que salir con más frecuencia al porche,
pensó Enoch, para sentarse allí sin hacer nada, contemplando únicamente los
árboles y el río por el oeste, las azuladas montañas de Iowa al otro lado del
Mississipi, viendo como los cuervos giraban en el cielo y las palomas se
arrullaban en lo alto del tejado del granero.
Valdría la pena que lo hiciese todos los días.
¿Qué era una hora más de envejecimiento? No tenía necesidad de escatimar las
horas... Llegaría un tiempo en que éstas le serían preciosas, pero cuando este
tiempo llegase, tendría que atesorar, las horas, los minutos y hasta los
segundos, como un avaro que contase su dinero.
Oyó un rumor de rápidas pisadas en el extremo
opuesto de la casa, alguien, dando traspiés y exhausto, dio la vuelta a la
esquina de construcción, corriendo como si viniese desde muy lejos.
Se levantó de un salto y salió al corral para
ver quién era. La persona que corría avanzó tambaleándose hacia él, con los
brazos tendidos. Él la asió fuertemente y la sujetó contra su cuerpo para
evitar que se cayese.
-¡Lucy! – exclamó -. ¡Lucy! ¿Qué te pasa,
criatura?
La mano que le habla puesto en la espalda notó
algo caliente y pegajoso y la apartó para ver si era sangre, como temía. La
espalda del vestido de la muchacha estaba empapada de sangre.
La agarró por los hombros y la apartó para
verle la cara. Estaba bañada en llanto y en ella se pintaba el terror...
mezclado con una expresión suplicante.
Entonces le dio la vuelta para mirarle de nuevo
la espalda. La muchacha se llevó las manos a los hombros para bajarse el
vestido hasta la cintura. Enoch vio que tenía los hombros y la espalda cruzados
por largas heridas que aún sangraban.
Lucy se arregló el vestido y se volvió para
mirarlo. Con gesto suplicante, señaló hacia abajo, en dirección al campo que
descendía hasta el bosque.
Allí se movía algo... alguien cruzaba el bosque
y llegaba casi al lindero del viejo campo abandonado.
Ella también lo vio, sin duda, porque se arrimó
a él, temblorosa, buscando protección.
Inclinándose, él la tomó en brazos y se dirigió
con paso vivo al anexo. Pronunció la palabra mágica, la puerta se abrió y
penetró en la estación, oyendo como la puerta se cerraba a su espalda.
Una vez dentro se detuvo, con Lucy Fisher
acurrucada en sus brazos, y comprendió que había cometido una gran
equivocación... que aquello era algo que, en un momento en que hubiese estado
más sereno, jamás hubiera hecho.
Pero se habla dejado llevar por un impulso
momentáneo y obró sin pensar. La muchacha acudió a él en busca de protección y
allí la tenía, allí nada del mundo podía llegar hasta ella. Pero Lucy era un
ser humano y ningún ser humano, excepto él, debía haber cruzado aquel umbral.
Pero ya estaba hecho y la cosa no tenía
remedio. Una vez cruzado el umbral, ya no podía hacer nada por cambiarlo.
La llevó al otro lado de la habitación, la
depositó en el sofá y dio un paso atrás. Ella se quedó sentada, mirándolo con
una leve sonrisa, como si no supiese si podía sonreír en un lugar como aquél.
Se llevó una mano a la cara, para enjugarse las lágrimas.
Luego paseó rápidamente la vista a su alrededor
y abrió la boca, admirada.
Él se agachó, dio unas palmadas sobre el sofá y
luego la señaló, para indicarle que debía quedarse allí y no moverse. Abarcó
con el brazo el resto de la estación y movió la cabeza en un enérgico gesto
negativo.
Tomó una de las manos de la joven entre las
suyas y se la acarició cariñosamente, tratando de tranquilizarla y de hacerle
entender que todo iría bien si ella obedecía exactamente sus instrucciones.
Lucy le sonreía, sin comprender, por lo visto
que lo que había ocurrido era algo que debía de haberle quitado las ganas de
sonreír.
Con la mano libre, la muchacha hizo un ligero
ademán en dirección a la mesita del café, abarrotada de objetos
extraterrestres.
Él asintió y ella tomó uno de los objetos,
dándole vueltas entre las manos con gesto de admiración.
Enoch se levantó y se acercó a la pared para
descolgar el rifle.
Luego salió al exterior, para enfrentarse con
los perseguidores de Lucy.
XVII
Los hombres subían por el campo en dirección a
la casa. Enoch vio que uno de ellos era Hank Fisher, el padre de Lucy. Conoció
a aquel hombre hacía varios años, durante uno de sus paseos, y sostuvo una
breve conversación con él. Hank le explicó bastante cohibido y a pesar de que
no era necesario que le ofreciese explicaciones, que andaba buscando una vaca
perdida. Pero a juzgar por sus modales furtivos, Enoch dedujo que lo que le
traía por allí no era buscar una vaca, sino algo inconfesable, aunque no podía
imaginarse qué pudiese ser.
El otro individuo era más joven. No aparentaba
más de dieciséis o diecisiete años. Era muy probable, pensó Enoch, que fuese
uno de los hermanos de Lucy.
Enoch se detuvo a esperarlos frente al porche.
Vio que Hank llevaba un látigo arrollado en la
mano. Al verlo, Enoch comprendió la
causa de las heridas que cruzaban los hombros y la espalda de Lucy. Sintió un
súbito acceso de ira, pero trató de dominarse. Se entendería mejor con Hank
Fisher si no perdía los estribos.
Los dos hombres se detuvieron a tres pasos de
distancia.
- Buenas tardes - les dijo Enoch.
-¿Has visto a mi chica? - le preguntó Hank.
-¿Y qué si la he visto? - preguntó Enoch a su
vez.
- Le arrancaré la piel a tiras - gritó Hank
blandiendo el látigo.
- En tal caso - dijo Enoch -, no creo que te
diga nada.
- La has escondido - dijo Hank acusador.
- Búscala, si quieres - repuso Enoch.
Hank dio un paso hacia él, pero lo pensó mejor
y se detuvo.
- Le he dado su merecido – vociferó -. Y aún no
he acabado con ella. No hay nadie en el mundo, ni aunque sea de mi propia
sangre, que pueda burlarse de mí.
Enoch dio la callada por respuesta. Hank
parecía indeciso.
- Es una entrometida – dijo -. Se metió donde
no la llamaban.
El muchacho intervino para decir:
- Yo sólo estaba tratando de domesticar a Butcher. Butcher - explicó a Enoch - es
un cachorro de perdiguero.
- Exactamente - asintió Hank -. No hacía nada
malo. Mis chicos capturaron a una liebre joven la otra noche. Les costó mucho
apresaría. Roy, aquí presente, la ató a un árbol. Y trajo a Butcher sujeto con una correa, para
dejar que se lanzase sobre la liebre, pero no le hacía daño, pues él tiraba de Butcher antes de que el perro pudiera
mordería. Entonces dejaba que los dos descansasen un poco y luego azuzaba de
nuevo a Butcher sobre la liebre.
- Es la mejor manera de adiestrar a un perro de
caza - observó Roy.
- Sí, señor - asintió Hank -. Por esto mis
hijos apresaron a la liebre.
- La necesitábamos para enseñar al cachorro -
observó Roy.
- Todo esto me parece muy bien y me alegro de
saberlo - dijo Enoch -. Pero, ¿qué tiene que ver Lucy con todo ello?
- Se interpuso y trató de evitar que
adiestrásemos al perro - dijo Hank -. Intentó quitarle Butcher a Roy.
- Esa muda tiene demasiadas ínfulas - dijo Roy.
- Tú cállate la boca - le reprendió su padre
con aspereza, volviéndose furioso hacia él.
Roy murmuró algo entre dientes y dio un paso
atrás. Hank se volvió de nuevo hacia Enoch.
- Roy le pegó y la tiró al suelo – dijo -. No
debiera haberlo hecho. Debiera haber tenido más cuidado.
- No quería hacerlo - se disculpó Roy -. La
derribé al levantar el brazo para evitar que se acercase a Butcher.
- Así fue - dijo Hank -. La derribó sin querer.
Pero ella no tenía que haber hecho lo que hizo. Dejó a Butcher tieso y agarrotado, para que no pudiese lanzarse sobre la
liebre. Sin tocarle siquiera un pelo, fíjate bien, lo dejó agarrotado. No podía
mover ni una pata. Esto puso furioso a Roy.
Y dijo con tono anhelante a Enoch:
-¿Y tú, no te hubieras puesto furioso ante una cosa
así?
- No, creo que no - contestó Enoch -. Aunque
claro, yo no me dedico a cazar liebres con perros adiestrados.
Hank parecía pasmado ante tamaña falta de
comprensión.
Pero continuó su relato.
- Roy se enfureció mucho con ella. Ten en
cuenta que había criado a Butcher. Quiere
mucho a ese perro y no estaba dispuesto a que nadie, ni siquiera su propia hermana,
lo dejase agarrotado, como ella le hizo a Butcher
Nunca había visto una cosa así en mi vida. Pero esto no fue todo. Entonces
Roy se quedó rígido y cayó al suelo con las piernas encogidas y sujetándose el
cuerpo con los brazos. Allí se quedó tendido, hecho una bola. Quedó paralizado
como Butcher. Pero ella no le hizo
nada a la liebre, no la dejó agarrotada. Únicamente le hizo eso a los de su
casa.
- Pero no dolía - observó Roy -. No dolía en
absoluto.
- Yo estaba allí sentado - prosiguió Hank -,
trenzando este látigo para el ganado. Tenía la punta gastada y le puse una
nueva. Vi lo que pasaba pero no intervine hasta que vi a Roy tendido y quieto
en el suelo. Entonces le dije: esto ya no lo aguanto. Soy un hombre muy
tolerante; no me importa que mi hija haga desaparecer las verrugas con ensalmos
y otras cosas parecidas. Ha habido mucha gente capaz de hacer eso. No es nada
deshonroso. Pero esto de dejar a los perros y a las personas agarrotados...
- Y entonces fue cuando le diste de garrotazos,
¿no es eso? - dijo Enoch.
- Cumplí con mi deber - manifestó Hank
solemnemente -. No estoy dispuesto a tolerar la presencia de brujas en mi
familia Le di un par de latigazos y ella me pidió por gestos que dejase de
pegarla. Pero yo tenía que cumplir mi deber y continué arreándole latigazos. Si
hubiese continuado, creo que le hubiera quitado para siempre las ganas de hacer
esas bromas. Pero fue entonces cuando ejerció sus poderes conmigo. Lo mismo que
había hecho con Roy y Butcher, pero
de manera distinta. Me dejó ciego... ¡cegó a su propio padre! No podía ver
nada. Avancé a tientas por el patio, gritando y dando manotadas. De pronto
volví a ver, pero ella había desaparecido. La vi correr por el bosque, monte
arriba. Y entonces fue cuando Roy y yo nos fuimos tras ella.
- ¿Y crees que la tengo aquí?
- Sé que está aquí - contestó Hank.
- Muy bien - dijo Enoch -. Pues búscala.
- Claro que la buscaré - repuso Hank, ceñudo -.
Roy, tú registra el granero. Puede estar escondida allí.
Roy se dirigió al granero. Hank entró en el
anexo y salió casi inmediatamente al decrépito gallinero.
Enoch esperaba, con el rifle bajo el brazo.
Se le habla presentado una complicación... una
complicación mayor que todas cuantas habían surgido hasta entonces. Los
hombres como Hank Fisher no se avenían a razones. Sería inútil tratar de
discutir con él, en aquellos momentos. Lo único que podía hacer era esperar que
Hank se calmase. Sólo entonces quizá sería posible hacerle entrar en razón.
Ambos no tardaron en volver.
- No está por aquí - dijo Hank -. Por lo tanto,
está en la casa
Enoch meneó negativamente la cabeza.
- Nadie puede entrar en esa casa.
- Roy - ordenó Hank -, sube esos peldaños y abre
esa puerta.
Roy dirigió una mirada medrosa a Enoch.
- Vamos, obedece - dijo Enoch.
Roy se dirigió a la escalera y subió muy
despacio por ella. Atravesó el porche, puso la mano en el picaporte y trató de
hacerlo girar. Lo intentó de nuevo. Después se volvió.
- Padre, no puedo – dijo -. No puedo abrir esta
puerta.
- Eres un inútil - dijo Hank, disgustado -. No
sabes hacer nada.
Hank subió los peldaños de dos en dos y cruzó
el porche hecho una furia. Asió el picaporte con la mano y trató de hacerlo
girar con gesto airado. Lo probó una y otra vez, sin conseguirlo. Luego se
volvió hacia Enoch, hecho un basilisco.
-¿Puede saberse qué pasa aquí? - gritó.
- Ya te dije que no se puede entrar - contestó
Enoch.
-¡Eso ya lo veremos! - rugió Hank.
Tiró el látigo a Roy y bajó del porche para
plantarse en dos zancadas ante el montón de leña que se alzaba junto al anexo.
Con un brusco ademán, arrancó la pesada hacha doble del tajo.
- Ten cuidado con el hacha - le advirtió Enoch
-. La tengo desde hace mucho tiempo y la aprecio mucho.
Hank no contestó. Volvió a subir al porche y se
detuvo con los pies muy separados ante la puerta.
- Apártate - ordenó a Roy -. Déjame sitio.
Roy se hizo a un lado.
- Eh, un momento - dijo Enoch -. ¿Te propones
derribar esa puerta?
- Eso es exactamente lo que pienso hacer.
Enoch hizo un grave gesto de asentimiento.
- Bien, ¿y qué? - dijo Hank.
- Por mí, ya puedes probar.
Hank asentó sólidamente los pies en el suelo y
empuñó el mango del hacha con ambas manos. El acero relampagueó sobre su cabeza
y luego se abatió en un golpe tremendo.
El filo del hacha chocó con la superficie de la
puerta y se inclinó, desviado por ella, cambió de curso y rebotó de la puerta.
La hoja descendió rápidamente, rozó la pierna
de Hank y éste casi perdió el equilibrio, arrastrado por su propio impulso.
Luego se quedó allí de pie, con expresión
estúpida. Los brazos colgando y las manos empuñando aún el mango del hacha. Su
mirada se clavó en Enoch.
- Pruébalo otra vez - le dijo Enoch, invitador.
Hank sufrió un arrebato de cólera. Su rostro
estaba congestionado por la ira.
-¡Vaya si lo probaré! - gritó como un poseído.
Volvió a plantar sólidamente los pies en el
suelo y ésta vez blandió el hacha no contra la puerta, sino contra la ventana
contigua a ésta.
Cuando la hoja chocó contra la ventana, se oyó
un agudo ruido metálico y fragmentos de acero saltaron por los aires,
brillando al sol.
Hank agachó la cabeza y tiró el hacha, que
rebotó en el suelo del porche. Tenía una hoja rota y mellada. La ventana
estaba intacta. No mostraba ni un rasguño.
Hank se quedó allí un momento, contemplando el
hacha rota, como si no diese crédito a sus ojos.
Tendió la mano en silencio y Roy le puso el
látigo en ella.
Entonces ambos bajaron la escalera.
Se detuvieron al pie de ella y miraron a Enoch.
La mano de Hank temblaba en el mango del látigo.
- En tu lugar, yo no lo intentarla, Hank - le
dijo Enoch -. Soy muy rápido disparando.
Dio unas palmadas a la culata del rifle.
- Te agujerearía la mano antes de que pudieras
levantar el látigo.
Hank jadeaba pesadamente.
- Tienes el diablo en el cuerpo, Wallace – dijo
-. Y ella también. Los dos estáis de acuerdo. Estoy seguro de que os encontráis
a escondidas en los bosques.
Enoch lo miraba, expectante.
-¡Que Dios me asista! - gritó Hank -. ¡Mi hija
es una bruja!
- Lo mejor que podéis hacer - le dijo Enoch -
es volveros a casa. Si encuentro a Lucy, yo mismo os la traeré.
Ninguno de los dos se movió.
-¡Esto no termina así! - vociferó Hank -.
Tienes a mi hija escondida en alguna parte pero yo la sacaré de tus garras. Te
aseguró que me las pagarás.
- Cuando quieras - dijo Enoch -, pero ahora,
no.
Y movió el cañón del rifle con ademán
imperioso.
- Vamos, andando – dijo -. Y no volváis. No
quiero volver a veros por aquí a ninguno de los dos.
Ambos vacilaron por un momento, mirándolo,
tratando de sondearlo y de adivinar cuáles eran sus intenciones.
Luego dieron lentamente la vuelta y ambos se
alejaron monte abajo.
XVIII
"Hubiera debido matarlos a los dos",
pensó. No eran dignos de vivir.
Bajó la vista para mirar el rifle y vio que lo
empuñaba con tal fuerza, que tenía los dedos blancos y rígidos sobre la madera
marrón y satinada.
Jadeaba un poco, por el esfuerzo que hacía por
contener la cólera que hervía en su interior, pugnando por e~ tallar. Si hubiesen
permanecido allí un poco más, si no los hubiese expulsado, supo que hubiera
terminado por ceder a la ira que lo embargaba.
Pero era mejor, mucho mejor, que hubiese
sucedido tal como había sucedido. Se preguntó vagamente cómo era posible que
hubiese logrado contenerse.
Pero se alegraba. Porque, a pesar de sus
defensas, aquello le hubiera sido muy perjudicial.
Ellos hubieran dicho que estaba loco, que los
había echado por la fuerza. Incluso podían acusarle de haber secuestrado a
Lucy y de retenerla contra su voluntad. No se detendrían ante nada para crearle
las mayores dificultades.
No se hacía ilusiones acerca de su reacción,
porque conocía a los seres de su calaña, vengativos en su pequeñez, pequeños y
malévolos insectos de la especie humana.
De pie ante el porche, vio cómo bajaban por la
cresta preguntándose cómo era posible que una joven tan maravillosa como Lucy
tuviese aquella familia tan degenerada. Tal vez su defecto físico sirvió de
muralla para aislarla de aquella gentuza y evitó que se convirtiese en uno de
ellos. Si hubiese podido hablar u oír, quizá con el tiempo se hubiera
convertido en un ser tan retrógrado y con tan malos instintos como ellos.
Cometió un gran error al meterse en aquel
asunto. Un hombre en su condición no debía mezclarse en aquella clase de
cuestiones. Tenía demasiado que perder; hubiera debido guardar neutralidad.
¿Y qué podía haber hecho, sin embargo? ¿Podía
haberse negado a prestar su protección a Lucy, bañada en la sangre que surgía
de sus latigazos? ¿Tenía que haber desoído la frenética expresión de súplica
que se pintaba en su carita desvalida?
Pudiera haber obrado de manera distinta. Tal
vez hubiera podido encontrar medios más diplomáticos y hábiles de resolver el
asunto. Pero no tuvo tiempo de pensar en otra solución. Sólo tuvo tiempo de
poner a la muchacha a salvo y luego salir para enfrentarse con sus perseguidores.
Pero entonces, al pensarlo, comprendió que
acaso lo mejor hubiera sido no salir. Si se hubiese quedado dentro de la
estación nada hubiera ocurrido.
Se dejó llevar de un impulso, cuando salió a
afrontarlos. Acaso fue una reacción humana, pero no fue prudente. Mas la cosa
ya no tenía remedio. A lo hecho, pecho. Si tuviese que hacerlo de nuevo,
obraría de un modo distinto, pero la ocasión ya había pasado
Dio media vuelta y regresó con paso cansino al
interior de la estación.
Lucy continuaba sentada en el sofá, sosteniendo
un objeto centelleante en la mano. Lo contemplaba arrobada y en su cara se
pintó de nuevo aquella misma expresión vibrante y alerta que le había visto
aquella mañana, cuando sostenía a la mariposa.
Dejó el rifle sobre la mesa y se detuvo en
silencio, pero ella debió de notar su movimiento, porque levantó rápidamente
la vista hacia él. Luego sus ojos volvieron a posarse en el objeto rutilante
que tenía en las manos.
Él vio que era la pirámide de esferas y que
todas las esferas giraban lentamente, unas a derecha y otras a izquierda y que,
al girar, brillaban y relumbraban, cada una con su particular coloración, como
si en el interior de cada una hubiese una fuente de luz suave y cálida.
Enoch contuvo el aliento ante la belleza y la
maravilla de aquel espectáculo... preguntándose, pasmado, qué antiguo
artilugio podía ser aquel objeto y cuál podía ser su finalidad. Lo había
examinado cientos de veces, devanándose los sesos para comprender su
significado, sin conseguir descifrar el enigma. Por lo que podía ver, era sólo
un objeto destinado a la contemplación, aunque lo había embargado con
insistencia la sensación de que tenía una finalidad determinada y acaso un
modo de funcionamiento.
Y entonces estaba funcionando. EI había tratado
de hacerlo funcionar docenas de veces, pero Lucy lo consiguió a la primera.
Observó la expresión arrobada con que lo
contemplaba. ¿Era posible, se preguntó, que supiese cuál era la finalidad del
objeto?
Cruzó la habitación para tocarle el brazo y
ella levantó la cara para mirarlo. Enoch vio en sus ojos un brillo de dicha y
excitación.
Indicó la pirámide con un gesto de
interrogación, tratando de preguntar a la joven si sabía lo que era. Pero ella
no le entendió. O tal vez lo supiese, pero supiese también lo difícil que era
explicar su finalidad. Hizo de nuevo aquel gesto alegre y aleteante con la
mano, indicando la mesa cargada de chucherías, y pareció que iba a reírse... al
menos, tenía una expresión risueña en el rostro.
No es más que una niña, dijo Enoch para sus
adentros, con una caja llena de nuevos y maravillosos juguetes. ¿Era solamente
esto? ¿Se hallaba únicamente contenta y excitada porque de pronto se había
percatado de las cosas que se apilaban encima de la mesa?
Dio media vuelta con gesto cansado y volvió
junto a la mesa. Tomó el rifle y lo colgó en la pared.
Ella no debía estar en la estación. Allí no
podía haber ningún ser humano, fuera de él. Al traerla allí, había faltado
al acuerdo tácito establecido con los extraterrestres, que le nombraron
custodio de la estación. Aunque de todos los humanos que hubiera podido traer,
Lucy acaso fuese la única sobre la que no pesase aquella prohibición tácita,
porque la muchacha nunca podría explicar a nadie lo que allí dentro había
visto.
Pero comprendió que no podía quedarse. Tenía
que devolverla a su casa. Si no lo hacía, se organizaría una gigantesca
operación de búsqueda de la linda sordomuda desaparecida.
La noticia de su desaparición atraería a los
periodistas antes de un par de días. Se publicaría en todos los diarios de la
nación, lo darían por la radio y la televisión y los bosques se llenarían con
centenares de hombres dedicados a buscarla.
Hank Fisher contaría a los periodistas cómo
trató de penetrar en la casa sin conseguirlo, entonces lo intentarían otros y
se armaría un escándalo mayúsculo.
Enoch sintió un sudor frío al pensarlo.
Tantos años de vivir apartado, tantos años de
existencia discreta y callada, no habrían servido para nada. Aquella extraña
mansión en lo alto de un cerro solitario se convertiría en un misterio para el
mundo, en un reto y en un objetivo para todos los chiflados del planeta.
Se dirigió al botiquín en busca de la pomada curativa
incluida en el paquete de medicamentos que le envió la Central Galáctica.
Lo sacó y abrió la cajita. Quedaba aún más de
la mitad. La había utilizado en el transcurso de los años, pero con parsimonia.
En realidad, no era necesario aplicarla en grandes cantidades.
Cruzó la habitación hasta el sofá donde estaba
sentada Lucy y se colocó detrás de ella. Le mostró lo que traía y le indicó
por gestos el modo de emplearlo. Ella se bajó el vestido de los hombros y él se
inclinó para examinarle las heridas.
Estas ya no sangraban pero la carne estaba roja
e inflamada.
Enoch le aplicó pomada a los verdugones
causados por el látigo, extendiéndola con delicadeza.
Lucy había curado a la mariposa, pensó, pero no
podía curarse a sí misma.
La pirámide de esferas que tenía encima de la
mesa se guía centelleando y relumbrando, esparciendo bailoteantes
manchas de color por toda la habitación.
Funcionaba, pero no comprendía con que objeto.
Por último se había puesto en funcionamiento,
pero no sucedía nada como resultado de ello.
XIX
Ulises llegó cuando el crepúsculo se convertía
en noche.
Enoch y Lucy acababan de cenar y estaban
sentados a la mesa cuando Enoch oyó sus pisadas.
El extraterrestre permanecía en la penumbra y
se asemejaba más que nunca a un payaso cruel, pensó Enoch. Su cuerpo esbelto y
grácil parecía de cuero ahumado y curtido. Su tez abigarrada parecía brillar
con una débil luminiscencia y su cara dura y angulosa, su calva lisa y reluciente
y las orejas aplastadas y puntiagudas pegadas al cráneo, le conferían un
aspecto malévolo y horrendo.
Si Enoch no conociese su talante benévolo y
risueño, su feroz catadura era para petrificar de espanto al más pintado.
- Te estábamos esperando - dijo Enoch -. La
cafetera está hirviendo.
Ulises dio un paso adelante, muy despacio, y se
detuvo.
- Tienes a otra persona contigo. Yo diría que
es un ser humano como tú.
- No temas, no hay peligro - le dijo Enoch.
- De otro sexo. Una hembra, ¿verdad? ¿Has
encontrado a una compañera?
- No - repuso Enoch -. Ella no es mi compañera.
- Has obrado siempre con gran prudencia - le
dijo Ulises. En la situación en que te encuentras, una compañera no sería
aconsejable.
- No tienes por qué preocuparte. Esta muchacha
posee un defecto físico. No puede comunicarse con sus semejantes. No oye ni
habla.
-¿Un defecto, dices?
- Sí, un defecto de nacimiento. Nunca ha oído
ni hablado. No puede contar a nadie lo que aquí ha visto.
-¿Y no puede hacerlo por signos?
- No
conoce ningún lenguaje mímico. No quiso aprenderlo.
-¿Es amiga tuya?
- Desde hace algunos años - contestó Enoch -.
Vino buscando mi protección. Su padre le dio de latigazos.
-¿Sabe su padre que está aquí?
- Cree que está, pero no lo sabe con seguridad.
Ulises salió lentamente de la penumbra para
colocarse bajo la luz.
Lucy lo contemplaba, pero su expresión no
demostraba el menor temor. Su mirada era firme y serena y no retrocedió.
- No le doy miedo - dijo Ulises -. Veo que no
grita ni echa a correr.
- No podría gritar aunque quisiese - observó
Enoch.
- Pero sé que cualquier habitante de la Tierra
me encontraría repugnante - dijo Ulises.
- Es que ella no ve sólo lo de fuera. Ve
también tu interior.
-¿Se asustaría si me inclinase ante ella, como
hacen los seres humanos?
- Creo que nada podría complacerla más - dijo
Enoch.
Ulises se inclinó con una exagerada cortesía,
poniéndose una mano en su vientre correoso y doblándose por la cintura.
Lucy sonrió y palmoteó.
- Ya lo ves - exclamó Ulises, encantado -.
Hasta creo que llegaré a gustarle.
-¿Por qué no te sientas, pues - le invitó Enoch
-, y tomamos café juntos?
- Me había olvidado del café. La vista de este
otro ser humano apartó el café de mi mente.
Se sentó ante la tercera taza preparada para
él. Enoch se dispuso a ir en busca del café, pero Lucy se le adelantó.
-¿Ha entendido lo que decíamos? - preguntó
Ulises, extrañado.
Enoch meneó negativamente la cabeza.
- Vio que te sentabas ante la taza y que la
taza estaba vacía.
Ella sirvió el café y después volvió a sentarse
en el sofá.
-¿No se queda con nosotros? - preguntó Ulises.
- Está muy intrigada por esas chucherías de la
mesita. Ha conseguido poner a una de ellas en marcha.
-¿Piensas hacer que se quede aquí?
- No puedo quedármela - repuso Enoch -. La
buscarán. Tendré que devolverla a su casa.
- Esto no me gusta - dijo Ulises.
- Ni a mí tampoco. Debemos reconocer que no
debiera haberla traído aquí. Pero entonces me pareció la única solución
posible. No tuve tiempo de pensar en otra cosa.
- No has hecho nada malo - musitó Ulises.
- Ella no puede perjudicarnos - dijo Enoch -.
Al no poder hablar...
- Es que no es eso - le atajó Ulises -. Esta
muchacha es una complicación y no me gusta que te busques más complicaciones.
Esta noche venia para decirte, Enoch, que nos hallamos metidos en dificultades,
precisamente.
- ¿Dificultades? ¿Qué dificultades?
Ulises levantó la taza de café y bebió un largo
sorbo. Qué bueno es el café – comentó -. Me llevé la semilla y la planté en mi
planeta. Pero allí no tiene el mismo sabor. Este es más bueno.
-¿De qué dificultad hablabas?
-¿Te acuerdas del vegano que murió aquí hace
varios de tus años?
Enoch asintió.
- Sí, el "Brumoso"...
- Ese ser tenía nombre...
Enoch soltó la carcajada.
- Veo que no te gustan nuestros apodos.
- No es costumbre entre nosotros - repuso
Ulises.
- El nombre que le puse - observó Enoch - es
una muestra del afecto que me inspiraba.
- Y tú enterraste a ese vegano.
- En el cementerio de mi familia - dijo Enoch
-. Como si fuese uno de los míos. Leí el oficio de difuntos sobre su tumba.
- Esto es santo y bueno - dijo Ulises -, y tal
como debiera ser. Hiciste muy bien. Pero el cadáver ha desaparecido.
-¡Cómo! ¡No puede ser! - exclamó Enoch.
- Han profanado la sepultura y se lo han
llevado.
- Pero eso tú no puedes saberlo - protestó
Enoch -. ¿Cómo lo sabes?
- No soy yo quien lo ha averiguado, sino los de
Vega. Los veganos lo saben.
- Pero están a años-luz de distancia...
Pero luego le asaltó la duda, al recordar que
la noche en que falleció el anciano sabio, cuando comunicó su muerte a la
Central Galáctica, le contestaron que los veganos ya se hallaban enterados de
ello, y que no necesitaban certificado de defunción, porque ya sabían de qué
había muerto.
Parecía algo imposible, desde luego, pero había
demasiadas imposibilidades en la Galaxia que al fin y a la postre resultaban
totalmente posibles; por último, uno ya no sabia verdaderamente a qué atenerse.
¿Seria posible, se preguntó, que todos los
veganos estuviesen unidos entre sí por una especie de contacto mental? ¿O que
una oficina central del Censo (para dar un nombre humano a algo que escapaba a
toda comprensión) poseyese una especie de enlace oficial con todos los veganos
vivientes, y supiese dónde estaban, cómo estaban y qué hacían en cualquier
momento determinado?
Algo de este género podía ser muy posible, tuvo
que admitir Enoch. No estaba fuera de las pasmosas facultades que poseían los
habitantes de la Galaxia. Pero mantener un contacto similar con el vegano
muerto era algo que costaba más de comprender.
- El cadáver ha desaparecido - repitió Ulises
-. Eso puedo asegurártelo porque sé que es verdad. Y tú eres el responsable.
-¿Quién dice eso, los veganos?
- Sí, los veganos. Y toda la Galaxia.
- Yo hice lo que pude - dijo Enoch,
acaloradamente -. Hice lo que me pidieron. Cumplí al pie de la letra lo que
estipula la ley vegana. Rendí honras fúnebres al muerto, según la usanza de mi
planeta. No es justo que se me haga cargar siempre con esa responsabilidad. No
puedo creer que ese cuerpo haya desaparecido. Nadie sabia dónde estaba.
¿Además, a quién podía interesar?
- Si nos atenemos a la lógica humana - observó
Ulises -, tienes razón, desde luego. Pero no según la lógica vegana. Y en este
caso, la Central Galáctica se pondría de parte de los veganos.
- Tienes que saber que los veganos son amigos
míos - dijo Enoch, sin dar su brazo a torcer -. Nunca he conocido a ninguno que
no simpatizase conmigo o con el que no me entendiese. Deja que me entienda
directamente con ellos.
- Si sólo se tratase de los veganos - dijo
Ulises -, estoy seguro de que el asunto se resolvería satisfactoriamente. Pero
la situación está más complicada de lo que parece. Aparentemente es un suceso
bastante sencillo, pero en él intervienen muchos factores. Los veganos, por
ejemplo, saben desde hace algún tiempo que el cadáver ha desaparecido y esto
les causó gran consternación, naturalmente, pero por ciertas consideraciones,
guardaron silencio.
- No tenían que haberlo hecho. Hubieran podido
acudir a mí. No sé qué se hubiera podido hacer, pero...
- No guardaron silencio por ti, sino por otra
cosa.
Ulises acabó de tomarse el café y se llenó de
nuevo la taza. Después terminó de llenar la taza medio llena de Enoch y dejó la
cafetera encima de la mesa.
Enoch esperó a que prosiguiese.
- Es posible que tú lo ignores - dijo Ulises -,
y no sepas que cuando se fundó esta estación, encontró una oposición
considerable entre numerosas razas de la Galaxia. Se esgrimieron muchas
razones, como suele suceder en tales casos, pero en el fondo la razón
primordial, básica, estriba lisa y llanamente en la pugna constante por la
preponderancia racial o regional. Una situación semejante, supongo, a las
continuas pendencias y maniobras que se producen en la Tierra para obtener una
supremacía económica de un grupo sobre otro, o de una nación u otra. En la
Galaxia, desde luego, las consideraciones económicas son sólo ocasionalmente
los factores fundamentales. Existen muchos otros que ellos.
Enoch asintió y dijo:
- Ya lo sospeché. No recientemente. Pero no
presté mucha atención a ello.
- Es en gran medida cuestión de dirección -
dijo Ulises -. Cuando la Central Galáctica comenzó su expansión a su brazo
espiral, ello significaba que no había tiempo 1o esfuerzo alguno disponibles
para expansiones en otras direcciones. Hay un gran numero de razas que ha
acariciado durante siglos el sueño de expanderse a alguno de los grupos
globulares próximos. Desde luego, ello tiene cierto sentido. Con las técnicas
que poseemos, resulta del todo posible el mayor salto a través del espacio a
uno de los grupos más cercanos. Además, esos grupos parecen hallarse extraordinariamente
exentos de polvo y gas, por lo que una vez llegados a ellos, podríamos
expandirnos más rápidamente a su través, de lo que podemos hacerlo en muchas
partes de la Galaxia. Pero, en el mejor de los casos, es asunto puramente
especulativo, pues no sabemos lo que encontraremos allí. Después de haber
realizado todo el esfuerzo y gastado todo el tiempo, podemos encontrar poco o
nada, excepto posiblemente un afincamiento real. Pero de ellos disponemos en
gran cantidad en la Galaxia. Sin embargo, los grupos tienen una amplia
atracción para cierta clase de mentes.
Enoch asintió nuevamente, añadiendo:
- Lo comprendo. Sería la primera aventura fuera
de la propia Galaxia. Y podría ser el primer paso en la ruta que nos condujera
a las otras galaxias.
Ulises le dirigió una penetrante mirada.
-¡Tú también! – dijo - ¡Debiera haberlo sabido!
Enoch repuso con cierto remilgo:
- Pues si... opino de esa manera.
- Bien, en todo caso, había ese bando de
agrupación globular - supongo que puede llamársele así- que se resistía
enconadamente cuando comenzamos nuestro movimiento en esa dirección. Ya
comprendes, de seguro que sí, que apenas hemos comenzado la expansión a esa
vecindad. Tenemos menos de doce estaciones y necesitaremos un centenar.
Llevará siglos antes de que la red esté completa.
- Así que ese bando se halla oponiéndose aún -
dijo Enoch -. Todavía es tiempo de detener ese proyecto de brazo espiral.
- Así es. Y eso es lo que me preocupa. Pues el
bando ese pone por bandera el incidente del cadáver desaparecido como
argumento emocional contra la extensión de esa red. Y se le han unido otros a
los que atañen ciertos intereses especiales. Los cuales ven una mejor
probabilidad de obtener lo que desean si pueden arruinar ese proyecto.
-¿Arruinarlo?
- Sí, dar al traste con él. Tan pronto como el
incidente del cadáver se haga del dominio público, comenzarán a chillar que un
planeta tan salvaje como la Tierra no es un emplazamiento en absoluto propio
para una estación. E insistirán en que esta estación debe ser abandonada.
-¡Pero no pueden hacer eso!
- Lo pueden - dijo Ulises -. Dirán que es
degradante y peligroso el mantener una estación tan bárbara que hasta las
tumbas son profanadas, en un planeta en el que los venerados muertos no pueden
descansar en paz. Es la clase de superior argumento emotivo que obtendrá amplia
aceptación y apoyo en algunos sectores de la Galaxia. Los veganos hicieron lo
posible. Intentaron mantenerlo secreto, a causa del proyecto. Jamás hicieron
algo así. Son gente orgullosa, y tienen un puntillo de honor - acaso lo sienten
más profundamente que muchas otras razas pero sin embargo, y para un bien
mayor, estuvieron dispuestos a aceptar la deshonra. Y lo habrían conseguido, de
haber quedado todo oculto. Pero la historia salió a flote como fuese... sin
duda por un buen espionaje. Y no pueden s~ portar el humillante descrédito por
la sabida deshonra. El vegano que va a llegar aquí esta tarde es un
representante oficial encargado de transmitir una protesta oficial asimismo.
-¿A mí?
- A ti y, a través de ti, a la Tierra.
- Pero la Tierra no está implicada en la
cuestión. La Tierra ni siquiera lo sabe.
- Desde luego que no. En cuanto a la Central
Galáctica concierne, tú eres la Tierra. Tú representas a la Tierra.
Enoch meneó la cabeza. Era una manera
desatinada de pensar. Pero - se dijo a sí mismo - no debía sorprenderse. Era la
forma de pensar que debía haber esperado. Sí era demasiado timorato, estimó,
demasiado estrecho de pensamiento. Había sido acostumbrado a pensar a la
manera terrestre, y después de todos aquellos años, persistía tal forma Y
persistía a tal punto, que cualquier otra manera de pensar que chocara con
ella, debía parecer automáticamente errónea.
Lo de abandonar la estación de la Tierra era
erróneo también. No tenía ningún sentido. Pues el abandono de la estación no
haría zozobrar el proyecto. Aunque, más que probablemente, arruinaría toda
esperanza que tuviera él en la raza humana.
- Pero aunque tengáis que abandonar la Tierra –
dijo - podéis ir a Marte. Podéis construir una estación allí. Si es necesario
tener una estación en este sistema solar, hay otros planetas...
- No comprendes - replicó Ulises -. Esta
estación es justamente un punto de ataque. No es más que un estribo, sólo un
comienzo pura y simplemente. El objetivo es destruir el proyecto, disponer
para algún otro el tiempo y el esfuerzo que aquí se emplean. Si ellos pueden
obligarnos a abandonar una estación, entonces quedamos desacreditados. En ese
caso, todos nuestros motivos, criterios y juicios son sometidos a revisión.
- Pero aun cuando el proyecto fuese desbaratado
- manifestó Enoch - no hay seguridad alguna de que ningún bando se llevase la
palma. Unicamente pondría sobre el tapete en debate abierto, la cuestión de
dónde habían de ser empleados el tiempo y la energía. Dijiste que hay varias
facciones especialmente interesadas, en coyunda para llevar la lucha contra
nosotros. Suponiendo que ganasen, entonces se volverían para combatir contra
ellas mismas.
- Desde luego, ése es el caso - admitió Ulises
-, pero entonces, cada uno de los bandos tiene una oportunidad de obtener lo
que desea, o cuando menos cree que tiene la probabilidad de lograrlo. La cosa
es si no tienen ninguna. Antes que la tengan, este proyecto debe pasar por el
colador. Hay una agrupación en el lado extremo de la Galaxia, que desea
moverse a los sectores escasamente poblados de una zona particular del borde.
Creen aún en una antigua leyenda que dice que su raza procede de inmigrantes
de otra Galaxia, quienes aterrizaron en el borde y se abrieron paso al interior
en el transcurso de muchos años galácticos. Piensan que si pueden salir al
borde, transformarán esa leyenda en historia, para su mayor gloria. Otro grupo
quiere entrar en un pequeño brazo espiral, debido a un oscuro informe sobre
que, hace muchos eones, sus antepasados captaron ciertos mensajes virtualmente
indescifrables, que creyeron provienen de esa dirección. A través de los años,
la fábula ha aumentado al extremo de que hoy están convencidos de hallar una
raza de gigantes intelectuales en el brazo espiral. Y siempre existe, naturalmente,
el apremio de investigar más a fondo en el meollo galáctico. Debes tener en
cuenta que nosotros sólo hemos empezado, que la Galaxia se encuentra aún
ampliamente inexplorada, y que todavía sólo son pioneras las miles de razas que
forman la Central Galáctica. Y ésta, como resultado de ello, se halla sujeta
continuamente a toda clase de presiones.
- Parece - dijo Enoch- como si tuvieses pocas
esperanzas de mantener esta estación, aquí en la Tierra.
- Casi más bien ninguna esperanza en absoluto -
respondió Ulises -. Pero en cuanto a ti respecta, habrá una opción. Puedes
permanecer aquí y vivir la vida corriente de la Tierra, o bien ser destinado a
otra estación. La Central Galáctica espera que elijas el continuar con
nosotros.
- Eso suena muy terminante.
- Temo que sí - dijo Ulises -. Lamento, Enoch,
ser portador de malas nuevas.
Enoch se sentó entumecido y agobiado. ¡Malas
nuevas! Era algo peor que eso. Era el fin de todo.
Sintió el desmoronamiento no sólo de su propio
mundo personal, sino de todas las esperanzas de la Tierra. Con la ausencia de
la estación, la Tierra volvería a quedar una vez más en los remansos de la
Galaxia, sin esperanza alguna de ayuda, ninguna probabilidad de reconocimiento,
ni de comprensión de lo que estaba esperando en la Galaxia. Permaneciendo
sola y desnuda, la raza humana seguiría su antigua vieja senda, tanteando su
incierto camino hacia un futuro ciego y descarriado.
XX
El hazer era anciano. El áureo halo que lo envolvía
había perdido el destello de su juventud. Era un fulgor suave, profundo y
rico... no el cegador de un ser joven. Lo portaba con firme dignidad, y el
resplandeciente copete de su cabeza, que no era ni cabello ni plumas, era
blanco, de una especie de albura de santidad. Su rostro era de expresión afable
y tierna, afabilidad y ternura que en un hombre podría haberse expresado en
suaves arrugas.
- Siento - dijo a Enoch - que nuestra
entrevista haya de ser así. Sin embargo, bajo cualesquiera circunstancias,
estoy contento de verte. He oído de ti. No es frecuente que un ser de un
planeta exterior sea el custodio de una estación. Debido a ello, joven, me he
sentido intrigado por tu persona. Me he preguntado qué especie de criatura
serías.
- No has de sentir aprensión por él - dijo
Ulises, un tanto desabridamente -. Yo salgo garante por su persona. Hemos sido
amigos durante años.
- Sí, lo olvidaba - dijo el hazer -. Tú eres su
descubridor.
Escudriñó en torno a la habitación, y añadió:
- Otro. No sabía que había dos. Creí que era
sólo uno.
- Es un amigo de Enoch - dijo Ulises.
- Así pues, ha habido contacto. Contacto con el
planeta.
- No, no ha habido ningún contacto.
- Acaso una indiscreción.
- Acaso - manifestó Ulises -. Pero bajo
provocación que dudo que ni tú ni yo habríamos soportado.
Lucy se había puesto en pie y atravesaba la
habitación con movimiento reposado y lento, como si flotara.
El hazer le habló en lenguaje corriente.
- Me alegra conoceros. Encantado.
- Ella no puede hablar - dijo Ulises -. Ni oír.
No tiene comunicación alguna.
- Compensación - dijo el hazer.
-¿Lo crees así?
- Estoy seguro de ello.
Se adelantó despacio y Lucy esperó.
- Esto... bueno, ella, la forma femenina corno
dijiste, no tiene miedo.
Ulises río entre dientes y dijo:
- Ni siquiera a mí.
El hazer tendió su mano hacia Lucy, quien
permaneció quieta durante un instante, alzando luego a su vez una de las suyas
y asiendo como con tentáculos la tendida.
A Enoch le pareció, por un instante, que la
capa de áureo halo se desplegaba para envolver en su fulgor a la muchacha.
Enoch parpadeó y la ilusión, si tal había sido, se desvaneció, quedando sólo el
hazer con su áurea capa.
¿Y cómo era - se preguntaba Enoch - que no
sintiera la muchacha el menor miedo de Ulises o del hazer? ¿Se debía, en verdad,
como él había dicho, a que ella podía ver allende la apariencia exterior,
sentir en cierto modo la humanidad básica, intrínseca (¡Dios me valga, no puedo
pensar ni aun ahora sino en términos humanos!) que había en aquellas criaturas?
Y si ello era así, ¿era debido a que ella misma no era enteramente humana?
Humana, ciertamente, en forma y origen, pero no constituida y moldeada en la
cultura humana, siendo acaso lo que sería un ser humano forjado casi
concertadamente, ceñido de tal modo a las reglas de la conducta y la
perspectiva que a través de los años habían establecido la ley para comprender
una corriente actitud humana.
Lucy soltó la mano del hazer y volvió al sofá.
El hazer dijo:
- Enoch Wallace.
-¿Sí?
-¿Es ella de tu raza?
- Desde luego, sí lo es.
- Pues no se te parece... Casi como si se
tratase de dos razas.
- Pues no hay dos razas, sino únicamente una.
-¿Y hay muchas otras como ella?
- No sabría decirlo - respondió Enoch.
- Café - dijo Ulises al hazer -. ¿Tomarías un
poco de café?
-¿Café?
- Un brebaje de lo más delicioso. Una de las
grandes realizaciones de Tierra.
- No lo conozco - dijo el hazer -. No creo que
lo quiera.
Se volvió gravemente a Enoch.
-¿Sabes por qué estoy aquí - preguntó.
- Creo que sí.
- Es asunto que lo siento - dijo el hazer -,
pero debo...
- Si lo prefieres - intervino Enoch - podemos
considerar que ha sido hecha la protesta. Yo lo estipularía así. No -¿Por qué
no? - apoyó Ulises -. A mí me parece que no hay necesidad de que nosotros tres
tengamos una escena un tanto penosa.
El hazer vaciló.
- Si sientes que debes... - dijo Enoch.
- No - manifestó el hazer -. Me satisface con
que una protesta no formulada sea generosamente aceptada.
- Aceptada con una condición única - repuso
Enoch. Que yo también quede satisfecho de que la acusación no es infundada.
Saldré a verlo.
-¿Es que no me crees?
- No es cuestión de creencia. Es algo que debe
ser comprobado. No puedo aceptar nada para mí o para mi planeta hasta que haya
hecho eso.
- Enoch - dijo Ulises -, el vegano ha sido
benévolo. No sólo ahora, sino antes de que eso ocurriera. Su raza se muestra
muy renuente a expresar la acusación. Sufrieron mucho para proteger a la Tierra
y a ti.
- Y el sentimiento es que yo sería grosero y
descortés si no aceptase la protesta y la acusación de la nota vegana.
- Lo siento, Enoch - dijo Ulises -. Eso es lo
que quiero decir.
Enoch meneó la cabeza, diciendo luego:
- Durante años he intentado comprender y
conformarme a las ideas y ética de todo quien ha pasado por esta estación. He
dejado a un lado mis propios instintos y adiestramiento humanos. He tratado de
comprender otros puntos de vista y evaluar otros modos de pensar, muchos de los
cuales me violentaban. Estoy contento por ello, pues me ha dado la oportunidad
de ir más allá de la estrechez de la Tierra. Creo que he obtenido, que he
ganado algo de todo ello. Pero nada de eso concernía a la Tierra; únicamente
era yo el implicado. Y este asunto importa a la Tierra, y debo abordarlo desde
un punto de vista de hombre terrestre. En esa ocasión particular, yo no soy
simplemente el custodio de una estación galáctica.
Nadie dijo una palabra. Enoch permaneció a la
espera, mas siguió sin decirse nada, hasta que, finalmente, se volvió y se
dirigió a la puerta.
- Volveré - dijo.
Y, en diciendo, abrió la puerta para deslizarse
al exterior.
- Si no te importa - dijo el hazer
sosegadamente -, me gustaría ir contigo.
- Magnífico - dijo Enoch -. Ven.
Estaba oscuro afuera, y Enoch encendió la
linterna. El hazer le examinaba atentamente.
- Combustible fósil - le dijo Enoch -. Arde al
extremo de una mecha empapada.
El hazer dijo, consternado:
- ¡Pero seguramente tendréis algo mejor...!
- Mucho mejor ahora - respondió Enoch -. Pero
yo estoy chapado a la antigua.
Abrió camino al exterior, arrojando la linterna
un pequeño haz luminoso, y siguiéndole el hazer.
- Es un planeta salvaje - dijo el hazer
- Salvaje aquí. Hay partes de él domadas.
- Mi planeta está controlado - dijo el hazer -.
Cada pie de él se halla trazado.
- Lo sé. He hablado con muchos veganos. Ellos
me describieron el planeta.
Se encaminaron al granero.
-¿Quieres volver? - preguntó Enoch.
- No - respondió el hazer -. Lo encuentro
estimulante. ¿Son plantas silvestres esas de ahí?
- Las llamamos árboles - dijo Enoch.
- ¿sopla el viento a su antojo?
- Así es - dijo Enoch -. Hasta ahora no sabemos
cómo controlar el tiempo.
La azada se hallaba justamente en el interior
del granero junto a la puerta, y Enoch la tomó, dirigiéndose seguidamente hacia
el huerto.
- Ya sabes, desde luego, que el cadáver ha
desaparecido - dijo el hazer.
- Estoy dispuesto a ver que ha desaparecido.
- Entonces, ¿por qué...? - preguntó el hazer.
- Porque debo cerciorarme. Supongo que podrás
comprenderlo, ¿no es así?
- Dijiste allá en la estación - dijo el hazer-
que intentabas comprender al resto de nosotros. Quizá, en cambio, por lo menos
uno de nosotros debería tratar de comprenderte a ti.
Enoch llevó la delantera por el sendero a
través del huerto, y ambos llegaron a la rústica valía que cercaba el
cementerio. La combada puerta estaba abierta, y Enoch la atravesó, siguiéndole
el hazer.
-¿Es aquí donde lo enterraste?
- Es terreno de mi familia. Mi madre y mi padre
descansan en él, y lo puse con ellos.
Tendió la linterna al vegano y, provisto de la
azada, fue a la tumba, y hundió su instrumento en tierra.
-¿Quieres acercar un poco más la linterna, por
favor?
El hazer dio un paso o dos.
Enoch metióse en el suelo hasta las rodillas y
apartó las hojas que habían caído. Bajo ellas estaba la blanda y fresca tierra
que había sido removida recientemente. Había una depresión y un pequeño agujero
en el fondo de la misma. Mientras operaba, podía oír los terrones de barro
desplazado cayendo a través del agujero y chocando con algo que no era el
terreno.
El hazer había movido de nuevo la linterna y no
pudo ver. Pero no necesitaba ver. Sabia que no servía de nada el excavar; sabía
lo que hallaría. Debiera haber mantenido vigilancia. No debía haber puesto la
piedra para llamar la atención... pero la Central Galáctica había dicho:
"Como si fuese de tu propiedad.” Y por ello lo había hecho así.
Se enderezó, pero permaneció sobre sus
rodillas, sintiendo como la humedad de la tierra empapaba la tela de sus
pantalones.
- Nadie me lo dijo - manifestó el hazer,
hablando quedamente.
-¿Decirte qué?
- Sobre la lápida conmemorativa. Y lo que está
escrito en ella. No sabia que supieras nuestro idioma.
- Lo aprendí hace mucho. Habla pergaminos que
deseaba leer. Pero me temo que lo escrito por mí no sea demasiado bueno.
- Dos palabras mal deletreadas - dijo el hazer
-, y cierta desmaña. Pero ésas son cosas que no importan. Lo que importa, y
mucho, es que cuando escribiste, pensaste como uno de nosotros.
Enoch se puso en pie y tendió la mano a la
linterna.
- Volvamos - dijo con alguna acritud, casi con
impaciencia -. Ya sé quién hizo esto. Tengo que dar con él.
XXI
Las altas copas de los árboles gemían al viento
que se alzaba. Delante el boscaje de abedules asomaba pálido al difuso
resplandor de la linterna. Enoch sabía que aquel grupo de abedules crecía en el
borde de una pequeña escarpa que se sumía a siete o más metros, y allí giró a
la derecha para contornearía y continuar ladera abajo del cerro.
Le miró por encima del hombro. Lucy le seguía
muy cerca. Sonrió ella, manifestándole con un gesto que todo iba bien. Sí hizo
un ademán para indicar que ahora debían torcer a la derecha, y que ella debía
seguirle muy unida. Aunque - se dijo a sí mismo - probablemente no era
necesario indicarle nada, pues ella conocía seguramente la ladera tan bien, o
tal vez mejor que él mismo.
Giró pues a la derecha y siguió a lo largo de
la rocosa escarpa, llegó a la hendedura y gateó abajo, para alcanzar el declive
inferior. Procedente de la izquierda, ola el murmullo del rápido riachuelo que
se precipitaba por el rocoso barranco desde el manantial.
La ladera se sumía más escarpada aún, y trazó
un camino que esquinaba el áspero declive.
Era curioso, pensó, que hasta en la oscuridad
pudiese él reconocer ciertos rasgos naturales... el encorvado y retorcido
roble blanco, colgando en insensato ángulo sobre el declive del cerro; el
bosquecillo de robles rojos que sobresalía de una cúpula de roca desplomada,
situados de tal modo que ningún leñador habla intentado talarlos; la pequeña
ciénaga repleta de espadañas, que se encajaba cómodamente en una terracita
tallada en la ladera.
Lejos, abajo, percibió el resplandor de la luz
de una ventana, y descendió hacia ella. Volvió a mirar por encima del hombro y
vio que Lucy iba siguiéndole muy cerca.
Ambos llegaron a una tosca valía de estacas y
gatearon para atravesarla; el terreno era ahora más llano.
En alguna parte abajo, ladró un perro en la
oscuridad y otro se le unió en sus ladridos. Más aún se les unieron, y la
jauría subió corriendo el declive. Llegaron precipitados, giraron en torno a
Enoch y la linterna y se abalanzaron a Lucy... transformándose súbitamente, a
su vista, en una comisión de bienvenida más bien que en una compañía de
guardianes. Brincaron en mescolanza, y las manos de ella palmotearon y
acariciaron sus cabezas. Y, como a una señal, los canes retozaron alegremente
en círculo, para volverse de nuevo.
A poca distancia más allá de la cerca de
estacas, había un huerto, y Enoch lo atravesó, siguiendo cuidadosamente un
senderillo entre los sembrados. Se encontraron luego en el patio, y ante ellos
la casa destartalada, con sus perfiles engullidos por la oscuridad, y las
ventanas de la cocina iluminadas por la tenue y cálida luz de una lámpara.
Enoch atravesó el patio hasta la puerta de la
cocina y llamó con los nudillos, oyendo seguidamente ruido de pasos en el
interior.
Abrióse la puerta y apareció enmarcada por la
luz Ma Fisher, mujer corpulenta, de elevada estatura y huesuda, embutida en
algo que era más un saco que un vestido.
Se quedó mirando fijamente a Enoch, medio
asustada y medio belicosa, mas al ver tras él a la muchacha, exclamó:
-¡Lucy!
La muchacha se abalanzó a ella, y su madre la
tomó en sus brazos.
Enoch dejó su linterna en el suelo, puso su
carabina bajo el brazo, y atravesó el umbral.
La familia había estado cenando, sentada en
torno a una gran mesa dispuesta en el centro de la cocina. En el centro de la
mesa había una ornada lámpara de petróleo. Hank se había puesto en pie, pero
sus tres hijos y el forastero permanecían aún sentados.
- Así que la volviste a traer - dijo Hank.
- La encontré - dijo Enoch.
- La estuvimos buscando hasta hace un rato -
manifestó Hank -. Ibamos a volver a salir a hacerlo otra vez.
-¿Recuerdas lo que me dijiste esta tarde? -
preguntó Enoch.
- Te dije varias cosas.
- Me dijiste que yo tenía el diablo en mí.
Vuelve a levantar la mano contra esa muchacha, y te prometo que te enseñaré
hasta dónde tengo de diablo.
-Esas
baladronadas no sirven conmigo - braveó Hank. Pero se veía que estaba
atemorizado. Lo mostraba en la blandura del rostro y la rigidez del cuerpo.
- Pues si quieres verlo, no tienes más que
echarme de aquí.
Les dos hombres permanecieron encarados durante
unos instantes, y luego Hank se sentó.
-¿Quieres tomar algo con nosotros? - dijo.
Enoch denegó con la cabeza, y volviéndose al forastero, preguntó:
-¿Eres tú cl hombre del ginseng? El aludido
asintió, y respondió:
- Así es como me llaman.
- Quiero hablar contigo. Afuera. Claude Lewis
se puso en pie.
- No tienes a qué ir - intervino Hank -. Sí no
puede obligarte. Lo mismo puede hablarte aquí.
- No me importa - dijo Lewis -. En realidad,
deseo hablar con él. Tú eres Enoch Wallace, ¿no es así?
- Eso es quien es - confirmó Hank - Debiera
haber muerto de viejo hace cincuenta años. Pero míralo. Tiene el diablo con él.
Te lo aseguro, él y el diablo tienen un pacto.
-¡Cállate, Hank! - dijo Lewis, quien dando la
vuelta a la mesa, fue a la puerta.
- Buenas noches - dijo Enoch a los demás.
- Mr. Wallace - dijo Ma Fisher -, gracias por
haber traído de nuevo a mi hija. Hank no la pegará otra vez. Puedo
prometérselo. Yo estaré al tanto.
Enoch salió y cerró la puerta. Tomó la linterna
del suelo. Lewis se hallaba ya en el corral, y fue a él, diciéndole:
- Alejémonos un poco.
Se detuvieron en la esquina del jardín y se
encararon.
- Tú has estado vigilándome - Dijo Enoch. Lewis
asintió.
-¿De manera oficial? ¿O sólo por curiosidad?
- Lamento que de manera oficial. Mi nombre es
Claude Lewis. No hay razón para que no te dijese... que soy C.I.A.
- No soy ningún traidor ni espía - repuso
Enoch.
- No, en efecto. Sólo te estábamos vigilando.
-¿Sabes lo del cementerio?
Lewis asintió.
- Tú sacaste algo de una tumba.
- Sí - dijo Lewis -. De la extraña lápida.
-¿Y dónde está lo que sacaste?
- Quieres decir el cadáver. En Washington.
- No debieras haberlo sacado - dijo ceñudamente
Enoch -. Has causado gran trastorno con ello. Debes devolverlo. Y tan pronto
como puedas.
- Eso llevará algún tiempo - respondió Lewis -.
Tendrán que expedirlo en vuelo. Veinticuatro horas acaso.
-¿Es lo más rápido?
- Podría hacerlo algo mejor.
- Pues haz lo más que puedas. Es importante que
el cadáver vuelva.
- Lo haré, Wallace. Yo no sabía...
- Y, Lewis...
-¿Qué?
- No pretendas dártelas de listo. No te andes
por las ramas. Haz sólo lo que te digo. Estoy tratando de ser razonable,
porque es lo único que cabe. Pero si intentas alguna argucia...
Tendió una mano y asió la parte delantera de la
camisa de Lewis, retorciéndosela.
-¿Me comprendes, Lewis? - añadió.
Lewis quedóse inmóvil, sin intentar desasirse.
- Sí – dijo -. Comprendo.
-¿Por qué diablos hiciste eso?
- Tenía un trabajo...
- Sí, un trabajo. El de vigilarme. No el de
pillar tumbas.
Le soltó la camisa.
- Dime - dijo Lewis -, Eso de la tumba. , ¿qué
era?
- Nada que maldito te importe - le respondió
Enoch desabridamente -. Lo que sí te importa es devolver el cadáver. ¿Estás
seguro de que puedes hacerlo? ¿No hay nada que se te interponga?
Lewis denegó con la cabeza, y añadió:
- Nada en absoluto. Telefonearé en cuanto tenga
a mano un teléfono. Les diré que es cosa imperiosa.
- Y lo es - afirmó Enoch -. El volver ese
cadáver a su sitio es la cosa más importante que jamás habrás hecho. No lo
olvides ni por un momento. Afecta a todos en Tierra. A ti, a mí, y a cualquiera
de los demás. Y si fracasas, me responderás de ello.
-¿Con esa arma?
- Acaso - respondió Enoch -. No se te ocurra
bromear. No te imagines que vacilaré en matarte. En esta situación, mataría a
cualquiera... a cualquiera en absoluto.
- Wallace, ¿hay algo en ello que puedas
decirme?
- Nada de nada - respondió Enoch, volviendo a
tomar la linterna.
-¿Vuelves a casa?
Enoch asintió.
- No parece importarte que te vigilemos.
- No. En todo caso, no vuestra vigilancia. Sólo
vuestra interferencia. Vuelve a traer ese cadáver y sigue vigilando si lo
deseas. Pero que nadie me importune ni me provoque. Las manos fuera. Que no se
toque nada.
- Pero, ¡santo Dios!, Hay algo en marcha... tú puedes decirme algo.
Enoch vaciló.
- Alguna idea de lo que pasa - insistió Lewis -
No los detalles, sino sólo...
- Vuelve a traer el cadáver - respondió
lentamente Enoch -, y acaso entonces hablemos de nuevo.
- Se le volverá - afirmó Lewis.
- Y de lo contrario, puedes ya considerarte
muerto desde de ahora - dijo tajante Enoch, quien, volviéndose, atravesó el
huerto y comenzó a subir el cerro.
Lewis permaneció largo rato en el patio,
contemplando cómo el resplandor de la linterna se iba perdiendo de vista.
XXII
Ulises se hallaba solo en la estación cuando
volvió Enoch. Habla despachado al thubano y enviado de nuevo a Vega al hazer.
Hervía un cazo de café, y Ulises estaba tendido
en el sofá, sin hacer nada.
Enoch colgó su fusil y apagó la linterna.
Quitóse la cazadora y la arrojó sobre el escritorio, tras lo cual se sentó en
una butaca que estaba al lado del sofá.
- El cadáver volverá mañana para esta hora -
dijo.
- Sinceramente espero que ello hará algún bien
- dijo Ulises -. Pero me siento inclinado a dudarlo.
- Acaso no debiera haberme molestado - dijo
Enoch acremente.
- Será muestra de buena fe - opinó Ulises -.
Podría tener cierto efecto mitigador en la consideración final.
- El hazer podría haberme dicho dónde estaba el
cadáver - dijo Enoch -. Si sabía él que fue sacado de la tumba, debió también
saber dónde podía ser encontrado.
- Sospecho que sí - manifestó Ulises -, pero,
ya ves, no pudo decírtelo. Todo cuanto podía hacer era presentar su protesta.
Lo demás, te tocaba a ti. SI no podía descartar su dignidad sugiriendo lo que
debías hacer tú. Para el protocolo, debe seguir siendo la parte agraviada.
-A veces, este asunto basta para volverle a uno
loco - dijo Enoch -. A pesar de las instrucciones de la Central Galáctica, hay
siempre algunas sorpresas, reiteradamente trampas abiertas para tragarle a uno.
- Puede llegar un día en que no será así - dijo
Ulises -. Puedo ver el futuro, con la unión de la Galaxia en una gran cultura,
una inmensa área de comprensión. Desde luego, existirán aún las variedades
locales y raciales, y es como debe ser, pero el dominarlas a todas será una
tolerancia que constituirá lo que estaría uno tentado de llamar una hermandad.
- Hablas casi como un humano - dijo Enoch -.
Ésa es la especie de esperanza que han sustentado muchos de nuestros
pensadores.
- Tal vez - convino Ulises -. Ya sabes que
mucho de la Tierra parece haberse frotado en mí. No se puede pasar tanto tiempo
como yo lo hice en vuestro planeta, sin por lo menos pegársele algo de él. Y
dicho sea de paso, causaste una buena impresión en el vegano.
- No me di cuenta de ello - dijo Enoch -. Él
fue amable y correcto, desde luego, pero apenas más.
- Esa inscripción en la lápida... Estaba
impresionado por ella.
- No la puse para impresionar a nadie. La grabé
porque era así como sentía yo. Y porque quiero a los hazers. Fue sólo un
intento de ser justo con ellos.
- A no ser por la presión de las facciones
galácticas, - dijo Ulises - estoy convencido de que los veganos estarían -
dispuestos a olvidar el incidente, y ésta es una mayor concesión de la que
puedes suponen Puede llegar hasta que se alineen con vosotros cuando haya que
poner las cartas boca arriba.
-¿Quieres decir que podrían salvar la estación?
Ulises meneó la cabeza.
- Dudo que nadie pueda hacerlo. Pero la cuestión
seria más fácil para todos nosotros en la Central Galáctica, si pusieran su
peso de nuestra parte.
El cazo de café borboteó, y Enoch fue a
retirarlo. Ulises apartó a un lado algunos de los cachivaches que había sobre
la mesa, para dejar espacio a dos tazas. Enoch las llenó y puso la cafetera
sobre el suelo.
Ulises tomó su taza, la tuvo un momento en sus
manos, y la volvió a depositar sobre la mesa.
- Estamos en baja forma – dijo -. No como en
tiempos pasados. Ello ha preocupado a la Central Galáctica. Todo ese disputar y
altercar entre las razas, todo ese entrometimiento y agresión... - miró a Enoch -. Tú pensabas que todo era
cómodo y agradable.
- No - respondió Enoch -, eso no. Sabía que
existían puntos de vista dispares, opiniones antagónicas, y también que había
cierto trastorno. Pero temo haber pensado en ello como estando en un plano
enormemente elevado... caballeresco y de buenos modales.
- Así fue en un tiempo. Siempre ha habido
opiniones divergentes, pero se hallaban basadas en principios y criticas, y no
en intereses especiales. Tú ya sabes de la fuerza espiritual, desde luego... de
la fuerza espiritual universal.
Enoch asintió.
- He leído algo de la literatura. No la he
entendido cabalmente, pero estoy dispuesto a aceptarla. Sé que hay un medio de
entrar en contacto con la fuerza.
- El Talismán - dijo Ulises.
- Eso es. El Talismán. Una máquina de
clasificación.
- Supongo que puede llamársele así - convino
Ulises -. Aunque la palabra "máquina” es un tanto torpe. En su elaboración
entró algo más que la mecánica. Es precisamente el único. Sólo uno fue hecho
jamás, por un místico que vivió hace 10.000 años de los vuestros. Desearía
poder decirte lo que es o cómo está construida, pero temo que no hay nadie que
pueda decírtelo. Ha habido otros que han intentado duplicar el Talismán, pero
ninguno lo ha logrado. El místico que lo hizo no dejó fotocalcos, ni plano
alguno, ni ninguna especificación, ni siquiera una simple nota. No hay nadie
que sepa nada al respecto.
- Supongo que ésa no es una razón para que no
pudiera ser hecho otro. Quiero decir que no existen tabús sagrados. El
construir otro no sería sacrílego.
- En absoluto - dijo Ulises -. De hecho,
necesitamos otro con urgencia. Pues ahora no tenemos Talismán. Ha desaparecido.
Enoch dio un bote en su silla.
-¿Desaparecido? - preguntó.
- Perdido - dijo Ulises -. Extraviado. Robado.
Nadie lo sabe.
- Pero yo no había...
Ulises sonrió pálidamente.
- No lo habías oído. Lo sé. No es algo de que
hablamos. No nos atrevemos. El pueblo no debe saberlo. Cuando menos, no por un
tiempo.
»No es demasiado difícil hacerlo. Ya sabes cómo
operaba, cómo el custodio lo llevaba de planeta en planeta y se celebraban
reuniones de grandes masas, donde era exhibido el Talismán y establecido
mediante él contacto con la fuerza espiritual. Nunca ha habido un plan de
apariencias; el custodio se trasladaba simplemente. Podía producirse un
interregno de cien anos de los vuestros o más, en las visitas del custodio a un
planeta particular. El pueblo no se mantenía en expectación de una visita.
Sabía sencillamente que alguna vez se produciría una, y que en ese día
cualquiera aparecería el custodio con el Talismán.
- De esa manera podéis cubrir años.
- Sí - dijo Ulises -. Sin ningún trastorno.
- Los dirigentes lo sabrán, desde luego. El
pueblo administrativo.
Ulises meneó la cabeza.
- Lo hemos dicho a muy pocos. A los pocos en
quienes podemos confiar. La Central Galáctica lo sabe, desde luego, pero somos
un grupo que mantiene bien cerrada la boca.
- Entonces, ¿por qué?...
-¿Por qué te lo dije a ti? Lo sé; no debí. No
sé por qué lo he hecho. Aunque sí, supongo que sí. ¿Qué debe sentirse, amigo
mío, al ser un compasivo confesor?
- Estás preocupado - dijo Enoch -. Jamás pensé
que te vería preocupado.
- Es un asunto extraño - dijo Ulises -. El
Talismán ha estado faltando hace cosa de varios años. Y nadie sabe nada de
ello, excepto la Central Galáctica, y, ¿cómo se diría?... la jerarquía supongo,
la organización de místicos que cuidan de la estructura espiritual. Y sin
embargo, sin que nadie lo sepa, la Galaxia comienza a mostrar desgaste. Se
resquebraja. En un futuro puede caer en pedazos. Como si el Talismán
representase una fuerza que de manera ignota mantuviese juntas a las razas de
la Galaxia, ejerciendo su influencia aunque permaneciese invisible.
- Pero aun cuando se haya perdido, debe
encontrarse en alguna parte - manifestó Enoch -. Y se hallaría todavía
ejerciendo su influencia. No puede haber sido destruido.
- Olvidas - le recordó Ulises - que sin su
propio custodio, sin su sensitivo, es inoperante. Pues no es el propio instrumento
el que opera el truco. El artefacto actúa simplemente como intermediario entre
el sensitivo y la fuerza espiritual. Es una extensión del sensitivo. Agranda su
capacidad y actúa como un eslabón de alguna especie. Faculta al sensitivo el
cumplimiento de su función.
-¿Opinas que la pérdida del Talismán tiene algo
que ver con la situación aquí?
- La estación Tierra. Bueno, no directamente,
pero es característico. Lo que sucede con respecto a la estación es
sintomático. Implica la especia de mezquinas querellas y sórdidas pendencias
que han surgido en muchas secciones de la Galaxia. En otros tiempos ello se
habría manifestado... como dijiste, caballerescamente y en un plano de
principios y éticas.
Quedaron en silencio durante un momento,
escuchando el suave sonido del viento al soplar a través del aguilón del
tejado.
- No te preocupes por ello - dijo Ulises -. No
es a ti a quien toca hacerlo. No debí habértelo dicho. Fue una indiscreción el
que lo hiciera.
- Quieres decir que no debiera formar juicio.
Puedes estar seguro que no lo haré.
- Ya sé que no - dijo Ulises -. Nunca pensé que
lo harías.
-¿Crees realmente que se están estropeando las
relaciones en la Galaxia?
- Antes - dijo Ulises -, las razas estaban
unidas. Habla diferencias, naturalmente, pero esas diferencias se salvaban, a
veces más bien artificialmente y no demasiado satisfactoriamente, aunque
esforzándose ambas partes en mantener el puente artificial tendido, y
lográndolo generalmente. Porque tal era su deseo. Pues había un propósito
común, el designio de forjar una gran confraternidad de todas las
inteligencias. Nos percatamos que entre nosotros, entre todas las razas,
teníamos un enorme fondo de conocimiento y de técnicas... que actuando juntos,
reuniendo todo ese conocimiento y capacidad, podíamos llegar a algo que sería
mucho más grande y más importante de lo que cualquier raza sola podría realizar.
Teníamos nuestros trastornos, ciertamente, y como ya he dicho, nuestras
discrepancias, pero estábamos progresando. Barríamos bajo la alfombra las
pequeñas animosidades y las mezquinas diferencias, y actuábamos sólo sobre las
mayores. Sentíamos que si zanjábamos éstas, las pequeñas se harían tan
minúsculas que desaparecerían Pero ahora la cosa se ha tornado diferente. Hay
una tendencia a sacar las menudencias de bajo la alfombra y aumentarlas de
tamaño, apartando a un lado las decisiones mayores y más importantes.
- Eso suena a la Tierra - dijo Enoch.
- En muchos aspectos - dijo Ulises -. En
principio, aunque las circunstancias divergen inmensamente.
-¿Has estado leyendo los periódicos que he
guardado para ti?
Ulises asintió, y dijo:
- No trascienden a ventura...
- Trascienden a guerra - dijo Enoch
bruscamente.
Ulises se agitó inquieto.
- No habéis tenido guerras - dijo Enoch.
-¿La galaxia, quieres decir? No, desde que nos
instalamos en ella, no las tuvimos.
-¿Demasiado civilizados?
- No seas mordaz - respondió Ulises -. Hubo un
momento o dos en que estuvimos a punto de tenerlas, pero no en años recientes.
Hay muchas razas ahora en la confraternidad, que en sus años formativos
tuvieron una historia de guerra.
- Entonces, hay una esperanza para nosotros. Es
algo que podéis extender.
- Con el tiempo, acaso.
-¿Pero no con seguridad? No lo afirmaría.
- He estado trabajando en una carta - dijo
Enoch -. Basada en el sistema Mizar de estadísticas. Y la carta dice que va a
haber guerra.
- No necesitas una carta para saberlo - dijo
Ulises.
- Pero había algo más. No era sólo el conocer
si iba a haber guerra. Esperaba que la carta podía mostrar cómo mantener la
paz. Debe existir un medio. Una fórmula, quizá. Si únicamente pudiésemos pensar
en él, o saber dónde buscarlo, o a quién demandarlo, o..
- Hay un medio para impedir una guerra - dijo
Ulises.
- Quieres decir que conoces...
Es una medida drástica. Sólo puede ser empleada
como postrer recurso.
-¿Y no hemos llegado a ese postrer...?
- Creo que acaso vosotros sí. La clase de
guerra qué llevaría a cabo la Tierra podría marcar un final a miles de años de
adelanto, podría borrar toda cultura, todo excepto - los débiles restos de
civilizaciones. Podría, muy posiblemente, eliminar la mayor parte de la vida
sobre el planeta.
- ¿Y ha sido empleado ese método vuestro?
- Unas pocas veces.
-¿Y fue operante?
- Oh, desde luego. No lo habríamos siquiera
tomado en consideración de no haberlo sido.
-¿Y podría ser empleado en la Tierra?
- Podrías solicitar su aplicación.
-¿Yo?
- Como representante de la Tierra. Podrías
aparecer ante la Central Galáctica y demandarnos que lo usáramos. Como miembro
de tu raza, podrías prestar testimonio y se te concedería audiencia. Si tu
alegato pareciera meritorio, la Central podría nombrar una comisión investigadora,
y luego, se tomaría una decisión a tenor del resultado de su informe.
- Tú dijiste yo. ¿No podría cualquiera en la
Tierra?
- Cualquiera que pudiese obtener una audiencia.
Para obtenerla, se debe conocer la Central Galáctica, y tú eres el único hombre
de la Tierra que está en ese caso. Además, formas parte del personal de la
Central Galáctica. Has servido como guardián durante largo tiempo. Tu
historial es bueno. Estaríamos dispuestos a escucharte.
-¡Pero un hombre solo! Un hombre no puede
hablar por toda una raza entera...
- Tú eres el único de tu raza calificado para
hacerlo.
-¡Si pudiese consultar a otros de mi raza...!
- No lo puedes. Y aunque lo pudieras, ¿quién te
creería?
- Verdad es - dijo Enoch.
Desde luego que lo era. Para él, hacía tiempo
que no había nada raro en la idea de una confraternidad galáctica, de una red
de transporte que se expandiría entre las estrellas... una sensación de asombro
a veces, pero la extrañeza hacía tiempo que se había desvanecido. Sin embargo,
recordaba, había tardado años en hacerlo. Año aun con la evidencia física ante
sus ojos, antes de que hubiese podido decidirse a aceptarlo por entero. Pero si
lo participase a otro terrestre, de seguro que le sonaría a locura.
-¿Y ese método? - preguntó, casi con miedo de
preguntarlo, pugnando por afrontar el choque de lo que pudiera ser.
- Estupidez - dijo Ulises.
-¿Estupidez?... No lo comprendo. En muchos
aspectos ya somos también ahora bastante estúpidos.
- Tú estás pensando en la estupidez
intelectual, y hay mucho de ella, no sólo en Tierra, sino a través de la
Galaxia. De lo que yo hablo es de una incapacidad mental. Una ineptitud para
comprender la ciencia y la técnica que hace posible la especie de guerra que
Tierra haría. Una inhabilidad para operar las máquinas que son necesarias para
librar esa clase de guerra. Volver al pueblo a una situación mental en la que
no serian capaces de comprender los adelantos mecánicos, tecnológicos y
científicos que habían efectuado. Quienes lo saben, lo olvidarían. Y quienes
no lo saben, no lo aprenderían nunca. Vuelta a la simplicidad de la rueda y la
palanca. Ello tornaría imposible vuestra clase de guerra.
Enoch, tieso y erecto, incapaz de hablar,
estaba apresado por un helado terror, mientras un millón de pensamientos
inconexos giraban en círculo en su cerebro.
- Ya te dije que era una medida drástica -
manifestó Ulises -. Había de serlo. La guerra es algo que cuesta mucho detener.
El precio es elevado.
-¡Yo no podría! - dijo Enoch -. ¡Nadie podría!
- Quizá no lo puedas. Pero considera esto: Si
hay una guerra...
- Lo sé. Si hay una guerra, podría ser peor.
Pero eso no detendría la guerra. No es la clase de cosa que yo tenía en mente.
La gente podría aún luchar, matarse todavía.
- Con mazas - dijo Ulises -. Acaso con arcos y
flechas. Con fusiles, en tanto que los hay, y hasta que se acabasen las
municiones. Entonces, no sabrían cómo fabricar más pólvora o como extraer o
elaborar el metal para hacer balas, y hasta tampoco cómo hacer éstas. Podían
combatir, pero no habría un holocausto. Las ciudades no serian barridas por
bombas nucleares, pues nadie podría disparar un cohete o armar la bomba...
quizá ni sabrían siquiera lo que eran tales artefactos. Las comunicaciones
conocidas ahora habrían desaparecido quedando únicamente el más simple medio de
transporte. La guerra se habría tornado imposible, excepto en una limitada
escala local.
- Seria terrible - dijo Enoch.
- La guerra lo es también - dijo Ulises -. A ti
toca la elección.
- Pero, ¿cuánto tiempo... cuánto tiempo duraría?
- preguntó Enoch -. ¿No quedaríamos sumidos por siempre en la estupidez?
- Durante varias generaciones - dijo Ulises -.
Para entonces comenzaría a desaparecer gradualmente el efecto de... ¿cómo lo
llamaré? ¿el tratamiento? La gente saldría lentamente de su marasmo intelectual
y comenzaría a despejarse y verificar de nuevo su maduración mental. Se les
daría, en efecto, una segunda oportunidad.
- Y podrían, en pocas generaciones más, llegar
exactamente a la misma situación en que nos encontramos hoy - dijo Enoch.
- Posiblemente. Pero no lo espero. Es muy
improbable que el desarrollo cultural fuese enteramente paralelo. Hay una
probabilidad de que tengáis mejor civilización y un pueblo más pacificó.
- Es demasiado para un solo hombre.
- Resulta algo esperanzador que puedas
considerarlo - dijo Ulises -. El método se ofrece únicamente a aquellas razas
que nos parece merecen la pena de ser salvadas.
- Tienes que concederme tiempo - dijo Enoch.
Pero sabía que ya no lo había.
XXIII
Un hombre podía tener un trabajo, y ser de
pronto incapaz de realizarlo... Y lo mismo les sucedería a quienes con él
trabajaban. Pues no tendrían el conocimiento o la formación para desempeñar las
tareas que habían estado ejecutando. Podían intentarlo, desde luego... seguir intentándolo
durante algún tiempo, pero no demasiado. Y debido a que las tareas no podían
ser ejecutadas, el negocio, o el gremio, o la sociedad, o la fábrica, o
cualquier empresa que fuese, cesaría de funcionar. Sin embargo, la cesación de
la empresa no sería por una cuestión formal o legal. Cesaría, pararía
simplemente. Y no del todo porque no podían ser ejecutados los trabajos, porque
nadie podía seguir haciéndola funcionar, sino también debido a que asimismo se
habían parado los transportes y comunicaciones que la hacían posible.
No podían ser hechos funcionar ni locomotoras,
ni buques ni aviones, pues nadie recordaba cómo hacerlo. Hombres que habían
poseído todas las habilidades necesarias para su funcionamiento, las habían
perdido. Podía haber algunos que lo intentaran, pero con trágicas
consecuencias. Y hasta podían haber unos cuantos que vagamente recordasen cómo
hacer funcionar el coche, o el camión, o el autobús, pues son cosas sencillas y
el conducirlos resulta casi una segunda naturaleza en el hombre. Pero una vez
averiados estos artefactos, nadie tendría los conocimientos de mecánica para
repararlos y hacerlos viables de nuevo.
En el lapso de pocas horas, la raza humana
habría encallado en un mundo cuya distancia se había transformado de nuevo en
un factor, El mundo se habría extendido, los océanos convirtiéndose otra vez en
barreras, y nuevamente una milla sería más larga. Y, en pocos días, se
produciría un pánico y un tropel y una confusión, y una escapatoria, y una
desesperación frente a una situación que nadie acertaba a comprenden
¿Cuánto tiempo - se preguntaba Enoch - tardaría
una ciudad en consumir el resto de los alimentos almacenados, comenzando luego
a sumirse en la inanición? ¿Qué sucedería cuando la electricidad dejase de
seguir fluyendo a través de los cables? ¿ Por cuánto tiempo, en tal estado de
cosas, conservaría su valor un neciamente simbólico trozo de papel-moneda, o
una pieza de metal?
La distribución se derrumbaría, el comercio y
la industria morirían; el gobierno se convertiría en una sombra, sin medios
ni inteligencia para seguir funcionando; cesarían las comunicaciones; se
desintegrarían la ley y el orden; el mundo se sumiría en una nueva armazón
bárbara, y comenzaría un lento reajuste. El cual proseguiría durante años, y
en su proceso habría muerte y pestilencia, e indecible miseria y desesperación,
Con el tiempo, se verificaría el reajuste, y el mundo se encajarla en su nuevo
sistema de vida, pero en el proceso de acoplamiento muchos morirían y habría
muchos otros que perderían todo lo que había constituido el encanto de su vida
y su propósito.
Pero, por malo que ello pudiera ser, ¿ sería
peor que la guerra?
Muchos morirían de frío y hambre y enfermedades
(pues la medicina habría seguido el camino de todo lo demás), pero serían
millones los que no resultarían aniquilados por el ígneo soplo asolador de la
reacción nuclear. No habría polvo de Ponzoñosa radiactividad lloviendo de
cielo, y las aguas seguirían siendo tan puras y frescas como siempre, y tan
fértil el terreno. Quedaría aún una oportunidad, en cuanto pasaran las fases
iniciales del cambio, para que la raza humana siguiese existiendo y
reconstruyese la sociedad.
De
ser seguro - se dijo Enoch - que habría una guerra, de que ésta era ineludible,
en tal caso no resultaba difícil hacer la elección. Pero siempre existía la
posibilidad de que el mundo podía evitar la guerra, de que podía ser conservada
una paz un tanto frágil y tenue, por lo que en tal caso sería innecesaria la
desesperada exigencia de la cura galáctica. Antes de poder decidir - se dijo -
uno debía estar seguro; mas, ¿cómo se podía estarlo? La carta que se hallaba en
el cajón del escritorio decía que habría una guerra; muchos diplomáticos y
observadores estimaban que la próxima conferencia de paz no servía a otro
propósito sino a armar el gatillo bélico. Sin embargo, tampoco en ello había
seguridad alguna.
Y aun cuando la hubiese - se decía Enoch -,
¿cómo podría un hombre, un hombre solo, asumir el papel de Dios para toda la
raza? ¿Con qué derecho podía tomar un hombre una decisión que afectaba a todos
los demás, a billones de otros? Y si lo hiciera, ¿podría en los años venideros,
ser capaz de justificar su elección?
¿Cómo podía un hombre decidir lo dañina que
podía ser la guerra, y, en comparación, cuán funesta la estupidez? La respuesta
parecía ser que él no lo podía. No había medio alguno para medir el posible
desastre en cualquier circunstancia.
Al cabo de un tiempo, quizá, podría ser
racionalizada una elección entre una de las medidas. Con tiempo, podría
desarrollarse una convicción que capacitara a un hombre a llegar a alguna
especie de decisión, la cual, si acaso no fuese cabalmente justa, pudiera no
obstante hallarse de acuerdo con su conciencia.
Enoch se puso en pie y se dirigió a la ventana.
El sonido de sus pasos producía un sordo eco en la estación. Miró su reloj y
vio que era poco más de medianoche.
Había razas en la Galaxia – pensó -, que podían
adoptar una decisión rápida y justa sobre casi cualquier cuestión, zanjando en
derechura a través de todas las enmarañadas líneas del pensamiento, guiadas por
reglas de lógica que eran más específicas que cualesquiera de las que pudiera
tener la raza humana. Eso sería bueno, desde luego, en el sentido de que hacía
posible la decisión, pero en llegando a ésta, ¿no tendería ello a minimizar, a
ignorar quizás por entero, algunas de las verdaderas facetas de la situación
que pudieran significar más para la raza humana que la propia decisión en sí?
Enoch permaneció ante la ventana con la mirada
posada a través de los campos iluminados por la luna, que discurrían hasta la
oscura línea de los bosques. Las nubes se habían despejado y la noche era
apacible. Aquel paraje particular – pensó - siempre sería apacible, pues estaba
apartado de la pista batida, distante de cualquier posible blanco en una guerra
atómica. Excepto por la remota posibilidad de algún conflicto menor en los días
prehistóricos, no inscrito y tiempo ha olvidado, ninguna batalla había sido
librada allí, ni sería librada. Sin embargo, no podría sustraerse al sino común
del suelo y el agua emponzoñados, caso de que el mundo, en un funesto arrebato
de furia, desatara el poder de sus espantosas armas. Entonces, los cielos se
cubrirían de ceniza atómica, que se derramaría abajo como por un tamiz, y poco
importaría dónde pudiera hallarse un hombre. Más pronto o más tarde, la guerra
lo alcanzaría, si no con el fulgurante centelleo de monstruosa energía, con la
nieve de la muerte cayendo del firmamento.
Volvió de la ventana al escritorio y amontonó
los periódicos que habían llegado en el correo de la mañana, percatándose al
hacerlo de que Ulises había olvidado los que había separado para él. Ulises
estaba desazonado, trastornado - se dijo -, pues de lo contrario no los habría
echado en olvido. ¡Dios nos guarde a los dos – pensó -, pues ambos tenemos
nuestras penas y sinsabores!
Había sido un día muy activo. Se dio cuenta de
que no había leído más que dos o tres referencias del Times sobre la convocatoria de la conferencia. El día había estado
demasiado colmado, demasiado repleto de cosas terribles.
Durante cien años – pensó -, las cosas habían
marchado bien. Había habido buenos momentos y malos, pero en conjunto su vida
había transcurrido serenamente y sin incidentes alarmantes. Luego, hoy había
amanecido, y todos los años serenos se habían desplomado en torno a sus oídos.
De pronto había una esperanza de que la Tierra
podía ser aceptada como miembro de la familia galáctica, y que él podía servir
de emisario para obtener ese reconocimiento. Mas ya tal esperanza se hallaba
destrozada, no sólo por el hecho de que la estación pudiera ser cerrada, sino
que su cierre se basaría en la barbarie dé la raza humana. Tierra estaba siendo
empleada como un chiquillo azotado en la política galáctica, desde luego, pero
una vez colgado el sambenito, no podría serle quitado tan pronto. Y en cualquier
caso, aun cuando pudiera serlo, el planeta se había revelado como uno contra el
que la Central Galáctica, en la espera de conservarlo, estaba dispuesta a
aplicarle una acción drástica y degradante.
Había algo que podía salvarse de todo ello, lo
sabía. Podía permanecer él como terrestre y transmitir al pueblo de la Tierra
la información que había reunido en años y lo escrito al par, con meticuloso
detalle, con muchos sucesos e impresiones personales y demás, en las largas hileras
de registros que se hallaban alineadas en las estanterías contra la pared.
Esto y la literatura ajena que había obtenido y leído y acumulado. Y los
artilugios y artefactos que procedían de otros mundos. De todo ello, el pueblo
de la Tierra podía obtener algo que le pudiera valer a lo largo del camino que
eventualmente llevaría a sus componentes a las estrellas y a aquel ulterior
conocimiento y aquella mayor comprensión que sería su herencia - quizá la
herencia y el privilegio de toda inteligencia -. Pero la espera para aquel día
sería larga; y más larga ahora de lo que jamás lo había sido, debido a lo que
había sucedido en este día. Y la información que poseía él, recogida
penosamente en el transcurso de casi un siglo, era tan insuficiente comparada a
aquel más completo conocimiento que podía haber reunido en otro siglo (o en
mil años) que parecía una cosa lastimosa para ofrecerla a su pueblo.
¡Si únicamente pudiera haber más tiempo!,
pensó. Pero, naturalmente, no lo habla. No lo había ya ahora y no lo habría
nunca. Por muchos siglos que pudiera disponer, siempre existiría mucho más
conocimiento que el que tendría recogido en el momento, pareciendo siempre el
reunido una mezquina pitanza.
Sentóse pesadamente en la butaca ante el
escritorio, y por primera vez ahora se preguntó cómo podría hacerlo... como
podría abandonar la Central Galáctica, cómo podría trocar la Galaxia por un
simple planeta, aun cuando este planeta siguiera siendo el suyo propio.
Se retorció su confusa y extraviada mente para
hallar la respuesta, mas la mente no pudo hallar respuesta alguna.
Un hombre solo, pensó.
Un hombre solo no podía resistir contra la
Tierra y Galaxia a la par.
XXIV
El sol derramándose a través de la ventana le
despertó y quedóse donde estaba, sin moverse, empapándose de su calor. Se
sentía una agradable e intensa sensación a la luz del sol, un beso
tranquilizador, y por un momento ahuyentó la preocupación y el interrogante.
Pero notaba su proximidad y volvió a cerrar los ojos. Quizá si pudiese dormir
algo más, podría despejarse del todo y perderse en alguna parte, y no hallarse
presente cuando volviera a despertarse.
Pero había algo que no iba bien, algo al par de
la preocupación y del interrogante.
Le dolían cuello y hombros, tenía una extraña
rigidez en el cuerpo, y la almohada era demasiado dura.
Abrió los ojos de nuevo y ayudóse con las manos
para incorporarse, notando que no estaba en la cama. Estaba sentado en una
butaca, y su cabeza, en vez de reposar sobre una almohada, había estado apoyada
sobre el escritorio. Abrió y cerró la boca, notando un gusto tan malo como
suponía.
Se puso lentamente en pie, enderezándose y
estirándose, intentando relajar el agarrotamiento de sus articulaciones y
músculos. Y mientras tanto iba notando cómo volvían escurridizas a él, de donde
habían estado escondidas, la preocupación y la desazón y la espantosa necesidad
de res puestas. Pero las apartó a un lado, no de manera decisiva, pero silo
bastante para retirarías un poco y dejarlas como agazapadas en espera de un
nuevo asalto.
Fue al hornillo y buscó la cafetera, recordando
entonces que la pasada noche la había puesto en el suelo junto a la mesa. Fue a
recogerla. Las dos tazas de café se hallaban aún sobre la mesa, con su negro
poso en el fondo. Y en la masa de cachivaches que Ulises había apartado a un
lado para hacer sitio a las tazas, la pirámide de esferas yacía volcada de
lado, pero brillando y destellando aún, girando cada esfera en dirección
opuesta a las demás.
- Enoch tendió la mano y la cogió. Sus dedos
exploraron cuidadosamente la base sobre la que estaban encajadas las esferas,
buscando algo - alguna palanca, algún engranaje, algún mecanismo, algún botón
que hiciera mover o parar a las esferas. Debía haber sabido - se dijo a si mismo
- que no encontraría nada. Pues ya había mirado antes. Y sin embargo, Lucy
había hecho algo el día anterior que lo había puesto en funcionamiento y que
seguía funcionando aún. Estaba así desde hacía más de doce horas, sin que fueran
obtenidos resultados. Anotar esto... – pensó - ningún resultado que pudiera
reconocerse.
Volvió a colocar sobre su base el artefacto en
la mesa y - puso las tazas una dentro de otra, llevándolas. Se detuvo para
alzar la cafetera del suelo. Pero sus ojos no se apartaron de la pirámide de
esferas.
Era enloquecedor - se dijo para sí -. No había
medio de ponerlas en movimiento, y sin embargo Lucy lo había hecho Y ahora no
había medio de detenerlas... aunque probablemente no importaba si estaban
paradas o en marcha.
Fue al fregadero con las tazas y la cafetera.
La estación estaba tranquila... en una calma
pesada y opresiva; aunque probablemente la impresión de opresión – pensó -, no
estaba más que en su imaginación.
Atravesó la habitación hasta el aparato de mensajes,
viendo que la placa estaba en blanco. No había habido mensajes durante la
noche. Era tonto por su parte - pensó -, esperar que los hubiera habido, ya
que en este caso, habría funcionado la señal de audición, y habría continuado
haciéndolo hasta que él empujase la manecilla.
¿Sería posible que la estación hubiese sido ya
abandonada, que hubiese sido desviado en derredor todo tráfico? Ello, sin
embargo, resultaba difícilmente posible, pues el abandono de la estación Tierra
significaría también el de las situadas más allá. No había atajos en la red
extendiéndose al brazo espiral, para hacer posible el reencaminamiento. No
era insólito que pasaran horas, y hasta un día, sin tráfico alguno. Éste era
irregular. Se daban ocasiones en que las llegadas dispuestas habían de ser
suspendidas hasta que se pudiera disponer de facilidades para encargarse de
ellas, y otras en que el equipo estaba ocioso, como ahora, porque no se
producía ninguna.
Alborotado; me estoy volviendo alborotado –
pensó.
Antes de que cerrasen la estación, se lo
comunicarían. La cortesía, si no otra cosa, lo exigía que lo hicieran.
Volvió al hornillo y puso en él la cafetera. En
la refrigeradora halló un paquete de gachas hechas de un cereal que crecía en
uno de los mundos de la jungla draconiana. Lo tomó, volvió a dejarlo en su
sitio, y cogió los dos últimos huevos de la docena que Wins, el cartero, había
traído de la ciudad hacía cosa de una semana.
Miró su reloj y vio que había dormido hasta más
tarde de lo que pensaba. Era ya casi la hora de su paseo cotidiano.
Puso la sartén en el hornillo, un trozo de
mantequilla en ella, esperó a que se derritiese y luego cascó los huevos,
friéndolos.
Acaso, pensó, no iría de paseo hoy. Sería la
primera vez que no lo diera, excepto por una o dos veces de furiosa ventisca.
Pero el que siempre lo hubiese dado, se dijo porfiado, no era razón para que
lo diera. Omitiría el paseo y luego bajaría a buscar el correo. Podía emplear
el tiempo en hacer las cosas pendientes del día anterior. Los periódicos se
hallaban aún amontonados en el escritorio, esperando su lectura. No había
escrito en su diario, y había mucho que escribir, pues debía registrar con
detalle exactamente lo que había ocurrido, y había habido buena cantidad de
sucesos.
Había sido una regla que se había impuesto
desde el primer día que había comenzado a funcionar la estación, la de no
escatimar nunca el diario. Podía retrasarse a veces un poco en hacerlo, pero el
hecho de que se retrasara o estuviese apremiado por el tiempo, nunca fue obstáculo
que inscribiera en él una palabra menos de las que taba debía poner para decir
todo lo que habla de el.
Miró a través de la habitación a las largas
hileras de registros que estaban apilados en las estanterías y pensó, orgullo y
satisfacción, en lo completo de aquel archivo, una centuria de escritura se
hallaba entre las cubiertas de aquellos libros, y ni un solo día había sido
pasado por alto.
Allí estaba su legado – pensó -. Allí su
donación al mundo; aquélla sería su entrada sin trabas de nuevo en la raza
humana; allí estaba cuanto había visto y oído y pensado durante casi cien años
de asociación con aquellos pueblos extranjeros de la Galaxia.
Mirando a las hileras de libros, volvieron a
asaltarle en tropel los interrogantes que había apartado a un lado, no cabiendo
esta vez resistirlos. Durante breve espacio de tiempo los había mantenido a
raya, el poco tiempo que necesitó para despejar su cerebro y desentumecer su
cuerpo, vivificándolo de nuevo. Ahora no luchó contra ellos. Los aceptó, pues
no los escabullía.
Puso los huevos de la sartén en el plato, tomó
la cafetera y sentóse a desayunar.
Miró de nuevo su reloj.
Tenía tiempo aún para dar su paseo cotidiano.
XXV
El hombre del ginseng estaba esperando en el
manantial.
Enoch lo vio desde alguna distancia del
sendero, y se preguntó, con rápido relampagueo de enojo, si podía estar
esperándole allí para decirle que no podía devolver el cadáver del hazer, que
algo había sucedido, que se habla topado con inesperadas dificultades.
Y pensándolo, Enoch recordó cómo la noche
anterior habla amenazado con matar a cualquiera que impidiese el retorno del
cadáver. Acaso no había sido acertado decir eso - se dijo -. Se preguntó si
podía decidirse a matar a un hombre; no sería el primero a quien hubiese matado
nunca... pero eso había ocurrido hace mucho tiempo, y había sido cuestión de
matar o ser matado.
Cerró los ojos un segundo y pudo ver de nuevo
el declive bajo él, con las largas filas de hombres avanzando a través del
remolineante humo, sabiendo que aquellos hombres escalaban la loma sólo con el
propósito de matarle, y con él a los demás que estaban en la cima.
Y no había sido la primera vez ni la última,
pero todos los años de matanza se fundían en ese simple momento... no el tiempo
que después vino, sino en aquel largo y terrible instante en que había
contemplado a las filas de hombres escalando el declive con la precisa
intención de matarle.
Fue en aquel momento que se percató de la
insania de la guerra, el gesto fútil que con el tiempo se convertía en insensatez,
la rabia irrazonable que debe ser alimentada más allá del recuerdo del
incidente que la motivó, la consumada falta de lógica de que un hombre pueda
probar, la muerte o la miseria, un derecho o sostener un principio.
En alguna parte de la larga senda recorrida por
la historia, la raza humana había aceptado una insania por principio y había
persistido en ella hasta hoy, en que aquel principio demencial se hallaba
presto a exterminar, si no a la misma raza, cuando menos a todas aquellas
cosas, tanto materiales como inmateriales, que habían sido moldeadas como
símbolos de humanidad a través de muchas trilladas centurias.
Lewis había estado sentado sobre un tronco
caído, y al aproximarse Enoch se levantó.
- Te esperaba aquí – dijo -. Espero que no te importe.
Enoch atravesó el manantial.
- El cadáver estará aquí a primeras horas del
anochecer - dijo Lewis -. Washington lo expedirá en vuelo a Madison, y será
transportado en camión desde allí.
- Me alegra oír eso - dijo Enoch, con
movimiento afirmativo de la cabeza.
- Insistieron - dijo Lewis - en que te
preguntase de nuevo qué es ese cadáver.
- Te dije la pasada noche - manifestó Enoch -
que no podía comunicarte nada. Desearía poder hacerlo. Durante años me he
imaginado cómo poder hacerlo, pero no hay manera.
- El cadáver es de alguien que no pertenece a
esta Tierra - dijo Lewis -. Estamos seguros de ello.
- Así lo pensáis - dijo Enoch, no transformando
en pregunta sus palabras.
- Y la casa - dijo Lewis- es forastera también.
- La casa fue construida por mi padre - dijo
Enoch brevemente.
- Pero algo la cambió - arguyó Lewis -. No está
como fue construida.
- El tiempo cambia las cosas - dijo Enoch.
- A todo menos a ti.
Enoch sonrió burlón.
- Así que eso te molesta –dijo -. Tu figuración
es indecente.
Lewis meneó la cabeza.
- No, indecente no. Realmente nada. Tras
vigilarte durante años, he llegado a tu aceptación y a todo sobre ti. No a-
una comprensión, naturalmente, pero a una completa aceptación. A veces me digo
a mí mismo que estoy loco, pero es sólo momentáneamente. He intentado no
incomodarte. He obrado para mantenerlo todo exactamente como estaba. Y ahora
que te he conocido, me alegra que así fuera. Pero estamos incurriendo en error.
Estamos actuando como si fuésemos enemigos, como dos perros extraños... y ése
no es el camino. Yo pienso que ambos tenemos mucho en común. Hay algo que
bulle, que va en camino, y no deseo hacer nada que pueda interferir con ello.
- Pero lo hiciste - dijo Enoch -. Hiciste lo
peor que pudiste hacer cuando cogiste el cadáver. De haber planeado cómo
perjudicarme más, no podías haber hecho una cosa peor. Y no sólo a mí. No
realmente a mí, en absoluto. Era a la raza humana a la que dañabas.
- No lo comprendo - dijo Lewis -. Lo siento,
pero no lo comprendo. Había la inscripción en la piedra...
- Ése fue mi error - dijo Enoch -. Jamás debí
haber puesto esa lápida. Pero entonces pareció que debía hacerse. No pensé que
alguien pudiera ir a husmear por allá y...
-¿Era un amigo tuyo?
-¿Un amigo mío? Oh te refieres al cadáver...
Pues en realidad no. No esa persona particular.
- Ahora que está hecho, lo lamento - dijo
Lewis.
- El lamentarlo no sirve de ayuda.
- Pero, ¿no hay algo, alguna cosa que pueda
hacerse por ello? ¿Algo más que devolver el cadáver?
- Sí - dijo Enoch -. Podría haber algo. Yo
podía - necesitar alguna ayuda.
- Dímelo - manifestó presto Lewis -. Si es cosa
que puede hacerse...
- Yo podría necesitar un camión - dijo Enoch -.
Para sacar fuera algunos cachivaches. Registros y cosas por el estilo. Y podría
necesitarlo rápidamente.
- Puedo obtenerlo - dijo Lewis -. Y tenerlo
esperando. Con hombres para ayudarte a cargarlo.
- Podría también querer hablar con alguien de
autoridad. De elevada autoridad. El presidente. El secretario de Estado. Acaso
el U.N. No lo sé; tengo que pensarlo. Y no solamente necesitaría un medio de
hablarles, sino cierta medida de seguridad de que escucharan lo que tengo que
decir.
- Lo dispondré, por medio del equipo de onda
corta. Lo tendré preparado.
-¿Y alguien que quiera escuchar?
- También. Cualquiera que tú digas. Otra cosa
más aún.
- Lo que sea - dijo Lewis.
- Olvido - dijo Enoch -. Acaso no necesite
ninguna de esas cosas. Ni el camión ni el resto. Quizá tenga que dejar que las
cosas vayan como van ahora. Y si así fuera, ¿olvidarías tú y cualquier otro
interesado, lo que pedí?
- Creo que podríamos - dijo Lewis -. Pero
seguiría vigilándote.
- Así lo espero y deseo - manifestó Enoch -.
Pues más tarde podría necesitar alguna ayuda. Pero no quiero ninguna
interferencia.
-¿Estás seguro de que no hay nada más? -
preguntó Lewis.
Enoch denegó con la cabeza.
- Nada más – dijo -. El resto debo hacerlo - yo
mismo. - Quizá – pensó - había hablado ya demasiado. Pues, ¿Como podía estar
seguro de que podía confiar en aquel hombre? ¿Y cómo de que pudiese confiar en
cualquiera?
- Sin embargo, si decidía abandonar la Central
Galáctica y correr su suerte con Tierra, podría necesitar alguna ayuda. Podría
presentarse alguna objeción por parte de los extranjeros a que se llevase los
registros y los artefactos. Si quería salir con ellos, podía tener que apresurarse.
Pero,
¿quería abandonar la Central Galáctica ¿Podría renunciar a la Galaxia?
¿Podía desechar la oferta de ser el guardián de otra estación en algún otro
planeta? Llegado el momento, ¿podría cortar el lazo que le unía con todas las
otras razas y todos los misterios de las otras estrellas?
Había dado ya los pasos para hacer esas cosas.
Aquí, en los últimos momentos, sin pensar demasiado en ello, casi como si
estuviese ya decidido, había dispuesto lo necesario para volverle a Tierra.
Quedóse pensativo, perplejo ante los pasos que
había dado.
- Habrá alguien en ese manantial - dijo Lewis -
No yo, sino alguien que pueda entrar en contacto conmigo.
Enoch asintió, con la mente ausente.
- Alguien te verá cada mañana cuando das el
paseo - dijo Lewis -. O bien puedes venir donde nosotros aquí, cuando lo
desees.
Lo mismo que una conspiración - pensó Enoch -
Es ya casi la hora para el correo. Wins se estará preguntando qué me habrá
sucedido.
Y comenzó a subir la colina.
- Hasta la vista - dijo Lewis.
- Sí. Hasta la vista - respondió Enoch.
Estaba sorprendido al sentir expanderse en él
un vivo calor... como si algo hubiese ido mal y ahora estuviese enmendado, como
si algo hubiese estado perdido y hubiera sido ya recuperado.
XXVI
Enoch encontró al cartero a mitad del camino
que conducía a la estación. El viejo automóvil andaba rápido, traqueteando
sobre los baches herbosos, asestando un zurriagazo a los matorros que crecían
a lo largo de la pista.
Wins frenó y se detuvo al divisar a Enoch, y
quedóse sentado en su espera.
- Has dado un rodeo - dijo Enoch, llegando a él
- ¿O es que has cambiado de trayecto?
- No estabas esperando en la estafeta - dijo
Wins -, y tenía que verte.
-¿Algún correo importante?
- No, no es correo. Es el viejo Hank Fisher.
Está allá en Millville, empinando en la taberna de Eddy y echando ascuas.
- No es costumbre de Hank el beber.
- Está diciendo a todo el mundo que tú trataste
de raptar a Lucy.
- Yo no la rapté - respondió Enoch -. Hank la
pegó y yo la tuve conmigo hasta que él se enfriase.
- No debiste haber hecho eso, Enoch.
Quizá. Pero Hank se había puesto a golpearla.
Ya le había dado una o dos palizas.
- Hank está fuera para armarte escándalo.
- Ya me dijo que lo haría.
- Dice que tú la raptaste, que luego te
espantaste por lo hecho y que la
devolviste. Dice que la ocultaste en la casa, y que cuando él intentó entrar en
ella para sacar a la muchacha, no pudo. Dice que tienes una casa muy rara. Que
rompió la hoja de un hacha en una ventana.
- No hay nada de raro en ello - dijo Enoch -.
Hank sólo se imagina cosas.
- Hasta ahora, todo va bien - dijo el cartero
-. Ninguno de ellos, a la luz del día y con sus sentidos cabales, el hará el
menor caso. Pero con la llegada de la noche estarán con dos copas de más y
¡adiós juicio! Algunos de ellos podrían subir a verte.
- Supongo que él les estará diciendo que tengo
el diablo en mí.
- Eso y más - dijo Wins -. Escuché un rato
antes de marcharme.
Hurgó en la cartera de correspondencia, halló
el atado de periódicos y se lo tendió a Enoch, diciendo luego:
- Mira, Enoch. Hay algo que tienes que saber.
Algo de que puedes no haberte dado cuenta. Sería fácil incitar a la gente
contra ti... por la manera como vives y todo eso. Eres raro. No, no quiero
decir que haya nada malo en ti... te conozco y sé que no lo hay... pero sería
fácil inculcar malas ideas a la gente que no te conoce. Te han dejado solo
hasta ahora, debido a que no había razón alguna para hacerte nada. Pero si se
excitan con todo lo que Hank está diciendo...
No terminó, dejando el resto de la frase
suspenso en el aire.
- Hablas de una algarada - dijo Enoch.
Wins asintió en silencio.
- Gracias - dijo Enoch -. Te agradezco que me
hayas prevenido.
-¿Es verdad que nadie puede penetrar en tu
casa? - preguntó el cartero.
- Así lo creo. Pienso que no pueden irrumpir en
ella ni incendiarla. No pueden hacer nada de eso.
- En ese caso, de ser yo tú, me encerraría esta
noche, no me aventuraría a salir.
- Quizá lo haga. Me parece una buena idea.
- Bien - dijo Wins -. Me parece que la cosa
está bastante clara. Pensé que debías saberlo. Creo que he de dar marcha
atrás. No se puede dar la vuelta.
- Sube hasta la casa. Hay sitio allí.
- No está muy lejos la carretera - dijo Wins -.
Puedo hacerlo fácilmente.
El coche comenzó a retroceder lentamente.
Enoch se quedó contemplándolo.
Alzó una mano en solemne saludo cuando el coche
comenzó a meterse en un recodo por el que desaparecería de la vista. Wins agitó
también la mano, y seguidamente el coche fue engullido por los matorros que
crecían a ambos lados del camino.
Lentamente, Enoch giró sobre sus talones y se
encaminó de nuevo hacia la estación.
Un motín – penso -. ¡Santo Dios, un motín!
Una turba aullando en torno a la estación,
aporreando puertas y ventanas, acribillándolas a balazos, barrería la última
probabilidad - si aún quedaba alguna- de atajar el movimiento de la Central
Galáctica para cerrar la estación. Tal airada manifestación añadiría otro
poderoso argumento más a la demanda de que se abandonara la expansión al brazo
espiral.
¿Por qué todo había de acontecer de repente?,
se preguntó. Durante años nada había sucedido, y ahora estaba ocurriendo en el
lapso de breves horas. Todo, según parecía, estaba actuando contra él.
Si la amotinada turba se presentaba, ello no
significarla tan sólo que estaba sellado el destino de la estación, sino
también, que no le quedaría otra elección más que la de aceptar la oferta de
ser el guardián de otra estación. No había otra alternativa. Ello le tornaría
imposible el permanecer en la Tierra, aunque quisiera. Y se dio cuenta, con un
sobresalto, que ello podría precisamente suponer asimismo que le fuese retirada
la oferta de otra estación. Pues con la aparición de una turba ululante y
afanosa de su sangre, él mismo sería implicado en la acusación de barbarie
elevada ya contra la raza humana en general.
Quizá - se dijo -, debería bajar de nuevo al
manantial y ver otra vez a Lewis. Acaso podían ser tomadas algunas medidas para
mantener a raya a la chusma. Pero de hacerlo, sabía que tenía que dar una
explicación, y podría tener que decir demasiado. Y acaso no se produciría la
algarada. Nadie prestaría mucho crédito a lo que decía Hank Fisher, y todo el
asunto podría quedar en agua de borrajas antes de emprenderse acción alguna.
Se instalaría en el interior de la estación, en
espera de lo mejor. Tal vez no habría ningún viajero en la estación en el
momento en que la turba llegase - si llegaba -, y el incidente pasaría sin que
se diese cuenta la Galaxia. De tener suerte, podía obrar de ese modo. Y según
el cálculo de probabilidades, debía tener alguna suerte. Sobre todo no
habiéndola tenido ciertamente en absoluto en los pocos días pasados.
Llegó a la puerta rota que daba paso al patio,
y se detuvo a mirar la casa, intentando, por alguna razón que no podía
comprender, ver si era la misma que conociera de muchacho.
La casa se erguía lo mismo que siempre,
inalterada, excepto en que en los antiguos tiempos tenía cortinas fruncidas
en sus ventanas. El patio en torno de ella sí que había cambiado con el lento
desarrollo de la vegetación en el transcurso de los años, con el boscaje de
lilas, más frondoso y enmarañado a cada nueva primavera, con los olmos que su
padre había plantado, convertidos de retoños en robustos árboles, con la mata de
rosas amarillas ante la rinconada de la cocina, ya desaparecida, víctima de un
inclemente invierno tiempo ha olvidado, con los arriates floridos,
desvanecidos también, y el césped junto a la puerta invadido por los hierbajos.
La vieja valía de piedra que había estado a
ambos lados de la puerta, era ya no más que una corcovada protuberancia. La
acción de cientos de heladas, la trepa de zarzas y cizañas, y los largos años
de descuido, habían efectuado su corrosiva labor, y en otros cien años – pensó
-, se hallaría al ras del suelo, sin dejar huella alguna. Abajo en el campo, a
lo largo del declive donde habla actuado la erosión, habla trozos extensos
enteramente desaparecidos.
Todo esto habla sucedido, y hasta este momento
él no se había percatado. Pero ahora sí, y se preguntaba el por qué. ¿Era
debido a que ahora podría estar de vuelta de nuevo a la Tierra... él que no
había abandonado nunca su suelo, su sol y su aire, que no la había dejado jamás
físicamente, pero que por mucho más tiempo del que les era concedido a la
mayoría de los hombres, había ido, no a uno, sino a muchos planetas, lejos
entre las estrellas?
En pie allí, a los rayos ponientes de
postrimerías del estío, estremecióse a un aire frío que pareció estar soplando
de alguna ignota dimensión de irrealidad, preguntándose por vez primera (por
primera vez se había, visto obligado a preguntárselo) qué clase de hombre era
él. ¿Un hombre encantado que debía pasar la vida ni completamente extranjero
ni completamente humano, que dividía las lealtades, con viejos fantasmas para
recorrer los años y millas con él, cualquiera que fuese la vida que escogiera,
la de la Tierra o la de las estrellas? ¿Un mestizo cultural, no comprendiendo
ni a la Tierra ni a las estrellas, teniendo una deuda con ambas, pero no
pagando ninguna? ¿Un sin hogar, una criatura errante que no podía reconocer la
verdad de la mentira, habiendo visto tan diferentes (y lógicas) versiones de
ambas?
Había subido la loma sobre el manantial,
sintiendo el optimista calor interno de una humanidad recuperada, miembro de la
raza humana otra vez, unido en una conspiración pueril con un equipo humano.
Pero, ¿podía calificarse como humano...? Y si lo hacía, o trataba de hacerlo,
¿qué era entonces de los cien años de fidelidad a la Central Galáctica?
¿Podía, aunque quisiera, calificarse como humano?
Atravesó lentamente la desportillada entrada,
con los interrogantes aporreándole aún el cerebro, aquel gran e incesante flujo
de preguntas, para las cuales no había respuesta. Mas eso era falso – pensó -.
No es que no hubiera respuesta alguna, sino que las había demasiadas.
Quizá Mary y David y el resto de ellos vendrían
de visita aquella noche, y podrían hablar sobre el particular... recordó de
pronto.
Mas no, no vendrían, ni Mary, ni David, ni
ninguno de los otros. Habían venido durante años a verle, pero no vendrían más,
pues la magia se había deslustrado y la ilusión desvanecido, y él estaba solo.
Y siempre lo había estado, se dijo con amargo
regusto en su cerebro. Todo había sido ilusión; nunca había sido ello real.
Durante años se había embaucado a sí mismo de lo más ávida y voluntariamente,
poblando con esas criaturas de su imaginación el pequeño rincón junto a la chimenea.
Ayudado por una técnica extranjera, conducido por su soledad a la vista y
sonido de la humanidad, los había convertido en un ser que desafiaba cualquier
sentido excepto el sólido del tacto.
Y desafiaba asimismo cualquier sentido de
decoro.
Semicriaturas, pensó. Pobres desgraciadas
semicriaturas, ni sombra ni mundo.
Demasiado humanas para sombras, demasiado vagas
para la Tierra.
Mary, si
tan sólo lo hubiera sabido... si yo lo hubiese sabido nunca habría comenzado.
Me hubiese quedado con el aislamiento.
Y ahora no podía enmendarlo. No había nada que
sirviese.
¿Qué es lo que me pasa? - se preguntó.
¿Qué me ha sucedido?
¿Qué está ocurriendo?
Ni siquiera podía pensar ya más con rectitud.
Se dijo que había de permanecer en el interior de la estación, a fin de escapar
a la turba que podía estar asomando... y no podía quedarse dentro, pues Lewis
volvería a traer el cadáver del hazer poco después del oscurecer.
Y si la turba se mostraba al mismo tiempo que
apareciese Lewis trayendo de nuevo el cadáver, el infierno se desencadenaría.
Agobiado por el pensamiento, permaneció
indeciso.
Si alertaba a Lewis del peligro, en tal caso
podría no traer el cadáver. Y tenía que traerlo. Antes de que la noche pasara,
el hazer debería estar seguro en la tumba.
Decidió que debía correr el albur.
La turba podía no aparecer. Y aunque lo
hiciera, debía existir un medio para manejarla.
Tenía que pensar en algo, se dijo.
Sí, tenía que pensar algo.
XXVII
La estación estaba tan silenciosa como lo
estuvo cuando la dejó. No había habido mensaje alguno y el aparato estaba
quedo, ni siquiera murmurándose a sí mismo, como lo hacía a veces.
Enoch dejó el fusil a través del escritorio, y
puso el fajo de periódicos junto a él. Se quitó la cazadora y la colgó en el
respaldo de la butaca.
Había aún los periódicos por leer, no sólo los
de hoy, sino también los del día anterior, y el diario a proseguir le llevaría
bastante tiempo. Aun cuando escribiese apretadamente, requeriría varias
páginas, y debía exponerlo lógica y cronológicamente, para que pareciese que
los sucesos de ayer habían ocurrido ayer mismo, y no un día entero después.
Debía incluir cada evento y cada faceta de cada acontecer, y sus propias
reacciones ante ello, así como sus pensamientos al respecto. Pues así era como
siempre lo hizo, y como también debía hacerlo ahora. Siempre había sido capaz
de hacerlo de este modo, debido a que se había creado para sí un pequeño nicho
especial, no de la Tierra, ni de la Galaxia, sino en esa vaga condición que se
podría denominar existencia, y había laborado en el interior del encuadre de
tal nicho especial, como un monje medieval en su celda. Había sido únicamente
un observador que no se había contentado sólo con la observación, sino que
había hecho un esfuerzo para ahondar en lo que había observado; pero no
obstante aún básica y esencialmente un observador que no estaba implicado ni
vital ni personalmente en lo que había acontecido en su derredor. La Tierra y
la Galaxia se habían injerido ambas en él, y su nicho especial se habla ido, y
él estaba personalmente implicado. Habla perdido su punto de vista objetivo y
ya no podría más imponer aquel abordaje correcto y fríamente positivo que le
había dado una sólida base sobre la cual establecer sus escritos.
Fue a la estantería y tomó el volumen en curso,
hojeándolo para ver donde se había detenido. Estaba próximo al fin, quedando
sólo pocas páginas en blanco, acaso no las bastantes para contener los sucesos
que había de trasladar a ellas. Más que probablemente, pensó, llegaría al final
del volumen antes de haber terminado, y tendría que empezar uno nuevo.
Quedóse con el diario en mano y mirando
fijamente a la página donde acababa lo escrito anteayer. Sólo anteayer, y ya
era antiguo lo escrito... hasta tenía un aspecto marchito. Lo mismo podía haber
sido escrito aquello en cualquier otra época, pensó. Había sido lo ultimo que
estampó antes de que su mundo se desmoronara en torno suyo.
¿Y para qué escribir más?, se preguntó. Ya
estaba escrito cuanto importaba. La estación se cerraría y su propio planeta se
perdería... Permaneciera aquí o no, o se fuera a otra estación, era igual; la
Tierra se perdería ya.
Enojado cerró de golpe el libro y lo volvió a
colocar en su sitio en el estante, yendo de nuevo al escritorio.
La Tierra estaba perdida, pensó, y él también,
perdido y colérico y confuso. Colérico por el destino (si aquello fuese un
destino) y por la estupidez. No sólo por la estupidez intelectual de la
Tierra, sino por la estupidez intelectual de la Galaxia también, por las
mezquinas querellas que podían detener la marcha de la hermandad de los pueblos
que finalmente se habían difundido en este sector galáctico. En cuanto a la
Tierra, y así en la Galaxia, el número y la complejidad de los artilugios, el
pensamiento noble, la sapiencia y la erudición, podrían constituir una cultura,
pero no una civilización. Para ser verdaderamente civilizado, debía haber algo
mucho más sutil que el artilugio o el pensamiento.
Sintió en sí la tensión de estar haciendo
algo... de merodear en torno a la estación como una bestia confinada, de correr
afuera y gritar incoherentemente hasta que sus pulmones estuvieran vacíos, de
romper y destrozar, dar salida como fuese a su rabia y desilusión.
Alargó una mano y asió el fusil que estaba
sobre la mesa. Abrió un cajón donde guardaba las municiones, y tomó una caja,
vaciando en su bolsillo los cartuchos que contenía, y tirándola luego.
Quedóse durante un momento con el fusil en
mano, y lo yermo y frío de la silenciosa habitación, fueron para él como un
mazazo, y volvió a poner el fusil sobre el escritorio.
¡Qué puerilidad – pensó -, el extraer el resentimiento
y la cólera de una irrealidad! Sobre todo cuando no había un motivo real para
el resentimiento o la cólera. Pues el molde y compás de los acontecimientos era
tal que podía ser reconocido, y por ende aceptado. Era de una especie a la cual
un ser humano debería hace tiempo hallarse acostumbrado.
Miró en torno a la estación; la quietud y el
silencio expectante se hallaban flotando, como si la propia estructura
estuviera marcando el momento para un acontecer a llegar en el fluir natural
del tiempo.
Rió quedamente y volvió a empuñar el fusil.
Irrealidad o no, sería algo que ocuparía su
mente, que le despejaría de momento aquel océano de problemas que remolineaban
en su derredor.
Y necesitaba practicar al blanco. Hacía diez
días o más que no había estado en el campo de tiro.
XXVIII
El sótano era inmenso. Se extendía más allá de
las luces que había encendido, en un difuso fulgor, una serie de pasillos y
habitaciones, profundamente talladas en la roca que servia de base a la loma.
Allí estaban los macizos tanques llenos de las
varias soluciones para los viajeros; allí las bombas y los generadores, que
operaban con un principio distinto al humano de producción de energía
eléctrica, y muy abajo del propio piso del sótano, aquellos grandes depósitos
que contenían los ácidos y la materia gelatinosa que antes formara los cuerpos
de aquellas criaturas que venían viajando a la estación, dejando tras sí,
cuando se iban a otro lugar, los cuerpos ya inútiles de que debían estar
dotadas.
Enoch pasó ante tanques y generadores, hasta
llegar a una galería que se prolongaba en la oscuridad. Halló el conmutador,
encendió las luces, y siguió por ella. Al otro lado habían estanterías
metálicas, instaladas para acomodar en ellas la superabundancia de
cachivaches, de artefactos, de toda clase de regalos que le habían traído los
viajeros. Desde el suelo al techo se hallaban atestados los estantes con chatarra procedente de todos
los rincones de la Galaxia. Sin embargo, pensó Enoch, no era realmente
chatarra, pues muy poco de ello había que lo fuera. Todo era servible y tenía
algún propósito, bien fuese práctico o estético, aunque tal propósito debía ser
aprendido. Y a pesar quizá de que no en todos los casos fuese aplicable a los
humanos.
Las estanterías tenían al extremo una sección
en la que los artículos estaban ordenados más sistemáticamente y con mayor
cuidado, cada cual etiquetado y numerado, correspondiendo a un catálogo y
ciertos datos. De estos artículos sí que sabía para que servían, y, en ciertos
casos, algo de los principios implicados. Había algunos bastante inocuos, otros
de gran valor potencial, y otros además que, por el momento, no tenían conexión
alguna con el sistema humano de vida... y finalmente, aquellos etiquetados de
que hacían estremecer con sólo pensar en ellos.
Descendió la galería, resonando sus pasos al
hollar aquel lugar de extraños fantasmas.
Finalmente, la galería se ensanchaba en una
estancia ovalada, cuyas paredes estaban forradas de una sustancia gris que
engancharía a una bala e impediría su rebote.
Enoch fue a un panel encajado en el interior de
un profundo hueco en la pared, y conectando con el pulgar un interruptor,
volvió rápidamente al centro de la estancia.
Lentamente, ésta comenzó a oscurecerse, luego
pareció resplandecer súbitamente, y ya no se encontró en ella, sino en otro
sitio, un lugar que no había visto nunca.
Se hallaba en una pequeña colina, y frente a él
el terreno descendía a un tardo río bordeado por una franja pantanosa. Entre el
comienzo del pantano y el pie de la colina se extendía un mar de hierba basta y
alta. No hacía nada de viento, pero la hierba ondulaba, por lo que supo que
aquel movimiento de la hierba estaba causado por cuerpos moviéndose entre ella,
forrajeándola. Le provino de allí un salvaje gruñido, como si mil cerdos hambrientos
estuvieran luchando por trozos escogidos en cien artesas de bazofia. Y de
alguna parte más lejana, quizá del río, llegó un profundo y monótono bramido,
que sonaba ronco y cansado.
Enoch sintió erizársele el pelo, y aprestó el
fusil. Era desconcertante. Sentía y conocía el peligro, y sin embargo hasta
ahora no lo había. No obstante, el propio aire del paraje en que se encontraba
- fuera el que fuese -, parecía hormiguear con él.
Giró en redondo y vio que cerca de él, bosques
espesos y oscuros descendían la hilera de cerros ribereños, deteniéndose en el
mar de hierba que rodeaba la colina en que él se encontraba. Más allá de las
otras, atalayaba el pardo púrpura de una ringlera de elevadas montañas que parecían
desvanecerse en el firmamento, pero sin muestra alguna de nieve en sus cimas.
Dos figuras salieron trotando del cercano
bosque, deteniéndose en su linde. Se agazaparon y le hicieron visajes, con sus
colas enroscadas en sus patas. Podían haber sido lobos o perros, pero no eran
ni unos ni otros. No eran de ninguna especie que antes viera u oyera. Sus
pieles relucían al débil rayo del sol, como si estuviesen engrasadas, pero se
remataban en sus cuellos, estando cabezas y. caras desprovistas de ella. Como
viejos depravados, en una mascarada, con sus cuerpos recubiertos en envolturas
de lobos. Pero el disfraz estaba frustrado por las colgantes lenguas que
rebosaban de sus bocas, brillante escarlata contra el blanco de hueso de sus
caras.
El bosque estaba en calma. Sólo había las sombrías
bestias, apoyadas en sus ancas, y gesticulándole con extraños visajes
desdentados.
El bosque era oscuro y enmarañado, y el
follaje, de un verde tan intenso que casi parecía negro. Todas las hojas tenían
un resplandor, como si hubiesen estado pulidas con un lustre especial.
Enoch volvió a girar en redondo, para mirar de
nuevo al río, y vio agazapados al borde de la hierba una hilera de monstruos
semejantes a sapos, de unos dos metros de longitud y de uno de altura, con
cuerpos de color de la tripa de un pescado muerto, y provistos de un ojo, o lo
que parecía ser un ojo, que cubría una gran parte de la superficie sobre el
hocico. Los ojos eran estriados y destellaban a la tenue luz del sol, como los
de un gato al acecho heridos por un haz luminoso.
El ronco bramido seguía proviniendo del río, y
en su intermedio habla un débil y tenue zumbido, un colérico y malicioso
zumbido, como el de un mosquito aprestándose al ataque, aunque era de tono más
agudo.
Enoch alzó la cabeza para mirar al cielo, y
lejos en sus profundidades avistó una hilera de puntos o motas, pero a tanta
altura, que no supo determinar qué clase de objetos eran.
Bajó de nuevo la cabeza para mirar a la serie
de monstruos semejantes a sapos, pero con el rabillo del ojo percibió un
movimiento, y dirigió otra vez la vista al bosque.
Aquellos seres o bestias de cuerpos lobunos y
cabezas de calavera, estaban subiendo la colina con silenciosa rapidez. No
parecían correr. No había movimiento en su carrera. Se movían más bien como si
hubiesen sido expelidos por un tubo.
Enoch se echó el fusil al hombro, apostándolo
como si formase parte de sí mismo. Afinó la mira, precisando la cabeza de
calavera de la bestia que iba delante. Disparóse el arma tras el apretar del
gatillo, y sin esperar a ver si el disparo había abatido a la bestia, el cañón
se dirigió hacia la segunda. Sonó un nuevo disparo y la segunda bestia lobuna
dio una voltereta, deslizándose hacia adelante por un momento, y luego comenzó
a rodar dando tumbos colina abajo.
Enoch hizo funcionar el cerrojo de su arma de
nuevo, y la cápsula de la bala destelló al sol, al volverse él rápidamente
para encararse con el otro declive.
Los objetos semejantes a sapos estaban ahora
más cerca. Habíanse aproximado arrastrándose, pero, al volverse él, se detuvieron
y se agazaparon, quedándosele mirando con fijeza.
Metió la mano en el bolsillo y sacó dos balas,
metiéndolas en la recámara de su arma, para reemplazar las que había
disparado.
El bramido abajo junto al río había cesado,
pero ahora se oía un graznido que no podía localizar. Trató de hacerlo,
volviéndose cautelosamente, mas nada se veía. Aquel graznar parecía provenir
del bosque, pero nada se movía.
En medio de este sonido, oía aún el zumbido, el
cual parecía más intenso ahora. Lanzó una ojeada arriba y vio que las motas
eran más grandes, no formadas ya en hilera, sino en círculo que parecía trazar
una espiral descendente; pero se hallaban todavía a tan gran altura, que no
pudo precisar qué clase de objetos eran.
Volvió a dirigir una ojeada hacia los monstruos
semejantes a sapos, los cuales estaban cada vez más cerca.
Enoch alzó el fusil, pero apretó el gatillo
antes de llevarlo al hombro, disparando desde la cadera. El ojo de uno de los
más próximos monstruos explotó, al igual que el reventón en el agua de una
piedra arrojada con fuerza. La bestia no dio ningún brinco ni sacudida. Quedóse
simplemente inerte, aplanada sobre la tierra, como aplastada por un poderoso
pie. Así yacía, con un gran boquete redondo en el lugar donde había estado el
ojo, agujero que se estaba llenando de un líquido amarillo espeso y viscoso,
que podía ser su sangre.
Sus congéneres se retiraron con alerta
lentitud, deteniéndose sólo al alcanzar el borde de la hierba.
El graznido estaba más próximo, y el zumbido
era más intenso: no cabía duda de que aquella especie de graznido, semejante
también a un bocinazo, provenía de los cerros.
Enoch escudriñó en derredor y arriba, y lo vio
descendiendo de la altura, bajando a la colina, pasando a través de los
árboles y graznando lúgubremente. Era un globo negro y redondo que se hinchaba
y desinflaba con su graznido vocinglero, y se sacudía y bamboleaba en su
marcha, colgado del centro de cuatro patas rígidas y adosadas, que se arqueaban
arriba, en la unión que conectaba la parte superior del dispositivo de la pata
con la inferior que se alzaba muy arriba del bosque. Caminaba a sacudidas,
levantando mucho sus patas, para franquear las frondosas copas de los árboles
antes de volver a posarías de nuevo. Cada vez que planteaba en el suelo una de
aquellas patas, Enoch oía el crujido de las ramas desgajadas y apartadas a un
lado.
Enoch sintió como si la piel de su espalda se
desenrollara al igual que una persiana, a lo largo de su espina dorsal, y el
erizamiento de su cabello, como obedeciendo a un primordial instinto.
Pero aun cuando estaba casi helado de espanto,
cierta parte de su cerebro le recordó que habla hecho un disparo, y sus dedos
hurgaron su bolsillo buscando otra bala.
El zumbido era mucho más sonoro, y su diapasón
habla cambiado. Estaba aproximándose a tremenda velocidad.
Enoch volvió a alzar la cabeza. Las motas no
estaban ahora moviéndose en círculo en el firmamento, sino que se zambullían
hacia él, una tras otra.
Echó una ojeada al globo, graznando y
sacudiéndose sobre sus zancudas patas. Seguía aproximándose, pero las motas que
se abalanzaban de lo alto, eran más rápidas y alcanzarían primero la colina.
Levantó el fusil, dispuesto a apoyar su culata
al hombro, mientras contemplaba a las motas que caían, las cuales no eran ya
motas, sino espantosos cuerpos aerodinámicos, portando cada cual un estoque que
se proyectaba de su cabeza. ¡Vaya especie de picos - pensó Enoch -, pues esos
objetos podrían ser aves, pero más largas, delgadas, grandes y mortales que
cualquier otra terrestre!
El zumbido se trocó en un chillido, subiendo su
diapasón hasta dar dentera, y, a través de él, como un metrónomo marcando el
compás, provino el ululante graznido del negro globo que cruzaba a grandes
trancos los cerros.
Sin saber qué había movido sus brazos, Enoch
tenía el fusil contra el hombro, esperando el instante en que al primero de los
monstruos que se zambullían, estuviese lo bastante próximo para dispararle.
Se precipitaron como piedras arrojadas del
cielo, apareciendo más grandes de lo que pensara... de mayor tamaño y
viniendo como otras tantas flechas arrojadas directamente a él.
El fusil le dio el consabido culatazo, y el
primer pájaro o artefacto, se chafó, se plegó y cayó no lejos de su
trayectoria. Manipulo el cerrojo de su arma, disparó otra vez, y el segundo de
la fila perdió su equilibrio y comenzó a dar bandazos. Nuevamente fue accionado
el cerrojo y oprimido el gatillo. El tercero dio un patinazo en el aire y fue
renqueante y espasmódico por él, cayendo hacia el río.
Los restantes cortaron su picado, y con leve
giro volvieron a remontarse, semejantes más bien a aspas de m~ lino que a alas
batiendo desesperadamente.
Se tendió una sombra a través de la loma y de
alguna parte de arriba cayó un gran pilar que fue a chocar con una ladera.
Tembló el suelo, y la capa de agua que estaba oculta por la hierba, brotó como
un surtidor.
El graznido era un sonido persistente que lo
borraba todo, y el gran globo subía bamboleante sobre sus zancudas patas.
Enoch vio su cara, si algo tan grotesco, tan
obsceno puede llamarse cara. Tenía un hocico o pico, y bajo él una boca mamona,
y una docena de otros órganos, que podían ser los ojos.
Las patas eran como V invertidas, con remo
interior un tanto más corto que el exterior y, en el centro de las articulaciones
interiores pendía el gran globo que era el cuerpo de la criatura, con su cara
en la parte baja, de modo que pudiera ver todo el terreno de batida que pudiera
estar abajo. Otras articulaciones de la parte exterior de las patas se combaban
para permitir al cuerpo de la criatura que se agachara para asir su presa.
Enoch no tuvo conciencia de aprestar el fusil o
manipularlo, pero lo tenía apoyado contra el hombro y le parecía como si una
segunda parte de su propia persona se hallara ausente, aparte, y contemplaba el
disparo... como si quien tuviese el arma y la disparase, fuese otro hombre.
Gruesos cuajarones de carne fluyeron del negro
globo, y súbitamente le rasgaron melladas hendiduras, de las cuales brotó una
nube líquida que se trocó en una como niebla, que desprendía negras gotas.
La aguja de percusión pistoneó en una recámara
vacía pero ya no había necesidad de otro disparo. Las grandes patas estaban
plegándose, y temblando mientras se plegaban, y el encogido cuerpo se
estremecía convulsivamente en la densa niebla que de él brotaba. La gritería
había cesado, y Enoch pudo oír el acompasado ruido de las negras gotas cayendo
de aquella niebla, al chocar en la raía hierba de la colina.
Había un olor mareante, un nauseabundo hedor;
las gotas eran viscosas, como petróleo crudo, y la gran estructura zancuda iba
desplomándose.
De pronto, el mundo se desvaneció rápidamente,
y Enoch no se encontró más allí.
Estaba de nuevo en la estancia ovalada, al
tenue resplandor de las bombillas. Notaba el acre olor de la pólvora, y en
torno a sus pies, brillando a la luz, se hallaban los casquillos de las balas
que disparara.
Se encontraba de nuevo en el sótano. El tiro al
blanco se había consumado.
Enoch bajó el fusil y respiró lenta y
profundamente. Siempre había sido igual, pensó. Como si tuviese necesidad de
relajarse gradualmente, de nuevo en su mundo propio, tras sus momentos de
irrealidad.
Ya sabía uno que sería ilusión cuando
manipulara el conmutador que ponía en movimiento todo lo que iba a suceder, y
sabía que había sido ilusión cuando todo había terminado, pero mientras estaba
sucediendo, no era ilusión. Era tan real y consistente como si todo fuese
verdad.
Recordó que al construirse la estación le
habían preguntado si tenía una afición como pasatiempo en sus ocios si podía
instalársele en la estación algo para su recreo. Y él había dicho que le
gustaría un campo de tiro... esperando no más que alguna galería con patos
moviéndose sobre una cadena rodante o pipas de arcilla girando en una rueda. Pero
eso, habría sido naturalmente demasiado simple para los extravagantes
arquitectos que habían diseñado la estación, y para los habilidosos operarios
que la habían construido.
Al principio no habían estado seguros de lo que
quería decir por campo de tiro, y hubo de explicarles lo que era un fusil, cómo
funcionaba, y para qué podía ser empleado. Las dijo de la caza de ardillas en
las soleadas mañanas de otoño, y de estremecidos conejos sacados de las malezas
con la primera llegada de la nieve (aunque no se empleaba el fusil, sino una
escopeta, con los conejos), de la caza de mapaches en la noche otoñal, y del
acecho al ciervo a lo largo de la pista que seguía para ir a abrevar al río.
Pero ocultó el decirles en qué otra cosa había empleado el fusil durante cuatro
largos años.
Las dijo (puesto que eran gentes propicias a la
charla) de su sueño de juventud de ir algún día a una cacería en Africa, aun
cuando al decírselo se percataba bien de lo inasequible qué ello era. Pero
desde aquel día había cazado (y sido también perseguido) por bestias mucho más
raras que cualquiera de las que pudiera jactarse poseer el Africa.
No tenía la menor idea de dónde podían haber
sido formadas aquellas bestias, si realmente provenían de alguna otra parte que
de la imaginación de aquellos extranjeros que habían colocado los dispositivos
que generaban la escena para el tiro. En los miles de veces que se había
dedicado a ello, no había habido una duplicación de la escena ni de las bestias
que merodeaban por ella. Aunque acaso, pensó, se produciría alguna vez un
final, y se repetiría luego la secuencia. Pero ahora ello suponía poca diferencia,
pues si volviesen a repetirse las cintas mágicas, habría poca probabilidad de
que recordarse con considerable detalle aquellas aventuras que había vivido
durante tantos años.
No comprendía las técnicas ni el principio que
hacía posible aquel fantástico campo de tiro. Como muchas otras cosas, lo
aceptaba sin necesidad de comprenderlo.
Sin embargo, pensaba que algún día daría con el indicio que
trocaría la ciega aceptación en entendimiento... no sólo del campo de tiro,
sino de muchas otras cosas.
A menudo se había preguntado lo que los
extranjeros podían pensar sobre su fascinación por el campo de tiro, por
aquella fuerza primaria que inducía a un hombre a matar, no tanto por el goce
de matar como por afrontar y desdeñar un peligro, para oponer a una fuerza otra
mayor y más hábil, a la astucia, una astucia más grande. ¿Habría causado
preocupación a sus amigos extranjeros sobre el carácter humano, con su cariño
por el fusil? Para la comprensión de un ajeno, ¿cómo podría trazarse una línea
entre la muerte de otras formas de vida y la muerte de una propia? ¿Había
realmente una diferencia que pudiera resistir al examen lógico, entre el
deporte de la caza y el deporte de la guerra? Para un extraño, quizá tal diferenciación
sería más bien difícil, pues en muchos casos, el animal cazado se hallaría más
próximo en su forma y características al cazador humano, que 10 estuvieran muchos de los
extranjeros.
¿Era la guerra una cosa instintiva, de la que
era tan responsable un hombre corriente, como lo eran los políticos y los
llamados estadistas? Parecía imposible, y sin embargo, en cada hombre se
hallaba profundamente arraigado el instinto combativo, el apremio agresivo, el
extraño sentido de rivalidad... todo lo cual producía conflictos de un género u
otro, si era llevado tal instinto a su conclusión.
Puso el fusil bajo el brazo y fue al panel.
Encajada en una ranura del fondo había un trozo de cinta.
Tiró de ella y descifró los signos. No eran
satisfactorios. No lo habla hecho tan bien.
Había fallado aquel primer disparo a la
acometedora bestia lobuna con cara de hombre viejo, y allá en alguna parte, en
aquella dimensión de irrealidad, él y su compañero se encontrarían gruñendo
sobre la masa revuelta y desgarrada de carne y huesos rotos que había sido
Enoch Wallace.
XXX
Volvió a atravesar la galería, con sus regalos
almacenados como en los corrientes establecimientos humanos podrían estar otros
en secos y polvorientos camarotes.
La cinta registradora le encocoraba, aquel
pequeño trozo de cinta que le decía que si bien había acertado en todos los
demás disparos, había fallado aquel primero. No sucedía a menudo que fallara. Y
su entrenamiento había sido para aquel preciso tipo de disparo... el
nunca-se-sabe-lo-que-luego-sucederá, el totalmente inesperado, la especie de
disparo de matar-ser-matado, que miles de expediciones en la zona del campo de
tiro le habían enseñado. Se consoló diciéndose que quizá no había sido tan
asiduo en la práctica últimamente como lo debiera. Aunque, en realidad no había
razón alguna para la asiduidad, pues se trataba únicamente de un pasatiempo, un
recreo, y el que llevase el fusil consigo en sus paseos cotidianos era sólo por
fuerza de la costumbre y no por cualquier otro motivo. Portaba el fusil como
otro podía haber llevado un bastón. La primera vez que lo hizo, desde luego
había sido una especie diferente de fusil y un día distinto. Entonces no era
insólito el que un hombre llevase consigo un fusil al ir de paseo. Pero hoy sí
era diferente y con mueca interior de desdén se preguntaba cuánto motivo de
conversación podía haber proporcionado a la gente el que portase un fusil.
Cerca del final de la galería vio el negro
bulto de un baúl proyectándose del estante inferior, tan grande como para
meterse confortablemente en él pegado contra la pared pero sobresaliendo aún
cuarenta o cincuenta centímetros del estante.
Pasó ante él volviéndose en redondo de pronto.
Aquel baúl, penso... era el que había pertenecido al hazer que murió arriba.
Era su herencia de aquel ser cuyo cuerpo robado iba a ser vuelto a su tumba
aquella tarde.
Fue a la estantería y apoyó su fusil contra la
pared. Encorvóse y tiró del baúl.
Ya antes de bajarlo aquí y depositario había
revisado su contenido, pero recordó que en aquella ocasión no había estado muy interesado. Ahora> de pronto,
sentía un interés absorbente en ello.
Alzó la tapa cuidadosamente y la apoyó contra
los estantes.
Inclinado sobre el abierto baúl, y sin tocar
nada aún, intentó catalogar la capa superior de su contenido.
Había una reluciente capa, muy bien plegada>
tal vez una especie de capa de ceremonial, aunque no podría precisarlo. Y
sobre ella, un frasquito que era un destello de luz reflejada, como si alguien
lo hubiese hecho con un diamante vaciado. Junto a la capa había un grupo de
bolas, de color violeta y opaco, sin ningún brillo, con el aspecto de un manojo
de pelotas de tenis de mesa que alguien hubiera pegado juntas para hacer una bola.
Mas no era así, recordó Enoch, pues en aquella otra ocasión le habían llamado
la atención y las había cogido, hallando que no estaban pegadas, sino que se
movían libremente, aunque nunca más allá del contenido de su molde. Una de aquellas
pelotas no podía ser desprendida de la masa, por mucho esfuerzo que se
empleara, pero sí moverse en torno, como si flotase en un liquido, entre las
demás. Podía uno mover una pelota, o todas, pero la masa seguía siendo la
misma. Debía tratarse de un calculador de alguna especie, se dijo Enoch, aunque
ello apenas parecía posible, pues una pelota era enteramente igual a otra, no
habiendo manera de poder identificarlas. O cuando menos> no de
identificarlas por el ojo humano. ¿Sería posible que lo fuera para el ojo de un
hazer? Y si se trataba de un calculador, ¿de qué género de calculador?
¿Matemático?
¿O ético? ¿O filosófico? Sin embargo, esto era
algo sandio, pues, ¿quién había oído hablar nunca de un calculador para la
¿tica o la filosofía? O, mejor dicho, ¿qué ser humano habla oído jamás de
ello? Más que probablemente, no se trataba de un calculador, sino de algo
enteramente distinto. ¿Tal vez una especie de juego... un juego de solitario?
Con tiempo, se podría finalmente descifrarlo.
Pero no había tiempo ni incentivo por el momento para gastar el primero en un
objeto, habiendo tantos otros igualmente fantásticos e incomprensibles. Pues
mientras uno se encontrara perplejo ante un solo objeto, en su mente se presentaría
siempre la pregunta de si no estará ocupándose, dilapidando tiempo en el más
insignificante de todos.
Era una víctima de la fatiga museística, se
dijo Enoch, abrumado por las muchas piezas desconocidas desperdigadas en todo
su derredor.
Tendió una mano, no a la bola de pelotas, sino
al destelleante frasquito que se hallaba sobre la capa. Y al cogerlo y
acercarlo, vio que había una línea escrita, grabada en el vidrio (¿o diamante?)
del frasco. Lentamente deletreó lo escrito. Había habido un tiempo, hace
mucho, en que pudo leer el idioma hazer, si no corrientemente, cuando menos
tan bien como para salir del paso. Pero no lo había leído hacía años, perdiendo
mucho de él, por lo que se trabucaba en los símbolos. Mas, traducida muy libremente,
la inscripción decía: Para tomarlo cuando
ocurran los primeros síntomas.
¡Un frasco de medicina! ¡Para tomarla cuando
apareciesen los primeros síntomas! Los síntomas, acaso, de lo que se había
presentado tan rápidamente y desarrollándose asimismo con tanta celeridad, que
el propietario del frasco no pudo alcanzarlo, y murió cayendo del sofá.
Casi reverentemente, volvió a poner el frasco
en su sitio, sobre la capa, en la misma huella que había marcado.
¡Tan diferentes de nosotros en tantas cosas -
pensó Enoch - y en otras pocas tan parecidos... es espantoso!
Pues aquel frasco y su inscripción, eran un
paralelo exacto de cualquier receta compuesta por el farmacéutico de la
esquina.
Al lado de la bola de pelotas había una caja, y
la cogió, levantándola. Era de madera y sólo tenía una simple presilla para
cerrarla. La abrió y vio en su interior el metálico resplandor del material
que empleaban los hazers como papel.
Cuidadosamente levantó la primera hoja, y vio
que no era tal, sino una larga tira plegada a la manera de un acordeón. Bajo
ella habían más tiras, al parecer del mismo material.
Había algo escrito en ella, y Enoch la acercó
más para leer.
La escritura estaba desvaída y borrosa. A mí... amigo decía (aunque acaso no era
amigo). "Hermano de sangre", quizá, o "colega". (Y los
adjetivos que precedían eran tales como para que se le escapara por entero su
sentido).
Era difícil lo escrito. Tenía cierta semejanza
a la versión formalizada del idioma, pero al parecer llevaba la impronta de la
personalidad del escritor, expresada en ensortijamientos y floreos que oscurecían
la forma. Enoch siguió con su intento de traducción, no acertando con mucho,
pero captando el sentido de bastante de lo que estaba escrito.
El autor había estado de visita en otro
planeta, o posiblemente sólo en otro paraje. El nombre de éste, o del planeta,
era una cosa que no podía reconocer Enoch. Y mientras había estado allí quien
trazó lo escrito, había realizado alguna especie de función (aunque no aparecía
enteramente claro, de qué desempeño se trataba) que tenía que ver con su
próxima muerte.
Enoch, sobrecogido, volvió a releer la frase. Y
aunque mucho de lo demás escrito no estaba claro, esta parte sí lo estaba. Mi cercana muerte, así estaba escrito,
sin que cupiera un error en la traducción. Estas tres palabras estaban muy
claras.
Instaba a su buen (¿amigo?) que hiciera lo
propio. Decía que era un consuelo y que despejaba el camino.
No había más explicación, ni ulterior
referencia. Sólo la serena declaración de que había hecho algo que sentía debía
ser arreglado antes de su muerte. Y sabía que esta muerte estaba próxima, y no
estaba tan sólo sin temor por su llegada, sino hasta indiferente.
El siguiente pasaje (pues no había párrafos)
hablaba de alguien a quien había conocido y cómo trataron de cierta cuestión
que no tenía sentido alguno para Enoch, quien se encontraba perdido en una
terminología irreconocible para él.
Y luego: Estoy
sumamente preocupado por La mediocridad (¿incompetencia? ¿incapacidad?
¿debilidad?) del reciente custodio del (y
luego aquel símbolo críptico que podía traducirse generalmente como el
Talismán). Pues (una palabra que por
el contexto parecía significar un gran lapso de tiempo), siempre desde la muerte del
último custodio ha sido pobremente servido el Talismán. Ha sido, en
toda realidad, (otra expresión de mucho tiempo) desde que un auténtico (¿sensitivo?) fuera hallado para llevar a cabo su propósito. Muchos han sido probados
y ninguno calificado, y por la falta de un tal idóneo, la Galaxia ha perdido
su cabal identificación con el principio
rector de nuestra vida. Nosotros aquí en el (¿santuario?) nos hallamos muy in quietos, por que sin un
debido enlace entre el pueblo y (varias palabras indescifrables), la Galaxia se sumirá en el caos (y en
otra línea que no podía traducirse).
La siguiente sentencia presentaba un nuevo
tema... Los planes que se hallaban en marcha para algún festival cultural que
encerraba un concepto, que a lo más, resultaba vago y brumoso para Enoch.
Plegó lentamente la misiva, y la volvió a
colocar en la caja. Sintió un ligero desasosiego por la lectura, como si
hubiese fisgado en algo que no tenía derecho a conocer, entrometiéndose en una
amistad. Aquí en el templo nos hallamos, decía
la misiva. Quizá quien lo escribió había sido uno de los místicos hazer,
dirigiéndose a su viejo amigo, el filósofo. Y las otras cartas, muy
posiblemente, eran de ese mismo místico... cartas que el viejo hazer muerto
había valorado tanto, que las llevaba consigo cuando iba de viaje.
Una leve brisa pareció estar soplando sobre los
hombros de Enoch; no era realmente una brisa, sino un extraño movimiento y
una frialdad en el aire.
Lanzó una ojeada a la galería; nada se agitaba,
ni nada se divisaba.
El viento cesó su soplo, si es que en efecto
había soplado. En un momento allí, y luego ido. Como un fantasma al paso,
pensó Enoch.
¿Tenía el hazer un fantasma?
La gente de Vega XXI había sabido el momento y
todas las circunstancias de su muerte. Habían sabido también la desaparición
del cadáver. Y la misiva habla sido expresada con mucha mayor serenidad que la de
muchos humanos, ante la próxima llegada de la muerte.
¿Sería posible que los hazers supieran más de
la vida y la muerte de lo que jamás manifestaran? ¿O había sido encerrado ello
a cal y canto en algún depósito o depósitos de la Galaxia?
¿Estaba la respuesta ahí? - se preguntó.
Acurrucado allí, pensó que acaso pudiera ser
que alguien conociese ya para qué servía la vida y cuál era su destino. Había
un consuelo en el pensamiento, una singular especie de personal consuelo en
ser capaz de creer en que alguna inteligencia pudiera haber dado con la
solución del Universo. Y de cómo, quizá, aquella misteriosa ecuación pudiera
enlazarse con la fuerza espiritual que era el nexo ideal de tiempo y espacio, y
de todos los factores elementales que mantenían de consuno en armónica unión
el universo.
Intentó imaginarse lo que podría uno sentir de
estar en contacto con la fuerza y no pudo. Se preguntó si aun aquellos que
hablan estado en contacto con ella podrían hallar las palabras debidas para
expresarla. Pensó que podría ser imposible. Pues, ¿cómo podía uno haber estado
en íntimo contacto toda su vida con el espacio y el tiempo, y decir lo que
significaban cada uno de ellos, o cómo se experimentaban?
Pensó que Ulises no le había dicho toda la
verdad sobre el Talismán. Sí que había desaparecido y que la Galaxia estaba
desprovista de él, mas no que durante muchos años se había empañado su poder y
gloria por el fracaso de su custodio en procurar un debido enlace entre el
pueblo y la fuerza. Y todo aquel tiempo, la corrosión ocasionada por ese
fracaso, había roído los vínculos de la confraternidad galáctica. Cualquier
cosa que pudiera estar sucediendo ahora, no había ocurrido en los últimos años
pasados; había estado gestando durante mucho más tiempo que los extranjeros
querían admitirlo. Aunque, pensándolo bien, la mayoría de los extranjeros no
lo sabían.
Enoch cerró la presilla de la caja, y volvió a
colocar ésta en el baúl. Algún día, pensó, cuando estuviera él en su cabal
juicio, cuando la presión de los acontecimientos no le tornara tan emotivo,
cuando pudiera atenuar la culpabilidad del fisgoneo, efectuaría una
concienzuda y erudita traducción de aquellas cartas, pues en ellas, lo estimaba
seguro, podría hallar una ulterior comprensión de aquella intrigadora raza.
Pensó que entonces podría hallarse en mejor estado de calibrar su humanidad. No humanidad en el
sentido común y aceptado de ser un componente de la raza de la Tierra, sino en
el sentido de que ciertas reglas de conducta debían fundamentar todos los conceptos
raciales, del mismo modo que la llamada humanidad, fundamenta en su sentido
más apretado, al concepto humano.
Tendió la mano para cerrar la tapa del baúl y
vaciló.
Algún día, había dicho. Y
pudiera ser que no hubiese algún día. Era un estado mental el pensar siempre en
algún día, una forma de enjuiciamiento posibilitada por las condiciones en el
interior de esta estación. Pues allí habían días interminables por venir, días
venideros siempre y por siempre. Un concepto humano del tiempo estaba allí
fuera de molde y razón, y él podía mirar complaciente mente a lo largo de una
extensa y casi interminable avenida del tiempo. Pero ello podía cesar ahora.
El tiempo podía retrotraerse súbitamente a su corriente enfoque. Caso de que
tuviera que abandonar esta estación, la larga procesión de los días llegaría a
un término.
Volvió a echar hacia atrás la tapa, dejándola
nuevamente apoyada en los estantes, y seguidamente tomó la caja y la puso en
el suelo> a su lado. Debería llevarla arriba - se dijo - e incluirla con
los demás objetos que le acompañarían si tuviese que abandonar la estación.
¿Sí?, se preguntó. ¿Es que cabía ya duda? ¿No
había tomado acaso, como fuera, aquella dura decisión? ¿No había serpeado a él
sin que se percatara, de manera que ahora se hallaba encomendado a ella?
Y si había llegado realmente a tal decisión, en
tal caso debía haber llegado también a la otra. Si abandonaba la estación,
entonces no se hallaría en estado de aparecer ante la Central Galáctica, para
abogar porque le fuese remediada la guerra a la Tierra.
- Tú eres el representante de la Tierra - le
había dicho Ulises -. Tú eres el único que puede representar a la Tierra.
Más ¿podía él representarla en realidad?
¿Seguía siendo un auténtico representante de la raza humana? Él era un hombre
del siglo IX y siéndolo, ¿cómo podía representar al siglo XX? ¿hasta qué punto
habría cambiado el carácter humano con cada generación? Y no pertenecía él -
tan sólo al siglo XIX - sino que había vivido también durante casi cien años
sometido a una circunstancia especial y separada.
Se arrodilló, contemplándose con espanto, y un
poca de compasión también, preguntándose lo que era él, si en efecto humano, o
si, sin saberlo, había absorbido tanto del mezclado punto de vista extranjero,
al cual había estado sujeto, que se habla convertido en una rara especie de
silbido, en una extravagante clase de mestizo galáctico.
Lentamente bajó la tapa del baúl, y la apretó
con fuerza, volviéndolo luego a colocar bajo las estanterías.
Seguidamente tomó la caja, poniéndola bajo el
brazo, se puso en pie, y asiendo su fusil, se encaminó a la escalera.
XXXI
En la cocina encontró algunas cajas de cartón
vacías, cajas que Winslowe había empleado para traer provisiones de la ciudad,
y comenzó el empaquetado.
Los diarios, en ordenada pila, llenaban una
gran caja y parte de otra. Tomó un fajo de periódicos viejos y envolvió
cuidadosamente los doce frascos romboidales que estaban sobre la repisa de la
chimenea, almohadillándolos profusamente en otra caja para evitar que se
rompiesen. Sacó de la vitrina la caja de música del vegano y la envolvió
asimismo tan esmeradamente. De otro estante sacó la literatura extranjera que
tenía, y la apiló en la cuarta caja. Fue a su escritorio, pero no había mucha
cosa en él, sino menudencias acá y allá en los cajones. Halló su carta y,
arrugándola, la arrojó al cesto de los papeles que habla al lado.
Llevó a través de la habitación las cajas ya
llenas y las depositó al lado de la puerta, para que estuvieran más al alcance.
Lewis tendría un camión, pero aunque sabía que lo necesitaría, podría tardar
algún tiempo en llegar. Pero si tenía ya empacado lo más importante, podría
salir y estar a la espera.
Permaneció indeciso mirando en torno a la
estancia. Allá estaban todos los objetos sobre la mesa, y éstos debían ser
llevados también, incluyendo la pequeña pirámide fulgurante de bolas, que Lucy
había puesto en funcionamiento.
Vio que el Favorito se había arrastrado de
nuevo en la mesa, y caído al suelo. Se detuvo y lo cogió, teniéndolo en las
manos. Había desarrollado un botón o dos extras desde la última vez que lo
habla mirado, y era de tenue y delicado rosa, mientras que la última vez había
sido azul cobalto.
Probablemente estaba equivocado en llamarle el
Favorito. Podía no estar vivo. Pero si lo estaba, era una especie de vida que
ni siquiera podía imaginarse. No era de metal ni de piedra, pero algo muy
parecido a ambos. Una lima no causaba ninguna impresión en él, y una o dos
veces había estado tentado de asestarle un martillazo, para ver qué efecto le
produciría, aunque estaba dispuesto a apostar que no le habría causado ninguno
en absoluto. Crecía lentamente y se movía, mas no había medio de saber cómo se
movía. Pero dejándolo, al volver se habría movido... un poco, no demasiado.
Cuando sabía que estaba siendo contemplado, no quería moverse. Tanto como
podía apreciar, no se alimentaba, y parecía no tener desgaste. Cambiaba de
colores, pero sin época determinada, y sin visible razón para el cambio.
Había una caja o dos fuera, en el soportal, y
tenía que cogerlas y acabar el empaquetado de lo que iba a llevarse. Luego
bajaría al sótano y sacaría los objetos que había etiquetado. Lanzó una ojeada
hacia la ventana y se percató, con cierta sorpresa, de que tenía que darse
prisa, pues el sol estaba poniéndose. Pronto oscurecería.
Recordó que había olvidado la comida, pero no
tenía tiempo de ello. Tomaría algo, más tarde.
Se volvió para poner al Favorito sobre la mesa,
y al hacerlo, percibió un débil sonido, y quedóse helado donde estaba.
Era la tenue especie de risita ahogada de un
materializador funcionando. No podía equivocarse sobre el particular. Había
oído demasiado a menudo aquel sonido, como para confundirse.
Y debía ser, lo sabía, el
materializador oficial, pues nadie podía haber viajado sin haber enviado un
mensaje.
Ulises, pensó. Ulises volviendo otra vez. O
acaso algún otro miembro de la Central Galáctica. Pues de haber sido Ulises,
habría enviado un mensaje.
Dio unos rápidos pasos adelante al rincón donde
se hallaba el materializador, viendo que una oscura y menuda figura surgía del
circulo del objetivo.
-¡Ulises! - exclamó Enoch, dándose cuenta al
mismo tiempo de que no era Ulises.
Durante un instante tuvo la impresión de un
sombrero de copa, de una corbata blanca y faldones de frac, de una donosa
gallardía, y luego vio que la criatura, algo semejante a una rata que caminara
erguida, con una piel lisa y parda cubriéndole el cuerpo, una cara afilada de
roedor. Durante un instante, al volver su cabeza a ella> captó el rojo destello
de sus ojos. Luego se volvió de nuevo hacia el rincón y vio que la mano de
aquel ser estaba alzada y de una pistolera que llevaba a la cintura algo que
brillaba con fulgor metálico aún en la sombra.
Algo raro sucedía con aquel ser. Debía haberle saludado
a él, e ir a su encuentro. Pero en vez de ello le había lanzado aquella ojeada
de sus rojos ojos, y vuelto al rincón.
El objeto metálico salió de la pistolera; sólo
podía ser un arma, o cuando menos algo que pudiera considerarse como tal.
¿Y así era cómo querían cerrar la estación?,
pensó Enoch. Un rápido disparo, sin una palabra, y el guardián de la estación
muerto sobre el suelo. Por alguien que no fuese Ulises, pues no podía confiarse
en éste para matar a un amigo de mucho tiempo.
El fusil yacía sobre el escritorio, y no había
tiempo para cogerlo.
Pero la criatura ratuna se hallaba ahora
volviéndose hacia la habitación. Su cara se dirigía aún hacia la esquina, y su
mano se alzaba, con el arma brillando en ella.
Una alarma vibró en el cerebro de Enoch y agitó
su brazo y lanzó el Favorito a la criatura del rincón, saliendo su alarido
involuntariamente del fondo de sus pulmones.
Pues se dio cuenta de que la criatura aquella
no intentaba matar al guardián sino destruir la estación. La única cosa que
sabía ser objeto de una mirada en el rincón, era - el complejo de control, el
centro nervioso de la estación. Y de ser deshecho aquello, la estación habría
fenecido. Para hacerla funcionar de nuevo, sería preciso el envío de un equipo
de técnicos en una astronave, desde la estación más próxima... viaje que
requeriría un transcurso de muchos años.
Ante el alarido de Enoch, la extraña criatura
dio una especie de sacudida, para agazaparse, y el Favorito lanzado, fue a dar
contra su barriga, tirando al ratuno ser contra la pared.
Enoch se abalanzó, con los brazos extendidos
para asirle. El arma voló de la mano de su antagonista y trazó un molinete
sobre el suelo. Luego, Enoch se encontró sobre el extranjero, y su olfato fue
asaltado por el hedor de su cuerpo... una mareante oleada nauseabunda.
Rodeó con sus brazos a su adversario y lo
levantó, no hallándolo tan pesado como pensó podía haber sido. Su poderoso
agarrón lo arrancó de la esquina y lo echó rodando por el suelo.
Fue a chocar contra una silla, y luego, al
igual de un cable de acero, o como un resorte más bien, saltó hacia el arma.
Enoch dio dos grandes zancadas y lo agarró por
el cuello, levantándole y zarandeándole tan salvajemente, que la recuperada
arma voló de su mano y la bolsa que traía en una correa a través del hombro,
repercutió en sus velludos ijares como un martillo pilón.
El hedor era denso, tan denso que hasta parecía
casi vérsele, y Enoch se sintió sofocado por el al zarandear a aquella
criatura. Y de pronto fue peor, mucho peor, como un fuego en la garganta y un
martillo asestado en la cabeza. Era como un golpe físico asestado en el vientre
y expandido al pecho. Enoch soltó su presa y se tambaleó hacia atrás>
encorvado y basqueando. Alzó sus manos a la cara e intentó ahuyentar el apestor,
despejar sus fosas nasales y boca, borrarlo de sus ojos.
A través de una especie de bruma vio levantarse
a la horrorosa criatura> la cual, apoderándose de su arma, corrió rápida a
la puerta. Enoch no oyó la frase que dijo, pero la puerta se abrió, y el ratuno
ser salió de un brinco. Y la puerta volvió a cerrarse de golpe.
XXXII
Enoch atravesó tambaleante la habitación y se
apoyó en el escritorio. El hedor iba disminuyendo y su cabeza se despejaba.
Apenas podía creer lo que había sucedido, pues en efecto resultaba increíble
que una cosa así pudiese haber ocurrido. Aquella criatura había viajado sobre
el materializador oficial, y nadie, salvó un miembro de la Central Galáctica,
podía hacerlo por aquella ruta. Y tampoco miembro ninguno de la Central Galáctica,
estaba convencido, habría actuado como lo había hecho aquel ser ratuno.
Además, éste había sabido la frase que hacía funcionar la puerta. Y nadie,
sino él mismo y la Central Galáctica debía conocerla.
Tendió la mano, cogió el fusil y lo empuñó firmemente.
Todo estaba bien, pensó. Nada había sido dañado. Pero había un extraño sobre
Tierra, y eso era algo que no podía ser permitido. La Tierra estaba impedida a
los extranjeros. Como planeta que no había sido reconocido por la
confraternidad galáctica, era territorio fuera de sus límites.
Permaneció con el fusil en mano, sabiendo lo
que había de hacer... echar atrás a aquel extranjero, expulsarlo de la Tierra.
Lo manifestó en voz - alta y se abalanzó a la
puerta, saliendo fuera y dando la vuelta a la esquina de la casa.
El extranjero corría a través del campo y casi
había alcanzado el linde del bosque.
Enoch corrió en su persecución, pero a medio
camino el ser ratuno se sumió en el bosque y desapareció.
El bosque estaba comenzando a ser invadido por
la oscuridad. Los oblicuos rayos del sol poniente iluminaban el dosel superior
del follaje, mas en su suelo hablan empezado a condensarse las sombras.
Al meterse en la linde del bosque, tuvo un
vislumbre de la criatura, que bajando una pequeña barranca, se metía en el
declive opuesto, corriendo a través de los helechos que le llegaban casi a la
mitad del cuerpo.
Si se mantenía en aquella dirección, se dijo
Enoch, se saldría con la suya, pues el declive opuesto de la barranca acababa
en un grupo de rocas que estaba sobre un punto saliente rematado por un
farallón, con cada lado entrante, de manera que la punta y su masa de cantos
rodados se encontraba aislada, colgada sobre d espacio. Sería harto arduo el
sacar al extranjero de las rocas si se refugiaba allí, pero cuando menos podría
ser sitiado y no lograría salir. Sin embargo, pensó Enoch. Él no podía perder
tiempo alguno, pues el sol se estaba poniendo y pronto estaría oscuro.
Enoch anguló ligeramente hacia el oeste, para
contornear la cabeza del pequeño barranco, no perdiendo de vista al
extranjero en huida, el cual seguía sobre el declive, y Enoch, observando esto,
aumentó su velocidad. Por el momento, tenía atrapado al extranjero. En su
huida, habla pasado el punto sin retorno. Ya no podía dar una vuelta y
retirarse de allí. Pronto alcanzaría el borde del farallón, y allí no podría
hacer otra cosa sino cobijarse en el grupo de cantos rodados.
Corriendo con todas sus fuerzas, Enoch atravesé
la zona cubierta de helechos y salió al declive más pronunciado, a cosa de unos
treinta metros debajo del grupo de cantos rodados. Allí no era tan espesa la
cobertura. Habla escasa maleza y árboles desperdigados. La blanda arcilla del
piso del bosque daba paso a piedra triturada, que en el curso de los años habla
sido arrancada de los cantos rodados por el cierzo invernal, cayendo declive
abajo. Allá estaban ahora las piedras cubiertas de espeso musgo, haciendo
traicionero el andar.
Mientras corría, Enoch escudriñé con una ojeada
los cantos rodados, pero no había en ellos muestra alguna del extranjero. De
pronto, y por el rabillo del ojo vio movimiento, y se abalanzó tras unas matas
de avellanos, viendo a través de ellas al extranjero recortado contra el firmamento,
con su cabeza moviéndose atrás y adelante para pasar rápidamente por el declive
inferior, y el arma semialzada y dispuesta para ser usada al instante.
Enoch quedóse helado, con su mano tendida
asiendo el rifle. Sintió un trallazo de dolor en los nudillos, viendo que los
había desollado en la roca al dar una zambullida para ocultarse.
El extranjero desapareció de la vista tras los
cantos rodados y Enoch puso lentamente el fusil en donde pudiera manipularlo,
caso de que se le presentara ocasión de disparar.
¿Se atrevería sin embargo a disparar?, se
preguntó. ¿Se atrevería a matar a un extranjero?
Este podía haberle matado a él, allá en la
estación, cuando había quedado mareado por el espantoso hedor. Pero no lo había
hecho; en vez de ello, había huido. ¿Fue debido acaso, volvió a preguntarse, a
que la criatura aquella se había atemorizado tanto, que todo cuanto se le ocurrió
pensar fue huir? ¿O tal vez, había sido tan renuente en matar a un guardián de
la estación, como él lo era en matar a un extranjero?
Escudriñé las rocas sobre él; no había ningún
movimiento, ni nada se veía. Debía subir aquel declive, y prestamente, se
dijo, pues el tiempo obraría en favor del extranjero. La oscuridad no debía
tardar ya más de treinta minutos, y antes de que se tendiese, había de zanjar
la cuestión. Si el extranjero escapaba, había poca probabilidad de
encontrarlo.
¿Y por qué -
preguntóse otra vez, apartándose a un lado - preocuparse con
complicaciones ajenas? ¿Pues no estaba dispuesto a informar a la Tierra que
habla pueblos extranjeros en la galaxia, y entregar, sin autorización, tanto
del saber y la ciencia de aquellos extranjeros, como estuviera en su poder?
¿Por qué haber detenido a aquel extranjero el destrozo de la estación,
asegurando su aislamiento por muchos años... pues eso habría sucedido, si con
ello hubiera quedado él libre para hacer cuanto quisiera con todo cuanto había
dentro de la estación? Habría sido en su beneficio el permitir que los sucesos
siguieran su curso.
- Mas no lo podía - clamó Enoch en su interior,
como respondiendo a alguien, o a si mismo -. ¿Es que no ves que no lo podía?
¿Es que no lo comprendes?
Un crujido en las matas a su izquierda, le hizo
volverse, con el fusil presto.
Y de pronto apareció Lucy Fisher, a no más de
seis metros.
-¡Vete de ahí! - gritó a la muchacha, olvidando
que ella no podía oírle.
En efecto, ella no pareció entender. Se movió a
la izquierda, y con rápido ademán de la mano, apuntó hacia los cantos rodados.
-¡Vete! - gritó él de nuevo, con toda la fuerza
de sus pulmones -. ¡Vete de ahí! - haciendo al mismo tiempo expresivos
movimientos con sus manos, para indicarle que debía marcharse, que aquél no era
un lugar para ella.
La muchacha meneó su cabeza y se aparté
corriendo agachada, moviéndose más a la izquierda y declive arriba.
Enoch se puso en pie, abalanzándose tras ella,
y al hacerlo, el aire tras él produjo un sonido como de frito, y hubo como la
aguda mordedura del ozono.
Instintivamente, golpeó el suelo, y allá abajo
del declive vio medio metro cuadrado de terreno que hervía y humeaba, con su
capa barrida por un tremendo calor, y tornados el propio suelo y la roca en
masa borboteante.
Un láser, pensó Enoch. El arma del extranjero
era un láser, conteniendo un terrorífico golpe en un exiguo haz luminoso.
Se contrajo y dio una breve carrera ladera
arriba, arrojándose postrado tras un grupo de ensortijados abedules. El aire
volvía a hacer el sonido de fritura, y nuevamente hubo ráfagas de calor y el
ozono. Sobre el declive opuesto, echaba vapor un trozo de terreno. Flotaba
ceniza, que cayó en los brazos de Enoch. Lanzó una rápida ojeada arriba, y vio
que las copas de los abedules habían desaparecido, reducidas a ceniza por el
láser. Tenues volutas de humo se elevaban perezosamente de los cercenados
troncos.
Hiciérase lo que se pudiera, o dejara de
hacerse, allá en la estación, el extranjero suponía faena. Sabía que estaba
acorralado y empleaba artimañas.
Enoch se pegó contra el suelo y se inquieté por
Lucy. Esperaba que estuviese a salvo. La muy boba debiera haberse quedado al
margen. Este no era un lugar para ella. Ni lo había sido nunca en el bosque a
aquella hora del día. Tendría de nuevo al viejo Hank buscándola, pensando que
la habían raptado. Se preguntó qué diablos se le había metido en el cuerpo.
La oscuridad iba aumentando. Sólo las distantes
copas de los árboles recogían los últimos rayos del sol. Rampando por el
barranco provenía una frialdad del valle de abajo, y del suelo brotaba un olor
húmedo y fresco. De algún escondido agujero clamaba tristemente algún chotacabras.
Enoch salió de tras el grupo de abedules,
precipitándose declive arriba. Llegó al tronco caído que había elegido como
barricada, y se aposté tras él. No había señal alguna del extranjero, ni
ningún otro disparo del láser.
Enoch estudió el terreno ante él. Dos carreras
más, una a aquella pequeña pila de roca, y la siguiente al borde de la propia
zona de los cantos rodados, y se hallarla sobre el extranjero escondido. Mas,
¿qué haría una vez que estuviese allí?, se preguntó.
Pues sacar al extranjero de su madriguera,
arrancarlo de su escondite y derrotarlo, desde luego.
No había planes que pudieran hacerse, ni
tácticas que pudieran establecerse de antemano. Una vez que llegase al borde de
los cantos rodados, debía hacerlo todo sobre la marcha, de oído, valiéndose de
cualquier hueco que se presentara. Iba en su desventaja el que no debía matar
al extranjero, sino capturarlo y llevarlo a rastras si fuese preciso,
forcejeando y chillando, al resguardo de la estación.
Tal vez aquí, al aire libre, no podría emplear
su hedionda defensa, como lo había hecho en el confinamiento de la estación,
por lo que la cosa podría ser más fácil. Examinó el grupo de cantos rodados de
un extremo al otro, no observando nada que pudiese ayudar a localizar al extranjero.
Comenzó lentamente a serpear en derredor,
dispuesto a la próxima carrera declive arriba, moviéndose cuidadosamente, de
manera que ningún ruido pudiera traicionarle.
Por el rabillo del ojo percibió una sombra
moviéndose por el declive. Apresté al punto el rifle. Pero antes de que pudiera
encañonarlo, la sombra estaba sobre él, poniéndole de espaldas en el suelo,
mientras una manaza le tapaba la boca.
-¡Ulises! - farfulló Enoch, pero la temible
figura le siseó previniéndole.
Lentamente se desprendió el peso que le
oprimía, y la mano se apartó de su boca.
Ulises hizo un gesto en dirección a la masa de
cantos rodados, y Enoch asintió.
Ulises se aproximé más e inclinó su cabeza a la
de Enoch, cuchicheándole al oído:
-¡El Talismán! ¡Sí tiene el Talismán!
-¡El Talismán! - repitió Enoch en voz alta,
intentando ahogar su grito cuando ya lo había proferido, al recordar que no
debía hacer ruido alguno para no ser descubiertos por quien estaba
vigilándoles.
Del espolón superior se desprendió una roca,
que rodó dando tumbos por el declive. Enoch se pegó más al suelo, tras el
tronco derribado.
-¡Abajo! - gritó a Ulises -. ¡Abajo! ¡Tiene un
arma!
Pero la mano de Ulises le asió por el hombro.
-¡Enoch! – gritó -. ¡Mira, Enoch!
Enoch se irguió, viendo sobre el grupo de
rocas, recortándose en el firmamento, dos figuras asiéndose.
-¡Lucy! - vociferó.
Pues una era Lucy', la otra el extranjero.
Ella había subido a hurtadillas hasta donde él
estaba. ¡Maldita pequeña estúpida, había llegado solapadamente hasta arriba! Y
mientras el extranjero había estado distraído vigilando el declive, se le
había acercado y luego asido. Ella tenía un garrote o algo parecido en su mano,
alguna vieja rama acaso, y la alzaba sobre su cabeza, presta a asestar un
golpe, pero no podía hacerlo, pues el extranjero le tenía asido el brazo.
-¡Dispara! - dijo Ulises, con voz apagada y sin
tono.
Enoch alzó el rifle, teniendo dificultad con la
mira, debido a la oscuridad creciente. ¡Y estaban tan juntos! ¡Demasiado
juntos!
-¡Dispara! - aulló ahora Ulises.
--No puedo - suspiró Enoch -. Está demasiado
oscuro para hacerlo.
-¡Tienes que disparar! – conminó Ulises con voz
tensa y dura -. ¡Tienes que correr el albur!
Enoch volvió a levantar el fusil, pareciéndole
que la mira estaba más clara, percatándose que su indecisión no estaba tanto en
la oscuridad, como en aquel disparo que había fallado en el mundo aquel de los
bocinazos graznantes y del estrafalario ser zancudo que en él había irrumpido.
Si entonces había fallado, también podía marrar ahora.
- La mira precisó la cabeza de la criatura
ratuna, pero de pronto el blanco que presentaba comenzó a moverse.
-¡Dispara! - volvió a aullar Ulises.
Enoch apreté el gatillo, soné un estampido, y
arriba sobre las rocas, la extraña criatura quedóse durante un segundo con sólo
media cabeza y con jirones de carne semejantes a oscuros insectos retorciéndose
contra el crepúsculo del firmamento de poniente.
Enoch solté el arma y se tendió sobre el suelo,
clavando sus dedos en la musgosa feble tierra, mareado por el pensamiento de lo
que podía haber ocurrido, desmadejado de agradecimiento por lo que no ocurrió,
porque los años de aquel fantástico campo de tiro en que se había ejercitado
en su pasatiempo, hubieran por fin dado un eficaz resultado.
¡Cuán singular es – pensó - cómo tantas cosas
sin sentido forman nuestro destino! Pues el campo de tiro había sido una cosa
sin sentido, tanto como una mesa de billar o un juego de naipes... destinado
tan sélo a entretener al guardián de la estación. Y, sin embargo, los días que
allí había pasado, se habían configurado hacia esta hora final, hasta plasmar
en este simple instante en este confinado declive.
Su mareo se diluyó en el suelo bajo él, y le
sucedió una paz... la paz del terreno de árboles y bosques, y de la primera
calma y quietud de la caída de la noche. Como si el firmamento y las estrellas
y el mismo espacio se hubiesen inclinado junto a él y le estuvieran
cuchicheando su esencial y única singularidad. Y por un instante le pareció
que había asido el borde de alguna gran verdad, y que con esta verdad había llegado
a un consuelo y a una grandeza que jamás antes conociera.
- Enoch - murmuró Ulises -. Enoch, hermano mío.
Había algo como un sollozo oculto en la voz del
extranjero, y nunca, hasta este momento, había llamado hermano al terrestre.
Enoch se puso de rodillas, y arriba sobre la
pila de volcados cantos rodados apareció una maravillosa luz, una suave y dulce
luminosidad, como si un gigantesco gusano de luz hubiese encendido su lámpara.
El fulgor se estaba moviendo hacia ellos
bajando a través de las rocas, y pudo ver a Lucy moviéndose con él, como si
llevara una linterna en la mano.
La mano de Ulises se tendió en la oscuridad y
asió con fuerza el brazo de Enoch.
-¿Ves? - dijo.
- Sí, lo veo. ¿Qué es...?
- Es el Talismán - respondió Ulises, anonadado,
ahogándosele la respiración en la garganta -. Y ella es nuestro nuevo custodio.
El único que hemos buscado a través de los años.
XXXIII
Fue llenada y cubierta la tumba, y los cinco
circunstantes permanecieron ante ella unos momentos más, escuchando al inquieto
viento que se agitaba en el manzanal bañado por la luna, mientras que a lo
lejos, en las oquedades sobre el valle ribereño, los chotacabras seguían su
chachareo a través de la argentada noche.
Enoch intentó leer, a la luz de la luna, las
líneas grabadas sobre la tosca lápida, pero no había bastante luminosidad. Sin
embargo, no había necesidad de leerlo, pues lo tenía bien presente en su mente:
Aquí yace
uno de una distante
estrella, pero este suelo no le es ajeno, pues en la muerte pertenece al
Universo.
Cuando escribiste eso, le había dicho la noche
pasada el diplomático hazer, lo hiciste corno uno de nosotros. Y él no lo había
dicho así, pero el vegano había estado equivocado. Pues ello no era un
sentimiento vegano sólo, sino que era humano también.
Las palabras estaban grabadas desmañadamente y
había un error o dos en su ortografía, pues el idioma hazer no era fácil de
dominar. La piedra era más blanda que el mármol o el granito empleados
generalmente en las lápidas funerarias, y la inscripción no subsistiría. En
pocos años, la acción del sol, la lluvia y las heladas, empañaría los
caracteres, y pocos años después de que se hubiesen borrado enteramente, no
quedaba más que la aspereza de la piedra para mostrar que habían estado
escritas algunas palabras en ella. Pero no importaba, pensó Enoch, pues las
palabras estaban grabadas en algo más que en la misma piedra.
Miró a través de la tumba a Lucy. El Talismán
estaba de nuevo en su bolso, y su resplandor era más suave. Lo mantenía aún
fuertemente sujeto contra ella, y su rostro estaba todavía exaltado y
ausente... como si no viviera ya en el mundo presente, sino entrado en otro
lugar, en otra dimensión lejana, donde moraba sola y olvidada de todo el
pasado.
-¿Crees tú - preguntó Ulises - que ella querrá
ir con nosotros? ¿Crees que podremos convencerla? ¿Querrá la Tierra...?
- La Tierra - respondió Enoch - no tiene nada
que decir. Nosotros los terrestres somos agentes libres. Es a ella a quien toca
decidir.
-¿Crees que querrá ir? - volvió a preguntar
Ulises.
- Me parece así - respondió Enoch -. Pienso que
acaso éste ha sido el momento que ha buscado en toda su vida. Me pregunto si no
lo habrá sentido, aún sin el Talismán.
Pues ella había estado siempre en contacto con
algo fuera del alcance humano. Tenía algo en ella, que no poseía ningún otro
ser humano. Uno lo percibía, más no podía expresarlo, pues no había nombre
alguno para ello. Y ella había andado a tientas, intentando emplearlo, no
sabiendo cómo hacerlo, extirpando con ensalmos las verrugas y curando pobres
mariposas heridas, y realizando Dios sabe qué otros actos que permanecían
ocultos.
-¿Y su padre? - dijo Ulises -. ¿Aquel individuo
ululante que corrió escapando de nosotros?
- Yo trataré
con él - dijo Lewis -. Tendré una conversación. Lo conozco muy bien.
-¿Quieres llevarla contigo a la Central
Galáctica? - preguntó Enoch.
- Si ella lo desea - respondió Ulises - debe
comunicarse en seguida a la Central.
-¿Y desde aquí por toda la Galaxia?
- Sí - respondió Ulises -. La necesitamos con
urgencia.
- Me pregunto si la podríamos prestar por uno o
dos días.
-¿Prestarla?
- Sí - dijo Enoch -. Pues también nosotros la
necesitamos. Con el mayor apremio que cabe.
- Desde luego - dijo Ulises -. Pero yo no...
- Lewis - dijo Enoch -, ¿crees tú que nuestro
Gobierno - el secretario de Estado quizá - podría ser persuadido a la
designación de una Lucy Fisher como miembro de nuestra delegación de
conferencia de paz?
Lewis tartamudeó algo, se detuvo, y luego
comenzó de nuevo:
- Creo que posiblemente podría ser arreglado
eso.
-¿Puedes imaginarte - preguntó Enoch - el
impacto de esta muchacha y el Talismán en la mesa de conferencias?
- Creo que sí - dijo Lewis -. Pero
indudablemente, el secretario desearía hablar contigo antes de adoptar su
decisión.
Enoch se volvió a medias hacia Ulises, pero no
necesitó expresar su pregunta.
- Házmelo saber de todos modos - dijo Ulises a
Lewis - y tomaré parte en la entrevista. Y puedes decir también al buen
secretario, que no sería una mala idea comenzar la formación de una comisión mundial.
-¿Una comisión mundial?
- Para disponer uno de nosotros para
conveniencia de la Tierra. No podemos aceptar un custodio de otro planeta
exterior, ¿no es así? - dijo Ulises.
XXXIV
A la luz de la luna brillaba pálidamente el
bloque de cantos rodados, como el esqueleto de alguna bestia prehistórica.
Pues allí, cerca del borde de la escarpa que atalayaba el río, clareaban los
corpulentos árboles y la punta rocosa se abría al firmamento.
Enoch, junto a uno de los macizos cantos
rodados, lanzó una ojeada abajo, a la acurrucada figura que yacía entre las
rocas. ¡Pobre y andrajoso perillán – pensó -, muerto tan lejos de su hogar, y
en cuanto a él mismo concernía, para el logro de tan pequeño fin!
Aunque acaso ni pobre ni andrajoso, pues en
aquel cerebro, ahora destrozado hasta resultar irreconocible, debió haber
habido a buen seguro un plan de grandeza... la clase de plan que los cerebros
de un terrestre Alejandro, o Jerjes, o Napoleón, debieron haber albergado, un
sueño de algún gran poder, cínicamente concebido, para ser obtenido y mantenido
a cualquier precio, siendo tan grandiosas sus dimensiones, que apartaban a un
lado y desdeñaban todas las consideraciones morales.
Intentó momentáneamente imaginarse cuál pudiera
ser el plan, pero sabía, al poner a prueba su imaginación, cuán necio sería el
intentarlo, pues existirían factores, estaba seguro, que no sabría reconocer, y
consideraciones que pudieran hallarse más allá de su entendimiento.
Pero fuese como fuese, algo había fallado, pues
en el propio plan, la Tierra no había tenido otro papel que el de un escondite
que podía utilizarse en caso de trastorno. Aquella criatura que allí yacía,
pues, era una parte de la desesperación, un último cartucho fallado.
Y, pensó Enoch, era irónico que la clave del
fracaso estuviera en el hecho de que la criatura, en su huida, hubiese llevado
el Talismán al patio de una sensitiva, y en un planeta también, en el que nadie
habría pensado en buscar una sensitiva. Pues, volviendo a pensar en ello, cabía
poca duda de que Lucy había sentido el Talismán y había sido atraída a él lo
mismo que un imán atraería a un trozo de acero. Ella no había sabido nada más,
acaso, sino que el Talismán había estado allí, y que era algo que debía poseer,
que era algo que ella había esperado en toda su soledad, sin saber lo que era,
ni mantener una esperanza de encontrarlo. Como un chiquillo que ve, de repente,
una reluciente fruslería en un árbol navideño, y le parece la cosa más grande
de la Tierra, y que debe ser suya.
Aquella criatura allí tendida, pensó Enoch,
debió haber sido capaz y llena de recursos. Pues ambas condiciones debieron
haberse requerido para robar el Talismán y huir con él, para mantenerlo oculto
durante años, para haber penetrado en los secretos y archivos de la Central
Galáctica. ¿Habría sido ello posible, se preguntó, de haber estado el
Talismán en funcionamiento efectivo? ¿Habrían sido posibles con un Talismán
energético la laxitud moral y el impulso cupido suficientes para motivar la
hazaña?
Mas ya todo había acabado. El Talismán había
sido recuperado, y hallándose un nuevo custodio... tina muchacha sordomuda de
la Tierra, el más humilde de los seres humanos. Y así habría paz en la Tierra,
y con el tiempo, la Tierra se uniría a la confraternidad de la Galaxia.
No había problemas ya, pensó. No habían de
tomarse decisiones de ninguna clase. Lucy las había tomado todas de las manos
de todos.
La estación subsistiría, y por su parte podía
desempacar las cajas, y volver a poner los diarios en sus estantes.
Y podía volver de nuevo a la estación, e
instalarse en ella, y proseguir su trabajo.
- Lo
siento - dijo a la forma acurrucada que yacía entre
los cantos rodados -. Lamento que haya
sido mía la mano que tuvo que hacerte eso.
Dio la vuelta y se
encaminó a donde el risco descendía a pico al río que fluía a sus pies. Alzó el
fusil y lo mantuvo inmóvil por un momento; de pronto, lo arrojó, y contempló su
caída, girando como una peonza, rielando la
luna en su cañón; y vio su chapoteo al chocar con el agua. Y oyó de más lejos
el presumido y satisfecho gorgoteo del agua al paso ante el risco,
dirigiéndose a los más distantes extremos de la Tierra.
Habría paz en la Tierra, pensó; no habría
guerra. Con Lucy en la mesa de conferencias, no podía haber pensamiento alguno
de guerra. Aunque alguien corriese aullando de miedo de sí mismo, un miedo de
culpabilidad tan grande que superase la
gloria y el consuelo del Talismán, aun en ese caso no habría guerra.
Pero había aún mucho camino por recorrer, era
una senda muy larga y solitaria, antes de que el fulgor de la paz auténtica se
implantase viviente en los corazones humanos.
Mientras nadie corriese aullando, apresado de
salvaje miedo (o de cualquier clase de miedo), habría paz real. Hasta que el
último de los hombres no arrojase su arma
(cualquier clase de arma), la tribu humana no podría estar en paz. Y un
fusil, se dijo Enoch, era la menor de las armas de la Tierra, lo más
insignificante de la inhumanidad del hombre para el hombre, no más que un
símbolo de todas las otras armas más mortíferas.
Permaneció al borde del risco, mirando a través
del río y del umbroso valle. Sentía las manos singularmente vacías sin el
rifle, mas le parecía que en alguna parte de camino había pasado a otro campo,
a otro terreno del tiempo, como si una época o día hubiesen desaparecido y
hubiese él llegado a un paraje reluciente e impoluto, no maculado por pasados
errores.
El río rodaba ondulante a sus pies, indiferente
a todo.
Nada le importaba. Acogía al colmillo del
mastodonte, al cráneo del maquerodo, al esqueleto de un hombre, al árbol
muerto, a la roca y al fusil, y todo lo engullía y lo cubría de limo o arena y
seguía su curso gorgoteante sobre todo ello, ocultándolos a la vista.
Hace un millón de años, no había habido un río
allí, y en otro millón de años podría no haberlo tampoco... pero dentro de ese
millón de años habría, si no el Hombre, cuando menos algo de interés. Y ése era
el secreto del Universo, se dijo Enoch, algo que proseguía fluyendo.
Se volvió lentamente del borde del risco y
gateó a través de los cantos
rodados, para subir luego la loma. Oyó el tenue remolineo de la vida pequeña en
las hojas caídas, y en una ocasión el soñoliento fisgar de un pájaro despertado.
Y en todo el bosque se hallaba tendida la paz y el consuelo de aquella refulgente
luz... no tan intensa, no tan profunda y brillante y tan maravillosa como
cuando estuviera realmente presente allí, pero aún quedaba un soplo, un hálito
de ella.
Llegó al linde del bosque, subió la ladera, y
tuvo enfrente suyo a la cuadrada estación sobre la cima. Y le pareció que ya no
era tan sólo una estación, sino también su hogar. Hacía muchos años, había
sido su hogar y nada más, convirtiéndose luego en una estación de tránsito a
la Galaxia. Pero ahora, aun cuando seguía siendo estación, volvía a ser bogar
de nuevo.
Entró en la estación; el interior estaba
tranquilo y un tanto fantasmal en su quietud. Una lámpara ardía sobre su
escritorio, y sobre la mesa flameaba la pequeña pirámide de esferas,
despidiendo sus abigarradas luces, al igual que las bolas de cristal que se
empleaban en los estrepitosos años veinte, para convertir una sala de baile en
un lugar mágico. Los titilantes colores revoloteaban por toda la habitación,
como el baile cabrilleante de una cómica banda de luciérnagas en tecnicolor.
Por un momento permaneció indeciso, no sabiendo
qué hacer. Habla algo que faltaba, y de pronto se dio cuenta de lo que era.
Durante todos aquellos años habla habido un fusil en su colgadero o sobre la
mesa. Y ahora, no lo había. Tendría que asentarse - se dijo - y volver al
trabajo.
Había de desempacar las cajas. Poner en su
sitio los diarios, y seguir con su redacción. Habla, en fin, muchas cosas que
hacer.
Ulises y Lucy se habían marchado hacia una hora
o dos, con destino a la Central Galáctica, pero aún parecía palparse en la habitación la sensación
del Talismán. Aunque, acaso -pensó- no era en absoluto en la habitación, sino
en su mismo interior. Quizá era una impresión que le acompañaría a cualquier
parte que fuese.
Atravesó lentamente la estancia y se sentó en
el sofá.
Frente a él, la pirámide de esferas estaba
derramando su lluvia de colores. Tendió una mano para cogerla, pero la retiró
seguidamente. ¿A qué examinarla de nuevo?, se preguntó. Si no había descubierto
su secreto las muchas veces anteriores, ¿por qué cabía esperar el descubrirlo
ahora?
Un lindo objeto, pensó, pero inútil.
Se preguntó cómo le iría a Lucy, y se dijo que
todo marchaba bien. Lo sabia. Ella saldría adelante en cualquier parte adonde
fuese.
En vez de quedarse sentado, él debería volver
al trabajo. Había en efecto mucho que hacer. Y en adelante no dispondría de sí
mismo, pues la Tierra estaría llamando a la puerta. Habrían conferencias y
reuniones> y una serie de otras cosas, y en pocos días más, llegarían de
nuevo los periódicos. Pero antes de que sucediera, Ulises volvería para
ayudarle, y quizá habría otros también.
En un momento podría tomar algún bocado y ponerse
luego a la tarea. Si trabajaba hasta muy entrada la noche, podría dejar mucho
hecho.
Las noches solitarias - se dijo - eran buenas
para el trabajo. Y aquélla era solitaria, no debiendo serlo. Pues él ya no
estaba solo, como lo había pensado aún pocas horas antes. Ahora tenía a la
Tierra y a la Galaxia, a Lucy y a Ulises, a Winslowe y a Lewis, y al viejo filósofo
afuera en el manzanal.
Se levantó y cogió la estatuilla cine Winslowe
habla tallado representándole. La sostuvo bajo la lámpara del escritorio,
dándole vueltas lentamente en sus manos. Ahora veía que había una soledad en
aquella figura... el esencial aislamiento de un hombre que caminaba solo.
Pero él había tenido que caminar solo. No había
habido otro medio. Ninguna otra elección. Había sido la tarea de un hombre
solo. Y ahora la tarea estaba..., no hecha, pues aún quedaba mucho por hacer,
pero la primera fase de ello estaba va realizada, y comenzando la segunda.
Volvió a dejar la estatuilla sobre la mesa y
recordó que no había dado a Winslowe la pieza de madera que el viajero thubano
había traído consigo. Ahora podía decir a \\~inslowe de dónde había provenido
toda la madera. Podían revisar los diarios y hallar las fechas y el origen de
cada trozo. Eso agradaría al viejo Winslowe.
Percibió un crujido de seda y giró rápido en
redondo.
- ¡Mary! - exclamó.
Ella estaba justamente en el borde de la
sombra, y los cabrilleantes colores de la destellante pirámide le hacían
parecer como alguien que hubiese surgido del país de las hadas. Y era verdad,
e1 estaba pensando extraviadamente, pues su perdido país de las hadas había
vuelto.
- Tuve que venir - dijo ella -. Estabas muy
solitario, Enoch, y no podía permanecer ausente.
Ella no podía permanecer ausente, y eso pudiera
ser verdad, pensó ~i. Pues bajo la condición que él había impuesto, podía
haber habido el insoslavable impulso de ir adonde era necesaria.
Era una artimaña, pensó, una trampa a la que no
podía escapar. Allí no había ninguna libre voluntad, sino la mortal precisión
del ciego mecanismo que él mismo habla modelado.
Ella no debía venir a verle, y quizá lo sabía
tan bien como él, pero no pudo impedir cl hacerlo. ¿Seguiría siendo así por
siempre?, se preguntó él.
Permaneció helado, lacerado por la necesidad de
ella y por el vacío de su irrealidad, al ver que ella estaba moviéndose hacia
él.
Estaba ya próxima, y en un instante se
detendría, pues - conocía las reglas tan bien como él; ella, no más que él,
podía admitir la ilusión.
Mas no se detuvo. Se le aproximó tanto, que él
pudo aspirar su fragancia de flor de manzano. Extendió ella una mano y la posó
sobre la suya.
No era un toque de sombra, ni la sombra de una
mano. Pues sintió la presión de sus dedos y su frescura.
Permaneció rígido, con la mano de ella posada
sobre su brazo.
¡La luz destellante! - penso -. La pirámide de
esferas!
Pues ahora recordaba quien se la había dado...
un ser de una de aquellas razas errantes del sistema Alfa. Y había sido por la
literatura de aquel sistema que había aprendido el arte del país de las hadas.
Habían intentado ayudarle dándole la pirámide, y él no había comprendido. Había
habido un tallo de comunicación... pero era - cosa fácil de suceder. En la
Babel de la Galaxia, era fácil entender mal, o simplemente el no saber.
Pues la pirámide de esteras era un mecanismo
maravilloso, y sin embargo simple. Era el agente fijador que proscribía toda
ilusión, que hacía un país de hadas de lo real. Uno hacía algo como lo deseaba
y luego giraba la pirámide, y se obtenía lo hecho, tan real como si no hubiese
sido nunca ilusión.
Excepto – pensó -, en algunas cosas en las que uno no podía
engañarse. Se sabia que eran ilusión, aun cuando se tornasen reales.
Tendió en un tanteo su mano hacia ella, pero la
mano de ella se apartó de su brazo al dar Mary un paso hacia atrás.
En el silencio de la habitación el terrible,
solitario - quedaron como ratoncillos juguetones mientras la pirámide de
esferas hacía girar su incesante arco iris.
- Lo siento - dijo Mary - pero eso no sirve de
nada. No podemos engañarnos a nosotros mismos.
EI se quedó mudo y avergonzado.
- Estaba en espera de ello - dijo Mary -. Pensé
y soñé en ello.
- Y yo también - manifestó Enoch -. Jamás pensé
que pudiera suceder.
Y así era, desde luego. Mientras no pudo haber
sucedido, era una cosa para soñarla. Era romántica y distante e imposible. Y
acaso había sido una cosa tan romántica, porque se había hallado tan distante e
imposible.
- Como si una muñeca cobrase vida - dijo ella
-. O un osito de trapo. Lo siento Enoch, pero no se puede querer a una muñeca o
a un osito de trapo que cobrasen vida. Siempre se les recordaría como fueron
antes. La muñeca, con su sonrisa bobalicona y pintada; y el osito de trapo,
saliéndole el relleno.
-¡No! - clamó Enoch -. ¡No!
- Pobre Enoch - dijo ella -. Será muy triste
para ti. Quisiera poder ayudar, remediarlo. ¡Habrás de vivir tanto tiempo con
ello!...
- Pero, ¿y tú? - repuso él -. ¿Y tú? ¿Qué es lo
que puedes hacer ahora?
Había sido ella -pensó- quien había tenido el
valor. El valor de tomar las cosas tal como eran.
¿Cómo puede haberlo sentido? - se preguntó -.
¿Cómo podía haberlo sabido?
- Debo marcharme - dijo ella -. No volveré. Aun
cuando me necesitaras, no volveré. No hay otra alternativa.
-¡Pero no puedes marcharte! - dijo él -. Estás
atrapada lo mismo que yo.
- No es raro
- dijo ella - cómo nos sucedió. Ambos fuimos víctimas de la ilusión.
- Pero tú... tú no - dijo él.
Ella asintió gravemente.
- Yo, lo mismo que tú. Tú no puedes amar a la
muñeca que hiciste, o yo al constructor del juguete. Pero cada uno de nosotros
pensó que sí; cada uno de nosotros pensó que debíamos, y somos culpables y
desdichados cuando hallamos que no lo podemos.
- Podemos probar - dijo Enoch -. ¡Si quisieras
tan sólo quedarte!
-¿Y acabar odiándote? Y aún peor, odiándome tú
a mí. Quedémonos con la culpa y la desdicha. Es mejor que el odio.
Se movió rápidamente tomó en su mano la
pirámide de esferas, y la alzó.
-¡No, eso no! - gritó el - ¡No, Mary...!
Flameó la pirámide, girando en el aire, y se
aplastó contra la chimenea. Las destellantes luces se apagaron. Algo...
¿cristal, metal, piedra?, tintineó en el suelo.
-¡Mary! - clamó Enoch, abalanzándose hacia
delante en la oscuridad.
Mas nadie estaba allí.
-¡Mary! - gritó, con grito que era un sollozo.
Ella se había ido, y no volvería.
Aun cuando él la necesitara, ella ya no
volvería.
Permaneció inmóvil en la oscuridad y el
silencio, y le pareció como si la voz de un siglo le hablara un quedo lenguaje.
Todas las cosas son arduas - le decía -. Nada
es fácil. Había habido la muchacha de la granja que vivía abajo en el camino, y
la belleza del sur que le había observado atravesando su puerta, y ahora era
Mary, ida para siempre de su lado.
Se volvió pesadamente, a tientas en busca de la
mesa. La halló y encendió la luz.
Permaneció al lado de la mesa y miró en torno a
la habitación. En aquel rincón en que se encontraba, hubo una vez una cocina, y
allá donde se encontraba la chimenea, un cuarto de estar, y todo había
cambiado... hacía tiempo que había sido cambiado. Pero él podía verlo como si
se tratase sólo de ayer.
Y los días se habían ido, y las personas
envueltas en ellos.
Sólo él había quedado.
Él había perdido su mundo. Había abandonado su
mundo tras sí.
Y, del mismo modo, en este día, todos los
demás... todos los humanos que estaban con vida en este momento.
Podían no saberlo aún, pero ellos también
habían dejado su mundo tras Sí. Nunca Volvería a ser el mismo.
Se da el adiós a tantas cosas, a tantos amores,
a tantos sueños...
- Adiós, Mary – dijo -. Perdóname, y que Dios
te guarde.
Sentóse ante la mesa y tomó el diario que
estaba frente a él, abriéndolo en busca de las páginas que debía llenar.
Había trabajo que hacer.
Ahora estaba dispuesto a ello.
Había dado su último adiós.
FIN
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