SCIFI -- POUL ANDERSON -- A TRAVES DE LOS TIEMPOS
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A través de los tiempos
Poul Anderson
Aquella mañana llovía y una fina niebla estival ocultaba el relumbre del río y el pueblo asentado en la otra orilla. Bernard Harrison, mientras dejaba que el aire frío le azotase la cara, se preguntaba qué tiempo haría dentro de cincuenta, cien años. Y entonces llegó Leticia Aldin y él le dirigió una sonrisa y dijo:
—Ya falta menos, Lety.
Se dio cuenta de lo banal de su frase y añadió:
—¿Por qué tendremos esta sensación angustiosa? No vamos a ir muy lejos.
—Un centenar de años— contestó ella.
—No te preocupes. La teoría es infalible. No es mi primer paseo por el tiempo. Dos excursiones de veinte años, adelante y atrás, son prueba suficiente de que el impulsor funciona. Esta vez el viaje es algo más largo, pero no distinto.
—Sin embargo, las máquinas automáticas que se adentraron esos cien años no han vuelto...
—Supongo que algo les falló. Puede que a los tubos se les quedaran aún más vacías sus necias cabezas, o cosa parecida. Por eso John y yo tendremos que ir a ver lo que ha sucedido. Repararemos nuestras máquinas y compensaremos las acostumbradas jugarretas de los tubos de vacío.
—¿No bastaría con uno de los dos?— preguntó Leticia.
—John no es un físico y posiblemente no encontraría la avería. Además puede hacer cosas de las que yo soy incapaz, dada su habilidad mecánica. Nos complementamos.
En aquel momento la voz de John Farrel les gritó:
—¡Todo dispuesto, muchachos! Podemos ir a la época que queráis.
—¡Adelante!
Harrison se detuvo únicamente para dedicar a Leticia una adecuada despedida. Juntos entraron en la casa y llegaron al taller del sótano.
El impulsor estaba entre un rimero de aparatos bajo la blanca radiación de los tubos fluorescentes. Su exterior no era muy impresionante. Un simple cilindro mecánico de unos tres metros de altura y diez de longitud, con el aspecto no acabado de todos los artefactos experimentales. La cubierta exterior era sólo una protección para las baterías y el macizo impulsor dimensional que en él se alojaban. En el extremo delantero había una pequeña cabina para dos hombres.
John Farrell los recibió alegremente agitando la mano. Su maciza silueta ocultaba casi por completo la exigua figurilla de Jim Carey.
—Todo dispuesto para avanzar un siglo— exclamó— ¡Allá vamos, 2073!
Carey parpadeó tras sus gruesas gafas.
—Todas las pruebas dan positivo. Al menos, eso cree John. Yo no distingo un oscilógrafo de un klystron. Tenéis un amplio repuesto de piezas y herramientas. No debe haber dificultades.
—Yo no preveo ninguna— replicó Harrison -. Leticia está convencida de que vamos a ser devorados por monstruos de ojos saltones y colmillos corno alfanjes, cuando la verdad es que sólo vamos a reparar tus máquinas automáticas, en el caso de que consigamos encontrarlas, hacer unas cuantas observaciones astronómicas y volver.
—Alguien habrá en el futuro— dijo Leticia.
—Bueno, si nos invitan a un trago no vamos a negarnos— dijo Farrell encogiéndose de hombros -. Eso me recuerda lo adecuado de un brindis.
Harrison torció el gesto. No quería dar a Leticia la impresión de que el viaje iba a tener por destino las tinieblas. Ya estaba bastante preocupada.
—¿Para qué?— dijo -. Hemos vuelto a 1953 y visto la casa en pie. Hemos ido a 2003 y allí estaba también. Y las dos veces sin nadie. Estos viajes son demasiado aburridos para merecer un brindis.
—Disiento. Nada es demasiado aburrido para echar un trago— sentó Farrell.
Sacó un frasco del bolsillo del mono y poco después los vasos entrechocaron ceremoniosamente en el laboratorio,
—¡Buen viaje!
—Buen viaje— dijo Leticia, tratando de sonreír.
- Vamos, Bernard; cuanto antes salgamos antes regresaremos— dijo John Farrell.
Con gesto decidido Harrison dejó su vaso y se precipitó hacia la máquina.
—Adiós, Leticia, te veré dentro de un par de horas... después de unos cien años.
—Hasta luego, Bernard...— y convirtió el nombre en una caricia.
Harrison se acomodó en la cabina junto a Farrel. Era alto, de largos miembros y amplias espaldas, con rasgos enérgicos y pelo castaño. Sus grandes ojos grises tenían las arrugas que dan el largo mirar a pleno sol. Llevaba sus ropas de trabajo salpicadas de grasas y ácidos.
El compartimento era apenas suficiente para los dos y estaba atiborrado de instrumentos, aparte del rifle y la pistola. Cuando Harrison cerró la puerta y puso en marcha el impulsor, el poderoso zumbido llenó la cabina y pareció vibrar en sus huesos. Las agujas avanzaron por los cuadrantes, aproximándose a valores estables.
A través de la única ventanilla vio a Leticia agitar su mano. Le devolvió el adiós y luego, con brusco movimiento, tiró hacia abajo de la palanca principal. La máquina pareció temblar, se hizo borrosa y desapareció Leticia jadeaba cuando se volvió hacia Jim Carey.
A su alrededor era ya todo una informe masa gris y el tronar de los impulsores llenaba la máquina con su enorme canción. Harrison vigilaba los contadores e hizo retroceder unas pulgadas la palanca que controlaba la velocidad de avance en el tiempo. Un siglo adelante, menos el número de días transcurrido desde que enviaron el primer autómata, no fuese algún granuja del futuro a encontrarlo y llevárselo...
Bajó la palanca, y el ruido y la vibración se detuvieron, resonantes.
El sol entraba a raudales por la ventanilla.
—¿No está la casa?— preguntó Farrell.
—Un siglo es mucho tiempo— replicó Harrison— Vamos a echar un vistazo.
Se deslizaron trabajosamente por la puerta y al fin pudieron ponerse en pie. La máquina estaba en el fondo de una excavación medio cegada sobre la que ondulaban las hierbas. Unos cuantos bloques de piedra rotos emergían de la Tierra. El cielo era de un azul brillante surcado por blancas nubes algodonosas.
—Ni rastro de los autómatas— dijo Hull, mirando en torno.
—¡Qué extraño! Vayamos arriba.
Harrison empezó a trepar por las inclinadas paredes de un pozo. Se trataba, sin duda, del sótano medio cegado de la vieja casa, que por algún motivo había resultado destruido en los ochenta años transcurridos desde su última visita. El dispositivo nivelador del impulsor lo materializaba exactamente sobre la superficie cada vez que emergía. No habría así caídas súbitas o inesperados hundimientos. Tampoco desastrosas materializaciones en el interior de algo sólido. Circuitos sensibles a la masa prohibían a la máquina hacer alto siempre que la materia sólida ocupaba su espacio y las moléculas líquidas o gaseosas podían apartarse con la suficiente rapidez.
Harrison se irguió en medio de las altas hierbas movidas por el viento y contempló el sereno paisaje de la parte alta del estado de Nueva York. Nada había cambiado. El río y las colinas boscosas de la otra margen eran los mismos. El sol brillaba y las, nubes salpicaban el cielo.
Pero... ¿dónde estaba el pueblo? ¿Qué habría ocurrido? ¿Se habrían trasladado simplemente o ... ? Volvió a mirar hacia el fondo del sótano. Hacia unos minutos— cien años atrás estaban allí en medio de un batiburrillo de viejos aparatos con Jim y Leticia... y ahora era sólo un agujero de hierbas silvestres tapizando los montones de tierra. Le invadió una extraña desolación. ¿Seguiría vivo? ¿Y Leticia? La gerontología podía haberlo hecho posible, pero nunca se sabe. Y tampoco quería averiguarlo.
—Deben haber vuelto al país de los indios— gruñó John Farrell.
Exploraron la hierba, pero no había rastro de los pequeños impulsores automáticos. Farrell, pensativo, frunció el ceño.
—Creo que emprendieron el regreso y tuvieron una avería en el camino.
—Es lo más seguro— asintió Harrison— . Vamos a hacer la observación y regresaremos.
Prepararon su equipo astronómico y tomaron lecturas del sol poniente. Esperando la noche hicieron cena en un hornillo campestre y tomaron asiento mientras las sombras se hacían más densas en torno. Los chirriantes grillos ponían su nota de vida en la oscuridad.
—Me gusta este futuro. Es muy tranquilo. Creo que me retiraré aquí en mi vejez.
Las estrellas giraban majestuosas sobre su cabeza. Harrison anotaba cifras con los tiempos de orto, recorrido y ocaso. Con ellas podrían más tarde calcular, casi al minuto, hasta dónde les había llevado la máquina. Naturalmente, no se habían movido en el espacio con relación a la superficie de In Tierra. El "espacio absoluto" era una ficción anticuada, y en cuanto al impulsor, la Tierra era el centro móvil del Universo.
—Pararemos cada diez años para buscar los automáticos— dijo Harrison— Si no los encontramos de ese modo, al diablo con ellos. Estoy hambriento.
2063. Llovía en la hondonada.
2053. Sol y vacío.
2043. La excavación era ya más reciente, y unas maderas aparecían medio quemadas en el fondo.
—Consumimos más energía de la prevista— comentó Harrison al echar un vista a los controles.
2033. Sin duda la casa se había quemado v se veían trozos de maderas achicharrados. El impulsor rugía atronándolos, mientras la energía escapaba de las baterías como el agua de una esponja exprimida.
A pesar de todo, efectuaron el siguiente salto de diez años, pero les costó media hora de ruido insoportable y agotador. El calor de la cabina se hacía insufrible.
2023. Allí seguía el sótano ennegrecido por el fuego. Sobre su suelo aparecían dos pequeños cilindros con las huellas de algunos años de intemperie.
—Los automáticos consiguieron retroceder bastante— - dijo Farrell— , al fin fallaron y ahí los tienes.
Harrison los examinó y su rostro reflejó los terrores que nacían en su interior.
—Agotados— dijo— . Las baterías están completamente muertas. Utilizaron todas sus reservas de energía.
—¿Qué quiere decir eso?— le preguntó Farrell con voz que era casi un grito.
—No sé. Parece haber una especie de resistencia que aumenta conforme tratamos de retroceder.
—¡Maldita sea!
Harrison, decepcionado, levantó los hombros. Le costó dos horas retroceder cinco años. Cuando al fin detuvo el impulsor su voz temblaba.
—Es inútil, John. Hemos consumido las tres cuartas partes de nuestras reservas de energía y cuanto más retrocedemos más gastamos por año. Al parecer, se trata de algún tipo de función exponencial de alto orden.
—Entonces...
—Que jamás lo conseguiremos. A esta marcha nuestras baterías se habrán agotado antes de que logremos retroceder otros diez años— Harrison había palidecido— . Es un efecto que la teoría no explica. Para saltos de veinte añoso menos la energía aumenta aproximadamente como el cuadrado del número de años recorridos. Pero debe existir una especie de curva exponencial que empieza a crecer aceleradamente a partir de un cierto punto. No nos queda bastante fuerza en las baterías.
—Si pudiéramos cargarlas...
—No traemos el equipo necesario. Pero quizá...
Volvieron a salir del derrumbado sótano y miraron con ansiedad hacia el río. Ni señal del pueblo. Debió ser demolido aún más atrás, en un punto de los que atravesaron al venir.
—Por esta parte no hay ayuda— dijo Harrison.
—Podemos buscar en otro sitio.
—No cabe duda,
Harrison luchaba por conservar la calma.
—No estoy seguro de que cargar a intervalos las baterías sirva de algo, John. Tengo la impresión de que la curva de consumo de energía se aproxima a una asíntota vertical.
—¿Quieres hablar inglés?— la sonrisa de Farrell era forzada.
—Quiero decir que al cabo de un cierto número de años la energía necesaria puede ser infinita. Algo semejante al concepto einsteniano de la luz como velocidad límite. Cuando nos aproximamos a la velocidad de la luz la energía necesaria para la aceleración aumenta mas rápidamente. Sería necesaria una energía infinita para superar esa velocidad de la luz.
—¿Insinúas que jamás podremos volver?
—Puedo equivocarme— replicó Farrell con mirada huidiza— . Claro que todavía tenemos dos probabilidades; recargar nuestras baterías y seguir probando ... o ir al futuro.
—¿Al futuro?
—Sí. En algún momento de él deben saber de estas cosas más que nosotros. Pueden conocer la manera de combatir este efecto. Sin duda podrán proporcionarnos un motor lo bastante potente que nos surta de energía para poder regresar.
Farrell permaneció con la cabeza inclinada dándole vueltas a la idea.
—Bien. ¿A dónde ahora?— preguntó el mecánico.
—¿Es el 2018?— preguntó el mecánico— . ¿Qué te parece por ejemplo el 2500?
—Bien; es un bonito número. ¡Leven anclas!
La máquina bramó y se estremeció. Harrison advirtió con alivio el escaso consumo de energía conforme pasaban años y décadas. A ese ritmo tenía fuerza para llegar al fin del mundo...
Año 2500. La máquina se materializó en la cima de una breve colina. La hondonada se había colmado durante los siglos transcurridos. Un sol pálido, que atravesaba nubes de lluvia arrastradas por el viento penetró en la caldeada cabina.
—Vamos— dijo Farrell— . No nos sobra el tiempo.
Había tomado el rifle automático.
—¿Qué haces?— exclamó Harrison.
—Leticia tenía razón— dijo Farrell, sombrío— . Ponte esa pistola al cinto.
Salieron y otearon el horizonte. Farrell soltó una exclamación de alegría:
—¡Gente!
Había una pequeña población más allá del río, junto al solar del viejo Hudson. Detrás se extendían campos de grano casi maduro y pequeños macizos de árboles, No había rastro de carreteras. Quizá el transporte de superficie hubiese caído en desuso.
El aspecto de la ciudad era extraño. Debía llevar allí mucho tiempo porque las casas presentaban huellas del tiempo. Una forma negra y ovoidal se elevó desde el centro de la ciudad hacia el cielo y cruzó el tío. Era un reactor y se deslizaba suavemente hacia ellos.
—El comité de recepción— susurró Harrison.
—¡Hola!— gritó Farrell a los del reactor.
El aparato picó sobre, ellos. De su morro surgió una línea de humeantes... ¡balas trazadoras!
Sus reflejos lanzaron a Harrison contra el suelo y los proyectiles se estrellaron a pocos pasos de su cabeza. Vio a Farrell saltar por los aires. Cuando intentó a su vez ponerse en pie fue derribado por la onda explosiva de una granada. Rodó por el suelo, esperando que la hierba lo ocultase, pensando que el reactor era demasiado rápido para alcanzar a un solo hombre. Siempre tiraba más allá del blanco, pero giraba como un buitre buscándolo.
John ... Lo habían matado sin provocación. El buen pelirrojo de John. Con su risa Y su camaradería, estaba muerto, y ellos, eran los. asesinos
El jet se disponía a aterrizar para darle caza en tierra. Se levantó y, un disparo sonó junto a su oreja, pero siguió corriendo. Se volvió un momento, pistola en mano para hacerles frente a tiempo de ver a unos hombres de uniforme negro salir del reactor. Las balas zumbaban a su alrededor y se precipitó hacia la máquina del tiempo. Movió la palanca mientras contemplaba a los perseguidores, casi sobre él. ¡Gracias a Dios que los tubos estaban todavía calientes!
Cuando se fundió en lo gris advirtió que sus ropas estaban desgarradas y se había clavado en la mano una esquirla metálica.
Y que John había muerto.
Contempló el cuadrante mientras hacía avanzar la señal. Sería el año 3000. Una cautelosa mirada al exterior le reveló que se hallaba entre altos edificios y sin apenas luz. ¡Magnífico!
Empleó unos segundos en vendarse la herida y ponerse la ropa de repuesto, sin olvidarse de la pistola y abundante munición. Tendría que abandonar la máquina para salir de descubierta, pero cerraría la puerta.
Salió a un pequeño patio empedrado, entre altas casas de ventanas cerradas y oscuras. Arriba la oscuridad era completa; las estrellas debían estar ocultas por las nubes, pero advirtió hacia el Norte un ligero resplandor.
Una sombra silenciosa, más negra que la noche, se deslizó junto a él, rotas por dos puntos fosforescentes. ¡Un gato negro! Al menos el hombre conservaba animales domésticos...
Cuatro hombres negros contra el casi apagado horizonte avanzaban con pasos de ritmo militar. Miró a su alrededor buscando refugio, pero no había bocacalles. Entonces una voz dura y perentoria gritó algo.
Harrison se volvió y echó a correr. Oyó un rápido golpear de botas. Y de pronto una forma oscura surgió de la noche. Dedos como alambres de acero oprimieron su brazo y se vio arrastrado por unos escalones que descendían desde la calle.
—Entre aquí— el silbante susurro sonó en su mismo oído— , ¡De prisa!
Una puerta se abrió dejando apenas una rendija. Se precipitaron por ella y el otro hombre la cerró.
—No creo que nos hayan visto— dijo con torvo acento el desconocido— . ¡Más vale así!
Era de mediana estatura y las ajustadas ropas grises que vestía bajo la capa mostraban su felina esbeltez. Llevaba una pistola a un costado y una especie de faltriquera al otro. El tinte de su rostro era de una amarillenta palidez y tenía la cabeza afeitada A Harrison le pareció una especie de mestizo blanco-mongoloide.
—¿Quién es usted?— preguntó bruscamente.
El otro le observaba con aire astuto.
—Belgotai de Syrtis. Ya veo que tú no eres de aquí. Me di cuenta que te perseguía la brigada y que, por tanto, merecías mi ayuda.
—Gracias— replicó Harrison.
—Ven, vamos a beber algo— dijo Belgotai.
Se encontraban en una sala de techo bajo y ahumado con unas cuantas viejas mesas de madera amontonadas en torno a una pequeña estufa de carbón y grandes barriles al fondo. Los hampones no se interesarían tanto por él como los funcionarios y podría informarse y aprender.
—Temo no tener con qué pagar— dijo— . A menos...— sacó un puñado de monedas.
Belgotai las miró con ansia. Después su cara se torció inexpresiva.
—Yo pagaré— dijo en tono cordial— . ¡Eh, Sembol! danos whisky,
Se situaron en un rincón y allí les llevo el tabernero algo remotamente parecido al whisky,
—¿Qué nombre usas?— preguntó Belgotai.
—Harrison. Bernard Harrison.
—Me alegro de conocerte. Ahora...— de Syrtis se inclinó y su voz se convirtió en un susurro— . Ahora, Harrison, ¿de cuándo eres?
Y sonrió al ver sobresaltarse a Harrison.
—De1973.
—¿Cómo? ¿Del futuro?
—No, del pasado.
—Eso es que contarnos de otro modo. ¿Cuánto tiempo hace?
—Mil veintisiete años.
—¡Buen viaje!— silbó Belgotai— . Nadie viene del futuro.
—¿Quieres decir que es imposible?— Harrison se estremeció.
—No lo sé— la sonrisa de Belgotai era lobuna— . ¿Cuál es tu historia?
_Quiero conseguir algo por mi información...
—Bien, desembucha va, Bernard Harrison.
Este contó su historia en breves palabras. Cuando acabó, Belgotai de Syrtis movió la cabeza gravemente.
—Te metiste entre los fanáticos hace quinientos años. Matan a quienes viajan por el tiempo. Bueno, y a casi todo el mundo.
—¿Qué clase de mundo es éste?
El brumoso acento de Belgotai le iba resultando ya más fácil. La pronunciación había cambiado algo, pues las vocales sonaban de otro modo y la r se parecía a la que en el siglo XX pronunciaban franceses y daneses. También otras consonantes se habían modificado. Palabras extranjeras, especialmente españolas, habían invadido el idioma. Pero todavía resultaba inteligible.
Los tiempos revueltos, según se desprendía del relato de Belgotai, comenzaron en el siglo XXIII con la rebelión de los colosos marcianos contra el cada vez más corrompido Directorio terrestre. Un siglo después los pueblos de la Tierra estaban en movimiento empujados por la peste, el hambre y la guerra civil, un caos del que surgió el entusiasmo religioso de los llamados fanáticos. Cincuenta años después de las matanzas en la Luna, el gobierno de los armagedonios o fanáticos se prolongó todavía unos trescientos años, pero existían vastos terrenos sublevados y los colonos planetarios iban forjando un poder que alejaba a los fanáticos del espacio; pero donde tenían auténtico control gobernaban con mano de hierro. Entre las cosas prohibidas estaba el viajar por el tiempo. Cierto que los que se aventuraban eran pocos, pues resultaba en exceso precario arriesgarse a ser muertos o reducidos a esclavitud. A finales del siglo XXVII, la Liga planetaria y los Disidentes africanos consiguieron poner fin al gobierno fanático. De la confusión de la posguerra surgió la Pax Africana, y durante doscientos años los hombres habían disfrutado de una época de relativa paz y progreso y la moderna cronología databa de la ascensión de John Mteza I. El hundimiento vino por la decadencia interna y las asechanzas de los bárbaros de los planetas más lejanos. Además, el Sistema Solar se había fraccionado en multitud de pequeños estados e incluso de ciudades independientes.
Belgotai explicó:— Este es uno de, los estados— ciudad; se llama Liung-Wei, y fue fundado por invasores chinos hace unos tres siglos. Ahora se encuentra bajo la dictadura de Krausmann, un viejo buitre obstinado que se niega a ceder aunque los ejércitos del Jefe Atlántico están ya a nuestras puertas. ¿Viste el resplandor rojo? Son sus proyectores operando sobre nuestra pantalla de energía. Cuando abran brecha en ella tomarán la ciudad y le harán pagar su larga resistencia. Nadie va a pasarlo bien ese día.
Añadió algunos datos sobre sí mismo. Pertenecía a otra época, a la fenecida era de los pequeños estados que empleaban mercenarios en sus contiendas. Nacido en Marte, había guerreado por todo el Sistema Solar. Tras la aniquilación de su banda, Belgotai había huido a la Tierra, donde arrastraba una azarosa existencia de ladrón y asesino. Poco esperaba del futuro.
- Ahora nadie necesita a un soldado de fortuna— dijo tristemente— , si la brigada no me caza antes, me colgaré cuando los Atlánticos ocupen la ciudad. Harrison asintió con una cierta simpatía.— Pero tú puedes ayudarme, Bernard Harrison— bisbisó, mirándole por entre la raya de sus ojos oblicuos -. Llévame contigo y sácame de esta maldita época. Aquí no podrán ayudarte, pues no saben más de lo que sabes tú de viajes por el tiempo y lo más probable es que te metan en un calabozo y deshagan tu máquina. Tienes que marcharte y puedes llevarme.
Harrison vacilaba. ¿Qué sabía de él? ¿Hasta qué punto era cierta la historia contada por Belgotai? Cierto que le había sido útil ...
- Soy un artista con la pistola y la vibrodaga— añadió el hombrecillo -. Y siempre será mejor que viajar en solitario.
—De acuerdo, ¿Cuándo nos vamos?
—Cuanto antes. Alguien podría encontrar tu máquina y entonces sería tarde,
—Pero... tendrás que prepararte, despedirte...
—Todo cuanto tengo está aquí— - dijo Belgotai, golpeando su bolsa con amargura Y en cuanto a decir adiós, corno no sea a mis acreedores... ¡Vamos!
Medio aturdido, Harrison le siguió fuera de la taberna, sin tiempo ni de pensar. Sin embargo le pasaron por la mente cosas como ésta: si no volvía a su época, tendría descendientes en ésta. A la velocidad a que se propagaban las líneas de descendencia, en todos los ejércitos habría hombres que tendrían SU sangre y la de Leticia, peleando entre sí, sin pensar en la ternura que les había dado el ser. Aunque, recordó molesto, nunca había considerado la común ascendencia que debía tener con los hombres que había derribado en la guerra que hizo en otro tiempo.
Los hombres vivían en su propia época, breve relámpago rodeado de oscuridad, y no estaba en su naturaleza el pensar más allá de ese nimio lapso de años. Empezaba a darse cuenta de por qué viajar por el tiempo no había sido nunca popular.
Arrastrado por Belgotai llegó al túnel de una avenida y estuvieron acurrucados hasta que cuatro hombres de la brigada, con sus negras capas, hubieron pasado. Por fin pudieron llegar hasta su máquina, oculta en su noche de espera y temor. Se oyó la risa suave y alegre de Belgotai entre las tinieblas.
—¡Libertad!— susurró.
Se introdujeron en la máquina y Harrison ajustó los controles para un salto adelante de cien años. Belgotai se lamentó:
—Lo más probable es que el mundo esté entonces tranquilo y sensato.
—Si encuentro el modo de regresar te llevaré a donde quieras.
—Pues podrías llevarme a hace cien años.
—¡Adelante entonces!
3100. Una desolación de rocas oscuras y fundidas. Harrison puso en marcha el contador Geiger que vibró locamente. ¡Radiactividad! Algún infernal artefacto atómico había borrado Liung-Wei de la exístencia. Estremecido, saltó a otro Siglo.
3200. La radiactividad había desaparecido, pero la desolación persistía en forma de un vasto cráter vitrificado bajo un cielo ardiente y tranquilo.
3500. La Tierra se había de nuevo acumulado sobre el arruinado país y un bosque empezaba a crecer. No presentaba huellas de la intromisión humana.
—Quizá el hombre haya vuelto a las cavernas— sugirió Belgotai.
El bosque duró varios siglos. Harrison renegaba. No le gustaba esto de alejarse más y más de su época. Estaba demasiado lejos para regresar sin ayuda
4100. Se materializaron sobre un amplio césped donde unos edificios bajos y redondos de algo que parecía plástico teñido se alzaban entre fuentes, estatuas y cenadores. Un pequeño aparato se cernía silenciosamente sobre sus cabezas, sin el más leve signo externo de fuerza motriz.
A su alrededor había seres humanos. Hombres y mujeres jóvenes que llevaban largas capas de colores sobre ligeras túnicas. Harrison y Belgotai alzaron las manos en amistosos gestos. Sin embargo, el soldado más próximo conservaba una de las suyas cerca del arma.
El idioma era fluido y musical, con solo un lejano tono familiar ¿Tanto habían cambiado los tiempos?
Los condujeron a uno de los edificios. En su frío y espacioso interior, un hombre barbudo, con su recamada túnica roja se levantó para recibirles. Alguien trajo una pequeña máquina que recordaba un osciloscopio con dispositivo para micrófonos. El hombre la colocó sobre la mesa y ajustó sus cuadrantes.
Cuando volvió a hablar, de sus labios salió el mismo lenguaje desconocido; pero las palabras surgían de la máquina... ¡en inglés!
—Bienvenidos, viajeros, al "American College". Siéntense, por favor.
El hombre sonrió y dijo, tras una breve pausa:
—Veo que el psicófono es nuevo para ustedes. Es un receptor de las emisiones encefálicas de los centros del lenguaje. Cuando hablamos, los correspondientes pensamientos son recogidos por la máquina, ampliados y enviados al cerebro de quien escucha, que los interpreta en función de su propio lenguaje Permítanme presentarme. Soy Hamalon Haward, decano de esta facultad del "College".
Haward se inclinó ceremonioso cuando Harrison y Belgotai dijeron sus nombres. Una esbelta muchacha, cuyo parco vestido hizo crecer los ojos de Belgotai, trajo una bandeja con bocadillos y un brebaje no muy distinto al té.
Charlaron mientras daban cuenta de todo y el decano dijo por último:
—Ya pensé que eran viajeros del tiempo. Los arqueólogos querrán hablar con ustedes.
—Nosotros queríamos pedirles ayuda— dijo bruscamente Harrison— -— . ¿Pueden arreglar nuestra máquina de modo que sea capaz de retroceder?
—A este respecto nuestra física no puede darles ninguna esperanza. No creo que últimamente les especialistas hayan introducido cambios en la teoría espacio— temporal desde su nueva formulación por Priogan. Según ella, la energía para viajar hacia el pasado aumenta mucho en relación directa con el período recorrido. La deformación de las líneas del universo, ¿saben? Más allá de un período de unos setenta años, se necesita una energía infinita.
—Eso pensaba yo— afirmó Harrison con voz sorda.
—De todas formas. la ciencia progresa muy rápidamente El contacto con culturas extrañas de la Galaxia ha resultado un gran estimulante...
—¿Dominan los viajes interestelares?— le interrumpió Belgotai— . ¿Pueden ir a las estrellas?
—Sí, naturalmente. La propulsión más rápida que la luz fue conseguida hace más de quinientos años utilizando la teoría de la relatividad modificada por Priogan. Se basa en la desviación a través de otras dimensiones... Pero ustedes tienen problemas más urgentes que ocuparse de teorías científicas,.
Pasaron dos días en el colegio. Haward y sus compañeros eran tan corteses como hospitalarios y estaban ansiosos por escuchar lo que los viajeros tenían que contar de sus épocas. Les proporcionaron alimentos, alojamiento y el descanso que tanto necesitaban. Incluso intercedieron ante el Consejo solar, vía telepantalla, pero la respuesta fue inexorable: La Galaxia tenía ya demasiados bárbaros y los viajeros tendrían que marcharse.
Quitaron sus baterías de la máquina e instalaron un pequeño motor atómico con reservas de energía casi ilimitada. Haward les proporcionó un psicófono para que pudieran entenderse con seres de cualquier época. Pero los viajeros no estaban contentos.
4300. Los edificios del "campus" habían desaparecido para ser reemplazados por pequeñas y cómodas residencias veraniegas. Jóvenes y muchachas de irisados y breves atuendos se congregaron en torno a la máquina.
—¿Son ustedes viajeros del tiempo?— preguntó uno de los muchachos.
Al verles afirmar quisieron que les hicieran el relato de sus viajes. Era el mayor acontecimiento que habían tenido desde que una nave llegó de Sirio.
Pronto comprendió Harrison que tampoco allí encontrarían ayuda. Era obvio que intentarían retenerles especialmente las mujeres, cuyos suaves brazos rodeaban los cuellos de los viajeros.
Era difícil negarse y Belgotai acabó por sonreír.
—Pasemos la noche aquí— - sugirió.
Fue una noche de orgía. Harrison consiguió reunir unos cuantos datos. Sol era en esa época un remanso galáctico, desbordante de riqueza y guardado por mercenarios no humanos contra los depredadores y conquistadores interestelares. Se había convertido en lugar de recreo de los hijos de los grandes negociantes. Pensando en Leticia, Harrison quiso llorar, pero su pecho estaba seco y frío.
Belgotai tenía a la mañana siguiente una horrible resaca, pero desapareció pronto con la bebida ofrecida por una de las muchachas. Entonces estuvo ya en condiciones de reanudar el viaje. Y pronto el brillante escenario se perdió en el tiempo.
4400. Una villa ardía y el humo y las llamas ascendían por el cielo nuboso. Tras de ellas aparecía la sombría mole, llena de cicatrices, de una astronave. A su alrededor hervía un torbellino humano, enormes individuos barbudos con yelmos y corazas, riéndose mientras cargaban el dorado botín y a los cautivos que se debatían. ¡Los bárbaros habían llegado!
Los dos viajeros saltaron de nuevo a su máquina. Aquellas armas podían convertirla en una masa ígnea y Harrison accionó la palanca mucho más adelante.
—No encontraremos un científico en una edad salvaje— dijo— . Probaré el año cinco mil.
Cuando la aguja se aproximaba a los seis siglos, Harrison trató de accionar la palanca sin conseguirlo.
—¿Qué ocurre?— preguntó Belgotai.
—Se trata del detector automático de masas. Seríamos aniquilados si emergiésemos en el mismo espacio que ocupa la materia sólida. El detector evita que el impulsor pueda detenerse donde descubre esa estructura. ¡Algún estúpido debe haber construido una casa precisamente donde estamos!
La aguja traspasó el límite y siguieron bramando a través de una tonalidad oscura sin contorno. Harrison ajustó el cuadrante y anotó el primer medio milenio. Era interesante saber qué año sería cuando emergiesen. Tenía la esperanza de que fuese pronto. Las obras del hombre eran tan terriblemente pasajeras...
Dos mil años...
Tres mil...
La cara de Belgotai aparecía blanca.
—¿Hasta dónde vamos a ir?— preguntó.
—No lo sé.
El increíble trance duraba ya veinte mil años. En el 25296, la palanca cedió súbitamente bajo la presión de Harrison. La máquina surgió a la realidad, se estremeció y descendió unos cuantos pies antes de encontrar su equilibrio. Se precipitaron a la puerta.
El impulsor descansaba sobre un bloque de piedra grande como una pequeña casa. Se hallaban hacia la mitad de una pirámide de piedra gris, de un tetraedro de unos ochocientos metros de altura y casi el doble en cada lado de la base. Arboles y césped crecían en sus titánicas laderas.
No se veía el viejo río y un lago antes inexistente relucía a lo lejos. Las colinas parecían más bajas y estaban cubiertas de bosques. También descubrieron una nave espacial, una máquina monstruosa con la proa apuntando al cielo y un escudo con un sol ardiente en su casco. Había hombres trabajando junto a ella.
Pero, ¡no todos eran hombres! Una docena de grandes ingenios relucientes se afanaban sin vigilancia al pie de la pirámide. "Robots". Y del grupo que se volvió a mirar a los viajeros, dos eran rechonchos y cubiertos de pelo azul, con caras y manos de seis dedos.
Harrison se dio cuenta, con un escalofrío, de que estaba viendo inteligencias extraterrestres. Pero era a los hombres a quienes miraba. Se trataba de individuos altos, con rasgos finos y aristocráticos y una especie de calma innata. Resultaba imposible describir su vestimenta, una especie de temblor irisado que les rodeaba. Harrison pensó que así debían ser los viejos dioses del Olimpo, seres más grandes y hermosos que los hombres.
Pero fue una voz humana la que se dirigió a ellos en un tono grave y bien modulado y un idioma totalmente extraño. Entonces recordó con exasperación que había olvidado el psicófono. Mientras tanto, uno de los seres azules manejaba un globo del que parecía surgir la familiar voz traductora:
_...viajeros del tiempo.
—Sin duda del más remoto pasado— dijo otro
—Escuchen— les espetó Harrison— . Estamos en un apuro. Nuestra máquina no puede retroceder y tenemos que encontrar una época en la que sepa cómo invertir el efecto. ¿Pueden ustedes hacerlo?
Uno de les extraños seres sacudió su cabeza.
—No— dijo— . La física no conoce el modo el retroceder más allá de unos setenta anos. A partir de ahí la energía necesaria se aproxima al infinito y..
Harrison soltó un gruñido.
—Eso ya lo sabemos— dijo Belgotai con rudeza.
—Pero pueden quedarse a descansar— intervino otro de los hombres con voz amable— . Será interesante escuchar su historia.
—Se la he contado a mucha gente en los últimos milenios— replicó agriamente Bernard— . Oigamos la de ustedes para variar.
Dos de ellos cambiaron palabras en voz baja que Harrison tradujo por: "Bárbaros... emociones infantiles... vamos a seguirles la corriente..."
—Somos una expedición arqueológica que está excavando la pirámide— dijo con aire paciente uno de los hombres— . Pertenecemos al Instituto Galáctico, rama del sector de Sarlan. Yo soy Lord Arsfel de Astracyr y éstos son mis ayudantes. Los no humanos son del planeta Quulhan, cuyo sol no es visible desde la Tierra.
—¿Quién la construyó?— preguntó Harrison, señalando hacia la gran mole de la pirámide.
—Los ixthuli alzaron estas estructuras en los planetas que conquistaron. No se sabe de dónde venían ni lo que al fin fue de ellos. Esperamos encontrar respuesta en sus pirámides.
La atmósfera se hizo más amistosa. Todos escucharon con profundo interés los relatos de Harrison y Belgotai y a cambio les dieron una pequeña lección de historia.
Tras las ruinosas guerras de los ixthuli, la Galaxia había logrado un rápido progreso. Las nuevas técnicas de psicología matemática hicieron posible conjuntar a los pueblos de mil millones de mundos y regirlos con eficacia. El Imperio galáctico era igualitario. Próspero y pintoresco, con tal diversidad de razas y culturas, avanzaba en las Ciencias y las Artes. En cuanto a los bárbaros que habitaban más allá de las Nubes Magallánicas, Arsfel albergaba el convencimiento de que no serían un estorbo, pues no tardarían a ser civilizados.
Sol casi podía ser llamado territorio bárbaro, aunque quedase dentro de las fronteras imperiales. La civilización estaba concentrada en torno al centro de la Galaxia y Sol se encontraba en lo que era actualmente un rincón del espacio remoto y con escasa densidad estelar. La raza humana casi había olvidado su antiguo hogar.
La estampa resultaba triste para un americano.
Pensó en la Tierra girando solitaria por el espacio vacío, en el arrogante imperio y todos los poderosos dominios que habían mordido el polvo a través de los milenios. Al fin se atrevió a sugerir que tampoco esta civilización era inmortal. Inmediatamente se vio inundado de cifras, hechos y lógica, de todo el curioso simbolismo paramatemático de la moderna psicología de masas. Pudieron demostrarle rigurosamente que la presente situación era intrínsecamente estable y diez mil años de historia no habían podido conmover esa seguridad.
También les mostraron el enorme interior de su astronave, los lujosos apartamentos de la tripulación, la intrincada maquinaria que pensaba por sí misma. Arsfel trato de mostrarles su arte, sus psicolibros, pero fue imposible porque no podían comprenderlos¡Salvajes! ¿Podía un aborigen australiano haber apreciado a Rembrandt, Beethoven, Kant o Einstein?
—Será mejor marcharse— susurró Belgotai— . Esto no es para nosotros.
Harrison asintió. La civilización había ido demasiado lejos.
—Yo les aconsejaría avanzar por largos intervalos— dijo Arsfel— . La civilización galáctica no habrá llegado aquí hasta dentro de muchos miles de años y, desde luego, cualquier cultura nativa que se desarrolle en Sol será incapaz de ayudarles... De aquí en adelante no encontrarán mas que paz y cultura, a menos que los bárbaros de la Tierra se hagan hostiles; pero siempre podrán dejarlos atrás. Más pronto o más tarde aquí habrá una auténtica civilización que podrá ayudarles.
—Dígame— pregunto Harrison ¿Cree que la máquina del tiempo negativa llegará a inventarse?
Uno de los seres de Quulham sacudió su cabeza.
—Lo dudo— dijo gravemente -. Hubiéramos tenido visitantes del futuro.
—¡Vamos!— rugió Belgotai.
En 26 000 los bosques continuaban y la pirámide se había convertido en una alta colina en la que los árboles se balanceaban al viento.
En 27 000 una pequeña aldea de casas de piedra y madera aparecía en medio de campos de espigas
En 28000 había hombres derruyendo la pirámide para aprovechar la piedra. Su enorme masa no desapareció hasta el año 30000. Belgotai pensó en Lord Arsfel, que ahora llevaba cinco mil años en su tumba.
En 31000 se materializaron sobre uno de los anchos céspedes que se extendían entre las torres de una amplia y fastuosa ciudad. Los aparatos ronroneaban sobre sus cabezas y una nave espacial apareció junto a ellos.
—Supongo que ha llegado el imperio— comentó Belgotai.
—Esto parece pacífico. Saldremos y hablaremos con la gente.
Les recibieron mujeres altas Y majestuosas en blancas túnicas de líneas clásicas. Al parecer, Sol era ahora un matriarcado. Supieron que el imperio no había llegado nunca hasta allí. Sol pagaba tributo y las fronteras reales de la cultura galáctica no habían cambiado.
Nada se sabía de la teoría del tiempo. Siendo así, ¿no les importaría continuar? No encajaban en la minuciosamente reglada cultura terrestre.
—No me gusta esto— dijo Harrison al volver a su máquina.
—Yo creo— comentó Belgotai— que Arsfel, a pesar de todas sus fantásticas matemáticas, estaba equivocado. Nada dura siempre.
34 000. El matriarcado había desaparecido. La ciudad era un caótico montón de piedras ennegrecidas por el fuego. Había esqueletos entre las ruinas.
—Los bárbaros están otra vez en movimiento— dijo heladamente Harrison— . No hace mucho que estuvieron aquí, pues estos huesos son relativamente recientes. Un imperio como éste puede tardar en morir miles de años, pero está condenado.
—¿Qué vamos a hacer?— - preguntó Belgotai.
—Continuar. No nos queda más recurso.
35 000. Había una choza aldeana entre árboles enormes y viejísimos. Aquí y allá surgía de la tierra una columna rota, resto de la ciudad. Al aparecer la máquina un hombre barbudo, su mujer y un grupo de chiquillos huyeron aterrados.
36000. Había otra vez un pueblo, con una vieja y gastada nave espacial. Media docena de razas diferentes, incluida la humana, se ajetreaban alrededor, trabajando en la construcción de alguna máquina enigmática. Llevaban ropas sencillas con armas al costado.
Su jefe era un joven con la capa y el yelmo de los oficiales del Imperio. Pero estos arreos tenían por lo menos un siglo. Resultaba extraño oírle repetir que permanecía fiel al emperador.
¡El Imperio! Todavía su gloria remota allá entre las estrellas, iba lentamente desvaneciéndose mientras los bárbaros penetraban en él.
—Nos espera un buen trabajo— dijo el jefe con indiferencia— . Tautho de Sirio caerá pronto sobre el Sol. Dudo que podamos resistir mucho tiempo. La muerte es todo nuestro porvenir.
Pasaron allí la noche y por la mañana volvieron a la máquina para proseguir el viaje.
Harrison contempló con ansiedad el tablero de control y comentó que tendrían que ir lejos.
50000. Surgieron de su jornada Por el tiempo y abrieron la puerta. Un rudo viento cayó sobre ellos arrastrando finos copos de nieve. Había hielo en el río que murmuraba oscuramente junto a los bosques.
La geología no trabajaba tan de prisa. Catorce mil años no eran mucho tiempo para el lento mudar de los planetas. Aquello debía haber sido obra de seres inteligentes, devastando y azotando el mundo con insensatas guerras. Una gris masa pétrea dominaba el paisaje. Se elevaba enorme a unas cuantas millas y sus macizas torres almenadas se adentraban audazmente en el cielo. Estaba medio en ruinas, con sus piedras derribadas por energías que fundieron la roca y borradas en incontables milenios de intemperie.
—Todo está muerto— dijo débilmente Harrison
—¡No! Mira, Bernard, creo que allí hay una bandera.
El viento soplaba y les penetraba como cuchillos.
—¿Vamos a ir?— - preguntó Harrison.
—Sí. Lo peor que pueden hacer es matarnos y empiezo a creer que no es tan malo.
A medida que se aproximaban a la enorme estructura, parecía agigantarse ante ellos. Tenía un bárbaro aspecto. Ninguna raza civilizada la hubiera construido así.
Dos pequeñas y raudas formas se lanzaron al aire desde aquella muralla con aspecto de acantilado.
—Aviones— dijo lacónicamente Belgotai.
Eran ovoidales, sin controles ni ventanillas a la vista. Uno de ellos cubrió a los viajeros mientras el otro descendía. Cuando aterrizó, Harrison vio que estaba cubierto de cicatrices. Pero había un medio borrado sol flamígero en su costado. Aún vivía el recuerdo del Imperio.
Dos seres salieron de la pequeña nave y se aproximaron a ellos empuñando sus armas. Uno era humano, un joven alto y bien formado. El otro...
Era un poco más bajo que el hombre, pero enormemente ancho de pecho y espaldas. Cuatro brazos musculosos nacían de los macizos hombros y una cola peluda fustigaba sus pies con garras. Su cabeza era grande, de amplio cráneo, con un rostro redondo y semianimal. Enormes bigotes sombreaban su boca de afilados colmillos. No llevaba encima más que unos arreos de cuero, pero un suave pelo gris azulado le cubría el cuerpo.
El psicófono restalló con el saludo del hombre:
—¿Quién vive?
—Amigos— dijo Harrison— . Sólo queremos noticias.
—¿De dónde sois?— había un tono duro y perentorio en la voz del hombre— . ¿Qué clase de nave es la suya?
—Tranquilízate, Vargor— ronroneó la voz profunda del otro ser— . Bien ves que no es una nave espacial.
—No— dijo Harrison— . Es un impulsor temporal.
—¡Viajeros del tiempo!— - los ojos de un azul intenso de Vargor se abrieron con asombro— . Había oído hablar de ello, pero... ¿viajeros del tiempo?— Y de pronto— : ¿De dónde sois? ¿Podéis ayudarnos?
—Somos de una época muy lejana y estamos solos.
—¿A dónde vais?— preguntó Vargor.
—Al infierno, lo más probable, Nos estamos helando aquí fuera. ¿Podríamos entrar?
—Sí. Venid con nosotros. Pero no debéis ofenderos si enviamos una escuadra a inspeccionar vuestra máquina. Tenemos que ser precavidos.
—¡Bienvenidos a la fortaleza de Brontothor! ¡Bienvenidos al Imperio galáctico!
—¿El Imperio?
—Esto es todo lo que queda de él. Una fortaleza fantasmal en un mundo helado, último fragmento del viejo Imperio.
Entraron en el estropeado aparato, se elevaron y poco después descendían al otro lado de la vieja muralla en un gigantesco patio con banderas, junto a la monstruosa mole del torreón. Se alzaba en varias plantas, con patéticos jardincillos sobre las terrazas, hasta una transparente cúpula de plástico. En las gruesas paredes había armas montadas apuntando hacia el exterior. Hombres con cascos y fusiles de energía estaban apostados como centinelas. Hombres, mujeres y niños deambulaban bajo las monstruosas murallas
—Allí está Taury— dijo el ser de otro mundo señalando a un pequeño grupo reunido en una de las terrazas. Su amplia boca se abrió en alarmante sonrisa— . Perdonadme por no haberme presentado antes. Soy Hunda de Haamigur, general de los ejércitos imperiales y mi compañero es Vargor Alfrid, príncipe del Imperio. Taury es descendiente directo de Maurco el "Legislador", último emperador debidamente ungido.
Al acercarse al grupo formado por media docena de ancianos, éstos se pusieron de pie. Sus largas barbas se movían azotadas por la ventisca. Uno de los personajes tenía la cara de un ave de largo pico.
—La corte de la emperatriz Taury— dijo Hunda.
Harrison y Belgotai contemplaron embobados a la emperatriz, tan alta corno un hombre, Sin embargo, bajo su túnica de eslabones de plata y su capa adornada con pieles era aquella la mujer con la que alguna vez habían soñado sin encontrarla nunca. Su orgullosa cabeza tenía algo que recordaba a Vargor, pero toda su nobleza era femenina. Sus ojos grandes, oblicuos y grises como los mares nórdicos, les contemplaban.
Harrison recobró el habla.
—Majestad, soy Bernard Harrison, de América, hace cuarenta y ocho mil años y mi compañero es Belgotai de Syrtis, soldado de fortuna de Syrtis, unos mil años después. Estamos a vuestro servicio.
—Es un raro placer Entremos, por favor, y olvidad la etiqueta. Esta noche limitémonos a vivir.
Fueron a tornar asiento en una sala acogedora cubierta de tapices, con pieles en el suelo y un alegre fuego en la chimenea.
—¿Así que no podéis regresar a vuestro mundo?— dijo la voz grave de Taury— . Lo malo es que no puedo aconsejaros que os quedéis, pues los tiempos no son buenos.
—Nos quedaremos unos días— decidió Harrison.
—No conseguiréis nada— zanjó Hunda— El principio del impulsor temporal se perdió hace mucho tiempo; pero aun queda mucha técnica superior a la de vuestra época.
—Lo sé— dijo Harrison— , aunque la verdad... en ninguna otra época nos hemos encontrado tan a gusto.
—Las venideras serán peores. Cuando lleguen los anvardi creo que todos moriremos. "El Soñador", el último de los consejeros del Imperio, me dijo en cierta Ocasión que quizá fuera mejor así.
—¿Cómo llegaron aquí a la Tierra los de Vro-Hi, precisamente entre tantos planetas?— quiso saber Bernard Harrison.
—Os bastará saber que lo más que el emperador llegó a mandar fue una pequeña flota. Mi padre pudo salvarse de la destrucción a que fue sometido huyendo con tres naves hacia la periferia. Pensó que valía la pena buscar refugio en Sol.
El Sistema Solar había sido cruelmente devastado en las edades oscuras. Las grandes obras de ingeniería que hicieron habitables los demás planetas fueron destruidas y la propia Tierra resultó asolada. Se había utilizado un arma que consumía el bióxido de carbono de la atmósfera. Harrison, recordando la explicación que de las épocas glaciares daban los geólogos de su tiempo, asintió comprendiendo. Sólo unos cuantos salvajes famélicos vivían ahora en el planeta. Y todo el sector de Sirio ofrecía tal desolación que ningún conquistador creía que valiese la pena ocuparse de él.
Al emperador le había gustado hacer del antiguo solar de su raza la capital de la Galaxia y se había trasladado a la arruinada fortaleza de Brontothor un milenio después.
Al día siguiente, Taury condujo a los viajeros por las zonas subterráneas a visitar a "El Soñador" y Vargor les acompañaba.
Atravesaron inmensas cavernas con bóvedas abiertas en la roca, túneles de silencio donde sus pisadas despertaban ecos fantasmales. De vez en cuando pasaban junto a una mole monstruosa; el herrumbroso armazón de alguna vieja máquina,
—En otro tiempo hubo aquí pavimentos rodantes— dijo Taury al iniciar su recorrido— Pero no hemos intentado instalar otros nuevos. Hay demasiadas cosas que hacer... reconstruir una civilización con restos dispersos.
Taury marchaba delante, con su melena leonina como una llama entre los sombras oscilantes. Vargor le seguía los pasos y Belgotai caminaba como un felino. Harrison pensó en el extraño grupo que formaban, cuatro seres humanos del alba y el crepúsculo de la civilización, pareciéndole que jamás había sido otra cosa que un cortesano de la emperatriz galáctica.
Cuando Taury abrió una puerta y apareció "El Soñado— ", Harrison, que iba preparado a todo, sufrió un rudo choque, Se había imaginado un grave personaje de barba blanca o un arácnido de enorme cabeza o un cerebro desnudo latiendo en una caja de alimentación Pero el último de los Vro-Hi era un monstruo, aunque tenía incluso una belleza misteriosa. Su gran cuerpo brillaba, iridiscente, y sus múltiples manos de siete dedos eran flexibles y graciosas; sus ojos, enormes estanques de oro líquido.
Al ver a los recién llegados se incorporó sobre sus renqueantes piernas. Apenas levantaba seis palmos del suelo, aunque la parte que era a la vez cabeza y cuerpo fuese grande y maciza. Su encorvado pico no se abrió y el psicófono permaneció silencioso. Cuando las largas antenas apuntaron hacia Harrison, éste oyó:
—Salud, majestad, Salud, alteza. Salud, hombres que llegáis del tiempo.
Telepatía... telepatía directa
—Gracias, señor. Pero, ¿cómo sabéis... ?— preguntó el extrañado Bernard.
—No he leído los pensamientos de tu mente, viajero Los Vro-Hi siempre respetamos la intimidad. Pero mi inducción es obvia.
—¿Es que pensaste durante tu último trance?— le preguntó Vargor— . ¿Llegaste a algún plan?
—No, alteza— vibró "El Soñador"— , mientras los factores permanezcan constantes no podemos hacer mas de lo que ya hacemos. Estuve trabajando en la base filosófica que ha de tener el segundo imperio.
_¿Qué segundo imperio?— ironizó Vargor.
—El que ha de llegar... algún día.— Los sabios ojos de "El Soñador" se posaron en Harrison y Belgotai
—Con vuestro permiso— pensó— me gustaría explorar vuestros depósitos de memoria. Sabemos tan poco de vuestra época... Os aseguro que un ser humano que ha vivido medio millón de años es capaz de guardar todos los secretos y se abstiene de emitir juicios morales. La exploración, de todos modos, será necesaria si he de enseñaros nuestro lenguaje.
—Adelante— dijo Harrison con repugnancia.
Por un momento sintió vértigo y un escalofrío, Taury le rodeó con su brazo y en seguida todo pasó.
—¿Y eso es todo?
—Sí. Un cerebro de Vro-Hi puede registrar un número infinito de unidades simultáneamente. ¿Te has dado cuenta en qué lengua acabas de hablar?
—¡Eh ... yo!— Harrison dejó escapar— : ¡Por los dioses! ¡Sé hablar estelar!.
—Sí— pensó— "El Soñador"— , los centros del lenguaje son particularmente receptivos y es fácil imprimir en ellos. Este método de enseñanza es sencillo y eficaz para aprender idiomas.
—Entonces empiece conmigo— dijo jocosamente Belgotai.
—Os diré que cuanto vi en vuestras mentes, era bueno y honrado. Si os quedaseis seríais útiles aquí. Aunque no debéis ignorar que los tiempos son malos.
La estridente risa de Vargor rompió el silencio.
—Somos unos proscritos y no tenemos futuro, puesto que los anvardi llegan. Cierto que les presentaremos batalla. ¡Va a ser una lucha como no recuerda esta vieja Galaxia!
De labios de Vargor surgió un apagado grito de dolor mientras contemplaba la imagen que saltaba y oscilaba en la gran pantalla de comunicación interestelar. Un hombre había aparecido en ella para decir:
—Sí, majestad, somos cincuenta y cuatro naves atestadas y la flota anvardiana viene persiguiéndonos.
—¿A qué distancia?— preguntó Hunda.
—Medio año— luz, aproximadamente señor. Estaremos cerca de Sol antes de que puedan alcanzarnos.
—¿Están capacitados para hacerles frente?— volvió a preguntar Hunda.
—No, señor— dijo el hombre— , Venirnos cargados de refugiados, mujeres, niños y campesinos desarmados. Si no nos ayudáis, señor, nos venderán como esclavos. No queremos vivir bajo los anvardi.
—¿Cuánto tardaran en llegar aquí?
A esta marcha, señor, acaso una semana— respondió el capitán de la nave.
- Bueno, continuad hacia aquí— dijo Taury con voz cansada . Enviaremos naves contra ellos. Durante la lucha podréis alejaros. No vayáis a Sol, porque habrá que evacuarlo. Nuestros hombres tratarán de establecer contacto con vosotros mas tarde.
—No merecemos tanto majestad. Salvad nuestras naves.
—¡Allá vamos!— dijo Taury con decisión, Y cerró el circuito. Luego se volvió hacia los demás. La roja cabeza tan erguida como siempre.
Impartió órdenes. La mayoría de su pueblo podía marcharse a Arlath, un desierto en el que no serían encontrados por el enemigo. Hunda y ella planearían el ataque. Tendrían que hacerlo lo más eficaz posible utilizando el menor número de naves.
—¡Si tuviésemos armas decentes!— rugió Hunda.
"El Soñador" se irguió y, antes de que pudiese Vibrar, el mismo pensamiento había saltado al cerebro de Harrison. El y el hombre de Vro-Hi se miraban con loca esperanza...
El espacio titilaba con un millón de estrellas. La Vía Láctea espumaba en torno al cielo en un rastro de fría plata y todo era sobrecogedor para un humano. Harrison sintió la soledad como no la había sentido en el viaje a Venus, porque Sol iba quedando a su espalda y se precipitaban al vacío interestelar.
Acababan de instalar la nueva arma en el acorazado, pero no habían tenido tiempo de probarla. Habían tenido que poner toda la flota en juego y la total potencia de combate de Sol. Si vencían los viejos imperiales tendrían una oportunidad pero si fracasaban...
Harrison estaba en el puente tratando de descubrir a la flota anvardiana y Hunda se mantenía en la central de control, haciendo girar los herrumbrosos volantes de señales. "El Soñador" permanecía quieto en un rincón, contemplando extasiado la Galaxia. Los demás miembros de la corte estaban cada uno al mando de un escuadrón y Harrison los había visto por la visiopantalla que enlazaba la flota.
—Faltan pocos minutos, Bernard— dijo Taury.
Se apartó del cristal flexible e inquieta como una tigresa. La fría y blanca luz de las estrellas relucía en sus ojos y en el casco con el sol flamígero que se asentaba en el bronce de su cabello. Harrison admiró su hermosura.
—A ti te toca, Bernard— dijo sonriéndole— ; viniste del pasado para traernos la esperanza. Es bastante para creer en el destino, aunque esto no te hará volver con los tuyos.
Le había tomado una mano y Harrison murmuró que no importaba.
Una voz estalló en el transmisor del puente. Taury abrió la pantalla y surgió un rostro fuerte, orgulloso y cruel, el sol brillando en su pelo verde.
- Saludos, Taury de Sol— dijo el anvardiano -. Soy Ruulthan, emperador de la Galaxia,
—Sé bien quién eres— -— dijo Taury sin alterarse— , pero no reconozco ese supuesto título.
—Nuestros detectores informan de tu aproximación con una flota que es la décima parte de la nuestra. Tenéis una nave Supernova, pero también nosotros. A menos que os avengáis a negociar seréis aniquilados.
—¿Cuáles son vuestras condiciones?
—Rendición, ejecución de los criminales que dirigieron los ataques a los planetas anvardianos y tu vasallaje ante mí como emperador galáctico.
Taury, asqueada, se volvió y Harrison dijo a Ruulthan en lenguaje explícito lo que debía hacer con sus condiciones y apagó la pantalla.
—Toma los mandos, Bernard— dijo Taury mirándolo intensamente y señalando al mismo tiempo hacia el artefacto de propulsión temporal. Si caemos en esto... adiós, Bernard.
—Adiós— respondió él con voz sombría.
Se instaló ante sus controles. Levantó un brazo y Hunda cortó la hiperpropulsión. A poca velocidad intrínseca el "Venganza" quedó cerniéndose en el espacio mientras las invisibles naves de su flota se alejaban hacia los anvardi. Lentamente hizo descender la palanca de impulsión temporal. La nave rugió cuando la energía atómica invadió los poderosos circuitos construidos para arrastrar su enorme masa a través del tiempo. Se conmovió la gigantesca máquina y una grisura sin contornos surgió al otro lado de las compuertas.
Hizo a la nave retroceder tres días. Se encontraba en el espacio vacío, todavía con los anvardi a distancia fantástica. Sus ojos se fijaron en la chispa amarilla del Sol, concentrando todas sus energías en instalar el impulsor temporal que acababa de hacerles retroceder... Esto no tenía sentido. La simultaneidad era arbitraria. Y ahora había una tarea que cumplir.
Le llegó la voz del jefe de astrogantes con un torrente de cifras. Tenían que hallar la posición exacta en la que el navío almirante de los anvardianos se hallaría dentro de setenta y dos horas. Hunda envió las señales a los "robots" del cuarto de máquina y, pesadamente, el "Venganza" comenzó a deslizarse a través de cinco millones de millas de espacio.
Harrison pensó en aquellos tres días adelante en el tiempo que les permitirían aparecer al costado del acorazado anvardiano.
Frenéticamente Hunda volvió a poner en marcha la hiperpropulsión, alcanzando velocidades superiores a las de la luz. Ahora veían la nave, erguida como una montaña de metal contra las estrellas. ¡Y todas las armas del "Venganza" dispararon a la vez!
El cañón "Vorágine", los barrenadores, las granadas y torpedos atómicos, los desplazadores de gravedad... todo el infierno acumulado en los torturados siglos de historia vomitó contra las pantallas del navío insignia anvardiano.
Bajo la monstruosa descarga, que llenó el espacio de devastadora energía hasta parecer que su misma estructura iba a entrar en ebullición, las pantallas se derrumbaron. A través de la materia sólida del casco horadaron, cortaron, desintegraron. El acero se convertía en vapor, en pura energía devoradora que se revolvía contra los demás materiales sólidos. Penetrando más y más en el casco, aquella furia era una llama asoladora que no dejaba tras de sí ni cenizas.
Ahora el resto de la flota imperial cargaba contra los anvardi. Atacada desde el exterior y con un monstruo devorador en su propia entraña, la flota anvardiana se dislocó y sus unidades lucharon a la desesperada.
Los anvardi seguían teniendo el número a su favor. Morían, pero también mataban y el puente del "Venganza" se estremecía y rugía con el fragor de la batalla. Los partes retumbaban en el altavoz: Pantalla 3 eliminada... Compartimento 5 no responde... Torre "Vorágine" 537 fuera de combate...
Harrison se encontró manejando un cañón, disparando contra navíos invisibles, buscando el blanco...
—¡Huyen!
El grito de júbilo atravesó lo que quedaba de la enorme y vieja nave. ¡Victoria! ¡Victoria! Era un grito repetido que no habla sonado allí desde hacia cinco mil años.
Harrison podía ver las dispersas unidades de los anvardi lanzadas hacia la Galaxia en desesperada búsqueda de refugio, perseguidas y acosadas por la flota imperial.
"El Soñador" se puso en pie y ya no fue un pequeño monstruo de piernas torpes, sino un dios viviente cuyo terrible pensamiento cruzó el espacio, más rápido que la luz, para plantarse rugiente en los cráneos de los bárbaros: "Soldados de los anvardi: vuestro falso emperador ha muerto y Taury "la Roja", emperatriz de la Galaxia, se alza con la victoria. Os ofrecemos amnistía y salvoconducto. Llevad esta nueva a vuestros planetas: ¡Taury "la Roja" convoca a todos los jefes de la confederación anvardiana a jurarle fidelidad y a ayudarle a restaurar el imperio galáctico!"
Estaban en el balcón de Brontothor y volvían a contemplar la vieja Tierra por primera vez en casi un año. A Harrison le resultaba extraño observar su tierra natal tras aquellos meses en los múltiples y dispersos mundos de una Galaxia más enorme de lo que era capaz de imaginar. Había como un pequeño nudo en su corazón porque estaba diciendo adiós al mundo de Leticia,
Leticia ya no existía. Era parte de un pasado muerto hacía cuarenta y ocho mil años. Ahora Taury tendría que trasladar la capital imperial del aislado Sol a la céntrica Estrella Polar y no pensaba tener nueva oportunidad de visitar la Tierra. Por eso había cruzado un millar de estrellados años— luz hasta el pequeño y solitario Sol, que había sido su morada. Llevaba consigo naves, máquinas y tropas. Los ingenieros climatólogos volverían a desviar el glacial invierno de la Tierra hacia sus polos y comenzarían la recolonización de los demás planetas. Habría escuelas, fábricas, civilización... Sol tendría motivos para recordar a su emperatriz.
Y con Harrison, en el viejo castillo arruinado, estaba Taury, contemplando la noche terrestre. Era tarde y todos debían dormir. La quietud era inmensa y los ruidos parecían haberse congelado en la helada calma.
La luna se posó, blanca, en la cara de ella, sembrando de fantasías sus ojos y su pelo. Parecía una diosa de la noche.
—¿En qué pensabas, Bernard?— le preguntó al cabo de un rato.
—Más creo que soñaba. Me resulta extraño pensar que he dejado mi tiempo y ahora incluso voy a dejar mi mundo.
—Lo sé— asintió ella con gravedad— . Yo siento lo mismo. No tendré en adelante tiempo ni para reír. Cuando se trabaja para un millón de estrellas no hay ocasión de ver iluminarse la cara de un hombre con el agradecimiento a nuestras obras. Regiremos un mundo de extraños...
Siguió otro momento de silencio bajo las distantes estrellas.
—Bernard... estoy tan sola...
La tomó en sus brazos. Sintió sus labios fríos, con el mismo relente cruel y silencioso de la noche, pero ella le correspondió con fiero anhelo.
—Creo que te amo Bernard— dijo al cabo de un rato— y nunca más volveremos a estar solos...
La luna ganaba ya el negro horizonte cuando la acompañó a sus habitaciones, La despidió con un beso y echó a andar por el sombrío corredor hacia su cuarto. La cabeza le daba vueltas; estaba ebrio con tanta dulzura y maravilla. Sentía deseos de cantar, reír y abrazar a todo el mundo estrellado. ¡Taury! Taury! ¡Taury!
Descubrió una silueta envuelta en una capa oscura. Una luz indecisa se reflejaba en su cara atormentada. Era Vargor.
—¿Qué ocurre?
La mano del príncipe se alzó y Harrison vio la oscura boca de una pistola aturdidora apuntándole.
—Lo siento, Bernard— dijo Vargor, sonriendo amargamente.
Harrison quedó paralizado e incrédulo. Vargor... el que había luchado junto a él. Se habían salvado mutuamente la vida, reído y trabajado juntos... ¡Vargor!
Relampagueó el arma. Algo crujió en su cráneo y se sintió hundir en las tinieblas.
Su despertar fue lento y el dolor iba invadiendo.
Sus nervios a medida que recuperaba la sensibilidad. Cuando su visión se aclaró, vio que estaba atado y amordazado en el suelo de su impulsor.
La máquina del tiempo... la había olvidado, abandonada en un cobertizo mientras recorría los astros.
Vargor estaba plantado en la puerta abierta. El pelo le caía en desorden y sus hermosos rasgos aparecían cansados.
—Perdóname, Bernard, te quiero y tus servicios al imperio no podrán olvidarse. Pero he tenido que emplear esta sucia y baja trampa. He de hacerlo aunque el recuerdo de esta noche me persiga toda la vida.
Harrison intentó sacudirse la mordaza.
—No puedo consentir que grites, Bernard. Amo a Taury; la amo tanto que no puedo estar lejos de ella y por ella sería capaz de hundir el Cosmos. Creí que, poco a poco, empezaba a quererme, pero esta noche os vi en el balcón y supe que estaba derrotado. No ambiciono el poder, puedes creerme. El oficio de rey consorte será duro y poco atractivo, pero si es el medio de tenerla, a él me atendré. Tú no eres de los nuestros y no compartes nuestras tradiciones. Taury ahora puede sentir algo por ti, pero pienso como dentro de veinte años. Sé que corro un riesgo. Si encuentras el medio de invertir la dirección de tu marcha por el tiempo y vuelves aquí, eso supondrá mi desgracia y mi exilio. Sería más seguro matarte, pero no soy tan malvado. Adiós, Bernard y buena suerte.
Accionó la palanca y salió del impulsor cuando éste empezaba a calentarse. La puerta se cerró a su espalda con ruido seco.
Harrison se debatía en el suelo, maldiciendo con su cerebro que era un negro pozo de amargura. Se alzó el gran zumbido del impulsor. Estaba en camino...
—¡No... detén la máquina, Dios mío.
Las cuerdas de plástico le cortaban las muñecas y se encontraba incapaz de alcanzar la palanca. Sus dedos ansiosos recorrieron la superficie de un nudo, buscando con las uñas un asidero, La máquina rugía a toda potencia volando por la infinidad del tiempo.
Le costó mucho soltarse y cuando al fin se puso en pie y se quitó la mordaza pudo mirar hacia la gris opacidad del exterior. La aguja de los siglos pugnaba contra el tope final. Calculó vagamente que había avanzado ya unos diez mil años.
Con un furioso manotazo hizo bajar la palanca. Fuera estaba oscuro y permaneció estúpidamente absorto durante unos momentos, hasta que advirtió el agua que se filtraba en la cabina por las junturas de la puerta. ¡Estaba bajo el agua! Frenéticamente volvió a empujar la palanca,
Probó el agua caída en el suelo. Era salada. En algún momento de esos diez mil años, por razones naturales o artificiales, el mar había llegado a cubrir el solar de Brontothor. Mil años después seguía bajo su superficie. Taury había muerto … y habían muerto también Belgotai, Hunda, e incluso "El Soñador"! Él mar rugía sobre la muerta Brontothor y él estaba solo. Apoyó la cabeza en los brazos y rompió a llorar.
Durante tres millones de años el océano continuaba cubriendo el solar de Brontothor. Y Harrison seguía adelante. A intervalos se detenía para ver si las aguas se habían retirado. Pero no. Y empezó a computar fechas. Varias veces pensó en detener la máquina y morir ya que Taury había muerto. Y lo hizo a los cuatro millones de años. Entonces descubrió que a su alrededor había aire seco.
Estaba en una ciudad, pero en una ciudad distinta a cuantas había visto e imaginado. No podía seguir la extraña geometría de las estructuras titánicas que surgían en torno. Enormes y devastadoras energías relampagueaban y rugían a su alrededor, como el rayo descendido a la Tierra, y a su paso el aire silbaba y quemaba.
El pensamiento fue un grito que llenó su cráneo y buscó a tientas su significado.
" ¡CRIATURA QUE LLEGAS DE] TIEMPO, DEJA AL MOMENTO ESTE LUGAR O LAS FUERZAS QUE MANEJAMOS TE DESTRUIRÁN."
Aquella visión mental le atravesaba una y otra vez, hasta las mismas moléculas de su cerebro, y su vida estaba abierta ante ellos como una blanca llama incandescente.
¿Podéis ayudarme?, gritó a los dioses, ¿Podéis hacerme retroceder en el tiempo?
"HOMBRE, NADIE PUEDE VOLVER ATRÁS, ES INTRÍNSECAMENTE IMPOSIBLE, HAS DE SEGUIR HASTA EL FIN DEL UNIVERSO, Y MÁS ALLÁ, PORQUE ALLÍ ESTÁ... "
Aulló de dolor cuando aquel pensamiento, aquel concepto insoportablemente grande lleno su cerebro humano.
"¡SIGUE, HOMBRE SIGUE! PERO NO PUEDES SOBREVIVIR EN ESA MÁQUINA. YO LA TRANSFORMARÉ... ¡SIGUE! "
El impulsor volvió a ponerse en marcha por sí solo.
Torva, desesperadamente, Harrison se precipitó en el futuro. La máquina había sido alterada. Ahora era estanca y, pudo comprobar que la ventanilla le resultaba totalmente irrompible. Algo había sido cambiado en el impulsor que lo lanzaba a increíble velocidad. Y millones de años pasaban mientras uno o dos minutos transcurrían dentro del rugiente caparazón.
Pero, ¿qué eran aquellos dioses? Nunca lo sabría, Seres de más allá de la Galaxia, exteriores al Universo mismo... el último producto de la evolución humana. Una cosa estaba bien clara: la raza humana había dejado de existir. En su huida hacia el futuro, se detenía de vez en cuando para lanzar una ojeada al mundo y su tremenda historia. A los cien millones de años contempló grandes copos de nieve arremolinados por el viento. Los dioses habían desaparecido. ¿Es que también morían los dioses?
Nunca lo sabría.
Un ser se acercaba entre la tormenta. El viento precipitaba la nieve a su alrededor en silbantes torbellinos. Su piel gris parecía escarchada. Se movía con gracia flexible e inhumana, apoyándose en un bastón a cuyo extremo brillaba una luz como un diminuto sol.
Harrison le llamó por el psicófono:
—¿Quién eres? ¿Qué haces en la Tierra?
Aquel ser llevaba un hacha de piedra en la mano y una sarta de toscas cuentas alrededor del cuello. Pero miró con resueltos ojos dorados a la máquina y el psicófono trajo su voz ruda:
—Tú debes ser del pasado más lejano, de uno de los primeros ciclos.
—Me dijeron que siguiese hace casi cien millones de años.
—Si ELLOS te dijeron eso... ¡entonces sigue!
Y aquel ser continuo su camino en la tormenta.
Harrison se lanzó adelante. A mil millones de años en el futuro había una ciudad sobre una llanura donde crecía hierba azul. Pero no había sido construida por los humanos y una voz le conminó a alejarse.
El Sol se hacía mas caliente y más blanco a medida que el cielo helio/hidrógeno aumentaba en intensidad. La Tierra giraba acercándosele lentamente. ¿Cuantas razas inteligentes habían surgido en la Tierra, vivido y muerto desde la época en que el hombre salió por primera vez de la selva?
A los cien mil millones de años, el Sol había gastado sus últimas reservas nucleares. Harrison contempló un desnudo paisaje montañoso, árido como la Luna... pero la Luna había caído hacia mucho tiempo hacia su mundo y explotado en lluvia meteórica. La Tierra estaba ahora frente a frente con su estrella; su día era tan largo como su año. Harrison veía parte del enorme disco rojo sangre del Sol brillando desmayadamente.
Algunos miles de años después no había ya otra cosa que la oscuridad más elemental. La entropía había alcanzado su máximo, las fuentes de energía estaban agotadas, el Universo había muerto.
Gritó ante aquel terror de cementerio y lanzó la máquina hacia delante. Sin el mandato de los dioses podría haberlo dejado allí, abrir la puerta al vacío y el cero absoluto y morir de una vez. Pero tenía que seguir. Había alcanzado el fin de todas las cosas, y debía continuar. "Más allá del fin de los tiempos". Transcurrieron miles y miles de millones de años. Harrison yacía en su máquina hundido en un coma apático. Una vez consiguió animarse a comer un sándwich. Era chistoso. El último ser vivo, la última expresión de energía libre en el Universo, devorando un sándwich.
Cuando volvió a detenerse miró al exterior y distinguió un débil resplandor lejano, el más vago indicio de luz, allá en los cielos.
Temblando, saltó otros mil millones de años. La luz era ahora más fuerte, un gran resplandor giraba incipiente en el cielo.
EL UNIVERSO SE TRANSFORMABA.
El espacio debía haberse expandido hasta alguna especie de límite, y ahora estaba recogiéndose sobre sí mismo, para comenzar de nuevo el ciclo, el ciclo repetido nadie sabía cuántas veces en el pasado. El Universo era mortal pero también un fénix que nunca moriría realmente, Y de pronto se vio libre de su deseo de morir. Al borde del fin deseaba contemplar la próxima época, pero, ¿cómo saber si iba a formarse un mundo bajo sus pies?
Con súbita decisión accionó la palanca hacia delante. Y pudo contemplar algunas edades geológicas. pero no salió de su máquina, aunque se detuvo de vez en cuando. La atmósfera sería irrespirable hasta que las plantas hubiesen liberado bastante oxígeno.
¡Siempre adelante! A veces estaba bajo el océano, otras sobre la Tierra. Vio extrañas selvas, con helechos y líquenes gigantes, surgir y perecer en el frío de una época glacial y surgir otra vez con renovadas formas de vida.
Un pensamiento le rondaba, bullendo en su subconsciente mientras avanzaba. No se hizo presente durante varios millones de años, y de pronto... " ¡La Luna! ¡Oh, Dios mío, la Luna!".
Sus manos temblaban demasiado violentamente para poder manejar la máquina. Finalmente, con un esfuerzo, se dominó lo suficiente para empujar la palanca. Salto hacia adelante en busca de una noche de Luna llena.
Allí estaba. El mismo viejo rostro... ¡la Luna!
La impresión fue demasiado grande.. Aturdido, reanudó su viaje, y el mundo empezó a tener un aspecto familiar. Había pequeñas colinas boscosas y un río brillaba a lo lejos...
No acabó de creerlo hasta que vio el pueblo. Era el mismo... Hudson, Nueva York.
Estuvo un gran rato sentado, dejando que su cerebro de físico considerase el tremendo hecho. En términos newtonianos, significaba que cada partícula recién formada en el génesis tenía exactamente la misma posición y velocidad que cada partícula correspondiente del ciclo interior, En el más aceptable lenguaje einsteiniano, el continuo era esférico en todas dimensiones. En cualquier caso... si se viajaba lo suficiente a través del espacio o del tiempo, se volvía al punto de partida.
¡PODRÍA VOLVER A CASA!"
Descendió corriendo la colina bañada de sol, sin cuidarse de su extraño atavío, y siguió corriendo hasta que el aliento le faltó en los pulmones y el corazón parecía a punto de saltarle del pecho. Jadeando, entro en el pueblo, penetró en un banco y miro el maltratado calendario y el reloj de pared.
17 de julio de 1936, a la una y media de la tarde. A partir de estos datos podría calcular al minuto su hora de llegada en 1983.
Regresó lentamente, las piernas temblorosas, y puso de nuevo en marcha la máquina. Fuera se hizo la gris opacidad por última vez.
1983. Bernard Harrison descendió de la máquina. Su movimiento en el espacio, en Brontothor, le había sacado de la casa Jim Carey, y ahora estaba a media ladera de la colina en cuya cima se hallaba el viejo edificio.
Sobrevino un ramalazo de silenciosa energía. Harrison se volvió de un salto, alarmado, y vio cómo la máquina se disolvía en metal fundido... en gas... en una nada que brillo brevemente y desapareció.
Los dioses debieron poner en ella algún dispositivo aniquilador. No querían ver sus ingenios del futuro sueltos por el siglo XX.
Harrison pensó que no había peligro de ello y subió lentamente la colina pisando la hierba húmeda. Había visto demasiada guerra y horror para dar a los hombres unos conocimientos para los que no estaban preparados. Tanto él como Leticia y Jim Carey tendrían que silenciar la historia de su regreso alrededor del tiempo, porque aquello ofrecería un medio de viajar al pasado, y eliminaría la barrera que impedía al hombre el uso del impulsor para el crimen y la opresión. El segundo imperio y la filosofía de "El Soñador" estaban todavía muy lejanos en el tiempo.
Avanzaba. La colina parecía extrañamente irreal después de cuanto había visto, de todo el enorme mañana del Cosmos. Nunca volvería a encajar del todo en la pequeña ronda de días que le quedaban por vivir.
Taury... Su amado rostro flotaba ante él y creyó oír su voz susurrar en el frío y húmedo viento que le acariciaba el pelo como lo hicieran sus manos fuertes y suaves.
—Adiós...— murmuró hacia la cercana inmensidad del tiempo. Adiós, amada mía.
Lentamente subió los escalones y se halló junto a la puerta. Habría que llorar a John. Y después escribir un informe, cuidadosamente censurado, y vivir una vida de atrayente trabajo junto a una muchacha dulce, amable y bella, aunque no fuese Taury. Parecía más que suficiente para cualquier mortal.
Penetró en el living y sonrió a Leticia y Jim Carey.
—Hola— dijo— . Creo que llego algo temprano.
FIN
Poul Anderson
Aquella mañana llovía y una fina niebla estival ocultaba el relumbre del río y el pueblo asentado en la otra orilla. Bernard Harrison, mientras dejaba que el aire frío le azotase la cara, se preguntaba qué tiempo haría dentro de cincuenta, cien años. Y entonces llegó Leticia Aldin y él le dirigió una sonrisa y dijo:
—Ya falta menos, Lety.
Se dio cuenta de lo banal de su frase y añadió:
—¿Por qué tendremos esta sensación angustiosa? No vamos a ir muy lejos.
—Un centenar de años— contestó ella.
—No te preocupes. La teoría es infalible. No es mi primer paseo por el tiempo. Dos excursiones de veinte años, adelante y atrás, son prueba suficiente de que el impulsor funciona. Esta vez el viaje es algo más largo, pero no distinto.
—Sin embargo, las máquinas automáticas que se adentraron esos cien años no han vuelto...
—Supongo que algo les falló. Puede que a los tubos se les quedaran aún más vacías sus necias cabezas, o cosa parecida. Por eso John y yo tendremos que ir a ver lo que ha sucedido. Repararemos nuestras máquinas y compensaremos las acostumbradas jugarretas de los tubos de vacío.
—¿No bastaría con uno de los dos?— preguntó Leticia.
—John no es un físico y posiblemente no encontraría la avería. Además puede hacer cosas de las que yo soy incapaz, dada su habilidad mecánica. Nos complementamos.
En aquel momento la voz de John Farrel les gritó:
—¡Todo dispuesto, muchachos! Podemos ir a la época que queráis.
—¡Adelante!
Harrison se detuvo únicamente para dedicar a Leticia una adecuada despedida. Juntos entraron en la casa y llegaron al taller del sótano.
El impulsor estaba entre un rimero de aparatos bajo la blanca radiación de los tubos fluorescentes. Su exterior no era muy impresionante. Un simple cilindro mecánico de unos tres metros de altura y diez de longitud, con el aspecto no acabado de todos los artefactos experimentales. La cubierta exterior era sólo una protección para las baterías y el macizo impulsor dimensional que en él se alojaban. En el extremo delantero había una pequeña cabina para dos hombres.
John Farrell los recibió alegremente agitando la mano. Su maciza silueta ocultaba casi por completo la exigua figurilla de Jim Carey.
—Todo dispuesto para avanzar un siglo— exclamó— ¡Allá vamos, 2073!
Carey parpadeó tras sus gruesas gafas.
—Todas las pruebas dan positivo. Al menos, eso cree John. Yo no distingo un oscilógrafo de un klystron. Tenéis un amplio repuesto de piezas y herramientas. No debe haber dificultades.
—Yo no preveo ninguna— replicó Harrison -. Leticia está convencida de que vamos a ser devorados por monstruos de ojos saltones y colmillos corno alfanjes, cuando la verdad es que sólo vamos a reparar tus máquinas automáticas, en el caso de que consigamos encontrarlas, hacer unas cuantas observaciones astronómicas y volver.
—Alguien habrá en el futuro— dijo Leticia.
—Bueno, si nos invitan a un trago no vamos a negarnos— dijo Farrell encogiéndose de hombros -. Eso me recuerda lo adecuado de un brindis.
Harrison torció el gesto. No quería dar a Leticia la impresión de que el viaje iba a tener por destino las tinieblas. Ya estaba bastante preocupada.
—¿Para qué?— dijo -. Hemos vuelto a 1953 y visto la casa en pie. Hemos ido a 2003 y allí estaba también. Y las dos veces sin nadie. Estos viajes son demasiado aburridos para merecer un brindis.
—Disiento. Nada es demasiado aburrido para echar un trago— sentó Farrell.
Sacó un frasco del bolsillo del mono y poco después los vasos entrechocaron ceremoniosamente en el laboratorio,
—¡Buen viaje!
—Buen viaje— dijo Leticia, tratando de sonreír.
- Vamos, Bernard; cuanto antes salgamos antes regresaremos— dijo John Farrell.
Con gesto decidido Harrison dejó su vaso y se precipitó hacia la máquina.
—Adiós, Leticia, te veré dentro de un par de horas... después de unos cien años.
—Hasta luego, Bernard...— y convirtió el nombre en una caricia.
Harrison se acomodó en la cabina junto a Farrel. Era alto, de largos miembros y amplias espaldas, con rasgos enérgicos y pelo castaño. Sus grandes ojos grises tenían las arrugas que dan el largo mirar a pleno sol. Llevaba sus ropas de trabajo salpicadas de grasas y ácidos.
El compartimento era apenas suficiente para los dos y estaba atiborrado de instrumentos, aparte del rifle y la pistola. Cuando Harrison cerró la puerta y puso en marcha el impulsor, el poderoso zumbido llenó la cabina y pareció vibrar en sus huesos. Las agujas avanzaron por los cuadrantes, aproximándose a valores estables.
A través de la única ventanilla vio a Leticia agitar su mano. Le devolvió el adiós y luego, con brusco movimiento, tiró hacia abajo de la palanca principal. La máquina pareció temblar, se hizo borrosa y desapareció Leticia jadeaba cuando se volvió hacia Jim Carey.
A su alrededor era ya todo una informe masa gris y el tronar de los impulsores llenaba la máquina con su enorme canción. Harrison vigilaba los contadores e hizo retroceder unas pulgadas la palanca que controlaba la velocidad de avance en el tiempo. Un siglo adelante, menos el número de días transcurrido desde que enviaron el primer autómata, no fuese algún granuja del futuro a encontrarlo y llevárselo...
Bajó la palanca, y el ruido y la vibración se detuvieron, resonantes.
El sol entraba a raudales por la ventanilla.
—¿No está la casa?— preguntó Farrell.
—Un siglo es mucho tiempo— replicó Harrison— Vamos a echar un vistazo.
Se deslizaron trabajosamente por la puerta y al fin pudieron ponerse en pie. La máquina estaba en el fondo de una excavación medio cegada sobre la que ondulaban las hierbas. Unos cuantos bloques de piedra rotos emergían de la Tierra. El cielo era de un azul brillante surcado por blancas nubes algodonosas.
—Ni rastro de los autómatas— dijo Hull, mirando en torno.
—¡Qué extraño! Vayamos arriba.
Harrison empezó a trepar por las inclinadas paredes de un pozo. Se trataba, sin duda, del sótano medio cegado de la vieja casa, que por algún motivo había resultado destruido en los ochenta años transcurridos desde su última visita. El dispositivo nivelador del impulsor lo materializaba exactamente sobre la superficie cada vez que emergía. No habría así caídas súbitas o inesperados hundimientos. Tampoco desastrosas materializaciones en el interior de algo sólido. Circuitos sensibles a la masa prohibían a la máquina hacer alto siempre que la materia sólida ocupaba su espacio y las moléculas líquidas o gaseosas podían apartarse con la suficiente rapidez.
Harrison se irguió en medio de las altas hierbas movidas por el viento y contempló el sereno paisaje de la parte alta del estado de Nueva York. Nada había cambiado. El río y las colinas boscosas de la otra margen eran los mismos. El sol brillaba y las, nubes salpicaban el cielo.
Pero... ¿dónde estaba el pueblo? ¿Qué habría ocurrido? ¿Se habrían trasladado simplemente o ... ? Volvió a mirar hacia el fondo del sótano. Hacia unos minutos— cien años atrás estaban allí en medio de un batiburrillo de viejos aparatos con Jim y Leticia... y ahora era sólo un agujero de hierbas silvestres tapizando los montones de tierra. Le invadió una extraña desolación. ¿Seguiría vivo? ¿Y Leticia? La gerontología podía haberlo hecho posible, pero nunca se sabe. Y tampoco quería averiguarlo.
—Deben haber vuelto al país de los indios— gruñó John Farrell.
Exploraron la hierba, pero no había rastro de los pequeños impulsores automáticos. Farrell, pensativo, frunció el ceño.
—Creo que emprendieron el regreso y tuvieron una avería en el camino.
—Es lo más seguro— asintió Harrison— . Vamos a hacer la observación y regresaremos.
Prepararon su equipo astronómico y tomaron lecturas del sol poniente. Esperando la noche hicieron cena en un hornillo campestre y tomaron asiento mientras las sombras se hacían más densas en torno. Los chirriantes grillos ponían su nota de vida en la oscuridad.
—Me gusta este futuro. Es muy tranquilo. Creo que me retiraré aquí en mi vejez.
Las estrellas giraban majestuosas sobre su cabeza. Harrison anotaba cifras con los tiempos de orto, recorrido y ocaso. Con ellas podrían más tarde calcular, casi al minuto, hasta dónde les había llevado la máquina. Naturalmente, no se habían movido en el espacio con relación a la superficie de In Tierra. El "espacio absoluto" era una ficción anticuada, y en cuanto al impulsor, la Tierra era el centro móvil del Universo.
—Pararemos cada diez años para buscar los automáticos— dijo Harrison— Si no los encontramos de ese modo, al diablo con ellos. Estoy hambriento.
2063. Llovía en la hondonada.
2053. Sol y vacío.
2043. La excavación era ya más reciente, y unas maderas aparecían medio quemadas en el fondo.
—Consumimos más energía de la prevista— comentó Harrison al echar un vista a los controles.
2033. Sin duda la casa se había quemado v se veían trozos de maderas achicharrados. El impulsor rugía atronándolos, mientras la energía escapaba de las baterías como el agua de una esponja exprimida.
A pesar de todo, efectuaron el siguiente salto de diez años, pero les costó media hora de ruido insoportable y agotador. El calor de la cabina se hacía insufrible.
2023. Allí seguía el sótano ennegrecido por el fuego. Sobre su suelo aparecían dos pequeños cilindros con las huellas de algunos años de intemperie.
—Los automáticos consiguieron retroceder bastante— - dijo Farrell— , al fin fallaron y ahí los tienes.
Harrison los examinó y su rostro reflejó los terrores que nacían en su interior.
—Agotados— dijo— . Las baterías están completamente muertas. Utilizaron todas sus reservas de energía.
—¿Qué quiere decir eso?— le preguntó Farrell con voz que era casi un grito.
—No sé. Parece haber una especie de resistencia que aumenta conforme tratamos de retroceder.
—¡Maldita sea!
Harrison, decepcionado, levantó los hombros. Le costó dos horas retroceder cinco años. Cuando al fin detuvo el impulsor su voz temblaba.
—Es inútil, John. Hemos consumido las tres cuartas partes de nuestras reservas de energía y cuanto más retrocedemos más gastamos por año. Al parecer, se trata de algún tipo de función exponencial de alto orden.
—Entonces...
—Que jamás lo conseguiremos. A esta marcha nuestras baterías se habrán agotado antes de que logremos retroceder otros diez años— Harrison había palidecido— . Es un efecto que la teoría no explica. Para saltos de veinte añoso menos la energía aumenta aproximadamente como el cuadrado del número de años recorridos. Pero debe existir una especie de curva exponencial que empieza a crecer aceleradamente a partir de un cierto punto. No nos queda bastante fuerza en las baterías.
—Si pudiéramos cargarlas...
—No traemos el equipo necesario. Pero quizá...
Volvieron a salir del derrumbado sótano y miraron con ansiedad hacia el río. Ni señal del pueblo. Debió ser demolido aún más atrás, en un punto de los que atravesaron al venir.
—Por esta parte no hay ayuda— dijo Harrison.
—Podemos buscar en otro sitio.
—No cabe duda,
Harrison luchaba por conservar la calma.
—No estoy seguro de que cargar a intervalos las baterías sirva de algo, John. Tengo la impresión de que la curva de consumo de energía se aproxima a una asíntota vertical.
—¿Quieres hablar inglés?— la sonrisa de Farrell era forzada.
—Quiero decir que al cabo de un cierto número de años la energía necesaria puede ser infinita. Algo semejante al concepto einsteniano de la luz como velocidad límite. Cuando nos aproximamos a la velocidad de la luz la energía necesaria para la aceleración aumenta mas rápidamente. Sería necesaria una energía infinita para superar esa velocidad de la luz.
—¿Insinúas que jamás podremos volver?
—Puedo equivocarme— replicó Farrell con mirada huidiza— . Claro que todavía tenemos dos probabilidades; recargar nuestras baterías y seguir probando ... o ir al futuro.
—¿Al futuro?
—Sí. En algún momento de él deben saber de estas cosas más que nosotros. Pueden conocer la manera de combatir este efecto. Sin duda podrán proporcionarnos un motor lo bastante potente que nos surta de energía para poder regresar.
Farrell permaneció con la cabeza inclinada dándole vueltas a la idea.
—Bien. ¿A dónde ahora?— preguntó el mecánico.
—¿Es el 2018?— preguntó el mecánico— . ¿Qué te parece por ejemplo el 2500?
—Bien; es un bonito número. ¡Leven anclas!
La máquina bramó y se estremeció. Harrison advirtió con alivio el escaso consumo de energía conforme pasaban años y décadas. A ese ritmo tenía fuerza para llegar al fin del mundo...
Año 2500. La máquina se materializó en la cima de una breve colina. La hondonada se había colmado durante los siglos transcurridos. Un sol pálido, que atravesaba nubes de lluvia arrastradas por el viento penetró en la caldeada cabina.
—Vamos— dijo Farrell— . No nos sobra el tiempo.
Había tomado el rifle automático.
—¿Qué haces?— exclamó Harrison.
—Leticia tenía razón— dijo Farrell, sombrío— . Ponte esa pistola al cinto.
Salieron y otearon el horizonte. Farrell soltó una exclamación de alegría:
—¡Gente!
Había una pequeña población más allá del río, junto al solar del viejo Hudson. Detrás se extendían campos de grano casi maduro y pequeños macizos de árboles, No había rastro de carreteras. Quizá el transporte de superficie hubiese caído en desuso.
El aspecto de la ciudad era extraño. Debía llevar allí mucho tiempo porque las casas presentaban huellas del tiempo. Una forma negra y ovoidal se elevó desde el centro de la ciudad hacia el cielo y cruzó el tío. Era un reactor y se deslizaba suavemente hacia ellos.
—El comité de recepción— susurró Harrison.
—¡Hola!— gritó Farrell a los del reactor.
El aparato picó sobre, ellos. De su morro surgió una línea de humeantes... ¡balas trazadoras!
Sus reflejos lanzaron a Harrison contra el suelo y los proyectiles se estrellaron a pocos pasos de su cabeza. Vio a Farrell saltar por los aires. Cuando intentó a su vez ponerse en pie fue derribado por la onda explosiva de una granada. Rodó por el suelo, esperando que la hierba lo ocultase, pensando que el reactor era demasiado rápido para alcanzar a un solo hombre. Siempre tiraba más allá del blanco, pero giraba como un buitre buscándolo.
John ... Lo habían matado sin provocación. El buen pelirrojo de John. Con su risa Y su camaradería, estaba muerto, y ellos, eran los. asesinos
El jet se disponía a aterrizar para darle caza en tierra. Se levantó y, un disparo sonó junto a su oreja, pero siguió corriendo. Se volvió un momento, pistola en mano para hacerles frente a tiempo de ver a unos hombres de uniforme negro salir del reactor. Las balas zumbaban a su alrededor y se precipitó hacia la máquina del tiempo. Movió la palanca mientras contemplaba a los perseguidores, casi sobre él. ¡Gracias a Dios que los tubos estaban todavía calientes!
Cuando se fundió en lo gris advirtió que sus ropas estaban desgarradas y se había clavado en la mano una esquirla metálica.
Y que John había muerto.
Contempló el cuadrante mientras hacía avanzar la señal. Sería el año 3000. Una cautelosa mirada al exterior le reveló que se hallaba entre altos edificios y sin apenas luz. ¡Magnífico!
Empleó unos segundos en vendarse la herida y ponerse la ropa de repuesto, sin olvidarse de la pistola y abundante munición. Tendría que abandonar la máquina para salir de descubierta, pero cerraría la puerta.
Salió a un pequeño patio empedrado, entre altas casas de ventanas cerradas y oscuras. Arriba la oscuridad era completa; las estrellas debían estar ocultas por las nubes, pero advirtió hacia el Norte un ligero resplandor.
Una sombra silenciosa, más negra que la noche, se deslizó junto a él, rotas por dos puntos fosforescentes. ¡Un gato negro! Al menos el hombre conservaba animales domésticos...
Cuatro hombres negros contra el casi apagado horizonte avanzaban con pasos de ritmo militar. Miró a su alrededor buscando refugio, pero no había bocacalles. Entonces una voz dura y perentoria gritó algo.
Harrison se volvió y echó a correr. Oyó un rápido golpear de botas. Y de pronto una forma oscura surgió de la noche. Dedos como alambres de acero oprimieron su brazo y se vio arrastrado por unos escalones que descendían desde la calle.
—Entre aquí— el silbante susurro sonó en su mismo oído— , ¡De prisa!
Una puerta se abrió dejando apenas una rendija. Se precipitaron por ella y el otro hombre la cerró.
—No creo que nos hayan visto— dijo con torvo acento el desconocido— . ¡Más vale así!
Era de mediana estatura y las ajustadas ropas grises que vestía bajo la capa mostraban su felina esbeltez. Llevaba una pistola a un costado y una especie de faltriquera al otro. El tinte de su rostro era de una amarillenta palidez y tenía la cabeza afeitada A Harrison le pareció una especie de mestizo blanco-mongoloide.
—¿Quién es usted?— preguntó bruscamente.
El otro le observaba con aire astuto.
—Belgotai de Syrtis. Ya veo que tú no eres de aquí. Me di cuenta que te perseguía la brigada y que, por tanto, merecías mi ayuda.
—Gracias— replicó Harrison.
—Ven, vamos a beber algo— dijo Belgotai.
Se encontraban en una sala de techo bajo y ahumado con unas cuantas viejas mesas de madera amontonadas en torno a una pequeña estufa de carbón y grandes barriles al fondo. Los hampones no se interesarían tanto por él como los funcionarios y podría informarse y aprender.
—Temo no tener con qué pagar— dijo— . A menos...— sacó un puñado de monedas.
Belgotai las miró con ansia. Después su cara se torció inexpresiva.
—Yo pagaré— dijo en tono cordial— . ¡Eh, Sembol! danos whisky,
Se situaron en un rincón y allí les llevo el tabernero algo remotamente parecido al whisky,
—¿Qué nombre usas?— preguntó Belgotai.
—Harrison. Bernard Harrison.
—Me alegro de conocerte. Ahora...— de Syrtis se inclinó y su voz se convirtió en un susurro— . Ahora, Harrison, ¿de cuándo eres?
Y sonrió al ver sobresaltarse a Harrison.
—De1973.
—¿Cómo? ¿Del futuro?
—No, del pasado.
—Eso es que contarnos de otro modo. ¿Cuánto tiempo hace?
—Mil veintisiete años.
—¡Buen viaje!— silbó Belgotai— . Nadie viene del futuro.
—¿Quieres decir que es imposible?— Harrison se estremeció.
—No lo sé— la sonrisa de Belgotai era lobuna— . ¿Cuál es tu historia?
_Quiero conseguir algo por mi información...
—Bien, desembucha va, Bernard Harrison.
Este contó su historia en breves palabras. Cuando acabó, Belgotai de Syrtis movió la cabeza gravemente.
—Te metiste entre los fanáticos hace quinientos años. Matan a quienes viajan por el tiempo. Bueno, y a casi todo el mundo.
—¿Qué clase de mundo es éste?
El brumoso acento de Belgotai le iba resultando ya más fácil. La pronunciación había cambiado algo, pues las vocales sonaban de otro modo y la r se parecía a la que en el siglo XX pronunciaban franceses y daneses. También otras consonantes se habían modificado. Palabras extranjeras, especialmente españolas, habían invadido el idioma. Pero todavía resultaba inteligible.
Los tiempos revueltos, según se desprendía del relato de Belgotai, comenzaron en el siglo XXIII con la rebelión de los colosos marcianos contra el cada vez más corrompido Directorio terrestre. Un siglo después los pueblos de la Tierra estaban en movimiento empujados por la peste, el hambre y la guerra civil, un caos del que surgió el entusiasmo religioso de los llamados fanáticos. Cincuenta años después de las matanzas en la Luna, el gobierno de los armagedonios o fanáticos se prolongó todavía unos trescientos años, pero existían vastos terrenos sublevados y los colonos planetarios iban forjando un poder que alejaba a los fanáticos del espacio; pero donde tenían auténtico control gobernaban con mano de hierro. Entre las cosas prohibidas estaba el viajar por el tiempo. Cierto que los que se aventuraban eran pocos, pues resultaba en exceso precario arriesgarse a ser muertos o reducidos a esclavitud. A finales del siglo XXVII, la Liga planetaria y los Disidentes africanos consiguieron poner fin al gobierno fanático. De la confusión de la posguerra surgió la Pax Africana, y durante doscientos años los hombres habían disfrutado de una época de relativa paz y progreso y la moderna cronología databa de la ascensión de John Mteza I. El hundimiento vino por la decadencia interna y las asechanzas de los bárbaros de los planetas más lejanos. Además, el Sistema Solar se había fraccionado en multitud de pequeños estados e incluso de ciudades independientes.
Belgotai explicó:— Este es uno de, los estados— ciudad; se llama Liung-Wei, y fue fundado por invasores chinos hace unos tres siglos. Ahora se encuentra bajo la dictadura de Krausmann, un viejo buitre obstinado que se niega a ceder aunque los ejércitos del Jefe Atlántico están ya a nuestras puertas. ¿Viste el resplandor rojo? Son sus proyectores operando sobre nuestra pantalla de energía. Cuando abran brecha en ella tomarán la ciudad y le harán pagar su larga resistencia. Nadie va a pasarlo bien ese día.
Añadió algunos datos sobre sí mismo. Pertenecía a otra época, a la fenecida era de los pequeños estados que empleaban mercenarios en sus contiendas. Nacido en Marte, había guerreado por todo el Sistema Solar. Tras la aniquilación de su banda, Belgotai había huido a la Tierra, donde arrastraba una azarosa existencia de ladrón y asesino. Poco esperaba del futuro.
- Ahora nadie necesita a un soldado de fortuna— dijo tristemente— , si la brigada no me caza antes, me colgaré cuando los Atlánticos ocupen la ciudad. Harrison asintió con una cierta simpatía.— Pero tú puedes ayudarme, Bernard Harrison— bisbisó, mirándole por entre la raya de sus ojos oblicuos -. Llévame contigo y sácame de esta maldita época. Aquí no podrán ayudarte, pues no saben más de lo que sabes tú de viajes por el tiempo y lo más probable es que te metan en un calabozo y deshagan tu máquina. Tienes que marcharte y puedes llevarme.
Harrison vacilaba. ¿Qué sabía de él? ¿Hasta qué punto era cierta la historia contada por Belgotai? Cierto que le había sido útil ...
- Soy un artista con la pistola y la vibrodaga— añadió el hombrecillo -. Y siempre será mejor que viajar en solitario.
—De acuerdo, ¿Cuándo nos vamos?
—Cuanto antes. Alguien podría encontrar tu máquina y entonces sería tarde,
—Pero... tendrás que prepararte, despedirte...
—Todo cuanto tengo está aquí— - dijo Belgotai, golpeando su bolsa con amargura Y en cuanto a decir adiós, corno no sea a mis acreedores... ¡Vamos!
Medio aturdido, Harrison le siguió fuera de la taberna, sin tiempo ni de pensar. Sin embargo le pasaron por la mente cosas como ésta: si no volvía a su época, tendría descendientes en ésta. A la velocidad a que se propagaban las líneas de descendencia, en todos los ejércitos habría hombres que tendrían SU sangre y la de Leticia, peleando entre sí, sin pensar en la ternura que les había dado el ser. Aunque, recordó molesto, nunca había considerado la común ascendencia que debía tener con los hombres que había derribado en la guerra que hizo en otro tiempo.
Los hombres vivían en su propia época, breve relámpago rodeado de oscuridad, y no estaba en su naturaleza el pensar más allá de ese nimio lapso de años. Empezaba a darse cuenta de por qué viajar por el tiempo no había sido nunca popular.
Arrastrado por Belgotai llegó al túnel de una avenida y estuvieron acurrucados hasta que cuatro hombres de la brigada, con sus negras capas, hubieron pasado. Por fin pudieron llegar hasta su máquina, oculta en su noche de espera y temor. Se oyó la risa suave y alegre de Belgotai entre las tinieblas.
—¡Libertad!— susurró.
Se introdujeron en la máquina y Harrison ajustó los controles para un salto adelante de cien años. Belgotai se lamentó:
—Lo más probable es que el mundo esté entonces tranquilo y sensato.
—Si encuentro el modo de regresar te llevaré a donde quieras.
—Pues podrías llevarme a hace cien años.
—¡Adelante entonces!
3100. Una desolación de rocas oscuras y fundidas. Harrison puso en marcha el contador Geiger que vibró locamente. ¡Radiactividad! Algún infernal artefacto atómico había borrado Liung-Wei de la exístencia. Estremecido, saltó a otro Siglo.
3200. La radiactividad había desaparecido, pero la desolación persistía en forma de un vasto cráter vitrificado bajo un cielo ardiente y tranquilo.
3500. La Tierra se había de nuevo acumulado sobre el arruinado país y un bosque empezaba a crecer. No presentaba huellas de la intromisión humana.
—Quizá el hombre haya vuelto a las cavernas— sugirió Belgotai.
El bosque duró varios siglos. Harrison renegaba. No le gustaba esto de alejarse más y más de su época. Estaba demasiado lejos para regresar sin ayuda
4100. Se materializaron sobre un amplio césped donde unos edificios bajos y redondos de algo que parecía plástico teñido se alzaban entre fuentes, estatuas y cenadores. Un pequeño aparato se cernía silenciosamente sobre sus cabezas, sin el más leve signo externo de fuerza motriz.
A su alrededor había seres humanos. Hombres y mujeres jóvenes que llevaban largas capas de colores sobre ligeras túnicas. Harrison y Belgotai alzaron las manos en amistosos gestos. Sin embargo, el soldado más próximo conservaba una de las suyas cerca del arma.
El idioma era fluido y musical, con solo un lejano tono familiar ¿Tanto habían cambiado los tiempos?
Los condujeron a uno de los edificios. En su frío y espacioso interior, un hombre barbudo, con su recamada túnica roja se levantó para recibirles. Alguien trajo una pequeña máquina que recordaba un osciloscopio con dispositivo para micrófonos. El hombre la colocó sobre la mesa y ajustó sus cuadrantes.
Cuando volvió a hablar, de sus labios salió el mismo lenguaje desconocido; pero las palabras surgían de la máquina... ¡en inglés!
—Bienvenidos, viajeros, al "American College". Siéntense, por favor.
El hombre sonrió y dijo, tras una breve pausa:
—Veo que el psicófono es nuevo para ustedes. Es un receptor de las emisiones encefálicas de los centros del lenguaje. Cuando hablamos, los correspondientes pensamientos son recogidos por la máquina, ampliados y enviados al cerebro de quien escucha, que los interpreta en función de su propio lenguaje Permítanme presentarme. Soy Hamalon Haward, decano de esta facultad del "College".
Haward se inclinó ceremonioso cuando Harrison y Belgotai dijeron sus nombres. Una esbelta muchacha, cuyo parco vestido hizo crecer los ojos de Belgotai, trajo una bandeja con bocadillos y un brebaje no muy distinto al té.
Charlaron mientras daban cuenta de todo y el decano dijo por último:
—Ya pensé que eran viajeros del tiempo. Los arqueólogos querrán hablar con ustedes.
—Nosotros queríamos pedirles ayuda— dijo bruscamente Harrison— -— . ¿Pueden arreglar nuestra máquina de modo que sea capaz de retroceder?
—A este respecto nuestra física no puede darles ninguna esperanza. No creo que últimamente les especialistas hayan introducido cambios en la teoría espacio— temporal desde su nueva formulación por Priogan. Según ella, la energía para viajar hacia el pasado aumenta mucho en relación directa con el período recorrido. La deformación de las líneas del universo, ¿saben? Más allá de un período de unos setenta años, se necesita una energía infinita.
—Eso pensaba yo— afirmó Harrison con voz sorda.
—De todas formas. la ciencia progresa muy rápidamente El contacto con culturas extrañas de la Galaxia ha resultado un gran estimulante...
—¿Dominan los viajes interestelares?— le interrumpió Belgotai— . ¿Pueden ir a las estrellas?
—Sí, naturalmente. La propulsión más rápida que la luz fue conseguida hace más de quinientos años utilizando la teoría de la relatividad modificada por Priogan. Se basa en la desviación a través de otras dimensiones... Pero ustedes tienen problemas más urgentes que ocuparse de teorías científicas,.
Pasaron dos días en el colegio. Haward y sus compañeros eran tan corteses como hospitalarios y estaban ansiosos por escuchar lo que los viajeros tenían que contar de sus épocas. Les proporcionaron alimentos, alojamiento y el descanso que tanto necesitaban. Incluso intercedieron ante el Consejo solar, vía telepantalla, pero la respuesta fue inexorable: La Galaxia tenía ya demasiados bárbaros y los viajeros tendrían que marcharse.
Quitaron sus baterías de la máquina e instalaron un pequeño motor atómico con reservas de energía casi ilimitada. Haward les proporcionó un psicófono para que pudieran entenderse con seres de cualquier época. Pero los viajeros no estaban contentos.
4300. Los edificios del "campus" habían desaparecido para ser reemplazados por pequeñas y cómodas residencias veraniegas. Jóvenes y muchachas de irisados y breves atuendos se congregaron en torno a la máquina.
—¿Son ustedes viajeros del tiempo?— preguntó uno de los muchachos.
Al verles afirmar quisieron que les hicieran el relato de sus viajes. Era el mayor acontecimiento que habían tenido desde que una nave llegó de Sirio.
Pronto comprendió Harrison que tampoco allí encontrarían ayuda. Era obvio que intentarían retenerles especialmente las mujeres, cuyos suaves brazos rodeaban los cuellos de los viajeros.
Era difícil negarse y Belgotai acabó por sonreír.
—Pasemos la noche aquí— - sugirió.
Fue una noche de orgía. Harrison consiguió reunir unos cuantos datos. Sol era en esa época un remanso galáctico, desbordante de riqueza y guardado por mercenarios no humanos contra los depredadores y conquistadores interestelares. Se había convertido en lugar de recreo de los hijos de los grandes negociantes. Pensando en Leticia, Harrison quiso llorar, pero su pecho estaba seco y frío.
Belgotai tenía a la mañana siguiente una horrible resaca, pero desapareció pronto con la bebida ofrecida por una de las muchachas. Entonces estuvo ya en condiciones de reanudar el viaje. Y pronto el brillante escenario se perdió en el tiempo.
4400. Una villa ardía y el humo y las llamas ascendían por el cielo nuboso. Tras de ellas aparecía la sombría mole, llena de cicatrices, de una astronave. A su alrededor hervía un torbellino humano, enormes individuos barbudos con yelmos y corazas, riéndose mientras cargaban el dorado botín y a los cautivos que se debatían. ¡Los bárbaros habían llegado!
Los dos viajeros saltaron de nuevo a su máquina. Aquellas armas podían convertirla en una masa ígnea y Harrison accionó la palanca mucho más adelante.
—No encontraremos un científico en una edad salvaje— dijo— . Probaré el año cinco mil.
Cuando la aguja se aproximaba a los seis siglos, Harrison trató de accionar la palanca sin conseguirlo.
—¿Qué ocurre?— preguntó Belgotai.
—Se trata del detector automático de masas. Seríamos aniquilados si emergiésemos en el mismo espacio que ocupa la materia sólida. El detector evita que el impulsor pueda detenerse donde descubre esa estructura. ¡Algún estúpido debe haber construido una casa precisamente donde estamos!
La aguja traspasó el límite y siguieron bramando a través de una tonalidad oscura sin contorno. Harrison ajustó el cuadrante y anotó el primer medio milenio. Era interesante saber qué año sería cuando emergiesen. Tenía la esperanza de que fuese pronto. Las obras del hombre eran tan terriblemente pasajeras...
Dos mil años...
Tres mil...
La cara de Belgotai aparecía blanca.
—¿Hasta dónde vamos a ir?— preguntó.
—No lo sé.
El increíble trance duraba ya veinte mil años. En el 25296, la palanca cedió súbitamente bajo la presión de Harrison. La máquina surgió a la realidad, se estremeció y descendió unos cuantos pies antes de encontrar su equilibrio. Se precipitaron a la puerta.
El impulsor descansaba sobre un bloque de piedra grande como una pequeña casa. Se hallaban hacia la mitad de una pirámide de piedra gris, de un tetraedro de unos ochocientos metros de altura y casi el doble en cada lado de la base. Arboles y césped crecían en sus titánicas laderas.
No se veía el viejo río y un lago antes inexistente relucía a lo lejos. Las colinas parecían más bajas y estaban cubiertas de bosques. También descubrieron una nave espacial, una máquina monstruosa con la proa apuntando al cielo y un escudo con un sol ardiente en su casco. Había hombres trabajando junto a ella.
Pero, ¡no todos eran hombres! Una docena de grandes ingenios relucientes se afanaban sin vigilancia al pie de la pirámide. "Robots". Y del grupo que se volvió a mirar a los viajeros, dos eran rechonchos y cubiertos de pelo azul, con caras y manos de seis dedos.
Harrison se dio cuenta, con un escalofrío, de que estaba viendo inteligencias extraterrestres. Pero era a los hombres a quienes miraba. Se trataba de individuos altos, con rasgos finos y aristocráticos y una especie de calma innata. Resultaba imposible describir su vestimenta, una especie de temblor irisado que les rodeaba. Harrison pensó que así debían ser los viejos dioses del Olimpo, seres más grandes y hermosos que los hombres.
Pero fue una voz humana la que se dirigió a ellos en un tono grave y bien modulado y un idioma totalmente extraño. Entonces recordó con exasperación que había olvidado el psicófono. Mientras tanto, uno de los seres azules manejaba un globo del que parecía surgir la familiar voz traductora:
_...viajeros del tiempo.
—Sin duda del más remoto pasado— dijo otro
—Escuchen— les espetó Harrison— . Estamos en un apuro. Nuestra máquina no puede retroceder y tenemos que encontrar una época en la que sepa cómo invertir el efecto. ¿Pueden ustedes hacerlo?
Uno de les extraños seres sacudió su cabeza.
—No— dijo— . La física no conoce el modo el retroceder más allá de unos setenta anos. A partir de ahí la energía necesaria se aproxima al infinito y..
Harrison soltó un gruñido.
—Eso ya lo sabemos— dijo Belgotai con rudeza.
—Pero pueden quedarse a descansar— intervino otro de los hombres con voz amable— . Será interesante escuchar su historia.
—Se la he contado a mucha gente en los últimos milenios— replicó agriamente Bernard— . Oigamos la de ustedes para variar.
Dos de ellos cambiaron palabras en voz baja que Harrison tradujo por: "Bárbaros... emociones infantiles... vamos a seguirles la corriente..."
—Somos una expedición arqueológica que está excavando la pirámide— dijo con aire paciente uno de los hombres— . Pertenecemos al Instituto Galáctico, rama del sector de Sarlan. Yo soy Lord Arsfel de Astracyr y éstos son mis ayudantes. Los no humanos son del planeta Quulhan, cuyo sol no es visible desde la Tierra.
—¿Quién la construyó?— preguntó Harrison, señalando hacia la gran mole de la pirámide.
—Los ixthuli alzaron estas estructuras en los planetas que conquistaron. No se sabe de dónde venían ni lo que al fin fue de ellos. Esperamos encontrar respuesta en sus pirámides.
La atmósfera se hizo más amistosa. Todos escucharon con profundo interés los relatos de Harrison y Belgotai y a cambio les dieron una pequeña lección de historia.
Tras las ruinosas guerras de los ixthuli, la Galaxia había logrado un rápido progreso. Las nuevas técnicas de psicología matemática hicieron posible conjuntar a los pueblos de mil millones de mundos y regirlos con eficacia. El Imperio galáctico era igualitario. Próspero y pintoresco, con tal diversidad de razas y culturas, avanzaba en las Ciencias y las Artes. En cuanto a los bárbaros que habitaban más allá de las Nubes Magallánicas, Arsfel albergaba el convencimiento de que no serían un estorbo, pues no tardarían a ser civilizados.
Sol casi podía ser llamado territorio bárbaro, aunque quedase dentro de las fronteras imperiales. La civilización estaba concentrada en torno al centro de la Galaxia y Sol se encontraba en lo que era actualmente un rincón del espacio remoto y con escasa densidad estelar. La raza humana casi había olvidado su antiguo hogar.
La estampa resultaba triste para un americano.
Pensó en la Tierra girando solitaria por el espacio vacío, en el arrogante imperio y todos los poderosos dominios que habían mordido el polvo a través de los milenios. Al fin se atrevió a sugerir que tampoco esta civilización era inmortal. Inmediatamente se vio inundado de cifras, hechos y lógica, de todo el curioso simbolismo paramatemático de la moderna psicología de masas. Pudieron demostrarle rigurosamente que la presente situación era intrínsecamente estable y diez mil años de historia no habían podido conmover esa seguridad.
También les mostraron el enorme interior de su astronave, los lujosos apartamentos de la tripulación, la intrincada maquinaria que pensaba por sí misma. Arsfel trato de mostrarles su arte, sus psicolibros, pero fue imposible porque no podían comprenderlos¡Salvajes! ¿Podía un aborigen australiano haber apreciado a Rembrandt, Beethoven, Kant o Einstein?
—Será mejor marcharse— susurró Belgotai— . Esto no es para nosotros.
Harrison asintió. La civilización había ido demasiado lejos.
—Yo les aconsejaría avanzar por largos intervalos— dijo Arsfel— . La civilización galáctica no habrá llegado aquí hasta dentro de muchos miles de años y, desde luego, cualquier cultura nativa que se desarrolle en Sol será incapaz de ayudarles... De aquí en adelante no encontrarán mas que paz y cultura, a menos que los bárbaros de la Tierra se hagan hostiles; pero siempre podrán dejarlos atrás. Más pronto o más tarde aquí habrá una auténtica civilización que podrá ayudarles.
—Dígame— pregunto Harrison ¿Cree que la máquina del tiempo negativa llegará a inventarse?
Uno de los seres de Quulham sacudió su cabeza.
—Lo dudo— dijo gravemente -. Hubiéramos tenido visitantes del futuro.
—¡Vamos!— rugió Belgotai.
En 26 000 los bosques continuaban y la pirámide se había convertido en una alta colina en la que los árboles se balanceaban al viento.
En 27 000 una pequeña aldea de casas de piedra y madera aparecía en medio de campos de espigas
En 28000 había hombres derruyendo la pirámide para aprovechar la piedra. Su enorme masa no desapareció hasta el año 30000. Belgotai pensó en Lord Arsfel, que ahora llevaba cinco mil años en su tumba.
En 31000 se materializaron sobre uno de los anchos céspedes que se extendían entre las torres de una amplia y fastuosa ciudad. Los aparatos ronroneaban sobre sus cabezas y una nave espacial apareció junto a ellos.
—Supongo que ha llegado el imperio— comentó Belgotai.
—Esto parece pacífico. Saldremos y hablaremos con la gente.
Les recibieron mujeres altas Y majestuosas en blancas túnicas de líneas clásicas. Al parecer, Sol era ahora un matriarcado. Supieron que el imperio no había llegado nunca hasta allí. Sol pagaba tributo y las fronteras reales de la cultura galáctica no habían cambiado.
Nada se sabía de la teoría del tiempo. Siendo así, ¿no les importaría continuar? No encajaban en la minuciosamente reglada cultura terrestre.
—No me gusta esto— dijo Harrison al volver a su máquina.
—Yo creo— comentó Belgotai— que Arsfel, a pesar de todas sus fantásticas matemáticas, estaba equivocado. Nada dura siempre.
34 000. El matriarcado había desaparecido. La ciudad era un caótico montón de piedras ennegrecidas por el fuego. Había esqueletos entre las ruinas.
—Los bárbaros están otra vez en movimiento— dijo heladamente Harrison— . No hace mucho que estuvieron aquí, pues estos huesos son relativamente recientes. Un imperio como éste puede tardar en morir miles de años, pero está condenado.
—¿Qué vamos a hacer?— - preguntó Belgotai.
—Continuar. No nos queda más recurso.
35 000. Había una choza aldeana entre árboles enormes y viejísimos. Aquí y allá surgía de la tierra una columna rota, resto de la ciudad. Al aparecer la máquina un hombre barbudo, su mujer y un grupo de chiquillos huyeron aterrados.
36000. Había otra vez un pueblo, con una vieja y gastada nave espacial. Media docena de razas diferentes, incluida la humana, se ajetreaban alrededor, trabajando en la construcción de alguna máquina enigmática. Llevaban ropas sencillas con armas al costado.
Su jefe era un joven con la capa y el yelmo de los oficiales del Imperio. Pero estos arreos tenían por lo menos un siglo. Resultaba extraño oírle repetir que permanecía fiel al emperador.
¡El Imperio! Todavía su gloria remota allá entre las estrellas, iba lentamente desvaneciéndose mientras los bárbaros penetraban en él.
—Nos espera un buen trabajo— dijo el jefe con indiferencia— . Tautho de Sirio caerá pronto sobre el Sol. Dudo que podamos resistir mucho tiempo. La muerte es todo nuestro porvenir.
Pasaron allí la noche y por la mañana volvieron a la máquina para proseguir el viaje.
Harrison contempló con ansiedad el tablero de control y comentó que tendrían que ir lejos.
50000. Surgieron de su jornada Por el tiempo y abrieron la puerta. Un rudo viento cayó sobre ellos arrastrando finos copos de nieve. Había hielo en el río que murmuraba oscuramente junto a los bosques.
La geología no trabajaba tan de prisa. Catorce mil años no eran mucho tiempo para el lento mudar de los planetas. Aquello debía haber sido obra de seres inteligentes, devastando y azotando el mundo con insensatas guerras. Una gris masa pétrea dominaba el paisaje. Se elevaba enorme a unas cuantas millas y sus macizas torres almenadas se adentraban audazmente en el cielo. Estaba medio en ruinas, con sus piedras derribadas por energías que fundieron la roca y borradas en incontables milenios de intemperie.
—Todo está muerto— dijo débilmente Harrison
—¡No! Mira, Bernard, creo que allí hay una bandera.
El viento soplaba y les penetraba como cuchillos.
—¿Vamos a ir?— - preguntó Harrison.
—Sí. Lo peor que pueden hacer es matarnos y empiezo a creer que no es tan malo.
A medida que se aproximaban a la enorme estructura, parecía agigantarse ante ellos. Tenía un bárbaro aspecto. Ninguna raza civilizada la hubiera construido así.
Dos pequeñas y raudas formas se lanzaron al aire desde aquella muralla con aspecto de acantilado.
—Aviones— dijo lacónicamente Belgotai.
Eran ovoidales, sin controles ni ventanillas a la vista. Uno de ellos cubrió a los viajeros mientras el otro descendía. Cuando aterrizó, Harrison vio que estaba cubierto de cicatrices. Pero había un medio borrado sol flamígero en su costado. Aún vivía el recuerdo del Imperio.
Dos seres salieron de la pequeña nave y se aproximaron a ellos empuñando sus armas. Uno era humano, un joven alto y bien formado. El otro...
Era un poco más bajo que el hombre, pero enormemente ancho de pecho y espaldas. Cuatro brazos musculosos nacían de los macizos hombros y una cola peluda fustigaba sus pies con garras. Su cabeza era grande, de amplio cráneo, con un rostro redondo y semianimal. Enormes bigotes sombreaban su boca de afilados colmillos. No llevaba encima más que unos arreos de cuero, pero un suave pelo gris azulado le cubría el cuerpo.
El psicófono restalló con el saludo del hombre:
—¿Quién vive?
—Amigos— dijo Harrison— . Sólo queremos noticias.
—¿De dónde sois?— había un tono duro y perentorio en la voz del hombre— . ¿Qué clase de nave es la suya?
—Tranquilízate, Vargor— ronroneó la voz profunda del otro ser— . Bien ves que no es una nave espacial.
—No— dijo Harrison— . Es un impulsor temporal.
—¡Viajeros del tiempo!— - los ojos de un azul intenso de Vargor se abrieron con asombro— . Había oído hablar de ello, pero... ¿viajeros del tiempo?— Y de pronto— : ¿De dónde sois? ¿Podéis ayudarnos?
—Somos de una época muy lejana y estamos solos.
—¿A dónde vais?— preguntó Vargor.
—Al infierno, lo más probable, Nos estamos helando aquí fuera. ¿Podríamos entrar?
—Sí. Venid con nosotros. Pero no debéis ofenderos si enviamos una escuadra a inspeccionar vuestra máquina. Tenemos que ser precavidos.
—¡Bienvenidos a la fortaleza de Brontothor! ¡Bienvenidos al Imperio galáctico!
—¿El Imperio?
—Esto es todo lo que queda de él. Una fortaleza fantasmal en un mundo helado, último fragmento del viejo Imperio.
Entraron en el estropeado aparato, se elevaron y poco después descendían al otro lado de la vieja muralla en un gigantesco patio con banderas, junto a la monstruosa mole del torreón. Se alzaba en varias plantas, con patéticos jardincillos sobre las terrazas, hasta una transparente cúpula de plástico. En las gruesas paredes había armas montadas apuntando hacia el exterior. Hombres con cascos y fusiles de energía estaban apostados como centinelas. Hombres, mujeres y niños deambulaban bajo las monstruosas murallas
—Allí está Taury— dijo el ser de otro mundo señalando a un pequeño grupo reunido en una de las terrazas. Su amplia boca se abrió en alarmante sonrisa— . Perdonadme por no haberme presentado antes. Soy Hunda de Haamigur, general de los ejércitos imperiales y mi compañero es Vargor Alfrid, príncipe del Imperio. Taury es descendiente directo de Maurco el "Legislador", último emperador debidamente ungido.
Al acercarse al grupo formado por media docena de ancianos, éstos se pusieron de pie. Sus largas barbas se movían azotadas por la ventisca. Uno de los personajes tenía la cara de un ave de largo pico.
—La corte de la emperatriz Taury— dijo Hunda.
Harrison y Belgotai contemplaron embobados a la emperatriz, tan alta corno un hombre, Sin embargo, bajo su túnica de eslabones de plata y su capa adornada con pieles era aquella la mujer con la que alguna vez habían soñado sin encontrarla nunca. Su orgullosa cabeza tenía algo que recordaba a Vargor, pero toda su nobleza era femenina. Sus ojos grandes, oblicuos y grises como los mares nórdicos, les contemplaban.
Harrison recobró el habla.
—Majestad, soy Bernard Harrison, de América, hace cuarenta y ocho mil años y mi compañero es Belgotai de Syrtis, soldado de fortuna de Syrtis, unos mil años después. Estamos a vuestro servicio.
—Es un raro placer Entremos, por favor, y olvidad la etiqueta. Esta noche limitémonos a vivir.
Fueron a tornar asiento en una sala acogedora cubierta de tapices, con pieles en el suelo y un alegre fuego en la chimenea.
—¿Así que no podéis regresar a vuestro mundo?— dijo la voz grave de Taury— . Lo malo es que no puedo aconsejaros que os quedéis, pues los tiempos no son buenos.
—Nos quedaremos unos días— decidió Harrison.
—No conseguiréis nada— zanjó Hunda— El principio del impulsor temporal se perdió hace mucho tiempo; pero aun queda mucha técnica superior a la de vuestra época.
—Lo sé— dijo Harrison— , aunque la verdad... en ninguna otra época nos hemos encontrado tan a gusto.
—Las venideras serán peores. Cuando lleguen los anvardi creo que todos moriremos. "El Soñador", el último de los consejeros del Imperio, me dijo en cierta Ocasión que quizá fuera mejor así.
—¿Cómo llegaron aquí a la Tierra los de Vro-Hi, precisamente entre tantos planetas?— quiso saber Bernard Harrison.
—Os bastará saber que lo más que el emperador llegó a mandar fue una pequeña flota. Mi padre pudo salvarse de la destrucción a que fue sometido huyendo con tres naves hacia la periferia. Pensó que valía la pena buscar refugio en Sol.
El Sistema Solar había sido cruelmente devastado en las edades oscuras. Las grandes obras de ingeniería que hicieron habitables los demás planetas fueron destruidas y la propia Tierra resultó asolada. Se había utilizado un arma que consumía el bióxido de carbono de la atmósfera. Harrison, recordando la explicación que de las épocas glaciares daban los geólogos de su tiempo, asintió comprendiendo. Sólo unos cuantos salvajes famélicos vivían ahora en el planeta. Y todo el sector de Sirio ofrecía tal desolación que ningún conquistador creía que valiese la pena ocuparse de él.
Al emperador le había gustado hacer del antiguo solar de su raza la capital de la Galaxia y se había trasladado a la arruinada fortaleza de Brontothor un milenio después.
Al día siguiente, Taury condujo a los viajeros por las zonas subterráneas a visitar a "El Soñador" y Vargor les acompañaba.
Atravesaron inmensas cavernas con bóvedas abiertas en la roca, túneles de silencio donde sus pisadas despertaban ecos fantasmales. De vez en cuando pasaban junto a una mole monstruosa; el herrumbroso armazón de alguna vieja máquina,
—En otro tiempo hubo aquí pavimentos rodantes— dijo Taury al iniciar su recorrido— Pero no hemos intentado instalar otros nuevos. Hay demasiadas cosas que hacer... reconstruir una civilización con restos dispersos.
Taury marchaba delante, con su melena leonina como una llama entre los sombras oscilantes. Vargor le seguía los pasos y Belgotai caminaba como un felino. Harrison pensó en el extraño grupo que formaban, cuatro seres humanos del alba y el crepúsculo de la civilización, pareciéndole que jamás había sido otra cosa que un cortesano de la emperatriz galáctica.
Cuando Taury abrió una puerta y apareció "El Soñado— ", Harrison, que iba preparado a todo, sufrió un rudo choque, Se había imaginado un grave personaje de barba blanca o un arácnido de enorme cabeza o un cerebro desnudo latiendo en una caja de alimentación Pero el último de los Vro-Hi era un monstruo, aunque tenía incluso una belleza misteriosa. Su gran cuerpo brillaba, iridiscente, y sus múltiples manos de siete dedos eran flexibles y graciosas; sus ojos, enormes estanques de oro líquido.
Al ver a los recién llegados se incorporó sobre sus renqueantes piernas. Apenas levantaba seis palmos del suelo, aunque la parte que era a la vez cabeza y cuerpo fuese grande y maciza. Su encorvado pico no se abrió y el psicófono permaneció silencioso. Cuando las largas antenas apuntaron hacia Harrison, éste oyó:
—Salud, majestad, Salud, alteza. Salud, hombres que llegáis del tiempo.
Telepatía... telepatía directa
—Gracias, señor. Pero, ¿cómo sabéis... ?— preguntó el extrañado Bernard.
—No he leído los pensamientos de tu mente, viajero Los Vro-Hi siempre respetamos la intimidad. Pero mi inducción es obvia.
—¿Es que pensaste durante tu último trance?— le preguntó Vargor— . ¿Llegaste a algún plan?
—No, alteza— vibró "El Soñador"— , mientras los factores permanezcan constantes no podemos hacer mas de lo que ya hacemos. Estuve trabajando en la base filosófica que ha de tener el segundo imperio.
_¿Qué segundo imperio?— ironizó Vargor.
—El que ha de llegar... algún día.— Los sabios ojos de "El Soñador" se posaron en Harrison y Belgotai
—Con vuestro permiso— pensó— me gustaría explorar vuestros depósitos de memoria. Sabemos tan poco de vuestra época... Os aseguro que un ser humano que ha vivido medio millón de años es capaz de guardar todos los secretos y se abstiene de emitir juicios morales. La exploración, de todos modos, será necesaria si he de enseñaros nuestro lenguaje.
—Adelante— dijo Harrison con repugnancia.
Por un momento sintió vértigo y un escalofrío, Taury le rodeó con su brazo y en seguida todo pasó.
—¿Y eso es todo?
—Sí. Un cerebro de Vro-Hi puede registrar un número infinito de unidades simultáneamente. ¿Te has dado cuenta en qué lengua acabas de hablar?
—¡Eh ... yo!— Harrison dejó escapar— : ¡Por los dioses! ¡Sé hablar estelar!.
—Sí— pensó— "El Soñador"— , los centros del lenguaje son particularmente receptivos y es fácil imprimir en ellos. Este método de enseñanza es sencillo y eficaz para aprender idiomas.
—Entonces empiece conmigo— dijo jocosamente Belgotai.
—Os diré que cuanto vi en vuestras mentes, era bueno y honrado. Si os quedaseis seríais útiles aquí. Aunque no debéis ignorar que los tiempos son malos.
La estridente risa de Vargor rompió el silencio.
—Somos unos proscritos y no tenemos futuro, puesto que los anvardi llegan. Cierto que les presentaremos batalla. ¡Va a ser una lucha como no recuerda esta vieja Galaxia!
De labios de Vargor surgió un apagado grito de dolor mientras contemplaba la imagen que saltaba y oscilaba en la gran pantalla de comunicación interestelar. Un hombre había aparecido en ella para decir:
—Sí, majestad, somos cincuenta y cuatro naves atestadas y la flota anvardiana viene persiguiéndonos.
—¿A qué distancia?— preguntó Hunda.
—Medio año— luz, aproximadamente señor. Estaremos cerca de Sol antes de que puedan alcanzarnos.
—¿Están capacitados para hacerles frente?— volvió a preguntar Hunda.
—No, señor— dijo el hombre— , Venirnos cargados de refugiados, mujeres, niños y campesinos desarmados. Si no nos ayudáis, señor, nos venderán como esclavos. No queremos vivir bajo los anvardi.
—¿Cuánto tardaran en llegar aquí?
A esta marcha, señor, acaso una semana— respondió el capitán de la nave.
- Bueno, continuad hacia aquí— dijo Taury con voz cansada . Enviaremos naves contra ellos. Durante la lucha podréis alejaros. No vayáis a Sol, porque habrá que evacuarlo. Nuestros hombres tratarán de establecer contacto con vosotros mas tarde.
—No merecemos tanto majestad. Salvad nuestras naves.
—¡Allá vamos!— dijo Taury con decisión, Y cerró el circuito. Luego se volvió hacia los demás. La roja cabeza tan erguida como siempre.
Impartió órdenes. La mayoría de su pueblo podía marcharse a Arlath, un desierto en el que no serían encontrados por el enemigo. Hunda y ella planearían el ataque. Tendrían que hacerlo lo más eficaz posible utilizando el menor número de naves.
—¡Si tuviésemos armas decentes!— rugió Hunda.
"El Soñador" se irguió y, antes de que pudiese Vibrar, el mismo pensamiento había saltado al cerebro de Harrison. El y el hombre de Vro-Hi se miraban con loca esperanza...
El espacio titilaba con un millón de estrellas. La Vía Láctea espumaba en torno al cielo en un rastro de fría plata y todo era sobrecogedor para un humano. Harrison sintió la soledad como no la había sentido en el viaje a Venus, porque Sol iba quedando a su espalda y se precipitaban al vacío interestelar.
Acababan de instalar la nueva arma en el acorazado, pero no habían tenido tiempo de probarla. Habían tenido que poner toda la flota en juego y la total potencia de combate de Sol. Si vencían los viejos imperiales tendrían una oportunidad pero si fracasaban...
Harrison estaba en el puente tratando de descubrir a la flota anvardiana y Hunda se mantenía en la central de control, haciendo girar los herrumbrosos volantes de señales. "El Soñador" permanecía quieto en un rincón, contemplando extasiado la Galaxia. Los demás miembros de la corte estaban cada uno al mando de un escuadrón y Harrison los había visto por la visiopantalla que enlazaba la flota.
—Faltan pocos minutos, Bernard— dijo Taury.
Se apartó del cristal flexible e inquieta como una tigresa. La fría y blanca luz de las estrellas relucía en sus ojos y en el casco con el sol flamígero que se asentaba en el bronce de su cabello. Harrison admiró su hermosura.
—A ti te toca, Bernard— dijo sonriéndole— ; viniste del pasado para traernos la esperanza. Es bastante para creer en el destino, aunque esto no te hará volver con los tuyos.
Le había tomado una mano y Harrison murmuró que no importaba.
Una voz estalló en el transmisor del puente. Taury abrió la pantalla y surgió un rostro fuerte, orgulloso y cruel, el sol brillando en su pelo verde.
- Saludos, Taury de Sol— dijo el anvardiano -. Soy Ruulthan, emperador de la Galaxia,
—Sé bien quién eres— -— dijo Taury sin alterarse— , pero no reconozco ese supuesto título.
—Nuestros detectores informan de tu aproximación con una flota que es la décima parte de la nuestra. Tenéis una nave Supernova, pero también nosotros. A menos que os avengáis a negociar seréis aniquilados.
—¿Cuáles son vuestras condiciones?
—Rendición, ejecución de los criminales que dirigieron los ataques a los planetas anvardianos y tu vasallaje ante mí como emperador galáctico.
Taury, asqueada, se volvió y Harrison dijo a Ruulthan en lenguaje explícito lo que debía hacer con sus condiciones y apagó la pantalla.
—Toma los mandos, Bernard— dijo Taury mirándolo intensamente y señalando al mismo tiempo hacia el artefacto de propulsión temporal. Si caemos en esto... adiós, Bernard.
—Adiós— respondió él con voz sombría.
Se instaló ante sus controles. Levantó un brazo y Hunda cortó la hiperpropulsión. A poca velocidad intrínseca el "Venganza" quedó cerniéndose en el espacio mientras las invisibles naves de su flota se alejaban hacia los anvardi. Lentamente hizo descender la palanca de impulsión temporal. La nave rugió cuando la energía atómica invadió los poderosos circuitos construidos para arrastrar su enorme masa a través del tiempo. Se conmovió la gigantesca máquina y una grisura sin contornos surgió al otro lado de las compuertas.
Hizo a la nave retroceder tres días. Se encontraba en el espacio vacío, todavía con los anvardi a distancia fantástica. Sus ojos se fijaron en la chispa amarilla del Sol, concentrando todas sus energías en instalar el impulsor temporal que acababa de hacerles retroceder... Esto no tenía sentido. La simultaneidad era arbitraria. Y ahora había una tarea que cumplir.
Le llegó la voz del jefe de astrogantes con un torrente de cifras. Tenían que hallar la posición exacta en la que el navío almirante de los anvardianos se hallaría dentro de setenta y dos horas. Hunda envió las señales a los "robots" del cuarto de máquina y, pesadamente, el "Venganza" comenzó a deslizarse a través de cinco millones de millas de espacio.
Harrison pensó en aquellos tres días adelante en el tiempo que les permitirían aparecer al costado del acorazado anvardiano.
Frenéticamente Hunda volvió a poner en marcha la hiperpropulsión, alcanzando velocidades superiores a las de la luz. Ahora veían la nave, erguida como una montaña de metal contra las estrellas. ¡Y todas las armas del "Venganza" dispararon a la vez!
El cañón "Vorágine", los barrenadores, las granadas y torpedos atómicos, los desplazadores de gravedad... todo el infierno acumulado en los torturados siglos de historia vomitó contra las pantallas del navío insignia anvardiano.
Bajo la monstruosa descarga, que llenó el espacio de devastadora energía hasta parecer que su misma estructura iba a entrar en ebullición, las pantallas se derrumbaron. A través de la materia sólida del casco horadaron, cortaron, desintegraron. El acero se convertía en vapor, en pura energía devoradora que se revolvía contra los demás materiales sólidos. Penetrando más y más en el casco, aquella furia era una llama asoladora que no dejaba tras de sí ni cenizas.
Ahora el resto de la flota imperial cargaba contra los anvardi. Atacada desde el exterior y con un monstruo devorador en su propia entraña, la flota anvardiana se dislocó y sus unidades lucharon a la desesperada.
Los anvardi seguían teniendo el número a su favor. Morían, pero también mataban y el puente del "Venganza" se estremecía y rugía con el fragor de la batalla. Los partes retumbaban en el altavoz: Pantalla 3 eliminada... Compartimento 5 no responde... Torre "Vorágine" 537 fuera de combate...
Harrison se encontró manejando un cañón, disparando contra navíos invisibles, buscando el blanco...
—¡Huyen!
El grito de júbilo atravesó lo que quedaba de la enorme y vieja nave. ¡Victoria! ¡Victoria! Era un grito repetido que no habla sonado allí desde hacia cinco mil años.
Harrison podía ver las dispersas unidades de los anvardi lanzadas hacia la Galaxia en desesperada búsqueda de refugio, perseguidas y acosadas por la flota imperial.
"El Soñador" se puso en pie y ya no fue un pequeño monstruo de piernas torpes, sino un dios viviente cuyo terrible pensamiento cruzó el espacio, más rápido que la luz, para plantarse rugiente en los cráneos de los bárbaros: "Soldados de los anvardi: vuestro falso emperador ha muerto y Taury "la Roja", emperatriz de la Galaxia, se alza con la victoria. Os ofrecemos amnistía y salvoconducto. Llevad esta nueva a vuestros planetas: ¡Taury "la Roja" convoca a todos los jefes de la confederación anvardiana a jurarle fidelidad y a ayudarle a restaurar el imperio galáctico!"
Estaban en el balcón de Brontothor y volvían a contemplar la vieja Tierra por primera vez en casi un año. A Harrison le resultaba extraño observar su tierra natal tras aquellos meses en los múltiples y dispersos mundos de una Galaxia más enorme de lo que era capaz de imaginar. Había como un pequeño nudo en su corazón porque estaba diciendo adiós al mundo de Leticia,
Leticia ya no existía. Era parte de un pasado muerto hacía cuarenta y ocho mil años. Ahora Taury tendría que trasladar la capital imperial del aislado Sol a la céntrica Estrella Polar y no pensaba tener nueva oportunidad de visitar la Tierra. Por eso había cruzado un millar de estrellados años— luz hasta el pequeño y solitario Sol, que había sido su morada. Llevaba consigo naves, máquinas y tropas. Los ingenieros climatólogos volverían a desviar el glacial invierno de la Tierra hacia sus polos y comenzarían la recolonización de los demás planetas. Habría escuelas, fábricas, civilización... Sol tendría motivos para recordar a su emperatriz.
Y con Harrison, en el viejo castillo arruinado, estaba Taury, contemplando la noche terrestre. Era tarde y todos debían dormir. La quietud era inmensa y los ruidos parecían haberse congelado en la helada calma.
La luna se posó, blanca, en la cara de ella, sembrando de fantasías sus ojos y su pelo. Parecía una diosa de la noche.
—¿En qué pensabas, Bernard?— le preguntó al cabo de un rato.
—Más creo que soñaba. Me resulta extraño pensar que he dejado mi tiempo y ahora incluso voy a dejar mi mundo.
—Lo sé— asintió ella con gravedad— . Yo siento lo mismo. No tendré en adelante tiempo ni para reír. Cuando se trabaja para un millón de estrellas no hay ocasión de ver iluminarse la cara de un hombre con el agradecimiento a nuestras obras. Regiremos un mundo de extraños...
Siguió otro momento de silencio bajo las distantes estrellas.
—Bernard... estoy tan sola...
La tomó en sus brazos. Sintió sus labios fríos, con el mismo relente cruel y silencioso de la noche, pero ella le correspondió con fiero anhelo.
—Creo que te amo Bernard— dijo al cabo de un rato— y nunca más volveremos a estar solos...
La luna ganaba ya el negro horizonte cuando la acompañó a sus habitaciones, La despidió con un beso y echó a andar por el sombrío corredor hacia su cuarto. La cabeza le daba vueltas; estaba ebrio con tanta dulzura y maravilla. Sentía deseos de cantar, reír y abrazar a todo el mundo estrellado. ¡Taury! Taury! ¡Taury!
Descubrió una silueta envuelta en una capa oscura. Una luz indecisa se reflejaba en su cara atormentada. Era Vargor.
—¿Qué ocurre?
La mano del príncipe se alzó y Harrison vio la oscura boca de una pistola aturdidora apuntándole.
—Lo siento, Bernard— dijo Vargor, sonriendo amargamente.
Harrison quedó paralizado e incrédulo. Vargor... el que había luchado junto a él. Se habían salvado mutuamente la vida, reído y trabajado juntos... ¡Vargor!
Relampagueó el arma. Algo crujió en su cráneo y se sintió hundir en las tinieblas.
Su despertar fue lento y el dolor iba invadiendo.
Sus nervios a medida que recuperaba la sensibilidad. Cuando su visión se aclaró, vio que estaba atado y amordazado en el suelo de su impulsor.
La máquina del tiempo... la había olvidado, abandonada en un cobertizo mientras recorría los astros.
Vargor estaba plantado en la puerta abierta. El pelo le caía en desorden y sus hermosos rasgos aparecían cansados.
—Perdóname, Bernard, te quiero y tus servicios al imperio no podrán olvidarse. Pero he tenido que emplear esta sucia y baja trampa. He de hacerlo aunque el recuerdo de esta noche me persiga toda la vida.
Harrison intentó sacudirse la mordaza.
—No puedo consentir que grites, Bernard. Amo a Taury; la amo tanto que no puedo estar lejos de ella y por ella sería capaz de hundir el Cosmos. Creí que, poco a poco, empezaba a quererme, pero esta noche os vi en el balcón y supe que estaba derrotado. No ambiciono el poder, puedes creerme. El oficio de rey consorte será duro y poco atractivo, pero si es el medio de tenerla, a él me atendré. Tú no eres de los nuestros y no compartes nuestras tradiciones. Taury ahora puede sentir algo por ti, pero pienso como dentro de veinte años. Sé que corro un riesgo. Si encuentras el medio de invertir la dirección de tu marcha por el tiempo y vuelves aquí, eso supondrá mi desgracia y mi exilio. Sería más seguro matarte, pero no soy tan malvado. Adiós, Bernard y buena suerte.
Accionó la palanca y salió del impulsor cuando éste empezaba a calentarse. La puerta se cerró a su espalda con ruido seco.
Harrison se debatía en el suelo, maldiciendo con su cerebro que era un negro pozo de amargura. Se alzó el gran zumbido del impulsor. Estaba en camino...
—¡No... detén la máquina, Dios mío.
Las cuerdas de plástico le cortaban las muñecas y se encontraba incapaz de alcanzar la palanca. Sus dedos ansiosos recorrieron la superficie de un nudo, buscando con las uñas un asidero, La máquina rugía a toda potencia volando por la infinidad del tiempo.
Le costó mucho soltarse y cuando al fin se puso en pie y se quitó la mordaza pudo mirar hacia la gris opacidad del exterior. La aguja de los siglos pugnaba contra el tope final. Calculó vagamente que había avanzado ya unos diez mil años.
Con un furioso manotazo hizo bajar la palanca. Fuera estaba oscuro y permaneció estúpidamente absorto durante unos momentos, hasta que advirtió el agua que se filtraba en la cabina por las junturas de la puerta. ¡Estaba bajo el agua! Frenéticamente volvió a empujar la palanca,
Probó el agua caída en el suelo. Era salada. En algún momento de esos diez mil años, por razones naturales o artificiales, el mar había llegado a cubrir el solar de Brontothor. Mil años después seguía bajo su superficie. Taury había muerto … y habían muerto también Belgotai, Hunda, e incluso "El Soñador"! Él mar rugía sobre la muerta Brontothor y él estaba solo. Apoyó la cabeza en los brazos y rompió a llorar.
Durante tres millones de años el océano continuaba cubriendo el solar de Brontothor. Y Harrison seguía adelante. A intervalos se detenía para ver si las aguas se habían retirado. Pero no. Y empezó a computar fechas. Varias veces pensó en detener la máquina y morir ya que Taury había muerto. Y lo hizo a los cuatro millones de años. Entonces descubrió que a su alrededor había aire seco.
Estaba en una ciudad, pero en una ciudad distinta a cuantas había visto e imaginado. No podía seguir la extraña geometría de las estructuras titánicas que surgían en torno. Enormes y devastadoras energías relampagueaban y rugían a su alrededor, como el rayo descendido a la Tierra, y a su paso el aire silbaba y quemaba.
El pensamiento fue un grito que llenó su cráneo y buscó a tientas su significado.
" ¡CRIATURA QUE LLEGAS DE] TIEMPO, DEJA AL MOMENTO ESTE LUGAR O LAS FUERZAS QUE MANEJAMOS TE DESTRUIRÁN."
Aquella visión mental le atravesaba una y otra vez, hasta las mismas moléculas de su cerebro, y su vida estaba abierta ante ellos como una blanca llama incandescente.
¿Podéis ayudarme?, gritó a los dioses, ¿Podéis hacerme retroceder en el tiempo?
"HOMBRE, NADIE PUEDE VOLVER ATRÁS, ES INTRÍNSECAMENTE IMPOSIBLE, HAS DE SEGUIR HASTA EL FIN DEL UNIVERSO, Y MÁS ALLÁ, PORQUE ALLÍ ESTÁ... "
Aulló de dolor cuando aquel pensamiento, aquel concepto insoportablemente grande lleno su cerebro humano.
"¡SIGUE, HOMBRE SIGUE! PERO NO PUEDES SOBREVIVIR EN ESA MÁQUINA. YO LA TRANSFORMARÉ... ¡SIGUE! "
El impulsor volvió a ponerse en marcha por sí solo.
Torva, desesperadamente, Harrison se precipitó en el futuro. La máquina había sido alterada. Ahora era estanca y, pudo comprobar que la ventanilla le resultaba totalmente irrompible. Algo había sido cambiado en el impulsor que lo lanzaba a increíble velocidad. Y millones de años pasaban mientras uno o dos minutos transcurrían dentro del rugiente caparazón.
Pero, ¿qué eran aquellos dioses? Nunca lo sabría, Seres de más allá de la Galaxia, exteriores al Universo mismo... el último producto de la evolución humana. Una cosa estaba bien clara: la raza humana había dejado de existir. En su huida hacia el futuro, se detenía de vez en cuando para lanzar una ojeada al mundo y su tremenda historia. A los cien millones de años contempló grandes copos de nieve arremolinados por el viento. Los dioses habían desaparecido. ¿Es que también morían los dioses?
Nunca lo sabría.
Un ser se acercaba entre la tormenta. El viento precipitaba la nieve a su alrededor en silbantes torbellinos. Su piel gris parecía escarchada. Se movía con gracia flexible e inhumana, apoyándose en un bastón a cuyo extremo brillaba una luz como un diminuto sol.
Harrison le llamó por el psicófono:
—¿Quién eres? ¿Qué haces en la Tierra?
Aquel ser llevaba un hacha de piedra en la mano y una sarta de toscas cuentas alrededor del cuello. Pero miró con resueltos ojos dorados a la máquina y el psicófono trajo su voz ruda:
—Tú debes ser del pasado más lejano, de uno de los primeros ciclos.
—Me dijeron que siguiese hace casi cien millones de años.
—Si ELLOS te dijeron eso... ¡entonces sigue!
Y aquel ser continuo su camino en la tormenta.
Harrison se lanzó adelante. A mil millones de años en el futuro había una ciudad sobre una llanura donde crecía hierba azul. Pero no había sido construida por los humanos y una voz le conminó a alejarse.
El Sol se hacía mas caliente y más blanco a medida que el cielo helio/hidrógeno aumentaba en intensidad. La Tierra giraba acercándosele lentamente. ¿Cuantas razas inteligentes habían surgido en la Tierra, vivido y muerto desde la época en que el hombre salió por primera vez de la selva?
A los cien mil millones de años, el Sol había gastado sus últimas reservas nucleares. Harrison contempló un desnudo paisaje montañoso, árido como la Luna... pero la Luna había caído hacia mucho tiempo hacia su mundo y explotado en lluvia meteórica. La Tierra estaba ahora frente a frente con su estrella; su día era tan largo como su año. Harrison veía parte del enorme disco rojo sangre del Sol brillando desmayadamente.
Algunos miles de años después no había ya otra cosa que la oscuridad más elemental. La entropía había alcanzado su máximo, las fuentes de energía estaban agotadas, el Universo había muerto.
Gritó ante aquel terror de cementerio y lanzó la máquina hacia delante. Sin el mandato de los dioses podría haberlo dejado allí, abrir la puerta al vacío y el cero absoluto y morir de una vez. Pero tenía que seguir. Había alcanzado el fin de todas las cosas, y debía continuar. "Más allá del fin de los tiempos". Transcurrieron miles y miles de millones de años. Harrison yacía en su máquina hundido en un coma apático. Una vez consiguió animarse a comer un sándwich. Era chistoso. El último ser vivo, la última expresión de energía libre en el Universo, devorando un sándwich.
Cuando volvió a detenerse miró al exterior y distinguió un débil resplandor lejano, el más vago indicio de luz, allá en los cielos.
Temblando, saltó otros mil millones de años. La luz era ahora más fuerte, un gran resplandor giraba incipiente en el cielo.
EL UNIVERSO SE TRANSFORMABA.
El espacio debía haberse expandido hasta alguna especie de límite, y ahora estaba recogiéndose sobre sí mismo, para comenzar de nuevo el ciclo, el ciclo repetido nadie sabía cuántas veces en el pasado. El Universo era mortal pero también un fénix que nunca moriría realmente, Y de pronto se vio libre de su deseo de morir. Al borde del fin deseaba contemplar la próxima época, pero, ¿cómo saber si iba a formarse un mundo bajo sus pies?
Con súbita decisión accionó la palanca hacia delante. Y pudo contemplar algunas edades geológicas. pero no salió de su máquina, aunque se detuvo de vez en cuando. La atmósfera sería irrespirable hasta que las plantas hubiesen liberado bastante oxígeno.
¡Siempre adelante! A veces estaba bajo el océano, otras sobre la Tierra. Vio extrañas selvas, con helechos y líquenes gigantes, surgir y perecer en el frío de una época glacial y surgir otra vez con renovadas formas de vida.
Un pensamiento le rondaba, bullendo en su subconsciente mientras avanzaba. No se hizo presente durante varios millones de años, y de pronto... " ¡La Luna! ¡Oh, Dios mío, la Luna!".
Sus manos temblaban demasiado violentamente para poder manejar la máquina. Finalmente, con un esfuerzo, se dominó lo suficiente para empujar la palanca. Salto hacia adelante en busca de una noche de Luna llena.
Allí estaba. El mismo viejo rostro... ¡la Luna!
La impresión fue demasiado grande.. Aturdido, reanudó su viaje, y el mundo empezó a tener un aspecto familiar. Había pequeñas colinas boscosas y un río brillaba a lo lejos...
No acabó de creerlo hasta que vio el pueblo. Era el mismo... Hudson, Nueva York.
Estuvo un gran rato sentado, dejando que su cerebro de físico considerase el tremendo hecho. En términos newtonianos, significaba que cada partícula recién formada en el génesis tenía exactamente la misma posición y velocidad que cada partícula correspondiente del ciclo interior, En el más aceptable lenguaje einsteiniano, el continuo era esférico en todas dimensiones. En cualquier caso... si se viajaba lo suficiente a través del espacio o del tiempo, se volvía al punto de partida.
¡PODRÍA VOLVER A CASA!"
Descendió corriendo la colina bañada de sol, sin cuidarse de su extraño atavío, y siguió corriendo hasta que el aliento le faltó en los pulmones y el corazón parecía a punto de saltarle del pecho. Jadeando, entro en el pueblo, penetró en un banco y miro el maltratado calendario y el reloj de pared.
17 de julio de 1936, a la una y media de la tarde. A partir de estos datos podría calcular al minuto su hora de llegada en 1983.
Regresó lentamente, las piernas temblorosas, y puso de nuevo en marcha la máquina. Fuera se hizo la gris opacidad por última vez.
1983. Bernard Harrison descendió de la máquina. Su movimiento en el espacio, en Brontothor, le había sacado de la casa Jim Carey, y ahora estaba a media ladera de la colina en cuya cima se hallaba el viejo edificio.
Sobrevino un ramalazo de silenciosa energía. Harrison se volvió de un salto, alarmado, y vio cómo la máquina se disolvía en metal fundido... en gas... en una nada que brillo brevemente y desapareció.
Los dioses debieron poner en ella algún dispositivo aniquilador. No querían ver sus ingenios del futuro sueltos por el siglo XX.
Harrison pensó que no había peligro de ello y subió lentamente la colina pisando la hierba húmeda. Había visto demasiada guerra y horror para dar a los hombres unos conocimientos para los que no estaban preparados. Tanto él como Leticia y Jim Carey tendrían que silenciar la historia de su regreso alrededor del tiempo, porque aquello ofrecería un medio de viajar al pasado, y eliminaría la barrera que impedía al hombre el uso del impulsor para el crimen y la opresión. El segundo imperio y la filosofía de "El Soñador" estaban todavía muy lejanos en el tiempo.
Avanzaba. La colina parecía extrañamente irreal después de cuanto había visto, de todo el enorme mañana del Cosmos. Nunca volvería a encajar del todo en la pequeña ronda de días que le quedaban por vivir.
Taury... Su amado rostro flotaba ante él y creyó oír su voz susurrar en el frío y húmedo viento que le acariciaba el pelo como lo hicieran sus manos fuertes y suaves.
—Adiós...— murmuró hacia la cercana inmensidad del tiempo. Adiós, amada mía.
Lentamente subió los escalones y se halló junto a la puerta. Habría que llorar a John. Y después escribir un informe, cuidadosamente censurado, y vivir una vida de atrayente trabajo junto a una muchacha dulce, amable y bella, aunque no fuese Taury. Parecía más que suficiente para cualquier mortal.
Penetró en el living y sonrió a Leticia y Jim Carey.
—Hola— dijo— . Creo que llego algo temprano.
FIN
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