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domingo, 5 de octubre de 2008

SCIFI -- TRILOGIA DEL REVERENDO HAKE -- 01 -- MARTE ENMASCARADO -- FREDERICK POHL

Pohl - Trilogía del Reverendo Hake - 01 - MARTE ENMASCARADO


El inolvidable autor de Mercaderes del espacio, Homo Plus y Pórtico (por no mencionar sino sus novelas más conocidas), fiel a la línea de «ciencia-ficción sociológica» de la que es tal vez el máximo representante, nos habla en este relato de una guerra —estremecedoramente verosímil— que no es ni fría ni caliente… sino todo lo contrario.
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MARTE ENMASCARADO
Frederik Pohl


I
El día en que fueron a buscar al Reverendo H. Hornswell Hake era su trigesimonoveno aniversario, y su secretaria, Jessie Tunman, le había preparado un pastel. Porque era muy comedida y sentimental, sólo le había colocado dos velitas. Y, porque Jessie era así, lo había plantado frente a él con una mueca de disgusto.
—Es muy considerado por tu parte, Jessie —dijo él, contemplando el recubrimiento de coco que tanto le desagradaba.
—Claro. Lo mejor será que te lo comas rápido, porque tu gente de las nueve en punto está saliendo en este momento de su cochecito. ¿No vas a apagar las velas? —lo contempló mientras lo hacía—. Bueno, feliz cumpleaños, Horny. Sé que te hubiera gustado más de chocolate, pero ya sabes que te produce granos.
No esperó una respuesta, sino que cerró la puerta tras ella.
Naturalmente, lo había encontrado vestido sólo con el pantalón de deporte, levantando pesas ante el espejo. Ahora que había dejado de hacer ejercicio se estaba congelando; abrió rápidamente un cajón y metió dentro las pesas. Se puso los pantalones, se colocó unas botas forradas sobre los calcetines de deporte y comenzó a abotonarse la camisa, cubriendo la gran trama de cicatrices que se curvaba bajo su pezón izquierdo. Para cuando aparecieron sus primeros feligreses ya estaba sentado tras su escritorio, volviendo a semejar más el religioso unitario que era que el macho deportista que parecía antes.
Otro matrimonio que se iría al traste, si él no lo solucionaba. Era una responsabilidad que había aceptado tiempo ha, cuando había hecho sus votos en el seminario, pero eso no hacía que las cosas fueran más fáciles. Les ofreció a aquellos jóvenes un pedazo de su pastel de cumpleaños y se arrellanó en el sillón para escuchar, una vez más, sus quejas y acusaciones.
Hake se tomaba muy en serio sus funciones religiosas, pero sobre todo sus funciones como consejero. Y de todas las exigencias de apoyo y resolución de problemas que le imponía su congregación, las más difíciles y agotadoras eran las relativas al matrimonio. Acudían a él para que les aconsejase sobre problemas conyugales, con el rostro brillante y una fina capa de sofisticación tratando de cubrir sus descarnadas y aterrorizadas interioridades. Él les daba el máximo apoyo que podía.
—¡Te aseguro que te amo de veras, Alys! —gritaba furioso Ted Brant.
Hake contemplaba educadamente a Alys. Ella no respondía a sus palabras; estaba mirando, con los labios muy apretados, a un rincón de la habitación. Hake suprimió el deseo de suspirar y siguió en silencio. Esto era la mitad del trabajo de consejero: mantener la boca cerrada, aguardando a que los que iban a casarse o estaban pensando en divorciarse escupieran todo lo que había en su interior, lo que realmente pensaban. Tenía los pies fríos. Estiró disimuladamente la mano y los arrebujó más con la manta afgana con la que se los había tapado.
Una llamada en la puerta rompió la escena y Jessie, su secretaria, atisbó por la rendija:
—Lo lamento —dijo atropelladamente—, pero esto parecía importante.
Dejó una nota en la mesilla y cerró la puerta de nuevo, sonriendo a los jóvenes para mostrarles que, en realidad, no los estaba interrumpiendo.
Horny extrajo sus pies de la manta afgana y atravesó la alfombra para ir a mirar la nota:
«Un inspector de Hacienda quiere verle inmediatamente.»
¡Oh, Dios! —exclamó. Su conciencia estaba tan limpia como las de la mayoría, lo que equivale a decir que algo turbia sí que la tenía. No es que esperase sufrir ningún problema grave, pero estaba acostumbrado a enfrentarse con cosas a las que no se les podía llamar problemas, pero que resultaban ser unas molestias interminables. Una de las cosas buenas de su profesión era que muchas de las cosas en las que la gente gastaba dinero eran, para el clérigo, deducibles de impuestos: la casa mucho mayor de la que necesitaba un hombre solo, justificable porque muchas habitaciones eran empleadas para menesteres parroquiales tales como la tarea de aconsejar, o las reuniones, que en realidad eran pequeñas fiestas en las que se tomaba vino y queso, o aquellos viajes ocasionales, que a él tanto le agradaban, que casi siempre eran para acudir a seminarios, convenciones eclesiásticas y cursillos profesionales. Pero lo malo que tenía aquella buena situación era que, cuando uno podía deducir tanto, tenía que pasar mucho tiempo demostrando que las deducciones eran correctas.
Ted Brant lo estaba contemplando a él ahora, con la expresión de un hombre que se da cuenta de que le han ofendido.
—Pensaba que esta reunión era acerca del fracaso de nuestro matrimonio —dijo.
—Así es, Ted. Lamento la interrupción —explicó—. Y, sin embargo, llega en un momento muy adecuado. Quiero que intentéis hablar en privado acerca de las cosas que aquí hemos discutido. Así que voy a salir de esta habitación durante diez minutos. Y si no sabéis de qué hablar, pues bien, Alys… tu podrías reflexionar acerca de lo que opinas sobre eso de cooperar en la cocina: ése es un punto muy adecuado, sobre lo que sientes acerca de esa cocina tan sucia. Y no tenéis que excusaros por mostrar cuáles son vuestros verdaderos sentimientos —señaló la botella de vino y la cafetera—. Servíos lo que queráis. Y coged otro pedazo de pastel.
En la antesala, Jessie estaba dando vueltas a la multicopista y contando páginas: Clisclás, clisclás, clisclás. Hizo una pausa para decir:
—Te está esperando en su coche, Horny.
—¿En su coche?
—Es un tipo raro, Horny. No me gusta. Y, escucha, la calefacción se ha vuelto a descomponer. Fui abajo a ver, pero no hay presión en el gas.
—El del gas dijo que pasaría hoy.
—Nunca viene hasta última hora de la tarde y, para entonces, nos habremos convertido en carámbanos. Voy a tener que enchufar la estufa eléctrica.
Hake gruñó. El racionamiento de energía hacía que la vida resultase difícil cuando el invierno se resistía a desaparecer, como estaba sucediendo aquel final de marzo. La compañía eléctrica había montado un fusible sellado en la acometida. Se suponía que no debía saltar por debajo de los treinta amperios, pero la verdad es que no eran demasiado precisos. Si saltaba, aquello significaba que había que esperar a que llegase un electricista de la compañía a repararlo, al que seguía un policía con una citación por derroche de energía.
—Hazlo si lo crees necesario —admitió—, pero apaga unas cuantas luces. Y entra a apagar el calentador del estudio. Ahí dentro ya tienen suficiente calor animal.
—Me molesta mucho interrumpir a los jóvenes —dijo ella, con aire virtuoso.
—Seguro que sí. —Era verdad: lo que a ella le gustaba era escuchar tras la puerta. Él se puso un suéter y salió al porche. El viento llegaba directamente desde el Atlántico y lo rociaba con gotitas de espuma del mar o llovizna.
La casa parroquial era un edificio de ciento cincuenta años de antigüedad, de los tiempos en que los presidentes iban a Long Branch a tomar los aires del mar (y a morir allí, como sucedió con un par de ellos). Aquellos días pertenecían al pasado. Las tallas del porche estaban reblandecidas por la podredumbre y el Fondo de Reconstrucción nunca alcanzaba para pagar el cambio de las contraventanas y de las tejas que saltaban cada vez que el viento soplaba. En otro tiempo aquélla había sido la casa de veraneo de una acaudalada familia de Filadelfia, luego un prostíbulo, un garito de los tiempos de la Ley Seca, un asilo donde llevaban a morir a los ancianos, el cuartel general del grupo local de Ku Klux Klan, ocho o diez tipos diferentes de pensión y por fin había quedado vacía… Últimamente había pasado mucho tiempo vacía. Y la Iglesia Unitaria la había comprado entonces, porque era barata. Si no la hubiesen declarado edificio histórico haría tiempo que la hubieran derribado, pero los unitarios habían supuesto que lograrían el suficiente trabajo gratuito por parte de equipos de voluntarios, como para reconstruir las chimeneas, colocar un nuevo techado, arreglar las cañerías y dar una capa de pintura a la totalidad. Al final sí que la pintaron… y todo lo demás fue remendado. Incluso la pintura estaba empezando a caerse. El viento marino había arañado el verde unitario para dejar a descubierto el amarillo del garito y el marrón del prostíbulo, e incluso rastros de lo que debía de ser el blanco original de la casa veraniega.
Hake descansó la mano en el raíl del ascensor para la silla de ruedas, que no había vuelto a usar desde su renacimiento, hacía dos años, y se sujetó la bufanda buscando a su visitante. No era fácil ver coches entre los montones de cascotes de las excavaciones de la calle, que parecían haberse convertido en algo crónico… pero al fin lo descubrió. No cabía error: en una manzana por la que se desperdigaban algunos triciclos a motor y unos pocos minivolkswagen, era el único Buick, además un cuatro puertas. ¡Y, a pesar de que Hake no podía dar crédito a sus sentidos, esperaba con el motor en marcha!
Horny Hake tenía un carácter fuerte, adquirido en el kibbutz en el que había pasado su niñez y en el que se respetaba la libertad de expresión de cada uno; un lugar en donde si uno no chillaba hasta quedarse ronco, ni siquiera se daban cuenta de que existía. Bajó los escalones de un salto, abrió de un tirón la pesada puerta, tan ineficiente y malgastadora de combustible, se inclinó hacia el interior y gritó:
—¡Cerdo derrochador de energía, apague ese motor!
El hombre que había al volante lanzó el cigarrillo que llevaba en los labios y volvió hacia él un rostro asombrado:
—¿Reverendo Hake?
—¡Vaya si soy el Reverendo Hake, sea-usted-quien-sea ¿Qué mierda pasa con mi declaración de impuestos? —Temblaba, en parte por el frío y en parte por la ira—. ¡Y apague de una vez ese maldito motor!
—¡Ah, sí, señor, claro! —giró la Ilave de contacto y empezó a subir el cristal de la ventanilla con una mano, mientras trataba de estirarse para acabar de abrir la puerta del lado de Horny con la otra—. Hágame el favor de entrar, señor. Desde luego, lamento el haber dejado el motor en marcha, pero con este tiempo…
Hake, irritado, se metió en el coche y cerró la puerta.
—De acuerdo. ¿Qué pasa con mis impuestos?
El joven luchó por extraer una cartera del bolsillo trasero de su pantalón de la que sacó una tarjeta de visita:
—Ésta es mi tarjeta, señor. —Decía:
T. Donald Corry Adjunto Administrativo Senador Nicholson Bainbridge Watson
—Pensaba que era usted de Hacienda —dijo Hake suspicaz, girando la tarjeta en su mano. Estaba muy bien impresa y, aparentemente, hecha con papel de lino no recuperado… ¡Otro tipo de despilfarro!
—No, señor. Llegados a este punto esa afirmación se convierte ya en… esto, inoperante.
—¿Significa eso que ha mentido?
—Significa, señor, que ésta es una cuestión de seguridad nacional. Y no he querido exponerme a revelar un asunto tan delicado a su colaboradora la señora Tunman, o a esas personas de su parroquia que están dentro.
Horny se volvió en el acolchado asiento y estudió a Corry. Empezó a hablar con tono normal, pero cuando acabó estaba gritando:
—¿Quiere usted decir que ha venido aquí, apestando el aire con su gran Buick, me ha sacado de una sesión de consejos matrimoniales a mis feligreses, ha sobresaltado a mi secretaria, a la que no puedo pagar lo suficiente como para permitirme que esté descontenta, me ha dado un susto de muerte haciéndome creer que habían venido a revisar mi declaración de impuestos, y lo único que quería decirme es que un senador al que no conozco quiere venir a hablarme?
—Sí, señor —dijo Corry, parpadeando— más o menos es eso, Reverendo Hake; a excepción de que el, esto, senador tampoco tiene nada que ver en el asunto, también eso es inoperante. Y, en cualquier caso, nadie va a venir aquí.. Usted va a ir allí.
—No puedo dejarlo todo e irme…
—Sí, sí puede Reverendo. Tengo aquí sus documentos de viaje. El de las 8, 15 a Newark, el Metroliner a Washington; estará usted en destino a la una y cuarto y le habrán terminado de informar a las dos, como muy tarde. Adiós, Reverendo Hake.
Y, antes de que Horny se pudiera dar cuenta de lo que pasaba, estaba de nuevo fuera del vehículo, aquel pestilente motor de ocho cilindros se había puesto en marcha y el coche había girado en dirección prohibida y se había marchado.
—¿Te has metido en problemas, Horny? —le preguntó ansiosa Jessie Tunman.
—No creo. Bueno, quiero decir que supongo que todo es cuestión de rutina —le contestó, saliendo de su abstracción.
—Vale, eso es bueno porque ya tenemos bastantes problemas. He estado escuchando la radio: hay algaradas en Asbury Park y los basureros se acaban de declarar en huelga, de modo que habrá racionamiento de metano si la cosa no se ha solucionado para mañana.
—Oh, Dios.
—Y sigo sin poder conseguir algo de calor, y será mejor que entres porque hace un minuto los he oído gritándose ahí dentro.
Hake meneó la cabeza tristemente; casi se había olvidado de los problemas matrimoniales de sus feligreses. Pero eran menos complicados que los suyos propios y, desde luego, no tan preocupantes. Se estiró al atravesar la puerta:
—Bueno —inquirió—. ¿Qué és lo que habéis decidido?
Ted Brant paseó la vista por la habitación y contestó:
—Supongo que tendré que decirlo yo: Alys está decidida a divorciarse.
Aquello era un golpe bajo; Horny había confiado en que se reconciliarían. Así que su voz sonó irritada cuando dijo:
—Lamento oír eso, Alys. ¿Estás segura? Naturalmente; yo no tengo al matrimonio por un sacramento indisoluble, pero la experiencia me dice que la gente que se divorcia casi siempre repite el mismo estilo de matrimonio con nuevos cónyuges. Ni mejoran, ni empeoran.
—Estoy segura, Horny —afirmó Alys. Lo enrojecido de sus ojos y las señales en el maquillaje mostraban que había estado llorando, pero ahora se dominaba.
—¿Es por Ted?
—Oh, no.
—¿Walter?
—No. Ni tampoco por Sue-Ellen. Son de lo mejor que haya. Pero serán más felices con otra persona, Horny.
—¡No lo seremos, cariño! —gritó apasionadamente Walter Sturgis—. Eres todo lo que deseamos en una esposa. La casa no será igual sin ti.
—Lo lamento, Walter, pero esto es algo que debo hacer.
Sturgis la miró, con ojos que dejaban escapar lentas lágrimas. Respiraba jadeando.
—Oh, Horny —gimió—. Nunca pensé que fuera a acabar así. Recuerdo el día en que conocí a Alys.
—¡Oh, Walter, calla… por favor! —dijo ella.
El negó con la cabeza.
—Ted nos presentó. Ellos dos acababan de casarse. Siempre me había caído bien Ted, pero jamás había pensado en un matrimonio plural hasta que conocí a Alys, tan hermosa, tan distinta. Y luego, cuando apareció Sue-Ellen, todos nos acoplamos. Nos propusimos en matrimonio el mismo día en que la conocimos.
—En realidad fue dos semanas después de que nos conociésemos, cariño —intervino Sue-Ellen con alguna dificultad: ella también había estado llorando.
—No, querida, eso fue después de que tú y yo nos conociéramos; me estaba refiriendo a cuando los dos conocimos a Ted y Alys —corrigió y luego siguió, desesperado—: Si Alys no cambia de idea no sé lo que voy a hacer, Horny. Jamás encontraré a otra mujer como ella. Y estoy seguro de que Ted y Sue-Ellen piensan lo mismo.
Mucho después de que se hubieran marchado, Horny siguió sentado en la creciente oscuridad, preguntándose dónde habría estado su fallo. Pero, ¿el fallo había sido suyo? ¿No tendría algo que ver la terrible y creciente tensión y desesperación del mundo? ¿No estaría eso destruyendo más nexos sociales que simplemente los del matrimonio? Las huelgas y los atracos, el desempleo y la inflacción, la repentina desaparición de las frutas frescas de las tiendas en verano y de los árboles de Navidad en diciembre, las preocupantes y permanentemente molestas carencias que se habían convertido en el hecho central de la vida de todos y cada uno… ¿No sería ahí donde estaba la causa y no en un fracaso personal suyo?
Pero sentía el fracaso como propio. Y esto casi le resultaba una idea atractiva. Llevaba el suficiente tiempo ejerciendo su ministerio como para darse cuenta de que algún atisbo de culpa era un posible inicio para un tema de sermón. Tomó el micrófono, apretó el botón y comenzó a dictar antes de fijarse en que no se había encendido la luz roja de la puesta en marcha.
Al mismo tiempo Jessie Tunman abrió la puerta sin llamar.
—¡Horny! ¿Has encendido tu estufa?
Miró hacia abajo con aire culpable y allí estaba. No brillaba, pero estaba caliente y chasqueaba por las tensiones térmicas.
—Supongo que sí.
—Vale, pues esta vez si que la has hecho buena. Ha saltado el fusible de la acometida.
—Lo lamento, Jessie. Bueno, el de la compañía del gas estará pronto aquí…
—Sí, pero entonces el encendido no funcionará, porque no habrá chispa eléctrica, ¿no? Tendrás suerte si no se hielan las cañerias, Horny. En cuanto a mí, estoy pasando frío, así que me voy a casa.
—Pero la hoja dominical…
—Acabaré de imprimirla mañana, Horny.
—¿Y mi sermón? ¡Ni siquiera he empezado a dictarlo!
—Ya lo dictarás mañana, Horny. Y lo pasaré a máquina.
—No podré. Tengo que irme… tengo que hacer algo mañana.
Ella le contempló con curiosidad.
—Bueno —dijo, haciendo una mueca—, pues cuando subas al púlpito el domingo por la mañana siempre puedes hacerles unos juegos de manos. Me he de ir ya, o me pondré enferma, y entonces tampoco podré venir mañana.
La contempló subirse la cremallera de su anorak guateado y transferir el broche de plata en espiral de su blusa al mismo. Cuando se iba, apareció alguien en la puerta y, por un momento, Horny tuvo esperanzas… ¿Sería el hombre de la compañía del gas? ¿O el de la electricidad? ¿O quizá ambos? Pero no, era el policía con una citación por malgastar energía.
—Es su quinta contravención, Reverendo —sonrió burlonamente, soplándose el aliento a las enrojecidas manos—. ¿No cree que debería dejarle un par de impresos en blanco, para que los llene usted mismo y evitarme un viaje la próxima vez?
Horny se lo quedó mirando: era un hombretón alto y gordo, con un nudo que indicaba que era homosexual en la hombrera de su uniforme, un brazalete de cuero claveteado en la muñeca y la bandera estadounidense a medio camino entre los otros dos símbolos. No era el tipo de persona con la que a Horny Hake le agradara discutir. Le vinieron un centenar de respuestas hirientes a los labios, pero lo que dijo fue:
—Gracias, Sargento. Vaya tiempo malo, ¿eh?

II
Apenas si llegó a las 8,15 a la parada, pero también el autobús iba retrasado. Para cuando el vehículo llegó arrastrándose ya había pasado diez interminables minutos al incesante y gélido viento. La primera parte estaba llena, lo que significó subir al remolque y sentarse junto al gasógeno, que era viejo y no hermético, por lo que escupía humo al interior del autobús cada vez que el conductor cambiaba de marcha. Podría haberse quedado dormido, pero estaba la cuestión de su sermón del día siguiente. No tenía sentido dejarlo para otro momento. Quitó la tapa de la maltrecha máquina de escribir portátil, se la colocó sobre las rodillas y comenzó a aporrear las teclas:
Hay que hallar algo que amar en cualquiera.
Bueno, aquello era un inicio. Cuando uno pensaba en ello podía encontrar algo que amar en cualquier ser humano. ¿Jessie Tunman? Era una gran trabajadora: el mundo se haría pedazos si no fuera por las personas como ella. El hombre de la compañía del gas, yendo de casa en casa a pesar del tiempo tan desapacible, para hacer que la gente estuviera caliente. El Sargento Moncozzi… no encontró nada que amar en el Sargento Moncozzi; esto interrumpió su cadena de pensamientos, por lo que permaneció un momento perdido, con la mente en cien cosas a la vez para, finalmente, tachar lo que había escrito y teclear un nuevo título:
Si no puedes amar a alguien, al menos sé tolerante
—Disculpe —le dijo la señora sentada a su lado—. ¿Es usted escritor?
La miró. Se había subido en Matawan y era una mujer de mediana edad, con un anillo de casada del viejo estilo beligerantemente exhibido en su dedo y un cabello inciertamente dorado.
—No exactamente —le contestó.
—Ya me parecía a mí —contestó ella—. Si fuera usted un verdadero escritor estaría escribiendo en lugar de quedarse mirando el papel en blanco.
Él asintió con la cabeza y volvió a mirar por la ventanilla. El autobús con remolque estaba traqueteando cuesta arriba por la larga pendiente del Puente Edison, con el motor gruñendo sin lograr alcanzar los cuarenta kilómetros por hora. No iba mal en llano, pero en cualquier cuesta que pasase del tres por ciento no podía alcanzar el límite legal de ochenta. Abajo, el río estaba repleto de hielo que se estaba ya rompiendo, festoneado por una maraña de jacintos de agua. Un remolcador se afanaba obstinadamente en abrir camino para un tren de barcazas de carbón que había que llevar río arriba.
—Cuando yo era pequeña —comentó la mujer, inclinándose sobre él para mirar por la ventana—, por ahí iban las barcazas-tanque, llenas de petróleo.
Frotó el vaho para dejar un círculo libre en la ventanilla y resopló, mirando a las casas baratas.
—Docenas de tanques. Y de los grandes. Y todos ellos llenos. Y refinerías, con los penachos de llamas surgiendo en la cima porque estaban quemando los gases sobrantes. ¡Gases sobrantes, jovencito!. Ni siquiera pensaban en aprovecharlos. Oh, le aseguro que aquellos sí que eran buenos tiempos, los de los setenta.
Si no puedes amar a alguien, al menos sé tolerante.
Horny, ejercitando al máximo su tolerancia, dijo:
—Supongo que tiene que haber lugares en los que viva la gente.
—¿La gente? ¿Y quién habla de la gente? Lo que yo digo es, ¿dónde está ahora el petróleo, jovencito? Todo el que nos dejaron los judíos lo tienen ahora los comunistas. Si no fuera por ellos, volverían los buenos viejos tiempos.
—Bueno, señora…
—Usted sabe que tengo razón, ¿no? ¡Y todo este crimen y toda esta contaminación! —se dejó caer en su asiento, con el cuello girado para mirarle triunfante.
—¿El crimen? ¡No sé que tiene que ver el crimen con eso!
—Pues está bien claro. Todos esos jóvenes sin nada que hacer… si tuvieran coches podrían dar vueltas por ahí con unas cervezas y alguna chica y todos contentos. ¡Oh, qué bien me acuerdo de los buenos tiempos, hasta que estos judíos los echaron a perder!
Horny Hake luchó por contener su indignación. Naturalmente, ella se estaba refiriendo a las represalias israelíes contra la Liga Árabe, las incursiones aéreas y acciones de comandos que habían hecho saltar en llamas todos los principales campos petrolíferos del Oriente Próximo, originando la tormenta de fuego de Abú Dabi y un millar de otros incendios más pequeños, pero igualmente inmensos.
—¡No estoy de acuerdo, señora! ¡Israel estaba luchando por su supervivencia!
—¡Y echando a perder la mía! Hablemos de la contaminación; ¿sabe usted que los judíos aumentaron la proporción de partículas suspendidas en el aire en un siete coma dos por ciento? ¡Y lo hicieron por pura maldad!
—¡Lo hicieron para salvar sus vidas, señora! No eran los ejércitos árabes lo que ponían en peligro a Israel, eso quedó demostrado en seis ocasiones: ¡era el petróleo árabe y el dinero árabe!
Ella lo miró con creciente comprensión y luego se sorbió la nariz.
—¿Es usted judío? —le preguntó— ¡Ya me parecía a mí!
Hake se tragó la respuesta y volvió a mirar por la ventanilla, casi a punto de estallar. Tras un momento le volvió a colocar la tapa a la máquina de escribir, la deslizó bajo el asiento, cerró los ojos, cruzó las manos y comenzó a hacer sus ejercicios isométricos, para relajarse.
El problema con aquella pregunta era que tenía una respuesta complicada y aquella mujer no le caía bastante bien como para dársela. Hake no se consideraba judío… bueno, no lo era. Pero era aún más complicado. Tampoco pensaba en sí mismo como en un clérigo, o al menos no era el tipo de persona que uno se imaginaba cuando pensaba en un hombre de la iglesia allá en su niñez. Y considerando lo mucho que había cambiado su vida en los últimos dos años, no estaba muy seguro de lo que realmente era. Bueno, excepto de que él era él. Físicamente podía ser alguien nuevo, pero interiormente era el viejo Horny Hake, cuyas alternativas estaban muy limitadas: no tenía demasiada suerte con las mujeres ni demasiado éxito en las finanzas. Quizá ni siquiera fuera demasiado brillante, en comparación con los chicos jóvenes que ahora salían de los seminarios. Pero, de todos modos, era el centro de su universo personal.
El primer recuerdo de infancia que tenía Horny era de haber sido llevado, apresurada y no demasiado cuidadosamente, a través de los trigales del kibbutz de sus padres. Los rociadores de agua estaban funcionando y el olor del grano pesaba en el aire húmedo y calmo. Quizá entonces tuviera unos tres años y era mucho después de la hora en que debería haber estado en la cama.
Se despertó gritando, algo lo había asustado. Y seguía asustándole: sonidos rugientes, atronadores, gente gritando y quejándose. No sabía lo que era. El pequeño Horny sabía muy bien cómo sonaba el fuego de los cohetes, porque cada semana había visto a la milicia del kibbutz practicando en los campos baldíos. Pero esto era diferente: no podía identificar aquellas aterradoras erupciones con el ordenado fuego de la práctica de tiro. Ni tampoco había oído antes a la gente gritar de miedo y agonía cuando estallaban los cohetes. Comenzó a llorar. «Silencio, bilmouachira», dijo quienquiera que lo estuviera llevando a cuestas; era la voz de un hombre, ronca y asustada. No era la de su padre y, entonces, se dio cuenta de que ni su padre ni su madre estaban con él, que estaban solos él y aquél desconocido, y dejó de llorar. Todo era demasiado aterrador para poder resolverlo con simples lágrimas.
A los tres años era lo bastante pequeño como para ser tratado aún como un bebé, pero lo bastante mayor como para que eso no le gustase. También le molestaban las sensaciones físicas que notaba allí donde se encontraban: hacía un calor molesto, pero la neblina de gotitas de los rociadores era húmeda y fría. «Déjame en el suelo, nagboret», le gritó al hombre que le llevaba, pero éste no le hizo caso, sino que colocó una mano sucia y callosa, que sabía a grasa y sal, sobre la boca de Horny. Y entonces Horny reconoció la mano: era la de Ahmet, el electricista palestino que controlaba las máquinas de ordeñar del kibbutz y que hacía de canguro para los padres de Horny cuando éstos volaban a Haifa o Tel Aviv, a pasar el fin de semana.
En toda lógica la vida de Horny debería haber acabado justo en ese momento, porque los comandos de la OLP los tenían justo en su campo de tiro. Lo que les salvó fue una diversión: Horny recordaría toda su vida aquella torre de llamas que pareció alzarse hasta el cielo. Luego, cuando creció, la llegó a confundir mentalmente con la tempestad de fuego de Abu Dabi, que se produjo cuando los israelíes lanzaron su carga hueca nuclear en los campos petrolíferos que daban poder a los árabes. Naturalmente, esto era imposible. Probablemente, lo que en realidad estalló en el borde del kibbutz no fue más que los depósitos de combustible para los tractores, pero aquello mantuvo ocupados a los guerrilleros durante el tiempo suficiente como para que él salvara su vida.
Horny nunca volvió a ver a su padre. Ninguno de los hombres que componían la milicia del Kibbutz Meir sobrevivió al primer combate. La madre de Horny se salvó, pero había sido demasiado gravemente herida como para poder volver a la vida agrícola. Cogió a su hijo y volvió a los Estados Unidos, vivió lo bastante como para casarse con un viudo con cinco hijos y darle una nueva hermanastra a Horny. Era lo mejor que podía hacer por su hijo y ya fue mucho. Él creció en el seno de aquella familia en Fair Haven, New Jersey, bien cuidado y con una buena educación.
Eso fue durante la última guerra árabe-israelí, la cuarta después de la del Yom Kippur, la segunda después de la de la Bahía de los Tiburones, la que solucionó para siempre la situación. Ya mayor, Horny se había debatido alternativamente entre sus deseos de volver a Israel, para trabajar en su reconstrucción (al parecer Israel se las arregló muy bien sin él), o ayudar a su nuevo país como ingeniero termodinámico capaz de resolver los problemas originados por la eliminación de las reservas petrolíferas. Las cosas no fueron así. Quizá hubieran podido serlo, si no hubiera pasado gran parte de su juventud en una silla de ruedas. Pero, tras cuatro años en el MIT, comenzó a darse cuenta de que con la tecnología no podía resolver el tipo de problemas sobre los que le consultaba la gente: como inválido, el joven se convirtió en el hombro al que todos iban a llorar, el depositario de todas las confidencias. Y descubrió que aquello le gustaba, así que el siguiente paso fue el seminario y acabó siendo un clérigo de la Iglesia Unitaria.
No se había casado. No porque estuviera en una silla de ruedas. ¡Oh, no! Bastantes muchachas le habían dejado bien claro que aquello no iba a ser un inconveniente para ellas. En sus días de seminario había pagado las consultas de un psiquiatra, una docena de horas de ésas que sólo duran 50 minutos, para tratar de descubrir, precisamente, por qué él era así. Aunque no estaba seguro de haber sacado buen provecho a aquel dinero, el caso era que, al parecer, todo tenía que ver con su excesivo orgullo. Pero, ¿por qué era tan excesivo su orgullo? Había descubierto que estaba lleno de conflictos sin resolver. Odiaba a los árabes que habían matado a su padre y, a la larga, también a su madre. Pero el hombre que le había ocultado entre el trigo y salvado la vida también era un árabe, y a éste lo amaba. Lo habían educado como judío, aunque un judío no practicante en lo religioso, claro, pero, eso sí, en una atmósfera llena de dreidels y velas de Chanukkah. Sin embargo, sus dos progenitores habían nacido en el seno de iglesias protestantes, uno en la luterana, la otra en la metodista, aunque admiraban el estilo de vida de los kibbutz (o sea, las granjas colectivas de Israel), y se habían presentado voluntarios para trabajar en uno de ellos; en aquellos excitantes años en que los kibbutz de la segunda generación abandonaban el campo para instalarse en las ciudades y las granjas agroindustriales estaban desesperadamente necesitadas de mano de obra.
Así que había acabado siendo el pastor de la Iglesia Unitaria de Long Branch, New Jersey, situada entre un aparcamiento y una pizzeria, y era un estilo de vida que le agradaba bastante. Al menos hasta su última operación, la de hacía dos años, en la que las cosas habían cambiado mucho.
Ahora ya no estaba muy seguro de lo que realmente le gustaba. Tenía claro, eso sí, lo que le disgustaba: le molestaba el crimen, la suciedad, la pobreza y la maldad; y lo que más le disgustaba eran las personas llenas de prejuicios, tales como la mujer sentada a su lado. Se quedó en silencio todo el camino hasta Newark, donde salió del autobús, mientras el conductor permanecía en la puerta del mismo vigilando con la escopeta en sus manos hasta que los pasajeros se encontraron a salvo en el interior de la estación, justo a tiempo para coger el Metroliner hacia Washington.

El Metroliner era un convoy de coche motor y tres remolques, con conductor, ayudante, revisor y azafata. Desde fuera parecía resplandeciente y nuevecito; por dentro no era tan nuevo. Por una parte, en el compartimiento que le tocaba por su billete, tres de las ventanas estaban encalladas abiertas; por otra parte, la mujer del autobús de Long Branch le siguió, pisándole los pasos, aparentemente ansiosa por reanudar la conversación.
Durante los primeros treinta kilómetros Hake trató de parecer dormido, pero le resultaba difícil: no sólo estaba abierta la ventanilla que tenía tras él, sino que, además, por alguna extraña razón, el aire acondicionado estaba puesto a toda marcha, y cada vez que se recostaba y cerraba los ojos le daban gélidas corrientes de aire en la frente.
En la parada en el restaurante Howard Johnson de las afueras de Filadelfia bajó, fue al lavabo de caballeros, salió y se quedó hosco, contemplando el depósito de escoria, hasta que el conductor, impaciente, hizo sonar la bocina. Saltó al interior en el último minuto, seguido de cerca por una muchacha vestida con un mono de pana, que le dedicó una sonrisa sorprendentemente invitadora. La sonrisa desapareció cuando él se sentó en el asiento delantero, junto a una mujeraza negra que pasaba cuentas de rosario. La chica dudó y luego se fue hacia atrás, al más cercano asiento vacío y, agradecido, Hake se quedó dormido.
Se despertó mucho tiempo después, dándose cuenta de que alguien le estaba hablando en un penetrante susurro:
—…molestarle, pero es muy importante. ¿Querría venir conmigo al lavabo?
Se incorporó súbitamente, notándose agarrotado por el sueño y algo irritado. Su vecina negra se había ido y había sido sustituida por una portorriqueña que aguantaba a un niño con una mano y un ejemplar de El Diario con la otra.
La voz llegaba de detrás de él; se volvió y se topó con los ojos de la chica del mono.
—¡Vuélvase! —susurró ella, tensamente—. ¡No me mire!
Confuso, obedeció la orden. El susurro le llegó de nuevo:
—Creo que le vigilan y no quiero problemas, así que lo que haré será ir hacia el lavabo. Nadie se fija mucho en los que hacen eso. Iré al de la izquierda: tiene la taza rota, así que no lo usan demasiado. ¿Vendrá usted?
Hake iba a preguntarle para qué, pero se tragó la pregunta. En lugar de eso inquirió:
—¿Dónde estamos?
—A una media hora de Washington. Vamos, tigre, no le voy a hacer daño.
—Tengo que bajar muy pronto —explicó Hake—. Quiero decir que no voy hasta el mismo Washington…
—¿Quiere usted ir hacia atrás y dejar de discutir? Mire, yo me voy ya hacia el lavabo. Espere un minuto, luego se levanta, camina tranquilamente y entra allí. Dejaré la puerta sin cerrar. Hay mucho sitio, ya lo he comprobado.
—Señora —intervino Hake—. No sé exactamente lo que sucede, pero le ruego que me deje en paz.
—¡Estúpido!
—Lo lamento.
—Ni siquiera sabe para qué quiero que venga allí conmigo, ¿no es cierto? —susurró ella, muy irritada.
—¿No lo sé? —hizo una pausa, sorprendido—. Bueno, pues supongo que no lo sé.
—Pues entonces venga. Es importante.
Y se levantó, se giró en el pasillo, estudiándole y siguió hacia atrás. Nadie la miraba, pues ya estaban en esa fase de los largos viajes en transportes colectivos en la que todo el mundo está dormido, absorto en algún pasatiempo, o simplemente cataléptico.
Por un momento, Horny Hake se planteó seriamente el seguirla, por si acaso era algo interesante. Realmente, era una mujer de buen aspecto, mucho más joven que él, pero no tan joven como para que le resultase embarazoso. En realidad, no había muchas posibilidades de que ella buscase cortarle el cuello o infectarle con alguna enfermedad de ésas que se contraen por contacto íntimo. No tenía mucho que perder, pensó Hake; pero justo en ese momento el autobús redujo la marcha y el conductor se inclinó hacia el pasillo, sin apartar los ojos de la ruta:
—Ésta es su parada —gritó.
Podría haber resultado interesante, debería haber corrido el riesgo, pensó Hake… pero ésa es la historia de mi vida. Mientras bajaba del Metroliner, en un apeadero privado marcado con el cartel de la Lo-Wate Bottling Co., Inc., miró hacia atrás y vio a la chica saliendo apresuradamente del lavabo, contemplándole con resentimiento y rabia.

Hake abrió sus instrucciones selladas y las releyó para estar seguro:
Baje del autobús en la entrada de la Lo-Watte Bottling. Vaya a pie hasta la entrada marcada Visitantes, que está a medio kilómetro. Dé su nombre al recepcionista y siga sus instrucciones.
Estaba bastante claro. El edificio en el que se leía «Visitantes-Análisis de Mercado-Ventas y Promoción» tenía dos pisos y estaba cubierto de yedra. Era un veterano de los años de la descentralización, allá por los sesenta o los setenta; pero estaba bien conservado. El recepcionista era un joven que escuchó a Hake cuando éste le dijo su nombre y luego le preguntó: «¿Puedo ver sus documentos de viaje?» No se molestó en leerlos, sino que los colocó, boca abajo, bajo una bombilla cubierta que emitía un débil brillo azulado por debajo de la pantalla que la cubría. Horny no pudo saber lo que el recepcionista vio, pero aparentemente le resultó satisfactorio:
—El caballero con el que está usted citado le recibirá dentro de unos diez minutos —dijo—. Haga el favor de tomar asiento.
Casi se habían cumplido los diez minutos, según el reloj de Hake. El recepcionista había sido tan amable como para dejarle utilizar el lavabo de la sala de espera… No se había atrevido a hacerlo en el autobús, a pesar de que con su charla la chica le había hecho sentir ganas. Entonces, el recepcionista le hizo una seña y le dijo:
—El caballero con el que está usted citado le recibirá ahora. Esta señora le acompañará hasta su despacho. Por favor, cumpla con las siguientes instrucciones: camine a diez pasos por detrás de su guía. No mire hacia el interior de ninguna oficina. Deje aquí cualquier cámara, película, micrófono o aparato de grabación que lleve encima, Si lleva con usted alguna película sin revelar o cinta magnética resultarán dañadas.
—No llevo nada de eso —afirmó Hake.
El joven sonrió, no pareciendo sorprendido. Pensando luego en lo ocurrido, Hake recordó la pausa de treinta segundos en el vestíbulo antes de entrar, esperando que se abriese una puerta automática: sin duda, durante ese tiempo, unos detectores magnéticos habían buscado cualquier metal que pudiera llevar oculto en su persona.
Su guía era una pequeña anciana, maternal y sonriente, que caminaba con lentitud, gritando con voz aguda y penetrante:
—¡Pasa una persona del exterior!
Hake no miró al interior de las oficinas, porque estaba teniendo la inquietante sensación de que allí estaba sucediendo algo de muy alta importancia, y que más le valía seguir las órdenes; pero escuchaba el crujido de papeles que eran tapados y de mapas y gráficos colgados en la pared a los que se les daba la vuelta, surgiendo de cada puerta al pasillo frente a la que cruzaban.
Parecía claro que la Lo-Wate Bottling era la tapadera para algún tipo de organización gubernamental. Y, aunque no hubiera tenido sospechas previas, las palabras «cumpla con las siguientes instrucciones» apestaban a jerga oficial.
Todas las paredes estaban desnudas, a excepción de lo que parecían ser tomas de ventilación pero que podrían haber ocultado equipos de vigilancia; la pintura era en el tono crema obligado en las instalaciones gubernamentales, y no se veía ventana alguna. Hake recordó el exterior del edificio… ¿No tenía ventanas? Pero quizá fueran falsas.
La mujer de aspecto maternal llegó a su destino. Era una puerta cerrada que tenía un marquito para una placa con el nombre de su ocupante, pero en lugar de un nombre había en ella un número: T-34. La guía comprobó cuidadosamente la numeración con la de una tarjeta que llevaba en la mano, golpeó dos veces con los nudillos y aguardó. Cuando la puerta se abrió apartó cuidadosamente la vista, clavándola en el techo, y entonó:
—Aquí está el señor con el que el señor tiene una cita.
Hake entró y estrechó la mano del señor, aceptó un asiento y un cigarrillo y aguardó.
El señor se instaló en un butacón de cuero tras una mesa sin cajones, de acero inoxidable, y a su vez encendió un cigarrillo. Era bajo, delgado y muy peludo: no sólo tenía una enorme cabellera que se erizaba en todas direcciones, sino una gran barba mal cuidada. Su aspecto no era el de un hombre que ha decidido dejarse barba y melena sino el de alguien que, en un momento lejano del tiempo, ha dejado de preocuparse por sus pilosidades. Vestía pantalones caqui, ajustados, y una guerrera del Ejército sin insignias, sobre una camisa azul de trabajo desabrochada al cuello; y de la cintura le colgaba un cinto con pistolera en la que llevaba una automática calibre 45.
—Me imagino que te preguntas qué estás haciendo aquí; Horny —dijo
Hake lanzó un largo suspiro.
—Aciertas de lleno, amigo…
El hombre hizo una finta con la mano.
—Mi nombre no importa. Supongo que ya te habrás imaginado que esto es una de ésas jodidas organizaciones de espionaje y todo eso. Porque si no lo has pensado, es que eres muy tonto. Así que no damos nuestros verdaderos nombres a gente como tú, pero me puedes llamar… —hizo una pausa para levantar una esquina de uno de los papeles que tenía, boca abajo, sobre un escritorio—… Ah, sí. Me puedes llamar «Cascarrabias».
—¿Cascarrabias?
—No me preguntes el motivo del nombrecito, yo no soy quien los piensa. Bueno, la primera cosa que tenemos que hacer es llamarte a filas, así que ponte en pie y repite conmigo el juramento…
—¡Hey, hey, un momento! ¡Tengo treinta y nueve años, por lo que ya me han dado la licencia definitiva y, además, soy un ministro religioso!
—Oh, sí. Sí que lo eres. Pero también fuiste cadete en las Milicias de Complemento en la Universidad, ¿no?
—¡Eso es una ridiculez! En realidad no hice los cursillos de la escuela de complemento, pues iba en una silla de ruedas. Es el tipo de cosas que hacen, ponerle el uniforme a un inválido, para la publicidad, por puras relaciones públicas…
—Pero juraste la bandera y, cuando firmaste tu adhesión, lo que firmabas era pasar veinte años en la Reserva. Y eso no ha cambiado, ¿verdad? Así que ponte en pie y haz el juramento…
—No —exclamó Horny, para quien las cosas estaban yendo demasiado de prisa—. Quiero decir… ¿no podrías explicarme antes qué es todo esto? Supongo que es algún tipo de operación de la CIA, pero…
—Oh, Horny, te pones pesado. Mira, la CIA fue disuelta hace años, tras esos escándalos como los de Watergate. ¿No lo sabías? Ya no existe.
—Entonces, ¿qué…?
El hombre se puso en pie y, de pronto, pareció mucho más alto.
—Tienes dos posibles elecciones, Hake —dijo con voz átona—. O haces el juramento o vas a la cárcel por prófugo. Sólo es una condena de cinco años, pero serán cinco años muy duros, Hake, realmente muy duros. Y luego se nos ocurrirá otra cosa que hacerte.
A Horny Hake le llevó unos tres segundos el catalogar sus otras alternativas y darse cuenta de que no tenía ninguna; a desgana y con mala cara se puso en pie y repitió cuidadosamente el juramento.
—Esto está mucho mejor —dijo el hombre, con voz cálida—. Lo primero que debo hacer es darte tres órdenes. Recuérdalas bien, Horny. No puedes apuntártelas, pero yo voy a grabar cada orden y tu respuesta, que en cada ocasión será: «Entiendo la orden y la obedeceré.» ¿Vale? De acuerdo. Primera orden: este proyecto y tu participación en el mismo son alto secreto y no deben ser comentados con nadie, en ninguna ocasión, sin mi autorización específica o la autorización de la persona que me reemplace en el caso de que muera o me aparte del cargo. ¿Comprendido?
—Supongo que sí…
—No, no; es así: «Entiendo la orden y la obedeceré.»
—Entiendo la orden y la obedeceré —dijo Hake, pensativamente.
—Segunda orden: sacar de la clasificación de alto secreto cualquier material relativo a este proyecto es algo que sólo puede hacerse con una orden explícita, por escrito, mía o de mi sucesor. Esto no tiene un límite en el tiempo. Quedas obligado a ello por el resto de tu vida. ¿De acuerdo?
—Vale —aceptó Hake, muy decaído—. Yo…
—Mal: «Entiendo…»
—Entiendo la orden y la obedeceré.
—Tercera: esta clasificación de secreto también se aplica al hecho de que has vuelto a ser llamado a filas. No puedes informar a nadie de esto.
—¿Y qué supone que debo decirle a mi congregación? —El otro frunció el ceño y Hake continuó:— Oh, está bien… Entiendo la orden y la obedeceré. Pero, ¿qué se supone que debo decirles?
—Estás muy enfermo, Horny —le contestó con aire de complicidad—. Tienes que tomarte un tiempo para recuperarte.
—Pero no puedo irme sin más y…
—Desde luego que no. Te buscaremos un sustituto. Además —prosiguió—, desde tu punto de vista esto tiene otras ventajas. Para cuestiones pecuniarias, serás puesto en la nómina de la Lo-Wate, como consultor, con el salario anual de un funcionario de la categoría G-16… que, por si no lo sabes, equivale a unos 83.000 dólares al año, contando las primas y los aumentos por el incremento del coste de la vida. Y esto… veamos —sacó un bloc de notas del interior del bolsillo de su camisa— …representa un incremento de unos treinta mil sobre lo que te está dando tu iglesia en estos momentos.
—¡Pero me gusta ser un religioso! —Mientras estaba exclamando estas palabras, él mismo se daba cuenta de lo irrelevantes que resultaban, así que estalló:— ¿Por qué yo?
—¡Ah! —dijo el otro, todo él simpatía—, ¿cuánta gente habrá hecho esa pregunta? Los que morían en un campo de batalla. Las chicas a las que violaban. Los niños con leucemia. Naturalmente, en tu caso es algo más fácil de explicar. Buscamos personas que estuvieran en las Fuerzas Armadas o que pudieran ser llamadas a filas, mayores de veinte años pero no con más de cuarenta y cinco; procedentes del Oriente Próximo, pero que no fueran de ascendencia ni árabe ni judía. Y supongo que no eran muchas las personas que cumplían con todos los requisitos, Horny. Luego les asignamos una puntuación según méritos. Este tipo de clasificación —le dijo confidencialmente—, acostumbra a significar que no tenemos ni idea de lo que realmente queremos. Lo hacemos basándonos en un par de cosas: en este caso, conocimiento de idiomas del Mediterráneo Oriental, conocimiento de las costumbres del área, estar libre de todo tipo de obligación que pueda interferir con partir hacia lugares desconocidos durante largos períodos. Este tipo de cosas. Y tú ganaste, Horny, sacaste la puntuación más alta, con mucho.
—¿Quieren que me convierta en un espía en el Oriente Próximo?
El otro tosió.
—Bueno, eso es lo más curioso. Aquí dice que tu primera misión será en Francia, Noruega y Dinamarca. Es raro —dijo filosóficamente—. Pero de tanto en cuando la maquinaria se mete en un jodido lío. Bueno, me lo paso muy bien hablando contigo, pero tienes que ver a otras dos personas antes de partir. Voy a hacer que te acompañen a tu siguiente cita.

La siguiente persona era una mujer regordeta y realmente hermosa, que inmediatamente le preguntó:
—¿Sabe usted mucha historia?
—Bueno…
—No me refiero a los antiguos romanos y los Duques de Borgoña: hablo del último par de décadas. Por ejemplo: ¿por qué no ha habido una guerra clara, a tiros, en los últimos veinte años?
Bueno, a eso podía dar una respuesta. Nadie tenía ánimos para iniciar una nueva guerra a tiros, después de los breves pero violentos baños de sangre que habían inundado una veintena de países pequeños durante un par de décadas. Por una parte, era una mala cosa para los negocios. La industria del petróleo había rugido de dolor cuando los israelíes habían demolido los campos petrolíferos árabes, la del acero aullaba bajo el ahogo del control de precios, los bancos lloraban por los controles monetarios.
—Yo diría —empezó a decir muy concentrado— que, es por que…
—Es porque resulta demasiado peligroso —le interrumpió ella—. Ya nadie gana una guerra… si el enemigo se entera de que está en guerra.
—¿Cómo dice?
—Hay dos maneras de ganar una carrera, Hake. Una es derrotar al contrincante por pura superioridad. La otra es poniéndole una zancadilla. Y nos están poniendo la zancadilla. ¿Por qué cree que andamos tan cortos de energía en este país?
—Bueno, porque el mundo se está quedando sin…
—Porque ellos manipulan nuestra balanza de pagos, Hake. Un marco alemán vale ahora tres dólares, ¿lo sabía? ¿Y qué me dice del crimen?
—¿El crimen?
—¿Es que no ha oído hablar de la ola de criminalidad? Hoy en día ya no resulta seguro andar por las calles de ninguna ciudad de los Estados Unidos. Ni siquiera nuestras carreteras están seguras: en cada estado hay asaltantes de autobuses. ¿Sabe por qué no se puede conseguir un aguacate, por mucho dinero que se esté dispuesto a pagar? Porque alguien… ¡alguien!… alguien trajo deliberadamente unos parásitos que…
—Un momento —la interrumpió Hake—. Creo que ha ido demasiado deprisa en eso del crimen. No he acabado de entenderlo…
—¡Está bien claro, Hake! Alguien está promocionando esta ruptura de la ley y el orden. Llegan películas españolas y argentinas, pornográficas, que muestran a atracadores en las calles y asaltantes de autobuses cepillándose a todas las chicas. ¡Parecen películas baratas pero…!, ¡oh, qué bien estudiadas están! La guerra no consiste sólo en bombas y cohetes, querido amigo, sino en hacerle daño al enemigo de cualquier modo que a uno le sea posible. Y si le puedes hacer daño de tal modo que le resulte imposible demostrar lo que le estás haciendo, entonces es toda una victoria para tu bando. Y eso es lo que nos están haciendo, Hake. Mire esta grabación.
Y colocó un cassette en un vídeo.
Horny lo contempló confuso. Empezaba mucho, mucho antes de las Grandes Guerras. Los pacíficos británicos habían sido los adelantados en este inmoral equivalente de la guerra, allá en el siglo diecinueve: habían encontrado un buen método para eliminar la resistencia en los pueblos que tenían sometidos, a base de animarles a convertirse en adictos al opio. Y los mismos Estados Unidos habían exportado sus cigarrillos y su Coca-Cola a todo el mundo. Ahora bien, según aquella grabación, estos métodos formaban parte de la política estatal: China inundaba a la Unión Soviética con vodka de la Comecon a la mitad del precio del mercado. No era un arma y nadie moría, pero el veinte por ciento de los trabajadores del acero de Magnetogorsk estaban ausentes, en un día normal de trabajo, a causa de las resacas. Tokio había inundado las Marianas con fideos de sukiyaki de gran calidad y muy baratos, recordándoles a los votantes sus nexos con la madre patria justo antes del referéndum que devolvió aquellas islas al Japón. Durante las restricciones de agua de Londres, que se produjeron antes del Gran Robo de las Aguas de Escocia (que era como llamaban los nacionalistas escoceses a la desviación de caudales hídricos del norte al sur de las islas), los nacionalistas irlandeses se dedicaron a ir reventando las válvulas de las tomas de agua para los bomberos, mientras que sus simpatizantes, menos atrevidos, dejaban abiertos los grifos de sus casas. El sistema funcionó tan bien que refugiados palestinos, tras el entrenamiento adecuado, repitieron el proceso en Haifa hasta el punto de que doscientos mil acres de plantaciones de naranjos murieron por falta de irrigación en Israel.
Por aquel entonces esto se había convertido en algo totalmente institucionalizado y absolutamente secreto. Todo el mundo lo hacía. Nadie hablaba de ello.
Horny Hake estaba horrorizado. Tan pronto como comprendió el meollo de lo que le estaban mostrando exclamó:
—¡Pero esto es una animalada! ¡Se supone que las guerras ya se acabaron!
La mujer paró el vídeo y suspiró:
—Pase por esa puerta, hay alguien que quiere examinarle.
El alguien resultó ser un joven caballero de color arena, con gafas, que tenía un cierto parecido con Hake.
—Soy Jim Jackson –dijo, poniéndose en pie—. Soy su sustituto.
—¿Sustituto en qué? —preguntó Hake.
—Usted va a tomarse un año sabático —le contestó Jackson, mirándole muy pensativo—. ¿Es ésa la expresión correcta?
—¿Sabático? Eso es cuando un profesor o un religioso se toma unas vacaciones… ¿No se supone que me he puesto enfermo?
—¡Oh, mierda! —exclamó Jackson molesto—. ¿Ya han vuelto a cambiar de historia? Bueno, en cualquier caso voy a sustituirle mientras usted presta sus servicios a la patria.
Hake lo miro con recelo.
—¿Es usted un ministro de mi Iglesia?
—Soy lo que me dicen que sea —Jackson se alzó de hombros—. Me dicen «eres un ejecutivo de cuentas» o «eres un productor de televisión» y yo lo soy. Le sorprendería lo fácil que resulta cuando tú eres el jefe. Cuando el jefe es otro resulta algo más difícil, pero también lo logro. A veces la cago, pero nadie se da cuenta.
Hake estaba horrorizado.
—¡Pero un ministro de una congregación tiene un trabajo muy duro! ¿Cómo podrá usted ocuparse de mi parroquia?
—¡Oh, creo que me las arreglaré! —contestó Jackson—. Me dijeron que quizá tuviera este encargo, así que el domingo fui a una iglesia. No me pareció tan difícil. De todos modos, cuando salí de allí me llevé una colección de sermones, de ésos que pasan a multicopista, que me servirán para ir tirando, al menos durante las primeras semanas. Claro —añadió—, que aquella era una Iglesia Baptista y, si no me equivoco, usted es congregacionista. O algo así. Supongo que hay diferencias doctrinales, pero eso no me causará problemas. He tomado prestados algunos libros en la biblioteca: libros clásicos, pero buenos. ¿Qué otras tareas tiene usted?
—Hacer de consejero de mis feligreses —contestó inmediatamente Hake—. Los sermones no son nada en comparación con eso. Toda la gente de mi parroquia puede venir a contarme sus problemas, en cualquier momento.
—¿Y usted se los resuelve?
—Bueno –carraspeó Hake—, no. No siempre se los resuelvo. Eso que usted dice representa un punto de vista anticuado, estructuralista. Uno no puede obligar a la gente a que adopte soluciones: ellos tienen que generar sus propias soluciones.
—¿Y cómo logra que hagan eso?
—Les escucho —contestó con prontitud Hake—. Les dejo hablar y cuando llegan al lugar en donde está la parte dolorosa les pregunto qué creen que pueden hacer al respecto. Naturalmente, se producen algunos fracasos, pero la mayoría se dan cuenta de lo que deben hacer.
Jackson asintió con la cabeza, no pareciendo sorprendido.
—Así es como llevé yo las cosas cuando fui juez —comentó—. Me metía con los dos abogados en mi despacho y les pedía que no malgastasen mi tiempo, que me dijeran qué era lo que realmente pensaban que yo debía hacer. Y casi siempre me lo decían. A decir verdad, me fastidió mucho tener que abandonar ese trabajo.

Para cuando la pequeña anciana regresó para llevar a Hake al exterior, al mundo real, se había reconciliado ya con el hecho de que aquella fantasía se había convertido en algo muy verdadero. Increíblemente, estaba a punto de convertirse en espía en una guerra que ni siquiera sabía que se estuviera librando. ¡Están locos!, pensó, mientras seguía a la anciana que iba gritando su advertencia por los pasillos, mientras en su derredor se cerraban puertas de oficinas y las gentes se atareaban ocultando secretos a unos ojos que no miraban. ¡Están todos locos!
Esperó junto a la carretera a que pasase a recogerle su autobús. Todo era una locura, pero resultaba interesante. Hake se encontró aceptándolo como una especie de loca embriaguez. Al menos durante un tiempo no debería preocuparse de si quemaba el fusible de la electricidad ni de enfrentarse con el mal carácter de Jessie Tunman.
Contemplando todo como una locura, es decir, como una especie de vacación sin penalizaciones que le apartaría del irritante mundo de la realidad objetiva, aquello resultaba excitante y casi placentero. Podía suceder cualquier cosa. Ni siquiera se sorprendió cuando, en lugar del autobús, paró frente a él, haciendo rechinar los frenos, una camioneta triciclo del servicio de reparaciones de la Telefónica. Ni cuando se abrió la doble puerta del costado descubriendo a cuatro hombres, dos de los cuales le apuntaron con pistolas mientras los otros dos bajaban, lo agarraban y lo lanzaban hacia el interior.

Fuera a donde fuesen, a Hake no le dejaron mirar al exterior de la camioneta hasta que ésta se detuvo y, ahora educados y nada lentos, los hombres le guiaron hasta un rancho de dos pisos, de aspecto muy normal, construido en el decrépito estilo de hacía sesenta años. No le asombró que dentro estuviera la chica del autobús.
Lo llevaron como un títere, hablaron de él como si no estuviera allí:
—Registradlo —dijo la chica, y un hombre le sujetó mientras otro, con gran experiencia, le vaciaba los bolsillos. Agarrarlo no resultaba necesario: Horny no tenía ninguna intención de resistirse mientras los otros dos aún lo apuntasen con sus armas. Ella añadió:— Dádmelo todo.
—Es pura basura, Lee.
—Dádmelo de todos modos —le llenaron las manos con todo lo que él llevaba en los bolsillos. No era nada impresionante: el billetero, el ticket de vuelta del Metroliner, las llaves en un llavero con una pata de conejo (daba suerte), la citación por malgastar energía, las hojas dobladas en que se suponía que tenía que haber escrito su sermón…
—Hey —dijo él—. ¿Dónde está mi máquina de escribir?
La chica miró furiosa a uno de los hombres, que se atrevió a decir:
—Supongo que nos la hemos dejado en la camioneta.
—¡Ve a buscarla! Llévala a la cocina. Tú vigílalo, Richy —y el hombre con el pistolón más grande le empujó para que se echase boca abajo en un destartalado sofá, mientras la chica y los otros dos salían de la habitación. El sofá hedía a generaciones de uso, y cuando Hake trató de apartar la cara el hombre llamado Richy le advirtió:
—Ni lo intentes, compañero.
—No estoy intentando nada —testarudo, Hake mantuvo la cara apartada. Ahora podía ver la habitación, aunque no había mucho que ver. Estaba a oscuras porque el ventanal había sido cubierto hacía tiempo con plástico, primero traslúcido y luego opaco, para conservar el calor. Que desearía que hubiera conservado mejor, porque, ahora que no se movía, sentía frío. A la débil luz de dos velas, Hake se esforzó en memorizar la cara de Richy. Era un rostro absolutamente vulgar, joven, con una barbita rojiza. Se preguntó si sería capaz de identificarlo en los archivos de la policía, y luego se preguntó si viviría para intentarlo. Aunque ya había superado el estadio de la sorpresa, no lo había logrado aún con el del miedo, y estaba comenzando a sentirse aterrado.
—Tráelo —gritó la chica.
—De acuerdo, Lee. Tú, ponte en pie —Horny dejó que lo empujase a la cocina. Había más luz que en la otra habitación, pero, si era posible, aún olía peor, como si los fantasmas de una cuadrilla de basureros muertos hacía tiempo hubieran dejado sus restos grasientos pudriéndose en el desagüe de la pica.
La chica estaba sentada en el borde de una mesa de cocina de plástico y metal cromado, que tenía más años que ella.
—Bueno, Reverendo H. Hornswell Hake —dijo—. ¿Querrá usted revelarnos quién es en realidad?
Le cogió por sorpresa.
—Ése es quien yo soy —protestó.
Ella negó con la cabeza con aire de reproche.
—Usted, ¿un religioso? Joder, es la peor identidad falsa que jamás haya visto. —Trasteó entre las cosas que había en la mesa: sus papeles y la máquina de escribir, ésta con el carro desmontado y la cinta desenrollada. ¿Quizá buscando algún microfilm?— ¡Mire este permiso de conducir: está fechado hace tres días! Verdaderamente poco profesional. Cualquiera hubiera pensado en fecharlo hace un año o dos, para que no se viera tan falso.
—¡Pero si ha sido ahora cuando he tenido que renovarlo! Honestamente, ése soy yo, Horny Hake. Soy ministro de la iglesia Unitaria en la parroquia de Long Branch, New Jersey. Lo soy desde hace años.
Richy lo empujó con el cañón de su pistola hacia una silla de tubo de aluminio.
—Y supongo que nunca ha oído hablar de yoyos —resopló.
—¿Yoyos?
—O aros de hula-hoop. Ni siquiera sabe lo que son, ¿verdad?
—Pues claro que sí, todo el mundo lo sabe.
—Y usted sabe más de ellos que la demás gente, porque es diseñador de juguetes, ¿no? No nos cuente mentiras, Hake, o como quiera que se llame. Lo que queremos saber es qué tipo de juguetes está usted exportando ahora.
Hake se quedó quieto y los miró parpadeante, porque no se le ocurría ninguna respuesta que creyese que debía dar. Excepto:
—No sé de qué me están hablando.
Lee suspiró y se hizo cargo del interrogatorio.
—¿Por qué no empieza admitiendo que es usted diseñador de juguetes? De hecho —añadió como quien quiere hacer un favor—, eso sería una buena jugada por su parte, ¿no lo ve? Si no admite tal cosa, eso causará curiosidad, lo que puede llevar a cierta gente a suponer que está usted envuelto en algún asunto de alta seguridad.
—¡Pero es que no lo soy! ¡Soy un pastor unitario!
—¡Oh, Dios, Hake, que problemático que es usted! —miró con disgusto hacia el más corpulento de los dos hombres armados, que estaba en pie junto a la puerta, con una automática calibre 32 colgando de su mano de modo muy ostentoso. Tenía en la punta un largo tubo que Hake suponía sería un silenciador. Eso también era muy ostensible, al tiempo que nada agradable.
—¿Quieres que lo intente yo? —gritó el hombre de la automática calibre 32.
—Aún no. A menos que siga con eso. Escuche, Hake —le dijo—, puedo ver que es usted nuevo en este juego. Maldita Agencia, ni siquiera le han dado unas instrucciones completas. ¿Quiere que le explique las reglas?
—¿Y también me dirá el nombre del juego?
—No se pase de listo. Así es como se supone que deben ir las cosas: le hemos secuestrado, de modo que obviamente estamos infringiendo la ley. Usted está dentro de la ley, pero la verdad es que no quiere seguir raptado. ¿Me sigue? Éste es el primer nivel de significado de lo que está ocurriendo aquí. Ahora bien, en el segundo nivel, digamos que es usted un simple diseñador de juguetes…
—¡No lo soy!
—¡Oh, cállese, por favor! Déjeme acabar. Digamos que es usted un diseñador de juguetes y que nunca ha oído hablar de la Lo-Wate Bottling Company, o séase la Agencia. ¿Por qué cree que le hemos raptado? Puede sospechar que somos de la Mattel, o digamos de la Sears, Roebuck, o quizá de cualquier otra empresa juguetera. Esto es puro y simple espionaje industrial a la antigua usanza. Bueno, quizá seamos un poco más brutos de lo habitual, pero, ¿sabe?, haríamos cualquier cosa por lograr sus nuevos diseños de juguetes. Nos podemos portar un poco más brutalmente que los demás. Pero sigue siendo un asunto puramente comercial, ¿de acuerdo? Bueno, pues en este caso hay un modo especial en el que usted debería comportarse: tendría que cooperar con nosotros. ¿Por qué? Pues porque eso es lo que su jefe esperaría de usted. ¡Por Dios, no va usted a arriesgar su vida sólo para proteger un nuevo diseñó de yoyo, aun cuando confiara usted en exportar un centenar de millones de ellos a la Unión Soviética. ¿Me sigue hasta aquí? Hay un límite en lo que debe usted estar dispuesto a soportar para evitar que sus modelos de otoño caigan en manos de la competencia.
—Bueno, probablemente eso sea cierto, pero…
—No, Hake, no me ponga peros todavía. Al menos no debería ponérmelos si usted fuera realmente un vulgar diseñador de juguetes. Pero entremos ya en el tercer nivel, supongamos que es usted realmente un diseñador de juguetes que en realidad está trabajando para esos chicos de los altos secretos. Supongamos que esos yoyos de usted llevan un pito subsónico que vuelve loca a la gente cuando sus críos se ponen a jugar con ellos. No es nada fatal, solamente basta para ponerlos tensos e irritables. Y digamos que ha calculado usted que los aros de hula-hoop para adultos van a causar más hernias discales y lesiones en el sacroilíaco que las que pueda soportar la economía soviética… esto son puras suposiciones, ¿vale? Entonces, ¿qué es lo que hace usted en este caso? Bueno, pues actúa usted como lo haría en el segundo nivel, porque usted no querría que supiéramos que no es usted un vulgar diseñador de juguetes. Lo que no haría usted, en ninguno de los niveles, es mentirnos acerca de eso, pues por eso precisamente le hemos traído aquí —acabó de explicarle la chica.
—Pero yo sigo en el primer nivel. ¡Soy un religioso!
—¡Vaya! —dijo ella, desdeñosa—. Y ahora nos dirá que fue al cuartel general de la Agencia simplemente para que le invitasen a tomar un refresco de cola…
—Bueno —empezó él a disgusto, y luego se detuvo.
—¿Lo ve? ¡No puede darme usted ni una simple respuesta, como no sea mintiendo! ¡Vaya unas instrucciones que le han dado!
Hake tuvo que aceptar que no podía darle una respuesta… ninguna respuesta después de recibir de Cascarrabias aquellas órdenes tan explícitas. Pero lo aceptó en silencio. Era una pena que nadie le hubiera explicado lo qué debía hacer en un caso así. ¿Dónde estaba la cápsula de veneno en un diente falso, o la radio secreta con la que advertir al cuartel general, para que se presentasen un centenar de agentes a salvarle?
La chica estaba esperando una respuesta y él dijo, con desesperación:
—Lo único que puedo decirle es lo mismo. Los papeles que tiene ahí dicen la verdad: que soy un pastor de la Iglesia Unitaria. Y punto.
—No, Hake —intervino ella, muy enfadada—, nada de punto. ¿Qué iba a hacer un pastor allá donde le cogimos?
—Ah, bueno —contestó con precaución—, me pidieron que fuera a verles.
—¡Para hablar de juguetes con destino a Rusia!
—¡No! ¡Nadie dijo ni una palabra acerca de juguetes!
—Entonces, ¿por qué estaba usted allí?
—¡Dios mío! ¿Se creen que no me gustaría saberlo a mí? Lo único que me dijeron es que querían a alguien que tuviera conexiones con el Próximo Oriente y al que no echaran de menos si algo le suce… —demasiado tarde se mordió la lengua.
Sus raptores se miraban unos a otros.
—¿El Próximo Oriente?
—No es la primera vez que ese informador se equivoca…
—¿Crees…?
—Entonces quizá no sea éste el juguetero —dijo el hombre de la calibre 32.
La chica asintió lentamente con la cabeza:
—Entonces quizá nos hayamos metido en algo totalmente distinto.
—Entonces quizá haya llegado el momento para iniciar la Fase Dos.
—Ajá. Le diré una cosa, Hake —comentó, volviéndose hacia él—. Esto cambia toda la situación, ¿no es así? Creo que hemos cometido un error. Tómese un café mientras pensamos en lo que tenemos que hacer ahora.
Aceptó la taza a disgusto. Los cuatro se retiraron a la otra habitación, donde empezaron a cuchichear. No podía oír lo que estaban hablando, pero no parecía importarle. Que conspirasen, él no podía hacer nada. Ni siquiera el café era demasiado bueno, aunque peor era la situación en que se había encontrado antes. Elloso parecían espías, o raptores, o lo que fuera que fuesen, demasiado expertos… pero, ¿qué experiencia se necesita para apretar un gatillo? Tomó otro sorbo de café…
Cuando alzaba la taza para dar un tercer sorbo, se le ocurrió al fin que quizá no fuera demasiado inteligente beber algo que le había dado a uno una chica que lo acababa de raptar: veneno, droga de la verdad, anestésicos… pero ya era dos sorbos demasiado tarde. Se le cayó la taza de la mano y su cabeza se desplomó para encontrarse, sobre la mesa, con la funda de la máquina de escribir.

Cuando se despertó, la máquina de escribir estaba en su regazo y no se veía a ninguno de ellos.
Se hallaba en el Metroliner, de vuelta a Newark. Desde el otro lado del pasillo dos diminutas ancianitas lo contemplaban.
—Ya se le está pasando la borrachera —comentó una de ellas, en voz alta.
—¡Es repugnante! —le contestó la otra en el mismo tono alto—. Si yo fuera su mujer no lo hubiese metido en el autobús, lo hubiera dejado tirado en la parada, para que se pudriese. ¡Se lo hubiera tenido merecido!

III
A la mañana siguiente el sermón marchó sobre ruedas. «Tan fresco y enriquecedor», le dijo la presidenta de las Damas Parroquiales, estrechándole la mano, y él no tuvo valor para explicarle que ya le había oído sermonear lo mismo, palabra por palabra, dos años antes. Ni tampoco tenía la claridad mental como para argumentar nada, pues la cabeza le palpitaba con fuerza. Aquello que había en el café le había proporcionado la resaca más impresionante que jamás hubiera conocido… y sin tomarse las copas que la hubieran justificado. Debió de ser una droga de la verdad, pensó. No le hubieran dejado marchar si no hubiesen estado totalmente seguros de que no sabía nada que les pudiera ser útil. Y la verdad es que así era.
El café con los feligreses, después de los servicios dominicales, fue algo dolorosamente insoportable, pero no tenía modo de escapar. No siempre oía los comentarios que le dirigían, pero sus reflejos se hacían cargo de la situación:
—Me alegra que le haya gustado.
Y, mientras tanto, entre los ataques de dolor, su mente se estaba concentrando en considerar el mundo bajo una nueva luz. El juego al que le quería hacer jugar la Agencia… ¿se estaba desarrollando en su derredor? Esas marañas de flores acuáticas que flotaban en todos los ríos… ¿eran simplemente un raro fenómeno de la naturaleza o era que otras naciones estaban jugando a lo mismo, en contra de la suya?
—Horny, la calefacción vuelve a hacer cosas raras.
—Me alegra que le haya gustado.
Pensó en todos los cortes de corriente que se habían producido en los años pasados. ¿Conexiones defectuosas, transformadores sobrecargados? ¿O habría ayudado alguien a que se produjeran los accidentes? Recordó la docena de pandemias de poca importancia, los catarros y las gripes… y las huelgas, el absentismo laboral. Los rumores, increíblemente detallados, que hablaban de corrupción en las altas esferas, y las murmuraciones sobre perversas orgías que habían hecho que medio país desconfiase de los políticos elegidos por el mismo pueblo. ¿Cuántas de esas habladurías surgían por casualidad y cuántas se debían a estrategias cuidadosamente calculadas en Moscú, en Pekín, o incluso en Ottawa?
—Horny, quiero darte las gracias en nombre de todos nosotros… hemos decidido intentar de nuevo mantener nuestro matrimonio.
—Me alegra que le… ¡Oh, Alys! ¿Qué es lo que me has dicho?
—Te he dicho que gracias a ti nos han venido deseos de volverlo a intentar, Horny.
—Ésa es una gran noticia. ¡Ya lo creo! —Y, cuando empezaba a alejarse, la detuvo; ella era una de sus más listas feligresas y tenía una licenciatura, si no recordaba mal, en Historia—. Alys, ¿qué te parecería hacer algunas investigaciones sobre acontecimientos recientes?
—¿Qué clase de acontecimientos recientes, Horny?
—Bueno, no sé cómo describirlos con exactitud. —Se lo pensó por un momento y luego le dijo—: Me parece que, en los últimos años, todo se ha… esto… bueno, cubierto de mierda. Como esas masas de flores acuáticas que están obturando las tomas de agua de esas ciudades del norte del país. ¿De dónde salieron?
—Creo que aparecieron por primera vez en Yugoslavia —le contestó ella, con ganas de ayudar—. ¿O sería en Irlanda?
—Bueno, ése es el tipo de cosa. Si te preparase una lista de, digamos, treinta cosas que parece que están dañando la calidad de nuestras vidas, ¿qué te parecería investigar dónde empezaron, qué tipo de correlación existe entre ellas, y demás?
Ella hizo una mueca con los labios, apartando a un par de feligreses que trataban de acercárseles.
—Supongo que estás investigando para luego preparar un sermón, ¿no?
—Algo así.
—Me lo suponía —ella asintió con la cabeza—. Bueno, para empezar está la Guía de Artículos Aparecidos en la Prensa. Y la Revista de los Temas Actuales. Luego se podría buscar en los microfilms del New York Times, a partir del índice por materias. Me temo que tendrás que ir a Nueva York a buscar algunas de estas cosas… –estudió cuidadosamente su rostro—. ¿Acaso quieres que te ayude en esta investigación?
—¿Lo harías? ¡Desde luego, me gustaría mucho!
—Pues claro, Horny contestó ella, apretándole impulsivamente el brazo—. Vendré por aquí mañana, para hablar de esto contigo. ¡La verdad es que has sido tan bueno con todos nosotros, que no puedo negarte nada de lo que me pidas!
Se inclinó hacia él y le besó en la mejilla, antes de alejarse.
Casi parecía que hubiera disminuido su dolor de cabeza, pensó agradecido Hake. No creía que Cascarrabias aprobase ese sistema, pero necesitaba saber lo que estaba sucediendo: Y, con una investigadora experta ayudándole, quizá lo lograse.
Un hombre canoso cuyo nombre no recordaba le paró en la escalinata de la iglesia y le dijo:
—¿Podría hablar unas palabras con usted, Reverendo Hake?
—Me alegra que le haya gustado el sermón.
—Bueno, pues sí… pero no era de eso de lo que iba a hablarle. Verá, trabajo en Animalitos y Flores Internacionales. Estamos ampliando nuestra red, aquí en New Jersey y, no sé si se habrá enterado, pero hemos comprado los terrenos del viejo Fuerte Monmouth y, para una cosa así, nos gustaría tener una representación local respetable en nuestra Junta de Directores. ¿Querría usted aceptar uno de los puestos de director?
—¿Director? Lo lamento señor…
—Me llamo Haversford, Reverendo Hake. Allen Haversford.
—Bueno, pues aprecio mucho su oferta, señor Haversford. ¿Ha dicho usted animalitos y flores? Me temo que no sé demasiado de animalitos y flores, y mi tiempo…
—No se necesita ningún conocimiento especial, Reverendo Hake. Es una cuestión de mirar por el bienestar de la comunidad, y nos gustaría que nos diera sus ideas acerca de cómo asumir nuestra parte de esa carga…
—Sí, ya lo entiendo, pero estoy muy…
—Comprendo que su tiempo es precioso, pero se trata de un servicio muy útil, que usted podría llevar a cabo. Y hay unos pequeños honorarios, claro está: diez mil dólares. Pero lo verdaderamente importante es que usted nos podría ser de una gran ayuda, y nosotros a su iglesia. Por favor, acepte.
—¿Diez mil dólares al año?
—Oh, no. Los honorarios son de diez mil dólares por cada reunión de la Junta. Habitualmente hay una cada trimestre… a veces hay alguna especial, claro está, cuando surge algún asunto que hay que resolver inmediatamente, pero acostumbran a ser muy breves. ¿Acepta? ¡Muchas gracias, Reverendo! Esto complacerá sobremanera a los otros miembros de la Junta.
Horny se quedó mirando como Haversford se alejaba, olvidándose de su dolor de cabeza. ¡Al menos cuarenta mil dólares al año! ¡Y, además, por realizar un servicio a la comunidad! Iba hacia la rectoría, pensando en lo que podría hacer con aquellos cuarenta mil dólares extra, cuando atisbó a la familia Brant-Sturgis. Walter Sturgis estaba dando vueltas a la manivela de su camioneta a gasógeno, mientras las dos mujeres permanecían sentadas dentro, muy tiesas, con los ojos enrojecidos o brillantes y sádicamente alegres, de acuerdo con sus modos privados de expresar su tensión nerviosa. Ted Brant estaba de pie en la acera, mirándole con odio.
Eso casi le devolvió el dolor de cabeza. Por un momento, Hake había olvidado lo celoso que era Ted.
Horny había hecho que su Regla Número Uno fuera evitar todo lío sexual con su congregación, o con cualquier otra persona con la que tuviera tratos en su faceta profesional. Considerando que los días de Hake consistían en seis horas de sueño y dieciocho de contactos con uno u otro miembro de su congregación, o con cualquier otra persona que quedaba fuera de límites por alguna razón igualmente válida, tal como ser la esposa de otro pastor en la Confraternidad Regional, o ser sus compañeros miembros del Comité pro-derecho al Aborto, esto significaba que evitaría toda relación sexual casi por completo. No era que él desease que fuera así, pero sabía lo que les había pasado a otros ministros que se habían apartado de la Regla Dorada. Él era el único soltero que jamás dejaba de asistir al Club Interconfesional de Solteros del condado de Monmouth… y era el único que jamás dejaba de volver solo a casa, normalmente después de que todo el mundo se hubiera marchado, porque recogía las sillas y vaciaba los ceniceros para dejar la sala preparada para su próxima utilización. Sus semanas de vacaciones le proporcionaban los únicos interludios románticos de su existencia. Y no eran demasiados, no los suficientes.
Pero lo último que estaba dispuesto a aceptar era una parte de responsabilidad en el probable hundimiento del precario matrimonio Brant-Sturgis. Aquella noche, antes de irse a dormir, escribió a máquina una pensada lista de temas, para que Alys los investigase, la metió en un sobre y lo dejó en el escritorio de Jessie Tunman, cogido por un clip a un trozo de papel en el que garabateó: Entregar sin leer. Jessie no era muy lista ni eficiente y charlaba demasiado, pero obedecería aquella orden.
A la mañana siguiente casi se había olvidado de la existencia de Alys Brant. Se había ido a dormir con la casa parroquial aún sin luz y lo que le despertó fue un repentino fulgor en los ojos y el cliqueteo del calentador eléctrico poniéndose en marcha. Cuando bajó a investigar, encontró al electricista de la compañía, atareado en la caja de la acometida.
—¿Coloca un fusible nuevo? —le preguntó.
El hombre alzó la vista e hizo una mueca de envidia.
—¡Infiernos, no! Excúseme, Reverendo, lo que estoy haciendo es quitarle el fusible. ¿No lo sabía? Desde ahora, usted no está sujeto a limitaciones, parece ser que va a tener su propio generador y que parte del tiempo seremos nosotros los que le compremos electricidad, así que ya no está sometido a racionamientos.
—¿Qué es lo que voy a tener?
—Su propio generador. Es un generador eólico, que van a colocarle en el tejado de su casa. Supongo que le llegará hoy… de cualquier forma, esta mañana nos llegó una orden prioritaria para que le hiciéramos su nueva instalación. Así que ahora puede consumir hasta su capacidad total, que está valorada en seiscientos amperios, según esta placa de especificaciones que acabo de poner.
—¡Yo no sé nada de un generador eólico!
—Ajá. Bueno, así son las cosas —dijo con simpatía el electricista—. Su mujer me dijo que había llegado una carta al respecto.
Hake contuvo el deseo de explicarle que Jessie Tunman no era su esposa y fue en busca de la carta. Venía con el membrete de algo llamado Fondo de Ayuda a los Clérigos y decía:
Querido Reverendo Hake:
Nos complace informarle que nuestro Directorio ha concedido un donativo a su parroquia con el fin de instalar en su rectoría un generador de corriente eléctrica.
Consecuentemente, hemos encargado un generador movido por el viento, del modelo (x)A-40 Win-Tility, con las monturas y conexiones eléctricas necesarias, y hemos contratado los servicios de la William S. Murfree & Co., de Belmar, para que lleve a cabo su instalación.
Le rogamos que, de haber algún otro modo en el que podamos ser de utilidad a su congregación, no dude en ponerse en contacto con nosotros.
Estaba firmada con un garabato, pero Hake no necesitaba leer el nombre para saber de quién venía aquello. Se estaban cuidando de él, tal como le habían prometido. Pero ¿por qué un generador?
Se le ocurrió una idea repentina y pasó la siguiente media hora escudriñando por su oficina, pero no halló ningún micrófono oculto.
Esto le decepcionó en cierto sentido, porque si hubieran puesto escuchas en su casa le hubieran suministrado automáticamente un sistema de comunicarse con ellos. Y lo deseaba, lo que no equivalía a decir que tuviera la idea de utilizarlo. Aún estaba por decidirse, pero sí querría haber tenido esa opción. Le corroía la idea de que debiera, de algún modo, haberles informado de su secuestro. Si hubiera encontrado un micrófono se hubiera limitado a decir en voz alta: «¡Hey, Cascarrabias! Me raptaron, alguien ha descubierto mi falsa identidad. ¿Por qué no me llama cuando tenga un momento libre, almorzamos juntos y hablamos de todo ello?»
Pero no había encontrado micrófono alguno, y esto le confundía. Si la Agencia no le estaba suministrando energía para poder estar segura de poder espiar todo lo que hacía, entonces quizá toda su actitud hacia ella fuera equivocada. Tal vez realmente fueran bonachones y protectores y simplemente estuvieran dándole a un nuevo recluta los beneficios adicionales de su cargo. Quizá no debiera hacer caso de sus suspicacias.
O tal vez no hubiera sabido buscar los micrófonos en los lugares adecuados.

Ahora que ya tenía calefacción el tiempo había mejorado. Cuando dio su carrera matutina, un par de kilómetros playa abajo hasta el muelle y otro par de kilómetros de vuelta, acabó jadeante y sudoroso y así rendido, mientras doblaba la esquina, vio la camioneta de tres ruedas de Alys Brant mal aparcada justo enfrente de la rectoría. La había dejado con el motor en marcha, de modo que se quedó oculto tras la esquina durante cinco minutos hasta que ella salió y se marchó en su vehículo. Para entonces estaba empapado en sudor y de mal humor.
En cualquier caso… ¿de qué sirve tener privilegios si uno no los usa? Se quitó el chándal y lo lanzó descuidadamente hacia la lavadora-secadora, esperando que aquella máquina todavía supiera cómo funcionar, y se dio el gusto de una larga ducha caliente. No cabía duda al respecto: malgastar energía podía hacerle sentir a uno feliz. Tomó el correo de la mañana con alegría, se desembarazó de él en una media hora, puso al día su cuenta de gastos, escribió lo que iba a decir en la boda de dos jóvenes miembros de su congregación: «Yo, Arthur, te tomo a ti, James, por tanto tiempo cuanto dure nuestro amor…», telefoneó a cada uno de sus feligreses enfermos, prometió visitar un par de ellos, y aún le sobró tiempo para trabajar unos veinte minutos con las pesas, antes de su carrera que precedía a la comida. Su chándal estaba limpio y seco, pero no lo necesitaba: se puso unos pantalones de deporte y una camiseta con la leyenda Amarme es amar a Dios y comenzó a correr playa abajo.
Y, camino de vuelta, allá estaba otra vez la camioneta de Alys, zigzagueando hacia la rectoría. «Infiernos», exclamó Hake. No le parecía que ella le hubiera visto, así que cambió de dirección e hizo footing por una amplia calle hacia la iglesia. En los días laborables el comité parroquial había establecido un jardín de infancia en la iglesia, para aprovechar al máximo sus instalaciones; y el aparcamiento de al lado, que era empleado como patio para jugar, estaba lleno de seres humanos de menos de un metro y tensos maestros, que les enseñaban gimnasia rítmica al son de la música de una maltratada cassette. «¡Hola, hola!», les saludó Hake, pasando entre ellos y entrando en la iglesia.
Como había supuesto, nadie había colocado las sillas para la reunión de la tarde. En un día cualquiera aquello lo hubiera irritado, pero hoy era un buen modo de ocupar veinte minutos, para que mientras tanto Alys se hiciera a la idea de que no iba a pasar por la rectoría y se marchase.
Meditabundo, fue colocando las sillas en círculo. Sus funciones como consejero no iban tan bien como de costumbre. O, al menos, iban de un modo distinto. Cuando estaba en su silla de ruedas las mujeres que se le acercaban le habían contado todo tipo de cosas, exhaustivamente, sin omitir el más íntimo detalle. Aún lo hacían, pero lo hacían sentadas mucho más tiesas y sonriendo mucho más a menudo. Había en el aire una sensación de receptividad, que antes no había sentido cuando charlaba con mujeres. Y ahora, en ciertas ocasiones, los hombres parecían… como nerviosos, tal como le sucedía en estos momentos a Ted Brant. Quizá su vocación estuviera errada. Tal vez la operación que lo había sacado de la silla de ruedas había sido un error, aunque no parecía interferir en sus tareas. Pero, claro, no podía deshacer la operación y, ¿cómo iba a deshacer su vocación? A los treinta y nueve uno no puede pensar, a la ligera, en cambiar de profesión.
Aunque quizá él estuviera llevando a cabo un cambio de profesión: de clérigo a espía. No era algo en lo que jamás hubiera soñado. Y, desde luego, él no se lo había buscado. Pero no podía negar que, en eso de jugar a los espías, había algo que le parecía divertido…
Los chicos estaban volviendo de la pausa de después de la comida, lo que significaba que, durante las dos próximas horas, la iglesia no resultaría habitable. Colocó las últimas sillas y se dispuso a salir. Por el camino cruzó ante el buzón de sugerencias, tratando de recordar si lo había abierto tras el servicio del día anterior. No es que nunca hubiera mucha cosa dentro… Sacó su llave y lo abrió. Un clip de papel, un sobre con un donativo (¿por qué no recordaba la gente que había que entregarlos a los que pasaban con las bandejas durante los servicios?), una nota escrita en el borde de una hoja dominical: «¿No podríamos tener algo de música de guitarra en los servicios?», y un sobre en el que ponía:
Para el Reverendo H. Hornswell Hake, de sus amigos de la Telefónica de Maryland Personal
Se abrió la puerta de la sala principal de reuniones y Hake se volvió, con el sobre aún en las manos, dispuesto a repeler cualquier invasión no autorizada de los cuatroañeros. Pero no eran los niños del jardín de infancia, era Alys Brant que avanzó hacia él con un florero de faldas verdes y le dijo:
—Pensé que te encontraría aquí, Horny. Y aquí estás. ¿Es esto lo que querías?
Hake se metió el sobre en el bolsillo y cogió de sus manos el montón de fotocopias. Le llevó un momento apartar su mente del recuerdo de sus amigos de la Telefónica de Maryland y llevarla a la curiosidad que había confiado quedaría satisfecha con las investigaciones de Alys. Los informes parecían ser de petroleros que encallaban y silos de grano que estallaban. No eran en absoluto lo que él quería, pero su entrenamiento como clérigo le llevó a decir, en cambio:
—Son excelentes, Alys.
—No pareces satisfecho.
—¡Oh, no! Estoy muy satisfecho. Pero… bueno, en realidad lo que pasa es que no puedo sacar muchas conclusiones de estos materiales. Había confiado en que hubiera algún libro al respecto…
—¿Libro?
El asintió con la cabeza y luego dudó.
—Me parece que no te expliqué demasiado bien lo que quería. ¿No te parece que la calidad de la vida ha ido empeorando en los últimos años? Naturalmente, yo soy mayor que tú…
Una risa cantarina lo interrumpió.
—No eres «mayor», Horny… ¡no con ese cuerpazo!
—Bueno, pues lo soy, Alys. Aunque quizá tú también te hayas dado cuenta. Tantas cosas van mal… y no sólo se trata de petroleros contaminando las playas. Es todo. Y pensé que quizá alguien se hubiera dado cuenta de ello y hubiera escrito un libro al respecto.
—¡Un libro!
—¿O quizá hubiese hecho un programa informativo para la televisión? —Hizo una pausa, buscando su camino. No le parecía adecuado decir algo que a Cascarrabias le pudiera sonar a revelar un secreto, así que no podía explicarle que lo que quería averiguar era cuánto tiempo llevaban las naciones poniéndose la zancadilla las unas a las otras. Al fin dijo:— Es ese modo en el que nada parece funcionar correctamente. El abuso de las drogas y la delincuencia juvenil. No tener nunca la suficiente energía y no hacer jamás nada para solucionarlo. El que haya más mosquitos que nunca. Todo eso.
—Bueno, sí —dijo ella, pensativa—, supongo que debe de haber algo. ¡Pero libros! ¿Sabes, Horny, que a veces casi pareces antiguo? No obstante… lo que tú quieres es rebuscar, ¿no? Pues para eso te tendré que llevar a una biblioteca decente.
Sacó una agenda de su bolso y pasó las hojas.
—El miércoles —decidió—. De todos modos he estado pensando en ir a Nueva York… quizá podríamos ir a una sesión de tarde, comer en algún sitio bueno…
—De verdad, Alys, no querría crearte tantas complicaciones…
—¡Tonterías! Cogeré el coche. Te iré a buscar a la rectoría a las… ¿ocho? ¡Será divertido! Tendremos toda la mañana para dedicarla a tu biblioteca y luego… ¿quién sabe? —le apretó cálidamente la mano y lo dejó allí, muy parado.
En el cerebro de Hake estaban sonando timbres de alarma. Ella era una mujer muy atractiva pero pertenecía, según las reglas, a una especie protegida. Por no hablar de Ted.
Al cabo recordó la carta de sus amigos de la Telefónica de Maryland. Decía así:
Apreciado Rev. Hake:
Hay dos preguntas que me gustaría hacerle: ¿Por qué no informó de lo que le hicimos? ¿Por qué ha aceptado hacer daño a gente a la que ni siquiera conoce?
Por favor, trate de ver si tiene respuestas para ellas, algún día se las haré personalmente.
No había firma. Dobló la carta y luego, pensándoselo mejor, la hizo pedacitos, fue al lavabo de caballeros, los echó a la taza y tiró de la cadena, ignorando las miradas de dos niños. Eran buenas preguntas. No necesitaba que le dijeran que buscara las respuestas, había estado pensando en ellas todo el tiempo.
En las siguientes treinta y seis horas las citaciones por despilfarro de energía fueron archivadas y olvidadas debido a algún tipo de legalismo, desviaron el tráfico por la carretera de la playa mientras reparaban la calle frente a la rectoría (¡tras seis años de socavones y zigzagueos!), y Hake recibió una llamada para que se presentase a su primera reunión especial como director de Animalitos y Flores Internacionales. Ya no podía creer que se tratase de coincidencias: quienquiera que estuviese cuidando de él, estaba haciendo un excelente trabajo. Y de más modos de los que podía imaginar, porque acababa de darle una escapatoria:
—¡Jessie! —le gritó—, hazme el favor de llamar a Alys Brant en mi nombre. Dile que no podré hacer esa visita con ella a la biblioteca, porque tengo que ir a una reunión de la AFI.
Jessie apareció en la puerta de su despacho.
—Le gustaría más que la llamases tú mismo —observó.
—Supongo que sí, pero hazme ese favor, Jessie.
—Hum —un momento más tarde estaba de vuelta en el umbral—. Ha quedado pospuesta hasta el próximo miércoles —le dijo.
—De acuerdo —aceptó. El siguiente miércoles ya vería lo que pasaba. Mientras, se sentía bien, tan bien que no podía quedarse allí sentado y quieto—. Creo que voy a trabajar un poco con las pesas —afirmó.
Jessie se quedó mirándole estirarse y agacharse.
—¿Sabes, Horny? —le dijo al fin—, eres un hombre muy afortunado.
—Lo sé —jadeó él, pero ella ya había vuelto a salir de la habitación. Era muy cierto: para ser alguien que había estado a las puertas de la muerte dos años antes, y cuya única esperanza parecía haber sido una corta y anodina vida en una silla de ruedas, le estaban ocurriendo últimamente muchas cosas interesantes.
No es que antes no hubiera sido afortunado. Después de todo, había sobrevivido las guerras de su infancia e, incluso en una silla de ruedas, sucedían cosas buenas. Muchas manos se tendían para ayudar a un muchacho que era huérfano y refugiado y estaba impedido. Becas. Ayudas. Servicios médicos. Consejos. Y también había habido muchas chicas, que estaban dispuestas a montarse encima de él. Aquel joven alto y delgado de la silla de ruedas resultaba atractivo: Más que eso: no resultaba amenazador. «Subiré contigo en el ascensor Horny. Déjame que te lleve los libros.» «Deja que te ayude a montar en el autobús, Horny.» «¿Por qué no vienes a casa esta noche, Horny, y nos haremos preguntas para prepararnos para el examen de mañana?» Hake permaneció virgen hasta los veinte, al menos técnicamente lo fue… pero no porque le faltasen amigas atractivas y bien dispuestas, preparadas a tomar ellas la iniciativa. No, lo que lo había mantenido virgen, o casi, estaba en su interior. No deseaba compasión. Y le parecía verla en cada proposición que le hacían.
No podía recordar un tiempo en el que no hubiera estado enfermo. Sólo tenía cuatro años cuando comenzó a ponerse azul cada vez que se cansaba. La primera operación que le hicieron a corazón abierto fue cuando tenía siete años y resultó un desastre; lo condujo casi inmediatamente a la segunda, que le salvó la vida, pero no se la mejoró. Para cuando tenía quince años ya no parecía tan arriesgado someterle a otra operación, pero, simplemente, la que sucedía era que el jovencito Hake no quería volver a pasar por todo aquello. Rodó con su silla de ruedas para ir a recoger su diploma como graduado en Psicología y su licenciatura en Ciencias Sociales. En el seminario obtuvo su doctorado tras dos años de ser llevado en brazos a algunas de las clases: era un viejo seminario, y pobre, por lo que no podían haber cumplimentado las normas sobre instalaciones especiales para los disminuidos físicos. Pero lo obtuvo. Y luego fue ordenado y realizó sus funciones religiosas a la total satisfacción de todos hasta que, mediada la treintena, comenzó a ponerse azul de nuevo… y la tercera operación no sólo funcionó sino que lo liberó para siempre de la silla de ruedas. ¡Oh, desde luego era afortunado! Toda una nueva vida cuando menos se lo esperaba.
Pero, de cualquier modo, todo aquello le confundía un tanto.

Allen T. Haversford salió a recibirle en persona a la puerta del viejo Fuerte Monmouth, todo él sonrisas y bienvenidas. Haversford tenía el rostro de un bulldog miniatura. Parecía pequeño para el tamaño de su cabeza, y la potente voz de tenor que surgía de entre los pliegues de carne que rodeaban su boca le hacía parecer un bulldog que estuviera respirando helio.
—¡Me alegra tanto que haya podido venir, Reverendo Hake! —canturreó—. Hemos preparado una pequeña comida para nuestros directores, pero no será hasta dentro de media hora. Déjeme enseñarle esto.
El Fuerte había sido desmilitarizado décadas antes, pero estaba resucitando a la vida. Hake había oído rumores de que hacían obras, pero aquella era la primera oportunidad que tenía de ver lo que estaba sucediendo. Y sucedía mucho. Palas excavadoras y aplanadoras estaban trazando una complicada red de trincheras y un camión de cemento las estaba llenando tan rápidamente como eran excavadas.
—Están ustedes avanzando mucho —comentó.
—¡Desde luego, desde luego! Ésos van a ser nuestros tanques para peces —dijo jovialmente Haversford—. De agua salada y de agua dulce. Pequeños y grandes. Aquí vamos a tener el mayor surtido para los amantes de los peces de toda la Costa Este. Decorativos, tropicales, incluso pescados comestibles para aquellos que quieren instalar sus propias piscifactorías en sus estanques. Y allí estarán las jaulas y allá los lugares de apareamiento y cría. Casi es un sistema ecológico cerrado, Reverendo. Traeremos rebaños por sus propias patas y aquí tendremos nuestro propio matadero; no lo puede ver porque aún no hemos iniciado su construcción. Así podremos preparar la comida para casi todos nuestros animalitos. No se desperdiciará nada, se lo aseguro. Carne y mezcla de cereales para los perros. Roedores para los gatos… lo criamos casi todo nosotros mismos. Entrañas secas y pulverizadas para los peces —hizo un guiño—. Incluso usamos los, bueno, desperdicios. Sí, Reverendo, los excrementos tienen un gran valor nutritivo. Algunos se secan y procesan y se dan como alimento a los animales. Otros, y esto incluye los excrementos del personal y los visitantes, se dejan reposar, se filtran y hacemos crecer en lo resultante las algas; las algas alimentan a las gambas y las gambas alimentan a los peces. Y el líquido sobrante va a nuestro sistema hidropónico.
—Realmente todo suena muy eficiente, señor Haversford.
—¡Desde luego, desde luego! Y lo es. Allí —y llevó a Hake a una resistente burbuja de plástico— está nuestro primer invernadero. Entre dentro de esta cámara, así, gracias, y déjeme cerrar la puerta exterior. Ya está. Después de todo, no queremos perder calor.
Dentro de la burbuja hacía un calor agobiante. Hake se desabrochó el botón del cuello, mientras miraba alrededor. Hileras de bandejas con semilleras y plantitas, algunas de ellas ya de unos quince centímetros de alto y con hojas, algunas incluso en flor. No reconoció ninguna de las plantas. Haversford estaba mordisqueando orgullosamente el extremo de un cigarro, mientras miraba como Hake estudiaba el invernadero.
—Aquí no se malgasta energía —fanfarroneó—. ¡Todo es energía solar! Ni una caloría sacada de quemar combustibles fósiles, excepto una miseria para la iluminación. E incluso esperamos, con el tiempo, poder generar eso por nosotros mismos, si podemos lograr la prioridad suficiente como para que nos instalen placas fotovoltaicas.
—Están haciendo ustedes un trabajo excelente —afirmó Hake, contemplando cómo el otro encendía su cigarro. Curiosamente, algunas de las plantas más cercanas parecieron girar en dirección a la llama de su mechero.
—¡No, no, no! No diga «ustedes», Reverendo, sino «nosotros». ¿Sabe?, usted forma una parte importante de todo esto. Bueno, en esta sección habrá orquídeas, más algunas otras plantas ornamentales tropicales, a las que les gusta el calor y la humedad. Y algunas variantes experimentales… aquí hacemos mucha investigación de plantas híbridas.
—Y supongo que las que no les salen bien se las dan a comer a los conejos y luego éstos sirven de alimento a los animales carnívoros, ¿no?
—¿Qué? ¿Conejos? ¡Vaya, esa es una idea excelente, Reverendo Hake! Haré que nuestros técnicos se pongan a estudiarla enseguida. ¿Lo ve?, ¡ya sabía yo que usted nos iba a ser de gran ayuda! Y, ahora, creo que ya es hora de que nos reunamos con los otros para esa comida…
Los «otros» eran siete personas: dos jefes de departamento de la AFI y cinco directores más como Hake. No se le grabaron la mayoría de los nombres y no había visto nunca a la mayoría de ellos. A uno lo reconoció: el negro casi calvo era miembro de la Asociación de Propietarios de Casas. Pero, ¿quién era el otro negro, más joven, con el pelo recogido en trenzas y el rosario moruno en las manos? ¿Y la chica tan jovencita con el cabello rubio tan largo? ¿Y cuántos de ellos asistían a aquella reunión porque estaban a sueldo de la Agencia?
Haversford ocupó su lugar a la cabecera de la larga mesa, que estaba cubierta con un mantel de lino sobre el que habían servilletas, también de lino, y un servicio de mesa de buen cristal y cubertería de plata. En cada lugar había un bol con fruta fresca.
—De nuestros propios árboles frutales en Carolina del Sur —indicó Haversford… Pero lo que a Hake le interesaba era lo que había debajo del bol: era un sobre que contenía un cheque a su nombre. Cuando atisbó la cantidad por la que estaba extendido notó como una corriente que le recorría el cuerpo. No habían bromeado.
La comida fue a base de carnes frías y ensaladas, y cuando hubo concluido y sirvieron el café, Haversford golpeó la jarra del agua con una cucharilla.
—Quiero darles las gracias a todos por haber venido, a pesar de haber sido avisados con tan poca antelación —dijo—. Sólo hay dos temas en el orden del día de esta reunión especial. El primero es dar la bienvenida a nuestro nuevo directivo, el Reverendo Hake, aunque me doy cuenta de que todos lo han recibido ya como uno más de ustedes. El segundo es discutir la propuesta del Comité de Relaciones Públicas, referente a los monos tití. Señora de Padua, si me hace el favor…
La mujer de aspecto atlético y cabello oscuro que estaba a su izquierda se alzó y fue hasta una mesa lateral. Levantó la tela que cubría una jaula alta, metió la mano dentro y sacó un monito de sedoso pelo.
—Como muchos de ustedes recordarán —prosiguió Haversford—, en nuestra última reunión hablamos de los planes para incrementar las exportaciones de algunas de nuestras categorías de animalitos domésticos, los monos tití incluidos, a base de seleccionar a un grupo de jóvenes que vayan al extranjero y regalen especímenes a otros chicos de los países que visiten. Esperando obtener su aprobación —misteriosamente hizo un guiño en dirección a Hake—, se ha preparado un programa: el grupo de niños será escogido en las escuelas locales, según las recomendaciones de sus profesores. Pasarán tres semanas en el extranjero, viajando por Francia, Dinamarca y Alemania y, durante ese tiempo, regalarán veintidós parejas de monos tití a escuelas y agrupaciones juveniles en nueve ciudades. La señora de Padua tiene un itinerario detallado, además del presupuesto del viaje, y está más que dispuesta a responder a cualquier pregunta que quieran hacerle. Y al mando de ese grupo… y espero que usted acepte, estará nuestro buen Reverendo Hake.
—¿Cómo?
Haversford asintió con la cabeza, todo él una sonrisa.
—Sí, así es Reverendo —canturreó—. Naturalmente, hay para usted un adecuado estipendio, que ya se ha incluido en el presupuesto. Sé que es toda una imposición por nuestra parte, pero…
—Pero… pero no puedo, señor Haversford. Quiero decir que tengo obligaciones hacia mi congregación…
—Desde luego que sí. Eso lo tenemos muy en cuenta. Pero, si acepta la palabra de un viejo cascarrabias, le diré que pienso que su congregación podrá pasarse sin usted ese breve período de tiempo. ¿Qué les parece si pasamos a la votación?
Los síes fueron unánimes; sólo faltó el de Hake, que no pudo recuperarse de su asombro a tiempo para votar. ¿Así que un «viejo cascarrabias»? ¿Acaso tenía elección? Si se refería al viejo cascarrabias de la Lo-Wate Bottling Company, desde luego que no la tenía.
—No me dijeron que tuviera que ir a Alemania —comentó. Pero nadie le escuchaba.

IV
Los chicos eran treinta y uno y llenaban toda la sección amarillo-izquierda del avión, sentados en hileras de dos y cuatro. Las azafatas de la Lufthansa se movían por los pasillos, arriba y abajo, mirando si los cinturones de seguridad estaban abrochados y había bolsas para el mareo en el bolsillo de cada respaldo. Horny Hake y Alys Brant, su codirectora del viaje, las acompañaban.
—Eres realmente muy bueno para ocuparte de críos —le dijo Alys admirativa, mientras daba caricias a dos o tres cabecitas desconocidas al azar—. Me gustaría poder tener tan buenas relaciones con ellos como tú.
Luego, se retiró a su asiento en la parte delantera del compartimiento, dejando a Hake preguntándose el motivo por el que una mujer que reconocía que no sabía muy bien cómo tratar a los niños, había hecho todo tipo de maniobras para lograr el puesto de codirectora de un viaje infantil. Por desgracia, creía saber cuál era la respuesta a esa pregunta. Para cuando se hubo sentado en su lugar y el reactor estuvo en vuelo, ya se había hecho a la idea de que aquél iba a ser un viaje muy comprometido.
Utilizaría un viejo truco de su juventud: contar las horas que faltaban, hasta que todo hubiera concluido. Diecinueve días. Eso representaba 456 horas, e incluyendo el tiempo del viaje por tierra desde Long Branch y el regreso allí, digamos que 470 horas. Había salido de la rectoría, miró su reloj, casi unas cinco horas antes, así que ya había superado casi la centésima parte de aquella prueba. En una media hora sería ya la noventava parte y, para cuando llegasen a su hotel en Francfort, ya habría pasado una cuarentava parte, quizá algo más. Así que…
—¿Padre Hake?
Parpadeó y apartó la vista de la ventanilla.
—La señora Brant le está haciendo señas, padre Hake —le susurró la azafata, con su dorado cabello acariciándole la mejilla—. Si quiere puede levantarse de su asiento e ir hasta donde está ella.
Al principio del pasillo, Alys ya estaba en pie, con la mano en el hombro de un chico de doce años, sonriendo con simpatía en dirección a él.
—Se trata de Jimmy Kenkel —le dijo en tono confidencial—. Se volvió hacia atrás y le pegó un puñetazo en la nariz a este chico, Martin. Supongo que si se lo pide a la azafata, ella podrá traer un poco de hielo.
La nariz de Martin soltaba sangre. Los pasajeros normales que habían tenido la desgracia de que les dieran asientos en la sección amarillo-izquierda, altos y bien vestidos hombres de negocios alemanes y escrutadores turistas japoneses, susurraban entre ellos. Hake sacó su pañuelo y lo apretó contra la nariz del chico, equilibrándose contra el ángulo de subida del avión, de unos treinta grados, y tratando al tiempo de llamar la atención de la azafata. Para cuando volvió la vista, Alys había desaparecido, y para cuando la azafata trajo hielo, la sangre había dejado de manar. Y para cuando se hubo apagado el letrero de «abróchense los cinturones», Martin ya se había vengado, vertiendo el vaso de hielo semifundido por sobre la cabeza de Jimmy.
Ya era más que suficiente, así que Hake dio la espalda a sus pupilos y se fue hacia el bar del centro del aparato, a buscar un trago.
—¿Dos mentes y una sola idea, Horny? —preguntó alegremente Alys, interrumpiendo la conversación que mantenía con un delgado hombre de uniforme, que tenía enhiestos bigotes dorados.
Hake la miró con disgusto.
—Si te interesa, te diré que el chico ya está bien. Aunque sólo Dios sabe lo que estarán haciendo, ahora que ya pueden quitarse los cinturones y levantarse.
—Como ya te he dicho, nuestras mentes funcionan al unísono. Justamente le estaba diciendo a Heinrich si podría dejar encendido el letrero de los cinturones, sólo en nuestro compartimiento.
—Ja, eso sería bueno. Pero imposible —el hombre tendió la mano—. Heinrich Scholl, padre. Soy el sobrecargo.
—No soy un sacerdote, sólo un ministro unitario —dijo disgustado Hake; pero aceptó un whisky con agua, invitación del sobrecargo. Los niños todavía no se habían dado cuenta de que ya los habían liberado del asiento, y las azafatas pasaban entre ellos, dándoles coca-colas y naranjadas y paquetes de juegos y lectura. Hake comenzó a relajarse. Había volado decenas de miles de kilómetros antes de cumplir los diez años de edad, y casi nada desde entonces. Nunca había acabado de entender cuál era el verdadero tamaño de los enormes reactores intercontinentales, que llevaban a más de un millar de personas en el interior de aquella gran salchicha de acero que zumbaba a través del océano—. No sé por qué los mantienen… me refiero a estos reactores. ¡Vaya un derroche de energía!
—¿Derroche? —repitió educadamente el sobrecargo—. Pero eso no es cierto, señor Hake. Debemos mantenerlos en vuelo, aunque sólo sea para el correo. Así que, ¿por qué no llenarlos con pasajeros?
—Pero con tan escasas reservas de energía… —comenzó a decir, pensando en los días sin calefacción en Long Branch y las toneladas de combustible fósil que estaba quemando cada uno de aquellos enormes motores de las alas.
—Le aseguro que todo ha sido cuidadosamente calculado, señor Hake —le explicó amablemente el sobrecargo—. El transporte aéreo es un servicio vital. Llevamos valiosos suministros médicos, valijas diplomáticas, todo tipo de materiales estratégicamente vitales. Este mismo aparato llevó vacunas contra el sarampión desde Colonia a Nueva Guinea, déjeme pensar… el año pasado. ¿O fue el año anterior?
¿Y desde entonces?, se preguntó Hake. Pero lo único que comentó fue:
—Estoy de acuerdo en eso. Pero, ¿para qué tantos aviones? Quiero decir, ¿por qué tiene que tener cualquier país, por pequeño y sin importancia que sea, su propia línea de bandera?
—¿Pequeño y sin importancia? —se indignó el sobrecargo, temblándole el mostacho.
—Oh, naturalmente no me refiero a la Lufthansa. Me refiero a esas otras líneas de países pequeños de los que uno casi nunca ha oído hablar. Los veo entrando en los corredores de aproximación, por encima de Long Branch: aerolíneas africanas, aerolíneas latinoamericanas y Dios sabe qué otras aerolíneas. Por ejemplo, ¿no podrían los Estados Unidos usar los vuelos de la Aeroflot, o de Air France, en lugar de emplear para todos los vuelos sus propios aviones?
Alys se hechó a reír, al tiempo que adelantaba su vaso para que se lo volviesen a llenar.
—¡Oh, Horny! ¿Y dejarles que hicieran lo que se les ocurriese con nuestro correo, mientras estaban sobre el Atlántico? ¡Eres tan inocente!
El sobrecargo asintió con un rígido movimiento de la cabeza y dijo:
—Ha sido muy interesante el hablar con usted, señor Hake. Me perdonará, pero ahora debo atender a mis deberes: tenemos que empezar a servir la comida.
—Y también tú deberías atender a los tuyos, ¿no crees? —dijo Alys, mirando por encima del hombro de él. Una decena de los chicos hacían cola para los servicios y algunos de ellos empezaban a pelearse otra vez—. Después de todo, las peleas entre chico y chico son una cosa de hombres, ¿no es así?
Resultó que las peleas entre chico y chica también lo eran, descubrió más tarde Hake; como también otras de las cosas, aún más molestas, que él siempre había considerado pertenecientes al mundo femenino, cuando la pequeña Brenda se acercó a él y le susurró al oído:
—Reverendo Hake, tengo problemas con mi higiene personal.
Él se inclinó hacia ella, tratando de no verter los contenidos de la bandeja de la medio deglutida comida.
—¿Como?
—Mi amigo está aquí —insistió ella, ruborizándose.
—¿De que amigo me estás hablando? —inquirió, y entonces se le acercó Alys para susurrarle al oído:
—La pobre niñita quiere un trozo de papel higiénico para su limpieza íntima —le dijo—. Dile que vaya a los lavabos, que hay allí.
—Está en los lavabos, Brenda —repitió él.
La chica asintió con la cabeza.
—Algunas de las otras niñas lo llaman «su amigo». Yo lo llamo «mi higiene personal», porque eso es lo que indica en la bolsa que hay en el lavabo de la escuela.
—Pues aquí también tienes que ir al lavabo —le explicó Hake, dándole una tímida palmada en el hombro. Luego le preguntó a Alys—. ¿Por qué me lo ha venido a decir a mí?
—Porque tú eres su padre sustitutivo, claro. Yo, en cambio, sólo soy una especie de chica mayor —le contestó ella, con simpatía—. Bueno, éste va a ser un viaje muy largo. Voy a ver si puedo dormir un poco.
—Yo también —asintió esperanzadamente Hake, entregándole la bandeja a una azafata que ya no parecía tan sonriente.
Su esperanza nunca llegó a materializarse. Durante las cinco horas de vuelo Hake y las azafatas se dedicaron a contener la insurrección. Por lo menos, pensó Hake hacia el final del vuelo, estoy empezando a conocer y reconocer a algunos de ellos: Jimmy, Martin y Brenda; la negrita Heidi y la pequeña y rubia Tiffany; Michael, Mickey y Mike; el enorme, tan tranquilo y parecido a un Buda, Sam Wang, que tenía doce años; las tres chicas mayores, todas ellas de ese lugar tan escrupulosamente religioso, Ocean Grove: las tres se parecían asombrosamente, con sus cabellos cortados en cuña y su pintura de ojos y labios que en casa no les hubieran dejado usar; una se llamaba Grace, la otra Pru, y la más baja, más fuerte y más malintencionada de todas se llamaba Demeter. Ella era la que les daba azotes en el culo a los niños más pequeños cuando se perseguían unos a otros, para pegarse, por encima de los asientos de los pasajeros adultos. Demeter y Grace se chivaron a las azafatas de Lufthansa cuando tres de los chicos mayores estaban fumando en un lavabo. Demeter y Pru sobornaban a los más pequeños con las bolsas de juego del avión para que se estuvieran quietos. ¡Y que maravilloso hubiera sido todo si las tres chicas de Ocean Grove hubieran estado haciendo todo esto para ayudar a Hake, en lugar de preparar el ambiente para sus propias diabluras: compartir bebidas alcohólicas con los pasajeros en el salón de primera clase, concertar pecaminosas citas con los tripulantes…! Y, durante todo este infierno, Alys durmió como un bebé, con la cabeza sobre el hombro del oficial del ejército turco que estaba sentado junto a ella. En cambio, ni Hake ni las azafatas descansaron un momento.
Once horas transcurridas, cuatrocientas cincuenta y nueve que sufrir. Iba a ser un viaje muy largo.
Llegaron al inmenso edificio del aeropuerto de Francfort, lleno de ecos, a las dos de la madrugada; hora local. En la peor de todas las horas posibles: debido a la diferencia horaria, los chicos no estaban demasiado dispuestos a irse a la cama; pero tendrían que estar en pie y regalando monos tití en una Kinderhalle a las nueve de la mañana siguiente. Hake mantuvo a los niños alineados en fila india en uno de los pasillos mientras Alys, bostezando con delicadeza, los distribuía por habitaciones.
De algún modo, Hake logró llevarlos a través de controles de pasaportes y aduanas hasta el vestíbulo principal. Naturalmente, no había asientos libres, pero, sin saber muy bien cómo, logró evitar que se matasen los unos a los otros durante la hora larga que tardó en llegar el autocar de alquiler. El chófer, muy furioso explicó en rugiente alemán que llevaba dos horas esperándolos fuera, en el aparcamiento. Quién sabe cómo los llevó hasta el hotel, uno nuevo y reluciente, donde les dieron habitaciones en las que, más o menos cada uno se encontró con su equipaje.
—Te he puesto con Mickey y Sam Wong —le dijo Alys, dándole una llave—. Sam ronca y la madre de Mickey dice que se mea en la cama si no se le lleva por lo menos un par de veces al lavabo durante la noche. Así que tú verás… de todos modos, ya he acabado de meterlos en sus cuartos, así que me voy a la cama, que ha sido un día muy largo. Ah, por cierto, he tenido que coger una habitación más: no hubiera sido justo con los chicos obligar a ninguno de ellos a dormir en la misma habitación que yo. Soy muy nerviosa y no les habría dejado dormir.
La vio entrar, contoneándose, en uno de los ascensores transparentes con forma de gota, luego suspiró, acabó de firmar las tarjetas de registro, contó los pasaportes y subió a su propia habitación.
Encontró tan acogedora la cama, que se permitió el lujo de quedarse un rato tendido, con las manos tras la cabeza, disfrutando con la idea de que iba a dormir, antes de empezar a hacerlo. Los ronquidos de Sam Wang se fundían con el zumbido del aire acondicionado y el lejano estruendo del televisor de alguien, al otro extremo del pasillo. Al menos su virtud no corría peligro; bueno, no tanto su virtud como su sentido de la moralidad profesional. Ir haciendo el amor con Alys por los hoteles europeos podría haberle resultado tremendamente atractivo, si él no fuera su consejero matrimonial. Pero, si ella no iba buscando eso, ¿por qué estaba allí? No tenía la menor duda de que tras todo aquello estaba la mano de la Lo-Wate Bottling Company, o como quiera que se llamase aquel antro de espías camuflado. Pero, exactamente, ¿qué era todo aquello tras lo que estaba su mano? Si mandaban a un nuevo agente en misión a Europa, ¿no deberían decirle a ese agente, al menos, cuál era su misión? ¿Acaso los titís eran correos de información secretos? ¿Iría a aparecer Cascarrabias, con una gabardina con el cuello subido y un sombrero de ala ancha calado hasta los ojos? ¿Aparecería una noche de lluvia, surgiendo de algún portal oscuro para entregarle los documentos? Y, si era así, ¿de qué tratarían esos papeles? Le parecía un modo muy estúpido de llevar una misión secreta.
No le cabía duda de que, a su debido tiempo, todo le sería revelado. Descruzó las manos, se giró sobre un costado, hundió la cabeza en la almohada, cerró los ojos…
Y los volvió a abrir.
Se había olvidado de llevar a Mickey al lavabo.
Hubiera resultado muy fácil hacer ver que se había olvidado, pero cuando confían en ti, confían en ti. Hake se obligó a salir de la cama, metió los brazos en su batín y llevó casi a rastras al chico de diez años al lavabo. Con más dificultades lo apartó del bidé y lo llevó al mueble sanitario más adecuado. Logró que su gran esfuerzo se viera coronado por el éxito, llevando al niño, aún sin despertarse, de vuelta a la cama… cuando el teléfono se puso a sonar estridentemente.
Hake maldijo y lo agarró. Una voz rechinó en su oído:
—¿Dónde infiernos están mis monos tití?
—¿Tití? ¿Quién habla? —preguntó Hake en un ronco susurro; los ronquidos de Sam Wang se habían interrumpido y Mickey se agitaba, resentido, en su cama.
—Yosper Medina. Mejor será que baje, Hake, y comience a explicarme dónde están los monos. Le espero junto a los ascensores —y colgó.
Irritado, Hake llevó la ropa que se había quitado hasta el lavabo y volvió a ponérsela. Mientras se peinaba, hizo una mueca a su reflejo en el espejo: aquel saludable rostro de deportista tenía ahora bolsas bajo los ojos… ¡y el viaje acababa de empezar! Salió de la habitación tan silenciosamente como pudo y esperó a que la burbuja transparente subiera a recogerle.
En el vestíbulo del hotel le esperaba un hombre alto y delgado de barba blanca y calvo, mordisqueando una pipa de caña de maíz,
—¿Hake? ¿Cómo puede usted explicar todo este lío? ¿Qué quiere decir con eso de que no sabe de qué le estoy hablando? Con usted venían veintidós pares de monos tití de la variedad Golden Lion, ¿dónde están? ¿Mis chicos han puesto Francfort patas arriba, tratando de encontrarlos!
—¿Quién es usted?
—¿Es que no me escucha, amigo? Soy Medina, de la oficina de París de la AFI. Éstos son mis ayudantes —señaló a cuatro hombres agrupados en derredor de las cabinas telefónicas, dos de ellos agarrados a aparatos—: Sven, Dieter, Carlos y Mario. Se supone que tenemos que ayudarle en este viaje.
—Desde luego, me vendría bien algo de ayuda —dijo Hake con gran énfasis, comenzando a sentirse algo más amistoso—. Esos chicos…
—¿Chicos? ¡Oh, no, Hake, nosotros no tenemos nada que ver con chicos! Nosotros cuidaremos de sus monos tití, si es que nos dice donde están, pero no queremos saber nada de los chicos. Así que, si tiene la bondad de… ¿Qué sucede, Dieter?
Uno de los hombres se estaba acercando, con una amplia sonrisa.
—Yosperr —dijo, pronunciando el nombre con fuerte acento alemán—… esos monos, los he encontrado. En el Zookontrolle, y están bien.
—¡Ah! —Medina chupó la pipa y luego sonrió amablemente y ofreció su mano en saludo—. Bueno, en este caso, Hake… no vale la pena que perdamos el tiempo aquí, ¿no le parece? Échese un buen sueño, y ya nos veremos mañana, a la hora del desayuno.
Échese un buen sueño… Para cuando el ascensor transparente lo devolvió a su piso ya casi se había dormido de pie, pero se obligó a llevar a Mickey de nuevo al lavabo. Luego dejó caer su ropa al suelo y se derrumbó en la cama, apagando la lamparilla de la mesita.
Pero, aun a través de los ojos cerrados pudo darse cuenta de que la luz no se había apagado. Cuando los abrió comprendió el motivo: era pleno día.

¡Diecinueve días en la romántica Europa! Era bueno que ni siquiera antes de empezar hubiera creído que las cosas le irían bien, pensó Hake; al menos se evitaba la desilusión. Catedrales, museos, bellos paisajes fluviales, castillos… Vieron la catedral de Colonia por las ventanillas del autocar; el Rin era una raya gris-verdosa entre la sucia neblina. En Copenhague toda una tarde de asueto tuvo que ser eliminada, porque el parque de atracciones Tivoli estaba cerrado por reformas, eufemismo para explicar la reconstrucción necesaria tras haber sido volado a bombazos por algunos independentistas testarudos de Frisia… Y esto podría haber sido bueno, pues necesitaban una tarde de descanso, de no ser porque tal anulación representó pasar otras seis horas extra haciendo de pastor del rebaño de niños. En Oslo una huelga de maestros había provocado el cierre de las escuelas y obligó a los pupilos de Hake a presentar los monitos a un alcalde de ojos enrojecidos, que salía cinco minutos de la sala en la que llevaba toda la noche negociando un final a la huelga.
Tras aquella primera noche en Francfort, cuando había ido a la habitación de Alys para llamar a su puerta y despertarla, y se había encontrado frente a la misma las recién limpiadas botas del oficial turco, Hake había dejado de esperar que ella se dedicase a dar el asalto a su virtud religiosa. No lo necesitaba, pues tenía multitud de otros objetivos. Y si sufría hambre y sed de carne clerical, lo disimulaba muy bien. Pasó más tiempo con el viejo, calvo y cegato Yosper Medina que con Hake. Aunque, para ser veraz, tenía que reconocer que pasaba más tiempo con él que con ningún otro… especialmente, más que con los niños.
Yosper era un verdadero enigma: dado que pertenecía al departamento de relaciones públicas en Europa de la AFI, le parecía tan claro como el día que tenía que ser un agente secreto; pero no le había pasado ningún plano, ni comunicado instrucciones secretas. Cuando Hake mencionó el nombre «Cascarrabias» en su presencia, el otro se había echado a reír y preguntado:
—¿Un cascarrabias? ¿Eso es lo que cree que soy? Pues déjeme decirle, amiguito, que soy exactamente como usted será dentro de cuarenta años… sólo que algo mejor —añadió con aire virtuoso—, porque yo acepto al Señor como mi salvador… mientras que usted no.
La verdad era que siempre estaban allí, él y sus cuatro silenciosos ayudantes. Los monos titís recibían sus uvas y sus gusanos de manzana cada cuatro horas y, cuando el sol lo permitía, pasaban alguna tarde al aire libre; eran cepillados, aseados y despiojados. Los monitos tenían muchos cuidadores.
Los niños sólo tenían a Horny Hake.
Para cuando llegaron a Copenhague, Hake creía haberse enfrentado a todos los males heredados por el género humano por culpa de Adán y Eva; especialmente cortes y arañazos, toses y estornudos, desmayos y fiebres. (126 horas transcurridas, 344 por soportar… ya más de la cuarta parte.) Al llegar a Oslo, casi todo eran fiebres y estornudos. No era nada grave, pero mantenían a Hake despierto casi todas las noches, para asegurarse de que no se convertían en algo preocupante. Alys dormía muy tranquila hasta el desayuno, explicando que su larga experiencia como consejero familiar lo convertía en mucho más idóneo que ella para enfrentarse con las alarmas nocturnas. Tanto era así que, realmente, no había motivo alguno para que la despertasen a ella… «Sólo serviría para molestarte más, Hake.» Y, naturalmente, los sirvientes de los titís tampoco aceptaban ser mezclados en aquello. Sus vidas eran cada día más confortables, al ir disminuyendo, a cada nueva etapa, el número de animalillos peludos a su cargo. No obstante, seguían negándose de plano a tener nada que ver con los niños: sólo se les había contratado para cuidarse de una especie de primate subhumano, no de dos.
Sven y Dieter, Mario y Carlos… ¿Por qué tenía siempre problemas para diferenciarlos? Eran de distinta altura, peso y colorido. Seguramente eso tenía que ver con el modo en que llevaban cortado el cabello, todos ellos a lo sopera, como Enrique V de Inglaterra, y sus ropas, que siempre eran las mismas: chaquetas azul pálido y pantalones azul oscuro. Pero era algo más que eso: todos ellos parecían pensar y hablar del mismo modo. Hake tenía la impresión de que siempre era la misma persona, hablando unas veces con acento alemán, otras con acento español, pero todas las lenguas movidas por una misma mente:
—Yosperr dice que irrse a cama prronto, mañana el vuelo es a las seis de la madrrugada —con acento alemán, o, con acento español—: Yosper aconseja que los niños no beban de esta agua, pues el mes pasado los terroristas de la OLP llenaron el depósito con ácido.
Hake sospechaba que la única mente tras todas las lenguas era la de Yosper.
Y todo aquello tenía sentido, encajaba perfectamente, si en realidad eran disciplinados agentes en la nómina de Animalitos y Flores Internacionales, alias Lo-Wate, alias las tropas de choque de la guerra no declarada. Pero, ¿lo eran? Hake no tenía ninguna certidumbre: no se producía ninguna ausencia inexplicada a su trabajo, no realizaban reuniones secretas, ni siquiera intercambiaban entre ellos miradas de reojo, cargadas de significado, o dejaban frases por concluir. Si eran espías, ¿cuándo demonios iban a empezar a espiar?
En más de una ocasión Hake había tomado la decisión de ir a hablar sin tapujos con Yosper. Pedirle que le contara la verdad, fuera la que fuese. Pero al final nunca lo había hecho, limitándose a lanzarle indirectas. Y Yosper nunca respondía a ellas. Y no es que no fuera hablador; le encantaba charlar: nunca se cansaba de explicarles a Hake y Alys los modos y maneras en que las ciudades por las que pasaban a la carrera eran inferiores a sus equivalentes estadounidenses… Descontando, claro está, aquel lugar especial en el que uno podía disfrutar del ocasional amorgasbord aceptable o un jágertopf que se podía comer. Y nunca cesaba de informarles de las razones por las que los unitarios no podían ser propiamente llamados religiosos; Yosper era de la Iglesia de Dios, dos veces nacido, dos veces salvado y sublimemente seguro de que llegaría un día en el que estaría sentado junto al Trono, mientras que Hake, Alys y muchos billones de otros estarían penando por sus terribles errores en un lugar mucho más espantoso.
Pero nunca hablaba de nada que tuviera que ver con el espionaje.
Y tampoco ayudaba en nada con los niños.
Y, de ambas negativas, la que más le costaba a Hake sobrellevar era la segunda.
Para el hito que señalaba el transcurso de las tres cuartas partes del tiempo, se hallaban en Munich. Los estornudos de los niños estaban alcanzando un crescendo, y el mismo Hake comenzaba a notar los efectos de la tensión. Estaba mucho más exhausto de lo que se había notado en todo el tiempo desde que había abandonado la silla de ruedas; y no se sentía nada feliz por el modo en que se estaban comportando sus intestinos. Pero tuvo una alegría inesperada: Yosper había llegado a un acuerdo con una escuela americana de Munich para que se ocupasen todo un fin de semana de los niños, así que los mayores quedaban liberados durante ese tiempo.
Hake pensó que aún se lo habría pasado mejor de no ser porque le parecía que alguien había rellenado sus tripas, hasta sobrepasar la carga máxima autorizada, con chiles picantes y variantes en vinagreta pasadas de fecha. No se sentía con ánimos para ir de visita a la ciudad. Pero, de todos modos... ¡habían pasado trescientas sesenta horas y sólo quedaban ciento diez! ¡Y sin críos hasta el lunes por la mañana!
La pensión donde se alojaban resultó estar en el piso más alto de un mugriento edificio de oficinas en una callecita lateral junto a la intersección de dos grandes avenidas. Desde fuera no tenía demasiado buen aspecto, pero estaba limpia y para Hake, que lleva quince días calculando con resentimiento los costes energéticos del combustible de reactor, los ascensores de alta velocidad y las saunas de los hoteles, representó una liberación, bien recibida, del malgasto de energía. No le importó que las habitaciones se agolpasen alrededor de un patio de luces, ni que no hubiera botones para llevar el equipaje. Ni siquiera le importó tener que llevar las maletas de Alys además de las suyas… «Realmente lo lamento, Hake, pero la verdad es que no me siento con fuerzas para llevarlas.» No se atrevió a decirle que él aún tenía menos.
La cena no era gran cosa, cocinada por el dueño y servida por su esposa. Para sorpresa de Hake, Alys acudió a la mesa. Era evidente que se había quedado ya sin oficiales turcos, copilotos de la SAS y empleados de Informaciones noruegos. Pasó la tarde en su habitación pero se presentó, pálida pero grácil, para ocupar la cabecera de la mesa. Cuando se llevaba la cuchara a la boca fue interrumpida por Yosper, que golpeaba un vaso con su tenedor.
—Yosper siempre bendice la mesa —dijo Sven… o quizá Dieter, con un gruñido.
—Naturalmente —intervino Yosper, también resoplando y, luego, inclinando la cabeza—: ¡Oh, Señor! Tus humildes siervos te dan las gracias por tu bondad al entregamos estos alimentos que vamos a comer. Bendícelos para que los utilicemos en lograr tus sagrados fines y haz que sintamos adecuada gratitud por tu generosidad. Amén.
Cuando las cinco caras cejijuntas se alzaron y suavizaron, Mario… o tal vez Carlos, dijo:
—Es una buena costumbre bendecir la mesa, ¿no? Es como lo que decía Pascal: si cuando uno reza hay un Dios que escucha, le complace. Y si no, ¿qué hay de malo en ello?
—No seas irreverente —le regañó, sin demasiada aspereza, Yosper—. Pascal era tan charlatán. Uno no tiene que obedecer los mandamientos de Dios sólo para salvar su piel. Tiene que obedecerlos porque sabe que Dios existe, como queda demostrado por el milagro diario de la vida.
Alys tosió y cambió de tema:
—¿Sabes, Horny? No he estado inactiva todo el día —dijo con dulzura, pasándole un par de diarios y una revista—, He encontrado esto en mi habitación. Los he mirado y he marcado todos los puntos que te pueden interesar.
Yosper miró por encima de su sopa, que no comía.
—¿Y cómo sabes lo que le interesa?
—¡Oh! —dijo ella con el rostro iluminado—. Es una especie de labor de investigación que he estado haciendo para él. Está muy interesado en lo que llama la creciente degradación de la calidad de la vida… ya sabes, todas esas cosas que siempre nos fastidian la existencia… ¿Sucede algo malo Horny?
—No —respondió él y, después, con mayor firmeza—. Sigue hablando. Es que estaba pensando en otra cosa.
En lo que estaba pensando era en que si Yosper informaba de aquello a Cascarrabias, seguro que en el informe diría que estaba haciendo algunas investigaciones no autorizadas. Pero inmediatamente había pensado: ¿y por qué no? No le habían prohibido ser curioso. Y una de las cosas por las que sentía curiosidad era por ver el modo en que iba a reaccionar Yosper.
Pero resultó que no reaccionó en modo alguno. Se quitó la servilleta del regazo, la dejó caer sobre la mesa y alejó con un gesto el plato que 1a propietaria le traía del aparador de caoba.
—¿Sabéis? —explicó—. No creo que ésta sea la comida que me pide el cuerpo. ¿Qué te parece Dieter, probamos en el Hofbrauhaus?
—Buena idea, Yosperr —dijo Dieter, entusiasta… ¿o sería Carlos? Aunque todos asintieron, Yosper hizo una pausa.
—¿Qué me decís vosotros dos? —preguntó—. Después de todo, tenéis la noche libre.
—¿Qué hay en esa cervecería? —inquirió Alys.
Inclinó la cabeza hacia ella y, con su calvicie y su barba, Hake pensó que cada día se parecía más a un mono tití:
—Es uno de los grandes puntos turísticos de Munich. Unas salchichas increíbles, grandes tanques de cerveza… ¡y schweinfleisch! Cerdo, sonrosado y blanco, con esas coles rojas y los buñuelos de patata, y con toda esa salsa espesa…
Alys dejó caer la cuchara:
—Perdonadme —gimió, y huyó.
Yosper miró a Hake.
—¿Qué es lo que le sucede? —le interrogó.
—No creo que se sienta bien. En realidad, yo tampoco me siento demasiado bien. Id vosotros, Yosper. Creo que no voy a cenar y me meteré pronto en la cama…
Al menos no le dolían las tripas. Agradecido por esto, cerró su puerta con la cadenita y abrió la prensa que Alys le había entregado: un Times de Londres, un Daily American, el diario publicado en Roma, de dos días atrás, y un ejemplar de la edición internacional del Newsweek. Además del material de lectura, tenía un tesoro propio: dos botellas individuales de whisky sour, ésas de combinado que dan en los aviones, que había pedido para beberse en uno de los muchos vuelos y que luego no había tenido tiempo de consumir. Decían que el whisky era bueno para la gripe; ¿por qué no lo iba a ser en combinado?
Se los metió en el estómago y, sorprendentemente, allí se quedaron. Le hicieron sentirse, bueno… mejor no, pero al menos diferente; el sabor del whisky alteraba la sensación de malestar del catarro, o lo que fuese. Y el cambio era bien recibido.
Ojeó las noticias, más por sentido del deber que por puro interés:
Los impuestos sobre el hidrógeno liquido iban a ser aumentados en un 50 por ciento «para financiar las investigaciones destinadas a lograr que los Estados Unidos fueran autosuficientes en sus necesidades energéticas en un plazo de treinta años». El loco lanzador de bombas incendiarias que atacaba a las mujeres de Chicago que usaban ropa provocativa, había sido atrapado y había declarado que había recibido el mandato de Dios de purificar la Tierra. La compañía International Harvester había entregado su diez milésimo carro de combate pesado, Modelo XII, directamente desde la línea de montaje al terreno de desguace de la ONU en Detroit. El Presidente había declarado que la producción de estas bazas para la negociación era insuficiente con vistas a la próxima Conferencia sobre Desarme y había propuesto la emisión de unos bonos de deuda especial para financiar 5.000 aviones de combate avanzados, que serían construidos y desguazados en los siguientes cinco años. (También mencionó que los impuestos sobre la renta deberían ser aumentados para pagar esos bonos.) Habían tenido que ser apagados los receptores de microondas en Tejas, debido al excesivo daño que estaban causando en el cinturón de Van Allen; y, como resultado, la costa de Louisiana estaba sufriendo su tormenta primaveral de nieve más dura jamás recordada y la mayor parte de Oklahoma, Tejas y Nuevo Méjico se habían quedado sin energía.
Una semana normal en los Estados Unidos. Alys también había marcado noticias europeas, pero Hake no se sentía con ánimos para leerlas. Había visto la suficiente suciedad y pobreza en los pasados quince días como para llegar a la conclusión de que los europeos no vivían mejor que la gente de Long Branch, New Jersey, al menos en lo que a calidad de vida se refería.
Y, además, la calidad de su propia vida no parecía encontrarse en muy buen momento. Quizá los whiskies sours habían sido un error.
Mareado, se levantó y se miró al espejo.
Realmente se sentía enfermo. Y el sentirse así le alarmó hasta un grado que no podría comprender un hombre que se hubiera sentido bien toda su vida. Se contempló la lengua (razonablemente sonrosada), los ojos (considerándolo todo, realmente no estaban muy enrojecidos), y deseó tener algo con lo que tomarse la temperatura.
Quizá lo único que necesitaba era un poco más de sueño y, eso seguro, muchísimo más ejercicio. No había podido llevar las pesas en el equipaje. Estudió su abdomen, buscándose barriga; sus dorsales, por si se veía grasa. Nada… aún. Pero se había perdido el footing de dos semanas y una docena de clases de judo por culpa del viaje y, ¿cuánto tiempo más podría seguir así sin pagar las consecuencias? Tomó la decisión de, por lo menos, tratar de atrapar a una de las chicas de Ocean Grove para que jugase con él una partida de ping-pong a la mañana siguiente.

Pero a la mañana siguiente no se encontraba en condiciones de jugar a nada, aun sin contar que era domingo y las chicas estaban todavía en la escuela americana con los demás… o quizá creando el caos en alguna desafortunada iglesia.
Se bañó, se afeitó, se vistió y, con paso incierto, salió de la pensión en busca de una farmacia. En las siguientes tres manzanas pasó ante dos, ambas cerradas, pero en las que al menos encontró el nombre que necesitaba saber. Le pidió perdón a un anciano que tomaba el sol en el escalón de una portería y le dijo:
—Bitte, wo bist eine Apotheke?
Tuvo que repetirlo dos veces antes de que le diera una respuesta, y las palabras que escuchó no le fueron de mucha ayuda. Pero sí el dedo que apuntaba.
La farmacéutica era una joven que llevaba su cabello rojo en moñitos. No hablaba ni inglés, ni hebreo, ni ninguna de las variantes del árabe en que podía expresarse Hake. Si los kibbutzim no hubieran sido tan estrictos en sus costumbres, al menos hubiera aprendido algo de yiddish con el que intentar ahora comunicarse con ella. Pero, en su infancia, le habían enseñado a ser ingenioso así que, después de haber fracasado en todos esos idiomas, se le ocurrió toser con gran énfasis y estornudar dramáticamente, tapándose la boca con la mano y luego hacer un gesto de mimo como quien bebe de una botella.
—Ja, ja! —gritó la farmacéutica, comprendiendo súbitamente, y cogió algo qué había en un estante.
Lloroso, Hake atisbó en la etiqueta. Naturalmente estaba en alemán.
Lo de Antihistamin-Effekt le parecía bastante comprensible. Pero, ¿qué era un Hustentherapeutikum? Los nombres de los ingredientes le resultaron más fáciles de leer: la ciencia es un lenguaje universal, y añadiendo algunas letras o eliminando otras consiguió imaginarse algunas de las cosas que había dentro de la botella. El problema era que Hake no era un farmacéutico y, ¿exactamente para qué enfermedades era recomendable tomar Natriumcitral y Ammoniumchlorid? En lo referente a la dosificación se encontraba en terreno más sólido: Erwachsene tenía que significar «para adultos», aunque sólo fuera porque en la columna siguiente se leía Kinder, y 1-2 Teelofffel alle 3-4 Stunden parecía indicar claramente una o dos cucharaditas, cada tres o cuatro horas.
Mientras estaba dudando, entró en la farmacia una mujer alta, con un gran sombrero de tela flexible, y comenzó a estudiar cuidadosamente el mostrador de los cosméticos. Hake probó, tres o cuatro veces, con el resto de su vocabulario alemán, y entonces fue donde la recién llegada, para solicitar su ayuda:
—Bitte, gnaedige Frau —empezó—. Sprechen-sie English?
Ella se volvió para mirarle.
El rostro que había bajo aquel enorme sombrero era uno que él había visto, por última vez, en una cocina de Maryland.
—Pague a la farmacéutica, Hake —le dijo—. Y vámonos a un lugar en el que podamos hablar.

Si las farmacias parecían cerrar los domingos, estaba claro que los bares no. Encontraron uno con terraza en la acera, en donde se notaba más frío del que Hake hubiera deseado, pero en donde, al menos, estaban alejados de la otra gente, y la mujer pidió para ambos grandes copas con áspera cerveza de Berlín y un poco de jarabe de frambuesa en el fondo de cada una. Hake se tomó lo que supuso que sería un trago de 2-Teeloffel del Hustentherapeutikum y lo hizo bajar con cerveza. El frío le resultaba agradable en el paladar. El sabor ya no tanto. No era lo que su cuerpo le pedía y sintió como aumentaba la presión en sus tripas. Notó como si tuviera necesidad de eructar, pero temía intentarlo. Al fin dijo:
—¿Sabe, jovencita? Podría hacer que la detuvieran.
—Aquí no, Hake.
—Supongo que el secuestro es un crimen para el que existe extradición.
—¿Un crimen? Pero, Hake, ¿presentó usted una denuncia? ¡No!
—No hay un período de prescripción para un crimen como el rapto.
—Oh, mierda, Hake; basta ya de hablar como un abogado. No le pega. Hablemos de realidades, como el motivo por el cual no fue a ver a la poli. ¿Ha pensado en las razones por las que no lo hizo?
—Sé cuál fue la razón… yo… bueno, no sabía dónde tenía que denunciarles.
—Lo que significa —dijo ella amargamente—, que usted ya se había liado con los agentes secretos y sabía que no debía meter en eso a la poli normal. ¿No? Y tenía miedo de decírselo a los agentes secretos porque no sabía lo que podía pasar entonces.
Él mantuvo la boca cerrada. No quería reconocer ante ella que, simplemente, no había sabido cómo entrar en contacto con la Agencia, hasta que había pasado tanto tiempo que ya no le había parecido adecuado. También se daba cuenta de que, en realidad, no debería decirle nada a aquella mujer. Ni siquiera debería estar hablando con ella… ¿Quién sabía si aquel camarero, que distraídamente estaba dando patadas a un trozo de papel, o aquella quinceañera con el minipantalón que pasaba en bicicleta, no iban a informar a alguien de aquel encuentro?
En otras circunstancias le hubiera gustado mucho estar un rato con ella. Ya fuera con mono o con aquel primaveral vestido floreado, era una mujer estupenda. Al menos era tan alta como Hake, lo sería más si llevase zapatos de tacón alto, y era más delgada de lo que a él le hubiera gustado… si es que, en alguno de sus encuentros, hubiera importado en algún momento que ella fuera bella o no. Resultaba intrigante en más de un aspecto. Por ejemplo, qué anticuado se veía el que llevara un viejo anillo de oro de matrimonio… No podía recordar la última ocasión en la que había visto uno de aquellos anillos.
—No tengo mucho tiempo —dijo ella, con aire severo—, y hay muchas cosas que le debo decir. ¿Sabe?, comprobamos sus datos, y es usted una persona decente: es usted bueno, idealista, y si se encontrase un gato o perro abandonados les buscaría una casa. Trabaja noventa horas en un empleo espantoso por la paga de un esclavo. Así que, ¿cómo consiguieron convertirle en un asesino?
—¡Asesino!
—Bueno, ¿usted qué nombre le daría? Ellos lo son, Hake, y usted sólo acaba de empezar con ellos. ¿Quién sabe lo que le harán hacer? Cuando aceptó este trabajo ya debía saber lo que significaba.
Le resultaba imposible admitirle a aquella mujer joven, guapa y muy irritada, que no sólo no sabía lo que aquel trabajo significaba, sino que además aún no había logrado averiguar en qué consistía exactamente. Así que dijo, con la lengua espesa:
—Tengo mi propia moral, amiga mía.
—Sí que la tiene. Y, sin embargo, está haciendo cosas con las que yo sé que usted sabe que la está violando. ¿Por qué?
Se dio cuenta, con alivio, que la pregunta era puramente retórica y que ella misma iba a contestarla. Le estaba resultando muy difícil mantener aquella conversación. Trató de concentrarse en lo que ella decía, a pesar de la creciente evidencia, que notaba en el estómago, de que estaba peor de lo que había pensado.
—¿Por qué? —prosiguió ella con aire fúnebre—. ¡Dios mío, el tiempo que he pasado tratando de contestarme a eso! ¿Qué es lo que cambia a la gente como usted? ¿El dinero? No, usted no puede ambicionar dinero o no sería ¡cielo santo!, un religioso. ¿El patriotismo? ¡Si ni siquiera nació usted en los Estados Unidos! ¿Quizá alguna psicosis, porque usted ha sido un impedido la mayor parte de su vida y las chicas ni se le acercaban?
—Las chicas —intervino Hake con gran dignidad—, estuvieron muy a menudo más que dispuestas a pasar por alto mis limitaciones físicas.
—No me cuente ahora la historia de sus amoríos juveniles, Hake. Sé que tampoco ha sido por eso. O no debería serlo, también comprobamos sus datos a ese respecto. Así que, ¿qué es lo que nos queda? ¿Por qué da usted un giro de ciento ochenta grados y pasa de ser un absoluto desprendido, que ayuda a cualquiera que se le acerca de la mejor manera que puede, a ser un agente secreto hijo de puta, dedicado a crear problemas y a extender la miseria? ¡Sólo hay una respuesta! Hake, ¿qué es lo que sabe usted acerca del hipnotismo?
—¿El hipnotismo?
—No deja de repetir todo lo que le digo y eso, como sabe muy bien, no es responder. Sí, he dicho hipnotismo. Y, por si no lo sabe, añadiré que presenta usted todos los síntomas de haber sido sometido a hipnosis: lógica de trance, tolerancia de las incongruencias, incluso analgesia. O, al menos, analgesia del alma: le dolería saber en lo que anda usted metido, si no hubiera algo que se lo impide. Incluso paranoia hipnótica: capta usted pistas que no advertiría una persona que no estuviera en trance. ¡Usted captó pistas de nosotros, después de que lo raptásemos y por eso no nos denunció!
—¡Oh, vamos! ¡Nadie me ha hipnotizado!
—En lo que a eso se refiere, ¿cómo lo sabe? ¿Y si le hubieran dado una orden poshipnótica de olvidarlo todo al respecto?
Él negó con la cabeza, obstinadamente.
—¡Ah, claro! —resopló ella—. ¡Usted lo sabría, justo porque es usted! ¿No? Pero, si no lo hipnotizaron, ¿cómo explica usted el que se haya unido a esa gente?
No puedo, pensó él, pero lo que dijo en voz alta fue:
—No tengo porque explicarle nada a usted. Ni siquiera sé nada de usted… excepto que se llama Lee y está casada.
Ella le contempló, muy pensativa, con los ojos atisbados por debajo del borde de su gran sombrero. Hake no podía ver muy bien los ojos de ella, y esto le desconcertaba. Bueno, todo acerca de ella le desconcertaba.
—Tengo que ir al lavabo —dijo. No se encontraba nada bien y, sentado en la terraza de aquel frío y barato café… Munich tenía algún tipo de huelga de basureros y las aceras estaban repletas de la maloliente basura de varios días, lo cual no le hacía sentirse mejor.
Cuando regresó, el camarero había traído una nueva ronda de. Berlinerweissen y Lee se había quitado el sombrero. Se la veía mucho más joven y hermosa sin él, pero también más desamparada. En las circunstancias adecuadas, le hubiera parecido terriblemente atractiva, pero no se daban esas circunstancias. Hake se dio cuenta con un cierto temor, de que se había acabado la primera cerveza. El jarabe del fondo había agredido tanto su paladar que ansiaba la astringencia de la nueva, pero su estómago estaba dándole claras indicaciones de que no iba a soportar nuevos insultos sin tomar drásticas medidas.
—En cuanto a quién soy yo, Hake —dijo ella, soñadora—. Ya he descubierto mi identidad secreta ante usted, ¿no es así? De modo que le diré que me llamo Leota Pauket. Fui una estudiante matriculada en… no importa dónde. En cualquier caso, dejé los estudios. Mi tesis de graduación no fue aprobada y eso fue lo que empezó todo esto.
—Espero que me aclarará de qué me está hablando.
—Ya lo creo que le voy a aclarar las cosas, Hake. Quizá más de lo que usted desee. —Dio un largo sorbo a la segunda cerveza, con la mirada perdida en la calle llena de basura—. Soy una utilitarista; en la universidad era miembro del Club Jeremy Bentham. Ya sabe; aquello de «lo mejor posible, para el mayor número posible». Era un pequeño club, sólo tenía seis miembros, pero estábamos más unidos que los propios hermanos. Desde que me metí en esto he tenido que tratar con gente poco recomendable, Hake. Hay gente mala en el otro lado, tan mala como la de su bando, y no siempre he podido escoger a mis aliados. Pero en los tiempos de la universidad era un buen grupo, todos estudiantes brillantes, todos de Económicas o Sociología. Todos ellos gente de primera. La catedrática que me aconsejaba en la tesis también era increíble; fue ella quien me sugirió el tema: Covariantes y correlativos: un examen de las relaciones entre la degradación de los estándares no monetarios de los factores de vida y el decrecimiento de las tensiones internacionales. Ella me ayudó…
—¡Hey! —Hake se irguió en el asiento—. ¿Me puede conseguir una copia de esa tesis?
—¿De mi tesis? ¡No sea estúpido, Hake! Ya le he dicho que nunca la terminé. Sin embargo… —añadió, pareciendo complacida—. Tengo el borrador en alguna parte. Supongo que le podría conseguir una copia si realmente desea leerla.
—Claro. ¡Ya lo creo que quiero! Yo mismo he estado tratando de encontrar ese tipo de información.
—Hum —ella tomó otro sorbito de cerveza, estudiándole por encima del ancho borde de la copa—. Quizá, después de todo, aún haya esperanzas para usted. En cualquier caso, ella fue la que nos puso en la pista de sus amigos, los agentes secretos; nos dijo que era imposible que todas esas cosas hubieran sucedido por azar. Tenía que haber gato encerrado. Y, cuanto más escarbaba, más segura estaba de que ella tenía razón. Entonces la despidieron: recibía su salario de una ayuda gubernamental a la universidad, y la ayuda fue cancelada. Y el hombre que la sustituyó como mentor de mi tesis rechazó el tema en que estaba trabajando. Y la universidad nos recomendó que disolviéramos nuestro Club. Así lo hicimos, en público… y pasamos a la clandestinidad. Eso fue —contó con los dedos—… uno, dos..., hace tres años.
Hake asintió con la cabeza, contemplando los dedos.
—No fue difícil comprobar nuestros datos, acerca del modo en que los Estados Unidos estaban realizando, deliberadamente, sabotajes en otras naciones. Ni siquiera nos resultó difícil averiguar qué organización lo estaba haciendo… teníamos apoyo. Entonces surgió la cuestión de qué debíamos hacer con lo que habíamos descubierto. Pensamos en hacerlo público: en la televisión, la prensa, por todos los medios. Pero nos decidimos en contra de eso; ¿qué hubiéramos logrado? Una noticia sensacional que hubiera durado diez días en las primeras páginas y que luego todo el mundo olvidaría. El simple hecho de que la prensa los denunciase legitimaría lo que esa gente está haciendo… Usted ha estado en Washington y ha visto la estatua a los Mártires de Watergate. Así que decidimos combatir el fuego con el fuego… ¡Hake! ¿Qué le sucede?
Él señalaba al anillo de ella:
—Ahora recuerdo dónde la vi por primera vez: ¡usted era la señora aquella que se metió conmigo en el autobús!
—Bueno, pues claro que lo era. Ya le he dicho que teníamos que comprobar los datos acerca de usted.
—Pero, ¿cómo sabía dónde me iba a encontrar?
Ella no parecía muy a gusto:
—Ya le he explicado que tenemos apoyo.
—¿Qué clase de apoyo? —le estaba resultando cada vez más difícil seguir la conversación, e incluso permanecer sentado en la silla.
—Eso no le importa. No me pregunte más sobre eso, ya le he dicho que estoy tratando de aclararle… ¡Hake! ¿Pero qué es lo que le pasa?
Se dio cuenta que estaba en el suelo y la miraba desde abajo.
—Creo que me voy a desmayar —le explicó, y luego lo hizo.
Lo que sucedió luego no le resultó nada claro a Hake; se despertaba por breves instantes y se desmayaba de nuevo. En una ocasión se vio en una habitación que no reconoció, con Leota y un hombre que le era desconocido, con barba y aspecto oriental, ambos inclinados sobre él. Y hablaban acerca de su estado:
—¡Pero si no eres médico, Subirama! ¡Está demasiado enfermo para esas tonterías tuyas!
—Chist, Leota, sólo es algo para quitarle el dolor; un poco de acupuntura. Le hará bajar la fiebre…
—No creo en la acupuntura —dijo Hake, pero entonces se dio cuenta de que era mucho tiempo después y que se hallaba en otro lugar, en lo que parecía ser un avión-ambulancia militar, acompañado por una negra con uniforme de enfermera que lo miraba interrogativa.
—Esto no es acupuntura, cariño —le dijo ella para tranquilizarlo—, es sólo una inyección que hará que te sientas mejor…
Y cuando se despertó de nuevo estaba en un verdadero hospital. Y tenía que encontrarse de vuelta en New Jersey, porque el doctor que le estaba tomando el pulso era Sam Cousins, cuya hija se había casado en la iglesia de Hake. Tenía la garganta dolorosamente deshidratada. Graznó:
—¿Qué… qué pasó, Sam?
El doctor le dejó la muñeca y pareció complacido.
—Ya estás otra vez con nosotros, Horny. Me alegro. Enfermero, déle un vaso de agua.
Mientras Hake se bebía ansiosamente los tres sorbitos permitidos, el doctor le explicó:
—Has estado bastante enfermo, ¿sabes? Vale, ya es suficiente agua por ahora. Podrás beber un poco más en un minuto.
Hake siguió el vaso con mirada sedienta.
—¿Qué es lo que me ha pasado?
—Bueno, ése es el problema, Horny. Se trata de algún tipo nuevo de virus. Todos los niños lo cogieron, y también Alys. Pero a los niños no les hace mucho efecto, ni tampoco a las personas muy mayores. A los que realmente tumba es a los que se encuentran en lo mejor de la vida, como tú —se alzó—. Volveré dentro de un rato, Horny, y te mandaremos a casa en un día o dos. Pero, por ahora —añadió, volviéndose hacia el enfermero—, nada de visitas.
—Sí, doctor —dijo el enfermero, cerrando la puerta tras de él y volviéndose a Hake, que entonces vio quien estaba allí, vestido con aquel blanco uniforme.
Casi no le sorprendió.
—Hola, Cascarrabias —dijo.
—No tan alto —ordenó el agente secreto—. No hay micrófonos en esta habitación, pero, ¿quién sabe quién puede pasar por ese pasillo?
Tomó unos diarios de la mesilla.
—Sólo quería darte esto y que supieras que pienso en ti. Tendremos una nueva misión para ti, tan pronto como estés totalmente restablecido.
—¿Una nueva misión? ¡Joder, Cascarrabias, si ni siquiera he llevado a cabo la primera! ¿Para qué darme otra misión, si eché a perder la primera poniéndome enfermo?
El agente secreto sonrió y abrió los periódicos. Varios artículos estaban marcados con círculos rojos:
UN NUEVO VIRUS CORTA EN UN 40% LA PRODUCCIÓN DE LAS FÁBRICAS SUECAS
decía el New York Times, y:
LOS DANESES COGEN LA GRIPE; LOS ALEMANES TOSEN
añadía el Daily News, sobre una foto de largas hileras de hombres esperando para meterse en un lavabo público en Francfort.
—¿Qué es lo que te hace creer que la has echado a perder? —preguntó Cascarrabias.

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