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domingo, 5 de octubre de 2008

VISIONES PELIGROSAS I -- SCIFI -- RELATOS

VISIONES
PELIGROSAS I


EL CANTO DEL CREPÚSCULO
Lester del Rey
* * *

Cuando alcanzó la superficie del pequeño planeta, incluso las heces de su poder se
habían agotado. Ahora descansaba, extrayendo reluctantemente y con lentitud un poco
de fuerza del amarillo sol que brillaba en los verdes prados a su alrededor. Sus sentidos
estaban debilitados por un cansancio definitivo, pero el miedo que había aprendido de los
Usurpadores lo empujaba en busca de algún nuevo atisbo de refugio.
Se dio cuenta de que era un mundo pacífico, y ese descubrimiento avivó su miedo. En
sus días jóvenes había apreciado una multitud de mundos donde el juego del flujo y el
reflujo de la vida podía ser jugado hasta el fondo. Era entonces un universo lleno de
vitalidad por donde vagabundear. Pero los Usurpadores no soportaban los rivales en su
propia ilimitada avidez. La paz y el orden que reinaban en aquel lugar significaban que
aquel mundo les había pertenecido.
Los buscó vacilante mientras un leve soplo de energía fluía dentro de él. No había
ninguno allí en aquel momento. Hubiera podido captar inmediatamente la presión de su
cercana presencia, y no había el menor rastro de ello. Las lisas y herbosas extensiones
se abrían ante él en interminables praderas y campos hasta las distantes colinas. Había
estructuras de mármol en la lejanía, de blancura resplandeciente al sol del atardecer, pero
estaban vacías; su desconocida finalidad había sido alterada hasta convertirse en un
simple decorado sobre aquel planeta ahora abandonado. Su atención regresó; cruzó un
riachuelo hasta el otro lado del amplio valle.
Allí descubrió el jardín. Rodeado por un muro bajo, sus kilómetros y kilómetros de
extensión estaban llenos de bosques dispuestos aparentemente como una reserva. Pudo
sentir la agitación de vida animal de apreciable tamaño entre las ramas y a lo largo de los
senderos sinuosos. Faltaba el alborotado vigor de toda auténtica vida, pero su abundancia
podía ser suficiente para enmascarar su propio vestigio de fuerza vital en caso de
búsqueda profunda.
Al menos era un refugio mejor que esta pradera descubierta; deseaba dirigirse hacia
allí, pero el peligro de traicionarse con su movimiento lo mantuvo inmóvil donde estaba.
Había pensado que su anterior escapatoria estaba asegurada, mas estaba aprendiendo
que incluso él podía equivocarse. Aguardó mientras buscaba una vez más indicios de una
trampa de los Usurpadores.
Había aprendido la paciencia en la prisión que los Usurpadores habían diseñado para
él en el centro de la galaxia. Había reunido furtivamente sus energías mientras preparaba
su evasión en torno a la repugnancia de los otros en tomar la decisión final. Luego se
había proyectado fuera en una trayectoria que hubiera debido llevarle hasta mucho más
allá de los límites de su dominio en el universo. Y había descubierto su fracaso antes
incluso de haber podido recorrer la distancia hasta el extremo de aquel brazo en espiral
de una fortaleza galáctica.
Sus redes de detección estaban por todas partes, al parecer. Sus grandes líneas de
captación de energía formaban una red demasiado fina para ser cruzada. Las estrellas y
los mundos estaban unidos entre sí, y sólo una serie de milagros le habían permitido
llegar hasta tan lejos. Y ahora su pérdida de energía hada que la prosecución de tales
milagros estuviera fuera de su alcance. Desde que casi habían fracasado en atraparle y
secuestrarle, habían aprendido demasiado.
Ahora buscaba delicadamente, temeroso de activar alguna alarma, pero más temeroso
aún de no detectar su existencia. Desde el espacio, aquel mundo había ofrecido la única
esperanza en su aparente inmunidad a sus redes. Sin embargo, entonces sólo había
dispuesto de microsegundos para comprobarlo.
Finalmente, hizo regresar a sus percepciones. No podía captar la menor evidencia de
sus cebos y sus detectores allí. Había empezado a sospechar que ni siquiera sus
mayores esfuerzos iban a ser suficientes ahora, pero no podía hacer más. Lentamente al
principio, y luego en una repentina acometida, se proyectó hacia el laberinto del parque.
Nada procedente de los cielos le golpeó. Nada surgió del centro del planeta para
detenerle. No hubo ninguna interrupción en el susurro de las hojas y el canto de los
pájaros. Los sonidos animales continuaron. Nada pareció consciente de su presencia en
el jardín. En un tiempo eso hubiera sido impensable en sí mismo, pero ahora extrajo de
ello algo de alivio. En aquel momento no debía ser más que una sombra, ilocalizado e
ilocalizable a su paso.
Algo avanzó sendero abajo hacia donde descansaba, haciendo resonar ligeramente
sus cascos, que apenas rozaban la alfombra de hojas muertas. Alguna otra cosa saltó
rápidamente por entre la maleza del borde del camino.
Dejó que su atención se fijara en ellas cuando ambas salieron al sendero juntas. Y un
frío horror lo rodeó.
Una era un conejo, que en aquel momento mordisqueaba las hojas de trébol que allí
había mientras agitaba sus largas orejas y avanzaba su rosado hocico. El otro era un
joven venado, llevando aún las manchas de cervatillo. Cualquiera de ellos hubiera podido
ser hallado en cualquiera de miles de mundos. Pero ninguno habría sido exactamente del
tipo que tenía ante él.
Aquel era el Mundo del Encuentro..., el planeta donde había descubierto por primera
vez a los antepasados de los Usurpadores. ¡De todos los mundos en la apestada galaxia,
había tenido que ir a buscar aquél como refugio!
En los lejanos días en que él poseía toda su gloria eran meros salvajes, confinados en
aquel único mundo, procreando y siguiendo su camino hacia la legítima autodestrucción
de todos los salvajes como ellos. Y sin embargo había algo extraño en ellos, algo que
entonces llamó su atención y despertó incluso una vaga piedad.
Debido a esa piedad, había tomado a unos pocos de ellos y los había conducido hacia
la elevación. Hasta había alimentado poéticos sueños de hacer de ellos sus compañeros
y sus iguales, puesto que las expectativas de vida de su sol estaban tocando a su fin.
Había respondido a sus gritos de socorro y les había proporcionado al menos algo de lo
que necesitaban para dar sus primeros pasos hacia la dominación del espacio y la
energía. Y le habían recompensado con un orgullo arrogante que negaba incluso el menor
rastro de gratitud. Finalmente, los había abandonado a su propio salvaje fin y se había
marchado a otros mundos, para realizar proyectos más amplios y ambiciosos.
Aquélla había sido su segunda locura. Habían avanzado ya demasiado en su camino
hacia el descubrimiento de las leyes que controlan el universo. De un modo u otro, incluso
evitaron su propia autodestrucción. Tomaron los mundos de su sol y los lanzaron hacia
delante, hasta que pudieron competir con él por los mundos que él había hecho suyos.
Ahora los poseían todos, y él no tenía más que aquel minúsculo lugar allí en el mundo de
ellos..., por un cierto tiempo al menos.
El horror de constatar que aquél era el Mundo del Encuentro menguó un poco al
recordar con qué facilidad sus crecientes hordas poseían y abandonaban mundos sin
ninguna razón aparente. Y de nuevo sus comprobaciones le demostraron que no había
ninguna evidencia de ellos allí. Empezó a relajarse de nuevo, sintiendo una súbita
esperanza en lo que había sido temporalmente desesperación. Con toda seguridad, ellos
también pensarían que aquél era el único planeta donde él jamás iría a buscar refugio.
Apartó a un lado sus temores y empezó a dirigir sus pensamientos hacia el único
camino que podía ofrecerle esperanzas. Necesitaba energía, y la energía era algo
disponible en cualquier lugar no tocado por las redes de los Usurpadores. Había sido
drenada al espacio durante eones, una dilapidación de energía que podía hacer estallar
soles o crearlos en legiones. Era energía para escapar, quizás incluso para prepararse
finalmente a enfrentarse con ellos con ciertas posibilidades de obligarles a una tregua, si
no de conseguir una victoria. Si podía conseguir unas pocas horas sin ser detectado,
podría atraer y retener aquella energía para sus necesidades.
¡Empezaba a tenderse para alcanzarla cuando el cielo retumbó y el sol pareció
oscurecerse por un momento!
El miedo que anidaba en él asomó a la superficie y lo envió a ocultarse lejos de la
visión del cielo antes de poder controlarlo. Pero por un breve momento hubo aún un rastro
de esperanza en él. Podía tratarse de un fenómeno causado por su propia necesidad de
energía; quizás había empezado a atraer la energía demasiado intensamente, demasiado
ávido de fuerza.
Luego el suelo se agitó, y entonces supo.
No había engañado a los Usurpadores. Sabían que estaba allí...; nunca lo habían
perdido. Y le habían seguido con toda su enorme falta de sutileza. Una de sus naves
exploradoras había aterrizado, y el explorador vendría a buscarlo.
Luchó por controlarse, y lo consiguió lo suficiente como para hacer que su miedo
penetrara en lo más profundo de él. Luego, con un cuidado que no agitó ni una brizna de
hierba ni una hoja sobre una ramita, empezó a retroceder, buscando las densas
espesuras del centro del jardín, allí donde la vida era más intensa. Con aquello para
protegerle, podría al menos absorber un débil hilillo de energía, la fuerza suficiente para
rodearse de una sutil aura animal que le permitiera ocultarse entre las bestias. Algunos
exploradores de los Usurpadores eran jóvenes e inmaduros. Si era uno de ellos podría
engañarlo y tal vez se fuera. Luego, antes de que su informe llegara a los demás, podría
tener una oportunidad...
Supo que aquel pensamiento no era más que un deseo, no un plan, pero se aferró a él
mientras se cobijaba entre la espesura en el centro del jardín. Y entonces incluso ese
deseo le fue arrebatado.
El sonido de pasos era firme y seguro. Se oía el crujir de ramas rompiéndose mientras
los pasos se acercaban, sin la menor desviación de la línea recta. Inexorablemente, cada
firme zancada llevaba al Usurpador más cerca del lugar donde se había ocultado. Ahora
había un débil resplandor en el aire, y los animales escapaban en todas direcciones llenos
de terror.
Sintió los ojos del Usurpador sobre él, y se obligó a apartarse de aquel conocimiento. Y
como el miedo, descubrió que había aprendido la plegaria de los Usurpadores; rezó
desesperadamente a la nada que conocía, y no hubo respuesta.
—¡Sal! Este suelo es un lugar sagrado y tú no puedes permanecer en él. Hemos
emitido nuestro juicio y se ha preparado un lugar para ti. ¡Sal y déjame llevarte hasta allí!
La voz era suave, pero tenía una fuerza que congeló incluso el susurrar de las hojas.
Dejó que la mirada del Usurpador lo alcanzara finalmente, y la plegaria en él era muda
y dirigida hacia fuera...; y sin esperanzas, como sabía que debía ser.
—Pero... —Las palabras eran inútiles, mas la amargura en su interior obligó a las
palabras a brotar fuera de él—. Pero ¿por qué? ¡Yo Soy Dios!
Por un momento, algo parecido a la tristeza y a la piedad asomó a los ojos del
Usurpador. Luego desapareció, mientras llegaba la respuesta.
—Lo sé. Pero yo soy el Hombre. ¡Ven!
Finalmente asintió, en silencio, y le siguió despacio, mientras el amarillo sol se ocultaba
tras los muros del jardín.
Y aquéllos fueron el crepúsculo y la mañana del octavo día.
* * *

MOSCAS
Robert Silverberg
.

* * *
Aquí yace Cassiday, clavado en una mesa.
No quedaba mucho de él: el receptáculo del cerebro, unos cuantos nervios sueltos, un
miembro. La repentina implosión se había cuidado del resto. Sin embargo, quedaba lo
suficiente. Las doradas no necesitaban más para actuar. Le habían encontrado entre los
restos de la nave destrozada cuando ésta pasara ante su zona, más allá de Iapetus.
Estaba vivo. Podían repararlo. Los otros que quedaban en la nave eran casos perdidos.
¿Repararlo? Claro. ¿Acaso uno ha de ser humano para mostrarse humanitario?
Repararlo, no faltaba más Y cambiarlo. Las doradas eran creativas.
Lo que quedaba de Cassiday fue puesto en dique seco sobre una mesa, en una esfera
dorada de fuerza. No había cambio de estaciones allí; sólo el brillo de los muros, el calor
invariable. Ni día ni noche; ni ayer ni mañana. Las formas iban y venían en torno a él. Le
regeneraban paso a paso, mientras yacía en una inmovilidad total, sin ningún
pensamiento. El cerebro estaba intacto, pero aún no funcionaba. Poco a poco, el resto del
hombre surgía de nuevo: tendones y ligamentos, huesos y sangre, el corazón, los codos...
Montículos alargados de tejido daban paso a diminutos botones que crecían en ampollas
de carne. Unir las células, reconstruir a un hombre de sus propias ruinas... Nada difícil
para las doradas. Tenían habilidad. Pero todavía les quedaba mucho que aprender, y
Cassiday podía ayudarlas en eso.
Día a día progresaba la reconstrucción total de Cassiday. No lo despertaban. Yacía
envuelto en calor, inmóvil, sin pensar, como llevado por la marea. La carne nueva era
rosada y suave como la de un bebé. El endurecimiento epitelial vendría un poco más
tarde. El mismo Cassiday servía como modelo. Las doradas lo estaban duplicando, lo
construían de nuevo a partir de sus propias cadenas polinucleótidas, decodificaban sus
proteínas y las reedificaban a partir de ese patrón. Una tarea fácil para ellas. ¿Por qué
no? Una burbuja de protoplasma podía hacerlo... por sí misma. Las doradas, que no eran
protoplasmáticas, podían hacerlo por otros.
Introdujeron algunos cambios en el patrón. Por supuesto. Eran artistas y había mucho
que querían aprender.
Mirad a Cassiday:
el dossier.
NACIMIENTO: 1 de agosto de 2316.
LUGAR: Nyak, Nueva York.
PADRES: Varios.
NIVELECONOMICO: Bajo.
NIVEL EDUCACIONAL: Medio.
OCUPACION: Técnico de combustibles.
ESTADO CIVIL: Tres relaciones legales. Duración: ocho meses
dieciséis meses y dos meses.
ALTURA: Dos metros.
PESO: 96 kilos.
COLOR DEL PELO: Rubio.
OJOS: Azules.
SANGRETIPO: A +
NIVEL DE INTELIGENCIA: Elevado.
INCLINACIONES SEXUALES: Normales.
Observadlas ahora, transformándole.
El hombre completo estaba ante ellas, fundido nuevamente, dispuesto para el
renacimiento. Faltaban los ajustes definitivos. Tomaron el cerebro gris en su envoltura
rosada y lo introdujeron, viajando por los entresijos de la mente, deteniéndose ahora en
esta cueva, echando después el ancla en la base de aquel acantilado. Operaban, pero lo
hacían limpiamente. No había resecciones mucosas, ni hojas brillantes que cortaran la
carne y el hueso, ni un rayo láser en funcionamiento, ni un martilleo torpe en las meninges
tiernas. El acero frío no cortaba las sinapsis. Las doradas tenían mayor sutileza. Ellas
mismas disponían el circuito que era Cassiday. Aumentaban la fuerza, reducían el ruido.
Y lo hacían suavemente.
Cuando hubieron acabado con él, era mucho más sensible. Sentía ansias nuevas. Y le
habían concedido ciertas habilidades.
Lo despertaron.
—Estás vivo, Cassiday —dijo una voz susurrante—. Tu nave quedó destruida. Tus
compañeros murieron. Sólo tú sobreviviste.
—¿Qué hospital es éste?
—No estás en la Tierra. Volverás allí pronto. Levántate, Cassiday. Mueve la mano
derecha. La izquierda. Dobla las rodillas. Llena los pulmones. Abre y cierra los ojos varias
veces. ¿Cómo te llamas, Cassiday?
—Richard Henry Cassiday.
—¿Cuántos años tienes?
—Cuarenta y uno.
—Mira este reflejo. ¿Qué ves?
—A mí mismo.
—¿Tienes alguna pregunta que hacer?
—¿Qué me habéis hecho?
—Te reparamos. Estabas casi destrozado.
—¿Me cambiasteis en algo?
—Te hicimos más sensible a los sentimientos de tus congéneres.
—¡Ah! —dijo Cassiday.
Seguid a Cassiday mientras viaja, de regreso a la Tierra.
Llegó en un día en el que se había programado la nieve. Una nieve ligera, que se
fundía rápidamente. Una cuestión de estética, más que una manifestación auténtica del
tiempo. Era magnífico poner de nuevo los pies en el mundo. Las doradas habían
dispuesto diestramente su regreso, poniéndole a bordo de su nave destrozada y dándole
el impulso suficiente para que se situara al alcance de una nave de salvamento. Los
monitores lo habían detectado y recogido. «¿Cómo sobrevivió al desastre sin ninguna
herida, astronauta Cassiday?» «Muy sencillo, señor. Estaba fuera de la nave cuando
sucedió aquello. Hubo una implosión y todos murieron. Sólo quedé yo para contarlo.»
Lo llevaron a Marte, lo examinaron, lo retuvieron algún tiempo en un área de
descontaminación situada en la Luna y por fin lo enviaron de regreso a la Tierra. Llegó
con la tormenta de nieve, un hombre alto de paso brioso, con los callos adecuados en los
lugares adecuados. Contaba con pocos amigos, ningún pariente, dinero suficiente para
vivir una temporada y algunas ex esposas a las que visitar. Según la ley, tenía derecho a
un año de permiso con paga completa por el accidente. Se proponía aprovechar la
licencia.
Aún no había empezado a utilizar su nueva sensibilidad. Las doradas lo habían
planeado de modo que su capacidad no entrara en funcionamiento hasta que regresara a
su mundo. Ahora había llegado, y era el momento de servirse de ella. Las criaturas
siempre curiosas que vivían más allá de Iapetus aguardaban pacientemente mientras
Cassiday buscaba a las personas que lo habían amado.
Empezó su búsqueda en el Distrito Urbano de Chicago, porque allí se hallaba el puerto
espacial, justo en las afueras de Rockford. La avenida deslizante lo llevó rápidamente a la
torre de caliza adornada con brillantes incrustaciones de ébano y metal violeta. Allí, en el
Teleyector Central de la localidad, Cassiday comprobó la situación actual de sus
anteriores esposas. Se mostró paciente, un hombre enorme de rostro apacible, apretando
los botones adecuados y aguardando con calma a que los contactos se unieran en algún
punto en las profundidades de la Tierra. Cassiday nunca había sido violento. Era
tranquilo. Y sabía esperar.
La máquina le dijo que Beryl Fraser Cassiday Mellon vivía en el Distrito Urbano de
Boston. La máquina le dijo que Lureen Holstein Cassiday vivía en el Distrito Urbano de
Nueva York La máquina le dijo que Mirabel Gunryk Cassiday Milman Reed vivía en el
Distrito Urbano de San Francisco.
Esos nombres despertaron recuerdos: el calor de la carne, el aroma de los cabellos, el
contacto de las manos, el sonido de una voz. Susurros de pasión. Gritos de desprecio.
Jadeos amorosos.
Cassiday, devuelto a la vida, fue a ver a sus ex esposas.
Encontramos a una, sana y salva.
Beryl tenía las pupilas lechosas, los ojos verdosos donde debían de haber sido
blancos. Había perdido peso en los últimos diez años y su tez se tensaba como
pergamino sobre los huesos. Un rostro devastado, los pómulos presionando bajo la piel, a
punto de horadar. Cassiday había estado casado con ella durante ocho meses cuando
tenía veinticuatro años. Se habían separado porque ella insistía en presentar la Solicitud
de Esterilidad. En realidad él no deseaba hijos, pero se sintió ofendido por la maniobra.
Ahora, lo recibió acostada en una cama de espuma tratando de sonreírle sin que se le
resquebrajaran los labios.
—Dijeron que habías muerto.
—Escapé. ¿Qué tal te ha ido, Beryl?
—Ya puedes verlo. Me estoy sometiendo a una cura.
—¿Una cura?
—Me aficioné a la trilina. ¿No lo ves? ¿No ves mis ojos, mi cara? Me deshizo. Pero
significaba la paz. Como desconectar el alma. Sólo que un año más me habría matado.
Ahora estoy en tratamiento. Me libraron de ello el mes pasado. Me están reconstruyendo
el sistema a base de prótesis. Estoy rellena de plástico. Pero viva.
—Te volviste a casar? —preguntó Cassiday.
—Me dejó hace tiempo. He pasado sola cinco años. Sola con la trilina. Aunque por fin
la he dejado. —Parpadeó penosamente—. Tú pareces relajado, Dick. Siempre fuiste muy
tranquilo. Sereno y seguro de ti mismo. Tú nunca te entregarías a la trilina. Cógeme la
mano, ¿quieres?
Cogió aquella garra seca. Sintió el calor que se desprendía de ella, la necesidad de
amor. Algo semejante a una oleada lo inundó, un latido de anhelo que se filtraba a través
de él y ascendía hasta las doradas, que vigilaban allá lejos.
—Una vez me amaste —dijo Beryl. Entonces éramos muy tontos los dos. Ámame de
nuevo. Ayúdame a recuperarme. Necesito tu fuerza.
—Claro que te ayudaré —aseguró Cassiday.
Dejó el apartamento y se fue a comprar tres cubos de trilina. Al volver, activó uno de
ellos y lo puso en la mano de Beryl. Los ojos verdes y lechosos giraron aterrados.
—¡No! —gimió.
El dolor que surgía de su alma destrozada era exquisito en su intensidad. Cassiday lo
aceptó plenamente. Luego, ella apretó el puño y la droga entró en su metabolismo. Y de
nuevo la inundó la paz.
Vean a la siguiente, con un amigo.
El anunciador dijo:
—El señor Cassiday está aquí.
—Que entre —contestó Mirabel Gunryk Cassiday Milman Reed.
La puerta se abrió con un resplandor, y Cassiday pasó por ella a un ambiente lujoso, de
ónix y mármol. Rayos de palisandro dorado formaban un marco de madera pulido sobre el
que yacía Mirabel. Indudablemente, disfrutaba con la sensación de la madera dura contra
su grueso cuerpo. Una cascada de pelo de cristal coloreado le caía hasta los hombros.
Había sido esposa de Cassiday durante dieciséis meses en 2346. Entonces era una chica
delgada y tímida, pero apenas si la reconocía ahora en aquella mole de carne mimada y
satisfecha.
—Te has casado bien —observó.
—A la tercera fue la vencida —asintió Mirabel—. Siéntate. ¿Una copa? ¿Ajusto el
ambiente?
—Está bien así. —Seguía en pie—. Siempre deseaste una mansión lujosa, Mirabel.
Fuiste la más intelectual de mis esposas, pero ansiabas la comodidad. Supongo que te
sentirás cómoda ahora.
—Mucho.
—¿Feliz?
—Disfruto de mi comodidad —respondió Mirabel—. No leo mucho ya, pero me siento
cómoda.
Cassiday observó lo que parecía ser una mantita arrugada, algo púrpura, suave y
ocioso, que se acurrucaba en su regazo. Tenía varios ojos. Mirabel lo acariciaba con las
manos.
—¿De Ganímedes? —preguntó él—. ¿Un animalito doméstico?
—Sí. Mi marido me lo trajo el año pasado. Me es muy querido.
—Todo el mundo los aprecia. Creo que son caros.
—Pero encantadores —dijo Mirabel—. Casi humanos. Muy devotos. Supongo que
pensarás que soy tonta, pero se ha convertido en la cosa más importante de mi vida. Más
que mi marido incluso. Le quiero, compréndelo. Estoy acostumbrada a que los demás me
quieran, pero no hay muchas cosas a las que haya podido amar.
—¿Me dejas que lo vea? —preguntó Cassiday suavemente.
—Con cuidado.
—Desde luego.
Cogió aquella criatura de Ganímedes. Su textura era extraordinaria, lo más suave que
había visto en su vida. Algo tembló de aprensión en el interior del cuerpo del animal.
Cassiday detectó un temor semejante en Mirabel, mientras él sostenía a su querido
animalito. Acarició a la criatura, que latió ahora afectuosamente. Bandas de iridiscencia
brillaban al contacto de sus manos. Ella le preguntó:
—¿Qué haces ahora, Dick? ¿Algún trabajo para la línea espacial?
Ignoró la pregunta.
—Dime aquel verso de Shakespeare, Mirabel. Aquel sobre las moscas y los chicos
traviesos.
En la frente pálida se marcaron unas arrugas.
—Es del Rey Lear —dijo—. Espera. Sí. Lo que las moscas son para los chicos
traviesos, eso somos nosotros para los dioses. Nos matan para divertirse.
—Eso es —asintió Cassiday.
Sus grandes manos se enroscaron súbitamente en torno a la criatura de Ganímedes.
Ésta se tornó de un gris mustio. Fibras sinuosas saltaron en su superficie reventada.
Cassiday lo dejó caer al suelo. El grito de horror, dolor y pérdida que estalló en los labios
de Mirabel casi lo anonadó, pero aceptó y transmitió aquel sentimiento.
—Moscas y muchachos traviesos —explicó—. Mi diversión, Mirabel. Soy un dios ahora,
¿lo sabías? —Su voz era serena y alegre—. Adiós. Y gracias.
Otra más que espera su visita, henchida de nueva vida.
Lureen Holstein Cassiday, de treinta y un años, pelo oscuro, ojos grandes y
embarazada de siete meses, era la única de sus esposas que no había vuelto a casarse.
Su habitación, en Nueva York, era pequeña y austera. Había sido una muchacha gordita
cuando estuviera casada con Cassiday durante dos meses, hacía cinco años, y estaba
mucho más gorda ahora, si bien él ignoraba hasta qué punto aquel aumento de tamaño
se debía al embarazo.
—¿Te casarás ahora? —preguntó.
Sonriendo, ella agitó la cabeza.
—Tengo dinero y estimo mucho mi independencia. Jamás me metería en otra relación
como la nuestra. Con nadie.
—¿Y el bebé? ¿Lo tendrás?
Asintió con vehemencia.
—¡He luchado mucho para conseguirlo! ¿Crees que fue fácil? ¡Dos años de
inseminaciones! ¡Una fortuna en facturas! Con máquinas rodeándome por todas partes,
baterías elevadoras de la fertilidad... No se trata de un niño no deseado. Me ha costado
mucho lograrlo.
—Interesante —dijo Cassiday—. Visité también a Mirabel y a Beryl. Cada una de ellas
tenía su propio bebé. A su estilo. Mirabel tenía una bestezuela de Ganímedes; Beryl, su
dependencia de la trilina, y se sentía muy orgullosa de desembarazarse de ella. Y tú un
bebé que has concebido sin ayuda del hombre. Las tres buscabais algo... Resulta
interesante.
—¿Te encuentras bien, Dick?
—Muy bien.
—Tu voz suena tan monótona... Y dices unas cosas... Me asustas un poco.
—Sí... ¿Sabes hasta qué punto fui amable con Beryl? Le compré unos cubos de trilina.
Y cogí al animalito de Mirabel y le rompí el... Bueno, no el cuello. Lo hice tranquilamente.
Nunca fui un hombre apasionado.
—Creo que te has vuelto loco, Dick.
—Siento tu temor. Crees que voy a hacerle algo a tu bebé. El temor no me interesa,
Lureen. En cambio el dolor... Sí, eso vale la pena analizarlo. La desolación. Quiero
estudiarla. Quiero ayudarlas a ellas a estudiarlo. Creo que es lo que ellas desean conocer.
No huyas de mi, Lureen. No quiero herirte, no así.
Era pequeña, no muy fuerte y estaba torpe por el embarazo. Cassiday la asió
suavemente por las muñecas y la atrajo hacia sí. Sentía ya las nuevas emociones que
surgían en Lureen, la autocompasión tras el terror. Y aún no le había hecho nada...
¿Cómo se mataba a un feto a dos meses del término?
¿Un golpe brutal en el vientre? No, demasiado grosero, demasiado bestial. Sin
embargo, Cassiday no había ido allí armado de abortivos, una píldora de ergotina, un
rápido inductor de espasmos. Alzó la rodilla bruscamente, lamentando aquella vulgaridad.
Lureen se encogió. La golpeó por segunda vez, esforzándose por hacerlo con toda
serenidad, pues sería un error gozarse en la violencia. Un tercer golpe parecía lo
indicado. Al fin, la soltó.
Ella permanecía consciente, gimiendo de dolor. Cassiday se hizo receptivo a ese
sentimiento. Comprendió que el niño no había muerto aún. Tal vez no muriera. Pero,
desde luego, nacería tarado. Adivinaba en Lureen la conciencia de que podía dar a luz a
un ser defectuoso. El feto habría de ser destruido. Y ella tendría que empezar otra vez.
Todo aquello era muy triste.
—¿Por qué? —murmuró Lureen—. ¿Por qué?
Entre los observadores, la equivalencia a la desilusión.
En cierto modo, las cosas no se habían desarrollado como las doradas suponían.
Incluso ellas podían equivocarse por lo visto, conocimiento que les resultó muy grato. Sin
embargo, había que hacer algo con respecto a Cassiday.
Le habían dado poderes. Era capaz de detectar y transmitirles las puras emociones de
los otros. Lo cual les resultaba muy útil, pues con esos datos tal vez obtuvieran la
comprensión de los seres humanos. Pero al concederle el poder de transmitir las
emociones de los demás, se habían visto obligadas a bloquear las suyas. Y eso
distorsionaba los datos.
Se había vuelto demasiado destructivo, aunque sin el menor goce. Había que corregir
eso. Porque Cassiday compartía con demasiada intensidad la naturaleza de las doradas.
Ellas podían divertirse con Cassiday, ya que les debía la vida. Pero Cassiday no podía
divertirse con los demás.
Se pusieron en contacto con él a través de la línea de comunicación y le dieron sus
instrucciones.
—No —dijo Cassiday—. Ya habéis terminado conmigo. No necesito volver ahí.
—Hay que hacer unos ajustes precisos.
—No estoy de acuerdo.
—No será por mucho tiempo.
A pesar de su opinión en contra, Cassiday tomó la nave que se dirigía a Marte, incapaz
de desobedecer las órdenes de las doradas. En Marte transbordó a otra nave que hacia la
ruta de Saturno y convenció a los tripulantes para que pasaran cerca de Iapetus. Las
doradas se apoderaron de él una vez estuvo a su alcance.
—¿Qué vais a hacer conmigo? —preguntó Cassiday.
—Cambiaremos la onda. Ya no serás sensible a las emociones de los demás. Nos
informarás de tus propias emociones. Te devolveremos la conciencia, Cassiday.
Protestó, pero fue inútil.
Dentro de la esfera brillante de luz dorada procedieron a sus ajustes. Entraron en él, lo
alteraron y dirigieron sus percepciones hacía sí mismo, de modo que sintiera su propia
tristeza como un buitre que le desgarrara las entrañas. Eso sería muy informativo.
Cassiday protestó hasta que se quedó sin fuerzas para protestar, y cuando recobró la
conciencia ya era demasiado tarde.
—No —murmuró. Bajo la luz amarillenta, veía los rostros de Beryl, Mirabel y Lureen—.
No debíais haberme hecho esto. Me estáis torturando... como se tortura a una mosca...
No hubo respuesta. Lo enviaron de nuevo a la Tierra. Lo devolvieron a la torre de
caliza, a la avenida deslizante, a la casa de placer de la calle 48, a las islas de luz que
ardían en el cielo, a los once billones de personas. Lo soltaron entre ellas para que
sufriera y les informara de sus sufrimientos. Ya llegaría el momento de liberarlo, pero no
todavía.
Aquí yace Cassiday, clavado en su cruz.
* * *
EL DÍA SIGUIENTE A LA LLEGADA DE LOS MARCIANOS
Frederik Pohl

* * *
Había dos camas plegables en cada habitación del motel, además del habitual número
de camas, y el señor Mándala, el gerente, había convertido la parte trasera del vestíbulo
de entrada en un dormitorio para hombres. Sin embargo, no se sentía satisfecho, y estaba
intentando persuadir a sus botones de color para que limpiaran la sala de equipajes y
pusieran camas en ella también.
—Por favor, señor Mándala —dijo el capitán de los botones, gritando fuerte por encima
del ruido del vestíbulo—, usted sabe que lo haríamos si pudiéramos. Pero no podemos,
primero porque no tenemos ningún otro lugar donde colocar esos viejos aparatos de
televisión que usted desea guardar, y segundo porque no tenemos más camas plegables.
—Estás discutiendo conmigo, Ernest. Te dije que no discutieras conmigo —dijo el
señor Mándala.
Tamborileó con sus dedos sobre el mostrador de recepción y miró irritado a su
alrededor en el vestíbulo. Al menos había cuarenta personas en él, hablando, jugando a
las cartas y dormitando. El aparato de televisión murmuraba algo mientras ofrecía un
montaje de cintas de la NASA, y en la pantalla el señor Mándala pudo ver la imagen de
uno de los marcianos mirando a la cámara con sus grandes, gelatinosos y lagrimeantes
ojos.
—Ya basta —ordenó el señor Mándala, volviéndose a tiempo para ver a su botones
mirando también a la pantalla—. No te pago para que veas la televisión. Ve a ver si
puedes ayudar en la cocina.
—Hemos estado en la cocina, señor Mándala. No nos necesitan.
—¡Ve donde te digo que vayas, Ernest! Tú también, Berzie. Los observó salir por la
puerta de servicio, y deseó poder librarse tan fácilmente de algunos de los que llenaban el
vestíbulo.
Ocupaban todos los asientos, y los sobrantes ocupaban los brazos de los sillones, o se
apoyaban contra las paredes y las mesas del bar, que llevaba dos horas cerrado de
acuerdo con la ley. Según los libros de registro, todos ellos pertenecían a periódicos,
agencias de prensa, cadenas de radio y televisión y cosas así, y aguardaban para
dirigirse por la mañana a cubrir la información en Cabo Kennedy. El señor Mándala
deseaba con impaciencia que llegara la mañana. No le gustaba tanta gente reunida en su
vestíbulo, especialmente teniendo en cuenta el hecho de que estaba casi seguro de que
la mayoría de ellos ni siquiera eran clientes del motel.
En la pantalla de televisión un montaje hecho apresuradamente estaba mostrando
ahora el regreso de la sonda espacial Algonquino Nueve enviada a Marte, pero nadie la
estaba mirando. Era la tercera vez que aquella cinta en particular había sido repetida
desde medianoche, y todo el mundo la había visto al menos una vez; pero cuando cambió
a otra imagen de uno de los marcianos, parecido a un perro pachón triste con largas
aletas de foca como miembros, uno de los jugadores de póquer se desperezó y dijo:
—¡Sé un chiste de marcianos! ¿Por qué un marciano no nada en el océano Atlántico?
—Tú sabrás —dijo el que tenía la banca.
—Porque dejaría un anillo a su alrededor —dijo el periodista, recogiendo sus cartas.
Nadie rió, ni siquiera el señor Mándala, aunque algunos de los chistes habían sido
francamente buenos. Todo el mundo empezaba a sentirse un poco cansado de ellos, o
quizá simplemente cansado.
El señor Mándala se había perdido la primera excitación sobre los marcianos, porque
había estado durmiendo. Cuando el gerente de día le telefoneó, despertándole, el señor
Mándala había pensado al principio que se trataba de una broma y, luego, que su
compañero de día estaba loco; después de todo, ¿a quién le preocupaba que la sonda
marciana hubiera traído de vuelta algún tipo de animales, o aunque no fueran
exactamente animales? Cuando vio la gran cantidad de reservas que estaban llegando
por el teletipo se dio cuenta de que en realidad a algunas personas sí les interesaba. Sin
embargo, el señor Mándala no se tomaba excesivo interés en cosas como aquélla. Estaba
bien que hubieran llegado los marcianos, puesto que habían hecho que su motel se
llenara, así como todos los demás moteles en un radio de un centenar de kilómetros de
Cabo Kennedy, pero cuando uno había dicho eso ya había dicho todo lo que podía
interesar al señor Mándala sobre los marcianos.
En la pantalla de televisión la imagen se oscureció y fue reemplazada por el rótulo
Boletín informativo de la NBC. El juego de póquer se detuvo momentáneamente.
El vestíbulo se mantuvo casi en silencio mientras un invisible locutor leía un nuevo
comunicado de la NASA.
—El doctor Hugo Bache, el veterinario de Fort Worth, Texas, que llegó a última hora de
esta tarde para examinar a los marcianos en el centro de recepción de la base Patrik de
las Fuerzas Aéreas, ha emitido un informe preliminar que acaba de sernos transmitido por
el coronel Eric T. «Happy» Wingerter, hablando en nombre de la Administración Nacional
de Aeronáutica y del Espacio.
Un tipo de una agencia de prensa aulló:
—¡Subid el sonido!
Hubo un movimiento convulsivo en torno al aparato. El sonido desapareció por
completo durante un momento; luego restalló:
—...los marcianos son vertebrados, de sangre caliente y aparentemente mamíferos. Un
examen superficial indica un nivel bajo generalizado del metabolismo, aunque el doctor
Bache afirma que es posible que eso sea en buena parte el resultado de su difícil y
confinado viaje a lo largo de doscientos veinte millones de kilómetros por el espacio en la
cámara de especímenes de la espacionave Algonquino Nueve. No hay, repito, no hay
evidencia de enfermedades contagiosas, aunque las normales precauciones de
esterilización han sido...
—Está diciendo tonterías —gritó alguien, probablemente un corresponsal de la CBS—.
Walter Cronkite ha entrevistado en la Clínica Mayo a uno que...
—¡Cállate! —rugieron una docena de voces, y la televisión se hizo audible de nuevo:
—...completa el texto del informe del doctor Hugo Bache tal como nos ha sido
comunicado hace un momento por el coronel Happy Wingerter.
Hubo una pausa; luego la voz del locutor, cansada pero animosa, reanudó el hilo y
prosiguió su recapitulación de los anteriores comunicados. La partida de poker prosiguió
mientras el locutor iba describiendo la conferencia de prensa del doctor Sam Sullivan, del
Instituto de Lingüística de la Universidad de Indiana, y sus conclusiones de que los
sonidos emitidos por los marcianos eran sin lugar a dudas alguna especie de lenguaje.
Qué tontería, pensó el señor Mándala, que se caía de sueño. Cogió un taburete y se
sentó, sintiendo que los ojos se le cerraban.
Luego el ruido de unas risas lo despertó, y se alzó con aire beligerante. Hizo sonar su
campanilla para llamar la atención.
—¡Caballeros! ¡Señoras! ¡Por favor! —gritó—. Son las cuatro de la madrugada.
Nuestros otros huéspedes están intentando dormir.
—Oh, sí, claro —dijo el hombre de la CBS, alzando impaciente una mano—. Pero
espere un momento. Tengo uno muy bueno. ¿Qué es un rascacielos marciano? ¿Lo
captan?
—Oh, dilo ya —murmuró una pelirroja de Life.
—¡Veintisiete pisos de apartamentos subterráneos!
—De acuerdo —dijo la chica—, yo también tengo uno. ¿Cuál es la prohibición religiosa
que impide a las mujeres marcianas mantener los ojos abiertos mientras hacen el amor?
—Aguardó a que alguien dijera algo—. ¡Dios les prohibe ver a sus maridos pasando un
buen rato!
—¿Estamos jugando al póquer o no? —gruñó uno de los jugadores, pero eran
demasiados para él.
—¿Quién ganó el concurso de belleza marciano?... ¡Nadie!
—¿Cómo conseguir que una mujer marciana renuncie al sexo?... ¡Casándose con ella!
El señor Mándala se echó a reír fuertemente ante aquél, y cuando uno de los
periodistas se le acercó y le pidió una caja de cerillas, se la dio.
—Gracias —dijo el hombre, encendiendo su pipa—. Una larga noche, ¿eh?
—Y que lo diga —respondió el señor Mándala jovialmente.
En la pantalla de televisión estaban pasando de nuevo la cinta, por cuarta vez. El señor
Mándala bostezó, mirándola con ojos vacuos; no había mucho que ver, realmente, pero
aquello era todo lo que la gente había visto y probablemente vería de los marcianos.
Todos aquellos periodistas, cámaras, columnistas e ingenieros de sonido, pensó el señor
Mándala con placer, que aguardaban allí desde las diez de la mañana para conseguir
información en Cabo Kennedy, efectuarían un viaje de sesenta kilómetros entre los
pantanos de palmitos para nada. Porque todo lo que verían cuando llegaran allí sería
exactamente lo mismo que estaban viendo ahora.
Uno de los jugadores de póquer estaba contando una larga y complicada historia sobre
marcianos que llevaban abrigos de pieles en Miami Beach. El señor Mándala miró al
grupo con disgusto. Si al menos algunos de ellos se fueran a sus habitaciones a dormir un
poco podría intentar preguntar a los otros si estaban registrados en el motel. Aunque de
todos modos no podía admitir realmente a nadie más, pues todas las habitaciones
estaban ocupadas al doble de su capacidad. Rechazó el pensamiento y miró con aire
ausente a los marcianos en la pantalla, intentando imaginar a toda la gente del mundo
mirando aquella misma imagen en sus aparatos de televisión, leyendo sobre ellos en sus
periódicos, interesándose por ellos. No parecían en absoluto dignos de que nadie se
interesara por ellos, arrastrándose de aquel modo sobre sus largas y débiles piernas,
parecidas a alargadas aletas de foca, jadeando fuertemente bajo el tirón de la gravedad
terrestre y mirándolo todo con sus grandes ojos vacuos.
—Parecen más bien estúpidos —dijo uno de los periodistas al fumador de pipa—.
¿Sabes lo que he oído decir? Que la razón por la que los astronautas los mantuvieron
encerrados a la vuelta es porque hieden.
—Es probable que ellos no lo noten en Marte —dijo juiciosamente el fumador de pipa—
. El aire es más tenue, ¿sabes?
—¿Que no lo noten? Lo adoran. —Echó un billete de un dólar sobre el mostrador ante
el señor Mándala—. ¿Tiene usted cambio para la máquina de Coca-Cola?
El señor Mándala contó en silencio diez monedas de diez centavos. No se le había
ocurrido pensar que los marcianos pudieran oler mal, pero sólo porque no había pensado
en ello. Si lo hubiera hecho, probablemente se le habría ocurrido también.
El señor Mándala tomó otra moneda de diez centavos para él y siguió a los dos
hombres hacia la máquina de Coca-Cola. La imagen en la pantalla de televisión cambió
para mostrar algunas fotos más bien imprecisas, tomadas por los astronautas, mostrando
unos bajos e irregulares edificios color arena sobre un suelo de arena resplandeciente.
Eso era lo que la NASA llamaba «la mayor ciudad marciana», compuesta
aproximadamente de un centenar de aquellas estructuras bajas y sin ventanas.
—No sé... —dijo finalmente el segundo periodista, llevándose su botella de Coca-Cola
a los labios—. ¿Crees que son lo que tú llamarías inteligentes?
—Es difícil decirlo exactamente —dijo el fumador de pipa. Pertenecía a la Reuter y lo
parecía, con su rojiza y ancha cara inglesa—. Construyen casas —observó.
—Los gorilas también.
—Sin duda, sin duda —murmuró el hombre de la Reuter. Su rostro se iluminó—. Hey,
espera un momento. Eso me hace pensar en uno bueno. Era..., déjame ver, en casa lo
contábamos refiriéndonos a los irlandeses... Sí, ya lo tengo. La próxima espacionave llega
a Marte, y descubren que alguna terrible enfermedad terrestre ha borrado del planeta a
toda la raza, a toda menos una hembra. Todos eliminados. Todos desaparecidos excepto
ella. Bien, se sienten terriblemente trastornados, y hay un debate en la ONU, y se firma un
pacto antigenocidio, y América vota doscientos millones de dólares como reparación y,
bueno, en pocas palabras, se decide que para preservar la raza se aparee a un hombre
con esa hembra marciana sobreviviente.
—¡Caramba!
—Sí, así es. Bien, entonces van a buscar a Paddy O'Shaughnessy, que se encuentra
pasando un apuro, y le dicen: «Mira, Paddy, vas a entrar en esa jaula; dentro encontrarás
una buena hembra. Todo lo que tienes que hacer es dejarla preñada, ¿entiendes?»
Responde O'Shaughnessy: «¿Y qué conseguiré a cambio?». Le ofrecen miles de libras. Y
por supuesto acepta. Pero luego abre la puerta de la jaula y ve lo que parece aquella
hembra. Y se vuelve atrás. —El hombre de la Reuter dejó su botella de Coca-Cola vacía
en el estante e hizo una mueca, mostrando la expresión de repulsión de Paddy—. «Santo
cielo», dice, «no creí que sería algo así». «Miles de libras, Paddy», le dicen, animándole a
seguir adelante. «Oh, está bien entonces», dice él, «pero con una condición». «¿Cuál?»,
le preguntan. «Tenéis que prometerme que los niños serán educados en la religión
católica», contesta Paddy.
—Sí, ya lo había oído —dijo el otro periodista.
Se adelantó para depositar también su botella, y al hacerlo su pie se enganchó en la
estantería, y cuatro botellas de Coca-Cola vacías se estrellaron ruidosamente contra el
suelo.
Aquello fue más de lo que el señor Mándala podía soportar; jadeó, tartajeó, agitó su
campanilla y gritó:
—¡Ernest! ¡Berzie! ¡Venid inmediatamente! —Cuando Ernest apareció, pasando su
oscura cabeza color ciruela por la puerta de servicio con una expresión que revelaba una
anticipación de desastre, el señor Mándala gritó—: ¡Pandilla de cabezas de chorlito, os he
dicho cien veces que mantengáis esas estanterías limpias y vacías.
Y se mantuvo de pie allí, dominando a los dos botones con su estatura, refunfuñando,
mientras se agachaban sobre el caos de botellas y cristales rotos, mirándole de tanto en
tanto con el rabillo del ojo, preocupados, ciruela oscura y arena árabe. Sabía que todos
los periodistas lo estaban mirando y que desaprobaban su conducta.
Entonces salió al aire de la noche para tranquilizarse, porque se sentía apesadumbrado
y sabía que iba a sentirse aún más apesadumbrado.
La hierba estaba húmeda. El rocío condensado goteaba de la estructura del trampolín
de la piscina. El motel no estaba tan tranquilo como debería haberlo estado tan cerca del
amanecer, pero estaba bastante tranquilo. Sólo se oía alguna distante y ocasional risa, y
los ruidos procedentes del vestíbulo. Para el señor Mándala aquello era tranquilizador.
Reconfortó su alma caminando por todas las galerías, comprobando las máquinas de
cubitos y las expendedoras de cigarrillos, y encontrándolas todas en orden.
Un jet militar de McCoy aullaba en el cielo sobre su cabeza. Tras él las estrellas aún
brillaban, pese al naciente amanecer allá en el este. El señor Mándala bostezó, alzó la
vista cansadamente y se preguntó cuál de ellas sería Marte; luego regresó a su
mostrador. Muy pronto estaría demasiado ocupado con la larga y agotadora ronda de
llamadas a las habitaciones y con las comprobaciones para pensar en marcianos.
Más tarde, cuando la mayor parte de los clientes montaban ruidosamente en sus
coches y camionetas, y el equipo de día estaba llegando, el señor Mándala destapó dos
botellas de Coca-Cola y le llevó una a Ernest a la puerta de servicio.
—Dura noche —dijo, y Ernest, aceptando la Coca-Cola y la buena intención, asintió y
bebió. Se dirigieron hacia el muro que protegía la piscina de la carretera de acceso y
observaron a los periodistas de ambos sexos dirigirse hacia la carretera general y hacia
su conferencia de prensa de las diez. La mayoría de ellos no habían dormido. El señor
Mándala agitó la cabeza, desaprobando tanta conmoción por tan poca causa.
Ernest chasqueó los dedos, sonrió y dijo:
—Sé un chiste de marcianos, señor Mándala. ¿Cómo llamaría usted a un marciano de
tres metros que avanzara hacia usted con una lanza?
—Oh, demonios, Ernest —dijo el señor Mándala—, le llamaría «señor». Todo el mundo
lo sabe. —Bostezó y se estiró, y dijo reflexivamente—: Cabía pensar que sacarían
algunos chistes nuevos con ellos. Todos los que he oído eran viejos, sólo que dedicados
a los judíos, a los católicos y a los..., a todo el mundo; y ahora los aplican a los marcianos.
—Sí, ya me he dado cuenta de eso, señor Mándala —dijo Ernest.
El señor Mándala volvió a desperezarse.
—Será mejor que vayamos a dormir un poco —aconsejó—, porque puede que vuelvan
esta noche. No sé para qué... ¿Sabes lo que pienso, Ernest? Aparte los chistes, no creo
que dentro de seis meses nadie se acuerde ya de que existen los marcianos. No creo que
su llegada suponga ningún cambio para nadie.
—Lamento tener que disentir, señor Mándala —dijo Ernest amablemente—, pero yo no
lo creo así. Van a cambiar muchas cosas para alguna gente. De hecho, va a suponer un
gran cambio para mí.
* * *

JINETES DEL SALARIO PÚRPURA
Philip José Farmer

* * *
Si Julio Verne hubiera podido realmente ver
el futuro, por ejemplo en 1966 d. C., se hubiera
cagado en los calzoncillos. Y en 2166, ¡la leche!
De Cómo mamé del Tío Sam y otras eyaculaciones privadas, memorias inéditas del
Abuelo Winnegan.
El gallo que cantaba para atrás
In y Sub, los gigantes, lo muelen para hacer pan.
Rotos fragmentos flotan, a través del vino del sueño. Grandes pies aplastan uvas
abisales para el sacramento del íncubo.
Él, como Simón, pesca en su alma, mar en que mora el leviatán.
Gime, casi se despierta, se da la vuelta sudando océanos negros y gime otra vez. In y
Sub, poniendo manos a la obra, giran las ruedas de piedra del molino hundido y
murmuran «fái, fái, fou, fom». Ojos brillando, color rojo-naranja como los de una gata al
parir en su madriguera; dientes romos, dígitos blancos en la aritmética de las tinieblas.
In y Sub, también como Simón, mezclan activamente metáforas inconscientes.
Colina de estiércol y el huevo del gallo: el basilisco se levanta y canta, primera vez de
tres, en la hinchazón de sangre de yo soy la erección y el coito.
La hinchazón crece y crece hasta que peso y longitud se combinan para curvarse allá
arriba, como un sauce todavía no llorón poco de fiar. La roja cabeza cíclope se asoma por
el borde de la cama. Descansa su mandíbula barbilampiña; después, hinchándose, se
desliza arriba y abajo. Mirando con un solo ojo aquí y allá, olfatea arcaicamente el suelo y
se encamina hacia la puerta, dejada abierta por el lapsus linguae de centinelas
perezosos.
Un gruñido en el centro de la habitación lo hace volverse. El asno de tres patas,
caballete de Baal, está rebuznando. En el caballete está el «lienzo», un cuenco oval poco
profundo de plástico irradiado, especialmente tratado. El lienzo tiene dos metros de alto y
cincuenta centímetros de profundidad. El cuadro representa una escena que debe estar
terminada mañana.
Medio escultura medio dibujo, las figuras están en altorrelieve, redondeadas, unas más
cerca del fondo del cuenco que otras. Brillan con la luz exterior y también gracias al
plástico, luminoso por sí mismo, del lienzo. La luz parece penetrar en las figuras, mojarlas
un poco, después desvanecerse. La luz es de un color rojo pálido, el rojo del alba, de la
sangre aguada con lágrimas, de la ira, de la tinta en el capítulo «debe» del libro Mayor.
Este cuadro pertenece a su Serie del Perro: Dogmas de un perro, La batalla aérea del
perro, Los días del perro. El perro del Sol, El perro invertido, El perro de los escombros,
Criadillas de perro, El cazador de perros, El mastín yacente, El perro del ángulo recto e
Improvisaciones sobre un perro.
Sócrates, Ben Johnson, Cellini, Swedenborg, Li Po y Hiawatha están de juerga en la
Taberna de la Sirena. Por una ventana se ve a Dédalo en lo alto de las almenas de
Cnoseus, metiéndole un cohete en el culo a su hijo Icaro para proporcionarle un despegue
de propulsión a chorro para su famoso vuelo. En un rincón se agazapa Og, hijo del Fuego.
Roe un hueso de tigre «dientes de sable» y dibuja bisontes y mamuts en el yeso
enmohecido. La camarera, Atenea, se inclina sobre la mesa en la que sirve néctar y
galletas a sus distinguidos clientes. Aristóteles, con cuernos de cabra, está tras ella. Le ha
levantado la falda y la está topeteando por detrás. Las cenizas del cigarrillo que oscila
entre sus labios, que sonríen tontamente, han caído en la falda, que empieza a humear.
En la puerta de los servicios de caballeros un Batman borracho sucumbe a un deseo largo
tiempo reprimido e intenta violar a Robin. Por otra ventana se ve un lago sobre cuya
superficie camina un hombre, con un halo verde deslucido flotando sobre su cabeza. Tras
él, un periscopio sale del agua.
Prensil, el pene se enrolla alrededor del pincel y comienza a pintar. El pincel es un
pequeño cilindro, conectado por uno de sus extremos a una manguera que va a una
máquina con forma de cúpula. Por el otro extremo del cilindro asoma la embocadura de la
manguera. Su apertura puede ser regulada girando un botón en el cilindro. Varios botones
adicionales controlan el espesor de salida —desde fina aspersión a grueso chorro—, así
como el color y el matiz.
Furiosamente, proboscídeo, dibuja otra figura capa a capa. Luego capta un mustio olor
a moho, deja el pincel y se desliza, atravesando la puerta y siguiendo la curvatura de la
pared de la habitación ovalada, describiendo la ondulación de las criaturas sin patas: un
garabato en la arena que todos pueden leer pero pocos comprenden. La sangre late al
mismo ritmo que los molinos de In y Sub para alimentar y emborrachar al reptil de sangre
caliente. Pero las paredes, detectando la masa intrusa y el deseo de eyección, brillan.
Él gime, y la cobra glandular se levanta y se agita por la emoción de su deseo de
ocultación. ¡Que no haya luz! La noche debe ser su embozo. Se apresura al pasar junto al
dormitorio materno, más cerca de la salida. ¡Ah! Suspira suavemente con alivio, pero el
aire silba por la boca apretada y vertical, anunciando la salida del rápido a Desideratum.
La puerta es antigua: tiene cerradura de llave. ¡Rápido! Sube por la rampa y sale de la
casa a través del ojo de la cerradura, hasta la calle. Alguien aborda a una puta, una joven
con cabello plateado fosforescente y labios haciendo juego.
Sale, baja por la calle y se le enrolla a un tobillo. Ella mira hacia abajo con sorpresa, y
luego con miedo. A él le gusta eso; demasiadas tienen demasiadas ganas. Ha encontrado
un as entre la paja.
Sube, por la pierna suave como oreja de gato, se enrosca más y más, se desliza sobre
el valle de la ingle. Acaricia los tiernos pelos ondulados y después, medio Tántalo,
contornea la leve convexidad del vientre, dice «hola» al ombligo, lo aprieta para tocar el
timbre, se enrosca alrededor de la estrecha cintura y, tímida y rápidamente, arrebata un
beso de cada pezón. Después vuelve abajo para formar una expedición que escale la
vagina y plante la bandera en la matriz.
¡Oh, tabú delicioso y enfermedad sacrosanta! Hay un niño allí, ectoplasma
comenzando a formarse en ávida espera de realidad. Cae, óvulo, y recorre los toboganes
de carne; apresúrate para engullir al afortunado micro-Moby Dick, expulsando a sus
millones de hermanos: supervivencia del más apto.
Un, fuerte graznido llena la habitación. El aliento cálido hiela la piel. El suda. El fuselaje
tumoroso se reviste de carámbanos y se dobla bajo el peso del hielo; la niebla remolinea
alrededor, silbando por los recodos; los alerones y elevadores están bloqueados por el
hielo y él pierde altura rápidamente. ¡Arriba, arriba! Venusberg enfrente, en algún lugar
entre la niebla; Tannhauser, toca las trompetas, alza tus llamas. Estoy saltando del
trampolín.
La puerta de la madre se ha abierto. Un sapo acuclillado llena el umbral ovalado. Su
papada sube y baja como al croar; su boca sin dientes balbucea: «ginungagap». La
lengua bífida se dispara y se enrosca alrededor del cerdo constrictor. El grita con ambas
bocas y escupe aquí y allá. Corren las ondas de eyección. Dos garras nervudas se doblan
y hacen en el cuerpo que cae un nudo; corredizo, desde luego.
La mujer corre. ¡Espérame! El torrente que sale brama, se estrella contra el nudo, ruge
de rebote, chocan flujo y reflujo. Demasiado caudal y un solo cauce. Escupetea, el
firmamento de agua se desploma, no hay arca de Noé; estalla como una nova, una
explosión de millones de meteoritos retorciéndose y brillando, destellos en el cuenco de la
existencia.
Llega el reinado del muslo. Ingle y vientre encajonados en mohosa armadura, y él frío,
húmedo y temblando.
La patente de Dios sobre el alba expira
...Habla para vosotros Alfred Melophon Voxpopper, de los Empujones de la Aurora y la
Hora del Café, canal 69B. Versos grabados durante la L Exposición y Competición anual
del Centro de Arte Popular, Beverly Hills, nivel 14. Pronunciadas por Omar Bacchylides
Runic, improvisadamente, si no tenéis en cuenta algunas meditaciones previas durante la
velada de la víspera en la taberna particular El Universo Privado; y podéis hacerlo, porque
Runic no recordaba lo más mínimo de esa velada. A pesar de lo cual ganó la Primera
Corona de Laurel A; no hay Segunda, ni Tercera, etc., y las coronas se clasifican de la A a
la Z; Dios bendiga nuestra democracia:
Un salmón gris rosado escalando las cascadas de la noche
hacia el remanso de la procreación de un nuevo día.
Alba: el rojo bramido del toro solar
embistiendo contra el horizonte.
La sangre fotónica de la noche sangrante,
apuñalada por el Sol asesino.
Y así durante cincuenta líneas puntuadas y separadas por vítores, aplausos, abucheos,
siseos y gemidos.
Chib está medio despierto. Mira hacia abajo, a la oscuridad que disminuye conforme el
sueño se aleja rugiendo por el túnel del Metro. Mira por entre párpados medio abiertos a
la otra realidad: la conciencia.
—¡Que pierda la vista! —gruñó como Moisés; y al recordar sus largas barbas y cuernos
(cortesía de Miguel Angel), piensa en su tatarabuelo.
La voluntad, como una palanqueta, obliga a sus párpados a abrirse. Ve la pantalla del
fido que recorre la pared frente a él y se curva hasta la mitad del techo. El alba, paladín
del Sol, abate su gris guantelete.
El canal 69B, TU CANAL FAVORITO, exclusivo para LA, te anuncia el amanecer
(decepción profunda. Amanecer de una naturaleza falsa, modelado en la pantalla con
electrones producidos por aparatos formados por el hombre).
¡Levántate con el Sol en el corazón y una canción en los labios! ¡Penetra en los versos
convulsos de Omar Runic! ¡Mira el alba, como los pájaros en los árboles, como Dios,
mírala!
Voxpopper recita los versos despacio mientras Anitra, de Grieg, fluye suavemente. El
viejo noruego nunca soñó con un auditorio tan grande y tan bueno. Un joven, Chibiabos
Elgreco Winnegan, tiene una mecha empapada, cortesía de un antiguo manantial en el
campo de petróleo del subconsciente.
—Mueve el culo y ve a tu puesto —dice Chib—. Pegaso vuela hoy.
Habla, piensa, vive en el presente tensamente.
Chib salta de la cama y la oculta en la pared. Salir de la cama resbalando, arrugado
como la lengua de un viejo borracho, rompería la estética de su habitación, destruiría esa
curva que es el reflejo del Universo básico y lo perturbaría en su trabajo.
La habitación es un gran ovoide. En un rincón hay un ovoide más pequeño con el
lavabo y la ducha. Sale de él con la apariencia de uno de los semidioses aqueos de
Homero, masivamente musculado, de grandes brazos, piel de un moreno dorado, ojos
azules y pelo marrón, aunque sin barba. Suena el timbre del fido como el croar de unas
ranas de árbol sudamericanas que una vez oyó en el canal 122.
«¡Ábrete, Sésamo!»
Inter caecos regnat luscus
La cara de Rex se extiende por la pantalla del fido; los poros de su piel son como los
cráteres de un campo de batalla de la I Guerra Mundial. Lleva un monóculo negro sobre el
ojo izquierdo, arrancado en una discusión entre críticos de arte durante la Serie de
Lecturas Me gusta Rembrandt en el canal 109. Aunque tiene suficiente influencia para
conseguir prioridad de sustitución de ojos, ha rehusado.
—Inter caecos regnat luscus —dice cuando le preguntan, y a menudo cuando no—.
Traducción: en el país de los ciegos, el tuerto es rey. Por eso tomó el nombre de Rex
Luscus, es decir Rey Tuerto.
Corre un rumor, propagado por Luscus, según el cual permitirá a los biomuchachos
ponerle un ojo proteico artificial cuando vea las obras de un artista lo suficientemente
grande como para justificar visión bifocal. Se rumorea también que podría hacerlo pronto,
debido a su descubrimiento de Chibiabos Elgreco Winnegan.
Luscus mira ávidamente (alabando con adverbios) las formas de Chib. Éste se hincha,
no de placer sino de ira.
Luscus dice blandamente.
—Querido, quería asegurarme de que te habías levantado y preparado para los
asuntos tremendamente importantes de hoy. ¡Debes estar listo para la exposición! Pero,
ahora que te veo, me acuerdo de que aún no he comido. ¿Qué te parece desayunar
conmigo?
—¿Desayunar qué? —dice Chib. No espera la respuesta—. No. Tengo demasiado que
hacer hoy. ¡Ciérrate, sésamo!
La cara de cabra o, tal como él prefiere describirla, la cara de Pan de Rex Luscus,
Fauno de las Artes, se desvanece. Incluso se ha hecho adornar las orejas. Realmente
encantador.
—¡Beeeee! —se burla Chib del fantasma—. ¡Bah! ¡Cínico! ¡Nunca te besaré el culo,
Luscus, ni te dejaré besármelo a mí! ¡Aunque pierda el premio!
El timbre suena de nuevo. Aparece la cara oscura de Halcón Rojo Rousseau. Su nariz
es aguileña y sus ojos como vidrio negro roto. Su ancha frente está rodeada por una cinta
roja, que sujeta el liso cabello negro que le cae hasta los hombros. Su chaquetilla es de
piel de gamo; un collar de cuentas, atado como una corbata de lazo, le cuelga del cuello.
Tiene el aspecto de un verdadero indio norteamericano, aunque Toro Sentado, Caballo
Loco o el menos noble Perfil Griego de aquéllos le hubiera echado de la tribu a patadas.
No es que fueran antisemíticos, es sólo que no hubieran podido respetar a un bravo a
quien los caballos producirían urticaria alérgica.
Nacido Julius Applebaum, se convirtió legalmente en Halcón Rojo Rousseau en su Día
del Nombre. Apenas volver del bosque, renaturalizado, arma juerga ahora en las sucias
cacerolas de carne de una civilización decadente.
—¿Cómo estás, Chib? La panda se pregunta cuándo vendrás.
—¿Con vosotros? Aún no he desayunado, y tengo que hacer mil cosas para
prepararme para la exposición. ¡Os veré a mediodía!
Rousseau se desvanece como el último de los pieles rojas.
El intercom silba precisamente cuando Chib va a desayunar. ¡Ábrete, sésamo! Chib ve
en la pantalla la sala de estar. Remolinea el humo, demasiado denso y furioso para que lo
disuelva el acondicionador de aire. En el extremo más lejano del ovoide, sus pequeños
hermanastros y hermanastras duermen en el sofá. Jugando a Mamá-y-su-amigo, se han
dormido, las bocas abiertas en bendita inocencia, hermosos como sólo pueden serlo los
niños dormidos.
Frente a los cerrados ojos de cada uno hay un ojo, que no parpadea, como el de un
cíclope de Mongolia.
—¿No son conmovedores? —dice Mamá—. Los pobrecitos estaban demasiado
cansados para irse a la cama.
La mesa es redonda. Los viejos y solteronas se han reunido a su alrededor para la
última batalla de rey, caballo, sota y as. Sus armaduras son sólo capas y capas de grasa.
Las mejillas de Mamá cuelgan como banderas en un día sin viento. Sus pechos se
deslizan y tiemblan sobre la mesa, se inclinan y se agitan.
—Partida de tahúres —dice Chib en voz alta, mirando las gruesas caras, los tremendos
pechos, las nalgas exuberantes.
Ellos levantan las cejas.
—¿De qué coño habla ahora el genio loco?
—¿Es realmente subnormal tu hijo? —dice uno de los amigos de Mamá, y ellos ríen y
beben más cerveza.
Angela Ninon, no queriendo dejar de intervenir, e imaginando que Mamá pronto pondrá
en marcha los aspersores, se mea piernas abajo. Se ríen, y Guillermo el Conquistador
dice:
—Abro.
—Yo siempre estoy abierta —dice Mamá, y ellos chillan de risa.
Chib quisiera llorar. No lo hace, aunque lo han animado desde su infancia a llorar
siempre que le apetezca.
Te hace sentir mejor. Y fijate en los vikingos, qué hombres eran, y lloraban como niños
cuando tenían ganas.
Cortesía del canal 202 en el popular programa ¿Qué ha hecho una madre?
Él no llora porque se siente como un hombre que recuerda a la madre a quien amaba y
que murió, pero hace mucho tiempo. Su madre ha sido enterrada profundamente bajo un
alud de carne. Cuando él tenía 16 años, había tenido una madre encantadora.
Entonces ella dejó de cuidarlo.
Familia que mama, familia que crece
De un poema de Edgar A.
Grist, vía canal 88.
—Hijito, yo no saco nada de esto. Lo hago sólo porque te quiero.
¡Después, grasa, grasa, grasa! ¿Dónde se fue? Hundida en el abismo de la adiposis.
Desapareciendo conforme aumentaba de volumen.
—Hijito, por lo menos podrías discutir conmigo un poco de vez en cuando.
—Me dejaste, Mamá. De acuerdo. Soy un hombre ahora. Pero no tienes derecho a
esperar de mí que resucite aquello.
—¡Ya no me quieres!
—¿Qué hay de desayuno, Mamá? —dice Chib.
—Ahora tengo buenas cartas, Chibby —dice Mamá—. Como has dicho muchas veces,
eres un hombre. Sólo por esta vez, hazte tu propio desayuno.
—¿Para qué me llamaste?
—Olvidé cuando empieza la exposición. Quería dormir algo antes de ir.
—A las dos y media, Mamá, pero no tienes obligación de ir.
—Oh, quiero estar presente. No quiero perderme los triunfos artísticos de mi propio
hijo. ¿Crees que ganarás el premio?
—Si no, ahí está Egipto —dice él.
—¡Esos apestosos árabes! —dice Guillermo el Conquistador.
—Es la Oficina quien lo hace, no los árabes. Los árabes emigraron por la misma causa
que puede hacernos emigrar a nosotros —dice Chib.
¿Quién hubiera pensado que Beverly Hills se volvería antisemítico?
De las Memorias inéditas del Abuelo.
—¡No quiero ir a Egipto! —llora Mamá—. Tienes que ganar ese premio, Chibby. No
quiero dejar el Nido. Nací y crecí aquí, bueno, en el décimo nivel, y cuando me mudé
también lo hicieron todos mis amigos. ¡No iré!
—No llores, Mamá —dice Chib, sintiendo pena a su pesar—. No llores. El gobierno no
te puede obligar a ir, ya sabes. Tienes unos derechos.
—Si quieres seguir teniendo golosinas, irás —dice Guillermo el Conquistador—. A
menos que Chib gane el premio, claro. Y yo no le echaría en cara que ni siquiera intentara
ganarlo. No es culpa suya que tú no le sepas decir «no» al Tío Sam. Tienes tu sueldo y lo
que gana Chib vendiendo sus cuadros. Todavía no es suficiente. Gastas más de prisa que
ganas.
Mamá le grita con furia a Guillermo, y se van. Chib desconecta el fido. A la mierda con
el desayuno; comerá después. Su último cuadro para el Festival debe estar terminado a
mediodía. Aprieta una placa y la desnuda habitación oval se abre aquí y allá, y surgen
equipos de pintura como un regalo de los dioses electrónicos. Zeuxis se desmayaría y
Van Gogh compartiría su excitación si pudieran ver el lienzo, la paleta y el pincel que usa
Chib.
El proceso de pintar incluye el doblar y torcer individualmente miles de alambres,
dándoles diferentes formas, y colocarlos a diversas profundidades. Los hilos son tal
delgados que sólo pueden ser vistos con amplificadores y manipulados con tenacillas
extremadamente delicadas. De ahí las gafas de aumento que usa Chib y la larga
herramienta, casi tan delgada como un hilo de araña, que lleva en la mano durante las
primeras etapas de la creación de un cuadro. Tras cientos de horas de lento y paciente
trabajo (de amor), los cables están preparados.
Chib se quita las gafas para ver el efecto general. Entonces utiliza el aspersor de
pintura para cubrir los hilos con los colores y matices que desea. La pintura se endurece
en pocos minutos. Chib conecta conductores eléctricos al cuenco y aprieta un botón para
enviar una leve descarga por los hilos. Éstos brillan bajo la pintura y, fusibles liliputienses,
desaparecen entre humo azul.
El resultado es una obra tridimensional compuesta de duras cáscaras de pintura en
varios niveles bajo el revestimiento exterior. Las cáscaras son de diversos grosores, pero
todas tan delgadas que la luz las atraviesa desde el nivel más alto al más interno cuando
el cuadro es girado en ángulos. Partes de las cáscaras son simplemente reflectores para
intensificar la luz, con el fin de que las imágenes internas sean más visibles.
Cuando el cuadro se expone al público, está en un pedestal móvil que gira 12º a la
izquierda del centro y luego 12º a la derecha.
El fido suena. Chib, maldiciendo, piensa en desconectarlo. Por lo menos, no es el
intercom de su madre llamando histéricamente. Bueno, no todavía. No tardará en llamar si
pierde mucho al póker.
¡Abrete sésamo!
Cantad, maullad al Tío Sam
Escribe el Abuelo en sus Eyaculaciones Privadas: 25 años después de mi huida con
20.000 millones de dólares y de mi muerte aparente de un ataque al corazón, Falco
Accipiter está de nuevo sobre mi pista. El detective de la O. R. 1. que tomó el nombre de
Halcón Cazador cuando ingresó en su profesión. ¡Menudo ególatra! De todas formas, es
tan agudo de vista e inflexible como un ave de presa, y yo temblaría si no fuera
demasiado viejo para temer a los simples seres humanos. ¿Quién le quitó cadena y
capucha? ¿Cómo encontró el viejo y frío rastro?
La cara de Accipiter es la de un halcón demasiado desconfiado que intenta mirar a
todas partes al cernerse, y mira en su propio ano para asegurarse de que ningún pato se
ha refugiado allí. Los pálidos ojos azules lanzan miradas como cuchillos escondidos en la
manga de la camisa que se arrojan con un giro de la muñeca. Lo exploran todo con
percepción sherlokiana de la minucia y del detalle significativo.
Su cabeza gira a ambos lados, las orejas moviéndose, las ventanas de la nariz
aleteando, todo radar y sonar y odar.
—Señor Winnegan, siento llamarle tan temprano. ¿Le he sacado de la cama?
—¡Es evidente que no! —dice Chib—. No se moleste en presentarse. Le conozco.
Lleva tres días siguiéndome.
Accipiter no se sonroja. Maestro en autocontrol, se guarda todo el rubor en las
profundidades de las tripas, donde nadie pueda verlo.
—Si me conoce, quizá pueda decirme por qué le llamo...
—¿Iba a ser yo tan bocazas como para decírselo?
—Señor Winnegan, me gustaría hablar con usted respecto a su tatarabuelo.
—¡Lleva 25 años muerto! —grita Chib— Olvídelo Y no me moleste. No intente
conseguir una orden de registro; ningún juez se la daría. La casa de un hombre es su
costilla..., quiero decir castillo.
Piensa en Mamá y en el día que le va a dar a menos que se vaya pronto. Pero tiene
que acabar el cuadro.
—¡Esfúmese, Accipiter! —dice Chib—. Creo que daré parte de usted a la BPHR. Estoy
seguro de que lleva un fido en su estúpido sombrero.
La cara de Accipiter permanece tan lisa e inmóvil como una escultura en alabastro del
dios halcón Horus. Puede tener algo de gas retorciéndole los intestinos De ser así, lo
expulsa sin que se note.
—Muy bien, señor Winnegan. Pero no se va a librar de mí tan fácilmente. Al fin y al
cabo...
—¡Esfúmese!
El intercom silba tres veces. Es la señal de que llama el Abuelo.
—Estaba espiando —dice la voz de 120 años de edad, hueca y profunda como el eco
en la tumba de un faraón—. Quiero verte antes de que te vayas. Bueno, si es que puedes
dedicar algunos minutos al Viejo de los Rompecabezas.
—Eso siempre, Abuelo —dice Chib, pensando cuánto quiere al anciano—. ¿Necesitas
comida?
—Sí, y también para la mente.
Der Tag. Dies irae. Götterdämmerung. Armagedón. Las cosas están llegando a su fin.
Día de hacer o de romper. Tiempo de ir y no ir. Todas estas llamadas y la sensación de
algo más que está al caer. ¿Qué traerá el final del día?
El comprimido del sol se desliza
en la dolorida garganta de la noche
(Por Omar Runic)
Chib camina hacia la puerta convexa que se hunde, enrollándose, en dos ranuras de
las paredes. El centro de la casa es la habitación familiar, oval. En el primer cuadrante, en
el sentido de las agujas del reloj, está la cocina, separada de la habitación familiar por
biombos de seis metros de altura decorados por Chib con escenas de tumbas egipcias: su
opinión demasiado sutil de la comida moderna. Siete delgadas columnas alrededor de la
sala marcan los límites de habitación y pasillo. Entre las columnas hay más biombos altos,
pintados por Chib durante su Época de la Mitología Amerindia.
El pasillo tiene también forma oval; todas las habitaciones de la casa se abren a él. Hay
siete habitaciones; seis de ellas son combinaciones de dormitorio, despacho, estudio,
lavabo y ducha. La séptima es un cuarto trastero.
Pequeños huevos en huevos mayores en grandes huevos en un megamonolito en una
pera planetaria en un universo oval: la más reciente cosmogonía, que indica que el infinito
tiene la forma del producto de la gallina. Dios empolla sobre el abismo y cacarea cada
trillón de años o así.
Chib atraviesa el recibidor, pasa entre dos columnas esculpidas por él en forma de
cariátides nínficas y entra en la habitación familiar. Su madre le mira de reojo, pensando
que se acerca a pasos agigantados a la locura, si no ha alcanzado ya su umbral. Es culpa
de ella, en parte; no debería haberse enfadado y haber terminado Aquello en un momento
de chifladura. Ahora es gorda y fea, oh, Dios, tan gorda y tan fea... No puede esperar
razonablemente, ni siquiera irrazonablemente, empezar de nuevo.
Es natural, se dice suspirando, resentida y lagrimeante, que haya abandonado el amor
de su madre por las delicias extrañas, firmes, de las formas de las jóvenes. Pero ¿dejarlas
a ellas también? El no es un narciso. Dejó todo eso a los 13 años. Entonces ¿cuál es la
razón de su castidad? Tampoco usa el fornixator, cosa que ella podría comprender
aunque no lo aprobara.
«Oh, Dios, ¿en qué me equivoqué? Y sin embargo, no tengo nada de malo. Está
enloqueciendo como su padre, Raleigh Renacimiento creo que se llamaba, y su tía y su
tatarabuelo. Es por culpa de toda esa pintura y todos esos extremistas, los Jóvenes
Rábanos, con los que se mezcla. Es demasiado artista, demasiado sensible. Oh, Dios, si
le ocurre algo a mi hijito tendré que ir a Egipto.»
Chib conoce sus pensamientos, porque ella los ha pronunciado muchas veces y no es
capaz de tenerlos nuevos. Pasa junto a la mesa redonda sin decir una palabra. Los
caballeros y doncellas del Camelot en lata le miran a través de un velo de cerveza.
En la cocina, abre una puerta oval en la pared. Saca una bandeja con platos y tazas de
comida tapados y envueltos en plástico.
—¿No vas a comer con nosotros?
—No te quejes, Mamá —dice él, y vuelve a su habitación para coger algunos cigarros
para su Abuelo.
La puerta —que debería detectar, amplificar y transmitir la móvil pero reconocible aura
de campos eléctricos epidérmicos al mecanismo de apertura— falla. Chib está demasiado
alterado. Remolinos magnéticos se enfurecen sobre su piel y distorsionan la configuración
espectral. La puerta se abre a medias, se cierra, cambia de opinión de nuevo, se abre, se
cierra.
Chib le da una patada y queda totalmente bloqueada. Decide ponerle un «sésamo»
verbal o visual. El problema es que le faltan piezas y cupones y no puede comprar los
materiales. Se encoge de hombros, camina a lo largo del recibidor curvo, de una sola
pared, y se detiene ante la puerta del Abuelo, oculta de la vista de los del salón por los
biombos de la cocina. Chib recita la contraseña:
Pues cantó de paz y libertad,
cantó de belleza, amor y deseo;
cantó de muerte, y de vida inmortal
en las Islas de los Benditos,
en el Reino de Ponemah,
en la tierra de A Partir de Ahora.
Muy querido por Hiawatha
era el gentil Chibiabos.
La puerta se abre, enrollándose sobre sí misma hacia atrás.
Una luz amarillo rojiza, creación del propio Abuelo, sale por la puerta oval, convexa.
Mirar a su través es como mirar en las pupilas de un loco. El Abuelo, en el centro de la
habitación, tiene una barba blanca que le llega hasta medio muslo, y su cabello blanco le
cae en cascada hasta debajo de las rodillas. Aunque barba y cabello ocultan su desnudez
y no está en público, lleva zapatos. El Abuelo es un poco chapado a la antigua, cosa
excusable en un hombre de doce decadencias de edad.
Como Rex Luscus, es tuerto. Sonríe con sus propios dientes, crecidos a partir de
brotes trasplantados hace 30 años. Un gran cigarro verde cuelga de una esquina de su
roja y llena boca. Su nariz es ancha y sucia como si el tiempo la hubiera aplastado con un
pesado pie. Su frente y mejillas son anchas, quizás a causa de algo de sangre Ojibway en
sus venas, aunque nació Finnegan e incluso suda célticamente, soltando un olor a
güisqui. Mantiene la cabeza alta, y el ojo azul gris es como un charco en el fondo de una
cuenca antediluviana, resto de un glaciar fundido.
En conjunto, el rostro del Abuelo es el de Odín al volver de las Fuentes de Mimir,
preguntándose si ha pagado un precio demasiado alto. O el de la Esfinge de Gizeh,
golpeado por el viento y comido por la arena.
—Parafraseando a Napoleón, cuarenta siglos de histeria nos contemplan —dice el
Abuelo—. La cabeza de piedra de los eones. «¿Qué es entonces el Hombre?», dijo la
Nueva Esfinge, habiendo resuelto Edipo la pregunta de la Vieja Esfinge (sin solucionar
nada, porque Ella ya había parido otra de su especie, una niña de culo escocido con una
pregunta que nadie ha sido capaz de contestar todavía. Y quizá no puede ser
contestada).
—Hablas de un modo raro —dice Chib—, pero me gusta.
Sonríe al Abuelo, queriéndole.
—Te arrastras hasta aquí cada día, no tanto por amor a mí como para ganar
conocimiento y perspicacia. Lo he visto y oído todo, y he pensado algo más que un poco.
Viajé mucho, antes de refugiarme en esta habitación hace un cuarto de siglo. Y sin
embargo, mi confinamiento aquí ha sido la mayor Odisea de todas.
»El viejo marinero
»me llamo a mí mismo. Un escabeche de sabiduría ha saturado la disolución de
cinismo demasiado salado y vida demasiado larga.
—Sonríes como si acabaras de gozar de una mujer —se guasea Chib.
—No, hijo mío. Perdí la tensión en mi verga hace treinta años. Y doy gracias a Dios por
ello, ya que me aleja de la tentación de fornicar, por no hablar de la masturbación. Sin
embargo, me quedan otras energías, y por tanto intención de otros pecados, y éstos son
incluso más importantes.
»Junto al pecado de la realización sexual, que paradójicamente incluye el de la emisión
sexual, tenía otras razones para no solicitar de esa Vieja Ciencia de la Magia Negra
fuerzas para excitarme de nuevo. Era demasiado viejo para atraer a las jóvenes excepto
con dinero. Y era demasiado poeta, amante de la belleza, para acostarme con las
arrugadas vejigas de mi generación o de varias anteriores a la mía.
»Así que ya ves, hijo mío. Mi badajo se balancea flojamente en la campana de mi sexo.
Ding, dong, ding, dong. Mucho dong pero poco ding.
El Abuelo ríe profundamente, un rugido de león con rocío de palomas.
—No soy sino el portavoz de los antiguos, un picapleitos que gime por clientes muertos
tiempo ha. Venido no a esconderme sino a realizarme, y forzado por mi sentido de la
honradez a admitir las faltas del pasado, también. Soy un viejo extraño y encorvado,
inquilino como Merlín en su tronco de árbol. Samolxis, el dios oso tracio, hibernando en su
cueva. El último de los Siete Durmientes.
El Abuelo se dirige al delgado tubo de plástico que cuelga del techo y baja las
empuñaduras plegables del visor.
—Accipiter se cierne al exterior de nuestra casa. Olfatea algo podrido en Beverly Hills,
nivel 14. ¿Es posible que Vuelvoaganar Winnegan no haya muerto? El Tío Sam es como
un diplodocus golpeado en el culo. Hacen falta 25 años para que el mensaje alcance su
cerebro.
Unas lágrimas aparecen en los ojos de Chib. Dice:
—Oh, Dios, Abuelo, no quiero que te ocurra nada.
—¿Qué podría ocurrirle a un viejo de ciento veinte años aparte de fallarle el cerebro o
los riñones?
—Con el debido respeto, Abuelo —dice Chib—, estás parloteando.
—Llámame Molino de la Identidad —dice el Abuelo—. La harina que produzco es
cocida en el extraño horno de mi ego; o medio cocida, si lo prefieres.
Chib sonríe tras sus lágrimas y dice:
—Me enseñaron en el colegio que los juegos de palabras son baratos y vulgares.
—Lo que es bastante bueno para Homero, Aristófanes, Rabelais y Shakespeare lo es
para mí. A propósito, hablando de barato y vulgar, me encontré con tu madre en el
recibidor anoche, antes de empezar la partida de póquer. Yo salía de la cocina con una
botella de licor. Casi se desmayó. Pero se recuperó rápidamente e hizo como si no me
viera. Quizá pensó que había visto un fantasma. Lo dudo. Lo hubiera chismorreado por
toda la ciudad.
—Puede habérselo dicho a su médico —dice Chib—. Te vio hace varias semanas, ¿te
acuerdas? Puede haberlo mencionado al quejarse de sus supuestas visiones y
alucinaciones.
—Y el viejo matasanos, conociendo la historia de la familia llamó a la O.R.I. Puede ser.
Chib mira por el visor del periscopio. Lo hace girar y mueve los botones de las
empuñaduras para levantar y bajar el cíclope del extremo del tubo exterior. Accipiter
ronda por el Nido de siete huevos, cada uno en el extremo de una de las anchas
escaleras ligeramente curvadas que se extienden ramificándose desde el pedestal
central.
Accipiter sube los escalones de una rama hasta la puerta de la señora Applebaum. La
puerta se abre.
—Debe de haberla sacado del fornixator —dice Chib—. Y ella debe de encontrarse
sola; no le habla por el fido. ¡Dios mío, es más gorda que Mamá!
—¿Por qué no? —dice el Abuelo—. El señor y la señora Cualquiera están sentados
todo el día, comen, beben y ven fido, y sus cerebros se convierten en mierda y sus
cuerpos en barro. César no hubiera tenido problemas, rodeándose de gordos amigos, en
estos días. ¿Tú también comiste, Bruto?
El comentario del Abuelo, sin embargo, no debería aplicarse a la señora Applebaum.
Tiene un conducto en la cabeza, y la gente adicta a la fornixación raramente engorda. Se
quedan sentados o acostados durante todo el día y parte de la noche, con la aguja
clavada en la zona de fornixación del cerebro enviando una serie de pequeñas sacudidas
eléctricas. Un éxtasis indescriptible fluye por sus cuerpos con cada impulso, delicia mucho
mayor que cualquier placer de comida, bebida o sexo. Es ilegal, pero el gobierno nunca
molesta a un usuario a menos que le necesite para alguna otra cosa, ya que un fórnico
raras veces tiene hijos. Un 20 % de la población de LA se ha hecho perforar un agujero en
la cabeza e insertar un delgado canal para el acceso de la aguja. El 5 % son adictos; se
consumen, comiendo de tarde en tarde, con las vejigas hinchadas y vertiendo venenos en
la corriente sanguínea.
—Mi hermano y mi hermana deben de haberte visto a veces cuando salías a por
provisiones —dice Chib.
—Ellos también creen que soy un fantasma. ¡A estas alturas! Pero quizás es una
buena señal el que puedan creer en algo, aunque sea en un espectro.
—Será mejor que dejes de escaparte a la iglesia.
—La Iglesia y tú sois lo único que me mantiene en marcha. Aunque fue un día triste,
cuando me dijiste que no podías creer. Hubieras sido un buen sacerdote, con defectos,
desde luego, y yo hubiera podido tener misa y confesión privadas en esta habitación.
Chib no dice nada. Fue a misa y participó en los servicios sólo para complacer al
Abuelo. La iglesia era una caracola ovoide que, puesta al oído, sólo dejaba oír el distante
rugido de Dios alejándose como el reflujo de la marea.
Hay universos que piden dioses
y, sin embargo, Él sobrevuela éste buscando trabajo.
De las Memorias del Abuelo
El Abuelo alza el visor. Ríe.
—¡La Oficina de Impuestos! ¡Creí que la habían disuelto! ¿Quién coño tiene ya tantos
ingresos como para seguir declarándolos? ¿Crees que sigue funcionando sólo por mí?
Podría ser.
Llama a Chib al visor, enfocado hacia el centro de Beverly Hills. Chib tiene una línea de
visión entre los Nidos de 7 huevos de los pedestales ramificados. Puede ver parte de la
plaza central, los ovoides gigantes del Ayuntamiento, las oficinas federales, el Centro del
Pueblo, parte de la espiral masiva en que están situadas las casas de la aristocracia, y la
Dora (de Pandora), en donde los del salario púrpura compran sus alimentos y los que
tienen ingresos extra sus golosinas. Se ve un extremo del gran lago artificial; barcas y
canoas lo surcan y hay gente pescando.
La cúpula de plástico irradiado que cubre los Nidos de Beverly Hill es azul celeste. El
sol electrónico sube hacia el cenit. Hay algunas imágenes realistas de nubes e incluso
una V de patos emigrando al Sur, sus graznidos disminuyendo poco a poco. Muy bonito
para quienes no han estado nunca fuera de los muros de LA. Pero Chib estuvo dos años
en el Cuerpo de Rehabilitación y Conservación de la Naturaleza Mundial —el CRCNM— y
conoce la diferencia. Casi decidió desertar con Halcón Rojo Rousseau y unirse a los Neo-
Amerindios. Después pensó en ser guardabosques. Pero eso podría significar que
acabara disparando o arrestando a Halcón Rojo. Además, no quería ser un empleado del
gobierno. Y por encima de todo, quería pintar.
—Ahí está Rex Luscus —dice Chib—. Está siendo entrevistado ante el Centro del
Pueblo. Una multitud.
El descubrimiento de Pellucidar
El segundo nombre de Luscus debería haber sido Adelanto. Hombre de gran erudición,
con privilegiado acceso a la Librería del Ordenador de LA Mayor y sigiloso como Ulises,
siempre está por delante de sus colegas.
Fue él quien fundó la Escuela de Crítica Go-go.
Primalux Ruskinson, su gran competidor, llevó a cabo una amplia investigación cuando
Luscus anunció el nombre de su nueva filosofía. Ruskinson proclamó triunfalmente que
Luscus había tomado el nombre de un argot antiguo, utilizado a mediados dcl siglo XX.
Luscus, en una entrevista en el fido al día siguiente, dijo que Ruskinson era un
estudiante bastante supefficial, como era de esperar.
Go-go venía del idioma hotentote. En hotentote, go-go significaba «examinar», esto es
permanecer mirando hasta descubrir algo sobre el objeto (en este caso, el artista y sus
obras).
Los críticos hicieron cola para ingresar en la nueva escuela. Ruskinson pensó en
suicidarse, pero en vez de eso acusó a Luscus de haber mamado su camino ascendente
por la escala del éxito.
Luscus replicó en el fido que su vida privada era cosa suya y que Ruskinson corría
peligro de ser denunciado por violación de intimidad. Sin embargo, no merecía más
esfuerzo que el de un hombre que aparta un mosquito.
—¿Qué demonios es un mosquito? —dijeron millones de fidovidentes—. Nos gustaría
que el Gran Cerebro hablase en un lenguaje que pudiéramos entender.
La voz de Luscus se desvaneció por un minuto mientras los locutores lo explicaban, ya
que acababan de recibir una nota de un controlador que había buscado la palabra en la
enciclopedia de la emisora.
Luscus vivió de la novedad de la Escuela Go-go durante dos años.
Después restableció su prestigio, que había ido difuminándose ligeramente, con su
filosofía del Hombre Totipotencial. Ésta se hizo tan popular que la Oficina de Desarrollo y
Recreación de la Cultura requisó una hora diaria del fido durante un año y medio para el
programa inicial de Totipotencialización.
Comentario escrito por el Abuelo Winnegan en sus Eyaculaciones Privadas:
¿Y el Hombre Totipotencial, esa apoteosis de la individualidad y del completo
desarrollo psicosomático, la Ubermensch democrática, tal como la recomendó Rex
Luscus, el sexualmente zurdo? ¡Pobre viejo Tío Sam! Intentando moldear a los más
adelantados de sus ciudadanos en una forma sencilla y estable para poder controlarlos...
Y al mismo tiempo, ¡intentando animar a todos y cada uno a desarrollar sus capacidades
inherentes, si las tienen! ¡El pobre viejo esquizofrénico de largas piernas, barba con
patillas, corazón blando y cerebro duro! Verdaderamente, la mano izquierda no sabe lo
que hace la derecha. Es mas, la mano derecha no sabe lo que hace la mano derecha.
—¿Y el Hombre Totipotencial? —replicó Luscus al Presidente durante la cuarta sesión
de la «Serie de Lecturas de Luscus»—. ¿Cómo se contrapone al Zeitgeist
contemporáneo? No lo hace. El Hombre Totipotencial es un imperativo de nuestro tiempo.
Debe surgir antes de que el Mundo Dorado pueda realizarse. ¿Cómo podéis tener una
Utopía sin habitantes utópicos, un Mundo de Oro con hombres de latón?
Fue durante ese Día Memorable que Luscus pronunció su conferencia sobre el
Descubrimiento de Pellucidar, haciendo famoso a Chibiabos Winnegan. Y por algo más
que casualidad, situó a Luscus a una distancia récord por delante de sus competidores.
—¿Pellucidar? ¿Pellucidar? —murmura Ruskinson—. Oh, Dios, ¿qué está haciendo
ahora el Cencerro?
—Me llevará algún tiempo explicar por qué uso esta frase para describir el estallido de
genio de Winnegan —continúa Luscus—. En primer lugar, voy a hacer como que viajo
»Del Ártico a Illinois.
»Veamos: Confucio dijo en cierta ocasión que un oso polar no podría tirarse un pedo en
el Polo Norte sin provocar un huracán en Chicago.
»Con eso quería decir que todos los acontecimientos, y por tanto todos los hombres,
están interconectados en una tela de araña irrompible. Lo que un hombre hace, no
importa cuán insignificante parezca, vibra por las hebras y afecta a todos los hombres.
Ho Chung Ko, ante su fido en el nivel 30 de Lhasa, Tibet, le dice a su mujer:
—Ese gilipollas blanco no se ha enterado de nada. Confucio nunca dijo eso. ¡Lenin nos
valga! Voy a llamarle y a ponerle en un aprieto.
Su mujer dice:
—Cambia de canal. Pai Ting Place está en antena y...
Ngombe, nivel 10, Nairobi:
—Los críticos de aquí son un puñado de bastardos negros. Fíjate en Luscus: podría
reconocer mi genio en un segundo. Voy a inscribirme en la Oficina de Emigración mañana
por la mañana.
Su mujer:
—¡Por lo menos podrías preguntarme si quiero ir! ¿Y los niños..., madre..., amigos...,
perro?
Y así sucesivamente, en la noche sin leones del África autoluminosa.
—...El ex presidente Radinoff dijo una vez que ésta es la «Era del Hombre Enchufado»
—continúa Luscus—. Se han hecho algunas vulgares observaciones sobre esta, para mí,
profunda frase. Pero Radinoff no quería decir que la sociedad humana sea una guirnalda
de flores. Quería decir que la corriente de la sociedad moderna fluye por un circuito del
que todos formamos parte. Ésta es la Edad de la Completa Interconexión. Ningún cable
puede quedar suelto; en caso contrario, todos cortocircuitamos. Sin embargo, es
innegable que una vida sin individualidad no merece la pena de ser vivida. Cada hombre
debe ser un hapaxlegómeno...
Ruskinson salta de su silla y ruge:
—¡Conozco esa frase! ¡Esta vez te he cogido, Luscus!
Está tan excitado que cae en un desmayo, síntoma de un defecto hereditario muy
extendido. Cuando se recupera, la lectura ha terminado. Se lanza hacia el magnetofón
para ver lo que se ha perdido. Pero Luscus ha evitado cuidadosamente definir el
Descubrimiento de Pellucidar. Lo explicará en otra lectura.
El Abuelo, de vuelta al visor, silba.
—Me siento como un astrónomo. Los planetas orbitan alrededor de nuestra casa, que
es el Sol. Ahí está Accipiter (el más cercano): Mercurio, aunque no es el dios de los
ladrones sino su némesis. Sigue Benedictine, tu Venus de triste vientre. ¡Duro, duro, duro!
El esperma aplastaría sus cabezas contra el óvulo de roca. ¿Estás seguro de que está
embarazada?
»Tu Mamá está ahí fuera, vestida con una especie de mortaja, y me gustaría que en
efecto alguien la matara. La Madre Tierra se dirige al perigeo del almacén del Gomierdo
para gastar tu dinero.
El Abuelo se tensa como en la cubierta de un buque que gira, con las venas azul
negras de sus piernas gruesas como parras alrededor de un roble viejo.
—Breve salto del papel de Herr Doktor Sternscheissdreckschnuppe, el gran astrónomo,
al del Unterseeboot Kapitan von Schooten die Fischen in der Barrel. Ach! Feo totafía el
barrco de fapor, deine Mamá, asomanto, huntiéntose, rrotando en los marres del alcohol.
Brrujula rrota; a la deriva. Tres aspas al viento. Ruedas de palas girando en el aire. La
pandilla negra dejándose las pelotas en sudor, abasteciendo los hornos de la frustración.
Hélice enredada en las redes de la neurosis. Y la gran Ballena Blanca, un destello en las
oscuras profundidades, subiendo de prisa, decidida a ver ensartado su vientre, demasiado
grande para fallar. Pobre navío condenado, lloro por él. También vomito de asco.
»¡Fuego el uno! ¡Fuego el dos! ¡Baruuummm! Mamá gira, con un agujero irregular en la
piel, pero no el que estás pensando. Se hunde, la nariz por delante, como corresponde a
un saltador de trampolín experto, con su gran popa levantándose en el aire. ¡Blub, blub!
¡Cinco brazas!
»Y así, volvemos desde las profundidades del mar al espacio exterior. Tu Marte
selvático, Halcón Rojo, acaba de salir de la taberna. Y Luscus, Júpiter, el tuerto Padre de
Todas las Artes, si me perdonas que mezcle las mitologías nórdica y latina, está rodeado
por un enjambre de satélites.
«La excreción es la parte amarga del valor»,
dice Luscus a los reporteros del fido.
—Con eso quiero decir que Winnegan, como todo artista, grande o no, produce arte
que es, primero, secreción, única para él, y después excreción. Sé que mis distinguidos
colegas se burlarán de esta analogía, así que les reto desde aquí a un debate en el fido
cuando haya ocasión.
»El valor viene de la valentía del artista de mostrar al público sus productos internos. La
parte amarga viene del hecho de que el artista puede ser rechazado o mal comprendido
en su época, y también de la terrible guerra que se produce en el artista con los
elementos inconexos o caóticos, a menudo contradictorios, que deben unir y moldear en
una única entidad. De ahí mi concepto de «excreción discreta».
Reportero del fido:
—¿Debemos entender que todo es un gran montón de mierda, pero que el arte hace
un extraño cambio en él, moldeándolo en algo dorado y luminoso?
—No exactamente, pero por ahí van los tiros. Lo desarrollaré y explicaré en otra
ocasión. Por ahora, quiero hablar sobre Winnegan. Veamos. Los artistas menores sólo
muestran la superficie de las cosas; son fotógrafos. Pero los grandes muestran la
interioridad de los objetos y seres. Winnegan, sin embargo, es el primero en revelar más
de una interioridad en una sola obra de arte. Su invención de la técnica del altorrelieve
multinivel le permite epifanizar, mostrar en profundidad, capa tras capa subterránea.
Primalux Ruskinson, en voz alta:
—¡El gran Pelador de Cebollas de la pintura!
Luscus, calmosamente, cuando acaban las risas:
—En cierto sentido, eso está bien expresado. El arte grande, como una cebolla, lleva
lágrimas a los ojos. Sin embargo, la luz de los cuadros de Winnegan no es sólo un reflejo,
es absorbida, diferida y fraccionada. Cada uno de los rayos de luz rotos hace visibles no
ya varios aspectos de las figuras interiores, sino figuras completas. Mundos, podría decir.
»Llamo a esto el Descubrimiento de Pellucidar. Pellucidar es la cavidad interior de
nuestro planeta, tal como fue descrita en una novela fantástica ahora olvidada de un
escritor del siglo XX, Edgar Rice Burroughs, creador del inmortal Tarzán.
Ruskinson gime y se siente débil de nuevo:
—¡Pellucid! ¡Pellucidar! ¡Luscus, bastardo exhumador de símbolos!
—El héroe de Burroughs atravesó la corteza de la Tierra para descubrir, dentro, otro
mundo. Era en ciertos sentidos el inverso del exterior: continentes donde están los mares
y viceversa. Del mismo modo, Winnegan ha descubierto un mundo interior, el reverso de
la imagen pública que proyecta Cualquierhombre. Y como el héroe de Burroughs, ha
regresado con un relato asombroso de la exploración de la psique y sus peligros.
»E igual que el héroe imaginario descubrió que Pellucidar estaba poblado de hombres
y dinosaurios de la Edad de Piedra, el mundo de Winnegan es, aunque absolutamente
moderno en cierto sentido, arcaico en otro. Abismalmente primitivo. Pero en la iluminación
del mundo de Winnegan hay una senda malvada e inescrutable de negrura, y ésta tiene
su pareja (en Pellucidar) en la pequeña luna fija que proyecta una sombra gélida e
inmóvil.
»Yo pretendía que pellucid formase parte de Pellucidar. Pero pellucid significa «que
refleja la luz uniformemente por toda la superficie» o «que admite el máximo paso de la
luz sin distorsión ni difusión». La pintura de Winnegan hace precisamente lo contrario. Sin
embargo, bajo la luz rota y torcida, el observador penetrante puede ver una luminosidad
prístina, uniforme y recta. Es la luz que enlaza todas las fracturas y multiniveles, la luz en
que yo pensaba durante mi anterior conferencia sobre la «Era del Hombre Enchufado» y
el oso polar.
»Mediante la contemplación intensa, un observador puede percibir esto, sentirlo como
si fuera el relampagueo fotónico del palpitar del corazón del mundo de Winnegan.
Ruskinson casi se desmaya. La sonrisa y el monóculo negro de Luscus le confieren la
apariencia de un pirata que acabara de capturar un galeón espanol lleno de oro.
El Abuelo, todavía al periscopio, dice:
—Y ahí está Maryam Ben Yusuf, la ramera egipcia de la que me hablabas. Tu Saturno,
lejano, regio, frío, y llevando uno de esos multicolores sombreros giratorios colgantes que
hacen furor. ¿Los anillos de Saturno? ¿O un halo de santidad?
—Es hermosa, y sería una madre maravillosa para mis hijos —dice Chib.
—El encanto de Arabia. Tu Saturno tiene dos lunas, madre y tía. ¡Damas de compafúa!
¡Y dices que sería una buena madre! ¡Qué buena esposa! ¿Es inteligente?
—Tanto como Benedictine.
—Una basura, entonces. No cabe duda de que sabes elegirlas. ¿Cómo sabes que la
quieres? Has amado a veinte en los seis últimos meses.
—La quiero. Eso es un hecho.
—Hasta la próxima. ¿Puedes realmente querer a algo excepto a tu pintura?
Benedictine va a abortar, ¿no?
—No si puedo disuadirla. Para ser sincero, ya ni siquiera me gusta. Pero lleva a mi hijo.
—Déjame ver tu pelvis. No, eres macho. Por un momento no estuve seguro; estás tan
loco por tener un hijo...
—Un niño es un milagro capaz de hacer dudar a sextillones de infieles.
—También crían los ratones. Pero ¿no sabes que el Tío Sam ha estado haciendo
propaganda desesperadamente para reducir la procreación? ¿Dónde has estado toda tu
vida?
—Tengo que irme, Abuelo.
Chib besa al viejo y vuelve a su habitación para terminar su último cuadro. La puerta
aún se niega a reconocerle, y él llama al taller de reparaciones del Gomierdo; sólo para
que le digan que todos los técnicos están en el Festival del Pueblo. Sale de la casa rojo
de ira. Las serpentinas y los globos ondean y se agitan en el viento artificial, incrementado
para esta ocasión, y una orquesta toca junto al lago.
Por el visor, el Abuelo le ve irse.
—¡Pobre diablo! Me duele su pena. Quiere un hijo, y está desgarrado por dentro
porque esa pobre mujer de Benedictine va a abortárselo. Parte de su agonía, aunque él
no lo sabe, es identificación con el niño condenado. Su propia madre ha tenido
innumerables, bueno, bastantes, abortos. De no ser por gracia de Dios, él habría sido uno
de ellos, otra nada. Quiere que este niño tenga también una oportunidad. Pero no puede
hacer nada, nada.
»Y tiene otro sentimiento, uno que comparte con la mayoría de las personas. Sabe que
ha desviado su vida, o algo la ha torcido. Todo hombre o mujer pensante lo sabe. Incluso
los orgullosos y los obtusos se dan cuenta de ello inconscientemente. Pero un niño, ese
ser maravilloso, esa limpia tabula rasa, ángel no formado, representa una nueva
esperanza. Quizá no se torcerá. Quizá crecerá para ser una persona sana, confiada,
razonable, de buen humor, generosa, amante. «No será como yo o mi vecino», jura el
padre, orgulloso pero aprensivo.
»Chib lo cree y promete que su hijo será diferente. Pero, como todos los demás, se
engaña a sí mismo. Cada niño tiene un solo padre y una sola madre, pero trillones de tíos
y tías. No sólo sus contemporáneos; también los muertos. Aunque Chib huyera a la
naturaleza y criara por sí mismo al niño, le estaría enseñando sus propios prejuicios
inconscientes. El niño crecería con creencias y actitudes de las que el padre ni siquiera
está al corriente. Además, siendo criado en el aislamiento, el niño sería un ser humano
muy peculiar, verdaderamente.
»Y si Chib cría al niño en esta sociedad, es inevitable que asimile parte de las actitudes
de sus compañeros de juegos, de sus profesores, y así sucesivamente ad nauseam.
»Así que desiste de hacer un nuevo Adán de tu maravilloso hijo en potencia, Chib. Si
llega a ser al menos medio sano, será porque le des amor y disciplina y porque tenga
suerte en sus contactos sociales y porque haya sido bendecido al nacer con la correcta
combinación de genes. Es decir, porque tu hijo o hija sea tanto un luchador como un
amante.
«La pesadilla de uno es el correrse en sueños de otro»,
dice el Abuelo.
—Estaba hablando el otro día con Dante Alighieri, y me contaba qué infierno de
estupidez, crueldad, perversidad, ateísmo y peligro abierto era el siglo XVI. El XIX le dejó
balbuceante, buscando sin esperanza invectivas suficientemente adecuadas.
»En cuanto a nuestra época, le subió de tal modo la presión sanguínea que tuve que
administrarle un tranquilizante y enviarle de vuelta, vía máquina del tiempo, con una
enfermera. Se parecía a Beatriz, así que debía de ser exactamente la medicina que él
necesitaba..., quizá.
El Abuelo cloquea de risa, recordando que Chib, de niño, le tomaba en serio cuando él
describía a sus visitantes de la máquina del tiempo, tales como Nabucodonosor, Rey de
los Comedores de Hierba; Sansón, Resolvedor de Enigmas y Azote de los Filisteos;
Moisés, que le robó un dios a su suegro kenita y luchó contra la circuncisión toda su vida;
Buda, el Beatnik Original; No-Musgo Sísifo, tomándose unas vacaciones en el rodar de su
piedra; Androcles con su pequeño vastago, Cobarde León de Oz; el Barón von
Richthofen, Caballero Rojo de Alemania; Beowulf; Al Capone; Hiawatha; Iván el Terrible, y
cientos de otros.
Llegó un día en que el Abuelo se alarmó y decidió que Chib estaba confundiendo
fantasía y realidad. Odiaba decirle al muchacho que se había estado inventando todos
esos maravillosos cuentos, más que nada para enseñarle Historia. Era como decirle a un
niño que Santa Claus no existe.
Y entonces, cuando estaba dando de mala gana la noticia a su nieto, se dio cuenta de
la risa difícilmente contenida de Chib y supo que era su turno de que le tomaran el pelo.
Chib nunca había estado engañado, o bien había encajado la confesión sin impacto. Así
que ambos soltaron la carcajada y el Abuelo siguió hablando de sus visitantes.
—No hay Máquinas del Tiempo —dice el Abuelo—. Te guste o no, Pequeño
Saltamontes, tienes que vivir en esta tu época.
»Las máquinas trabajan en los Niveles de fabricación de bienes de consumo en un
silencio roto sólo por la charla de algunos técnicos. Las grandes tuberías del fondo de los
mares absorben agua y lodo. Este material es llevado automáticamente por tubos hasta
los diez Niveles de producción de LA. Allí los compuestos inorgánicos son convertidos en
energía y después en comida, bebida, medicinas y aparatos. Hay muy poca agricultura o
ganadería fuera de los muros de la ciudad, pero hay superabundancia de vegetales y
carne para todos. Artificiales, pero duplicados exactos de la materia orgánica, así que
¿quién nota la diferencia?
»Ya no hay hambre ni necesidades en ninguna parte, excepto entre los exiliados
voluntarios que vagan por los bosques. Y la comida y las manufacturas se transportan a
las Pandoras y se distribuyen a los receptores del salario púrpura. El salario púrpura. Un
eufemismo de la avenida Madison con inflexiones de realeza y de derecho divino. Ganado
sólo por haber nacido.
»Otras épocas considerarían delirante a la nuestra, y sin embargo tiene ventajas que
no tenían aquéllas. Para combatir la transitoriedad y el desarraigo, la megápolis está
dividida en pequeñas comunidades. Un hombre puede pasar toda su vida sin tener que
moverse para obtener cualquier cosa que necesite. Como consecuencia, han surgido un
provincialismo, un nacionalismo de patria chica y una hostilidad hacia los extranjeros. De
ahí las sangrientas luchas de pandillas juveniles de distintas ciudades. La polémica
intensa y viciosa. La insistencia en implantar y apegarse a costumbres locales.
»Al mismo tiempo, el ciudadano de patria chica tiene fido, que le permite ver los
acontecimientos de todo el mundo. Entremezclada con basura y propaganda, que el
gobierno considera buena para el pueblo, hay una infinita variedad de programas
soberbios. Un hombre puede obtener el equivalente a un doctorado en Filosofía sin
moverse de casa.
»Un nuevo Renacimiento ha llegado, una floración de las artes comparable a la de la
Atenas de Pericles y las ciudades-estado de la Italia de Miguel Angel o la Inglaterra de
Shakespeare. Paradójico: más analfabetos que nunca antes en la historia del mundo;
pero también más intelectuales. Los que hablan el latín clásico superan en número a los
de los días de César. El mundo de la estética produce un fruto fabuloso. Y desde luego,
madura.
»Para reducir el provincialismo y para hacer la guerra internacional aún más
improbable, tenemos la norma mundial de la «homogeneización» El intercambio
voluntario de parte de la población de un país con la de otro. Rehenes de la paz y del
amor fraterno. Los ciudadanos que no pueden soportar vivir sólo del salario púrpura o
creen que serán más felices en otro lugar son inducidos a emigrar con sobornos.
»Un Mundo Dorado en algunos aspectos; una pesadilla en otros. Así que, ¿qué hay de
nuevo en el mundo? Siempre fue así en cada época. La nuestra ha tenido que lidiar con la
superpoblación y la automatización. ¿De qué otro modo podría haberse resuelto el
problema? Es el asno de Buridan, muriendo de hambre porque no puede decidir cuál de
dos partes iguales de pienso comer.
»Historia: un pons asinorum en que los hombres son los asnos en el puente del tiempo.
»No, esas dos comparaciones no son ni sinceras ni correctas. Es el caballo de Hobson:
la única elección posible es el animal del establo más próximo. ¡El Zeitgeist gobierna esta
noche, y el demonio elige el más lejano!
»Los firmantes del Manifiesto de la Triple Revolución del siglo XX previeron con
exactitud algunos aspectos. Pero le quitaron importancia a la falta de trabajo que la Triple
Revolución produciría en el señor Cualquiera. Creían que todos los hombres tienen la
misma capacidad de desarrollar tendencias artísticas, que todos podrían dedicarse a las
artes, oficios y aficiones o a la educación por la educación. No se enfrentaron a la «no
democrática» realidad de que sólo un diez por ciento aproximadamente de la población, si
llega, es capaz inherentemente de producir algo valioso, o siquiera levemente interesante,
en las artes. Oficios, aficiones y una educación académica durante toda la vida aburren
pronto, así que... de vuelta al licor, al fido y al adulterio.
»Careciendo de respeto hacia sí mismo, el padre se hace calavera, nómada en las
estepas del sexo. La Madre, con M mayúscula, se convierte en la figura dominante de la
familia. Puede estar juergueando también, pero cuida de los niños; está cerca la mayor
parte del tiempo. Así, siendo el padre una figura minúscula, ausente, débil o indiferente,
los niños se hacen a menudo homosexuales o ambisexuales. La tierra de las maravillas
es también la tierra de los eunucos.
»Algunas características de este tiempo podrían haber sido previstas. La liberalidad
sexual es una de ellas, aunque nadie podría haber previsto a qué extremo llegaría. Pero
tampoco hubiera podido nadie prever la secta Panamorita, a pesar de haber parido
América cultos con ribetes lunáticos como una rana produce renacuajos. El monómano de
ayer es el Mesías de mañana; y así, Sheltey y sus discípulos han sobrevivido a años de
persecución, y sus preceptos están imbuidos en nuestra cultura.
El Abuelo enfoca de nuevo el objetivo del visor en Chib.
—Ahí va mi maravilloso nieto, llevando regalos a los griegos. Hasta ahora, ese
Hércules ha fracasado en limpiar su establo de Augias psíquico. Sin embargo, puede
tener éxito, ese Apolo atolondrado, ese Edipo náufrago. Es más feliz que la mayoría de
sus contemporáneos. Ha tenido un padre permanente, aunque secreto; un bufón viejo que
se esconde de la así llamada Justicia. Ha tenido amor, disciplina y una educación
soberbia en esta habitación estrellada. También tiene la suerte de tener una profesión.
»Pero Mamá gasta demasiado y es adicta al juego, vicio que le priva de sus ingresos
completamente seguros. Se supone que yo estoy muerto, así que no gano el salario
púrpura. Chib tiene que soportar todo esto vendiendo o cambiando sus cuadros. Luscus le
ha ayudado haciéndole propaganda, pero en cualquier momento puede volverse contra él.
El dinero de los cuadros aún no es bastante. Al fin y al cabo, el dinero no es la base de
nuestra economía apenas es una ayuda. Chib necesita el premio, pero no lo logrará a
menos que permita a Luscus hacerle el amor.
»No es que Chib rechace las relaciones homosexuales. Como la mayoría de sus
contemporáneos, es sexualmente ambivalente. Creo que él y Omar Runic todavía se
acuestan juntos ocasionalmente. ¿Y por qué no? Se aman. Pero Chib rechaza a Luscus
por cuestión de principios. No se prostituirá para avanzar en su carrera. Es más Chib cree
en una distinción que está profundamente arraigada en esta sociedad: piensa que la
homosexualidad voluntaria es natural (sea cual sea el significado de esta palabra), pero
que la homosexualidad compulsiva es, para usar un término anticuado, ridícula. Válida o
no, la distinción está hecha.
»Así que quizá Chib vaya a Egipto. Pero entonces ¿qué será de mí?
»No te preocupes por mí o por tu madre, Chib. No importa lo que pase. No te des a
Luscus. Recuerda las palabras que pronunció al morir Singleton, Director de la Oficina de
Rehabilitación y Redistribución, quien se suicidó porque no podía ajustarse a los nuevos
tiempos: «¿Qué pasa cuando un hombre gana el mundo y pierde el culo?».
En este momento, el Abuelo ve que su nieto, que ha estado caminando con los
hombros un poco caídos, los endereza de repente. Y le ve comenzar una danza, un
quiebro algo improvisado seguido de una serie de giros. Es evidente que Chib está
cantando a voces. Los viandantes sonríen a su alrededor.
El Abuelo gruñe y después ríe.
—¡Oh, Dios, la lasciva energía de la juventud, el impredecible desplazamiento del
espectro desde la negra pena a la alegría naranja brillante! ¡Baila, Chib, baila hasta perder
la loca cabeza! Sé feliz, aunque sea por un momento! ¡Aún eres joven, tienes el bullir de
la esperanza inconquistable profundamente impreso en tus saltos! ¡Baila, Chib, baila!
Ríe y se seca una lágrima.
Implicaciones sexuales de la carga de la brigada ligera
es un libro tan fascinante que el doctor Jespersen Joyce Bathymens, psicolingüista de
la Oficina Federal de Reconfiguración e Intercomunicabilidad de Grupos, detesta
interrumpir su lectura. Pero el deber le llama.
—Un rábano no es necesariamente rojizo —dice al dictáfono—. Los Jóvenes Rábanos
denominaron así a su grupo porque un rábano es una raíz, y por tanto es radical.
»Sin embargo, no son lo que yo llamaría la izquierda política; representan el
resentimiento actual contra la Vida en General, y no promueven una directriz de
reconstrucción radical. Aúllan contra las Cosas Tal Como Son, como monos en un árbol,
pero nunca hacen una crítica constructiva. Quieren destruir, sin la menor idea de qué
hacer tras la destrucción.
»En pocas palabras, representan el cacarear y ladrar del ciudadano medio, difiriendo
en que están más organizados. Hay miles de grupos como ellos en LA y posiblemente
millones en el mundo. De niños, tuvieron una vida normal. De hecho, nacieron y crecieron
en el mismo Nido, lo cual es uno de los motivos por los que fueron elegidos para este
estudio. ¿Qué fenómeno produjo diez personas creativas semejantes, todas
amamantadas en las siete casas del Area 64-14, desde que las pusieron juntas en el
mismo corral de juegos, en lo alto del pedestal, mientras que una madre tomaba su turno
de cuidarles, y las otras hacían lo que tuvieran que hacer, que... ¿Qué estaba diciendo?
»Ah, sí, tuvieron una vida normal, fueron al mismo colegio, hicieron novillos, gozaron
del juego sexual corriente entre ellos, se unieron a bandas juveniles y tomaron parte en
algunas guerras bastante sangrientas con el Barrio Oeste y con otras bandas. Todos se
distinguían, sin embargo, por una curiosidad intelectual intensa, y todos se hicieron
activos en las artes creativas.
»Se ha sugerido la posibilidad, y puede ser cierta, de que ese misterioso extranjero,
Raleigh Renacimiento, fuera el padre de todos ellos. Eso no se puede demostrar, pero es
posible. Raleigh Renacimiento vivía en la casa de la señora Winnegan por aquel tiempo,
pero parece haber sido extrañamente activo en el Nido, y en verdad por todo Beverly Hills
en lo que se refiere a sus contactos sexuales. De dónde vino ese hombre, quién era y
adónde iba no se sabe aún, a pesar de la intensa investigación realizada por varias
agencias. No tenía DNI ni otros carnets de ninguna clase, y sin embargo estuvieron
mucho tiempo sin pedirle la documentación. Parece haber estado liado con el Jefe de
Policía de Beverly Hills, y posiblemente con algunos de los agentes federales destacados
allí.
»Vivió durante dos años con la señora Winnegan, después desapareció. Se rumorea
que dejó LA para unirse a una tribu de NeoAmerindios blancos, a veces llamados los
Indios Seminales
»Bueno, volviendo a los Jóvenes Rábanos, se rebelan contra la Imagen Padre del Tío
Sam, a quien aman y odian. Por supuesto «tío» está relacionado en sus subconscientes
con tíoc, término de argot que significa «extraño, improbable, fantástico», lo cual indica
que sus propios padres eran extraños para ellos. Todos proceden de hogares en los que
el padre no existía o era débil, fenómeno lamentablemente común en nuestra época.
»Yo nunca conocí a mi propio padre... Tooney, borra eso como irrelevante. Tíoc
también significa «noticias» o «nuevas», indicando que los infortunados jóvenes esperan
ávidamente noticias de la vuelta de sus padres y quizá desean secretamente la
reconciliación con el Tío Sam, esto es con sus padres.
»El Tío Sam. Sam es una abreviatura de Samuel, del hebreo Shemu-el, que significa
«El Nombre de Dios». Todos los Rábanos son ateos, aunque algunos, especialmente
Omar Runic y Chibiabos Winnegan, recibieron de pequeños educación religiosa
(Panamorita y Católica, respectivamente).
»La rebeldía del joven Winnegan contra Dios y contra la Iglesia Católica fue reforzada
sin duda por el hecho de que su madre le obligó a usar fuertes Catárticos cuando tuvo un
estreñimiento crónico. Probablemente también se resintió de tener que aprender el
Catecismo cuando lo que le apetecía era jugar. Y existe aquel incidente, profundamente
significativo y traumático, en que le aplicaron un Catéter (este negarse a defecar del joven
será analizado en un informe posterior).
»El Tío Sam: el símbolo del Padre. Símbolo es por sí mismo un juego de palabras tan
evidente que no me voy a molestar en señalarlo. Quizá también lo es con respecto a bolo,
en el sentido de «tócate el bolo»... Obsérvese esta expresión en el Infierno de Dante,
donde algún italiano que estaba en el infierno dijo: «¡Tócate el bolo, Dios!», mordiéndose
el pulgar: antiguo gesto de desafío y falta de respeto. ¿Hmm? Morderse el pulgar..., ¿una
característica infantil?
»Sam da pie también a un juego de palabras multinivel sobre términos relacionados
fonética, ortográfica y semisemánticamente. Es significativo que el joven Winnegan no
pueda soportar que le llamen «monín»; dice que su madre se lo llamó tantas veces que le
da náuseas. Sin embargo, la palabra tiene un significado más profundo para él. Por
ejemplo, sambolo es un «mono» asiático cuya piel tiene «tres» colores. Obviamente, los
tres colores simbolizan, para él, el Manifiesto de la Triple Revolución, el punto de partida
histórico de nuestra era, a la que Chib dice odiar tanto. Los tres colores son también
arquetipos de la Santísima Trinidad, contra la que blasfeman frecuentemente los Jóvenes
Rábanos.
»Podría hacer notar que en esto el grupo difiere de otros que he estudiado. Los otros
empleaban una infrecuente y blanda blasfemia, a tono con el suave, en verdad pálido,
espíritu religioso dominante hoy día. Los grandes blasfemos sólo proliferan cuando
proliferan los grandes creyentes.
»SAM también se relaciona con SUMiso, indicando que el subconsciente de los
Rábanos quiere SOMeterse.
»Sam el Infirme, arcaico eufemismo por enfermo. ¿Es el Tío Sam un Sam Enfermo de
padre?... Será mejor que borres eso, Tooney. Es posible que estos altamente educados
jóvenes hayan leído sobre esa anticuada frase, pero no es confirmable. No quiero sugerir
conexiones que pudieran hacerme aparecer ridículo.
»Samsob. ¿Sobrino de Sam? ¿Sombra de Sam? Que lleva naturalmente a Sansón,
quien derrumbó el templo de los filisteos sobre sí mismo y sobre ellos. Estos chicos
hablan de hacer lo mismo. ¡Je, je! Me recuerdan a mí a su edad, antes de madurar. Borra
la última observación, Tooney.
»Samovar. Esta palabra rusa significa, literaimente, «hirviente». No hay duda de que
los Rábanos hierven de fervor revolucionario. Y sin embargo, sus perturbadas psiques
saben en el fondo que el Tío Sam es el siempre amoroso Padre-Madre, que sólo tiene en
el corazón las mejores intenciones. Pero se obiigan a odiarlo, y por tanto hierven.
»Bueno, Tooney, envíaselo al jefe. Yo tengo que irme. Voy con retraso para comer con
Madre; se trastorna mucho cuando no llego en punto.
»¡Ah, posdata! Recomiendo que los agentes vigilen a Winnegan más de cerca. Sus
amigos echan humo psíquico hablando y bebiendo, pero él ha alterado de repente su
norma de conducta. Tiene largos períodos de silencio y ha dejado el tabaco, la bebida y el
sexo.
No hay negocio sin honor, ni siquiera hoy en día. El Gomierdo no tiene reparos abiertos
contra las tabernas particulares, dirigidas por ciudadanos que hayan pasado todos los
exámenes, realizado las inscripciones correspondientes, pagado todas las tasas de la
licencia y sobornado a los concejales y jefe de policía locales. Ya que no hay sitio previsto
para ellas ni ningún gran edificio disponible para alquilar, la tabernas están en las casas
de los propios dueños.
«El Universo Privado» es la favorita de Chib, en parte porque su propietario opera
ilegalmente. Dionysus Gobrinus, incapaz de abrirse camino por entre las barricadas, filtros
y trampas del procedimiento policial, ha dejado de intentar obtener una licencia.
Abiertamente, tiene pintado el nombre de su establecimiento sobre las ecuaciones
matemáticas que una vez distinguieron el exterior de la casa (profesor de matemáticas en
Beverly Hills, Universidad 24, llamado Al-Khwarizmi Descartes Lobachevsky, ha
renunciado y vuelto a cambiar de nombre). El salón y varios dormitorios han sido
acondicionados para la bebida y la juerga. No hay clientes egipcios, probablemente a
causa de su hipersensibilidad a los floridos sentimientos escritos por el público en las
paredes interiores:
MORIR, MOROS
MAHOMA ERA HIJO DE UNA PERRA VIRGEN
LA ESFINGE APESTA
¡ACUÉRDATE DEL MAR ROJO!
EL PROFETA TIENE UNA VERGA DE CAMELLO
Algunos de los que escribieron los insultos tienen padres, abuelos y bisabuelos que
fueron objeto a su vez de burlas similares.
Pero sus descendientes están completamente asimilados, son de Beverly Hills hasta la
médula. De tales es el reino de los hombres.
Gobrinus, una raíz cúbica de hombre, está de pie tras la barra que es cuadrada en
protesta contra el ovoide. Sobre él hay un gran letrero:
El hidromiel de un hombre es veneno para otro.
Gobrinus ha explicado este juego de palabras muchas veces, no siempre a la
satisfacción de sus oyentes. Baste saber que Poisson (veneno) era un matemático, y que
la distribución de frecuencias de Poisson es una buena aproximación a la distribución
binomial cuando el número de ensayos crece y la probabilidad de éxito de un solo ensayo
es pequeña.
Cuando un cliente se emborracha demasiado para permitirle beber más, es expulsado
de la taberna de cabeza, con combustión furiosa y ruina total, por Gobrinus, que grita:
«¡Veneno! ¡Veneno!».
Los amigos de Chib, los Jóvenes Rábanos, sentados a una mesa hexagonal, le
saludan, y sus palabras son un eco inconsciente de las del psicolingüista federal al
estudiar su conducta reciente.
—¡Chib el monje! ¡Chiquito y bueno, como siempre! ¡Buscando a una Chibita, sin duda!
¡Elige!
Madame Trismegista, sentada ante una mesita grabada como un Sello de Salomón, le
saluda. Lleva como mujer de Gobrinus dos años, un récord conseguido porque lo
acuchillaría si él la dejara. Además, Gobrinus cree que ella puede engañar de algún modo
a su destino con los naipes que maneja. En esta edad de iluminación el adivino y el
astrólogo proliferan. Según galopa la ciencia, la ignorancia y la superstición avanzan a sus
flancos y le muerden la grupa con grandes dientes negros.
El propio Gobrinus, doctor en Filosofía, portador de la antorcha del conocimiento (hasta
hace poco, por lo menos), no cree en Dios. Pero está convencido de que las estrellas se
encaminan hacia una conjunción funesta para él. Con una extraña lógica, cree que las
cartas de su mujer controlan las estrellas; no sabe que la adivinación con naipes y la
astrología son campos completamente separados.
¿Qué se puede esperar de un hombre que sostiene que el Universo es asimétrico?
Chib saluda con la mano a Madame Trismegista y se dirige a otra mesa. Ante ella está
sentada
Una adolescoiteante típica,
Benedictine Serinus Melba. Es alta y esbelta, y tiene estrechas caderas de lémur y
piernas delgadas, pero grandes pechos. Su pelo, negro como las pupilas de sus ojos, con
la raya al medio, está pegado a la cabeza con una laca perfumada y dividido en dos
largas trenzas. Estas pasan sobre sus hombros desnudos y se unen con un broche
dorado bajo la garganta. Desde el broche, que tiene forma de nota musical, se separan de
nuevo, rodeando cada una un pecho. Otro broche las une, y se separan para rodear el
torso hasta la espalda, donde de nuevo son unidas por un broche y vuelven para
encontrarse en el vientre. Una vez más las reúne un broche, y las delgadas cascadas
fluyen negramente sobre el frente de la falda de campana.
Su cara está densamente cargada de verde, aguamarina, señal cosmética de belleza, y
topacio. Lleva un sujetador amarillo con pezones artificiales de color rosa; lazos de encaje
cuelgan del sujetador. Un medio corpiño, verde brillante con rosetas negras, rodea su
cintura. Sobre él, medio ocultándolo, hay una estructura de alambres cubierta de un
material acolchado rosa brillante. Se extiende tras la espalda formando un medio fuselaje
o una larga cola de pájaro, a la que están unidas largas plumas artificiales amarillas y
carmesíes.
Una falda translúcida, larga hasta los tobillos, ondea. No esconde las ligas a rayas
amarillas y verde oscuro ribeteadas de lazos, los blancos muslos ni las negras medias de
malla con cierres verdes en forma de notas musicales. Sus zapatos son de un azul
brillante, con altos tacones color topacio.
Benedictine se ha vestido para cantar en el Festival del Pueblo; lo único que le falta es
el sombrero de cantante. Sin embargo, ha venido a quejarse, entre otras cosas, de que
Chib le ha hecho empeorar de apariencia y perder así la posibilidad de hacer una gran
carrera.
Está con cinco chicas, todas entre 16 y 21 años, todas bebiendo S (de Saltasesos).
—¿No podemos hablar en privado, Benny? —dice Chib.
—¿Para qué?
Su encantadora voz de contralto se ve afeada por el tono en que ahora habla.
—¿Me has citado aquí para hacerme una escena en público? —dice Chib.
—Por el amor de Dios, ¿qué otra clase de escena hay? —chilla ella—. ¡Miradle!
¡Quiere hablarme en privado!
Es entonces cuando Chib se da cuenta de que Benedictine tiene miedo de estar a
solas con él. Más que eso, es incapaz de estar sola. Ahora sabe por qué insistió ella en
dejar abierta la puerta del dormitorio con su amiga, Bela, a distancia de llamada. Y a
distancia de escuchar.
—¡Dijiste que sólo ibas a usar el dedo! —grita ella. Se señala el vientre ligeramente
redondeado—. ¡Voy a tener un hijo! ¡Bastardo podrido enfermo de lengua suave!
—Eso no es cierto en absoluto —dice Chib—. Me dijiste que de acuerdo, que me
amabas.
—¡Amor! ¡Amor! ¿Eso dije? ¡Qué coño sé lo que dije! ¡Me pusiste tan excitada! ¡De
todas formas, no dije que podías metérmela! ¡Nunca lo dije, nunca! ¡Y mira lo que hiciste!
¡Lo que hiciste! ¡Dios mío, apenas pude andar en una semana, bastardo!
Chib suda. Excepto por la Pastoral de Beethoven que surge del fido, la sala está
silenciosa. Sus amigos sonríen. Gobrinus, de espaldas, bebe escocés. Madame
Trismegista baraja sus cartas y eructa con una fuerte mezcla de cerveza y cebolla. Las
amigas de Benedictine se miran las largas uñas de mandarín, fluorescentes, o le miran a
él. El dolor y la indignación de Benedictine es de ellas y viceversa.
—No puedo tomar esas píldoras. ¡Me producen colitis y molestias en los ojos y me
alteran las menstruaciones! ¡Lo sabes! ¡Y no puedo soportar esos úteros mecánicos! ¡Y
de todas formas, me mentiste! ¡Dijiste que habías tomado una píldora!
Chib se da cuenta de que ella se contradice, pero no sirve de nada intentar ser lógico.
Ella está furiosa porque está embarazada; no quiere tener la molestia de un aborto en
este momento, y está vengándose.
Pero ¿cómo pudo quedar embarazada «esa» noche?, se pregunta Chib. Ninguna
mujer, por fértil que fuera, podría habérselas arreglado para eso. Debe de haber sido
fecundada antes o después. Pero ella jura que fue esa noche, la noche en que él era
El caballero del badajo ardiente,
o espuma, espuma por todas partes.
—¡No, no! —grita Benedictine.
—¿Por qué no? Te amo —dice Chib—. Quiero casarme contigo.
Benedictine chilla, y su amiga Bela, en el recibidor, aúlla:
—¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado?
Benedictine no contesta. Rabiosa, agitándose como presa de la fiebre, salta de la
cama, empujando a Chib a un lado. Corre al pequeño ovoide del lavabo en un rincón, y él
la sigue.
—¿Supongo que no irás a hacer lo que estoy pensando? —dice él.
Benedictine gime:
—¡Asqueroso hijo de puta!
En el lavabo abre una sección de pared que resulta ser una repisa. En ella, unidos por
fondos magnéticos al estante, hay muchos recipientes. Coge un largo y delgado bote de
espermaticida, se pone en cuclillas y se lo introduce. Aprieta el botón del fondo del bote y
éste espumea con un sonido sibilante que ni siquiera el aislamiento de carne puede
silenciar.
Chib queda paralizado un momento. Después ruge.
Benedictine grita:
—¡No te acerques, gilipollas!
De la puerta del dormitorio llega el tímido «¿Estás bien, Benny?» de Bela.
—¡Yo la pondré bien! —ruge Chib.
Salta hacia delante y toma un bote de pegamento instantáneo de la repisa. El
pegamento es el que utiliza Benedictine para pegarse las pelucas a la cabeza y es capaz
de sujetar cualquier cosa para siempre a menos que se despegue con un disolvente
específico.
Benedictine y Bela gritan cuando Chib levanta en vilo a Benedictine y después la tumba
en el suelo. Ella lucha, pero Chib consigue extender el pegamento sobre el bote de
espermaticida y la piel y los pelos de alrededor.
—¿Qué haces? —aúlla Benedictine.
Él coloca el botón del bote de espermaticida en posición de «flujo máximo» y le cubre
el fondo de pegamento. Mientras ella se agita, Chib mantiene los brazos apretados contra
su cuerpo impidiéndole girar, y por tanto mover el bote adentro o afuera. En silencio,
cuenta hasta 30, después 30 más para asegurarse de que el pegamento está
completamente seco. La suelta.
La espuma se extiende en cascada alrededor de la ingle y abajo por las piernas y se
esparce por el suelo. El fluido está bajo enorme presión en el recipiente indestructible e
imperforable, y la espuma se expande rápidamente una vez en contacto con el aire.
Chib toma el frasco de disolvente de la repisa y lo aprieta en la mano, decidido a que
ella no lo coja. Benedictine salta en pie y se arroja hacia él. Riendo como una hiena bajo
la acción del óxido nitroso, Chib esquiva su puño y la aparta de un empujón. Resbalando
en la espuma, que ya les llega a los tobillos, Benedictine cae y se desliza, sobre las
nalgas y de cabeza, fuera del lavabo, con el bote claqueteando en el suelo.
Se pone en pie y sólo entonces se da cuenta cabal de lo que Chib ha hecho. Su grito
se eleva, y ella le sigue. Bailotea, dando tirones del bote, sus gritos incrementándose con
cada tirón y el dolor resultante. Después se vuelve y corre fuera de la habitación, o lo
intenta. Tropieza; Bela está en su camino; chocan y patinan juntas fuera del cuarto,
haciendo un medio giro al pasar por la puerta. La espuma remolinea de tal modo que
parecen Venus y su amigo alzándose de las olas burbujeantes del mar de Chipre.
Benedictine aparta a Bela de un empujón, pero no sin perder algo de carne en las uñas
largas y afiladas de su amiga. Ésta viene lanzada de espaldas, por la puerta, hacia Chib.
Es como un patinador novato tratando de guardar el equilibrio. No lo consigue y pasa
junto a Chib, gimiendo, sobre la espalda, con los pies al aire.
Chib desliza con cuidado los pies descalzos por el suelo, se para junto a la cama para
coger la ropa, pero decide que será más prudente esperar a estar fuera antes de
ponérsela. Llega al salón circular justo a tiempo de ver a Benedictine resbalar bordeando
una de las columnas que separan el pasillo de la sala. Sus padres, dos zánganos de edad
mediana, están aún sentados en un sofá, latas de cerveza en mano, ojos y bocas muy
abiertos, temblando.
Chib ni siquiera les da las buenas noches al cruzar el salón. Pero entonces ve el fido y
se da cuenta de que lo han cambiado de EXT a INT, y después lo han enfocado en la
habitación de Benedictine. Padre y Madre han estado espiando a Chib y a su hija, y es
evidente por la apariencia no muy deprimida del Padre que se ha excitado mucho con el
espectáculo, superior a cualquiera del fido exterior.
—¡Mirones bastardos! —ruge Chib.
Benedictine ha llegado hasta ellos y balbucea, de pie, llora, señala el bote y a Chib. Al
grito de éste, los padres se alzan del sofá como dos leviatanes de lo profundo.
Benedictine se vuelve y echa a correr hacia él, los brazos extendidos, los dedos de largas
uñas curvados, la cara como la de una Medusa. Tras ella corren la estela de la Bruja
Blanca y Padre y Madre entre la espuma.
Chib se impulsa contra un pilar, rebota y les esquiva, incapaz de evitar girar a un lado
durante la maniobra. Pero conserva el equilibrio. Mamá y Papá se han caído juntos con
un choque que sacude incluso la sólida casa. Se levantan, con los ojos girando, y
bramando como hipopótamos que emergen. Le embisten pero por separado, Mamá
gritando ahora, su cara —a pesar de eso— la de Benedictine. Papá rodea el pilar por un
lado, Mamá por el otro. Benedictine ha dado la vuelta a otra columna, agarrándose a ella
con una mano para no resbalar. Está entre Chib y la puerta de la calle.
Chib choca con una pared del pasillo, en un área libre de espuma. Benedictine corre
hacia él. Él se zambulle, cae al suelo y rueda entre dos columnas hasta el salón.
Mamá y Papá convergen en curso de colisión. El Titanic choca con el iceberg y ambos
se hunden lentamente. Patinan sobre sus rostros y barrigas hacia Benedictine. Ella salta,
cubriéndoles de espuma según pasan bajo ella.
Por entonces resulta ya evidente que la afirmación del Gobierno de que el bote
contiene 40.000 disparos de muerte-al-esperma, espuma para 40.000 copulaciones, está
justificada. La espuma llega por todo el lugar a la altura de los tobillos, en algunos sitios a
la de las rodillas, y sigue subiendo.
Bela está ahora sobre su espalda en el suelo del salón, con la cabeza metida entre las
faldas del sofá.
Chib se levanta despacio y se para en pie por un momento, mirando a su alrededor,
con las rodillas dobladas, dispuesto a huir de un salto del peligro pero esperando no tener
que hacerlo, ya que sus pies volarían indudablemente bajo él.
—¡Espera, podrido hijo de puta! —ruge Papá—. ¡Voy a matarte! ¡No puedes hacerle
esto a mi hija!
Chib le ve darse la vuelta como una ballena en un mar pesado e intentar ponerse en
pie. Cae abajo de nuevo, bramando como herido por un arpón. Mamá no tiene más éxito
que él.
Viendo que el camino está libre —ha desaparecido Benedictine en algún sitio—, Chib
patina a través del salón hasta alcanzar una zona sin espuma cerca de la salida. Con la
ropa al brazo, aún sosteniendo el disolvente, se dirige hacia la puerta, pavoneándose.
En ese momento le llama Benedictine. Se vuelve para verla deslizarse hacia él desde
la cocina. Lleva un vaso alto en la mano. Chib se pregunta qué va a hacer con él.
Seguramente, no le está ofreciendo la hospitalidad de un trago.
Entonces ella tropieza en la zona seca del suelo y cae de bruces con un grito. Sin
embargo, lanza el contenido del vaso certeramente.
Chib chilla al sentir el agua hirviendo, dolorido como si le hubieran circuncidado sin
anestesia.
Benedictine, en el suelo, ríe. Chib, después de saltar y aullar, frasco y ropa caídos,
sujetándose las partes escaldadas, se las arregla para controlarse, se detiene en sus
cabriolas, agarra la mano derecha de Benedictine y la arrastra a las calles de Beverly
Hills. Hay mucha gente fuera esa noche, y les siguen. Chib no se detiene hasta llegar al
lago, y allí entra en el agua para refrescar las quemaduras, y con él Benedictine.
La gente tiene mucho de que hablar después, cuando Benedictine y Chib ya han salido
del lago y se han ido a casa. Comenta y ríe un buen rato viendo a los del Departamento
de Sanidad limpiar la espuma de la superficie del lago y de las calles.
—¡Quedé tan dolorida que no pude andar en un mes! —chilla Benedictine.
—Te lo mereciste —dice Chib—. No tienes de qué quejarte. Dijiste que querías tener
un hijo mío, y hablaste como si lo dijeras en serio.
—¡Debo de haber estado loca! —dice Benedictine—. ¡No, no lo estaba! ¡Nunca dije tal
cosa! ¡Me mentiste! ¡Me forzaste!
—Yo nunca forzaría a nadie —dice Chib—. Lo sabes. Deja de ladrar. Eres libre, y
consentiste libremente. Tienes libre albedrío.
Omar Runic, el poeta, se levanta de la silla. Es un alto y delgado joven piel roja,
bronceado, de nariz aquilina y labios rojos muy gruesos. Su ensortijado cabello es largo y
está cortado con la forma del Pequod, el navío de fábula que condujo al loco capitán
Ahab, a su lunática tripulación y al que sería el único superviviente, Ishmel en pos de la
Ballena Blanca. El peinado tiene un bauprés, un casco, tres mástiles, vergas e incluso un
bote colgado de pescantes.
Omar Runic aplaude y grita:
—¡Bravo! ¡Un filósofo! ¡Libre albedrío, eso es; libre albedrío para buscar las Verdades
eternas, si las hay, o la Muerte y la Condenación! ¡Un brindis, caballeros! ¡En pie, Jóvenes
Rábanos, un brindis por nuestro líder!
Y así comienza
La loca fiesta de S.
Madame Trismegista llama:
—¿Te digo la buenaventura, Chib? ¡Veo lo que dicen las estrellas por medio de las
cartas!
Chib se sienta ante la mesa de ella mientras sus amigos se agrupan alrededor.
—De acuerdo, Madame. ¿Cómo salgo de este lío?
Ella baraja y levanta la primera carta.
—¡Jesús! ¡El as de espadas! ¡Vas a hacer un largo viaje!
—¡Egipto! —grita Halcón Rojo Rousseau—. ¡Oh, no, no quieres ir allí, Chib! Ven
conmigo a donde brama el búfalo y...
Se alza otra carta.
—Pronto encontrarás a una maravillosa chica de piel oscura.
—¡Una condenada mora! ¡Oh, no, Chib, dime que no es verdad! —Pronto ganarás
grandes honores.
—¡Chib va a ganar el premio!
—Si gano el premio, no tengo que ir a Egipto —dice Chib—. Madame Trismegista, con
el debido respeto, no hace más que decir pijadas.
—No te burles, joven. No soy un ordenador. Estoy sintonizada con el espectro de las
vibraciones psíquicas.
Flip.
—Correrás un grave peligro, física y moralmente.
—Eso ocurre al menos una vez al día —dice Chib.
Flip.
—Un hombre muy querido por ti morirá dos veces.
Chib palidece, se recupera y dice:
—Un cobarde muere mil muertes.
—Viajarás en el tiempo, volverás al pasado.
—¡Eh! —dice Halcón Rojo—. ¡Cuidado, Madame, se está pasando! ¡Va a herniarse
psíquicamente, tendrá que llevar un braguero ortopédico de ectoplasma!
—Burlaos si queréis, jóvenes mierdas —dice Madame—. Hay más de un mundo. Las
cartas no mienten, no cuando yo las manejo.
—¡Gobrinus! —llama Chib—. ¡Otra caña para Madame!
Los Jóvenes Rábanos vuelven a su mesa, un disco sin patas suspendido en el aire por
un campo gravitónico. Benedictine les mira con odio y se mezcla con el grupo de las otras
adolescoiteantes. En una mesa cercana está Pinkerton Legrand, un agente del Gomierdo,
dándoles la cara para que el fido que lleva bajo la ventana polarizada de su chaqueta les
enfoque. Ellos saben que lo está haciendo. Él sabe que lo saben y así lo ha informado a
sus superiores. Frunce el ceño al ver entrar a Falco Accipiter. A Legrand no le gusta que
un agente de otro departamento se meta en su caso. Accipiter ni siquiera le mira. Pide
una taza de té y finge echar en ella una píldora de esas que se combinan con el ácido
tánico para producir S.
Halcón Rojo Rousseau le hace un guiño a Chib y dice:
—¿Crees realmente que es posible paralizar toda LA con una sola bomba?
—¡Tres bombas! —dice Chib, en voz alta para que el fido de Legrand capte las
palabras—. Una para la consola de control de la planta de desalinización, otra para la
consola alternativa de seguridad, la tercera para la conexión de la gran tubería que lleva
el agua al depósito del nivel 20.
Pinkerton Legrand palidece. Se bebe de un trago el güisqui que le queda y pide otro,
aunque ya ha tomado demasiados. Aprieta una tecla en su fido para transmitir «prioridad
máxima triple». Centellean luces rojas en el Cuartel General; una campana suena
repetidamente; el jefe se despierta tan de repente que se cae de la silla.
Accipiter también lo oye, pero sigue sentado impasible, oscuro pensativo como la
imagen de diorita del halcón de un faraón. Monómano, no va a ser distraído por charlas
sobre inundar todo LA, aunque éstas lleguen a realizarse. Sobre la pista del Abuelo, está
aquí ahora porque espera usar a Chib como llave de la casa. Un «ratón» —como él llama
a todos los criminales— correrá a la guarida de otro.
—¿Cuándo crees que podemos entrar en acción? —dice Huga Wells-Erb Heinsturbury,
la escritora de ciencia ficción.
—Aproximadamente dentro de tres semanas —dice Chib.
En el Cuartel General el jefe maldice a Legrand por molestarle. Hay miles de jóvenes
echando vapor con estas conjuras de destrucción, asesinato y revolución. No entiende por
qué los jóvenes idiotas hablan así, ya que tienen de todo. Si pudiera hacer las cosas a su
manera, los metería en la cárcel y los correría a patadas.
—Después de hacerlo, tendremos que dirigirnos a las grandes puertas del exterior —
dice Halcón Rojo. Sus ojos brillan—. Lo que os digo, muchachos, ser un hombre libre en
el bosque es lo más grande. Eres un individuo genuino, no simplemente uno de los de la
raza sin rostro.
Halcón Rojo cree en el complot para destruir LA. Es feliz porque, aunque no lo ha
dicho, echó de menos la compañía intelectual cuando estaba en el regazo de la Madre
Naturaleza. Los otros salvajes pueden oír un ciervo a cincuenta metros y ver una
serpiente de cascabel en los arbustos, pero son sordos a las pisadas de la filosofía al
bramido de Nietzsche, al cascabel de Russell, a los graznidos de Hegel.
—¡El cerdo analfabeto! —dice en voz alta.
—¿Qué? —dicen los otros.
—Nada. Oíd, chicos, vosotros debéis de saber qué maravilloso es. Estuvisteis en el
CRCNM.
—Yo era granjero de cuarta —dice Omar Runic—. Cogí la fiebre del heno.
—Yo estaba trabajando en mi segunda licenciatura en Artes —dice Gibbon Tacitus.
—Yo estaba en la banda del CRCNM —dice Sibelius Amadeus Yehudi—. Sólo
salíamos para tocar en los campamentos, y eso era pocas veces.
—Chib, tú estuviste en el Cuerpo. Te gustaba, ¿no?
Chib asiente, pero dice:
—Ser un Neo-Amerindio requiere todo tu tiempo sólo para sobrevivir. ¿Cuándo podría
pintar? ¿Y quién vería los cuadros, si tuviera tiempo para pintarlos? De todas formas, no
es vida para una mujer o un niño.
Halcón Rojo parece dolido y pide un güisqui con S.
Pinkerton Legrand no quiere interrumpir su transmisión, pero no puede aguantar la
presión de su vejiga. Camina hacia el cuarto utilizado como lavabo por los clientes.
Halcón Rojo, de mal humor por la negativa recibida, extiende una pierna. Legrand
tropieza, se agarra el vientre y avanza dando traspiés. Benedictine estira una pierna.
Legrand cae de bruces. Ya no necesita ir al urinario, a no ser para lavarse.
Todos, excepto Legrand y Accipiter, ríen. Legrand se pone en pie de un salto, con los
puños cerrados. Benedictine lo ignora y se encamina hacia Chib, con sus amigas detrás.
Chib se envara. Ella dice:
—¡Bastardo perverso! ¡Me dijiste que sólo ibas a usar el dedo!
—Te estás repitiendo —dice Chib—. Lo importante es: ¿qué va a pasar con el niño?
—¿Qué te importa? —dice Benedictine—. ¡Por lo que sabes, podría no ser tuyo
siquiera!
—Sería un alivio. Aun siendo así, el niño debería opinar en esto. Podría querer vivir...,
incluso contigo por madre.
—¿En esta vida miserable? —grita ella—. Voy a hacerle un favor. Voy a ir al hospital y
librarme de él. ¡Por tu culpa voy a perder mi gran oportunidad en el Festival del Pueblo!
¡Allí habrá representantes de todas partes, y yo no tendré ocasión de cantar para ellos!
—Eres una mentirosa —dice Chib—. Vas vestida para cantar.
La cara de Benedictine está roja; sus ojos, muy abiertos; las ventanas de la nariz le
palpitan.
—¡Me has aguado la fiesta! —dice. Luego se vuelve y grita—: ¡Eh, escuchad todos,
fijaos qué fallo! A este gran artista, a este gran pedazo de virilidad, a Chib el divino, ¡no se
le levanta a menos que se la chupen antes!
Los amigos de Chib intercambian miradas.
—¿De qué va esta puta ahora? ¿Qué tiene eso de nuevo?
De las Eyaculaciones Privadas del Abuelo:
Algunas de las características de la religión Panamorita, tan vilipendiadas y odiadas en
el siglo XXI, han llegado a ser cosa de todos los días en los tiempos modernos. ¡Amor,
amor, amor, físico y espiritual! No basta con besar y abrazar a los hijos. Pero la
estimulación bucal de los genitales de los niños por los padres y parientes ha producido
algunos curiosos reflejos condicionados. Podría escribir un libro sobre este aspecto de la
vida del siglo XX y probablemente lo haga.
Legrand sale del lavabo. Benedictine abofetea a Chib. Éste le devuelve la bofetada.
Gobrinus levanta una sección del mostrador y sale por la abertura, gritando: «¡Veneno!
¡Veneno!»
Choca con Legrand, que choca con Bela, que chilla, se vuelve y abofetea a Legrand,
quien le contesta. Benedictine vacía un vaso de S en la cara de Chib. Aullando, él se
levanta y le lanza un puñetazo. Benedictine se agacha, y el puño pasa sobre su hombro
para darle a una amiga en el pecho.
Halcón Rojo se sube a la mesa y grita:
—Soy un oso-gato regular, medio caimán, medio...
La mesa, sostenida por un campo gravitónico, no puede soportar mucho peso. Se
inclina y le catapulta entre las chicas, y todos caen. Ellas le muerden y le arañan, y
Benedictine le aprieta los testículos. El chilla, se retuerce y lanza con los pies a
Benedictine encima de la mesa. Esta ha recuperado su peso y altura normales pero ahora
se inclina de nuevo, lanzándola al otro lado. Legrand, que atraviesa de puntillas el gentío
hacia la salida, es derribado. Pierde algunos de los dientes frontales contra la rodilla
doblada de alguien. Escupiendo sangre y dientes, se pone en pie de un salto y aporrea a
un espectador.
Gobrinus dispara una pistola que lanza una pequeña bengala. Se supone que debe
cegar a los camorristas y así devolverles el sentido común mientras recuperan la vista. Se
cierne en el aire y brilla como
Una estrella sobre el manicomio.
El jefe de policía habla por el fido con un hombre que llama desde una cabina pública.
El hombre ha desconectado el video y disimula su voz.
—Se están dando de leches en «El Universo Privado».
El jefe gruñe. El Festival acaba de empezar, y ellos ya están al tanto.
—Gracias. Los muchachos ya estarán de camino. ¿Cuál es su nombre? Me gustaría
proponerle para una Medalla al Civismo.
—¡Ya! ¡Y zurrarme a mí también! No tengo ningún interés; sólo cumplo con mi deber.
Además, no me gusta Gobrinus ni sus clientes. Son un puñado de chulos.
El jefe da órdenes a la División de Disturbios, se reclina y bebe una cerveza viendo la
operación por el fido. De todas formas, ¿qué le pasa a esa gente? Siempre están
armando bulla por algo.
Las sirenas ululan. Aunque los policías conducen silenciosos triciclos de impulsión
eléctrica; aún se aferran a la tradición secular de avisar a los criminales de su llegada.
Cinco triciclos se detienen ante la puerta abierta de «El Universo Privado». Los policías
desmontan y cambian impresiones. Sus cascos cilíndricos de dos pisos son negros y
tienen unos escudos escarlata. Por algún motivo llevan gafas, aunque sus vehículos no
pueden superar los 25 kilómetros hora. Sus guerreras son negras y peludas como la piel
de un oso de peluche, y grandes hombreras doradas decoran sus hombros. Los
pantalones, cortos, también son de piel, de un azul eléctrico; las botas, altas, de un negro
lustroso. Llevan estoques de choque eléctrico y pistolas que disparan ampollas de gas
lacrimógeno.
Gobrinus bloquea la entrada. El sargento O'Hara dice:
—Vamos, entremos. No, no tengo orden judicial de entrada. Pero conseguiré una.
—Si lo hace le demandaré —dice Gobrinus.
Sonríe. Si bien es cierto que la burocracia del Gobierno estaba tan enredada que él
dejó de intentar adquirir una taberna legalmente, también lo es que el Gobierno le
protegerá en este caso. La invasión de intimidad es un hueso muy duro de roer para la
Policía.
O'Hara mira por la puerta a los dos cuerpos en el suelo, a los que se sujetan la cabeza
y los costados y se limpian la sangre, y a Accipiter, sentado como un buitre que sueña en
carroña. Uno de los cuerpos se levanta, poniéndose a cuatro patas, y gatea hasta la calle
por entre las piernas de Gobrinus.
—¡Sargento, arreste a este hombre! —dice Gobrinus—. Lleva un fido ilegal. Le acuso
de violación de intimidad.
La cara de O'Hara se ilumina. Al menos conseguirá un arresto para su hoja de
servicios. Meten a Legrand en el coche celular, que llega precisamente detrás de la
ambulancia. Halcón Rojo es llevado hasta el umbral por sus amigos. Abre los ojos en el
momento en que le llevan en una camilla a la ambulancia, y balbucea.
O'Hara se inclina sobre él.
—¿Qué?
—Luché una vez contra un oso sólo con un cuchillo, y salí mejor librado que con estos
parroquianos. Les acuso de asalto, agresión, asesinato y mutilación.
El intento de O'Hara de conseguir que Halcón Rojo firme una denuncia falla porque
ahora está inconsciente. Maldice. Cuando Halcón Rojo empiece a sentirse mejor, se
negará a firmar. No querrá que las chicas y sus amigos sean procesados por su causa, si
tiene sentimientos.
A través de la ventanilla enrejada del coche celular, Legrand chilla:
—¡Soy un agente del Gomierdo! ¡No podéis arrestarme!
Los policías son llamados urgentemente para ir frente al Centro del Pueblo, donde una
lucha entre jóvenes locales e invasores del Barrio Oeste amenaza convertirse en una
masacre. Benedictine sale de la taberna. A pesar de varios golpes en los hombros y el
estómago, una patada en las nalgas y un chichón en la cabeza, no da señales de perder
el feto.
Chib, medio triste medio contento, la ve irse. Le causa una sorda pena el que le vayan
a negar la vida al nino. Ahora ya se da cuenta de que parte de su repulsión por el aborto
es identificación con el feto; sabe lo que el Abuelo cree que no sabe. Comprende que su
nacimiento fue un accidente, afortunado o no. Si las cosas hubieran ocurrido de otro
modo, no habría nacido. El pensamiento de su no existencia —no cuadros, no amigos, no
risa, no esperanza, no amor— le aterroriza. Su madre, alcohólicamente negligente sobre
la contracepción ha tenido muchos abortos, y él podría haber sido uno de ellos.
Viendo a Benedictine irse contoneando (a pesar de sus ropas desgarradas), se
pregunta qué pudo ver en ella. Vivir con ella, incluso con un hijo, hubiera sido
nauseabundo.
Al nido esperanzado de la boca
vuela de nuevo el amor;
se acurruca, empolla
flamea gloria emplumada,
reluce,
y entonces alza el vuelo,
cagando, como es costumbre de las aves,
para ayudar con fuerza de reacción al despegue.
OMAR RUNIC
Chib regresa a su casa, pero aún no se siente con ánimos de volver a su habitación. Se
va al cuarto trastero. El cuadro está completo en sus siete octavas partes, pero no ha sido
terminado porque a él no le satisfacía. Ahora lo saca de la casa y lo lleva a la de Runic,
que está en el mismo Nido. Runic está en el Centro, pero siempre deja abierta la puerta
cuando sale. Tiene herramientas y materiales que Chib utiliza para terminar el cuadro,
trabajando con una seguridad y concentración que le faltaban cuando lo empezó a crear.
Después deja la casa de Runic, sosteniendo el gran lienzo oval sobre la cabeza.
Pasa más allá de los pedestales y bajo sus curvadas ramas, que terminan en ovoides.
Bordea varios pequeños parques de hierba y árboles, camina bajo más casas y, en diez
minutos, llega cerca del corazón de Beverly Hills. Allí el animado Chib ve
Tres tristes doncellas en el dorado atardecer, navegando en una canoa sobre el lago
Issus. Maryam Ben Yusuf, su madre y su tía sostienen negligentemente cañas de pescar
y miran los alegres colores, la música y el gentío dicharachero que hay ante el Centro del
Pueblo. Para entonces la policía ha disuelto la batalla juvenil y monta guardia a fin de
asegurarse de que nadie más arme bulla.
Las tres mujeres están vestidas con las ropas oscuras de la secta fundamentalista de
Mahoma Wahhabi, que ocultan completamente el cuerpo. No llevan velos; ni siquiera los
Wahhabi siguen insistiendo en eso. Sus hermanos egipcios, en tierra, van vestidos con
ropas modernas, vergonzosas y pecaminosas. A pesar de lo cual las doncellas los miran.
Sus hombres están en primera fila. Barbudos, vestidos como jeques en un documental
del fido sobre alguna Legión Extrajera, murmuran juramentos guturales y silban ante la
inicua exhibición de carne femenina. Pero miran.
Este pequeño grupo ha llegado de las reservas zoológicas de Abisinia, donde los
pillaron cazando. Su gomierdo les dio a elegir entre tres alternativas: prisión en un centro
de rehabilitación, en donde serían sometidos a tratamientos hasta hacerlos buenos
ciudadanos, aunque tardaran el resto de sus vidas, emigración a la megápolis de Haifa,
en Israel, o emigración a Beverly Hills, en LA.
¡Cómo! ¿Vivir entre los malditos judíos de Israel? Escupieron y eligieron Beverly Hills.
¡Ay! ¡Alá se había burlado de ellos! Ahora estaban rodeados de Pinkelsteins,
Applebaums, Siegels, Weintraubs y otros de las infieles tribus de Isaac. Peor aún, Beverly
Hills no tenía mezquita. O bien viajaban 40 kms. al día hasta el nivel 16 donde había una,
o utilizaban una casa particular.
Chib corre hasta la orilla de plástico del lago, deja en el suelo su cuadro y hace una
amplia reverencia, quitándose el sombrero algo aporreado. Maryam le sonríe, pero pierde
la sonrisa cuando sus dos acompañantes la regañan.
—Ya kelb! Ya ibn kelb! —gritan las dos hacia él.
Chib les sonríe, agita el sombrero y dice:
—¡Encantado, desde luego, Mesdames! Oh, doncellas encantadoras, me recordáis a
las Tres Gracias.
Entonces grita:
—¡Os amo, Maryam! ¡Os amo! ¡Sois para mí como la Rosa de Sharon! ¡Maravillosa, de
ojos de gacela, virginal! ¡Os amo, sois la única luz en un negro firmamento de estrellas
muertas! ¡Os llamo a través del vacío!
Maryam comprende el Inglés Mundial, pero el viento impide que le lleguen las palabras.
Sonríe tontamente y Chib no puede evitar sentir una repulsión momentánea, un destello
de ira, como si ella lo hubiera traicionado de algún modo. Sin embargo, se recupera y
grita:
—¡Os invito a venir conmigo a la exposición! Vos, vuestra madre y vuestra tía seréis
mis invitadas. ¡Podéis ver mis cuadros, mi alma, y saber qué clase de hombre va a
raptaros en su Pegaso, paloma mía!
No hay nada tan ridículo como las efusiones verbales de un poeta enamorado.
Libremente exageradas. Me río. Pero también me conmuevo. Viejo como soy, recuerdo
mis primeros amores, los fuegos, los torrentes de palabras enfundados en luz, alentados
de dolor. Queridas doncellas, la mayoría de vosotras estáis muertas; las demás,
marchitas. Os envío un beso.
ABUELO
La madre de Maryam se pone en pie en la canoa. Durante un segundo muestra su
perfil a Chib, y él ve atisbos del halcón que será Maryam cuando tenga la edad de su
madre. Maryam tiene ahora unos rasgos gentilmente aguileños «el sablazo de la espada
del amor», ha llamado Chib a esa nariz—. Insolente pero maravillosa. Sin embargo, su
madre parece una sucia águila vieja. Y su tía..., con algo no de águila, sino de camello en
esos rasgos.
Chib hace a un lado las desfavorables comparaciones, incluso traicioneras. Pero no
puede hacer lo mismo con los tres barbudos y sucios hombres con chilabas que se
reúnen a su alrededor.
Chib sonríe, pero dice:
—No recuerdo haberles invitado.
No muestran ninguna expresión, ya que el inglés rápidamente hablado de LA es como
camelo para ellos. Abu —nombre genérico de cualquier egipcio de Beverly Hills— gruñe
un juramento tan antiguo que ya los habitantes premahometanos de la Meca lo conocían.
Cierra un puño. Otro árabe da un paso hacia el cuadro y echa un pie atrás como para
darle una patada.
En ese momento la madre de Maryam descubre que es tan peligroso ponerse en pie en
una barca como en un camello. Es peor, porque las tres mujeres no saben nadar.
Tampoco sabe el árabe de edad mediana que ataca a Chib sólo para ver a su víctima
echarse a un lado y después empujarlo al lago de una patada en las nalgas. Uno de los
jóvenes se lanza sobre Chib; el otro inicia una patada hacia el cuadro. Ambos se detienen
al oír gritar a las tres mujeres y verlas caer al agua.
Entonces los dos corren al borde del lago, donde también caen al agua empujados por
las manos de Chib en sus espaldas. Un policía oye gritar y chapotear a los seis y corre
hacia Chib. Chib empieza a preocuparse porque Maryam apenas consigue permanecer a
flote. Su terror no es fingido.
Lo que Chib no comprende es por qué todos siguen comportándose así. Sus pies
deben de hacer fondo; el agua no les llega a la barbilla. A pesar de lo cual parece como si
Maryam se fuera a ahogar. Lo mismo les pasa a los otros, pero ésos no le interesan. El
debería ir a por Maryam. Sin embargo, si lo hace tendrá que cambiarse de ropa antes de
ir a la exposición.
Al pensar eso se ríe en voz alta y después incluso más fuerte, cuando el policía se
mete en el agua a por las mujeres. Coge el cuadro y se va, riendo. Antes de llegar al
Centro, se pone serio.
—Vaya, ¿cómo es posible que el Abuelo tuviera tanta razón? ¿Cómo me lee tan bien?
¿Soy inconstante, demasiado superficial? No, me he enamorado demasiado
profundamente demasiadas veces. ¿Qué puedo hacer si amo la Belleza, y las bellezas a
las que amo no tienen bastante Belleza? Mis ojos son demasiado exigentes; anulan los
impulsos de mi corazón.
La masacre del sentido común
El recibidor (uno de los doce del Centro) en que entra Chib fue diseñado por el Abuelo
Winnegan. El visitante llega a un largo túnel curvo revestido de espejos en diversos
ángulos. Ve una puerta triangular al final del pasillo. La puerta parece demasiado pequeña
para que pase por ella nadie de más de nueve anos. La ilusión hace al visitante sentirse
como si fuera subiendo por las paredes según avanza hacia la puerta. Al final del
corredor, el visitante está convencido de que anda por el techo.
Pero la puerta crece al acercarse hasta que se hace inmensa. Ciertos comentaristas
han opinado que esta entrada es para el arquitecto la representación simbólica de la
puerta al mundo del arte. Uno debería ponerse cabeza abajo antes de entrar en el país de
las maravillas de la estética.
Al entrar, el visitante piensa en un principio que la inmensa sala está vuelta hacia fuera
como un guante. Se desconcierta aún más. La pared más lejana parece realmente la más
próxima hasta que el visitante se reorienta. Algunos no pueden adaptarse y tienen que
salir antes de desmayarse o vomitar.
A la derecha hay un sombrero con un cartel: EMPALE LA CABEZA AQUÍ. Un doble
juego de palabras del Abuelo, que siempre lleva las bromas demasiado lejos para el gusto
de la mayoría. Si el Abuelo sobrepasa los limites del buen gusto verbal, su tataranieto
ha sobrepasado la Luna en sus cuadros. Treinta de los más recientes han sido
expuestos, incluyendo los tres últimos de su Serie del Perro: La estrella del perro, El
deseo del perro y El perro en fila india. Ruskinson y sus discípulos amenazan con
destrozarlos en su crítica. Luscus y su manada los alaban, pero se contienen. Luscus les
ha dicho que esperen a que hable con el joven Winnegan antes de deshacerse en
elogios. Los hombres del fido están ocupados en fotografiar y entrevistar a ambos críticos
y en tratar de provocar una discusión.
La sala principal del edificio es una gran semiesfera con un techo brillante cuyo color
recorre el arco iris cada nueve minutos. El suelo es un tablero de ajedrez gigantesco, y en
el centro de cada cuadro se ve el rostro de una gran figura de las artes. Miguel Angel,
Mozart, Balzac, Zeuxis, Beethoven, Li Po, Twain, Dostoievsky, Farmisto, Mbuzi, Cupel,
Krishnagurti, etc. Se han dejado diez cuadros sin rostro para que las generaciones futuras
puedan añadir sus propios elegidos para la inmortalidad.
La parte baja de la pared está cubierta de murales que representan acontecimientos
importantes en la vida de los artistas. Junto a la curva pared hay nueve tarimas, una para
cada una de las Musas. En un pedestal sobre cada tarima hay una estatua gigante de la
diosa que inspira el arte correspondiente. Están desnudas y tienen formas demasiado
maduras: grandes pechos, anchas caderas, piernas gruesas, como si el escultor pensara
en ellas como en diosas de la Tierra, no como en tipos intelectuales refinados.
Las caras tienen la estructura básica de los suaves rostros plácidos de las estatuas de
la Grecia clásica, pero tienen una expresión de indecisión alrededor de la boca y los ojos.
Los labios sonríen, pero parecen dispuestos a estallar en una regañina. Los ojos son
profundos y amenazadores. NO ME VENDAS, dicen. SI LO HACES...
Una cúpula de plástico se extiende sobre cada tarima; tiene propiedades acústicas que
impiden a quien no está bajo ella oír los sonidos procedentes de la tarima y viceversa.
Chib se abre camino por entre la ruidosa multitud hacia la tarima de Polimnia, la musa
que inspira al pintor. Bordea la tarima en que Benedictine, de pie, está declamando su
corazón de plomo en una alquimia de notas áureas. Ella lo ve y, de algún modo, se las
arregla para dirigirle una mirada asesina y al mismo tiempo seguir sonriendo a su
auditorio. Chib la ignora, pero observa que se ha cambiado el vestido desgarrado en la
taberna. Ve también a los muchos policías estacionados en el edificio. La gente no parece
estar de un humor explosivo. En realidad, parece feliz, si bien agitada. Pero la policía
sabe cuán engañoso puede ser eso. Una chispa y...
Chib pasa junto a la tarima de Canope, donde Omar Runic está improvisando. Llega a
la de Polimnia, saluda con la cabeza a Rex Luscus, que le contesta con la mano, y coloca
su cuadro en la tarima. Se titula La masacre de los inocentes (subtítulo: El perro en el
pesebre).
El cuadro representa un establo.
El establo es una cueva con estalactitas de curiosas formas. La luz que rompe —o se
rompe— a través de la cueva es del rojo de Chib. Penetra en cada objeto, duplica su
intensidad y después se expande desigualmente. El observador, al moverse de un lado a
otro para obtener una vista completa, puede realmente ver los muchos niveles de luz
según se mueve, y así capta atisbos de las figuras que hay bajo las exteriores.
Las vacas, ovejas y caballos están ante comederos, al fondo de la cueva. Algunos
miran con horror a María y al niño. Otros tienen la boca abierta, evidentemente intentando
dar calor a María. Chib ha tenido en cuenta la leyenda según la cual los animales del
pesebre podían hablar entre sí la noche en que nació Cristo.
José, un anciano cansado, tan encorvado que no parece tener columna vertebral, está
en un rincón. Lleva dos cuernos, pero cada uno tiene un halo, así que todo está bien.
María da la espalda al lecho de paja en que se supone que está el niño. Por una
trampilla del suelo de la cueva se asoma un hombre para colocar un gran huevo en el
lecho de paja. Está en una cueva inferior, va vestido con ropas modernas, tiene una
expresión alcohólica y, como José, se encorva como si estuviera invertebrado. Tras él una
mujer muy gorda, notablemente parecida a la madre de Chib, sostiene al niño, que le ha
pasado el hombre antes de poner el huevo bastardo en la cuna de paja.
El niño tiene una cara exquisitamente hermosa y es bañado por una luz blanca que
emana de su halo. La mujer le ha quitado el halo de la cabeza y está usando el agudo
borde para destriparlo.
Chib tiene profundos conocimientos de anatomía, ya que diseccionó muchos cadáveres
cuando estudiaba para doctorarse en Arte, en la Universidad de Beverly Hills. El cuerpo
del niño no es innaturalmente alargado, como tantas de las figuras de Chib. Es más que
fotográfico: parece un niño de verdad. Sus intestinos se desbordan por un gran hueco
sangrante.
Los espectadores reciben un impacto en sus entrañas como si aquello no fuera un
cuadro sino un niño real, rajado y destripado, encontrado en el umbral al salir de casa.
El huevo tiene una cáscara semitransparente. En su oscura yema flota un repugnante
pequeño demonio con cuernos, pezuñas y cola. Sus borrosas facciones parecen una
combinación de las de Henry Ford y las del Tío Sam. Cuando los espectadores se
mueven a uno y otro lado, aparecen los rostros de otros: personalidades en el desarrollo
de la sociedad moderna.
La ventana está llena de animales salvajes que han venido para adorar pero se han
quedado para gritar en silencio, horrorizados. Las bestias en primera fila son las que han
sido exterminadas por el hombre o sobreviven sólo en zoológicos y reservas naturales. El
dodo, la ballena azul, la paloma mensajera, la cebra, el gorila, el orangután, el oso polar,
el puma, el león, el tigre, el oso pardo, el cóndor de California, el canguro, el murciélago,
el rinoceronte, el águila calva.
Tras ellos hay otros animales y, en una colina, las oscuras formas acuclilladas del
aborigen de Tasmania y del indio haitiano.
—¿Cuál es su apreciada opinión de este verdaderamente notable cuadro, doctor
Luscus? —pregunta un reportero del fido.
Luscus sonríe y dice:
—Tendré un juicio serio dentro de pocos minutos. Quizá sería mejor que hablase usted
primero con el doctor Ruskinson. Parece haber decidido inmediatamente. Tontos y
ángeles, ya sabe usted.
La roja cara y el grito de furia de Ruskinson se transmiten por el fido.
—¡El pedo oído en todo el mundo! —dice Chib en voz alta.
—¡INSULTO! ¡ESCUPITAJO! ¡MIERDA PLASTICA! ¡UN GOLPE EN LA CARA DEL
ARTE Y UNA PATADA EN EL CULO DE LA HUMANIDAD! ¡INSULTO! ¡INSULTO!
—¿Por qué es un insulto, doctor Ruskinson? —pregunta el reportero del fido—.
¿Porque se burla de la fe cristiana y también de la fe panamorita? A mí no me lo parece.
Me parece que Winnegan intenta decir que los hombres han pervertido al cristianismo.
Quizás a todas las religiones, a todos los ideales, por sus propios ávidos propósitos de
autodestrucción; que el hombre es básicamente un asesino y un pervertidor. Al menos
eso es lo que yo saco del cuadro, aunque desde luego sólo soy un simple profano y..
—¡Deje a los críticos hacer la crítica, joven! —se desgañita Ruskinson—. ¿Tiene usted
un doble doctorado en Filosofía, especialidades de Psiquiatría y Arte? ¿Ha sido usted
reconocido como crítico por el Gobierno?
»Winnegan, esa abominación de Beverly Hills, que en cualquier caso no tiene ningún
talento, aparte de ese genio sobre el que varios mamones autoengañados parlotean,
presenta su chatarra, en realidad un revoltijo que sólo ha llamado la atención a causa de
una nueva técnica que cualquier operario electrónico podría inventar; me pone negro que
un simple truquillo, una tonta novedad, pueda engañar no sólo a ciertos sectores del
público sino también a críticos muy educados y reconocidos oficialmente, tales como el
doctor Luscus... Aunque siempre habrá burros académicos que rebuznen tan fuerte,
pomposa y oscuramente que...
—¿No es cierto que muchos pintores a quienes ahora llamamos grandes —pregunta el
reportero del fido—, como Van Gogh, fueron condenados o ignorados por sus críticos
contemporáneos? Y...
El reportero, hábil en provocar la ira para beneficio de sus espectadores, hace una
pausa. Ruskinson se hincha, su cabeza como una vena un segundo antes del aneurisma.
—¡No soy un profano ignorante! —chilla—. ¡No puedo evitar que haya habido otros
Luscus en el pasado! ¡Sé de lo que estoy hablando! Winnegan es sólo un micrometeorito
en el firmamento del Arte, indigno de lustrar los zapatos de las grandes luminarias de la
pintura. Su reputación ha sido creada por cierta pandilla para poder brillar reflejada en la
gloria; hienas que muerden la mano que las alimenta, como perros locos...
—¿No está mezclando usted un poco las metáforas? —pregunta el reportero del fido.
Luscus toma tiernamente la mano de Chib y lo aparta a un lado, fuera del campo visual
del fido.
—Querido Chib —cloquea—, ahora es el momento de decidirte. Sabes cuán
vastamente te amo, no sólo como artista sino también por ti mismo. Debe de ser
imposible para ti resistir más tiempo las profundas vibraciones de simpatía que saltan sin
trabas entre nosotros. Dios, si al menos supieras cómo he soñado contigo, mi glorioso, mi
divino Chib.
—Si crees que voy a declr «sí» porque tienes el poder de hacer o romper mi
reputación, de negarme el premio, estás equivocado —dice Chib.
Se suelta la mano de un tirón.
El ojo sano de Luscus brilla de ira. Dice:
—¿Me encuentras repulsivo? Seguramente no puede ser por motivos morales...
—Es una cuestión de principios —dice Chib—. Aun cuando estuviera enamorado de ti,
que no lo estoy, no te dejaría hacerme el amor. Quiero ser juzgado sólo por mis méritos,
simplemente. Puesto a pensarlo, me importa un comino la opinión de cualquiera. No
quiero oír alabanzas o condenaciones de ti ni de nadie. Mirad mis cuadros y hablad entre
vosotros, chacales. Pero no intentéis hacerme estar de acuerdo con vuestras pequeñas
imágenes de mí.
El único buen crítico es el crítico muerto.
Omar Runic ha dejado su estrado y ahora está de pie ante los cuadros de Chib. Coloca
una mano sobre la parte izquierda de su desnudo pecho, donde está tatuada la cara de
Herman Melville Homero ocupa el otro lugar de honor, en la parte derecha. Grita con
fuerza, con los negros ojos semejantes a las puertas de un horno arrancadas por su
explosión. Como ha ocurrido otras veces, es presa de inspiración surgida de los cuadros
de Chib:
Llámame Ahab, No Ishmael,
porque he arponeado al Leviatán.
Soy el retoño
del asno salvaje hecho hombre.
¡Mis ojos lo han visto todo!
Mi pecho es como el vino en cuba hermética;
soy un mar con puertas, pero están cerradas.
¡Mira! La piel estallará; la puertas se romperán.
Tú eres Nimrod, digo a mi amigo Chib.
Y ahora es cuando Dios dice a sus ángeles:
Si esto es lo que puede hacer nada más empezar,
nada es imposible para él.
Tocará su cuerno de caza ante las murallas del Cielo,
y exigirá la Luna como rehén,
a la Virgen por esposa,
y pedirá una parte en los beneficios
de la Gran Puta de Babilonia.
—¡Haced callar a ese hijo de puta! —grita el director del Festival—. ¡Va a provocar un
tumulto como el año pasado!
Los policías empiezan a entrar. Chib ve a Luscus, que está hablando al reportero del
fido. No puede oírle, pero está seguro de que Luscus no está elogiándolo.
Melville escribió sobre mí mucho antes de que yo naciera.
Soy el hombre que quiere comprender el Universo,
pero comprenderlo en mis propios términos.
Soy Ahab, cuyo odio debe taladrar, romper
todo obstáculo de Tiempo, Espacio o Mortalidad del Ser,
y lanzar su feroz incandescencia a la Matriz de la Creación,
perturbando en su cubil
a quién sabe qué Fuerza o Cosa Desconocida que allí se agazapaJ
remota, molesta, no revelada.
El director hace gestos a la policía de que se lleve a Runic. Ruskinson aún está
gritando, aunque las cámaras enfocan a Runic o a Luscus. Uno de los Jóvenes Rábanos,
Huga Wells-Erb Heinsturbury, la autora de ciencia ficción, tiembla de histeria causada por
la voz de Runic, y de sed de venganza. Está acercándose a un reportero del fido, de
Time. Time dejó hace mucho de ser una revista, pues ya no hay revistas, pero se convirtió
en una agencia de noticias subvencionada por el Gobiemo. Time es un ejemplo del doble
juego del Tío Sam: el de la política de proporcionar a las agencias de noticias todo lo que
necesitan y al mismo tiempo permitir a los ejecutivos de cada agencia determinar las
directrices de la misma. Así, los planes del Gobierno y la libre expresión van unidos. Eso
es estupendo, al menos en teoría.
Time ha conservado algunas de sus líneas de conducta originales, a saber: la verdad y
la objetividad deben ser sacrificadas en aras de la ingeniosidad, y la ciencia ficción debe
ser aplastada. Time se ha burlado de todos y cada uno de los trabajos de Heinsturbury, y
así, ella está decidida a conseguir alguna satisfacción personal del daño causado por las
innobles críticas.
Quid nuno? Cui bono?
¿Tiempo? ¿Espacio? ¿Substancia? ¿Accidente?
Tras la muerte... ¿Infierno? ¿Nirvana?
La nada no es nada en que pensar.
Truenan los cañones de la filosofía,
sus proyectiles son trapos.
Las pilas de municiones de la teología saltan,
dispersas por la Razón saboteadora.
Llámame Efraím,
pues fui detenido en el Vado de Dios
y no pude pronunciar la contraseña sibilante.
Bueno, no puedo vocalizar shi-bboleth,
¡pero puedo decir «mierda»!
Huga Wells-Erb Heinsturbury le da una patada en los testículos al reportero de Time. Él
levanta los brazos, y la cámara, de la forma y tamaño de un balón de fútbol, sale
disparada de sus manos y golpea a un joven en la cabeza. El joven es un Joven Rábano,
Ludwig Euterpo Mahlzart. Está consumiéndose de rabia a causa de la crítica adversa a su
poema musical Paleando el carbón de los infiernos del futuro, y la cámara es el
combustible extra necesario para hacerle inflamarse incontrolablemente. Le da un
puñetazo al principal crítico musical en el grueso vientre.
Huga, que no el reportero del Time, chilla de dolor. Ha golpeado con los dedos
desnudos del pie la coraza de plástico duro con que el reportero, receptor de muchas
patadas semejantes, se protege los genitales. Huga brinca sobre un pie, sujetándose el
otro con las manos. Tropieza con una chica, y se produce una reacción en cadena. Un
hombre cae contra el reportero de Time, que se ha agachado para recoger la cámara.
—¡Aaaah! —grita Huga, y le arranca el casco al reportero, lo derriba y le golpea en la
cabeza con el objetivo de la cámara. Como ésta, transistorizada, aún funciona, envía a
miles de millones de espectadores algunas escenas muy interesantes, si bien aturdidoras.
La sangre oscurece un lado de la imagen, pero no tanto como para que los espectadores
se desorienten completamente. Y entonces ven otro cambio de escena al saltar de nuevo
la cámara por el aire, girando y girando.
Un policía ha empujado su estoque eléctrico contra la espalda de Huga, haciéndola
atiesarse y lanzar la cámara en un alto arco tras ella. El amante de turno de Huga se
agarra al policía; ruedan por el suelo; un joven del Barrio Oeste coge el estoque eléctrico
y se divierte apaleando a los adultos a su alrededor hasta que un joven local salta sobre
él.
—Los follones son el opio del pueblo —gruñe el jefe de policía.
Llama a todas las unidades y al jefe de policía del Barrio Oeste, que ya tiene sus
propios problemas.
Runic se golpe el pecho y aúlla:
¡Señor, existo!
Y no me digas, como a Crane,
que eso no te crea obligaciones respecto a mí.
Soy un hombre; soy único.
He lanzado el Pan por la ventana,
me he meado en el Vino,
he sacado el tapón del fondo del Arca,
he cortado el Arbol para hacer leña y,
si hubiera un Espíritu Santo,
lo conduciría como a un ganso, con una vara.
Pero sé que todo esto no significa una mierda maldita de Dios,
que nada significa nada,
que es es es y no es no es no es,
que una rosa es una rosa es una,
que estamos aquí y no estaremos,
¡y eso es todo lo que podemos saber!
Ruskinson ve a Chib venir hacia él; chilla e intenta escapar. Chib coge el lienzo
Dogmas de un perro y le golpea en la cabeza con él. Luscus protesta con horror, no por el
daño causado a Ruskinson, sino porque el cuadro podría sufrir desperfectos. Chib se
vuelve y golpea a Luscus en el estómago con el borde ovalado.
La Tierra da bandazos como un barco que se hunde,
con la popa casi arrancada por la riada de excrementos
de los cielos y las profundidades,
que Dios, en Su terrible generosidad,
ha concedido al oír gritar a Ahab:
«¡Mierda! ¡Mierda!».
Lloro al pensar que éste es el Hombre
y éste su fin.
Pero, ¡mira!,
en la cresta de la riada,
un buque de tres palos de antigua forma.
¡El Holandés Errante!
YAhab está en pie sobre la cubierta de un barco, una vez más.
¡Reíd, Hados, y burlaos, Norns!
Pues soy Ahab y soy el Hombre,
y aunque no puedo abrir un agujero en el muro de Lo Que Parece
para coger un puñado de Lo Que Es
pese a todo seguiré golpeándolo.
Y mi tripulación y yo no cejaremos,
aunque las cuadernas se rompan bajo nuestros pies
y nos hundamos hasta hacernos indistinguibles
del excremento general.
Durante un momento que arderá en el Ojo
de Dios para siempre,
Ahab se yergue,
silueteado contra la llamada de Orión
puño cerrado —falo sangriento—,
como Zeus exhibiendo el trofeo de la castración de su Cronos.
Y entonces él, su tripulación y su barco
se hunden y chocan de frente con el borde del mundo.
Y según se dice, todavía están
c
ay
end
o.
Chib es convertido en una masa temblorosa por la sacudida del estoque eléctrico de un
policía. Mientras se recupera, Oye la voz del Abuelo salir del transceptor de su sombrero.
—¡Chib, ven rápido! ¡Accipiter ha entrado y está intentando pasar por la puerta de mi
habitación!
Chib se levanta, lucha y se abre camino hasta la salida. Cuando llega, jadeante, a su
casa encuentra que la puerta de la habitación del Abuelo ha sido abierta. Los hombres de
la ORI y unos técnicos electrónicos están en el umbral. Chib irrumpe en la habitación.
Accipiter está de pie, en el centro, pálido y temblando. Piedra nerviosa. Ve a Chib, se
encoge y retrocede, diciendo:
—No ha sido culpa mía. Tenía que entrar. Era la única manera de saberlo seguro. No
ha sido culpa mía, yo no lo toqué.
La garganta de Chib se cierra sobre sí misma. No puede hablar. Se arrodilla y coge la
mano del Abuelo. El Abuelo tiene una suave sonrisa en los labios lívidos. De una vez por
todas, ha eludido a Accipiter. En sus manos está la última hoja de sus Memorias:
A través de Balaklavas de odio, cargan contra Dios
Durante la mayor parte de mi vida, sólo he visto algunas personas sinceramente
devotas y una gran mayoría de verdaderos indiferentes. Pero ha surgido un nuevo
espíritu. Muchos jóvenes han resucitado no un amor a Dios, sino una violenta antipatía
contra Él. Eso me anima y me reconforta. Jóvenes como mi nieto y Runic gritan
blasfemias, y así Le reverencian. Si no creyeran, nunca pensarían en Él. Ahora tengo
confianza en el futuro.
A las estacas por la Estigia
Vestidos de negro, Chib y su madre bajan por la entrada del tubo que lleva al nivel 13B.
Es de paredes luminosas, espacioso, y el transporte es gratis. Chib le dice al fido
expendedor de billetes su destino. Tras la pared, el ordenador proteínico, no mayor que
un cerebro humano, calcula. Un billete codificado sale deslizándose por una ranura. Chib
lo coge y se dirigen al puerto, un gran andén curvado, donde inserta el billete en otra
ranura. Sale otro y una voz mecánica repite la información del billete en Inglés Mundial y
en Inglés de LA, por si no saben leer.
Las góndolas salen al puerto y deceleran hasta detenerse. Sin ruedas, flotan en un
campo gravitónico en continuo ajuste. Secciones del andén retroceden formando
embarcaderos para las góndolas. Los pasajeros entran en los vagones destinados a ellos.
Los vagones avanzan; sus puertas se abren automáticamente. Los pasajeros suben a las
góndolas. Se sientan y esperan mientras la red de seguridad se cierra sobre ellos. De sus
nichos en el casco se alzan paredes curvas de plástico transparente y se unen formando
una cúpula.
Automáticamente cronometradas, controladas por ordenadores proteínicos triplicados
para mayor seguridad, las góndolas esperan hasta que la costa está libre. Al recibir el
permiso de avance, salen despacio del puerto hacia el tubo. Hacen una pausa para
obtener otra confirmación del permiso, triplemente comprobado en cuestión de
microsegundos. Después entran suavemente en el tubo.
¡Whooosh! ¡Whooosh! Otras góndolas les adelantan. El tubo reluce, amarillento como
si estuviera lleno de gas electrificado. La góndola acelera rápidamente. Algunas aún les
adelantan, pero Chib acelera y pronto ya no pueden alcanzarle. La redondeada popa de la
góndola delantera es una presa brillante que no será capturada a menos que reacelere
antes de amarrar en su puerto de destino. No hay muchas góndolas en el tubo. A pesar
de la población de 100 millones, hay poco tráfico en la ruta Norte-Sur. La mayoría de los
habitantes de LA se quedan entre las autosuficientes paredes de sus Nidos. Hay más
tráfico en los tubos Este-Oeste, ya que un pequeño porcentaje prefiere las playas públicas
del océano a las piscinas municipales.
El vehículo ruge hacia el sur. Después de algunos minutos, el tubo comienza a
inclinarse hacia abajo y, de repente, llega a formar un ángulo de cuarenta y cinco grados
con la horizontal. Atraviesan como centellas nivel tras nivel.
Al otro lado de las transparentes paredes, Chib ve fugazmente la gente y arquitectura
de otros barrios. El nivel 8, Long Beach, es interesante. Sus casas son como dos
bandejas de pastel talladas en cristal de roca, una encima de otra, concavidad sobre
concavidad, y el conjunto montado sobre una columna esculpida con relieves la rampa de
entrada y salida es como un contrafuerte volante.
En el nivel 3A el tubo vuelve a la horizontal. Ahora la góndola corre a lo largo de
establecimientos cuya vista obliga a Mamá a cerrar los ojos. Chib le aprieta la mano y
piensa en sus primos y hermanastros que están tras el plástico amarillento. Este nivel
contiene un 15% de la población: los retrasados, los locos incurables, los demasiados
feos, los monstruosos, los seniles. Pululan aquí, con los rostros vacuos o retorcidos
apretados contra la pared del tubo para ver pasar flotando a los coches bonitos.
La «humanitaria» ciencia médica mantiene vivos a los niños que —por imperativo de la
Naturaleza— «deberían» haber muerto. A partir del siglo XX, seres humanos con genes
defectuosos han sido salvados de la muerte. De ahí la continua expansión de esos genes.
Lo trágico es que la ciencia, hoy día, puede detectar y corregir los genes defectuosos en
el óvulo y en el espermatozoide. En teoría, todos los seres humanos podrían ser
bendecidos con cuerpos totalmente sanos y cerebros perfectos. Pero el obstáculo es que
no tenemos ni mucho menos suficientes médicos y equipos para soportar el ritmo de los
nacimientos. A pesar del descenso constante en la cantidad de los mismos.
La ciencia médica mantiene a la gente en vida tanto tiempo que surge la senilidad. Así,
cada vez hay más decrépitos ancianos babeantes sin mente. Y también una acumulación
progresiva de los mentalmente inútiles. Hay terapias y drogas para volver a la
«normalidad» a la mayoría, pero no bastantes médicos y equipos. Algún día quizá los
haya, pero eso no ayuda a los infortunados de hoy.
¿Qué hacer, entonces? Los antiguos griegos abandonaban en los campos a los niños
defectuosos para que murieran. Los esquimales embarcaban a sus ancianos en bancos
de hielo flotantes, enviándolos a la deriva. ¿Deberíamos asfixiar a nuestros niños
anormales y a nuestros viejos seniles? A veces pienso que es lo caritativo. Pero no puedo
pedir a otro que apriete el botón que yo no pulsaría.
Mataría al primer hombre que se dirigiera a él.
De las Eyaculaciones privadas del Abuelo
La góndola se acerca a una de las escasas intersecciones. Sus pasajeros ven el tubo
de ancha boca, abajo y a la derecha. Un rápido vuela hacia ellos; reluce. Curso de
colisión. Ellos ya conocen eso, pero no pueden evitar aferrarse a la red, rechinar los
dientes y tensar las piernas. Mamá suelta un gritito. El rápido se abalanza por encima de
ellos y desaparece; el chillido ululante del aire es como el de un alma en su camino al
juicio del inframundo.
El tubo desciende de nuevo hasta recuperar la horizontalidad en el nivel 1. Ven el
suelo, debajo, y los macizos pilares autorregulados que soportan la megápolis. Zumban
sobre una pequeña ciudad extraña: el LA de principios del siglo XXI, conservado como
museo, uno de los muchos que hay bajo el hexaedro.
Quince minutos después de embarcar, los Winnegan llegan a la estación terminal. Un
ascensor les lleva a la superficie, donde entran en una gran limusina negra. Esta ha sido
proporcionada por una empresa privada de pompas fúnebres, ya que el Tío Sam o el
Gobierno de LA pagarían una cremación pero no un entierro. La Iglesia ya no insiste en el
entierro, dejando a sus fieles elegir entre ser cenizas al viento o cuerpos bajo la tierra.
El sol está a medio camino del cenit. Mamá comienza a respirar con dificultad y sus
brazos y cuello enrojecen y se hinchan. Las tres veces que ha estado fuera de los muros
ha sido atacada por esta alergia, a pesar del aire acondicionado de la limusina. Chib le
palmea la mano, mientras viajan por una carretera burdamente parcheada. El arcaico
vehículo de 80 años, a pesar de ser de gasolina y de ir dirigido por un motor eléctrico, sólo
avanza con brusquedades si se le compara con la góndola. Recorre rápidamente los 10
kilómetros hasta el cementerio, deteniéndose en una ocasión para perrnitir a un ciervo
cruzar la carretera.
El padre Fellini les saluda. Está apenado porque tiene la obligación de decirles que la
Iglesia piensa que el Abuelo ha cometido sacrilegio. Quitarle el sitio al cuerpo de otro
hombre, decir misa sobre el suyo, enterrarlo en suelo sagrado, es blasfemar. Además el
Abuelo murió como un delincuente no arrepentido. Al menos por lo que sabe la Iglesia, no
hizo acto de contrición antes de morir.
Chib esperaba esta negativa. El párroco de la Iglesia de la Virgen María, en Beverly
Hills 14, se negó a oficiar un funeral por el Abuelo en ese templo. Pero el Abuelo le dijo a
menudo a Chib que quería ser enterrado con sus antepasados, y Chib está decidido a que
ese deseo se cumpla.
Chib dice:
—¡Lo enterraré yo mismo! ¡En el borde del cementerio!
—¡No puede hacerlo! —dicen simultáneamente el sacerdote los enterradores y un
agente federal.
¡Y una leche que no puede! ¿Dónde está la pala?
Es entonces cuando ve la cara delgada y la nariz aguileña de Accipiter. El agente está
supervisando la exhumación del féretro del Abuelo (del primero). Cerca hay al menos
cincuenta reporteros del fido transmitiendo con sus minicámaras, con los transceptores
flotando algunas decenas de metros más allá. El Abuelo está teniendo una gran
publicidad, como corresponde al Último de los Milmillonarios y al Mayor Delincuente del
Siglo.
Reportero del fido:
—Señor Accipiter, ¿podría concedernos unas palabras? No exagero al decir que hay,
probablemente, al menos diez mil millones de personas viendo este acontecimiento
histórico. Al fin y al cabo, incluso los niños de la escuela primaria saben quién era
Vuelvoaganar Winnegan.
¿Cómo se siente? Usted ha estado a cargo del caso durante veintiséis años. Su
terminación con éxito debe de satisfacerle mucho.
Accipiter, sin sonreír, como la esencia de la diorita:
—Bueno, en realidad no me he dedicado todo el tiempo a este caso. Sólo unos tres
años de tiempo acumulado. Pero, ya que he trabajado en él al menos durante varios días
al mes, se podría decir que he estado sobre la pista de Winnegan durante veintiséis años.
Reportero:
—Se ha dicho que el fin de este caso significa también el fin de la ORI. Si no nos han
informado mal, la ORI se mantenía en funcionamiento sólo por Winnegan. Usted tuvo
otras ocupaciones, desde luego, durante este tiempo, pero la investigación de
falsificadores y tahúres que no declaran sus ingresos se ha transferido a otras oficinas.
¿Es cierto eso? En ese caso, ¿qué piensa hacer?
Accipiter, soltando un gallo de emoción:
—Sí, la ORI se va a disolver. Pero no hasta que termine el proceso contra la nieta de
Winnegan y su hijo. Lo escondieron y, por tanto, son cómplices del delito.
»De hecho, casi toda la población de Beverly Hills, nivel 14, debería ser procesada. Sé,
aunque no lo puedo demostrar, que todos, incluyendo al jefe de policía municipal, estaban
muy al corriente de que Winnegan se ocultaba en esa casa. Incluso el párroco lo sabía, ya
que le aconsejó que se reformara y se negó a darle la absolución a menos que lo hiciera.
»Pero Winnegan, un «ratón», quiero decir delincuente, endurecido donde los haya, no
quiso seguir los consejos del sacerdote. Sostenía que no había cometido un delito; que, lo
creyeran o no, el Tío Sam era el delincuente. ¡Imaginen la desvergüenza, la depravación
de ese hombre!
Reportero:
—¿No pensará usted arrestar a toda la población de Beverly Hills 14?
Accipiter:
—Me han aconsejado que no lo haga.
Reportero:
—¿Va a retirarse cuando este caso quede cerrado?
Accipiter:
—No. Pienso pedir la transferencia a la Oficina de Homicidios de LA Mayor. El
asesinato por interés apenas existe ya, pero aún hay crímenes pasionales, gracias a Dios.
Reportero:
—Desde luego, si el joven Winnegan ganara su pleito contra usted..., le ha acusado de
invasión de intimidad doméstica, irrupción ilegal en el hogar y de causar directamente la
muerte de su tatarabuelo, usted no podría trabajar para la Oficina de Homicidios ni para
ningún otro departamento de policía.
Accipiter, fallándole de nuevo la voz por la emoción:
—¡No es de extrañar que a los defensores de la ley nos resulte tan difícil actuar con
eficacia! A veces, no sólo parecen estar de parte del delincuente la mayoría de los
ciudadanos, sino que mis propios jefes...
Reportero:
—¿Le importaría completar esa frase? Estoy seguro de que sus jefes están
escuchando este canal, ¿no? Entiendo que, por algún motivo se ha planificado que los
juicios de Winnegan y de usted tengan lugar «al mismo tiempo». ¿Cómo espera estar
presente en ambos?... ¡Algunos comentaristas del fido le llaman El Hombre Simultáneo!
Accipiter, enrojeciendo:
—¡Es por culpa de algún técnico idiota! Alimentó los datos al ordenador legal
incorrectamente. Y él, o algún otro, desconectó el circuito de corrección de errores, y el
ordenador se quemó. Se sospecha que el técnico cometió el error deliberadamente, al
menos lo sospecho yo, y que me demande el imbécil si quiere, de todas formas, ha
habido demasiados casos como éste, y...
Reportero:
—¿Le importaría resumir el desarrollo de este caso para nuestros espectadores? Sólo
lo más importante, por favor.
Accipiter:
—Bien, eh..., como saben, hace cincuenta años todas las grandes empresas privadas
se habían convertido en oficinas del Gobierno. Todas excepto una empresa de
construcción, la Compañía Finnegan de Cincuenta y tres Estados, cuyo presidente era
Finn Finnegan. Él era el padre del hombre que va a ser enterrado, en algún sitio hoy.
»También todos los sindicatos excepto el mayor, el de la construcción, se habían
disuelto o eran del Gobierno. En realidad, la compañía y el sindicato eran todo uno, ya
que los empleados controlaban el noventa y cinco por ciento del capital, distribuido más o
menos uniformemente entre ellos. El viejo Finnegan era el presidente de la compañía y el
secretario ejecutivo del sindicato.
»Por las buenas o por las malas, especialmente por las malas, creo, la empresasindicato
había resistido la inevitable absorción. Se investigaron los métodos de Finnegan:
coacción y chantaje sobre los senadores USA e incluso sobre los jueces del Tribunal
Supremo USA. Sin embargo, no se demostró nada.
Reportero:
—Para nuestros espectadores, que pueden estar poco fuertes en historia, diremos que
ya hace cincuenta años el dinero sólo se usaba para comprar chucherías no
suministradas por el Estado. Su otra utilidad, como hoy, era la de indicador de prestigio y
de nivel social En cierto momento, el Gobierno pensó en librarse por completo del dinero,
pero un estudio reveló que tenía un gran valor psicológico También se conservó el
impuesto sobre la renta, aunque al Gobierno no le servía para nada el dinero, porque el
montante del impuesto de una persona determinaba su prestigio y porque permitía al
Gobierno retirar de la circulación una gran cantidad de dinero
Accipiter:
—En cualquier caso, cuando el viejo Finnegan murió, el Gobierno Federal renovó su
presión para incorporar a los trabajadores de la construcción y a los oficinistas del
sindicato como funcionarios civiles. Pero el joven Finnegan demostró ser tan astuto y
vicioso como su viejo padre. Desde luego, no sugiero que el hecho de que su tío fuera el
presidente de los Estados Unidos tuviera nada que ver con el éxito del joven Finnegan.
Reportero:
—El joven Finnegan tenía setenta años cuando murió su padre.
Accipiter:
—Durante esta lucha, que continuó a lo largo de muchos años, Finnegan decidió tomar
el nombre de Winnegan. Es un juego de palabras sobre Win-again («vuelvo a ganar»).
Parece haber tenido una afición infantil, incluso imbécil, a los juegos de palabras, que yo,
francamente, no comprendo. Me refiero a los juegos de palabras.
Reportero:
—Para nuestros espectadores no americanos, que quizá no conozcan nuestra
costumbre nacional del Día del Nombre, diremos que fue originada por los Panamoritas.
En cualquier momento a partir de la mayoría de edad, cualquier ciudadano puede tomar
un nuevo nombre que crea apropiado a su temperamento o a su objetivo en la vida.
Podría indicarles que el Tío Sam, que ha sido deshonestamente acusado de intentar
imponer el conformismo a sus ciudadanos, anima este enfoque individualista de la vida. A
pesar del aumento de trabajo que ello le supone para mantener sus ficheros.
»También podría hacer notar algo más de interés. El Gobierno declaró que el Abuelo
Winnegan era mentalmente incompetente. Espero que mis oyentes me perdonen si tomo
unos momentos de su tiempo para explicar las bases de la afirmación del Tío Sam. Bien
para aquellos de ustedes que no conozcan un clásico del siglo XX, El funeral de
Finnegan, a pesar del deseo de su Gobierno de que tengan una educación permanente
gratuita, diremos que el autor James Joyce, sacó el título de una vieja canción de vodevil.
(Pausa mientras un controlador explica brevemente «vodevil».)
—La canción trataba de Tim Finnegan, un obrero irlandés que se cayó de una escalera,
borracho, y murió, aparentemente. Durante el funeral irlandés celebrado por Finnegan, el
cuerpo fue salpicado accidentalmente de güisqui. Finnegan sintiendo el tacto del güisqui,
del «agua de vida», se sentó en el ataúd y saltó de él para beber y bailar con las
plañideras.
»El Abuelo Winnegan siempre sostuvo que aquella canción de vodevil se basaba en la
realidad, que los buenos siempre ganan a la larga, y que el Tim Finnegan original era un
antepasado suyo. Esta afirmación descabellada fue utilizada por el Gobierno en su
demanda contra Winnegan.
»Sin embargo, éste presentó documentos que apoyaban su aserto. Más tarde,
demasiado tarde, se demostró que los documentos eran falsos.
Accipiter:
—El movimiento del Gobienno contra Winnegan fue reforzado por la simpatía que los
obreros de otras ramas y las personalidades sentían hacia el Gobierno. Los ciudadanos
se quejaban de que la compañía-sindicato era antidemocrática y discriminatoria. Los
oficinistas y productores ganaban sueldos relativamente altos, pero muchos ciudadanos
tenían que contentarse con sus ingresos púrpura. Así que Winnegan fue llevado a juicio y
acusado, desde luego con razón, de varios delitos, entre ellos subversión de la
democracia.
»Viendo venir lo inevitable, Winnegan remató su carrera de delincuente. De algún
modo se las arregló para robar veinte mil millones de dólares de la bóveda del banco
federal. Esta suma, por cierto, era igual a la mitad del capital existente por aquel entonces
en el Gran LA. Winnegan desapareció con el dinero, que no sólo había robado sino que
también había dejado de tener en cuenta en su Declaración del Impuesto sobre la Renta.
Imperdonable. No sé por qué tanta gente ha ensalzado la hazaña de este bandido. ¡Vaya!
He visto programas de fido con él como héroe, ligeramente disfrazado bajo otro nombre,
claro.
Reportero:
—Sí, amigos, Winnegan cometió el Delito del Siglo. Y aunque finalmente ha sido
localizado y va a ser enterrado hoy, en algún sitio, el caso no ha quedado totalmente
cerrado. El Gobierno federal dice que sí; pero ¿dónde está el dinero, los veinte mil
millones de dólares?
Accipiter:
—En realidad, el dinero ya no tiene ningún valor, excepto como piezas de colección.
Poco después del robo, el Gobierno requisó todo el capital en circulación y editó nuevos
billetes que no podían confundirse con lo antiguos. El Gobierno había querido hacer algo
así desde hacía mucho tiempo, de todas formas, porque creía que había demasiado
dinero circulante; sólo reimprimió la mitad de la cantidad requisada.
»Me gustaría saber dónde está el dinero. No descansaré hasta que lo sepa. Lo
rastrearé aunque tenga que hacerlo en mi tiempo libre.
Reportero:
—Quizá tenga usted tiempo de sobra para ello si el joven Winnegan gana su querella.
Bien, amigos, como muchos de ustedes posiblemente sepan, Winnegan fue encontrado
muerto en uno de los niveles inferiores de San Francisco aproximadamente un año
después de su desaparición. Su nieta identificó el cuerpo; y las huellas dactilares, la
estructura de oídos, de retina y de dientes, el tipo sanguíneo y capilar de la identidad
coincidían.
Chib, que ha estado escuchando, piensa que el Abuelo debió de gastarse varios
millones del dinero robado en eso. No lo sabe, pero sospecha que un laboratorio de
investigación en algún lugar del mundo desarrolló el duplicado de un biotanque.
Eso fue dos años después de nacer Chib. Cuando tenía cinco años, su Abuelo salió a
la luz. Sin decirle a mamá que había vuelto, entró en la casa. Sólo Chib era su confidente.
Desde luego, resultaba imposible para el Abuelo pasar completamente inadvertido por
Mamá, pero ella insistía en no haberle visto nunca. Chib pensaba que lo hacía para evitar
ser acusada de complicidad en el delito. No estaba seguro. Quizás había aislado sus
«visitas» del resto de su mente. Para ella sería fácil, ya que nunca sabía si era martes o
jueves, y no podía decir el año en curso.
Chib ignora a los sepultureros, que quieren saber qué hacer con el cuerpo. Camina
hacia la fosa. La tapa del ataúd ovoide resulta ya visible bajo la larga trompa proboscídea
de la máquina de cavar, que desmenuza sónicamente el barro y después lo aspira.
Accipiter, roto su autocontrol de toda la vida, sonríe a los reporteros del fido y se frota las
manos.
—Baila un poco, hijo de puta —dice Chib, con las lágrimas contenidas sólo por la ira.
Se despeja la zona que rodea la fosa, haciendo sitio para los brazos prensores de la
máquina. Éstos descienden, se unen bajo el negro ataúd de plástico irradiado, adornado
con arabescos de latón, y lo levantan, dejándolo sobre la hierba. Chib, viendo a los
hombres de la ORI empezar a abrirlo, comienza a decir algo, pero cierra la boca. Mira
intensamente, con las rodillas dobladas, como preparado para saltar. Los reporteros del
fido se acercan, enfocando con las cámaras en forma de globo ocular al grupo que rodea
el féretro.
Rechinando, la tapa se levanta. Se produce una gran explosión. Denso humo negro se
alza. Accipiter y sus hombres, tiznados, con los ojos muy abiertos y blancos, tosiendo,
salen a trompicones de la nube. Los reporteros del fido corren en todas direcciones o se
agachan para recoger las cámaras. Los que estaban a suficiente distancia pueden ver
que la explosión se produce en el fondo de la tumba. Sólo Chib sabe que la apertura del
ataúd ha activado el mecanismo de detonación de la fosa.
También es él el primero en mirar al cielo, al proyectil que se remonta desde la tumba,
porque sólo él lo esperaba. El cohete sube a 150 metros mientras los reporteros del fido
siguen su vuelo con las cámaras. Se abre, y desde su interior se despliega una cinta entre
dos objetos redondos. Los objetos se expanden hasta convertirse en globos, mientras que
la cinta viene a ser una gran pancarta.
En ella, en grandes letras, están escritas las palabras:
¡El funetruco de Winnegan!
Veinte mil millones de dólares quemados bajo el suelo falso de la fosa arden
furiosamente. Algunos billetes, despedidos en el géiser de fuegos artificiales, son
arrastrados por el viento, mientras los hombres de la Oficina de Impuestos, los del fido,
los sepultureros y los concejales los cazan.
Mamá está pasmada.
Accipiter tiene el aspecto de estar recibiendo una revelación.
Chib llora y después ríe y se revuelca por el suelo.
El Abuelo ha vuelto a jugársela al Tío Sam, y también ha lanzado su mayor juego de
palabras a donde todo el mundo pueda verlo.
—¡Oh, viejo! —solloza Chib entre espasmos de risa—. ¡Oh, viejo! ¡Cómo te quiero!
Mientras rueda de nuevo por el suelo, riendo tan fuerte que le duelen los costados,
siente un papel en su mano. Se detiene, se pone de rodillas y busca con la mirada al
hombre que se lo ha dado. El hombre dice:
—Su abuelo me pagó para que se lo diera cuando lo enterraran.
Chib lee.
Espero que nadie haya resultado herido, ni siquiera los de la Oficina de Impuestos.
Último consejo del Viejo Sabio de los Rompecabezas. Piérdete. Deja LA. Deja el país.
Ve a Egipto. Que tu madre cabalgue el salario púrpura por sí misma. Ella puede hacerlo si
practica el ahorro y la austeridad. Y si no puede, no es culpa tuya.
En verdad eres afortunado de haber nacido con talento, si no genio, y de ser bastante
fuerte para querer romper el cordón umbilical. Así que hazlo. Ve a Egipto. Empápate de la
cultura antigua. Párate ante la Esfinge. Pregúntale a ella (en realidad es «él») la Pregunta.
Después visita una de las reservas zoológicas al sur del Nilo. Vive durante un tiempo
en una imitación razonable de la Naturaleza tal como era antes de que la Humanidad la
deshonrase y desfigurase. Allí, donde el Homo sapiens (?) evolucionó desde el mono
asesino, absorbe el espíritu de ese antiguo tiempo y lugar. Has estado pintando con el
pene, erecto más de ira, me temo, que de pasión de vivir. Aprende a pintar con el
corazón. Sólo así podrás llegar a ser grande y verdadero.
Pinta.
Después, a dondequiera que vayas, estaré contigo mientras estés vivo para
recordarme. Citando a Runic, «seré la aurora boreal de tu alma».
Mantén firme la creencia de que habrá otros que te amen tanto como yo lo hice e
incluso más. Y lo que es más importante, debes amarles tanto como ellos te amen.
¿Puedes hacerlo?
* * *
EL SISTEMA MALLEY
Miriam Allen deFord
* * *
SHEP:
—¿Estás lejos? —preguntó—. Tengo que estar en casa para mi telescuela; sólo he
salido a comprarme un vitachups. Ya estoy en cibernética, y sólo tengo siete años —
añadió orgullosamente.
Obligué a mi voz a suavizarse.
—No, tan sólo a un paso, y no voy a tomarte ni un minuto. Mi hijita me pidió que viniera
a buscarte. Te describió para que te reconociera.
La niña parecía dudar.
—No pareces lo bastante viejo como para tener una hijita. Y yo no sé quién es.
—Está ahí abajo.
La sujeté firmemente por su delgado hombro.
—¿Bajando esas escaleras? No me gusta... Miré rápidamente a mi alrededor; nadie a
la vista. La empujé hacia el oscuro portal, y eché el pestillo.
—¡Tú eres un ocupante ilegal de lugares bombardeados! —gritó aterrorizada—. No
puedes tener una...
—¡Cállate!
Aplasté mi mano contra su boca, y la arrojé al montón de harapos que me servían de
cama. Su débil debatirse me excitó aún más. Arranqué los pantalones cortos de sus
temblorosas piernas.
¡Oh, Dios! ¡Ahora, ahora, ahora! Me hormigueaba la sangre.
La niña consiguió liberar la cabeza y gritó, justo en el momento en que yo me sumergía
en una beatífica lasitud. Furioso, rodeé su delgado cuello y golpeé su cabeza contra el
suelo de cemento hasta que la sangre y los sesos brotaron de su destrozado cráneo.
Sin moverme más, me dormí. Ni siquiera oí los golpes en la puerta.
CARLO:
—¡Aquí hay uno! —dijo Ricky, señalando hacia abajo. Mis ojos siguieron la dirección de
su dedo. Oculto bajo la estructura de la acera rodante había un oscuro bulto inerte.
—¿Podemos bajar?
—El lo hizo, y debe de estar cargado de droga en polvo o algo así; de otro modo no
estaría aquí.
No había nadie a la vista; eran casi las veinticuatro, y la gente estaba o en casa o
todavía en algún sitio de meneo. Llevábamos horas arrastrándonos por las calles,
buscando algo con que romper la monotonía.
Lo conseguimos, mano sobre mano. Esas cosas están electrificadas, pero uno aprende
cómo evitar los lugares calientes.
Ricky encendió su atomflash. Era un tío viejo —daba la impresión de estar en su
segundo siglo—, y estaba muerto para el mundo. Hubiera debido tener un poco más de
buen sentido, a esa edad. Se merecía lo que íbamos a hacerle.
Se lo hicimos, y bien, ya lo creo. Muchachos, se despertó inmediatamente y empezó a
chillar, pero arreglé eso clavándole un tacón en el rostro. Hubieran debido verlo en pelotas
cuando le quitamos todas sus ropas..., los repulsivos pelos grises de su torso, las costillas
marcándose en su piel, pero un vientre enorme, que se deshinchó cuando empezamos a
acuchillarlo. Era asqueroso; lo dejamos bien marcado. Era posible que nos hubiera visto,
de modo que le hundí los ojos en la cabeza. Luego le clavé una bota en la garganta para
mantenerlo quieto, y rebuscamos en sus bolsillos...; no le quedaba mucho después de
todo el polvo que se había comprado, pero nos hicimos cargo de sus códigos de crédito
en caso de que encontráramos algún medio de utilizarlos sin que nos atraparan. Lo
dejamos allí y empezamos a subir.
Estábamos a medio camino cuando oímos el maldito policóptero zumbando sobre
nosotros.
RACHEL:
—Estás loca —me gruñó—. ¿Qué demonios estás pensando..., que me casé contigo
por los ritos antiguos y que en cierto modo te pertenezco?
Yo apenas podía hablar debido a las lágrimas.
—¿Acaso no me debes algo de consideración? —conseguí decir—. Después de todo,
he renunciado a otros hombres por ti.
—No seas tan condenadamente posesiva. Hablas como un atavismo de la Edad Media.
Cuando yo te deseo y tú me deseas, de acuerdo. El resto del tiempo los dos somos libres.
Además, fue el otro tipo el que renunció a ti, ¿no?
Aquello puso el punto final. Busqué detrás de la videopared, donde había guardado la
vieja pistola láser que el abuelo me había dado cuando era pequeña —aún funcionaba, y
él me había enseñado cómo utilizarla—, y se la dejé probar. Puf, puf, directamente entre
sus mentirosos labios.
No pude parar hasta que se agotó la carga. Creo que perdí los sesos. Lo siguiente que
recuerdo es a mi hijo Jon, de mi primer hombre, abriendo la puerta con su llave dactilar; y
allí nos encontró a los dos, tendidos en el suelo, pero yo era la única viva. ¡Oh, maldito
sea Jon y su diploma en humanística y su sentido del deber cívico!
RlCHlE B:
¡Completamente inasquerosojusto! Era tan sólo un sucio extra-terry, y yo sólo quería
divertirme un poco. Estamos en 2083, ¿no?; las nuevas leyes salieron hace dos años, y
se supone que los extra terrys deben saber cuál es su lugar y no meterse donde no son
deseados. En el parque de atracciones había un cartel que decía «Sólo humanos», y allí
estaba él, de pie justo delante de la caseta donde yo había quedado con Marta. Llevaba
una grabadora en la pata, así que supongo que era un turista, pero deberían informarles
antes de venderles sus billetes. No se les debería permitir que vinieran a la Tierra, eso es
lo que yo creo.
En vez de echar a correr, tuvo el valor de dirigirse a mí.
—¿Podría decirme...? —empezó, con esa estúpida voz zumbante que tienen y su
asqueroso acento.
Era temprano, así que pensé que vería qué ocurría a continuación.
—Oh, sí, puedo decirte —le imité—. Una cosa que puedo decirte es que tienes
demasiados dedos en tus patas delanteras, para mi gusto.
Parecía asombrado, y apenas pude contenerme de echarme a reír. Miró a su
alrededor... Esas casetas son privadas, y no había nadie cerca; yo podía ver claramente
hasta el heliparking y Marta aún no estaba a la vista. Metí la mano bajo mi capa y saqué
mi pequeña rebanatodo que siempre llevo conmigo para defenderme.
—Y odio las colas prensiles —añadí—. Las odio, pero las colecciono. Dame la tuya.
Me incliné y se la agarré, y empecé a cortarla por la base.
Entonces él chilló e intentó echar a correr, pero yo lo tenía bien sujeto. Sólo pretendía
asustarlo un poco, pero me puso loco. Y su sangre violeta me puso enfermo, y aquello
hizo que aún me volviera más loco. Estaba en guardia por si intentaba golpearme, pero
maldito sea si lo hizo; simplemente se desvaneció. Demonios, uno nunca sabe con esos
extraterrys...; igual era una hembra.
Terminé de cortar la cola, y la agité para sacar toda la sangre. Estaba a punto de
administrarle —a él, a ella, a ello— un golpe tras la oreja y echarlo entre los matorrales,
cuando oí a alguien acercándose. Pensé que era Marta; a ella siempre le gusta divertirse
un poco, así que llamé:
—¡Hey, sacarina, mira qué recuerdo acabo de conseguirte!
Pero no era Marta. Era uno de esos asquerosos tipos de la Fed Planetaria.
BRATHMORE:
Tengo hambre de nuevo. Soy una persona fuerte y vital; necesito auténtica comida.
¿Esperan esos estúpidos que viva siempre de neurosintéticos y predigeridos? Cuando
tengo hambre necesito comer.
Esta vez estaba de suerte. Mi pequeño anuncio siempre me los proporciona, pero no
siempre lo que yo necesito; entonces tengo que dejarlos irse y esperar al siguiente.
Exactamente la edad precisa...; jugosos y tiernos, pero no demasiado jóvenes. Los
demasiado jóvenes no tienen carne sobre los huesos.
Soy metódico; llevo un registro. Éste era el Número 78. Y todos en cuatro años, desde
que tuve la inspiración de poner el anuncio en el comunicáfono público. «Se busca pareja
para un número de baile, masculina o femenina, de 16-23 años.» Porque después de esa
edad, si son realmente bailarines, sus músculos se vuelven duros.
Con la semana de veinticuatro horas, uno de cada dos especialistas o diplomados
pertenecen a algún Culto del Ocio, y yo tenía la sensación de que muchos de ellos
deseaban ser bailarines profesionales. Yo no les decía que estaba en la tridi o en el senso
o en una jaula de meneos, pero ¿en qué otro lugar podía estar?
—¿Cuántos años tienes? ¿En qué escuela estudiaste? ¿Cuánto tiempo? ¿Qué es lo
que puedes hacer? Pondré la música, y tú me lo muestras.
No me lo mostraban mucho rato..., sólo lo suficiente para teñí, r una idea. Tengo una
auténtica oficina, en el piso 270 del Sky-High Rise, ni más ni menos. Todo muy
respetable. Mi nombre —o el nombre que utilizo— en la puerta. Y la indicación «Agencia
de espectáculos».
A los satisfactorios les digo:
—De acuerdo. Ahora iremos a mi sala de prácticas y veremos lo que podemos hacer
juntos.
Subimos y tomamos el cóptero..., pero hacia mi escondrijo. A veces se ponen
nerviosos, pero los tranquilizo. Si no puedo, simplemente aterrizo en el heliparking más
próximo y les digo:
—Afuera, hermano —o hermana, según sea el caso—. No puedo trabajar con alguien
que no tiene confianza en mí.
Dos veces han venido los polis a mi oficina a causa de la queja de algún imbécil, pero
lo tengo todo previsto. No hubiera pensado en el baile si no hubiera tenido todos mis
papeles en regla. Todos me reconocen en seguida...; fui profesional durante veinte años.
Nadie se preocupa nunca de aquellos que desaparecen. Normalmente no le dicen a
nadie adonde van. Si lo hicieran, y me preguntasen, me limitaría a decir que nunca
vinieron, y nadie podría probar que no fue así.
Así que éste es el Número 78. Mujer, diecinueve años, hermosa y bien desarrollada,
pero aún no demasiado musculada.
Una vez en casa, el resto es fácil.
—Ponte tu tutu, hermana, y vayamos a la sala de prácticas. El vestidor está ahí.
El vestidor es gaseado apenas pulso el botón. Se necesitan unos seis minutos. Luego a
mi cocina especialmente equipada. Las ropas al incinerador. El macerador y el disolvente
para el metal y el vidrio. Lentes de contacto, joyas, dinero, todo va a parar ahí: no soy un
ladrón. Luego al horno, bien aceitada y sazonada.
Una media hora aproximadamente, así es como me gustan. Después de comer,
cuando lo he limpiado todo, el macerador se encarga de los huesos y los dientes. (Y en
una ocasión de los cálculos biliares, lo crean o no.) Disco unas cuantas copas para
aguzar mi apetito, y saco mi cuchillo y mi tenedor...; genuinamente antiguos, me costaron
una fortuna, de los días en que la gente comía aún auténtica comida.
En su punto y humeante, dorada por fuera y rezumando jugo. Mi estómago gruñe de
satisfacción anticipada. Tomo mi primer delicioso bocado.
¡Aaaag! En nombre de... ¿Qué es lo que tenía? ¡Debía de pertenecer a una de esas
bandas de muchachos que se atiborran de todos los venenos! Un dolor horrible desgarra
mis entrañas. Me doblo. No recuerdo haber gritado, pero me dijeron que me oyeron con
claridad desde la carretera exprés, y alguien finalmente reventó mi puerta y me encontró.
Me llevaron a toda prisa al hospital, donde tuvieron que reemplazar la mitad de mi
estómago.
Y por supuesto la encontraron a ella también.
—Extremadamente interesante —dijo el criminólogo visitante de la Unión Africana.
Él y el alcaide, sentados en la oficina del segundo, contemplaban la gran pantalla
mientras los técnicos retiraban las sondas cerebrales y, flanqueados por los roboguardias,
sacaban a los cuatro hombres y a la mujer —¿o el último era también una mujer?; era
difícil decirio—, abotagados y arrastrando los pies, hacia sus cubículos de descanso.
—¿Quiere decir que hacen ustedes esto todos los días? —preguntó el visitante.
—Todos los días de su condena. La mayoría de ellos tienen sentencias de cadena
perpetua.
—¿Y hacen eso con todos los prisioneros? ¿O sólo con los criminales?
El alcaide se echó a reír.
—Ni siquiera con todos los criminales —respondió—. Sólo con los casos de homicidio
de Clase Uno, violación y mutilación. Difícilmente sería aconsejable permitir que un ladrón
profesional reviviera cada día su última fechoría; no haría más que anotar todos sus fallos
y educarse para realizar un trabajo mejor cuando saliera.
—¿Y actúa esto realmente como factor disuasorio?
—Si no fuera así, no podríamos usarlo. En la Unión Interamericana tenemos una
cláusula, ya sabe, contra «castigos crueles e insólitos». Éste ya no es insólito, y nuestro
Tribunal Supremo y los Tribunales de Apelación de las Regiones Terrestres han
dictaminado que no es cruel. Es terapéutico.
—Quiero decir disuasorio para los criminales en potencia del exterior.
—Todo lo que puedo decir es que todas las escuelas secundarias de la Unión incluyen
un curso de criminología elemental, con una docena de films-documento sobre este
procedimiento. Hemos tenido mucha publicidad. He sido entrevistado a menudo. Y de los
dos mil reclusos de esta institución, que es de mediana importancia, actualmente esos
cinco son los únicos sujetos a este tratamiento. El índice de homicidios en esta Unión ha
bajado del más alto al más bajo de toda la Tierra en los diez años transcurridos desde que
empezamos.
—Oh, sí, ya sabía eso, por supuesto. Por eso fui delegado para hacer un estudio, a fin
de ver si podría resultar conveniente también para nosotros. Entiendo que sólo soy uno
más de tales visitantes.
—Exacto. La Unión del Asia Oriental lo está estudiando actualmente, y varias otras
Uniones esperan poder incluirlo en sus agendas.
—Pero ¿y en el otro sentido de la disuasión..., cómo afecta a los propios sujetos?
¿Cómo funciona con ellos? Por supuesto, sé que no pueden continuar sus carreras
criminales en este momento, pero ¿cuál es el efecto psicológico en ellos, aquí y ahora?
—El principio fue definido por Lachim Malley, nuestro notable criminalista... —dijo el
alcaide.
—Por supuesto, uno de los más grandes.
—Creemos que sí. Su idea surgió originalmente de un detalle muy pequeño y banal de
la historia popular. Allá por los viejos días, cuando existían las tiendas de propiedad
particular y la gente recibía un salario por trabajar en ellas, era costumbre, en las tiendas
que vendían pasteles y bombones y todas esas cosas que tanto les gustan a los jóvenes,
y también, creo, en las cervecerías y vinaterías, permitir a los nuevos empleados que
comieran y bebieran hasta saciarse. Se descubrió que se sentían saciados muy pronto, y
que al final llegaban a aborrecer aquello que antes tanto les gustaba..., lo cual
evidentemente ahorraba una gran cantidad de dinero a largo plazo.
»Se le ocurrió a Malley que si un criminal particularmente perverso era obligado a
revivir una y otra vez el episodio que había conducido a su encarcelamiento..., si se le
atiborraba a diario con él, por decirlo así, la incesante repetición obtendría efectos
similares en él. Puesto que en la actualidad podemos activar cualquier parte del cerebro
de una forma totalmente indolora mediante sondas eléctricas aplicadas en zonas
determinadas, el experimento era realizable. En esta prisión fuimos los primeros en
ponerlo en práctica.
—¿Y cómo les afecta eso?
—Al principio algunos de los más perversos, ese horrible caníbal que ha visto, o el
pederasta, por ejemplo, parecen saborear realmente el revivir sus crímenes. Los menos
deteriorados temen e intentan eludir el tratamiento desde el principio. E incluso los
peores, aquellos que se hallan tan sólo al principio de sus condenas, empiezan
gradualmente a sentirse hastiados, luego saciados y, por último, a su debido tiempo,
alienados por completo por sus anteriores impulsos. Algunos de ellos terriblemente llenos
de remordimientos también; hemos tenido a endurecidos criminales que han caído de
rodillas y me han suplicado que les deje olvidar. Pero, por supuesto, yo no puedo.
—¿Y después que han cumplido su condena? Porque supongo, como en nuestra
Unión, que cadena perpetua significa en realidad no más de quince años.
—Entre nosotros unos doce, por término medio. Pero algunos de ésos, el último caso
por ejemplo, nunca pueden ser dejados libres con seguridad. En general terminan por
acostumbrarse. Porque, aparte su confrontación diaria, sus vidas no son demasiado
malas aquí. Viven confortablemente, tienen todas las posibilidades de divertirse y
educarse, cuando es posible disponemos visitas conyugales, y muchos de ellos prosiguen
carreras útiles como si no estuvieran en prisión.
—Pero ¿qué ocurre con aquellos que son dejados libres? ¿Ha recaído alguno de ellos
en el crimen? ¿Tienen ustedes reincidentes? El alcaide pareció incómodo.
—No, nunca ha vuelto aquí ningún sujeto sometido al Sistema Malley —dijo
reluctante—. De hecho, es mi deber decirle que hay una ligera desventaja en el Sistema.
»Hasta ahora no hemos podido dejar libre a ningún sujeto al final de su condena.
Todos ellos han debido ser transferidos a hospitales mentales.
El criminólogo africano permaneció en silencio. Luego sus ojos miraron en torno a la
oficina en la que permanecían sentados. Por primera vez observó las paredes blindadas,
los cristales a prueba de balas, las armas electrónicas apuntando a la puerta y listas para
ser activadas con sólo apretar un botón en el escritorio del alcaide.
El alcaide siguió su mirada y enrojeció.
—Me temo que soy un poco miedoso —dijo a la defensiva—. En realidad los sujetos
son mantenidos bajo estrecha vigilancia, y los roboguardias tienen órdenes de tirar a
matar. Pero no puedo dejar de pensar en lo que le ocurrió a mi predecesor, cuando él y
Lachim Malley...
—Sé que Malley murió repentinamente mientras visitaba esta prisión —dijo el
africano—. Un ataque al corazón, tengo entendido.
—Mi predecesor era demasiado despreocupado —observó el alcaide con una amarga
sonrisa—. Tenía una fe ciega en el Sistema Malley, y ni siquiera tenía roboguardias para
proteger a los técnicos, como tampoco hacía registrar a los sujetos en busca de cuchillos
antes de su recapitulación diaria. Entonces había más sujetos también..., al menos
catorce aquel día. Así que cuando dominaron simultáneamente a los técnicos, con las
sondas ya puestas, e irrumpieron en esta oficina...
»Oh, sí, Malley murió de un ataque al corazón. Y mi predecesor también. Directamente
al corazón, en ambos casos.
* * *
UN JUGUETE PARA JULIETTE
Robert Bloch


* * *
Juliette entró en su dormitorio, sonriendo, y un millar de Juliettes le devolvieron la
sonrisa. Porque todas las paredes estaban pandadas con espejos, y el techo estaba
formado por paneles empotrados que reflejaban su imagen.
Por todos lados donde mirara podía ver los rubios rizos que enmarcaban los rasgos
llenos de sensibilidad de un rostro que era una radiante amalgama de niña y ángel; un
sorprendente contraste con la rubicunda y carnosa revelación de su cuerpo de mujer bajo
la diáfana ropa.
Pero Juliette no se sonreía a sí misma. Sonreía debido a que sabía que el Abuelo
estaba de vuelta y le habría traído otro juguete. Dentro de unos momentos sería
descontaminado y se lo entregaría, y deseaba estar preparada.
Juliette giró el anillo en su dedo y los espejos se oscurecieron. Otro giro oscurecería
enteramente la habitación; un giro en sentido contrario y los espejos volverían a brillar.
Todo era cuestión de elegir..., pero ése era el secreto de la vida. Elegir, por el puro placer
de hacerlo.
¿Y qué le complacía hacer esta noche?
Juliette avanzó hacia uno de los paneles de espejo y pasó su mano ante él. El cristal se
deslizó hacia un lado, revelando una hornacina tras él; una abertura en forma de ataúd
excavada en la roca sólida, con la bota de tortura y las empulgueras situadas a sus
alturas correspondientes.
Vaciló un momento; no había jugado a ese juego desde hacía años. Otra vez, quizá.
Juliette agitó su mano y el espejo se deslizó, cubriendo de nuevo la abertura.
Erró lentamente a lo largo de la hilera de paneles, haciendo gestos a medida que
andaba, deteniéndose para inspeccionar uno tras otro lo que había detrás de los espejos.
Allí estaba el potro; allí, bien alineados, los látigos de púas colocados contra la oscura
madera pulida. Y allí estaba la mesa de disección, con cientos de años de antigüedad,
con sus exóticos instrumentos; tras el siguiente panel, los cables y electrodos que
producían esas muecas tan extrañas y esas contorsiones de agonía, por no hablar de los
gritos. Por supuesto, los gritos no importaban en una habitación a prueba de ruidos.
Juliette se dirigió hacia la pared lateral y agitó de nuevo su mano; el obediente cristal se
deslizó a un lado, y se quedó contemplando un juguete que casi había olvidado. Era una
de las primeras cosas que el Abuelo le había traído, y era muy vieja, parecida a la caja de
una momia. ¿Cómo la había llamado?... La Doncella de Hierro de Nuremberg, eso era...;
con las afiladas púas de acero llenando la tapa por su interior. Encadenabas a un hombre
dentro, y luego hacías girar la pequeña manivela que cerraba la tapa, siempre muy
suavemente, y las púas atravesaban la muñecas y los codos, las rodillas y los tobillos, las
ingles y los ojos. Tenías que ir con cuidado para no excitarte e ir demasiado de prisa, o te
perdías toda la diversión.
El Abuelo le había enseñado cómo funcionaba, la primera vez que le había traído un
juguete realmente vivo. Y luego, el Abuelo se lo había mostrado todo. Le había enseñado
todo lo que sabía, puesto que era muy sabio. Incluso le había dado su nombre —
Juliette—, sacándolo de uno de los viejos libros impresos que había descubierto escritos
por el filósofo De Sade.
El Abuelo le había traído libros del Pasado, al igual que le había traído los juguetes. Era
el único que tenía acceso al Pasado, puesto que era el dueño del Viajero.
El Viajero era un mecanismo muy ingenioso, capaz de alcanzar las frecuencias
vibratorias que lo liberaban de los lazos del tiempo. En reposo, era simplemente un
artefacto parecido a una gran caja cúbica, del tamaño de una habitación pequeña. Pero
cuando el Abuelo accionaba los controles y se iniciaba la oscilación, la caja se volvía
borrosa y desaparecía. Estaba todavía allí, decía el Abuelo —al menos la matriz
permanecía allí, como un punto fijo en el espacio y en el tiempo—, pero cualquier cosa o
cualquier persona que estuvieran dentro del cubo podía moverse libremente por el
Pasado hasta el lugar para el cual estuvieran programados los controles. Por supuesto
eran invisibles cuando llegaban allí, pero en realidad eso constituía una ventaja,
particularmente cuando se quería encontrar cosas y traerlas. El Abuelo había traído
algunos objetos realmente interesantes desde lugares casi míticos —la gran biblioteca de
Alejandría, la Pirámide de Keops, el Kremlin, el Vaticano, Fort Knox—, todos los lugares
donde estaban almacenados los tesoros y el conocimiento que había existido hada miles
de años. Le gustaba ir a esa parte del Pasado, el período antes de las guerras
termonucleares y las edades reboticas, y coleccionar cosas. Naturalmente, los libros, las
joyas y los metales no tenían utilidad, excepto para un anticuario, pero el Abuelo era un
romántico y le gustaban los viejos tiempos.
Era extraño pensar en él como en el dueño del Viajero, pero por supuesto él no había
sido su creador. El padre de Juliette era quien lo había construido realmente, y el Abuelo
tomó posesión de él después de que su padre muriera. Juliette sospechaba que el Abuelo
había matado a su padre y a su madre cuando ella era todavía un bebé, pero nunca había
podido estar segura de ello. Tampoco importaba; el Abuelo era siempre muy bueno con
ella, y además, pronto iba a morirse, y entonces ella sería la dueña del Viajero.
Acostumbraban a bromear frecuentemente sobre ello.
—He hecho de ti un monstruo —decía el Abuelo—. Y algún día tú terminarás
destruyéndome. Tras lo cual, por supuesto, procederás a destruir todo el mundo... o lo
que queda de él.
—¿Y no tienes miedo? —le pinchaba ella.
—Claro que no. Ése es mi sueño..., la destrucción de todo. Un final para esta estéril
decadencia. ¿Te das cuenta de que hubo un tiempo en que había más de tres mil
millones de habitantes en este planeta? ¡Y ahora hay menos de tres mil! Menos de tres
mil, encerrados en estos Domos, prisioneros de sí mismos y encerrados para siempre,
gracias a los pecados de sus padres, que envenenaron no sólo el mundo exterior sino
también el espacio abierto en su intento de transformar el orden atómico del universo. La
humanidad está ya virtualmente extinta; lo único que harás tú será acelerar el final.
—Pero ¿no podríamos ir hacia atrás, a otro tiempo, en el Viajero? —preguntaba ella.
—¿Hacia atrás a qué tiempo? El continuum es incambiable; un acontecimiento
conduce inexorablemente a otro, eslabones todos de una cadena que nos conduce al
presente y a su inevitable fin de destrucción. Gozamos de una supervivencia individual
temporal, sí, pero de ninguna finalidad. Y ninguno de nosotros está capacitado para vivir
en un ambiente más primitivo. De modo que quedémonos aquí y extraigamos todo el
placer que podamos de este momento. Mi placer es ser el único poseedor y usuario del
Viajero. En cuanto al tuyo, Juliette...
El Abuelo siempre se reía entonces. Ambos se reían, porque sabían cuál era el placer
de ella.
Juliette mató su primer juguete cuando tenía once años..., un muchachito. El Abuelo se
lo había traído como un regalo especial, de algún lugar del Pasado, para sus elementales
juegos sexuales. Pero él no quería cooperar, y ella perdió la calma y lo golpeó hasta
matarlo con una barra de acero. De modo que el Abuelo le trajo otro juguete un poco
mayor, de piel morena, y éste cooperó estupendamente; pero al final ella se cansó de él, y
un día mientras estaba durmiendo en su cama lo ató y fue a buscar un cuchillo.
Experimentando un poco antes de que muriera, Juliette descubrió nuevas fuentes de
placer, y por supuesto el Abuelo se enteró. Fue entonces cuando la bautizó «Juliette»;
pareció aprobarlo con entusiasmo, y a partir de entonces le trajo los juguetes que ella
guardaba detrás de los espejos en su dormitorio. Y en sus incesantes viajes al Pasado fue
trayéndole nuevos juguetes.
Siendo invisible, podía encontrarle casi cualquier cosa en sus viajes; todo lo que tenía
que hacer era utilizar un aturdidor y transportarlos de vuelta. Por supuesto, cada juguete
tenía que ser descontaminado muy cuidadosamente; el Pasado pululaba de extraños
microorganismos. Pero una vez los juguetes se habían vuelto adecuadamente
antisépticos eran entregados a Juliette para su placer, y durante los últimos siete años no
había dejado de divertirse.
Siempre era delicioso ese momento de anticipación antes de que llegara un nuevo
juguete. ¿Cómo sería? El Abuelo era muy considerado; ante todo, se aseguraba de que
los juguetes que le traía pudieran hablar y comprender Inglés, o «inglés», como lo
llamaban en el Pasado. La comunicación verbal era a menudo importante, sobre todo si
Juliette deseaba seguir los preceptos del filosofo De Sade y gozar de alguna forma de
relación sexual antes de adentrarse en placeres más intensos.
Pero siempre existía esa anticipación. Este juguete ¿sería joven o viejo, salvaje o
domesticado, masculino o femenino? Los había tenido de todo tipo, y cada posible
combinación. A veces los mantenía vivos durante días antes de cansarse de ellos... o
antes de que las sutilidades de que ella era capaz les hicieran expirar. En otras ocasiones
deseaba que todo ocurriera muy rápidamente; esta noche, por ejemplo, sabía que se
sentiría apaciguada tan sólo por la acción más primitiva y directa.
Una vez se hubo dado cuenta de esto, Juliette dejó de jugar con sus paneles de
espejos y se dirigió directamente hacia la gran cama. Echó abajo el cobertor, y rebuscó
bajo la almohada hasta que lo encontró. Sí, aún seguía allí..., el gran cuchillo con la larga
y cruel hoja. Ahora sabía lo que iba a hacer: llevaría el juguete con ella a la cama y luego,
precisamente en el momento adecuado, combinaría sus placeres. Si podía controlar el
momento exacto de utilizar su chuchillo...
Se estremeció de anticipación; luego de impaciencia.
¿Qué clase de juguete sería? Recordó aquel otro, suave y frío..., Benjamín Bathurst era
su nombre, un diplomático inglés del tiempo que el Abuelo llamaba las Guerras
Napoleónicas. Oh, había sido suave y frío hasta que ella lo había seducido con su cuerpo
y lo había llevado a la cama. Y luego había habido aquella aviadora norteamericana de un
poco después en el Pasado; y en una ocasión, como un regalo muy especial, toda la
tripulación de un velero llamado Mane Celeste. ¡Le habían durado semanas.
Sorprendentemente, en ocasiones había llegado incluso a leer cosas sobre sus
juguetes después. Porque cuando el Abuelo se acercaba a ellos con su aturdidor y los
traía aquí, desaparecían para siempre del Pasado, y si de alguna forma eran conocidos o
importantes en su tiempo, tales desapariciones eran notadas. Así, algunos de los libros
del Abuelo relacionaban «misteriosas desapariciones» que ocurrían de tanto en tanto y
que por supuesto nunca eran explicadas. ¡Qué delicioso era todo aquello!
Juliette palmeó la almohada, ahuecándola, y volvió a dejarla en su sitio, deslizando
debajo el cuchillo. Ya no podía esperar más; ¿qué era lo que lo estaba entreteniendo?
Se obligó a dirigirse hacia una abertura y pulsar un vaporizador, desvistiéndose
mientras la perfumada neblina bañaba su cuerpo. Aquél era el último toque de
seducción... Pero ¿por qué no llegaba aún su juguete?
De pronto, la voz de su Abuelo le llegó desde el altavoz.
—Querida, te envío una pequeña sorpresa.
Eso era lo que decía siempre; formaba parte del juego.
Juliette soltó el mando del comunicador.
—No me tengas más sobre ascuas —suplicó—. Dime cómo es.
—Es un inglés. De la época victoriana. Muy formal y educado, por lo que parece.
—¿Joven? ¿Guapo?
—Pasable. —El Abuelo dejó escapar una risita—. Tus apetitos te traicionan, querida.
—¿Quién es..., alguien de los libros?
—Ignoro su nombre. No encontramos identificación durante la descontaminación. Pero
por sus ropas y modales, y el pequeño maletín negro que llevaba cuando lo descubrí a
primeras horas de esta madrugada, calculo que debe de ser un médico regresando de
alguna llamada de urgencia.
Juliette sabía lo que eran los «médicos» por sus lecturas, por supuesto; como sabía lo
que significaba «Victoriano». De algún modo, la combinación parecía correcta.
—¿Formal y educado? —rió—. Entonces me temo que va a sufrir un fuerte shock.
El Abuelo rió también.
—Tienes algo en mente, estoy seguro.
—Sí.
—¿Puedo mirar?
—Por favor..., no esta vez.
—Muy bien.
—No te enfades, querido. Te quiero.
Juliette cortó la comunicación. Justo a tiempo, porque la puerta se estaba abriendo, y el
juguete entró.
Ella lo miró, dándose cuenta de que el Abuelo había dicho la verdad. El juguete era un
hombre de unos treinta y tantos años, atractivo pero no guapo. No podía serlo, enfundado
en aquel traje oscuro y con aquellas ridiculas patillas. Había algo casi deprimentemente
refinado y amanerado en él, un aire de embarazada represión.
Y por supuesto, cuando vio a Juliette en su ropa casi transparente, y la cama rodeada
de espejos, realmente enrojeció.
Esa reacción sedujo completamente a Juliette. Un Victoriano enrojeciendo, con la
constitución de un toro... ¡e ignorante de que aquél era su matadero!
Era tan divertido que no pudo dominarse; avanzó inmediatamente y lo rodeó con sus
brazos.
—¿Quién..., quién es usted? ¿Dónde estoy?
Las preguntas habituales, formuladas de la forma habitual. Normalmente, Juliette se
hubiera divertido dando respuestas evasivas destinadas a desconcertar y a excitar a su
víctima. Pero esta noche sintió una impaciencia que no hizo más que aumentar cuando
abrazó al juguete y lo empujó hacia la cama que aguardaba.
El juguete empezó a respirar pesadamente, reaccionando. Pero seguía desconcertado.
—Dígame..., no comprendo. ¿Estoy vivo? ¿O esto es el cielo? Las ropas de Juliette se
abrieron cuando ella se tendió de espaldas.
—Estás vivo, querido —murmuró—. Maravillosamente vivo. —Se echó a reír cuando
empezó a probar su afirmación—. Pero mucho más cerca del cielo de lo que piensas.
Y para probar esa afirmación, su mano libre se deslizó bajo la almohada y buscó a
tientas el cuchillo.
Pero el cuchillo ya no estaba allí. De alguna forma, había hallado el modo de abrirse
camino hasta la mano del juguete. Y el juguete ya no era formal y educado; su rostro era
como algo surgido de una pesadilla. Sólo un atisbo, antes de que el cegador destello de la
hoja del cuchillo se abatiera sobre ella, una y otra y otra vez...
La habitación, naturalmente, era a prueba de ruidos, y había mucho tiempo. No
descubrieron lo que quedaba del cuerpo de Juliette hasta pasados varios días.
Allá en Londres, tras el último y misterioso crimen cometido a primeras horas de la
madrugada, jamás se encontró a Jack el Destripador...
* * *
EL MERODEADOR EN LA CIUDAD AL BORDE DEL MUNDO
Harlan Ellison

* * *
Ante todo estaba la ciudad; nunca de noche. Lisas paredes reflectantes de metal
antiséptico, como un inmenso autoclave. Pura e inmaculada, dominada por un silencio
jamás roto por el zumbido visceral de sus engranajes íntimos. La ciudad era autónoma.
Los ruidos de pasos resonaban por todos lados, notas sordas y cadenciosas de un
instrumento exótico con base de cuero. Los ruidos repercutían hacia su creador como una
canción tirolesa lanzada de montaña en montaña. Ruido de invisibles ciudadanos cuya
existencia era tan ordenada, higiénica, metálica, como la de la ciudad que habían
concebido para que les protegiera en su seno de las embestidas del tiempo. La ciudad era
una compleja arteria, sus habitantes eran la helada sangre que se deslizaba por ella.
Ambos formaban un todo único Ciudad constantemente brillante, eterna en su concepto,
edificada en un desafío de exaltantes formas; la más moderna de todas las estructuras
modernas, concebida como una residencia archiperfecta por individuos perfectos. Último
logro de todas las investigaciones sociológicas orientadas a la Utopía. Se la había
llamado espacio vital, y estaban condenados a vivir en ella, país de ninguna parte, de
estética implacable y aséptica.
Nunca de noche.
Nunca en sombras.
…una sombra. Una mancha moviéndose sobre la pureza del metal, arrastrando
consigo fragmentos de tela y de tierra arrancados a tumbas cerradas desde hacía
innumerables siglos. Una silueta.
Al pasar, tocó una pared gris como el acero de un cañón; sus dedos polvorientos
quedaron impresos en ella. Una sombra furtiva avanzando a lo largo de calles antisépticas
que se transformaban —a su paso— en oscuros callejones de otros tiempos.
Tenía una vaga conciencia de lo ocurrido. No de una forma precisa, no con muchos
detalles; pero era fuerte; era capaz de salir de aquello sin que su mente de paredes
frágiles como la cáscara de un huevo estallara. No veía ningún lugar, en la brillante
estructura en que se hallaba, donde pudiera aislarse para pensar. Tan sólo necesitaba un
poco de tiempo. Refrenó su paso, sin ver a nadie. Extrañamente, inexplicablemente, se
sentía… ¿seguro? Sí, seguro. Por primera vez desde hacía mucho tiempo.
Hacía tan sólo unos instantes se hallaba ante el estrecho callejón frente al número 13
de Miller’s Court. Eran las seis de la madrugada. Londres estaba silencioso, y él se había
detenido un instante en el callejón de los prostíbulos Mc Carthy, un corredor fétido de
donde llegaban hedores de orina y donde las prostitutas de Spitalfields llevaban a sus
clientes. Hacía tan sólo unos instantes, con su maletín negro conteniendo el feto en su
frasco de formaldehído puesto a su lado en la opaca neblina, se había detenido para
beber algo antes de regresar a Toynbee Hall dando un rodeo. Luego debían de haber
transcurrido cinco minutos. Y de pronto se había hallado en otro lugar, y ya no eran las
seis de la madrugada de un día glacial de noviembre de 1888.
Había levantado los ojos hacia la claridad que lo inundaba en aquel otro lugar. Un
silencio de hollín reinaba en Spitalfields; y de pronto, sin la menor sensación de
desplazarse o de haber sido desplazado, se halló, inundado de luz, en aquel otro lugar.
Dándose un corto respiro, tan pocos minutos después del cambio, se apoyó en la pared
de la ciudad y recordó aquella otra luz. La de los mil espejos. En las paredes, en el techo.
Un dormitorio, con una mujer en su interior. Una mujer hermosa. No como Black Mary
Kelly o Annie Chapman o Kate Eddowes o todas las demás basuras de las que había
tenido que hacerse cargo.
Una mujer hermosa. Rubia, sana… hasta el momento en que le ofreció su cuerpo como
cualquiera de aquellas vulgares rastreras que había tenido que utilizar en Whitechapel…
Una sibarita; una criatura para el placer; una Juliette, había dicho ella, antes de que él
utilizara el cuchillo de larga hoja. Lo había encontrado bajo la almohada, en la misma
cama hacia donde ella lo había atraído… Qué vergüenza, ni siquiera había sabido
resistirse, desamparado, apretando su maletín negro como un niño que tiembla, él que se
movía como un rey en la densa noche de Londres, él que ocho veces había cumplido
impunemente su misión, para caer entre los brazos de una perdida, sí, una perdida como
todas las demás, que se había aprovechado de él mientras él intentaba comprender lo
que le ocurría y dónde se encontraba. Qué vergüenza… Y entonces había utilizado el
cuchillo.
Habían pasado apenas unos minutos, y sin embargo había realizado un trabajo de
artista.
El cuchillo era de un modelo extraño. La hoja parecía estar formada por dos finas
piezas de metal, entre las cuales había algo que había adquirido intermitentemente una
tonalidad rojiza, algo así como las chispas producidas por un generador Van de Graaff.
Pero eso era perfectamente ridículo, ya que no estaba provisto de hilos ni de barra de
contacto ni de nada que pudiera provocar ni siquiera la más pequeña descarga eléctrica.
Lo había depositado en su maletín, donde estaba ahora junto con sus escalpelos, el ovillo
de catgut, los frascos cuidadosamente alineados en sus fundas de piel y el bocal
conteniendo el feto. El feto de Mary Jane Kelly.
Se había esmerado, pero sin perder tiempo. La había preparado casi exactamente
igual que a Kate Eddowes: la garganta limpiamente incidida de oreja a oreja, el tronco
hendido entre los senos y hasta la vagina, los intestinos extraídos y desplegados sobre el
hombro derecho, a excepción de un trocito seccionado y colocado entre el brazo izquierdo
y el cuerpo. El hígado había sido picado con la punta del cuchillo, y su lóbulo derecho
escarificado verticalmente. (Se sorprendió al constatar que el hígado no ofrecía ningún
signo de cirrosis, enfermedad tan común entre las prostitutas de Spitalfields, que bebían
constantemente con la esperanza de escapar de la sórdida y grotesca existencia que se
veían obligadas a llevar. Y de hecho, ésta parecía totalmente distinta a las otras, pese al
carácter aún más desvergonzado de sus avances sexuales. Y el cuchillo oculto bajo su
almohada…) Cortó la vena cava a la altura del corazón. Luego se ocupó del rostro.
Por un instante había pensado en retirar el riñón izquierdo, como había hecho con Kate
Eddowes. Sonrió al imaginar la expresión que debió de mostrar el señor George Lusk,
presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, al recibir por correo la caja de cartón
conteniendo el riñón de la señorita Eddowes, acompañado de aquellas palabras de
alambicada ortografía:
Señor Lusk os embío desde el infierno este pequeño regalo la mitad de un riñón que la
quité a una mujer de las bigiladas por usted. La otra mitad la ice a la plancha y me la comí
y estaba mui buena. Si quereis el cuchiyo que la cortó puedo embiaroslo si esperais un
poco. Cojedme cuando podais.
Había pensado firmar la nota: «Su seguro servidor, Jack el Destripador», o incluso Jack
el Escurridizo, o El Carnicero, o cualquier otra cosa que se le ocurriera. Pero se había
sentido frenado por una cuestión de estilo. Ir demasiado lejos en aquella dirección sería ir
en contra de sus propias convicciones. Tal vez ya se había pasado de la raya al dar a
entender al señor Lusk que se había comido la otra mitad del riñón.
Aquella rubia, aquella Juliette con su cuchillo oculto bajo la almohada, era la novena.
Se apoyó contra la pared de acero perfectamente lisa, sin ninguna junta ni remache, y se
pasó la mano por los ojos. ¿Cuándo iba a poder detenerse? ¿Cuándo terminarían
comprendiendo, cuándo captarían su mensaje, un mensaje tan claro, escrito en sangre,
que sólo la ceguera de su propia codicia les forzaba a ignorar? ¿Debería diezmar los
innumerables regimientos de mujerzuelas de Spitalfields para quitar la venda de sus ojos?
¿Tendrían que acarrear los vertederos chorros de sangre negra antes de que se
decidieran por fin a escuchar lo que intentaba decirles y emprendieran las necesarias
reformas?
Sin embargo, cuando apartó sus manos manchadas de sangre de delante de los ojos,
se dio cuenta de lo que tendría que haberle parecido evidente desde un principio: ya no
estaba en Whitechapel. No estaba en Miller’s Court, ni en ningún otro lugar de Spitalfields.
Quizá ni siquiera estuviera en Londres. Pero, ¿cómo podía ser así?
¿Le había llamado Dios a Su seno?
¿Estaba muerto sin darse cuenta de ello, en algún lugar entre la lección de anatomía
de Mary Jane Kelly (la muy sucia, ¡se había atrevido a besarle!) y el destripamiento en la
habitación de aquella Juliette? ¿Por fin había decidido el Cielo recompensarle por el
trabajo que había efectuado?
¡Oh, si el reverendo Barnett pudiera verlo! ¡Si hubiera podido saberlo todo! Pero «el
Carnicero» no estaba dispuesto a hablar. Que las reformas se hicieran tal como el
reverendo y su mujer las deseaban; que aplicaran los beneficios a sus sermones y sus
peticiones, en lugar de a los escalpelos de Jack.
Pero si él estaba muerto, ¿su trabajo había llegado a buen fin? Aquel pensamiento le
hizo sonreír. Si el Cielo le había llamado, eso tenía que significar que su trabajo había
llegado a buen puerto. Definitivamente. Sí, pero en esas condiciones, ¿quién era la
Juliette cuyo cuerpo se enfriaba, abierto y húmedo, en la habitación de los mil espejos?
En aquel momento conoció el miedo.
¿Y si el propio Dios hubiera interpretado mal lo que había hecho?
Al igual que lo había interpretado mal el buen pueblo de la reina Victoria. Al igual que lo
había interpretado mal sir Charles Warren. ¿Y si Dios había visto tan sólo lo superficial e
ignorado la verdadera razón? ¡No! ¡Ese pensamiento era ridículo! Si alguien estaba en
situación de comprender, ese alguien era Aquel que le había dictado lo que había que
hacer para enderezar la situación.
Dios le amaba tal como él amaba a Dios, y Dios le comprendía.
Pero en aquel instante conoció el miedo.
Porque, ¿quién era la mujer que acababa de degollar?
—Era mi nieta Juliette —dijo una voz en su oído.
Su cabeza se negó a moverse, a volverse aunque fuera tan sólo unos centímetros para
ver a quien había hablado. El maletín se hallaba en el liso y reflectante suelo, a su lado.
No tenía tiempo de sacar el cuchillo antes de ser alcanzado. Al final habían conseguido
atrapar a Jack. Empezó a temblar incontroladamente.
—No tema nada —dijo la voz.
Era una voz cálida y tranquilizadora. La de un hombre más viejo que él. Temblaba
como si tuviera fiebre. Pero se volvió para mirar. Era un anciano sonriente, amable y
comprensivo. Que habló de nuevo, sin mover los labios:
—Nadie puede hacerle daño. ¿Cómo se encuentra?
El hombre de 1888 se dejó caer lentamente de rodillas.
—Perdón, Dios mío. No lo sabía —murmuró.
El estallido de la risa del viejo resonó en la cabeza del hombre que estaba de rodillas.
Se elevó límpido como un rayo de sol recorriendo una de las callejuelas de Whitechapel
entre el mediodía y la una de la tarde, iluminando los grises ladrillos de las paredes
cubiertas de hollín. Resonó límpido y purificador en su mente.
—Yo no soy Dios —dijo el viejo—. La idea es espléndida, pero no soy Dios. ¿Le
gustaría encontrar a Dios? Seguramente uno de nuestros artistas podrá modelar uno para
usted. ¿Es muy importante? No, ya veo que no es muy importante. Qué extraña mente
tiene usted. No es ni creyente ni no creyente. ¿Cómo puede contener los dos conceptos a
la vez? ¿Quiere que rectifique algunas de sus configuraciones cerebrales? No, ya veo.
Tiene miedo. Dejémoslo por ahora. Ya lo haremos en otra ocasión.
Tomó por el cuello al hombre arrodillado y lo obligó a levantarse.
—Está usted cubierto de sangre. Habrá que limpiar todo eso. Hay un ablutorio no lejos
de aquí. A propósito, he quedado muy impresionado por la forma en que se ha ocupado
usted de Juliette. Es la primera vez, ¿sabe? No, claro, no puede saberlo, por supuesto.
Pero es el primero que le ha administrado un tratamiento digno de ella. Le hubiera
gustado ver lo que le hizo a Caspar Hauser. Le trituró una punta de su cerebro y lo envió
a su casa para que viera un poco de su vida, y entonces la muy sinvergüenza me lo hizo
traer otra vez y terminó su trabajo con el cuchillo. Ese mismo que ha tomado usted,
supongo. Y luego lo envió de nuevo a su época. Oh, sublime misterio. Figura en todos los
anales de enigmas no resueltos. Pero era una chapucera. No como usted. Ponía mucha
labia a sus diversiones, pero ningún estilo. Excepto con el juez Crater. Allí sí que… —Se
interrumpió, riendo con aire lascivo—. Pero estoy chocheando. Supongo que querrá usted
adecentarse un poco y visitar algo el lugar, ¿no? Luego podremos charlar. Lo único que
quería era que supiera que estoy contento de la forma como la ha liquidado. Pero, en
cierto sentido, voy a echarla de menos. Fornicaba con tanto arte…
El viejo tomó el maletín y arrastró al hombre sucio de sangre a través de las claras y
espejeantes calles.
—¿Usted quería que la mataran? —preguntó el hombre de 1888, incrédulo.
—Naturalmente —asintió el viejo, sin que sus labios se movieran ni una sola vez—. De
otro modo, ¿para qué le habría traído a Jack el Destripador?
«¡Oh, Dios mío!», pensó él. «¡Estoy en el Infierno, e inscrito con el nombre de Jack!»
—No, no muchacho. No está en el infierno, en absoluto. Está en el futuro. El futuro para
usted, el presente para mí. Viene usted de 1888 y está ahora en el… —Se interrumpió
unos instantes, contando silenciosamente, como si tuviera que convertir manzanas en
dólares, y luego prosiguió—. En el 3077. Es un mundo hermoso, no faltan las diversiones
y nos sentimos felices de recibirle entre nosotros. Ahora venga. Vamos a limpiar un poco
todo eso.
En el ablutorio, el abuelo de la difunta Juliette cambió de cabeza.
—En realidad tengo horror a hacerlo —explicó al hombre de 1888, agarrando sus
mejillas con todos los dedos y tirando de la fláccida piel como si fuera goma—, pero
Juliette insistía siempre. Yo ya quería darle ese gusto, si con ello hubiera conseguido
enderezarla. Pero luego había todos esos juguetes que tenía que traerle del pasado, y
luego verme obligado a cambiar de cabeza cada vez que quería acostarme con ella… Era
horrible, realmente horrible.
Penetró en una de las numerosas cabinas, todas idénticas, empotradas en la pared. La
puerta pivotó con un ligero chac blando, casi quitinoso. Luego pivotó otra vez, y el abuelo
de la difunta Juliette, ahora seis años más joven que el hombre de 1888, salió de nuevo,
completamente desnudo y con una nueva cabeza.
—El cuerpo está en buen estado —dijo, examinando las partes genitales y una peca en
su hombro derecho—. Lo cambié el año pasado.
El hombre de 1888 desvió la mirada. Estaba en el Infierno, y Dios lo odiaba.
—Vamos, no se quede ahí, Jack. —El abuelo de Juliette sonrió—. Métase en una de
esas cabinas y haga sus abluciones.
—No me llamo así —dijo el hombre de 1888 muy suavemente, como si acabara de ser
golpeado por la correa de un látigo.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero no importa… Ande, vaya ahora a lavarse.
Jack se acercó a una cabina. Era de color verde pálido, que se transformó en malva
cuando él se detuvo ante ella.
—¿Qué es lo que…?
—Va a limpiarle, eso es todo. ¿De qué tiene miedo?
—No quiero ser cambiado.
El abuelo de Juliette se rió.
—Es un error —dijo sibilinamente.
Hizo un gesto imperioso con la mano, y el hombre de 1888 penetró en la cabina que
pivotó rápidamente en su nicho y se hundió en el suelo emitiendo un triunfal sisss.
Cuando volvió a ascender, pivotó y se abrió. Jack salió titubeando, con aspecto de terrible
desorientación. Sus largas patillas habían sido escuadradas cuidadosamente, su barba de
tres días había desaparecido, sus cabellos eran más claros y ya no llevaba la raya en
medio, sino a un lado. Seguía llevando el mismo abrigo negro con cuello y puños de
astracán, el mismo traje oscuro con una camisa blanca y una corbata negra, sujeta con
una aguja en forma de herradura, pero todo parecía nuevo ahora, inmaculado, quizás
incluso sintético y fabricado a la imagen de sus antiguas ropas.
—¡Ajá! —exclamó el abuelo de Juliette—. ¿No es mejor así? No hay nada como una
buena sesión de limpieza para ponerle a uno las ideas en su sitio.
Penetró en otra cabina de donde salió unos segundos más tarde vestido con un traje
de papel que le cubría ajustadamente desde el cuello hasta los pies. Avanzó hacia la
salida.
—¿Dónde vamos ahora? —preguntó el hombre de 1888 al rejuvenecido abuelo, que
avanzaba a su lado.
—Quiero presentarle a alguien —respondió el abuelo de Juliette, y Jack se dio cuenta
de que ahora sí movía los labios. Pero decidió no hacer ningún comentario. Debía haber
alguna razón para ello—. Iremos a pie, si me promete no lanzar exclamaciones de
admiración acerca de la ciudad. Es una hermosa ciudad, por supuesto, pero yo vivo en
ella y, francamente, encuentro el turismo tan aburrido…
Jack no respondió. El viejo tomó aquello como una aceptación a sus condiciones.
Así pues, caminaron. El peso de la ciudad impresionaba terriblemente a Jack. Era
extensa, maciza, extraordinariamente limpia. Lo que había soñado para Whitechapel se
había realizado aquí. Preguntó acerca de los barrios bajos, de los antros de vicio. El viejo
agitó la cabeza.
—Desaparecieron hace mucho tiempo.
Así pues, había ocurrido. Las reformas por las cuales había expuesto su alma inmortal
habían llegado. Haciendo balancear su maletín, anduvo con un paso más ligero. Pero al
cabo de unos minutos su paso se hizo de nuevo más lento: no había nadie por las calles.
Nada más que edificios limpios y brillantes, calles que partían en todos sentidos y se
cortaban bruscamente, como si el arquitecto hubiera decidido que, puesto que la gente
podía desaparecer en un punto y reaparecer en otro distinto, ¿para qué romperse la
cabeza haciendo calles que fueran de un lugar a otro?
El suelo era de metal, el cielo parecía metálico; los edificios se alzaban por todas
partes, monótonas prolongaciones de metal insensible explorando un espacio plano. El
hombre de 1888 se sintió terriblemente solo, como si cada uno de los actos que había
realizado hubiera alienado un poco más a aquellos a quienes había intentado ayudar.
A su llegada a Toynbee Hall, cuando el reverendo Barnett le abrió los ojos acerca de la
horrible realidad de los antros de Spitalfields, había hecho votos de poner remedio a la
situación por todos los medios a su alcance. Tras algunos meses en los bajos fondos de
Whitechapel, lo que tenía que hacer le había parecido tan simple como su fe en Dios.
¿Cuál era la utilidad de las rameras? No mayor que la de los microbios que las infestaban.
Así pues, había dejado hablar a Jack, para cumplir la voluntad del Señor y liberar los
miserables desechos que habitaban al este de Londres. Que lord Warren, el comisario de
la Policía Metropolitana, la reina y todos los demás le tomaran por un médico loco, por un
carnicero sanguinario o por una bestia con apariencia humana no le importaba en lo más
mínimo. Sabía que él permanecería anónimo hasta el fin de los tiempos, pero que el
generoso proceso que había puesto en marcha alcanzaría un día sus maravillosos
resultados: la destrucción de la más horrible de las lacras que Inglaterra hubiera conocido
nunca.
Sin embargo, ahora el tiempo había pasado; y se encontraba en un mundo
aparentemente sin lacras, una Utopía esterilizada que era la concreción de todos los
sueños del reverendo Barnett. Y sin embargo, pese a todo ello… algo sonaba a falso.
El abuelo, con su joven cabeza.
El silencio en las desiertas calles.
La mujer, Juliette, y su extraño pasatiempo.
El poco caso que se había hecho a su muerte.
La certeza del abuelo de que él, Jack, iba a matarla. Y la amistad que le testimoniaba
ahora.
¿Adónde iban?
A su alrededor, la ciudad. El abuelo andaba sin prestar atención; Jack miraba pero no
comprendía nada. Pero esto es lo que vieron mientras andaban:
Mil trescientos rayos de luz de treinta centímetros de largo por siete moléculas de
espesor surgieron a las calles de metal por unos intersticios casi invisibles, se
desplegaron en abanico e inundaron las paredes de los edificios; tomaron un vago tono
azulado, recorrieron el contorno de las superficies, se doblaron en ángulo recto y volvieron
a doblarse, una y otra vez, como un papel en un ejercicio de papiroflexia; cambiaron de
nuevo de tonalidades, ahora eran dorados, penetraron a través de la superficie de los
edificios, se dilataron y se contrajeron en ondas compactas, se extendieron sobre todas
las superficies interiores, luego se replegaron rápidamente y desaparecieron. El proceso
completo había durado doce segundos.
La noche cayó sobre un cuadrado de la ciudad que comprendía doce edificios.
Descendió como un macizo pilar de duras aristas que coincidían con el ángulo de las
calles. Del interior de la zona oscura llegaron ruidos indistintos, cantos de grillos, eructar
de sapos, pájaros nocturnos, rumor del viento entre los árboles, y una música lejana de
instrumentos imposibles de identificar.
Aparecieron paneles de escarchada luz, suspendidos en el aire. Una presencia
ondulante e indefinible se lanzó al asalto de los niveles superiores de un gran edificio
situado en la prolongación de esos paneles. Cuando éstos descendieron lentamente, el
edificio se volvió fluido y se diluyó en corpúsculos de luz que flotaron en el aire. Cuando
los paneles alcanzaron el suelo, el edificio se había desmaterializado por completo. Los
paneles se tiñeron con una fuerte coloración anaranjada y comenzaron una nueva
ascensión en dirección al cielo. A medida que subían, una masa se creaba en lugar del
antiguo edificio, extrayendo al parecer del aire que lo rodeaba corpúsculos de luz, y
fundiéndolos en una entidad que se transformó en el momento en que los paneles
cesaron su ascensión, en un nuevo edificio. Los paneles de luz escarchada
desaparecieron.
Durante unos segundos se oyó el zumbido de un abejorro, Luego cesó.
Una compacta multitud de personas vestidas con ropas de plástico desembocó de un
gris agujero que vibraba en el aire, martilleó unos instantes la calzada con sus pasos, y
desapareció tras la esquina de una calle de donde llegaba un ruido de toses prolongadas.
El silencio se hizo de nuevo.
Una gota de agua, densa como el mercurio, cayó al suelo, golpeó la calzada, rebotó, se
elevó varios centímetros, y luego se vaporizó en una mancha escarlata en forma de diente
de ballena que cayó inerte al suelo.
Dos edificios se hundieron en el suelo, y el revestimiento de metal permaneció liso e
ininterrumpido, a excepción de un árbol de metal de delgado tronco plateado, coronado de
un follaje brillante hecho de fibras de oro irradiadas en un círculo perfecto. No se oyó el
menor ruido.
El abuelo de la difunta Juliette y el hombre de 1888 siguieron andando.
—¿Adónde vamos?
—A casa de Van Cleef. Normalmente no andamos nunca; algunas veces, sí, pero ya
no es un placer como antes. Lo hago especialmente por usted. ¿Le gusta el lugar?
—Es… poco habitual.
—Sobre todo con respecto a Spitalfields, ¿eh? Pero confieso que me gusta volver a
aquella época. Soy yo quien posee el único transportador, ¿lo sabía? El único que haya
sido fabricado nunca. Construido por el padre de Juliette, por mi hijo. Tuve que matarlo
para conseguirlo. No quería mostrarse razonable. Sin embargo no representaba mucho
para él, se lo aseguro. Era el último de los grandes artesanos, hubiera podido dármelo
fácilmente. Pero era obstinado. Por eso le he hecho cortar a mi nieta en rodajas. De otro
modo, habría sido ella quien lo hubiera hecho conmigo. Por aburrimiento; simplemente
porque no encontraba otros medios de divertirse…
Una gardenia se materializó en el aire y se transformó ante sus ojos en un rostro de
mujer de largos cabellos blancos.
—¡Hernon, no podemos aguardar más!
Parecía irritada.
El abuelo de Juliette palideció.
—¡Especie de hija de puta! Te dije que al paso. Pero tú no podías, ¿eh? Saltar, saltar,
saltar, eso es lo que haces siempre. Bueno, eso representará varios feddels menos, eso
es todo. Feddels, maldita sea. Había previsto marcar el paso; de hecho, estaba
marcándolo, ¡pero tú…!
Levantó el brazo y una espuma verdosa surgió instantáneamente en dirección al rostro.
El rostro desapareció y un instante después la gardenia reapareció unos pocos metros
más allá. La espuma se convirtió en polvo y cayó, y Hernon, el abuelo de Juliette, dejó
caer el brazo como descorazonado por la estupidez de aquella mujer. Una rosa, un
nenúfar, un jacinto, un par de phlox, una celidonia silvestre y un cardo gigante aparecieron
al lado de la gardenia. Cuando cada flor tomó la apariencia de un rostro distinto, Jack dio
un paso atrás, aterrado.
Todos los rostros se volvieron hacia el que había sido antes un cardo gigante.
—¡Traidor! ¡Inmundo marrano! —gritaron al unísono al tembloroso y pálido rostro que
había sido un cardo.
Los ojos de la mujer gardenia se abrieron enormemente, pareciendo que iban a salirse
de sus órbitas; la pintura violácea que rodeaba completamente sus globos oculares la
hacía semejarse a un animal al acecho a la entrada de una caverna.
—¡Turd! —gritó, dirigiéndose al hombre-cardo—. Todos estábamos de acuerdo, todo el
mundo había aceptado. ¡Y tuviste que formar un cardo, so galápago! Ahora verás… —Se
volvió rápidamente hacia los demás—. ¡Adelante! ¡Al diablo con la espera! ¡Ahora! ¡En
formación!
—¡No, mierda! —gritó Hernon—. ¡Habíamos dicho al paaaso!
Pero ya era demasiado tarde. El aire se enturbió alrededor del hombre-cardo como el
fondo de un río cuando se agita el limo; la atmósfera se ennegreció, y se formó un
torbellino, con la cabeza ahora aterrada del hombre-cardo en su centro. El torbellino
avanzó, atrapando a Jack, Hernon, las cabezas-flores, la ciudad; y de pronto fue de nuevo
Spitalfields por la noche, y el hombre de 1888 estaba de nuevo en 1888, con su maletín
en la mano, avanzando al encuentro de una mujer en una calle de Londres envuelta en la
niebla.
(Había ocho nódulos adicionales en el cerebro de Jack.)
Era una mujer de unos cuarenta años, de aire cansado y algo desaliñada. Llevaba un
traje negro de tela basta que descendía hasta sus botines. Un mandil blanco, manchado y
arrugado, rodeaba su talle. Las amplias mangas le llegaban hasta la muñeca, e iba
abotonada hasta el cuello. Llevaba un pañuelo anudado en torno a la garganta, y un
deformado sombrero de ala ancha con una cinta adornada de una minúscula y patética
flor de origen indeterminado. De su muñeca pendía un bolsito de cuentas de capacidad
apreciable.
Retardó su paso cuando lo vio, o mejor lo adivinó, inmóvil en las sombras.
Él surgió de las sombras e hizo una ligera inclinación.
—Buenas noches, señorita. ¿Tomamos una copa?
El rostro de la mujer —de un patetismo conocido tan sólo por aquellas que han servido
de blanco a innumerables dardos henchidos de sangre masculina— recuperó su
expresión normal.
—Oh, bueno. Creí que era él. El Carnicero en persona. Dios del cielo, me ha puesto
usted la carne de gallina.
Quiso sonreír, pero sólo consiguió hacer una mueca. Sus brillantes mejillas
evidenciaban el abuso de la ginebra y la enfermedad. Su voz era ronca, un instrumento
roto y mellado apenas utilizable.
—Tan sólo un corredor de comercio en busca de algo de compañía —aseguró Jack—.
Enormemente feliz de poder ofrecer una jarra de cerveza a una dama tan encantadora
como tú y pasar una o dos horas contigo.
Ella se le acercó y enlazó su brazo con el de él.
—Emily Matthews, señor. Feliz de haberle encontrado y andar un poco en su
compañía, ya que con esta noche tan mala, y con el anguila de Jack merodeando por
alguna parte en libertad, una dama respetable no debe pasear sola.
Descendieron por la calle Thrawl, pasaron ante los hoteluchos donde la desgraciada
terminaría indudablemente por pasar la noche si conseguía sacarle unas monedas a
aquel desconocido bien trajeado de ojos negros.
Giraron a la derecha en la calle Commercial; en el momento en que pasaban ante un
infecto callejón sin salida, casi a la altura de la calle Flower & Dean, él la empujó
vigorosamente a un lado. Ella se metió en el callejón y, creyendo que él quería palpar la
mercancía, se apoyó contra la pared y separó las piernas, subiéndose la falda hasta la
cintura. Pero Jack había agarrado las puntas del pañuelo. Asegurando su presa, apretó a
fondo. La mujer boqueó, privada de aire. sus mejillas se hincharon y, a la vacilante luz de
un farol de gas, él vio sus pupilas color avellana adoptar instantáneamente un tono de
hoja muerta. En su rostro se leía, por supuesto, el terror, que se mezclaba también con
una profunda tristeza, la de haber perdido la jarra de cerveza, la de no haber podido
asegurarse un cobijo para la noche, la de no haber tenido suerte, esa suerte que nunca le
había sonreído a Emily Matthews, la de haber caído aquella noche en manos del único
hombre susceptible de despreciar sus favores. Era una expresión de desconsolada
tristeza ante la inevitabilidad de su destino.
Vengo a ti, surgido de la noche, descendiendo cada minuto de nuestras vidas hasta
este instante, enviado por la noche hasta ti. Para siempre, los hombres desearán
descubrir el secreto de este instante. Arderán en silencio con el deseo de hallar de nuevo
este instante, nuestro instante; de ver mi rostro y de saber mi nombre; sin tan siquiera
querer tal vez arrestarme, puesto que entonces ya no sería quien soy sino tan sólo
alguien que lo ha intentado y ha fracasado. Oh, tú y yo creamos una leyenda que
fascinará eternamente a los hombres; pero nunca comprenderán por qué hemos sufrido,
Emily. Nunca comprenderán realmente por qué ambos hemos muerto de un modo tan
horrible.
Ella jadeó una súplica inarticulada, y sus ojos se empañaron mientras él deslizaba su
mano libre en el bolsillo de su abrigo. Desde el momento en que supo que lo necesitaría
había buscado, mientras andaba, en su maletín. Y cuando su mano surgió de nuevo,
estaba armada con el escalpelo.
—Emily… —dijo suavemente.
Luego cortó.
Con un gesto preciso: inclinando la punta del escalpelo, que penetró en la blanca carne
por debajo y por detrás de la oreja izquierda. Sternocleidomastoideus. Forzando
suavemente el cartílago, que cedió con un ligero chasquido. Manteniendo el escalpelo con
mano firme para desgarrar de un solo corte toda la longitud de la garganta siguiendo la
línea dura de la mandíbula. Glandula submandibularis. La sangre brotó en un chorro
espeso sobre sus manos, luego a borbotones que salpicaron la pared de enfrente; se
introdujo por sus mangas, empapando los puños blancos de su camisa. Con un
gorgoteante estertor, ella se derrumbó blandamente, retenida por el pañuelo del que él no
podía retirar sus dedos. Habían aparecido marcas negras allí donde había cortado la
carne. Al llegar al extremo de la mandíbula, continuó, sajando el lóbulo de la oreja. Luego
la depositó sobre la mugrienta calle. La tendió boca arriba, y abrió sus ropas con un golpe
de escalpelo, dejando al descubierto un vientre desnudo e hinchado a la débil y vacilante
luz del farol. Hizo la primera incisión en el hueco de la garganta. Glandula thyreoeidea.
Trazó con mano firme una delgada línea de sangre negra hacia abajo, entre los senos,
siempre hacia abajo. Sternum. Hizo una profunda incisión en forma de cruz en el interior
del ombligo. Brotó un humor amarillento. Plica umbilicalis medialis. Más abajo; siguiendo
el hinchado vientre, hundiendo más el escalpelo, trazando una limpia línea recta.
Mesenterium dorsale commune. Siempre más abajo, hacia la protuberancia del monte,
húmedo de transpiración. Un poco más difícil allí. Vesica urinaria. Y finalmente, para
terminar, vagina.
Cavidad putrefacta.
Infecta y hedionda cloaca de prostitución.
Y en la cabeza de Jack, súcubos. En su cabeza, ojos vigilantes. En su cabeza,
intrusos. En su cabeza, centelleos
de una gardenia
un nenúfar
una rosa
un jacinto
un par de phlox
una celidonia silvestre
y una flor negra con pétalos de obsidiana, estambres de ónice y pistilos de antracita,
con la mente de Hernon, el abuelo de la difunta Juliette.
Contemplaron todo el horror de la loca lección de anatomía. Le observaron cortar los
párpados. Le observaron retirar el corazón. Le observaron seccionar las trompas de
Falopio en rodajas. Le observaron apretar en su mano, hasta reventarlo, el riñón henchido
de ginebra. Cortar los senos hasta que sólo fueron informes montones de carne
sangrante, que depositó sobre cada uno de los ojos muy abiertos, de mirada fija, sin
párpados. Miraron.
Miraron y bebieron de la turbia marea que agitaba su espíritu. Sorbieron con avidez en
la húmeda y temblorosa fuente de su inconsciente. Y gozaron.
Oh Dios es delicioso mirad eso se diría que es la costra de una pizza a medio cocer y
esto otro se diría que son lumaconi ooooh Dios me pregunto qué gusto tendrá esssssso…
Mirad el brillo del acero.
Cómo las odia a todas, todas por el mismo rasero, debe de tratarse de una historia con
alguna mujer, una enfermedad venérea, el temor de Dios Cristo, el reverendo Barnett,
la… ¡Quiere poseer a la mujer del reverendo!
La reforma en materia social no puede ser sino labor de unos pocos. Es un fin en sí
que justifica el utilizar cualquier medio, sea el que sea, incluso la exterminación de más
del cincuenta por ciento de aquellos que se convertirán en sus beneficiarios. Los mejores
reformadores son también los más atrevidos. ¡Él cree en ello! ¡Es maravilloso!
¡Pandilla de vampiros, basura, inmunda gentuza…!
¡Nos ha sentido!
¡Que se vaya al diablo! Y tú con él, Hernon; has caído demasiado bajo; sabe que
estamos aquí y eso me disgusta. ¿Para qué seguir?; me retiro…
¡Espera, vuelve, vas a romper la forma…!
… el torbellino los atrapó de nuevo, los llevó a un vertiginoso abismo donde la noche de
1888 ya no existía. La espiral se desenrolló, se desenrolló, y se concretizó en su punto
más infinitesimal en un rostro, el rostro ennegrecido y carbonizado de aquel que había
sido un cardo gigante. Estaba muerto. La parte interior de sus órbitas había ardido por
completo. Algunos restos calcinados subsistían allí donde había anidado la inteligencia.
Se habían servido de él como de un punto de focalización.
El hombre de 1888 recobró instantáneamente sus sentidos, así como el recuerdo total,
eidético, de lo que le había ocurrido. No se trataba de una visión ni de un sueño ni de una
alucinación. Había ocurrido realmente. Lo habían enviado al pasado de donde procedía,
tras haber eliminado su recuerdo del futuro, de Juliette, de todo lo que había tenido lugar
tras el instante en que se había encontrado frente al número 13 de Miller’s Court. Y le
habían hecho trabajar para su placer, gozando con sus emociones y sus pensamientos
inconscientes, alimentándose y saciándose con sus más íntimas sensaciones, la mayor
parte de las cuales, hasta ahora, habían permanecido completamente ignoradas para él.
Y mientras descubría uno a uno los conceptos inyectados en su conciencia por un efecto
inesperado de retroalimentación, sintió que la nueva conciencia de sí mismo le iba
ganando poco a poco. Antes que afrontar ciertas revelaciones, su mente hubiera preferido
sumergirse en los más negros abismos. Pero las barreras habían sido alzadas: nuevas
configuraciones se presentaban ante él, y podía descifrarlas y retenerlas fácilmente.
Infecta y hedionda cloaca de prostitución: ¡que mueran todas! No, no era cierto, él no
pensaba así de las mujeres, de ninguna mujer, por rastrera y despreciable que fuera su
condición. Él era un caballero; respetaba a las mujeres. Recordó: ¡Ella le había pegado la
blenorragia! La vergüenza, las aprensiones sin fin, hasta que había reunido el valor para
contárselo todo a su padre, el médico. La expresión del rostro de aquel hombre. Ahora lo
recordaba todo. La forma como su padre lo había curado, como hubiera curado a un
apestado. A partir de entonces, nada había vuelto a ser como antes. Había querido
dedicarse a la cruzada de remediar aquella situación. La reforma en materia social y bla
bla bla. Todo ilusión. Había sido un charlatán, un payaso… algo mucho peor. Había
matado por una cosa en la que ni siquiera creía. Habían dejado su mente completamente
abierta, y sus pensamientos derivaron con rapidez, siguieron su sobresaltado camino…
hasta la
¡EXPLOSIÓN EN SU MENTE!
Cayó de bruces contra la calzada de liso y pulido metal, pero nunca llegó a entrar en
contacto con ella. Algo detuvo su caída, y permaneció grotescamente suspendido,
doblado en dos a la altura de la cintura, como una marioneta privada de sus hilos. Un
soplo de algo desconocido, y estaba de nuevo en posesión de sus sentidos, como si no
hubiera ocurrido nada. Su mente se vio obligada a examinar el pensamiento:
¡Quiere poseer a la mujer del reverendo Barnett!
Henrietta y su piadosa petición dirigida a la reina Victoria:
«Majestad, en nombre de las mujeres de Londres, horrorizadas por los abominables
pecados que se cometen últimamente en el seno de nuestra comunidad…». Pedía su
captura, la de él, Jack, del que nunca sabría, del que nunca podría llegar a sospechar que
vivía en Toynbee Hall, en su propia casa, con ella y con el reverendo Barnett. El
pensamiento se encajó en su mente tan desnudo como el cuerpo que secretamente había
soñado cada noche, y del que ningún recuerdo había subsistido nunca a su despertar.
Habían dejado las puertas de su mente completamente abiertas, y ahora veía con claridad
todo aquello, sin más obstrucciones; se veía tal como era en realidad.
Un psicópata, un carnicero, un libertino, un hipócrita y un payaso.
—¡Vosotros me habéis hecho esto! ¿Por qué?
La rabia ahogaba sus palabras. Las cabezas-flores adoptaron la forma concreta de los
hedonistas responsables de la loca y sangrienta aventura en la noche de 1888.
Van Cleef, la mujer-gardenia, se mofó:
—¿Y qué creías, pedazo de paleto? (Es paleto, ¿no, Hernon? Con los dialectos
antiguos siempre me pierdo.) Después de haberte hecho liquidar a su Juliette, Hernon
quería dejarte ir. ¿Pero por qué no aprovechar la ocasión? Nos debía al menos tres formz,
y para empezar tú servías tan bien como cualquier otro.
Jack se puso a gritar hasta que sus cuerdas vocales se hincharon en el interior de su
garganta.
—¿Era necesario esta vez? Respondedme. ¿Era indispensable para hacer llegar las
reformas?
Hernon se echó a reír.
—Por supuesto que no.
Jack cayó de rodillas. La ciudad le dejó hacer.
—Oh, Dios mío, oh, Dios todopoderoso, he hecho lo que he hecho, me he cubierto de
sangre… y todo ello para nada, absolutamente para nada…
Cashio, que había sido uno de los phlox, parecía perplejo.
—Diría que se preocupa tan sólo por esta última vez y no por todas las demás. ¿Cómo
explicáis eso?
Nosy Verlag, que había sido una celidonia silvestre, respondió vivamente:
—No es cierto. No se trata tan sólo de esta última vez. Todas lo atormentan. Sondéalo
y verás.
Los ojos de Cashio giraron unos instantes hacia arriba, luego hacia abajo, y finalmente
se concentraron en Jack. Éste sintió como un estremecimiento de mercurio en su mente,
luego nada. Y Cashio concluyó, con una afectada mueca:
—Mmm… sí.
Jack manipuló rabiosamente el cierre de su maletín. Lo abrió y sacó el bocal
conteniendo el feto. Aquel que había retirado el 9 de noviembre de 1888 del cuerpo de
Mary Jane Kelly. Lo mantuvo unos instantes a la altura de su rostro, luego lo lanzó con
todas sus fuerzas contra el suelo de metal. No llegó a tocarlo. Al llegar a menos de un
centímetro del limpio y aséptico revestimiento de la ciudad, desapareció sin dejar ninguna
huella.
—¡Qué maravillosa sensación de repugnancia! —exultó Rose, que había sido una rosa.
—Hernon —advirtió Van Cleef—, está concentrándose en ti. Te está haciendo
responsable de todo lo que le ocurre.
En el momento en que Jack sacaba del maletín el escalpelo eléctrico de Juliette y se
lanzaba hacia él, Hernon estaba riéndose, sin mover los labios. Las palabras de Jack eran
ininteligibles, pero mientras golpeaba estaba diciendo:
—¡Basura! Os mostraré lo que sois; os mostraré que no podéis hacerme esto, ¡os lo
mostraré! ¡Vais a reventar todos, todos vosotros, todos!
Eso era lo que decía, pero las palabras no surgieron de su boca más que como un
prolongado rugido de venganza, de frustración, de odio y de impetuoso furor.
Hernon seguía riendo cuando Jack le hundió en el pecho la hoja zumbante de
electricidad, delgada como un ingrávido suspiro. Casi sin ninguna manipulación por parte
de Jack, delimitó una abertura de 360º, de abiertos y carbonizados labios, que puso al
descubierto el palpitante corazón de Hernon y el húmedo interior de su caja torácica. Aún
tuvo tiempo de lanzar un desconcertado aullido antes de recibir el segundo golpe, que
seccionó limpiamente las ataduras del corazón. Vena cava superior. Aorta. Arteria
pulmonalis. Bronchus principalis.
El corazón saltó hacia delante como un tapón, y un terrible chorro de sangre a presión
roció a Jack con tal fuerza que lo cegó. Su rostro ya no era más que una masa sangrante
que chorreaba un espeso líquido rojo y negruzco.
Hernon siguió el camino de su corazón y cayó en brazos de Jack. Como un solo
hombre, las cabezas-flores lanzaron un penetrante grito y desaparecieron, mientras el
cuerpo de Hernon se deslizaba entre las manos de Jack para volatilizarse un segundo
antes de tocar el suelo, a sus pies. Alrededor de Jack, las paredes eran lisas, limpias,
estériles, metálicas e indiferentes.
Con el sangrante cuchillo en la mano, Jack se plantó en mitad de la calle.
—¡Ahora! —gritó blandiendo el cuchillo—. ¡Ahora vais a ver!
Si la ciudad entendió no lo aparentó en absoluto, pero
La presión aumentó en los variadores temporales.
En un edificio situado a ciento veinte kilómetros de allí, una sección de plateada pared
se convirtió en metal oxidado.
En las cámaras frigoríficas, doscientas cápsulas de gelatina se vaciaron
automáticamente en un recipiente.
La máquina de regular el tiempo se habló a sí misma muy suavemente, registró los
datos y se construyó al instante un circuito mnemónico intangible.
y en la ciudad eterna y brillante, donde la noche caía tan sólo cuando sus habitantes lo
deseaban y solicitaban específicamente que cayera…
La noche cayó. Sin otra advertencia que:
—¡Ahora!
Una inmunda criatura de carne putrefacta merodeaba por la estética y aséptica ciudad.
En la última ciudad del mundo, la ciudad al borde del mundo, donde los hombres se
habían construido un paraíso a la medida, el merodeador acosaba las tinieblas familiares.
Deslizándose de sombra en sombra, insensible a todo lo que no se moviera, vagaba en
busca de una pareja para iniciar su danza macabra.
Descubrió a la primera mujer en el momento en que se materializaba al pie de un
vibrante y cristalino chorro de agua, surgido de la nada y que terminaba en una fuente
azulina de forma cúbica y material indefinible. La descubrió y le hundió la vibrante hoja en
la nuca. Luego procedió a la enucleación de los ojos, que depositó en la palma abierta de
cada una de sus manos.
Descubrió a la segunda mujer en una torre, a caballo de un viejo de silbante y
entrecortada respiración, que se apretaba el corazón con una mano mientras ella lo
empujaba a la pasión. Jack terminó con ella al mismo tiempo que con el viejo. Le hundió
la vibrante hoja en la redondez del bajo vientre, seccionando sus órganos genitales,
mutilando y matando con el mismo golpe al viejo introducido en el cuerpo de la joven. Ella
cayó sobre el viejo, y Jack los dejó así, unidos en un último abrazo.
Descubrió a un hombre y lo estranguló con sus manos desnudas antes de que tuviera
tiempo de desmaterializarse. Luego, dándose cuenta de que era uno de los phlox, le cortó
el rostro con precisión e insertó en los cortes las partes sexuales del hombre.
Descubrió a una tercera mujer que canturreaba a un grupo de niños una encantadora
canción que hablaba de un huevo. Le abrió la garganta y seccionó las cuerdas en su
interior. Extendió las cuerdas vocales sobre su pecho, pero no tocó a los niños, que
seguían con ojos ávidos la operación. Amaba a los niños.
Merodeó por la noche sin fin, recogiendo corazones a su paso, formando una grotesca
colección arrancada de una, luego dos, luego nueve personas. Y cuando alcanzó la
docena, jalonó con ellos una de las amplias calles donde jamás circulaba ningún vehículo,
ya que los habitantes de aquella ciudad no necesitaban vehículos.
Contra todo lo previsto, la ciudad no absorbió las vísceras. Y las gentes ya no se
volatilizaban. Gozaba de una cierta impunidad, y sólo se sentía en la obligación de
ponerse a cubierto cuando veía a un grupo que creía lanzado en su búsqueda. Algo
estaba pasando en la ciudad. (En un momento determinado, percibió el chirrido
característico del metal rozando contra el metal, el scrrric del plástico mordiendo el
plástico —aunque ignoraba si era plástico—, e instintivamente comprendió que algo en la
oculta maquinaria se estaba agarrotando.)
Descubrió a una mujer en su baño y la ató con jirones de sus propias ropas; le cortó las
piernas a la altura de las rodillas y la dejó, aullante y pataleante, vaciarse de su sangre y
de su vida en un agua escarlata. Se llevó las piernas.
Cuando descubrió a un hombre que corría para salir de la noche, saltó sobre él, lo
degolló y le seccionó los brazos. Los reemplazó por las piernas de la mujer del baño.
Y continuó así sin descanso, fuera del tiempo. Quería mostrarles lo que el mal podía
engendrar; quería mostrarles hasta qué punto era risible su inmortalidad al lado de la
suya.
Finalmente, algo le dijo que estaba ganando la partida. Acurrucado entre dos cubos de
aluminio en un rincón de metal antiséptico, oyó una voz sobre él, alrededor de él, e
incluso dentro de él. Era un mensaje público difundido por algún proceso de comunicación
mental del que se servían los habitantes de la ciudad al borde del mundo.
NUESTRA CIUDAD FORMA PARTE DE NOSOTROS AL IGUAL QUE NOSOTROS
FORMAMOS PARTE DE NUESTRA CIUDAD. ELLA ES UNA PROLONGACIÓN DE
NUESTRO CEREBRO Y OBEDECE NUESTRAS ÓRDENES. LA ENTIDAD QUE
CONSTITUIMOS SE VE AMENAZADA POR UNA PRESENCIA EXTRANJERA QUE
ESTAMOS INTENTANDO LOCALIZAR. PERO LA FUERZA MENTAL DE ESE HOMBRE
ES GRANDE. PERTURBA LAS FUNCIONES VITALES DE LA CIUDAD. LA NOCHE
INTERMINABLE ES UN EJEMPLO DE ELLO. TODOS DEBEMOS CONCENTRARNOS.
TODOS DEBEMOS UNIR NUESTROS PENSAMIENTOS PARA LA SALVAGUARDA DE
NUESTRA CIUDAD. LA AMENAZA ES GRAVE. SI LA CIUDAD MUERE, NOSOTROS
MORIREMOS TAMBIÉN.
Ésos no fueron exactamente los términos del comunicado, pero así fue como los
interpretó Jack. En realidad, el mensaje era mucho más largo y complejo, pero Jack supo
interpretar correctamente y comprendió que estaba ganando la partida. Los estaba
destruyendo poco a poco. Las reformas sociales eran risibles, habían dicho. Bien, iba a
mostrárselo.
Prosiguió con su alucinante programa. Exterminó, mutiló, destrozó a los habitantes de
la ciudad por cualquier lado donde pudo hallarlos. Y ya no podían desaparecer, no podían
huir, no podían detenerlo. La colección alcanzó los cincuenta, luego los setenta, luego los
cien corazones.
Se cansó de los corazones y comenzó a extirpar cerebros. Su colección aumentó.
Y eso continuó durante días y más días. De tanto en tanto, un aullido se elevaba de la
perfumada y aséptica limpieza de la ciudad. Las manos de Jack estaban constantemente
pegajosas y chorreantes.
Luego descubrió a Van Cleef. Desde la oscuridad donde estaba agazapado, saltó
sobre ella y levantó la larga hoja vibrante para hundírsela en el pecho.
Pero ella de
sa
pa
re
ció.
Recuperando su equilibrio, Jack miró a su alrededor. Van Cleef se materializó a tres
metros de él. Se lanzó contra ella, con la cabeza baja, y de nuevo se volatilizó… para
reaparecer tres metros más allá. Finalmente, cuando él hubo hendido en vano el aire en
diez ocasiones, se inmovilizó, con los brazos colgando, jadeante, y la miró.
Ella le devolvió una mirada cargada de indiferencia.
—Eso ya no nos divierte —dijo, moviendo los labios.
¿Divertir? Los pensamientos de Jack, girando en un alocado vórtice, se refugiaron en
un rincón aún más negro que todos los que hasta entonces había conocido. A través del
velo empapado en sangre de su frenético desenfreno, comenzó a entrever la verdad. Se
habían servido de él para sus diversiones. Le habían dejado hacer. Lo habían soltado por
las calles de su ciudad y habían gozado con el espectáculo, un espectáculo
granguiñolesco y bufo.
¿El mal? Nunca hasta entonces había sospechado los verdaderos horizontes de la
palabra. Se lanzó hacia Van Cleef… pero ella se volatilizó para no volver a aparecer.
Permaneció allí, abandonado, mientras la luz regresaba; mientras la ciudad limpiaba
los restos de la carnicería, recuperaba los cuerpos mutilados y hacía con ellos lo que
debía hacer. Y en las cámaras frigoríficas, las cápsulas de gelatina reintegraron sus
alvéolos y los cuerpos congelados fueron puestos en reserva, ya que Jack el Destripador
ya no necesitaría más materia prima para diversión de los sibaritas. Su trabajo había
terminado para siempre.
Permaneció allí, abandonado en medio de las calles desiertas. Calles que para él
estarían siempre vacías. Para él, los habitantes de la ciudad ya no serían más que las
sombras inalcanzables que en realidad siempre habían sido. Se había considerado una
encarnación del mal, y ellos lo habían reducido al estado de patético bufón.
Intentó girar hacia sí mismo la zumbante hoja, pero se disolvió en una infinidad de
partículas luminosas que se alejaron arrastradas por una brisa que no tenía ninguna otra
razón de existir.
Abandonado, contempló la victoriosa ciudad utópica, donde la limpieza recuperaba sus
derechos. Iban a mantenerlo en vida con sus técnicas, eternamente quizá, sólo por si
algún día sentían de nuevo deseos de divertirse con él. Había sido reducido a la más
simple expresión de su personalidad; su cerebro ya no era más que una masa de materia
gelatinosa. Hundirse en la locura, en lo más profundo de la locura. No conocer jamás ni la
paz ni el sueño ni el fin.
Permaneció allí, abandonado, en un mundo tan puro como el primer aliento de un niño;
él, que había acechado en las más sórdidas callejuelas.
—No me llamo Jack —dijo suavemente. Pero no conocerían jamás su verdadero
nombre. Tampoco les importaría—. ¡No me llamo Jack! —repitió más fuerte.
Nadie le oyó.
—¡NO ME LLAMO JACK, Y HE ACTUADO MAL, HE ACTUADO MUY MAL; SOY UN
SER ABYECTO, PERO NO ME LLAMO JACK! —gritó otra vez.
Y gritó, y gritó una vez más, recorriendo sin destino las calles desiertas, sin ocultarse,
sin verse obligado a merodear nunca más en la sombra, un extranjero para siempre en la
ciudad.
* * *
LA NOCHE EN QUE TODO EL TIEMPO ESCAPÓ
Brian W. Aldiss

* * *
El dentista le indicó con una sonrisa la puerta, mientras le pedía un taxi. Se estaba
posando en el balcón cuando ella salió.
Era del tipo no automático, lo suficientemente pasado de moda como para ser
considerado chic. Fifi Fevertrees sonrió de modo deslumbrante al conductor y subió.
—Servicio extraurbano —dijo—. A la ciudad de Rouseville, fuera de la Ruta Z4.
—Así que vive en el campo, ¿eh? —dijo el taxista, alzándose hacia el seudoazul y
conduciendo como un loco con un solo pie.
—Me gusta el campo —dijo Fifi a la defensiva. Vaciló, y luego decidió que podía
permitirse un poco de vanagloria—. Además, es mucho mejor ahora que han conseguido
que las cañerías del tiempo lleguen hasta allí. Precisamente nuestra casa va a ser
conectada a la canalización ahora...; todo estará listo cuando yo llegue.
El taxista se alzó de hombros.
—Apostaría a que eso debe de costar un montón, en el campo.
—Tres payts cada unidad básica.
El otro silbó significativamente.
Ella sintió deseos de decirle más, de contarle lo excitada que estaba, cuánto hubiera
deseado que papá estuviera vivo para gozar de la experiencia de estar conectado a las
canalizaciones temporales. Pero era difícil hablar con el pulgar en la boca, de modo que
se miró en su espejo de muñeca y palpó para ver lo que el dentista le había hecho.
Había sido un buen trabajo. El nuevo y pequeño diente nacarado estaba empezando a
crecer ya firmemente en la rosada encía. Fifi llegó a la conclusión de que tenía una boca
muy sexy, como decía Tracey. El dentista había extirpado el viejo diente con gas
temporal. Tan sencillo... Un simple golpe de spray y ella estaba de vuelta al día de
anteayer, reviviendo aquel agradable interludio cuando había tomado café con Peggy
Hackenson, sin sentir el menor dolor. El gas temporal estaba tan de moda... Ardía de
impaciencia pensando en que iban a tenerlo en su casa, a su disposición en cualquier
momento.
El taxi burbuja se remontó y salió por una de las compuertas dilatables del gram domo
que cubría la ciudad. Fifi sintió un momentáneo pesar al abandonarla. Las ciudades eran
tan agradables hoy en día que nadie deseaba vivir fuera de ellas. Todo era también el
doble de caro fuera, pero afortunadamente el gobierno pagaba una elevada asignación
por penuria a todos aquellos que, como los Fevertrees, se veían obligados a vivir en el
campo.
En un par de minutos descendían de nuevo al suelo. Fifi indicó su granja lechera, y el
taxista se posó expertamente en su balcón de aterrizaje antes de tender su garra
reclamando un exorbitante número de kilopayts. Sólo cuando hubo recibido el dinero se
inclinó y abrió la puerta de Fifi con un pie. Uno no podía fiarse para nada de esos
chimpancés conductores.
Lo olvidó todo cuando echó a correr a través de la casa. ¡Aquél era el gran día! Los
constructores habían necesitado dos meses para instalar la central temporal —dos
semanas más de lo que habían calculado al principio—, y todo el mundo había estado de
un humor de perros durante ese tiempo, mientras los hombres hacían rodar sus tuberías y
arrastraban sus hilos por todas las habitaciones. Ahora todo volvía a estar ordenado. Casi
bailaba cuando bajó las escaleras en busca de su esposo.
Tracey Fevertrees estaba de pie en la cocina, hablando con el constructor. Cuando
entró su esposa, se volvió y tomó su mano, sonriéndole de una forma que para ella era
relajante pero que alteraba el sueño de muchas chicas de Rousevüle. Sin embargo, su
apostura quedaba empañada por la belleza de su esposa cuando estaba excitada, como
ahora.
—¿Todo listo para funcionar? —preguntó Fifi.
—Sólo hay una pequeña complicación de última hora —dijo de mala gana el señor
Archibald Smith.
—¡Oh, siempre hay alguna complicación de última hora! Hemos tenido quince de esas
complicaciones la semana pasada, señor Smith. ¿Qué ocurre ahora?
—No es nada que les afecte directamente. Sólo que, como saben, hemos tenido que
tender muchas canalizaciones de gas temporal desde la factoría central de Rousevüle
hasta aquí, y parece que tenemos algunos problemas para mantener la presión. Se dice
que hay una fuga en el pozo principal de la central, y que no consiguen localizarla. Pero
eso no tiene por qué preocuparles.
—Hemos hecho algunas pruebas, y parece que todo funciona bien —dijo Tracey a su
esposa—. ¡Ven y te lo mostraré!
Le dieron la mano al señor Smith, que evidenciaba la tradicional reluctancia de los
constructores a abandonar su lugar de trabajo. Finalmente se fue, prometiendo volver a la
mañana siguiente para recoger los últimos útiles, y Tracey y Fifi se quedaron solos con su
nuevo juguete.
El panel temporal apenas se distinguía entre todos los demás elementos de la cocina.
Estaba situado cerca de la unidad nuclear, un pequeño y discreto accesorio con una
docena de diales y el doble de manecillas.
Le mostró cómo habían regulado las presiones temporales: bajo para pasillos y cocina,
alto para dormitorios, variable para el salón. Ella se frotó contra él e imitó un ronroneo.
—Estás contento, ¿verdad, amor? —preguntó.
—No dejo de pensar en todas las facturas que vamos a tener que pagar. Y en las que
vendrán luego... Tres payts la unidad base... ¡Guau! —Entonces vio la mirada
decepcionada de ella y añadió—: Pero, por supuesto, me encanta, querida. Sabes bien
que me encanta.
Luego recorrieron toda la casa, con los controles en marcha. En la propia cocina, se
conectaron a una reciente velada. Flotaron en el pasado hasta la hora del día en que Fifi
gozaba más del trabajo de la cocina, cuando terminaba el desayuno y faltaba aún un rato
para que tuviera que empezar a pensar en la comida y discarla. Fifi y Tracey
seleccionaron una mañana en la que ella se había sentido particularmente tranquila y
feliz; el ambiente de aquel período flotó sobre ellos y los envolvió.
—¡Maravilloso! ¡Delicioso! ¡Puedo hacer cualquier cosa, cocinar lo que quieras!
Se besaron y corrieron al pasillo, gritando:
—¡La ciencia es maravillosa! Se detuvieron bruscamente.
—¡Oh, no! —gritó Fifi.
El pasillo estaba en perfecto orden: las cortinas en su lugar, resplandeciendo
metálicamente junto a las dos ventanas, controlando la cantidad de luz que penetraba por
ellas y almacenando el exceso para las horas sin sol; la reptalfombra en su lugar y recién
limpiada, llevándolos suavemente hacia delante; los paneles de la pared, cálidos y suaves
al tacto. Pero habían sido cronocontrolados hacia atrás a las tres de la tarde de hacía un
mes, una tranquila hora del día..., sólo que un mes atrás los constructores habían estado
trabajando allí.
—¡Querido, van a estropear la alfombra! ¡Y estoy segura de que no sabrán volver a
poner los paneles correctamente en su lugar! Oh, Tracey, mira..., ¡han desconectado las
cortinas, y Smithy prometió que no lo haría!
Él la sujetó por el hombro.
—¡Cariño, todo está bien, de veras!
—¡No! ¡No está todo bien! Mira todos esos viejos tubos temporales por todas partes, ¡y
esos cables colgando aquí y allá! Han estropeado nuestro maravilloso techo
absorbepolvo... ¡Mira cómo el polvo se está acumulando por todas partes!
—¡Cariño, es el efecto del tiempo!
No obstante, tuvo que admitir que no podía decir que el corredor que tenía ante sus
ojos estuviera en perfectas condiciones; hada un mes él también se había dejado llevar
por los nervios como Fifí, cuando vio cómo estaba el pasillo en manos de Smithy y sus
terribles hombres.
Llegaron al final del pasillo y pasaron al dormitorio, escapando a otra zona temporal.
Echando una mirada hacia atrás desde la puerta, Fifi dijo entre lágrimas:
—¡Cielo santo, Trace, qué poder tiene el tiempo! Creo que deberíamos cambiar los
controles del pasillo, ¿no crees?
—Claro. Los sintonizaremos con el año pasado, digamos con una hermosa tarde de
verano. ¡Tú di cuál, y la discaremos! ¿No es ése el eslogan de la Compañía Central del
Tiempo? Y hablando de tiempo, ¿qué te parece el que tenemos aquí?
Tras echar una ojeada a la habitación, ella bajó sus largas pestañas y lo miró.
—Hummm, parece tranquilo, ¿no?
—Las dos de la madrugada, amor, a principios de la primavera, y con todo el mundo
durmiendo su primer sueño. ¡Es difícil que suframos de insomnio ahora!
Ella se acercó y se apretó contra él, reclinándose contra su pecho y alzando la vista.
—¿No crees que quizá las once de la noche sería una hora más..., más propia de un
dormitorio?
—Ya sabes que para ese tipo de cosas prefiero el sofá. Vamos a sentarnos allí, y de
paso veremos qué piensas del salón.
El salón estaba en el piso de abajo, con sólo otros dos pisos, el garaje y la vaquería,
separándolo del suelo. Era una habitación hermosa y grande, con amplias ventanas
dando a un bello paisaje que alcanzaba hasta el distante domo de la ciudad, y tenía un
espléndido sofá en el centro.
Se sentaron en su voluptuoso sofá y, siendo las que eran las asociaciones con el
pasado, empezaron a hacerse arrumacos. Al cabo de un rato Tracey tanteó en el suelo y
tiró de un control remoto que estaba conectado a la pared.
—Desde aquí podemos controlar nuestro propio tiempo sin tener que levantarnos, Fifi.
Dime el tiempo que deseas y volveremos a él.
—Si estás pensando en lo que yo pienso que estás pensando, será mejor que no
retrocedamos más de diez meses, porque antes de eso aún no estábamos casados.
—Oh, vamos, señora Fevertrees, ¿te estás volviendo chapada a la antigua o algo así?
Nunca dejaste que eso te preocupara antes de que nos casáramos...
—¡No es cierto!... Claro que, mirándolo desde esta perspectiva, quizás alguna vez me
dejara llevar por el entusiasmo... Él le revolvió suavemente el pelo.
—¿Quieres que te diga lo que me gustaría que intentáramos alguna vez?... Discar
hasta cuando tú tenías doce años. Debías de ser una chica muy sexy en tu
preadolescencia, y me gustaría comprobarlo. ¿Qué te parece?
Ella iba a protestar con alguna argumentación convencionalmente femenina, pero su
imaginación tuvo otra idea.
—¡Podríamos ir hacia atrás hasta nuestra infancia!
—¡Espléndido! ¡Ya sabes que siempre he tenido un toque de complejo de Lolita!
—Trace..., debemos ir con cuidado para evitar que en nuestra excitación rebasemos el
día de nuestro nacimiento y nos encontremos siendo montoncitos de protoplasma o algo
así.
—¡Amor mío, has leído los folletos! Cuando obtengamos la suficiente presión como
para rebasar nuestras fechas de nacimiento, simplemente entraremos en la conciencia de
nuestros más próximos antepasados del mismo sexo..., tú de tu madre, yo de mi padre, y
luego de tu abuela y de mi abuelo. No creo que la presión temporal de la factoría de
Rouseville nos permita ir más lejos que eso.
La conversación languideció ante otros intereses, hasta que Fifi murmuró con voz
soñadora:
—¡Qué invención celestial es el tiempo! Sabiendo eso, incluso cuando seamos viejos,
canosos e impotentes seremos capaces de volver atrás y gozar como gozábamos cuando
éramos jóvenes. Discaremos nuestro regreso a este mismo instante, ¿eh?
—Hummm —dijo él.
Era un sentimiento umversalmente compartido.
Aquella noche cenaron una enorme langosta sintética. En su excitación por hallarse
conectados a las conducciones temporales, Fifi había discado sin saber cómo una mezcla
ligeramente incorrecta —aunque ella juró que debía de tratarse de algún error en la
programación del recetario que había introducido en el cocinordenador—, y el plato no
salió como debiera haber salido. Pero entonces discaron hacia atrás en el tiempo hasta
una de las primeras y mejores langostas que habían comido en su vida juntos, poco
después de conocerse, hada dos años. El sabor recordado hizo olvidar la decepción del
sabor actual.
Mientras estaban comiendo, la presión falló.
No hubo ningún sonido. Exteriormente, todo seguía igual. Pero dentro de sus cabezas
se sintieron torbellinear a través de los días como hojas secas arrastradas sobre un
páramo. Las horas de las comidas vinieron y se fueron, y la langosta adquirió mal sabor
en sus bocas cuando tuvieron la impresión de estar masticando sucesivamente pavo,
cordero, bizcocho, helado, budín, copos de cereal. Durante algunos desconcertantes
momentos permanecieron sentados a la mesa, petrificados, mientras centenares de
sabores variados se desplazaban unos a otros sobre sus papilas gustativas. Tracey se
puso en pie jadeando y cortó el flujo temporal del interruptor junto a la puerta.
—¡Algo se ha estropeado! —exclamó—. Eso ha sido cosa de ese tipo, Smith. Voy a
llamarle inmediatamente. ¡Voy a matarlo!
Pero cuando el rostro de Smith flotó en el videotanque, estaba más impasible que
nunca.
—No es culpa mía, señor Fevertrees. De hecho, uno de mis hombres acaba de
llamarme para decirme que tienen problemas en la cronofactoría de Rouseville, de donde
toma su suministro la canalización de ustedes. El gas temporal está escapando. Le dije
esta mañana que tenían algunos problemas allí. Vayase a la cama, señor Fevertrees...
Hágame caso. Vayase a la cama, y probablemente por la mañana todo estará arreglado
de nuevo.
—¡Irnos a la cama! ¿Cómo se atreve a enviarnos a la cama? —exclamó Fifi—. ¡Esa
sugerencia es inmoral! Ese hombre está intentando ocultar algo. Apostaría a que ha
cometido algún error, y está intentando cubrirse con esa historia acerca de una fuga en la
cronofactoría.
—Podemos comprobarlo muy pronto. ¡Vayamos allí y veámoslo!
Tomaron el ascensor hasta la planta baja, y subieron a su vehículo terrestre. La gente
de las ciudades se reía de esos pequeños aerodeslizadores con ruedas, tan parecidos a
los automóviles del pasado, pero no había ninguna duda de que eran indispensables en el
campo, fuera de los domos, por donde no pasaba el transporte público gratuito.
Las puertas se abrieron y ellos salieron al exterior, despegándose inmediatamente del
suelo y flotando a medio metro de altura. Rouseville estaba sobre una pequeña colina, y
la cronofactoría estaba al otro lado. Pero cuando empezaron a ver las primeras casas,
ocurrió algo extraño.
Aunque todo estaba tranquilo, el vehículo terrestre empezó a oscilar terriblemente. Fifi
se vio proyectada hacia todos lados, y al cabo de un momento se empotraban contra una
cerca.
—¡Diablos, esos trastos son pesados! ¡Algún día tendré que decidirme a aprender a
conducir uno! —dijo Tracey, saltando fuera.
—¿No vas a ayudarme, Tracey?
—¡Anda ya, soy demasiado mayorcito para jugar con niñas!
—¡Pero tienes que ayudarme! ¡He perdido mi muñeca!
—¡Tú nunca has tenido ninguna muñeca! ¡Al diablo contigo!
Echó a correr por el campo y ella tuvo que seguirlo, llamándolo mientras corría. Era
realmente tan difícil intentar controlar el torpe y pesado cuerpo de un adulto con la mente
de un niño...
Halló a su esposo sentado en medio de la carretera de Rouseville, pateando y agitando
los brazos. Al verla se echó a reír.
—¡Tace anda patín-patán! —dijo.
Pero en unos pocos momentos eran capaces de avanzar de nuevo a pie, aunque era
doloroso para Fifi, cuya madre había cojeado mucho al final de su vida. Avanzaron
penosamente, dos personas jóvenes con posturas de viejos. Cuando entraron en la
pequeña ciudad desprovista de domo, fue para descubrir a la mayor parte de sus
habitantes fuera de sus casas, cruzando por todo el espectro de las características de la
edad humana, desde los balbuceos infantiles hasta el tartamudeo de la senilidad.
Obviamente, algo serio le había ocurrido a la cronofactoría.
Diez minutos y unas cuantas generaciones más tarde, llegaron a las puertas. De pie
bajo el gran cartel de la Compañía Central del Tiempo se hallaba Smith. No lo
reconocieron; llevaba una máscara anticronogás, cuyos orificios de escape escupían
viejos momentos.
—¡Imaginaba que vendrían aquí! —exclamó—. No me creyeron, ¿eh? Bien, será mejor
que vengan conmigo y lo vean por sí mismos. La fuga original se ha convertido en un
surtidor, y las válvulas no han podido resistir la presión y han saltado. Me temo que habrá
que evacuar el área antes de pensar en repararlo.
Mientras los conducía cruzando las puertas, Tracey dijo:
—¡Espero que no se trate de un sabotaje de los rusos! Supongo que esta planta será
secreta.
Smith se lo quedó mirando sorprendido.
—¿Se ha vuelto usted loco, señor Fevertrees? Los rusos tienen cronofactorías como
nosotros. El año pasado fueron ustedes de luna de miel a Odessa, ¿no?
—¡El año pasado estuve en el servicio activo en Corea, gracias!
—¿Corea?
Con un potente ruido de sirenas, una forma negra destellando con luces rojas se
detuvo en el patio de la cronofactoría. Era una unidad de bomberos autopilotada
procedente de la ciudad, pero su dotación humana saltó de ella en una terrible confusión,
y un tipo joven se derrumbó en el suelo gritando que le cambiaran los pañales, antes de
que el personal de la factoría pudiera proveerlos a todos de máscaras anticronogás. Y no
había tampoco ningún fuego que extinguir, sólo el gran surtidor de invisible tiempo que en
aquellos momentos dominaba toda la factoría y la ciudad entera, y soplaba a los cuatro
vientos, arrastrando consigo inimaginadas u olvidadas generaciones en su aliento a
prueba de polillas.
—vamos a ver lo que ocurre —dijo Smith—. Aunque sería lo mismo meternos en casa
y tomar unas copas que quedarnos aquí y no hacer nada.
—Es usted un joven muy estúpido si quiere decir lo que imagino que quiere decir —dijo
Fifi, con una voz vieja y severa—. La mayor parte del licor disponible es clandestino y no
apto para el consumo..., pero en cualquier caso, mi opinión es que debemos apoyar al
presidente en su loable intento de detener el alcoholismo. ¿No lo crees tú así, Tracey
querido?
Pero Tracey estaba perdido en las abstracciones de extraños recuerdos, mientras
silbaba para sí mismo La paloma.
Tambaleándose detrás de Smith, penetraron en el edificio, donde dos oficiales de la
policía los detuvieron. En aquel momento un hombre gordo vestido con un traje civil
apareció y habló con uno de los policías a través de su máscara antigás. Smith lo llamó, y
se saludaron como si fueran hermanos. Resultó que lo eran. Clayball Smith los condujo a
todos al interior de la planta, tomando galantemente a Fifi del brazo..., lo cual, para revelar
su tragedia personal, fue todo lo que obtuvo jamás de una chica.
—¿No deberíamos ser presentados convenientemente a este caballero, Tracey? —
susurró Fifi a su esposo.
—Tonterías, querida. Hay que echar por la borda las reglas de la etiqueta cuando uno
entra en los templos de la industria.
Mientras hablaba, Tracey parecía estar acariciándose unas imaginarias patillas.
Dentro de la cronoplanta reinaba el caos. Ahora se veía claramente la magnitud del
desastre. Estaban sacando a los primeros mineros del pozo donde se había producido la
explosión temporal; uno de los pobres tipos maldecía débilmente y culpaba a Jorge III de
todo lo ocurrido.
Toda la industria del tiempo estaba aún en su infancia. Apenas habían pasado diez
años desde que el primero de los subterráneos, prospectando a gran profundidad bajo la
corteza terrestre, había descubierto la primera cronobalsa. Todo el asunto era aún origen
de maravillas, y las investigaciones se hallaban todavía en sus primitivos estadios.
Pero los grandes negocios habían metido mano en aquello y, con su habitual
generosidad, se habían preocupado de que todo el mundo tuviera su ración
correspondiente de tiempo, a su debido precio. Ahora la industria del tiempo tenía más
capital invertido que cualquier otra industria en el mundo. Incluso en una ciudad pequeña
como Rouseville, la factoría estaba valorada en millones. Pero la planta acababa de sufrir
una terrible fuga.
—Es terriblemente peligroso estar aquí...; no deberían permanecer ustedes mucho
tiempo —dijo Clayball.
Estaba gritando a través de su máscara antigás. El ruido allí era terrible, especialmente
desde que un locutor había comenzado a retransmitir su reportaje a la nación a pocos
metros de ellos.
En respuesta a una pregunta gritada por su hermano, Clayball dijo:
—No, es más que una fuga en la canalización principal. Eso es sólo lo que hemos
dicho para calmar los ánimos. Nuestros valientes chicos de ahí abajo han hallado un
nuevo filón temporal, han reventado la bolsa, y ahora se está esparciendo por toda la
zona. ¡No podemos dominarla! La mitad de nuestros muchachos habían vuelto a la
conquista normanda antes de que llegáramos a sospechar qué era lo que ocurría.
Señaló dramáticamente hacia abajo a través de las losas sobre las que apoyaba sus
pies.
Fifi no podía comprender de qué demonios estaba hablando. Desde que había dejado
Plymouth había estado derivando, y no metafóricamente precisamente. Ya era bastante
malo el ser una Madre Peregrina acompañando a uno de los Padres Peregrinos, y
además aquel Nuevo Mundo no le gustaba en absoluto. Se hallaba ahora más allá de sus
posibilidades el entender que los enormes recursos de la tecnología moderna estaban
trastornando todo el tiempo de un planeta.
En su actual situación, no podía saber que las ilusiones del geiser temporal se estaban
extendiendo ya por todo el continente. Casi todos los satélites de comunicaciones que
giraban en torno al planeta estaban difundiendo informes más o menos ajustados del
desastre y de los acontecimientos que estaba provocando, mientras los alucinados
escuchas se sumían generación tras generación, como gente hundiéndose en un
ventisquero sin fondo.
De aquellos depósitos procedían las reservas de tiempo que eran canalizadas al millón
de millones de hogares en el mundo. Los expertos habían calculado ya que al actual
índice de consumo todos los depósitos de tiempo quedarían agotados en doscientos
años. Afortunadamente, otros expertos estaban trabajando ya en el intento de desarrollar
sustitutivos sintéticos para el tiempo. Sólo el mes anterior, el pequeño equipo de
investigaciones de la Time Pen Inc., de Ink, Pennsylvania, había anunciado que habían
conseguido aislar una molécula nueve veces más lenta que cualquier otra molécula
conocida por la ciencia, y que esperaban firmemente poder aislar otras moléculas aún
más lentas.
Una ambulancia llegó derrapando al frenar, con otra tras ella. Archibald Smith intentó
apartar a Tracey del camino.
—¡Quitad de mí vuestras manos, bellaco! —exclamó Tracey, intentando desenvainar
una imaginaria espada.
Los hombres de la ambulancia estaban saltando de sus vehículos, y la policía estaba
acordonando toda la zona.
—¡Van a traer de vuelta a la superficie a nuestros valerosos terranautas! —exclamó
Clayball.
Apenas se le oía por encima de todo aquel tumulto. Había hombres con máscaras por
todas partes, con la esbelta silueta aquí y allá de alguna enfermera también con máscara
acompañándoles. Se estaban trayendo provisiones de oxígeno y sopa, se instalaban
proyectores un poco por todas partes, enfocándolos a la cuadrada boca del pozo de
inspección. Los hombres con monos amarillos penetraban en el pozo, comunicándose
entre sí por medio de radios de muñeca. Desaparecieron. Por un momento un silencio
respetuoso cayó sobre los edificios y pareció transmitirse a la multitud de fuera.
Pero el momento se transformó en minutos, y el ruido halló su camino de regreso hasta
su nivel normal. Otros hombres de rostros hoscos se adelantaron, y los locutores fueron
apartados a un lado.
—Es parecer mío que irnos de aquí deberíamos, por el soplo de Dios —susurró
débilmente Fifi, aferrándose a sus ropas caseras con una temblorosa mano—. ¡Esto no
me gusta nada!
Finalmente, hubo actividad en la boca del pozo. Sudorosos hombres con monos tiraron
de cuerdas. El primer terranauta fue extraído a la vista, llevando el característico uniforme
negro de los de su clase. Su cabeza colgaba, su mascarilla había sido arrancada, pero
estaba luchando valerosamente por mantener la conciencia. Una sonrisa jovial cruzó sus
pálidos labios, y agitó una mano a las cámaras. Una estentórea ovación brotó de los
espectadores.
Pertenecía a la intrépida raza de hombres que se sumergían en los desconocidos
mares del gas temporal bajo la corteza terrestre, arriesgando sus vidas para extraerle a lo
desconocido una pizca de conocimiento, empujando cada vez más lejos los límites de la
ciencia, anónimos y jamás honrados excepto por las constantes baterías de la publicidad
mundial.
El as de los locutores se había abierto camino a codazos por entre la multitud para
alcanzar al terranauta, y estaba intentando entrevistarlo, acercando un micrófono a sus
labios mientras el torturado rostro del héroe aparecía en primer plano ante los incrédulos
ojos de mil millones de espectadores.
—Ahí abajo..., un infierno... Dinosaurios y sus crías —consiguió jadear, antes de ser
metido en la primera ambulancia—. Ahí en lo profundo del gas. Manadas de ellos,
hambrientos... Unos cientos de metros más abajo y hubiéramos encontrado...,
hubiéramos encontrado la creación... del mundo.
No pudieron oír más. Nuevos refuerzos de la policía estaban limpiando el edificio de
todas las personas no autorizadas antes de que los otros terranautas fueran devueltos a
la superficie, aunque su cápsula terrestre no estaba aún a la vista. Cuando el cordón
armado se les acercó, Fifi y Tracey retrocedieron. No podían permanecer más tiempo allí,
no podían comprender nada de lo que ocurría. Se dirigieron apresuradamente hacia la
puerta, ignorando los gritos de los dos Smith con sus máscaras. Cuando echaron a correr
hacia la oscuridad, por encima de sus cabezas se erguía muy alto el gran chorro del
geiser temporal, derramando, derramando su destino sobre el mundo.
Durante un momento permanecieron jadeando junto a una cerca próxima.
Ocasionalmente uno de ellos balbuceaba como una niñita, o el otro gruñía como un
hombre viejo. Mientras tanto, respiraban pesadamente.
Estaba a punto de amanecer cuando reunieron sus fuerzas y siguieron su camino por
la carretera en dirección a Rouseville, manteniéndose junto a los campos.
No estaban solos. Los habitantes de la ciudad huían también, abandonando sus
hogares que ahora les eran extraños y estaban mucho más allá de su limitada
comprensión. Mirándoles bajo sus fruncidas cejas, Tracey se detuvo y arrancó una rama
de un árbol cercano para fabricarse un burdo bastón.
Juntos, el hombre y su mujer treparon la ladera de la colina, regresando a las tierras
salvajes como la mayor parte del resto de la humanidad, sus pesadas y encorvadas
figuras silueteándose contra los primeros resplandores de luz solar en el cielo.
—Ugh glumph hum herm morm glug humk —murmuró la mujer.
Lo cual significa, groseramente traducido del antiguo piedrés: «¿Por qué demonios
siempre tiene que ocurrirle esto a la humanidad justo en el momento en que está a punto
de volver a civilizarse?»
* * *
FIN

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